EDUARDO SEGUNDO
Christopher Marlowe
PERSONAJES
REY EDUARDO SEGUNDO
PRÍNCIPE EDUARDO, SU hijo, después rey
Eduardo Tercero
CONDE DE KENT, hermano del rey Eduardo
Segundo
GAVESTON
WARWICK
LANCASTER
PEMBROKE
ARUNDEL
LEICESTER BERKELEY
MORTIMER
MORTIMER MENOR, su sobrino
SPENCER SPENCER HIJO
ARZOBISPO DE CANTERBURY
OBISPO DE COVENTRY
OBISPO DE WINCHESTER
BALDOCK BEAUMONT TRUSSEL
GURNEY
MATREVTS
LlGHTBORN
SIR JUAN DE HAINAULT
LEVUNE
RICE APHOWEL
Abad, monjes, heraldos, señores,
pobres, Jaime, Mower, Campeón, mensajeros, soldados y criados.
REINA ISABEL, esposa de Eduardo,
Segundo Sobrina del rey Eduardo Segundo, hija del duque de Gloucester
Damas
ACTO PRIMERO. ESCENA 1ª. Una calle de Londres.
Entra Gaveston leyendo una carta que ha recibido del rey
GAVESTON: «Mi padre ha fallecido. Ven
acá, Gaveston, a compartir el reino con tu amado amigo.» ¡Oh, palabras que me
sacian de deleite! ¿Qué mayor felicidad puede caber a Gaveston que ser el
favorito de un rey? Dulce príncipe, voy; que tus amorosos renglones habrían
podido hacerme venir a nado de Francia y, como Leandro, expirar en la arena con
tal de verte sonreír y tomarme en tus brazos. Para mis ojos de exilado la vista
de Londres es como el elíseo a un alma a él recién llegada. No porque ame a
esta ciudad ni a sus hombres, sino porque alberga al que me es tan caro, esto
es, al rey, sobre cuyo pecho moriría contento aunque tuviese por enemigo al
resto del mundo. ¿Necesitan las gentes del Ártico amarlas estrellas
cuando el sol brilla sobre ellos día y
noche? Adiós, vil humillarse ante los orgullosos pares; que
mi rodilla sólo se doblará ante el rey. En cuanto a la multitud, ¿qué son sino
chispas arrancadas de los maderos quemantes de su pobreza? Antes trataría de
halagar al viento que roza mis labios y huye... Pero ¿quiénes son ésos?
Entran tres pobres hombres.
POBRES. — Los que necesita el servicio
de Vuestra Señoría.
GAVESTON. — ¿Qué sabéis hacer?
POBRE 1°. — Yo sé cuidar
caballos.
GAVESTON. — Pero no tengo caballos. ¿Y
tú?
POBRE 2°. — Yo soy un viajero.
GAVESTON: Veamos... Tú podrías ayudar a
mi trinchador y. contarme mentiras a la hora de yantar. Me gusta tu discurso y
te tomaré. ¿Tú, qué eres?
POBRE 3°: Un soldado que ha luchado
contra los escoceses.
GAVESTON: Hospitales hay para los que
están en tu caso. Yo no hago guerra alguna; por lo tanto, marchaos.
POBRE 3°: Adiós, y así perezca a manos
de un soldado quien como recompensa quiere para ellos el hospital.
GAVESTON: (Aparte.) Tanto me inmutan
tus palabras como si un ganso, fingiéndose puercoespín, quisiera con sus plumas
perforar mi pecho. Sin embargo, no cuesta trabajo hablar con afabilidad a las
gentes. Así, lisonjearé a éstos y les haré vivir de esperanzas. (A ellos.) Ya
sabréis que acabo de llegar de Francia y aún no he hablado a mi señor el rey.
Si me aviene bien, os emplearé a todos.
TODOS. — Lo agradecemos a Vuestra
Señoría.
GAVESTON. —Ahora tengo que hacer;
dejadme.
TODOS. — Os esperaremos cerca de la
corte. (Salen.)
GAVESTON: Éstos no son hombres para mí.
Yo necesito poetas exquisitos, ingenios, placenteros, músicos que con el tocar
de una cuerda convenzan al dócil rey de que haga lo que se me antoje, porque la
poesía y la música son su deleite. Prepararé por la noche mascaradas italianas,
amenos discursos, comedias y agradables exhibiciones. Por el día, cuando
salgamos, mis pajes irán vestidos de selváticas ninfas, y mis hombres, como
sátiros disfrazados en las praderas, danzarán con sus pies de cabra un paso
rústico antiguo. A veces un gentil mancebo, con la apariencia de Diana, con un
cabello que dore el agua cuando sobre ella se deslice, con brazaletes de perlas
en torno a sus brazos desnudos y en sus manos juguetonas una rama de olivo para
esconder esas panes que los hombres se complacen en ver, se bañará en una fuente,
y allí cerca, uno, en guisa de Acteón, atisbará entre el follaje y por la
enojada diosa metamorfoseado, como liebre correrá perseguido por aullantes
sabuesos que le derribarán en tierra, donde fingirá morir. Cosas como éstas son
las que más placen a Su Majestad. (Se detiene.) ¡Dios mío! Aquí vienen del
Parlamento el rey y los nobles. Me apartaré.
Se retira. Entran el Rey, Lancaster,
Mortimer, Mortimer menor, Edmundo, conde de Kent, Guy, conde de Warwick, etc.
EDUARDO. — ¡Lancaster!
LANCASTER. — ¿Señor?
GAVESTON. — (Aparte.) Aborrezco al
conde de Lancaster.
EDUARDO: (Aparte, a Lancaster.) ¿No me
concederás esto? A pesar de ellos cumpliré mi voluntad, aunque conozco que esos
dos Mortimer, que tanto me enojan, se sentirán disgustados.
MORTIMER. — Si nos amáis, señor, odiad
a Gaveston.
GAVESTON: (Aparte.) ¡Villano Mortimer!
Yo seré tu muerte.
MORTIMER MENOR: A mi tío, a este conde
y a mí nos hizo jurar, al morir, vuestro padre que nunca permitiríamos a
Gaveston volver a este reino. Y si hubiese yo, señor, de quebrantar mi
juramento, esa espada mía, harto capaz de ofender a tus enemigos, dormiría en
la vaina en tu necesidad y bajo tus banderas marcharía quien quisiere, porque
Mortimer colgaría su armadura.
GAVESTON. — (Aparte.) Mort Dieu!
EDUARDO: Mortimer, yo haré que te
arrepientas de esas palabras. ¿Parécete razonable contradecir a tu rey?
¿También te tornas tú adusto, ambicioso Lancaster? La espada alisará las
arrugas de tu frente y ablandará esas rodillas que tan rígidas se han tornado. Gaveston
vendrá aquí y entonces sabréis vosotros el peligro que hay en oponerse a
vuestro rey.
GAVESTON: (Aparte.) ¡Bien, Eduardito!
LANCASTER: Señor, ¿por qué enojáis así
a vuestros pares, que por naturaleza deben amaros y honraros, a trueque de
complacer a ese bajo y obscuro Gaveston? Cuatro condados tengo, además de
Lancaster, y son Derby, Salisbury, Lincoln y Leicester. Todos los venderé para
pagar soldados antes de que Gaveston entre en este reino. Por lo tanto, si
viene, expulsadle sin más.
KENT: Barones y condes, vuestro orgullo
me deja mudo, pero ahora hablaré, espero que con efecto. Recuerdo que en los
días de mi padre, el norteño Lord Percy estando muy enojado desafió a Mowbray
en presencia del rey, por lo cual, de no haberle amado Su Alteza mucho, habría
él perdido la cabeza. Pero el aspecto de mi padre apaciguó el indomable
espíritu de Percy y éste se reconcilió con Mowbray. Más vosotros osáis desafiar
al rey en su propia cara. Véngate, hermano,
y haz que sus cabezas, plantadas en postes,
castiguen sus lenguas.
WARWICK. — ¡Nuestras cabezas!
EDUARDO. — Sí, las vuestras; y por
tanto, deseo que accedáis...
WARWICK. — Frena tus ímpetus, gentil
Mortimer.
MORTIMER MENOR: Ni puedo, ni lo haré.
Yo espero, primo, que nuestras manos defenderán nuestras cabezas y cortarán la
del que ose amenazarnos.
Vamonos, tío, y dejemos a este rey
demente y en adelante hablemos con las espadas desnudas.
MORTIMER: Hay en Wiltshire hombres
bastantes para garantizar nuestras cabezas.
WARWICK. — Todo Warwickshire se nos
unirá por mí.
LANCASTER: Y en el norte tiene
Lancaster muchos amigos. Adiós, señor, y cambiad de opinión, o veréis el trono
donde habéis de sentaros flotar en sangre y a tu caprichoso rostro arrojada la
sangrienta cabeza de tu vil favorito.
Salen los nobles, excepto el conde de
Kent.
EDUARDO: Esas altivas
amenazas son insoportables. Soy rey ¿y he
de ser dominado? Hermano, despliega en el campo mi enseña y me
mediré con los barones y condes. O moriré o viviré con Gaveston.
GAVESTON. — (Adelantándose.) No puedo
seguir apartado de mi señor.
EDUARDO: Gaveston, bienvenido. No me
beses la mano, sino abrázame como yo a ti. ¿Por qué te arrodillas? ¿No
sabes quién soy? Tu amigo, tú mismo, un segundo Gaveston. No fue Hylas más
llorado de Hércules que tú de mí desde que fuiste al destierro.
GAVESTON: Y desde que
partí ningún ánima del infierno ha sufrido
más tormentos que el pobre Gaveston.
EDUARDO: Ya lo sé. (A Kent.) Hermano,
acoge a mi amigo y no dejes conspirar a los traidores Mortimer ni a ese
altanero conde de Lancaster. He cumplido mi deseo de regocijarme, Gaveston, con
tu presencia y antes tragará mi tierra el mar que sostendrá el barco que haya
de alejarte de aquí. Ahora mismo te hago Lord Gran Chambelán, Primer Secretario
de Estado y mío, conde de Cornualles y rey y señor de Man.
GAVESTON. — Señor, esos títulos exceden
con mucho mi mérito.
KENT: Hermano, el menor de ellos puede
bastar para hombre de mayor nacimiento que Gaveston.
EDUARDO: Basta, hermano; que no puedo
tolerar esas palabras. Tu mérito, tierno amigo, supera con mucho mis dones. Por
tanto, para igualarlo, recibe mi corazón. Si por esas dignidades eres
envidiado, aún te daré más, porque Eduardo, para honrarte, te concede su favor
real. ¿Temes por tu persona? Tú tendrás una guardia. ¿Necesitas oro? Vete a mi
tesorería. ¿Deseas ser amado y temido? Recibe mi sello. Perdona y condena y en
nuestro nombre manda lo que tu mente juzgue o plazca a tu capricho.
GAVESTON: Me bastará poseer vuestro
amor, porque, teniéndolo, me creeré tan grande como César entrando en las
calles romanas con cautivos reyes ante su carro triunfante.
Aparece el obispo de Coventry.
EDUARDO: ¿Adónde va tan de prisa mi
señor de Coventry?
OBISPO: A celebrar las exequias de
vuestro padre. ¡Ah! ¿Pero ha vuelto este malvado Gaveston?
EDUARDO: Sí, cura, y vive para vengarse
de ti, que fuiste causa principal de su destierro.
GAVESTON: Verdad es, y a no mediar la
reverencia de esas vestiduras no moverías un pie más allá de donde estamos.
OBISPO: No hice más que lo que debía, y
procura, Gaveston, volverte pronto a Francia, si no quieres que yo excite
contra ti al Parlamento.
GAVESTON: (Asiendo al obispo.) Con
perdón de Vuestra Reverencia...
EDUARDO: Quítale la mitra dorada,
arráncale la estola y rómpele el bautismo.
KENT: Hermano, no se ponga sobre él
mano violenta, que se quejaría a la sede de Roma.
GAVESTON: ¡Como si se quejara a la sede
del infierno! Yo me vengaré de mi exilio.
EDUARDO: No, déjale la vida, pero
apodérate de sus bienes. Tú serás Lord Obispo y recibirás sus rentas y
harás que él te sirva de capellán. Yo te lo doy; úsale como quieras.
GAVESTON. — Irá a prisión y morirá
aherrojado.
EDUARDO. — Sí, a la Torre, a galeras o
donde te parezca.
OBISPO. — Por tal ofensa, maldito seas
de Dios.
EDUARDO: (Volviéndose a
los ministriles.) ¿Quién hay ahí? Conducid
este sacerdote a la Torre. (Le llevan.)
OBISPO. — Sea así como lo digo.
EDUARDO: Sí, pero entre tanto vete,
Gaveston, a tomar posesión de su casa y sus bienes. Ven conmigo, que te
acompañará mi guardia para que salvo vayas y retornes.
GAVESTON: ¿Para qué quiere un cura tan
bella residencia? Una prisión convendrá mejor a su santidad.
Salen todos.
ESCENA II.
Proximidades del Palacio Real. Entran por un lado los Mortimer y por otro
Warwick y Lancaster.
WARWICK: Cierto es que el obispo está
en la Torre y su cuerpo y bienes han sido dados a Gaveston.
LANCASTER: ¿Así tiranizarán a la
Iglesia? ¡Ah, malvado rey y maldito Gaveston! Este suelo, corrompido por
sus pisadas, será su prematura sepultura o la mía.
MORTIMER MENOR: Aunque ese estúpido
guardia francés se proteja mucho, él morirá si no tiene el pecho a prueba de
espada.
MORTIMER. — ¿Por qué se acongoja el
conde de Lancaster?
MORTIMER MENOR. — ¿Por qué está Guy de
Warwick descontento?
LANCASTER. — Ese villano Gaveston ha
sido hecho conde.
MORTIMER. — ¡Conde!
WARWICK: Sí, y Lord Chambelán del
reino. Y Secretario de Estado también, y Señor de Man.
MORTIMER. — No podemos ni debemos
sufrir eso.
MORTIMER MENOR. — ¿Por qué no nos vamos
a levantar tropas?
LANCASTER: No se habla de otra cosa que
del señor de Cornualles y es feliz el hombre a quien él recompensa un saludo
con una mirada. El rey y él andan siempre del brazo, una guardia asiste a su
señoría y toda la corte comienza a adularle.
WARWICK: Y él, apoyado en el hombro del
rey, saluda o escarnece o sonríe a los que pasan.
MORTIMER. — ¿No hay quien sea excepción
de esa esclavitud?
LANCASTER: Todos están hartos de él,
pero nadie osa decir palabra.
MORTIMER MENOR: Eso revela su bajeza,
Lancaster. Si todos los condes y barones fueran de mi opinión, le arrancaríamos
del seno del rey y en la puerta de la corte colgaríamos a ese patán advenedizo
que, henchido del veneno de su ambiciosa soberbia, será la ruina nuestra y la
del reino.
Entran el obispo de Canterbury y un
sirviente.
WARWICK. — Ahí viene Su Gracia el señor
obispo de Canterbury.
LANCASTER. — En su talante expresa
desagrado.
CANTERBURY: Primero fueron sus sagrados
ornamentos desgarrados y rotos, luego pusiéronle encima manos violentas y
después le aprisionaron y confiscaron sus bienes. El Papa lo sabrá. Toma; lleva
el caballo.
Sale el sirviente.
LANCASTER. — Señor, ¿haréis armas
contra el rey?
CANTERBURY: ¿Qué necesidad tengo de
ello? Dios mismo se pone en armas cuando se hace violencia a la Iglesia.
MORTIMER MENOR: ¿OS uniréis a nosotros,
los pares, para desterrar o decapitar a Gaveston?
CANTERBURY: ¿Cómo no, señores? El caso
me atañe de cerca, porque el obispado de Coventry es suyo.
Entra la reina.
MORTIMER MENOR: ¿A dónde, señora, va
Vuestra Majestad tan de prisa?
REINA: Al bosque me voy, gentil
Mortimer, para vivir en congoja y doliente descontento, porque el rey ya no me
hace caso alguno y sólo piensa en el amor de Gaveston. Le acaricia las
mejillas, se cuelga a su cuello, le sonríe en la cara y le cuchichea en los
oídos, y cuando me acerco frunce el ceño como si dijera: «¿A qué vienes tú
cuando estoy con Gaveston?»
MORTIMER. — ¿No es extraño que así le
hayan hechizado?
MORTIMER MENOR: Volved, señora, otra
vez a la corte, que nosotros desterraremos a ese francés o perderemos la vida;
y aun puede ser que el rey pierda su corona, pues tenemos poder y valor
bastante para vengarnos del todo.
CANTERBURY. —No alcéis las espadas contra
el rey.
LANCASTER. — No, pero echaremos de aquí
a Gaveston.
WARWICK. — Y el medio ha de ser la
guerra, porque, si no, no se moverá.
REINA: Entonces estaos quedos, porque
antes de que mi señor se vea afligido por sediciones civiles, prefiero llevar
una vida melancólica a verle retozar con su favorito.
CANTERBURY: Dejadme hablar, señores,
para facilitar las cosas. Nosotros y los demás consejeros reales nos reuniremos
y, de común acuerdo, confirmaremos el destierro de ese hombre con nuestros
sellos y firmas.
LANCASTER. — El rey frustrará lo que
nosotros confirmemos.
MORTIMER MENOR. — Entonces podemos
legalmente sublevarnos.
WARWICK. — ¿Y dónde será la reunión,
señor?
CANTERBURY. — En el Templo Nuevo.
MORTIMER MENOR. — Concorde.
CANTERBURY: Entre tanto os invito a ir
a Lambeth y permanecer conmigo.
LANCASTER. — Vamos, pues.
MORTIMER MENOR. — Adiós, señora.
REINA: Adiós, amable Mortimer, y por mi
amor os ruego que no hagáis armas contra el rey.
MORTIMER MENOR. — No, si las palabras
bastan. Si no, será preciso.
Salen todos.
ESCENA III. Una calle de Londres. Entran
Gavestón y el conde de Kent.
EDUARDO: Edmundo, el poderoso príncipe
de Lancaster, que tiene más condados que puede llevar a cuestas un jumento, y
los dos Mortimer, que son hombres de pro, con Guy de Warwick, temido caballero,
han ido hacia Lambeth. Dejémosles que permanezcan allí.
Salen.
ESCENA IV. El templo nuevo.
Entran varios nobles. Lancaster, Warwick, Pembroke,
Mortimer, Mortimer Menor, Obispo de Canterbury y sirvientes
LANCASTER: Este es el decreto del
destierro de Gaveston. Sírvase Vuestra Señoría inscribir vuestro nombre.
CANTERBURY. — Dadme el papel. (Lo
firma. Firman todos.)
LANCASTER. — De prisa, señores; que me
urge escribir mi nombre.
WARWICK. — Más me urge a mí ver
desterrado a ése.
MORTIMER MENOR: El nombre de Mortimer
amedrentará al rey, que tendrá que deshacerse de ese rústico vil.
Entran el Rey, Gaveston y Kent.
EDUARDO: ¿Cómo? ¿Habéis
acordado que Gaveston se siente aquí? Como
es también nuestro placer, así sea.
