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EL MÉTODO DE LEE STRASBERG

EL MÉTODO DE LEE STRASBERG

EL ACTOR FRENTE A SÍ MISMO

El actor es el elemento característico del arte teatral. Todo en el teatro

comienza por la actuación. Por muy brillante que sean las ideas del autor, o

lo deslumbrante de su ingenio y lenguaje, éstas cuentan muy poco en el

teatro , si no pueden ser expresadas a través del actor.

El drama implica que algo debe de haber ocurrido; implica también que

hay algo que tenemos que saber para entender lo que está pasando ahora.

La facultad dramática nos hace desear otro acto y otra escena; te envuelve

por así decirlo, en los acontecimientos, a medida que estos van pasando.

Desgraciadamente, los autores aún proporcionan al actor palabras

inadecuadas. Tienen miedo a que el público no entienda ciertas cosas,

porque son inconscientes de cuánto puede el actor por sí mismo, y por eso

tratan de incorporar todo por medio de las palabras.

La naturaleza humana del actor no sólo hace posible su grandeza, sino

que es la fuente de sus problemas.

El ser humano que actúa es el ser humano que vive. Esta es una

circunstancia aterradora. El actor representa esencialmente algo ficticio, un

sueño; en la vida los estímulos a los que respondemos son reales. El actor

debe responder constantemente a estímulos imaginarios. Y sin embargo,

esto debe ocurrir no exactamente como ocurre en la vida, sino, en la

realidad, mucho más compleja y comprensivamente. Aunque el actor pueda

hacer las mismas cosas en escena, bajo condiciones ficticias, encuentra

dificultades porque no está equipado como ser humano para simplemente

hacer que imita a la vida. Debe creérselo hasta cierto punto, como también

debe convencerse de la conveniencia de lo que está haciendo, para así hacer

las cosas bien en el escenario.

No necesito trabajar para todo lo que hago en el escenario, o no soy

actor o tengo tan poca confianza en mí mismo que no permito que el

impulso de actuar se desarrolle dentro de mí. El actor lucha con el salto de

la imaginación. Esta puede tener su lado fuerte o débil, pero en esencia

debe estar ahí, de la misma manera que debe haber una voz para enseñar a

alguien a cantar. El actor debe tener una imaginación activa. No sólo estar

dispuesto a dar el salto original, sino que también su imaginación debe

estar dispuesta seguir hasta el final. No se puede aceptar a alguien cuya

imaginación no salte, no avance y decir: “Está bien. Voy a enseñarle a

actuar”. Eso es imposible.

Lo esencial para él es usarse, estar dispuesto a confiar e ir con la

escena, el público y él mismo. En escena, no puede ser un tercio de actor,

un tercio de crítico y una tercera parte de público. Debe ser actor en un

noventa y nueve por ciento y tener un poco de crítico y otro poco de

espectador. Si es un actor cien por cien, eso no es bueno. No sabe lo que

está haciendo. Debe haber un pequeño margen que le permita darse cuenta

de lo que hace.

En el teatro, si estamos dispuestos a continuar concentrándonos y a

entregarnos a un problema, ya estamos tratando ese problema. La

disposición de ir paso por paso sin preocuparse de si tenemos el cien por

cien, constituye el mayor secreto de la buena actuación.

PREPARACIÓN:

1.- PROVOCAR LA IMAGINACIÓN

Al actuar, la imaginación presenta tres aspectos: impulsos, creencia y

concentración. El impulso o “salto de la imaginación” puede ser consciente

o inconsciente en su origen, pero carece de valor sin una creencia, que

consiste en la fe del actor en lo que está diciendo, haciendo y sintiendo y

que es interesante y apropiado. La concentración está causada y resulta del

impulso y de la creencia. El actor que cree lo suficiente y tiene voluntad

para seguir su impulso, se encuentra de ordinario concentrado. Por otra

parte, una gran cantidad del trabajo del actor consiste en hacerse sensible

al crear una experiencia, y esto trae consigo una búsqueda deliberada de

los objetos o medios apropiados para concentrarse. A su vez, tal estado

conduce al impulso y a la creencia.

Trato con todas mis fuerzas de ver si puedo producir para mí lo que

deseo ver. Puede que lo consiga y puede que no.

Lo que haces es definir el objeto, pero tu pensamiento no pasa de ser

eso, un pensamiento. Concentrarse en un objeto implica creer en él, verlo

tan perfectamente que uno llega a convencerse, de tal forma que los

sentidos cobran vida como lo hacen cuando vemos un objeto real. En la

realidad el objeto está ahí; verlo es suficiente para avivar mis sentidos y

emociones y para que mi imaginación trabaje. Pero tú simplemente defines

los objetos en tu mente, de manera que pertenecen a una secuencia lógica.

Esto no es auténtica concentración. Esos objetos no te afectan. Tú los

afectas a ellos.

Para que rindan plenamente, los sentidos debe siempre sentirse

parcialmente libres para actuar o dejar de hacerlo, para ser o no ser.

Algunos sentidos en los que ni siquiera pensamos, suelen trabajar para el

actor inconscientemente, pero no lo hacen si estamos muy decididos a

obtener exactamente lo que estamos pensando.

Pero, tan pronto como me planteo preguntas sencillas a las que no

puedo responder, me animo así a mirar, buscar y pensar de verdad y la

concentración auténtica se produce.

Tengamos en cuenta que la definición de un objeto nunca puede ser

absoluta. Lo que sirve para que un actor se concentre, no servirá para otro.

Un simple objeto material puede servir en un momento, mientras que un

objeto inmaterial más complicado, puede ser necesitado en otro. La

confiabilidad de un objeto depende no sólo del grado en que funcione para

un determinado actor en una determinada situación, sino también de si

funciona o no siempre que así se requiera que así sea. Un objeto que de

ocho veces sirve tres, apenas puede ser considerado fidedigno.

No obstante, una vez que el actor se haya entrenado de forma que sus

sentidos respondan con presteza a objetos o estímulos imaginarios,

entonces estará equipado para descubrir por sí mismo aquellos objetos en

particular que le ayudarán a despertar una verdadera concentración en una

situación imaginaria creada por el dramaturgo.

2.- TRABAJO EMOCIONAL

La memoria afectiva es aquella que envuelve la personalidad del actor

de forma que las profundamente enraizadas experiencias emocionales

comienzan a responder.

Si el actor acaba de empezar a utilizar su memoria afectiva, es

aconsejable volver como unos siete años atrás para encontrar experiencias

emocionales.

Las reacciones emocionales provocadas por la memoria afectiva no se

pueden determinar de antemano. Por ello, lo importante al usar la memoria

afectiva es mantenerse concentrado no en la emoción, sino en los objetos o

elementos sensoriales que forman parte del recuerdo de la experiencia

anterior. Esto es por lo que el actor debe dominar los ejercicios de

concentración relativos a la memoria sensorial, antes de intentar trabajar

con la emocional. Con la memoria afectiva se trata de ver a gente que vimos,

de oír cosas que ya oímos y de tocar cosas que ya tocamos entonces. Se

intenta recordar a través de los sentidos lo que la boca saboreó, lo que

vestíamos y el tacto de la prenda sobre nuestro cuerpo. No se intenta

recordar para nada la emoción.

Vakhtangov ha descrito la memoria afectiva como básica para un

entendimiento de todo el proceso de la realidad que se plantea en una

actuación. Se suele creer que tal realidad supone que el actor dice algo así

como: “Pegadme. Vamos, pegadme para que me enfade con vosotros. De

veras, hacedme algo para que mi reacción sea real.” Pero esto no es actuar.

Todos reaccionamos cuando nos hieren; eso es depender de una emoción

real, y en el escenario no se puede depender de emociones reales, porque

varían. Las cosas emocionales que se usan en el tinglado del teatro son

susceptibles de ser recordadas, porque así se ofrece un modo de repetirlas.

Evitan que la actuación sea accidental. La emoción recordada que tiene

continuidad lógica y, por lo tanto, se puede tratar con ella, es la única

emoción que puede constituir la base del arte.

Si el actor trata de empujar la emoción o de echarle una mano, antes de

que se dé cuenta, toda su actuación se ha convertido en tensión. La

emoción ha desaparecido, porque está causada por sí misma.

Al trabajar para lograrla, el actor debe crear un sentido de: “En realidad

no quiero esa emoción. No me importa si se produce o no”.

Esta es la diferencia primordial entre dos tipos de actuación. Uno sale a

nuestro encuentro, y se nota y afecta y se demuestra. El otro exige que

vayáis donde va; aun cuando no os guste y os resistáis por lo que se está

haciendo, esa clase de actuación os llevará donde vaya. Como resultado no

sólo experimentaréis alegría y placer, sino también las cosas que el

personaje está experimentando.

MOMENTO PRIVADO

Cuando representas una escena tiendes a preocuparte por lo que estás

haciendo en el escenario y por la reacción del público. Estamos tratando de

engendrar en ti la idea de estar completamente involucrado, para que ceses

de estar dirigido por la respuesta del espectador. Por supuesto que nada

borra a ese público. El actor siempre es consciente de su presencia y

existencia, pero por lo menos no debería de abatirle de tal forma que no le

permita llegar a la cumbre de sus posibilidades, de lo que es capaz.

¿Qué pasaría si yo pidiese a esos actores que hicieran algo que hacen

en la vida real, pero que incluso en la vida es tan privado que, aunque lo

hacen y es auténtico, cuando alguien entre, tienen que dejar de hacerlo? Se

trata de personas que incluso en la realidad pueden ser íntimos sólo en

privado.

Algunos confunden el momento privado con estar solo o ser

simplemente personal. Hacemos cosas privadas cuando estamos solos y

sabemos que son realmente privadas cuando no podemos continuar

haciéndolas si alguien entra en la habitación. Mientras que si alguien nos

interrumpe cuando estamos haciendo algo personal, nos da un poco de

vergüenza, pero continuamos de todos modos.

Una intimidad preparada no daría los mismos resultados, porque no

habría nada que animase al actor inconscientemente. Un auténtico

momento privado consiste en algo que el actor sabe que puede hacer. El

verdadero problema al actuar consiste entonces en si puede hacerlo en

público o no. En el momento privado el hecho de que la intimidad sea real,

despierta e incita la imaginación.

FUSIÓN CON EL PAPEL

El actor debe preguntarse, según Vakhtangov: “¿Qué tendría yo que

hacer para hacer lo mismo que le personaje en esa situación?”

La línea entre la reacción emocional y la del personaje es una de esas

fronteras invisibles que el actor debe cruzar, y no lo ha e entendiendo la

idea de que necesita hacerlo así. Tampoco realizando una imagen mental

del personaje. Debe aprender “en su persona”, y hasta que esto no es en

cierto modo cumplido, el actor nunca se mueve más allá de un cierto nivel

de promesa.

Sin embargo, una vez que esa frontera invisible se ha traspasado, su

preparación cesa de tratar sólo consigo mismo; se hace doble. Su

preocupación debe dedicarse a evocar sus reacciones y a ajustarlas a las

demandas del papel.

Si la respuesta al problema de cada actor empezara con la obra, no

habría dificultades. ¿Qué actor piensa en otra cosa que nos sea la obra?

¿Qué director no empieza siempre sin antes decir: “Esta es mi

interpretación”? Si pensamos mecánicamente, suponemos que un

acercamiento que se concentra en la obra debería conducir invariablemente

a un trabajo creativo, seguro, que mereciera la pena; en una palabrea,

excelente. No es así, no porque no pueda o deba. La dificultad viene de

entender erróneamente la relación del trabajo del actor con respecto a la

escena.

Cuneado le preguntáis a un buen actor sobre un papel que él hace muy

bien, lógicamente debería ser capaz e explicarlo muy bien. Si no lo entiende,

¿cómo puede interpretarlo magistralmente? A pesar de todo, si preguntáis a

muchos de ellos sobre sus papeles, explicarán con gran detalle la filosofía,

el ambiente y la intención de la obra.

La interpretación no viene simplemente de lo que el actor intenta hacer.

Las fuentes creativas yacen en aquello, lo que quiera que sea, que despierta

los poderes conscientes o inconscientes de su imaginación. Esta es la

auténtica lógica de la vida creativa del artista.

MOMENTOS DE DIFICULTAD

El actor corre el peligro de tratar de usar el aprendizaje como “sistema”

de actuación en lugar de usarse a sí mismo como un instrumento

preparado para actuar.

