GALILEO GALILEI
Bertolt Brecht
PERSONAJES
Galileo
Galilei
Andrea
Sarti
Señora
Sarti, madre de Andrea y ama de
llaves
de Galilei
Ludovico
Marsili, un joven hijo de acauda
lada
familia
Señor
Priuli, secretario de la Universidad de
Padua
Sagredo,
amigo de Galilei
Virginia,
hija de Galilei
Federzoni,
pulidor de lentes, colaborador de
Galilei
Dos
eruditos
Dos
monjes
Dos
astrónomos
Un
monje muy delgado
Un
cardenal muy viejo
Padre
Cristóforo Clavius, astrónomo
Un
monje pequeño
El
Cardenal Inquisidor
Cardenal
Barberini, después Papa Urbano VIII
Regidores
Cardenal
Belarmino
Cosme
de Médici, Gran Duque de Florencia Dos secretarios espirituales
Mayordomo
Mayor de la Corte
Dos
jóvenes damas
El
teólogo
Filippo
Mucius, un erudito
Señor
Gaffone, rector de la Universidad de Pisa
El
filósofo
El
matemático
Un
cantor de romances
Una
vieja dama de honor
Su
mujer
Una
joven dama de honor
Vanni,
un fundidor de hierro
Un
lacayo del Gran Duque
Un
funcionario
Dos
monjas
Un
alto funcionario
Dos
Soldados
Un
individuo
La
vieja mujer
Un
monje
Un
prelado gordo
Un
campesino
Hombres,
mujeres, niños
Un
guardia aduanero
Un
escribiente
El
Dux
i
GALILEO GALILEI
, MAESTRO DE MATEMÁTICAS EN PADUA, QUIERE
DEMOSTRAR LA VALIDEZ DEL NUEVO SISTEMA UNIVERSAL DE
COPÉRNICO.
El
pobre gabinete de trabajo de Galilei en Padua. Es de mañana. Un muchacho, ANDREA , hijo del ama de llaves, trae un vaso de
leche y un bollo.
GALILEI (lavándose el pecho, resoplando, alegre). —
Pon la leche sobre la mesa pero no cierres
ningún libro.
ANDREA . — Mi madre dice que
debemos pagar al lechero. Si no pronto hará un rodeo a
nuestra casa, señor Galilei.
GALILEI . — Se dice: describirá
un círculo, Andrea.
ANDREA . — Como usted quiera,
pero si no pagamos describirá un círculo en torno a
nosotros, señor Galilei.
GALILEI . — Si el alguacil señor
Cambione, se dirige directamente a nuestra puerta, ¿qué
distancia entre dos puntos elegirá?
ANDREA (sonríe). — La más corta.
GALILEI . — Bien. Tengo algo
para ti. Mira atrás de las tablas astronómicas. (Andrea
levanta detrás de las tablas astronómicas un modelo de madera de gran
tamaño del sistema de Ptolomeo.)
ANDREA . — ¿Qué es esto?
GALILEI . — Es un astrolabio. El
aparato muestra cómo los astros se mueven alrededor
de la tierra, según la opinión de los viejos.
ANDREA — ¿Cómo?
GALILEI . — Investiguemos.
Primero la descripción.
ANDREA . — En el medio hay una
pequeña piedra.
GALILEI . — Es la Tierra.
ANDREA . — Alrededor de ella hay
anillos, siempre uno sobre el otro.
GALILEI . — ¿Cuántos?
ANDREA . — Ocho.
GALILEI . — Son las esferas de
cristal.
ANDREA . — A los anillos se han
fijado bolillas.
GALILEI . — Son los astros.
ANDREA . — Y ahí hay cintas en
las que se leen nombres.
GALILEI . — ¿Qué nombres?
ANDREA . — Nombres de estrellas.
GALILEI . — ¿Por ejemplo?
ANDREA . — La más baja de las
bolillas es la Luna y encima de ella el Sol.
GALILEI . — Y ahora haz correr
el sol.
ANDREA (mueve los anillos). — Es hermoso todo esto,
pero nosotros estamos tan
encerrados...
GALILEI . — Sí. (Secándose.) Es
lo que también yo sentí cuando vi el armatoste por
primera vez. Algunos lo sienten. (Le tira la toalla a Andrea para que
le frote la espalda.) Muros,
anillos e inmovilidad. Durante dos mil años creyó la humanidad que el
Sol y todos los
astros del cielo daban vueltas a su alrededor. El Papa, los cardenales,
los príncipes, los
eruditos, capitanes, comerciantes, pescaderas y escolares creyeron
estar sentados inmóviles
en esa esfera de cristal. Pero ahora nosotros salimos de eso, Andrea.
El tiempo viejo ha
pasado y estamos en una nueva época. Es como si la humanidad esperara
algo desde hace
un siglo. Las ciudades son estrechas y así son las cabezas.
Supersticiones y peste. Pero
desde hoy no todo lo que es verdad debe seguir valiendo. Todo se mueve,
mi amigo. Me
alegra pensar que la duda comenzó con los navíos. Desde que la
humanidad tiene memoria
se arrastraron a lo largo de las costas, pero de repente las
abandonaron y se largaron a
todos los mares. En nuestro viejo continente se ha comenzado a oír un
rumor: existen
nuevos continentes. Y desde que nuestros navíos viajan hacia ellos se
festeja por todas
partes que el inmenso y temido mar es un agua pequeña. Desde entonces
ha sobrevenido el
gran deseo: investigar la causa de todas las cosas, por qué la piedra
cae al soltarla y por qué
la piedra sube cuando se la arroja hacia arriba. Cada día se descubre
algo. Hasta los viejos
de cien años se hacen gritar al oído por los jóvenes los nuevos
descubrimientos. Ya se ha
encontrado algo pero existen otras cosas que deben explicarse. Mucha
tarea espera a
nuestra nueva generación.
"En Siena, de muchacho, observé cómo unos trabajadores
reemplazaban, luego de cinco
minutos de disputa, una costumbre milenaria de mover bloques de granito
por una nueva y
razonable forma de disponer las cuerdas. Fue allí donde caí en la
cuenta: el tiempo viejo ha
pasado, estamos ante una nueva época. Pronto la humanidad entera sabrá
perfectamente
dónde habita, en qué clase de cuerpo celeste le toca vivir. Porque lo
que dicen los viejos
libros ya no les basta, porque donde la fe reinó durante mil años,
ahora reina la duda. El
mundo entero dice: sí, eso está en los libros, pero dejadnos ahora
mirar a nosotros mismos.
A la verdad más festejada se le golpea hoy en el hombro; lo que nunca
fue duda hoy se
pone en tela de juicio, de modo que se ha originado una corriente de
aire que ventila hasta
las faldas bordadas en oro de príncipes y prelados, haciéndose visibles
piernas gordas y
flacas, piernas que son como nuestras piernas. Ha quedado en
descubierto que las bóvedas
celestes están vacías y ya se escuchan alegres risotadas por ello.
"Pero las aguas de la tierra empujan las nuevas ruecas y en los astilleros, en las
cordelerías y en las manufacturas de velas se agitan quinientas manos
al mismo tiempo en
busca de un nuevo ordenamiento.
"Yo profetizo que todavía durante nuestra vida se hablará de
astronomía hasta en los
mercados y hasta los hijos de las pescaderas correrán a las escuelas. A
esos hombres
deseosos de renovación les gustará saber que una nueva astronomía
permite moverse
también a la Tierra. Siempre se ha predicado que los astros están
sujetos a una bóveda de
cristal y que no pueden caer. Ahora, nosotros hemos tenido la audacia
de dejarlos moverse
en libertad, sin apoyos, y ellos se encuentran en un gran viaje, igual
que nuestras naves, sin
detenerse, ¡en un gran viaje!
"La Tierra rueda alegremente alrededor del Sol y las pescaderas,
los comerciantes, los
príncipes y los cardenales y hasta el mismo Papa ruedan con ella.
"El universo entero ha perdido de la noche a la mañana su centro y
al amanecer tenía
miles, de modo que ahora cada uno y ninguno será ese centro.
Repentinamente ha quedado
muchísimo lugar. Nuestras naves se atreven mar adentro, nuestros astros
dan amplias
vueltas en el espacio y hasta en el ajedrez las torres saltan todas las
filas e hileras. ¿Cómo
dice el poeta?
ANDREA . — ¡Oh temprano albor
del comenzar!
¡Oh soplo del viento
que viene de nuevas costas!
Sí, pero beba su leche que ya comenzarán de nuevo las visitas.
GALILEI . — ¿Has comprendido al
fin lo que te dije ayer?
ANDREA . — ¿Qué? ¿Lo del
Quipérnico con sus vueltas?
GALILEI . — Sí.
ANDREA . — No. ¿Por qué se
empeña en que yo lo comprenda? Es muy difícil y yo en
octubre apenas cumpliré once años.
GALILEI . — Por eso mismo quiero
que lo comprendas. Para ello trabajo y compro los
libros en vez de pagar al lechero.
ANDREA . — Pero es que yo veo
que el Sol está al atardecer en un lugar muy distinto que
a la mañana. No puede entonces estar inmóvil. ¡Nunca! ¡Jamás!
GALILEI . — ¿Así que tú ves?
¿Qué es lo que ves? No ves nada. Tú miras sin observar.
Mirar no es observar. (Coloca el soporte con la palangana donde se ha
lavado en el medio de la
habitación). Aquí tienes el Sol. Siéntate. (Andrea se sienta en una
silla. Galilei se para detrás de él.)
¿Dónde está el Sol, a la izquierda o a la derecha?
ANDREA . — A la izquierda.
GALILEI . — ¿Y cómo llegará a la
derecha?
ANDREA . — Si usted lo lleva a
la derecha, por supuesto.
GALILEI . — ¿Solamente así?
(Carga la silla junto con Andrea y los traslada al otro lado de la
palangana.) ¿Y ahora, dónde está el Sol?
ANDREA . — A la derecha.
GALILEI . — ¿Y se movió acaso el
Sol?
ANDREA . — No.
GALILEI . — ¿Quién se movió?
ANDREA . — Yo.
GALILEI (ruge). — ¡Mal!
¡Alcornoque! ¡La silla!
ANDREA . — ¡Pero yo con ella!
GALILEI . — Claro... la silla es
la Tierra. Y tú estás encima.
SEÑORA SARTI (que ha entrado para tender la cama y ha estado mirando la
escena). — ¿Qué hace
usted por Dios con mi hijo, señor Galilei?
GALILEI . — Le enseño a mirar,
Sarti.
SRA. SARTI . — ¿Cómo? ¿Arrastrándolo por el cuarto?
ANDREA . — Calla tú, mamá. Tú no
entiendes estas cosas.
SRA. SARTI . — ¡Ajá! ¿Pero tú las entiendes, no es cierto? (A Galilei.)
Usted lo trastorna
tanto que pronto sostendrá que dos y dos son cinco. El pequeño confunde
todo lo usted le
dice. ¡Fíjese que ayer me demostró que la Tierra se mueve alrededor del
Sol! Y además está
seguro que un señor llamado Quipérnico lo ha calculado todo.
ANDREA . — ¿Acaso no lo ha
calculado el Quipérnico, señor Galilei? ¡Dígaselo usted
mismo!
SRA. SARTI . — ¿Qué? ¡Así que es usted quien le dice todos esos
disparates! Luego los
repite como un loro en la escuela y me vienen los señores del clero a
protestar porque
difunde esas cosas del diablo. ¡Vergüenza debía de darle, señor
Galilei!
GALILEI (desayunando). — Con
base en nuestras investigaciones, señora Sarti, luego de
ardorosas controversias, Andrea y yo hemos hecho tales descubrimientos
que no podemos
callar ya ante el mundo. Comienza un tiempo nuevo, una gran era, en la
que vivir será un
verdadero goce.
SRA. SARTI . — Sí, sí. Ojalá que en esa nueva época podamos pagar al
lechero, señor
Galilei. Está esperando un señorito que desea tomar lecciones. Viste
muy bien y trae una
carta de recomendación. (Le entrega una carta.) Hágame el favor y no lo
envíe de vuelta que
tengo presente siempre la cuenta del lechero. (Se va.)
GALILEI (riendo). — Déjeme
terminar por lo menos con mi desayuno. (A Andrea.)
¡Entonces quiere decir que ayer hemos entendido algo!
ANDREA . — No, se lo dije a ella
sólo para que se asombre. Pero no es cierto, usted dijo
que la Tierra se mueve alrededor de sí misma y no sólo en torno al Sol.
Pero la silla
conmigo se movió sólo alrededor de la palangana y no alrededor de sí
misma, porque sino
yo me hubiese caído y esto es una evidencia. ¿Por qué no dio vueltas a
la silla? Por que
entonces quedaba demostrado que yo también me habría caído de la
Tierra. ¿Qué me dice,
ahora?
GALILEI . — Pero te he
demostrado...
ANDREA . — Esta noche me di
cuenta que, si la Tierra realmente se moviese me hubiera
quedado toda la noche con la cabeza colgando para abajo. Y esto es una
evidencia.
GALILEI (toma una manzana de la
mesa). — Mira, aquí tienes la Tierra.
ANDREA . — No, no. No me venga
siempre con esos ejemplos, señor Galilei. Así gana
siempre.
GALILEI (colocando de nuevo la
manzana en la mesa). — Bueno...
ANDREA . — Con ensayos se logra
demostrar siempre todo, cuando se es astuto. Pero yo
no puedo arrastrar a mi madre en una silla como usted lo hace conmigo.
Vea pues qué
ejemplo más malo es ése. ¿Y qué sería con la manzana como Tierra? No
sería
absolutamente nada.
GALILEI (ríe). — Es que tú no
quieres comprender.
ANDREA . — Vamos a ver, tómela
de nuevo, ¿por qué no cuelgo con la cabeza para
abajo de noche?
GALILEI . — Mira, ésta es la
Tierra y aquí estás tú (Clava la astilla de un leño en la manzana.)
y ahora la Tierra se mueve.
ANDREA . — Y ahora estoy con la
cabeza colgando para abajo.
GALILEI . — ¿Por qué? Fíjate
bien, ¿dónde está la cabeza?
ANDREA . — Ahí, abajo.
GALILEI . — ¿Qué? (Vuelve la
manzana a su primera posición.) ¿No está acaso en el mismo
lugar, no están los pies siempre abajo? ¿Quedarías parado si yo te
muevo, así? (Saca la astilla
y la da vuelta.)
ANDREA . — No. ¿Y por qué
entonces no noto nada del giro?
GALILEI . — Porque tú realizas
también el movimiento. Tú y el aire que está sobre ti y
todo lo que está encima de la esfera.
ANDREA . — ¿Y por qué entonces
parece que el Sol se moviera?
GALILEI (gira nuevamente la
manzana con la astilla). — Mira, tú ves abajo la Tierra, que
queda igual, siempre está debajo de ti y para ti no se mueve. Pero mira
hacia arriba, ahora
tienes la lámpara sobre tu cabeza, pero, ¿qué ocurre cuando giro la
Tierra?, ¿qué tienes
sobre tu cabeza?
ANDREA (hace también el giro). —
La estufa.
GALILEI . — ¿Y dónde está la
lámpara?
ANDREA . — Abajo.
GALILEI . — Ajá.
ANDREA . — Esto sí que es bueno,
ella se asombrará. (Entra Ludovico Marsili, un joven hijo
de acaudalada familia.)
GALILEI . — Esta casa es lo
mismo que un palomar.
LUDOVICO . — Buenos días, señor.
Mi nombre es Ludovico Marsili.
GALILEI (estudiando la carta de
recomendación). — ¿Viene usted de Holanda?
LUDOVICO . — Sí, donde oí hablar
mucho de usted, señor Galilei.
GALILEI . — ¿Su familia posee
bienes en la Campagna?
LUDOVICO . — Mi madre quiso que
viese un poco de lo que ocurre en el mundo, y así...
GALILEI . — Y usted oyó en
Holanda que en Italia ocurre algo conmigo.
LUDOVICO . — Y como mi madre
quiere que también sepa un poco de lo que ocurre en
la ciencia.
GALILEI . — Lecciones privadas:
diez escudos por mes.
LUDOVICO . — Muy bien, señor.
GALILEI . — ¿Qué intereses tiene
usted?
LUDOVICO . — Caballos.
GALILEI . — Ajá.
LUDOVICO . — Yo no tengo cabeza
para las ciencias, señor Galilei.
GALILEI . — Ajá. Bajo esas
circunstancias son quince escudos por mes.
LUDOVICO . — Muy bien, señor
Galilei.
GALILEI . — Tendré que enseñarle
bien de mañana temprano. Y tú te quedas sin nada,
Andrea. Pero debes comprender, tú no pagas nada.
ANDREA . —Sí, sí, ya me voy.
¿Puedo llevarme la manzana?
GALILEI . — Sí. (Andrea se va.)
LUDOVICO . — Tendrá que tener
paciencia conmigo, principalmente porque lo que
ocurre en las ciencias siempre es distinto a lo que dice el sentido
común. Por ejemplo, ahí
tiene usted ese tubo que venden en Amsterdam. Lo he estudiado
detenidamente, un
estuche de cuero verde y dos lentes, una así (Significa una lente
cóncava.) y otra así (Significa una
convexa.) He oído que una amplía la imagen y la otra la empequeñece.
Cualquier hombre
razonable pensaría que ambas juntas se neutralizan. Pues no es así. Se
ve todo cinco veces
más grande con el aparato. Ésta es su ciencia.
GALILEI . — ¿Qué cosa se ve
cinco veces más grande?
LUDOVICO . — Torres de iglesia,
palomas, todo lo que está lejano.
GALILEI . — ¿Ha podido ver usted
mismo torres de iglesias agrandadas?
LUDOVICO . — Sí, señor.
GALILEI . — ¿Y el tubo tenía dos
lentes? (Dibuja un croquis en una hoja de papel.) ¿Tenía este
aspecto? (Ludovico asiente.) ¿Cuánto hace que se inventó eso?
LUDOVICO . — Según creo, no
habían pasado más de dos días cuando dejé Holanda, por
lo menos desde que apareció en el mercado.
GALILEI (casi amistoso). — ¿Y
por qué quiere usted aprender física, por qué no mejor cría
de caballos? (Entra la señora Sarti sin ser notada por Galilei.)
LUDOVICO . — Mi madre opina que
un poco de ciencia es necesario. Todo el mundo
hoy en día bebe su vino con ciencia.
GALILEI . — Pero para usted
sería lo mismo aprender una lengua muerta o teología. Es
más fácil. (Ve en ese momento a la señora Sarti.) Bien, venga el martes
a la tarde. (Ludovico se va.)
SRA. SARTI . — El Secretario de la Universidad espera afuera.
GALILEI . — No me mires así, si
lo he tomado.
SRA. SARTI . — Sí, porque me vio en el momento justo.
GALILEI . — Deja pasar al
Secretario, es importante. Eso significa, tal vez, quinientos
escudos de oro. Después, no tendré ya necesidad de alumnos. (La señora
Sarti hace pasar
al Secretario. Galilei, que se ha terminado de vestir, anota algunas
cifras en un papel.)
GALILEI . — Buenos días,
présteme un escudo. (Da a la Sarti la moneda que el Secretario saca
de un bolsillo.) Mande a Andrea al óptico por dos lentes, aquí están
las medidas. (La señora
Sarti se va con el papel.)
EL SECRETARIO . — Vengo a
devolverle su solicitud de aumento de sueldo a mil escudos
de oro. Desgraciadamente, no puedo apoyarlo ante la Universidad. Usted
lo sabe muy bien,
los cursos de matemáticas no traen ningún beneficio a nuestro
instituto. Sí, hasta bien
podríamos decir que las matemáticas son un arte sin pan. No quiero
significar con esto que
la República no deja de apreciar a esa ciencia por sobre todo.
Evidentemente, las
matemáticas no son tan necesarias como la filosofía, ni tan útiles como
la teología, pero...
¡es que proporcionan un número tan ilimitado de placeres!
GALILEI (leyendo en sus
papeles). — Mi queridísimo Secretario, con quinientos escudos no
hago nada.
EL SECRETARIO . — Pero, señor
Galilei, usted dicta apenas dos veces dos horas en la
semana. Su extraordinaria fama debe acarrearle alumnos a discreción que
pueden pagar
lecciones privadas. ¿No tiene usted, acaso, alumnos particulares?
GALILEI . — Sí, tengo demasiado.
Enseño y enseño, y ¿cuándo aprenderé? Bendito
señor, yo no poseo la ciencia infusa como los señores de la Facultad de
Filosofía. Soy
tonto. No entiendo nada de nada y me veo obligado a llenar los agujeros
de mi sabiduría.
¿Y cuándo podré hacerlo? ¿Cuándo podré investigar? Señor mío, mi
ciencia tiene sed de
saber más. ¿Qué hemos resuelto en los grandes problemas? Sólo tenemos
hipótesis. Pero
hoy nosotros exigimos pruebas de nosotros mismos. Y ¿cómo puedo
adelantar si para
poder vivir tengo que meterle en la cabeza a todo idiota con dinero que
las rectas paralelas
se cortan en el infinito?
EL SECRETARIO . — No olvide
usted que la República paga, tal vez, menos que algunos
príncipes, pero a cambio garantiza la libertad científica. Nosotros,
aquí en Padua, hasta
permitimos algunos alumnos protestantes y también les otorgamos el
título de doctor. Al
señor Cremonini no solamente no lo entregamos a la Inquisición cuando
se nos demostró,
sí, señor Galilei, se nos demostró que realiza manifestaciones
antirreligiosas, sino que
encima le aumentamos el sueldo. Hasta en Holanda se sabe que Venecia es
la República
donde la Inquisición no dice esta boca es mía. Todo esto tiene mucho
valor para usted que
es astrónomo, es decir, una ciencia en la que desde hace poco tiempo no
se respetan con la
debida consideración las enseñanzas de la Iglesia.
GALILEI . — A Giordano Bruno lo
entregaron ustedes a Roma porque divulgaba las
teorías de Copérnico.
EL SECRETARIO . — No, no lo
entregamos por divulgar las teorías de Copérnico, que
por otra parte son falsas, sino porque él ni era veneciano, ni investía
aquí ningún cargo.
No se queme usted ahora con el quemado, está bien que dispongamos de
libertad
completa, pero no por eso es aconsejable gritar a los cuatro vientos un
nombre así sobre el
que recae la expresa maldición de la Iglesia. Ni aquí, ni siquiera aquí
dentro.
GALILEI . — Así que vuestra
protección a la libertad de pensamiento os resulta un buen
negocio, ¿verdad? Mientras vosotros llamáis la atención de que la
Inquisición trabaja y
quema en otros lugares, obtenéis aquí maestros buenos y baratos. La
protección que
ejercéis ante la Inquisición os beneficia por otro lado al pagar los
sueldos más bajos.
EL SECRETARIO . — ¡Eso es
injusto! ¡Injusto! ¿De qué le serviría a usted disponer de
mucho tiempo para la investigación si cada monje ignorante de la
Inquisición podría, sin
más ni más, prohibir sus pensamientos? No hay rosas sin espinas ni
príncipes sin monjes,
señor Galilei.
GALILEI . — ¿Y de qué sirve la
libertad científica sin tiempo libre para investigar? ¿Qué
pasa con los resultados? ¿Por qué no muestra a los señores consejeros
mis investigaciones
sobre las leyes de la gravitación? (muestra un manojo de manuscritos) y
pregúnteles si esto no
vale un par de escudos más.
EL SECRETARIO . — Son de un
valor infinitamente más grande, señor Galilei.
GALILEI . — No de un valor
infinitamente más grande, sino de quinientos escudos más,
señor.
EL SECRETARIO . — Un escudo
tiene valor sólo cuando trae a otro escudo. Si quiere
ganar dinero debe mostrarnos otras cosas. Usted sólo puede exigir para
la ciencia que
vende, tanto como la ganancia que recibirá aquel que se la compra. Ahí
tenemos el ejemplo
de la filosofía que el señor Colombe vende en Florencia, pues bien,
ella trae al Príncipe, por
lo menos, diez mil escudos por año. Sus leyes de la gravitación han
causado, por cierto,
mucho revuelo. Se las aplaude en París y Praga. Pero esos señores que
allá aplauden no
pagan a la Universidad de Padua lo que usted le cuesta. Su desgracia es
la ciencia que ha
elegido, señor Galilei.
GALILEI . — Sí, comprendo.
Comercio libre, ciencia libre. Comercio libre con la ciencia
libre, ¿verdad?
EL SECRETARIO . — ¡Pero señor
Galilei! ¡Qué criterio! Permítame decirle que no
comprendo completamente sus chistosas observaciones. El floreciente
comercio de la
República no puede ser objeto de sospechas. En cuanto a la ciencia, en
los largos años de
mi cargo universitario nunca me atreví a hablar de ella en ese, si se
me permite, en ese tono
tan frívolo. (Continúa mientras Galilei dirige nostálgicas miradas a su
mesa de trabajo.) ¡Piense usted un poco en la situación actual! ¡En la
esclavitud bajo cuyo látigo suspiran las ciencias en
ciertos lugares! ¡Allí, hasta se han cortado látigos de los
antiquísimos infolios de cuero! En
esos lugares no debe saberse por qué la piedra cae, sino que sólo puede
repetirse lo que
Aristóteles escribe. Los ojos se tienen sólo para leer. ¿Para qué
nuevas leyes de la caída de
los cuerpos si sólo lo que importa es la caída de rodillas? Compare
esto con la inmensa
alegría con que nuestra República recibe sus pensamientos, así sean los
más atrevidos. ¡Aquí
puede usted investigar! ¡Aquí puede usted trabajar! Nadie lo vigila,
nadie lo persigue.
Nuestros comerciantes, que bien saben lo que significa mejores lienzos
en la competencia
con los florentinos, aprecian muy bien su llamado de "Mejor física",
y, por otro lado,
¡cuánto debe agradecer la física a la exigencia de mejores telares!
Nuestros más distinguidos
ciudadanos se interesan por sus investigaciones, lo visitan y se hacen
mostrar sus
descubrimientos, y es por cierto gente que no puede desperdiciar su
propio tiempo. No
desprecie al comercio, señor Galilei. Nadie permitiría que lo
molestaran a usted en su
trabajo o que algún entrometido le crease dificultades. Reconozca,
señor Galilei, que aquí
usted puede trabajar.
GALILEI (desesperado). — Sí.
EL SECRETARIO . — En lo que
respecta a sus necesidades materiales, haga nuevamente
algo bonito, como aquel famoso compás militar con el que (va contando
con los dedos) sin
ningún conocimiento de matemáticas es posible trazar línea, calcular
los intereses
compuestos de un capital, reproducir croquis de terrenos en diversas
escalas y estimar el
peso de las balas de cañón.
GALILEI . — Sandeces.
EL SECRETARIO . — ¡Llama sandez
a algo que encanta a las señorías más distinguidas y
que ha sorprendido y producido dinero contante y sonante! Hasta he oído
que el mismo
General Stefano Gritti ha llegado a extraer raíces cuadradas con ese
instrumento.
GALILEI . — ¡Verdaderamente una
maravilla! ¿Sabe Priuli que me ha hecho pensar?
