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VÍCTIMAS sorprendidas en un ruego inútil (Segunda versión). Autor Marcelo Bertuccio

  

Víctimas

sorprendidas en un ruego inútil

 

(2ª versión)[1]

 

Marcelo Bertuccio



Resultado de imagen para VÍCTIMAS sorprendidas en un ruego inútil
Contacto: marcelobertuccio@gmail.com
Argentores (toda puesta en escena de este texto deberá contar con su autorización)

 

 _________________________________________ 
Personajes
Hermana Juana
Hermana Clara
Magdalena
Padre Javier
Padre Salvador
Padre Uriel




Primera versión estrenada con dirección del autor en abril de 1996 en el Teatro Callejón de Buenos Aires.

Segunda versión estrenada, también con dirección del autor, en diciembre de 2007 en Apacheta Sala/Estudio de Buenos Aires.
0
Teatro.
Padre Uriel. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo...
Todos. Amén.
Padre Uriel. Que la Virgen Inmaculada, enemiga de Satanás desde el anuncio de la salvación hasta el cumplimiento de ésta y unida a su Hijo en la lucha por derrotarlo y aplastarle la cabeza, bendiga este trabajo, fruto de una actividad agotadora que desarrollamos confiados en la protección de su manto maternal.
Todos. Amén.

1
Escritorio.
Hermana Clara. Compréndalas, Madre, son casi niñas y, si me lo permite, la mayo­ría de ellas no sabe muy bien por qué razón se encuentra en el convento.
Hermana Juana. ¿Usted lo sabe, Hermana?
Hermana Clara. Me sorprende. Por supuesto que sí.
Hermana Juana. ¿Y qué es lo que sabe, si es que su sorpresa le permite continuar hablando?
Hermana Clara. Que aquí estoy para el servicio y la adoración a Nuestro Señor Jesucristo.
Hermana Juana. En su claustro, sobre el catre, conservará el ejemplar de "La imi­tación de Cristo" de sus años de novicia, supongo.
Hermana Clara. Sí, claro que sí, Madre.
Hermana Juana. Y cumplirá con los ayunos y las penitencias y los flagelos que le corresponden diariamente.
Hermana Clara. Así es. Aunque no comprendo.
Hermana Juana. Usted, Hermana Clara, es una perfecta servidora de Nuestro Señor.
Hermana Clara. Agradezco su inmerecido elogio, Madre.
Hermana Juana. Entonces sírvalo. Quiero ver castigadas, martirizadas, a las bromistas. Estamos corriendo un serio peligro, Hermana. Y usted debería saberlo mejor que nadie. Ellas, las "niñas", escaparon. Pero usted vio, durante el rosario, la sangre sobre mi hábito, curó la herida de mi mano y limpió con mucho esfuerzo el cru­cifijo.
Hermana Clara. Que Dios nos proteja.
Hermana Juana. Dios, Dios. No sea infantil. En esta casa pasa algo muy grave. Y aquí estamos. Solas. Solas. Y usted sólo dice "Dios". Nuestro confesor, muerto. El próximo aún no contesta. Mientras no gocemos de la protección, humana protección, de un sacerdote confesor, de un hombre, su deber para con Dios es sujetar bien las riendas y castigar con el mayor rigor a las transgresoras.
Hermana Clara. Madre...
Hermana Juana. Todavía no terminé. Quiero que le quede claro que si soy la priora de este convento es porque amerito las condiciones necesa­rias. Y ni usted ni esas mocosas tienen nada que enseñarme. Y recuerde que también soy su superiora, y que puedo sancionarla por no cumplir con su deber.
Hermana Clara. Madre...
Hermana Juana. Vaya a su claustro. Y recapacite. No quiero seguir hablando con usted.
Hermana Clara. Siento no poder obedecer de inmediato. Es que olvidé decirle algo muy importante.
Hermana Juana. Diga.
Hermana Clara. Esta mañana vino a verla el Padre Salvador, y como usted me había pedido que no la molestara por ninguna causa, me informó que el Padre Javier no será nuestro confesor y me pidió que le comunicara su deseo de ser elegido él mismo para esa santa misión.
Hermana Juana. ¿No cree que debía habérmelo dicho antes?
Hermana Clara. Le ruego que me perdone, Madre. Es que con sus visiones, la mala conducta de las novicias. En fin, no sé cómo pudo habérseme olvi­dado.
Hermana Juana. Dígame cuáles son los motivos de la negativa del Padre Javier.
Hermana Clara. Según el Padre Salvador, no tiene tiempo.
Hermana Juana. No tiene tiempo. No tiene tiempo para guiar espiritualmente a las pobres ursulinas, pero sí tiene tiempo para seducir a la her­mana de Salvador.
Hermana Clara. Madre, ¿qué está diciendo?
Hermana Juana. No le importa. Vaya a su claustro. No sin antes encerrar a las bromistas, recuérdelo.
Hermana Clara. Sí, Madre. ¿Qué le respondemos a Salvador?
Hermana Juana. A mí corresponde ese asunto, Hermana Clara.
Hermana Clara. Que Dios la acompañe. Permiso.
(La Hermana Clara se retira.)