La premisa más importante de Strasberg es que este aprendizaje no

confiere talento al actor, sino que lo desarrolla. Le ayuda a librarse de sus

malos hábitos, le enseña formas de controlar ese talento. Le ayuda también

a desarrollar una técnica personal, pero ésta no capacita al actor para

actuar; más que el control de la respiración le permite respirar. La técnica

le puede conducir a una auténtica experiencia en el escenario, pero ésta

surge en última instancia, de su talento y naturaleza humana y no de la

técnica misma.

A veces, el actor se encuentra en una de las dos dificultades. Lo ha

intentado todo, y, sin embargo, su imaginación no funciona. O no sabe qué

intentar y, por lo tanto, no puede empezar a disparar su imaginación.

Ambas dificultades se remedian por un proceso similar. Cuando el actor lo

ha intentado todo sin resultado, Strasberg le recomienda que “empiece de

cero”, y cuando no sabe qué intentar, le recomienda que “que empiece a

partir de donde está”.

La preparación debería ser reducida a un mínimo. Cuando el actor no

está totalmente preparado, no hay razón por la que él no debiera tomarse

mucho tiempo. Pero a medida que continúa, sería necesario tener el

cuidado de emplear cada vez menos tiempo en la preparación, en vez de

más y más. En realidad, cuanto menos tiempo dedique a ella, más fresca y

espontánea será la reacción.

ACCIÓN FÍSICA

Las acciones tienen valor únicamente cuando definen áreas de

conducta que, de otra manera, el actor no crearía.

IMAGINACIÓN

La mayor parte del tiempo lo que nos desazona es reconocer que la

escena debería ser más veraz, más real o de más altura, pero que no

podemos alcanzarla del todo. Y en ese momento cedemos la realidad que

tenemos a favor de una falsedad que es innecesaria, en lugar de construir

sobre esa realidad, salvaguardarla, alimentarla y desarrollarla, de modo que

se convierta en algo casi tan bueno cono lo que tenemos. Nos hacemos

capaces de tener más y más control. La imaginación se refuerza en creencia

y concentración.

Cada puerta de este almacén que es la imaginación del actor está

protegida por dos cerrojos. El relajamiento abre uno. El otro lo abre la

habilidad del actor para definir por sí mismo, con toda precisión, lo que

espera lograr en el ensayo o en la preparación.

VOLUNTAD Y DISCIPLINA

Muchos actores raramente actúan, y cuando lo hacen, es de forma

esporádica. En los viejos tiempos, actuar consistía una rutina diaria, rutina

que proporcionaba una constante autoafirmación y comunión con los

problemas y necesidades del artista. Cada noche se activa la destreza de

cada uno. Surgían nuevos problemas y áreas de preocupación que

reclamaban una total habilidad. Esta pericia tenía que usarse si se quería

ser excitado, y esto tenía que conseguirse para hacer uso de ella.

Boleslavski dijo en su primera charla: “Hay dos clases de actuaciones.

La que cree que el actor puede verdaderamente experimentar en escena, y

la que afirma que el actor sólo indica lo que el personaje experimenta, pero

que el propio actor no siente en realidad. Nosotros proponemos un teatro de

experiencias auténticas. Lo esencial de éstas es que el actor aprende a

conocer y a hacer, no a través de un conocimiento mental, sino sensorial.

No puedes decir tampoco: “Puesto que todo es impulso y puesto que

realmente no sé como empezar con lo que quiero hacer, haré cualquier cosa

y veré si puedo hacer eso.” Nada se consigue si tú no tienes en mente lo que

se supone que has de lograr.

Definir lo que el actor quiere es un proceso de autodisciplina. Si espera

a que su director o su profesor se lo hagan, suele ser demasiado tarde.

Hay una etapa dentro de la preparación, y también cuando se trabaja

en un papel, en la que no ayudas al actor marcándole tareas relacionadas

con los resultados finales en el escenario. En este momento no te preocupas

de si el problema es lógicamente correcto o no en relación con la escena. En

este punto puedes ayudar al actor si le encomiendas tareas que despierten

en él esa clase de respuesta que ha sido capaz de dar en cualquier obra

bajo cualquier condición. Una vez que es capaz de hacer esas cosas, puede

entonces llegar a preocuparse de si las que ha elegido son las apropiadas

para la escena o de si podría haber elegido un planteamiento diferente o

más lógico que le proporcionase un mayor grado de convicción e inmersión

en la escena, y una plenitud de conducta.

Lo que llamamos “voluntad” se confunde a menudo con persistencia o

con esfuerzo de energía, pero, de hecho, es un fenómeno mucho más

complicado. Ya hemos visto que obligando al organismo para que ejerza

energía, normalmente se convierte en tensión y frustración de la misma

cosa que se deseaba.

La voluntad raras veces es la máquina de la actuación. Mucho m ́ñas a

menudo funciona como la estación de control que la pone en marcha y

dirige su poder por los canales apropiados.

ACTITUD

Cuando un actor empieza el proceso de encontrar su propia forma de

trabajar, tiene una tendencia a acercarse a cada problema y cada escena

como si fueran difíciles. Pero necesita aprender cuando debe trabajar y

cuando no. Debe tener la suficiente fe y confianza en sí mismo como para

darse cuenta de que ciertas cosas son simples. Sólo cuando lo que él tiene

que hacer se ponga difícil, debe empezar a preocuparse por ayudarse a sí

mismo; de otra forma, sería un obstáculo en su propio camino.

Existe una técnica interna que puede servir para combatir las

dificultades con las que cada actor se enfrenta. De hecho, todo lo que él

posee para combatir esas dificultades perfectamente normales, como son:

Esa sensación de desconcierto, la de que las “cosas no van binen, así que

mejor que lo deje”, son su voluntad y capacidad de concentración. Sólo por

medio de ellas puede controlar su imaginación. Una vez que renuncie a

ellas, está perdido.

El error más común sobre la actuación es suponer que lo que el actor

debería hacer puede hacerlo invariablemente con sólo que se atraiga su

atención a ello. Y el malentendido es doble cuando resulta que el actor no

hace en realidad lo que supone debe y lo que su talento, posiblemente, le

tendría que permitir hacer.

El actor debe desarrollar la habilidad de iniciar y controlar lo que hace

en escena. De otra forma, no puede trabajar con otras personas, y no puede

realizar la tarea profesional de repetir la obra para un público. La cuestión

real es siempre si cualquier individuo en concreto ha desarrollado o no la

clase de voluntad y disciplina que le permitan hacer lo que se espera de él,

de una manera particular.

Especialmente cuando el actor trabaja en la exploración de sí mismo, es

esencial que esté dispuesto a tomarse su tiempo y continuar.

Intentáis resolver, en un solo momento, todo vuestro problema

personal. Eso es imposible. Lleva su tiempo. El trabajo ha de hacerse de

manera continua y consciente, para que os alejéis de hacer todo un juicio

de vosotros mismos y empecéis a desarrollar una actitud profesional.

Rehúsas hacer un esfuerzo por llevar a cabo cualquier tarea que trate

de la solución del problema que entiendes. Y las razones por las que

rehúsas, apenas están relacionadas con la actuación, aunque afecten al

resultado de la misma. Tienen que ver con tu inseguridad, tu falta de

concentración, tus dudas, tu timidez que viene de la idea que tienes de tu

apariencia y de cómo impresionas a la gente, y también de que ciertas cosas

tienen lugar en ti en el momento en que empiezas a actuar: te preguntas y

te asusta pensar que quizá vemos los sentimientos que tienes y qué mal los

interpretamos. En tales momentos, tiene que tener objetos que sean simples

y, sin embargo, lo suficientemente convincentes como para que la

concentración siga funcionando. Necesitas una imagen mental que,

inconscientemente, incite más que un simple recuerdo de ella que no ha

sido escogida de manera accidental, sino relacionada en alguna forma

contigo mismo, de tal manera que tu subconsciente pueda con eso empezar

a funcionar.

Cuando eso pasa en el escenario debe decirse: “Voy a seguir hasta el

final, pase lo que pase. No me voy a dejar amilanar en el momento en que

siento inseguridad. Seguiré. Convertiré en precisas las cosas vagas.”

Es válido distinguir entre problemas de “voluntad” y problemas de

“disciplina”; es decir, entre tareas que el actor quiere hacer, pero que por

alguna razón no puede. Pero esta distinción está pocas veces bien definida.

Si una persona tiene un problema de voluntad o de disciplina, ¿cuál es? ¿o

son en parte ambos?

PEDAGOGÍA

Normalmente solemos pensar que si el actor es bueno y entiende lo que

quiere, lo llevará a cabo. Al hacerlo así no hemos acabado de comprender la

dificultad de este problema, que cada actor describe. Y lo que lo hace

especialmente difícil de entender es que cuanto más genial es el actor más a

menudo tiene esta dificultad, mientras que parece como si justamente lo

contrario fuera verdad: cuanto mejor es el actor, menos dificultades debiera

tener.

Un actor no siempre hace lo que quiere. Sus intenciones se ven

desviadas por hábitos de los que es inconsciente la mayor parte del tiempo.

En lugar de esto hace a menudo cosas de las que es igualmente

inconsciente, porque son manierismos, comportamiento automático. La

parte primordial de la preparación de un actor trata de hacerle consciente

de lo que está haciendo en el momento en que una cosa está ocurriendo. De

otro modo, no sabe si hacerlo más o menos. Esta es la diferencia entre el

teatro y la vida. En la vida es perfectamente posible que el ser humano esté

inconsciente de lo que está ocurriendo, incluso en los momentos de máxima

intensidad. Pero para el actor es absolutamente esencial que sepa todo el

tiempo “lo que estoy haciendo mientras lo estoy haciendo”.

Uno de los errores más serios que cometen los actores es asumir que

actuar con autenticidad y verosimilitud significa olvidar lo que se está

haciendo. Pero eso es histeria, lo mismo en la vida que en el teatro. Cuando

una persona olvida, significa que ha llegado más allá del punto en que está

voluntariamente haciendo algo. El arte es siempre una creación voluntaria,

aunque a veces tiene resultados que uno no puede predecir.

El actor tiene que saber lo que va a hacer cuando sale a escena, y, sin

embargo, tiene que permitirse hacerlo de forma que parezca que se da por

primera vez. Esto significa que el cuerpo, la voz, cada faceta de expresión

debe seguir los cambios naturales del impulso; aun cuando el actor repita,

la fuerza de estos impulsos puede variar de un día para otro.

PROBLEMAS: FRENAR LA IMAGINACIÓN

Actuar es una actividad orgánica que apela a todos los recursos físicos

y psicológicos del actor, y cualquier dificultad, por muy trivial que sea,

tiende a afligir y a envenenar todo su organismo. El impulso se ve

bloqueado, la concentración es desviada o dividida, la creencia se hace

pedazos. El actor no sabe, a menudo, si su problema es “un reumatismo” o

es una aflicción “mortal”. Y si sabe lo que le pasa, no puede dar los pasos

oportunos para solucionarlo. Se va paralizando progresivamente. Su

imaginación falla, y mientras que esto, por supuesto, no preocupa al actor

mediocre, si le ocurre al actor de talento, le entra pánico, lo cual sólo sirve

para sofocar la imaginación aún más. Y así continúa esa espiral

descendente dando vueltas y más vueltas.

Quizá incluso más importante que esa misteriosa capacidad de

Strasberg para observar los “momentos de dificultad” de un actor, y

diagnosticar su causa, es esa habilidad suya para hacerlo sin que los

buenos elementos activamente operantes del talento se resientan para

nada.

Cuando la preparación del actor ha progresado sólo hasta medios

camino durante las primeras etapas de su trabajo y llega a una escena con

la que tienen dificultades, él invariablemente supone que algo le pasa. Tiene

la tendencia a pensar que cualquier problema es un impedimento, una

señal de incapacidad y un insulto para su talento.

- DEMASIADA SENSIBILIDAD Y EMOCIÓN

La sensibilidad es la capacidad que tiene un organismo para responder

a un estímulo. La respuesta puede ser emocional o no, y el estímulo

puede ser externo o interno, consciente o inconsciente, voluntario o

involuntario. El talento en un actor significa que él está dotado de

sensibilidad. Si no puede responder, no puede ser actor. La sensibilidad

o la respuesta emocional pueden estar presentes y, sin embargo, ser un

problema, porque el actor no puede controlarlas. Aquello mismo que

podría ser bueno para él, es un obstáculo.