LANCASTER: Vuestra Gracia hará bien en
sentarle a vuestro lado, porque en ningún sitio estará el nuevo conde tan
seguro.
Los Mortimer, Pembroke y Warwick se
apartan y hablan entre sí.
MORTIMER: ¿Qué hombre de noble cuna puede
soportar este espectáculo? «Quam male conveniunt!» Ved qué aire tan despectivo
asumen los patanes.
PEMBROKE. —- ¿Pueden los reales leones
adular a rastreras hormigas?
WARWICK: ¡Vasallo innoble, que aspira,
como Faetón, a guiar el carro solar!
MORTIMER MENOR: Su caída está próxima y
sus fuerzas flojean. No consentiremos que se nos sobrepongan así.
EDUARDO. — ¡Prended al traidor
Mortimer!
MORTIMER. — ¡Prended al traidor
Gaveston!
Aferran al último.
KENT. —- ¿Así cumplís vuestros deberes
con el rey?
WARWICK: Nosotros conocemos nuestros
deberes. Que el rey conozca a sus pares.
EDUARDO: ¿Os obstináis en sujetarlo?
Cesad o moriréis.
MORTIMER. — Como no somos traidores, no
amenazamos
GAVESTON: No, no amenazan, señor, pero
obran. Si yo fuera rey...
MORTIMER MENOR: ¿Qué hablas tú,
villano, de ser rey? ¿Acaso eres caballero de nacimiento?
EDUARDO: Aunque fuera un labriego, pues
es mi favorito, yo haré a los más orgullosos de vosotros prosternaros ante él.
LANCASTER: No podéis, señor,
humillarnos así. ¡Fuera, he dicho, con el aborrecible Gaveston!
MORTIMER: Y con el conde de Kent, que
le favorece.
Los ministriles se llevan a Kent y a
Gaveston.
EDUARDO: Ea, poned manos violentas
sobre vuestro rey. Anda, Mortimer, siéntate en el trono de Eduardo, y vosotros,
Warwick y Lancaster, ceñid mi corona. ¿Ha sido nunca un rey atropellado así?
LANCASTER. —- Aprended a gobernar mejor
a nosotros y al reino.
MORTIMER MENOR: Lo que hemos hecho,
nuestro dolorido corazón lo mantendrá.
WARWICK. —- ¿Pensáis que toleraremos a
ese orgulloso encumbrado?
EDUARDO: La ira y el despecho ahogan
mis palabras.
CANTERBURY: ¿Por qué os conmovéis? Sed
paciente, señor, y ved lo que vuestros consejeros hemos hecho.
MORTIMER MENOR: Señores, obremos con
resolución e impongamos nuestra voluntad o perdamos la vida.
EDUARDO: ¿Conque eso queréis, osados y
soberbios pares? Pues antes de que mi amado Gaveston se separe de mí, esta isla
flotará sobre el Océano hasta llegar al infrecuentado índico.
CANTERBURY: ¿Sabéis que soy legado del
Papa? Por vuestro vasallaje a la sede de Roma firmad nuestro decreto sobre ese
exilio.
MORTIMER MENOR: Excomulgadle, si
rehúsa, y entonces le depondremos y elegiremos otro rey.
EDUARDO: Ya veo que eso buscáis, pero
no cederé. Excomulgadme, deponedme, haced lo que os plazca.
LANCASTER. — No vaciléis, señor, y
obrad sin rodeos.
CANTERBURY: Recordad cómo el obispo fue
atropellado. O desterráis al culpable o yo descargaré incontinenti a
estos señores del deber y vasallaje que tienen con vos.
EDUARDO: (Aparte.) No me conviene
amenazar, sino hablar afablemente. (A todos.) El legado del Papa será
obedecido. Señor, vos seréis Canciller del reino. Tú, Lancaster, Gran Almirante
de nuestra flota. El joven Mortimer y su tío serán condes, y vos, Lord Warwick,
Presidente del Norte, y tú de Gales. Si esto no os contenta, dividid en varios
reinos esta monarquía y repartíoslos por igual entre todos vosotros, siempre
que me dejéis algún rincón donde pueda entretenerme con mi queridísimo
Gaveston.
CANTERBURY. —- Nada nos alterará;
estamos resueltos.
LANCASTER. —- (Presentándole el papel.)
Vamos, firmad.
MORTIMER MENOR. — ¿Por qué amáis a
quien el mundo odia?
EDUARDO: Porque él me ama a mí más que
todo el mundo.
Nadie, sino hombres de ruda y
salvaje mente, pueden procurar la ruina de
mi Gaveston. Vosotros, que sois nobles de nacimiento, debíais
compadecerle.
WARWICK: Vos, que sois príncipe de
nacimiento, debéis expulsarle. Firmad, que es vergüenza otra cosa, haced partir
al truhán.
MORTIMER. — Apremiadle, señor
obispo.
CANTERBURY. — ¿Accedéis a desterrarle
del reino?
EDUARDO: Accedo, puesto que no tengo
más remedio; mas en vez de con tinta escribiré con lágrimas. (Firma el
decreto.)
MORTIMER. — El rey está enfermo de amor
por su favorito.
EDUARDO. — Ya está hecho. ¡Despréndete,
mano maldita!
LANCASTER.- Dadme eso, que lo haré
publicar por las calles.
MORTIMER MENOR. — Yo atenderé a que a
ése se le expulse.
CANTERBURY. — Mi corazón está tranquilo
ya.
WARWICK. — Y el mío.
PEMBROKE. — Buenas noticias serán estas
para la gente común. MORTIMER. — Séanlo o no, no nos entretengamos más.
Salen los nobles.
EDUARDO: ¡Cuánto se apresuraron para
desterrar al que amo! Para hacerme algún bien no se habrían movido. ¿Y ha de
estar el rey sujeto a un sacerdote? Soberbia Roma, que incubas esos imperiales
esclavos; por eso y por tus supersticiosos ciriales haré arder
tus anticristianas iglesias, prenderé fuego a tus locos
edificios y forzaré a las torres papales a besar el bajo suelo. Con sacerdotes
muertos haré henchir el cauce del Tíber y crecer sus orillas con sus sepulcros.
Y en cuanto a los pares que así respaldan a la clericalla, si soy rey, ninguno
sobrevivirá.
GAVESTON: (Entra.) Señor, oigo murmurar
por todas partes que me han desterrado y he de dejar el país.
EDUARDO: Es verdad, dulce Gaveston.
¡Ay, si fuera falso! El legado del Papa se ha obstinado y, si tú no te vas, yo
seré depuesto. Pero yo reinaré para vengarme de ellos y así, dulce amigo, toma
esto con paciencia. Vivas donde vivieres, yo te enviaré oro bastante y no
estarás lejos mucho; mas si lo estuvieres, iré a verte yo, porque mi amor nunca
declinará.
GAVESTON: ¿Todas mis esperanzas se
truecan en este infierno de angustias?
EDUARDO: No desgarres mi corazón con
tus hirientes palabras. Si tú estás exiliado de esta tierra yo lo estoy de
mí mismo.
GAVESTON: No disgusta a Gaveston el
partir de aquí, sino abandonaros a vos, en cuyo gracioso talante la felicidad
de Gaveston consiste y fuera de lo cual no encuentra dicha.
EDUARDO: Lo que acongoja mi alma es
que, quiera yo o no, has de partir. Serás gobernador de Irlanda en mi nombre
hasta que la fortuna vuelva a llamarte. Toma mi retrato y déjame el tuyo.
(Cambian retratos.) ¡Si pudiera conservarte como esto conservo, sería tan feliz
como ahora desdichado!
GAVESTON. — Algo es verse compadecido
de un rey.
EDUARDO. — No te vayas de aquí; yo te
esconderé, Gaveston.
GAVESTON. — Me encontrarían y me
tratarían peor.
EDUARDO: El hablar
y cambiar mutuas palabras aumenta nuestra
pena.
Separémonos con un mudo abrazo... Mas,
quédate, Gaveston. No puedo dejarte partir.
GAVESTON: Cada mirada, señor, me hace
derramar una lágrima. Ya que debo marchar, no renueves mi disgusto.
EDUARDO: Corto es el
tiempo que aquí habrás de permanecer. Déjame, pues, mirarte a
mi sabor. Vamos, dulce amigo. Voy a acompañarte.
GAVESTON: Los pares se enojarán.
EDUARDO: Desafiaré su enojo. Vamos. ¡Si
el volver fuera tan fácil como partir!
REINA. — (Entra.) ¿A dónde va mi señor?
EDUARDO. — No vengas con halagos, puta
francesa. Vete de ahí.
REINA. — ¿A quién voy a halagar sino a
mi marido?
GAVESTON: A Mortimer, a quien, ingentil
reina... No digo más; juzgad vos el resto, señor.
REINA: Me injurias hablando así,
Gaveston. ¿No te basta con corromper a mi marido y servir de obsceno
objeto de sus placeres y tienes también que poner en duda mi honor?
GAVESTON. — No era ese mi propósito;
perdonadme.
EDUARDO: Tú tienes demasiada
familiaridad con ese Mortimer y por ti ha sido Gaveston desterrado; pero has de
reconciliarle con los lores, so pena de que nunca me reconcilie yo contigo.
REINA. — Ya sabéis, Alteza, que eso no
está en mi mano.
EDUARDO. —- ¡Pues entonces, fuera y no
me toques!Ven, Gaveston.
REINA. — ¡Villano! ¡Tú me robas a mi
marido!
GAVESTON. — Vos sois, señora, quien me
robáis a mi señor.
EDUARDO. — No la hables; déjala que
reviente.
REINA: ¿He merecido, señor, esas
palabras? Sean testigos las lágrimas que Isabel vierte, y testigo mi corazón,
que deplora tus extravíos, de cuan querido es su esposo para la pobre Isabel.
EDUARDO: Y sea testigo el cielo de lo
querida que eres tú para mí. Llora, llora, que hasta que Gaveston no vuelva a
ser llamado no volverás a aparecer ante mi vista.
Salen Eduardo y Gaveston.)
REINA: ¡Oh, reina, mísera y
desgraciada! Más me hubiera valido, cuando embarqué y dejé la dulce Francia,
que la encantadora Circe, caminando sobre las olas, hubiera cambiado mi forma,
o que el día de mi desposorio la copa de Himen estuviera llena de veneno, o que
los brazos que se enlazaron a mi cuello me hubiesen ahogado antes que vivir
para ver al rey, mi señor, abandonarme así. Como la frenética Juno llenaré la
tierra con el lúgubre murmullo de mis llantos y mis suspiros, porque nunca
Júpiter enloqueció por Ganimedes como el rey por el maldecido Gaveston.
Pero como eso exasperaría más su ira, he de tratarle bien, he de dirigirle
buenas palabras y aun de procurar que se llame a Gaveston. Mas él seguirá loco
por Gaveston y yo seré siempre desventurada.
Entran los nobles Lancaster, Warwick,
Pembroke y los Mortimer.
LANCASTER: Mirad cómo la hermana del
rey de Francia se retuerce las manos y se golpea el pecho.
WARWICK. — Sospecho que el rey debe
haberla maltratado.
PEMBROKE. — Duro es el corazón que
injuria a tal santa.
MORTIMER MENOR. — Sé que llora por lo
de Gaveston.
MORTIMER. —- ¿Por qué, si se ha ido?
MORTIMER MENOR. — ¿Cómo estáis, señora?
REINA: ¡Ay, Mortimer! La ira ha hecho
desbordarse al rey y me ha confesado que no me ama.
MORTIMER MENOR. — Desquitaos, señora,
no amándole vos.
REINA: Preferiría mil muertes, aunque
le amo en vano, por que él nunca me amará a mí.
LANCASTER: No os inquietéis, señora.
Ahora que ha partido su favorito su caprichoso humor le abandonará.
REINA: Nunca, Lancaster. Me ha
encargado que os pida que volváis a llamar a ese hombre. Esa es su voluntad,
señores, y debo cumplirla, so pena de ser alejada de la presencia de Su Alteza.
LANCASTER: ¡Volverle a llamar, señora!
Ése no volverá si su barco no naufraga y el mar echa su cuerpo a la costa.
WARWICK: Y para ver espectáculo tan
dulce, no hay uno de nosotros que no corriera hasta reventar su caballo.
MORTIMER MENOR. — ¿Queréis, señora,
decir que volvamos a llamarle?
REINA: SÍ, Mortimer, porque mientras
así no sea, el rey, enojado, me desterrará de la corte, y así, pues que me amas
y me estimas sé mi abogado ante estos pares.
MORTIMER MENOR. — ¿Pretendéis, señora,
que yo abogue por Gaveston?
MORTIMER. — Abogue quien abogue por él,
mi resolución no cambia.
LANCASTER. —- Ni la mía, señor.
Disuadid a la reina.
REINA: Más bien, Lancaster, procurad
disuadir al rey de su decisión, porque si Gaveston vuelve es contra mi
voluntad.
WARWICK. — Pues no habléis por él y
dejad al rústico que se vaya.
REINA. — Hablo por mí y no por él.
PEMBROKE. —- Ninguna plática valdrá de
nada. Suspendedlas.
MORTIMER MENOR: Dejad, bella reina, de
abogar por el pez que mata al que lo coge, es decir, por ese vil pez-torpedo de
Gaveston, que ahora, según supongo, flotará sobre el mar de Irlanda.
REINA: Gentil Mortimer, permanece una
pieza conmigo y yo te daré razones de tal peso que en corto plazo tú
suscribirás la petición de que él vuelva.
MORTIMER MENOR. — Es imposible, mas
hablad como gustéis.
REINA. — Bien, pero que no nos oiga
nadie más.
Se lleva aparte a Mortimer menor. Se
sientan y hablan.
LANCASTER: Señores, aunque la reina
convenza a Mortimer, ¿estáis resueltos y me respaldáis?
MORTIMER. — Yo contra mi sobrino, no.
PEMBROKE. — No temáis. Las palabras de
la reina no le alterarán.
WARWICK. — ¿No? Adverad cuan
ahincadamente ella le ruega.
LANCASTER. — Sí, y cuan fríamente él
rehúsa.
WARWICK: La reina sonríe. Por mi vida
que Mortimer debe haber cambiado de opinión.
LANCASTER. — Antes perderé su amistad
que acceder.
MORTIMER MENOR (a la Reina): Bien,
necesariamente habrá de ser así. (Levántase y se reúne a los demás.) Espero,
señores, que no pongáis en duda lo que aborrezco a ese Gaveston, y por lo
tanto, si pido que le llamemos, no es por él, sino por nosotros, por el reino y
por el rey.
LANCASTER: No te deshonres así,
Mortimer. Si eso es cierto, ¿acertamos desterrándole? Y si no lo es,
¿acertaremos llamándole? Eso es hacer lo negro blanco y la obscuridad claro
día.
MORTIMER MENOR. — Escuchad mis
palabras, Lord Lancaster.
LANCASTER. — Ninguna palabra puede ser
contraria a la verdad.
REINA. - No obstante, señor, oíd lo que
os alegue.
WARWICK: Cuanto pueda hablar es nulo.
Estamos resueltos.
MORTIMER MENOR. —- ¿No desearíais que
Gaveston muriera?
PEMBROKE. —- Yo sí
MORTIMER MENOR. —- Pues entonces,
señores, permitidme hablaros.
MORTIMER. — Pero sin sofisterías,
sobrino.
MORTIMER MENOR: Lo que aconsejo es por
ardiente celo de enmendar al rey y beneficiar al país. ¿No sabéis que Gaveston
lleva oro suficiente para procurarse en Irlanda amigos bastantes para
enfrentarse a nosotros? Y mientras esté allí y sea amado, difícil nos resultará
vencerle.
WARWICK. — No echéis eso en saco roto,
Lord Lancaster.
MORTIMER MENOR: Pero, si aquí habitase,
siendo detestado como lo es, ¡cuan fácil sería sobornar a algún vil esclavo que
diese a Su Señoría una puñalada! Tanto más cuanto que nadie censuraría al
asesino, sino que se le alabaría y quedaría su nombre en las crónicas por haber
librado al reino de tal plaga.
PEMBROKE. —- Verdad es.
LANCASTER. —- ¿Y por qué eso no se hizo
antes?
MORTIMER MENOR: Porque no pensamos en
ello, señores. Además, ahora que él sabe que depende de nosotros desterrarle y
levantarle el destierro, amainará la bandera de su orgullo y temerá ofender al
menor de los nobles.
MORTIMER. — ¿Y si no obra así, sobrino?
MORTIMER MENOR: Entonces tendremos
pretexto para levantarnos en armas, ya que, si no, haremos traición al rey. Mas
entonces tendremos de nuestro lado al pueblo, el cual, por amor a su padre, le
mira bien, sin que por ello tolere a un advenedizo, crecido en una noche como
los hongos, por muy Lord de Cornualles que sea, el que quiera humillar a la
nobleza. Y cuando los comunes y los nobles se unan, no podrá el rey amparar a
Gaveston, y nosotros le sacaremos de cualquier fortaleza en que se refugie. Si
esto ejecutar, señores, es ser flojo, tenedme por tan vil esclavo como
Gaveston.
LANCASTER. — Sobre esa condición,
Lancaster accede.
WARWICK. — Y Pembroke y yo.
MORTIMER. — Y yo.
MORTIMER MENOR. —- Muy satisfecho me
siento; disponed de Mortimer.
REINA: Y si Isabel este favor olvida,
dejadla vivir abandonada y solitaria. Pero ved cuan oportunamente mi
señor el rey, habiendo dejado de camino al conde de
Cornualles, llega de retorno. Estas noticias le holgarán mucho, aunque no tanto
como a mí. Yo le amo más que él pueda amar a Gaveston. Si él me amase la mitad,
me sentiría tres veces dichosa.
EDUARDO: (Entra el rey enlutado y
hablando solo.) Se ha ido y por su ausencia de luto visto. Nunca un disgusto me
hirió el corazón un de cerca como la ausencia de mi dulce Gaveston. Si con
todas las rentas de mi corona pudiera hacerle volver, de grado las daría a sus
enemigos y pensaría ganar habiendo comprado tan querido amigo.
REINA. — ¡Cómo se conduele de su
favorito!
EDUARDO: Mi corazón
es el yunque sobre el que la
pena golpea como con ciclópeos martillos, ofuscando con el
fragor mi cerebro y haciéndome ansiar con afán a mi Gaveston. ¡Ah, si alguna
exánime furia se hubiere levantado del infierno y con
mi cetro me hubiera golpeado hasta matarme cuando
me separé de mi Gaveston!
LANCASTER. — ¡Diablo! ¿Cómo llamaremos
a pasiones tales?
REINA. —- Mi gracioso señor, os traigo
nuevas.
EDUARDO. — ¿De qué habéis hablado con
vuestro Mortimer?
REINA. — De que Gaveston, señor, sea
otra vez llamado.
EDUARDO. — ¡Llamado! Demasiado buena es
la noticia para creerla.
REINA. — Pero ¿me amaréis si resulta
cierta?
EDUARDO. — Si tal resultara, ¿qué no
haría Eduardo?
REINA: Por Gaveston, no por Isabel.
EDUARDO: Por ti, bella reina, si tú
amas a Gaveston. Yo colgaré una lengua de oro en torno a tu cuello, puesto que
con un buen acierto has abogado.