2
Reclinatorio.
Padre Javier. (Al cielo.) Es una locura. Una locura estúpida, quizá. Pero querría que baja­ras de esa cruz. Y que pudiéramos hablar, aquí abajo, de hombre a hombre. Sé que llegaríamos a un acuerdo. Reconocerías que soy un buen representante de tu palabra en este infierno. Y comprenderías esta... actividad mía, dictada por poderosos impulsos que no logré detener, como de buena naturaleza, como estímulos para una vida más elevada y más intensa. Sabes que no todos somos iguales. Y por eso no nos diste a todos cruces idénticas. Y sabes, podría jurarlo en tu nombre, que a mí me diste ésta por alguna razón. Una razón que no debo conocer, ya lo sé. Pero, una de mis tantas dudas es si debo hacerme cargo de la pobreza espiritual, de la voluptuosidad animal, de las mujeres que amé. ¿No es ése un trabajo para ellas? ¿No tengo yo más que suficiente con el trabajo que a mí me enco­mendaste? ¿Cómo pretender que, además de pasar mis días intentando separar, como un alquimista, tu vino sagrado de mi sudor caliente, sea yo el encargado de reparar el alma de pobres mujeres fantasio­sas y descontroladas? ¿O esto también forma parte de tu mandato, Señor? (Silencio.) ¿Es un disparate todo esto? ¿Es que estoy en­fermo, Señor? (Silencio.) No me vas a contestar, claro. Desde tu soberbia comodidad de bella escultura, estás seguro de que voy a poder soportar esta duda sin abandonarte. Y estás en lo cierto.

3
Locutorio.
Magdalena. (A la Hermana Juana, a través del torno.) Después de haberme dado la comunión, me miró profundamente, y en­tonces se estremecieron todos mis miembros, y desde ese momento me encuentro presa del más violento amor por él. Cuando nos cruzamos en la calle siento de inmediato una extraordinaria pasión. Cada domingo, en la misa, experimento las más extrañas emociones y el impulso irrefrenable de descansar a su lado. Aunque respeto su in­vestidura, y venero la memoria de mi madre, en ocasiones un velo se despliega sobre mi entendimiento y correría desnuda a la parro­quia, dejándolo todo a cambio de dos horas en la sacristía. ¿Por qué debe admirarnos, entonces, que la pobrecita Felipa amara de tal manera a ese monstruo? ¿Y que su desgraciado padre no sospe­chara que las clases de latín que el párroco le daba a su hija en su propia biblioteca no eran más que encuentros de lascivia y se­ducción malvada, que acabarían en la ruina de Felipa como mujer y en la deshonra de toda la familia? ¿Y la viuda Noemí? ¿Y todas las demás? ¿Y ahora yo, que no quería casarme para no perder mi virgi­nidad, tan devota -usted lo sabe mejor que nadie, Hermana- que cuando murió mi madre hablé de hacerme carmelita, y en cambio?
Hermana Juana. Hija mía, detrás de los barrotes puede una mostrarse, a veces, un poco desvergonzada. Pero entiendo que esta conversación debe concluir ahora mismo.
Magdalena. Hermana, me he tomado el atrevimiento de recurrir a Usted, porque tengo miedo de confesarme con el párroco. No sé qué sería de mí si vuelve a mirarme a los ojos.
Hermana Juana. Ya empieza a resultar peligroso exponerse a través de las rejas del locuto­rio. Se comienza con la devoción, se continúa con el dilema de cuándo debe la oración dejar lugar a la contemplación pura, y sin saber cómo, esta monja se sorprende una vez más discutiendo las hazañas de ese abominable Javier, a quien ni siquiera tengo el placer de conocer personalmente.
Magdalena. Me retiro entonces.
Hermana Juana. ¿No va a llevarse el libro?
Magdalena. Sí. Discúlpeme, lo había olvidado.
(La Hermana Juana le pasa un libro a Magdalena a través del torno.)
Hermana Juana. No se culpe. Todas lo olvidamos la primera vez. Que Dios la acom­pañe.
(Magdalena va a salir pero se vuelve para decir algo más, de pronto estalla en llanto y sale corriendo.)
Hermana Juana. Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. Dentro de tus llagas escóndeme.

4
Habitación/Teatro.
(Incomodidad general.)
Hermana Clara. Magdalena y el Padre Javier acaban de hacer el amor.
Magdalena. ¿Qué va a pasar ahora?
Padre Javier. Amor mío, el celibato se ha creado para hacerles cometer el primer pecado a los seminaristas. El de la mentira. Para entregarse a Dios hay que ser capaz de la propia degradación. Hay que ser capaz de soportarla.
Magdalena. Trato de entender, lo juro. Pero lo que siento es una culpa enorme. Y, a la vez, una rara pero agradable sensación en mi cuerpo. Respiro tranquila, y también quiero llorar. No me importan las demás. Sólo sé que hoy es mío el cuchillo de placer que per­fora el alma de un hombre que ha jurado castidad ante Dios.
Padre Javier. Magdalena. Mi amor. Una ley que se dicta en pleno conocimiento de que no podrá ser cumplida no es una ley. Un hombre joven y vital no es honesto cuando realiza el voto de castidad.
Hermana Clara. Silencio prolongado, amoroso.
Magdalena. Yo, Magdalena, acepto la mentira. Yo estoy dispuesta a sufrir mi propia degradación.
Padre Javier. Y yo.
Magdalena. Por eso puedo hacer uso de mi sexo y de mi capacidad de amar.
Padre Javier. Y yo.
Magdalena. Pero no con tranquilidad de conciencia. Eso es para los tibios. Mi sacrificio es hacer de mi conciencia un pozo de basura.
Padre Javier. Y el mío.
Magdalena. Pero, Dios, manchada.
Padre Javier. Magdalena, el celibato sólo es la llave para ser admitido en las sagradas órde­nes. Pero lo que se prueba no es la virtud, sino la fortaleza para vestir estas ropas, bendecir, confesar, sabiendo que se carga con, por lo menos, un gran pecado.
Magdalena. Cargar con un pecado grave no es una bendición, Padre. Al menos, no para mí.
(Silencio.)
Padre Javier. Eres la primera mujer a la que puedo amar olvidándome de mí. ¿No es ésta una bendición? (Silencio.) Ayúdame, Magdalena.
Magdalena. Voy a ingresar al convento de las ursulinas.
Padre Javier. Por Dios. Primero carmelita, ahora ursulina. ¿Vas a dejar de so­ñar conmigo por eso? ¿No piensas que te enaltecería mucho más vivir el amor que sientes por mí, que pasar los días y las noches en un claustro húmedo y frío, prosternada ante la cruz, con el rosario entre las manos, imaginando cómo mis labios te besan entre los pe­chos? ¿Pecarías menos así? ¿Es que no comprendes que es ingobernable? No podemos evitar el pecado, amor mío. Elijamos, entonces, el menos indigno. Las ursulinas están desahuciadas. Y ése no es tu caso.
Magdalena. No puedo respirar si no te veo. ¿Qué se hace, Padre?
(Silencio.)
Padre Javier. Yo mismo voy a presidir la ceremonia.
Magdalena. Y nadie tiene por qué enterarse.
Padre Javier. Sólo tú, yo y el Señor.
(Silencio.)
Magdalena. Matrimonio.
(Incomodidad general.)