Estás constantemente criticando lo que está ocurriendo. Tu energía

sale a borbotones, pero no acaba de mantenerse; nunca llega hasta

donde debería con objeto de completarse a sí misma.

La sensibilidad que posees es lo suficientemente fuerte como para que

no necesites preocuparte por ella. Pero sí por tu capacidad para tomar

un simple objeto, trabajar para él tomándote todo el tiempo que

necesites, y cuando lo tengas en marcha, míranos y dinos lo que tengas

que decir sin emoción, sin dramatismos ni nada parecido. Debes

aprender que al hacer o decir algo, creas con eso una realidad.

Cuanto más te dediques a trabajar con un solo objeto físico, sin

preocuparte por lo que éste hará en escena o dónde te conducirá, más

fe ganarás en tu habilidad para dirigir la voluntad hacia la solución de

problemas que tú o el director puedan plantear.

- FINGIR Y FORZAR

Un actor es real mientras su expresión se conjugue con el impulso

imaginativo. Otra clase de actor simplemente pretende tener

impulsos; manufactura, de una forma enteramente falsa, las

reacciones que cree que los pretendidos impulsos debieran producir.

Esto es un fraude. Un tercer tipo de actor puede, de hecho, tener

una imaginación operante, pero se siente obligado a distorsionarla a

favor de una reacción exagerada. Esto es forzado. La imaginación no

puede trabajar si el actor finge. Ni tampoco funcionará total y

verdaderamente, mientras siga forzando las cosas.

La reacción más fuerte por parte del público se produce cuando el

actor es él mismo, involucrado en lo que está ocurriendo, y al mismo

tiempo posee un buen instrumento. Este está tan interesantemente

desarrollado, que responde como un buen piano a cada impulso que

pasa por él.

- TEMOR A DEJARSE LLEVAR

Para el actor nunca hay más. Lo que revela es siempre en términos de

lo que está creando. Descubre las cosas que se relacionan con tal o

cual objeto o hecho en particular. Debe decir: “Sí; estoy dispuesto a dar

el cien por cien. Puede que hoy les dé un setenta por ciento, no lo sé;

pero sí deseo darles todo lo que poseo.” Nunca llega a dar un cien por

cien de sí mismo, pero sí un cien por cien de su disposición.

Cuando en la experiencia de un actor hay algo que le hace sentir miedo

de un tipo de acontecimiento en particular, es señal segura de que

existe en él un material maravilloso para enfrentarse a ese

acontecimiento.

- AMBIGÜEDAD

Cuando me dices que estás sencillamente confundida no acabo de

comprender si viene de una cosa o de otra, o de cosas totalmente

diferentes y que tú ni siquiera has mencionado. Por lo tanto, a veces te

presiono para que me contestes, y siempre que hago eso con alguien, se

creen que es un combate, que les estoy poniendo a la defensiva. No.

Sólo pregunto para saber. A veces literalmente, rehúsan contestarme.

Creen que estoy preguntando algo diferente y me siguen contando otra

cosa que se figuran deseo oír. Cuando insito en preguntarle me

contesta: “Estoy confundida”. Yo digo: “Sí, comprendo que lo estés, pero

¿en qué momento?”. Responde: “Bueno, no lo sé” y tengo que decir:

“Eso es imposible”.

Actuar, es una profesión en la que la actividad y la conciencia de esa

actividad deben ir de la mano y no una tras de la otra. Esta percepción

es esencial, porque el actor realiza la obra por medio de órdenes que se

derivan de ella.

- COMODIDAD Y NATURALIDAD

Un actor es “real” en el sentido técnico de la palabra cuando su

reacción manifiesta ni excede ni su queda corta de impulso imaginativo.

Sin embargo, este hombre se enfrenta con el problema adicional de

llegar a ser “real” en el sentido de crear el personaje, la situación y el

acontecimiento que el dramaturgo ha concebido y demanda de él. La

dificultad de ser realmente natural reside en que, mientras que le

permite ser real en el sentido técnico, no hace nada para enfrentarse

con las demandas de la obra. En ese sentido, la naturalidad es irreal e

inexacta.

El verdadero sentido de “natural” o “naturaleza” se refiere a una cosa

tan plenamente vivida y experimentada que, solamente a veces, un

actor se permite ese tipo de experiencia en el escenario. Sólo los

grandes actores lo hacen, mientras que en la vida, hasta cierto punto

todo hombre lo hace. En el teatro, se necesita la peculiar mentalidad

del actor para entregarse a cosas imaginarias con la misma plenitud

que solemos mostrar sólo al entregarnos a cosas reales. Es preciso que

se evoque esa realidad en el escenario, con objeto de vivir plenamente

con ella.

Pero el entrenamiento no puede omitirse, ha de ser mantenido y

continuado para que prosiga su eficacia. De otra forma, el actor se encasilla

en unas formas naturales y verosímiles de comportamiento convencional.

- DESEO DE ORIGINALIDAD

Posees impulsos contradictorios que te hacen buscar la originalidad, y

por eso pasas superficialmente por lo que es necesario. Cuando buscas

lo que es necesario para la escena, obtienes un impulso contradictorio y

entonces dices de ello: “Bueno, bien, es posible, pero ahora no se

necesita.” Permaneces demasiado cerca de tu propia realidad.

Respondes inmediatamente, y entonces dices: “Esa es la realidad de la

escena”; mientras que puede ser sólo una realidad a un cierto nivel,

dentro de ti, y puede no tener ninguna relación necesaria con la escena.

Si no puedes decidirte, si consientes a tu deseo de incluir todo, esta

lucha inconsciente por la originalidad te hará perder lo que es

verdaderamente necesario para la escena. Entonces, el conocimiento, la

sensibilidad y la originalidad que posees carecerán de todo valor.

- EGO Y ESPECTADOR

Sólo en ocasiones excepcionales permanece el actor impasible ante el

público. Su presencia puede aterrorizarle o alegrarle, o ambas cosas,

pero raras veces le deja incólume. Junto con voluntad y concentración,

el actor necesita la clase de ego que le apoye delante del espectador, y

también que le ayude en las pruebas e incertidumbres de la profesión.

Un ego sano en forma de creencia es uno de los ingredientes esenciales

de la imaginación, pero también sed puede convertir en un riesgo.

Algunas veces puede conducirle a un nerviosismo, a una complacencia,

a desprestigiarse, a refrenarse, o a un intento de subyugar al público.

Como consecuencia de esto, la imaginación deja de funcionar

apropiadamente.

En el fondo de tu mente siempre bulle la idea de cómo debería

representar esto un buen actor. Siempre te estás juzgando a ti mismo:

“Soy lo suficientemente bueno como para hacerlo lo mismo que un

buen actor lo haría?” Bueno, esto yo no lo sé. Lo único que sé es que

eres lo suficientemente bueno como para representarlo de la forma en

que tú deberías hacerlo, si es que los elementos de la escena son

vividos, reales, verosímiles y convincentes para ti. Es cierto que has de

arrancar ciertas inhibiciones y dificultades musculares, mentales y

emocionales que ahora se interponen en tu camino. Sin embargo, no

tienes dificultad en borrarlas cuando no estás bajo presión. Cuando

existe esa presión para actuar como un buen actor, puedes hacer una

escena verosímil y convincente para ti mismo. La dificultad proviene

únicamente de cuando te enfrentas al problema de actuar en el

escenario.

PROBLEMAS: EXPRESIÓN

Los problemas de la actuación, distintos de los de la imaginación,

pueden aparecer en el ámbito de la expresión.

Una imaginación activa no garantiza necesariamente la expresión

apropiada.

A todos los actores les afecta el problema de la inexpresividad. Sus

imaginaciones parecen muertas, porque o han estado condicionadas a no

expresar sus impulsos o, simplemente, nunca han creado canales a través

de los cuales los impulsos se completen a sí mismos al nivel de la

expresividad.

Un tercer tipo de actor se muestra inquieto por la expresión

involuntaria que emerge del nerviosismo. Muy a menudo, esos actores no

siquiera son conscientes de lo que les pasa; y en ocasiones, aunque sí se

den cuenta, no lo pueden evitar.

El siguiente problema tiene que ver con la imaginación: es la expresión

distorsionada que resulta de forzar la emoción. Es éste un punto que debe

tratarse a un nivel imaginativo

Lo que se discute es resultado de una división entre la actividad

imaginativa y la expresión: cuando su imaginación, está funcionando, el

actor no se expresa, y cuando lo hace, no está alimentado por la

imaginación.

- CLICHÉ

Es difícil darse cuenta de hasta qué punto la idea de: “Estoy

haciéndolo, estoy trabajando” puede apoderarse de la mente. Es difícil

darse cuenta de cuán fuerte y brutal puede ser la adhesión a un patrón

verbal o convencional. Es difícil para el actor percibir lo ferozmente que

el cliché se aferra a él.

El molde convencional retiene para el actor la tracción de una

seguridad. Después de todo, una convención llega a serlo porque ha

probado su efectividad. Se ha llevado años desarrollarse, es aceptable e

impresionante. Puede que sea falsa, pero en la escena da resultado. Por

eso es por lo que una mala actuación, es siempre una actuación; aun

cuando sea mala todavía trata de algunos de los problemas que tienen

que ser realizados en la escena.

Mantener al actor alejado de lo erróneo es el área decisiva en la que el

profesor trabaja. En cambio Leyton cree que el error es fundamental

para que el actor se de cuenta de en qué dirección debe trabajar.

- EL HÁBITO DE LA INEXPRESIVIDAD

La inexpresividad constituye quizá un problema más serio que el del

cliché, porque, después de todo, éste constituye un intento de dar

sentido a la obra, aunque no lo logre más allá de un nivel superficial.

Pero el actor inhibido se encuentra a veces inconscientemente

bloqueado, incluso para intentar siquiera aportar un sentido a través

de la expresión. En consecuencia, la continuación de tales patrones de

inhibición representaría su muerte artística.

Puesto que la inexpresividad es cualidad inherente al ser humano, la

inhibición es probable que no resulte en una mera falta de expresión,

sino en un bloqueo de emociones que la persona necesita y desea dejar

salir, pero que no puede. Posiblemente el resultado sean tensiones y

frustraciones. El actor puede entonces tratar de vencer el bloqueo a la

fuerza, lo que es posible que contribuya a una distorsión y mayor

frustración. Este atoramiento no se alivia quitando los obstáculos o

manteniéndolos alejados, sino destruyendo el origen de este obstáculo,

de lo que se seguirán resultados dramáticos.

Haz lo posible por no interrumpirte. A veces se acumula un gran deseo

de parar para no fallar, pero intenta continuar cantando

tranquilamente al ritmo de la canción.

Quédate completamente quieto. Si acaso te sientes un poco tenso en

alguna parte, no hagas nada. Deshazte mentalmente de esa tensión.

No se puede esperar una ruptura para el actor inhibido, excepto en la

improvisación. Si el actor limitado desde el punto de vista emocional,

simplemente ensaya y actúa, casi inevitablemente continuará sólo con

sus patrones de inexpresividad.

El actor nunca puede permitirse en escena perder el deseo de ser, de

hacer, de seguir adelante sin parar; en cambio, tú siempre paras.

Incluso cuando las cosas no van tan mal, tú te detienes.

Te criticas tanto y te interrumpes tanto que no captas tus impulsos ni

haces uso de ellos. La expresión aparece ridícula. Así ocurre algo

interesante. Tú sabes que las cosas emocionales ocurren cuando estás

en silencio, pero en el momento en que empiezas a hablar, detienes la

imaginación que posees. De modo que, cuando te paras de esa forma,

tienes luego que tratar de encontrar otro algo emocional que te

proporcione el deseo de volver a empezar con las palabras de nuevo.

Este no es solamente un problema escénico. Como muy bien sabrás,

incluso en la vida real tienes grandes dificultades en decirnos lo que

piensas y sientes. Es básicamente un problema de tu instrumento, por

lo tanto, tenemos que aproximarnos a él a menudo por medio de planes

tortuosos.

En el teatro todo es posible, porque se trata de un arte; está controlado,

lo haces a voluntad. Aprendes a expresarte plenamente y por lo tanto,

por una parte obtienes expresión, pero nosotros también obtenemos

arte. Arte es la necesidad básica de la vida, no auto-expresión, sino más

bien un decir y hacer cosas que no podemos ni decir, ni hacer en la

vida real, pero que han de hacerse. Transmitimos esas observaciones y

experiencias a otras personas por medio de la misma viveza de nuestra

respuesta, y con eso, nos hacemos artistas. Nos convertimos en gente

que crea en la imaginación aquello por lo que otras personas atraviesan

en la vida.

