EL JUEGO DE LA ENRAMADA
Escena Primera
(Adam, Riquier Aurí, Hane el mercero y Gillot el pequeño)
ADAM. (Llevando la capa de los estudiantes de París). Señores, ¿sabéis por qué he cambiado de traje? Porque aunque soy casado, vuelvo a la clerecía para realizar lo que vengo soñando desde hace mucho tiempo. Así es que voy a despedirme de todos vosotros. Nadie podrá decir que sólo me he jactado de poder realizarlo. Siempre puede uno salir de su encantamiento. Después de la enfermedad se recupera la salud. Por otra parte, no he perdido mi tiempo; he amado lealmente… En fin, me voy a París.
RIQUIER. ¿Qué harás allí, desventurado? Nunca ha salido de Arras un buen clérigo y tú tienes la pretensión de ser el primero. ¡Es una gran ilusión!
ADAM. ¿Riquier Amion no es un buen clérigo y no tiene habilidad para llevar un libro?
HANE. Sí. “A dos centavos la libra”. No creo que sepa otra cosa. Pero ni quien se atreva con vos ya que nadie os gana en viveza.
RIQUIER. ¿Creéis, mi dulce y buen amigo, que Adam conseguirá su propósito?
ADAM. Todo el mundo se burla de mí. Pero como la necesidad me empuja y debo decidirme yo solo, la estancia en Arras y sus placeres no pesan tanto sobre mí para que les sacrifique la ciencia. Ya que Dios me dio talento, todavía es tiempo de emplearlo bien. He desperdiciado bastante mi riqueza aquí.
GILLOT. ¿Y qué será de Dama María, mi comadre?
ADAM. Señor mío, vivirá aquí con mi padre.
GILLOT. Maestro, no podéis iros así. Cuando la Santa Iglesia une una pareja, es para siempre. Debéis reflexionar antes de decidiros.
ADAM. A fe mía que habláis sin saber. Es fácil decir: “sigue la línea trazada”. ¿Quién hubiera sabido librarse del matrimonio al principio? El amor me sorprendió en el momento en que uno se hiere dos veces si se defiende de él; me aprisionó cuando la sangre empieza a hervir, en la verde estación y en lo sabroso de la juventud, cuando la cosa tiene el mejor gusto, cuando no se busca la conveniencia sino el placer. El verano brillaba hermoso, dulce, verde, claro, deleitable con los cantos de los pajarillos; en un espeso bosque, cerca de una fuente que corría sobre una arena centelleante, apareció la que hoy es mi mujer, (a quien ahora veo pálida y marchita) y entonces la vi tan blanca, rosada, risueña, amorosa y esbelta, como ahora la veo gorda, mal hecha, triste y gruñona.
RIQUIER. ¡Qué Maravilla! Verdaderamente eres bien variable si olvidas tan pronto aquellas cualidades encantadoras. Sé muy bien por qué estás harto.
ADAM. ¿Por qué?
RIQUIER. Porque tu mujer ha sido demasiado pródiga de sus bienes.
ADAM. No es esto, amigo Rikeche. El amor hace brillar en la mujer todas sus gracias, haciéndola aparecer más bella, tanto que nos hace ver una truhana como si fuere una reina. Los cabellos parecen de oro brillante, ondulados, tornasolados, abundantes, mientras son negros, lisos, escasos. Ahora todo me parece cambiado. Tenía la frente bien proporcionada, blanca, lisa, alta, descubierta; la veo arrugada y estrecha. Sus cejas me parecían arqueadas, finas, trazadas con un fino pincel para embellecer la mirada; las veo borrosas y como si quisieran volar en el aire. Sus ojos negros, me parecían brillantes y vivos, grandes bajo los párpados rematados por dos finas vallas gemelas que se abrían y cerraban a voluntad con miradas francas y amorosas; entre los dos ojos, descendía la arista de la nariz bella y recta, medida con justa proporción que le daba forma, figura y estremecimientos de alegría. Bajo la redecilla, aparecían dos blancas mejillas un poco teñidas de rojo, en las que la risa ponía dos hoyitos. ¡Dios no había formado otro rostro parecido! Después, la boca fina en los extremos y gordezuela en el centro, fresca y roja como una rosa; los dientes blancos, bien formados, apretados; la barbilla con su hoyito y el cuello blanco, sin pliegue hasta los hombros; la nuca descubierta, blanca y llenita, con un ligero repliegue hacia un lado; de los hombros rectos nacían los largos brazos, llenos o delgados donde se convenía. Y todo esto no era nada si se miraban sus blancas manos, sus largos dedos de articulaciones finas y adelgazadas puntas, con sus uñas rosadas, limpias y lisas. Comprendió bien pronto que la quería más que a mí mismo, lo que hizo que me tratara con un orgullo terrible, y cuanto más orgullosa se mostraba, más hacía crecer en mí el amor y el deseo. Los celos, la locura, la desesperación, se mezclaron con el amor que iba creciendo, me inflamaba y poníame fuera de mí. No conocí el reposo hasta que fui su dueño y señor. Buenas gentes, es así como caí prisionero del Amor que me tomó por sorpresa y a traición, ya que no eran verdad todas las perfecciones que él ponía ante mis ojos.
