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10/9/14

Traquinias Sófocles


TraquiniasTraquiniasTRAQUINIAS  TRAQUINIAS
SÓFOCLES

DEYANIRA,  esposa de Heracles
 HERACLES o HERCULES.
Hilo, su hijo
LICAS, heraldo, con un grupo de cautivas de Ecalia; entre ellas YOLA
Un MENSAJERO
Un ANCIANO
NODRIZA, vieja
       Coro de niñas traquinias
Escenario
En Traquina, ciudad de Tesalia delante de la casa de Céix. Sale, con una vieja NODRIZA la esposa de Heracles, Deyanira, mujer de aspecto y modales hombrunos, como etolia que es, cazadora guerreadora como una amazona.
DFYANIRA—Antiguo es el refrán que anda en boga entre los hombres: hasta que uno se haya muerto, nadie sabe si su vida ha resultado buena o ha resultado mala. Yo sí de la mía bien sé, aun antes de bajar al hades, que la arrastro entre desventuras y pesadumbres. Ya en Pleurón, cuando aún vivía en el palacio de mi padre Eneo, me pasé yo por mis bodas el susto mayor que mujer etolia se ha pasado. Un río, Aqueloo, era mi pretendiente, y me solicitaba de mi padre en tres distintas cataduras: ora se paseaba con toda la forma de un toro, otras veces cual repintada y sinuosa serpiente, y aun a veces con cuerpo de hombre y testuz de buey; por sus tupidas harbas caían los chorros de una fuente manantial.
Expuesta a caer en manos de tal pretendiente andaba yo, en mi desventura, pidiendo antes morir que acer­carme a tales bodas, cuando al cabo de tiempo, con harto consuelo mío, vino el ilustre hijo de Zeus y Alcmena, cerró con él en singular combate, y por fin me libertó. No sabría yo contar los azares de la lucha aquella; yo no lo sé; quien estuvo allí, y no se turbó con su vista, ese podrá decirlo que yo allí estaba, y temblaba de encontrar mi ruina en mi propia hermosura.
El Zeus de los certámenes dio a todo ello un corte feliz. ¿Feliz? Unida a Heracles como escogida esposa, de susto en susto va mi vida, en perpetua zozobra por su causa. Trae una noche sus penas y la siguiente las quita, cambiándolas por otras. Familia sí tenemos, pues él, como labrador que toma en arriendo una hacienda lejana, solo la visita para la siembra y la cosecha.
Así me lo trae a casa y me lo lleva su triste vida, siempre al capricho de no sé quién. Pero precisamente ahora que ha salido airoso de esos trabajos es cuando yo estoy más angustiada. Pues desde que dio muerte al valeroso Ifito yo vivo aquí en Traquina expatriada, a la sombra de un extranjero, y él nadie sabe adónde se ha ido; solo que se fue, y con irse me dejó clavada en el corazón una espada.
(Pausa)
Estoy casi cierta de que algo le ha pasado. Va ya para largo, hasta diez meses sobre otros cinco, que no envía una noticia. Y debe de ser terrible su desgracia, según es la tablilla que al partirse me dejó. ¡Cuántas veces pido a los dioses, al cogerla, que no sea para ruina mía!
NODRIZA.—Deyanira, mi señora, mucho tiempo ha te veo dar, llorosa, lastimeros aves por la ausencia de Heracles. Ya ahora si no está mal a los libres mejorarse con consejos de siervos y puedo yo hablar en tu provecho, ¿por qué, pues, tantos hijos te rodean, no envías en busca del marido a uno de ellos, y, sobre todo, a Hilo, que es el más indicado, si algo le importa saber que su padre está bien? Cabalmente viene ahí a casa a toda prisa, de modo que si crees cuerdas mis palabras, tan a mano tienes a tu hijo como mi consejo.
(Llega HILO.)
DEYANIRA.—Hijo, niño, se ve que también los villa­nos dejan caer ideas felices. Esclava es esta mujer, pero son muy nobles las cosas que ha dicho.
HILO.—¿Cuá1es? Di, madre, si se puede.
DEYANIRA.—Que es una vergüenza que llevando el padre tanto tiempo ausente, no averigües tú dónde está.
HILO—Como que ya lo he sabido, si es que merecen algún crédito los rumores.
DEYANIRA.—,¿Y en qué tierra dicen que se halla, hijo?
HILO—El año pasado, cuan largo él fue, dicen que estuvo trabajando al servicio de una mujer lidia.
DEYANIRA.—¡Ay, si hasta eso ha llegado, cualquiera noticia puede venir!
HILO—Pero, según entiendo, parece que se ha librado ya de eso.
DEYANIRA.—,¿Y dónde dicen que está ahora, vivo o muerto?
HILO—Cuentan que está atacando la Eubea, el reino de Eurito, o preparando el ataque.
DEYANIRA.—¡Ay! ¿Sabes, hijo mío, los oráculos fidedignos que me dejó, relativos a esta tierra?
HILO.—¿Cuáles, madre? No entiendo tu lenguaje.
DEYANIRA.—Que ahora encuentra el fin de sus días, o que si da buen término a esta aventura, en adelante vivirá ya feliz todo el resto de su vida. Estando en tan crítica situación, ¿no vas a ir, hijo mio, a ayudarle? Ahora, salvo tu padre, quedamos todos a salvo o        perecemos y acabamos todos, arruinado el padre.
 HILO—Allá voy, madre; tiempo hace que lo hubiera hecho a haber sabido la profecía de esos oráculos; aunque la buena suerte, su fiel compañera, no me permitía angustiarme por el padre o temer en demasía. Pero, en fin, ya que lo he sabido, nada omitiré en orden a ave­riguar la verdad de todo esto.
DEYANIRA.—Vete, sí, hijo mío, que aun al rezagado le traerán bienes las noticias felices, cuando llegue a saberlas.
(Vase HILO; entra cantando el CORO, compuesto de quince niñas de Traquina.)
CORO—A ti, ¡oh sol!, a quien engendra, al ser destruida, y de nuevo aduerme entre arreboles la noche estrellada, suplícote, ¡oh sol!, me descubras dónde mora el hijo de Alcmena; ¡oh tú, lumbrera de esplendentes rayos! ¿Acaso en los estrechos de los mares, o descansa en alguno de los dos continentes? Dímelo, soberano del poder sondeador.
Pues veo que en angustiosa zozobra vive siempre la en otro tiempo disputada Deyanira, según oigo, cual pajarillo infortunado, sin adormecer los anhelos de sus ojos arrasados en lágrimas; presa del terror por el recuerdo continuo de su esposo ausente, consúmese de tristeza en la soledad del enviudado lecho, presintiendo en su desventura siempre infortunios.
Cual olas infinitas movidas del Noto infatigable y del Bóreas, que vienen y vuelven a venir en el Ponto an­churoso, así el mar de trabajos de su vida, tempestuoso, como el de Creta, ora revuelve, ora levanta al hijo de Cadmo. Aunque no, siempre hay algún dios que le libra de tropezar y caer en las mansiones del Hades.
Por esto, respetuosa, sí, pero sin rebozo, osara yo censurarte diciéndote: «No deberías así pisotear las esperanzas de Ventura; que vida exenta de males, ni el mismo hijo de Cronos, rey que todo lo gobierna, la ha decretado para mortal alguno. Cual gira la Osa en su circular sendero, así rondan a los mortales la alegría y el dolor.»
Perpetuas no son para los hombres, ni la noche ta­chonada, ni los sinos, ni las riquezas; se nos van en un momento, y a otro le toca el gozarlas y el perderlas a su vez. Por esto, ¡oh reina!, te aconsejo que guardes siempre tales esperanzas en tu corazón; porque, ¿quién ha visto jamás a Zeus olvidar de esa manera a sus hijos?
DEYANIRA.—(A/ Coro.) Te has enterado de mis pe­sares; ya lo veo, y por eso vienes. Lo que a mí me consume el alma que nunca lo aprendas tú por expe­riencia, ya que aún no lo has probado. Tales son los jardines, muy propios suyos, en que florece la juventud, y no la ajan, ni ardores del sol, ni lluvias, ni vientos algunos, y disfruta de la vida entre delicias y sin trabajos, ¡hasta el día en que una recibe el nombre de mujer, ya no de niña, con todo su séquito de pesadillas nocturnas y de espantos, hoy por el marido, mañana por los hijos!
Quien así conozca males propios, podrá calcular las penas que a mí me abruman.
Y con ser tantas las que llevo ya lamentadas, otra os voy a contar cual ninguna de las anteriores.
Cuando salió de casa en su último viaje Heracles, mi marido, me dejó en el hogar una antigua tablilla escrita con encargos, que hasta entonces, en tantas empresas como había acometido, jamás se había atrevido a hacerme, porque siempre iba como quien va a una conquista, y no a la muerte.