Priuli, me parece que tengo algo de la categoría que a usted le agrada.
(Toma la hoja con el
croquis.)
EL SECRETARIO . — ¿Sí? ¡Ah,
pero eso sería la solución! (Se levanta.) Señor Galilei,
nosotros bien sabemos que usted es un gran hombre. Un gran hombre, pero
un hombre
descontento, si usted me permite.
GALILEI . — Sí, soy un
descontento y eso es lo que vosotros me tendríais que pagar si
me comprendieseis. Porque yo estoy descontento conmigo mismo. Pero en
vez de eso
procuráis que lo esté con vosotros. Reconozco que me gusta dedicar toda
mi persona a
vosotros, mis señores venecianos, con vuestro famoso arsenal, vuestros
astilleros y
polvorines de artillería. Pero es que no me dejáis tiempo libre para
seguir con las
especulaciones científicas que me asaltan. Amordazáis justo al buey que
trilla. Tengo
cuarenta y seis años y no he hecho nada que me tranquilice.
EL SECRETARIO . — Entonces, no
quisiera seguir molestándolo.
GALILEI . — Gracias. (Se va el
Secretario. Galilei queda solo algunos instantes y comienza a
trabajar. Andrea entra corriendo. Galilei trabajando.) ¿Por qué no
comiste la manzana?
ANDREA . — Porque le quiero
demostrar a ella que se mueve.
GALILEI . — Tengo que decirte
algo, Andrea. No hables a otros de nuestras ideas.
ANDREA . — ¿Por qué no?
GALILEI . — La Superioridad lo
ha prohibido.
ANDREA . — ¡Pero si es la
verdad!
GALILEI . — Pero ella lo
prohíbe. Además, tengo que decirte otra cosa. Tengo que
hacerte una confesión: las teorías de Copérnico son nada más que
hipótesis. Dame las
lentes.
ANDREA . — Tuve que dejar mi
gorra. Como prenda.
GALILEI . — ¿Y qué piensas hacer
en el invierno sin gorra? (Pausa. Galilei acomoda las lentes
en el papel con el croquis.)
ANDREA . — ¿Qué es una
hipótesis?
GALILEI . — Es cuando se
considera una cosa por cierta cuando todavía no se ha
demostrado como hecho real. Por ejemplo, la Felice, ahí abajo, delante
de la tienda del
cestero, está dando el pecho a su niño. Si decimos que el niño recibe
leche de la Felice y no
la Felice del niño, el hecho en sí será una hipótesis mientras no se vaya
hasta allí, se vea el
hecho y se demuestre. Frente a los astros somos como gusanos de ojos
turbios que poco
ven. Las viejas enseñanzas creídas durante mil años están en completa
decadencia. Poca
madera queda a los parantes que sostienen esos gigantescos edificios.
Son muchas leyes que
poco aclaran, mientras que las nuevas hipótesis tienen pocas leyes que
mucho aclaran.
ANDREA . — Pero usted ya me
demostró todo.
GALILEI . — No, sólo te dije que
así podía ser. ¿Entiendes? La hipótesis es muy bella y
no hay nada que hable en su contra.
ANDREA . — Yo también quisiera
ser físico, señor Galilei.
GALILEI . — Ya lo creo, teniendo
en cuenta los innumerables problemas que hay en
nuestra materia. (Ha ido hasta la ventana y ha mirado a través de las
lentes.) Mira, mira por aquí,
Andrea.
II
GALILEI ENTREGA UN NUEVO INVENTO A LA REPÚBLICA DE
VENECIA.
El
gran Arsenal en el puerto de Venecia. Regidores presididos por el Dux. Hacia un
costado se hallan SAGREDO , amigo de Galilei, y VIRGINIAL GALILEI
, de quince años de edad, que lleva una almohadilla de terciopelo sobre la que descansa un
anteojo de larga vista de más o menos sesenta centímetros de longitud, en
estuche de cuero carmesí. GALILEI , subido a un estrado, Detrás de él, el
soporte para el anteojo, al cuidado del pulidor FEDERZONI .
GALILEI . — Excelencia, Eminente
Señoría. Como maestro de matemáticas en la
Universidad de Padua consideré siempre como un deber no sólo el cumplir
con mi más
alto cargo en la enseñanza, sino también de procurar beneficios
especiales a la República de
Venecia por medio de inventos útiles. Con profunda alegría y toda la
debida humildad
puedo presentarles y entregarles hoy un novísimo instrumento, mi
anteojo largavista o
telescopio, originado en el mundialmente famoso gran Arsenal de
Venecia, construido de
acuerdo a los más altos principios científicos y cristianos, producto
de diecisiete años del
paciente trabajo de este devoto servidor. (Galilei baja del estrado y
se coloca junto a Sagredo.
Aplausos. Galilei hace una reverencia. Bajo, a Sagredo.) ¡Esto sí que
es perder el tiempo!
SAGREDO (bajo). — Pero podrás
pagar al carnicero, viejo.
GALILEI — Sí, y a ellos les
traerá dinero. (Nueva reverencia.)
EL SECRETARIO (sube al
estrado). — Excelencia, Eminente Señoría. Una vez más se
escribe con letras venecianas una hoja de gloria en el Libro de las
Artes. (Aplauso cortés.) Un
sabio de fama mundial entrega hoy a ustedes y sólo a ustedes un
valiosísimo tubo para ser
fabricado y vendido en la forma que mejor les plazca. (Aplauso
cerrado.) ¿Han pensado ya
que por medio de este instrumento podremos reconocer en la guerra los
buques enemigos
en número y poderío dos horas antes de que ellos puedan observar los
nuestros? De este
modo podremos decidirnos antes a la persecución, a la lucha o a la
fuga. (Entusiasta salva de
aplausos.) Y ahora, Excelencia, Eminente Señoría, el señor Galilei les
ruega recibir este
producto de su intuición de manos de su encantadora hija. (Música.
Virginia se adelanta, hace
una reverencia, entrega el anteojo al Secretario, que a su vez lo pasa
a Federzoni. Éste lo coloca en el soporte y lo regula. El Dux y los regidores
suben al estrado y miran por el anteojo.)
GALILEI (bajo). — No creo que
podré aguantar largo tiempo este carnaval. Estos creen
que reciben una baratija lucrativa, pero tiene otro valor. Ayer a la
noche lo dirigí a la Luna.
SAGREDO . — ¿Y qué viste?
GALILEI . — El borde entre la
hoz iluminada y la parte redonda oscura no es nítido sino
completamente irregular, áspero y dentado. ¡Ni huellas de luz propia!
¿Entiendes lo que
esto puede significar?
REGIDORES . — Desde aquí puedo observar las fortificaciones de Santa
Rita, señor
Galilei. Allá, en ese velero, están almorzando. Pescado frito. Me ha
despertado el apetito.
GALILEI . — Sí la Luna fuese una
Tierra, y en verdad su apariencia es la de una Tierra...
sí, por el instrumento puede verse claramente. Y entonces, me pregunto,
¿qué es la Tierra?
SAGREDO . — Te están hablando.
REGIDOR . — Se ve bien con el armatoste, me parece que tendré que decirles
a las
mujeres de casa que eso de bañarse en el techo ha concluido.
SAGREDO . — ¿A qué atribuyes que
el borde de la hoz no sea nítido ni liso?
GALILEI . — La Luna tiene
montañas.
REGIDOR . — Por una cosa así se puede exigir diez escudos, señor Galilei
(Galilei hace una
reverencia.)
VIRGINIAL (trae a Ludovico hasta
su padre). — Ludovico quiere felicitarte, padre.
LUDOVICO (confundido). — Lo
felicito, señor.
GALILEI . — Sí, mejoré el
modelo.
LUDOVICO . — Sí, sí, señor. Ya
lo veo, usted le puso un estuche rojo, en Holanda era
verde.
GALILEI (a Sagredo). — Y yo
hasta me pregunto si con el aparato no se puede demostrar
cierta teoría...
SAGREDO . — Modérate, hombre.
EL SECRETARIO . — Sus
quinientos escudos están seguros, Galilei.
GALILEI (sin atenderlo).
Imagina: puntos luminosos en la parte oscura del disco y lugares
oscuros en la hoz iluminada. Justo, es hasta demasiado justo. Claro
está que siempre soy
desconfiado con las deducciones apresuradas. (El Dux, un modesto hombre
obeso, se ha
aproximado a Galilei y trata de dirigirse a él con torpe dignidad.)
EL SECRETARIO . — Señor
Galilei, Su Excelencia, el Dux. (El Dux estrecha la mano de
Galilei.)
GALILEI . — ¡Verdad, los
quinientos! ¿Está usted contento, excelencia?
EL DUX . — Desgraciadamente
necesitamos siempre un pretexto para nuestros
concejales a fin de poderles hacer llegar algo a nuestros sabios.
EL SECRETARIO . — Por otro
lado, ¿dónde quedaría el estímulo entonces?
EL DUX (sonriendo). — El
pretexto es necesario. (El Dux y el Secretario guían a Galilei hasta
los regidores, que lo rodean. Virginia y Ludovico se retiran
lentamente.)
VIRGINIAL . — ¿Hice todo bien?
LUDOVICO . — Creo que sí.
VIRGINIAL . — ¿Qué te pasa?
LUDOVICO . — Nada, nada... Creo
que un estuche verde hubiese sido lo mismo.
VIRGINIAL . — Me parece que
están todos contentos con papá.
LUDOVICO .— Y a mí me parece que
ya empiezo a comprender ahora algo de lo que es
ciencia.
III
10 DE ENERO DE 1610: POR MEDIO DEL TELESCOPIO, GALILEI REALIZA
DESCUBRIMIENTOS EN EL CIELO QUE DEMUESTRAN EL SISTEMA DE
COPÉRNICO. PREVENIDO POR SU AMIGO DE LAS POSIBLES
CONSECUENCIAS DE SUS INVESTIGACIONES, GALILEI MANIFIESTA SU
FE EN LA RAZÓN HUMANA
(Gabinete
de trabajo de Galilei, en Padua. GALILEI
y SAGREDO frente al telescopio.)
SAGREDO (mirando por el
telescopio, a media voz). — El borde de la hoz es áspero. En la
mitad oscura, cerca del borde iluminado, hay puntos de luz. Van
apareciendo uno detrás del
otro. La luz sale de ellos y se desparrama, aumentando su tamaño sobre
superficies cada
vez mayores para desembocar al fin en la parte iluminada más grande.
GALILEI . — ¿Qué explicación das
a esos puntos?
SAGREDO . — No, no es posible.
GALILEI . — Sí, señor. Son
montañas gigantescas.
SAGREDO . — ¿En una estrella?
GALILEI . — Montañas. El Sol
dora las cimas mientras en las pendientes reina la noche.
Lo que tú ves es la luz que va bajando de las cimas hasta los valles.
SAGREDO . — ¡Pero eso contradice
la astronomía de dos siglos enteros!
GALILEI . — Así es. Lo que tú
ves aquí no lo ha visto ningún ser humano, salvo yo. Tú
eres el segundo.
SAGREDO . — Pero es que la Luna
no puede ser una tierra con montañas y valles del
mismo modo como la Tierra no puede ser una estrella.
GALILEI . — La Luna puede ser
una tierra con montañas y valles, y la Tierra puede ser
una estrella, un astro común, uno entre miles. Mira de nuevo: ¿ves,
acaso, la parte oscura de
la Luna totalmente oscura?
SAGREDO . — No. Ahora que miro
con atención, veo todo cubierto por una luz tenue,
una luz de color ceniza.
GALILEI . — ¿Y qué clase de luz
puede ser?
SAGREDO . — ¿... ?
GALILEI . — Es luz de la Tierra.
SAGREDO . — ¡Qué disparate!
¡Cómo va a brillar la Tierra! Con sus cordilleras y bosques
y ríos. Un cuerpo frío.
GALILEI . — Del mismo modo que
brilla la Luna. Porque los dos astros están
iluminados por el Sol, por eso brillan. Lo que es la Luna para nosotros
somos nosotros
para la Luna. Y ella se nos aparece una vez como hoz, otra vez como
semicírculo, una vez
llena y otra vez, nada.
SAGREDO . — ¿Entonces quiere
decir que no hay diferencia entre Luna y Tierra?
GALILEI . — Al parecer, no.
SAGREDO . — No hace todavía diez
años un hombre fue quemado en Roma. Se
llamó Giordano Bruno y sostenía lo mismo.
GALILEI . — Efectivamente. Y
nosotros lo estamos viendo. Acerca tu ojo al telescopio,
Sagredo. Lo que tú ves es que no hay diferencia entre cielo y tierra.
Estamos a diez de
enero de mil seiscientos diez. La humanidad asienta en su diario: hoy
ha sido abolido el
cielo.
SAGREDO . — ¡Qué cosa
maravillosa es este aparato! (Golpean a la puerta.)
GALILEI . — Espera, además he
descubierto otra cosa. Y, tal vez, sea todavía más
asombrosa. (Golpean de nuevo. Aparece el Secretario de la Universidad.)
EL SECRETARIO . — Disculpe
usted que lo moleste a estas horas. Le agradecería poder
hablarle a solas.
GALILEI . — El señor Sagredo
puede oír todo lo que a mí se refiera, señor Priuli.
EL SECRETARIO . — Es que, tal
vez, no le resultará agradable a usted que el señor oiga lo
que ha ocurrido. Es algo totalmente increíble.
GALILEI . — El señor Sagredo ya
está acostumbrado de que en mi presencia ocurran
cosas increíbles, señor Priuli.
EL SECRETARIO . — Mucho me temo
que... (Mostrando el telescopio.) ¡Ahí está el famoso
invento! Puede usted tirarlo, es un fracaso, sí, ¡un fracaso!
SAGREDO (que ha estado
paseándose nervioso). — ¿Por qué?
EL SECRETARIO . — ¿No sabe
usted, acaso, que ese invento que ha sido designado como
el fruto de diecisiete años de trabajo se puede comprar en cada esquina
de Italia por un par
de escudos? ¡Y nada menos que fabricados en Holanda! En este momento un
carguero
holandés está descargando en el puerto quinientos de esos anteojos.
GALILEI .—¿Es cierto?
EL SECRETARIO . — No comprendo
su tranquilidad, señor.
SAGREDO . — Pero, ¿por qué se
aflige tanto? Deje que el señor Galilei le cuente los
descubrimientos revolucionarios que, gracias a este aparato, ha podido
realizar en la bóveda
celeste.
GALILEI (riendo). — Usted mismo
puede verlos, Priuli.
EL SECRETARIO (a Sagredo). — Es
mejor que usted vaya sabiendo que me basta mi
descubrimiento de ser el hombre que logró duplicarle el sueldo al señor
Galilei por este
vulgar trasto. ¡Por pura casualidad los señores de la Alta Signoría no
se han encontrado en
la primer bocacalle, ampliado siete veces en su tamaño, con algún
vendedor ambulante que
ofrece este tubo por una bicoca! ¡Y ellos que están en la creencia de
haber asegurado a la
República con este instrumento algo que sólo aquí puede ser fabricado!
(Galilei ríe a
carcajadas.)
SAGREDO . — Mi estimado señor
Priuli, tal vez yo no sea capaz de calcular el valor
comercial de un instrumento así, pero su valor para la filosofía es
verdaderamente
incalculable.
EL SECRETARIO . — ¡Para la
filosofía! ¿Qué tiene que hacer el señor
Galilei, todo un
matemático, con la filosofía? Señor Galilei, una vez usted entregó a la
ciudad una excelente
bomba de agua y su sistema de irrigación funciona todavía normalmente.
Hasta los
fabricantes de paños alabaron su máquina. ¿Cómo podía esperar ahora
esto de usted?
GALILEI . — No tanta prisa,
Priuli. Las rutas marítimas son siempre largas, inseguras y
caras. Nos hace falta una especie de reloj exacto en el cielo. Ahora
tengo la certeza de que
podré seguir con el anteojo el paso de ciertos astros que realizan
movimientos muy
regulares. Esto traería como consecuencia el ahorro de millones de
escudos para la marina,
Priuli.
EL SECRETARIO . — Déjeme de
esas cosas. Ya lo he estado escuchando bastante. Como
pago de mi cortesía me ha convertido en el hazmerreír de la ciudad.
Siempre seré en el
recuerdo de todos aquel secretario que se dejó embaucar con un anteojo
sin valor alguno.
Ríase, tiene toda la razón de reírse. Usted se tiene asegurados sus
quinientos escudos de
oro. Ah, pero yo le aseguro, y es un hombre honorable quien se lo dice,
este mundo me
asquea, ¡me da asco! (Se va, cerrando la puerta con violencia.)
GALILEI . — Cuando está colérico
se vuelve simpático. ¿Has oído? Le asquea un mundo
en el que no se pueden hacer negocios.
SAGREDO . — ¿Sabías algo ya de
esos instrumentos holandeses?
GALILEI . — Naturalmente. Oí
hablar de ellos. Pero yo les construí uno mucho mejor a
esos tacaños. ¿Cómo podría trabajar de otra forma? ¿Con el alguacil en
el cuarto? Virginia
necesita pronto un ajuar, ella no es inteligente. Además me gusta mucho
comprar libros, no
sólo sobre física y me place también comer decentemente. Mis mejores
ideas me asaltan
justamente cuando saboreo un buen plato. ¡Ah, esta corrompida época!
¡Esos no me han
pagado tanto como al cochero que les transporta los toneles de vino!
¡Cuatro brazas de leña
por dos lecciones de matemáticas! Sí, les he podido arrancar quinientos
escudos, pero tengo
todavía deudas, algunas de las cuales tienen ya veinte años. ¡Cinco
años de tiempo libre para
mis investigaciones y ya habría demostrado todo! Ven, te mostraré algo
más.
SAGREDO (duda de aproximarse al
anteojo). — Siento algo así como un temor, Galilei.
GALILEI . — Ahora te mostraré
una de las nebulosas de la Vía Láctea, brillante, blanca
como la leche. ¿Sabes tú en qué consiste?
SAGREDO . — Son estrellas.
Incontables.
GALILEI . — Sólo en la
constelación de Orión hay quinientas estrellas fijas. Esos son los
otros innumerables mundos, los más lejanos astros de los que habló
aquél que mandaron a
la hoguera. No los vio, pero los esperaba.
SAGREDO . — En el caso mismo que
esta Tierra fuese una estrella, no queda
comprobado por eso que se mueva alrededor del Sol, como sostiene
Copérnico. No existe
ningún astro en el ciclo que se mueva alrededor de otro. Pero, en
cambio, alrededor de
la Tierra se mueve siempre la Luna.
GALILEI . — Yo me pregunto...
Desde anteayer me pregunto: ¿dónde está Júpiter? (Lo
enfoca.) Cerca de él hay cuatro estrellas que se captan con el anteojo.
Las vi el lunes pero no
les dediqué mayor atención. Ayer miré de nuevo y hubiera jurado que
habían cambiado de
posición... ¿Y ahora qué es esto? Se han movido de nuevo. (Dejando el
sitio.) Mira, mira tú.
SAGREDO . — Sólo veo tres.
GALILEI . — Y la cuarta, ¿dónde
está? Aquí tengo las tablas. Tenemos que calcular los
movimientos que han podido haber realizado. (Excitados, comienzan a
trabajar. El escenario se
vuelve oscuro pero siempre se ven en el horizonte Júpiter y sus
satélites. Cuando comienza a aclarar, se hallan todavía sentados, cubiertos con
abrigos de invierno.) Está demostrado. El cuarto sólo pudo haberse ido detrás
de Júpiter, donde no se lo puede ver. Ahí tienes un sol en torno al cual giran
las estrellas pequeñas.
SAGREDO . — Pero, ¿y la esfera
de cristal a la que está ligado Júpiter? ¡Si es una estrella
fija!
GALILEI . — Sí, ¿dónde está
ahora? ¿Cómo puede Júpiter estar sujeto si hay otras
estrellas que dan vueltas en torno a él? Ahí no hay ningún parante, en
el universo no hay
ningún apoyo. ¡No es nada menos que otro sol!
SAGREDO . — Tranquilízate. Piensas
con demasiada prisa.
GALILEI . — ¿Qué? ¿Prisa?
¡Hombre, no te quedes así! Lo que tú estás viendo no lo ha
visto nadie hasta ahora. ¡Tenían razón!
SAGREDO . — ¿Quién, los
discípulos de Copérnico?
GALILEI . — Y el otro. ¡El mundo
entero estaba contra ellos y ellos tenían razón! ¡Esto sí
que es algo para Andrea! (Corre hasta la puerta y llama.) ¡Señora
Sarti! ¡Señora Sarti!
SAGREDO . — ¡Galilei,
tranquilízate!
GALILEI . — ¡Sagredo, muévete!
SAGREDO (desmonta el anteojo). —
¿Quieres terminar de una vez de gritar como un loco?
GALILEI . — ¡Quieres terminar de
estarte ahí como un bacalao seco en la hora del
descubrimiento de la verdad!
SAGREDO . — No me quedo como un
bacalao seco... Tiemblo de pensar que podría ser
la verdad.
GALILEI . — ¿Qué?
SAGREDO . — ¿Has perdido el
juicio? ¿Sabes acaso realmente en lo que te metes si eso
que tú ves es la verdad? ¿Y más si lo gritas en todos los mercados?
¡Que existe un nuevo sol
y nuevas tierras que giran alrededor de él!
GALILEI . — Sí, sí. ¡Y no que
todo el gigantesco universo con todos los astros es el que
da vueltas en torno a nuestra pequeñísima tierra, como todos piensan!
SAGREDO . — Entonces sólo hay
astros. ¿Y dónde está Dios?
GALILEI . — ¿Qué quieres decir?
SAGREDO . — ¡Dios! ¡Dónde está
Dios!
GALILEI (colérico). — ¡Allí no!
De la misma manera como no lo encontrarán si lo buscan
los de allá, si allá hay seres vivientes.
SAGREDO . — ¿Y dónde está
entonces Dios?
GALILEI . — No soy teólogo. Soy
matemático.
SAGREDO . — Ante todo eres un
hombre y yo te pregunto: ¿dónde está Dios en tu
sistema universal?
GALILEI . — ¡En nosotros mismos
o en ningún lado!
SAGREDO (gritando). — ¿Como lo
dijo el condenado a la hoguera?
GALILEI . — Sí, como lo dijo el
condenado a la hoguera.
SAGREDO . — Por eso lo quemaron
hace menos de diez años.
GALILEI . — ¡Porque no pudo
demostrar nada! ¡Porque sólo pudo afirmarlo!
SAGREDO . — Galilei, siempre te
he conocido como un hombre astuto. Durante
diecisiete años en Padua y tres años en Pisa enseñaste pacientemente el
sistema de
Ptolomeo a cientos de alumnos. Ese sistema que la Iglesia predica y que
las Sagradas
Escrituras comprueban. ¡El fundamento de la Iglesia! Tú lo tenías por
falso debido a
Copérnico, pero tú lo enseñabas.
GALILEI . — Porque no podía
demostrar nada.
SAGREDO (incrédulo). — ¿Y tú
crees que todo esto ahora lo cambia?
GALILEI . — ¡Un cambio total!
Óyeme, Sagredo. Creo en los hombres, es decir, en su
razón. Sin esa fe no tendría las fuerzas necesarias para levantarme
cada mañana de mi cama.
SAGREDO . — Quiero decirte algo:
yo no creo en esa razón. Cuarenta años de vida entre
los hombres me han enseñado constantemente que no son accesibles a
ella. Muéstrales la
cola roja de un cometa, infúndeles miedo y verás cómo salen corriendo
de sus casas y se
rompen las piernas. Pero diles algo racional y demuéstraselo con siete
razones y se burlarán
de ti.
GALILEI . — Eso es totalmente
falso, es una calumnia. No comprendo cómo puedes
tener amor por la ciencia creyendo en esas cosas. Sólo los cadáveres
permanecen
inmutables a las razones.
SAGREDO . — ¿Cómo puedes
confundir tú, razón con esa lamentable astucia que
poseen.
GALILEI . — No hablo de su
astucia. Ya sé, al asno lo llaman caballo cuando lo venden y
al caballo, asno cuando lo quieren comprar. Esa es su astucia. La
vieja, que en la noche
antes del viaje le da con ruda mano un manojo más de heno a su mula; el
navegante, que al
comprar las provisiones tiene en cuenta la tormenta y la calma chicha;
el niño, que se
encasqueta la gorra cuando se le demuestra la posibilidad de una
lluvia, todos esos son mi
esperanza; todos hacen valer razones. Sí, yo creo en la apacible
impetuosidad de la razón
sobre los hombres. No podrán resistir a ella durante mucho tiempo.
Ningún hombre puede
contemplar indefinidamente como yo dejo caer una piedra (Deja caer una
piedra de la mano.) y
digo: la piedra no cae. Ningún hombre es capaz de eso. La seducción que
ejerce una prueba
es demasiado grande. Aquí se rinden los más, y a la larga, todos. El
pensar es uno de
los más grandes placeres de la raza humana.
SRA. SARTI (entra, en camisa de dormir). — ¿Necesita usted algo, señor
Galilei?
GALILEI (que de nuevo está
mirando por el anteojo y hace anotaciones, muy cortés). — Sí, necesito que
venga Andrea.
SRA. SARTI . — ¿Andrea? Está acostado y duerme.
GALILEI . — ¿No puede
despertarlo?
SRA. SARTI . — ¿Para qué lo necesita?
GALILEI . — Le quiero mostrar
algo que lo pondrá contento. Tiene que venir a ver una
cosa que pocos hombres han visto hasta ahora desde que la tierra
existe.
SRA. SARTI . — ¿Es algo por su tubo?
GALILEI . — Sí, algo por mi
tubo, señora Sarti.
SRA. SARTI . — ¿Y por eso tengo que despertarlo en medio de su sueño?
¿Está usted en
sus cabales? Él necesita dormir de noche. ¡Ni pienso despertarlo!
GALILEI . — ¿Seguro que no?
SRA. SARTI . — Seguro que no.
GALILEI . — Entonces tal vez
usted misma pueda ayudarme. Mire, tenemos un
problema en el cual no podemos ponernos de acuerdo, quizá porque hemos
leído
demasiado. Es una pregunta sobre el cielo, una pregunta que se refiere
a los astros, y es la
siguiente: ¿es admisible que lo grande gire en torno a lo pequeño o que
lo pequeño gire en
torno a lo grande?
SRA. SARTI (con desconfianza). — Con usted uno no se orienta en
seguida, señor Galilei.
¿Es una pregunta seria o quiere sólo burlarse otra vez de mí?
GALILEI . — Es una pregunta
seria.
SRA. SARTI . — Entonces puede tener en seguida la respuesta. Dígame,
¿usted me sirve la
comida a mí o yo se la sirvo a usted?
GALILEI . — Usted me la sirve a
mí. Ayer estaba quemada.
SRA. SARTI . — ¿Y por qué estaba quemada? Porque tuve que traerle los
zapatos cuando
estaba guisando. ¿No le traje acaso los zapatos?
GALILEI . — Es muy probable.
SRA. SARTI . — Usted es el que ha estudiado y el que puede pagar.