RIQUIER. Maestro, si vos me dejarais a vuestra mujer, la encontraría bien a mi gusto.
ADAM. Lo creo. Pero ruego a Dios no me dé tal desgracia; no necesito un aumento de preocupaciones; al contrario, quisiera ganar el tiempo perdido y, para cultivarme, correr a París.
Escena Segunda
(Los mismos, Maestro Enrique, padre de Adam, después un médico, después Dama Dulce y Rainelet)
ENRIQUE. ¡Ah mi buen y dulce hijo! Te compadezco por haber perdido tanto tiempo por una mujer. Ahora sé juicioso y vete.
GILLOT. Dadle pues dinero; para vivir en París, lo necesitará.
ENRIQUE. ¡Lástima, buen hombre! ¿De dónde lo sacaré? No tengo más que veintinueve libras.
HANE. ¿Estáis borracho?
ENRIQUE. No, no he bebido una sola gota de vino hoy. Lo he empeñado todo. ¡Mal haya quien me lo aconsejó!
ADAM. ¿Qué, qué, qué? ¡Con eso sí que podré ser estudiante!
ENRIQUE. ¡Hijo mío! Tú eres fuerte y listo y saldrás adelante por ti mismo. En cambio yo soy un viejo, siempre con tos, enfermo, reumático y decaído.
EL MÉDICO. Sé muy bien lo que os pone enfermo. Por la fe que os debo, Maestro Enrique, sé bien vuestra enfermedad. Es un mal que se llama avaricia. Si queréis que os cure, habladme luego. Soy un médico con buena clientela; tengo muchos enfermos de este mal; en esta villa en particular tengo más de dos mil para los cuales no es posible ni la curación ni el alivio. Halois ya murió de lo mismo. Tienen la misma enfermedad, Roberto Cosel, Faverel el cojo y todos sus hijos.
GILLOT. Por vida mía, no estaría mal que todos estuvieran muertos y enterrados.
EL MÉDICO. Tengo también a los Ermenfrois de París y Ermenfrois Crespin a los que esta enfermedad terrible conduce a la muerte con todos sus hijos y familia. Otro es Halvis, caso por cierto algo odioso, ya que es verdugo de sí mismo. Si muere será por su culpa porque compra pescado podrido para comer. Lo raro es que no reviente.
ENRIQUE. Maestro, ¿qué será esta hinchazón que tengo aquí?
EL MÉDICO. ¿Tenéis un orinal?
ENRIQUE. Sí, Maestro. Aquí hay uno.
EL MÉDICO. ¿Habéis orinado en ayunas?
ENRIQUE. Sí.
EL MÉDICO. Veamos. ¡Qué Dios nos ayude!
Tenéis el mal de San Lienart, amigo. No necesito ver más.
ENRIQUE. ¿Tengo que meterme en la cama?
EL MÉDICO. No. Tengo tres enfermos de la misma enfermedad.
ENRIQUE. ¿Quiénes son?
EL MÉDICO. Juan de Auteville, Guillermo Wagon y el tercero, Adam L’Austier. Están enfermos por llenarse demasiado la panza y por lo mismo tenéis vos el vientre hinchado. (Llega Dama Dulce que pide también una consulta al médico, lo que da ocasión a una crítica de las mujeres).
GILLOT. A fe mía que para las mujeres es necesario hacerse temer. Creo sensatas a las damas de la Waranche que se hacen temer y respetar.
HANE. La mujer de Mahieu L’Austier, que se casó en Ernoul de la Porte se conduce de tal manera que la temen y la respetan. Usa sus dedos y uñas contra el magistrado de Vermandois. Pero tengo por sabio a su marido, ya que se calla.
RIQUIER. Hay en la vecindad algunas jovencitas, Margot de las Manzanitas y Aélis la del Dragón que, una se pelea con su marido sin dejarle reposo, y la otra habla como cuatro.
GILLOT. ¡Ah! ¡por Dios traed una estola! Ha nombrado los diablos.
HANE. Maestro, no os alarméis si tengo que nombrar a vuestra mujer.
ADAM. Yo me río, pero que ella no se entere. Conozco algunas bien peleonas. La mujer de Enrique de Arjans que saca las uñas y se eriza como un gato, y la mujer del Maestro Tomás de Darnestal, la que vive allá, por los alrededores de la villa.
HANE. Bueno; aquellas tienen cien diablos en el cuerpo, tan cierto como que yo soy hijo de mi padre.
ADAM. Más o menos como Dama Eva, vuestra madre.