Si eres nerviosa entonces el personaje estará nervioso, no tú. El

nerviosismo es malo sólo cuando el actor dice que el personaje se

supone que no ha de estar nervioso, y entonces tratas de ocultar ese

estado. Cuando tú intentas esconder algo real y verdadero, se hace aún

más obvio. El público ve ese nerviosismo y ve también que tú estás

siendo afectada y forzada por él. Por lo tanto, lo primero que el actor

debe hacer al tratar de solucionar esto es decir: “!Qué importa si estoy

nervioso! No es nada malo. El personaje puede ser así, así es que ¿qué

hay de malo en ello?”

- FORZAR EL RITMO

Toda acción forzada dificulta la imaginación y distorsiona la expresión.

Evita que el impulso fluya naturalmente y completamente, y se llega a

la raíz de la cuestión del tiempo sin embargo, el ritmo apropiado a la

auténtica expresión están relacionados con las demandas del material

del dramaturgo, lo mismo que con la realidad técnica del actor.

Gran parte del trabajo que se lleva hoy a cabo en el teatro profesional

se ve afectado por una premisa muy simple: Si algo es aburrido, hazlo

más deprisa, será entonces mucho más interesante. Si una cosa es

aburrida hazla más llamativa: será más emocionante. Se hace

simplemente más vacía. Si vosotros decís una cosa de poco interés

rápidamente y en voz muy alta, ¿no se hace más aburrida en lugar de

menos? Cuando hacéis un espectáculo rápido y ruidoso, lo único que el

espectador saca de él es salir del teatro un poco antes, y eso, supongo,

es algo que apetece pero ni mucho menos algo que se deba desear

ardientemente.

- FUSIÓN (la palabra)

Las palabras son parte de lo que un ser humano hace en escena. Son

en sí acción. Son pensamientos y sentimientos.

Puesto que para crear una vida interior se requiere una concentración,

la propia percepción que el actor tiene de este proceso, le hace temer

arrojar las palabras al recipiente en el que su concentración se está

formando. Piensa: “No, no, no; tengo que tener una percepción especial

para decir las palabras. No puedo, porque me estoy concentrando en

otras cosas. Me frenaré, porque, de otro modo, no sabré ni de lo que

estoy hablando.”

Este problema no proviene de una dificultad, sino del temor a ella y,

por lo tanto, de un temor a continuar.

La forma en que se nos entrena para la vida diaria, produce una

pequeña desconexión en todos nosotros entre lo que sentimos y la

capacidad que poseemos para expresarlo. En la vida social, o en

general, es muy importante que se hable y se comporte un

agradablemente sin importar lo que sientan. Hoy día nos mantenemos

alejados de un montón de realidades.

Hoy estamos más separados de las cosas que nos rodean. Muchas

veces no sabemos ni de lo que están hechas ni cómo funcionan, incluso

ni siquiera hemos visto nunca muchas de ellas. Se ha producido una

separación entre cómo reaccionamos ante lo que pasa y nuestra

habilidad para verbalizar. Si a veces expresamos exactamente lo que

sentimos, decimos: “Vamos, hombre, tómatelo con calma. Cosas así no

se dicen”. Cuando sois jóvenes, los patrones están hechos. Después

crecéis con la necesidad y el deseo de expresar lo que normalmente no

expresamos en la vida, y os hacéis actores con la esperanza de que

podréis expresarlo, y es entonces cuando os frenan los patrones que os

han condicionado en la vida a no expresaros.

- EL SENTIDO DE LA VERDAD

En una actuación, quedarse confuso por el resultado significa estar

dispuesto a ir donde ésta te lleve, en lugar de ir donde uno piensa que

debería conducirle. El actor percibe con frecuencia algo en su mente.

Puede que tenga una idea de cómo se debería interpretar el papel, y

utiliza un objeto en particular, un objeto o una memoria afectiva,

porque piensa que le ayudará a conseguir el “cómo” que él ve en su

mente. Sin embargo, este determinado “objeto” resulta tener

propiedades diferentes de las que él había considerado, pero, como no

está dispuesto a que su mente se quede atrás, dice: “Iré dondequiera

que “esto” me lleve.” Insiste en seguir adelante en la dirección que

inconscientemente piensa que debe ir. Cree que está haciendo lo

correcto, pero la verdad es que continúa haciéndolo mal.

En “Mi vida en el arte” Stanislavski dice: “Muchos actores empezaron a

poner en práctica mis ideas, pero, en realidad, continuaron haciendo

exactamente lo mismo que habían hecho antes.” Su estilo no cambió.

Decían: “De acuerdo; ya tengo un objeto”, pero no estaban dispuestos a

ir donde éste les condujera. Y eso es a lo que me refiero cuando hablo

de servir que vayáis donde el objeto os lleve. Si al final descubrís que no

queréis lo que tenéis, borradlo o destrozadlo”.

El sentido de la verdad es lo último que el actor desarrolla. Aunque

algunos de los ejercicios lleven a su evolución, no puede ser entrenado

directamente. Responde a la suma total de todas las experiencias que

como persona ha tenido y puede, por lo tanto, desarrollarse sólo como

resultado de ellas. Ha de servir, ha de tener la disposición auténtica

para ir con el objeto que está creando. Muy pocas personas sirven a ello

plenamente, pero eso es lo que contribuye a la grandeza.

PROBLEMAS: LA INVESTIGACIÓN

Gran parte del entrenamiento de los miembros del estudio es, directa o

indirectamente, el de investigación, trabajo que amplía la capacidad

imaginativa o expresiva del individuo.

La técnica de actuación no es jamás abstracta. Lo que el actor puede

hacer y la forma en que lo hace están en relación directa. La

investigación trata de abrir nuevas galerías y pasadizos en los niveles

inconscientes del instrumento, allí donde se produce la mayor parte de

la creación de los actores. Pretende desarrollar niveles que no se habían

utilizado previamente. De esta forma, al tiempo que el actor desarrolla

su capacidad, amplía también su técnica.

Su constante insistencia en la improvisación tiende a liberar al actor de

las preocupaciones obsesivas por los resultados: sin esa liberación, el

actor sólo ensaya lo que ha preparado antes. Finalmente, a menos que

el actor investigue enfrente del público, jamás podrá estar seguro de su

capacidad de repetir lo que ha descubierto, condición ésta básica para

actuar.

En ninguna otra faceta prueba mejor Strasberg sus dotes docentes que

en la investigación. Hace que los procesos técnicos de la actuación sean

interesantes. Constantemente aparece su repertorio completo de

instigación, afrenta, estímulo, zalamería, lógica, furia, simpatía y visión

interior. Su capacidad para llegar al meollo de una dificultad individual

queda patente. Y en este punto donde su trabajo con el actor alcanza un

nivel personal intenso.

También muestra al actor que existe una técnica de investigación. Esta

técnica consta de tres elementos esenciales: tiempo, dejarse llevar e

improvisar sobre un tema. Algunos actores exigen sólo un tiempo

determinado para que la imaginación empiece a funcionar. A otros hay que

obligarles a que se dejen llevar por encima de todo. Y el actor que afirma su

deseo de investigar, pero que inconscientemente se niega a tratar con

alguna situación u objeto concreto, tendrá que enfrentarse con su propia

vaguedad y generalización.

Ningún actor es capaz de investigar hasta que haya comprendido la

necesidad que hay de hacerlo. Para hacer este trabajo, Strasberg tiene que

mostrarse como un guía, como un director, como un médico que

diagnostica.

- COMPRENDER LA NECESIDAD

El actor siempre tiene la clave de su talento para superar lo que parece

suficiente en una obra determinada.

Un buen actor, un actor que realmente experimente en el escenario, al

que le suceden cosas que no necesariamente le suceden a otro actor,

tiene la responsabilidad de conocer las leyes de su propio instrumento.

Tienes que aprender qué es lo que te hace responder, tienes que

comprender por qué en determinados momentos das un tipo de

respuesta u por qué en otros momentos no respondes en absoluto.

Tienes que aprender por qué puedes usar ciertos estímulos mentales, y,

en cambio, otros te resultan perjudiciales. Tienes que descubrirlo tú

mismo.

Ha llegado el momento de que tomes una decisión.

De vez en cuando, presta una ayuda a determinados actores

confirmando sus cualidades personales, de las que son conscientes,

pero que con las que no cuentan en su actuación. Lo suele hacer de

formas diversas, algunas veces de manera encubierta, otras mediante el

humor, en ocasiones de una forma tan discreta que el actor no se da

cuenta de lo que está sucediendo, y muchas veces enfrentándose

directamente al problema.

- TÉCNICAS DE INVESTIGACIÓN

Las tres técnicas utilizadas en la investigación, el tiempo, dejarse llevar

e improvisar un tema, no pueden separarse de los problemas generales

de la actuación, que son la inseguridad, los nervios, la tensión y la

ansiedad. Cualquier problema que bloquee la imaginación o la

expresión, termina, naturalmente, inhibiendo la investigación.

Temes la espera porque crees que nada sucede. Y eso no puede

continuar. Tienes que esperar algo. Cuando simplemente no esperas

nada, nada ocurre. Pero cuando esperas algo, y ese alfo lo tienes

verdaderamente claro, pueden ocurrir dos cosas: o aparece, o no

aparece. Si aparece, bien, y si no aparece, por lo menos habrás

eliminado un posibilidad y podrás empezar a buscar otra. Sea como

fuere, has salido ganando.

El punto básico consiste en que acabas de ofrecer a tu imaginación algo

que le permitirá empezar a trabajar. Y sólo tienes que esperar a que

funcione.

Tienes que olvidar el terror que ele produce al actor tener que esperar

diciéndose a sí mismo: “no estoy haciendo nada, estoy mudo, vacío. El

público lo nota. ¿Qué pinto yo aquí?” Tienes que liberarte del pánico.

No te dejes abatir por la naturaleza de la escena, la altura, la

profundidad o las dificultades del problema.

El dejarse llevar, segunda técnica de la exploración, implica el deseo de

seguir los impulsos imaginativos que sin que importa a dónde pueden

conducirnos. No simplemente continuar desarrollando acciones en el

escenario. Si no es así, el actor jamás se despegará de los moldes

convencionales de actuación que suele emplear.

No deberías pararte a analizar la primera vez que investigas una

escena, especialmente cuando te estás dejando llevar por tus

verdaderos impulsos y te esfuerzas en avanzar de esa forma. Llevas

dentro muchas cosas que todavía no has desarrollado en esta escena y

no debes preocuparte de elegir. De esta forma hay mayor emoción y

mayor expresión. Hay más locura y más honradez. En resumen: más

drama. Todavía hay algo que ignoras, hay cosas que no deseas decirte a

ti mismo, son muchas, y no puedes desarrollarlas, a menos que te dejes

llevar.

Un científico que está seguro del resultado jamás hará ningún gran

descubrimiento, o en todo caso redescubrirá algo ya conocido. El

verdadero científico sabe cómo buscar y encontrar las cosas, conoce la

forma de plantear el problema, pero ignora el resultado. Hoy un

científico es más artista que los propios artistas. No tiene miedo de

utilizar su imaginación, no teme a la aventura. Se atreve a hacerse

preguntas cuya respuesta ignora.

“Ahora estoy investigando, ignoro el resultado, pero si descubro algo, la

experiencia será impresionante.”

Lo primero que debes pensar es: “No hay necesidad de moverse.”

Siéntate ahí y no te preocupes de si te mueves o no. Trata de

introducirte en el tema, cualquiera que sea, tanto como puedas. Si

tienes que estar en la playa, rueda sobre la arena hasta que la gravilla

se te meta en los ojos, en la nariz en el pelo. Si tienes que trabajar con

eso, ponte a hacerlo. Ya veremos lo que sale. Si te apetece moverte,

muévete, no te preocupes de si ruedas, de si saltas, ríes o gritas; quiero

que grites: “¡Soy fabulosa, fabulosa!” No me importa lo que hagas. No

me importa nada. Haz lo que quieras. Utiliza lo que tienes, pero sin

preocuparte.

