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20/11/14

El cerco de Leningrado. Sanchis Sinisterra.



el cerco de leningrado
Sanchis Sinisterra

ACTO PRIMERO

1

(Se apagan las luces de la sala. En la oscuridad, se escucha la voz de priscila desde una zona elevada del escenario.)

Voz de priscila.— ¿Qué pasa? (Silencio.) ¡Natalia! ¿Qué pasa? (Silencio.) ¡Natalia! ¿Estás ahí?
Voz de natalia.— (Lejana.) Sí.
Voz de priscila.— ¿Qué ha pasado?
Voz de natalia.— ¡Priscila!
Voz de priscila.— ¿Qué?
Voz de natalia.— ¡Se ha ido la luz!
Voz de priscila.— ¡Ya me doy cuenta, idiota! ¿Crees que estoy ciega?
Voz de natalia.— ¡Que se ha ido la luz!
Voz de priscila.— ¡Tampoco estoy sorda! ¿Dónde estás?
Voz de natalia.— ¡La luz, te digo!
Voz de priscila.— ¿Has tocado el cuadro? (Silencio.) ¡Natalia!
Voz de natalia.— ¡Ya voy, ya voy!
Voz de priscila.— ¿Adonde vas a ir tú? ¿Qué haces?
Voz de natalia.— ¡Es que no hay luz!
Voz de priscila.— ¿Ah, no?
Voz de natalia.— ¡Priscila!
Voz de priscila.— ¿Qué?
Voz de natalia.— ¿Me oyes, Priscila?
Voz de priscila.— ¡Yo a ti muy bien!
Voz de natalia.— ¡Priscila!
Voz de priscila.— ¡Que sí, mujer!
Voz de natalia.— ¡Sobre todo no te muevas, no vayas a caerte!... ¿Está firme la baranda?
Voz de priscila.— Sí...
Voz de natalia.— ¿Me oyes, Priscila? Yo estoy aquí, en los camerinos, buscando un quinqué...
Voz de priscila.— ¿Un qué?
Voz de natalia.— ¡Un quinqué! Porque se ha ido la luz... Cuidado con la baranda...
Voz de priscila.— ¡Hay uno en el segundo!
Voz de natalia.— ¿Qué?
Voz de priscila.— ¡Que en el segundo, hay uno!
Voz de natalia.— ¿Un qué?
Voz de priscila.— ¡Un quinqué! ¡Cuidado con el cántaro de Mari-Gaila...

(Ruido de un cacharro que cae y se rompe.)

Voz de natalia.— ¿Qué dices? No te oigo muy bien...
Voz de priscila.— Nada, nada... ¿Te has hecho daño?
Voz de natalia.— ¡Priscila!
Voz de priscila.— ¿Qué?
Voz de natalia.— ¿Sabes lo que había en el segundo camerino?
Voz de priscila.— (Con sorna.) No me lo digas, a ver si lo acierto...
Voz de natalia.— ¡El cántaro de Mari-Gaila! (Pausa.) ¡Ya lo tengo!
Voz de priscila.— ¿Qué es lo que tienes?
Voz de natalia.— ¡Priscila, ya lo encontré! A ver si puedo encenderlo...
Voz de priscila.— ¡Cuidado con los trajes de doña Rosi­ta, que son muy vaporosos!
(Silencio.) ¿Me oyes, Natalia? (Silencio.)¡Natalia!

(Entra NATALIA por un lateral, alumbrándose con un quinqué. Viste bata de limpieza y se cubre el pelo con un pañuelo.)

natalia.— Me da una cosa, entrar en ese camerino... (Levanta el quinqué y habla hacia la parte superior del es­cenario.) ¿Sabes, Priscila...? ¿Estás ahí?
Voz de priscila.— (De mal humor.) No... He bajado por las cuerdas, como Tarzán de los Monos...
natalia.— Pues eso... Que cada vez que entro en ese camerino... y más así, a oscuras...

 (Se ilumina de golpe todo el teatro, incluida la sala. El es­cenario es sólo eso: un escenario vacío.)

Voz de priscila.— ¡Por fin! ¡Y la luz se hizo!
natalia.— Ha debido de ser un corte general... Voy a apagar la sala...

(Sale por donde entró.)

Voz DE priscila.— Y yo voy a bajar, no sea que corten otra vez... Ya limpiaré mañana por aquí arriba...
Voz de natalia.— ¡Cuidado con la escalera, que tiene dos peldaños podridos! La semana pasada, casi me caigo...

(Se apagan las luces de la sala. Queda el escenario bañado por una luz polvorienta.)

Voz de priscila.— Querrás decir el año pasado. Hace meses que no subes...
Voz de natalia.— ¡Meses, dice...! ¡Qué exagerada!

(Entran las dos simultáneamente, cada una por un lateral. PRISCILA, con un plumero en la mano, viste de modo pare­cido a natalia. Esta lleva aún el quinqué encendido. Cru­zan la escena sin mirarse.)

priscila.—... Y luego me acusas a mí de hacerme la señorona...
natalia.— Además, que el foso es mucho peor. Con la de ratas que hay allí...
priscila.— Dios las cría, y ellas se juntan...
natalia.— Claro que ésas, por lo menos, la escuchan a una cuando les habla... Y eso que no tienen obligación...

(Han salido, cada una por el lateral opuesto.)

Voz de priscila.— Ahora comprendo por qué cada vez hay más. En vez de matarlas, las invitas a merendar., para que te hagan la tertulia...
Voz de natalia.— Más vale eso, que mirar la televisión de los vecinos con prismáticos.

(Entran, cada una por su lado, con trapos para abrillantar el suelo en los pies. Mientras dialogan, van recorriendo el escenario en trayectos rectilíneos.)

priscila.— (Ya sin el plumero.) ¿Yo, mirar la televisión? Pruebas, pruebas...
natalia.— (Aún con el quinqué encendido.) Un día que te pille, te haré una foto.
priscila.— No sé con qué cámara.
natalia.— Pues una acuarela.
priscila.— Mejor un óleo.
natalia.— Eso: y me saldrá un bodegón.
priscila.— No me extrañaría. Con lo que te tira el vino...
natalia.—   A   mí   me   tira   el   vino,   pero   a   ti   el «chartreuse», como buena burguesa.
priscila.— ¡Miren la proletaria...! Y el papá, terratenien­te.
natalia.— Ya lo creo: media provincia tenía cuando murió. Y la otra media, la compró mi madre para el nicho.
priscila.— (Sin transición.) Y en el camerino ése, ¿qué es lo que te pasa?
natalia.— (ídem.) Que está todo tan igual, tan igual, que hasta me parece... como si oliera a Néstor.
priscila.— Mujer... olor fuerte sí tenía, pero... ¡en veinte años...!
natalia.— Ya lo sé, pero, con mi olfato, yo lo noto.
priscila.— Tú lo que notas son las ganas de hombre.
natalia.— ¿Veinte años... o veintidós?
priscila.— Al pobre Néstor lo tenías mártir.
natalia.— Y tú lo tenías virgen.
priscila.— ¿Veintidós o veintitrés?
natalia.— El caso es que huele como si hubiera estado ayer.
priscila.— ¿Ayer no fue miércoles?
natalia.— Más o menos.
priscila.— ¿Y no tenía que haber venido don Nazario?
natalia.— Estará otra vez con amnistía.
priscila.— Sí, estoy segura: dijo el miércoles.
natalia.— Pobre hombre: cada día peor...
priscila.— Amnesia.
natalia.— ¿Qué?
priscila.— Amnesia es lo que tiene, no amnistía.
natalia.— Pues eso: peor.
priscila.— Claro: con más de ochenta años...
natalia.— Yo le echaría naftalina.
priscila.— A traer la nueva escritura, dijo.
natalia.— Así, por lo menos, los vestidos estarían pro­tegidos.
priscila.— ¿O dijo el viernes?
natalia.— ¿El viernes?
priscila.— O sea: que prefieres oler a naftalina que a Néstor.
natalia.— (Deteniéndose.) ¿No estás cansada?
priscila.— Es bueno para la circulación.
natalia.— El viernes toca ordenar los archivos.
priscila.— ¿Y qué?
natalia.— Que si va a venir don Nazario...
priscila.— Pues dejamos los archivos para la semana que viene.
natalia.— ¿Otra vez? El viernes pasado ya te inventaste no sé qué excusa.
priscila.— ¿Excusa, tu reuma?
natalia.— ¡No tengo reuma! Simplemente, me dolía la espalda. A todo el mundo le duele la espalda, lo he leído en una revista. Pero fuiste tú quien...
priscila.— Además... ¿Quieres que te confiese una cosa?
natalia. — Si empezamos a bajar la guardia...
priscila.— ¿Quién habla de bajar la guardia?
natalia.— ¿Qué cosa me vas a confesar?
priscila.— Tú a mí no me puedes dar lecciones de...
natalia.— No será que me engañabas con tu marido...
priscila.— Sospecho que nunca lo encontraremos.
natalia.— ¿Qué? ¿El libreto?
priscila.— Sí. Hace tiempo que lo vengo pensando.
natalia.— ¿Esa es tu confesión?
priscila.— Alguien estuvo hurgando en los archivos, ¿no?
natalia.— ¿Cuándo?
priscila.— Me refiero a entonces... A las pocas semanas.
natalia.— A las pocas semanas empezamos a hurgarlos nosotras
priscila.— (Reanudando la limpieza.) Ya entonces estaba todo revuelto.
natalia.— (Reanudando la limpieza.) Muy ordenado nun­ca estuvo...
priscila.— (Por el quinqué que aún lleva NATALIA.) Y tú, ¿adonde vas con eso?
natalia.— (Reparando en él.) Ya decía yo que se me can­saba el brazo...

(Sale natalia.)

priscila.— Sabes muy bien por qué nunca estuvo muy ordenado.
Voz de natalia.— Sí: porque tú eras la encargada.
priscila.— Y lo que yo ordenaba de día, Néstor lo des­ordenaba de noche. Eso sin hablar de los panfletos... (Remedando a alguien.) «¿Podéis guardar estos panfle­tos hasta el martes?»... «Naturalmente, camarada...» ¿Y dónde se guardan? Pues..., ¡en los archivos! ¿Dónde, si no?... Y todo patas arriba, y a empezar otra vez. Para eso está Priscila, que no es actriz, ni mili­tante... Compañera de viaje, eso sí. Pero sólo es la mujer del director... Bueno: y la que carga con las deudas, claro... (Se detiene.) Y hablando de deudas, aprovecho para convocar reunión del Consejo de Administración. Con carácter de urgencia. (Pausa.) Muy bien... Se abre la sesión. Lectura del orden del día. Punto primero y único: pago inmediato de la contribución urbana. Informe de Tesorería: la actual falta de liquidez nos obliga a vender los sanitarios del primer piso... ya que los de la platea se vendieron el año pasado. A tal efecto, se otorgan facultades a nuestro asesor legal y demás, don Nazario Porras. (Pausa.)  Se  acepta  la  propuesta  por  unanimidad. (Reanuda la limpieza.) Ruegos y preguntas.

(Entra natalia, ya sin quinqué, siempre limpiando.)

natalia.— ¿Seguro que hoy es jueves?
priscila.— Sí. Y ahora los ruegos.
natalia.— Pues préstame el abrigo marrón, anda...
priscila.— ¿Ya estás queriendo salir?
natalia.— ¿Quién te ha dicho que quiero salir?
priscila.— Y si no, ¿por qué me pides el abrigo marrón?
natalia.— Porque al mío le estoy cambiando los forros.
priscila.— ¿Los forros, otra vez? Pero, ¿se puede saber qué haces tú dentro de ese abrigo?
natalia.— Lo que a ti no te importa. ¿Me lo prestas, sí o no?
priscila.— O sea: que vas a salir.
natalia.— Y dale...
priscila.— Además, no es marrón.
natalia.— Bueno, pues castaño.
priscila.— Beige oscuro.
natalia.— Ocre claro.
priscila.— Pardo pálido.
natalia.— O sea: marrón.
priscila.— Eso, nunca.
natalia.— ¿Y por qué sospechas que nunca lo encontra­remos?
priscila.— ¿Qué? ¿El libreto?
natalia.— Sí.
priscila.— Ya te lo he dicho: cuando empezamos a or­denar los archivos...
natalia.—...Ya estaba todo revuelto. ¿Te das cuenta de cómo te repites? Eso es senilidad.
priscila.— Eso es que no te enteras.
natalia.— Pues, sí: voy a salir. ¿Qué pasa?
priscila.— ¿Otra vez? Te pasas la vida en la calle. Por eso destrozas los forros de tu abrigo.
natalia.— ¡La vida en la calle...! Mira quién habló.
priscila.— En lo que va de año, lo menos tres veces.
natalia.— Dos.
priscila.— Pues ya ves: dos. Y sólo estamos en noviem­bre...
natalia.— ¿En noviembre, ya? ¿Quién te lo ha dicho?
priscila.— Domitila.
natalia.— Pues vaya calendario te has buscado.
priscila.— (Se detiene y mira el suelo.) Oye...
natalia.— Ésa sabe de meses lo que yo de misas.
priscila.— (ídem.) Natalia...
natalia.— Y las estaciones las distingue gracias a las verduras y hortalizas.
priscila.— (ídem.) Me parece a mí que...
natalia.— (Remedando a alguien.) «Señora, ya hay pepi­nos, que estamos en verano»... O al revés: «Señora, ya estamos en verano, que hay pepinos»...
priscila.— Mira cómo se te sale el orgullo de clase...
natalia.— (Se detiene.) ¿Qué dices que te parece?
priscila.— De casta le viene al galgo.
natalia.— Más vale ser galgo que podenco.
priscila.— (Señalando el suelo.) Mira esto.
natalia.— ¿Qué?
priscila.— Aquí. Estos agujeros.
natalia.— (Se acerca a priscila.) ¿Dónde?
priscila.— Aquí. ¿No ves?
natalia.— (Inclinándose.) ¿Qué quieres que vea, sin ga­fas?
priscila.— ¿Cómo se llaman esos bichos que se comen la madera?
natalia.— ¿La madera? ¿Bichos que se comen la made­ra?
priscila.— Sí: que hacen agujeros y galerías...
natalia.— ¿Te refieres, a los topos?
priscila.— No, mujer: más pequeños.
natalia.— ¿Comadrejas?
priscila.— No: más aún.
natalia.— ¿Más aún? ¿Microbios?
priscila.— No tanto... Bueno, no importa. Pues a mí me parece que aquí los hay.
natalia.— (Pensativa.) ¿Musarañas?
priscila.— (Examinando, inquieta, otras zonas del escena­rio.) El suelo está todo lleno de agujeros...
natalia.— (Pensativa.) ¿Castores?
priscila.— (Señalando.) Mira aquí... (Toca cuidadosamente con el pie.) La madera cruje.
natalia.— (Pensativa.) ¿Mandriles?
priscila.— Debe de estar carcomida por dentro, como un queso gruyere... (Toca otra zona.) Lo mismo que aquí...
natalia.— No: mandriles, no.
priscila.— ¿Me oyes, Natalia? (Angustiada.) ¿Te das cuenta de lo que eso significa?
natalia.— (Saliendo de su reflexión zoológica.) ¿Qué?
priscila.— Tantos años luchando por este teatro, pe­leando contra unos y otros, defendiendo cada rincón con uñas y dientes...
natalia.— (Tocándose la boca.) Bueno: con dientes...
priscila.— Para que ahora vengan y se lo coman esos bi­chos... ¡que no sabemos ni cómo se llaman, maldita sea!
natalia.— (Resuelta.) No te preocupes, Priscila. Eso tie­ne fácil solución.