Esta vez, no, como dándose por muerto, señalaba el esposo que había de escoger, y señalaba la parte de la herencia paterna que a los hijos dejaba taxativamente; y fijaba el tiempo: que una vez que estuviese ausente un año y tres meses, o moría él en aquel punto y hora, o, vencido felizmente aquel momento, había de vivir el resto de su vida libre de males.
Tal decía era el término decretado por los dioses a los trabajos de Heracles, y que así se lo había vaticinado, en Dodona, aquella haya de antiguo famosa, por boca de las dos Peleides. En este preciso momento en que estamos se cumplen los datos, y tienen que resultar verdad. Tanto, hijas, que de los brazos del dulce sueño he saltado amedrentada, temiendo si habré de quedarme ya privada del hombre más noble entre los hombres.
CORIFEO—Deja tan tristes presagios. Pues ahí veo que viene un hombre, coronado, como trayendo albri­cias.
(Llega un MENSAJERO traquinio corno lo han descrito.)
MENSAJERO—Señora Deyanira: soy el primer mensajero que disipa tus cuidados; sábete que el hijo de Alcmena está vivo y triunfante, y viene ya, trayendo las primicias de sus victorias a los dioses de esta tierra.
DEYANIRA.—¿Qué nuevas son esas, viejo?
MENSAJERO—Que pronto llegará a tu casa tu muy codiciado esposo, vuelto a ti en victoriosa majestad.
DEYANIRA.—Pero ¿quien, qué ciudadano o extranjero te ha contado lo que me dices?
MENSAJERO—En la pradera, dehesa de verano, lo estaba contando a la gente Licas, el heraldo. Yo se lo oí y eché a correr para ser el primero en decírtelo y sacar algo y ganarme tu gracia.
DEYANIRA.—¿Y por qué no llega él mismo, si trae buenas noticias?
MENSAJERO—Tiene su pequeña dificultad, señora; toda la población de Malis le ha rodeado y le acosa con preguntas y no puede seguir su camino. Empeñado cada cual en preguntar a su talante, no le quieren soltar hasta haberse del todo satisfecho. Y allí está a gusto de ellos y a disgusto suyo. Pero pronto le vas a tener a la vista.
DEYANIRA.—¡Oh Zeus, que moras en los prados de Eta, intactos al hierro! Tarde, pero al fin nos ha llegado tu alegría. Cantad, mujeres, cantad las de dentro de casa y las de fuera también, que ya disfruto del sol de una buena noticia, salido contra toda esperanza.
CORO—Entone alegres cantares en el hogar el púber doncel en honor de esta casa, y júntese a ellos unísono el acorde de los hombres cantando al protector Apolo el de la bella aljaba. Y vosotras, en coro, ¡oh doncellas!, lanzad a los vientos un peán, celebrad a su hermana Artemis la Ortigia, la cazadora de ciervos, la de las dobles teas, y a sus vecinas las Ninfas. Salto de júbilo y no puedo dejarte, cantora flauta, dueña tiránica de mi corazón. ¡Ay, que me saca de mi el hechizo de la hie­dra, evohé!, y me empuja al vértigo de la báquica danza. Io, Peán, Peán.
Mira, querida señora, ahí lo puedes ver todo ante tus ojos, radiante de verdad.
DEYANIRA.—Lo veo, queridas, no escapa a mis vigilantes ojos el advertir en ese cortejo. Y ante todo, bien venido sea el heraldo, aunque tanto ha tardado en aparecer, si bienvenida merece lo que nos traes.
(Llega LIGAS con un buen grupo de cautivas de Ecalia; entre ellas, YOLA, de sangre real.)
LIGAS—Albricias traigo, albricias de ti recibo, señora, eco, al fin, de la realidad; justo es que quien bienes trae, parabienes reciba.
DEYANIRA.—¡Oh hombre el más querido! Dime pri­mero lo que primero demando ¿recibiré en mis brazos a Heracles vivo?
LIGAs—Bien vivo lo he dejado yo, y fornido, y rebosando vida, y sin achaque ninguno.
DEYANIRA.—¿Dónde? ¿En tierra patria, en el extranjero? Di.
LIGAS—Hay un promontorio en Eubea...; alli está, consagrando a Zeus Ceneo altares y sacrificios de los frutos de la tierra.
DEYANIRA.—¿Ofrécelos como exvotos u obligado por algún oráculo?
LIGAS—Por un voto; lo hizo cuando conquistaba y devastaba la tierra de estas mujeres que ves delante de. tus ojos.
DEYANIRA.—,!De quién son, por los dioses, quiénes son ellas? ¡Qué dignas de compasión!... A no ser que me alucine su desgracia.
LIGAS—A estas, él, al destruir la ciudad de Eurito, se las reservó como porción escogida, para él y para los dioses.
DEYANIRA.—¿Y fue el ataque a esa ciudad lo que le tuvo ausente días infinitos, que ni contarse pueden?
LIGAS—No; la mayor parte del tiempo estuvo dete­nido en Lidia; así cuenta él, y no como libre, sino venido como esclavo. Señora, no provoque tus enojos mi lenguaje, fue Zeus quien lo hizo todo. Un año entero, dice él, se pasó vendido a Onfala la bárbara. Y tanto le encandeció esa humillación, que se obligó con solemne juramento, y juró que al causante de tal afrenta lo había de hacer esclavo con su mujer y sus hijos. Lo dijo y lo cumplió: apenas quedó purificado, recluta un ejército extranjero, va contra la ciudad de Eurito, pues le tenía por el único mortal culpable de tamaño ultraje, como que él, a Heracles, que como antiguo huésped suyo había venido a su casa a hospedarse, le insultó de mil modos de palabra y más aún con su malvado corazón. Decíale: “Tú tienes, sí, dardos que no yerran; pero mis hijos te dejan atrás en el manejo del arco.» «A ti, insultos—añadía—, esclavo de un hombre libre.» Y en un banquete, viéndole ya borracho, le echó una vez de casa.
Irritado con todo esto, Heracles, una vez que fue Ifito al cerro de Tirinto siguiendo la pista a sus caballos extraviados, en un momento en que estaba con los ojos en un lado y la atención en otro, le despeñó de una roca alta como una torre.
Ofendióse de este hecho el dios Zeus, padre olímpico de todas las cosas, y lo envió a ser vendido, y no le perdonó, porque a él solo entre los mortales le dio la muerte con alevosía; que si en franca lucha se la hubiera dado, Zeus le hubiera perdonado su legítima venganza; porque la insolencia no la toleran ni los mismos dioses. Así que aquellos, en premio a su altanería y deslenguada boca, están ya todos aposentados en los infiernos, su ciudad esclavizada, y estas que aquí ves, trocada su dicha en desventura, vienen ahora a ti. Tales son las órdenes dadas por tu esposo; yo, su siervo fiel, se las cumplo. El, así que haya ofrecido a Zeus los santos sacrificios por su victoria, no lo dudes, vendrá en persona; esta es, acabada tan larga y pulida narra­ción, la noticia más grata a tu oído.
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CORIFEO—Ahora tienes, señora, motivos de franca alegría, ya por lo que estás viendo, ya por lo que te han contado.
DEYANIRA.—¿Cómo no he de alegrarme con justísima razón al saber tan próspera ventura de mi esposo? Preciso es que mi gozo corra parejas con ella.
(Pausa.)
Con todo, quien quiera ser prudente, siempre tiene por qué temer cuando está en pie. No sea que caiga. A mí al menos me ha entrado gran compasión, queridas, al ver a estas desdichadas ahí en tierra extraña, sin casa, sin padres, errantes, hijas antes quizá de padres libres, y ahora condenadas a la vida de esclavas. ¡Oh Zeus, el que decides las victorias! Jamás te vea yo visitar a hijos míos en tal forma, y si lo has de hacer no sea ello viviendo aún Deyanira. Tal miedo me da la vista de estas mujeres.
(DEYANIRA se fija en YOLA.)
¡Ah desgraciada! ¿Quién eres tú, niña? ¿Niña aún? ¿O madre ya? A juzgar por el talle, ajena a todo eso todavía; pero, sin duda, de noble familia.
(YOLA no contesta.)
Licas, ¿quién es esta extranjera? ¿Quién su madre? ¿Quién el padre que la engendró, di? Ella me da más lástima que las demás, como que es la única que comprende su situación.
LICAS.—¿Qué sabré yo de eso, señora? ¿A mí me lo preguntas? Hija de uno de allí, y quizá no de un cualquiera.
DEYANIRA.—¿De los reyes? ¿Tenía hijos Eurito?
LICAS.—Yo no lo sé; yo hice pocas preguntas allí.