HANE. Vuestra mujer, Adam, no se queda atrás.
Escena tercera
(Los mismos, el Fraile, después Walet, después El Loco y su Padre)
EL FRAILE. Señores, el señor Sanacario ha venido a visitaros. Acercaos todos a rezarle y que cada uno le dé su ofrenda pues no hay Santo de aquí hasta Irlanda que haga tan grandes milagros; él saca los diablos del cuerpo por el santo misterio de Dios, y sana de la locura a los tontos y tontas. He visto a menudo llegar al monasterio de Haspres a verdaderos idiotas, que, al irse, estaban sanos, ya que la reliquia tiene un gran poder, y con una monedita podéis quedar bien con el santo.
ENRIQUE. ¡A fe mía! Yo aconsejo llevar a Haspres a Walet antes de que sea tarde.
RIQUIER. ¡Oh, Walet! De verás tú el primero, pues creo que no hay nadie más loco que tú.
WALET. ¡San Acario! Dadme la felicidad de la locura puesto que, como veis, soy loco declarado. Me siento feliz de veros y os traigo, “hermoso sobrino”, un queso bien grande y jugoso; creo que os lo comeréis entero. No sé como obsequiaros de otra forma.
ENRIQUE. Walet, por la fe que debo a San Acario ¿qué habrías dado para ser tan buen ministril como tu padre?
WALET. “Hermoso sobrino”, para ser tan buen gaitero como él fue, consentiría ser colgado o que me cortaran la cabeza.
EL FRAILE. A fe que esto es una simpleza. Tienes razón de recurrir a San Acario. Walet, besa el relicario, de prisa, pues ya está llegando la multitud.
WALET. ¡Besadlo también, “hermoso sobrino”, Walaincourt!
EL FRAILE. ¡Oh Walet!, “hermoso sobrino”, ve a sentarte.
DAMA DULCE. ¡Por Dios, Señor, atendedme! Collart de Bailleul y Henvin os mandan dos monedas porque tienen mucha confianza en el poder del Santo.
EL FRAILE. Los conozco muy bien, desde la infancia, cuando cazaban mariposas. Depositad las monedas aquí y traedlos mañana.
WALET. Esto, por Gautier a La Main. Rogad por él; está enfermo de un mal que le atacó el cerebro.
HANE. Vamos a mugir como bueyes; dicen que esto lo pone furioso. (Dice estas palabras refiriéndose al loco que en este momento llega).
LA MULTITUD. ¡Mu-u-u!
EL FRAILE. ¿Nadie da más?¿Habéis olvidado al Santo?
ENRIQUE. Aquí traigo una medida de trigo por Juan le Keu, nuestro sargento. Lo encomiendo a San Acario; es su devoto desde hace tiempo.
EL FRAILE. Hermano, habéis hecho una buena recomendación. ¿Dónde está que no viene él personalmente?
ENRIQUE. Señor, lo tiene postrado el mal, tanto que le han obligado a guardar cama. Mañana vendrá a pie, si Dios quiere y está mejor.
EL PADRE DEL LOCO. Vamos, levántate, hijo mío, y ven a rezar al Santo.
EL LOCO. ¿Qué es esto?¿Quieres matarme?¡Hereje canalla!, ¿crees a ese hipócrita? Déjame. ¡Yo soy el rey!
EL PADRE. Por favor, hijito, quédate quieto, o te pegarán.
EL LOCO. No quiero…soy un sapo y sólo como ranas. ¡Oídme! Imito las trompetas. ¿Está bien?¿Continúo?
EL PADRE. ¡Ah querido y dulce hijo! Quédate aquí, y ponte de rodillas. Si no, /Roberto Sommeillon que es de nuevo príncipe “du pui” te pegará.
EL LOCO. Se han lucido eligiéndolo. Puedo ser mejor príncipe que él. A su asamblea, Maestro Gautier As Paus y su mejor pareja, Tomás de Clari, deben componer una canción. Les oí, el otro día, jactarse de ello. Maestro Gautier está ya tocando el cuerno y dice que va a ser coronado .
ENRIQUE. Así que esto será un juego de dados; no buscan más que divertirse.
EL LOCO. ¡Oíd como nuestra vaca muge! (Salta sobre la espalda del padre).
EL PADRE. ¡Ah, tonto apestoso! quítame las manos de encima o te pego.
EL LOCO. ¿Quién es aquel clérigo con capa?
EL PADRE. Hijo mío, es un estudiante parisino.
EL LOCO. Más bien parece un piojo hervido. ¡Guau!
EL PADRE. ¿Qué es eso? ¡Cállate! Siquiera por respeto a las damas .
EL LOCO. Si se acordara de los bígamos sería menos orgulloso.
RIQUIER. ¡Eh!, maestro Adam, esta vez os toca a vos.