(Y sale rápidamente.)

priscila.— ¿Qué solución?... ¡Natalia! ¿Adonde vas?
Voz de natalia.— ¡Voy a mirar la Enciclopedia!
priscila.— ¡No seas idiota, Natalia! Además, que la vendimos hace tres años...
natalia.— (Entrando, ya sin trapos en los pies.) ¿Hace tres años? ¿Y por qué?
priscila.— ¿No te acuerdas? Para pagar el arreglo del tejado.
natalia.— ¿De qué tejado?
priscila.— Desde luego, estás peor que don Nazario...
natalia.— ¡Ah, sí! Las goteras de tu cuarto...
priscila.— ¿Goteras, aquellos chorros que me caían en la cara cada vez que llovía? (Se quita el pañuelo de la cabe­za.) Si una vez casi me ahogo...
natalia.— Eso te pasa por dormir boca arriba.
priscila.— (Señalando el techo de la platea.) Y ya se empe­zaba a cuartear el techo de la sala...
natalia.— Y claro: por eso roncas tanto.
priscila.— Más vale roncar, que ser sonámbula.
natalia.— ¿Quién es sonámbula?
priscila.— Nadie, nadie... Lo que pasa es que sueñas en relieve.!
natalia.— ¿Yo, sonámbula? El caso es difamarme...
priscila.— (Por el suelo del escenario.). Y ahora, además, la carcoma destrozando el suelo...
natalia.— ¡Ya lo tengo!
priscila.— ¿Qué?
natalia.— El nombre de esos bichos: carcoma.
priscila.— ¿Carcoma, estás segura? ¿Cómo lo sabes?
natalia.— Me ha venido a la cabeza, de golpe... Asunto solucionado. Así que me voy. Me prestas el abrigo, ¿sí o no?
priscila.— ¿Cómo que solucionado? Tenemos que hacer algo para acabar con ellos. ¿No te das cuenta? Son... agentes objetivos del capitalismo.
natalia.— ¿Tú crees? ¿Tan pequeños?
priscila.— Si no les paramos los pies, son capaces de comerse toda la madera del edificio. Y entonces... ¡adiós Teatro del Fantasma!
natalia.— No se lo vamos a permitir... ¡Faltaría más! (Y pisotea violentamente el suelo.)
priscila.—   ¡No!   (La   sujeta.)   ¿Qué   haces?   Así  no... ¿Quieres hundir el escenario?
natalia.— Quiero... acabar con los agentes esos.
priscila.— Pero no así. Hay que buscar un método... científico. (Inspecciona el suelo.)
natalia.— Ah, claro... Científico, sí... (Pausa.) ¿Tú crees que Engels escribió algo sobre la carcoma?
priscila.— No me suena.
natalia.— Porque, lo que es Marx, yo juraría que no.
priscila.— A mí también me extrañaría. Él tenía otros vuelos...
natalia.— Por cierto, ahora que lo nombras...
priscila.— En cualquier caso, yo buscaría por otro lado...
natalia.— Don Nazario me comentó...
priscila.— Más cerca de la praxis...
natalia.— Y no es la primera vez...
priscila.— Por ejemplo, en la droguería. (Va a salir.)
natalia.— ¿Me estás escuchando?
priscila.— (Se detiene.) ¿Qué?
natalia.— Tienes cada ausencia, hija mía...
priscila.— ¿Qué te comentó don Nazario, y no es la primera vez?
natalia.— Pues que lo están desahuciando.
priscila.— ¿A don Nazario?
natalia.— No: a Marx.
priscila.— Porque a don Nazario le están dando por de­sahuciado desde hace años, pero ya ves...
natalia.— A don Nazario, no.
priscila.— Si no fuera por él, del Teatro no quedarían ni los cimientos...
natalia.— Te estoy hablando de Marx.
priscila.— Tiene lagunas, es verdad, pero conoce todas las triquiñuelas que... ¿De Marx? ¿Qué pasa con Marx?
natalia.— Que dicen que está superado, que no acertó ni una...
priscila.— ¡Vaya novedad!
natalia.— Es lo que yo digo.
priscila.— Vaya novedad y vaya vulgaridad.
natalia.— Y vaya manera de evitarse leer El Capital.
priscila.— Ahí les duele.
natalia.— (Tras una pausa.) ¿Tú lo has leído?
priscila.— ¿A qué hora cierran la droguería?
natalia.— Entonces, ¿me lo prestas o no me lo prestas?
priscila.— ¿El abrigo? ¿No ves que voy a salir?
natalia.— Qué casualidad.
priscila.— (Se quita la bata.) Nada de casualidad: necesi­dad. Hay que actuar con rapidez, si no queremos que la carcoma se nos coma.
natalia.— ¿Y qué piensas hacer?
priscila.— La carcoma es un insecto, ¿no?
natalia.— Si no lo es, poco le falta.
priscila.— Pues al insecto, insecticida.
natalia.— ¿Insecticida? ¿Con lo mal que huele eso?
priscila.— Ya estamos: tú y tu olfato.
natalia.— Seguro que hay un método más natural, me­nos violento...
priscila.— (Yendo hacia el lateral.) Seguro: la dialéctica.
natalia.— Por cierto: ¿lo has leído o no lo has leído?
priscila.— (Saliendo.) ¿A qué te refieres?
natalia.— (Siguiéndola.) Al Capital.
Voz de priscila.— Van a cerrarme la droguería...

(OSCURO)

2

(Entra priscila por un lateral, vestida de ir por casa, arrastrando una manta sobre la que se amontonan cajas de cartón diversas y pilas de papeles polvorientos. Se detiene en una zona cerca del proscenio, algo más iluminada que el resto de la escena. Huele a su alrededor y se frota la nariz. Saca de un bolsillo pañuelo y frasco de colonia. Tras empa­par aquél con ésta, se lo acerca a la nariz e inspira profun­damente. Guarda pañuelo y frasco y vuelve a oler en torno. Sale por el lateral opuesto, gritando.)

priscila.— ¡Ven, Natalia! ¡Que ya casi no huele!

(Al momento vuelve a entrar con una silla baja y la instala junto a la manta. Se sienta y, mientras ordena a su alrede­dor las cajas, vuelve a gritar hacia el exterior.)

¿No me oyes, Natalia? De verdad que no huele... Y hay mucha más luz que allí. (Huele de nuevo, saca el pañuelo, se lo pasa por la nariz y lo guarda. Toma unos papeles y com­prueba que están llenos de polvo.) Se me han olvidado los guantes. ¿Me los puedes traer?... Modestia aparte, ha sido una buena idea venir con el archivo aquí, ¿sí o no? Más desahogo, más luz, menos humedad... Yo creo que esos dolores de espalda te vienen de ahí, de tantas ho­ras en ese cuartucho... (Encuentra una vieja fotografía.) ¡Mira qué guapo está Néstor aquí! (La mira por detrás.) Fuenteovejuna... ¿Te acuerdas, Natalia, de lo castizo que estaba Néstor haciendo de Frondoso?... ¡Natalia! ¿Quieres venir de una vez? (Sigue mirando la foto.)... Y eso que las medias le sentaban fatal. Moradas, ¿no? Qué horror... Pues anda, que el pañuelito en la cabeza... Claro: el pobre, con tal de taparse la calva... (Queda pen­sativa.) A veces pienso... ¿Sabes, Natalia? A veces pien­so que hizo bien en morirse: no hubiera sabido enveje­cer... Y si ya con cuarenta y pocos estaba como estaba... Bueno, no me refiero a la fachada... (Mira la foto.) Míralo: un abedul. Y de hombría, cumplidor como el prime­ro. Por partida doble, además... Pero entre la faja, las botas para la artritis, la peluca prematura y esa obse­sión tuya de quitarle espinillas... (Saca pañuelo y frasco y vuelve con ellos a protegerse el olfato. Huele alrededor.) Ven, mujer, que no te vas a intoxicar. Qué manía, con los olores... Si hace más de una semana que lo puse, y en el prospecto decía que tres días...

(Entra natalia vestida de ir por casa y con una máscara de gas puesta. Lleva una caja de cartón vieja, rebosante de papeles, y una banqueta, que deja con cierta brusquedad junto a priscila. Tira también sobre la manta unos guan­tes. Mientras sale de nuevo, priscila reacciona.)

¡Mira que eres exagerada!...

(Vuelve a entrar natalia con varias carpetas, vacías en su mayor parte, y se instala junto a priscila. Esta, des­pués de ponerse los guantes, se pone a ordenar los papeles.)

Yo creo que eso de separar los programas de las críti­cas es un error, lo mismo que juntar las fotos con los programas y las previas con las críticas. Sería mucho más lógico haber puesto las críticas junto con las pre­vias en el mismo apartado que los programas, y luego las fotos aparte, con los carteles. O, mejor aún: las fo­tos y las críticas por un lado, pero junto a los progra­mas, y por otro los carteles y las previas, pero separa­dos. Claro que, si ponemos las fotos y los carteles juntos, y las previas y las críticas también, en otro si­tio, los programas podrían quedar aparte. Lo principal es que todo tenga una lógica, pero no para noso­tras, sino para la posteridad. En eso estarás de acuerdo, ¿no? Pues ya me dirás qué va a hacer la posteridad cuando coja un programa... (Toma un pa­pel.)... por ejemplo, éste... y pregunte: "A ver: ¿y qué dijo la crítica sobre Los bajos fondos, de Gorki?»...
natalia.— (Levantando un segundo la máscara.) Ni una palabra.
priscila.— Pues más a mi favor. Porque entonces se puede pasar años y años sin saber dónde buscar una crítica que, encima, va y no existe... (Piensa.) ¿Y por qué no dijo ni una palabra?... ¡Ah, sí! No llegamos a estrenar. Fue la primera vez que nos cerraron el teatro, ¿no?
natalia.— (Levantando un segundo la máscara.) La tercera.
priscila.— ¿La tercera? ¿Y cuáles fueron las dos prime­ras?... Bueno, no importa. El caso es que los programas estén aparte, bien ordenados, pero junto a las crí­ticas, también ordenadas. ¿Por qué no te quitas esa ca­reta? Estás ridícula... aparte de que no te sirve de na­da, porque es de utilería.
natalia.— (Quitándose la máscara.) Para empezar, no sé por qué mezclas las espinillas con la faja y la peluca. Son cosas que no tienen nada que ver. Y para termi­nar, la mascarilla es testimonial.
priscila.— ¡Ya le salió el testimonio!
natalia.— Pues sí: me salió.
priscila.— ¿Y de qué quieres testimoniar, si se puede saber?
natalia.— «De», no: contra. (Se abanica con un papel.)
priscila.— ¿Contra qué?
natalia.— (Señalando el suelo del escenario.) Contra los pesticidas contaminantes.
priscila.— ¡Y dale! Ya te dije que no eché pesticida, sino insecticida.
natalia.— ¿Y no es lo mismo?
priscila.— ¿Tú quieres que la carcoma acabe con el tea­tro?
natalia.— Más vale eso, que acabar con la capa de ozono.
priscila.— ¿De qué?
natalia.— ¿No lo he dicho bien?
priscila.— ¿La capa de qué?
natalia.— Lo leí en una revista: la capa de... ¿de qué he dicho?
priscila.— ¿Ahora lees esa basura de prensa burgue­sa?
natalia.— En todo caso, con mis pulmones sí que vas a acabar. Hace un mes que no puedo ni pisar el escena­rio, de la peste que hay...
priscila.— ¡Un mes! Pero si lo eché hace tres días...
natalia.— (Dándole un recorte.) Toma.
priscila.— (Sin cogerlo.) ¿Qué es eso?
natalia.— La previa de Los bajos fondos... Y ya sabes que son mi punto débil.
priscila.— Tu punto débil te va de la cabeza a los pies. No sé qué te encontraba Néstor, con tantos achaques...
natalia.— Me encontraba lo que me buscaba. (Por el re­corte.) ¿Lo quieres o no?
priscila.— ¿Qué dice?
natalia.— (Poniéndose las gafas.) Lo de siempre... (Lee.) «El Teatro del Fantasma estrena Los bajos fondos, de Gorki... El próximo jueves, en su local de la Calle de la Paz, la compañía del Teatro del Fantasma presenta un áspero drama social del autor ruso...», etcétera, etcéte­ra... «Su director, el polémico hombre de teatro Néstor Coposo, afirma que se trata de un alegato contra...» (Se interrumpe.) Y hablando de espinillas: ¿por qué te molestaba tanto que se las quitara?
priscila.— ¿Molestarme, a mí?
natalia.— Que me acostara con tu marido, te traía sin cuidado. Pero lo de las espinillas...
priscila.— (Seca, quitándole el recorte.) Trae: la pondré con el programa. Al fin y al cabo, como de ésta no hay críti­cas, ni fotos, ni carteles, ni nada... Ya ves: dinero perdi­do, trabajo perdido... Y casi nos ponen una multa de nosecuántas mil... Si no llega a ser por don Nazario...
natalia.— (Conciliadora.) Priscila...
priscila.— (Sarcástica.) Pero, claro: hacer o no hacer la obra era lo de menos. Se trataba de provocar, ¿no? De hacer evidentes las contradicciones del sistema y obli­gar al poder a mostrar su cara represiva con...
natalia.— (ídem.) Oye, Priscila...
priscila.— A no ser que hubiera en la obra un buen pa­pel para ti y le metieras en la cabeza que...
natalia.— ¡Priscila, por favor!
priscila.— (Tras una pausa.) ¿Qué?
natalia.— Sólo se las quité un par de veces...
priscila.— ¿De qué hablas?
natalia.— Lo decía para hacerte rabiar, pero, en reali­dad, sólo me dejó quitárselas un par de veces, en tantos años...
priscila.— ¿Te refieres a... a las espinillas?
natalia.—La verdad es que le fastidiaba mucho que fuera detrás de él con esa... obsesión, como tú dices... Pero reconoce que le quedaban feísimas. Una piel tan fina y, en cambio...
priscila.— ¿Un par de veces?
natalia.— Bueno: digamos tres..., o cuatro.
priscila.— Cuatro.
natalia.— Cuatro, sí. Pero ni una más.