REINA: Ninguna otra joya han de colgar
de mi cuello que éstas, mi señor. (Poniéndole las manos en los brazos), ni
quiero tener más riquezas que la que pueda proporcionarme este espléndido
tesoro. (Le besa.) ¡Cómo reanima un beso a la pobre Isabel!
EDUARDO: Recibe otra vez mi mano y sea
éste nuestro segundo matrimonio.
REINA: Así resulte más feliz que el
primero. Mi gentil señor, trata bien a esos nobles que esperan una graciosa
mirada tuya y de rodillas saludan a tu Majestad.
EDUARDO: Valeroso Lancaster, abraza a
tu rey. Y así como el sol disipa los más espesos vapores, así la sonrisa de un
soberano disipe los odios y os haga vivir conmigo como Cantaradas.
LANCASTER: Esas frases hacen rebosar mi
corazón.
EDUARDO: Warwick será mi principal
consejero. Sus cabellos de plata adornarán la corte más que ostentosas sedas o
ricos bordados. Repréndeme, buen Warwick, si alguna vez me extravío.
WARWICK: Matadme vos, señor, cuando os
ofenda.
EDUARDO: En los triunfos solemnes y los
grandes fastos, Pembroke llevará la espada ante el rey.
PEMBROKE: Y con esa espada luchará
Pembroke por vos.
EDUARDO: ¿Por qué el joven Mortimer
queda apartado? Tú serás comandante de nuestra real escuadra, mas, si tan
majestuoso oficio no te pluguiere, yo te haré Lord Mariscal del reino.
MORTIMER MENOR: De
tal modo, señor, perseguiré a vuestros enemigos,
que Inglaterra estará sosegada y vos seguro.
EDUARDO: En cuanto a vos, Lord Mortimer
de Chirke, cuyos grandes méritos en las guerras extranjeras no son comunes ni
merecen recompensa corta, seréis general de las tropas reclutadas para ir a
atacar a los escoceses.
MORTIMER: Mucho me honra con ello Vuestra
Gracia, porque nada encaja a mi carácter mejor que la guerra.
REINA: Ahora es el rey de Inglaterra
rico y fuerte, puesto que tiene el amor de sus renombrados pares.
EDUARDO: Sí, Isabel, nunca mi corazón
se sintió tan aliviado. Escribano de la Corona... (Entra Beaumont)...enviad
aviso nuestro a Gaveston, a Irlanda. Beaumont, vuela con él tan de prisa como
Iris, o Júpiter, o Mercurio.
BEAUMONT. — Lo haré, mi gracioso señor.
(Sale.)
EDUARDO: Lord Mortimer, lo que digo
quede a vuestro cargo; vayamos a festejar esto regiamente y cuando llegue
nuestro amigo, el conde de Cornualles, con generales justas y torneos
solemnizaremos su casamiento, porque no sé si sabéis que le he prometido con
nuestra prima, la heredera del conde de Gloucester.
LANCASTER. — Grandes noticias son esas,
señor.
EDUARDO: Ese día, ya que no por él, por
mí, que seré de la fiesta mantenedor, no se mire en el coste. Cuento con
vuestro afecto.
WARWICK. — En esto y en todo puede
Vuestra Alteza mandarnos.
EDUARDO. — Gracias, gentil Warwick.
Vayamos a celebrarlo.
Salen. Quedan los Mortimer.
MORTIMER: Sobrino, a Escocia voy, tú te
quedas aquí. Procura no oponerte al rey, ya que vemos que es por naturaleza
sereno y benigno. Si así enloquece por Gaveston, dejémosle cumplir su voluntad
sin trabas. Los reyes más poderosos han tenido sus favoritos, porque el gran
Alejandro amaba a Hefaestión, el vencedor Hércules
lloró por Hylas, y por Patroclo agobióse el
fuerte Aquiles. Y esto no sólo los reyes sino los hombres más sabios, porque el
romano Tulio amaba a Octavio y el grave Sócrates al brusco Alcibíades.
Dejémosle, pues, hacer, que la juventud es flexible y él nos ha prometido tanto
como podemos desear. Que goce libremente de ese conde vano y de cabeza ligera,
que ya los años más maduros le apartarán de retozos tales.
MORTIMER MENOR: Tío, no me enfada su
caprichoso humor, sino que hombre tan bajamente nacido tanto medre por el favor
de su soberano y se levante con los tesoros del reino. En tanto que los
soldados se amotinan por falta de paga él lleva a cuestas la renta de un
magnate y, como Midas, suele derrocharlo con gente vil y de mala ralea, a los
que viste —y se viste— tan fantásticamente como si Proteo, Dios de las formas,
le inspirase. Nunca he visto a un badulaque tan galán como él. Lleva una capa
corta italiana con capucha, incrustada de perlas, y en su gorro toscano una
joya de más valor que la corona. Él y el rey, mientras pasamos, asomados a una
ventana, se ríen de los que son como nosotros y se chancean de nuestro séquito
y de nuestro porte. Todo eso, tío, me torna impaciente.
MORTIMER. — Pero ya veis, sobrino, que
el rey ahora ha cambiado.
MORTIMER MENOR: Ya lo veo, y viviré
para servirle, pero mientras tenga espada, mano y corazón, no cederé a ningún
advenedizo. Ya sabéis cómo soy; vayámonos luego, tío.
(Salen.)
ACTO
II
ESCENA
1ª. Salón
en casa de Gloucester. Entran Spencer Hijo y Baldock.
BALDOCK: Spencer, ahora que ha muerto
el conde de Gloucester, ¿a qué noble te propones servir?
SPENCER HIJO: No a Mortimer ni a
ninguno de su bando, porque el rey y él son enemigos. Está seguro, Baldock, de
que un noble faccioso nunca se beneficiará a sí mismo, y a nosotros menos. Mas
el que goza del favor del rey puede con una palabra hacernos prosperar siempre.
El liberal conde de Cornualles es el hombre de quien depende la fortuna de
Spencer.
BALDOCK. — ¿Te propones unirte a su
casa?
SPENCER HIJO: No, sino ser su
compañero, porque me aprecia mucho y antaño me estimaba más que al mismo rey.
BALDOCK. — Pero está desterrado y
ofrece pocas esperanzas.
SPENCER HIJO: De momento sí, mas espera
el final. Un amigo mío me ha dicho en secreto que va a ser de nuevo llamado y
ahora ha llegado un correo de la Corte con cartas del rey para nuestra señora,
y ella, leyéndolas, ha sonreído, lo que me induce a pensar que debe tratarse de
Gaveston, su pretendiente.
BALDOCK: Ello me complace, porque desde
que le desterraron nunca ella sale ni se presenta a nadie.
Pero yo imaginaba roto el compromiso
y que el destierro de él la había hecho cambiar de opinión.
SPENCER HIJO: Mi señora es constante en
sus amores. Te apuesto la vida a que casará con Gaveston.
BALDOCK: Entonces espero aventajarme
gracias a ella, puesto que la he instruido desde su niñez.
SPENCER HIJO: En ese caso, Baldock,
déjate de hacer el pedante y aprende a vivir como un caballero. El andar con
vestes negras y una faja, y un gorro de terciopelo con sarga por delante, y
oler a perfume, y llevar una servilleta en la mano, y contar un largo cuento al
extremo de una mesa, e inclinarse mucho ante los nobles, y mirar al suelo
cerrando los párpados, y decir:
«Verdad es, con permiso de Vuestro
Honor», son cosas que no granjean el favor de los grandes hombres. Has de ser
orgulloso, atrevido, resuelto y, cuando se presenta la ocasión, andar a
cuchilladas.
BALDOCK: Ya sabes, Spencer, que odio
tales formulismos y que sólo los uso por hipocresía. Mi anciano señor, en vida,
era tan exigente que hasta se fijaba en mis botones y si eran como cabezas de
alfiler los reprendía por grandes, lo que me obligaba a tener el porte de un
clérigo, aunque fuese por dentro asaz licencioso y apto para cualquier
bellaquería. No soy yo uno de esos comunes pedantes que no pueden hablar
sin «propterea quod».
SPENCER HIJO: Sino uno de los que dicen
«quandoquidem», y tienen especiales dones para formar un verbo.
BALDOCK. — Deja las chanzas, que viene
mi señora.
Se apartan a un lado. Entra la sobrina
del rey.
SOBRINA: No ha sido tanto mi pesar por
su destierro como mi alegría por su retorno. Esta carta es de mi dulce
Gaveston. ¿Por qué necesitabas, amor, excusarte? Ya sé que no podías venir a
hacerme visita. (Lee.) «No pasaré mucho tiempo lejos de ti, aunque me cueste la
vida». Esto demuestra el íntegro amor de mi señor. (Lee.) «Cuando yo te olvide
será que la muerte ha aferrado mi corazón.» Anda, descansa aquí, donde Gaveston
dormirá. (Se guarda la carta en el seno.) La carta de mi señor el rey dice que
quiere verme volver a la Corte para encontrarme con Gaveston. ¿Por qué he
de entretenerme puesto que habla el
día de mi boda? (Llama.)
¡Baldock! (Se adelanta.) Mandad
preparar mi coche; lo necesito.
BALDOCK. —- Se hará, señora.
SOBRINA: Que me espere junto a la cerca
del parque. (Sale Baldock.) Spencer, vos quedaos a hacerme compañía, porque
tengo buenas nuevas que darte. Milord Cornualles regresa y estará en la Corte
tan pronto como nosotros.
SPENCER HIJO. —- Ya sabía yo que el rey
le haría regresar.
SOBRINA. — Si todo sale como espero,
pensaremos en tus servicios, Spencer.
SPENCER HIJO. — Humildemente lo
agradezco a Vuestra Señoría.
SOBRINA. — Vamos, abre camino, que
estoy impaciente.
Salen.
ESCENA II. Ante el castillo de Tynemouth. Entran
Eduardo, la Reina, Lancaster, Mortimer Menor, Warwick, Pembroke, Kent y
sirvientes
EDUARDO (aparte): El viento es bueno;
me extraña la demora. Temo que Gaveston haya naufragado en el mar.
REINA: Mirad, Lancaster, cuan
apasionado está y cómo piensa en su favorito.
LANCASTER.- Señor...
EDUARDO. — ¿Qué? ¿Hay noticias? ¿Ha
llegado Gaveston?
MORTIMER MENOR: ¡No pensáis más
que en Gaveston! ¿Cómo es eso, señor?
Cosas graves hay en
qué pensar. El rey de Francia ha
invadido Normandía.
EDUARDO: Eso es nada. Le expulsaremos
cuando se nos antoje. Mas dime, Mortimer, ¿cuál es tu divisa en el pomposo
festejo que hemos decretado?
MORTIMER. — Una cosa muy llana, señor,
que no merece decirse.
EDUARDO. — Házmela conocer.
MORTIMER MENOR: Pues que tanto lo
deseáis os contestaré que es un majestuoso cedro florecido sobre cuya copa se
posan reales águilas, mientras por la corteza trepa un cangrejo, y en la más
alta rama se lee el lema: «Aeque tándem».
EDUARDO. — ¿Y cuál es la vuestra, señor
de Lancaster?
LANCASTER: Mi divisa, señor, es aún más
llana que la de Mortimer. Cuenta Plinio que hay un pez volador al que todos los
otros peces odian a muerte, y perseguido de los cuales se remonta en el aire,
si bien tan pronto como se eleva un ave lo devora. Ese pez llevo por divisa,
señor, con el lema «Undique mors est».
EDUARDO: ¡Orgulloso Mortimer! ¡Poco
gentil Lancaster! ¿Ese es el amor que tenéis a vuestro soberano? ¿Tal es el
fruto de vuestra reconciliación? ¿Podéis con las palabras mostrar amistad y en
vuestros escudos ostentar tales pruebas de encono? ¿Cómo definir eso sino de
injuria al conde de Cornualles, mi hermano?
REINA. — Dulce esposo, tranquilízate,
que todos te aman.
EDUARDO: No me aman a mí más que odian
a Gaveston. Yo soy ese cedro (mas os aviso que no me sacudáis demasiado) y
vosotros las águilas, pero os aconsejo que no os remontéis en exceso, porque
tengo en mis manos las cintas con que puedo abatiros. Y ese «Aeque tándem»
podrá decirlo el cangrejo al más orgulloso de los pares de Inglaterra. Aunque
por otro lado le motejéis de pez volador y le amenacéis de muerte si cae o se
levanta, ni el mayor monstruo del mar ni la más ominosa arpía podrán devorarle.
MORTIMER MENOR: Si así en su ausencia
le defiende, ¿qué no hará cuando le tenga delante?
LANCASTER. — Ya veremos. Mirad: ahí
viene Su Señoría.
Entra Gaveston.
EDUARDO: ¡Gaveston mío! Bienvenido seas
a Tynemouth y bienvenido a tu amigo. Tu ausencia me hacía languidecer,
porque, así como los amadores de la bella Danae, cuando la vieron encerrada en
una torre de bronce, la deseaban más y más dolidos se sentían, así me pasaba a
mí. Ahora tu presencia me es más dulce que fue tu partida lastimera y enojosa
para mi sollozante corazón.
GAVESTON: Tierno señor y rey, vuestro
discurso se ha anticipado al mío, mas aún me quedan palabras para expresar mi
alegría. El pastor víctima del mordiente viento de invierno no anhela la
pintada primavera con más ansia que yo ver a Vuestra Majestad.
EDUARDO. — ¿Ninguno de vosotros saluda
a mi Gaveston?
LANCASTER. —- ¿Saludarle? Sí.
Bienvenido, Lord Chambelán.
MORTIMER MENOR. — Bienvenido sea el
buen conde de Cornualles.
WARWICK. —- Bienvenido, Lord Gobernador
de la Isla de Man.
PEMBROKE. —- Bienvenido, señor
Secretario.
KENT. — ¿Oís, hermano?
EDUARDO. — ¿Aún siguen tratándome así
estos condes y barones?
GAVESTON. — Señor, no puedo soportar
estas injurias.
REINA (aparte). — ¡Pobre de mí cuando
éstos principian!
EDUARDO: Hazles, Gaveston, que se
traguen esas palabras, que yo te respaldo.
GAVESTON: Ruines y obtusos condes que
os gloriáis de vuestro nacimiento, id a vuestras casas y
comed las vacas de vuestros colonos y
dejaos de chanzas con Gaveston, cuyos altos
pensamientos nunca cayeron tan bajos como para dirigir hacia
vosotros una mirada.
LANCASTER: Con todo, no me rebaja el
hacerlo yo con vos. (Tira de la espada.)
EDUARDO. — ¡Traición, traición! ¿Dónde
está el traidor?
PEMBROKE. — ¡Calma, calma!
EDUARDO. — Acercadme a Gaveston, que me
lo matarán.
GAVESTON. — Tu vida pagará esta ofensa.
MORTIMER MENOR: Será la tuya, villano,
si no yerro el golpe. (Hiere a Gaveston.)
REINA. —-¡Ah, furioso Mortimer! ¿Qué
has hecho?
MORTIMER MENOR. —- Lo que debía, aunque
le haya matado.
Sale Gaveston con los criados.
EDUARDO: Y más tendrás que pagar,
aunque no le hayas matado. Los que habéis cometido este desmán saldréis de mi
presencia y no volveréis a la Corte.
MORTIMER MENOR. — No dejaré la Corte
por un Gaveston.
LANCASTER. — Le llevaremos por las
orejas al patíbulo.
EDUARDO. — Mirad por vuestras cabezas,
que la suya está segura.
WARWICK. — Mirad por vuestra corona si
le respaldáis.
KENT. — Esas palabras, Warwick, cuadran
mal con tus años.
EDUARDO: Todos conspiran para
contrariarme, pero si vivo he de pisar sus cabezas.
Vamos de acá, Edmundo, y levantemos
tropas, que la guerra ha de abatir el orgullo de estos barones. (Sale seguido
por la Reina y Kent.)
WARWICK. —-Vayamos a nuestros
castillos, porque el rey está en ira.
MORTIMER MENOR. —-Puede ser, y perecerá
por ella.
LANCASTER: Ahora, primo, todo trato con
él es inútil, porque se propone doblegarnos por fuerza de armas. Por lo tanto
declaremos nuestro conjunto propósito de perseguir a Gaveston hasta la muerte.
MORTIMER MENOR. — ¡Por el cielo que el
abyecto villano no vivirá!
WARWICK. —- Yo tendré su sangre o
moriré en el empeño.
PEMBROKE. —- El mismo juramento hace
Pembroke.
LANCASTER: Y Lancaster. Ahora enviemos
heraldos a desafiar al rey y hagamos jurar al pueblo que le depondrá.
(Entra un correo.)
MORTIMER MENOR. — ¿Cartas? ¿De
dónde?
MENSAJERO. — De Escocia, señor.
LANCASTER. — ¿Cómo están nuestros amigos,
primo?
MORTIMER MENOR. — Mi tío ha sido hecho
prisionero por los escoceses.
LANCASTER. — Animaos, que le
rescataremos.
MORTIMER MENOR: Piden por el rescate
cinco mil libras. ¿Quién debe pagarlas sino el rey, puesto que mi tío ha sido
hecho prisionero peleando por él? El rey pagará. Veré al rey.
LANCASTER. — Yo te acompaño, primo.
WARWICK: Entre tanto el señor de
Pembroke y yo iremos a Newcastle para hacer leva de tropas.
MORTIMER MENOR. — Id, pues, que os
seguiremos.
LANCASTER. — Andad con resolución y
secreto.
WARWICK. — Os lo prometo.
Salen todos, menos Mortimer y
Lancaster.
MORTIMER MENOR: Primo, si el rey no le
rescata le diré cosas tales como nunca rey alguno ha oído de un vasallo.
LANCASTER. — Me agradará secundaros.
Hola, ¿quién va allá?
Entra un guardia.
MORTIMER MENOR. —- Oportunamente llega
este guardia.
LANCASTER. — Guiadnos.
GUARDIA. — ¿Adónde debo guiar a
Vuestras Señorías?
LANCASTER. — ¿Adónde ha de ser sino a
ver al rey?
GUARDIA. — Su Alteza ha decidido
permanecer solo.
LANCASTER. — Es posible, pero nosotros
hemos de hablarle.
GUARDIA. — No podéis, señor.
MORTIMER MENOR.- ¿Que no podemos?
Entran el Rey y Kent.
EDUARDO: ¿Cómo? ¿Qué estruendo es este?
¿Para qué estáis aquí vos? (Inicia el mutis.)
MORTIMER MENOR: Teneos, señor, que os
traigo noticias. Mi tío ha sido prisionero por los escoceses.
EDUARDO. — Pues rescatadle.
LANCASTER: Habiendo sido apresado en
vuestras guerras, debéis rescatarle vos.
MORTIMER MENOR. — Y le rescataréis,
o...
KENT. — ¡Mortimer! ¿Osáis amenazarle?
EDUARDO: Tranquilizaos, que os doy
carta blanca para hacer colecta de rescate en todo el reino.
LANCASTER. — Eso os lo ha dicho vuestro
favorito Gaveston.
MORTIMER MENOR: Señor, la familia de
los Mortimer no es tan pobre aún que, si vendiera sus tierras, no reuniese
hombres bastantes para incomodaros. Nosotros nunca pedimos; nuestras súplicas
son éstas. (Se lleva la mano a la espada.)