ADAM. ¡Dejadle! que ataque o que alabe, ¿qué importa? ¿sabe alguna vez lo que hace? No me importa lo que dice. No soy bígamo y hay gentes más importantes que yo, que sí lo son.
ENRIQUE. Ciertamente. Y todos y cada uno maldijeron del papa cuando cesó a tantos buenos clérigos. Esto no acabará aquí, pues algunos, de los más elevados, se han jactado de que pueden demostrar con claridad y por razones sólidas, que ningún clérigo puede ser castigado porque sea casado. Roma ha reducido a servidumbre y ha humillado a una tercera parte de los clérigos.
GILLOT. Plumus, se ha cansado de decir que el recobrará lo que le han quitado, pagándolo con un pesón de estopa. En cuanto al papa, que cometió esta falta, es bueno que haya muerto; no habría sido bastante fuerte para no ser derribado por Plumus.
HANE. Plumus es juicioso, a veces. Pero Mados y Gilles de Sains no se jactan menos que él. Maestro Gilles será el abogado y presentará los argumentos para recobrar sus privilegios y dice que él pondrá su ciencia si Juan Crepit pone el dinero. Juan le prometió sus escudos pues se sentiría muy desgraciado si tuviera que someterse.
ENRIQUE. Tengo unos vecinos que son muy buenos notarios y se comprometen a dirigir de balde todo el proceso ya que la medida les parece indigna. Claro que los dos son bígamos.
GILLOT. ¿Quiénes son?
ENRIQUE. Colart Fousedame y Gilles de Bouvignies. Ellos pleitearán en nombre de todos.
GILLOT. Bueno, Maestro Enrique, vos también habéis tenido más de una mujer y si queréis que os atiendan tendréis que dar vuestro dinero.
ENRIQUE. Gillot, ¿os burláis de mí? Por Dios, no tengo dinero; no voy a vivir mucho y no voy a pleitear. Que se dirijan a María Le Jaie; ella se siente aludida en el proceso.
GILLOT. Sí; verdaderamente sabéis manejaros.
ENRIQUE. No, yo he estado mucho tiempo al servicio de los magistrados municipales y no quiero estar en contra de ellos; preferiría perder cien sueldos a perder su buena amistad.
GILLOT. Siempre estáis con el más fuerte. Ponéis buen cuidado en ello, Maestro Enrique. A fe mía que sois hábil.
EL LOCO. ¡Ah! Aquel ha dicho que me cierren la boca. Voy a matarlo.
EL PADRE. ¡Ah dulce hijito! Estate tranquilo. Habla de los bígamos.
EL LOCO. Yo hablaré con el papa. Traédmelo aquí.
EL FRAILE. Amigo mío, da gusto oír a este loco. Dice maravillas. ¿Tiene tantas salidas de tono cuando está solo?
EL PADRE. Señor, está siempre lo mismo. Siempre delira, o canta, o grita; no sabe nunca lo que hace y menos lo que dice.
EL FRAILE. ¿Cuánto hace que está enfermo?
EL PADRE. A fe mía, Señor, creo que hace dos años.
EL FRAILE. Y ¿de dónde sois?
EL PADRE. De Duisans. He tenido muchas dificultades teniéndolo conmigo. Ved como mueve la cabeza; nunca está en reposo. Me ha roto más de cien jarros. Soy alfarero en Duisans.
EL LOCO. He oído a Hesselin cantar la gesta de Anseis y de Marsila. ¿Verdad? Testigo, este golpe. (Pega su padre). ¿He gastado bien mis treinta sueldos? Me pega tanto este gran bellaco que me he convertido en una bolita.
EL PADRE. No sabe lo que hace. Se comprende cuando me pega.
EL FRAILE. Buen hombre, por el alma de vuestra madre lleváoslo a vuestra casa. Pero antes rezad una plegaria y ofreced algún dinero si lo tenéis. Mañana traedlo de nuevo cuando haya dormido un poco.
EL LOCO. ¿Este fraile te dice que me pegues?
EL PADRE. No, querido hijo, vámonos. Hoy no tengo más dinero. Buen hijo, vamos a dormir un poco y despidámonos de todos.
EL LOCO. ¡Guau! (Salen el loco y su padre).
Escena Cuarta
(Los mismos menos El Loco y su Padre. Después Croquesot y las hadas, Morgue, Magloire y Arsile)
RIQUIER. ¿Qué es esto? ¿Perderemos el día en tonterías? ¿No tendremos aquí más que locos y locas? Señor Fraile, ¿queréis poner vuestro relicario en lugar seguro? Yo sé que si no estuvierais vos aquí, este lugar sería, desde hace mucho, una maravilla de ensueño y fantasía. El hada Morgue y su cortejo estarían sentadas a esta mesa, pues según una costumbre inmutable las hadas vienen esta noche.