5
Teatro.
Hermana Juana. A cada intención respondemos: Danos sacerdotes santos. Señor, para celar tu honra y gloria.
Todos. Danos sacerdotes santos.
Hermana Juana. Señor, para aumentar nuestra fe.
Todos. Danos sacerdotes santos.
Hermana Juana. Señor, para sostener tu Iglesia.
Todos. Danos sacerdotes santos.
Hermana Juana. Señor, para dirigir nuestras almas.
Todos. Danos sacerdotes santos.
Hermana Juana. Señor, para desterrar los vicios.
Todos. Danos sacerdotes santos.
Hermana Juana. Señor, para que todos tus Ministros sean la luz del mundo y la sal de la tierra.
Todos. Danos sacerdotes santos.
Hermana Juana. Señor, dame al Padre Javier.
Todos. Danos sacerdotes santos.
Hermana Juana. Señor, dame al Padre Javier.
Todos. Danos sacerdotes santos.
Hermana Juana. Señor, dame al Padre Javier.
Todos. Danos sacerdotes santos.
Hermana Juana. Señor, no me abandones otra vez. Dame al Padre Javier, o dame la muerte. Tampoco te pedí esto, Señor. Los sacrificios que me pides son demasiado pesados para mí. No me dejes sola.
Todos. Danos sacerdotes santos.
(Aparece, con el libro en la mano, Magdalena.)
Magdalena. Hermana Juana, vengo a devolverle su libro.
(La Hermana Juana la mira fijamente en silencio, perdida.)

6
Claustro/Teatro.
Padre Javier. Hermana. Me hago presente en su claustro para, con la ayuda a Dios, acompa­ñarla en estas tórridas noches que debe sufrir. La confesión, Her­mana, es un arma infalible contra los malos pensamientos. Acérquese, por favor.
Hermana Juana. Oh, Dios, Padre de las luces, que iluminas a todo el que viene a este mundo; envía a mi espíritu un rayo de tu luz y a mi corazón una centella de amor y de dolor, para que pueda yo conocer los pecados que contra Ti he cometido, y con un horror sumo confesarlos y aborrecerlos. Así sea.
Padre Javier. ¿Y bien?
Hermana Juana. No puedo, Padre. Me encuentro tan sorprendida por su irrupción en este sitio, a estas horas, después de haberse negado a ser nuestro confesor, cuando ya había perdido todas mis esperanzas de tenerlo a usted tan cerca, cuando no podía hacer más que consolar mi alma martirizando mi cuerpo, cuando mis manos ya no podían encontrar sosiego en contacto con el rosario sino... (Se interrumpe.)
Padre Javier. Continúe, Hermana. ¿Sino?
Hermana Juana. Padre, estoy tan avergonzada.
Padre Javier. ¿Cuánto tiempo?
Hermana Juana. Desde que lo vi pasar a través de las rejas, presidiendo la proce­sión mortuoria de nuestro párroco anterior. Nunca creí que podría sentir una pasión tan salvaje por un hombre en unos pocos segun­dos. Jamás volví a verlo, y sin embargo...
Padre Javier. (Interrumpe.) Que no te confiesas. Cuánto tiempo.
Hermana Juana. Esto no es una confesión.
Padre Javier. ¿Cuál es, entonces, el motivo por el que entro en tu claustro en mitad de la noche, Juana?
Hermana Juana. Bendígame, Padre, porque he pecado.
Padre Javier. ¿Estabas pecando en este preciso momento, Juana?
Hermana Juana. No puedo evitar un estremecimiento al escuchar mi nombre de sus labios.
Padre Javier. La cabeza pegada al suelo, monja.
(La Hermana Juana obedece.)
Hermana Juana (En mal latín.). Confiteor Deo omnipotenti, beatae Mariae semper Virgini.
Padre Javier. ¿Dónde estaban tus manos, Juana?
Hermana Juana. Beato Michaeli Archangelo, beato Joanni Baptistae.
Padre Javier. ¿En tu corazón?
Hermana Juana. Quia peccavi nimis cogitatione, verbo et opere.
Padre Javier. ¿Tus manos eran las tuyas o las mías, monja?
Hermana Juana. Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.
Padre Javier. ¿Eran mis manos, Juana, las que te acariciaban las piernas?
Hermana Juana. Omnen Sanctos, et te Pater, orare pro me.
Padre Javier. ¿Y esta lengua era la que succionaba tus líquidos secretos?
Hermana Juana. Ad Dominum Deum nostrum.
Padre Javier. Yo te absuelvo de todos tus pecados, monja. Arriba.
(La Hermana Juana se pone de pie. Se miran a los ojos.)
Padre Javier. Te absolví. Relájate. (Silencio.) Y desnúdate. Ahora.
(La Hermana Juana, lentamente, comienza a desnudarse.)
(Incomodidad general.)
Hermana Clara. El Padre Javier desaparece.
(El Padre Javier desaparece.)
Hermana Juana. (Al cielo.) A ti no puedo engañarte, Señor. Estoy al límite de mis fuerzas. Ya no puedo responderme ni la más sencilla de las preguntas. ¿Por qué, si odiaba esta vida lúgubre entre cuatro paredes, persistí y llegué a hacer los votos definitivos? ¿Por amor a ti o por re­chazo a esa madre de la que nació esta criatura deforme que soy? ¿Para agradarte o para disgustar a mi padre cómplice? Si, por lo menos, hubieses tenido la piedad de nublar mi mente con el humo salvador de la ignorancia. Pero no. Me diste la oportunidad de descubrir la llave fatal. Supe ser perfecta, obediente, devota. Supe hacerme indispensable. Supe memorizar todos los libros sagra­dos que pusiste tú, y en tal cantidad, en mis manos. Tantos ins­trumentos para vengarme de mi destino en los demás. Me dejaste sa­ber que sin este hábito no iba a ser igual. La monjita monstruosa con un hombro más alto que el otro puede hablar de cualquier tema con el más versado que tenga delante. No le teme a nada. Y es, por sus conocimientos y su perfección, irreemplazable para conducir a sus novicias. ¿Por qué me permitiste seguir adelante? Detengámo­nos, Dios mío. Detengámonos ahora. O empújame rápidamente hacia el final.
Hermana Clara. (Entra.) Artemisa, aristol y coloquíntida para abortar.
Hermana Juana. ¿Qué llevo dentro de mi cuerpo, Hermana?
Hermana Clara. Escúcheme. Artemisa, aristol, coloquíntida.
Hermana Juana. Juro por las llagas de Nuestro Señor que no conocí varón.
Hermana Clara. Madre, debo llamar con urgencia al Padre Salvador. Tres de las no­vicias están sangrando. Gritan, escupen, blasfeman. Por favor, au­toríceme.
Hermana Juana. Que venga Javier.
Hermana Clara. Salvador, Madre, Salvador.
Hermana Juana. ¡Javier!
Hermana Clara. Javier no quiere venir. Recuerde, por favor.
Hermana Juana. ¡Javier!
Hermana Clara. Javier no.
Hermana Juana. ¡Javier sí!
Hermana Clara. Madre, por favor, Javier no va a venir.
Hermana Juana. ¡Javier! ¡Javier! ¡Javier!