(priscila se pone en pie y sale por un lateral.)

priscila.— (Saliendo.) Tú siempre has sido muy per­feccionista.
natalia.— Eso es verdad.
Voz de priscila.— ¿Y para qué son esas carpetas que has traído?
natalia.— (Distribuyéndolas sobre la manta.) Una para las previas, otra para los programas, otra para las críticas y otra para las fotos. Todo por orden cronológico, cla­ro.
priscila.— (Entrando con un rollo de papeles de diversos ta­maños.) ¿Y los carteles?
natalia.— He pensado que quedarían muy bien en el vestíbulo.
priscila.— (Dejando el rollo en la manta y sentándose.) Ya. Como una exposición.
natalia.— Eso es. La historia del Teatro del Fantasma...
priscila.— (Tomando una foto de una caja.) ¡Mira quién aparece por aquí!
natalia.— ¿Quién?
priscila.— Tú, en Antígona.
natalia.— ¡Por fin! (Rápidamente se la quita, la mira y la rompe.)
priscila.— Pero, ¿qué haces?
natalia.— Llevo años tratando de echarle el guante a esta foto.
priscila.— ¿Y por qué la rompes? Es un documento histórico...
natalia.— Por eso mismo: no quiero pasar a la historia con esas ojeras, con ese... belfo... (Le enseña algún peda­zo.) ¿Tú crees que esta foto me hacía justicia?
priscila.— (Mirándolo.) Es verdad que ya estabas un po­co mayor para el personaje...
natalia.— (Quitándoselo y rompiéndolo aún más.) Antígona es un mito... y los mitos no tienen edad.
priscila.— Los mitos no, de acuerdo. Pero las actrices, sí.
natalia.— Pues soy más joven que tú, o sea que...
priscila.— Eso aún está por demostrar.
natalia.— ¡Qué manía! Aún dirás que fui yo quien bombardeó la iglesia, quemó el juzgado...
priscila.— Dime tú si no es más raro que no quede ni un documento sobre tu fecha de nacimiento, ni de bau­tismo, ni...
natalia.— ¡Bueno, ese tema ya me tiene harta! Algún día, tu amiga la Historia lo aclarará...
priscila.— Eso: o la Arqueología.
natalia.— ¿Qué?
priscila.— Nada, nada...
natalia.— Pues, ¿sabes lo que te digo? Que no fueron cuatro veces, sino cinco.
priscila.— (Tocada.) ¿Cinco? (Silencio.) ¿Cinco?

(NATALIA no contesta. priscila toma una de las cajas y sale por el lateral por el que entró. NATALIA la mira salir de reojo, luego olfatea a su alrededor con gesto de desagrado y, tomando una de las carpetas, se abanica con fuerza. Sin dejar de hacerlo, se incorpora y examina alguno de los luga­res del suelo que PRISCILA descubriera carcomidos. A causa de los movimientos, caen de la carpeta unas hojas de papel. Las recoge y las mira distraídamente, pero algo que lee la sobresalta y lanza un grito. Inspecciona las hojas muy exci­tada.)
natalia.— (Murmura.) No... no puede ser... (Grita.) ¡Priscila! ¡Lo encontré! (Murmura.) No puede ser, pero es, ¡vaya si es! (Grita.) ¡Priscila, ven! ¡El libreto! ¡Lo en­contré!

(Entra priscila con un abrigo marrón claro y un bolso.)

priscila.— ¿Qué dices?
natalia.— (Calmándose de golpe.) ¿Adonde vas?
priscila.— ¿Encontraste, qué?
natalia.— ¿Vas a salir?
priscila.— ¿Qué fue lo que encontraste, di?
natalia.— Y luego hablas de mí... ¿Quién se pasa la vi­da en la calle?
priscila.— ¿Y quién te ha dicho a ti que voy a salir?
natalia.— ¿Y el abrigo y el bolso, qué?
priscila.— ¿Qué abrigo ni qué bolso?
natalia.— Y luego hablas de mí...
priscila.— ¿Yo, hablar de ti?
natalia.— Qué abrigo ni qué bolso, dice... ¡Será hipócri­ta!
priscila.— Hipócrita, dice... ¡Mira quién habló! (Remedándola.) «Cuatro, pero ni una más...» Y luego... Ya ve­rás como, al final, confesarás que lo vuestro eran or­gías de espinillas...
natalia.— Está bien... Mira esto y vete, si te atreves.

(Le pone los papeles delante de la cara.)

priscila.— ¿Qué es eso?
natalia.— ¿Ya ni leer sabes?
priscila.— (Sarcástica, mientras lee.) Son los celos, que me nublan la... (Sobresaltada.) ¿Qué? (Toma los papeles, in­crédula, y lee.) El cerco de Leningrado ¡No es posible!

(Mira las otras hojas.)

natalia.— ¡Claro que lo es! Tú te vas a callejear, y yo encuentro el libreto...
priscila.— No es posible... ¿Dónde está el resto?
natalia.— Y luego hablas de mí...
priscila.— (Mirando las hojas.) Aquí sólo está el título, la lista de personajes..., y una hoja en blanco
natalia.— (Mostrándole la carpeta vacía.) Estaban aquí...
priscila.— (Leyendo.) El cerco de Leningrado... Parece mentira...
natalia.— (Yendo a la manta en que se amontonan los pape­les.) El resto no puede estar lejos. Cuando el río sue­na... (Busca en las carpetas que trajo.) Y decías que nun­ca íbamos a encontrarlo...
priscila.— Escrito con su máquina, sí, que hacía las «enes» torcidas...
natalia.— Las «enes» y las «eles» y las «pes»... Tenía vocación de cursiva. (Por las carpetas que abre.) Va­cías...
priscila.— Y del autor, ni sombra.
natalia.— (ídem.) Tampoco...
priscila.— Tanto misterio
natalia.— Nada: ni sombra...
priscila.— ¿Tú crees que era preciso?
natalia.— Pero esto ha sido una señal... (Busca en las cajas.)
priscila.— Di. ¿Tú crees?
natalia.— Que si creo, ¿qué?
priscila.— Que era preciso.
natalia.— Preciso, ¿qué?
priscila.— Tanto misterio.
natalia.— Misterio, ¿cuál?
priscila.— Con el autor.
natalia.— ¿Qué autor?
priscila.— El autor de la obra.
natalia.— ¿De qué obra?
priscila.— ¿De qué obra va a ser?
natalia.— ¿De El cerco de Leningrado?
priscila.— ¿A ti qué te parece?
natalia.— ¿Qué me parece, qué?
priscila.— ¿De qué obra va a ser?
natalia.— ¿De El cerco de...?
priscila.— ¡Basta!
natalia.— Basta, ¿de qué?
priscila.— Vuelvo a empezar: ¿era preciso guardar tanto misterio sobre el autor?
natalia.— Pues eso es lo de menos. A mí, lo que me sa­caba de quicio, era todo lo demás.
priscila.— ¿A qué te refieres?
natalia.— Pues a todo lo demás.
priscila.— Ya, ya... Pero, ¿no puedes precisar un poco?
natalia.— Para empezar: el libreto. ¿Tú crees que se puede ensayar una obra sin tener el libreto?
priscila.— ¿Quién no tenía el libreto?
natalia.— Nadie. ¿No sigues buscando?
priscila.— ¿Cómo que nadie? (Busca en las cajas, sin mu­cha atención.)
natalia.— De los actores, nadie. Cada uno su papel, y gracias. Y encima, a piezas, como un rompecabezas...
priscila.— No te entiendo.
natalia.— Y las hojas, sin numerar. Llegabas un día, y Néstor nos daba una hoja o dos a cada uno, y a ensa­yar, como un rompecabezas. Y tú no sabías ni qué iba primero ni qué iba después.
priscila.— ¿Y eso por qué?
natalia.— ¿Tú crees que así se puede ensayar una obra?
priscila.— O sea que nadie lo tenía completo...
natalia.— A mí me sacaba de quicio.
priscila.— Nadie más que Néstor, claro...
natalia.— Y se lo decía cada día «No soy una foca amaestrada. Soy una actriz comprometida y quiero saber con qué me estoy jugando el tipo... Y además, esos nombres rusos no hay quien se los aprenda.»
priscila.— Pero, ¿por qué tanto secreto?
natalia.— Era verdad: unos nombres imposibles, de tres o cuatro palabras, y había que decirlos enteros cada vez...
priscila.— ¿Sería verdad... lo de los infiltrados?
natalia.— «¿Cómo está usted, Vladimirovich Stepanikov Trilietski?... Claro, claro, camarada Vladimirovich Stepanikov Trilietski...»
priscila.— ¿Y por eso tanto secreto?
natalia.— Mi papel era precioso, creo...
priscila.— Di: ¿crees que sería verdad?
natalia.— ¿Qué?
priscila.— Que había infiltrados en la compañía.
natalia.— ¿De la policía? Había por todas partes...
priscila.— ¿Y quiénes eran?
natalia.— En la compañía, en el sindicato, en el parti­do... Pero lo llevaban con mucha discreción.
priscila.— Por eso Néstor estaba tan raro, ¿te acuerdas?
natalia.— ¿Raro, Néstor?
priscila:— Sí, aquellos días, antes del... accidente...
natalia.— ¿Accidente?
priscila.— Cuando los últimos ensayos...
natalia.— ¿Accidente, lo llamas?
priscila.— Tan histérico que se ponía siempre antes de cada estreno y, en cambio, aquellos días... como tran­quilo, ¿no? Y tan callado...
natalia.— Te estoy preguntando desde cuándo has de­cidido que fue un accidente lo que...
priscila.— ¡No he decidido nada, Natalia! Lo llamo así, porque no podemos llamarlo de otro modo, ¿está cla­ro? ¿No recuerdas que incluso lo juramos?
natalia.— Lo que juramos fue no llamarlo asesinato, lo recuerdo muy bien.
priscila.— Y si no lo llamamos asesinato ni accidente, ¿cómo quieres llamarlo?
natalia.— Por lo menos, mientras no lo podamos probar...
priscila.— ¿Probar? ¿Qué vamos a probar, después de tantos años?
natalia.— Lo recuerdo muy bien...
priscila.— ¿Veintitrés? ¿En qué año estamos?
natalia.— ¿Qué vamos a probar, dices?
priscila.— Di: ¿en qué año...?
natalia.— ¿Qué vamos a probar?... (Severa, deja de bus­car y se quita las gafas.) Bien, Priscila: esto es muy grave y merece una asamblea general.
priscila.— ¿Qué?
natalia.— Lo que oyes: nos convoco a una asamblea general, con carácter de
urgencia.
priscila.— (Indignada.) ¡No vale! ¡Lo haces porque voy a salir!
natalia.— Lo hago porque aquí hay síntomas graves de astigmatismo.
priscila.— ¿De qué?
natalia.— ¿No lo he dicho bien?
priscila.— ¡Aquí no hay síntomas de nada! ¿De qué di­ces que...?
natalia.— ¡Escepticismo! Eso es...
priscila.— Astigmatismo... Menuda militante...
natalia.— Escepticismo, digo. Aquí hay síntomas de...
priscila.— Aquí no hay síntomas de nada. Lo que pasa es que quiero salir, y por eso...
natalia.— ¡Qué vamos a probar, dices! ¿Y para qué buscamos el libreto, eh? ¿Para qué lo estamos buscan­do veinte años?
priscila.— Veintitrés.
natalia.— ¿Para qué nos hemos pasado media vida metidas en este teatro? ¿Veintitrés o veinticuatro?
priscila.— Media vida, dice...
natalia.— ¿En qué año estamos?
priscila.— Tú a mí no puedes tacharme de escéptica...
natalia.— Lo dicho: asamblea general. Soy el cincuenta por ciento.
priscila.— Ni tú ni nadie. Esto lo empecé yo.
natalia.— ¿Ah, sí? ¿Y de quién fue la idea?
priscila.— ¿Qué idea?
natalia.— La de quedarnos a vivir en el teatro.
priscila.— Tuya, sí... Pero después de que yo me pasara un mes aquí encerrada...
natalia.— Dos semanas, dos...
priscila.— ... Aguantando las primeras embestidas, mien­tras toda la compañía se evaporaba misteriosamente.
natalia.— ¡Yo no me evaporé! Y a los demás los andaba buscando la policía, lo sabes muy bien.
priscila.— Lo que yo sé es el miedo que pasé aquella temporada, aquí sola...
natalia.— Así y todo, yo vine a los tres días...
priscila.— Y encima, con ese nombrecito: el Teatro del Fantasma...

(Súbitamente, natalia cambia de actitud y mira a su alrededor con aire inquieto y agitado.)

natalia.— ¡Priscila! ¿Dónde estás, Priscila?
priscila.— (Con evidente fastidio.) ¡No, por favor, Natalia! Ahora no...
natalia.— (Avanza hacia el proscenio y grita a la platea.) ¡Soy yo: Natalia! ¿Estás ahí, Priscila?
priscila.— Este no es momento, Natalia. Ya te he dicho que voy a...
natalia.— (Sin escucharla.) No pude venir antes... (Se vuel­ve y mira a priscila, como sorprendida.) Ah, estás aquí...
priscila.— (Mal resignada.) Sí, estoy aquí.
natalia.— (Va junto a ella y la abraza.) No pude venir antes, Priscila. Tuve que esconderme. Parece que han cogido a Félix y a Roberto... ¿Cómo estás tú?
priscila.— (A desgana.) Bien, bien...
natalia.— Sí: a Roberto también... aunque parece que lo sueltan mañana. Pero no sabemos nada de Lola ni de Cris... ¿No han venido por aquí?
priscila.— (ídem.) No.
natalia.— ¿Y la policía?
priscila.— (ídem.) Bien, gracias.
natalia.— Digo si ha venido la policía.
priscila.— Ah, sí, claro...
natalia.— Y el juez, y el gobernador, y un notario, ¿verdad?
priscila.— Sí, todos...
natalia.— ¿Y tú?
priscila.— Sí, yo también...
natalia.— Digo que tú, ¿qué has hecho?
priscila.— Ah, pues, eso... estar aquí...
natalia.— Lo han registrado todo, ¿no? (Señala arriba.) Y se han llevado la baranda, ¿verdad?
priscila.— Sí, ya ves...
natalia.— ¿Y a ti no te han hecho nada?
priscila.— No, ya ves...
natalia.— Menos mal... Dice don Nazario... hablé con él ayer... dice que no tienes por qué preocuparte, que él se ocupará de todo... en cuanto pasen unos días. Y que contra ti no tienen nada, que tú sólo figuras como propietaria del local... Bueno, y como mujer de Nés­tor, pero eso...
priscila.— (Interrumpiéndola.) Como viuda, dirás...
natalia.— ¿Qué?... Ah, si, claro... Como viuda...

(Se miran en silencio. También priscila tiene ahora una actitud extraña.)

priscila.— No se te olvide, Natalia. Soy la viuda de Néstor Coposo, ¿comprendes? Mientras que tú...
natalia.— Priscila, por favor... Ahora tenemos que estar unidas. Néstor... ya no está aquí. Las dos le quería­mos, ¿no? Y él... él nos quería a las dos... Eso ya no puede cambiarse. Fue así, y ahora Néstor ya no está, y quedamos tú y yo.
priscila.— Tú y yo... no tenemos ya nada en común.
natalia.— ¿Nada, estás segura? ¿Y el amor de Néstor? ¿Y su lucha, que fue también la nuestra? ¿Y este tea­tro, por el que dio la vida?
priscila.— (Volviendo a la actitud anterior.) Oye, Natalia... Como te pongas sublime, te montas la rememoración tú sólita...
natalia.— (Sin perder «sublimidad».) Todo nos es común, Priscila. Y lo que antes nos separó, ahora tiene que unirnos. Su muerte no es final, sino el principio...
priscila.— ¿De qué folletín lo has sacado?
natalia.— Una guerra perdida no decide una batalla... (Vacila.) O al revés... Pero nosotras... marcharemos -unidas... en la lucha final...
priscila.— Eso me suena...
natalia.— Y mientras tanto, ya sabes que en el bar hay varias latas de almejas...
priscila.— ¿Qué?
natalia.— Conviene que te quedes unos días en el tea­tro, por si intentaran alguna jugada sucia.
priscila.— Oye, Natalia...
natalia.— Ah, y de anchoas... Don Nazario teme que aprovechen la desbandada de la compañía para clau­surar el local y así echar tierra al asunto.
priscila.— Vamos a ver si aclaramos una cosa...
natalia.— No has leído la prensa, ¿verdad? ¡Qué cer­dos! Sólo diez líneas y llenas de...
priscila.— O mejor, dos cosas... Primera: para rememo­rar...
natalia.— Aunque las almejas, huélelas primero, por si están pasadas...
priscila.— Digo que para rememorar tiene que haber unanimidad... Y segunda...
natalia.— Diez líneas, digo, y llenas de mentiras... Ac­cidente, lo llaman...
priscila.— ... Que una cosa es rememorar y otra, delirar.
natalia.— (En brusca transición, grita.) ¿Quién delira aquí?