EL FRAILE. Amable y buen señor, no os inquietéis. Ya que es así me voy. De todos modos ya no voy a recibir más ofrendas. Pero, mejor permitidme estar aquí para ver estas grandes maravillas. Claro, yo no voy a creer en ellas, pero veré lo que ocurre.
RIQUIER. Entonces quedaos quieto y en silencio. No creo que tarden en llegar porque es más o menos la hora; ya deben estar en camino.
GILLOT. Me parece que oigo la comitiva de Hellequin que siempre precede al cortejo haciendo sonar multitud de campanillas.
DAMA. Las hadas ¿vienen después?
GILLOT. ¡Qué Dios me ayude! Así lo creo.
RAINELET. (A Adam). Protegedme, Señor, yo quisiera estar en casa.
ADAM. ¡No! ¡Cállate, hombre! Si las hadas son damas muy bien vestidas.
RAINELET. ¡Oh, Señor!, ya llegan, ¡me voy!
ADAM. ¡Siéntate, bellaco!
CROQUESOT. ¿Me sienta bien el sombrero? ¿Qué es esto? ¿No hay nadie aquí? ¿He faltado a la cita porque he llegado tarde o es que no han venido? Dime, vieja pintada, ¿has visto al hada Morgue con su cortejo?
DAMA. No, por cierto. ¿Deben venir aquí?
CROQUESOT. Sí, y comer a placer según tengo entendido. Es preciso que las espere.
RIQUIER. ¿Quién eres tú, hombrecito barbudo?
CROQUESOT. ¿Quién? ¿yo?
RIQUIER. ¡Claro!
CROQUESOT. El rey Hellequin me envió de mensajero al hada Morgue, la sapiente, a la que mi señor ama. La esperaré aquí que es el lugar que me ha sido indicado.
RIQUIER. Sentaos, entonces, señor correo.
CROQUESOT. Con mucho gusto. ¡Ya están aquí!
RIQUIER. Son ellas. Por Dios, ni una palabra más. (Todos se esconden).
H. MORGUE. Bienvenido. Croquesot. ¿Cómo está Hellequin, tu señor?
CROQUESOT. Señora, es vuestro amigo siempre fiel. Os manda sus saludos.
H. MORGUE. ¡Dios os bendiga a los dos!
CROQUESOT. Me encargó un importante asunto que quiere os transmita de su parte. Lo cumpliré cuando gustéis.
H. MORGUE. Croquesot, siéntate allí un instante. Yo te llamaré en seguida. Magloire pasa delante, tú, Arsile, detrás de ella y yo me sentaré al final, a vuestro lado.
H. MAGLOIRE. Me siento en el último lugar, donde no han puesto ni cuchillo.
H. MORGUE. Pues yo tengo uno muy hermoso.
H. ARSILE. Y yo también.
H. MAGLOIRE. ¿Y por qué no tengo yo? ¿Soy acaso la última? ¡Dios me asista! Me aprecia poco el que decidió que sólo yo no tuviera cuchillo.
H. MORGUE. Hada Magloire, no os preocupéis tanto; nosotras tenemos dos.
H. MAGLOIRE. Mi pena es mayor porque vosotras tenéis y yo no.
H. ARSILE. Tranquilizaos, señora; creo que no lo han hecho queriendo.
H. MORGUE. Bella y dulce compañera, mirad cuán limpio, claro y bello es todo.
H. ARSILE. Justo será hacer un hermoso regalo al que se ocupó en prepararnos este lugar.
H. MORGUE. Sea, pero no sabemos quién es.
CROQUESOT. Señora, antes que todo estuviera listo, mientras acababan de preparar la mesa, llegué yo aquí; dos clérigos hacían todo y he oído que los llamaban Riquier Aurí, a uno, y al otro, Adam, hijo del Maestro Enrique; este último llevaba capa.
H. ARSILE. Es justo que cada una de nosotras les otorgue un don. Señora, ¿qué daréis vos a Riquier? Empezad.
H. MORGUE. Le haré un gran regalo. Quiero que tenga dinero en abundancia. En cuanto al otro, quiero que no se encuentre un enamorado con más éxito en ningún país.
H. ARSILE. Quiero que todos quieran ser sus amigos y que haga hermosas canciones.
H. MORGUE. Todavía un don más al otro.
H. ARSILE. Quiero que su comercio prospere y se multiplique.
H. MORGUE. (A Magloire) No vais a ser tan rencorosa que no otorguéis ningún bien.
H. MAGLOIRE. Ellos no recibirán nada de mí. Pueden quedarse sin un don de mi parte ya que yo me quedé sin un cuchillo. ¡Mal haya quién les dé algo!
H. MORGUE. ¡Oh Señora! Esto no puede ser.
H. MAGLOIRE. Dulce compañera, si os place por hoy, me lo vais a dispensar.
H. MORGUE. Es preciso que hagáis como nosotras si nos amáis un poco.
H. MAGLOIRE. Quiero que Riquier sea calvo, que encima de su frente no tenga ni un cabello; el otro, que se jacta de ir a París, quiero que se embrutezca con las gentes de Arras y que en los brazos de su mujer que es amorosa y tierna, se olvide y odie el estudio y aplace su partida.