GALILEI . — Ya veo, ya veo. No,
ya no hay dificultades. Buenas noches, señora Sarti. (La
señora Sarti se va, divertida.) ¿Y estos seres no quieren comprender la
verdad? ¡Si la cogen al
vuelo! (Una campana llama a maitines. Entra Virginia, con abrigo,
llevando una lámpara.) ¿Por qué
estás levantada ya?
VIRGINIAL . — Iré a maitines con
la señora Sarti. Ludovico también irá. ¿Cómo fue la
noche, padre?
GALILEI . — Clara.
VIRGINIAL . — ¿Puedo mirar?
GALILEI . — ¿Para qué? (Virginia
no sabe qué responder.) Esto no es un juguete.
VIRGINIAL . — No, padre.
GALILEI . — Y por otra parte
este tubo decepciona, ya lo [24] oirás por todos lados. Se
puede comprar por tres escudos en la calleja y ya fue inventado antes
en Holanda.
VIRGINIAL . — Pero, ¿no has
visto nada nuevo en el cielo con él?
GALILEI . — Sólo algunas
pequeñas manchas borrosas en el lado izquierdo de una gran
estrella que nadie alcanzará a ver, ni siquiera con el tubo. He tenido
que idearme algo para
que aquel que quiera verlas tenga que empeñarse bastante. (A medida que
habla va dejando de
lado a Virginia para dirigirse a Sagredo.) Quizá las bautice como
"Astros de Médici" en honor
del Gran Duque de Florencia. A ti tal vez te interese saber que existe
la posibilidad de
mudarnos a Florencia. He escrito una carta para ver si el Gran Duque
necesita mis servicios
como matemático en la corte.
VIRGINIAL (radiante). — ¿En la
corte?
SAGREDO . — ¡Galilei!
GALILEI . — Amigo mío, necesito
tranquilidad. Y también la olla llena. En ese cargo no
tendré que meterles en la cabeza el sistema de Ptolomeo a ninguna clase
de alumnos
privados, sino que dispondré de tiempo. ¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Tiempo!
¡Tiempo para poder
llegar a mis pruebas! Lo que hasta ahora he logrado no es suficiente.
¡Esto no es nada, sólo
un miserable fragmento! Con esto no puedo presentarme ante el mundo. No
tengo ninguna
prueba de que algún cuerpo celeste se mueva alrededor del Sol. Pero yo
traeré pruebas,
pruebas para todos, desde la señora Sarti hasta arriba, hasta el Papa.
Mi única preocupación
es que la corte no llegara a aceptarme.
VIRGINIAL . — ¡Pero, sí, padre,
no cabe duda de que te tomarán, con las nuevas estrellas y
todo!
SAGREDO (lee en voz alta el
final de la carta que Galilei le ha alcanzado). — "Nada anhelo tanto
como poder estar cerca de vos, sol naciente que ilumina nuestra era".
El Gran Duque tiene
nueve años de edad.
GALILEI . — Así es. Me parece
que tú encuentras mi carta muy servil. Yo me pregunto si
es lo suficientemente servil y no resulte tal vez demasiado formal,
como si me hubiese
faltado una verdadera sumisión. Escribir una carta sobria sólo puede
permitírselo alguien
que haya logrado demostrar a Aristóteles, pero no yo. Un hombre como yo
sólo puede
llegar a una mediana posición arrastrándose sobre su barriga. Y tú lo
sabes, desprecio a
aquellos cuyo cerebro no es capaz de llenar su estómago. (A Virginia)
Vete a escuchar tu
misa. (Virginia se va.)
SAGREDO . — No vayas a
Florencia, Galilei.
GALILEI . — ¿Por qué no?
SAGREDO . — Porque allí
gobiernan los monjes.
GALILEI . — En la corte
florentina hay eruditos de nombre.
SAGREDO . — Lacayos.
GALILEI . — A ésos los tomaré de
la cabeza y los arrastraré hasta el anteojo. También los
monjes son seres humanos, Sagredo. También ellos capitulan ante la
seducción de los
hechos. No debes olvidar que Copérnico exigió que creyeran a sus
números, yo sólo
exigiré que crean a sus propios ojos. Si la verdad es tan débil para
defenderse a sí misma
debe entonces pasar al ataque. Los tomaré de las cabezas y los obligaré
a mirar por este
anteojo.
SAGREDO . — Galilei, te veo
tomar por el mal camino. Cuando el hombre vislumbra la
verdad sobreviene la noche del infortunio y la hora de la ofuscación
suena cuando ese
hombre cree en la razón de las criaturas humanas. ¿De quién se dice que
marcha con los
ojos abiertos? Precisamente de aquel que camina hacia su perdición.
¿Cómo podrían dejar
libre los poderosos a alguien que posee la verdad? ¿Aunque esa verdad
sea dicha acerca de
las más lejanas estrellas? ¿O crees tú acaso que el Papa oye tu verdad
cuando tú dices que él
está errado, y no oye al mismo tiempo que efectivamente está errado?
¿Crees acaso que sin
más ni más escribirá en su diario: 10 de enero de 1610, hoy ha sido
abolido el cielo? ¿Cómo
puedes partir de la República con la verdad en el bolsillo para caer en
las garras de príncipes
y monjes con tu anteojo en la mano? Así como eres de desconfiado en tu
ciencia así eres
crédulo como un niño con todo lo que crees que te felicitaría medios
para su cultivo. No
crees en Aristóteles pero sí en el Gran Duque de Florencia. Cuando hace
unos momentos
te veía mirar por el anteojo y contemplar esos nuevos planetas, fue
para mí como si te viera
en medio de las llamaradas de la hoguera, y cuando dijiste que creías
en las pruebas me
pareció oler carne quemada. Tengo un gran aprecio por la ciencia, pero
más por ti, mi
querido amigo. ¡No vayas a Florencia, Galilei!
GALILEI . — Si ellos me aceptan,
allá iré. (En un telón aparece la última hoja de una carta: "A
las nuevas estrellas que he descubierto las bautizaré con el alto
nombre de la estirpe de los Médici. Bien sé que a los dioses y héroes les ha
bastado la elevación de sus nombres a lo alto para su eterna gloria, pero en este
caso ocurrirá lo contrario, el nombre de los Médici asegurará a las estrellas
que le lleven un inmortal recuerdo. Por mi parte yo os saludo como uno de
vuestros más fieles y devotos servidores considerando un gran honor el haber
nacido como súbdito vuestro. Nada anhelo tanto como poder estar cerca de vos,
sol naciente que iluminará nuestra era. — .")
IV
GALILEI HA DEJADO LA REPÚBLICA DE VENECIA
POR LA CORTE FLORENTINA. SUS DESCUBRIMIENTOS
HECHOS POR MEDIO DEL TELESCOPIO CHOCAN CON
LA INCREDULIDAD DEL CÍRCULO
DE ERUDITOS
DE LA CORTE.
Casa
de Galilei en Florencia. La SEÑORA SARTI realiza preparativos para la recepción
de huéspedes. Su hijo ANDREA está
sentado acomodando mapas astronómicos.
SRA. SARTI . — Desde que felizmente estamos en esta tan ponderada
Florencia, no se
termina nunca de agachar el lomo ni de pasar la lengua. La ciudad
entera viene a mirar por
ese tubo y después... el fregado del piso, para mí. Y de todo esto no
resultará nada. Si en
esos descubrimientos hubiese algo, los señores clérigos serían los
primeros en saberlo.
¡Cuatro años estuve al servicio de Monseñor Filippo y nunca pude
terminar de sacudir el
polvo de su biblioteca! ¡Tomos encuadernados en cuero y nada de
versitos! Y el bueno de
Monseñor tenía más de dos libras de callos en el trasero de tanto estar
sentado sobre toda
su ciencia. ¿Y un hombre así no va a saber esto? Toda la gran visita de
hoy va a resultar un
chasco, de modo que mañana ni al lechero podré mirarle a la cara. Tenía
razón cuando le
aconsejé preparar a los señores primero una buena cena, con buena carne
de cordero, antes
de ir a mirar por el tubo. ¡Pero no hay caso! (Imita a Galilei.) "Yo
tengo otra cosa mejor para
ellos". (Golpean abajo.)
SRA. SARTI (mirando por la mirilla de la ventana). — ¡Santo Dios! ¡El
Gran Duque está ya
aquí! ¡Y Galilei todavía en la Universidad! (Baja la escalera y hace
pasar al Gran Duque de
Toscana, Cosme de Médici y al Mayordomo Mayor de la Corte.)
COSME . — Quiero ver el anteojo.
EL MAYORDOMO . — Tal vez sea Su Alteza tan bondadosa de
tener un poco de
paciencia hasta que el señor Galilei y los otros señores vuelvan de la
Universidad. (A la
señora Sarti.) El señor Galilei deseaba que los señores astrónomos
examinaran las nuevas
estrellas descubiertas por él y denominadas "estrellas de
Médici".
COSME . — Ellos no creen en el anteojo. No creen en nada. ¿Dónde está
pues? (El
jovenzuelo señala la escalera y ante un gesto de asentimiento de la
señora Sarti, la sube.)
EL MAYORDOMO (un hombre muy anciano). — ¡Vuestra Majestad!
(A la señora Sarti.) ¿Hay
que subir por ahí? Yo sólo he venido porque el preceptor está enfermo.
SRA. SARTI .—Al joven señor no le ocurrirá nada. Mi hijo está arriba.
COSME (arriba entrando). — Buenas noches. (Los muchachos se saludan
entre sí con
mucha ceremonia. Pausa. Luego Andrea continúa con su trabajo.)
ANDREA (imitando a su maestro).
— Esto es igual que un palomar.
COSME . — ¿Vienen muchos visitantes?
ANDREA . — Andan a los
tropezones, papan moscas y no entienden ni jota de nada.
COSME . — Comprendo, comprendo... Este es el... (señala el anteojo.)
ANDREA . — Sí, ese es. Pero ojo
con poner los dedos.
COSME . — ¿Y esto qué es? (Señala el modelo de madera del sistema de
Ptolomeo.)
ANDREA . — El de Ptolomeo.
COSME . — ¿Muestra cómo el Sol se mueve, verdad?
ANDREA . — Así dicen.
COSME (toma el modelo y se sienta en una silla). — Mi preceptor está
enfermo, por eso pude
venir antes. Me gusta estar aquí.
ANDREA (inquieto, camina
arrastrando los pasos, irresoluto, mirando al extraño con desconfianza y al fin,
incapaz de resistir la tentación por más tiempo, pesca de atrás de unos mapas
otro modelo de madera, que representa esta vez el sistema de Copérnico ). —
Pero en realidad es así.
COSME . — ¿Qué?
ANDREA (señalando el modelo que
tiene Cosme). — Así dicen que es, pero así (señala el suyo.) es
en realidad. La Tierra da vueltas alrededor del Sol, ¿entiendes?
COSME . — ¿Lo dices en serio?
ANDREA . — Seguro, si está
demostrado.
COSME . — ¿Sí? Yo quisiera saber por qué no me dejaron ver al viejo,
siendo que ayer
estaba aún en la cena.
ANDREA . — Parece que usted no
cree.
COSME . — Pero sí, por supuesto.
ANDREA (repentinamente señala el
modelo que tiene Cosme). — Dámelo, tú no comprendes ni
siquiera eso.
COSME . — ¿Para qué quieres dos?
ANDREA . — Dámelo te digo. Eso
no es un juguete para niños.
COSME . — No tengo nada en contra de dártelo pero podrías ser un
poquito más cortés,
¿entiendes?
ANDREA . — Tú eres un
estúpido... con tus cortesías. ¡Suéltalo o te doy una!
COSME . — ¡Quita las manos de ahí! (Comienza a forcejear cayendo en
seguida al suelo.)
ANDREA . — Te voy a demostrar
cómo se trata a un modelo. ¡Ríndete!
COSME . — ¡Ahora se rompió! ¡Que me retuerces la mano!
ANDREA . — Yo te voy a enseñar
quién tiene razón. ¡Di que se mueve o te doy de
coscorrones!
COSME . — Nunca. ¡Ay, tú, pelo de Judas!
ANDREA . — ¿Qué? ¿Pelo de Judas?
¡Dilo de nuevo! (Siguen riñendo en silencio. Abajo entran
Galilei y algunos profesores de la Universidad.)
EL MAYORDOMO . — Señores míos, una ligera indisposición
impidió al
preceptor de Su Alteza, señor Suri, acompañar a Su Alteza hasta aquí.
EL T EÓLOGO . — Ojalá que no
sea nada grave.
EL MAYORDOMO . — No, de ninguna manera.
GALILEI (decepcionado). — ¿No ha
venido Su Alteza?
EL MAYORDOMO . — Su Alteza está arriba. Ruego a los señores
no demorarse. La corte
espera con extrema curiosidad la opinión de la distinguida Universidad
sobre el
extraordinario instrumento del señor Galilei y las maravillosas
estrellas recién descubiertas.
(Suben. Los muchachos quedan paralizados. Han oído el ruido de abajo.)
COSME . — Allí están. ¡Déjame levantarme! (Se paran rápidamente.)
Los SEÑORES (subiendo).— No, no, si todo está en el más perfecto orden.
— La Facultad de Medicina ha rechazado la posibilidad de que en la
parte vieja de la
ciudad pudiera haber apestados.
— Los miasmas deberían estar congelados con la temperatura que reina
actualmente.
— Lo peor en estos casos es siempre el pánico.
— No es otra cosa que los casos comunes de constipación en esta época
del año.
— Toda otra sospecha es infundada.
— Todo está en el más perfecto orden. (Arriba, los saludos.)
GALILEI . — Vuestra Alteza, me
siento muy feliz de estar en condiciones de poner en
contacto a estos señores con las recientes novedades en vuestra augusta
presencia. (Cosme se
inclina muy formal a todos los costados, también ante Andrea.)
EL TEÓLOGO (mirando el modelo
de Ptolomeo que yace roto en el suelo). — Aquí parece que algo se ha quebrado.
(Cosme levanta rápido el modelo y se lo entrega cortésmente de Andrea.
Entretanto, Galilei guarda con disimulo el otro modelo.)
GALILEI (acercándose al
anteojo). — Como Vuestra Alteza bien lo sabe, desde hace algún
tiempo, nosotros, los astrónomos tenemos grandes dificultades con
nuestros cálculos. Para
esos cálculos utilizamos un sistema muy antiguo que si bien parece
concordar con la
filosofía no es compatible con los hechos. Según ese antiguo sistema,
el de Ptolomeo, los
movimientos de los astros serían complicadísimos. El planeta Venus, por
ejemplo,
realizaría un movimiento más o menos así. (Dibuja sobre una pizarra la
trayectoria epicíclica de
Venus según la hipótesis ptolomeica.) Pero en el caso que aceptáramos
como ciertos a
movimientos tan complicados no nos sería posible calcular de antemano
la posición justa
de los astros porque no los encontraríamos allí donde deberían estar.
Además de esto
existen otros movimientos que el sistema de Ptolomeo ignora. Movimientos
así, alrededor
del planeta Júpiter realizan, a mi parecer, unas pequeñas estrellas
descubiertas hace
poco por mí. ¿Están conformes los señores en comenzar con un
reconocimiento de
Júpiter?
ANDREA (mostrando el banquito
frente al anteojo). — Por favor, tomen asiento aquí.
EL FILÓSOFO . — Gracias,
pequeño, pero me temo que no sea todo tan sencillo. Señor
Galilei, antes de emplear su famoso anteojo quisiéramos tener el placer
de una disputa.
Tema: ¿pueden existir planetas así?
EL MATEMÁTICO . — Sí, de una
formal disputa.
GALILEI . — Es que yo había
pensado que, para convencerse les bastaría mirar por el
anteojo.
ANDREA . — Aquí, por favor.
EL MATEMÁTICO . — Natural,
natural. Pero tal vez sepa usted que según las hipótesis de
los antiguos no existen ni estrellas que giran alrededor de otro centro
que no sea la Tierra ni
astros en el cielo que no tengan su correspondiente apoyo.
GALILEI . — Sí.
EL FILÓSOFO . — Y...
apartándonos de la posibilidad de la existencia de tales estrellas
que el matemático (Se inclina ante éste) parece dudar, quisiera yo, con
toda humildad, plantear
la siguiente pregunta: ¿son necesarias tales estrellas? Aristotelis
divini universum...
GALILEI . — ¿No podríamos
continuar en el habla corriente dado que mi colega, el
señor Federzoni, no comprende latín?
EL FILÓSOFO . — ¿Tiene
importancia acaso que nos entienda?
GALILEI . — Sí.
EL FILÓSOFO . — Disculpe usted,
yo pensé que era su pulidor de lentes.
ANDREA . — El señor Federzoni es
un pulidor de lentes y un erudito.
EL FILÓSOFO . — Gracias,
pequeño. Si el señor Federzoni insiste...
GALILEI . — El que insiste soy
yo.
EL FILÓSOFO . — Mis argumentos
perderán su brillantez pero, estamos en su casa. El
universo del divino Aristóteles con sus esferas de místicos sonidos y
sus cristalinas bóvedas
y los giros circulares de sus cuerpos celestes y el ángulo inclinado de
la trayectoria solar y
los misterios de las tablas de los satélites y la exuberancia de
estrellas del catálogo del
hemisferio austral y la inspirada construcción del globo celestial, es
un edificio de tal orden
y belleza que bien deberíamos recapacitar antes de destruir esa
armonía.
GALILEI . — ¿Por qué? ¿Y si
Vuestra Alteza verificara por medio del anteojo la
existencia tanto de esas estrellas imposibles como la de las inútiles?
EL MATEMÁTICO . — Se podría
alegar como respuesta que su anteojo, al mostrar algo,
que no existe, no es un instrumento muy exacto. ¿Verdad?
GALILEI . — ¿Qué quiere decir
con eso?
EL MATEMÁTICO . — Sería mucho
más provechoso, señor Galilei, si usted
nos
pudiera nombrar las causas que lo movieron a suponer la existencia de
astros que cuelgan
libremente en las esferas superiores del inmutable firmamento.
EL FILÓSOFO .— ¡Razones, señor
Galilei, razones!
GALILEI . — ¿Las razones?
¿Cuando de una mirada a los mismos astros y con mis
apuntes queda demostrado el fenómeno? ¡Pero señores, la disputa
resultaría absurda!
EL MATEMÁTICO . — Si contáramos
con la seguridad de que usted no se irritaría todavía
más, podríamos agregar que lo que dice su anteojo y lo que dice el
cielo bien pueden ser
dos cosas distintas.
EL FILÓSOFO . — Más cortés,
imposible.
FEDERZONI . — Piensan que hemos
pintado las estrellas de Médici en el lente.
GALILEI . — ¿Me acusa usted de
estafa?
EL FILÓSOFO . — Pero... ¿cómo
podríamos... en presencia de Su Alteza?
EL MATEMÁTICO . — Su
instrumento, así se le llame su vástago o su pupilo, está hecho
con toda habilidad, sin lugar a dudas.
EL FILÓSOFO .—Y nosotros
estamos completamente convencidos, señor Galilei, que ni
usted ni nadie osaría engalanar estrellas con el augusto nombre de la
estirpe dinástica sin
antes haber alejado toda duda sobre su existencia. (Todos hacen
profundas reverencias ante el Gran Duque.)
COSME . — ¿Ocurre algo anormal con mis estrellas?
UNA VIEJA DAMA DE HONOR (al Gran Duque). — Todo está en orden con las
estrellas de
Vuestra Alteza. Los señores sólo se preguntan si realmente existen.
(Pausa.)
UNA JOVEN DAMA DE HONOR . — Se dice que con el instrumento se puede ver
hasta la
cola de la Osa Mayor.
GALILEI . — Sí, y todo lo que
Dios le dio al Tauro. ¿Van a mirar los señores o no?
EL FILÓSOFO . — Claro, por
supuesto.
EL MATEMÁTICO .— ¡Por supuesto!
(Pausa. De improviso, Andrea se vuelve y comienza a
atravesar rígido el salón. Su madre lo alcanza.)
SRA. SARTI . — ¿Qué te pasa?
ANDREA . — Son tontos. (Se
desprende y huye de la habitación.)
EL FILÓSOFO . — Un lamentable
rapaz.
EL MAYORDOMO . — Vuestra Alteza, ¿debo tal vez recordarle
que el baile oficial
comienza en tres cuartos de hora?
EL MATEMÁTICO — ¿Y para qué
meternos en este baile? Tarde o temprano el señor
Galilei tendrá que reconocer las realidades. Sus planetas de Júpiter
perforarían la esfera de
cristal. Es muy sencillo.
FEDERZONI . — Ustedes se van a
asombrar: no hay tal esfera de cristal.
EL FILÓSOFO . — Cualquier libro
escolar le dirá de su existencia, buen hombre.
FEDERZONI . — Pues entonces ¿qué
esperan para hacer nuevos libros escolares? [31]
EL FILÓSOFO . — Vuestra Alteza,
mi respetado colega y yo nos respaldamos nada menos
que en la autoridad del mismo divino Aristóteles.
GALILEI (casi servil). — Señores
míos, la fe en la autoridad de Aristóteles es una cosa;
hechos que se tocan con la mano, son otra. Ustedes sostienen que, según
Aristóteles,
existen arriba esferas de cristal, de modo que determinados movimientos
no podrían
ocurrir porque si no los astros perforarían las esferas. ¿Pero de qué
manera, si ustedes
pueden constatar esa clase de movimientos? Tal vez entonces lleguen a
la conclusión de
que tales esferas no existen. Señores míos, les ruego con toda
humildad, confíen en sus
ojos.
EL MATEMÁTICO . — Mi estimado
Galilei, yo acostumbro leer a Aristóteles de tanto en
tanto —aunque a usted le parezca anticuado— y puedo asegurarle que ahí
sí confío en mis
ojos.
GALILEI . — Es que ya estoy
acostumbrado a ver cómo los señores de todas las
facultades cierran sus ojos frente a hechos palpables y proceden de
modo como si no
hubiera pasado nada. Les muestro mis apuntes y se sonríen, les pongo mi
anteojo a su
disposición para que se convenzan y salen citando a Aristóteles. ¡Si el
hombre no tenía
ningún anteojo!
EL MATEMÁTICO . — Por supuesto,
por supuesto.
EL FILÓSOFO (importante). — Si
aquí se procura enlodar la autoridad de Aristóteles
reconocida no sólo por todas las ciencias de la antigüedad sino también
por los Santos
Padres de la Iglesia, debo entonces advertir que considero inútil toda
continuación de la
disputa. Rechazo toda discusión impertinente. ¡Ni una palabra más!
GALILEI . — El padre de la
verdad es el tiempo y no la autoridad. ¡Nuestra ignorancia es
infinita, disminuyamos de ella tan siquiera un milímetro cúbico! ¿Por
qué ahora ese afán de
aparecer sabios cuando podríamos ser un poco menos tontos? He tenido la
inconcebible
felicidad de recibir un instrumento con el cual se puede observar una
puntita del universo,
algo, no mucho. ¡Utilícenlo!
EL FILÓSOFO . — Vuestra Alteza,
damas y caballeros, yo me pregunto: ¿a dónde nos
lleva todo esto?
GALILEI . — Yo diría mejor: los
científicos no debemos temer hasta dónde nos pueda
llevar la verdad.
EL FILÓSOFO (fuera de sí). —
¡Señor Galilei, la verdad nos puede llevar a cualquier parte!
GALILEI . — Vuestra Alteza. En
estas noches, en toda Italia se enfoca el cielo con estos
anteojos. Las lunas de Júpiter no abaratan la leche pero nunca fueron
vistas y la realidad es
que existen. De ahí, el hombre de la calle saca la conclusión de que
podría ver muchas
cosas si abriera sus ojos. Vosotros le debéis una explicación. No son
los movimientos de
algunas lejanas estrellas los que hacen agudizar los oídos a toda
Italia, sino la noticia que
doctrinas tenidas como inconmovibles comienzan a perder firmeza. Y cada
uno sabe que
hay demasiadas en esa situación. Señores míos, no nos pongamos a defender doctrinas
en decadencia.
FEDERZONI . — ¡Vosotros que sois
los maestros deberíais procurar las conmociones!
EL FILÓSOFO . — Sería de mi
agrado que su pulidor se reservara sus consejos en esta
disputa científica.
GALILEI . — Vuestra Alteza, mi
trabajo en el Gran Arsenal de Venecia me puso en
contacto con dibujantes, constructores e instrumentistas. Esa gente me
enseñó nuevos
caminos. Sin ser ilustrados confían en el testimonio de sus cinco
sentidos, sin temer
generalmente hacia dónde los pueda llevar ese testimonio, de la misma
manera que nuestra
gente de mar hace cien años abandonó nuestras costas sin saber a
ciencia cierta qué playas
tocaría, si en verdad lograban tocar alguna. Me parece que hoy, para
encontrar esa noble
avidez que llegó a conformar la verdadera gloria de la antigua Grecia
debemos dirigirnos a
los astilleros.
EL FILÓSOFO . — Después de todo
lo que acabo de escuchar, no tengo la menor duda
que el señor Galilei encontrará muchos admiradores en los astilleros.
EL MAYORDOMO . — Vuestra Alteza, veo con todo pavor que
esta extraordinaria e
instructiva conversación se ha prolongado en demasía. Su Alteza debe
descansar un poco
antes del baile de palacio. (A una señal, el Gran Duque se inclina ante
Galilei. El séquito se pone
inmediatamente en movimiento.)
SRA. SARTI (se pone en el camino del Gran Duque y le ofrece un plato
con pasteles). — ¿Una
rosquilla, Vuestra Alteza? (La dama de honor más vieja conduce al Gran
Duque afuera.)
GALILEI (corriendo detrás). —
¡Pero si los señores sólo tienen necesidad de ver por el tubo
para convencerse!
EL MAYORDOMO . — Su Alteza no dejará de consultar la
opinión del más grande de los
astrónomos de nuestro tiempo, el padre Cristóforo Clavius, astrónomo
jefe en el Colegio
Pontificio de Roma, acerca de sus aseveraciones, señor Galilei.
V
SIN
INTIMIDARSE POR LA PESTE, GALILEI CONTINÚA CON SUS
INVESTIGACIONES.
De
mañana temprano. GALILEI al lado del
telescopio sigue con sus apuntes. VIRGINIAL
entra con una maleta de viaje.
GALILEI . — ¡Virginia! ¿Ha
ocurrido algo?
VIRGINIAL . — El convento ha
cerrado y nos obligan a regresar a casa. En Arcetri hay
cinco apestados.
GALILEI (llamando). — ¡Sarti!
VIRGINIAL . — Anoche cerraron
también la calleja del mercado. Parece que hay dos
muertos en la parte vieja de la ciudad y tres están moribundos en el
hospital.
GALILEI . — De nuevo lo han
callado todo hasta el último minuto.
SRA. SARTI (entrando). — ¿Qué haces tú aquí?
VIRGINIAL . — La peste.
SRA. SARTI . — ¡Dios mío! Haré las maletas. (Se sienta.)
GALILEI . — Deje las maletas.
Cuide de Virginia y de Andrea. Yo juntaré mis apuntes.