EDUARDO. — ¿Todavía vais a molestarme
más?
MORTIMER MENOR. —- Puesto que estáis a
solas os diré lo que pienso.
LANCASTER. — Y yo; y después, señor,
adiós.
MORTIMER MENOR: Los superfluos juegos,
mascaradas y fiestas caprichosas y los pródigos dones otorgados
a Gaveston han agotado tu tesorería y
tornádote débil. Los refunfuñantes Comunes están en exceso apremiados.
LANCASTER: Y piensan en la rebelión y
en deponerte. Las guarniciones inglesas han sido expulsadas de Francia y los
soldados, pobres e inválidos, yacen, rezongando, en los quicios. El feroz
O'Neill, con enjambres de infantería ligera irlandesa, campa por sus respetos
en la zona inglesa de Irlanda. Hasta los muros de York los escoceses se han
abierto camino y cosechan, sin resistencia, ricos despojos.
MORTIMER MENOR: Los altaneros daneses
dominan los estrechos y en los puertos se balancean tus barcos desaparejados.
LANCASTER. — ¿Qué príncipe extranjero
te envía embajadores?
MORTIMER. — ¿Quién te ama sino una
cuadrilla de aduladores?
LANCASTER: Tu gentil reina, única
hermana de Valois, se queja de que la tienes abandonada.
MORTIMER MENOR: Desnuda está la Corte,
puesto que carece de aquello que hace a un rey glorioso ante el mundo, esto es,
los pares, a quienes debías estrecho afecto. En las calles se fijan pasquines
contra ti y corren baladas y rimas hablando de tu destronamiento.
LANCASTER: Los de la frontera del norte
ven sus edificios quemados, y sus hijos y mujeres perseguidos y muertos, y
maldicen tu nombre y el de Gaveston.
MORTIMER: ¿Cuándo saliste a campaña con
desplegadas banderas? Una vez sola y tus soldados marchaban como juglares, con
ropas ostentosas y sin armadura. Tú mismo, cubierto de oro, cabalgabas riendo y
agitando en el aire tu casco cubierto de lentejuelas,
en el que preseas femeniles colgaban como
marbetes de tu deshonra.
LANCASTER: Entonces fue
cuando los burlones escoceses, para afrenta
de Inglaterra, compusieron esta tonada: // Muchachas de Inglaterra,
enlutaros podéis // que perdido los mozos en Bannocksboum habéis, // con un
¡ay, ay, ay! // Decidnos lo que ha sido de ese rey de Inglaterra // que iba de
nuestra Escocia a conquistar la tierra // en un patatrás.
MORTIMER MENOR. —- Wigmore volará a
libertar a mi tío.
LANCASTER: Y, eso hecho, nuestras
espadas no estarán ociosas. Si seguís airado, véngaos como podáis, que cuando
volváis a vernos será con nuestras enseñas desplegadas.
Salen los nobles.
EDUARDO: Mi henchido corazón rebosa
cólera. ¡Cuan a menudo he sido acosado por estos pares! Y no osaba vengarme
porque su poder es grande, mas, con todo, el cloqueo de esos gallipollos
¿asustará a un león? Saca las zarpas, Eduardo, y haz que la sangre de sus vidas
aplaque el hambre de tu furia. Si me muestro
cruel y tirano, que a ellos mismos
se lo agradezcan cuando se quejen demasiado tarde.
KENT: Señor, veo que vuestro amor a Gaveston
va a ser vuestra ruina y la del reino.
Ya veis que los airados nobles amenazan
con la guerra. Desterradle, pues, para siempre, hermano.
EDUARDO. — ¿Eres tú enemigo de mi
Gaveston?
KENT. — Si, y me duele haberle
favorecido.
EDUARDO. —- ¡Traidor, malvado! Vete con
Mortimer.
KENT. —Sí iré, antes que con Gaveston.
EDUARDO. —- Aléjate de mi vista y no me
incomodes más.
KENT: No me asombra que escarnezcas a
tus nobles pares cuando a tu propio hermano rechazas así.
EDUARDO: ¡Fuera! (Sale Kent.) ¡Pobre Gaveston,
sin otro amigo que yo! Hagan ellos lo que quieran, viviremos en Tynemouth y yo
pasearé con él en torno a las murallas. ¿Qué importa que los pares nos sitien?
Aquí viene la culpable de estas pendencias.
Entran la Reina, la sobrina del Rey,
dos damas, Gaveston, Baldock y Spencer, hijo.
REINA. — Señor, se cree que los condes
están en armas.
EDUARDO. — Si, y así es como pensabais
favorecer a mi amigo.
REINA. — ¿Aún seguís sospechando de mí
sin causa?
SOBRINA. — Mi buen tío, hablad más
amablemente a la reina.
GAVESTON.- Señor, disimulad ante ella y
habladla con dulzura.
EDUARDO. — Perdonad, querida; perdí los
estribos.
REINA. — Presto tenéis siempre el
perdón de Isabel.
EDUARDO: El joven Mortimer se ha
embravecido tanto que en mi propia cara ha hablado de guerra civil.
GAVESTON. —- ¿Por qué no le mandáis a
la Torre?
EDUARDO. —- No me atrevo, porque el
pueblo le ama mucho.
GAVESTON. —- Pero podéis acabar con él
discretamente.
EDUARDO: ¡Así Lancaster y él hubieran
mutuamente brindado con una copa de veneno! Pero cambiemos de plática. ¿Quiénes
son éstos?
SOBRINA: Dos que sirvieron a mi padre
mientras vivió. ¿Placerá a Vuestra Gracia colocarlos?
EDUARDO. —- Dime dónde has nacido y
cuáles son tus armas.
BALDOCK: Me llamo Baldock y mi
hidalguía la gané en Oxford, no en la heráldica.
EDUARDO: Más idóneo eres así para lo
que me conviene. Sírveme y yo cuidaré de
que nada te falte.
BALDOCK. — Humildemente lo agradezco a
Vuestra Majestad.
EDUARDO. — ¿Conoces a éste, Gaveston?
GAVESTON: Sí, señor. Su nombre es
Spencer y está bien emparentado. Os ruego que por mi amor le acojáis en vuestra
gracia. Pocos hombres tienen más merecimientos.
EDUARDO: Entonces, Spencer, me servirás
y por amor de Gaveston te agraciaré con más de lo usual.
SPENCER HIJO: No puedo aspirar a
títulos mayores que el de ser favorecido por Vuestra Majestad.
EDUARDO: Sobrina, este día se hará la
fiesta de vuestros desposorios y piensa tú, Gaveston, cuánto te amo, pues que
te caso con nuestra sobrina, única heredera del conde de Gloucester ha poco
fallecido.
GAVESTON: Ya sé, señor, que muchos me
aborrecen, pero no me curo de su amor ni su odio.
EDUARDO: Los más fuertes barones no me
limitarán. Aquel a quien yo quiera favorecer será grande. Ea, salgamos y cuando
las nupcias concluyan prendamos a los rebeldes y a sus cómplices.
Salen todos.
ESCENA III. Cercanías del castillo de
Tynemouth. Mortimer Menor, Warwick, Pembroke, Kent y otros.
KENT: Señores, por amor a nuestra
tierra nativa vengo a unirme con vosotros, dejando al rey. Y en esta pendencia
y por el bien del reino seré el primero en arriesgar la vida.
LANCASTER: Temo que seáis enviado como
espía para indisponernos so capa de amor.
WARWICK: El rey es vuestro hermano y
nos asisten motivos para pensar lo peor y dudar de vuestro levantamiento.
KENT: Mi honor os da las arras de mi
sinceridad, más si esto no os basta, adiós, señores.
MORTIMER MENOR: Tente, Edmundo. Nunca
un Plantagenet faltó a su palabra, y por tanto confiamos en ti.
PEMBROKE. — ¿Qué razón habéis tenido
para abandonarle ahora?
KENT. — Ya he informado al conde de
Lancaster.
LANCASTER: Y basta. Ahora, señores,
sabed que Gaveston ha llegado en secreto y se huelga con el rey en Tynemouth.
Vayamos con nuestra gente, escalemos las murallas y tomemos a los dos por
sorpresa.
MORTIMER MENOR. — Yo iniciaré el
asalto.
WARWICK. — Y yo te seguiré.
MORTIMER MENOR: Esta rasgada enseña de
mis antepasados que flotó sobre la orilla desértica del mar Muerto, donde
ganamos el nombre de Mortimer, avanzará hacia los muros de ese castillo. Tocad
armas, tambores, despenad a ésos de sus retozos y que sea vuestro redoble el
toque fúnebre de Gaveston.
LANCASTER: No ose ninguno tocar al rey,
pero no perdonéis a Gaveston ni sus amigos.
Salen.
ESCENA IV. En el castillo de Tynemouth.
Entran el Rey y Spencer Hijo
EDUARDO. — Decidme, Spencer, dónde está
Gaveston.
SPENCER HIJO. — Temo que muerto, mi
gracioso señor.
EDUARDO: No, aquí viene. Siendo así,
que esa gente mate y saquee lo que quiera. (Entran la reina, la sobrina del
rey, Gaveston, etcétera.) Huid, huid, señores, que los condes ganan la batalla.
Embarcad y marchad a Scarborough. Spencer y yo marcharemos por tierra.
GAVESTON. — Quedaos, señor, que a vos
no os dañarán.
EDUARDO. — No confío en ellos,
Gaveston. Marchemos.
GAVESTON. — Adiós, señor.
EDUARDO. — Adiós, señora.
SOBRINA. — Adiós, mi buen tío, hasta
que volvamos a vernos.
EDUARDO. — Adiós, querido Gaveston,
adiós, sobrina.
REINA. — ¿No te despides de la pobre
Isabel, tu reina?
EDUARDO. — Sí, Sí, y di adiós también a
Mortimer, tu amante.
REINA: Los cielos son testigos de que
sólo os amo a vos. (Salen todos, menos Isabel.) Así huye de mis abrazos. ¡Oh,
si mis brazos pudieran ceñir toda la isla para poder alcanzarle donde
estuviera! ¡Oh, si estas lágrimas que brotan de mis ojos pudieran ablandar
su pétreo corazón para que, cuando nos viéramos, nunca más nos separáramos.
Entran los barones: Lancaster, Warwick,
Mortimer menor y otros. Suenan clarines.
LANCASTER. — No sé cómo habrá
escapado.
MORTIMER MENOR. — ¿Quién es ésta? ¡La
reina!
REINA: Sí, Mortimer, la miserable reina
cuyo dolido corazón han abrasado sus interiores suspiros y su
cuerpo marchitado su continuo duelo. Estas manos están
rendidas de tratar de alejar de mi señor a Gaveston, al malvado Gaveston, y todo
en vano, porque cuando le hablo con dulzura se vuelve y sonríe a su favorito.
MORTIMER MENOR. — Cesad de lamentaros y
decidnos dónde está el rey.
REINA. — ¿Qué queréis del rey? ¿A él le
buscáis?
LANCASTER: No, señora, sino al maldito
Gaveston. Lejos está del pensamiento de Lancaster hacer violencia alguna a su
soberano. No queremos otra cosa que desembarazar al reino de Gaveston. Decidnos
dónde se halla y le haremos morir.
REINA: Ha embarcado para Scarborough.
Si le perseguís con premura no podrá escapar. El rey se ha separado de él y va
con poco séquito.
WARWICK. — No perdamos tiempo; ¡en
marcha, amigo Lancaster!
MORTIMER MENOR. — ¿Cómo es que el rey y
él se han separado?
REINA: Para que vuestro ejército,
dividiéndose, sea menos poderoso, a fin de que, con las fuerzas que se propone
levantar, pueda fácilmente reprimiros. Por eso ha partido.
MORTIMER MENOR: Hay en el río una
balandra flamenca. Embarquemos y sigámosle.
LANCASTER: El viento que le impele a él
henchirá nuestras velas. ¡A bordo, que sólo hay una hora de navegación!
MORTIMER MENOR. — Vos, señora, quedad
en este castillo.
REINA. — No; debo ir con el rey, mi
señor.
MORTIMER MENOR: Preferible será que
vengáis a Scarborough con nosotros.
REINA: Ya sabéis que el rey es suspicaz
y que con la mera sospecha de que he hablado con vos dudará de mi honra. Por lo
tanto, idos, gentil Mortimer.
MORTIMER MENOR: No puedo, señora,
quedarme para responderos, pero pensad en Mortimer como lo merece.
Salen todos, menos la Reina.
REINA: Mucho lo has merecido, dulce
Mortimer, que Isabel vivirá contigo para siempre. En vano en Eduardo busco
amor, puesto que sus ojos sólo en Gaveston se fijan. No obstante, una vez más
le importunaré con mis ruegos, mas si él no atiende mis palabras, mi hijo y yo
pasaremos a Francia, donde me quejaré a mi hermano el rey de que Gaveston me ha
robado el amor de mi esposo. Pero aún confío en que mis pesares concluyan y en
que Gaveston, este bendito día, sea muerto.
ESCENA
V. A campo abierto. Llega
GAVESTON, perseguido
GAVESTON: Con todo,
ahincados lores, he escapado de vuestras
manos y de vuestras amenazas, arrebatos y
persecución enconada. Y aunque separado de la vista
del rey Eduardo, aun Pierce de Gaveston no ha sido sorprendido, y respira, y
espera (mal de vuestro grado y de vuestras barbas, que así se rebelan contra
vuestro rey) ver de nuevo a su real soberano.
Entran los nobles: Warwick, Lancaster,
Pembroke, Mortimer menor, soldados, Jaime y otros servidores de Pembroke.
WARWICK. — ¡A él, soldados; quitadle
las armas!
MORTIMER MENOR: Orgulloso perturbador
de la paz del país, corruptor de tu rey y causa de estas refriegas, vil
adulador, ¡ríndete! Y si no fuera por la afrenta y el deshonor que ello
irrogaría al nombre de un soldado, bajo la punta de mi arma caerías y ella se
alojaría en tu garganta.
LANCASTER: Monstruo de la humanidad,
que como la prostituta griega pusiste en armas y en guerras sangrientas a
tantos caballeros valientes, no esperes otra fortuna que la muerte, miserable,
que no está aquí el rey Eduardo para protegerte.
WARWICK.: ¿Por qué hablas, Lancaster, a
ese esclavo? Llevadle allá, soldados, porque, si no, yo le cortaré la cabeza
con mi espada. Gaveston, pocas palabras de explicación. Por el bien de
nuestro país vamos a ejecutar severa justicia en tu persona. Colgadle de una
rama.
GAVESTON. — Señor...
WARWICK: Soldados, llevadle. Más no le
colguéis. Ya que has sido favorito de un rey, tendrás el honor de ser
decapitado.
GAVESTÓN: Os lo agradezco, señores,
porque claramente percibo que decapitar es una cosa y ahorcar otra, y toda la
muerte.
Entra el conde de Arundel.
LANCASTER. — ¿Qué tal, señor de
Arundel?
ARUNDEL. — Señores, el rey Eduardo os
saluda a todos por mi conducto.
WARWICK. — Decid vuestro mensaje,
Arundel
ARUNDEL: Su Majestad, sabedor de que
habéis prendido a Gaveston, no os pide, por mi intermedio, sino verle antes de
que muera, porque dice y os advierte que sabe que debe morir. Si hasta este
extremo le satisfacéis, no olvidará vuestra cortesía.
WARWICK. — ¡Cómo!
GAVESTON: Reputado Eduardo, ¡cómo tu
nombre hace revivir al pobre Gaveston!
WARWICK.: No te hará revivir. Arundel,
nosotros complaceremos al rey en otras
cosas, pero en ésta ha de perdonarnos.
Lleváoslo, soldados.
GAVESTON: ¿Por qué, señor de Warwick,
no han estas demoras de engendrar esperanzas en mí? No ignoro, señores, que es
mi vida lo que queréis, pero, con todo, conceded lo que pide el rey Eduardo.
MORTIMER MENOR: ¿Eres tú quien ha
de decidir lo que le concedamos o no?
Lleváoslo, soldados. Ya complaceremos
al rey enviándole tu cabeza. Que llore sobre ella, porque es cuanto tendrá de
Gaveston, o más bien de su inerte cadáver.
LANCASTER: No ha de ser así, señor,
porque, si no, su entierro nos costaría más de lo que en toda su vida ha valido.
ARUNDEL: Señores, os hace la petición
Su Majestad y jura por su honor de rey que después de hablar con él os lo
devolverá.
WARWICK: ¿Podéis decirnos cuándo? No,
Arundel. El que abandona los cuidados de su reino y a estas exigencias obliga a
sus vasallos bien puede, si vuelve a ver a Gaveston, violar cualquier promesa
con tal de poseerle.
ARUNDEL: Si no
confiáis en Su Gracia, yo quedo en
rehén, señores, de que Gaveston volverá.
MORTIMER MENOR: Mucho te honra la
oferta, porque sabemos que eres un noble caballero, mas no queremos hacerte la
ofensa de permitir que un hombre de oro se cambie por un ladrón.
GAVESTON. — ¿Qué dices, Mortimer? Eso
es vil en demasía.
MORTIMER MENOR: Apaña, esclavo ruin,
robador de la fama del rey, y discute con tus iguales y compañeros.
PEMBROKE: Lord Mortimer, y todos
vosotros, señores, para satisfacer el deseo del rey respecto al envío de
Gaveston, puesto que Su Majestad desea con tanto ahínco verle antes de morir,
yo me comprometo por mi honor a llevarle y volver a
traerle, siempre que el señor de Arundel
me acompañe.
WARWICK: ¿Qué vas a hacer, Pembroke?
¿Acaso motivar más efusión de sangre?
Ahora que le hemos capturado, prendido,
¿podemos dejarle ir por un mero deseo, acaso para que se nos escape?
PEMBROKE: No pretendo sobreponerme a
Vuestras Señorías, pero si confiáis el prisionero a Pembroke, os juro que
volveré a traerlo.
ARUNDEL. — ¿Qué decís a eso, señor de
Lancaster?
LANCASTER. — Que le dejemos ir bajo la
palabra de Pembroke.
PEMBROKE. — ¿Y vos, Lord Mortimer?
MORTIMER MENOR. — ¿Qué decís, vos,
señor de Warwick?
WARWICK. — Haced lo que os plazca; ya
sé lo que ocurrirá.
PEMBROKE. — Traedle.
GAVESTON. — Dulce soberano, voy a verte
antes de morir.
WARWICK (aparte): Acaso no, si el ingenio
y diplomacia de Warwick prevalecen.
MORTIMER MENOR: A vos os lo entregamos,
señor de Pembroke. Confiamos en vuestro honor para que lo traigáis. Ea,
vamos.
Salen los barones. Quedan Pembroke,
Arundel, Gavestony cuatro soldados de Pembroke.
PEMBROKE: Señor, venid conmigo. Mi casa
no está lejos, aunque algo desviada del camino. Nuestros hombres continuarán.
Como están las criadas de nuestras mujeres, no conviene, señor, que se acerquen
éstos demasiado, porque darían pábulo a las lenguas.