H. ARSILE. ¡Qué pena! Señora, ¿qué habéis dicho? ¡Por Dios, revocad vuestra sentencia!
H. MAGLOIRE. Por el alma en la que reside la vida de mi cuerpo, será como he dicho.
H. MORGUE. Ciertamente, Señora, esto me apena; me arrepiento de haberos invitado hoy, pero nada puedo hacer. Yo pensaba que les concederíais un buen presente.
H. MAGLOIRE. No, pagarán caro el cuchillo que olvidaron poner en la mesa.
H. MORGUE. ¡Croquesot!
CROQUESOT. ¡Señora!
H. MORGUE. ¡Si tienes alguna carta o encargo de tu señor, acércate!
CROQUESOT. Dios os premie al llamarme ahora, pues tengo mucha prisa. Tomad.
H. MORGUE. (Leyendo). A fe, que pierde su tiempo. Me requiere de amores, pero ya tengo el corazón en otra parte. Dile que emplea mal sus afanes.
CROQUESOT. ¡Pobre de mí! Señora, no me atreveré a transmitir vuestras palabras. Mi señor me arrojaría al mar. Y tengo que deciros a vos que no podéis amar a otro que os tenga más devoción.
H. MORGUE. Sí puedo.
CROQUESOT. ¿A quién, Señora?
H. MORGUE. A un doncel de esta villa que es más valiente que cien mil de estas gentes por las que nos atormentamos.
CROQUESOT. ¿Quién es?
H. MORGUE. Roberto Sommeillon, que es diestro en la equitación y en las armas. El combate por mí en todas partes, en los torneos de la mesa redonda. No hay nadie tan valeroso en el mundo entero. Se vio claramente en Montedidier, si era el peor o el mejor en las justas. Todavía se resienten del esfuerzo su pecho, sus espaldas y sus brazos.
CROQUESOT. ¿No es el que llevaba un traje verde con rayas rojas?
H. MORGUE. El mismo.
CROQUESOT. Lo sabía. Mi señor está celoso desde el día que tomó parte en la justa celebrada en esta villa. Se jactaba de vos. En cuanto empezó la carrera mi señor se ocultó en la polvareda y dio un golpe a la pata de su caballo que hizo caer al joven antes de que alcanzara a su adversario.
H. MORGUE. A fe que la gente se burló de él; pero a pesar de todo me parece fuerte y valeroso, poco hablador y discreto. Me gusta, y pienso que he de amarle sin remedio.
H. ARSILE. Vuestro corazón tiene aspiraciones muy elevadas y no podéis amar a un hombre tal. Verdaderamente no se puede encontrar a nadie más falso y mentiroso. Además, desde que llega a un lugar, quiere ponerse en el sitio más elevado.
H. MORGUE. ¿De veras?
H. ARSILE. ¡Seguro!
H. MORGUE. ¡Dios me asista! Me desprecio por haber pensado en este joven y por haber olvidado al más grande de los príncipes del reino de las hadas.
H. ARSILE. Hacéis bien en arrepentiros.
H. MORGUE. ¡Croquesot!
CROQUESOT. ¡Señora!
H. MORGUE. Lleva mi amistad y mi simpatía a tu señor.
CROQUESOT. Os doy las gracias en nombre del rey Hellequin. ¿Qué es lo que veo, señora, por esta calle? ¿Qué personajes son los que llegan?
H. MORGUE. No son personajes. Son bellas moralidades. La que tiene la rueda es nuestra sierva común; es muda, sorda y ciega de nacimiento.
CROQUESOT. ¿Cómo se llama?
H. MORGUE. La diosa Fortuna. Todos los seres dependen de ella. Tiene el mundo en la mano. Hace que un hombre sea hoy pobre y mañana rico, e ignora a quién favoreció. Nadie debe confiar en ella por elevado que se encuentre, puesto que, si la rueda se suelta, puede descender a lo más bajo.
CROQUESOT. ¿Quiénes son aquellos personajes que parecen grandes señores?
H. MORGUE. No se puede revelar todo. Sobre este punto me callo.
H. MAGLOIRE. Te lo diré yo, Croquesot. Puesto que me han enojado, no perdonaré a nadie hoy. Todo lo que yo diga será en deshonor de alguien. Aquellos personajes son muy amigos del Conde y dueños de la villa. La Fortuna los ha colocado muy alto.
CROQUESOT. ¿Quiénes son?
H. MAGLOIRE. Ermenfrois Crespin y Jacquemon Louchart.
CROQUESOT. Los conozco. Son dos avaros.