(Galilei se dirige apresuradamente a su mesa y recoge algunos papeles
con toda precipitación. La señora Sarti pone un abrigo a Andrea, que entra
corriendo, y va luego en busca de ropa de cama y comida Entra un lacayo del
Gran Duque.)
L ACAYO . — Su Alteza ha abandonado la ciudad en dirección a Bolonia a
causa de los
estragos de la peste. Antes de partir insistió en dar al señor Galilei
la oportunidad de
ponerse a salvo. La calesa estará dentro de dos minutos frente a la
puerta.
SRA. SARTI (a Virginia y Andrea).—Pronto, vamos ya. ¡Hala!, llevad
esto.
ANDREA . — ¿Por qué? Si no me
dices primero que es lo que pasa, no voy.
SRA. SARTI . — ¡La peste, hijo mío!
VIRGINIAL . — Esperemos a papá.
SRA. SARTI . — Señor Galilei, ¿está ya listo?
GALILEI (envolviendo el
telescopio con el mantel). — Lleve a Virginia y Andrea a la calesa. En
seguida voy.
VIRGINIAL . — No, sin ti no
vamos. Si te pones primero a empaquetar tus libros no
estarás nunca listo.
SRA. SARTI . — Ya está ahí el coche.
GALILEI . — Sé razonable,
Virginia, si vosotros no subís se marchará el coche. La peste
no es ninguna bagatela.
VIRGINIAL (protestando, mientras
la señora Sarti la empuja con Andrea hacia afuera). — ¡Ayúdelo
con sus libros, si no no vendrá!
SRA. SARTI (llamando desde la puerta). — Señor Galilei, el cochero se
niega a esperar.
GALILEI . — Señora Sarti... no
creo que deba yo partir. Mire esto, está todo en desorden,
todo, los apuntes de tres meses que no servirán para nada si no los
continúo dos noches
más. Y la peste está en todos lados.
SRA. SARTI . — ¡Señor Galilei! ¡Ven inmediatamente! Estás loco...
GALILEI . — Usted debe llevarse
a Virginia y Andrea. Yo los seguiré después.
SRA. SARTI . — En una hora no podrá salir ya nadie de aquí. ¡Ven!
¡Tienes que venir!
(Escuchando.) ¡Se va! ¡Lo detendré! (Desaparece. Galilei se pasea por
la habitación. La señora Sarti
regresa muy pálida, sin su atado.)
GALILEI . — ¡Qué hace ahí
parada! Todavía es capaz de perder la calesa con los niños.
SRA. SARTI . — Ya se ha ido. A Virginia la tuvieron que contener. En
Bolonia ya se
preocuparán de ellos. ¿Pero quién le guisará a usted aquí?
GALILEI . — ¡Estás loca!
¡Quedarte en la ciudad para guisar! (Toma sus apuntes.) No vaya a
creer que soy un demente. Es que no puedo tirar por la borda todas
estas
observaciones. Tengo enemigos poderosos y es necesario que reúna
pruebas para ciertas
aseveraciones.
SRA. SARTI — No necesita disculparse. Pero no me dirá que esto es
razonable.
b.
Frente a la casa de Galilei en Florencia. Sale Galilei y mira calle
abajo. Pasan dos monjas.
GALILEI (les habla). — ¿Pueden
ustedes decirme, hermanas, dónde venden leche? Esta
mañana no ha venido la lechera y mi ama se ha marchado.
UNA MONJA . — Sólo están abiertas las tiendas de los bajos.
LA OTRA MONJA . — ¿Ha salido usted de ahí? (Galilei asiente.) ¡Esa es
la calleja! (Las dos
monjas se persignan, murmuran la salutación angélica y desaparecen
rápidamente. Aparece un hombre.)
GALILEI (le habla). — ¿No es
usted acaso el panadero que siempre nos trae el pan
blanco? (El hombre asiente.) ¿No ha visto a mi ama de llaves? Debe
haberse marchado ayer al
anochecer y desde hoy temprano noto su falta. (El hombre niega con la
cabeza. Una ventana de
enfrente se abre y aparece una mujer.)
LA MUJER (gritando). — ¡Márchese de aquí que esos tienen la peste! (El
hombre huye
asustado.)
GALILEI . — ¿Sabe usted algo de
mi ama de llaves?
LA MUJER . — Su ama cayó allá, calle arriba. Lo debe haber presentido,
por eso se fue.
¡Qué falta de consideración! (Cierra la ventana de un golpe. Unos niños
vienen bajando la calle y al
ver a Galilei huyen con grandes gritos. Éste se da vuelta y ve venir
corriendo a dos soldados, con armadura completa.)
Los SOLDADOS . — ¡Métete en seguida en tu casa! (Con sus largas picas
empujan a Galilei
adentro de su casa, tras él cierran el portón.)
GALILEI (en la ventana). —
¿Podéis decirme qué es lo que ha sucedido con la mujer?
Los SOLDADOS . — A todos los llevan al campo.
L A MUJER (aparece de nuevo en la ventana). — Toda esta calleja allí
atrás está contaminada.
¿Por qué no la cerráis? (Los soldados colocan una cuerda a través de la
calle.)
LA MUJER . — No, así no, ¿no véis que ahora no podrá entrar nadie en
nuestra casa?
Aquí no es necesario que cerréis. ¡Aquí estamos todos sanos! Dejad, ¿no
oís lo que estoy
diciendo? Mi esposo está en la ciudad y así no podrá entrar. ¡Bestias!
¡Bestias! (Se oyen sus
gritos y llantos desde adentro. Los soldados se van. En otra ventana
aparece una vieja.)
GALILEI . — Allá atrás se está
quemando algo.
LA VIEJA MUJER . — Ya no apagan más si hay sospecha de peste. Cada uno
sólo piensa
en ella.
GALILEI . — Bien de ellos es
esto. Así es todo su sistema de gobierno. Nos derriban
como si fuésemos la rama enferma de una higuera. Porque ya no puede dar
frutos.
LA VIEJA MUJER . — No debe decir eso. Es que más no pueden hacer.
GALILEI . — ¿Está usted sola?
LA VIEJA MUJER . — Sí, mi hijo me mandó una nota. Gracias a Dios supo
ayer que uno
había muerto allí atrás y no volvió a casa. Once son los casos habidos
durante la noche en
esta parte de la ciudad.
GALILEI . — Me reprocho no haber
mandado afuera a tiempo a mi ama. Yo debía hacer
un trabajo urgente, pero ella no tenía razón de quedarse.
LA VIEJA MUJER . — Tampoco nosotros podemos irnos. ¿Quién nos tomaría?
No debe
usted hacerse reproches. Yo la vi., se marchó hoy, a eso de las siete.
Estaría enferma,
porque en el momento en que me vio salir cuando fui a buscar el pan,
hizo un rodeo para
no encontrarse conmigo. Tal vez no quería que clausuraran su casa. Pero
ellos siempre lo
llegan a saber todo. (Se comienza a oír ruido de matracas.)
GALILEI . — ¿Qué es eso?
LA VIEJA MUJER . — Tratan de disipar con ruidos las nubes que traen la
peste. (Galilei ríe
a carcajadas.) ¡Parece que a usted todavía le quedan ganas de reír! (Un
hombre viene bajando la
calle y la encuentra cerrada por la cuerda.)
GALILEI . — ¡Eh, usted, ahí!
Esto está cerrado y en la casa no hay nada para comer. (El
hombre huye sin escuchar.) ¡Es que no podéis dejarnos morir de hambre!
¡Ea, eh!
LA VIEJA MUJER . — Tal vez nos traigan algo, en último caso le colocaré
un cántaro con
leche delante de su puerta, pero sólo durante la noche, si usted no
tiene temor.
GALILEI .— ¡Ea, eh, pero tienen
que oírnos! (De improviso aparece Andrea junto a la cuerda.
Trae una cara llorosa.) ¡Andrea! ¿Cómo es que estás aquí?
ANDREA . — Estuve hoy temprano
ya. Llamé a la puerta pero usted no abrió. La gente
me dijo que...
GALILEI . — ¿Pero acaso no
partiste?
ANDREA . — Claro que sí, pero en
el viaje pude saltar del coche. Virginia siguió. ¿No
puedo entrar?
GALILEI . — No, no puedes. Debes
ir al convento de las ursulinas. Tal vez tu madre esté
allá.
ANDREA . — Ahí estuve, pero no
me dejaron pasar. Está tan enferma...
GALILEI . — ¿Y has caminado
tanto? Ya son tres días desde que partiste.
ANDREA . — Sí, y tanto tiempo
necesité, no se enoje. Una vez me cazaron.
GALILEI (impotente). — No llores
más. ¿Sabes? Durante este tiempo he encontrado
muchas cosas nuevas. ¿Quieres que te cuente? (Andrea asiente,
sollozando.) Atiende bien, sino
no comprenderás. ¿Te acuerdas cuando te mostré el planeta Venus? No
hagas caso de ese
ruido, no es nada. ¿Te acuerdas? ¿A que no adivinas lo que he visto?
¡Es como [36] la luna!
Lo vi. igual que a la luna, como una semiesfera y como una hoz. ¿Qué me
dices? Te puedo
mostrar todo con una pequeña esfera y una luz. Eso te demuestra que
tampoco ese planeta
tiene luz propia. Y da vueltas alrededor del sol en una simple
circunferencia. ¿No es
maravilloso?
ANDREA (sollozando). — Seguro, y
es un hecho real.
GALILEI (por lo bajo). — Yo no
la retuve (Andrea calla.)
GALILEI . — Claro está, que si
yo no me hubiese quedado eso no habría ocurrido.
ANDREA . — ¿Deberán creerle
ellos ahora?
GALILEI . — Tengo todas las
pruebas juntas. ¿Sabes? Cuando aquí termine esto me iré a
Roma y se las mostraré. (Dos encapuchados con largos palos y cubos van
bajando la calle. Con los palos alcanzan pan a Galilei y a la vieja mujer.)
LA VIEJA MUJER . — Allá enfrente hay una mujer con tres pequeños.
Alcanzadle algo
también.
GALILEI . — No tengo nada que
beber. En la casa no hay agua. (Los encapuchados se encogen
de hombros.) ¿Pasáis por aquí mañana?
UN HOMBRE (con voz apagada por el paño que le tapa la boca). — ¿Quién
sabe hoy lo que
puede ocurrir mañana?
GALILEI . — Si pasáis por aquí,
¿podríais alcanzarme un pequeño libro que necesito para
mis estudios?
EL OTRO HOMBRE (ríe
sordamente). — Como si hoy importara un libro, conténtate con
recibir pan.
GALILEI . — Pero el muchacho
ese, mi alumno, estará aquí y os alcanzará el libro para
mí. Andrea, es el mapa con el período de revolución de Mercurio que he
extraviado.
¿Puedes procurármelo en la escuela? (Los hombres han seguido entretanto
su camino.)
ANDREA . — Seguro, yo se lo
traeré, señor Galilei. (Se va. Galilei se retira. De enfrente sale la
vieja mujer y coloca un cántaro en la puerta de la casa de éste.)
VI
1616: EL COLEGIO ROMANO, INSTITUTO DE INVESTIGACIONES DEL
VATICANO, CONFIRMA LOS DESCUBRIMIENTOS DE GALILEI .
Sala
del Colegio Romano en Roma. Es de noche. Altos representantes eclesiásticos,
monjes y eruditos forman grupos. Hacia un costado, solo, GALILEI. Reina un
desenfrenado alborozo. Antes de que la escena comience, se oyen estruendosas
carcajadas.
UN PRELADO GORDO (teniéndose la barriga, de risa).— ¡Oh, necedad de
necedades! Yo
quisiera que me señalarais una sola frase que no haya sido creída.
UN ERUDITO . — Por ejemplo, que usted sufre de una insuperable
repugnancia contra
las comidas, Monseñor.
UN PRELADO GORDO . — También lo creen, también lo creen. Sólo lo
razonable no es
creído. Que hay un diablo, eso sí que lo dudan. Pero que la tierra de
vueltas como una
bolilla en el sumidero, eso sí que es creído. ¡Sancta simplicitas!
UN MONJE (en chanza). — ¡Me mareo, me mareo! ¡Se mueve demasiado
rápido!
Permítame que me apoye en usted, profesor. (Hace como si trastabillara
y se tiene de un, erudito.)
EL ERUDITO (imitándolo). — Sí,
la vieja tierra se ha emborrachado de nuevo. (Se apoya en
otro.)
EL MONJE .—¡Alto, alto! ¡Que
nos caemos! ¡Alto!
UN SEGUNDO ERUDITO . — Venus está ya completamente torcida. Ahora le
alcanzo a
ver sólo la mitad del trasero. ¡Socorro! (Se forma una masa compacta de
monjes que, entre risotadas, hacen como si se defendiera de caer al mar en un
navío en tormenta.)
UN SEGUNDO MONJE . — ¡Por lo menos que no caigamos en la luna!
Hermanos: ahí
parece que existen montañas con puntas muy afiladas.
EL PRIMER ERUDITO . — Apóyate
en ellas con el pie.
EL PRIMER MONJE . — ¡Y no mires
para abajo! ¡Ay, que sufro de vértigos!
EL PRELADO GORDO (intencionadamente,
en dirección a Galilei). — ¡Imposible! ¡Patrañas en
el Colegio Romano! (Grandes risotadas. Por una puerta trasera entran
dos astrónomos del Colegio. Se hace silencio.)
U N MONJE. — ¿Todavía seguís investigando? ¡Esto es un escándalo!
UN ASTRÓNOMO (colérico). — ¡Nosotros no investigamos nada!
EL OTRO ASTRÓNOMO . — ¿Adónde
iremos a parar? no comprendo a Clavius. ¡Si todo
lo que se ha dicho en los últimos cincuenta años se fuera a tomar como
cierto! En 1572,
comienza a brillar una nueva estrella en la esfera más alta, en la
octava, la esfera de las
estrellas fijas. Esa estrella que era más grande y brillante que sus
vecinas desaparece antes
de cumplir el año y medio y es relegada al olvido. ¿Y por eso tenemos
acaso que
preguntarnos qué pasa con la vida eterna y la inmutabilidad del cielo?
EL FILÓSOFO. — Si se lo llegan
a permitir nos van a destruir todavía todo el
firmamento.
EL PRIMER ASTRÓNOMO . — Eso,
¿adónde vamos? Cinco años más tarde el danés Ticho
Brahe fija la trayectoria de un cometa. El camino comenzaba arriba de
la Luna y atravesaba,
uno tras otro, los anillos de las esferas, los apoyos materiales de los
astros movibles. El
cometa no encuentra ninguna resistencia, su luz no experimenta ninguna
desviación.
¿Debemos acaso preguntarnos por eso qué se ha hecho de las esferas?
EL FILÓSOFO . — ¡No, no puede
ser! ¿Cómo puede Cristóforo Clavius, el más grande
astrónomo de Italia y de la Iglesia, atreverse a investigar una cosa
así?
EL PRELADO GORDO . — ¡Es un
escándalo!
EL PRIMER ASTRÓNOMO . — Sí,
pero él investiga. Está sen[38]tado allí dentro y sigue
mirando embobado por ese tubo del diablo.
EL SEGUNDO ASTRÓNOMO . —
¡Principiis obsta! Todo comenzó cuando nosotros
empezamos a calcular la duración del año solar, las fechas de los eclipses
de sol y luna, las
posiciones de los astros en años y días según las tablas de Copérnico,
que es un hereje.
UN MONJE . — Yo me pregunto: ¿qué es mejor, presenciar un eclipse de
luna tres días
más tarde que lo indicado por el calendario o no alcanzar nunca la
bienaventuranza eterna?
UN MONJE MUY DELGADO (se adelanta con una Biblia abierta en la mano y
señala fanáticamente
un fragmento con el dedo). — ¿Qué es lo que dicen las Sagradas
Escrituras? "Sol no te muevas
de encima de Gabaón ni tú Luna de encima del valle de Ayalón."
¿Cómo puede detenerse
el Sol si no se mueve en absoluto, como sostienen esos herejes?
¿Mienten acaso las
Sagradas Escrituras?
EL SEGUNDO ASTRÓNOMO . — Hay
apariciones que a nosotros, los astrónomos, nos
provocan dificultades, ¿pero acaso es necesario que el hombre comprenda
todo? (Los dos
astrónomos se retiran.)
EL MONJE . — ¡La patria del
género humano convertida en una estrella errante! Al
hombre, animal, planta y toda la demás naturaleza los meten en un carro
y al carro lo hacen
dar vueltas en un cielo vacío. Para ellos no hay más ni cielo ni
tierra. La Tierra no existe
porque sólo es un astro del cielo y tampoco el cielo porque está
formado por muchas
tierras. No hay más diferencia entre arriba y abajo entre lo eterno y
lo perecedero. ¡Que
nosotros nos extinguimos ya lo sabemos, que también el cielo se
extingue nos lo dicen
ahora ésos! Sol, luna, estrellas y nosotros vivimos sobre la tierra.
Así se dijo siempre y así
estaba escrito. Pero ahora la tierra es también una estrella, según
ése. ¡Sólo hay estrellas!
Llegará el día en que éstos dirán: tampoco hay hombres ni animales, el
hombre mismo es
un animal, sólo hay animales.
EL PRIMER ERUDITO (a Galilei).
— Ahí abajo se le ha caído algo.
GALILEI (que entretanto había
sacado una piedrecilla del bolsillo, jugando con ella y dejándola caer.
Mientras se agacha para recogerla). — Arriba, Monseñor, se me ha caído
hacia arriba.
EL PRELADO GORDO (dándole la
espalda). — ¡Desvergonzado! (Entra un Cardenal muy viejo
apoyándose en un monje. Se le hace lugar con mucho respeto.)
EL CARDENAL MUY VIEJO . —
¿Están todavía adentro? ¿No pueden terminar más rápido
con esas nimiedades? ¡Ese Clavius podría entender un poco más de su
astronomía! He oído
que ese señor Galilei trasplanta al hombre desde el centro del orbe a
un borde cualquiera.
Por consiguiente y sin ninguna duda es un enemigo de la naturaleza
humana y como tal
debe ser tratado. El hombre es la corona de la creación, eso lo sabe
cualquier niño. La
criatura más sublime y bienamada del Señor. ¿Cómo puede colocar él esa
maravilla, ese
magnífico esfuerzo en un asteroide minúsculo, apartado y que dispara
continuamente?
¿Acaso él mismo mandaría a su propio hijo así, a un lugar cualquiera?
¿Cómo puede existir
gente tan perversa que tenga fe en estos esclavos de sus tablas
numéricas? ¿Qué criatura del
Señor puede tolerar una cosa así?
EL PRELADO GORDO (a media voz).
— El señor está presente.
EL CARDENAL MUY VIEJO (a
Galilei). — ¿Así que es usted? Pues mire, yo ya no veo muy
bien, pero sí puedo decirle que usted se parece muchísimo a esa persona
que condenamos
en su tiempo a la hoguera. ¿Cómo se llamaba?
EL MONJE . — Vuestra Eminencia
no debe alterarse, el médico...
EL CARDENAL MUY VIEJO
(rechazándolo, a Galilei). —Usted quiere degradar a la tierra, a
pesar de que viva sobre ella y que de ella todo lo recibe. ¡Usted
ensucia su propio nido! ¡Ah,
pero no lo consentiré! (Deja a un lado al monje y comienza a pasearse
con orgullo.) Yo no soy un
ser cualquiera que habita un astro cualquiera que da vueltas por algún
tiempo. Yo camino
sobre la tierra firme, con pasos seguros. Ella está inmóvil, ella es el
centro del Todo y yo
estoy en su centro y el ojo del Creador reposa en mí, solamente en mí,
giran, sujetas en
ocho esferas de cristal, las estrellas fijas y el poderoso Sol que ha
sido creado para iluminar
a mi alrededor. Y también a mí, para que Dios me vea. Así viene a parar
todo sobre mí,
visible e irrefutable, sobre el hombre, el esfuerzo divino, la criatura
en el medio, la viva
imagen de Dios, imperecedera y... (Se desploma.)
EL MONJE . — ¡Vuestra Eminencia
se ha excedido con sus fuerzas! (En ese momento se abre
la puerta trasera y, a la cabeza de sus astrónomos entra el gran
Clavius. Atraviesa la sala en silencio con ligero paso sin mirar a sus
costados. Casi al salir habla a un monje.)
CLAVIUS . — Es exacto. (Sale seguido por los astrónomos. La puerta
trasera queda abierta. Silencio
sepulcral. El Cardenal muy viejo vuelve en sí.)
EL CARDENAL MUY VIEJO . — ¿Qué
sucede? ¿Se ha dictado el veredicto? (Nadie se atreve
a decírselo.)
EL MONJE . — Vuestra Eminencia
deberá ser transportado a casa. (Ayudan a marcharse al
viejo Cardenal. Todos abandonan estupefactos la sala. Un pequeño monje
de la comisión examinadora presidida por
Clavius se detiene frente a Galilei.)
EL PEQUEÑO MONJE (disimulado).
— El padre Clavius dijo antes de marcharse: Ahora
tienen que arreglárselas los teólogos para componer el cielo. Usted ha
vencido. (Se va.)
GALILEI (trata de detenerlo). —
¡Ea, yo no, la razón! (El pequeño monje ya se ha marchado.
Galilei también se va. Al cruzar la puerta se encuentra con un clérigo
de gran estatura: el Cardenal
Inquisidor. Un astrónomo lo acompaña. Galilei hace una reverencia,
antes de irse pregunta algo en voz baja al portero.)
PORTERO (también en voz baja). — Su Eminencia, el Cardenal Inquisidor.
(El
astrónomo acompaña al Cardenal Inquisidor hasta el anteojo.)
VII
PERO LA INQUISICIÓN PONE LA
TEORÍA
DE COPÉRNICO EN EL INDEX
(5 DE MARZO DE 1616.)
(Casa
del Cardenal Belarmino, en Roma. Se realiza un baile. En el vestíbulo, donde
dos secretarios
eclesiásticos
juegan al ajedrez y hacen apuntes sobre los invitados, es recibido GALILEI con aplausos por un grupo de damas y señores
con antifaces. Él llega en compañía de su hija VIRGINIAL y de LUDOVICO MARSILI , prometido de ésta.)
VIRGINIAL . — Sólo bailaré
contigo, Ludovico.
LUDOVICO . — El broche de tu
hombro se ha soltado.
GALILEI . —
"Ese tul que cubre tu pecho, Tais
no lo órdenes. Cierto desorden, más profundo,
se me hace exquisito y
a otros también. En la rebosante sala
la luz de las velas hacen pensar
en los oscuros lugares del acogedor parque."
VIRGINIAL . — Siente mi corazón.
GALILEI (posa su mano sobre el
corazón de Virginia). — Sí, late.
VIRGINIAL . — Hoy quisiera ser
hermosa.
GALILEI . — Y debes parecerlo,
si no todos comenzarán a dudar que ella se mueve.
LUDOVICO . — No es cierto que se
mueve. (Galilei ríe.) Roma habla sólo de usted. Pero
desde este baile se hablará de su hija.
GALILEI . — Por ahí dicen que es
fácil ser hermoso en la primavera romana. Yo mismo
debo parecer un Adonis barrigudo. (A los secretarios.) Aquí tengo que
esperar al señor
Cardenal. (A los novios.) ¡Id y divertíos! (Antes de ir hacia atrás, al
baile, Virginia vuelve corriendo.)
VIRGINIAL . — Padre, el
peluquero en la "Vía del Trionfo" me hizo pasar primero a pesar
de que había cuatro damas antes que yo. En seguida reconoció tu nombre.
(Se va.)
GALILEI (a los secretarios que
juegan ajedrez). — ¿Cómo podéis todavía seguir jugando al
viejo ajedrez? Muy limitado es eso, muy limitado. Ahora se juega de
manera que las piezas
mayores puedan moverse en todas las casillas. La torre así (Les
muestra.) y el alfil así, y la
dama así y también así. Ahora se tiene espacio y se pueden hacer
planes.
U N E SCRIBIENTE . — Eso no corresponde a nuestros sueldos bajos,
¿entiende?
Nosotros sólo podemos hacer pequeñas jugadas.
GALILEI . — Al contrario, amigo,
al contrario. Al que vive en coche le pagan las
mejores botas. Señores, hay que marchar con el tiempo, no siempre a lo
largo de las costas,
alguna vez se tiene que salir a mar abierto. (El Cardenal muy viejo de
la pasada escena atraviesa el
escenario guiado por un monje. Distingue a Galilei, pasa frente a él y
luego se vuelve, inseguro, lo saluda.
Galilei se sienta. Desde el salón de baile se oye, cantado por niños,
el comienzo de la famosa poesía de
Lorenzo de Médici sobre la caducidad de las cosas humanas.)
GALILEI . — Roma. ¿Una gran
fiesta, eh?
SECRETARIO . — El primer carnaval después de los años de peste. Todas las
grandes
familias de Italia están representadas aquí esta noche. Los Orsini,
Villani, Nuccoli,
Soldanieri, Cañe, Lecchi, Estensi, Colombini...
EL SEGUNDO SECRETARIO
(interrumpe). — Sus Eminencias, los Cardenales Belarmino y
Barberini. (Entra el Cardenal Belarmino y el Cardenal Barberini
cubriendo sus caras con las máscaras de un cordero y una paloma que van unidas
a sendos mangos.)
BARBERINI (señalando con el índice a Galilei). — "Nace el sol y se
pone, y vuelve a su lugar",
dice Salomón, ¿y qué dice Galilei?
GALILEI . —Cuando era un pillete
de quince años, Vuestra Eminencia, encontrándome a
bordo de un barco comencé a gritar: la costa se mueve, la costa se
aleja. Hoy sé que la costa
estaba firme y era el barco el que se movía y se alejaba.
BARBERINI . — Muy astuto, muy astuto. Lo que vemos, Belarmino, es
decir, que los
astros se mueven, no necesita ser verdad, ahí tienes el ejemplo de
barco y costa. Pero lo que
sí es verdad, es decir, que la tierra se mueve, eso no lo podemos ver.
Muy astuto. Pero sus
lunas de Júpiter son un hueso duro para nuestros astrónomos. Lo malo
es, Belarmino, que
yo también leí una vez algo de astronomía. Y eso se le pega a uno como
la sarna.
B ELARMINO . — Marchemos al compás del tiempo. Si hay nuevos
planisferios celestes
basados en nuevas hipótesis que facilitan la navegación a nuestros
marinos, pues bien, que
los utilicen. Nosotros desaprobamos sólo las teorías que contradicen
las Escrituras. (Hace
señas saludando hacia el salón de baile.)
GALILEI . — Las Escrituras:
"Quien esconde los granos será maldito de los pueblos".
Proverbio de Salomón.
BARBERINI . — "Ocultan su saber los sabios". Proverbio de
Salomón.
GALILEI . — "Donde faltan
los bueyes para arar están vacías las trojes y sin paja los
pesebres; donde abundan las mieses allí se ve claramente la fuerza y el
trabajo del buey".
BARBERINI . — "Quien domina sus pasiones, mejor es que un
conquistador de
ciudades".