DEYANIRA.—¿Y no has oído su nombre a algunas de sus compañeras?
LICAS.—A ninguna. Todo mi mandato lo he hecho en silencio.
(A YOLA.)
DEYANIRA.—Vamos, desdichada, a mi dímelo tú misma, que es cosa triste no saber quién eres.
LICAS.—A fe que no ha de ser la misma que hasta ahora ha sido, si abre la boca, pues no ha pronunciado una sola palabra, ni buena ni mala: oprimida bajo el peso de su desgracia, no ha hecho sino llorar su desventura, desde que ha dejado su oreada patria; miserable suerte la suya, pero se merece compasión.
DEYANIRA.—Quede, pues, tranquila, y entre en casa como mejor guste, y no sea yo quien a sus presentes males añada otros mayores. Bástenle los que sufre.
Y entremos todos en palacio, tú para apresurar tu regreso, yo para dejar arreglado lo de casa.
(Vanse LICAS y las cautivas. El MENSAJERO se interpone entre DEYANIRA y la puerta, adonde esta se dirigía siguiendo a LICAS.)
MENSAJERO—NO sin esperar un momento, para que yo te explique, idos ya aquellos, qué gente has metido en casa, y oigas tú algo que te importa y aún no sabes; yo estoy perfectamente informado.
DEYANIRA.—¿Qué es ello? ¿Por qué me impides el paso?
MENSAJERO—Detente y escucha; no fueron vanas noticias las de antes, y creo que tampoco estas.
DEYANIRA.—¿Qué? ¿Llamamos de nuevo acá a todos aquellos o nos lo quieres contar solo a mi y a estas? (Del Coro.)
MENSAJERO—A ti y a ellas no hay inconveniente; a aquellos déjalos.
DEYANIRA.—Ya están todos dentro, y vengan tus noticias.
MENSAJERO—-Ni una palabra de cuantas ha dicho ahora ese hombre es verdad; o ahora es un falso, o antes fue un mensajero de mentiras.
DEYANIRA.—¿Qué dices? Cuenta sin rebozo cuanto sepas, que nada entiendo de cuanto me dices.
MENSAJERO—A ese hombre le he oído yo contar, y en presencia de muchísimos testigos, que por amor a esa chica es por lo que ha acabado Heracles con Eurito y con Ecalia, la de las altas torres; que el amor fue el único dios que le empujó a tales hechos de armas (no hay tales Lidios, ni trabajosos servicios de Onfala, ni Ifitos precipitados y muertos); el amor, que ese ha dejado a un lado para contarlo al revés. Sino que como no lograba persuadir a su padre que le entregase a su hija para oculta combleza, forjó un pretexto de una nonada, y atacó la patria de esta joven, donde dice él que era rey Eurito, mató al rey, padre de esta, y destruyó su ciudad. Y ahora, como lo estás viendo, viene él..., y trayéndola a palacio..., no así como quiera, ni tampoco como esclava, ¡ca!, no lo creas, señora, no puede ser así. ¡Si está derretido en amor!
He creído un deber, soberana mía, contártelo todo tal como yo lo he sabido de ese hombre. Lo mismo que yo, se lo han oído muchos en la plaza de Traquina y es fácil comprobarlo. Si lo que digo no es agradable, yo lo siento, pero al fin yo he dicho la verdad .
(Pensativa y preocupada)
DEYANIRA.—¡Ay desdichada de mi! ¡Qué trance es este en que me veo! ¡Qué calamidad se me ha metido solapadamente dentro de casa! ¿Conque no tenía nombre? Así lo juraba el que la traía.
MENSAJERO—Tan grande es su beldad como su no­bleza. Su padre es nada menos que Eurito; su nombre es Yola. ¡Y cómo callaba su linaje el ladino! ¡Claro! No lo había averiguado.
CORIFEO..—¡Malditos los malvados! Digo, no todos, los que a traición tramen lo que no deben.
DEYANIRA.—¿Qué convendrá hacer, amigas? Me ha dejado perpleja lo que acabo de oír. CORIFEO—Entra y pregúntaselo al hombre mismo; es fácil que te lo confiese todo, si quieres apretarle con preguntas.
DEYANIRA.—Bien, voy; no te falta tu razón.
MENSAJERO.—¿Y yo? ¿Me quedo aquí o qué hago?
DEYANIRA.—Quédate, sí, porque él vuelve de palacio por sí mismo y sin aviso alguno mío.
(Entra LICAS, solo, según parece.)
LICA5.—Me voy, señora. ¿Qué quieres que diga a Heracles? Dímelo, pues ya lo ves: estoy de marcha.
DEYANIRA.—¿Tan de prisa te vas, tú que tan despacio viniste, y sin reanudar nuestra charla?
LICAS.—Bien, si algo deseas saber, a tus órdenes estoy.
DFYANIRA.—,¿Me confesarás fielmente la verdad?
LICAS.—En todo lo que sepa, ¡séame testigo Zeus!
DEYANIRA.—Di, ¿quién es esa mujer que nos has traído acá?
LICAs.—De la Eubea. Su familia, eso no lo sé.
(El MENSAJERO se interpone entre la reina y LICAS.)
MENSAJERO—Vamos, mírame acá. ¿A quién crees tú que estás hablando?
LICAs.—¿Y a qué me vienes tú con esa pregunta?
MENSAJERO.—Atrévete, contesta a mi pregunta, si la has entendido.
LICAS.—Pues a Deyanira, la reina, si no estoy viendo visiones; a la hija de Eneo, esposa de Heracles y señora mía.
MENSAJERO—Esta, esta misma es la respuesta que deseaba. Dices que ella es tu señora, ¿no?
LICAS.—¿No lo ha de ser?
MENSAJERO—Pues bien: ¿a qué castigo te sujetas si te probamos que le eres desleal?
LICAS.—,¿Cómo desleal? ¿Qué intrigas estás urdiendo?
MENSAJERO—Yo, ninguna; tú eres el de las intrigas aquí.
LICAS.—Me voy; yo he sido el necio que te he escuchado tanto tiempo.
MENSAJERO—No; contesta antes brevemente a una pregunta.
LICAS.—Pregunta lo que quieras; no has de restañar tu charla.
MENSAJERO—La cautiva esa que has metido en casa, sabes de cuál hablo, ¿no?
LICAS.—Sí; pero ¿a qué viene esa pregunta?
MENSAJERO—Esa que tú miras ahora como desconocida, ¿no decías tú que es Yola, la hija de Eurito?
LICAS.—,¿Yo? ¿A quiénes? ¿Quién, dónde hay nadie que pueda decir haberme oído tal?
MENSAJERO—El pueblo en masa; en mitad de la plaza de Traquina te lo han oído todos.
LICAS.—Sí, dirían que lo oyeron; pero una cosa es figurarse y otra probarlo con los hechos.
MENSAJERO.—¿Qué figurarse? ¿No dijiste tú con juramento que esa que traías es esposa de Heracles?
LICAS.—¿Yo esposa? (A Deyanira.) Por los dioses, señora, dime qué tipo de hombre es este forastero.
MENSAJERO—ES uno que estaba allí, y te oyó decir que fue la pasión por esta la que destruyó la ciudad, y no la mujer lidia; no, sino el amor desenfrenado hacia esta.
LICAS.—Señora, que se retire ese hombre; hablar con quien desvaría es de gente sin juicio.
DEYANIRA.—No, ¡por ese Zeus que relampaguea sobre el elevado bosque del Eta!, no me ocultes la verdad.
A mujer hablas que nada tiene de ruin ni ignora lo que son los hombres, que no saben ser constantes en sus aficiones. No anda cuerdo el que al amor le resiste y le ofrece batalla. Este los maneja, aun a los dioses, a su capricho; y a mí no menos; ¿cómo no a otras lo mismo que a mí? Así que seria yo una loca si algo me enojara o contra mi marido viéndole presa de esta pasión, o contra esa mujer por ser participe de lo que ni es vergonzoso en sí, ni para mí es perjudicial.
No, imposible. Si por consejos de aquel estás faltando a la verdad, consejos son esos muy desaconsejados; ahora, si de ti mismo ha nacido esa idea, pretendes hacer un favor y vas a resultar un traidor. Di, pues, francamente, la verdad. Infamia mortal es para un hombre libre verse llamado mentiroso. Ni pienses tampoco que lo has de ocultar; que son muchos los que te lo han oído y pueden atestiguármelo.
Si miedo es lo que tienes, no es justo ese miedo; que el no averiguarlo, sería lo que me molestase; el saberlo, ¿qué tiene de particular? ¿No se ha juntado ya Heracles con tantas y tantas otras él solo? Y ni una de ellas ha oído una palabra de reproche de mis labios. Ni la oirá esta; por más derretida que esté de amor; compasión es más bien lo que me inspira, cuando veo que su propia hermosura es la que la ha perdido y, sin quererlo, la desdichada ha arruinado y esclavizado a su patria .