(Se miran en silencio. Luego, simultáneamente, miran ha­cia las cajas de papeles y hacia arriba, en su vertical.)

priscila.— ¿Llueve?
natalia.— Eso parece.
priscila.— (Mirando las cajas.) Goteras...
natalia.— (ídem.) Aquí también...

(Acuden las dos allí. priscila carga con alguna caja, las carpetas y la silla baja. natalia comienza a estirar de la manta, con las otras cajas y la banqueta encima. Ambas se dirigen hacia el lateral por el que entró priscila al comien­zo de la escena.)

priscila.— Ratas, carcoma, goteras...
natalia.— El tiempo se ensaña con el Teatro del Fantasma.
priscila.— Por no hablar de nosotras...
natalia.— A mi no me cuentes. Soy más joven que tú.
priscila.— Eso aún está por demostrar.
natalia.— ¿No ibas a salir?
priscila.— ¿Quién te lo ha dicho?
natalia.— ¿Y el abrigo?
priscila.— ¿Qué abrigo?
natalia.— Y luego hablas de mí...
priscila.— ¿Yo, hablar de ti?
natalia.— ¿Quién delira aquí?
priscila.— (Ríe.) ¡Astigmatismo!
natalia.— Pues mira que tú...
priscila.— Yo, ¿qué?
natalia.— Cómo te pones por media docena de espini­llas...
priscila.— ¿Media docena? (natalia no responde.) ¿Media docena?

(Han ido saliendo. Se hace el

OSCURO.)

3

(Aún durante el Oscuro, comienza a escucharse una música que va aproximándose: es La Internacional. La luz muestra varios cubos y recipientes distribuidos, aquí y allá, por el escenario. Entra natalia vestida de calle, llevando una enorme radio-cassette, de la que brota la música, a todo volumen. Al cruzar hacia el lateral opues­to, inspecciona distraídamente algunos de los recipientes y mira a lo alto. Sale. La música va alejándose y, cuando deja de escucharse, aparece priscila por el fondo, vesti­da con una bata de ir por casa. Avanza hacia el prosce­nio, al parecer atraída por algún sonido procedente de la platea. Trata de ver algo en la oscuridad de la sala, ha­ciéndose visera con una mano.)

priscila.— Natalia... ¿Eres tú? (Escucha.) ¿Estás ahí, Na­talia?

(Al no obtener respuesta, desiste y va a volver al fondo. Interrumpe su acción y mira los cubos y recipientes del escenario, luego a lo alto y, por último, recorre con la vista toda la amplitud de la platea, los palcos, los pisos... Finalmente, parece interpelar en voz baja a un imagina­rio auditorio.)

Señoras y señores... (Pausa.) Distinguido público... (Casi ríe.) Querido fantasma... Esto no hay quien lo salve. (Pausa.) ¿No hay quien lo salve? ¿Quién ha di­cho eso? (Pausa.) Nadie. No lo ha dicho nadie. Y mu­cho menos, yo. (Pausa.) Yo, si el barco se hunde, me hundiré con él. (Pausa.) Es una metáfora, claro. O algo así. (Pausa.) En todo caso, aún falta mucha travesía... (Pausa.) Vaya: otra. Mejor me callo...

(Da media vuelta y se dirige hacia el fondo, a la vez que disminuye la luz.)

(OSCURO.)

4

(Suena durante el OSCURO una vivaz música caribeña, a medio volumen. Al hacerse de nuevo la luz, el escenario es­tá vacío, salvo una silla plegable al fondo, sobre la que des­cansa la radio-cassette en marcha. Entra natalia vestida como para una excursión campestre; lleva un mantel a cua­dros, que despliega jovialmente en el suelo. Observa a dis­tancia su emplazamiento, lo modifica un poco y sale por donde entró. Todos sus movimientos siguen levemente el ritmo de la música. Por otro lateral entra priscila, no tan campestre como natalia, llevando una cesta cubierta con una servilleta. Observa el mantel, deja la cesta encima y modifica su colocación. Sale por donde entró. Entra natalia arrastrando un cajón con ruedas cargado de ma­cetas con plantas diversas. Advierte el cambio de posición del mantel y la rectifica. Luego distribuye a su alrededor las macetas. Observa el efecto del conjunto, lleva a cabo algún cambio de macetas y sale por donde entró con el cajón. Al momento vuelve a entrar y coloca las macetas cambiadas en su primera posición. Mientras sale de nuevo, entra priscila llevando en una mano una jaula con un pájaro y, en la otra, un soporte elevado para la misma; lo coloca al fondo y cuelga en él la jaula. Mira el mantel y rectifica de nuevo su posición. Al salir, se cruza con natalia, que lle­va al hombro una bandera roja con su mástil y una peana. Lo instala no lejos de la jaula y, al momento, el pájaro co­mienza a cantar. Mira el mantel y rectifica su posición. Sale. Tras una pausa, entran las dos a la vez, cada una por un lateral. priscila lleva un porrón lleno de vino tinto; natalia, una pancarta enrollada, con dos palos sujetando los extremos, que deja, en el suelo, en primer término. Sin apenas mirarse, se sientan en el suelo, a ambos lados del mantel. priscila pone el porrón sobre el mantel, junto a la cesta, y empieza a sacar de ella las viandas habituales de una comida campestre. natalia toma el porrón y da un largo trago, vigilada de reojo por priscila. Finalmente, se ponen las dos a comer, picoteando desordenadamente de los distintos recipientes y bebiendo de vez en cuando; siempre ignorándose todo lo que pueden y mirando con aparente in­terés y satisfacción a su alrededor. natalia manifiesta disfrutar especialmente con la música caribeña. Se produce algún pequeño incidente cuando coinciden en algún ali­mento o en el porrón. Los esporádicos cantos del pájaro también atraen a veces su atención. Debe ser evidente que están peleadas, pero que ambas pretenden soslayarlo con una excesiva indiferencia mutua, al tiempo que disimulan su irritación con una fingida alegría. Tras un tiempo, surge por fin el diálogo.)

natalia.— (Con sarcástica jovialidad.) ¡Pues qué bien! 
priscila.— (ídem.) Lo mismo digo.

(Pausa.)

natalia.— Muy concurrido está esto. 
priscila.— Un éxito de convocatoria.

(Pausa.)

natalia.— Como sigamos así... no vamos a caber. 
priscila.— Habrá que hacer ampliaciones. 
natalia.— O celebrarlo fuera. 
priscila.— O echar a algunos a la calle.

(Pausa.)
natalia.— Da gusto. 
priscila.— Y la tortilla, un primor.

(Deposita en la fiambrera, con cierta violencia, el pedazo que acaba de probar. Pausa.)

natalia.— (Con extremado deleite, toma el mismo pedazo.) Claro, que ni comparación con los canapés del año pasado, tan finos...

(Pausa.)

priscila.— (Manipulando en otro recipiente.) Pero donde haya unas croquetas, que se quite lo demás...
natalia.— Pues tus «vol-au-vent» fueron los reyes de la fiesta. Don Nazario los estuvo recordando un mes... Desde la cama.

(Pausa.)

priscila.— La ensaladilla, al fin y al cabo, es lo de me­nos. Eso sí: la ideología, que no falte.
natalia.— No hay ensaladilla sin ideología. Y viceversa.
priscila.— Lo cortés no quita lo valiente... ¿Me prestas el porrón un ratito, no se te vaya a dormir en los brazos?
natalia.— (Dándole el porrón.) No, yo... Por si añorabas el champagne...
priscila.— Calla, por Dios... ¿Champagne, en un día como hoy? (Bebe.)
natalia.— (Súbitamente con tono de arenga.) ¡En un día como hoy del año 1886, la clase obrera dio un paso de gigante hacia la emancipación de...!
priscila.— (Súbitamente furiosa.) ¡No se puede controlar! ¡No, señores! ¡Ella no se puede controlar! ¡Como el pe­rro de Pavlov!
natalia.— (ídem.) ¡Para perro, el de tu padre! ¡Y me controlo cuando me da la gana!
priscila.— ¡Mi padre nunca tuvo perros!
natalia.— ¿El perro de quién, has dicho?
priscila.— Una invitación normal no podía ser. No, se­ñores... Había que incitar a la lucha de clases.
natalia.— (Se pone en pie y esboza el ritmo de la música.') ¿Me controlo o no me controlo?
priscila.— (Indicando en torno suyo.) Y luego, ya ves: ni un alma...
natalia.— (Ignorándola, interpela al pájaro.) Hola, Maiakovski... ¿Te gusta esta música? (El pájaro canta.)
priscila.— (Remedándola, con tono de arenga.) «¡En un día como hoy del año 1886, el proletariado conquistó... la tortilla de ocho huevos!».
natalia.— (Al pájaro.) La música puede cambiar, pero la letra... ¿verdad, Maiakovski?... la letra...
priscila.— Eso: la letra, la de siempre. Y luego, ya ves: ¡un éxito de convocatoria! (Levantándose, interpela a invisibles interlocutores.) ¿Cómo estás, Roberto?... ¡Vaya, Cristina! Qué bien se te ve... Pues mira que Lola... Pasa, pasa, Félix... ¡Un aplauso para don Nazario!... Vicente y Ramona, los amantes de Verona... ¡Hombre, Pepe! ¡Te has traído la guitarra y todo...! (Hacia un lateral.) ¡Eh, calma, calma! ¡No os apeloto­néis, que hay sitio para todos...!

(natalia ha ido junto a la radio-cassette y aumenta su vo­lumen. Baila con actitud desafiante. priscila interrumpe su parodia, la mira un momento despectivamente y, por fin, va junto al aparato y lo detiene. natalia deja al punto de bailar y, sin inmutarse, se sienta ante el mantel y continúa comiendo. priscila hace lo mismo. Comen en silencio, co­mo si nada hubiera ocurrido.)

natalia.— (Muy amable.) ¿Me pasas el vino, por favor? 
priscila.— (ídem, dándole el porrón.) Con mucho gusto.
natalia.— (Lo toma.) El gusto es mío. (Bebe.)
priscila.— Ya se nota, ya.
natalia.— ¿No has probado las albóndigas?
priscila.— Gracias: me basta con olerías.
natalia.— Pues Néstor tampoco creía en el espontaneismo de las masas...
priscila.— ¿Lo dices por las albóndigas?
natalia.— La conciencia revolucionaria, decía, debe fe­cundar al movimiento obrero para que sus ansias de emancipación y todo eso, ¿verdad?, pues no se despa­rramen en la agitación espontánea.
priscila.— Ya ves... ¿Y eso te lo decía en la cama?
natalia.— ¿No has probado las albóndigas?
priscila.— ¿Qué albóndigas? ¿Te refieres a esto?

(Toma una y la examina atentamente.)

natalia.— Lo que hay ahora es mucho revisionismo, y por eso pasa lo que pasa. Que también está muy bien, yo no digo que no... Si no se revisan las cosas, pues tampoco... A mi abrigo, por ejemplo, si no le revisara los forros cada tanto... Pero luego, claro, le vas co­giendo gusto a la cosa, y un día vas y te dices: ¿Y por qué no reviso también estas solapas, tan grandotas, que ya no se llevan?... Y las cambias y no pasa nada y mira qué bien y tan contenta... Y otro día ves que to­das tus amigas llevan los abrigos más cortos y tú em­piezas a verte hecha una samaritana y... ¿qué tal si me lo acorto un poquito, a ver cómo me queda?, y te lo acortas y qué bien... Y al otro año alguien te dice que tan ancho parece una campana y que el talle ceñido realza la figura, y te lo estrechas, y te ves más joven y te parece que te miran más y que te invitan a más fiestas y estupendo... Y entonces, claro, ¿por qué no cambiarle luego las hombreras y que te den ese aire tan moderno y tan ejecutivo?... Pues mira que el co­lor... No sé, no sé... Se me ve un poco rancia, ¿no? Ya casi nadie lleva este color... ¿Y si lo envío al tinte, para que me lo entonen un poquito?... Y los botones éstos, que casi no se ven... Mejor le pongo aquellos cuadra­dos, tan llamativos, para que vean en las fiestas que una también puede ser original... ¿Y los bolsillos? ¿Para qué bolsillos? ¿Para esconder las manos, como un ferroviario? ¿O para guardar las sobras de la me­rienda? No, no: nada de bolsillos... Y así vas revisán­dolo de arriba a abajo y de adentro a afuera, y que si quitas, y que si pones... Y un buen día, en una de esas fiestas, se te acerca un camarero y te dice: «Señora, si me permite... Se le ve todo el culo...»

(Durante el monólogo de natalia, priscila ha ido ente­rrando albóndigas en las macetas.)

priscila.— Ya. (Pausa, sin interrumpir su actividad.) Oye... y a ti, ¿cuándo te invitan a tantas fiestas?
natalia.— (Tras una pausa.) Los miércoles, cariño. (Pausa.) Y tú, ¿se puede saber qué haces con las mace­tas?
priscila.— Estoy sembrando tus albóndigas.
natalia.— Ya.

(Pausa.)

priscila.— Hay que sembrar para el futuro, porque el presente lo tenemos negro. Claro, a ti, como eres tan joven, esas cosas ni te preocupan. Me refiero al día de mañana. Tú vives en el vértigo de la revolución, por llamarlo de algún modo, y no ves más allá. Más allá de tus narices, quiero decir. Pero yo, como soy tan vieja, tengo que pensar en el día de mañana... porque el presente lo tenemos negro. (Observa una albóndiga.) Son malos tiempos para las albóndigas... Y es que las masas, pobrecitas, tienen la espontaneidad muy casti­gada hoy en día. La misma Domitila, ya ves, tan popular ella, dice que su familia no quiere ni probarlas. Me refiero a las albóndigas. Todos prefieren las ham­burguesas, dice. Mira tú, qué espontaneidad... Y dile, dile que pertenece a las masas oprimidas: cuelga el de­lantal y nos deja plantadas. O nos recuerda el sueldo que le estamos pagando. Menos mal que sabe cómo estamos... El otro día, por cierto, me dijo que comemos peor que su familia. (Entierra la albóndiga en la maceta.) En fin: malos tiempos para las albóndigas. Seguro que en tus fiestas nunca las sirven, ¿me equivoco?
natalia.— (Ausente.) Mientras dure el bloqueo, no se puede esperar una mejora del abastecimiento de co­mestibles...
priscila.— (Se vuelve hacia natalia.) ¿Cómo dices?
natalia.— ¿Qué?
priscila.— Eso: ¿qué?
natalia.— ¿Qué de qué?
priscila.— Eso que has dicho... Eso del bloqueo y del abastecimiento de comestibles...
natalia.— ¿Yo he dicho eso?
priscila.— Ahora hazte la loca.
natalia.— ¿Quién se hace la loca?
priscila.— (Imitándola.) Mientras dure el bloqueo, no sé qué no sé cuántos de los comestibles...
natalia.— ¿Yo he dicho eso?
priscila.— Ahora resultará que no se hace la loca, sino que lo está.
natalia.— (Extrañada.) Me ha venido así, de pronto...
priscila.— ¿Qué? ¿La locura?
natalia.— Esa frase... Y ahora me viene otra... Habrá que reducir los suministros...
priscila.— No te preocupes: sólo es delirio senil.
natalia.—... mientras no rechacemos al enemigo.
priscila.— Pasa mucho. Mi padre, a los noventa años, empezó a hablar en arameo...
natalia.— Hay que decir la verdad, por cruel que sea. Los bolcheviques nunca ocultan nada al pueblo...
priscila.— Y con luna llena, hasta cantaba salmos... ¿Qué has dicho?
natalia.— ¿Qué?
priscila.— ¿Qué has dicho de los bolcheviques?
natalia.— ¿Y cómo sabes que era en arameo?
priscila.— Has hablado de bolcheviques...
natalia.— ¿Y qué? ¿Es que ya está prohibido?
priscila.— Y esas otras frases... los suministros... el blo­queo... y lo de rechazar al enemigo... ¿Te das cuenta?