7
Reclinatorio.
Padre Salvador. (Al cielo.) ¿Ella también debía caer en sus manos? ¿Es una señal para mí que le hayas entregado a mi hermana? ¿Es mi hermana quien recibe sus caricias en mi lugar? Es injusto, Señor. Yo destruí mi cuerpo. Está escrito por tus apóstoles que desearlo no es tan grave, que la gravedad está en la obra. Y yo no obré, Señor. Sin embargo, como yo sabes cuánto y con qué vehemencia hubiera querido hacerlo. Me viste dormir con las manos atadas, viste las heridas en mis mu­ñecas. Tuve la fortaleza que me exigiste, Señor. Pero no fue sen­cillo. ¿Y cómo continuar ahora, con su sexo dentro de mi hermana? ¿Cómo contener el impulso de la venganza? No puedes pedirme tanto, Dios. La justicia que tú desoyes es la que yo voy a llevar a cabo. Después arreglaremos cuentas tú y yo.

8
Claustro.
Hermana Juana. (A un imaginario Padre Javier.) El Hijo de Dios está en mis entrañas, Padre Javier. No en las de tu esposa. Mira a la madre de tu hijo. No te conozco, Javier, pero soy la madre de tu hijo. No me toques, Padre Javier. Por Dios, no me toques. Ya estoy derrotada. No necesitas más. Nuestro hijo, el Hijo de Dios, no nos va a separar nunca más. Pero no tuve tu cuerpo, Padre Javier. Yo quería tu cuerpo. ¿Cómo hiciste? ¿Cómo hiciste para tenerme desde tan lejos, desde la cama de tu mujer? Sudaste y jadeaste y gozaste sobre ella, ¿no es verdad? Pero el hijo me lo hiciste a mí, Javier. Porque yo soy la santa y ella la puta. Y los hijos de Dios nacen de las santas. Santo Javier, yo soy tu esposa.
(Entra la Hermana Clara conduciendo al Padre Salvador.)
Hermana Clara. Madre, el Padre Salvador.
(Tensión. La Hermana Clara no sabe qué hacer y se retira. La Hermana Juana mira para otro lado. El Padre Salvador decide empezar a hacer su trabajo, enarbolando un crucifijo.)
Padre Salvador. ¿Has dicho blasfemias o cosas injuriosas contra Dios, los santos o las cosas santas? (No hay respuesta.) ¿Discutes los mandatos que la Iglesia Católica enseña, que son mandatos de Cristo? (...) ¿Has dado mal ejemplo a tus novicias, no cumpliendo con tus debe­res religiosos? (...) ¿Tienes odio o rencor a alguien? (...) ¿Has tomado drogas? (Buscando complicidad.) ¿Marihuana?... ¿Cocaína?... ¿Paco?... ¿Pastis?... ¿Con speed?...
(Incomodidad general.)
Hermana Juana. (Disgustada.) Padre...
Padre Salvador. (Vuelve al tono eclesiástico.) ¿Te has deleitado en pensamientos y deseos impuros? ¿Has dicho mentiras? ¿Has calumniado atribuyendo a los demás lo que no era verdadero?
Hermana Juana. Padre...
Padre Salvador. (Estimulado por su propio discurso.) ¿Tienes en cuenta que las discrepancias políticas, profesionales o ideológicas no deben ofuscarte hasta el extremo de juzgar o hablar mal del prójimo, y que esas diferencias no te autorizan a descubrir sus defectos morales, a menos que lo exija el bien común?
Hermana Juana. ¡Padre! (Silencio.) Estoy embarazada.
Padre Salvador. (Le echa agua bendita. Ataque de la Hermana Juana.) Te conjuro, maldita serpiente, por temor al que tiene el Supremo Poder del Universo, a que abandones el cuerpo de esta servidora de la Iglesia, para que vuelva ella al seno de la Iglesia y tú a los terrores espantosos del infierno, donde permanecerás eternamente, por los siglos de los siglos.
(Silencio. Pausa.)
Hermana Juana. Ya no.
(Silencio.)
¡Hermana Clara! ¡Llévese a este cura maldito de aquí! ¡Me robó a mi hijo! ¡Me robó a mi hijo!
(Entra la Hermana Clara y se lleva al Padre Salvador.)
Padre Salvador. ¡Es Behemot (Beemot) quien habla, es Behemot (Beemot), que Dios nos proteja!