Pero, en fin, eso déjalo rodar a su gusto; a ti yo solo te digo: “Infiel sélo con otros, conmigo has de ser siempre sincero.»
CORIFEO—Obedece a quien tan cuerdamente habla, y nunca te quejarás de esta mujer, cuenta además con mi gratitud.
LIGAS—Bien, señora querida: veo que eres humana y discurres a lo humano y atiendes a razones; te lo diré todo llanamente y nada ocultaré.
Todo es así como este lo cuenta. Una fiera pasión por esta joven ha hecho presa en Heracles; solo por ella ha sucumbido a las armas su desolada patria la Ecalia. Y esto él, digamos también algo en descargo suyo, él ni lo mandó ocultar ni lo negó jamás; he sido yo, señora, quien temiendo lastimar tu real corazón con tales noticias, yo mismo he cometido la falta, si falta la llamas tú.
Pero ya que lo sabes todo, en atención a él, y no menos a ti misma, sufre a esa pobre mujer, y ten a bien cumplir la palabra que sobre ella nos has dado. El es el que, victorioso siempre en todas sus campañas, ha quedado miserablemente vencido por el amor de esta joven.
DEYANIRA.—Eso tenía precisamente resuelto hacer. Así que no voy a echar sobre mí nuevos disgustos peleando vanamente con los dioses. Pero vamos a palacio; tengo que darte mis mensajes, y también los regalos que a tales regalos suyos corresponden, para que se los lleves. No está bien que vayas con las manos vacías habiendo venido tanto acompañamiento.
(Vanse todos, menos el CORO.)
CORO—Con su arrollador poder siempre sale victoriosa Afrodita; y no hablaré ahora de los dioses, ni diré cómo engañó al mismo Zeus, ni al Hades tenebroso, ni a Poseidón, el que conmueve al mundo. Pero cuando a esta la pretendían por esposa, ¿quiénes fueron los for­nidos rivales que bajaron a la arena por sus bodas? ¿Quiénes los que salieron al certamen, a los golpes y al polvo del combate?
El uno era el potente río, encarnado en un toro de cuatro pies y altos cuernos; el Aqueloo de los Eniadas; el otro, Heracles, que sale de la báquica Tebas; maneja el corvado arco y la lanza y la pesada clava, es hijo de Zeus. Impetuosos vinieron a las manos en la arena, ansiosos de llevarse la joven. Solo la Cipria diosa, la de las nupciales conquistas, estaba con ellos, árbitra del certamen.
Allí el estruendo de los puños, allí el del arco, y del confuso chocar de los cuernos del toro; allí del montarse y apretarse, y de los golpes horrendos en el testuz, y el jadear de los dos. Y en tanto la delicada y tierna doncella, sentada en la ladera de un apartado otero, esperando quién irá a ser su marido. Lo estoy contando [como si fuera su madre]. Con angustias de muerte lo contempla la angustiada doncella, y de pronto es arrancada de su madre cual abandonada ternerilla.
(Sale DEYANIRA con una doncella.)
DEYANIRA.—Mientras el recién llegado está hablando a las cautivas y despidiéndose, me he venido acá afuera a vosotras sigilosamente, ¡oh queridas!; lo primero,para explicaros la trama que han urdido mis manos, y también para pediros compasión por lo que sufro.
No es ya una niña, es una nueva esposa, la que he metido en casa, funesto cargamento de mi nave, funesta mercancía que dé al través con mi cabeza. ¡Dos para un mismo lecho, para unos mismos abrazos! Este es el regalo que después de tanto tiempo me envía en premio a mis desvelos el que llaman el bueno, el fiel Heracles.
Claro, yo enojarme no puedo enojarme contra él, víctima tantas veces de esta enfermedad. Pero eso de vivir con esta, ¿qué mujer lo podría tolerar? ¡Casadas con un mismo marido! El frescor de la una subiendo más y más; la otra ya marchitándose. A la flor es a lo que tira el corazón, a lo demás lo va dejando. Así que, lo estoy viendo, para mí Heracles va a tener nombre de esposo; para la jovenzuela, hechos de tal. Pero, ya lo he dicho, no está bien a una mujer que tiene juicio enojar­se, y os voy a declarar por dónde se me ofrece un golpe que me salve.
Escondida en urna de bronce, guardo yo hace mucho tiempo un regalo de un antiguo monstruo; lo recibí del pechihirsuto Neso, de sus heridas, cuando yo era aún niña y él estaba muriéndose. Solía él pasar por un tanto a los viajeros a través de la profunda corriente del rió Eveno en brazos, y sin batirlo con impulsores remos ni valerse de velas. Estaba, pues, llevándome a cuestas cuando enviada por mi padre iba yo por primera vez con Heracles de esposa; y he aquí que en medio del pasaje, tienta a tocarme con temeraria mano; yo di un grito, y se vuelve al punto el hijo de Zeus, dispara un volador dardo; silbando se le mete en el pecho hasta los pulmones, y estando ya moribunda me dice la fiera:
«!Hija del viejo Eneo!, si me escuchas, para algo te ha de valer mi peaje, por haber sido tú la última a quien yo he pasado. Si con tus manos coges sangre coagulada en derredor de mi herida, por donde está el veneno de la hidra Lernea que ha emponzoñado con negra hiel los dardos, eso te servirá de filtro, para ganarte el corazón de Heracles, de manera que ya no mirará a mujer alguna para amarla, sino a ti.»
Esto me ha venido al pensamiento, hijas, y pues lo tenía muy encerrado todo desde que él murió, he em­papado este manto, añadiendo todo lo que aquel me recomendó en vida. Ya está la cosa hecha. Audacias criminales no las sé yo, que jamás las aprenda; antes abomino de cuantos las practican. Ahora, lo que es tentar a vencer a esa joven con filtros y con mágicos conjuros sobre Heracles, para eso sí queda todo bien armado. A menos que os parezca que esto no va bien...; sí no, lo dejo todo.
CORIFEO—Si esas tus trazas ofrecen alguna garantía, parece que no vas descaminada en tus consejos.
DEYANIRA.—Garantía, solo esta parecer, parece que ello es así; prueba, no, no he hecho ninguna.
CORIFEO—Pues convendría hacer alguna y averiguarlo; pues, por bien que parezca, no estarás segura sin hacer alguna experiencia.
DEYANIRA.—Pronto se verá. Ahí sale él de palacio; muy pronto se irá ya. Vosotras, ¡ojo!, no me descubráis; con tal que se hagan a la sombra, ni las vilezas la envilecen a una.
(Entra LICAS.)
LICAS.—¿Mandas algo? Dame tus encargos, hija de Eneo, que ando ya mucho tiempo remolón.
DEYANIRA.—Eso mismo te he estado preparando, Licas, mientras charlabas tú con esas extranjeras ahí dentro.
Este rozagante vestido le has de llevar como obsequio de mis propias manos a aquel hombre. Pero al llevarlo ten en cuenta con que ningún mortal se lo aplique al cuerpo antes que mi marido, y que no le dé luz alguna ni de sol, ni de sagrado recinto, ni de fuego del hogar, hasta que él, engalanado, solemne y esplendoroso, se lo muestre a los dioses en un día de sacrificios de toros. Así lo tenía prometido: que si le veía un día salvo en casa u oía que lo estaba, le había de revestir cual se merece con este manto, y había de presentarle ante los dioses como sacrificador nunca visto con nunca vista indumentaria. Y ahí llevas una señal que él reconocerá al punto en el cerco de este sello. Ve, pues, y ante todo cumple tu deber: mensajero eres y no seas entremetido, y haz de manera que, juntas mi gratitud y la de él, doblen tu galardón.
LICAS.—Sí, tan verdad como tengo en esto el mismo oficio que Hermes, que por mí no fallará tu encargo; este estuche, tal como está, lo llevaré y pondré en sus manos y añadiré la garantía de las palabras que me has dicho.
DEYANIRA.—Andando, pues, y ya sabes cómo quedan las cosas por casa.
LICAS.—Sí que lo sé, y le diré que todo anda bien.
DEYANIRA.—Bueno, y sabes también, pues lo has visto, el recibimiento de la forastera y con qué afabilidad la he acogido.
LICAS.—Como que el corazón me saltaba de alegría.
DEYANIRA.—jY qué más puedes decirle? Bien; me recelo que convenga expresarle mi afecto, antes de ver si es igual el que él me tiene.
(Vanse: DEYANIRA, a palacio; LICAS, por la izquierda, camino de la Eubea.)