(Ambas quedan un momento en suspenso.)

natalia.— ¿Quieres decir que...? 
priscila.— ¿Será posible que...? 
natalia.— ¡Tiene que ser! Si no, ¿de dónde me iban a venir?
priscila.— ¿De otra obra, quizás? No creo... A ver, repí­telas...
natalia.— ¿Qué?
priscila.— Las frases: Mientras dure el bloqueo... 
natalia.— ¿Cómo las voy a repetir? Me han venido de golpe, sin pensar...
priscila.— Esfuérzate, mujer... A lo mejor te vienen más y... 
natalia.— ¿Y qué? 
priscila.— Y damos con la clave. 
natalia.— ¿Qué clave? 
priscila.— Desde luego, Natalia, ¡qué deterioro! Como te hagan un test de admisión, no entras en el asilo. 
natalia.— ¿En el asilo? ¡Ja! ¡Cuan largo me lo fiáis? 
priscila.— ¿Para qué nos hemos pasado media vida buscando el libreto, eh? 
natalia.— Y tú te reirás, pero me estoy notando unas cosas aquí abajo... (Se toca el bajo vientre.) 
priscila.— Déjate de cosas y contéstame: ¿para qué? 
natalia.— (Pícara.) Unas cosas aquí abajo... 
priscila.— Pues me contesto yo: para saber quién mató a Néstor, y por qué.

(natalia va a seguir con su burla, pero le cambia brusca­mente el humor y se calla. priscila se da cuenta y también se interrumpe. Ambas tienen el impulso de coger el porrón, pero desisten al comprobar la simultaneidad. natalia se incorpora y va hacia la bandera roja. Se limpia en ella las manos y la boca, y el pájaro comienza a cantar airadamen­te.)

natalia.— (Al pájaro.) Perdón. Es que no hay serville­tas...

(Va hacia el proscenio y toma un extremo de la pancarta que dejó en el suelo. La desenrolla parcialmente, sin que desde la sala se vea lo que hay escrito en ella.)

priscila.— Y la fiesta de hoy, un éxito de convocatoria. Pero ella tenía que enviar panfletos prehistóricos, en vez de invitaciones normales... (Saca una hoja del bolsi­llo y lee.) «Camaradas: en estos tiempos de desmorali­zación y conformismo cobarde, es más necesario que nunca mantener los símbolos de una lucha que conti­núa en todos los...»

(natalia arroja al suelo el palo de la pancarta, y el golpe hace callar a priscila.)

natalia.— Pues mi abuelo nunca habló en arameo, en­térate. En mi familia, todos han muerto en sus cabales. Y con las botas puestas, lo mismo que Néstor.
priscila.— ¿Qué botas? ¿Las ortopédicas?
natalia.— ¡No eran ortopédicas!
priscila.— Pues casi. Con aquella artritis...
natalia.— Y entérate también de que, si no ha venido nadie, no ha sido por mi invitación...
priscila.— Ah, ¿no?
natalia.—... Sino por tus canapés del año pasado.
priscila.— Claro, por mis canapés...
natalia.—  Y  tus   «vol-au-vent»,  y  el  champagne... Aquello parecía... un cocktail socialdemócrata. 
priscila.— (Indicando el vacío escenario.) Pues ya ves lo que pasa con tu demagogia populista. Ni las ratas han venido. 
natalia.— Las ratas, ya se sabe, siempre acaban por abandonar el barco. 
priscila.— Desde luego: cuando notan que el barco se hunde. Como éste. 
natalia.— ¿Ya vuelves con tu derrotismo? Este barco no se hunde, entérate. 
priscila.— Entérate tú, Natalia: a este barco lo van a hundir en menos de un año. 
natalia.— ¿Qué dices ahora? 
priscila.— En menos de un año. Y conste que no soy una derrotista, sino una derrotada. Lo mismo que tú. 
natalia.— No te salgas por la tangente. ¿Qué es eso de que a este barco lo van a hundir... en menos de un año?
priscila.— ¿Cuánto hace que no ves a don Nazario? 
natalia.— No sé... ¿Por qué lo dices? 
priscila.— Claro: como no te ocupas de nada práctico... 
natalia.— ¿Ah, no? ¿Y quién saca a pasear a las plan­tas? Si no fuera por mí, ya se habrían muerto de... de hidrofobia. 
priscila.— Pues habla con él, habla... Que te lo explique. Ahora, con la dentadura nueva, se le entiende casi to­do.
natalia.— Y el archivo de Néstor, ¿quién lo desbroza? 
priscila.— Se le entiende casi todo... por desgracia. 
natalia.— ¿Hundir, dices? 
priscila.— Que te lo explique él, anda... 
natalia.— No me dirás que quieren derribar el teatro... ¡otra vez!
priscila.— Se le salían las lágrimas, al pobre... 
natalia.— ¿Cuántas veces lo han intentado en estos años? ¿Cuatro, cinco...?
priscila.— Y casi tuve que consolarle yo...
natalia.— (Va al lateral del proscenio y golpea la boca del escenario.) Y míralo: firme como una roca. Contra viento y marea. ¿Cuántas veces lo han intentado? La última vez... ¿te acuerdas? ¿O fue la penúltima? Con el gordito aquél del Ayuntamiento, que sudaba tan­to... ¿te acuerdas? (Lo parodia.) «¡Lo declaro ruina y se acabó! ¡Se acabó!»... Pero no pudieron: firme como una roca. Don Nazario los revolcó en su propio terre­no. Y yo tampoco estuve mal, reconócelo... (Increpa a un-invisible interlocutor.) «¡El Teatro del Fantasma no se rinde, entérese! ¡Dígaselo a sus amos, los especula­dores! Y dígales también que ese fantasma, es verdad, ya no recorre Europa... ¡Pero se ha refugiado aquí, pa­ra esperar mejores tiempos! Y no habrá quien lo ex­pulse...»
priscila.— El parking.
natalia.— ¿Qué dices?
priscila.— El parking lo expulsará... Y a nosotras con él.
natalia.— ¿El parking? ¿Ese que hicieron en la plaza, nos expulsará?
priscila.— Peor que eso: un acceso.
natalia.— Un acceso, ¿de qué?
priscila.— De, no: a. Un acceso al parking... que pasará justo por aquí.
natalia.— ¿Un acceso de coches, por aquí? ¡No!
priscila.— De coches, de motos, de camiones...
natalia.— ¡No! ¡No pasarán!
priscila.— ¡Vaya si pasarán! Habla con don Nazario, que te lo explique. ¿Cuánto hace que no hablas con él? Claro: llevas un mes haciendo albóndigas...

(natalia va junto a la radio y cambia la cassette mientras habla, conteniendo su rabia.)

natalia.— Lo han intentado muchas veces, y nada. Tú, lo que quieres, es amargarme la fiesta.
priscila.— Yo, lo que quiero, es que pongas los pies en tierra. 
natalia.— ¿Para qué? ¿Para ensuciarme los zapatos de polvo, o de barro... o de mierda? (Zapatea en el suelo.) ¡Aquí! ¡Aquí tengo puestos los pies!

(En la radio-cassette comienza a sonar, a medio volumen, La Internacional. PRISCILA se pone en pie y mira a natalia, que se ha quedado quieta, respirando agitada. Ambas escuchan la música mirándose y, luego, mirando el teatro. Por fin, PRISCILA va junto a la pancarta y toma uno de los palos.)

priscila.— ¿Acabamos la fiesta en paz?
natalia.— (Conmovida y hostil, le da la espalda.) Acábala tú, si quieres.
priscila.— (Tras una pausa.) Yo sola no puedo. Una pan­carta necesita dos.

(natalia se vuelve, la mira y va a tomar el otro palo. Ahora sí se lee lo que hay escrito en ella: «VIVA EL10 DE MAYO». Al desplegar la pancarta, el pájaro se pone a can­tar. También natalia y priscila cantan a media voz. priscila mira a natalia y ve que está conteniendo las lágrimas. Saca un pañuelo del bolsillo y va a dárselo, pero reparan en que, al aproximarse, la pancarta se afloja. Entonces desisten del pañuelo, tensan de nuevo la tela y si­guen cantando bajito mientras se hace el  

oscuro.)
ACTO SEGUNDO

5

(Varias cajas y montones de papeles se alinean por el fondo del escenario y, en el proscenio, las cuatro carpetas que tra­jera natalia en la escena segunda, ahora repletas. En el centro, sobre una manta, otro montón de papeles. natalia, con las gafas puestas y aire más juvenil, está ordenan­do el archivo. Es decir: saca papeles de una de las cajas del fondo, les sopla o sacude el polvo, los inspecciona y los lleva a una u otra de las carpetas, o al montón del centro. Trabaja un tiempo en silencio. Al encontrar lo que parece ser un manuscrito o copia, habla sin dirigirse a nadie visible.)

natalia.—... Y ésta, en cambio, ya ves: yo no quería, pe­ro tú te empeñaste... (Remeda a alguien.) «¿Por qué ha de ser vieja, vamos a ver? En aquella época, las muje­res empezaban a parir a los trece o catorce años...» Y yo, pobre de mí, con más miedo que un caracol... «Que no, Néstor: que no es por la edad. Lo que pasa es que me faltan tablas...» Pero tú, cuando tenías al­guna idea genial... (Remeda.) «¡Una Madre Coraje jo­ven! ¿Te imaginas, qué golpe para la reacción?»... (Pausa.) Eso del golpe, la verdad, nunca llegué a en­tenderlo... (Va al montón del centro para dejar allí el ma­nuscrito, pero antes lo hojea.) Ahora sí que estaría yo en sazón... (Lee interpretando.)... «Y las dos solas seguire­mos adelante. Y pasará este invierno, lo mismo que los otros... Vamos, tira de la carreta, que no nos caiga encima la nevada...»

(Queda un momento pensativa, hojeando el manuscrito. Luego lo deja en el montón y regresa al fondo.)

Y claro, al crítico aquél se lo pusimos en bandeja: «Baby Coraje y sus tíos», titulaba la cosa, el muy gua­són... Yo, la verdad, Néstor, no comprendo ese afán tuyo por provocar a todos. ¿No era ya bastante peli­groso ser rojos? Pues no: además, había que ser mo­dernos, y raros, y... (Encuentra un libro pequeño.) ¡Como esto, por ejemplo! ¡Hacer un musical con el Manifiesto comunista'. ¿A quién se le ocurre...? Menos mal que te lo quitamos de la cabeza, que si no... Con el sentido del humor que tenían los del Partido... Ahí Priscila estuvo muy bien, hay que reconocerlo... (La imita.) «Pues el local es mío y aquí no lo haces. Si quieres, vas y lo montas en la Catedral...» (Va al mon­tón del centro hojeando el libro.) Claro que eso, hoy, tal como están las cosas, no sería mala idea... (Lee cantu­rreando.) «El gobierno del Estado moderno... es sólo una junta que administra... los negocios comunes... de toda la clase burguesa...» Lo difícil es poner todo esto en verso... y que rime... (Lo intenta de nuevo.) «... en las aguas heladas / del cálculo egoísta...» Ah, pues mira: esto no suena mal... (Esboza unos pasos de baile, cantu­rreando.) «... en las aguas heladas / del cálculo egoís­ta...» Aunque, no sé... como dicen que es una reliquia y que está tan pasado, igual no colaba ni con baila­bles... (Lo hojea y lee.) «La burguesía obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción...» (Reflexiona.) Ya ves, qué antigualla. Eso ahora no pasa... (Lee.) «... las fuerza a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas...» Algo exagerado, ¿no? (Deja el libro en el montón.) No sé, no sé... Mucha música habría que meterle... Y sin estar tú para... (Va a ir hacia el fondo, pe­ro se detiene, llevándose la mano al bajo vientre.) ¡Ay! Ya está ahí otra vez ese dolorcito... En el mismo sitio y a la misma hora. Vergüenza me da decirlo, Néstor, pe­ro... Sí, sí: es como si... (Contiene una risita.) Con decir­te que la última vez hasta marqué un poquito... Ya, ya sé que es imposible, pero... ¿qué quieres? Yo no me lo invento. Y lo de los pechos, tampoco... (Se los toca, sonriente. Evoca.) ¿Qué me decías?... «La revolución hará...» ¿Cómo era?... «La revolución hará más dulce la leche de las madres»... Eso: más dulce... Sinver­güenza... Y todo, por lo que te gustaba chupetearme... (Sigue ordenando papeles.) Que tú, mucha dictadura del proletariado, pero en esto otro... más liberal que Casanova... Sobre todo conmigo, por eso de ser la amante. Seguro que a Priscila no la mareabas tanto como a mí... Y ahora que la nombro: ¿cómo es que tarda tanto? ¡Mira que si te está poniendo los cuernos con Roberto...! (Ríe.) Tendría gracia, a estas alturas... Claro que..., el que la sigue la consigue. Y, aunque tú no te enterabas, ése la está siguiendo desde... ¿Desde cuándo?... Lo menos desde Esperando al zurdo, si no antes... Y tú ni te enterabas... (Encuentra un fajo de pape­les atados.) Vaya: más panfletos... (Lee.) «Camaradas: los días de la dictadura están contados...» Ya ves: otro optimista... (Va a dejarlos en el montón del centro.) Por­que Roberto, buen actor no sería, pero a optimismo no le ganaba nadie... «El pueblo unido, jamás será venci­do»... Y ahora, ya ves cómo le va: asesor cultural..., ¿de quién o de qué?... Es lo que yo te decía, ¿te acuer­das? «Ojo con Roberto, que aplaude por vicio...» (Sigue ordenando papeles.) Y era verdad: le encantaba aplaudir, se excitaba aplaudiendo, se deshacía las manos, ¿te acuerdas?... En los teatros, en las asam­bleas, en los mítines... y hasta en los entierros, como aquella vez... ¿Cuándo fue?... Ah, sí, claro: en el tuyo, ¿te acuerdas?... Bueno, no. No te acordarás... Pues sí: aplaudiendo y llorando como un abisinio... Y los de la Policía Secreta allí, a veinte metros, disimulando, pero con una cara de...