El actor suele tener claro que es necesario improvisar para poder

investigar, pero con frecuencia lo único que intenta, consciente o

inconscientemente, es “improvisar a ver qué es lo que pasa”. Una buena

investigación exige que haya cierto elementos concretos que sirvan de

base y que clarifiquen lo que actor hace. Es muy difícil improvisar sin

partir de un tema. Es necesario basarse en algún punto.

Cualquier trabajo de concentración aunque sea al nivel más elemental,

es, en cierta forma, investigación. Lo que el actor de verdad investiga es

el tema. En los ejercicios de concentración simple, el actor desarrolla

una habilidad primaria para crear objetos y funcionar con ellos. Sin

embargo, en cuanto empieza a trabajar con varios objetos, aparecen los

elementos situacionales, las circunstancias previas, el carácter y las

relaciones. Técnicamente hablando, los elementos situacionales no son

más que diferentes clases de objetos. Al improvisar, el actor siempre

investiga una situación. Puede poner énfasis en cualquiera de estos

elementos, aislados en todos ellos. Pero la exigencia fundamental que

se le plantea es que se entregue por completo a la situación y que deje

libre la secuencia.

- UNA TÉCNCA PERSONAL

Cuanto más talento posee un actor individual, mayores necesidades

tiene de encontrar una técnica adecuada a tal talento. Un actor

mediocre no tiene demasiadas dificultades para comprender lo que

hace y cómo lo hace. Un talento grande suele ser una desgracia para

quien lo posee, porque se frustra y se autodestruye con mayor facilidad

que un talento mediocre. Un talento superior es autodestructivo en

potencia, mucho más que un talento corriente, fácil de controlar. Se ve

mucho más amenazado por la vanidad que un talento mediocre, pero

tiene la ventaja de no caer en actuaciones malas con demasiada

frecuencia.

Hoy en día el actor mediocre es un actor bastante bueno, capaz, que

raramente se enfrenta a problemas. Solamente sufren los buenos

actores, porque un anoche son buenos y la noche siguiente no lo son

tanto. A veces la mitad de la representación resulta buena y la otra

mitad no lo resulta tanto. Las representaciones de los actores

auténticamente buenos sufren altibajos.

INTERPRETACIÓN

Existen, por ejemplo dos clases de actores desde el punto de vista

psicológico. Algunos actores salen al escenario y continúan siendo ellos

mismos, y al tiempo que conservan su personalidad se introd. En en el

personaje. Duse se mantuvo siempre fiel a su propia personalidad y de

esta forma, siendo simplemente ella, lograba ser al mismo tiempo el

personaje. Stanislavski es ejemplo de la otra clase de actor: para actuar

con plenitud en el escenario necesitan sentir la máscara, y cuado se

sienten protegidos por esa máscara logran hacer lo que quieren, y la

gente olvida que son ellos. Las dos actuaciones son perfectamente

válidas, no hay necesidad de considerar una mejor que otra. La

corrección depende simplemente de las necesidades psicológicas del

actor individual.

Cuando la imaginación del actor funciona no hay que distraerle, y

aunque resulte efectivo en el escenario, el actor no puede dar por hecho que

ese resultado accidental puede volver a conseguirlo. La técnica del actor

experimentado es un medio de conseguirlo. La técnica es imposible sin el

entrenamiento. Los métodos que hayan resultado satisfactorios en los

entrenamientos son perfectamente aplicables al trabajo creativo del

personaje.

El actor tiene que aprender a auto disciplinarse de forma que, cuando

lo desee, sepa introducirse en un estado que le permita crear y de esa forma

será capaz de desarrollar las tareas de creatividad que se le imponen.

Si le surge algún problema debe enfrentarse a él o llegará a envenenar

todas sus posibilidades creativas.

Pero como ocurre siempre en el teatro, la validez del proceso no existe

por sí misma, sino que viene dada `por la habilidad del actor y del director

para mantenerse fieles a los condicionamientos ocultos en cada momento

del trabajo. La premisa fundamental es que el actor desarrolle

gradualmente la conciencia intelectual e imaginativa de la creación del

guión, y que este avance no se dé, de un modo tan rápido que pueda

exceder y anular la habilidad del actor para vivir dentro del personaje. Y

tampoco el actor debe preocuparse tanto de vivir el personaje que abandone

la lógica del guión.

Este proceso, por lo tanto, pretende fundir la realidad del guión con la

realidad del actor. Ni el talento, ni la mera conciencia, ni la mezcla

mecánica de ambos da como resultado una auténtica actuación. Sólo la

capacidad de discernir lo que de verdad ocurre entre el actor y el guión en

un determinado momento permite, al actor y al director, decidir qué es lo

que hay que conseguir en ese momento concreto para que el personaje se

manifieste de una forma realista. E incluso me atrevería a decir que se

necesita más que el mero discernir. Tanto el actor como el director tienen

que tener fuerza para poner en práctica sus decisiones. Si no es así, se

limitarán a seguir un número de movimientos y aportarán a la obra menos

que si desde el principio hubieran seguido la fórmula mecánica e imitativa.

No nos preocupamos de lo que el actor tiene en la cabeza. Sólo nos

importa lo que vive de verdad y cómo lo experimenta. El conocimiento que

no suponga experiencia en este momento y que no sirva en este momento

no tiene ningún valor para el actor.

Los actores tienden a hablar mucho y a no hacer nada, pero creen que

hacen muchísimo por el mero hecho de que han discutido. Ya no sigo ese

sistema. Intento que el actor me muestre inmediatamente lo que quiere

hacer. Nosotros no sistematizamos el estado de análisis de la obra, pero

cuando lo hacemos es de una forma muy definida; separamos los

acontecimientos fundamentales de la obra y hacemos entrever a los actores

lo que el director cree que ocurre, para que inmediatamente se pongan a

trabajar en ello.

Sin embargo, muchas veces, cuando las cosas se explican tan

detalladamente al actor, es fácil llegar a confundirle. Es una desgracia que

de verdad no le sirva y que, por el contrario, algunos pequeños detalles,

como mirarse en el espejo o maquillarse, tengan mucha mayor importancia.

Los análisis amplios no siempre producen el efecto que deseamos en el

actor: agilizar la convicción, la experiencia y la forma de comportarse.

Siempre es importante investigar al máximo qué es lo que te tenía que

haber sucedido para que tú fueras el personaje incluso aunque tú fueras

como el personaje, los límites de esas zonas que te diferencian de él te

darían una visión más clara de las tareas que tienes que plantearte, en las

que tienes que concentrarte y pensar para llegar a adoptar el

comportamiento que se necesita, y que no conseguirás, a menos que lo

tengas bien definido y con precisión. Si no es así, vives estas situaciones de

un modo específicamente tuyo, y así no son la mayoría de los personajes de

las obras teatrales.

Lo que importa es lo que haría el personaje. Si no, te escapas de la

obra. El actor tiene que recorrer un camino largo, y si no lo sigue, la

libertad es un caos, no libertad. La libertad del actor está siempre cerrada

por unos límites definidos. Tiene libertad para viajar por carretera, no

simplemente viajar. La libertad de viajar quiere decir que si al coche se le

ocurre salirse de la carretera y meterse en la casa se puede echar abajo la

puerta y destrozar las escaleras.

El análisis que se realiza en la tercera etapa tiene dos matices. El

primero, el análisis general, considera la obra como una totalidad e intenta

definir la idea central, la acción principal de la obra, el concepto que regula

los elementos particulares de cada papel. El segundo análisis es especial:

divide la obra en secciones, cada una de las cuales tiene su propia

identidad. El actor divide su papel en estas mismas secciones para no tener

que actuar de manera general, sino según unidades armónicas, cada una

de las cuales tiene un significado y un valor tangible en el que centrar la

concentración.

El análisis te permite ver todos los resquicios del personaje, estudiar

sus elementos separados, su naturaleza, su vida interna, todo su mundo.

Analizar consiste en intentar comprender los elementos y las experiencias

externas en tanto en cuanto afectan la vida interna del personaje. Pero el

análisis trata también de encontrar experiencias, sentimientos y emociones

comparables a las nuestras, mediante las cuales nos sintamos más cerca

del personaje. En resumen, el análisis descubre el material esencial en el

proceso creativo del individuo.

El principio que usaba Stanislavski para representar diferentes papeles

complicados puede resultarnos sugestivo. Es el principio de buscar lo

opuesto. Es decir, cuando realizas el papel de un loco no buscas su locura,

sino su aspecto racional. Intentas encontrar qué es lo que le convierte en un

ser humano sano, y, por supuesto, acabarás descubriendo lo que le

convierte en loco. Y representarás el papel de loco con pleno realismo.

En la cuarta fase el actor debe profundizar el modo en que ha aceptado

las circunstancias del personaje, intensificando el sentido creativo y

desarrollando los elementos emocionales del papel. La primera fase, el

trabajo con objetos, pretendía elevar el sentimiento de realidad y agilizar la

imaginación a partir del estímulo inicial de la primera lectura. Ahora la

concentración intenta crear el elemento básico de la emoción que ya nos hja

sido revelado por el análisis y los demás trabajos.

Este trabajo emocional nos abre la puerta para buscar el significado

interior de las situaciones, acontecimientos y circunstancias dadas. Debe

introducir el actor con mayor profundidad en el pasado, el suyo propio y el

del personaje, para que llegue a comprender finalmente los problemas del

papel.

Y esta comprensión lleva a la quinta y última fase del trabajo, que trata

de las motivaciones y justificaciones del comportamiento del actor. Ha

descubierto ya muchas posibilidades de actuar y tiene que asegurarse de

que todas ellas forman parte de “un proceso imaginativo que capacita al

actor para desarrollarlas”.

Debe convencerse de que sólo la lógica rea, no la formal, le dará una

respuesta. “¿Qué circunstancias de mi vida interior me pueden presionar a

mí, ser humano y artista, para que haga en la obra lo que se me exige?”.

El actor no puede limitarse a hacer algo por el mero hecho de que el

personaje lo haga. Tiene que encontrar una justificación y comportarse de

acuerdo con ella. Se limitará a reaccionar de la forma que él,

personalmente, reaccionaría. Y para que este trabajo esencial de

introducirse en el personaje pueda salir adelante, hemos de hacer

auténticos esfuerzos para que la representación no se convierta en algo fijo.

El actor debe sentirse libre y creador hasta el último momento.

La dificultad fundamental de la actuación estriba en que el actor tiene

que crear en el escenario, como en la vida, el sentido de espontaneidad. Esa

es la buena actuación que conserva el elemento de espontaneidad,

manteniendo al mismo tiempo el aspecto externo y la línea general,

apareciendo constantemente elementos de improvisación. La forma de

actuar puede variar, pero el esquema sigue siendo el mismo.

En la vida constantemente estamos sujetos a asociaciones con la

experiencia pasada; pero en el escenario el autor sólo da al actor el material

terminado, el resultado final. Y cuando el actor se enfrenta a estos

momentos finales de la vida del personaje, no cuenta con las respuestas

automáticas naturales que el ser humano saca de su propio pasado. Por

esta razón nosotros sugerimos que los actores se esfuercen en improvisar,

como trabajo adicional al aprendizaje de los párrafos y de las secuencias.

Un actor “tiene” que funcionar en cada fase de la penetración en el

papel, o correrá el peligro de llegar a un resultado mecánico.

Los mejores artistas surgen del acercamiento orgánico al material del

guión, sea serio o cómico, naturalista o muy teatral. Exige el uso pleno de

las posibilidades del actor, junto con una elevación constante de la realidad

de la situación del actor.

Tal vez el mayor obstáculo que impide llegar a este ideal sea la

exigencia del “estilo” del teatro contemporáneo, entendiendo tal estilo como

algo opuesto al realismo. Y el actor que intenta satisfacer esta demanda

llega a un extremo en que niega nuestro trabajo.

Y si lo miramos bien, el estilo no se opone al realismo. El estilo no es

más que el hecho de que la auténtica expresión refleja la infinita variedad

de relaciones que existen entre la realidad y el artista individual. El estilo

es una medida de expresión, no parte de ella.

El talento es universal. El trabajo no lo es, y si no le dedicas tiempo y

esfuerzo, jamás desarrollarás el talento que tienes ni resolverás los

problemas que percibes.

Vakhtangov dio un repaso al modo de actuar de Stanislavski. El no

decía, “si yo fuera tal y cual, ¿qué haría?, sino “si yo soy Julieta, y me tengo

que enamorar esta noche, ¿qué puedo hacer yo, el actor, para creerme esta

acontecimiento?”