CORO.—¡Oh vosotros, los que moráis junto a los ardientes manantiales entre el puerto y los peñones y en los oteros del Eta; o cabe las aguas que el Malis metió en tierra, y cerca de las playas de la virginal diosa de áureas saetas, teatro de las renombradas asambleas de los griegos en las Termópilas!
La dulcísima flauta entre vosotros lanzará muy pron­to, no estridentes ecos lastimeros, sino acentos cual de liras de musas divinales; pues cubierto con los laureles de su invicto, viene ya para su casa el hijo de Zeus y de Alcmena.
Perdido para nuestra tierra, perdido por los mares, le hemos tenido largo tiempo sin saber de él, y esperándole hasta doce meses. Y aquí ha estado entre lágrimas esta su querida esposa, consumiéndose con las amarguras de su amargado corazón. Ahora, por fin, Ares, enfurecido, ha puesto fin a tan trabajosa vida.
¡Que llegue, que llegue ya!; no se le detenga la multirremera nave hasta  arribar a esta ciudad, dejando el isleño altar donde cuenta la fama está sacrificando. Vuelva de allí encendido en amor, derretido al empaparse en el hechicero conjuro, a nombre todo del centauro.
(Vuelve DEYANIRA)
DEYANIRA.—¡Ay hijas, cómo me temo que se me ha ido la mano en todo lo que he hecho hace un momento!
CORIFEO.—¿Qué pasa, Deyanira, hija de Eneo?
DEYANIRA.—NO lo sé; pero me aterra pensar que se me va a tener muy pronto por culpable de un crimen nefando, con la mejor intención.
CORIFEO.—¿NO será lo de los regalos enviados a Heracles?
DEYAN IRA—Precisamente; tanto, que a nadie aconsejaré jamás que se arroje a aventuras de resultado in­cierto.
CORIFEO.—Dinos, si decir se puede, qué es lo que así te turba.
DEYANIRA.—Tal es lo que ha pasado, que si os lo cuento, niñas, os pasmará escuchar cosa tan inesperada. Aquel blanco mechón de velluda oveja con que he teñido hace poco el suntuoso manto, aquel, digo, ha desaparecido, y no consumido por cosa alguna de casa, sino devorado y disipado por sí mismo, y desmenuzado sobre una losa; y para que lo entiendas todo como ello sucedió, voy a alargar un tanto mi relato.
Yo, de cuantas prescripciones me dio la fiera aquella, el centauro, cuando le estaba matando la acerba flecha clavada en el costado, no olvidé ni una sola, todas las guardé en mi memoria como inscripción imborrable grabada en placa de bronce. Esto es lo que me mandó y esto lo que he hecho: guardar aquel veneno lejos de todo fuego, y apartado de toda luz y de todo calor, en lugar secreto, hasta el momento de aplicárselo recién ungido a alguno. Exactamente lo que acabo de hacer.
Pues bien: cuando ha llegado la hora de hacerlo, hoy en palacio, en mi aposento, a escondidas, tomando una vedija de una res de nuestro rebaño, he empapado mi regalo y lo he doblado, y sin darle un momento el sol lo he colocado en cóncavo estuche, como lo habéis visto. Vuelvo luego a entrar y... veo un prodigio inexplicable, incomprensible para todo mortal: había yo por casualidad echado el copo de lana que para la unción me había servido, al sol, adonde reverberaban sus rayos. Vase calentando y vase esfumando y desaparecien­do, y en el suelo se hace polvo, muy semejante en un todo al aserrín que se ve formarse al aserrar madera. Así está allí, como quedó; y en el suelo donde cayó, hierven burbujas de espuma, como cuando cae en tierra jugoso mosto de negro zumo sacado de la báquica vid.
Así es que no sé adónde volverme, triste y descon­certada. Ahora veo que es horrible lo que he hecho. Porque ¿por dónde y por gracia de qué había aquella fiera de mostrarme su amor, estando muriendo, a mí, de quien le venía la muerte? No hay tal, no; era un embeleco y pretendía acabar con el que le había herido. Y yo lo vengo a entender a estas horas, cuando ya no tiene remedio. Yo, yo misma, malhadada, si no es que mis cálculos fallan, voy a ser quien le mate. Pues ve se que aquel dardo que le hizo la herida dejó maltrecho a Quirón, aun siendo un dios, y mata a cuantos vivientes llega a tocar. ¿Y no va a matar también a aquel esa misma negra sangre envenenada, recogida de la herida de este? No puedo dudarlo.
Pues lo tengo resuelto; si este falla, yo también muero juntamente y del mismo golpe. A mujer que se precia de no ser del todo mala, le es imposible la vida quedando difamada..
CORIFEO—Ciertamente, son para temer tan espantables cosas; pero no es justo renunciar a la esperanza hasta que hablen los hechos.
DEYANIRA.—Cuando los consejos han sido criminales, no hay tal esperanza que consienta un punto de consuelo.
CORIFEO—Pero contra quienes faltan involuntariamente, los enojos son blandos; tales te mereces tú.
DEYANIRA.—Lenguaje es ese, no de quien tiene el mal encima, sino del que en su casa está libre de pesadumbres.
CORIFEO—Convendría no decir más palabras, si no es para hablar a tu propio hijo; ahí está él, que fue a preguntar por el padre.
(Llega HILO apresuradamente.)
HILO.—¡Ah madre! ¡Cuánto diera por una de tres cosas: o que estuvieras ya muerta, o que, viva, no te llamases madre mía; o que cambiases por otro mejor ese corazón que tienes!
DEYANIRA.—¿Qué ha habido, hijo, al menos por mi parte, para tanto enojo?
HILO—A tu marido, sábelo de una vez, a mi padre, digo, lo has matado en este día.
DEYANIRA.—¡Ay de mi! ¿Qué noticia me traes, hijo?
 HILO—Noticia que no puede ser ya sino triste realidad; lo que es un hecho; ¿quién podrá ya hacer que no lo sea?
DEYANIRA.—¿Qué has dicho, hijo? ¿Quién te ha informado para que me imputes crimen tan horrendo?
HILO—Yo mismo he visto la triste realidad de mi padre con mis propios ojos; no es que haya oído con­tarla.
DEYANIRA.—¿Adónde le has ido a buscar y le has encontrado?
HILO—Si tú tienes que saberlo, habrá que contarlo todo. Cuando, saqueada la famosa ciudad de Eurito, se venia, trayendo los trofeos de la victoria y las primicias de los despojos... Bien; bañado por el mar hay un escarpado peñón en Eubea, el promontorio Ceneo; allí estaba, consagrando un altar y un tupido bosque al Zeus de sus padres, y allí fue donde, jubiloso, tuve la satisfacción de encontrarle.
Iba ya él a sacrificar una gran cantidad de victimas, cuando llega de casa tu propio mensajero, Licas, llevándole tu regalo, el funesto manto. Vísteselo él, como tú se lo pedías, e inmola como primicias de su botín doce toros, inmejorables; ciento eran en conjunto las reses que llevó al altar, de todas clases. Y al principio el desventurado, sí, fue haciendo su ceremonia con placidez de espíritu, orgulloso con su esplendente ornamento. Pero así que la llama roja en sangre prendió en toda la sagrada ofrenda y en la resinosa leña, rompe a sudar en todo el cuerpo, y el manto todo se le va ajustando bien pegado a los costados y miembro tras miembro, como por mano de un artífice; sobreviénele entonces un dolor de huesos que se los descoyunta, y comienza a devorarle aquel veneno, cual si fuera de una víbora cruel, mortal. Dio bramidos contra el desdichado Licas, que nada tenía que ver con tu crimen, por la alevosía con que había traído aquella vestidura.
Este, que nada sabía, infeliz, dice que no era sino un regalo tuyo, tal como se lo habías dado tú. El padre, así que lo oyó y sintió una convulsión desgarradora en todo su pecho, le coge por el pie, por donde juega el tobillo, y le arroja contra un peñón que, cercado del agua, se alza en el mar; hace saltar blancos los sesos entre la cabellera, esparcido el cráneo en pedazos y bañado en sangre.
El pueblo en masa dio un grito de espanto, viendo al uno furioso y al otro destrozado. Y nadie se atrevía a acercarse al hombre, porque ya se tiraba a tierra, ya saltaba a lo alto, dando gritos, dando bramidos. Y repetían sus ecos los peñones, y las altas crestas de la Lócrida, y aun los cabos de la Eubea.
Y cuando ya paró de tanto tirarse a tierra y tanto dar alaridos y mal decir sus funestas bodas contigo, malha­dada, contratadas con tu padre Eneo, con las que comprara la ruina de su vida, entonces, alzando sus revueltos ojos por encima de la humareda que le envolvía, me vio a mi en medio de la muchedumbre, llorando, y clavándome los ojos me grita: «Hijo, acércate, no me abandones en mi desgracia, aun cuando hayas de morir con tu padre, que muere; levántame y sácame, y, sobre todo, ponme donde no me vea mortal alguno; o si me tienes compasión, a lo menos sácame cuanto antes de esta tierra para que no muera en ella.