9
Altar/Teatro.
(Incomodidad general.)
Hermana Clara. El Padre Javier sube al altar y se acuesta boca arriba. Magdalena se le acerca. Lo acaricia.
Padre Javier. (A Magdalena.) Nadie puede quitarme esta felicidad, tan plena, que me acerca más y más a Dios. La maravilla de descubrir que este amor y este hun­dimiento son una sola cosa.
(Escena de amor.)
(Incomodidad general.)

10
Reclinatorio.
Magdalena. (Al cielo.) Es un apóstol. O un ángel. Estoy segura, Señor. Hubiera preferido morir antes que pecar contra la castidad. Pero él no es sólo un hombre. No podría haberme casado con un hombre, Señor. Sí con él. Es así, Se­ñor. Tantas veces descubrí a Salvador sellando sus genitales con un candado de hierro antes de confesar a los niños para su primera comunión. Y a esas vírgenes ursulinas ocupándose de mezquinas va­nidades. Y a las viejas amantes de mi esposo, cayendo, abandonadas al resentimiento, consumidas en sus ácidos venenos, en guerra con ellas mismas, señalándome y murmurando detrás de las ventanas. ¿Ésa es la salvación de la que nos hablaste, Señor? ¿O no existe tal salvación? ¿Se acabaron las oportunidades, Señor?





11
Teatro.
(La Hermana Juana brinda una demostración de su estado de posesión. El Padre Salvador intenta exorcizarla con su cruz y el agua bendita.)
(Entra la Hermana Clara, muy turbada. Interrumpe.)
Hermana Clara. ¡Madre!... (Silencio tenso.) Ha llegado un exorcista.

12
Escritorio.
Padre Salvador. Discúlpeme, Padre Uriel, pero... no sabía muy bien qué hacer.
Padre Uriel. Está bien. Veamos. (Ensaya.) ¿Eres tú, Satán? (Espera la intervención de Padre Salvador, que no llega.) Adelante, Padre.
Padre Salvador. ¿No estaremos yendo demasiado lejos?
Padre Uriel. Nada es demasiado para él.
Padre Salvador. ¿Se refiere a Javier?
Padre Uriel. Sí en este caso, en que Belcebú lo eligió como fiel servidor.
Padre Salvador. Dudo, Padre. No puedo evitarlo.
Padre Uriel. Padre Salvador, debe desterrar esos pensamientos o me veré obli­gado a removerlo. Su única misión, ahora, es concentrarse en esta lucha, primaria y elemental si quiere, que vamos a entablar con las fuerzas del mal. ¿Es Javier hijo de Satanás o no?
Padre Salvador. Se acuesta con mujeres. Se acuesta con mi hermana.
Padre Uriel. Padre, tanto usted como yo sabemos que entre la teoría católica oficial y la práctica real de sus sacerdotes hay una enorme grieta. Me sorprende su ingenuidad. El Padre Javier, como tantos otros, ha pagado minuciosamente su impuesto por el concubinato. Allí se acaba la cuestión.
Padre Salvador. Yo nunca me vi obligado a hacerlo.
Padre Uriel. Padre, ¿es Javier hijo de Satán o me está utilizando usted para una vulgar venganza?
Padre Salvador. Si es culpable de satanismo se chamuscará en la hoguera. Si es inocente, por lo menos su reputación quedará definitivamente en­turbiada.
Padre Uriel. No respondió mi pregunta.
(Silencio.)
Padre Uriel. Según mis investigaciones, el Padre Javier se ha instalado en el cuerpo de la monja valiéndose de diversos y muy potentes demonios. (Consulta en su carpeta.) Ayúdeme, Padre. En la frente, Leviatán.
(El Padre Salvador consulta en un libro y toma notas.)
Padre Salvador. Allí debemos echar agua bendita.
Padre Uriel. Bien. En el cuello, Enemigo de la Virgen.
Padre Salvador. También agua bendita.
Padre Uriel. Para el cuello me parece más indicado recurrir a la enema de agua bendita.
Padre Salvador. (Toma nota.) Como usted diga.
Padre Uriel. En las axilas, Impureza.
Padre Salvador. También agua bendita. Aunque dice aquí que Impureza es muy re­belde.
Padre Uriel. Es verdad. Haremos, entonces, una irrigación de agua bendita hir­viendo. Veamos. En las nalgas, Brasa.
Padre Salvador. Agua bendita. ¡No, no! Supositorio de jabón de Castilla. Discúlpeme.
Padre Uriel. En los pechos, Jabel.
Padre Salvador. Agua bendita.
Padre Uriel. En la vagina, Behemot (Bejemot).
Padre Salvador. Dios mío. La descripción de Behemot (Beemot) es aterrador. Aterradora, perdón.
Padre Uriel. Así es... Behemot (Bejemot). Aterrador. Y habrá que combatirlo con mucha violencia.
Padre Salvador. (Dispuesto a tomar nota.) Dígame.
Padre Uriel. Irrigador de miel hirviente pura en la vagina.
Padre Salvador. Sor Juana se va a resistir.
Padre Uriel. No si el exorcismo se lleva a cabo en público.
Padre Salvador. ¿En público?
Padre Uriel. ¿Sabe usted de algo más ejemplarizador que un tratamiento de estas características?
Padre Salvador. (Lee.) La irrigación de miel debe ser acompañada por un conjuro a Behemot (Beemot).
Padre Uriel. Sí. Behemot (Bejemot), te conjuro a que abandones el sitio que elegiste como tu morada y que estaba, antes de tu infernal ocupación, consa­grado a Nuestro Señor Jesucristo... Aquí la monja debería insul­tarnos gravemente, escupir y hasta vomitar.
Padre Salvador. (Toma nota.) Bien.
Padre Uriel. A Nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Padre Salvador. Amén.