GALILEI . — "Deseca los
huesos la tristeza de espíritu". (Pausa.) "¿Acaso no clama la
verdad en voz alta?"
BARBERINI . — "¿Puede un hombre andar sobre las ascuas, [42] sin
quemarse las plantas
de los pies?" Bienvenido a Roma, amigo Galilei. ¿Sabe usted algo
del origen de esta ciudad?
Dos rapaces, así cuenta la leyenda, recibieron leche y abrigo de una
loba. Desde ese
momento, todos los niños deben pagar por su leche a la loba. Pero el
lugar no es malo. La
loba procura toda clase de placeres, tanto celestiales como terrenales.
Desde conversar con
mi sabio amigo Belarmino hasta tres o cuatro damas de fama internacional.
¿Me permite
indicárselas? (Lleva a Galilei hacia atrás para mostrarle la sala de
baile. Galilei lo sigue de mala gana.)
¿No? Él insiste en una conversación seria. Bien. ¿Está usted seguro,
amigo Galilei, que
vosotros los astrónomos no os queréis hacer la astronomía un poco más
cómoda? (Lo guía
de nuevo hacia adelante.) Vosotros pensáis en círculos o elipses y en
velocidades
proporcionadas, es decir, en movimientos simples adecuados a vuestros
cerebros. ¿Qué
pasaría si a Dios se le hubiese ocurrido dar este movimiento a sus
astros? (Dibuja en el aire,
con el dedo, una trayectoria muy complicada con velocidades
irregulares.) ¿Qué sería entonces de
vuestros cálculos?
GALILEI . — Amigo mío, si Dios
hubiese construido un mundo así (Repite la trayectoria de
Barberini.) entonces habría construido nuestros cerebros así (Repite la
misma trayectoria.) de
modo que reconocerían inmediatamente a esos movimientos como si fueran
los más
simples. Yo creo en la razón.
BARBERINI . — Considero insuficiente a la razón. Él se calla, es muy
cortés de responder
ahora que él considera insuficiente a mi razón. (Ríe y regresa a la
balaustrada.)
BELARMINO . — Con la razón, mi estimado Galilei, no se llega a muchos
lados.
Alrededor nuestro sólo vemos equívocos, crímenes y debilidades. ¿Dónde
está la verdad?
GALILEI (furioso). — Yo creo en
la razón.
BELARMINO . — Piense usted un poco las fatigas y meditaciones que han
costado a los
Santos Padres y a tantos otros después de ellos para dar un poco de
sentido a un mundo
así. ¿Y no es éste, acaso, aborrecible? Piense usted en la barbarie de
aquellos que mandan
azotar a los labradores semidesnudos en sus propiedades de la Campagna.
Y piense usted
en la estupidez de esos míseros que en agradecimiento les besan los
pies.
GALILEI . —Es una infamia, en mi
viaje vi. cómo...
BELARMINO . — Por eso nosotros imputamos a un ser más superior la
responsabilidad
por esos hechos que constituyen al fin la vida, y que nosotros no
podemos comprender.
Por eso decimos que ese ser superior persigue ciertas intenciones y que
todo se desarrolla
según un plan premeditado. Eso no quiere decir que caigamos en un
absoluto
conformismo. Pero es que usted acusa ahora a ese ser supremo de no ver
claro el
movimiento del Universo, algo que usted sí ve claro. ¿Es sabio pensar
así?
GALILEI (preparado para dar una
explicación). — Yo soy un crédulo hijo de la Iglesia...
BARBERINI . — Con él ocurre algo espantoso. Él quiere, con [43] toda
inocencia,
demostrar a Dios los errores más gruesos en la astronomía, como si Él
no hubiese
estudiado suficientemente esa materia antes de escribir la Sagrada
Biblia. ¡Mi querido
amigo! (A los escribientes.) No toméis noticias de esto, es sólo una
conversación científica
entre amigos.
BELARMINO . — ¿No le parece a usted también que el Creador tiene que
saber más que
su criatura acerca de lo creado?
GALILEI . — Pero, señores míos,
al fin y al cabo el hombre no sólo puede interpretar
mal el movimiento de los astros, sino que también puede interpretar mal
la Biblia.
BELARMINO . — La interpretación de la Biblia incumbe solamente a los
teólogos de la
Santa Iglesia, ¿no es cierto? (Galilei calla.) Ahí tiene, ahora calla
usted. (Hace una seña a los
escribientes.) Señor Galilei, el Santo Oficio ha decidido anoche que la
teoría de Copérnico,
por la cual el Sol sería centro del universo e inmóvil, y la Tierra, en
cambio, no conformaría
ese centro y estaría en movimiento, es disparatada, absurda y hereje en
la fe. He recibido la
misión de prevenirle a usted para que abandone esas opiniones. (Al
secretario.) Repita eso.
SECRETARIO . — Su Eminencia, el Cardenal Belarmino, al señor Galilei:
"El Santo
Oficio ha decidido anoche que la teoría de Copérnico, por la cual el
Sol sería centro del
Universo e inmóvil y la Tierra, en cambio, no conformaría ese centro y
estaría en
movimiento, es disparatada, absurda y hereje en la fe. He recibido la
misión de prevenirle a
usted para que abandone esas opiniones".
GALILEI . — ¿Qué significa eso?
(De la sala se oye, cantada por los niños, otra estrofa de la poesía
citada. Barberini indica a Galilei que guarde silencio mientras se oye
el canto. Los tres escuchan
atentamente.) Pero, ¿y la realidad de los hechos? Yo entendí que los
astrónomos del Colegio
Romano aprobaron mis apuntes.
BELARMINO . — ...con las expresiones de la más profunda satisfacción,
de la manera más
honorífica para usted.
GALILEI . — Sí, pero...
BELARMINO . — La Sagrada Congregación ha dictado su veredicto sin tomar
conocimiento de esos detalles.
GALILEI . — Sí, entiendo. Con
ello, toda próxima investigación científica...
BELARMINO . — Está absolutamente asegurada, señor Galilei, y de acuerdo
al concepto
de la Iglesia, que no podemos saber pero que bien podemos investigar.
(Saluda nuevamente a
un huésped en el salón de baile.) Usted queda en libertad de seguir
tratando esa teoría en forma
de una hipótesis matemática. La ciencia es la legítima y más querida
hija de la Iglesia, señor
Galilei. Nadie de nosotros toma en serio el que usted quiera socavar la
confianza de la
Iglesia.
GALILEI (con ira). — Esa confianza
se agota cuando se toma como pretexto.
BARBERINI . — ¿Sí? (Le palmea la espalda mientras suelta una carcajada.
Luego lo mira fijamente y le habla con afabilidad.) No derrame el agua de la
tina con niño y todo, [44] amigo Galilei.
Nosotros tampoco lo hacemos porque lo necesitamos más que usted a
nosotros.
BELARMINO . — Ardo en deseos de presentar al más grande matemático de
toda Italia
ante el comisario del Santo Oficio, que sabrá dispensarle la más alta
de las estimas.
BARBERINI (tomando a Galilei por el otro brazo). — Con lo cual se
convertirá de nuevo en
manso cordero. También usted hubiera aparecido mejor disfrazado de
formal doctor del
criterio escolástico, mi querido amigo. Es este mi disfraz el que hoy
me permite un poco de
libertad. En un atavío así me puede usted oír murmurar: si no hay Dios,
hay que inventarlo.
Bien, pongámonos otra vez las máscaras, ¡el pobre Galilei no tiene
ninguna! (Toman a Galilei
del brazo dejándole el lugar del medio y lo llevan hasta el salón de
baile.)
EL PRIMER ESCRIBIENTE . — ¿Tienes ya las últimas palabras?
EL SEGUNDO ESCRIBIENTE . — En eso estoy. (Escriben con ahínco.) ¿Tienes
tú eso cuando
dijo que cree en la razón? (Entra el Cardenal Inquisidor.)
EL INQUISIDOR . — ¿Se efectuó
la entrevista?
EL SECRETARIO (mecánicamente).
— Primero llegó el señor Galilei con su hija. Ésta se ha
prometido hoy con el señor... (El Inquisidor hace una seña como que eso
no le interesa.) El señor
Galilei nos informó, acto seguido, de una nueva forma de jugar al
ajedrez, en la que las
piezas, en contra de las reglas del juego, pueden moverse en todas las
casillas.
EL INQUISIDOR (de nuevo el
mismo gesto). — El protocolo. (Un secretario le alcanza el protocolo.
El Cardenal se sienta y lo lee de prisa. Dos damitas, con máscaras,
atraviesan el escenario; frente al
Cardenal hacen una reverencia.)
UNA . —¿Quién es ése?
LA OTRA . — El Cardenal Inquisidor. (Se van con risas ahogadas. Entra
Virginia buscando a
alguien.)
EL INQUISIDOR (desde su
esquina). — ¿Qué buscas, hija mía?
VIRGINIAL (asustándose un poco
dado que no lo ha visto). — ¡Oh, Vuestra Eminencia! (El
Inquisidor le alarga la mano derecha sin levantar la vista. Ella se
acerca y, arrodillándose, besa su anillo.)
EL INQUISIDOR . — ¡Una noche
sublime! Permítame felicitarla por sus esponsales. Usted
se nos queda en Roma, ¿verdad?
VIRGINIAL . — Por el momento,
no, Vuestra Eminencia. ¡Hay que preparar tantas cosas
para una boda!
EL INQUISIDOR . — Quiere decir
que usted acompañará a su padre de regreso a
Florencia. Me alegro, me alegro. Me imagino cómo su padre la debe
necesitar. La
matemática es una compañera muy fría, ¿verdad? Una criatura así, de
carne y hueso es una
gran cosa en ese ambiente. Cuando se es un genio se corre el peligro de
perderse fácilmente
en los mundos de los astros, que tan inmensos son.
VIRGINIAL (sin aliento). — Usted
es muy bueno, Eminencia. Yo no entiendo casi nada de
esas cosas.
EL INQUISIDOR . — ¿No? (Ríe.)
En casa de herrero, cuchillo de palo, ¿verdad? Su padre
se divertirá cuando se entere que todo lo que usted sabe de las
estrellas se lo enseñé yo, hija
mía. (Hojeando el protocolo.) Aquí leo que nuestros innovadores, cuyo
jefe reconocido en todo
el mundo es su padre, un gran hombre, uno de los más grandes hombres,
consideran
exagerados nuestros actuales conceptos sobre la importancia de nuestra
querida tierra. Es
que, desde los tiempos de Ptolomeo —un sabio de la antigüedad— hasta
hoy, se calculó la
medida total de toda la creación, en veinte mil veces el diámetro
terráqueo, es decir, para
toda la esfera de cristal, en cuyo centro descansa la Tierra. Una
respetable extensión, pero
muy pequeña, demasiado pequeña para innovadores. Según ellos esa
extensión es de una
amplitud inimaginable. La distancia entre Tierra y Sol, que, después de
todo, es una
distancia respetable, como nosotros siempre creímos, es para ellos tan
ínfima comparada
con la distancia entre nuestra pobre Tierra y las estrellas fijas
sujetas a los anillos más
externos, que en los cálculos ni siquiera se necesita tenerla en
cuenta. ¡Y después dicen que
a esos innovadores no les gusta vivir a lo grande! (Virginia ríe.
También el Inquisidor ríe.) En
efecto, hace poco, unos señores del Santo Oficio se escandalizaron de
una imagen así del
Universo. Comparada con ella la nuestra resulta una imagen tan
pequeñita que bien
podríamos colocarla alrededor del cuello tan encantador de cierta joven
muchacha. Es que
esos señores se inquietan porque un prelado o bien un cardenal podrían
extraviarse
fácilmente en una distancia tan colosal, y el mismo Papa sería perdido
de vista por el
Todopoderoso. Sí, esto es divertido, pero, no obstante, estoy contento
de saber que usted
continuará junto a su padre a quien todos tanto apreciamos, hija mía.
Yo me pregunto,
¿conozco, acaso, a su padre confesor?...
VIRGINIAL . — El padre
Cristóforo, de Santa Úrsula.
EL INQUISIDOR . — Sí, me alegro
mucho entonces de que usted acompañe a su padre.
Él la necesitará, tal vez usted no se lo imagina, pero ya verá. ¡Usted
es tan joven todavía y,
verdaderamente, tan de carne y hueso!... Ya aquellos a quienes Dios ha
beneficiado no
siempre les resulta fácil llevar su genialidad. No siempre... Nadie
entre los mortales es tan
grande que no pueda ser incluido en una plegaria. Pero yo la estoy
deteniendo, hija mía.
Todavía su prometido es capaz de ponerse celoso y también su querido
padre..., porque le
he contado algo sobre los astros, que tal vez sea ya anticuado. Vaya
rápido a bailar y no se
olvide de saludar de mi parte al padre Cristóforo. (Virginia hace una
profunda reverencia y sale
rápidamente.)
VIII
UN DIÁLOGO
(En
el palacio de la Legación florentina, en Roma, escucha GALILEI al PEQUEÑO MONJE , que, luego de la sesión
del Colegio Romano, le había comunicado furtivamente el veredicto del Astrónomo
Pontificio.)
GALILEI . — ¡Hable, continúe! La
vestimenta que usted lleva le da siempre derecho a
decir lo que se le ocurra.
EL PEQUEÑO MONJE . — Yo he
estudiado matemáticas, señor Galilei.
GALILEI . — Eso serviría de algo
si lo indujera a admitir de cuando en cuando que dos
por dos son cuatro.
EL PEQUEÑO MONJE . — Señor
Galilei, desde hace tres noches no puedo conciliar el
sueño. No sabía cómo hacer compatible el decreto que he leído con los
satélites de Júpiter
que he visto. Por eso me decidí a decir misa bien temprano para venir a
verlo.
GALILEI . — ¿Para venir a
decirme que Júpiter no tiene satélites?
EL PEQUEÑO MONJE . — No. Me ha
sido posible penetrar en la sabiduría del decreto. Se
me han revelado los peligros que traería para la Humanidad un afán
desenfrenado de
investigar, y por eso he decidido renunciar a la astronomía. Pero
quisiera hacer conocer a
usted los motivos que pueden llevar a un astrónomo a abstenerse de
continuar trabajando
en la elaboración de cierta teoría.
GALILEI . — Me permito decirle
que esos motivos son ya de mi conocimiento.
EL PEQUEÑO MONJE . — Comprendo
su amargura. Usted piensa en ciertos y
extraordinarios poderes de la Iglesia. Pero yo quisiera nombrarle
otros. Permítame que le
hable de mí. Yo he crecido en la Campagna, soy hijo de campesinos, de
gente sencilla. Ellos
saben todo lo que se puede saber sobre el olivo, pero de otra cosa muy
poco saben.
Mientras observo las fases de Venus veo delante de mí a mis padres,
sentados con mi
hermana cerca del hogar, comiendo sus sopas de queso. Veo sobre ellos
las vigas del techo
que el humo de siglos han ennegrecido, y veo claramente sus viejas y
rudas manos y la
cucharilla que ellas sostienen. A ellos no les va bien, pero aun en su
desdicha se oculta un
cierto orden. Ahí están esos ciclos que se repiten eternamente, desde
la limpieza del suelo a
través de las estaciones que indican los olivares hasta el pago de los
impuestos. Las
desgracias se van precipitando con regularidad sobre ellos. Las
espaldas de mi padre no son
aplastadas de una sola vez sino un poco todas las primaveras en los
olivares, lo mismo que
los nacimientos que se producen regularmente y van dejando a mi madre
cada vez más
como un ser sin sexo. De la intuición de la continuidad y necesidad
sacan ellos sus
fuerzas para transportar, bañados en sudor, sus cestos por las sendas
de piedra, para dar a
luz a sus hijos, sí, hasta para comer. Intuición que recogen al mirar
el suelo, al ver
reverdecer los árboles todos los años, al contemplar la capilla y al
escuchar todos los
domingos el Sagrado Texto. Se les ha asegurado que el ojo de la
divinidad está posado en
ellos, escrutador y hasta angustiado, que todo el teatro humano está
construido en torno a
ellos, para que ellos, los actores, puedan probar su eficacia en los
pequeños y grandes
papeles de la vida. ¿Qué dirían si supieran por mí que están viviendo
en una pequeña masa
de piedra que gira sin cesar en un espacio vacío alrededor de otro
astro? Una entre muchas,
casi insignificante. ¿Para qué entonces sería ya necesaria y buena esa
paciencia, esa
conformidad con su miseria? ¿Para qué servirían ya las Sagradas
Escrituras, que todo lo
explican y todo lo declaran como necesario: el sudor, la paciencia, el
hambre, la resignación,
si ahora se encontraran llenas de errores? No, veo sus miradas llenarse
de espanto, veo
cómo dejan caer sus cucharas en la losa del hogar, y veo cómo se
sienten traicionados y
defraudados. ¿Entonces no nos mira nadie?, se preguntan. ¿Debemos ahora
velar por
nosotros mismos, ignorantes, viejos y gastados como somos? ¡Nadie ha
pensado otro papel
para nosotros fuera de esta terrena y lastimosa vida! Papel que
representamos en un
minúsculo astro, que depende totalmente de otros y alrededor del cual
nada gira. En
nuestra miseria no hay, pues, ningún sentido. Hambre significa sólo no
haber comido y no
es una prueba a que nos somete el Señor; la fatiga significa sólo
agacharse y llevar cargas,
pero con ella no se ganan méritos. ¿Comprende usted que yo vea en el
decreto de la
Sagrada Congregación una piedad maternal y noble, una profunda bondad
espiritual?
GALILEI . — ¡Bondad espiritual!
Tal vez usted quiera decir que ahí no queda nada, que el
vino se lo han vendido todo, que sus labios están resecos, ¡que se
pongan entonces a besar
sotanas! ¿Y por qué no hay nada? ¿Porque el orden en este país es sólo
el orden de un arca
vacía? ¿Porque la llamada necesidad significa trabajar hasta reventar?
¡Y todo esto entre
viñedos rebosantes, al borde de los trigales! Sus campesinos de la
Campagna son los que
pagan las guerras que libra en España y Alemania el representante del
dulce Jesús. ¿Por qué
sitúa él la Tierra en el centro del Universo? Para que la silla de
Pedro pueda ser el centro de
la Humanidad. Eso es todo. ¡Usted tiene razón cuando me dice que no se
trata de planetas
sino de los campesinos de la Campagna! Y no me venga con la belleza de
fenómenos que el
tiempo ha adornado. ¿Sabe usted cómo produce sus perlas la ostra
margaritífera?
Encerrando con peligro de muerte un insoportable cuerpo extraño, un
grano de arena, por
ejemplo, rodeándolo con su mucosa. La ostra da casi su vida en el
proceso. ¡Al diablo con
la perla! Yo prefiero las ostras sanas. Las virtudes no tienen por qué
estar unidas a la
miseria, mi amigo. Si su gente viviera feliz y cómoda podrían desarrollar
las virtudes de
la felicidad y del bienestar. Ahora, en cambio, las virtudes de esos
exhaustos provienen de
exhaustas campiñas y yo no las acepto. Señor, mis nuevas bombas de agua
pueden hacer
más maravillas que todo ese ridículo trabajo sobrehumano. "Sed
fecundos y multiplicaos",
porque los campos son infecundos y las guerras os diezman. ¿Debo,
acaso, mentir a esa, su
gente?
EL PEQUEÑO MONJE (con gran
emoción). — ¡Los más sagrados motivos son los que nos
obligan a callarnos! ¡Es la tranquilidad espiritual de los desdichados!
GALILEI . — ¿Quiere usted ver un
reloj labrado por Cellini que esta mañana entregó aquí
el cochero del Cardenal Belarmino? Amigo mío, en recompensa de que yo,
por ejemplo,
deje a sus padres la tranquilidad espiritual, las autoridades me
ofrecen el vino de las uvas
que sus padres pisan en los lagares, con sudorosos rostros, creados a
imagen y semejanza
de Dios. Si yo aceptara callarme sería, sin duda alguna, por motivos
bien bajos: vida
holgada, sin persecuciones, etcétera.
EL PEQUEÑO MONJE . — Señor
Galilei, yo soy sacerdote.
GALILEI . — Pero también es
físico. Y, por consiguiente, ve que Venus tiene fases. Ven,
mira allá. (Señala algo a través de la ventana.) ¿Ves allí en la fuente
ésa, cerca del laurel, al
pequeño Príapo? ¡El dios de los jardines, de los pájaros y de los
ladrones, el obsceno y
grosero con dos mil años encima! Él mintió menos, pero no hablemos de
eso. Bien, yo
también soy un hijo de la Iglesia. ¿Conoce usted la octava sátira de
Horacio? Las estoy
leyendo de nuevo en estos días. Horacio equilibra un poco. (Toma un
pequeño libro.) Aquí
hace hablar a ese Príapo, una pequeña estatua que se encontraba en los
jardines esquilinos.
Así comienza:
"Fui un día inútil tronco de higuera,
un carpintero qué hacer de mí dudó,
si un banco o un Príapo de madera
cuando al fin por el Dios se decidió".
¿Cree usted que Horacio hubiera renunciado a poner un banco en la
poesía
reemplazándolo por una mesa? Señor, mi sentido de la belleza sufriría
si en mi imagen del
mundo hubiera una Venus sin fases. Nosotros no podemos inventar
maquinarias para
elevar el agua de los ríos si no nos dejan estudiar la maquinaria más
grande de todas, la que
está frente a nuestros ojos, ¡la maquinaria de los cuerpos celestes! La
suma de los ángulos
del triángulo no puede ser cambiada según las necesidades de la curia.
No puedo calcular la
trayectoria de los cuerpos estelares y al mismo tiempo justificar las
cabalgatas de las brujas
sobre sus escobas.
EL PEQUEÑO MONJE . — ¿Y usted
no cree que la verdad, si es tal, se impone también sin
nosotros?
GALILEI . — No, no y no. Se
impone tanta verdad en la medida en que nosotros la
impongamos. La victoria de la razón sólo puede ser la victoria de los
que razonan.
Vosotros pintáis a vuestros campesinos como el musgo que crece sobre
sus chozas. ¡Quién
puede suponer que la suma de los [49] ángulos del triángulo puede
contradecir las
necesidades de esos desgraciados! Eso sí, que si de una vez por todas
no despiertan y
aprenden a pensar, ni las mejores obras de regadío les van a servir de
algo. ¡Qué diablos!, yo
veo su divina paciencia, pero ¿qué se ha hecho de su divino furor?
EL PEQUEÑO MONJE .— ¡Están
cansados!
GALILEI (le arroja un paquete
con manuscritos). — ¿Eres, acaso, un físico, hijo mío? Aquí
están las razones por qué los mares se mueven en flujo y reflujo. ¡Pero
tú no debes leerlo,
entiendes! ¿Ah, no? ¿Lo lees ya? ¿Eres, acaso, un físico? (El pequeño
monje se ha enfrascado en
los papeles.) Una manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal:
éste ya se la está
engullendo. ¡Está ya maldito eternamente, pero igual se la engulle,
desgraciado, glotón! A
veces pienso: me hago encerrar en una mazmorra a diez brazas bajo
tierra a la que no llegue
más la luz, si en pago averiguo lo que es la luz. Y lo peor: lo que sé
tengo que divulgarlo.
Como un amante, como un borracho, como un traidor. Es realmente un
vicio que nos guía
a la desgracia. ¿Cuánto tiempo podré seguir gritando a las paredes? Esa
es la pregunta.
EL PEQUEÑO MONJE (muestra un
párrafo en los papeles). — Esta parte no la entiendo.
GALILEI . — Te la explico, te la
explico.
IX
EL ADVENIMIENTO DE UN NUEVO PAPA, QUE ES TAMBIÉN
CIENTÍFICO, ALIENTA A GALILEI
A PROSEGUIR CON SUS
INVESTIGACIONES SOBREL A
MATERIA PROHIBIDA, LUEGO DE OCHO
AÑOS DE SILENCIO. LAS MANCHAS SOLARES
(Casa
de Galilei en Florencia. Sus discípulos FEDERZONI, EL PEQUEÑO MONJE y ANDREA SARTI
—que
ha dejado de ser niño— están reunidos en una lección experimental. GALILEI , de
pie, lee un libro.
VIRGINIAL y la SARTI cosen ropa
para la boda.,)
ANDREA (lee en una pizarra). —
"Jueves a la tarde. Cuerpos flotantes." Otra vez hielo,
cubo con agua; balanza; aguja de hierro; Aristóteles. (Busca los
objetos. Los otros consultan libros.)
VIRGINIAL . — Coser ropa de
ajuar siempre se hace con ganas. Éste es para una mesa
larga. Ludovico gusta tener huéspedes. Pero debe estar bien hecho
porque su madre ve
hasta el último hilo. Ella no está de acuerdo con los libros de papá.
Tan poco como el
padre Cristóforo.
SEÑORA SARTI . — Desde hace años que no escribe libros.
VIRGINIAL . — Creo que él se dio
cuenta de su equivocación. En Roma, un alto clérigo
me explicó mucho de astronomía. Las distancias son muy grandes. (Entra
Filippo Mucius, un
erudito de mediana edad. Presenta un aspecto algo trastornado.)
Mucius. — ¿Puede decirle al señor Galilei que debe recibirme? Me
condena sin haberme
escuchado.
SEÑORA SARTÍ . — Es que él no quiere recibirlo.
Mucius. — Dios la premiará si le ruega... ¡Yo debo hablar con él!
VIRGINIAL (va hacia la
escalera). — ¡Padre!
GALILEI . — ¿Qué pasa?
VIRGINIAL . — El señor Mucius.
GALILEI (va a la escalera,
áspero, sus alumnos detrás). — ¿Qué desea usted?
Mucius. — Señor Galilei, le ruego me permita mostrarle los párrafos en
mi libro donde
parece haber una reprobación de la teoría de Copérnico sobre el
movimiento de la Tierra.
Yo he...
GALILEI . — ¿Qué quiere
mostrarme? Usted coincide exactamente con el Decreto de la
Congregación, está totalmente en su derecho. Si bien estudió
matemáticas aquí, eso no nos
da derecho a oír de usted que dos por dos son cuatro. Pero, en cambio,
tiene derecho a
decir que esta piedra (Saca una pequeña piedra del bolsillo y la tira
al vestíbulo.) acaba de volar
hacia arriba, al techo. ¡No me hable usted de dificultades! Yo no me
acobardé por la peste y
continué con mis apuntes. Y le digo: quien no sabe la verdad sólo es un
estúpido, pero
quien la sabe y la llama mentira, es un criminal. ¡Retírese de mi casa!
Mucius (apagado). — Tiene razón. (Sale. Galilei vuelve a su gabinete de
trabajo.)
FEDERZONI . — Por desgracia es
así. No es ningún genio y no valdría nada si no fuera
su alumno. Pero ahora, por supuesto, todos dicen: él oyó todo lo que
puede enseñar Galilei
y debe reconocer que es todo falso.
SEÑORA SARTI . — Me da lástima ese señor.
VIRGINIAL . — ¡Papá le apreciaba
tanto!