Esto pidió, y nosotros, tendido en medio de una lancha, le hemos traído a esta tierra a duras penas, y entre alaridos y convulsiones, y pronto le vais a ver aquí, o vivo o acabado de morir.
Convicta quedas, madre, de haber urdido y ejecuta­do tamaño crimen contra mi padre. ¡La vengadora justicia y las furias todas te lo cobren! Sí, si es lícito lo pido; sí que es licito, pues tú has saltado por encima de todo lo lícito, matando al hombre más noble de la tierra, y cual no lo has de ver en tu vida.
(Vase DEYANIRA a palacio en un silencio misterioso.)
CORJFEO.—¿Por qué te vas sin contestar palabra? ¿No ves que callar ahora es confirmar las acusaciones?
HILO.—Dejadla que se vaya. ¡Mil vientos la lleven en su viaje muy lejos de mi presencia! ¿Por qué ha de gozar sin derecho del respeto y nombre de madre, la que nada tiene de madre en su conducta? Váyase nora­mala, y que a ella le vengan las delicias que a mi padre ha proporcionado.
(Vase HILO)
CORO—Mirad, compañeras, por dónde se nos ha venido a cumplir la voz dictada por los dioses en la profecía de antaño, que anunciaba que cuando resbalasen los meses hasta llenar los doce años, entonces le llegaría el término de los trabajos al hijo de Zeus. Ya va ello en línea recta bogando hacia su fin. Pues el que ya no vive, ¿cómo va a estar ya bajo la servidumbre trabajosa de tanto trabajo?
Y si en nube de muerte le ha envuelto y empapado sus costados de inevitable ardid del traidor centauro, si se le ha inyectado el veneno, veneno que engendró la muerte, y crió centelleante dragón, ¿cómo va a lograr ver un día más que el presente, estando aprisionado por el espantable monstruo de la hidra, y si le desgarran ardiendo en sus carnes los aguijones de fuego candentes, preparados por los dolos de Neso el de la negra crin?
Nada de esto preveía la infortunada, y al ver entrar en su casa la funesta calamidad de las nuevas bodas, ella no lo entendió; pero los efectos de un funesto consejo dado en una malhadada entrevista, esos son los que llora desesperada, esos los que riega con el tierno rocío de incesantes lágrimas. El golpe del hado que se avecina prenuncia espantosa calamidad, hija de dolo.
Rompieron las fuentes de las lágrimas; una calamidad le ha caído; ¡ay de mí!, cual ninguno de los famosos trabajos que los enemigos echaron sobre Heracles. ¡Oh negro acero de conquistadora lanza! Tú con tu punta nos has traído a esta doncella desde la escarpada Ecalia. Pero es claro que quien lo ha manejado todo es la Cipria [Afrodita], silenciosa ejecutadora de sus trazas.
SEMICORO PRIMERO.—¿Es ilusión mía, o estoy oyendo extenderse por la casa la voz de un lamento? ¿Qué será esto?
SEMICORO SEGUNDO—Bien claros son los sonidos, alaridos de tristeza llenan la casa; alguna novedad hay dentro.
CORIFEO—Mira, ahí viene, triste y ceñudo el rostro, a contarnos algo esa anciana.
(Llega la vieja NODRIZA.)
NODRIZA.—¡Ay hijas! ¡Qué males y cuán atroces los que nos ha traído el regalo enviado a Heracles!
CoRIFEo.—¿Qué novedad es, mujer, la que nos anuncias?
NODRIZA—Ya se ha ido Deyanira por el último de todos los caminos y sin mover los pies.
CORIFEO—No será que ha muerto.
NODRIZA—Ya lo has oído todo.
CORIFEO—Pero ¿ha muerto la desventurada?
NODRIZA—Segunda vez que lo oyes.
C0RO.—( Todas.) Desdichada, se acabó... ¿De qué manera murió, di?
NODRIZA—De la más triste que se puede.
CORO—Di, mujer, ¿qué es lo que le ha dado?
NODRIZA—A sus propias manos ha muerto.
CORO.—,¿Qué furia, qué desesperación ha movido el arma que la ha arrebatado? ¿Cómo lo ha hecho para añadir por sí misma esta muerte a la otra muerte?
NODRIZA—Al filo del acero asesino.
CORO.—¿Has visto tú misma, ¡oh desdichada!, la triste escena?
NODRIZA—La he visto, sí; como que estaba muy cerca junto a ella.
CORO.—¿Quién fue? ¿Cómo? Vamos, di.
 NODRIZA—Por sus propias manos lo ha hecho todo ella misma.
CoRO.—¿Qué dices?
NODRIZA—La verdad sin rebozos.
C0RO.—¡Ay!, ha dado a luz, ha dado a luz esa recién llegada doncella en este palacio a una espantosa furia.
NODRIZA—Y tanto. Pero más te dolieras aún si, acercándote allí, hubieras visto lo que hizo.
CORO.—,¿Y pudo mano de mujer atreverse a tanto?
NODRIZA—Y con fiereza. Tú vas a verlo y a darme la razón. Apenas entró sola dentro de casa, y vio en el interior al hijo acomodar la blanda camilla para salir al encuentro del padre, se encierra, y oculta donde nadie la vea, se arroja ante el altar, lamentando a gritos cómo ha quedado sin defensa, y llorando a cada objeto que toca de los que había usado antes la desventurada; y rodando de acá para allá por la casa, apenas veía a alguno de sus fieles servidores, rompía a llorar la desdichada al contemplarle, lamentando ella misma su propia suerte y cómo quedaba sin hijos para siempre.
Y así que cesó en esto, veo que se lanza hacia la cámara de Heracles, y yo, recatada en la sombra para verla, me quedé espiándola. Veo, pues, que la mujer extiende los cobertores sobre el tálamo de Heracles; apenas lo hace, salta y se sienta en medio del lecho, y derramando arroyos de lágrimas, grita: “¡Oh lecho y cámara nupcial mía, adiós, adiós para siempre, que a mí no me recibiréis ya para descansar en esta cama!» Y clamando así, con un tirón violento se suelta ella misma el vestido, por el broche de oro que lo sujetaba ante el pecho, y dejó descubierto el brazo y todo el costado izquierdo
Yo entonces, corriendo cuanto más podía, voy y le cuento al hijo lo que estaba haciendo; voy, volvemos, y entre tanto ya ella se había clavado aguda espada de dos filos por el costado hasta el corazón. Prorrumpió en lamentos el hijo al verla, pues conoció el desdichado que él por su enojo la había impulsado a tal desesperación, enterado, aunque tarde, por alguien en casa, de que, sin saberlo y por instigación del centauro, lo habla hecho todo. Y estábase allí el joven desdichado sin cesar un punto de lamentarla, y de llorar sobre ella y de cubrirla de besos postrado; y echóse en tierra lado con lado de la madre, deplorando mil veces la temeridad con que la había acusado de tan infando crimen, y clamando que iba a quedar privado para toda la vida de los dos, del padre y de la madre.
Así ha quedado el palacio; ¡mentecato el que echa cuentas para dos días, o aun para tres!; no hay mañana para el que no acabe bien el día de hoy.
(Vuélvese a palacio la NODRIZA. )
CORO.—¿Qué lamentaré yo primero? ¿Cuál es el mayor de ambos males? Infeliz de mí, no sé decirlo. Lo uno lo tenemos ante los ojos en palacio; lo otro presentimos que ya llega; tan triste es el presentimiento como la realidad.
¡Oh! ¡Venga ya a esta casa un viento huracanado, salvador, que me arranque de estas tierras, para que no muera de espanto con solo ver un momento al potente hijo de Zeus! Pues dicen que viene a su casa entre tormentos que no puede sacudir de si. ¡Oh aterradora visión!
Cerca estaba, y no lejos, lo que yo, canoro ruiseñor, lamentaba tanto.
(En este momento se ve llegar con paso cauteloso y en silencio a un VIEJO acompañado de varios hombres que traen una camilla y en ella a HERACLES dormido.)
Ahí está esa extraña comitiva de gente extranjera. ¿Y en qué estado lo trae? Como solícita por un amigo, lenta avanza y cautelosamente para acá. ¡Ay! Ay! Y él viene en silencio, ¿Qué decir de esto? ¿Estará muerto? ¿Estará dormido?
(Sale HILO y varios más, trayendo una ca­rnilla.)
HILO.—¡Ay de mi por tu causa! ¡Ay de mí, desventurado! ¡Padre mío! ¿Qué es de mí? ¿Qué hacer ya? Ay! ¡Ay!