13
Claustro/Teatro.
(Exorcismo público.)
(El Padre Uriel, con la asistencia del Padre Salvador, exorciza a la Hermana Juana. La Hermana Clara le sostiene la cabeza.)
Padre Uriel. He dicho fuera, Behemot (Bejemot).
Hermana Juana. (A la Hermana Clara.) ¿Qué más debo hacer, Hermana? Ya no tengo fuerzas.
Padre Uriel. (Como si fuera parte del ritual, pero en realidad para darle una pista a la Hermana Juana.) La procacidad es uno de los síntomas característicos que primero aparecen.
Hermana Clara. (A la Hermana Juana.) Haga un esfuerzo, Madre.
Hermana Juana. (Con dificultad.) Cura... ¡hijo de puta!
Padre Uriel. ¡Está ahí! ¿Lo escucharon? ¡Está ahí!
(Se arrodillan los tres alrededor de la Hermana Juana.)
Padre Uriel. Demos gracias a Dios por hacernos visibles los demonios de Satanás y que, así, podamos combatirlos por su Gracia.
Padre Salvador y Hermana Clara. Demos gracias a Dios.
(Se persignan.)
(Saludan.)
Padre Uriel. Ahora necesito un descanso. Con urgencia.
Padre Salvador. Venga conmigo, Padre. En mi habitación estará bien. (Mientras salen:) ¿Es Behemot (Bejemot)?
Padre Uriel. ¡Pero claro, hijo! ¡Behemot (Bejemot)!
(El Padre Salvador se lleva al Padre Uriel.)
Hermana Clara. Confíe en ellos. Lo hacen por nuestro bien.
Hermana Juana. ¿Está segura, Hermana?
(Silencio.)
Hermana Clara. Descanse, Madre. Duerma un ratito.
(La Hermana Clara le canta una canción de cuna a la Hermana Juana hasta que ésta se duerme.)
Hermana Clara. (Al cielo.) Todo se volvió viscoso y oscuro. No reconozco el suelo que piso. ¿Ha llegado el tiempo, Señor? Después de tantos años de seguridad y gozo en ti para esta monja, ¿ha llegado el momento de las dudas atroces? ¿Es tu voluntad corromper ahora mi corazón? ¿Debo abrir ahora el arcón de las preguntas que ya creía cerrado para siempre? ¿Serán tuyas las respuestas, Señor? ¿De quién, si no? ¿Es que ya estás volviendo, Señor?
(La Hermana Juana despierta.)
Hermana Juana. Hermana, ¿usted cree que Dios puede equivocarse?
Hermana Clara. Yo no sé nada, Madre.
Hermana Juana. Yo sí sé. Puede. Soy priora del convento de las ursulinas. Y sólo Él sabe lo que puedo llegar a ser.
Hermana Clara. ¿Y eso es un error, Madre?
Hermana Juana. ¿Por qué viste usted esas ropas, Hermana?
Hermana Clara. Madre...
Hermana Juana. La imitación de Cristo.
Hermana Clara. Madre, por favor, no otra vez.
Hermana Juana. Estoy segura de que nunca se le ocurrió pensar en la trascenden­cia. Sé que sus oraciones, sus retiros, sus martirios, son since­ros, y mucho más numerosos que los míos.
Hermana Clara. Madre...
Hermana Juana. Sé lo que digo. Ninguna de ustedes sabe lo que yo hago cuando me encierro en el claustro. Ninguna escucha las palabras que pronun­cio frente a la cruz, de rodillas, con las manos anudadas en el rosario. Y nadie, ni siquiera ustedes, monjas vegetales, puede imaginar el suplicio de no lograr nunca detener el pensamiento. Mi pensamiento, Hermana. Mi pensamiento es el artífice de mi... as­cendente carrera. Mi pensamiento obsesionado en una sola meta: la trascendencia.
Hermana Clara. No hay razón para que se mortifique, Madre. No es sencillo aguar­dar con paciencia el momento en que el Señor nos convoque a las delicias de la eternidad.
Hermana Juana. No puedo esperar la eternidad. No me resigno a esperar rezando algo de lo cual no esté completamente segura. Hablo de mi trascen­dencia aquí, en la tierra. Mi única ambición. Quiero ser santa. Quiero escribir mis memorias. Quiero que mi cadáver sea decapitado y quiero que mi cabeza embalsamada se conserve en una caja de cristal, oro y plata. Quiero que mi hábito decore la caja. Quiero que un artista pinte el cuadro de la santa priora poseída. Quiero ser objeto de devoción de generaciones y generaciones. Quiero es­tampitas, postales. Quiero mi estatua de yeso en cada iglesia. Quiero mi iglesia en cada capital del mundo. ¡Quiero mi catedral!