SEÑORA SARTI . — Yo quisiera hablar contigo sobre tu casamiento,
Virginia. Eres
todavía muy joven, no tienes madre y tu padre se lo pasa poniendo
trozos de hielo en el
agua. Pero, de todos modos, te aconsejaría que no le preguntaras nada a
él referente a tu
matrimonio porque se lo pasaría una semana entera, en la mesa y cuando
están esos
jóvenes, diciendo las cosas más horribles. No tiene ni siquiera medio
escudo de pudor.
Nunca lo tuvo. No quiero hablarte ahora de estas cosas sino simplemente
cómo será el
futuro. Yo tampoco sé mucho, soy una persona sin instrucción, pero en
un asunto así, tan
serio, no se va a ciegas. Por eso deberías ir a un verdadero astrónomo,
en la Universidad,
para que te lea el horóscopo y sepas bien a qué atenerte. ¿Por qué
ríes?
VIRGINIAL . — Porque ya estuve
allí.
SEÑORA SARTI (muy curiosa)—¿Y qué te dijo?
VIRGINIAL . — Tres meses tengo
que estar precavida porque el sol está en Capricornio,
pero luego recibiré un magnífico ascendiente y las nubes se disiparán.
Si no pierdo de
vista a Júpiter, podré realizar cualquier clase de viajes porque soy un
Escorpio.
SEÑORA SARTI . — ¿Y Ludovico?
VIRGINIAL . — Es un Leo.
(Después de una pequeña pausa.) Parece que es sensual. (Pausa.)
Esos pasos los conozco bien. Son del Rector, señor Gaffone. (Entra el
señor Gaffone, Rector de
la Universidad.)
GAFFONE . — Traigo solamente un libro que puede, tal vez, interesarle a
su padre. Pero
les ruego, por amor de Dios, no molestar al señor Galilei. Ustedes
perdonarán, pero
siempre tengo la impresión que cada minuto que se roba a ese gran
hombre, se roba a la
misma Italia. Les dejo el libro cuidadosamente en sus manos y me marcho
en puntas de pie.
(Se va. Virginia da el libro a Federzoni.)
GALILEI . — ¿De qué se trata?
FEDERZON . — No sé. (Deletrea.) "De maculis in sole".
ANDREA . — Sobre las manchas
solares. ¡Otro más! (Federzoni se lo alcanza, enfadado.)
ANDREA . — Oye la dedicatoria:
"A la más grande autoridad viviente de la física, Galileo
Galilei". (Galileo se ha puesto de nuevo a leer.) He leído el
tratado de Fabricio de Osteel sobre las
manchas. Cree que son enjambres de estrellas que desfilan entre la
Tierra y el Sol.
EL PEQUEÑO MONJE . — ¿No es
poco probable eso, señor Galilei? (Galilei no contesta.)
ANDREA . — En París y Praga
creen que son vapores del Sol.
FEDERZONI . — Hum.
ANDREA . — Federzoni lo duda.
FEDERZONI . — No me metas, por
favor. Yo he dicho: hum, eso es todo. Yo soy el
pulidor de lentes. Yo pulo lentes y vosotros miráis por ellas
observando el cielo, y lo que
veis no son manchas sino "maculis". ¿Cómo puedo yo dudar de
algo? ¡Cuántas veces os
voy a repetir que no puedo leer los libros porque están en latín!
(Gesticula con rabia con la
balanza. Un platillo cae al suelo. Galilei va hasta allí y lo levanta
en silencio.)
EL PEQUEÑO MONJE . — Ahí se
encuentra felicidad en la duda. Me pregunto por qué.
ANDREA . — Desde hace dos
semanas todos los días de sol subo hasta la buhardilla,
debajo del tejado. A través de los intersticios de las tejas se cuela
un delgado rayo y así se
puede tomar la imagen invertida del Sol sobre una hoja de papel. Tuve
oportunidad de ver
una mancha, grande como una mosca, borrosa como una nubecilla. Y la
mancha cambiaba
de lugar. ¿Por qué no investigamos las manchas, señor Galilei?
GALILEI . — Porque estamos
trabajando sobre los cuerpos que flotan.
ANDREA . — Mi madre tiene cestos
llenos de cartas. Toda Europa pregunta por su
opinión. Su prestigio ha crecido tanto que ya no puede callar más.
GALILEI . — Roma ha hecho crecer
mi prestigio porque he callado.
FEDERZONI . — Pero ahora usted
no se puede permitir más ese silencio.
GALILEI . — Tampoco puedo
permitir que se me tueste al fuego como un jamón.
ANDREA . — ¿Piensa usted,
entonces, que las manchas tienen algo que ver con aquel
asunto? (Galilei no responde.) Bien, conformémonos con los trozos de
hielo, eso no le puede
hacer daño.
GALILEI . — Exactamente. Nuestra
tesis, Andrea.
ANDREA . — En lo que corresponde
a la flotación diremos que no depende de la forma
de un cuerpo sino de que éste sea más liviano o más pesado que el agua.
GALILEI . — ¿Qué dice
Aristóteles?
EL PEQUEÑO MONJE . — "Una
lámina de hielo ancha y plana es capaz de flotar en el
agua mientras una aguja de hierro se sumerge".
GALILEI . — ¿Por qué para ese
Aristóteles el hielo no se hunde?
EL PEQUEÑO MONJE . — Porque es
ancho y plano, de modo que no es capaz de partir el
agua.
GALILEI . — Bien. (Toma un trozo
de hielo y lo pone en el cubo.) Ahora comprimo el hielo con
fuerza contra el fondo de la vasija, aleja la presión de mis manos y
¿qué sucede?
EL PEQUEÑO MONJE . — Sube de
nuevo a la superficie.
GALILEI . — Exacto. Al parecer
es capaz de partir el agua hacia arriba. Fulganzio.
EL PEQUEÑO MONJE . — Pero, ¿por
qué razón flota? El hielo es más pesado que el agua,
porque es agua solidificada.
GALILEI . — ¿Y qué te parece si
fuera agua diluida?
ANDREA . — Tiene que ser más
liviano que el agua, si no, no podría flotar.
GALILEI .—Ajá.
ANDREA . — Lo mismo que no puede
flotar una aguja de hierro. Todo lo que es más
liviano que el agua, flota. Y todo lo que es más pesado, se hunde. Que
era lo que se quería
demostrar.
GALILEI . — No, Andrea. Dame la
aguja de hierro. Dime: ¿el hierro es más pesado que
el agua?
ANDREA . — Sí. (Galilei pone la
aguja sobre una hoja de papel y la coloca sobre el agua. Pausa.)
GALILEI . — Andrea, tienes que
aprender a pensar con precaución. ¿Qué sucede?
FEDERZONI . — La aguja flota.
¡Oh, San Aristóteles! ¡A él sí que ellos nunca lo
examinaron! (Ríen.)
GALILEI . — El sabio
engreimiento es una de las principales causas de la pobreza en las
ciencias. Su fin no es abrir una puerta a la infinita sabiduría sino
poner un límite al infinito
error. Tomad nota.
VIRGINIAL . — ¿Qué pasa?
SEÑORA SARTI . — Cada vez que ellos ríen me llevo un pequeño susto. ¿De
qué reirán?,
me pregunto.
VIRGINIAL . — Papá dice: los
teólogos tienen sus toques de campana y los físicos tienen
sus risas.
SEÑORA SARTI . — Pero estoy contenta de que, por lo menos, ya no mira
tanto por ese
tubo. Eso era peor todavía.
VIRGINIAL . — Ahora sólo coloca
trocitos de hielo sobre el agua, de ahí no pueden salir
cosas malas.
SEÑORA SARTI . — No sé. (Entra Ludovico Marsili con ropa de viaje,
seguido por un sirviente que
carga algunas piezas de equipaje. Virginia corre a su encuentro y lo
abraza.)
VIRGINIAL . — ¿Por qué no me
escribiste que ibas a venir?
LUDOVICO . — Vine hasta las
cercanías a inspeccionar nuestros viñedos en Bucciole y
no pude dejar de acercarme hasta aquí.
GALILEI (como miope). — ¿Quién
es éste?
EL PEQUEÑO MONJE . — Ludovico.
¿Qué, no lo distingue?
GALILEI . — ¡Oh, sí, Ludovico!
(Va a su encuentro.) ¿Qué tal las caballos?
LUDOVICO . — Están bien, señor.
GALILEI . — Sarti, hay que
festejar esto. Trae una jarra del vino siciliano, del añejo. (La
Sarti se va con Andrea.)
LUDOVICO (a Virginia). — Te
encuentro pálida. La vida en el campo te hará bien. Mi
madre te espera en septiembre.
VIRGINIAL . — Aguarda, te
mostraré el vestido. (Sale corriendo.)
LUDOVICO . — He oído decir que
tiene usted más de mil estudiantes en sus cursos de la
Universidad, señor. ¿En qué trabaja actualmente?
GALILEI . — Lo de todos los
días. ¿Pasaste por Roma al venir?
LUDOVICO . — Sí. Antes de
olvidarme: mi madre le envía sus plácemes por su admirable
tacto en vista de la nueva orgía de los holandeses con las manchas
solares.
GALILEI (seco). — Muchas
gracias. (La Sarti y Andrea traen vino y vasos. Todos se agrupan en
torno a la mesa.)
LUDOVICO . — Roma tiene ya su
novedad para febrero. Cristóforo Clavius expresó su
temor de que todo el circo ese de las vueltas de la Tierra alrededor
del Sol podía comenzar
nuevamente por las manchas solares.
ANDREA . — No hay por qué
preocuparse.
GALILEI . — ¿Hay alguna otra
novedad de la Ciudad Santa que no sean esperanzas de
nuevos pecados por mi parte?
LUDOVICO . — Vosotros debéis
saber seguramente que el Santo Padre está moribundo.
EL PEQUEÑO MONJE . — ¡Oh!
GALILEI . — ¿De quién se habla
como sucesor?
LUDOVICO . — La mayoría, de
Barberini.
GALILEI . — Barberini.
ANDREA . — El señor Galilei
conoce a Barberini.
EL PEQUEÑO MONJE . — El
Cardenal Barberini es matemático.
FEDERZONI . — ¡Un hombre de
ciencia en la Santa Sede! (Pausa.)
GALILEI . — Parece que ahora
necesitan hombres que hayan leído un poco de
matemáticas, como Barberini. Las cosas se empiezan a mover. Federzoni,
todavía
viviremos una época en la que no se necesitará temer como delincuentes
cuando se
diga: dos por dos son cuatro. (A Ludovico.) Este vino me gusta,
Ludovico. ¿Qué te parece?
LUDOVICO . — Es bueno.
GALILEI . — Conozco el viñedo,
la pendiente es escarpada y rocosa, la uva es casi azul.
Yo adoro este vino.
LUDOVICO . — Sí, señor.
GALILEI . — Tiene sus pequeños
defectos, y es casi dulce pero nada más que casi.
Andrea, guarda todo eso: hielo, cubo y aguja. Yo estimo los consuelos
de la carne. No
tengo ninguna paciencia con las almas cobardes que luego hablan de
debilidades. Yo digo:
gozar es un mérito.
EL PEQUEÑO MONJE . — ¿Qué desea
hacer?
FEDERZONI . — Comenzaremos de
nuevo con ese circo de las vueltas de la Tierra
alrededor del Sol.
ANDREA (tararea). —
Las Escrituras refieren que no se mueve
y los doctores demuestran que ella está quieta,
la cola del mundo coger el Papa debe,
pero igual se mueve nuestro inmóvil planeta.
(Andrea, Federzoni y el pequeño monje se dirigen rápidamente a la mesa
de experimentos y guardan los objetos.) Tal vez podríamos descubrir que el Sol
también se mueve. ¿Cómo le caería eso, Marsili?
LUDOVICO . — ¿Por qué tanta
excitación?
SEÑORA SARTI . — ¡No creo que usted, señor Galilei, quiera comenzar de
nuevo con
esas cosas del diablo!
GALILEI . — Ahora sé por qué tu
madre te mandó a verme. ¡Barberini en el trono papal!
El saber será una pasión y la investigación, una voluptuosidad. Clavius
tiene razón, esas
manchas solares me interesan. ¿Te agrada mi vino, Ludovico?
LUDOVICO . — Ya le dije, señor.
GALILEI . — ¿Pero te gusta
realmente?
LUDOVICO (tieso). — Sí, me
gusta.
GALILEI . — ¿Serías capaz de
aceptar el vino o la hija de un hombre sin exigir que ese
hombre renuncie a su profesión? ¿Qué tiene que ver mi astronomía con mi
hija? Las fases
de Venus no le alteran sus asentaderas.
SEÑORA SARTI . — No sea tan ordinario. En seguida busco a Virginia.
LUDOVICO (la detiene). — Los
matrimonios en familias como la mía no se realizan sólo
por razones sexuales.
GALILEI . — ¿Es que no te han
permitido durante ocho años casarte con mi hija
mientras yo no absolviera mi tiempo de prueba?
LUDOVICO . — Mi mujer tendrá
también que hacer una buena figura en el banco de la
iglesia de nuestro pueblo.
GALILEI . — Ah, ¿tú quieres
decir que tus campesinos harán depender el pago de los
arrendamientos de la santidad de su ama?
LUDOVICO . — En cierto modo, sí.
GALILEI . — Andrea, Federzoni,
traed el espejo de latón y la pantalla. En ella haremos
caer la imagen del Sol, para cuidar nuestros ojos, es tu método,
Andrea. (Andrea se va.) [55]
LUDOVICO . — Usted una vez
afirmó en Roma que nunca más se mezclaría con ese
asunto de las vueltas de la Tierra alrededor del Sol, señor.
GALILEI . — Bah, en aquel tiempo
teníamos un Papa retrógrado.
SEÑORA SARTI . — Teníamos, dice y todavía el Santo Padre está en vida.
GALILEI . — Casi, casi.
Dibujaremos una red de meridianos y paralelos en la imagen del
Sol y procederemos metódicamente. Y luego podremos contestar algunas
cartas. ¿Qué te
parece, Andrea?
SEÑORA SARTI . — Ahora dice "casi, casi". Cincuenta veces
pesa el hombre sus trocitos
de hielo, pero cuando le conviene entonces sí que cree ciegamente. (La
pantalla es colocada.)
LUDOVICO . — Si su Santidad
llega a morir, señor Galilei, el próximo Papa —sea quien
fuere y así sea grande su estima por las ciencias— tendrá que tener en
cuenta el gran
amor que le profesan las mejores familias del país.
EL PEQUEÑO MONJE . — Dios creó
el mundo físico, Ludovico; Dios hizo la mente
humana; Dios permitirá también las ciencias físicas.
SEÑORA SARTI . — Galilei, ahora quiero decirte algo. Yo he visto caer
en pecado a mi
hijo por esos "experimentos" y "teorías" y
"observaciones" y no pude hacer nada contra
eso. Tú te has levantado ya contra la superioridad y ellos te han advertido
una vez. Los más
altos cardenales han intervenido en ti como si fueses un caballo
enfermo. Eso hizo efecto
por un tiempo, pero hace dos meses, pocos días después de la Inmaculada
Concepción, te
volví a sorprender cuando volviste a comenzar secretamente con esas
"observaciones". ¡En
la buhardilla! Yo no hablé mucho pero en seguida me di cuenta. Corrí a
prenderle una vela
a San José. ¡Es superior a mis fuerzas! Cuando estoy sola contigo, das
muestras de sensatez
y me dices que tú sabes que tienes que comportarte con cordura porque
es peligroso, pero
dos días más tarde: ¡experimentos! Y de nuevo estamos en las mismas. Si
yo pierdo mi
salvación eterna por ser fiel a un hereje, vaya y pase, ¡pero tú no
tienes derecho de pisotear
la felicidad de tu hija con tus enormes pies!
GALILEI (gruñón). — ¡Venga ese
telescopio!
LUDOVICO . — Giuseppe, lleva el
equipaje de vuelta al coche. (El sirviente sale.)
SEÑORA SARTI . — Esto no lo soportará. ¡Dígaselo usted mismo! (Sale
corriendo, la jarra
todavía en la mano.)
LUDOVICO . — Señor Galilei, mi
madre y yo vivimos nueve meses del año en nuestras
posesiones en la Campagna y podemos asegurarle que nuestros campesinos
no se inquietan
por sus tratados sobre los satélites de Júpiter. El trabajo de la
labranza es demasiado
pesado. Pero si llegaran a saber que algunos frívolos ataques a la
sagrada doctrina de la
Iglesia quedan de ahora en adelante sin ser castigados, eso sí que los
perturbaría. No olvide
usted que esos dignos de lástima, en su embrutecimiento, podrían llegar
a revol[56]verlo
todo. Son realmente animales, usted no puede imaginarlo. En cuanto oyen
el rumor de que
en un manzano cuelga una pera ya abandonan todos el trabajo para ir a
parlotear.
GALILEI (interesado). — ¿Sí?
LUDOVICO . — Bestias. Cuando se
acercan a la finca a protestar por cualquier pequeñez,
mi madre se ve en la obligación de hacer azotar a un perro delante de
sus ojos, porque sólo
eso les hace recordar lo que debe ser disciplina, orden y cortesía.
Usted, señor Galilei, ve de
cuando en cuando los florecientes maizales; usted come distraído
nuestros quesos y
nuestras aceitunas, sin tener la menor idea cuánto esfuerzo cuesta
producir eso, ¡cuánta
vigilancia!
GALILEI . — Joven amigo, yo no
como distraído mis aceitunas. (Grosero) me estás
haciendo perder el tiempo. (Grita hacia arriba) ¿Está lista esa
pantalla?
ANDREA . — Sí, ¿viene pues?
GALILEI . — ¿Vosotros no azotáis
sólo a los perros para mantener la disciplina, verdad,
Marsili?
LUDOVICO . — Señor Galilei,
usted tiene una mente maravillosa. Lástima.
EL PEQUEÑO MONJE (sorprendido).
— ¡Lo está amenazando!
GALILEI . — Sí, yo podría
alborotar a sus campesinos al inducirlos a pensar. Y a su
servidumbre, y a los capataces.
FEDERZONI . — ¿Cómo? Si ninguno
de ellos lee el latín.
GALILEI . — Podría escribir en
florentino para muchos, y no en latín para pocos.
Necesitamos gente que trabaje con las manos para los nuevos
pensamientos. ¿Quién si no
desea saber las causas de todas las cosas? Los que sólo ven el pan
sobre la mesa, esos no
quieren saber cómo fue amasado. La chusma agradece antes a Dios que al
panadero. Pero
los que hacen el pan comprenderán que nada se mueve sin alguna causa
que origine ese
movimiento. Tu hermana, Fulganzio, en el lagar de aceite, no se
sorprenderá sino que se
reirá cuando oiga que el Sol no es un escudo dorado de la nobleza sino
una palanca: la
Tierra se mueve porque el Sol la mueve.
LUDOVICO . — Por lo que veo,
usted ha tomado su decisión. Así será siempre el esclavo
de su pasión. Dispénseme usted ante Virginia. Creo que es mejor que ya
no la vea.
GALILEI . — La dote queda
siempre a su disposición.
LUDOVICO . — Buenas tardes. (Se
va.)
ANDREA . — ¡Con saludos nuestros
para todos los Marsili!
FEDERZONI . — ¡Esos que ordenan
a la Tierra quedarse quieta para que no se les vengan
abajo los castillos!
ANDREA . — ¡Para los Cenzi y los
Villani!
FEDERZONI . — ¡Y los Cervilli!
ANDREA . — ¡Y los Lecchi!
FEDERZONI . — ¡Y los Pirleoni!
ANDREA . — ¡Que sólo quieren
besar los pies al Papa cuando pisotea al pueblo!
EL PEQUEÑO MONJE (también junto
a los aparatos). — El nuevo Papa será un hombre
ilustrado.
GALILEI . — Empecemos con la
observación de estas manchas en el Sol que nos
interesan, pero a riesgo propio, sin contar muchos con la protección de
un nuevo Papa.
ANDREA (interrumpiendo). — Pero
con toda la seguridad de demostrar la falsedad de las
sombras estelares del señor Fabricio y de los vapores solares de Praga
y París y de
demostrar la rotación del Sol...
GALILEI . — Y con alguna
seguridad de demostrar la rotación del Sol. Mi intención no
es demostrar que yo he tenido razón hasta ahora sino buscar si estoy
verdaderamente en lo
cierto. Y os digo: despojaos de todas vuestras esperanzas los que ahora
comenzáis con las
observaciones. Tal vez sean vapores, tal vez sean manchas, pero antes
de que nosotros las
aceptemos como manchas —lo cual sería muy oportuno— las consideraremos
colas de
peces. Sí, antes de comenzar volveremos a poner todo en duda. Y no
andaremos con botas
de siete leguas sino milímetro por milímetro. Y lo que hoy
encontraremos, mañana lo
borraremos de la pizarra y cuando volvamos a encontrar lo mismo
entonces sí que lo
anotaremos. Si encontramos algo que corresponde a lo que deseábamos
hallar, lo
miraremos con especial desconfianza. Nos pondremos a observar el Sol
con el decidido
propósito de demostrar la inmovilidad de la Tierra. Y cuando fracasemos
en esa empresa,
cuando seamos derrotados por completo y sin esperanza, y estemos
lamiendo nuestras
heridas en el más lamentable de los estados, entonces sí que comenzaremos
a preguntarnos
si en verdad no habíamos tenido razón antes, es decir, que la Tierra se
mueve. (Con un
guiño.) Pero si cualquier otra hipótesis como esa se deshace entre
nuestras manos, entonces
sí que no tendremos compasión con aquellos que nada han investigado
pero que hablan.
¡Quita el paño del anteojo y enfoca el Sol! (Él coloca el espejo de
latón.)
EL PEQUEÑO MONJE . — Yo sabía
que usted había ya comenzado con el trabajo. Me di
cuenta cuando no reconoció al señor Marsili. (Comienzan a trabajar en
silencio. Cuando la
resplandeciente imagen del Sol aparece en la pantalla, llega Virginia
corriendo vestida de novia.)
VIRGINIAL — ¿Lo has echado,
padre? (Se desmaya. Andrea y el pequeño monje se apresuran a
auxiliarla.)
GALILEI . — Yo tengo que saberlo.
X
EN EL DECENIO SIGUIENTE, LAS TEORÍAS DE GALILEI SE
DIFUNDEN
EN EL PUEBLO. PANFLETISTAS Y CANTORES DE BALADAS RECOGEN
LAS NUEVAS IDEAS POR TODOS LADOS. EN EL CARNAVAL DE 1632,
MUCHAS CIUDADES ELIGEN A LA ASTRONOMÍA COMO MOTIVO PARA
LAS COMPARSAS DE SUS GREMIOS
(Una
pareja de comediantes semihambrientos, con una chiquilla de cinco años y un
niño de pecho, llegan a una plaza donde un gentío, en parte disfrazado, espera
el desfile de carnaval. Los dos arrastran atados de ropa, un tambor y otros utensilios.)
EL CANTOR DE BALADAS (con
redobles de tambor). — ¡Honorables vecinos, damas y
caballeros! Antes de que comiencen a desfilar las comparsas de los
gremios en esta noche
de carnaval, ejecutaremos la última canción florentina que todo el
norte de Italia canta y
que nosotros hemos importado hasta aquí a pesar de los enormes costos!
Se titula "La
horrible teoría y dictamen del señor físico real don Galileo
Galilei" o "Una prueba de lo que
vendrá". (Canta:)
El Todopoderoso con don creador
dar vueltas a la tierra al sol ordenó
y una lámpara grande a su vientre colgó
para que girara como un buen servidor.
Porque era su deseo más ferviente
que en torno al señor rodara el sirviente.
Y así comenzaron los menesterosos tras los poderosos,
los traseros tras los delanteros,
así en la tierra como en el cielo.
Y en torno al Papa los cardenales.
Y en torno al Cardenal los arzobispos.
Y en torno al Obispo los tribunales.
Y en torno al Tribunal los secretarios.
Y en torno al secretario los artesanos,
y en torno al artesano los servidores.
Y en torno al servidor los ganapanes, las gallinas, los pobretes y los
canes.
Éste es, distinguido público, el orden consumado, ordo ordinum, como
dicen los
señores teólogos: regula aeternis, la regla de las reglas. ¿Pero qué
sucedió, apreciado
público? (Canta:)
Y ahí viene el doctor Galilei
(tira la Biblia, sacude su anteojo,
y lo dirige al gran universo)
ordena al astro rey detenerse
porque toda la inmóvil creatio dei
debe dar vueltas, girar y moverse,
correrá entonces la rica señora
y el aya actuará de espectadora.
¿Qué decís de esto? es tremendo, pero no hay broma. La servidumbre cada
día está más
insolente, pero una cosa es cierta, hablemos en nuestro idioma: ¿quién
no sueña con ser su
propio señor para siempre?
El criado, holgazán; la criada, fresca.
El perro del matarife engordará.
El monaguillo marchará a la pesca.
El aprendiz en la cama quedará.
¡No, no, no! Con la Biblia, señores, no hagáis bromas, ¡al cogote del
gañán la cuerda bien
resistente! Pero una cosa es cierta, hablemos en nuestro idioma: ¿quién
no sueña con ser su
propio señor para siempre? Mis buenos vecinos: mirad un poco en ese
futuro que anuncia
el doctor Galileo Galilei:
Dos amas de casa en el mercado
no se explicaban lo que veían:
la pescadera cogió un pescado
y sola, con pan se lo comía.
El albañil, los hoyos ya cavados,
busca la piedra y mampostería
del señor y ya todo terminado
se mete adentro con sabiduría.
¡Oh! ¿Es posible esto? No, no, no, aquí no hay broma, ¡al cogote del
gañán la cuerda bien
resistente! Pero una cosa es cierta, hablemos en nuestro idioma: ¿quién
no sueña con ser su
propio señor para siempre?
El campesino pega en el trasero
a su señor sin consideración.
Y ahora, la leche que daba al clero
sus niños beberán con fruición.
¡No, no, no! Con la Biblia, señores, no hagáis bromas, ¡al cogote del
gañán la cuerda bien
resistente! Pero una cosa es cierta, hablemos en nuestro idioma: ¿quién
no sueña con ser su
propio señor para siempre?
L A MUJER . —
En el pecado caí
y a mi marido dejé
por ver si un astro fijo
encontraba por ahí.
EL CANTOR DE BALADAS .—
¡No, no, no, Galilei, no, no! Termina la broma, Atended:
el perro sin bozal muerde a la gente.
Pero una cosa es cierta y bien lo sabe Roma:
¿quién no sueña con ser su propio señor hoy y siempre?
AMBOS . —
Los que en la tierra sufrís, ¡ay!
Reuníos todos juntos
y aprended de Galilei
a poner la raya y punto
a lo que ya es suficiente
¿quién no sueña con ser su propio señor para siempre?
EL CANTOR DE BALADAS . —
Vecinos, mirad el fenomenal descubrimiento de Galileo
Galilei. ¡La tierra gira alrededor del sol! (Bate fuertemente el
tambor. La mujer y la chiquilla se
adelantan. La mujer sostiene un tosco dibujo del sol. La chiquilla con
una calabaza en la cabeza —imagen de la tierra— da vueltas alrededor de la
mujer. El cantor indica con grandes gestos a la chiquilla, como si ésta fuera a
realizar un peligroso salto mortal, ya que camina hacia atrás, al compás de los
redobles del tambor. Luego, se oyen desde atrás otros tambores.)