H. MAGLOIRE. De momento gobiernan y preparan a sus hijos para la sucesión.
CROQUESOT. ¿Cuáles?
H. MAGLOIRE. Allí están por lo menos dos. Pero no sé quién es el que está en lo más alto.
CROQUESOT. Y aquel que tropieza ¿ha hecho ya su agosto?
H. MAGLOIRE. No. Aquel es Tomás de Bourriane que gozaba del favor del Conde; pero la diosa Fortuna lo hizo descender y lo lleva y lo trae sin descanso. Lo han atacado y pretenden hacerle daño aún en su propia casa.
H. ARSILE. El que perjudique así a un hombre debe tener mal fin.
H. MORGUE. Es la diosa Fortuna la que lo ha hecho, sin que él lo mereciera.
CROQUESOT. Señora, ¿quién es este otro desnudo y descalzo?
H. MORGUE. Es Leurin de Cavelan que no se levantará jamás.
H. ARSILE. Sí puede levantarse, si Alguien allá arriba lo permite.
CROQUESOT. Señora, si lo permitís, deseo reunirme pronto con mi Señor.
H. MORGUE. Sí; háblale de mí con entusiasmo y llévale este obsequio de mi parte.
CROQUESOT. ¿El sombrero me sienta bien? (Sale)
H. MORGUE. Bellas compañeras, si os parece, deberíamos irnos antes de que amanezca. No permanezcamos aquí ya más tiempo pues no podemos ir de día a ningún lugar donde se encuentre el hombre. Apresurémonos a ir hacia El Prado; sé que allí alguien nos espera.
H. MAGLOIRE. ¡Vámonos rápidamente; las mujeres ancianas de la villa son las que nos esperan!
H. MORGUE. ¿Es por algo malo?
H. MAGLOIRE. Aquí llega Dama Dulce que nos hablará de ello.
DAMA. ¿Qué es esto, Bellas Hadas? Es una vergüenza que os hayáis retrasado tanto. Toda la noche estuve de centinela y mi hija os buscó en La Cruz del Prado y por las calles. Nos habéis hecho esperar demasiado.
H. MORGUE. ¿Por qué, Dama Dulce, nos habéis esperado tanto?
DAMA. Porque allí ante todo el mundo me ha insultado un hombre que quisiera tener entre mis manos para zarandearle sin piedad, como hice el año pasado con Jacquemon Pilepois y la otra noche con Gillon Lavier.
H. MAGLOIRE. Vamos; os ayudaremos. Que os acompañe vuestra hija y una mujer de la villa que no tendrá compasión de él.
H. MORGUE. ¿La mujer de Gautier Moulet?
DAMA. Ella misma. Id delante. Yo os sigo.
LAS HADAS. (Cantando). Por aquí va la gentileza; por aquí por donde yo voy… (Salen).
Escena Quinta
EL FRAILE. ¡Oh Dios mío! ¡Qué bien he dormido!
HANE. ¡Virgen María! yo no he pegado un ojo. Vamos, vamos pronto.
EL FRAILE. No, hermano, no antes de comer algo, por la fe que debo a San Acario.
HANE. Fraile: ¿Quieres hacer algo bueno? Vamos a casa de Raoul (34) Le Waisdier. Tiene sobras de ayer. Tal vez nos dé algo.
EL FRAILE. Con mucho gusto. ¿Quién me conducirá?
HANE. Nadie mejor que yo; allí encontraremos buenos compañeros, que nunca discuten; Adam, el hijo del Maestro Enrique, Veelet, Riquier Auri y tal vez, Gillot le Petit.
EL FRAILE. Por Dios Santo, que me place. Además, mis negocios van bien aquí. Fíjate: aquí tengo un buñuelo que ofreció al Santo no sé que pobre diablo. Te lo regalo.
HANE. Vamos a la taberna antes de que los clientes la invadan. Mirad, la mesa está puesta y Rikeche junto a ella. Rikeche, ¿has visto al tabernero?
RIQUIER. Sí; está allí dentro… ¡Raoulet!
TABERNERO. Aquí estoy.
HANE. ¿Quién nos puede traer vino? ¿Ya no hay?
TABERNERO. ¡Señor, sed bienvenido! ¡Quiero festejaros, por San Gilles! Tomad de todo lo que se vende en esta villa. Saboreadlo, lo vendo con permiso de los concejales.
EL FRAILE. ¡Con mucho gusto! ¡Venga!
TABERNERO. ¿Qué? ¿Es esto vino? En el convento no lo tenéis ni parecido. Yo os aseguro que no ha venido de Auxerre este año.
RIQUIER. ¡Llenadme un vaso! y sentémonos en el suelo. Pondremos el vaso a nuestro lado.
GILLOT. (Llegando) ¡Perfecto!
RIQUIER. ¿Quién te llamó, Gillot? ¡No se puede estar tranquilo!