La magnitud de experiencia y significado que los clásicos contienen no

nos permite acercarnos a ellos de la misma forma que lo hacemos a las

obras contemporáneas. Las grandes obras exigen grandes experiencias, y

no sólo las palabras bonitas. Los párrafos son un mero esquema de las

profundas experiencias que siente la gente, mientras que en las obras

contemporáneas el que las experimenta es inferior a nosotros mismos. En

las grandes obras no se pone límite a la sensibilidad o a la experiencia.

Es cierto que vivimos hoy un período poco expresivo, que a veces no

encontramos palabras para expresar todo lo que sentimos.

La tradición clásica combina la sensación teatral con la profundidad y

la fuerza del sentimiento. La característica de la tradición clásica resulta de

la suma de teatralidad y realidad.

Denuncio la representación artificial o puramente vocal porque es

incapaz de captar la grandeza de espíritu, de pensamiento, de sentimiento y

de inteligencia. Solamente el tono resulta aceptable, melódico y bello, pero

sin llegar a entender lo que ocurre en el escenario.

Las obras clásicas tratan a estos grandes personajes, pero hasta los

personajes inferiores del arte clásico no han aparecido enfrente de una

persona normal, sino de Miguel Ángel. El los llenó de pasión para que

parecieran superiores a los mortales, y nosotros no podemos permitirnos el

lujo de rebajarlos a un nivel de realidad ordinario, para que parezcan

humanos.

Las delimitaciones que hace el teatro hoy día son nefastas. “Esta es una

obra francesa”. “Esta es una obra realista”. Y cada una de ellas tiene su

estilo propio. No. Cada una es el producto de un ambiente distinto, de un

contenido diferente, y, por lo tanto, da fe de un modo peculiar de

comportamiento. Todas siguen moldes de ritmo, de sonido, de costumbre y

de teatralidad diferentes. Pero no existe tal cosa como la diferencia de estilo,

según la cual una obra francesa tenga que amoldarse al estilo francés, y la

obra inglesa al estilo inglés. Es el ser humano, su presencia vital, lo que

combina todos los elementos del teatro, y da unidad a su historia; y no ha

cambiado en los cinco mil años de humanidad que conocemos.

Estas delimitaciones teatrales son peligrosas cuando se refieren al

resultado final que queremos lograr. En efecto, una obra francesa tiene algo

que la diferencia de una inglesa. Pero este algo no se representa de un

modo distinto. Como tampoco cesa, sino que utilizamos el mismo

instrumento. Parece que e3stablecemos estas diferencias formales, porque

somos incapaces de percibir las diferencias, de lo que el autor se proponía,

del mundo que le rodeaba, y del teatro que el autor realizaba.

Una obra clásica es tal porque permanece, porque no muere. Y jamás

he dicho que esas obras debieran desaparecer. Lo que digo es que es

preferible olvidarlas antes que representarlas del modo que se representan

hoy. Las obras clásicas recogen las imágenes y experiencias del hombre en

determinados momentos. Pero no son clásicas porque reflejen un momento

histórico, sino porque han captado algo que pervive para siempre, con una

significación de contenido universal.

Los primeros ejercicios que practica el actor que se va a dedicar a los

clásicos son iguales que los que se hacen para cualquier otra obra. El arte

básico del actor consiste en saberse incorporar a cualquier personaje, al

nivel que se le exija. Y esa habilidad es necesaria en todo tipo de papeles,

sean griegos, isabelinos, españoles o de la commedia dell’arte. No

acostumbramos a llamar a eso actuación clásica, pero es siempre la forma

perfecta de representar bajo cualquier circunstancia y bajo todas las

condiciones, tanto en el teatro clásico como en el moderno.

El trabajo extra que necesita realizar un actor que pretende representar

a los clásicos consiste en desarrollar cierta agilidad básica que se requiere

para moverse como los personajes.

Hay muchas maneras de actuar, pero la representación de una obra

clásica debería hacerse de un modo tal que lograra dar la sensación del

estilo, sin caer en la estilización excesiva que nos ofrece la actuación clásica

presente.

El teatro es fundamentalmente significado y experiencia, imagen del ser

humano, al tiempo que imagen de lo que autor tiene en la cabeza, y hay

diferentes ideas en la cabeza de los diferentes autores; pero, a menos que

hagas resucitar a Molière o Shakespeare, no lograrás aclarar esas

diferencias. Y lo único que puedes hacer es guiarte por tu integridad

individual. Te acercas a una obra clásica, o de cualquier otro estilo, con la

intención de descubrir lo que el autor quiere. Puede que caigas en errores,

pero esos errores son necesarios para conseguir cualquier resultado

positivo.

Las habilidades técnicas no son nada, excepto de que se ha trabajado

en ellas.

Hemos descubierto que, a veces, existe una diferencia entre la gente

que es sensible y no puede expresarse por estar inhibida, y entre la gente

que es sensible y tampoco puede expresarse y, sin embargo, no está

inhibida: es que , simplemente, no han encontrado en la vida un poder de

expresión que iguale a la fuerza de su respuesta. A menudo, canalizando la

sensación y luego el momento de sentir ese impulso, permitiéndole hacer al

actor cosas que jamás había hecho, sin saber de antemano lo que va a

hacer, le ayudas a escaparse de su patrón establecido. Empieza a encontrar

nuevos medios de expresión que se ocupan de las reacciones fuertes que

has sido, no inhibidas, sino simplemente no expresadas.

Los momentos más geniales en la escena son momentos en los que la

excitación germina por dentro, cuando algo muy simple, puro y fácil surge

y, en cierto modo, capta para nosotros la completa naturaleza de la obra.

Ahora tienes que aprender la tarea, el aburrimiento, el profesionalismo

y la técnica que pertenece al oficio de la actuación y a descubrir eso que

estás haciendo ahora, sentándote ahí con el corazón martilleándote y tu

mente pensando; puede ser para nosotros lo más emocionante que se haya

presentado en el escenario.

Actuar es eso: una revelación. Es decirnos cosas de la gente que hasta

cierto punto sabemos, pero que las olvidamos hasta que el actor nos las

recuerda.

Las palabras no son un parlamento, son acción. La palabra no

comienza con un parlamento, sino con un objeto al que busca

definir.

El simple esfuerzo para producir una palabra y que signifique

exactamente lo que significa esa palabra, sin preocuparse del

sentido dramático, es muy importante.

La división en secciones se basa, fundamentalmente, en la idea de

lo que ocurre. Está claro que separar en secciones es un

procedimiento lógico, y que una sección se separa por el hecho de

que en ella ocurre algo nuevo que no se había dado en las

anteriores. El sentido de transición de una sección a otra es lo que

da continuidad a la actuación; si no se tiene conciencia de esta

transición, las palabras que se refieren a un nuevo elemento

dejarán de tener sentido.