UNA VOZ PROFUNDA . — ¡Las comparsas! (Entran dos hombres con harapos,
tirando un
pequeño carro. Sobre el mismo está sentado, en un ridículo trono, una
figura con una corona de cartón y vestida de arpillera que espía por un
telescopio. Sobre el trono, un letrero: "Buscad el disgusto". Más
atrás vienen cuatro hombres enmascarados que llevan un gran lienzo, donde paran
y arrojan un muñeco que representa un cardenal. Un enano se ha colocado a un
lado con un letrero: "La nueva era". De la multitud sale un
pordiosero que levanta en alto sus muletas y se pone a bailar pataleando en el
suelo hasta que cae con gran ruido. Luego, entra un enorme muñeco que hace
reverencias al público: Galileo Galilei. Delante de él un niño con una enorme
Biblia abierta, con las páginas tachadas.)
EL CANTOR DE BALADAS . — ¡Galileo,
el triturador de la Biblia!
XI
1633: EL FAMOSO INVESTIGADOR RECIBE ORDEN DE LA INQUISICIÓN
DE TRASLADARSE A ROMA
(Antesala
y escalera en el palacio de los Médici en Florencia. Galilei y su hija aguardan
ser recibidos por el Gran Duque.)
VIRGINIAL . — Es larga la
espera.
GALILEI . — Sí.
VIRGINIAL . — Ahí está de nuevo
esa persona que nos siguió hasta aquí. (Señala a un
individuo que pasa de largo sin mirarla.)
GALILEI (cuyos ojos han
sufrido). — No lo conozco.
VIRGINIAL . — Pero yo sí, lo he
visto muchas veces en les últimos días. Siento miedo.
GALILEI . — ¡Pamplinas! Estamos
en Florencia y no entre bandidos corsos.
VIRGINIAL . — Ahí viene el
Rector.
GALILEI . — A ese le temo. El
estúpido me enredará de nuevo en una conversación sin
fin. (El señor Gaffone, Rector de la Universidad, viene bajando la
escalera. De pronto se asusta al ver a Galilei y pasa tieso delante de ellos la
cabeza contraída espasmódicamente hacia otro lado. Saluda con un movimiento de cabeza
apenas perceptible.)
GALILEI . — ¿Qué le pasa a éste?
Mis ojos están hoy de nuevo mal. Pero, ¿saludó por lo
menos?
VIRGINIAL . — Apenas. ¿Qué has
escrito en tu libro? ¿Es posible que lo consideren
hereje?
GALILEI . — Tú estás muy metida
con la Iglesia. El madrugar y el correr a la misa te
estropea la tez. Rezas por mí, ¿verdad?
VIRGINIAL . — Ahí está el señor
Vanni, el fundidor, para quien tú proyectaste aquella
planta de fundición. (Por la escalera ha bajado un hombre.)
VANNI . — ¿Le gustaron las codornices que le envié, señor Galilei?
Arriba estaban
hablando de usted. Se lo hace responsable por los panfletos contra la
Biblia que hace unos
días se vendían por todas partes.
GALILEI . — Las codornices eran
excelentes. De nuevo, muchas gracias. De los
panfletos no sé nada. La Biblia y Homero son mis lecturas predilectas.
VANNI . — Y aunque no lo fueran, quisiera aprovechar la oportunidad
para asegurarle
que nosotros, los de la manufactura, estamos con usted, Yo en verdad no
sé mucho de los
movimientos de las estrellas, pero para mí usted es el hombre que lucha
por la libertad de
enseñar nuevas cosas. Tomemos por ejemplo ese cultivador mecánico de
Alemania que
usted me describió. En el último año aparecieron sólo en Londres cinco
tomos sobre
agricultura. Aquí bien estaríamos agradecidos por un libro sobre los
canales holandeses.
Los mismos círculos que le ocasionan dificultades a usted son los que
no permiten a los
médicos de Boloña abrir cadáveres para la investigación.
GALILEI . — Su idea conduce,
Vanni.
VANNI . — Eso espero. ¿Sabe usted que Amsterdam y Londres tienen
mercados
monetarios? Y escuelas profesionales también. Regularmente se editan
diarios con noticias.
¡Aquí ni tenemos la libertad de hacer dinero! ¡Se está en contra de las
fundiciones de hierro
porque se cree que con muchos trabajadores en un lugar se fomenta la
inmoralidad. Yo me
juego por hombres como usted. Señor Galilei, si alguna vez llegaran a
hacer algo contra su
persona, recuerde que aquí tiene amigos en todos los ramos del
comercio. Con usted
estarán todas las ciudades del norte italiano, señor.
GALILEI . — Por lo que yo sé
nadie tiene la intención de hacerme daño alguno.
VANNI . — ¿No?
GALILEI . — No.
VANNI . — Según mi opinión en Venecia estaría usted más seguro. Menos
sotanas.
Desde allí sí que podría comenzar la lucha. Yo tengo una calesa de
viaje y caballos, señor.
GALILEI . — No puedo verme como
fugitivo, aprecio mi comodidad.
VANNI . — Seguro, pero después de lo que acabo de oír allá arriba hay
que darse prisa.
Tengo la impresión de que su presencia en Florencia no les es muy
grata.
GALILEI . — Sandeces. El Gran
Duque es mi alumno y aparte de eso el
Papa mismo
respondería con un furioso no a cualquier intento de ponerme una soga
al cuello.
VANNI . — Me parece que usted no sabe diferenciar bien sus amigos de
sus enemigos,
señor Galilei.
GALILEI . — Yo sé distinguir
potencia de impotencia. (Se aleja bruscamente.)
GALILEI (volviendo a Virginia).
— Cada prójimo que tiene algo de qué quejarse me elige
como su representante, especialmente en lugares que no me son nada
útiles. He escrito un
libro sobre la mecánica del universo, eso es todo. Lo que de allí
resulte, no me interesa nada.
VIRGINIAL (en voz alta). — ¡Si
la gente supiera con qué palabras juzgaste lo que pasó por
todas parte en el último carnaval!
GALILEI . — Sí. Da miel a un oso
y perderás el brazo, cuando la bestia tiene hambre.
VIRGINIAL (por lo bajo). — ¿Pero
te ha citado para hoy el Gran Duque?
GALILEI . — No. Pero me hice
anunciar. Él quiere tener el libro, para eso me ha pagado.
Pesca algún funcionario y quéjate de que no nos atienden.
VIRGINIAL (seguida por el
individuo se dirige a hablar con un funcionario). — Señor Mincio, ¿está
enterada Su Alteza de que mi padre le desea hablar?
EL FUNCIONARIO . — ¡Qué sé yo!
VIRGINIAL . — Eso no es una
respuesta.
EL FUNCIONARIO . — ¿No?
VIRGINIAL . — Usted tiene el
deber de ser cortés. (El funcionario le da casi la espalda y bosteza,
mientras mira al individuo.)
VIRGINIAL (de vuelta). — Él dice
que el Gran Duque está todavía ocupado.
GALILEI . — Oí algo de
"cortés". ¿Qué pasaba?
VIRGINIAL . — Le agradecí por su
cortés información. Eso fue todo. ¿No puedes dejar el
libro aquí? Pierdes mucho tiempo...
GALILEI . — Comienzo a
preguntarme de qué vale todo este tiempo. Es posible que
acepte una invitación de Sagredo para ir a Padua por un par de semanas.
Mi salud no es de
las mejores.
VIRGINIAL . — Tú no podrías
vivir sin tus libros.
GALILEI . — Algo del vino
siciliano se podría llevar en el coche, en un cajón, o en dos...
VIRGINIAL . — Siempre dijiste
que ese vino no aguanta el viaje. Por otra parte la corte te
debe todavía tres meses de sueldo, que no te lo van a mandar a Padua.
GALILEI . — Eso es cierto. (El
Cardenal Inquisidor baja la escalera. Al pasar hace una profunda
reverencia frente a Galilei.)
VIRGINIAL . — ¿Por qué está el
Cardenal Inquisidor en Florencia, papá?
GALILEI . — No sé. Se comportó
con respeto. Yo supe lo que hacía cuando regresé a
Florencia y callé durante ocho años. Me han ponderado tanto que ahora me tienen
que
aceptar tal como soy.
EL FUNCIONARIO (en voz alta). —
¡Su Alteza, el Gran Duque! (Cosme de Médici baja por la
escalera. Galilei sale a su encuentro. Cosme se detiene un tanto
desconcertado.)
GALILEI . — Quisiera presentar a
Vuestra Alteza mis diálogos sobre los dos más grandes
sistemas universales.
COSME . — ¿Ah sí? ¿Cómo están sus ojos?
GALILEI . — No de lo mejor,
Vuestra Alteza. Si Vuestra Alteza me permite, yo escribí
este libro...
COSME . — El estado de sus ojos me intranquiliza, realmente. Me
intranquiliza. Eso
demuestra que usted tal vez emplea su magnífico anteojo con demasiado
celo, ¿verdad?
(Continúa su camino sin tomar el libro.)
VIRGINIAL . — Padre, siento
temor.
GALILEI . — ¿No tomó el libro,
eh? (Apagado pero firme.) No demuestres debilidad. De
aquí no iremos a casa sino a Volpi, el cristalero. He quedado con él
que en patio de la
taberna debe estar siempre listo un carro con toneles vacíos que me
pueda sacar de la
ciudad.
VIRGINIAL . — Tú sabías...
GALILEI . — No mires al individuo
que nos sigue. (Quieren salir.)
U N ALTO FUNCIONARIO (baja la escalera). — Señor Galilei, tengo la
misión de llevar a su
conocimiento que la corte florentina no está más en condiciones de
oponerse al deseo de la
Santa Inquisión de interrogarlo, en Roma. El coche de la Santa
Inquisición lo espera, señor
Galilei.
XII
EL PAPA
(Un
aposento en el Vaticano. El Papa Urbano VIII, ex Cardenal Barberini, recibe al
Cardenal
Inquisidor,
siendo vestido durante la audiencia. Desde afuera, se oye el paso furtivo de
muchos pies.)
EL PAPA (en voz alta). — ¡No,
he dicho que no!
EL INQUISIDOR . — ¿Entonces
Vuestra Santidad quiere comunicar a los doctores de
todas la facultades, a los representantes de todas las Santas órdenes y
del clero, aquí
reunidos, que las Escrituras no pueden valer más por verdaderas? A
ellos, que con su
infantil creencia en el Verbo Divino han venido a escuchar de Vuestra
Santidad la
confirmación de su fe?
EL PAPA . — ¡No ordenaré hacer
trizas las tablas de cálculos! ¡No!
EL INQUISIDOR . — Esa gente
dice que se trata de tablas de cálculos y no del espíritu de
la rebelión y de la duda. Pero no son las tablas de cálculos. En el
mundo ha sobrevenido
una aterradora inquietud. Es la inquietud de sus propias mentes que
trasmiten a la inmóvil
tierra. Ellos gritan: ¡los números nos obligan! Pero, ¿de dónde vienen
sus números?
Todos saben que vienen de la incredulidad. Esos hombres dudan de todo.
¿Debemos acaso
fundar la sociedad humana en la duda y no más en la fe? "Tú eres
mi señor pero yo dudo si
eso está bien". "Esa es tú casa y tu mujer, pero yo dudo
acaso no pueden ser los míos". Por
otra parte, el amor que profesa Vuestra Santidad por las artes, al que
debemos tantas
hermosas colecciones, es pagado con comentarios injuriosos como son los
que se leen en
los frentes de las casas de Roma. "Lo que los bárbaros dejaron a
Roma, se lo roban los
Barberini". ¿Y en el extranjero? Dios decidió someter a severas
pruebas a nuestra Sede. La
política de Vuestra Santidad en España no es comprendida por los
hombres de poco
entedimiento, así como es lamentado vuestro conflicto con el Emperador.
Desde hace tres
lustros Alemania es una carnicería. La gente se acuchilla con citas de
la Biblia en los labios.
Y ahora, que después de la peste, de la guerra y de la reforma sólo
quedan algunos puñados
de la cristiandad, cunde por Europa el rumor que usted ha concertado
con la Suecia
luterana una alianza secreta para debilitar al católico Emperador. Y en
ese momento, esos
gusanos de matemáticos enfilan esos tubos al cielo y comunican al mundo
que usted está
equivocado, aquí, en el único lugar que todavía nadie le disputa. Uno
se podría preguntar:
¿por qué tanto interés repentino en una ciencia tan apartada como es la
astronomía? ¿No es
indiferente acaso cómo giran esas esferas? Pero en toda Italia no hay
ninguno, hasta el
último palafrenero, que no hable —por el mal ejemplo dado por ese
florentino— de las
fases de Venus, y al mismo tiempo no deje de pensar en tantas de esas
cosas que se les
señalan como indiscutibles en escuelas y otros lugares y que tan
incómodas son. ¿Qué
pasaría si todos esos débiles a la carne e inclinados a cualquier
exceso creyesen sólo en la
propia razón que ese loco define como la única instancia? Ellos
quisieran, ya que
comenzaron a dudar si el sol se detuvo en Gabaón, ejercitar sus dudas
con la colecta.
Desde que navegan —no tengo nada en contra de ello— ponen su confianza
en una esfera
de latón que llaman el compás, y no más en Dios. Ese Galilei ya de
jovenzuelo escribió
sobre las máquinas. ¿Con máquinas quieren hacer milagros? ¿Qué clase de
milagros? De
todos modos ya no necesitan más a Dios, pero, ¿qué clase de milagros
serán esos? Por
ejemplo no deberá existir más un arriba y un abajo. Ellos no lo
necesitan más. Aristóteles es
para ellos un perro muerto, pero de él citan esta frase: "Si la
lanzadera tejiera por sí sola y la
púa tocara la cítara por sí misma, los señores no necesitarían ya
siervos ni maestros
artesanos, operarios". Y ellos piensan haber llegado ya a eso. El
miserable sabe bien lo que
hace cuando publica sus trabajos de astronomía en el idioma de las
pescaderas y de los
comerciantes de lana y no en latín.
EL PAPA . — Eso indica un gusto
muy malo, ya se lo diré.
EL INQUISIDOR . — Él provoca a
unos y corrompe a los otros. Las ciudades marítimas
del norte italiano exigen cada vez con más insistencia para sus buques
los planisferios
celestes del señor Galilei. Y tendremos que permitírselos, son
intereses materiales.
EL PAPA . — Pero esos
planisferios se basan en sus opiniones heréticas. Se trata
precisamente de los movimientos de esas estrellas, que no tendrían
lugar si se rechaza la
teoría. No se puede condenar a la teoría y utilizar los planisferios al
mismo tiempo.
EL INQUISIDOR . — ¿Por qué no?
No podemos hacer otra cosa.
EL PAPA . — Ese ruido de pasos
me pone nervioso. Disculpe si siempre los oigo.
EL INQUISIDOR . — Tal vez le
dirán más de lo que yo puedo, Vuestra Santidad. ¿Deben
marcharse todos ellos con la duda en el corazón?
EL PAPA . — Al fin y al cabo el
hombre es el físico más grande de esta época, la luz de
Italia, y no un iluso cualquiera. Y tiene amigos: ahí está Versalles,
ahí está la corte de Viena.
Todavía son capaces de titular a la Santa Iglesia de sumidero de
prejuicios podridos. ¡No le
vayáis a tocar un pelo!
EL INQUISIDOR . — Prácticamente no se necesitará
hacer mucho con él. Es un hombre
de la carne. En seguida se doblará.
EL PAPA . — Galilei conoce más
placeres que cualquier otro. Piensa de puro
sensualismo. No podría negarse ni a un nuevo pensamiento ni a un viejo
vino. Yo no
quiero la condenación de principios de la física, ni gritos de batalla
como: "¡Aquí la Iglesia!"
y "¡Aquí la razón!" He autorizado su libro siempre que
expresara la opinión que la última
palabra no la tiene la ciencia sino la fe. Y él ha cumplido.
EL INQUISIDOR . — Sí, ¿pero de
qué manera? En su libro disputan un imbécil, que por
supuesto representa los puntos de vista aristotélicos y un hombre
inteligente que,
naturalmente, representa las ideas del señor Galilei. Y la observación
final, ¿quién la
expresa?
EL PAPA . — ¿Qué, otra cosa
más? ¿Quién dice la nuestra?
EL INQUISIDOR . — El
inteligente no.
EL PAPA . — ¡Es una
desfachatez! Ese pataleo en los corredores es insoportable. ¿Ha
venido acaso el mundo entero?
EL INQUISIDOR . — No todo, pero
su mejor parte. (Pausa. El Papa está ahora con todos los
ornamentos pontificios.)
EL PAPA . — Lo máximo es
mostrarle los instrumentos.
EL INQUISIDOR . — Eso bastará,
Vuestra Santidad. El señor Galilei entiende de
Instrumentos
XIII
22 DE JUNIO DE 1633: GALILEO GALILEI
REVOCA
ANTE LA INQUISICIÓN SU TEORÍA
DEL MOVIMIENTO
DE LA TIERRA.
En
el palacio de la Legación florentina en Roma, los discípulos de Galilei esperan
noticias. El pequeño monje y Federzoni juegan con amplios movimientos, al nuevo
ajedrez. En un rincón, Virginia, de rodillas, reza la salutación angélica.
EL PEQUEÑO MONJE . — El Papa no
lo ha recibido. Todo ha terminado.
FEDERZONI . — Su última
esperanza. Era verdad lo que le dijo hace años, en Roma, el
entonces cardenal Barberini: nosotros te necesitamos. Ahora ahí lo
tienen.
ANDREA . — Lo matarán.
FEDERZONI (lo mira de reojo). —
¿Crees tú?
ANDREA . — No se retractará
jamás. (Pausa.)
EL PEQUEÑO MONJE . — Uno se
empeña siempre en pensamientos totalmente
secundarios cuando de noche no se puede tomar el sueño. Anoche, por
ejemplo, pensé
continuamente: él nunca hubiera tenido que marcharse de la República de
Venecia.
ANDREA . — Ahí no podía escribir
su libro.
FEDERZONI . — Y en Florencia no
podía publicarlo. (Pausa.)
EL PEQUEÑO MONJE . — Yo pensé
también si le habrán dejado su piedrecilla, esa que
siempre lleva consigo en el bolsillo. La piedra de sus pruebas.
FEDERZONI . — Ahí, donde lo
llevan se va sin bolsillos.
ANDREA (gritando). — No se
atreverán. Y aunque lo hagan, él no se retractará. "Quién
no sabe la verdad sólo es un estúpido, pero quien la sabe y la llama
mentira, es un criminal".
FEDERZONI . — Si él lo llega a
hacer, no quisiera seguir viviendo... pero ellos hacen uso
de la violencia.
ANDREA . — Con la violencia no
se logra todo.
FEDERZONI . — Tal vez no.
EL PEQUEÑO MONJE . — Ayer fue
sometido al gran interrogatorio. Y hoy es la sesión.
(En vista de que Andrea escucha, continúa en voz alta.) Cuando aquella
vez lo visité, dos días
después del decreto, estuvimos sentados allí enfrente y él me señaló el
pequeño Príapo
cerca del reloj de sol, en el jardín. Desde aquí lo podéis ver. Él
comparó su obra con una
poesía de Horacio en la que tampoco se puede cambiar nada. Habló sobre
un sentido de la
belleza que lo obliga a buscar la verdad. Y aludió al lema: hieme et
aestate, et prope et procul,
usque dum vivam et ultra, y se refería a la verdad.
ANDREA (al pequeño monje). — ¿Le
contaste cuando él estaba en el Colegio Romano
mientras los otros examinaban su anteojo? Cuéntale. (El pequeño monje
hace un signo
negativo con la cabeza.) Se comportó igual que siempre. Tenía las manos
sobre las nalgas,
sacaba la barriga para afuera y decía: yo les ruego ser razonables,
señores míos. (Imita, riendo,
a Galilei. Pausa. Aludiendo a Virginia.) Implora para que él se
retracte.
FEDERZONI . — Déjala. Está
completamente perturbada desde que ellos le hablaron.
Han hecho venir a su padre confesor desde Florencia. (Entra el
individuo del palacio del Gran
Duque de Florencia.)
EL INDIVIDUO . — El señor
Galilei estará pronto aquí. Necesitará una cama.
FEDERZONI . — Lo han soltado.
EL I NDIVIDUO . — Se espera que
el señor Galilei se retractará a las cinco, en una sesión
de la Inquisición. Se escuchará la gran campana de San Marco y se leerá
públicamente el
texto de la retractación.
ANDREA . — No lo creo.
EL INDIVIDUO . — Debido a la
aglomeración de gente en las calles, el señor Galilei será
traído a través del portón del jardín trasero del palacio. (Se va.)
ANDREA (de improviso en voz
alta). — ¡La Luna es una tierra y no tiene luz propia, y
tampoco Venus tiene luz propia y es como la Tierra y gira alrededor del
Sol! ¡Y cuatro
satélites giran en torno a Júpiter que se encuentra a la altura de las
estrellas fijas y no está
unido a ningún anillo! ¡El Sol es el centro del universo y está inmóvil
en su sitio, y la Tierra
no es centro ni es inmóvil! ¡Y él es quien nos ha demostrado todo eso!
EL PEQUEÑO MONJE . — Y con
violencia no se puede hacer invisible lo que ya se ha
visto. (Silencio.)
FEDERZONI (mira el reloj de sol
en el jardín). — Las cinco. (Virginia reza más fuerte.)
ANDREA . — ¡Yo no puedo esperar
más! ¡Esos descabezan la verdad! (Se tapa las orejas, el
pequeño monje lo imita. Pero la campana no suena. Luego de una pausa en
la que sólo se escucha el piadoso murmullo de Virginia, Federzoni mueve la
cabeza negativamente. Los otros dejan caer los brazos.)
FEDERZONI (ronco). — Nada. Las
cinco y tres minutos.
ANDREA . — ¡Se resiste! ¡Oh,
dichosos de nosotros!
EL PEQUEÑO M ONJE . — No se
retracta.
FEDERZONI . — No. (Se abrazan,
son más felices.)
ANDREA . — Quiere decir: que con
violencia no va, no se puede lograr todo. Quiere
decir: se puede también vencer la insensatez, que no es invulnerable.
Luego: ¡el hombre no
teme a la muerte!
FEDERZONI . — Ahora comienza
realmente la era del saber. Esta es la hora de su
nacimiento. Pensad: ¡si él se hubiera retractado!
EL PEQUEÑO MONJE . — Yo no lo
dije pero estaba muy preocupado. Yo, hombre de
poca fe.
ANDREA . — ¡Pero yo lo sabía!
FEDERZONI . — Hubiera sido como
si después del amanecer llegara de nuevo la noche.
ANDREA . — O como si la montaña
hubiese dicho: yo soy agua.
EL PEQUEÑO MONJE (se arrodilla
llorando). — ¡Señor, te agradezco!
ANDREA . — Hoy todo es distinto.
El hombre, el martirizado, levanta su cabeza y dice:
yo puedo vivir. Tanto se ha ganado cuando sólo uno se levanta y dice:
¡no! (En ese momento,
la campana de San Marcos comienza a resonar. Todo queda paralizado.)
VIRGINIAL (se levanta). — ¡La
campana de San Marcos! ¡No está condenado! (Desde la calle
se oye la lectura de la retractación de Galilei.)
UNA VOZ . — "Yo, Galileo
Galilei, maestro de matemáticas y de física en Florencia,
abjuro solemnemente lo que he
enseñado, que el Sol es el centro del mundo y está inmóvil
en su lugar, y que la Tierra no
es centro y no está inmóvil. Yo abjuro, maldigo y abomino
con honrado corazón y con fe no
fingida todos esos errores y herejías así como también
todo otro error u opinión que se
opongan a la Santa Iglesia." (Oscurece. Cuando se aclara de
nuevo todavía resuena la campana, callando luego. Virginia ha salido. Los
discípulos de Galilei están todavía allí.)
FEDERZONI . — Nunca te pagó un
centavo por tu trabajo. Ni pudiste comprar un
pantalón ni tampoco te fue posible publicar algo por tu cuenta. Eso lo
has sufrido "porque
se trabajaba por la ciencia".
ANDREA (en voz alta).—
¡Desgraciada es la tierra que no tiene héroes! (Galilei ha entrado
totalmente cambiado por el proceso, casi irreconocible. Espera algunos
minutos en la puerta por un saludo.
Ya que esto no ocurre porque sus discípulos lo rehúyen, se dirige hacia
adelante, lento e inseguro a causa de su poca vista. Allí encuentra un banco
donde se sienta.) No lo quiero ver. Que se vaya.
FEDERZONI . — Tranquilízate.
ANDREA (le grita a Galilei en la
cara). — ¡Borracho! ¡Tragón! ¿Salvaste tu tripa, eh?
GALILEI (tranquilo). — ¡Dadle un
vaso de agua! (El pequeño monje trae desde afuera un vaso de
agua a Andrea. Federzoni atiende a Galilei que escucha, sentado, la voz
que afuera lee de nuevo su
retractación.)
ANDREA . — Ya puedo caminar de
nuevo si me ayudáis un poco. (Lo acompañan hasta la
puerta. En ese momento, Galilei comienza a hablar.)
GALILEI . — No. Desgraciada es
la tierra que necesita héroes.
(Lectura delante del telón.)
¿No es claro acaso que un caballo que cae de una altura de tres o
cuatro varas se puede
romper las patas, mientras que un perro no sufre ningún daño? Lo mismo
ocurre con un
gato que cae de ocho o diez varas de altura, con un grillo de una torre
o una hormiga que
cayera de la luna. Y así como los animales pequeños son, en proporción,
más fuertes y
vigorosos que los grandes, de la misma manera las pequeñas plantas son
más resistentes.
Un roble con una altura de doscientas varas no podría sostener, en
proporción, las ramas
de un roble más pequeño; así como la naturaleza no puede hacer crecer
un caballo tan
grande como veinte caballos o un gigante diez veces más grande que el
tamaño normal sin
que tenga que cambiar las proporciones de todos los miembros, especialmente
de los
huesos, que deberían en ese caso, ser reforzados en una medida mucho
mayor que su
tamaño proporcional. La opinión general de que las máquinas grandes y
pequeñas tienen la
misma resistencia, es evidentemente errónea.
XIV
Galilei, "Discorsi"
1633-1642. GALILEO GALILEI VIVE HASTA SU MUERTE
EN UNA CASA DE CAMPO EN LAS CERCANÍAS DE
FLORENCIA, COMO PRISIONERO DE LA INQUISICIÓN.
LOS "DISCORSI".
Una
habitación grande. Una mesa, sillón de cuero y un globo terráqueo. GALILEI , ya anciano y casi ciego, experimenta
atentamente con una pequeña bola de madera y un riel curvo. En la antesala se
halla sentado un monje, de guardia. Llaman a la puerta. EL MONJE abre y entra
un campesino con dos gansos desplumados. VIRGINIAL viene de la cocina. Cuenta ya con cerca de
cuarenta años de edad.