(Entra precipitadamente priscila, vestida de calle y con bolso, muy alterada y compungida.)

priscila.— ¡Asamblea general! ¡Asamblea general!
natalia.— ¿Qué pasa? Menudo susto, hija...
priscila.— Lo siento, Natalia, pero es que vengo...
natalia.— ¡No me digas que te ha violado Roberto!
priscila.— Peor, Natalia, peor...
natalia.— ¿Peor? ¿Te ha pedido en matrimonio?
priscila.— En la asamblea te lo cuento.
natalia.— Pero, asamblea, ¿para qué? ¿No me lo pue­des contar así, por las buenas?
priscila.— No. Tengo que hacer una autocrítica.
natalia.— ¿Autocrítica? ¿A quién? Yo no he hecho na­da...
priscila.— ¿A quién va a ser, una autocrítica? Pues a mí...
natalia.— Ah, bueno... (Por el bolso que lleva priscila.) ¿Y eso qué es?
priscila.— ¿Esto? Un bolso.
natalia.— Ya lo veo. ¿Te lo has comprado? (PRISCILA no contesta.) Di: ¿te has comprado un bolso?
priscila.— ¡Sí, me lo he comprado! ¿Qué querías que hiciera? Me sentía tan mal, tan mal...
natalia.— (Indignada.) ¿Te sentías tan mal, tan mal. que te has comprado un bolso?
priscila.— Más o menos.
natalia.— (ídem.) ¿Te das cuenta, Priscila? ¿Te das cuenta de cómo caes en las garras del consumismo! ¿Ves lo que está haciendo contigo la sociedad de mer­cado? (Transición.) ¿Es piel auténtica? (Lo inspecciona.)
priscila.— Eso me han dicho.
natalia.— ¿Y cuánto te ha costado?
priscila.— Estaba de rebajas...
natalia.— (Vuelve a indignarse.) ¡De rebajas! ¡Esa es la trampa más vil del cochino capitalismo, que te soborna regalándote unas migajas de la plusvalía! ¡Así! haces cómplice de la relación de explotación entre el empresario y el...!
priscila.— ¡Basta, por favor, Natalia! ¡No me tortures más! Déjame que te lo cuente todo...
natalia.— Pero no por las buenas... ¡Asamblea Gene­ral!... De rebajas...
priscila.— Y no es eso lo peor...
natalia.— ¿Tampoco?
priscila.— Está bien: asamblea. Se abre la sesión. Punto primero del orden del día: me acuso de...
natalia.— ¡Un momento! Solicito una previa.
priscila.— Y tres, si quieres. A ver si entre tanto me calmo...
natalia.— Una y gracias.
priscila.— Adelante.
natalia.— ¿Había alguno en granate?
priscila.— ¿Algún qué?
natalia.— Algún bolso.
priscila.— No sé, no creo... ¿Por qué lo preguntas?
natalia.— Por nada, por nada... Retiro la previa.
priscila.— ¿Es que no te gusta el color?
natalia.— Bueno... Para ti, sí...
priscila.— ¿Para mí, sí? ¿Qué quieres decir?
natalia.— Nada, nada... ¿Era por esto, la autocrítica?
priscila.— ¿Por el bolso? ¡Quita allá, mujer!... Me sentía tan mal, que me he metido en la primera tienda, para serenarme, ¿comprendes?, y hacer un balance de la situación y saber si estaba en la línea correcta, porque Roberto me pilló de sorpresa, ya sabes cómo es él, y yo, la verdad, tal como están las cosas, y con el tiempo que se nos echa encima, ya no sé por dónde salir, lo mismo que tú, ¿o no?, por no hablar de don Nazario, que cada día lo ve todo más negro, y ahora, con la próstata, ni te digo, pero no pensaba comprar nada, créeme, para compras estaba yo, sólo quería sere­narme, porque después de decirle que sí, que de acuerdo, que adelante, me ha entrado como una ofuscación, y ha sido entrar en la tienda, y pagar, y salir a la calle y verme con el bolso encima, ¿de verdad que no te gusta el color?
natalia.— (Tras una pausa.) Decirle que sí, ¿a qué?
priscila.— Pues ésa es la cosa, que al principio no le en­tendía muy bien, su propuesta, quiero decir, no la acababa de captar, ya sabes cómo es él, tan, tan...
natalia.— Tan optimista.
priscila.— Sí, eso. Y se atropella al hablar cuando se entusiasma, como de joven, y la verdad es que no se conserva mal, para la edad que tiene, será por el injer­to japonés...
natalia.— ¿Qué?
priscila.—... Y sigue teniendo buena planta, no te creas...
natalia.— ¿Qué, japonés?
priscila.— Injerto japonés. Pues el caso es que yo no le entendía muy bien, pero tampoco quería pasar por tonta...
natalia.— ¿Quieres decir... que se dedica a eso de... ca­par arbolitos?
priscila.— No, mujer: en el pelo. Unos injertos de pelo que hacen los japoneses...
natalia.— Lo que le faltaba...
priscila.— Así que le he dicho que sí, que de acuerdo, que adelante, que lo principal era salvar el teatro, porque el tiempo se nos echa encima, y el acceso al parking también, y ya no sabemos a quién recurrir, de modo que, ¿un museo?, ¿por qué no?, el caso es salvar el teatro, ¿no te parece?
natalia.— No me parece, ¿qué?
priscila.— Pero en seguida me ha entrado como una ofuscación, y me he metido en la tienda, y luego, en la calle, al verme con el bolso encima, me he dicho: ¿Qué has hecho, Priscila?
natalia.— Eso mismo digo: ¿qué has hecho, Priscila?
priscila.— ¿Cómo has podido aceptar esa solución? ¿El Teatro del Fantasma convertido en un museo burgués, en un «monumento a la libertad de expresión», o algo así? ¿Néstor convertido en una gloria nacional, en un héroe de la democracia formal? ¿Para librarnos de la demolición, vamos a aceptar la consagración? ¿Tan derrotada estás? ¿Tan vieja te sientes que vas a rendirte así, como si nada? ¿Después de tantos años de lucha, vas a entregar la plaza al enemigo? ¿Y enci­ma, para que hagan con ella un... un mausoleo? ¿No te da vergüenza? ¿Qué pensaría Néstor, di?
natalia.— (Avergonzada.) No... perdona... yo... no sabía lo que hacía...
priscila.— ¿Qué?
natalia.— ¿Cómo?
priscila.— ¿Qué dices?
natalia.— ¿Yo?
priscila.— Sí, tú: no sabías lo que hacías, ¿de qué?
natalia.— De nada. Me he confundido.
priscila.— ¿Con qué te has confundido?
natalia.— Contigo. Pero ya no. Y está todo claro.
priscila.— ¿Qué es lo que está claro?
natalia.— Pues todo: que te has ofuscado al ver a Ro­berto con el pelo japonés y te has metido en una tien­da a comprarte ese bolso incoloro, inodoro y estúpido. ¿No te da vergüenza?
priscila.— Que no, Natalia... Que no es eso lo principal...
natalia.— Pero, ¿sabes lo que te digo? (Se dirige a un la­teral.) Que me voy a buscar uno granate...
priscila.— (Siguiéndola.) Natalia, por favor... Déjate de bolsos, que esto es muy grave... Que el sistema nos quiere recuperar... y convertirnos en tigres de papel...

(Salen las dos y se hace el
oscuro.)

6

(Permanecen en su lugar las cajas, montones de papeles y carpetas de la escena anterior, quizás en mayor abundancia. Un rayo de sol cae oblicuamente desde lo alto sobre una zo­na despejada del escenario. Entra priscila arrastrando el carrito con las macetas y, mientras habla, lo coloca bajo el rayo de sol.)

priscila.—... Que no, Natalia, que no... Que eso es im­posible. Será... no sé: cualquier otra cosa...
Voz de natalia.— ¿Qué otra cosa, a ver?
priscila.— ¡Qué sé yo! Otra cosa... Algún trastorno glandular, o algo parecido...
Voz de natalia.— ¿Trastorno? ¿Tú me has visto los pe­zones?
priscila.— Las hormonas, eso es... Un cambio hormonal, como las gallinas.
natalia.— (Entrando, vestida de bolchevique.) ¿Qué les pa­sa a las gallinas, si puede saberse?
priscila.— (Que está arreglando las plantas.) No sé... Algo que me explicaron en la pollería... (Repara en el traje de natalia.) ¿Qué es eso que llevas?
natalia.— (Repara en las plantas.) ¿Qué haces con las plantas?
priscila.— ¿De dónde lo has sacado?
natalia.— ¿Por qué las traes aquí?
priscila.— ¿A qué viene ahora disfrazarse?
natalia.— ¿Desde cuándo te. ocupas de las plantas?
priscila.— Desde que tú no las sacas a pasear.
natalia.— Pues entérate de que no es un disfraz...
priscila.— Y las traigo aquí para que les dé el sol.
natalia.— Estaba en el almacén.
priscila.— Cuidarlas: eso es lo que hago.
natalia.— Y es mi traje de Vera Yakubovski.

(Silencio.)

priscila.— Haz el favor de quitártelo. ¿Quieres que Ro­berto se ría de nosotras?
natalia.— Quiero que le remuerda la conciencia.
priscila.— ¿Y por qué le iba a remorder?
natalia.— Por arribista y traidor... ¿Qué les pasa a las gallinas, a ver?
priscila.— No vuelvas con eso, ¿quieres? Él sólo inten­taba ayudarnos... Y salvar el Teatro.
natalia.— Hormonas, dice... ¿Y a las gallinas también les entran ganas de masturbarse?
priscila.— ¿Qué?
natalia.— Nada, nada... Quiero que le remuerda la conciencia.
priscila.—¿A ti te entran ganas... de masturbarte?
natalia.— Quiero que, al verme así, se acuerde de quién era...
priscila.— Dime la verdad: ¿lo has hecho?
natalia.—... Y piense en lo que es ahora...
priscila.— Contéstame, Natalia...
natalia.—... Y se le caiga el injerto japonés.
priscila.— Bueno, no me importa lo que hagas con tu cuerpo. Pero de una cosa puedes estar segura: la menopausia es irreversible. Lo mismo que la His­toria.
natalia.— Eso cuéntaselo a mis ovarios...
priscila.— Y en cuanto a Roberto, no tienes por qué mortificarle. Él sólo quiere...
natalia.— (Por el traje.) ¿Y te has fijado en cómo me sienta? Mejor que entonces.
priscila.— ¿En el almacén, dices? ¿Y cómo te has atrevi­do a entrar?
natalia.— ¿Te digo la verdad?
priscila.— Si puedes...
natalia.— Ha sido... como una llamada...
priscila.— ¿Qué quieres decir?
natalia.— Estaba arriba, vistiéndome... cuando va y oigo una voz... interior, claro... que me dice: «Camarada Ve­ra Yakubovski...» ¿Te das cuenta? ¡Vera Yakubovski!... Hacía años que ni me acordaba del nombrecito. Debe de ser como lo otro, lo que me está pasando con el cuerpo: que estoy yendo marcha atrás...
priscila.— ¡No vuelvas con eso!
natalia.— ¡Pues tú me dirás qué puede ser! ¡Y no se te ocurra compararme con una gallina!
priscila.— Bueno, bueno... dejémoslo. Has oído una voz, ¿y qué?
natalia.— Pues que de golpe me ha venido como una imagen en que yo estaba vestida así, de Vera Yaku­bovski, y alguien, no sé si Félix... o Pepe... también de bolchevique, me llamaba «camarada», y yo también a él... Y había más gente de la compañía, y todos nos llamábamos «camarada»... incluso Roberto, creo. ¿Te das cuenta? Camarada...
priscila.— Pues esa palabra, hoy, dicen que hasta huele...
natalia.— Pues a mí no, al revés... Y entonces he tenido un arranque y he ido al almacén. Qué impresión me ha hecho, si vieras... Estaba todo allí, lleno de polvo, tantos años, tantas obras... Todo lo que... Bueno: me­nos lo que hemos tenido que ir vendiendo... Pero lo del Cerco estaba casi todo: los trajes, el attrezzo, las alambradas, las armas, el cañón... ¿Te acuerdas del cañón, cuántos problemas...?
priscila.— Prefiero no acordarme.
natalia.— Y hasta la jofaina de Lola, ¿te acuerdas, qué risa? (Pausa.) Y entonces he pensado: ¿Qué va a ser de todo esto? (Se toca el traje.) Y me lo he puesto, no sé por qué... (Pausa.) Mejor me lo quito. ¿Hay luz en los camerinos? (Sale por un lateral.)
priscila.— Creo que sí.
Voz de natalia.— ¿A qué hora viene Roberto?
priscila.— Dijo que a las doce. (Mira su reloj.) Son las doce y media.

(Ha terminado de arreglar las plantas. Mira a su alrededor. Deambula por entre los montones y cajas, tomando y ho­jeando algún papel. Interpela a NATALIA, sin hablar hacia el lateral.)

No va a ser fácil decírselo, vas a ver... Ni creo que lo entienda, el pobre. Estaba tan ilusionado... Y si vieras cómo hablaba de Néstor... «Hombres de su talla no pueden quedar en la cuneta...» Y que era de justicia sacarlo de allí y... ¿cómo dijo?... «ponerlo en la auto­pista de la Historia» o algo parecido... (Pausa.) Sí, co­mo metáfora no es de lo mejor... y menos para Néstor, que no circulaba ni en bicicleta, pero ya te digo que estaba muy ilusionado con su idea... (Pausa.) No lo va a entender, sobre todo después de que yo... Oye, ¿y por qué no lo ensayamos?... ¿Estás ahí, Natalia? (Escucha.) ¿Por qué no lo ensayamos, como hacíamos antes? ¿Te acuerdas? Yo hago de Roberto y tú de no­sotras... o al revés. Porque no va a ser nada fácil, a estas alturas: después de que habló con el alcalde, un par de ministros y no sé quién más... Y dijo que todos, ya ves, estaban muy interesados. Qué amables, ¿no? Todos queriendo salvar el Teatro del Fantasma... Por cierto: también dijo no sé qué de cambiarle el nombre, y que a los fantasmas, mejor enterrarlos, ¿te das cuenta? (Pausa.) Museo Teatral Néstor Coposo, creo que querían llamarlo... Museo Teatral... Y nosotras, ¿qué? ¿En la sección de momias? No comprendo có­mo fui tan ciega para no ver la maniobra: todos que­riendo salvar el Teatro y poner a Néstor en el santo­ral... ¿Y sabes, en el fondo, por qué? Porque nos tienen miedo. Sí, sí: miedo. A ti y a mí. A este par de viejas que defienden con uñas y dientes la última trinchera... (Pausa.) Vaya: esta frase me ha quedado muy bien, ¿no te parece? Se la soltaré a Roberto en el momento oportuno... La última trinchera... (Pausa.) De veras, Natalia: ¿por qué no ensayamos un poco? ¿Me oyes? (Escucha.) ¿Qué estás haciendo, si puede saberse? Ro­berto va a llegar en seguida... Ya tenía que estar aquí...

(Queda un momento pensativa. Luego se vuelve hacia el lateral opuesto al de natalia y finge interpelar a alguien.)

Hola, Roberto... ¿Cómo estás?... Pasa, pasa... Cuánto hace que no venías por aquí, ¿verdad?... ¿Lo encuen­tras muy estropeado?... Bueno: es que, desde hace tiempo, los del Ayuntamiento no nos dan permiso pa­ra arreglar nada... Tampoco es que tengamos medios para hacerlo, claro... (Se interrumpe. Para sí.) No. Mejor sin rodeos... (Interpela con otra actitud.) Hola, Roberto... Tenemos que darte una mala noticia: la ideíta esa te la puedes meter donde te quepa... (Se interrumpe. Para sí.) Bueno, tampoco tanto... (Interpela con otra actitud.) Des­pués de considerar los pros y los contras de tu propues­ta, así como la relación de fuerzas en conflicto y las condiciones objetivas del contexto sociopolítico deriva­das del nuevo orden mundial... (Se interrumpe. Para sí.) Fatal... ¿Y si le entro por lo personal? (Interpela con otra actitud.) Tú ya me conoces, Roberto. Y sabes que no siempre he elegido lo más conveniente para mí... Pero soy fiel a mis errores, aunque deba pagar por ellos con toda una vida de... de... Bien: tú ya me entiendes...