ARUNDEL: Muy bien habéis hablado, señor
de Pembroke. Vuestra Señoría tiene capacidad suficiente para convencer hasta a
un príncipe.
PEMBROKE: Quizá, señor. Jaime, a ti te
confío este Gaveston. Sé su guardián esta noche. Por la mañana te descargaremos
de tu misión. Vete.
GAVESTON: Desgraciado Gaveston, ¿adonde
te llevan ahora? (Sale con los sirvientes de Pembroke.)
Mozo DE CABALLOS. — Señor, pronto
estaremos en Cobham.
(Salen.)
ACTO
III.
ESCENA 1ª. Entra Gaveston,
abatido, y los hombres del conde de
Pembroke
GAVESTON. — ¡Ah, traidor Warwick, y
cómo has engañado a tu amigo!
JAIME. — Ya veo que lo que quieren es
vuestra vida.
GAVESTON: ¿He de caer sin armas y morir
amarrado? ¿Ha de ser este día el final de mi vida? ¡Ah, centro de mis dichas!
Sed hombres y llevadme velozmente al rey.
WARWICK: (Entra con los suyos.) Hombres
del señor de Pembroke, no continuéis.
Quiero quedarme con este Gaveston.
JAIME: Vuestra Señoría se deshonra así
y hace tuerto a nuestro señor y honorable amigo vuestro.
WARWICK: No, Jaime; lo que hago es
servir la causa de mi país. Soldados, llevaos al villano. Acabaremos en
seguida. Saludad a vuestro señor y amigo mío y decidle que yo me ocuparé del
caso. Y en cuanto a ti, quien hable con el rey Eduardo será tu sombra.
GAVESTON. — Conde traidor, ¿no veré al
rey?
WARWICK. —- Al rey de los cielos puede
que sí. A otro no.
Salen Warwick y sus hombres con
Gaveston. Quedan Jaime y los demás.
ESCENA II. Cerca de Boroughbridge, en Yorkshire. Entran
Eduardo y Spencer Hijo, Baldock, varios nobles del bando del rey y
soldados con tambores y pífanos
EDUARDO: Anhelo la respuesta de los
barones respecto a mi queridísimo amigo Gaveston. ¡Ay, Spencer! Todas las
riquezas del reino no pueden salvarle. Está destinado a la muerte. Conozco la
malicia del joven Mortimer. Sé que Warwick es rudo y Lancaster inexorable. Ya
no volveré a ver nunca a mi querido Pierce Gaveston. Los barones, con su
orgullo, se sobrepondrán a mí.
SPENCER HIJO: Si yo
fuera el rey Eduardo, soberano de Inglaterra, hijo de la hermosa
Leonor de España y descendiente del gran
Eduardo Longshanks, ¿soportaría yo que esos barones me
tratasen así en mi propio reino? Perdonad mis palabras,
señor, pero si vos conservaseis la magnanimidad de vuestro
padre y apreciaseis el honor de
vuestro nombre, no sufriríais que vuestra
majestad fuese humillada por la nobleza.
Cortadles las cabezas y hacedlas colgar en postes, que esto será provechoso y
la gente aprenderá obediencia a su rey legítimo.
EDUARDO: Sí, gentil Spencer, hemos sido
demasiado blandos y amables. Pero desenvainaremos la espada y, si no me envían
a Gaveston, les daremos con ella en la cabeza.
BALDOCK: Esa decisión honra a Vuestra
Majestad. No hay por qué atarse a los caprichos de los magnates como si fueseis
un niño de la escuela y hubierais como tal de ser gobernado.
Entran la Reina, su hijo el príncipe
Eduardo y el francés Levune.)
EDUARDO. — ¿Qué noticias hay, señora?
REINA: Noticias, señor, deshonrosas e
ingratas. Nuestro fiel y digno de confianza amigo Levune nos informa, con
cartas y de palabra, que mi hermano Valois de Francia, como Vuestra Alteza no
ha cumplido sus deberes de homenaje, se ha apoderado de Normandía. Estas son
las cartas y este el mensajero.
EDUARDO: Bienvenido, Levune. Callad,
Isa, que si esto es todo pronto Valois y yo volveremos a ser amigos. Pero, ¿no
veré nunca más a mi Gaveston? Para ese otro asunto, señora, vos y vuestro hijo
iréis a parlamentar con el rey de Francia. Vos, muchacho, portaos valerosamente
y con majestad ante el rey.
PRÍNCIPE: No confiáis a mi mocedad cosa
que yo no pueda hacer. No temáis, padre y señor; que aunque me cargaseis como a
Atlas no dejaría yo de serviros.
REINA: ¡Ay, hijo! ¡Cuánto asusta a tu
madre tu atrevimiento y cómo temo que no vivas mucho!
EDUARDO: Señora, procuraremos que
embarquéis pronto con vuestro hijo. Levune os seguirá tan de prisa como podamos
enviarle. Elegid compañía entre nuestros nobles e id en pos de la paz mientras
aquí quedamos en guerra.
REINA: Y en guerra innatural, puesto
que los súbditos desafían a su rey. ¡Dios acabe con ellos! Señor, voy a
prepararme para mi viaje a Francia. (Sale con el príncipe Eduardo. Entra
Arundel.)
EDUARDO. — ¿Vienes solo, Lord
Arundel?
ARUNDEL. — SÍ, señor; Gaveston ha
muerto.
EDUARDO. — ¡Traidores! ¿Han matado a mi
amigo? ¿Le viste morir?
ARUNDEL: No, señor. Le
sorprendieron y rodearon. Di el mensaje de Vuestra Alteza,
pedí que me entregasen a Gaveston, y di palabra de honor de que le traería a
Vuestra Alteza y le volvería a llevar.
EDUARDO. — ¿Y me negaron eso los
rebeldes?
SPENCER HIJO. — ¡Ah, orgullosa
gentuza!
EDUARDO. — Traidores son todos,
Spencer.
ARUNDEL: Primero los encontré
inexorables. El conde de Warwick no me atendió y Mortimer poco menos. Pembroke
y Lancaster hablaron los últimos y después de negarse en
redondo, el conde de Pembroke, más
benignamente, dijo: «Puesto que nuestro soberano envía a buscar a ese hombre y
promete devolvérnoslo, yo me comprometo a llevarle y a volver a
traerle».
EDUARDO. — ¿Y cómo no ha sido así?
ARUNDEL: El conde de Warwick le cogió
en el camino, porque Pembroke le había entregado a sus hombres y marchó,
creyendo al prisionero seguro. Pero Warwick se situó en emboscada, le capturó,
le decapitó en una zanja y se fue al campo.
SPENCER HIJO. — ¡Sanguinaria acción, y
contra la ley de las armas!
EDUARDO. — ¡Me siento morir!
SPENCER HIJO: Señor, confiad vuestra
venganza a la espada. Que no queden sin castigo los que a vuestros amigos
asesinan. Sacad vuestro pendón a campaña, Eduardo, y hagamos salir a ésos,
a sangre y fuego de sus cobijos.
EDUARDO: (Se arrodilla.) Por la tierra,
madre común de todos nosotros, por el cielo y por todos los orbes que allá se
mueven, por esta mano derecha y por la espada de mi padre, y por todos los
honores que corresponden a mi corona, digo que por Gaveston tendré tantas
cabezas y vidas como tengo casas, castillos, ciudades y
torres. (Se levanta.) ¡Traidor Warwick!
¡Traidor Mortimer! Como soy rey de
Inglaterra os aseguro que arrastraré por el suelo vuestros cuerpos decapitados,
que os haré nadar en sangre y que empaparé mi real estandarte con ella, para
que mi ensangrentado pabellón recuerde inmortalmente la venganza que de vuestra
maldecida progenie he tomado, villanos que habéis matado a Gaveston. Mi tierno
Spencer, aquí mismo te adopto y quiere mi amor hacerte conde de Gloucester y
Lord Chambelán, a despecho de los tiempos y de los enemigos.
SPENCER HIJO: Señor, aquí viene un
mensajero de los barones, que desea ver a Vuestra Majestad.
EDUARDO. — Hazle pasar.
Entra un heraldo de los barones.
HERALDO. — ¡Viva el rey Eduardo, legal
señor de Inglaterra!
EDUARDO: No deseo yo que vivan los que
te envían a mí. Porque vienes de parte de Mortimer y sus cómplices, tropel de
rebeldes como no lo hubo nunca. Di tu mensaje.
HERALDO: Saludo a Vuestra Alteza en
nombre de los barones alzados en armas, que os desean larga vida y felicidad, y
me encargan decir a Vuestra Gracia que será lo mejor que, sin efusión de
sangre, remediéis fácilmente esto alejando de vuestra persona a este Spencer,
rama putrefacta que mata la real viña, cuyas hojas de oro adornan vuestra
principesca cabeza y diadema y cuya brillantez perniciosamente estorba, según
ellos dicen. Así, amorosamente aconsejan a Vuestra Gracia que estime la nobleza
y la virtud y tenga en aprecio a sus antiguos servidores, alejando nocivos
aduladores. Esto concedido, ellos, con su honor y vida, se consagrarán a
Vuestra Alteza.
SPENCER HIJO. — ¡Ah, traidores, y cómo
insisten en su orgullo!
EDUARDO: Idos sin respuesta. ¿Quieren
esos rebeldes señalar a su soberano sus entretenimientos, placeres
y compañías? Mira cómo me aparto
de Spencer (le abraza) y di a tus señores que sabré castigarlos por
haber asesinado a Gaveston. Vete, pues, que Eduardo te seguirá con fuego y
espada. (Sale el heraldo.) ¿Notas cómo se engríen esos rebeldes? Soldados,
¡ánimo y defended los derechos de vuestro soberano! Ahora mismo marcharemos a
humillar a esa gente.
Salen. Suenan clarines, hay rumor de
lucha y se oye tocar retirada.)
ESCENA III. El campo de batalla de
Boroughbridge. Entran el Rey, Spencer Padre, Spencer hijo y los nobles del
bando del Rey.
EDUARDO: ¿Por qué
tocamos retirada? ¡A ellos, señores! Esta
mi espada me vengará de esos soberbios rebeldes, puestos en
armas, que intentan dominar a su soberano.
SPENCER HIJO. — No dudo, señor, de que
la Tizón prevalecerá.
SPENCER PADRE: Lo único que hemos hecho
es retirarnos porque nuestros hombres, ahogados de sudor y polvo y sofocándose
de calor, necesitan refrescarse y refrescar los caballos.
SPENCER HIJO. — Ahí vienen los
rebeldes.
Entran los barones: Mortimer menor,
Lancaster, Warwick, Pembroke, etc.
MORTIMER MENOR. — Mirad, Lancaster, a
Eduardo entre sus aduladores.
LANCASTER. — Que siga así y lo pagará
caro.
WARWICK. — Así será, que la espada de
Warwick no da golpe en vano.
EDUARDO. — Qué, rebeldes, ¿os achicáis
y tocáis retirada?
MORTIMER MENOR: No, Eduardo, no;
son tus aduladores los que desmayan y huyen.
LANCASTER. — Ellos te traicionarán,
como traidores que son.
SPENCER HIJO. — El traidor eres tú,
rebelde Lancaster.
PEMBROKE. — Aparta, hombre vil: ¿osas
desafiar a los nobles?
SPENCER PADRE: ¡Noble intento y honrosa
proeza la de juntar gentes y alzarse en armas contra vuestro rey!
EDUARDO: Lo pagarán con sus cabezas, y
así se satisfará la venganza de un rey ofendido.
MORTIMER MENOR: Ya veo, Eduardo, que
deseas luchar hasta el fin y bañar tu espada en sangre de tus súbditos antes
que alejar esta perniciosa compañía.
EDUARDO: Antes de ser así afrentado,
traidores, convertiré las villas de Inglaterra en montones de escombros y haré
campos de labranza las entradas de nuestros palacios.
WARWICK: ¡Desesperada e
innatural resolución! ¡A las armas! ¡San Jorge por
Inglaterra y por los derechos de los
barones!
EDUARDO: ¡San Jorge por Inglaterra y
por el derecho del rey Eduardo!
(Clarines. Salen los dos bandos
separadamente. Entran el rey Eduardo y los suyos con los barones, cautivos.)
Ahora, altivos, señores, no por el albur de la guerra, sino por la justicia de
nuestra causa, humillado está vuestro orgullo. Vuestras cabezas, traidores, han
de ser colgadas, que llega el tiempo de vengarme de vuestras bravatas y del
asesinato de mi mejor amigo a quien bien sabíais que amaba con el alma. A mi
dulce favorito, Pierce de Gaveston, le habéis matado, malvados traidores.
KENT. — Por ti y por tu padre, hermano,
aparta de ti esos aduladores.
EDUARDO: ¿Así habláis?
Apartaos de nuestra presencia, señor. (Sale
Kent.) Malditos malvados, ¿no enviamos nuestro mensajero a pediros que
Gaveston fuese enviado a hablar con nos?
¿No empeñó Pembroke palabra de devolverlo y no fuiste tú,
soberbio Warwick, el que capturaste al prisionero y le cortaste la cabeza,
obrando contra la ley de las armas? Tu cabeza responderá de lo que hiciste
impelido por tu rabia.
WARWICK: Desprecio tus amenazas,
tirano, que sólo males temporales puedes imponerme.
LANCASTER: Lo peor que puede
pasarme es morir, y más vale eso que vivir infamemente bajo tal rey.
EDUARDO: Lord Winchester,
llevaos a estos orgullosos jefes Lancaster
y Warwick. Os encargo que les cortéis la cabeza sin más.
¡Pronto!
WARWICK. — ¡Adiós, mundo vano!
LANCASTER. —- ¡Adiós, buen Mortimer!
MORTIMER MENOR: Inglaterra,
desagradecida a tu nobleza, mira el daño que con esto te causan.
EDUARDO: Llevad a este altivo Mortimer
a la Torre. Ya hablaremos de él. Y a les demás ejecutadlos rápidamente. Idos.
MORTIMER MENOR: Ea, Mortimer: ¿acaso
viejas piedras podrán doblegar tu virtud, que al cielo aspira? No, Eduardo,
flagelo de Inglaterra, no será así. Mortimer espera que su fortuna le haga
superar esto.
Son conducidos fuera los barones
cautivos.
EDUARDO: ¡Suenen tambores y trompetas!
Marchad conmigo, amigos. Este día Eduardo vuelve a coronarse.
Salen. Quedan Spencer hijo, Levune y
Baldock.
SPENCER HIJO: Levune, la confianza que
en ti ponemos engendra la quietud del reino del rey Eduardo. Apresúrate y
entrega este tesoro en manos de los señores de Francia para que, con este
encantamiento sean todos como la guardia que permitió a Júpiter pasar hecho
chubasco de oro hasta Danae. Quiero decir que es menester que se niegue toda
ayuda a la reina Isabel, que ahora, en Francia, con su joven hijo, pretende
hacer amistades.
LEVUNE: Eso es lo que los barones y la
astuta reina anhelaban ha tiempo.
BALDOCK: Sí, pero ya ves, Levune, que
esos barones tienen la cabeza en el tajo y que el verdugo frustrará
lo que se proponían.
LEVUNE: No tengáis dudas, señores, de
que me manejaré tan bien con el oro de Inglaterra ante los magnates franceses,
que Isabel se quejará en vano y Francia será insensible a sus lágrimas.
SPENCER HIJO: Id, pues, Levune, a
Francia en seguida y proclamad las guerras y victorias del rey Eduardo.
Salen todos.
ACTO
IV.
ESCENA 1ª. Cercanías de la Torre de
Londres. Entra Edmundo, conde de KENT
KENT: Buen viento sopla para ir a
Francia; sopla, viento gentil, para que llegue Edmundo por bien de Inglaterra.
En esto la Naturaleza se pliega a la causa de mi país.
Tú, Eduardo, no hermano, sino carnicero
de tus amigos, ¿me has desterrado de tu presencia? Más yo iré a
Francia y animaré a la ofendida reina y certificaré la flaqueza de Eduardo.
¡Ah, innatural rey, que matas a los nobles y a los aduladores proteges!
Mortimer, vengo a ayudar tu bienaventurada
fuga. Ayuda, noche sombría, su disfraz.
MORTIMER MENOR: (Entra disfrazado.)
¡Hola! ¿Quién va allá? ¿Sois vos, señor?
KENT. — Yo soy, Mortimer. ¿Ha tenido
efecto tu pócima?
MORTIMER MENOR: Sí ha tenido, y todos
los guardianes duermen. Gracias a eso he podido pasar en paz. ¿Consigue Vuestra
Gracia pasar a Francia?
KENT. — Temo que no.
Salen.
ESCENA II. París. Entran la REINA y el
PRÍNCIPE, su hijo
REINA: ¡Ay, muchacho! Todos nuestros
amigos de Francia nos fracasan. Crueles se muestran los nobles y el rey poco
afable. ¿Qué haremos?
PRÍNCIPE: Señora, volver a Inglaterra y
complacer a mi padre, y que no se nos dé una higa por toda la amistad de mi tío
el francés. Yo os aseguro que mi padre me amará en seguida y me preferirá a mil
como Spencer.
REINA: En eso al menos, rapaz, andas
engañado, porque no podremos volver a entendernos. ¡Ah, inamable Valois!
Isabel, infeliz a quien Francia rechaza, ¿dónde dirigirás tus pasos?
JUAN. — (Entra.) Señora, animada os
veo.
REINA: Bondadoso señor Juan de
Hainault, nunca he estado menos animada.
JUAN: He oído, bella señora, hablar de
la poca gentileza del rey, pero no os amilanéis, que los ánimos nobles desdeñan
el desesperarse. ¿No quiere Vuestra Gracia ir conmigo a Hainault y permanecer
allí con vuestro hijo?
¿No querréis, señor, ir con vuestros
amigos y compartir todos nuestra fortuna por igual?
PRÍNCIPE: Si ello place a mi madre la
reina, a mí también. Ni el rey de Inglaterra ni la corte de Francia me
separarán de mi graciosa madre hasta que tenga yo fuerza para partir un bastón
con las manos, y entonces cortaré la cabeza del orgulloso Spencer.
JUAN. — Bien dicho, señor.
REINA: ¡Oh Corazón mío, cuánto me
duelen tus daños! Mas en tu esperanza triunfo, alegría mía. Suave Sir Juan,
iremos hasta el confín de Europa y hasta la misma costa de Tañáis, y con más
motivo a Hainault contigo. El marqués es un noble
caballero y presumo que Su Gracia me
recibirá bien.
¿Quiénes son ésos?
Entran Edmundo de Kent y Mortimer menor.
KENT: Señora, largo tiempo viváis y con
más felicidad que nuestros amigos de Inglaterra.
REINA: ¿Vivís, Lord Edmundo y Lord
Mortimer? Bienvenidos a Francia; nuevas había de que habíais muerto o estabais
a punto de ello.
MORTIMER MENOR: Cierto era lo segundo
para los dos, señora: pero Mortimer, reservado para mejor suerte, ha cruzado
los umbrales de la Torre y os servirá siguiendo vuestro estandarte, señor.
PRÍNCIPE. — ¿Cómo? ¿Viviendo mi padre?
No, señor.
REINA: ¿Por qué no, hijo? Ea, gentiles
señores, sabed que no tenemos amigos en Francia.