EL CAMPESINO . — Tengo que
entregarlos aquí.
VIRGINIAL . — ¿De quién? Yo no
encargué gansos.
EL CAMPESINO . — Tengo también
que decir: de alguien que está de paso por aquí. (Se
va. Virginia mira los gansos con sorpresa. El monje se los quita de la
mano y los investiga con
desconfianza. Luego se los devuelve tranquilizado. Ella, tomándolos por
los pescuezos, se los lleva a Galilei, a la otra habitación.)
VIRGINIAL . — Alguien que estaba
de paso ha enviado un regalo.
GALILEI . — ¿Qué es?
VIRGINIAL . — ¿No lo puedes ver?
GALILEI . — No. (Se aproxima.)
Gansos. ¿Hay algún nombre ahí?
VIRGINIAL . — No.
GALILEI (toma uno de los
gansos). — Pesado. Podría comer todavía un poco de esto.
Hazlos con tomillo y manzanas.
VIRGINIAL . — ¡Pero si no puedes
tener hambre! Acabas de cenar. ¿Qué te pasa de nuevo
con los ojos? Desde la mesa deberías alcanzar a verlos.
GALILEI . — Es que tú estabas en
la sombra.
VIRGINIAL . — No, no estoy en la
sombra. (Se lleva los gansos. Al monje.) Tenemos que
hacer buscar al doctor de los ojos. Mi padre no pudo distinguir los
gansos desde la mesa.
EL M ONJE . — Primero necesito
el permiso de Monseñor Carpula. ¿Escribió alguna cosa
otra vez?
VIRGINIAL . — No. Su libro me lo
dictó a mí, bien lo sabe. Usted tiene las páginas 131 y
132 y esas fueron las últimas.
EL M ONJE .— Es un zorro viejo.
VIRGINIAL . — Él no hace nada en
contra de las disposiciones. Su arrepentimiento no es
disimulado, yo lo observo. (Le da los gansos.) Diga en la cocina que
los hígados los guisen
con una manzana y una cebolla. (Vuelve a la habitación de Galilei.) Y
ahora atendamos a
nuestros ojos y terminemos rápido con esa bola. Díctame un poco más
para nuestra carta
semanal al Arzobispo.
GALILEI . — No me siento muy bien.
Léeme a Horacio.
VIRGINIAL . — La semana pasada
me contó Monseñor Carpula, a quien tanto debemos,
que el Arzobispo siempre se interesa por saber si te gustaron o no las
preguntas y citas que
él te envía. (Se ha sentado como para recibir el dictado.)
GALILEI . — ¿Hasta dónde había
llegado?
VIRGINIAL . — Párrafo cuarto: en
lo relativo a la posición de la Santa Iglesia frente a los
disturbios en el Arsenal de Génova, estoy en un todo de acuerdo con el
comportamiento
del Cardenal Spoletti contra los cordeleros rebeldes de Venecia...
GALILEI . — Sí. (Dictando.) ...
estoy en un todo de acuerdo con el comportamiento del
Cardenal Spoletti contra los cordeleros rebeldes, es decir, que mejor
es repartir buenas
sopas fortificantes en nombre del cristiano amor al prójimo que pagarle
más a ellos por sus
cuerdas para campanas. Porque me parece más sabio fortalecer su fe y no
su codicia. San
Pablo dice: la caridad no falla nunca. ¿Qué te parece?
VIRGINIAL . — Maravilloso,
padre.
GALILEI . — ¿No crees que ahí
podría tomarse algo como una ironía?
VIRGINIAL . — No, el Arzobispo
se pondrá muy contento. ¡Él es tan práctico!
GALILEI . — Confío en tu
opinión. ¿Qué viene después?
VIRGINIAL . — Un proverbio
magnífico: "Cuando débil soy, soy fuerte".
GALILEI . — Sin comentario.
VIRGINIAL . — ¿Pero, por qué no?
GALILEI . — ¿Qué viene después?
VIRGINIAL . — "Y conocer
también aquel amor de Cristo hacia nosotros que sobrepuja a
todo conocimiento." San Pablo a los Efesios, III, 19.
GALILEI . — En especial
agradezco a Vuestra Eminencia por la magnífica cita de la carta
a los Efesios. Movido por ella encontré en nuestra inimitable
"Imitatio" lo siguiente: (Cita
de memoria.) "Aquél a quien habla el Verbo Divino, quedará libre
de muchas preguntas".
¿Me permite hablar aquí de mi propia persona? Todavía hoy se me
reprocha que una vez
publiqué un libro sobre los astros del cielo en el idioma de la calle.
Allí no tuve la intención
de mostrar mi beneplácito para que los libros de un material mucho más
importante,
como por ejemplo la teología, sean escritos en la jerga de los
pasteleros. Me parece no ser
muy eficaz el argumento de que tiene que continuarse con el uso del
latín en los oficios
divinos para que, por medio de la universalidad del idioma todos los
pueblos puedan oír la
Santa Misa de la misma manera. Y creo esto porque los blasfemadores,
nunca tímidos,
podrían alegar que de esa manera ninguno de los pueblos entiende así el
texto de la misma.
Yo desisto con mucho gusto a la comprensión barata de las cosas
sagradas. El latín de los
pulpitos, que defiende la eterna verdad de la Iglesia contra la
curiosidad de los ignorantes,
despierta confianza cuando es hablado con el acento de los respectivos
dialectos por los
sacerdotes hijos de las clases bajas... No, táchalo.
VIRGINIAL . — ¿Todo?
GALILEI . — Todo desde los
pasteleros. (Llaman a la puerta. Virginia se dirige a la antesala.
El monje abre. Es Andrea Sarti. Éste es ahora un hombre de mediana
edad.)
ANDREA . — Buenas noches. Me
encuentro en viaje para abandonar Italia rumbo a
Holanda donde me dedicaré a trabajos científicos. Me solicitaron que
pasara por aquí para
visitarlo y de esa manera poder allá informar sobre él.
VIRGINIAL . — No sé si te querrá
recibir. Tú nunca viniste.
ANDREA . — Pregúntale. (Galilei
ha reconocido la voz. Permanece sentado, inmóvil. Virginia entra
de nuevo.)
GALILEI . — ¿Es Andrea?
VIRGINIAL . — Sí.
GALILEI (después de una pausa).
— Hazlo pasar. (Virginia hace pasar a Andrea.) Déjame solo
con él, Virginia.
VIRGINIAL —Quiero oír lo que
cuenta. (Se sienta.)
ANDREA (frío).— ¿Cómo está
usted?
GALILEI . — Siéntate. ¿Qué
haces? Cuenta algo de tu trabajo. He oído decir que es sobre
hidráulica.
ANDREA . — Fabricio, de
Amsterdam me ha encargado de preguntar por su salud.
(Pausa.)
GALILEI . — Me encuentro bien.
ANDREA . — Me alegro de poder
informar que se encuentra bien.
GALILEI . — Fabricio se pondrá
contento de oírlo. Y puedes también informarle que no
vivo mal. Por mi arrepentimiento tan profundo me he ganado el
beneplácito de mis
superiores en tal forma que hasta se me han permitido estudios
científicos de limitada
importancia bajo control del clero.
ANDREA . — En efecto, también
llegó a nuestros oídos que la Iglesia está contenta con
usted. Su total sumisión ha dado buenos resultados. Se asegura que las
autoridades han
comprobado con satisfacción que desde que usted se sometió no se ha
publicado en toda
Italia ninguna obra con nuevas teorías.
GALILEI (mirándolo de reojo). —
Por desgracia hay países que se substraen a la vigilancia de
la Iglesia. Me temo que las teorías condenadas puedan seguir siendo
estudiadas allá.
ANDREA . — También allá tuvo
lugar un retroceso, satisfactorio para la Iglesia, a causa
de su retractación.
GALILEI . — ¿Sí? (Pausa.) ¿Y qué
hay de Descartes en París?
ANDREA . — Que al saber la
noticia de su retractación archivó su tratado sobre la
naturaleza de la luz. (Larga pausa.)
GALILEI . — Estoy preocupado de
haber guiado algunos amigos científicos por la senda
del error. ¿Han aprendido algo ellos de mi retractación?
ANDREA . — Para poder trabajar
científicamente tengo pensado dirigirme a Holanda. Lo
que Júpiter no se permite tampoco se tolera al buey.
GALILEI . — Comprendo.
ANDREA . — Federzoni pule de
nuevo lentes en una tienda milanesa cualquiera.
GALILEI (ríe). — Él no sabe
latín. (Pausa.)
ANDREA . — Fulganzio, nuestro
pequeño monje, renunció a la investigación y ha
regresado al seno de la Iglesia.
GALILEI . — Sí. (Pausa.) Mis
superiores aguardan con ansiedad mi regeneración
espiritual. Estoy haciendo mejores progresos de lo que se podía
esperar.
ANDREA . — Oh.
VIRGINIAL . — Alabado sea el
Señor.
GALILEI (rudo).—Vete a mirar los
gansos, Virginia. (Virginia sale furiosa. En el camino, el
monje le habla.)
EL MONJE . — Esa persona me
desagrada.
VIRGINIAL . — Es inofensivo.
Antes era su alumno y ahora no puede ser otra cesa que su
enemigo. (Al proseguir su camino.) Hoy recibimos queso. (El monje la
sigue.)
ANDREA . — Viajaré toda la noche
para atravesar mañana temprano la frontera. ¿Puedo
retirarme?
GALILEI . — No sé para qué has
venido. ¿Tal vez para asustarme? Vivo y pienso con
precaución desde que estoy aquí. Claro, que tengo mis recaídas.
ANDREA . — No quisiera
perturbarlo, señor Galilei.
GALILEI . — Barberini lo llamaba
la sarna. Él mismo no estaba libre de ella. He vuelto a
escribir.
ANDREA . — ¿Qué?
GALILEI . — He terminado los
"Discorsi".
ANDREA . — ¿"Los Discursos
en torno a dos nuevas ciencias: mecánica y leyes de
gravitación"? ¿Aquí?
GALILEI . — Oh, sí, me dan papel
y pluma. Mis superiores no son tontos. Ellos saben
que los vicios arraigados no se pueden quitar de hoy a mañana. Me
protegen de
consecuencias desagradables guardando página por página.
ANDREA . — ¡Dios mío!
GALILEI . — ¿Decías algo?
ANDREA . — ¡Lo hacen arar en el
mar! Le dan pluma y papel para que se tranquilice.
¿Cómo pudo escribir teniendo sus escritos ese destino?
GALILEI . — Oh, yo soy un
esclavo de mis costumbres.
ANDREA .— ¡Los
"Discorsi" en manos de esos! ¡Y Amsterdam, Londres y Praga se
mueren de sed por ellos!
GALILEI . — Me imagino los
lamentos de Fabricio, allá, haciendo alarde de sus flacos
huesos pero sabiéndose en seguridad.
ANDREA . — ¡Dos nuevas ciencias,
perdidas!
GALILEI . — Él y otros se van a
conmover cuando oigan que he puesto en juego hasta
los últimos miserables restos de mi comodidad para hacer una copia
—detrás de mis
propias espaldas— utilizando la última gota de luz de las noches claras
durante seis meses.
Mi vanidad me ha impedido hasta ahora destruir esa copia. "Cuando
tu ojo te moleste,
arráncatelo". El que escribió esto sabía más de comodidad que yo.
Calculo que entregarla es
el colmo de la locura. Pero dado que yo no he podido lograr apartarme
de los trabajos
científicos es bueno que podáis tenerla también vosotros. La copia está
en el globo. Si tú
tienes el propósito de llevarla hasta Holanda, tuya es toda la
responsabilidad. En ese caso la
habrías comprado de alguien que tiene entrada al original en el Santo
Oficio. (Andrea se ha
dirigido al globo y saca de allí el manuscrito.)
ANDREA . — ¡Los "Discorsi"!
(Hojea el manuscrito. Lee.) "Mi propósito es presentar una
ciencia totalmente nueva sobre un tema muy viejo: el movimiento. He
logrado descubrir,
por medio de experimentos, algunas cualidades que son científicamente
valiosas."
GALILEI . — Algo tenía que hacer
en mi tiempo libre.
ANDREA . — Esto fundará una
nueva física.
GALILEI . — Mételo bajo la
chaqueta.
ANDREA . — ¡Y nosotros pensamos
que usted había desertado! ¡Y mi voz fue la más
fuerte contra usted!
GALILEI . — Era lo justo. Yo te
enseñé ciencia y yo negué la verdad.
ANDREA . — Esto cambia todo.
GALILEI . — ¿Sí?
ANDREA . — Usted esconde la
verdad. Delante del enemigo. También en el campo de la
ética nos llevaba usted siglos.
GALILEI . — Aclara eso, Andrea.
ANDREA . — Con el hombre de la
calle dijimos nosotros: él morirá pero no se retractará.
Usted volvió: yo me he retractado pero viviré. Sus manos están
manchadas, dijimos
nosotros. Usted dice: mejor manchadas que vacías.
GALILEI . — Mejor manchadas que
vacías. Suena a realismo. Suena a mí. Nueva ciencia,
nueva ética.
ANDREA . — ¡Yo lo hubiese tenido
que saber antes que todos! Tenía once años cuando
usted vendió el anteojo inventado por otro hombre al Senado de Venecia.
Vd. después
como daba un uso inmortal a ese instrumento. Sus amigos negaban con la
cabeza cuando
usted se inclinaba ante el niño de Florencia: la ciencia ganaba
público. Siempre rio de los
héroes. "La gente que sufre me aburre", decía. "Las
desgracias tienen su origen en cálculos
deficientes". Y, "A la vista de obstáculos la distancia más
corta entre dos puntos debe ser la
línea sinuosa".
GALILEI . — Sí, recuerdo.
ANDREA . — Cuando en el año 33
se prestó a retractarse de una hipótesis popular de sus
teorías, hubiese tenido que saber yo que usted se retiraba de una riña política
sin esperanza
para proseguir con la verdadera misión de la ciencia.
GALILEI . — Que consiste en...
ANDREA . — ...el estudio de las
propiedades del movimiento, padre de las máquinas que
hará tan habitable la tierra que se llegará a desmontar el cielo.
GALILEI . — Eso.
ANDREA . — Usted ganó tiempo
para escribir una obra científica que sólo usted podía
escribir. Si en cambio hubiese terminado en una aureola de fuego en la
hoguera, los otros
habrían sido los vencedores.
GALILEI . — Y son los vencedores.
Y no hay ninguna obra científica que solamente un
hombre sea capaz de escribirla.
ANDREA . — ¿Y por qué se
retractó?
GALILEI . — Me retracté porque
temía el dolor corporal.
ANDREA . — ¡No!
GALILEI . — Me mostraron los
instrumentos.
ANDREA . — ¡Entonces, no era un
plan! (Pausa. En voz alta.) La ciencia conoce sólo un
mandamiento: el trabajo científico.
GALILEI . — Y lo he cumplido.
¡Bienvenido a la zanja, hermano en la ciencia y primo en
la traición! ¿Te gusta el pescado? Yo tengo pescado. El que huele mal
no es mi pescado
sino yo. Yo vendo, tú eres el comprador. ¡Oh irresistible presencia del
libro, de la santa
mercancía! ¡Se me hace agua la boca y las maldiciones se ahogan! ¡La
Gran Babilonia, las
bestias asesinas, los pestosos, abrid las piernas y todo cambiará!
¡Bendita sea nuestra
usurera y blanqueada sociedad temerosa de morir!
ANDREA . — ¡El miedo a la muerte
es humano! Las debilidades humanas no le importan
a la ciencia.
GALILEI . — No. Mi querido
Sarti, también ahora, en mi actual estado, me siento capaz
de darle algunas referencias acerca de todo lo que a la ciencia le
importa. Esa ciencia a la
que usted se ha prometido. (Entra Virginia con una fuente. Galilei,
académicamente, las manos
juntas sobre el vientre.) En las horas libres de que dispongo, y que
son muchas, he recapacitado
sobre mi caso. He meditado sobre cómo me juzgará el mundo de la ciencia
del que no me
considero más como miembro. Hasta un comerciante en lanas, además de
comprar barato
y vender caro, debe tener la preocupación de que el comercio con lanas
no sufra tropiezos.
El cultivo de la ciencia me parece que requiere especial valentía en
este caso. La ciencia
comercia con el saber, con un saber ganado por la duda. Proporcionar
saber sobre todo y
para todos, eso es lo que pretende, y hacer de cada uno un desconfiado.
Ahora bien, la
mayoría de la población es mantenida en un vaho nacarado de
supersticiones y viejas
palabras por sus príncipes, sus hacendados, sus clérigos, que sólo
desean esconder sus
propias maquinaciones. La miseria de la mayoría es vieja como la
montaña y desde el
pulpito y la cátedra se manifiesta que esa miseria es indestructible
como la montaña.
Nuestro nuevo arte de la duda encantó a la gran masa. Nos arrancó el
telescopio de las
manos y lo enfocó contra sus torturadores. Estos hombres egoístas y
brutales, que
aprovecharon ávidamente para sí los frutos de la ciencia, notaron al
mismo tiempo que la
fría mirada de la ciencia se dirigía hacia esa miseria milenaria pero
artificial que podía ser
terminantemente anulada, si se los anulaba a ellos. Nos cubrieron de
amenazas y sobornos,
irresistibles para las almas débiles. ¿Pero acaso podíamos negarnos a
la masa y seguir siendo
científicos al mismo tiempo? Los movimientos de los astros son ahora
fáciles de
comprender, pero lo que no pueden calcular los pueblos son los
movimientos de sus
señores. La lucha por la mensurabilidad del cielo se ha ganado por
medio de la duda;
mientras que las madres romanas, por la fe, pierden todos los días la
disputa por la leche. A
la ciencia le interesan las dos luchas. Una humanidad tambaleante en
ese milenario vaho
nacarado, demasiado ignorante para desplegar sus propias fuerzas no
será capaz de
desplegar las fuerzas de la naturaleza que vosotros descubrís. ¿Para
qué trabajáis? Mi
opinión es que el único fin de la ciencia debe ser aliviar las fatigas
de la existencia humana.
Si los hombres de ciencia, atemorizados por los déspotas, se conforman
solamente con
acumular saber por el saber mismo, se corre el peligro de que la
ciencia sea mutilada y que
vuestras máquinas sólo signifiquen nuevas calamidades. Así vayáis
descubriendo con el
tiempo todo lo que hay que descubrir, vuestro progreso sólo será un
alejamiento progresivo
de la humanidad. El abismo entre vosotros y ella puede llegar a ser tan
grande que vuestras
exclamaciones de júbilo por un invento cualquiera recibirán como eco un
aterrador griterío
universal. Yo, como hombre de ciencia tuve una oportunidad excepcional:
en mi época la
astronomía llegó a los mercados. Bajo esas circunstancias únicas, la
firmeza de un hombre
hubiera provocado grandes conmociones. Si yo hubiese resistido, los
estudiosos de las
ciencias naturales habrían podido desarrollar alga así como el
juramento de Hipócrates de
los médicos, la solemne promesa de utilizar su ciencia sólo en
beneficio de la humanidad.
En cambio ahora, como están las cosas, lo máximo que se puede esperar
es una generación
de enanos inventores que puedan ser alquilados para todos los usos.
Además estoy
convencido, Sarti, que yo nunca estuve en grave peligro. Durante
algunos años fui tan
fuerte como la autoridad. Y entregué mi saber a los poderosos para que
lo utilizaran, para
que no lo utilizaran para que se abusaran de él, es decir, para que le
dieran el uso que más
sirviera a sus fines. Yo traicioné a mi profesión. Un hombre que hace
lo que yo hice no
puede ser tolerado en las filas de las ciencias. (Virginia que se ha
quedado inmóvil durante este
monólogo, coloca la fuente sobre la mesa.)
VIRGINIAL . — Tú has sido
aceptado en las filas de los creyentes.
GALILEI . — Eso mismo. Y ahora,
a comer. (Andrea le alarga la mano. Galilei la mira pero no
la toma.) Tú mismo eres maestro, ¿puedes permitirte aceptar una mano
como la mía? (Se
sienta a la mesa.) Alguien que estuvo de paso me envió dos gansos. Yo
como siempre con
gusto.
ANDREA . — ¿Cree usted todavía
que ha comenzado una nueva época?
GALILEI . — Sí. Presta atención
cuando atravieses Alemania.
ANDREA (incapaz de irse). — Con
respecto a su valoración del autor de que hablamos no
sé qué responderle. Pero no creo que su mortífero análisis será la
última palabra.
GALILEI . — Muchas gracias,
señor. (Comienza a comer.)
VIRGINIAL (acompañando a Andrea
hacia afuera). — Nosotros no apreciamos a visitantes de
tiempos pasados. Lo excitan. (Andrea se va. Virginia vuelve.)
GALILEI .. — ¿No sabes quién
habrá podido enviar los gansos?
VIRGINIAL . — Andrea no fue.
GALILEI . — Quizá no. ¿Cómo es
la noche?
VIRGINIAL (en la ventana). —
Clara.
XV
1637. EL LIBRO DE GALILEI "DISCORSI" ATRAVIESA LA FRONTERA
ITALIANA.
Pequeña
ciudad fronteriza italiana. De mañana temprano. Junto a la barrera de la
guardia aduanera, juegan unos chiquillos. ANDREA espera junto a un cochero el examen de sus
papeles por los guardias. Está sentado sobre un pequeño cajón y lee el
manuscrito de Galilei. Más allá de la barrera está el carruaje.
Los CHIQUILLOS (cantan).
María con bata rosa
sentada sobre una roca
la camisa se cagó,
cuando el invierno llegó
la viste sin alboroto
mejor cagado que roto.
EL GUARDIA FRONTERIZO . — ¿Por
qué abandona usted Italia?
ANDREA . — Soy científico.
EL GUARDIA FRONTERIZO (al
escribiente). — Anota abajo: "Razón de la salida": científico.
Tengo que revisar su equipaje. (Lo hace.)
EL PRIMER CHIQUILLO (a Andrea).
— No se siente aquí (Señala la choza enfrente de la cual
está sentado Andrea.) Allí vive una bruja.
EL SEGUNDO CHIQUILLO . — La
vieja Marina no es ninguna bruja.
EL PRIMER CHIQUILLO . —
¿Quieres que te retuerza el brazo?
EL TERCER CHIQUILLO . — Claro
que lo es. De noche vuela por el aire.
EL PRIMER CHIQUILLO . — Y si no
lo fuera, ¿por qué no recibe en la ciudad ni siquiera
un jarro de leche?
EL SEGUNDO CHIQUILLO . — ¡Qué
va a volar por el aire! Eso no lo puede hacer nadie.
(A Andrea.) ¿Se puede volar?
EL PRIMER C HIQUILLO (señalando
al segundo). — Este es Giuseppe, no sabe nada de nada;
no puede ir a la escuela porque no tiene un pantalón entero.
EL GUARDIA . — ¿Qué libro es
ese?
ANDREA (sin levantar la cabeza).
— Uno del gran filósofo Aristóteles.
EL GUARDIA (desconfiado).— ¿De
quién?
ANDREA . — Ya se ha muerto. (Los
chiquillos, para burlarse de Andrea caminan como si fueran
leyendo libros.)
EL GUARDIA (al escribiente). —
Mira ahí a ver si habla sobre la religión.
EL ESCRIBIENTE (hojea). — No
encuentro nada.
EL GUARDIA . — Todo este husmeo
no tiene objeto. Si alguien quisiera escondernos
algo no lo llevaría tan a la vista. (A Andrea.) Tiene que firmar aquí
que nosotros le hemos
revisado todo. (Andrea se levanta lentamente y, siempre leyendo, se
dirige con el guardia hacia la casa.)
EL TERCER CHIQUILLO (al
escribiente, señalándole el cajón). — Ahí hay algo más, ¿no ve?
EL ESCRIBIENTE . — ¿No estaba
antes allí?
EL TERCER CHIQUILLO . — Lo puso
el diablo. Es un cajón.
EL SEGUNDO CHIQUILLO . — No, es
del forastero.
EL TERCER CHIQUILLO . — Yo no
iría allí, ella le ha embrujado los jamelgos al cochero
Passi. Ya mismo miré a través del agujero que la tormenta de nieve hizo
en el techo, y oí
como los caballos tosían.
EL ESCRIBIENTE (que casi había
llegado hasta el cajón, duda y vuelve a su lugar). — ¿Cosas del
diablo, eh? Es imposible controlar todo. ¿Adónde iríamos a parar?
(Andrea vuelve con un jarro
de leche. Se sienta de nuevo sobre el cajón y sigue leyendo.)
EL GUARDIA (detrás de él, con
papeles). — Cierra los cajones. ¿Está todo?
EL ESCRIBIENTE . — Todo.
EL SEGUNDO CHIQUILLO (a
Andrea). — Usted es científico, a ver, dígame: ¿se puede
volar por el aire?
ANDREA . — Espera un momento
EL GUARDIA . — Ya puede pasar.
(El equipaje ha sido tomado por el cochero. Andrea toma el
cajón y quiere marcharse.) ¡Alto! ¿Qué lleva ahí?
ANDREA (de nuevo echando mano al
libro). — Son libros.
EL PRIMER CHIQUILLO . — Es el
cajón de la bruja.
EL GUARDIA . — ¡Qué disparate!
¡Cómo va a embrujar un cajón así!
EL TERCER CHIQUILLO . — ¡Pero
si lo ayuda el diablo!
EL GUARDIA (ríe). — Aquí no
pasan esas cosas. (Al escribiente.) Abre, vamos. (El cajón es
abierto. El guardia, sin ganas.) ¿Cuántos hay ahí adentro?
ANDREA . — Treinta y cuatro.
EL GUARDIA (al escribiente). — ¿Cuánto tiempo
necesitarás?
EL ESCRIBIENTE (que ha
comenzado a revolver superficialmente). — Está todo impreso. Pero
no podré hacer su desayuno y, ¿cuándo voy a ir a lo del cochero Passi,
para cobrar los
derechos de aduana atrasados de la subasta de su casa, si tengo que
revisar todos los libros?
EL GUARDIA . — Es cierto, el
dinero es más importante. (Empuja los libros con el pie.) ¡Bah,
por lo que se podrá leer ahí adentro! (Al cochero.) ¡Listo! (Andrea
pasa la frontera con el cochero,
que lleva el cajón. Ya del otro lado, pone el manuscrito de Galilei en
la maleta de viaje.)
EL TERCER CHIQUILLO (señala el
jarro que Andrea ha dejado en el suelo). — ¡El cajón
desapareció! ¡Fue el diablo!
ANDREA (dándose vuelta). — No,
fui yo. Aprende a abrir los ojos. La leche y el jarro están
pagos. Son para la vieja. Giuseppe, todavía no te he respondido tu
pregunta. No se puede
volar montado en un palo, por lo menos tendría que tener una máquina.
Pero todavía no
existe una máquina así. Tal vez nunca la habrá porque el hombre es muy
pesado. Pero es
claro, no lo podemos saber. Nosotros no sabemos lo suficiente,
Giuseppe. Estamos
realmente en el comienzo.
TELÓN