(En el lateral por el que salió aparece natalia, vestida ahora con un traje juvenil, largo y vaporoso, de colores cla­ros, al estilo de principios de siglo. Esconde algo a sus es­paldas. Queda un momento escuchando a priscila.)

Y entiendes también que, si una vez, hace tantos años, fui capaz de superar aquel momento de ofuscación, ahora, ya en la vejez... Bueno: en la madurez... Ahora, ya en la madurez, debo ser fiel a mí misma, a mis principios y a Néstor, y decirte otra vez: No, Roberto; no puedo...
natalia.— (Interrumpiéndola.) Oye, oye... ¿De qué otro momento de ofuscación...?
priscila.— (Sobresaltada.) ¡Ay! ¡Qué susto me has...! (Repara en el traje.) Y ahora, ¿de qué vas? ¿Piensas se­guir jugando a disfrazarte?
natalia.— (Desplegando su falda.) Doña Rosita la soltera, Acto primero... ¿No me sienta como un guante?
priscila.— ¡Haz el favor de vestirte normal! Está a punto de llegar...
natalia.— ¿Y qué fue aquello que pasó, hace tantos años?
priscila.— ¡Nada! ¡No pasó nada! ¿Te enteras? Yo soy una mujer de una pieza. Una mujer cabal, con la cabeza en su sitio, que sabe resistir los cantos de sirena y no ne­cesita inventarse milagros para luchar hasta el final...
natalia.— ¿Yo invento milagros?
priscila.— Y encima, para creerse alguien, se me viste de... de... doña Rosita Luxemburgo...
natalia.— ¿Yo me creo alguien?
priscila.— Y si el barco se hunde, yo me hundiré con él.
natalia.— Pues la Historia no sé si será... ¿cómo dijis­te?... Ah, sí: irreversible... Eso es: la Historia, no sé, pe­ro la menopausia... ¡Mira! (Y le enseña una compresa higiénica con sangre.) Mira qué hermosura de regla...

(Antes de que priscila salga de su asombro, suena un tim­bre en su lateral.)

priscila.— (Reaccionando.) ¡Es Roberto! ¡Cámbiate in­mediatamente!


(Y sale.)

natalia.— (Saliendo por el lateral opuesto.) ¡Luxemburgo, no! ¡La soltera!

(OSCURO.)

7

(Sobre el Oscuro se escucha el trepidar de máquinas de de­rribo y/o construcción. Por momentos podría confundirse con sonidos bélicos. Las cajas y montones continúan en es­cena, con algún cambio de posición. Hay también varios elementos de una vieja escenografía que evocan ambiente de guerra: sacos terreros, alambradas, armas, cajas de muni­ción... A la débil claridad reinante al principio podría pen­sarse, en efecto, que la escena transcurre en zona de comba­te. La ilusión se disipa tan pronto vemos entrar a natalia vestida con un camisón de dormir y llevando en la mano un quinqué encendido. Con aire inequívocamente sonambúlico, atraviesa la escena, sorteando los obstá­culos que la pueblan. Poco después de haber sali­do, vuelve a entrar, ahora por el fondo, y avanza con la misma actitud hacia el proscenio. Se advierte entonces que tiene los ojos cerrados. Al llegar al borde del escenario, se detiene, vacila un momento, gira sobre sí misma y se dirige hacia el fondo. Cuando está a punto de salir, se inmoviliza. Luego extiende un brazo hacia lo alto y habla con voz extrañamente neutra.)

natalia.— Cuidado, Néstor, cuidado... Apártate de ahí, rápido... La baranda está rota y tú no lo sabes... Hay poca luz arriba, ten cuidado... Un traspiés, con tu ar­tritis... o un empujón de alguno, vete a saber... ¿De quién? Hay poca luz arriba, la baranda está rota... ¿Desde cuándo? Vas a caerte, cuidado, vas a caerte de cabeza, ¿no te acuerdas? Te la vas a partir, Néstor, y no habrá nadie aquí para echarte una mano, para lla­mar a un médico... No vamos a encontrarte hasta ma­ñana, ¿no te acuerdas?... y ya no habrá remedio... Y ya no habrá remedio... Y entonces, adiós estreno de El cerco de Leningrado, que es dentro de ocho días... Adiós estreno, adiós Teatro del Fantasma, adiós a todos nuestros planes, nuestros sueños... nuestro todo... Adiós hacer más dulce la leche de las madres, sinver­güenza, cuidado, no sigas, apártate, no sigas, la ba­randa está rota, cuidado, un traspiés, o un empujón de alguno, de alguno que no quiere... ¿Qué...? Es dentro de ocho días el estreno, pero ya no será, ya no será si mueres, si te abres la cabeza, si te caes, si la ba­randa cede, apártate de ahí, cuidado Néstor... Un traspiés... tan oscuro... o un empujo de alguno que... ¿Quién?... No quiere, ¿qué?...

(En las últimas frases, su neutralidad se ha transformado en vaga agitación. Tras una breve pausa, grita.)

¡Cuidado, Néstor!

(Y desaparece rápidamente por el fondo. El trepidar de las máquinas aumenta de intensidad. Tras una pausa, entra priscila por un lateral, vestida de calle y llevando la jaula con el pájaro. Cruza la escena con aire levemente furtivo, mirando a su alrededor. Cuando va a salir por el lateral opuesto, el pájaro Se pone a cantar vivamente. priscila le hace callar con un enérgico siseo. Sale.)

(OSCURO.)
8

(Pocos cambios con respecto a la escena anterior. Sólo la luz, que es ahora más intensa. Persiste el trepidar de las máquinas, por momentos más próximo, con alguna breve interrupción. Entra priscila por un lateral, vestida con inusual elegancia. En los brazos lleva un recipiente de plástico, al parecer bastante pesado, ya que lo deja en el suelo con evidente alivio. Se desentumece los brazos y mira a su alrededor: el escenario y la sala. Por fin, resuelta, se dirige al fondo, toma una de las cajas llenas de papeles y la vacía sin contemplaciones sobre el montón del centro. Ante el súbito desorden provocado, parece arrepentirse por un momento, pero se rehace y prosigue su tarea con mayor re­solución: hace lo mismo con las otras cajas, mientras mur­mura frases ininteligibles. Y también se suman al caos las carpetas ordenadamente dispuestas en el proscenio. Cuando ha terminado, levemente alterada, parece flaquear de nuevo a la vista de un cartel que rescata del montón. Desecha una vez más sus dudas y va a coger el recipiente de plástico. Lo destapa y, cuando va a derramar su contenido sobre la pila de papeles, es interrumpida por la voz perentoria de natalia, quizás desde la sala.)

natalia.— ¡Quieta o disparo!

(priscila detiene su acción y se vuelve a ver a natalia que, efectivamente, la está encañonando con un fusil y, por añadidura, lleva puesto el traje de bolchevique.)

priscila.— (Despectiva.) ¿Qué vas tú a disparar? Eso es de utilería... 
natalia.— Yo no estaría tan segura. Deja ese frasco en el suelo.
priscila.— No es un frasco: es un bidón. 
natalia.— Razón de más. Al suelo o disparo. 
priscila.— (Dejando el recipiente en el suelo.) No juegues con eso, que las armas las carga el diablo... 
natalia.— Por eso lo digo. 
priscila.— Ya sólo faltaría que acabáramos en la página de sucesos... 
natalia.— Mejor ahí, que en los Ecos de Sociedad: «Vuelve la moda de quemarse a lo bonzo...»
priscila.— ¿Quién habla de quemarse?
natalia.— (Acercándose, ya sin encañonarla.) Ah, ¿no? ¿Y qué ibas a hacer?
priscila.— Sólo el teatro.
natalia.— Eso lo dices ahora. Que el otro día, bien trá­gica te pusiste...
priscila.— ¿Trágica, yo? ¿Cuándo?
natalia.— El otro día, después de irse Roberto. (Parodiándola.) «Terminemos de una vez... Somos un par de vestigios... Ya todos han renegado...»
priscila.— ¿Yo dije eso? 
natalia.— Y más.
priscila.— Yo lo que dije es que estábamos haciendo el ridículo...
natalia.— Eso también.
priscila.— Y que más valía un final digno que una sali­da a trompicones.
natalia.— ¿Y cuando te pusiste a gritar: «¡El fuego! ¡El fuego purificador!»...?
priscila.— ¿Yo dije eso?
natalia.— A gritos.
priscila.— Fue por el «chartreuse».
natalia.— ¿Qué «chartreuse»?
priscila.— El que nos trajo Roberto.
natalia.— Yo, ni lo probé.
priscila.— Y me refería sólo al teatro.
natalia.— Eso lo dices ahora. Que el otro día...
priscila.— (Desafiante.) Bueno, pues sí: el otro día quería terminar con todo... Y con nosotras también. ¿Y qué? ¿No sería lo mejor? ¿Quemar el teatro con nosotras dentro, y terminar de una vez?... Pero dando una lec­ción al mundo, y a toda esa pandilla de renegados que...
natalia.— Una lección, ¿de qué?
priscila.— ¿De qué? ¿Una lección de qué?
natalia.— Sí: una lección, ¿de qué? ¿De pirotecnia?
priscila.— Pero, vamos a ver: ¿tú escuchaste a Roberto?
natalia.— De la A a la Z.
priscila.— ¿Y te enteraste de lo que dijo?
natalia.— Cabalmente.
priscila.— Me extraña, porque no le quitabas la vista del pelo...
natalia.— Pues me enteré, ya ves.
priscila.— Ah, ¿sí? ¿Te enteraste?
natalia.— (Reparando en el desorden de papeles.) ¿Cómo has podido hacer esto?
priscila.—¿Y piensas que vale la pena...?
natalia.— (ídem.) Tantos años, tanto trabajo...
priscila.— Di: ¿vale la pena seguir aguantando el tipo?
natalia.— (ídem.) Con lo ordenado que estaba...
priscila.— (Por los papeles.) Bueno: ordenado...
natalia.— Y claro que vale la pena seguir...
priscila.— (ídem.) Yo no diría tanto...
natalia.— Ahora más que nunca.
priscila.— Y nunca lo íbamos a encontrar...
natalia.— Con una sola meta: resistir.
priscila.— Ah, ¿sí? ¿Resistir? ¿Con los «tanques» esos trabajando hasta de noche? ¿Con los chupatintas ca­yéndonos, como cuervos, día sí, día no? ¿Con los mer­caderes repartiéndose el mundo a rebanadas? Por no hablar de la baba de los arrepentidos, pringando las alfombras...
natalia.— ¿Cuáles? No serán las del vestíbulo...
priscila.— Y luego está lo otro, lo tuyo...
natalia.— ¿Lo mío?
priscila.— Sí: eso que te está pasando. ¿Qué va a ser de ti?
natalia.— ¿De mí?
priscila.— De ti, sí... ¿Qué va a ser de ti... cuando seas pequeña?
natalia.— No te entiendo...
priscila.— Seguro que ni te has parado a pensarlo. Eres tan cabeza loca...
natalia.— No empieces a insultar, ¿eh?
priscila.— Te irás poniendo cada día más joven, más jo­ven... Y yo al revés, y acabaré muriendo en un asilo, seguro... Pero, ¿y tú? ¿Te has parado a pensarlo? ¿Quién cuidará de ti cuando seas pequeña?
natalia.— Ahora que lo dices...
priscila.— ¿Ves como no piensas las cosas?
natalia.— Pues, no sé... Pero podría ir... a un orfanato, por ejemplo.
priscila.— ¡A un orfanato! ¿Te das cuenta?
natalia.— ¿Y qué? No veo tanta diferencia entre un or­fanato y un asilo...
priscila.— ¿Que no? Como del cielo a la tierra...
natalia.— Además, que para eso aún falta mucho. Y entretanto...
priscila.— Entretanto, ¿qué?
natalia.— ¿Te imaginas? ¿Volver a ser joven?
priscila.— Sí: con granos.
natalia.— ¿Qué granos?
priscila.— ¿Ya no te acuerdas? Decías que tuviste acné hasta los veintiocho años.
natalia.— ¿Hasta los veintiocho?
priscila.— Tú me lo dijiste.
natalia.— Pues no me importa: con granos, pero joven. ¿Te imaginas?
priscila.— ¿Y volver a ser ácrata... y luego hippie... y luego católica...? ¡Qué horror!
natalia.— Bueno, pero antes... ¡comunista sin remilgos!
priscila.— Pero con granos.
natalia.— Ahora hay unas cremas milagrosas

(Suena en el exterior un sordo estruendo, que resalta más tras el silencio de las máquinas en los últimos minutos.)

priscila.— ¿Te das cuenta? A esos no los para nadie. 
natalia.— (Resuelta.) ¿Que no? A esos los va a parar el arte. 
priscila.— ¿Qué arte?
natalia.— ¿Qué arte va a ser? El nuestro: el arte dra­mático.
priscila.— Desde luego, Natalia, antes del orfanato te van a llevar al frenopático
natalia.— (Comienza a arrastrar hada un lateral la manta que soporta el montón de papeles.) El arte dramático, Priscila. El teatro. Vamos a volver a actuar. El Teatro del Fantasma va a resucitar... (Por la manta.) Ayúda­me, por favor... Sí: abriremos el teatro y volveremos a actuar, Priscila. Tú y yo. Sobre todo yo, claro, pero tú también harás algún papelito... No lo hacías tan mal, antes de casarte. Buscaremos obras bien revoluciona­rias, monólogos sobre todo, que alguno habrá. Y ve­remos si se atreven a derribar un teatro vivo, un teatro que funciona. Porque funcionará, ya verás... Abrire­mos las puertas de par en par, para que entre el pue­blo. Gratis, si es preciso. Y si ya no hay pueblo, como dice Roberto, pues que entren los... los olvidados, que cada día hay más. Y ya verás como funcionará. Y cla­ro que sacaremos a Néstor de la cuneta, pero no lo pondremos en ninguna autopista, sino en el vestíbulo. Una foto suya, bien grande... O un busto, que queda­ría muy bien, ¿no te parece?... Sin gafas, desde luego... Y yo...

(priscila ha escuchado, atónita, la perorata de natalia y ha intentado vagamente interrumpirla. Al desistir, y mien­tras natalia sale sin dejar de hablar, repara en un puñado de papeles que quedó en el suelo, fuera de la manta, y se agacha a recogerlo, con actitud abatida.)

Voz de natalia.—... Yo seré la primera actriz, claro... O casi la única, qué remedio... Pero sin divismos, no faltaría más. El divismo es un resabio burgués, como decía Néstor. Haré monólogos, pero de papeles se­cundarios. Incluso de proletaria, aunque ya no se lleve.

(priscila, al mirar los papeles, sufre un «shock» y cae al suelo desmayada.)