14
Teatro.
(El Padre Javier y Magdalena están ensimismados uno con el otro. La Hermana Clara advierte un acuerdo silencioso entre los Padres Salvador y Uriel y la Hermana Juana. Presiente que algo muy malo va a pasar y grita:)
Hermana Clara. ¡No!
(De pronto, los Padres Uriel y Salvador se abalanzan violentamente sobre el Padre Javier, lo desnudan, le colocan una gorra de látex, y lo atan a la mesa, luego de arrojar al piso lo que hay en ella. La Hermana Juana toma unas tijeras y empuja a Magdalena fuera del espacio con la intención de cortarle el pelo. La Hermana Clara, impotente, reza. El Padre Javier, una vez atado, también reza. La Hermana Clara busca un paño para taparle piadosamente los genitales y se retira junto al Padre Salvador, quien había quedado impactado frente al cuerpo desnudo de Javier.)
Padre Uriel. (Al Padre Javier, que sigue rezando, atado boca arriba sobre la mesa.) Padre, ahora estamos solos. Comprendo que se resista a la confe­sión. Pero yo no soy un tortura­dor. Soy un sacerdote. Como usted. Podría decirse que somos lo mismo. Confiese. ¿Quiere que hagamos una confesión formal? En lo que a mí respecta, no considero que sea necesario. (De pronto.) ¡Deje de rezar de una vez!
(El Padre Javier se calla.)
Padre Uriel. Confiese. Si confiesa, podría prometerle suspender la tor­tura. Irá a la hoguera en paz, sin suplicios, y hasta puedo orde­nar al verdugo que lo estrangule antes de que las llamas toquen su cuerpo. Lo único que quiero es su confesión.
Padre Javier. He sido un hombre. He amado a mujeres. He bendecido mi propio ca­samiento. He adorado a mi esposa a veces más que a Dios.
(Silencio.)
Padre Uriel. Ya escuché esa estúpida confesión, Padre. Y no esperará que me sorprenda. Pero no lo vamos a quemar por eso. No sea ingenuo.
Padre Javier. Van a quemarme porque soy libre. Nada más.
Padre Uriel. Arrepiéntase de su pacto con Satanás y recibirá mi absolución.
Padre Javier. Confieso amar a mi mujer. Y no me arrepiento.
Padre Uriel. (Incitándolo.) Mi dios es Satanás.
Padre Javier. Mi dios es mi esposa. Mi dios es Dios. Así viví y así voy a morir. El Señor me juzgará dentro de muy poco tiempo.
Padre Uriel. ¿Dónde está su dios?
Padre Javier. Dios está aquí. En la tortura y en la angustia.
Padre Uriel. ¡Dios está muy lejos! Confiéselo. El demonio es quien está aquí. Para poder amar a Dios es necesario poder odiarlo a él. Y yo lo odio con todas mis fuerzas. Pero usted lo ama, Padre. ¡Confiese!
Padre Javier. Dios mío, ¿un hombre debe confesar un crimen sólo para librarse del dolor?
Padre Uriel. ¿A qué dios le está hablando?
(El Padre Javier vuelve a rezar.)
Padre Uriel. Es inútil, Padre. Quise ser compasivo con usted. Pero Satanás in­fluye en su alma de manera tan férrea que debo renunciar. Lo siento, pero es evidente que cometí un error. Usted y yo no somos lo mismo.
Padre Javier. (Interrumpe su rezo.) Gracias a Dios.
Padre Uriel. ¿Vas a empezar a hablar, bestia inmunda?
(El Padre Javier vuelve a rezar.)
Padre Uriel. Bien. En cuanto salga yo de aquí, entrará una bestia sin alma. Un medio hombre. Él va a disuadirlo. Para empezar, hará uso de unas enormes tenazas en sus uñas.
(El Padre Uriel va a salir. El Padre Javier vuelve a interrumpir su rezo.)
Padre Javier. Padre.
(El Padre Uriel se detiene. Silencio.)
¿Es posible que los tormentos no sean tan crueles?
(Silencio.)
Temo que tanto dolor lleve a mi alma a la desesperación. Temo abandonar a Dios en el último minuto.
(Silencio.)
¿Es posible?
Padre Uriel. No.
(El Padre Uriel se va. El Padre Javier retoma sus oraciones. Entran las Hermanas Clara y Juana y el Padre Salvador, y se suman a la plegaria del Padre Javier.)

15
Teatro.
Padre Uriel. (Al cielo.) Hace mucho que no hablamos tú y yo, Señor. Vuelvo por un momento para que sepas que nunca voy a perdonarte que le hayas cedido tu lugar a Satanás. Y es que Satanás habla, se manifiesta, se hace pre­sente. Algo me dice que se avecina el momento en que vamos a estar frente a frente, él y yo. Y entonces voy a obligarlo a una rendi­ción de cuentas. Yo voy a obligarlo, ya que tú, no sé por qué, nunca tuviste valor. Así y todo, no temas. Yo tendré valor. Voy a recu­perar tu lugar. Y si continuases con esta manía de no ocuparlo, tampoco temas. Entonces, Dios seré yo.