MORTIMER MENOR: Monsieur Le Grand, muy
amigo vuestro, nos lo ha dicho todo cuando hemos llegado. Duros os han sido los
nobles y adusto el rey. Pero el derecho, señora, se abre camino donde fallan
las armas. Aunque muchos amigos, como Warwick, Lancaster y otros de nuestro
partido y facción han sido eliminados, aún tenemos amigos en Inglaterra que nos
acogerán quitándose la gorra y palmoteando de alegría cuando vayamos a buscar a
nuestros enemigos.
KENT: Más valdría que todo fuera bien y
que Eduardo se inclinase al honor, paz y quietud de Inglaterra.
MORTIMER MENOR: Eso, señor, ha de
conseguirse por la espada, porque el rey nunca prescindirá de sus aduladores.
JUAN: Dejemos, señores de Inglaterra,
al ingentil rey de Francia rehusar dar armada ayuda a esta triste reina,
hermana suya, y marchad con ella a Hainault, donde, sin duda alguna,
encontraréis consuelo, dinero y amigos para obrar contra el rey de Inglaterra.
¿Qué pensáis de eso, joven príncipe?
PRÍNCIPE. — Pienso que el rey Eduardo
nos superará a todos.
REINA: No, hijo, y no desaniméis así a
nuestros amigos, que quieren ayudarnos.
KENT: Sir Juan de Hainault, esos
consuelos que ofrecéis a nuestra disgustada reina nos obligan a quedar a
vuestro servicio en todo.
REINA: Sí, gentil hermano. El Rey de
los Cielos prospere vuestra iniciativa, Sir Juan.
MORTIMER MENOR: Ya veo que este noble
caballero, tan adelantado en las armas, ha nacido para ser nuestra ancla de
salvación. En tu honor redundará, Sir Juan de Hainault, haber restaurado y
confortado a la reina de Inglaterra y a unos nobles de mala situación.
JUAN: Vamos, señora, y vos, señor, para
conocer la bienvenida de Hainault.
ESCENA
III. El
Palacio Real de Londres. Entran el Rey, Arundel, los dos Spencer y otros.
EDUARDO: Así, después de muchas
amenazas de espantable guerra, triunfa Eduardo de Inglaterra con sus amigos. ¡Y
triunfa Eduardo con sus amigos sin restricciones! Señor de Gloucester, ¿habéis
oído las nuevas?
SPENCER HIJO. — ¿Qué nuevas, señor?
EDUARDO: Las de que hay muchas
ejecuciones en el reino. ¿No tenéis la nota, señor de Arundel?
ARUNDEL. — Sí, señor: la del
lugarteniente de la Torre.
EDUARDO: Véamosla. (Toma la nota.) ¿Qué
dice? Leedla, Spencer. (Se la entrega.
Spencer lee los nombres.) Hace un mes
ladraban de firme, ¡mas ahora ni ladrarán ni morderán, por mi vida! Veamos,
señores, las noticias de Francia. Gloucester, hallo que los magnates franceses
aman unto el oro de Inglaterra, que Isabel no encuentra allí ayuda alguna. ¿Qué
nos falta que hacer? ¿Habéis hecho proclamar la recompensa que se dará al que
traiga a Mortimer?
SPENCER HIJO: Sí, señor; y si está en
Inglaterra, no dudo de que pronto lo traerán aquí. Capitanes de puerto no son
tan descuidados que olviden los mandatos del rey. (Entra un correo.) ¿Qué
noticias traes y de dónde?
CORREO: Cartas, señor, de Francia. Para
vos, señor de Gloucester, de Levune.
(Entrega cartas a Spencer hijo.)
EDUARDO. — Lee.
SPENCER HIJO (leyendo la carta): «Mis
respetos a Vuestro Honor, etc. De acuerdo con las instrucciones oportunas, he
tratado con el rey de Francia y sus magnates de tal modo, que la reina, muy
descontenta y desconsolada, ha marchado a Flandes con Sir Juan de Hainault,
hermano del marqués. Con ellos han ido Lord Edmundo y Lord Mortimer, llevando
en su compañía gentes de vuestra nación y otras. Según constantes
informes, piensan dar batalla en Inglaterra al rey Eduardo antes de lo que él
imagina. Esas son todas las noticias de importancia. Al entero servicio de
Vuestro Honor.
— LEVUNE.»
EDUARDO: ¡Ah, villanos! ¿De suerte que
Edmundo se ha asociado con ese fugitivo Mortimer? ¿Y Sir Juan de Hainault
piensa conducirlos? Pues en nombre de Dios, señora, os digo que Inglaterra os
acogerá bien a vos, a vuestro hijo y a todo vuestro bando. Galopa, brillante
Febo, por el cielo; galopa, obscura noche en tu carro ferrado y mohoso, para
que pueda yo ver pronto el deseado día en que esos traidores se me enfrenten en
el campo. Sólo lo siento por mi hijito, así descarriado para ayudarles. Vamos,
amigos, a Bristow, donde nos fortificaremos. Sed, vientos, tan propicios para
traer a ésos como fuisteis perniciosos para llevároslos.
Salen.
ESCENA
IV. Cercanías de Harwick. Entran la
Reina, el Príncipe, Edmundo de Kent, Mortimer Menor y sir Juan de Hainault.
REINA: Ahora, señores,
y amados amigos y compatriotas, hemos
llegado a Inglaterra con viento próspero. Nuestros buenos amigos de
Bélgica nos han dejado venir a entendernos con nuestros amigos de aquí. Duro
caso es este de oponerse con la fuerza a la fuerza y de emplear la espada y el
cuchillo para matar, en civil guerra, a parientes y compatricios. Pero, ¿quién
puede remediarlo? Los reyes mal aconsejados son causa de todo esto. Tú eres,
Eduardo, uno de esos por cuya flojedad ha venido tu tierra a este daño,
haciendo los ríos rebosar de sangre de tu propio pueblo. Podrías ser señor,
pero tú...
MORTIMER MENOR: Si fueseis un guerrero,
señora, no os apasionaríais tanto. Ea, señora, hemos venido aquí, por permiso
de los cielos, a defender con las armas los derechos de este príncipe y por la
causa de nuestro país jurárnosle a él todo homenaje, fidelidad y honor. Y
por los francos tuertos e injurias que nos ha hecho Eduardo, así como a su
reina y tierra, venimos en armas a remediarlo para que la reina de Inglaterra
pueda gozar en paz de sus dignidades y honores, apartando del rey esos
aduladores que devoran la riqueza y tesoros de Inglaterra.
JUAN: Haced sonar las trompetas, señor,
y adelante. Eduardo pensará que venimos a adularle.
KENT: Desearía que no fuese adulado
nunca más.
(Salen.)
ESCENA
V. Cercanías de
Bristow. Entran el Rey, Baldock y
Spencer Hijo, corriendo por el escenario.
SPENCER HIJO: Huid, huid, señor, que la
reina vence y sus amigos se multiplican, mientras los nuestros fallan. Vayamos
a Irlanda y allí respiraremos.
EDUARDO: ¿Acaso he nacido para huir y
dejar vencer a los Mortimer? Dadme mi caballo y vayamos a reconfortar a la
tropa.
BALDOCK: Señor, esa
señorial resolución no se adapta a
las circunstancias.
Huyamos, que nos persiguen.
Salen.
Entra Edmundo de Kent solo, con espada y escudo.
KENT: Por este lado huyó, pero llego
tarde. ¡Ah, Eduardo, cuánto lo siento por ti!
¿Por qué, soberbio Mortimer, persigues
a tu rey legítimo y soberano tuyo con tu espada? Y tú,
vil malvado, ¿por qué haces armas
contra tu hermano y rey? Llueva la venganza sobre mi maldecida
cabeza. Hazlo, Dios, Tú a quien en justicia corresponde castigar esta
desnaturalizada rebelión. Eduardo, huye, que Mortimer busca tu muerte. Calma
esa rabia, Edmundo, o muere, que Isabel y Mortimer se besan mientras conspiran.
Y ella finge amor, pero un amor que ha incubado odio y muerte. Huye, Edmundo,
que Bristow es falso para la sangre
de los Longshanks. Procura no pasar por sospechoso, que el
soberbio Mortimer está junto a tus muros.
Entran
la Reina, Mortimer menor, y el joven príncipe y Sir Juan de Hainault.
REINA: Dios da batallas afortunadas a
los que le temen y pelean por su derecho. Ya que tan venturosamente hemos salido,
debemos dar gracias al gran arquitecto del cielo y a vos. Como sabéis, mis
nobles señores, hemos nombrado a nuestro amado hijo Lord Regente del reino. Y
puesto que los hados han hecho tan infortunado a su padre, obrad, mis amados
señores, como más idóneo os parezca.
KENT: ¿Puedo preguntaros,
señora, sin ánimo de ofenderos, cómo
trataréis a
Eduardo en su caída?
PRÍNCIPE. — Decidme, buen tío, qué es
Eduardo para vos.
KENT. — Vuestro padre, sobrino, pues
que ya no oso llamarle rey.
MORTIMER MENOR: ¿Qué necesidad hay de
esas preguntas, señor de Kent? No depende eso de la reina ni de nosotros, sino
que se hará lo que el reino y Parlamento decidan. (Aparte a la reina.) No me
gusta esta actitud de Edmundo. Convendrá vigilarle.
REINA. — El alcalde de Bristow, señor,
conoce lo que pensáis.
MORTIMER MENOR. — Sí, señora, y no
escaparán tan fácilmente.
REINA. — Baldock está con el rey. ¿No
es un buen canciller, señor?
SIR JUAN. — Y buenos son los Spencer,
padre e hijo.
KENT. — Esa, Eduardo, es la ruina del
reino.
Entran
Rice ap Howel, alcalde de Bristow,
con Spencer padre, prisionero, y ministriles.
RICE: Spencer hijo, a quien se ha hecho
conde de Gloucester, con ese Baldock, el letrado de meliflua lengua, han
embarcado para Irlanda con el rey.
MORTIMER MENOR. — Algún torbellino
deseo que los eche a pique. PRÍNCIPE. — ¿Todavía no voy a ver al rey mi padre?
KENT: (Aparte.)
¡Desgraciado Eduardo, obligado a huir de
los confines de
Inglaterra!
SIR JUAN. — ¿Qué os entristece, señora?
REINA: Deploro la mala fortuna de mi
marido, pero el amor de mi país me lleva a esta guerra.
MORTIMER MENOR: Dejaos, señora, de
quejas tristes. Vuestro rey ha procedido contra sí mismo y contra su país.
Entre tanto llevamos al tajo a este rebelde, que no debe salvar la cabeza.
SPENCER PADRE: Rebelde es el que lucha
contra su príncipe, no los que luchan por el derecho de Eduardo.
MORTIMER MENOR: Llevadle fuera. (Salen
los ministriles con Spencer padre.) Vos, Rice ap Howel, haréis buen servicio a
Su Majestad encargándoos de esta comarca y persiguiendo a esos rebeldes
fugitivos. Entre tanto, señora, nos aconsejaremos sobre la forma de que
Baldock, Spencer y sus cómplices sean perseguidos hasta el fin.
Salen
todos.
ESCENA
VI. La
abadía de Neath, en Glamorgansbire. Entran el Abad, monjes, Eduardo, Spencer
Hijo y Baldock. Los tres últimos disfrazados.
ABAD: No tengáis dudas ni temores,
señor, que aquí seremos silentes y cuidadosos para guardar a vuestra regia
persona a salvo, libre de toda sospecha e intrusión de los que persiguen a
Vuestra Majestad, quien, con vuestros elegidos compañeros, podrá librarse del
peligro tal como estos tormentosos tiempos requieren.
EDUARDO: No podría, padre, tu rostro
esconder engaño alguno. Si rey hubieses sido, tu corazón, profundamente
conmovido por mi disgusto, no podría dejar de compadecerme. Orgulloso era y
majestuoso, lleno de riquezas y séquito, poderoso y colmado de pompa; pero
¿quién que ha gobernado e imperado no se ha sentido mísero alguna vez en su
muerte o vida? Venid, Spencer, venid, Baldock; acercaos a mí y ensayemos esa
filosofía que en nuestros famosos criaderos del arte has tú, Baldock, mamado de
Platón y Aristóteles. Padre, esta vida contemplativa es el cielo. ¡Ah, si
pudiera yo llevar tan plácida vida! Mas
¡ay!, perseguidos estamos, amigos míos, por quienes buscan
vuestra vida y mi deshonor. Con todo, gentiles monjes, sé que ni oro, ni
tesoros, ni soborno alguno os harán traicionarnos.
MONJES: Seguridad puede tener
Vuestra Gracia de que nadie os buscará en
nuestra morada.
SPENCER HIJO: Con todo, mucho sospecho
de un sujeto adusto que, en un prado de ahí abajo, nos miró, señor, largamente.
Yo sé que toda la tierra está en armas y que se nos persigue con odio mortal.
BALDOCK: Embarcamos para Irlanda, pero
nos afligieron contrarios vientos y duras tempestades, con lo que hubimos de
dar a la costa para vivir no sin grave temor de Mortimer y sus aliados.
EDUARDO: ¿Mortimer? ¿Quién habla de
Mortimer y me hostiga con el nombre de ese hombre sanguinario? En tu regazo,
padre, apoyo esta cabeza colmada de tristes cuidados. ¡Oh, si no volviese a
abrir nunca más los ojos, ni a levantar de nuevo esta encorvada cabeza, ni a
erguir nunca más este moribundo corazón!
SPENCER HIJO: Alzad la vista, señor.
Baldock, esa somnolencia no presagia nada bueno. Incluso aquí hemos sido
traicionados.
Entran,
con varios corchetes galeses, Rice ap Howel, un segador y el conde de
Leicester.
SEGADOR. — Por mi vida que éstos son
los hombres que buscáis.
RICE: Basta, amigo. Señor, os ruego que
abreviéis, porque una autorización legal justifica lo que hacemos.
LEICESTER: Sí, una autorización de la
reina dictada por Mortimer. ¿Qué no puede conseguir el bravo Mortimer de la
reina? Mirad dónde se sienta el que espera, por no ser visto, escapar de las
manos que buscan su vida. ¡Qué verdad es aquella de «Quem dies vidit veniens
superbum, hunc dies vidit fugies jacentem»! Ea, Leicester, no te apasiones.
Spencer y Baldock, que éstos son vuestros nombres, por alta traición os prendo.
No aleguéis vuestros títulos, sino obedecer la orden, que viene en nombre de la
reina Isabel. Señor, ¿por qué os doblegáis así?
EDUARDO: ¡Oh, último día de mi dicha en
la tierra! ¡Oh, centro de todos mis infortunios! ¡Oh, estrellas mías! ¿Por qué
tan poco gentilmente os portáis con un rey? ¿Es que viene Leicester, de Isabel
en nombre, a quitarme la vida y mi compañía? ¡Ea, desgárrame el pecho y toma mi
corazón en rescate de mis amigos!
RICE. — ¡Lleváoslos!
SPENCER HIJO. — Quizá quieras dejarnos
despedirnos de Su Gracia.
ABAD: Me sangra el corazón viendo a un
rey soportar esas palabras y tan orgullosos mandatos.
EDUARDO. — ¡Ay, dulce Spencer, tenemos
que separarnos!
SPENCER HIJO. — Así lo quieren, señor,
los adustos cielos.
EDUARDO: No, sino el infierno y el
cruel Mortimer. No tienen los gentiles cielos que ver en esto.
BALDOCK: Señor, vano es disgustarse ni
alborotar. Humildemente nos despedimos de Vuestra Gracia. Nuestra suerte está
echada. Temo, señor, que la tuya también.
EDUARDO: Acaso en el cielo nos veamos;
en la tierra creo que no. ¿Qué van a hacer con nosotros, Leicester?
LEICESTER. —- Vuestra Majestad tiene
que ir a Killingworth. EDUARDO. — ¡Tiene! Dura cosa es que los reyes «tengan»
que ir.
LEICESTER: Una litera hay presta para
Vuestra Gracia, litera que espera vuestras órdenes. Y el día avanza.
RICE. —- Tanto vale irse como quedarse
y llegar de noche.
EDUARDO: ¿Una litera tienes? Mejor
sería un ataúd para que me llevasen a las puertas del infierno y que las
campanas de Plutón doblasen a muerto por mí, mientras aullaran
junto a la costa de Caronte. Porque
no tiene Eduardo otros amigos que éstos y han de morir bajo la
espada de un tirano.
RICE: Vamos, señor, y no te cuides de
ésos, a los que pronto les faltará la cabeza.
EDUARDO: Bien, lo que ha de ser será.
Menesteres que nos separemos. Dulce Spencer, gentil Baldock, hemos de
separarnos. ¡Fuera ropas fingidas, que no son mis entuertos fingidos! (Sacude
su congoja.) Adiós, padre. Leicester, me estás esperando y yo tengo que irme.
Adiós, vida, pues dejo a mis amigos.
Salen
Eduardo y Leicester.
SPENCER HIJO: ¿Se ha ido? ¿Se ha ¡do el
noble Eduardo ? ¿Se ha marchado de aquí para no vernos más? Rájate, esfera
celeste, y devora, fuego, tu orbe; disuélvete en aire, tierra, que se ha ido mi
soberano para no retornar.
BALDOCK: Ya veo, Spencer, que nuestras
almas vuelan y que vamos a ser privados del sol de la vida. Prepárate, hombre,
a una nueva vida y aplica tus ojos, manos y corazón a buscar un trono inmortal.
Paga la deuda de la Naturaleza con ánimo alegre y reduce todas nuestras
lecciones a una cosa: morir. Sí, apacible Spencer. Todo, Spencer, vive para
morir y se levanta para caer.
RICE: Vamos, vamos, guardad esos
sermones para cuando lleguéis al lugar señalado. Vosotros y los que como
vosotros son, han hecho buen trabajo en Inglaterra. ¿Quieren salir Vuestras
Señorías?
SEGADOR. —- Confío en que Vuestra
Merced me recordará. RICE. — ¿Recordarte? ¿Y cómo no? Sígueme a la ciudad.
Salen.
ACTO V
ESCENA
1ª. El
castillo de Killingworth. Entran el Rey, Leicester, el Obispo de Winchester y Trussel.
LEICESTER: Sed paciente, mi señor, y
dejad de lamentaros. Imaginad que el castillo de Kiliingworth es vuestra corte
y que venís a placeros aquí alguna pieza, mas no por compulsión ni necesidad.
EDUARDO: Leicester, si pudiesen
consolarme las palabras amables ha tiempo que tus discursos habrían satisfecho
mis oídos, porque tú has sido siempre cariñoso y afable. Los disgustos de los
hombres pronto se alivian, pero los de los reyes no. El venado de los bosques,
cuando le hieren, busca una hierba que cierra sus heridas, pero cuando la
imperial carne del león se abre, él mismo con su zarpa encona sus heridas y,
desdeñando que la baja tierra su sangre beba, se remonta en el aire. Eso me
pasa a mí, cuyo inamedrentable ánimo quisieran doblegar el ambicioso Mortimer y
esa desnaturalizada y falsa reina Isabel, que así me ha conducido a una
prisión. Tus ultrajantes pasiones acometen mi alma y con las alas del rencor y
la ira me elevo a los cielos y apelo contra ellos dos a los dioses. Pero cuando
recuerdo que soy un rey pienso que debo vengarme de los agravios que Mortimer e
Isabel me han inferido. Aunque, ¿qué son los reyes cuyo mando cesa sino
perfectas sombras en un día soleado? Mis nobles gobiernan y yo llevo el título
de rey y la corona, porque ellos me mandan. Entre tanto, Mortimer y mi
inconstante reina, que infama el lecho nupcial, me hacen permanecer en este
antro, donde me corteja la pena, acompañando a mi corazón con tristes lamentos
que sangran dentro de mí por cambio tan singular. Ahora dime: ¿he de resignar
la corona para hacer rey a Mortimer, el usurpador?