SAMUEL BECKETT El expulsado

SAMUEL BECKETT
El expulsado

No era alta la escalinata. Mil veces conté los escalones, subiendo, bajando; hoy, sin embargo, la cifra se ha borrado de la memoria. Nunca he sabido si el uno hay que marcarlo sobre la acera, el dos sobre el primer escalón, y así, o si la acera no debe contar. Al llegar al final de la escalera, me asomaba al mismo dilema. En sentido inverso, quiero decir de arriba abajo, era lo mismo, la palabra resulta débil. No sabía por dónde empezar ni por dónde acabar, digamos las cosas como son. Conseguía pues tres cifras perfectamente distintas, sin saber nunca cuál era la correcta.Y cuando digo que la cifra ya no está presente, en la memoria, quiero decir que ninguna de las tres cifras está presente, en la memoria. Lo cierto es que si encuentro en la memoria, donde seguro debe estar, una de esas cifras, sólo encontraré una, sin posibilidad de deducir, de ella, las otras dos. E incluso si recuperara dos no por eso averiguaría la tercera. No, habría que en contrar las tres, en la memoria, para poder conocerlas, todas, las tres. Mortal, los recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te habitan por dentro, o no, mejor sí, hay que pensar en ellas porque si no pensamos en ellas, corremos el riesgo de encontrarlas, una a una, en la memoria. Es decir, hay que pensar durante un momento, un buen rato, todos los días y varias veces al día, hasta que el fango las recubra, con una costra infranqueable. Es un orden.
Después de todo, lo de menos es el número de escalones. Lo que había que retener es el hecho de que la escalinata no era alta, y eso lo he retenido. Incluso para el niño, no era alta, al lado de otras escalinatas que él conocía, a fuerza de verlas todos los días de subirlas y bajarlas, y jugar en los escalones, a las tabas y a otros juegos de los que he olvidado hasta el nombre. ¿Qué debería ser pues para el hombre, hecho y derecho?
La caída fue casi liviana. Al caer oí un portazo, lo que me comunicó un cierto alivio, en lo peor de mi caída. Porque eso significaba que no se me perseguía hasta la calle, con un bastón, para atizarme bastonazos, ante la mirada de los transeúntes. Porque si hubiera sido ésta su intención no habrían cerrado la puerta, sino que la hubieran dejado abierta, para que las personas congregadas en el vestíbulo pudieran gozar del castigo, y sacar una lección. Se habían contentado, por esta vez, con echarme, sin más. Tuve tiempo, antes de acomodarme en la burla, de solidificar este razonamiento.
En estas condiciones, nada me obligaba a levantarme en seguida. Instalé los codos, curioso recuerdo, en la acera, apoyé la oreja en el hueco de la mano y me puse a reflexionar sobre mi situación, situación, a pesar de todo, habitual. Pero el ruido, más débil, pero inequívoco, de la puerta que de nuevo se cierra, me arrancó de mi distracción, en donde ya empezaba a organizarse un paisaje delicioso, completo, a base de espinos y rosas salvajes, muy onírico, y me hizo levantar la cabeza, con las manos abiertas sobre la acera y las corvas tensas. Pero no era más que mi sombrero, planeando hacia mí, atravesando los aires, dando vueltas. Lo cogí y me lo puse. Muy correctos, ellos, con arreglo al código de su Dios. Hubieran podido guardar el sombrero, pero no era suyo, sino mío, y me lo devolvían. Pero el encanto se había roto.
¿Cómo describir el sombrero? ¿Y para qué? Cuando mi cabeza alcanzó sus dimensiones, no diré que definitivas, pero si máximas, mi padre me dijo, Ven, hijo mío, vamos a comprar tu sombrero, como si existiera desde el comienzo de los siglos, en un lugar preciso. Fue derecho al sombrero. Yo no tenía derecho a opinar, tampoco el sombrerero. Me he preguntado a menudo si mi padre no se propondría humillarme, si no tenía celos de mí, que era joven y guapo, en fin, rozagante, mientras que él era ya viejo e hinchado y violáceo. No se me permitiría, a partir de ese día concreto, salir descubierto, con mi hermosa cabellera castaña al viento. A veces, en una calle apartada, me lo quitaba y lo llevaba en la mano, pero temblando. Debía llevarlo mañana y tarde. Los chicos de mi edad, con quien a pesar de todo me veía obligado a retozar de vez en cuando, se burlaban de mí. Pero yo me decía, El sombrero es lo de menos, un mero pretexto para enredar sus impulsos, como el brote más, más impulsivo del ridículo, porque no son finos. Siempre me ha sorprendido la escasa finura de mis contemporáneos, a mí, cuya alma se retorcía de la mañana a la noche tan sólo para encontrarse. Pero quizá fuera una forma de amabilidad, como la de cachondearse del barrigón en sus mismísimas narices. Cuando murió mi padre hubiera podido liberarme del sombrero, nada me lo impedía, pero nada hice. Pero, ¿cómo describirlo? Otra vez, otra vez.
Me levanté y eché a andar. No sé qué edad podía tener entonces. Lo que acababa de suceder no tenía por qué grabarse en mi existencia. No fue ni la cuna ni la tumba de nada. Al contrario: se parecía a tantas otras cunas, a tantas otras tumbas, que me pierdo. Pero no creo exagerar diciendo que estaba en la flor de la edad, lo que se llama me parece la plena posesión de las propias facultades. Ah sí, poseerlas poseerlas, las poseía. Atravesé la calle y me volví hacia la casa que acababa de expulsarme, yo, que nunca me volvía, al marcharme. ¡Qué bonita era! Geranios en las ventanas. Me he inclinado sobre los geranios, durante años. Los geranios, qué astutos, pero acabé haciéndoles lo que me apetecía. La puerta de esta casa, aúpa sobre su minúscula escalinata, siempre la he admirado, con todas mis fuerzas. ¿Cómo describirla? Espesa, pintada de verde, y en verano se la vestía con una especie de funda a rayas verdes y blancas con un agujero por donde salía una potente aldaba de hierro forjado y una grieta que corresponde a la boca del buzón que una placa de cuero automático protegía del polvo, los insectos, las oropéndolas. Ya está. Flanqueada por dos pilastras del mismo color, en la de la derecha se incrusta el timbre. Las cortinas respiraban un gusto impecable. Incluso el humo que se elevaba de uno de los tubos de la chimenea, el de la cocina, parecía estirarse y disiparse en el aire con una melancolía especial, y más azul. Miré al tercero y último piso, mi ventana, impúdicamente abierta. Era justo el momento de la limpieza a fondo. En algunas horas cerrarían la ventana, descolgarían las cortinas y procederían a una pulverización de formol. Los conozco. A gusto moriría en esta casa. Vi, en una especie de visión, abrirse la puerta y salir mis pies.
Miraba sin rabia, porque sabía que no me espiaban tras las cortinas, como hubieran podido hacer, de apetecerles. Pero les conocía. Todos habían vuelto a sus nichos y cada uno se aplicaba en su trabajo.
Sin embargo no les había hecho nada.
Conocía mal la ciudad, lugar de mi nacimiento y de mis primeros pasos, en la vida, y después todos los demás que tanto han confundido mi rastro. ¡Si apenas salía! De vez en cuando me acercaba a la ventana, apartaba las cortinas y miraba fuera. Pero en seguida volvía al fondo de la habitación, donde estaba la cama. Me sentía incómodo, aplastado por todo aquel aire, y perdido en el umbral de perspectivas innombrables y confusas. Pero aún sabía actuar, en aquella época, cuando era absolutamente necesario. Pero primero levanté los ojos al cielo, de donde nos viene la célebre ayuda, donde los caminos no aparecen marcados, donde se vaga libremente, como en un desierto, donde nada detiene la vista, donde quiera que se mire, a no ser los límites mismos de la vista. Por eso levanto los ojos, cuando todo va mal, es incluso monótono pero soy incapaz de evitarlo, a ese cielo en reposo, incluso nublado, incluso plomizo, incluso velado por la lluvia, desde el desorden y la ceguera de la ciudad, del campo, de la tierra. De más joven pensaba que valdría la pena vivir en medio de la llanura, iba a la landa de Lunebourg. Con la llanura metida en la cabeza iba a la landa. Había otras landas más cercanas, pero una voz me decía, Te conviene la landa de Lunebourg, no me lo pensé dos veces. El elemento luna tenía algo que ver con todo eso. Pues bien, la landa de Lunebourg no me gustó nada, lo que se dice nada. Volví decepcionado, y al mismo tiempo aliviado. Sí, no sé por qué, no me he sentido nunca decepcionado, y lo estaba a menudo, en los primeros tiempos, sin a la vez, o en el instante siguiente, gozar de un alivio profundo.
Me puse en camino. Qué aspecto. Rigidez en los miembros inferiores, como si la naturaleza no me hubiera concedido rodillas, sumo desequilibrio en los pies a uno y otro lado del eje de marcha. El tronco, sin embargo, por el efecto de un mecanismo compensatorio, tenía la ligereza de un saco descuidadamente relleno de borra y se bamboleaba sin control según los imprevisibles tropiezos del asfalto. He intentado muchas veces corregir estos defectos, erguir el busto, flexionar la rodilla y colocar los pies unos delante de otros, porque tenía cinco o seis por lo menos, pero todo acababa siempre igual, me refiero a una pérdida de equilibrio, seguida de una caída. Hay que andar sin pensar en lo que se está haciendo, igual que se suspira, y yo cuando marchaba sin pensar en lo que hacía marchaba como acabo de explicar, y cuando empezaba a vigilarme daba algunos pasos bastante logrados y después caía. Decidí abandonarme. Esta torpeza se debe, en mi opinión, por lo menos en parte, a cierta inclinación especialmente exacerbada en mis años de formación, los que marcan la construcción del carácter, me refiero al período que se extiende, hasta el infinito, entre las primeras vacilaciones, tras una silla, y la clase de tercero, término de mi vida escolar. Tenía pues la molesta costumbre, habiéndome meado en el calzoncillo, o cagado, lo que me sucedía bastante a menudo al empezar la mañana, hacia las diez diez y media, de empeñarme en continuar y acabar así mi jornada, como si no tuviera importancia. La sola idea de cambiarme, o de confiarme a mamá que no buscaba sino mi bien, me resultaba intolerable, no sé por qué, y hasta la hora de acostarme me arrastraba, con entre mis menudos muslos, o pegado al culo, quemando, crujiendo y apestando, el resultado de mis excesos. De ahí esos movimientos cautos, rígidos y sumamente espatarrados, de las piernas, de ahí el balanceo desesperado del busto, destinado sin duda a dar el pego, a hacer creer que nada me molestaba, que me encontraba lleno de alegría y de energía, y a hacer verosímiles mis explicaciones a propósito de mi rigidez de base, que yo achacaba a un reumatismo hereditario. Mi ardor juvenil, en la medida en que yo disponía de tales impulsos, se agotó en estas manipulaciones, me volví agrio, desconfiado, un poco prematuramente, aficionado de los escondrijos y de la postura horizontal. Pobres soluciones de juventud, que nada explican. No hay por qué molestarse. Raciocinemos sin miedo, la niebla permanecerá.
Hacía buen tiempo. Caminaba por la calle, manteniéndome lo más cerca posible de la acera. La acera más ancha nunca es lo bastante ancha para mí, cuando me pongo en movimiento, y me horroriza importunar a desconocidos. Un guardia me detuvo y dijo, La calzada para los vehículos, la acera para los peatones. Parecía una cita del antiguo testamento. Subí pues a la acera, casi excusándome, y allí me mantuve, en un traqueteo indescriptible, por lo menos durante veinte pasos, hasta el momento en que tuve que tirarme al suelo, para no aplastar a un niño. Llevaba un pequeño arnés, me acuerdo, con campanillas, debía creerse un potro, o un percherón, por qué no. Le hubiera aplastado con gusto, aborrezco a los niños, además le hubiera hecho un favor, pero temía las represalias. Todos son parientes, y es lo que impide esperar. Se debía disponer, en las calles concurridas, una serie de pistas reservadas a estos sucios pequeños seres, para sus cochecitos, aros, biberones, patines, patinete, papás, mamás, tatas, globos, en fin toda su sucia pequeña felicidad. Caí pues y mi caída arrastró la de una señora anciana cubierta de lentejuelas y encajes y que debía pesar unos sesenta quilos. Sus alaridos no tardaron en provocar un tumulto. Confiaba en que se había roto el fémur, las señoras viejas se rompen fácilmente el fémur, pero no basta, no basta. Aproveché la confusión para escabullirme, lanzando imprecaciones ininteligibles, como si fuera yo la víctima, y lo era, pero no hubiera podido probarlo. Nunca se lincha a los niños, a los bebés, hagan lo que hagan son inocentes a priori. Yo los lincharía a todos con suma delicia, no digo que llegara a ponerles las manos encima, no, no soy violento, pero animaría a los demás y les pagaría una ronda cuando hubieran acabado. Pero apenas recuperé la zarabanda de mis coces y bandazos me detuvo un segundo guardia, parecidísimo al primero, hasta el punto de que me pregunté si no era el mismo. Me hizo notar que la acera era para todo el mundo, como si fuera evidente que a mí no se me podía incluir en tal categoría. ¿Desea usted, le dije, sin pensar un sólo instante en Heráclito, que descienda al arroyo? Baje si quiere, dijo, pero no ocupe todo el sitio. Apunté a su labio superior, que tenía por lo menos tres centímetros de alto, y soplé encima. Lo hice, creo, con bastante naturalidad, como el que, bajo la presión cruel de los acontecimientos, exhala un profundo suspiro. Pero no se inmutó. Debía estar acostumbrado a autopsias, o exhumaciones. Si es usted incapaz de circular como todo el mundo, dijo, debería quedarse en casa. Lo mismo pensaba yo. Y que me atribuyera una casa, mía, no tenía por qué molestarme. En ese momento acertó a pasar un cortejo fúnebre, como ocurre a veces. Se produjo una enorme alarma de sombreros al tiempo que un mariposear de miles y miles de dedos. Personalmente si me hubiera contentado con persignarme hubiera preferido hacerlo como es debido, comienzo en la nariz ombligo, tetilla izquierda, tetilla derecha. Pero ellos con sus roces precipitados e imprecisos, te hacen una especie de crucificado en redondo, sin el menor decoro, las rodillas bajo el mentón y las manos de cualquier manera. Los más entusiastas se inmovilizaron soltando algunos gemidos. El guardia, por su parte se cuadró, con los ojos cerrados, la mano en el kepi. En las berlinas del cortejo fúnebre entreveía gente departiendo animadamente, debían evocar escenas de la vida del difunto, o de la difunta. Me parece haber oído decir que el atavío del cortejo fúnebre no es el mismo en ambos casos, pero nunca he conseguido averiguar en qué consiste la diferencia. Los caballos chapoteaban en el barro soltando pedos como si fueran a la feria. No vi a nadie de rodillas.