ANCIANO.—(A media voz.) Calla, hijo, no despiertes a la furia desesperada que tiene a tu padre fuera de sí.
Vivo está, aunque agotado. Cierra la boca, sella el labio.
 HILO.—¿Qué dices, viejo? ¿Vive todavía?
ANCIANO.—(A media voz.) No lo despiertes, que está dormido; no lo irrites ni provoques un acceso del furor que le suele venir, hijo.
HILO—A mi es a quien me ha venido un pesar infinito, he perdido el juicio.
(HERACLES despierta y se va incorporando. )
HERACLES.—(Despertando.) ¡Oh Zeus! ¿A qué tierras he venido? ¿Entre qué mortales estoy aquí tendido, torturado con estos continuos dolores? ¡Ay, ay, miserable de mí! ¡Ya está royendo la maldita peste! ¡Ay!
ANCIANO.—(A HILO.) ¿Ves cuánto mejor era estarte callado y no descorrer el sueño de sobre sus párpados y su cabeza?
HILO—Es que ¿cómo poder contenerme a la vista de tal desgracia?
HERACLES.—¡Oh peñón de mis altares en el Ceneo! ¡Vaya pago este, oh Zeus, a mis ricos sacrificios, miserable de mí! ¡Oh, qué ruina me has acarreado! ¡Qué ruina! Ojalá jamás te hubiesen visto mis ojos, triste de mí, para haber de contemplar esta erupción de frenesí, rebelde a todo conjuro; porque ¿quién es el encantador, quién el mágico hechicero que pueda conjurar esta peste, fuera de Zeus? A distancia le mirara yo, como a un prodigio.
(Pónense los de la comitiva a trasladarle a la camilla traída de casa por HILO.)
¡Ah! Dejadme, dejadme, triste de mí, dejadme des­cansar. ¿Qué me tocas ahí, dónde me recuestas? Que me matas, que me matas; que estás encandeciendo aun lo que ya estaba calmado. Ya me ha agarrado ¡ototoy!, ya va royendo otra vez. (Al viejo y sus compañeros.) ¿De dónde sois, los más crueles de todos los griegos? Para libertarios he ido yo consumiéndome con tantos traba­jos, por el Ponto y por los bosques todos, y ahora para mí en estos mis dolores, ¿nadie habrá que me alcance una espada o el fuego salvador? ¡Eh! ¡Eh! ¿Y nadie, nadie querrá acercarse y cortar a cercén esta cabeza de este cuerpo maldito? ¡Ay de mí! ¡Ay!
ANCIANO—Hijo de Heracles, esta carga va siendo mayor que la que sufren mis años; coge de ahí; fuerzas tienes para que no sea yo quien le atienda.
HILO—Bien, ya agarro; pero ni dentro ni fuera hallo yo con qué librar su vida de dolores, ¡tales son los destinos de Zeus!
(Colocada la camilla en primer término, HILO ayuda a HERACLES a incorporarse.)
HERACLES.—¡Hijo! ¿Dónde estás? Por aquí, cógeme por aquí al levantarme. ¡Ay dolor, mala suerte!
Ya se echa, ya se echa encima otra vez el ataque feroz, irresistible, salvaje, que me destroza.¡Oh Palas, Palas! Ya me está torturando otra vez. Hijo, compadece a tu padre, saca la espada sin temor a críticas y clávamela bajo la clavícula, y cúrame este dolor con que me ha sacado de mi tu impía madre. ¡Así la vea yo caer, así, así como yo estoy! ¡Así como me ha matado! ¡Oh dulcísimo Hades!
¡Dulce Plutón, hermano de Zeus!, dame el descanso, dame el descanso, matando con instantánea muerte a este desdichado.
CORIFEO—Me horroriza, amigas, ver en tal desventura al rey. ¡Lo que es él y lo que sufre!
HERACLES—YO, que tantos, y tan arriscados, y tan verdaderos trabajos he aguantado, sin cejar, con mis puños y con mis hombros. Y ni la mujer de Zeus, ni el abominable Eurísteo me los impuso tales como el que me ha pegado a los hombros esa traidora hija de Eneo, parche tejido por las Furias, que me está matando.
Pues metido ya en mis costados, me está corroyendo las carnes hasta sus raíces, y clavado en mí, me sorbe el aliento de mis pulmones, me ha bebido ya mi robusta sangre, y todo el cuerpo lo tengo ya podrido, domeñado por estas inexplicables ataduras. No habían logrado tal, ni las lanzas en lucha campal, ni la tropa de los gigantes, hijos de la Tierra, ni la ferocidad de las fieras, ni la Grecia, ni los países extranjeros, ni la tierra entera que yo recorrí en mi campaña purificadora. Una mujer, hembra y nada más que hembra, sola ella ha matado y sin tocar un puñal.
Hijo, muéstrate de verdad hijo mío y no te venza el respeto a tu madre; cógela en tus manos, y pon en las mías a tu madre, y veamos si te duele más este tortu­rado cuerpo que no el de tu madre, cuando lo veas maltratado y destrozado como se merece.
Vamos, hijo, atrévete. Ten compasión de mí, que a tantos se la inspiro; como una chiquilla estoy aquí gimoteando y llorando; ¿qué mortal podrá decir habérmelo visto hacer jamás? Sin jadear siquiera fui despachando todos mis trabajos. ¡Y ahora vengo a parar en mujer infeliz!
Ven ahora acá, ponte junto a tu padre y observa de cerca cómo es la enfermedad que así me tortura. Yo te lo demostraré descubriéndome.
(HERACLES va descubriéndose poco a poco y mostrando las llagas.)
Mira, mirad todos (A los espectadores.) a este cuerpo miserable, contemplad a este desdichado y cuán triste es mi suerte.
¡Ay, ay, desventurado, ay, ay! Ya está, ya está abra­sándome de nuevo el acceso, ya me ha penetrado en las entrañas, no me va a dejar un punto de reposo esta maldita roedora peste. ¡Oh rey Hades, recíbeme allá! ¡Rayo de Zeus, descarga! ¡Fulmina, dispara, rey, el golpe de tu rayo, padre! Ya está mordiendo otra vez, ya arde, ya estoy en brasas.
¡Oh manos, manos mías! ¡Oh hombros! ¡Oh pecho! ¡Brazos míos queridos! ¿Sois vosotros los que antaño hicisteis trizas a aquel león de la tierra nemea, espanto de boyeros, inaccesible, intratable monstruo? ¿Los que a la hidra Lernea, y a aquella irrefrenable raza de biformes fieras en caballar catadura, insolentes, indómitas, brutalmente feroces, y a la bestia del Enmanto, y a aquel monstruo incoercible, el perro de tres cabezas de las cavernas del infierno, cachorro de la espantosa Equidna, y al dragón guardián de las manzanas de oro en los confines de la tierra? Mil aventuras más acometí en mi vida, y nadie pudo cantar victoria contra estas manos. ¡Y ahora así, descoyuntado, hecho jirones, aquí, destrozado, miserable, me muero por este misterioso enemigo, yo, el hijo afamado de la más noble madre, el renombrado hijo de Zeus, rey del cielo estrellado!
Pues entendedlo bien: nada soy, no puedo arrastrarme; pero a la causante de esto yo la tengo que hacer pedazos, aun así como estoy. Que venga no más, y va a pregonar al mundo entero que lo mismo al morir que en vida sé yo dar su merecido a los malvados.
CORIFEO.—¡Oh triste Hélade! ¡Grandes desdichas la esperan, si queda privada de este hombre!
HILO—Padre, ya que das lugar a hablarte, escúcha­me en silencio, a pesar de tus tormentos, que no puede ser más razonable mi súplica. Dáteme un momento, sin todo ese furor que tus dolores te provocan. De lo con­rario, no entenderás cuán infundadamente te forjas esos deseos y guardas esos resentimientos.
HERACLES—Di lo que quieras y calla; entre estos dolores no entiendo nada de esas prolijas sutilezas.
HILO—De mi madre vengo a decirte cómo está y el error que ha cometido contra su voluntad.
HERACLES.—¡Ah malvado! ¿Te atreves a mentar si­quiera a esa madre parricida donde yo lo pueda oír?
HILO—Sí, porque la cosa es tal, que no debo callar.
HERACLES—Cierto que no, de los crímenes que ha cometido, no.
HILO—Tú vas a reconocer que tampoco de lo que ahora pasa.
HERACLES—Habla. Pero guárdate de mostrarte pér­fido de corazón.
HILO. —Digo, pues: está muerta; hace un momento ha muerto.
HERACLES.—,¿Por quién? Peregrina noticia y de mal agüero la que me traes.
HILO—Ella por si misma y no por mano ajena.