GILLOT. Ciertamente no habéis sido vos. No, puedo alabarme de vuestra simpatía. ¿Qué tal? El Señor San Acario ¿ha hecho milagros aquí dentro?
TABERNERO. ¿Has perdido la cabeza, Gillot? ¡Cállate! Has hecho mal en venir.
GILLOT. ¡Oh, buen tabernero! No diré una palabra más. Hane, preguntad a Raoulet si no tiene algo que le haya quedado de ayer guardado ya en el cajón de la comida de las gallinas.
TABERNERO. (Sirviendo a Hane). Sí. Un arenque de Gernemue nada más.
GILLOT. (Alcanzando el arenque). Este es el mío. Hane, pedid el vuestro.
TABERNERO. (A Gillot). ¡Retira la zarpa! Tiene que ser para todos. No es bueno ser goloso.
GILLOT. ¡Bueno! Era una broma.
TABERNERO. ¡Pon el arenque aquí!
GILLOT. Aquí está. No lo voy a probar; peor, voy a beber un poco de vino. (Bebe). Por cierto que a este vino lo han bautizado, y sabe a tonel.
TABERNERO. No hables mal de nuestro vino. No sería correcto. Estamos en sociedad. (Entran Adam y Maestro Enrique).
HANE. Aquí está Maestro Adam dándose importancia porque va a ser estudiante. Antes, se habría sentado de buen grado con nosotros para desayunar.
ADAM. ¡Oh, buen Señor! es que es preciso volverse juicioso. No es por otra razón.
ENRIQUE. Vete con ellos, por Dios. No es ningún mal. Haz como cuando yo no estoy presente.
ADAM. ¡Caramba, señor, no iré, si no venís conmigo!
ENRIQUE. Anda pues; ve delante. Yo te sigo.
HANE. ¡Oh, Dios! He aquí un estudiante y un dinero bien empleado. ¿Hacen todos los estudiantes lo mismo en París?
RIQUIER. ¡Mirad! Este fraile se ha dormido.
TABERNERO. Escuchad todos. Vamos a decirle que él debe todo el gasto. Que Hane jugó en nombre del fraile a los dados y lo perdió.
EL FRAILE. (Despertando). ¡Oh Dios mío! Cómo me he retrasado ¡Eh! ¡tabernero! ¿cuánto debo?
TABERNERO. Bien, huésped. No debéis gran cosa. No os será difícil pagar al contado. No, no os impacientéis. Estoy calculando. Me debéis…doce sueldos. Dad las gracias a vuestro amigo, que acaba de perderlos por vos.
EL FRAILE. ¿Por mí?
TABERNERO. ¡Sí!
EL FRAILE. ¿Debo todo esto?
TABERNERO. Ciertamente.
EL FRAILE. ¿Tan profundamente he dormido? Hubiera hecho mejor no viniendo. Yo no he dicho a Hane que jugara por mí.
TABERNERO. Cada uno de los presentes está dispuesto a asegurar que el jugó en nombre vuestro.
EL FRAILE. Estaría bien jugar con vos si os tuviera confianza. Venir a beber aquí es la gran cosa, ya que os burláis así de todo el mundo.
TABERNERO. ¡Pagad, Fraile, lo que me debéis! ¿Pretendéis comprobar si es verdad?
EL FRAILE. Si pagara, estaría tan loco como el demente de anoche.
TABERNERO. No tendréis más remedio, mal que os pese.
EL FRAILE. ¿Emplearéis la fuerza?
TABERNERO. Sí, si no pagáis.
EL FRAILE. Ya veo que me han metido en un mal asunto. Pero será la última vez. Me voy antes de que haya un nuevo gasto.
EL MÉDICO. (Entrando). Fraile, tenéis toda la razón en iros. (A los otros). Ciertamente, señores, estáis matandoos. O la medicina no vale nada, o todos acabaréis paralíticos si seguís estando en la taberna a estas horas.
GILLOT. Maestro, estáis loco. La medicina vale menos que una nuez. Sentaos con nosotros.
EL MÉDICO. Bueno, por una vez, dadme de beber.
GILLOT. Tomad y comed esta pera.
EL FRAILE. ¡Tabernero! Escuchad: Habéis hecho el gran negocio conmigo; guardad mis reliquias, pues por el momento, no soy rico. Volveré por ellas mañana. (Sale).
TABERNERO. ¡Quedan en buenas manos!
GILLOT. ¡Oh! ¡Verdaderamente!
TABERNERO. Ahora puedo rezar. Os ruego, por San Acario, a vos Maestro Adam y a vos Hane, y a todos que rebuznéis, y honremos así solemnemente a este Santo que nos ha favorecido, por un camino extraño, en verdad.
TODOS. (Cantando). “Aie se levanta sobre una alta torre”… Tabernero, ¿cantamos bien?
TABERNERO. Puedo aseguraros que nunca oí nada mejor.
*