Pero para nosotros todo va rápido, el último viaje, es inútil apresurarse, el último coche nos deja, el del servicio, se acabó la tregua, las gentes reviven, ojo. De forrna que me detuve por tercera vez, por decisión propia, y tomé un coche. Los que acababa de ver pasar, atestados de gente que departía animadamente debieron impresionarme poderosamente. Es una caja negra grande, se bambolea sobre sus resortes, las ventanas son pequeñas, se acurruca uno en un rincón, huele a cerrado. Noto que mi sombrero roza el techo. Un poco después me incliné hacia delante y cerré los cristales. Después recuperé mi sitio, de espaldas al sentido de la marcha. Iba a adormecerme cuando una voz me sobresaltó, la del cochero. Había abierto la portezuela, renunciando sin duda a hacerse oír a través del cristal. Sólo veía sus bigotes. ¿Adónde?, dijo. Había bajado de su asiento exclusivamente para decirme esto. ¡Y yo que me creía ya lejos! Reflexioné, buscando en mi memoria el nombre de una calle, o de un monumento. ¿Tiene usted el coche en venta?, dije. Añadí, Sin el caballo. ¿Qué haría yo con un caballo? ¿Y qué haría yo con un coche? ¿Podría al menos tumbarme? ¿Quién me traería la comida? Al Zoo, dije. Es raro que no haya Zoo en una capital. Añadí, No vaya usted muy de prisa. Se rió. La sola idea de poder ir al Zoo demasiado aprisa parecía divertirle. A menos que no fuera la perspectiva de encontrarse sin coche. A menos que fuera simplemente yo, mi persona, cuya presencia en el coche debía metamorfosearlo, hasta el punto de que el cochero, al verme con la cabeza en las sombras del techo y las rodillas contra el cristal, había llegado quizá a preguntarse si aquél era realmente su coche, si era realmente un coche. Echa rápido una mirada al caballo, se tranquiliza. Pero ¿sabe uno mismo alguna vez por qué ríe? Su risa de todas formas fue breve, lo que parecía ponerme fuera del caso. Cerró de nuevo la portezuela y subió otra vez al pescante. Poco después el caballo arrancó.
Pues sí, tenía aún un poco de dinero en aquella época. La pequeña cantidad que me dejara mi padre, como regalo, sin condiciones, a su muerte, aún me pregunto si no me la robaron. Muy pronto me quedé sin nada. Mi vida no por eso se detuvo, continuaba, e incluso tal y como yo la entendía, hasta cierto punto. El gran inconveniente de esta situación, que podía definirse como la imposibilidad absoluta de comprar, consiste en que le obliga a uno a espabilarse. Es raro, por ejemplo, cuando realmente no hay dinero, conseguir que le traigan a uno algo de comer, de vez en cuando, al cuchitril. No hay más remedio entonces que salir y espabilarse, por lo menos un día a la semana. No se tiene domicilio en esas condiciones, es inevitable. De ahí que me enterara con cierto retraso de que me estaban buscando, para un asunto que me concernía. Ya no me acuerdo por qué conducto. No leía los periódicos y tampoco tengo idea de haber hablado con alguien, durante estos años, salvo quizás tres o cuatro veces, por una cuestión de comida. En fin algo debió llegarme, de un modo o de otro si no no me hubiera presentado nunca al Comisario Nidder, hay nombres que no se olvidan, es curioso, y él no me hubiera recibido nunca. Comprobó mi identidad. Esto le llevó un buen rato. Le enseñé mis iniciales de metal en el interior del sombrero, no probaban nada pero limitaban al menos las posibilidades. Firme, dijo. Jugaba con una regla cilíndrica, con la que se hubiera podido matar un buey. Cuente, dijo. Una mujer joven, quizá en venta, asistía a la conversación, en calidad de testigo sin duda. Me metí el fajo en el bolsillo. Se equivoca, dijo. Tenía que haberme pedido que los contara antes de firmar, pensé, hubiera sido más correcto. ¿Dónde le puedo encontrar, dijo, si llega el caso? Al bajar las escaleras pensaba en algo. Poco después volvía a subir para preguntarle de dónde me venía ese dinero, añadiendo que tenía derecho a saberlo. Me dijo un nombre de mujer, que he olvidado. Quizá me había tenido sobre sus rodillas cuando yo estaba aún en pañales y le había hecho carantoñas. A veces basta con eso. Digo bien, en pañales, porque más tarde hubiera sido demasiado tarde, para las carantoñas. Gracias pues a este dinero tenía todavía un poco. Muy poco. Si pensaba en mi vida futura era como si no existiera, a menos que mis previsiones pecaran de pesimistas. Golpeé contra el tabique situado junto a mi sombrero, en la misma espalda del cochero si había calculado bien. Una nube de polvo se desprendió de la guata del forro. Cogí una piedra del bolsillo y golpeé con la piedra, hasta que el coche se detuvo. Noté que no se produjo aminoración de la marcha, como acusan la mayoría de los vehículos, antes de inmovilizarse. No, se paró en seco. Esperaba. El coche vibraba. El cochero, desde la altura del pescante, debía estar escuchando. Veía el caballo como si lo tuviera delante. No había tomado la actitud de desánimo que tomaba en cada parada, hasta en las más breves, atento, las orejas en alerta. Miré por la ventana, estábamos de nuevo en movimiento. Golpeé de nuevo el tabique, hasta que el coche se detuvo de nuevo. El cochero bajó del pescante echando pestes. Bajé el cristal para que no se le ocurriera abrir la portezuela. Más de prisa, más de prisa. Estaba más rojo, violeta diría yo. La cólera, o el viento de la carrera. Le dije que lo alquilaba por toda la jornada. Respondió que tenía un entierro a las tres. Ah los muertos. Le dije que ya no quería ir al Zoo. Ya no vamos al Zoo, dije. Respondió que no le importaba adónde fuéramos, a condición de que no fuera muy lejos, por su animal. Y se nos habla de la especificidad del lenguaje de los primitivos. Le pregunté si conocía un restaurante. Añadí, Comerá usted conmigo Prefiero estar con un parroquiano, en esos sitios. Había una larga mesa con una banqueta a cada lado de la misma longitud exactamente. A través de la mesa me habló de su vida, de su mujer, de su animal, después otra vez de su vida, de la vida atroz que era la suya, a causa sobre todo de su carácter. Me preguntó si me daba cuenta de lo que eso significaba, estar siempre a la intemperie. Me enteré de que aún existían cocheros que pasaban la jornada bien calentitos en sus vehículos estacionados, esperando que el cliente viniera a despertarlos. Esto podía hacerse en otra época, pero hoy había que emplear otros métodos, si se pretendía aguantar hasta finalizar sus días. Le describí mi situación, lo que había perdido y lo que buscaba. Hicimos los dos lo que pudimos, para comprender, para explicar. Él comprendía que yo había perdido mi habitación y que necesitaba otra, pero todo lo demás se le escapaba. Se le había metido en la cabeza, y no hubo modo de sacárselo, que yo andaba buscando una habitación amueblada. Sacó del bolsillo un periódico de la tarde de la víspera, o quizá de la antevíspera, y se impuso el deber de recorrer los anuncios por palabras, subrayando cinco o seis con un minúsculo lapicillo, el mismo que temblaba sobre los futuros agraciados de un sorteo. Subrayaba sin duda los que hubiera subrayado de encontrarse en mi lugar o quizás los que se remitían al mismo barrio, por su animal. Sólo hubiera conseguido confundirle si le dijera que no admitía, en cuanto a muebles, en mi habitación, más que la cama, y que habría que quitar todos los demás, la mesilla de noche incluida, antes de que yo consintiera poner los pies en el cuarto. Hacia las tres despertamos el caballo y nos pusimos de nuevo en marcha. El cochero me propuso subir al pescante a su lado, pero desde hacía un rato acariciaba la idea de instalarme en el interior del coche y volví a ocupar mi sitio. Visitamos, una tras otra, con método supongo, las direcciones que había subrayado. La corta jornada de invierno se precipitaba hacia el fin. Me parece a veces que son éstas las únicas jornadas que he conocido, y sobre todo este momento más encantador que ninguno que precede al primer pliegue nocturno. Las direcciones que había subrayado, o más bien marcado con una cruz, como hace la gente del pueblo, las tachaba, con un trago diagonal, a medida que se revelaban inconvenientes. Me enseñó el periódico más tarde, obligándome a guardarlo yo entre mis cosas, para estar seguro de no buscar otra vez donde ya habíamos buscado en vano. A pesar de los cristales cerrados, los chirridos del coche y el ruido de la circulación, le oía cantar, completamente solo en lo alto de su alto pescante. Me había preferido a un entierro, era un hecho que duraría eternamente. Cantaba. Ella está lejos del país donde duerme su joven héroe, son las únicas palabras que recuerdo. En cada parada bajaba de su asiento y me ayudaba a bajar del mío. Llamaba a la puerta que él me indicaba y a veces yo desaparecía en el interior de la casa. Me divertía, me acuerdo muy bien, sentir de nuevo una casa a mi alrededor, después de tanto tiempo. Me esperaba en la acera y me ayudaba a subir de nuevo al coche. Empecé a hartarme del cochero. Trepaba al pescante y nos poníamos en marcha otra vez. En un momento dado se produjo lo siguiente. Se detuvo. Sacudí mi somnolencia y articulé una postura, para bajar. Pero no vino a abrir la portezuela y a ofrecerme el brazo, de modo que tuve que bajar solo. Encendía las linternas. Me gustan las lámparas de petróleo, a pesar de que son, con las velas, y si exceptúo los astros, las primeras luces que conocí. Le pregunté si me dejaba encender la segunda linterna, puesto que él había encendido ya la primera. Me dio su caja de cerillas, abrió el pequeño cristal abombado montado sobre bisagras, encendí y cerré en seguida, para que la mecha ardiera tranquila y clara, calentita en su casita, al abrigo del viento. Tuve esta alegría. No veíamos nada, a la luz de las linternas, apenas vagamente los volúmenes del caballo, pero los demás les veían de lejos, dos manchas amarillas lentamente sin amarras flotando. Cuando los arreos giraban se veía un ojo, rojo o verde según los casos, rombo abombado límpido y agudo como en una vidriera.
Cuando verificamos la última dirección el cochero me propuso presentarme en un hotel que conocía, en donde yo estaría bien. Es coherente, cochero, hotel es verosímil. Recomendado por él no me faltaría nada. Todas las comodidades, dijo, guiñando un ojo. Sitúo esta conversación en la acera, ante la casa de la que yo acababa de salir. Recuerdo, bajo la linterna, el flanco hundido y blando del caballo y sobre la portezuela la mano del cochero, enguantada en lana. Mi cabeza estaba más alta que el techo del coche. Le propuse tomar una copa. El caballo no había bebido ni comido en todo el día. Se lo hice notar al cochero que me respondió que su caballo no se repondría hasta que volviera a la cuadra. Cualquier cosa que tomara, aunque sólo fuera una manzana o un terrón de azúcar, durante el trabajo, le produciría dolores de vientre y cólicos que le impedirían dar un paso y que incluso podrían matarlo. Por eso se veía obligado a atarle el hocico, con una correa, cada vez que por una razón o por otra debía dejarle solo, para que no enterneciera el buen corazón de los transeúntes. Después de algunas copas el cochero me rogó que les hiciera el honor, a él y a su mujer, de pasar la noche en su casa. No estaba lejos. Reflexionando, con la célebre ventaja del retraso, creo que no había hecho, ese día, sino dar vueltas alrededor de su casa. Vivían encima de una cochera, al fondo de un patio. Buena situación, yo me habría contentado. Me presentó a su mujer, increíblemente culona, y nos dejó. Ella estaba incómoda, se veía, a solas conmigo. La comprendía, yo no me incomodo en estos casos. No había razones para que acabara o continuara. Pues que acabe entonces. Dije que iba a bajar a la cochera a acostarme. El cochero protestó. Insistí. Atrajo la atención de su mujer sobre una pústula que tenía yo en la coronilla, me había quitado el sombrero, por educación. Hay que procurar quitar eso, dijo ella. El cochero nombró un médico a quien tenía en gran estima y que le había curado de un quiste en el trasero. Si quiere acostarse en la cochera, dijo la mujer, que se acueste en la cochera. El cochero cogió la lámpara de encima de la mesa y me precedió en la escalera que bajaba a la cochera, era más bien una escalerilla, dejando a su mujer en la oscuridad. Extendió en el suelo, en un rincón, sobre la paja, una manta de caballo, y me dejó una caja de cerillas, para el caso de que tuviera necesidad de ver claro durante la noche. No me acuerdo lo que hacía el caballo entretanto. Tumbado en la oscuridad oía el ruido que hacía al beber, es muy curioso, el brusco corretear de las ratas y por encima de mí las voces mitigadas del cochero y su mujer criticándome. Tenía en la mano la caja de cerillas, una sueca tamaño grande. Me levanté en la noche y encendí una. Su breve llama me permitió descubrir el coche. Ganas me entraron, y me salieron, de prender fuego a la cochera. Encontré el coche en la oscuridad, abrí la portezuela, salieron ratas, me metí dentro. Al instalarme noté en seguida que el coche no estaba en equilibrio, estaba fijo, con los timones descansando en el suelo. Mejor así, esto me permitía tumbarme a gusto, con los pies más altos que la cabeza en la banqueta de enfrente. Varias veces durante la noche sentí que el caballo me miraba por la ventanilla, y el aliento de su hocico. Desatalajado debía encontrar extraña mi presencia en el coche. Yo tenía frío, olvidé coger la manta, pero no lo bastante como para levantarme a buscarla. Por lo ventanilla del coche veía la de la cochera, cada vez mejor. Salí del coche. Menos oscuridad en la cochera, entreveía el pesebre, el abrevadero, el arnés colgado, qué más, cubos y cepillos. Fui a la puerta pero no pude abrirla. El caballo me seguía con la mirada. ¿Así que los caballos no duermen nunca? Pensaba que el cochero tenía que haberle atado, al pesebre por ejemplo. Me vi, pues, obligado a salir por la ventana. No fue fácil. Y, ¿qué es fácil? Pasé primero la cabeza, tenía las palmas de las manos sobre el suelo del patio mientras las caderas seguían contorneándose, prisioneras del marco de la ventana. Me acuerdo del manojo de hierba que arranqué con las dos manos, para liberarme.
Tenía que haberme quitado el abrigo y tirarlo por la ventana, pero no se puede estar en todo. En cuanto salí del patio pensé en algo. La fatiga. Deslicé un billete en la caja de cerillas, volví al patio y puse la caja en el reborde de la ventana por la que acababa de salir. El caballo estaba en la ventana. Pero después de dar unos pasos por la calle volví al patio y recuperé mi billete. Dejé las cerillas, no eran mías. El caballo seguía en la ventana. Estaba hasta aquí del caballo. El alba asomaba débilmente. No sabía dónde estaba. Tomé la dirección levante, supongo, para asomarme cuanto antes a la luz. Hubiera querido un horizonte marino, o desértico. Cuando salgo, por la mañana, voy al encuentro del sol, y por la noche, cuando salgo, lo sigo, casi hasta la mansión de los muertos. No sé por qué he contado esta historia. Igual podía haber contado otra. Por mi vida, veréis cómo se parecen.