Buscaremos autores jóvenes, que seguro que los hay, y les explicaremos lo que eran los proletarios, y les contaremos de cuando había explotación y lu­cha de clases, imperialismo, fascismo y todo lo de­más... Y les pediremos que escriban obras sobre eso. Monólogos sobre todo. Y algún papelito para ti... Y también les diremos que algunos personajes pueden llamarse «camarada esto» o «camarada aquello»... Que eso no es nada malo, si se hace de corazón...

(Entra natalia con la bandera roja y la peana. Al no ver a priscila se detiene.)

natalia.— Priscila... ¿Dónde te has metido? ¿Me dejas aquí hablando como...? (La ve en el suelo y se sobresalta. Corre hacia ella.) ¡Priscila! ¿Qué te pasa?

(Deja bandera y peana en el suelo y trata de incorporarla, muy angustiada.)

¡Priscila, por favor! ¿Qué tienes? ¿Te encuentras mal? ¡No me digas que te ha dado algo! ¡No, por favor! ¡Ahora no! ¡Priscila, no me dejes sola, con todo este zafarrancho!

(priscila, sin abrir los ojos, extiende el brazo en cuya ma­no retiene un fajo de papeles.)

¡Ay, qué susto me has dado! Creí que...

(priscila se incorpora a medias y queda sentada en el sue­lo, apoyada en natalia, siempre con el brazo extendido.)

¿Qué te ha pasado? ¿Un desmayo, o algo así? (Repara en los papeles.) ¿Qué tienes ahí? 

priscila.— (Con voz ronca, casi inaudible.) El cerco...
natalia.— ¿Qué dices?
priscila.— (Algo más claro.) El cerco de Leningrado... 
natalia.— (Sobrecogida, en un susurro.) No... 
priscila.—Sí... 
natalia.— El cerco..., no. 
priscila.—... de Leningrado, sí.

(natalia extiende la mano y lo coge, casi con veneración. priscila no lo suelta. Quedan ambas sujetándolo y mirán­dolo en silencio.)

natalia.— (Comienza a leer en voz baja.) «Acto primero... La escena representa... una fortificación semidestruída... junto a la fábrica Kírov... en las afueras de Lenin­grado... Al fondo, a la derecha, un nido de ametralla­doras... Por el lado izquierdo y parte del proscenio discurre una trinchera... Sobre el fondo, a la izquierda, se eleva el tubo de un cañón de largo alcance...»
priscila.— Mira: el cañón...
natalia.— Sí... (Sigue leyendo.) «Aquí y allá, sacos terre­ros y cajas de municiones. Una capa de nieve sucia cubre casi todo el escenario... Al levantarse el telón está amaneciendo. Fiódor Vasilievich, con chaquetón y pasamontañas, limpia su fusil en primer término... Del nido de ametralladoras sale Iván Maxímovich, frotándose las manos enguantadas para combatir el frío...»
priscila.— (Interrumpiendo.) ¿Te acuerdas, los pobres, en los últimos ensayos, cómo sudaban?
natalia.— Dímelo a mí...
priscila.— ¿Quiénes eran esos dos?
natalia.— No estoy segura... El del pasamontañas creo que era Pepe... Hubo que hacérselo a medida, por el cabezón que tenía...
priscila.— Sigue, sigue...
natalia.— (Vuelve a la lectura.)... «para combatir el frío. Fiódor Vasílievich le mira un momento y vuelve a...»
priscila.— Oye: y tú, ¿cómo es que lees sin gafas?
natalia.— Ya ves... (Sigue leyendo.)... «Y vuelve a su ocupación. Iván Maxímovich camina hacia el fondo, izquierda, otea a lo lejos y va junto a Fiódor. Mira ha­cia la sala y habla sin dirigirse a nadie... Iván: ¿Algún movimiento por allá?... Fiódor no responde. Iván: No. Seguro que no. Saben que no necesitan moverse. Ni disparar un tiro siquiera...»

(El ruido de las máquinas vuelve a hacerse evidente. La luz va decreciendo sobre las dos mujeres.)

«Saben que el frío y el hambre acabarán con noso­tros... Fiódor, sin dejar su ocupación: Si fuera sólo eso... Iván: ¿Qué quieres decir?... Fiódor: Si fuera sólo el frío y el hambre, lo que acabará con nosotros...»

(OSCURO.)

9

(Sobre el oscuro, el trepidar de las máquinas ha aumentado notablemente. Ahora, al tiempo que vuelve la luz, cesa de súbito y, por el contraste, tarda en percibirse la voz de natalia, que sigue leyendo el manuscrito. Es de noche y el escenario está poco iluminado. Todo igual que al término de la escena anterior, salvo que priscila y natalia están sentadas en algunos de los sacos y cajas, una junto a otra. Tras ellas, la bandera roja instalada en su peana.)

natalia.— «... Van saliendo todos lentamente por el fon­do sin mirar atrás. Queda en escena Dimitri Krotkov, que cubre el cadáver de Andréi Kachurin con una manta. Se incorpora con dificultad, apoyándose en su muleta, y mira a su alrededor sin expresión. Entra Ve­ra Yakubovski con su maletín... Vera: Vamos, cama-rada. El furgón está a punto de salir... Dimitri no res­ponde. Vera: ¿Qué miras? Aquí ya nada es nuestro. ¿Recuerdas lo que decía Andréi? Los vencidos son extranjeros en su propia tierra... Él no creía que llega­ra ese momento, pero... el momento llegó. Dichoso él, que no pudo verlo... Dimitri: No pudo verlo, pero lo soñó... Vera: ¿Qué fue lo que soñó?... Dimitri, tras una pausa: El fin de nuestro sueño... Dimitri y Vera se mi­ran mientras, a lo lejos, crece gradualmente la música de un himno nazi. Telón rápido».

(Ha terminado la lectura. natalia y priscila se miran en silencio, tan compungidas como asombradas. Por fin, priscila reacciona y toma el manuscrito de las manos de natalia. Hojea las últimas páginas y relee, musitando, el final. natalia se levanta y, maquinalmente, sale por un lateral.)

priscila.— No es posible... Yo tengo la cabeza en su si­tio... No soy historiadora, pero tengo la cabeza en su sitio... Y sé que Leningrado no cayó... Ni Moscú, ni la Unión Soviética... Y que los nazis no ganaron la gue­rra, ¿verdad que no? (Repara en que natalia no está) ¡Natalia! ¿Verdad que los nazis no ganaron la guerra y que Leningrado no se rindió?
natalia.— (Entrando.) Juraría que no.
priscila.— (Vuelve a hojear el manuscrito.) Pero, entonces, ¿cómo es posible que...? ¿Dónde has ido?
natalia.— Al lavabo. No podía más.
priscila.— (Dándole el manuscrito.) Ahora que lo dices: yo tampoco... (Y sale por el mismo lateral.) Pero, ¿cómo es posible que en la obra...?
natalia.— (Hojeando el manuscrito.) Y aquí tampoco po­ne el autor, ¿te das cuenta? Sigue el misterio... Pero, de todos modos, tan ignorante no podía ser... por muy anónimo que fuera... ¿La habremos entendido mal?... No, no... Está muy claro... La traición del comisario Sokolov... La escena del banquero alemán... Lo del mercado negro... Está muy claro. Y la derrota final..:
priscila.— (Entrando.) ¿Claro? ¿Estás segura? Y la escena de los popes sodomizando al komsomol, ¿la entien­des?
natalia.— Bueno, sí... Ahí reconozco que la cosa se en­reda un poco...
priscila.— Un poco, dice...
natalia.— Debe de ser algo simbólico, pero...
priscila.— (Quitándole el manuscrito y hojeándolo.) Todo, todo es muy simbólico, diría yo... Demasiado... Por ejemplo, dice Andréi: (Lee.) «No defendemos una ciu­dad sitiada, Dimitri, ni tampoco un país amenazado. Ni siquiera un sistema. Lo que está en juego es una esperanza: la esperanza de todos los condenados de la tierra...»
natalia.— Qué bonito, ¿verdad?
priscila.— Y le contesta Dimitri: «Sí, Andréi, sí... Pero, para salvar esa esperanza, hay que hacer un camino sobre el hielo del lago Ladoga. Sobre una capa helada cuyo espesor nadie conoce, que oculta abismos inson­dables y que, en cualquier momento, puede quebrar­se... bajo el peso de una tentación...» (Pausa.) ¿Te das cuenta?
natalia.— Sí, me doy cuenta... (Pausa.) Pero no sé de qué.
priscila.— Ahí está la cosa.
natalia.— ¿Qué cosa?
priscila.— Que la obra no trata del cerco de Leningrado...
natalia.— Ah, ¿no? 
priscila.— Ni de la Segunda Guerra Mundial... Es una obra con mensaje.
natalia.— Sí: eso se le nota mucho. 
priscila.— Simbólica, pero de un modo raro... 
natalia.— ¿Verdad? Es como si... 
priscila.— Como si, ¿qué? 
natalia.— Como si...

(Se miran en silencio.)

priscila.— No, no es posible.
natalia.— Claro que no.
priscila.— No, ¿qué?
natalia.— Lo que estamos a punto de pensar. No y no.
priscila.— No, ¿verdad?
natalia.— Como un aviso..., o una advertencia... ¡Qué va!
priscila.— O una profecía... ¡Ni hablar!
natalia.— De ningún modo.
priscila.— Claro que no.
natalia.— ¿En qué cabeza cabe?
priscila.— Es imposible.
natalia.— Me niego a pensarlo.
priscila.— Yo también.
natalia.— Rechazado por unanimidad.
priscila.— ¿Quién podía entonces suponer...?
natalia.— Eso: ¿quién podía imaginar...?
priscila.— Hace tantos años...
natalia.— Cuando todo era tan...
priscila.— Nadie.
natalia.— Nadie podía ni sospecharlo.
priscila.— Todo aquel poderío...
natalia.— Que parecía eterno...
priscila.— Y estábamos Yodos tan convencidos...
natalia.— Medio mundo.
priscila.— O más. Tan seguros...
natalia.— Eran verdades como puños.
priscila.— Como puños, sí.
natalia.— Y nos sentíamos tan unidos...
priscila.— Todos éramos tan jóvenes...
natalia.— Incluso tú, ya ves.
priscila.— Y se veía tan cerca... la lucha final...
natalia.— A la vuelta de la esquina.
priscila.— (Vuelve al manuscrito.) No, no es posible...
natalia.— Hasta parecía que la Huelga General, ¿te acuerdas?, era cosa de días, de semanas... 
priscila.— (Hojeando.) Nadie podía entonces ni imagi­nar... 
natalia.— Yo me había hecho un vestido rojo, precioso, muy escotado, para la ocasión... 
priscila.— (ídem.) ¿Quién pudo escribir esto? 
natalia.— Se me acabó apolillando, claro... 
priscila.— Di, Natalia: ¿quién crees tú que...? 
natalia.— (Resueltamente.) No, Priscila. No y no. 
priscila.— ¿Verdad que no? 
natalia.— Néstor no era capaz de escribir... ni una postal.
priscila.— No tenía paciencia.
natalia.— Actor, director, empresario..., sí. Pero autor... 
priscila.— No tenía malicia. 
natalia.— Y para escribir esta obra, tendría que haber sido, además, adivino. 
priscila.— ¿Adivino, Néstor? ¡Ja! 
natalia.— O derrotista, que es peor. 
priscila.— Y Néstor era muy criticón, pero no derrotista. 
natalia.— Al contrario, siempre estaba como..., como esperando el futuro. 
priscila.— Y otra cosa: que una obra así, entonces, era... como una bomba.
natalia.— ¿Una bomba? ¿Por qué? 
priscila.— ¿No te duele la espalda? 
natalia.— ¿Qué espalda? Ni me la siento...
priscila.— Una bomba, Natalia... ¿Te imaginas, decirles a los nuestros que iban a ganar los otros? 
natalia.— Es verdad... Y viceversa. 
priscila.— ¿Qué viceversa? 
natalia.— Pues decirles a los otros que los nuestros iban a perder.
priscila.— Claro: se quedaban sin infierno... 
natalia.— Les arruinabas el negocio. 
priscila.— (Hojeando la obra.) Una bomba, sí... Para los unos y para los otros... 
natalia.— No podía ser. Al autor se la hubieran hecho pagar con...

(Enmudece. Mira a priscila, que la mira espantada. Luego miran las dos hacia lo alto, en la misma dirección señalada por natalia durante su monólogo sonámbulo. Y casi si­multáneamente lanzan un grito desgarrador.)

priscila y natalia.— ¡¡Nooo...!!

(Se han puesto en pie al gritar. En el silencio se abrazan bruscamente. El abrazo parece calmarlas.)

priscila.— ¿Qué nos pasa? ¿Es que no lo sabíamos... desde siempre?
natalia.— Pero no del todo... Como no sabíamos quié­nes... ni por qué... no lo sabíamos del todo.
priscila.— Y ahora, ¿ya lo sabemos?

(Comienza a sonar el fragor sordo de las máquinas.)

natalia.— Mira, ya empiezan ésos...
priscila.— Di, ¿ya lo sabemos?
natalia.— Los unos rompieron la baranda... Los otros le dieron el empujón... 
priscila.— ¿Qué dices? 
natalia.— No tardará en amanecer...
priscila.— ¿Me oyes, Natalia? ¿Lo sabemos? Pudieron ser los nuestros... o los otros... 
natalia.— O unos y otros, como buenos amigos... ¿Nos vamos a dormir?
priscila.— ¿Es que no lo sabíamos... desde siempre? natalia.— Claro... (Le coge el manuscrito.) Y cuando montemos la obra, ellos lo sabrán también... Y sabrán lo que sabemos... 
priscila.— ¿Montar... El cerco de Leningrado? ¿Dónde? ¿Y cómo?

(natalia no contesta. Está mirando hacia la sala.)

natalia.— Porque vendrán a verla, estoy segura... No podrán resistir la curiosidad. Bien vestidos, relucien­tes, todos del mismo color... y juntitos, los unos y los otros, como buenos amigos...
priscila.— No empieces otra vez a delirar, Natalia... Van a derribar todo esto...
natalia.— Veremos si se atreven, con el teatro lleno...
priscila.— Digo ahora, dentro de unas semanas... Con las máquinas ésas, ¿no las oyes?
natalia.— Yo también digo ahora, mañana mismo... Saldremos las dos a la calle y haremos una manifes­tación, ¿te lo imaginas?
priscila.— No mucho, la verdad...
natalia.— Con pañuelos rojos y claveles y una pancarta que diga, por ejemplo...
priscila.—Por ejemplo: «Jubilados de todos los países, uníos»...
natalia.— No, mujer... Por ejemplo: «Ahora nos toca a nosotros»...
priscila.— ¿A quiénes?
natalia.— A los que no tenemos de qué arrepentirnos, o algo así... Y ya verás cuánta gente nos sigue. Y luego, en seguida, nos pondremos a montar El cerco...
priscila.— ¿Y quiénes la vamos a montar? ¿Tú y yo so­las? (Va junto a natalia y la toma del brazo.) Anda: a dormir, que es tardísimo... (Se dirigen hacia un lateral.)
natalia.— «Y las dos solas seguiremos adelante. Y pa­sará este invierno, lo mismo que los otros... Vamos, ti­ra de la carreta, que no nos caiga encima la nevada...».
priscila.— (Acariciando la mano de Natalia.) Oye, qué fina se te está poniendo la piel...
natalia.— ¿Verdad que sí?

(Salen. Aumenta el ruido de las máquinas.  Una brisa inexplicable hace ondear la bandera roja.)

TELÓN