HERACLES.—¡Lástima! ¡Antes de destrozarla en mis manos como lo merecía!
HILO—Tú calmarlas tu enojo silo supieras.
HERACLES—Exordio notable el tuyo; explica tu pensamiento.
HILO.—Esto es todo: que llevaba buena intención y le salió mal.
HERACLES.—¡Ah malvado! ¿Buena intención y ha matado a tu padre?
HILO—Es que creyó conquistarse tu amor con ese conjuro, cuando vio que enviaste tu nueva esposa, y le ha fallado.
HERACLES.—¿Y quién en Traquina fue el mágico ese tan prodigioso?
HILO—Allá, hace tiempo, le persuadió el Centauro Neso que con ese filtro encendería en ti el amor hacia ella.
HERACLES.—¡Adiós, adiós!, desdichado; soy perdido ya de esta vez. Se acabó, se acabó ya Heracles, ya no brilla el día para mí. ¡Ay de mi! Ahora comprendo la situación de mi desgracia. Vete ya, chico; tu padre ya no existe; ve y llámame aquí a toda la familia, a tus hermanos, y llámame a la desdichada Alcmena, a la en mala hora esposa de Zeus, para que todos oigáis de mis labios moribundos los oráculos que yo sé.
HILO—Pero la madre no está aquí; precisamente está ya viviendo en Tirinto la marítima; y de los niños, a unos se los ha llevado consigo para criarlos; los otros, sábete que están en la ciudad de Tebas. A los demás, que aquí estamos, manda, padre, lo que gustes; obe­dientes lo cumpliremos.
HERACLES—Pues bien, escucha mi encargo: a punto has llegado en que muestres que eres en la realidad, siendo en el nombre hijo. Teníame dictado mi padre hace tiempo un oráculo, que no había yo de morir a manos de ningún vivo, sino a las de quien habitara en el Hades, ya muerto. Ese monstruo, el Centauro, me está matando, un muerto al que está vivo, exactamente como lo decía el vaticinio.
Y mira cómo con aquellos antiguos oráculos ajustan perfectamente otros más recientes. Cuando entré en el bosque de los Selos, los montaraces que se acuestan en tierra, puse por escrito tales oráculos al dictarlos la encina de muchas lenguas de mi padre. Decían que yo en este tiempo y momento presente había por fin de quedar libre de los trabajos que cargan sobre mí; pensé que me pronosticaban felicidad, y no era por lo visto sino que iba a morir, pues los muertos ya no pasan trabajos.
Ya que esto se va cumpliendo tan bonitamente, fuerza es, hijo, que me prestes tu ayuda, y no te muestres remiso ni provoques mi indignación, sino que cedas y lo hagas, persuadiéndote que el más santo de los man­damientos es obedecer a los padres.
HILO—Me aterra, padre, yerme en este aprieto en fuerza de mi palabra, pero cumpliré lo que me mandes.
HERACLES.—Ante todo, junta tu diestra con mi diestra, hijo.
HILO—Pero ¿para qué me exiges promesas tan solemnes?
HERACLES.—¿Me la vas a dar? ¿Vas a obedecer, por fin?
HILO—Bien, ahí la tienes; en nada te resisto.
HERACLES—Jura por la cabeza de Zeus que me engendró…
HILO.—,¿Qué es lo que he de hacer? ¿No me lo explicas ya?
HERACLES—Jura que me vas a cumplir lo que te encargue.
HILO—Lo juro, poniendo por testigo a Zeus.
HERACLES—Y que, si faltas a tu palabra, pides el castigo de los dioses.
HILO—No lo vea yo. Porque yo la cumpliré. Con todo, lo pido, sí.
HERACLES.—¿Conoces tú aquella empinada cresta del Eta consagrada a Zeus?
HILO—Sí la conozco; como que muchas veces he estado en ella sacrificando.
HERACLES.—Pues bien: es preciso que a ese monte me lleves tú en peso, tú mismo, con los amigos que tú escojas. Y que cortes abundante maleza en aquella selva de seculares raíces, y derribando fornidos troncos de olivos silvestres, eches sobre todo ello mi cuerpo, y tomando una tea de pino en llamas, le prendas fuego. Y no haya allí ni gemidos ni lamentos; sin un suspiro, sin una lágrima, tienes que hacerlo, si eres hijo de este padre. Si no lo cumples, aun desde el otro mundo pesaré sobre ti perpetuamente como una maldición.
HILO.—¡Ay padre! ¿Qué dices? ¿Qué me has impuesto?
HERACLES—Lo que tiene que cumplirse; y si no, hazte hijo de otro padre y jamás te llames mío.
HILo.—¡Ay de mí una y otra vez! ¿Adónde me empujas, padre, a hacerme asesino tuyo y parricida, ¡oh padre!?
HERACLES—No tal; sino remedio de mis dolores, médico único de los males que me aquejan.
HILO.—¿Qué es eso de curarte abrasando tu cuerpo?
HERACLES—Bueno, si a esto no te atreves, haz por lo menos lo demás.
HILO—En lo de llevarte no hay inconveniente nin­guno.
HERACLES.—¿Tampoco en lo de amontonar la pira como he dicho?
HILO—Todo menos tocarla con mi mano, todo lo demás lo haré; se te dará gusto de mi parte.
HERACLES—Solo con eso me basta. Pero añade un pequeño favor a los grandes que ya me has prometido.
HILO—Por más grande que sea, concedido desde luego.
HERACLES.—¿Sabes esa joven, hija de Eurito?
HILO—Yola, dices, si no te entiendo mal.
HERACLES—Tienes razón. Esto es todo lo que quería encargarte, hijo; a esta, cuando yo muera, si quieres serme buen hijo, fiel al juramento que has hecho a tu padre, la tomas por esposa. ¡No desobedezcas a tu padre!, y que nadie sino tú se lleve a la que ha participado de mi lecho. Tú, hijo, tú arregla esa boda. Obedéceme; resistir en las cosas pequeñas habiendo cedido en las grandes es anular los anteriores obsequios.
HILO.—¡Ay de mí! ¡Crueldad es enojarse con un en­fermo!, pero ¿quién puede sufrir ver discurrir de esa manera?
HERACLES.—¿Hablas de que no quieres hacer nada de lo que digo?
HILO.—¿Quién lo va a querer, si es ella la única culpable de que haya muerto mi madre y de que tú estés como estás? ¿Quién va a hacer tal, si no estás frenético por algún dios vengador? Padre, antes morir yo también que convivir con mis mayores enemigos.
HERACLES—Ya se ve; este hombre no quiere obsequiar a su padre moribundo. (Irritado.) ¡Pues la mal­dición de los dioses pese sobre ti si desobedeces a mi voz!
HILO.—¡Ay, que e lo que veo vas a descubrir pronto que te ataca tu furia!
HERACLES—Tú me la estás irritando, cuando ya ella estaba adormecida.
HILO.—¡Triste de mí! ¡Qué de perplejidades me envuelven!
HERACLES—Es que no te dignas escuchar a tu padre.
HILO—Pero, padre, ¿voy a aprender de ti a ser impío?
HERACLES—No hay tal impiedad, si así cumples un gusto mío.
HILO—Pero ¿con toda tu autoridad me mandas hacer eso?
HERACLES—Sí, te lo mando, y séanme testigos de ello los dioses.
HILO—Bien, pues lo haré y no me resistiré ya, excu­sándome ante esos dioses con tu mandato, pues nadie me condenará por haberte obedecido, padre.
HERACLES—Bien acabadas, y a todas tus atenciones añade la de la prisa, y antes que me venga otro ataque o arrebato, ponme sobre la pira.
Vaya, daos prisa, levantadme. Aquí está el cabo de mis males, aquí el término de la vida de este hombre.
HILO—Nada nos impide ya darte gusto, padre, pues­to que tú mandas y nos lo exiges.
(Pónense ya a cocer la litera para levantar a HERACLES.)
HERACLES—Vamos, antes de que me irritéis las heridas. ¡Oh alma invencible! Pega con freno de hierro mis labios como sillar contra sillar, déjate ya de lamentos. Aunque a disgusto, estás cumpliendo tu mayor gusto.
HILO—Levantad, compañeros, y otorgadme generoso perdón. Pero condenad la injusticia de los dioses, pues ven impasibles todo esto ellos que le engendraron y se llaman sus padres. El porvenir nadie lo sabe; pero, al menos lo presente, triste es para nosotros, vergonzoso para ellos, y doloroso, como para nadie, para este que lo sufre.
Tampoco tú, niña (¿A Yola? ¿Al Coro?), quedes ya fuera de casa; tú, que tan terribles e inesperadas muer­tes y tormentos tantos y tan peregrinos has presenciado. 
Y en todo esto nadie anda sino Zeus.