LEICESTER: Se engaña Vuestra Gracia.
Obramos por el bien de Inglaterra y del señorial Eduardo suplicamos la corona.
EDUARDO: Será esa corona para la cabeza
de Mortimer y no para la de Eduardo, porque es un cordero este al que rodean
lobos que en un momento cualquiera acortarán su vida. Pero si el soberbio
Mortimer lleva esa corona, los cielos la convertirán en una brasa de
inextinguible fuego que, como la serpentea guirnalda de
Tisifón, ceñirá las sienes de su
aborrecible cabeza. Y así la vida inglesa no perecerá y sobrevivirá el nombre
de Eduardo, aunque Eduardo muera.
LEICESTER: ¿Por qué, señor,
perdéis el tiempo así? La respuesta se
espera:
¿cedéis vuestra corona?
EDUARDO: Muy duro es, Leicester, perder
sin causa mi corona y reino y ceder mi derecho a esta extremidad en que mi
ánimo ha sido colocado. Pero he de obedecer lo que disponen los
cielos. Toma mi corona y la vida de
Eduardo también. (Se quita la corona.)
No pueden reinar en Inglaterra dos reyes a la vez. Mas permitidme ser rey hasta
la noche para que yo pueda contemplar esta resplandeciente corona y recibir así
mi postrer consuelo. Este es el último honor que recibe mi cabeza y ella y mis
ojos recibirán su deseado derecho. Continúa siempre existiendo, sol celeste, y
que nunca la silente noche posea este
clima. Vigila los elementos, tiempos y estaciones y no
te muevas, para que Eduardo pueda seguir siendo rey legítimo de Inglaterra.
Pero el día se desvanecerá pronto y yo he de renunciar a mi deseada corona.
Inhumanas criaturas, alimentadas con leche de tigresa, ¿por qué deseáis la
caída de vuestro soberano? Me refiero a mi diadema y a mi vida irreprochable.
Ved, monstruos, ved cómo vuelo a ceñirme la corona. (Se la pone.) Qué, ¿no
teméis la furia de vuestro rey? Pero ¡ay, triste Eduardo!, ya no tolerarán tus
enojos como antes, puesto que tienden a elegir un rey nuevo. Esto llena mi
mente de extraños y desesperados pensamientos, martirizados con interminables
torturas. No encuentro consuelo alguno en este tormento. Pero sienta yo la
corona en la cabeza; déjame, pues, llevarla todavía.
TRUSSEL. — Señor, el Parlamento espera
noticias. Decid si resignáis o no.
EDUARDO: (Se enfurece.) ¡No resignaré
mientras viva! Idos, traidores, y unios a vuestro Mortimer. Elegid, conspirad,
haced lo que queráis, que la sangre vuestra sellará vuestras traiciones.
OBISPO. — Daremos esa respuesta; adiós.
LEICESTER: Llamadlos, señor, y
habladles con amabilidad, porque, si se van, el príncipe perderá su derecho.
EDUARDO. —- Llámalos tú, que yo no
tengo fuerzas para hablar.
LEICESTER. — Señores, el rey está
dispuesto a abdicar.
OBISPO. — Si no quiere, que no lo haga.
EDUARDO: ¡Ah, si yo pudiera! Pero
cielos y tierra conspiran para tornarme miserable. Recibid mi corona.
¿Recibirla? No; mis manos inocentes no se mancharán con tan sucio crimen. A ver
quién de vosotros desea más mi sangre y gloriaos de ser asesinos de un rey. Ea,
matadme. ¿Os conmovéis? ¿Me compadecéis? Enviad, pues, a llamar al implacable
Mortimer y a esa Isabel cuyos ojos, tornados en acero, antes lanzarán centellas
que soltarán una lágrima. Ahí tenéis. (Les da la corona.) Ahora, dulce Dios de
los cielos, hazme despreciar esta transitoria pompa y procurar ser entronizado
en el cielo. Ven, muerte, y cierra con tus dedos mis ojos o, si vivo, hazme
olvidarme de mí mismo.
BERKELEY: (Entra.) Señor...
EDUARDO: No me llames señor y apártate
de mi vista. Perdonadme: el disgusto me torna demente. No permitáis que
Mortimer proteja a mi hijo, porque más seguro estaría entre las garras de un
tigre. Llevad esto a la reina, mojado con mis lágrimas y seco con mis suspiros.
(Les da un pañuelo.) Si con su vista no se conmueve, volveré con ello y mojadlo
en mi sangre. Saludad a mi hijo y procurad que gobierne mejor que yo. Y, con
todo, ¿en qué he pecado, no siendo por excesiva clemencia?
TRUSSEL: Muy humildemente os pedimos
licencia para marchar.
Salen
el Obispo y Trussel.
EDUARDO: Adiós; ya conozco las próximas
nuevas que traerán. Las cuales serán mi muerte; bienvenida sea, porque es la
felicidad para los hombres acongojados.
Berkeley da un papel a Leicester.
LEICESTER. —- ¿Otro correo? ¿Qué
noticias trae?
EDUARDO: Las que yo esperaba. Ven acá,
Berkeley, y da tu mensaje a mi pecho desnudo.
BERKELEY: Señor, no penséis que tal
villanía pueda albergarse en un hombre de noble cuna. Para servir a Vuestra
Alteza y salvaros de vuestros enemigos morirá Berkeley.
LEICESTER. — Señor, el Consejo de la
reina ordena que yo resigne mi cargo.
EDUARDO. — ¿Y quién ha de guardarme
ahora? ¿Vos, señor?
BERKELEY. — Sí, mi gracioso señor; así
está decretado.
EDUARDO: (Tomando el papel.) Por
Mortimer, cuyo nombre va escrito aquí. Bien puedo desgarrar el nombre del que
desgarra mi corazón. (Rompe el papel.) Esta mezquina venganza alivia mi corazón
un tanto. Así se desgarren sus miembros como este papel. Óyeme, inmortal
Júpiter, y concédemelo.
BERKELEY. —- Vuestra Gracia debe
acompañarme a Berkeley.
EDUARDO. —- Todos los sitios son
iguales, y buenos para enterrarse todos.
LEICESTER. — Favorecedle, señor, tanto como
podáis.
BERKELEY. — Así sea tratada mi alma
como yo a él.
EDUARDO: Mis enemigos compadecen mi
condición y por eso me trasladan.
BERKELEY: ¿Piensa Vuestra Gracia que
Berkeley será cruel?
EDUARDO: No lo sé, pero de una cosa
estoy seguro y es que la muerte lo termina todo y yo voy a morir. Adiós,
Leicester.
LEICESTER. — Aún no, señor; debo
acompañaros.
Salen
todos.
ESCENA
II. El
Palacio Real de Londres. Entran Mortimer Menor y la Reina Isabel.
MORTIMER MENOR: Bella Isabel, consumado
está nuestro deseo. Los soberbios corruptores de la liviana mente del rey han
rendido homenaje a los patíbulos y él se encuentra en cautividad. Dejaos
conducir por mí y los dos guiaremos el reino. Huid
de pueriles temores, porque tenemos cogido por
las orejas a un lobo viejo que, si se libra, nos devorará a entrambos y nos
agarrará con más fuerza porque está agarrado él mismo. Pensad, señora, que nos
importa mucho coronar cuanto antes a vuestro hijo para que yo sea su protector;
que siempre nos prestará mayor ayuda el que un nombre de rey figure por
escrito.
REINA: Dulce Mortimer, vida de Isabel,
persuádete de que te quiero mucho. Por lo tanto, y siempre que mi hijo, a quien
amo como a las niñas de mis ojos, quede a salvo, haz contra su padre lo que
quieras, que yo lo suscribiré de buen grado.
MORTIMER MENOR: Tenga yo primero
noticias de su deposición y luego ya me encargaré de lo demás. (Entra un
mensajero.) ¿Cartas? ¿De dónde?
MENSAJERO. — De Killingworth, señor.
REINA. — ¿Cómo está mi señor el rey?
MENSAJERO. — Sano, señora, pero muy
preocupado.
REINA: ¡Si pudiera yo hacer cesar la
congoja del pobre! (Entra el obispo de Winchester con la corona.) Gracias
gentil Winchester. (Al mensajero.) Idos, señor.
Sale
el mensajero.
OBISPO. —El rey espontáneamente ha
abdicado la corona.
REINA. — ¡Buenas nuevas! Haced llamad
al príncipe, mi hijo.
OBISPO: Aquí está esta cana sellada.
Nos dicen que Edmundo ha fraguado una conjura para libertar a su hermano. El
señor de Berkeley es tan compasivo como Leicester, que antes tuvo al preso a su
cargo.
REINA. — Pues que se nombre otro
guardián.
MORTIMER MENOR: Dejadme solo; esto
lleva el sello privado. (Sale el obispo de Winchester.) ¿Quién está allá?
Llamad a Gurney y a Matrevis. Confundamos el plan del obcecado Edmundo.
Berkeley será destituido, el rey trasladado y sólo nosotros sabremos su
paradero.
REINA: Pero mientras viva, Mortimer,
¿qué seguridad tendremos nosotros ni mi hijo?
MORTIMER MENOR. — ¿Queréis que muera?
REINA. — Sí quisiera, siempre que no
fuese por mi mano.
Entran
Matrevis y Gurney.
MORTIMER MENOR: Eso basta. Matrevis,
escribid una carta ordenando al señor de Berkeley que os entregue el rey a
Gurney y a ti. Nos firmaremos la carta.
MATREVIS. — Se hará, señor. (Escribe.)
MORTIMER MENOR. — ¡Gurney!
GURNEY. — ¿Señor?
MORTIMER MENOR: Puesto que piensas
elevarte gracias a Mortimer, que hace girar a su antojo la rueda de la fortuna,
busca todos los medios para abatir al rey, sin dedicarle palabra amable ni buen
talante.
GURNEY. — Os lo prometo, señor.
MORTIMER MENOR: Además hemos oído que
Edmundo está procurando su libertad.
Todas las noches le trasladarás de
sitio hasta que vaya a parar a Killingworth y de allí a Berkeley de nuevo. Por
el camino, para más enojarle, habladle muy concisamente y no dejéis que nadie
le consuele si llora, sino aumentar su disgusto con palabras acres...
GURNEY. — No temáis, señor, que se hará
como decís.
Matrevis
presenta la carta. Mortimer la firma.
MORTIMER MENOR. — Idos y enviad esto
mañana.
REINA: Si va esta carta al rey mi
señor, saludadle en mi nombre humildemente y decidle que en vano me esfuerzo en
mejorar su condición y procurar su libertad; y llevadle esto en prueba de mi
amor. (Entrega una sortija.)
MATREVIS. — Lo haré, señora.
Salen
Matrevisy Gumey. Quedan Mortimer e Isabel. Entran el joven Principe y el conde
de Kent hablando con él.
MORTIMER MENOR: Bien hecho. Continuad
así, dulce reina. Ahí llega el principito con el conde de Kent.
REINA. — Algo murmura el conde en sus
infantiles oídos.
MORTIMER MENOR: Si así puede tratar al
príncipe, nuestros planes se disiparán.
REINA. — Trata a Edmundo amistosamente,
como si no pasase nada.
MORTIMER MENOR. — ¿Cómo está el
honorable señor de Kent?
KENT. — Bien de salud, amable Mortimer.
¿Cómo está Vuestra Gracia?
REINA. — Bien estaría si vuestro
hermano y mi señor se hallase Ubre.
KENT. — He oído decir que ha abdicado.
REINA. — Con gran disgusto mío.
MORTIMER. — Y mío.
KENT (aparte). — ¡Cómo fingen!
REINA. — Hijo mío, ven, que quiero
hablar contigo.
MORTIMER MENOR: Siendo tú su tío y
pariente más cercano has de figurar como protector del príncipe.
KENT: No, señor. ¿Quién debe proteger
al príncipe sino quien le dio la vida? Me refiero a la reina.
PRÍNCIPE: Madre, persuádeme de que no
lleve yo la. Corona. Que sea rey él. Yo soy demasiado joven para reinar.
REINA. — Debes contentarte pensando que
es placer de Su Alteza.
PRÍNCIPE. — Déjame verle primero y
luego accederé.
KENT. — Eso es, querido sobrino.
REINA. — Ya sabéis, hermano, que eso es
imposible.
KENT. — ¿Por qué? ¿Ha muerto?
REINA. — No lo quiera Dios.
KENT. — Me agradaría que esas palabras
saliesen de vuestro corazón.
MORTIMER MENOR: Inconstante Edmundo,
¿proteges a aquel de cuya prisión fuiste causa?
KENT. — Mayor motivo para enmendarlo.
MORTIMER MENOR: Digo que hombre tan
falso no debiera tener trato con el príncipe. Señor, no confiéis en él, que ha
traicionado a su hermano el rey.
PRÍNCIPE. — Pero ahora se arrepiente y
está disgustado.
REINA. — Venid, hijo, con este gentil
señor y conmigo.
PRÍNCIPE. — Con vos sí, pero no con
Mortimer.
MORTIMER MENOR: ¡Hola, jovenzuelo! ¿Así
desdeñas a Mortimer? Pues te traeré por la fuerza. (Le coge.)
PRÍNCIPE. — ¡Socorro, tío Kent, que
Mortimer me hace daño!
REINA: No intervengáis, hermano
Edmundo. Nosotros somos amigos suyos e Isabel es más pariente del niño que el
conde de Kent.
KENT. — Hermana, Eduardo es mi pupilo.
Hacedle soltar.
REINA. — Eduardo es mi hijo y le
conservaré.
KENT: Mortimer conocerá que me ha
agraviado. Al castillo de Killingworth voy y rescataré a Eduardo de sus
enemigos y le vengaré de Mortimer y de ti.
Salen
todos: por un lado la Reina, el principe Eduardo y Mortimer; por otro el conde
de Kent.
ESCENA
III. Cercanías del castillo de Killingworth. Entran
Matrevis, Gurmey y soldados con el Rey.
MATREVIS: Señor, no estéis pensativo,
que vuestro amigos somos. Los hombres estamos hechos para sufrir. Venid, pues,
que la tardanza perjudicaría nuestras vidas.
EDUARDO: Amigos, ¿adónde ha de ir el
desgraciado Eduardo? ¿Es que no ha de dejarme reposar el odioso Mortimer? ¿He
de sufrir como un pájaro nocturno cuya vista es
aborrecida para todas las aves? ¿Cuándo
se saciará la furia de su ánimo? ¿Cuándo se hartará de sangre su corazón?
Si la mía sirve, abridme el pecho y llevad mi corazón a Isabel y a él. Eso es a
lo que tienden.
GURNEY: No así, que la reina nos ha
encargado esto para seguridad de Vuestra
Gracia. Vuestras pasiones acrecientan
vuestros dolores.
EDUARDO: Lo que los acrece es este
trato que sufro. ¿Puede durar el aire que sostiene mi vida cuando todos mis
sentidos están putrefactos? El rey de Inglaterra es guardado en un calabozo
donde morirá por falta de sustento. Mi régimen diario consiste en sollozos
desgarradores que destrozan mi corazón. Así vive el viejo Eduardo, por nadie
atendido, y así morirá, compadecido por muchos. Dadme agua, gentiles amigos,
para refrescar mi sed y limpiar mi cuerpo de sucios excrementos.
MATREVIS: Aquí hay agua de canal, según
nos han encargado. Sentaos y afeitaremos a Vuestra Gracia.
EDUARDO: ¡Fuera, traidores! ¿Queréis
asesinarme o ahogar a vuestro soberano con agua de alberca?
GURNEY: No; mas debéis lavaros y
cortaros la barba, para impedir que os reconozcan y liberten.
MATREVIS. — ¿Por qué os esforzáis? Es
en vano.
EDUARDO: Puede el ave
debatirse contra las zarpas del león,
pero en balde.
Vanamente intento yo librarme de las
garras de un tirano. (Le lavan con agua de alberca y le afeitan la barba.)
¡Poderes inmortales que conocéis los dolorosos cuidados que esperan a mi pobre
alma martirizada, fijaos en estos osados hombres que agravian a su soberano, el
rey de Inglaterra! Por ti es por quien sufro, Gaveston, porque por mí moristeis
tú y los dos Spencer. Por vosotros sufriré un millar de tuertos. Doquiera que
estén las almas de los Spencer, me desean bien y así moriré por ellos.
MATREVIS: Entre ellos y vos no habrá
enemistad alguna. Ea, apagad las antorchas, que hemos de entrar a obscuras en
Killingworth.
(Entra
Kent.)
GURNEY. — ¿Quién va allá?
MATREVIS. — Cuidado con el rey, que
éste es el conde de Kent.
EDUARDO. — Ayúdame a librarme, gentil
hermano.
MATREVIS. — Separadlos y asegurad al
rey.
KENT. — Soldados, dejadme hablarle una
palabra.
GURNEY. — Prended al conde, que nos
asalta.
KENT. — Bajad las armas, traidores, y
soltad al rey.
MATREVIS.- Entrégate, Edmundo, o
morirás.
KENT. — Villanzuelos, ¿así me aferráis?
GURNEY. — Atadlo y llevadle a la corte.
KENT. — ¿Dónde está la corte si no
aquí? Él es el rey, y yo le visito. Apartaos.
MATREVIS: La corte está donde está Lord
Mortimer. Allí irá Vuestro Honor. Adiós.
Salen
Matrevis y Gurney con el Rey. Quedan Edmundo y los soldados.)
KENT: ¡Miserable república aquella en
la que los magnates tienen cortes y los reyes están prisioneros!
SOLDADOS. — ¿Qué esperamos? A la corte,
señores.
KENT: Sí, llevadme donde queráis,
incluso a la muerte, puesto que no puedo libertar a mi hermano.
(Salen
todos.)
ESCENA
IV. El
Palacio Real de Londres. Entra Mortimer Menor, solo.
MORTIMER: El rey ha de morir, so pena
de que Mortimer se hunda. Los Comunes comienzan a compadecerle. Por
otro lado, quien sea culpable de la muerte del
rey Eduardo tendrá que pagarlo cuando su hijo crezca. Por lo tanto he de hacer
esto sagazmente. Esta carta, escrita por un amigo nuestro, contiene su muerte a
la vez que salva su vida. (Lee.) «Edwardum occidere nolite timere bonum est».