16
Teatro.
Padre Salvador. No sé qué voy a hacer con esta mujer. Comete errores gravísimos.
Hermana Clara. Nunca fue muy buena con el latín.
Padre Salvador. Pero los demonios sí.
Hermana Clara. Entonces, ¿no está poseída?
Padre Salvador. Por supuesto que sí. Los demonios de Javier pretenden hacernos creer que no hablan latín, y así se ríen de nosotros. Pero, ¿cómo se le explica esto al público?
(El Padre Uriel trae a la rastra a la Hermana Juana, que está muy contrariada.)
Padre Uriel. Así no vamos a llegar a nada.
Hermana Juana. A mí nadie me echa ácido sulfúrico en los labios.
Padre Salvador. ¿Más inconvenientes?
Padre Uriel. Se rebela.
Hermana Juana. (Al Padre Salvador.) Me somete a humillaciones sin límite.
Padre Salvador. No es a usted. Es a los demonios.
Hermana Clara. Tenga paciencia.
Hermana Juana. (A la Hermana Clara.) Paciencia. A mí me hacen todo eso.
Hermana Clara. Pero si yo también estoy poseída.
Padre Uriel. Vamos de una vez, que la gente está esperando.
Padre Salvador. Es sólo un esfuerzo más. En unos minutos terminamos.

17
Teatro.
(La Hermana Clara cubre al Padre Javier, que continúa atado a la mesa, con una tela que lo oculta por completo.)
(Declaración pública.)
(El Padre Uriel lee un acta al público. Lo acompañan las Hermanas Juana y Clara y el Padre Salvador.)
Padre Uriel. Por lo cual se deduce que Satanás cerró su boca y endureció su co­razón para que no pueda arrepentirse, además de haberlo hecho in­sensible al dolor. Con una intolerable calma, otra descarada inso­lencia del demonio, soportó los más dolorosos y humillantes supli­cios. Una vez concluidos éstos, sólo para conservar la vida del infame hasta la hoguera, en lugar de rezar cantó una canción im­pura, manifestó horror frente al crucifijo, nunca nombró a la Vir­gen, y dijo varias veces Dios, pero resulta obvio que se refería a Satanás, ya que...
Hermana Juana. Padre. (Desconcierto de los demás. Silencio.) Retiro los cargos. (Silencio.) ¿Puedo? (Silencio.) Retiro los cargos. Ahora mismo.
Padre Uriel. (Triunfal.) Hermana, ya todos sabemos que no es usted quien habla. (Al público.) ¿No es verdad?

18
Teatro.
(Aparece Magdalena vistiendo una enagua y llevando una gorra de látex en la cabeza. La Hermana Juana la viste de novicia.)
Magdalena. (Canta. Al cielo.)
Ave Maria gratia plena,
Dominus tecum,
Benedicta tu in mulieribus,
Et benedictus fructus ventris tui Jesus.
Sancta Maria, sancta Maria, Maria
Ora pro nobis, nobis peccatoribus
Nunc et in hora, in hora mortis nostrae
Amen, amen.

19
Reclinatorio/Teatro.
Padre Salvador. (Al cielo.) Resolví hábilmente el tema de la confesión de Javier, y el Padre Uriel me lo agradeció tanto y de tal manera, que llegué a pensar que una gran simpatía había nacido entre él y yo. ¿Qué debo hacer, Señor? Aceptaste a Magdalena luego de lo que parecía su perdición eterna. ¿Me aceptarás a mí, después?

20
Reclinatorio/Teatro.
Hermana Juana. (Al cielo.) Lo vi. Lo vi a él delante de mí. Las torturas no lograron dismi­nuir su belleza. Pero no me habló. Debía hablarme. Estaba obligado a pedirme perdón antes de continuar su marcha hacia la hoguera. Pero no me habló. Tuvieron que decirle quién era yo. Ni siquiera sabía quién era yo. Me miró fijamente, como preguntándome algo. ¿Qué me preguntaba, Señor? ¿Qué me preguntaba?

21
Reclinatorio/Teatro.
(El Padre Uriel mira al cielo en desafiante silencio. Luego de unos segundos, los demás lo interrogan también silenciosamente.)
Padre Uriel. No tengo nada más que decir.

22
Reclinatorio/Teatro.
Hermana Clara. (Al público.) Cada vez que quiere hablar al pueblo le echan agua bendita y le pegan en la boca con una cruz de hierro. Cuando echa la cabeza ha­cia atrás, dicen que rechaza al Señor. El verdugo, a pesar de la negativa de Uriel, promete estrangularlo antes de que las llamas toquen su cuerpo. Pero él dice algo sobre el Juicio Final. Los curas se alteran. Encienden ellos la hoguera. De golpe. Terror solitario de Javier. Una bandada de palomas desde la iglesia. Los trozos de Javier que quedan enteros, chamuscados, ne­gros como el diablo, son amuletos.
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Marcelo Bertuccio. Buenos Aires, octubre de 2007.






Obras consultadas:
Michel de Certeau, La posesión de Loudun.
Gilles de la Tourette, Tratado clínico y terapéutico de la histeria.
Sor Jeanne des Anges, Autobiografía de una histérica poseída.
François Dosse, Michel de Certeau.
Aldous Huxley, Los demonios de Loudun.
Jerzy Kawalerowicz, Sor Juana de los Ángeles.
Krzysztof Penderecki, Los demonios de Loudun.
Ken Russell, Los demonios.
Jean-Joseph Surin, Ciencia experimental.
John Whiting, Los demonios.




[1] En la convicción de que un texto dramático no está nunca terminado, he asimilado el hábito de volver a corregir todas mis obras periódicamente, elaborando así lo que podría llamarse “versiones actualizadas”, dando a esos universos poéticos la oportunidad de ser modelados con mayor eficacia a medida que mis herramientas de dramaturgo se expanden y fortalecen. El Autor.