No temáis matar al rey; es bueno que muera. Pero, leído de otro modo, tiene
otro sentido: «Edwardum occidere nolite timere bonum est». No matéis al rey; es
bueno temer lo peor. Pero, como quiera que sea, viene esto a decir que, si se
descubre el caso, Matrevis y los demás llevarán la culpa y nosotros quedaremos
descargados, porque habrá sido cosa forzosa de hacer. El mensajero que llevará
esto está encerrado dentro de este cuarto. Se ejecutará el hecho y merced a una
secreta indicación, también él será asesinado cuando el hecho se consume:
¡Adelante, Lightborn! (Entra Lightborn.) ¿Estás lo resuelto que estabas?
LIGHTBORN. — ¿Cómo no, señor? Y más.
MORTIMER MENOR. — ¿Has pensado la forma
de efectuarlo?
LIGHTBORN. — Sí, Sí, y nadie conocerá
cómo ha muerto.
MORTIMER MENOR. — Cuando le veas,
Lightborn, no te atreverás.
LIGHTBORN. — ¡Ja, ja! ¡No atreverme!
MORTIMER MENOR. —- Pues hazlo bien y en
secreto.
LIGHTBORN: No necesitáis darme
instrucciones. No es la primera vez que mato a un hombre. En Nápoles aprendí
como envenenar las flores. Sé también perforar el pulmón con la
punta de una aguja, o bien, cuando
uno duerme, tomar una pluma y soplarle ciertos polvos dentro de los
oídos. Y asimismo abrir la boca al que duerme y deslizarle mercurio en la
garganta. Pero aún conozco un medio mejor.
MORTIMER MENOR. — ¿Cuál es?
LIGHTBORN. — Perdonadme, pero no quiero
que nadie conozca mis ardides.
MORTIMER MENOR: Me importa poco el
medio siempre que no se averigüe. (Le entrega una carta.) Da esto a Matrevis y
Gurney. De diez a diez millas te esperan caballos. Toma esto (le da dinero) y
no vuelvas a presentarte ante mí...
LIGHTBORN. — No.
MORTIMER MENOR. —...hasta que me
traigas nuevas de la muerte de Eduardo.
LIGHTBORN.- Pronto será eso; adiós,
señor. (Sale.)
MORTIMER MENOR: Rijo
al príncipe y la reina hace lo
que quiero. Los más soberbios magnates me saludan
inclinándose hasta el suelo. Pongo el sello, ordeno y hago lo que se me antoja.
Soy más temido que amado... Bien: ¡que me teman! Cuando frunzo las cejas toda
la corte palidece. Vigilo al príncipe con los ojos de un Aristarco. Me han
confiado su tutela y se hace todo lo que yo deseo. En la mesa del consejo,
grave como un puritano, deploro primero mi imbecilidad diciendo que es «onus
quam gravissimum», hasta que me interrumpen
mis amigos con su «Provinciam» como suelen decir. En conclusión,
yo soy el protector y todo está seguro. La reina y Mortimer rigen el reino y
nadie nos rige a nosotros. Persigo a mis enemigos, mejoro a mis amigos y ¿quién
osa intervenir en lo que yo ordeno? «Major sum quam cui possit
fortua nocere». Y
el día de la coronación será hoy porque nos place a mí y la reina Isabel.
(Suenan trompetas dentro.) Ya suenan las trompetas; he de ir a mi lugar.
Entran
el joven rey Eduardo III, el obispo de Canterbury, nobles, un paladín y la Reina.
OBISPO: ¡Viva Eduardo, rey de
Inglaterra y señor de Irlanda por la gracia de Dios!
PALADÍN: Si algún cristiano, pagano,
turco o judío osa afirmar que Eduardo no es el verdadero rey y rubrica su
aserto con la espada, yo seré el paladín que combata con él.
MORTIMER MENOR. — Puesto que nadie
viene, ¡sonad, trompetas!
REY EDUARDO III. — Toma, paladín. (Le
da una bolsa.)
REINA. — Lord Mortimer, tomad a vuestro
cargo al rey.
(Entran
soldados llevando prisionero al conde de Kent.)
MORTIMER MENOR. — ¿Qué traidor llega
aquí entre espadas y alabardas?
SOLDADOS. — Edmundo, conde de Kent.
REY EDUARDO III. — ¿Qué ha hecho?
SOLDADO: Quería librar al rey por
fuerza cuando le llevábamos a Killingworth.
MORTIMER MENOR. — Hablad, Edmundo.
¿Intentasteis librarle?
KENT: Lo hice, Mortimer, porque es
nuestro rey y tú has obligado a este príncipe a ceñir la corona.
MORTIMER MENOR. — Cortadle la cabeza;
aplíquesele la ley marcial.
KENT. — ¡Cortarme la cabeza! Te
desafío, vil traidor.
REY EDUARDO III. — Señor, es mi tío y
vivirá.
MORTIMER MENOR. — Señor, es vuestro
enemigo y morirá.
KENT. — ¡Quitad, villanos!
REY EDUARDO III: Madrecita mía, si yo
no puedo perdonarle pedid su vida a mi Lord Protector.
REINA. — Calla, hijo; no me atrevo a
hablar.
REY EDUARDO III: Ni yo, y sin embargo
creo que debiera yo ordenar, pero, ya que no puedo, intercederé por él. Señor,
si dejáis vivir a mi tío lo agradeceré cuando llegue a la mayoría de edad.
MORTIMER MENOR: Esto se hace por bien
de Vuestra Alteza y del reino. ¿Cuántas veces voy a deciros que os lo llevéis?
KENT. — ¿Eres rey tú y he de morir por
tus órdenes?
MORTIMER MENOR. — Por las nuestras.
¡Fuera con él he dicho!
KENT: Un momento, porque no me voy. O
mi hermano o su hijo son reyes y ninguno anhela la sangre de Edmundo. Por lo
tanto, soldados, ¿me llevaréis?
(Llévame
a Edmundo para decapitarlo.)
REY EDUARDO III: ¿Qué seguridad puedo
tener en manos de este hombre cuando hace asesinar así a mi tío?
REINA: No temas, hijito; yo te libraré
de tus enemigos. De haber vivido Edmundo habría procurado tu muerte. Vamos a
cazar al parque, hijo.
REY EDUARDO III. — ¿Vendrá mi tío
Edmundo con nosotros?
REINA. — Es un traidor; no pienses en
él. Vamos.
Salen
todos.
ESCENA V. El castillo de Berkeley.
Entran Matrevis y Gurney.
MATREVIS: Me asombra, Gurney, que el
rey no muera estando en una cueva con agua hasta las rodillas, puesto que allí
afluyen todas las cañerías del castillo y la continua humedad basta para
emponzoñar a cualquiera y mucho más a un rey tan delicadamente criado.
GURNEY: Es verdad, Matrevis. Ayer abrí
la puerta para llevarle carne y casi me asfixió el olor.
MATREVIS: Su cuerpo es capaz de
soportar mucho más de cuanto podemos hacerle. Veamos otro modo de dañarle.
GURNEY. — Envíamelo y yo le
mortificaré.
MATREVIS. — Espera. ¿Quién viene?
LIGHTBORN: (Entra.) Mi señor el
Protector os saluda. (Les da una carta.)
GURNEY. — ¿Qué es esto? No sé cómo
interpretarlo.
MEANDRO: Gurney, dice: «Edwardum
occiderenolite timere.» ¿Y no ves lo que eso significa?
LIGHTBORN. — ¿Conocéis esta señal? (La
entrega.) Necesito al rey.
MATREVIS: Espera y tendrás respuesta
inmediata. (Aparte.) Este villano ha sido enviado para matar al rey.
GURNEY (aparte). — Lo mismo creo.
MATREVIS (aparte): Y cuando haya
cumplido su tarea, ya veremos cómo se le recompensa por su trabajo. «Pereat
iste!» Entreguémosle al rey. Éstas son las llaves. Haced lo ordenado por
nuestro señor.
LIGHTBORN: Ya sé lo que tengo que
hacer. Apartaos, mas no mucho, porque necesitaré vuestra ayuda. Mandad hacer
fuego en ese cuarto contiguo y traedme un espetón al rojo.
MATREVIS. — Muy bien.
GURNEY. — ¿Necesitáis algo más?
LIGHTBORN. — Una mesa y un lecho de
plumas.
GURNEY. — ¿Eso es todo?
LIGHTBORN. — Sí. Cuando llame, traedlo.
MATREVIS. — No os preocupéis.
GURNEY (dándole una antorcha). — Esta
luz es para bajar al calabozo.
Salen
Gurney y Matrevis.
LIGHTBORN: Ahora vamos al avío. Nunca
nadie habrá sido tan finamente despachado como este rey. (Abre la puerta del
calabozo.) ¡A fe que es bueno el sitio!
EDUARDO. — ¿Quién va allá, qué luz es
ésa y a dónde te diriges?
LIGHTBORN. —Vengo a consolaros y a
traeros buenas noticias.
EDUARDO: Poco consuelo halla Eduardo en
tu apariencia. Ya sé, villano, que vienes a asesinarme.
LIGHTBORN: ¿Asesinaros, mi gracioso
señor? Lejos está de mi corazón el haceros daño alguno. La reina me envía a
saber cómo se os trata, porque le duele mucho vuestra miseria. ¿Qué ojos pueden
refrenarse de verter lágrimas viendo a un rey en tan lastimero estado?
EDUARDO: ¿Lloras? Pues escúchame, y
aunque tu corazón sea como el de Gurney o como el de Matrevis, que tienen
corazones de hiena, se ablandaría oyéndome. Este calabozo donde me guardan es
la cloaca donde van a dar todas las inmundicias del castillo.
LIGHTBORN. — ¡Oh, villanos!
EDUARDO: Diez días llevo entre lodo y
suciedad y, para impedirme dormir, tocan continuamente un tambor. Y a mí, que
soy rey, me alimentan a pan y agua. Con que, por falta de sueño y sustento,
tengo el espíritu conturbado y entumecido el cuerpo, de suerte que no sé si me
quedan miembros o no. ¡Así mi sangre brotase de todas mis venas como el agua
cae de mis ropas, en jirones! Di a la reina Isabel que no parecía yo así cuando
por su amor, en las justas de Francia, descabalgué al duque de Clerémont.
LIGHTBORN: No me digáis más, señor, que
el corazón se me parte. Tendeos en este lecho y descansad.
EDUARDO: Tu apariencia no puede
albergar otra cosa que muerte y en tu ceño veo mi tragedia escrita. Ea,
adelanta tu sanguinaria mano y déjame ver llegar el golpe para que, cuando yo
pierda la vida, tenga fija la mente en Dios.
LIGHTBORN. — ¿Por qué desconfía así de
mí Vuestra Alteza?
EDUARDO. — ¿Y por qué quieres engañarme
así?
LIGHTBORN: Estas manos no se han
manchado nunca con sangre inocente y menos con la de un rey.
EDUARDO: Perdona a mi pensamiento por
así pensar. Una joya me han dejado: recíbela. (Le da una joya.) Con todo, temo
sin saber la causa y mientras esto te entrego todas mis coyunturas se
estremecen. Si un plan siniestro albergas en tu corazón, que esta dádiva te
haga cambiar y salve tu alma. Sabe que soy un rey, nombre que me llena de un
infierno de torturas. ¿Dónde está mi
corona? ¡Ida, ida, y yo sigo vivo!
LIGHTBORN. — Estáis abrumado, señor.
Tendeos a descansar.
EDUARDO: Si no fuera porque el pesar me
despierta, con gusto dormiría, pues hace diez días que no cierro los párpados.
Mientras hablo se me abaten, mas el temor los abre de nuevo. ¿Qué haces aquí?
LIGHTBORN. — Si desconfiáis de mí me
iré, señor.
EDUARDO: No, no porque si piensas
asesinarme volverás después. (Se duerme.)
MATREVIS: Temo que sus gritos hayan
alborotado la población. Cojamos los caballos y marchemos.
LIGHTBORN: ¿No ha estado perfectamente
hecho, señores?
GURNEY: Excelentemente bien. Toma tu
recompensa. (Acuchilla a Lightborn.) Vamos, echemos el cuerpo al foso y
llevemos el del rey a Mortimer, nuestro señor. ¡En marcha!
Salen.
LIGHTBORN. — Ya duerme.
EDUARDO (despertando). — No me mates
aún. ¡Espera un poco!
LIGHTBORN. — ¿Cómo, señor?
EDUARDO: Algo ha zumbado en mis oídos diciéndome
que si me duermo no despertaré más. Este temor es el que me hace temblar así.
Por lo tanto, dime a qué has venido.
LIGHTBORN. — A desembarazarte de tu
vida. Matrevis, ven.
(Entran
Matrevis y Gumey.)
EDUARDO: Me encuentro harto débil para
resistir. Asísteme, buen Dios, y recibe mi alma.
LIGHTBORN. — Traed una tabla.
EDUARDO. — Perdonadme o despachadme
pronto.
(Trae
Matrevis una tabla.)
LIGHTBORN: Poned la tabla encima y
pisadla, pero no muy recio para no lesionarle el cuerpo.
Es
asesinado el rey Eduardo.
ESCENA
VI. El
Palacio Real de Londres. Entran MORTIMER MENOR y Matrevis.
MORTIMER MENOR. — ¿Ya está hecho,
Matrevis y muerto el asesino?
MATREVIS. — Sí, mi buen señor, y con
gusto desharía esto.
MORTIMER MENOR: Si te arrepientes,
Matrevis, elige entre guardar el secreto o morir a manos de Mortimer.
MATREVIS: Gurney, señor, ha huido y
temo que nos traicione a ambos. Dejadme huir también, señor.
MORTIMER MENOR. — Pues huye.
MATREVIS. — Humildemente lo agradezco a
Vuestro Honor. (Sale.)
MORTIMER MENOR: Soy como el gran árbol
de Júpiter y los demás son meros arbustos comparados conmigo. Todos tiemblan
ante mi nombre y yo a nadie temo. Veamos quién osa procesarme por esta muerte.
REINA: (Entra.) Mortimer, mi hijo tiene
noticias de que el rey ha muerto y nosotros lo hemos asesinado.
MORTIMER MENOR. — ¿Y qué? El rey es aún
un niño.
REINA: Sí, pero se ha mesado los
cabellos y se ha retorcido las manos y promete vengarse de nosotros dos. Ha ido
a la cámara del consejo a pedir socorro y ayuda a sus pares. Sí, ya viene de
ellos acompañado. Ahora, Mortimer, principia nuestra tragedia.
Entra
el rey Eduardo III con los lores y criados.
LORD PRIMERO. — No temáis, señor, y
sabed que sois rey.
REY EDUARDO III. — ¡Villano!
MORTIMER MENOR. — ¡Vamos, vamos, señor!
REY EDUARDO III: No me asustan tus
palabras. Mi padre ha sido traidoramente asesinado por ti y tú morirás y sobre
el ataúd de mi padre yacerá tu odiosa y condenada cabeza para testificar al
mundo que por ti ha muerto prematuramente él.
REINA. — No llores, hijito.
REY EDUARDO III: No me impidáis llorar.
Era mi padre y si vos le hubieses amado la mitad que yo no soportaríais su
muerte con esa paciencia. Pero pienso que vos conspiráis con Mortimer.
LORD PRIMERO. — ¿Por qué no contestáis
a mi señor el rey?
MORTIMER MENOR: Porque desdeño esa
acusación. ¿Quién osará decir que he sido un asesino?
REY EDUARDO III: Por mi boca, traidor,
habla mi amado padre y claramente te dice que le has asesinado tú.
MORTIMER MENOR. — ¿No tiene Vuestra
Gracia otra prueba que ésa?
REY EDUARDO III (mostrando una carta):
Esta es la escritura de Mortimer.
MORTIMER MENOR (aparte): El falso
Gurney nos ha delatado a mí y a sí mismo.
REINA (aparte). — Lo mismo temo. No se
puede encubrir un asesinato.
MORTIMER MENOR. — Esa es mi escritura.
¿Qué sacáis en limpio de eso?
REY EDUARDO III. —- Que has enviado un
asesino.
MORTIMER MENOR. — ¿Qué asesino? Traedme
al hombre que envié.
REY EDUARDO III: ¡Ah, Mortimer! Bien
sabes que mi padre ha sido muerto y tú vas a serlo también. Ea, lleváoslo,
colgadle, hacedle cuartos y traedme su cabeza.
REINA. — Por mi amor, hijito, compadece
a Mortimer.
MORTIMER MENOR: No le supliquéis,
señora, que prefiero morir a pedir perdón a un mozuelo caprichoso.
REY EDUARDO III. —- ¡Al traidor, al
asesino!
MORTIMER MENOR: Ya veo, ruin fortuna,
que en tu rueda hay un punto del cual no pueden los hombres pasar. Yo he
llegado a ese punto desde el cual se cae de cabeza. Y, puesto que más no podía
subir, ¿a qué disgustarme de mi caída? Adiós, bella reina.
No llores por Mortimer, que desprecia el mundo y
que, como viajero, va a descubrir países desconocidos.
REY EDUARDO III. — ¿A qué tanta
dilación con ese traidor?
El
Lord primero y los sirvientes se llevan a Mortimer.
REINA: Tú, que recibiste de mí la vida,
no viertas la sangre del gentil Mortimer.
REY EDUARDO III: Eso demuestra que
también vos vertisteis la sangre de mi padre, porque, si no, no abogaríais por
Mortimer.
REINA. — ¿Yo verter su sangre? No.
REY EDUARDO III. — Sí, señora, vos: así
lo dice el rumor.
REINA: Ese rumor es inexacto. ¡Que,
queriéndote yo tanto, caigan esas hablillas sobre la pobre Isabel!
REY EDUARDO III. —- No la creo una
desnaturalizada.
LORD SEGUNDO. — Temo, señor, que eso se
acredite de harto verídico.
REY EDUARDO III: Madre, se os sospecha
de coautora de esa muerte, y por lo tanto Nos os enviamos a la Torre hasta que
haya ulterior proceso. Y si resultáis culpable, aunque yo sea vuestro hijo, no
me encontraréis compasivo ni flojo.
REINA: No temo la muerte, que harto he
vivido, pero sí que mi hijo abrevie mis días.
REY EDUARDO III: Lleváosla, que sus
palabras me hacen acudir las lágrimas y si volviese a hablar la compadecería.
REINA: ¿No he vestido de luto por mi
querido esposo y acompañádole con los demás a la tumba?
LORD SEGUNDO. — Señora, es la voluntad
del rey que vayáis donde dijo.
REINA. — Me ha olvidado y sin embargo
soy su madre.
LORD SEGUNDO. — No hace eso al caso.
Andad, pues, gentil señora.
REINA. — Ven, dulce muerte, y líbrame
de este agravio.
(Sale.)
LORD 1º: (Entra con la cabeza de
Mortimer.) Señor, ésta es la cabeza de Mortimer.
REY EDUARDO III: Llevadla y ponedla
sobre el ataúd de mi padre y traed mis ropas de luto. (Salen los ministriles.)
Maldita cabeza, si te hubiera gobernado yo, como ahora 16 hago, no habrías
incubado esa monstruosa traición. Ya viene el ataúd; ayudadme a vestirme de
luto, señores. (Entran los ministriles con el ataúd y
las ropas de duelo.) Dulce padre, a
tu asesinado espíritu ofrezco la cabeza de este malvado traidor y que las
lágrimas que brotan de mis ojos sean testigos de mi dolor y mi inocencia.