Mostrando las entradas con la etiqueta RAMOS JOSE ANTONIO Tembladera. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta RAMOS JOSE ANTONIO Tembladera. Mostrar todas las entradas

20/11/14

TEMBLADERA JOSÉ ANTONIO RAMOS



TEMBLADERA
JOSÉ ANTONIO RAMOS

Drama en tres actos

PERSONAJES

JOAQUÍN ARTIGAS , 40 años. Su carácter: un hombre inteligente y ge-
neroso, de grandes energías y una recta voluntad, concienzuda-
mente disciplinada. En el seno de la familia Gosálvez de la Rosa
—en que se desarrolla el drama— su actitud predominante es la
de cierta altivez, cierta rebeldía constantemente refrenada. Vis-
te como hombre de campo que lleva la ciudad en él: sencilla
pero correctamente.

DON FERNANDO GOSÁLVEZ DE LA ROSA , 65 años. El ocaso de un hom-
bre de carácter. Español de origen.

GABRIELA (MAELA ), su mujer, 58 años.

ISOLINA, 36 años. Hija de ambos. Carácter concentrado, de mujer de
fina sensibilidad, apasionada, rica, adulada y libérrima, que vi-
vió, amó y sufrió intensa y velozmente, hasta sentirse sola y por
encima de los suyos y de su propio pasado. No oculta las canas,
más bien las ostenta, y en su vestir hay una altiva sencillez que
la hace aún más elegante. Su bondad no es relajamiento ni blan-
dura, sino melancolía, comprensión un poco triste de la vida.

MARIO, 35 años. También hijo de don Fernando. Españolizado com-
pletamente por la educación.

GUSTAVO, 24 años. El Benjamín de la casa. Un gorila.

LUCIANO, 36 años. Viudo de una hija de don Fernando. El tipo del
español sincera y noblemente aplatanado.

TEÓFILO, 17 años. Hijo natural de Isolina, en apariencia su hijo adopti-
vo. Egoísta y amargado, como los niños que se crían mirados de
soslayo. Producto de un instante de brutalidad e inconsciencia, es a
su vez un agente inconsciente de disolución y embrutecimiento.

ISABEL , 16 años. Hija natural de Joaquín, tenida por éste en la mani-gua, al finalizar la Guerra de Independencia, donde murió la
madre. Cariñosa, vehemente y sencilla.

LUCIANITO , niño de 6 años. Hijo de Luciano y de una hija de don
Fernando, ya difunta.

MARÍA , criada joven, de color.

EL CARTERO

EL VENDEDOR DE PERIÓDICOS

CRIADOS, etcétera.



El primero y tercer actos en La Habana. El segundo en el campo.



PRIMER ACTO
La antesala de la casa de don Fernando Gosálvez de la Rosa, en el barrio
aristocrático del Cerro. Muros blancos, piso de mármol blanco. A la derecha,
primer término, un arco de medio punto, con verja de hierro, pintado de
blanco, y postigo hasta la altura del arco, practicable, de acceso al zaguán
y es la entrada de la casa. Del mismo lado, hacia el fondo, puerta para la
sala principal. Al foro una puerta con mampara de cristales. A la izquier-
da, dos arcos medio puntos, que dan al patio, del cual se ve un pequeño
trecho, con macetas de flores y plantas. Muebles de mimbre, diseminados
caprichosamente. Al fondo, escritorio americano de cubierta articulada. Cua-
dros, columnas, jarrones, etcétera. Por los arcos de la izquierda entra un
torrente de luz, resplandor de sol tropical que cae a raudales sobre el clásico
patio cubano, lleno de verde. Es de mañana, una mañana de Cuba, jubilosa
y espléndida.

ESCENA I
María, la criada. Gustavo.
(Con un gran plumero de pita sacude los muebles, canturreando en
voz baja.)
MARÍA .
...y me dicen que a ti te lo dé.
¡Si me pides el pescao te lo doy!
¡Para pantalón y saco,llevo percheros baratos...!
Suena el timbre.
EL CARTERO . (Por detrás de la reja.) ¡Carteeero! ¡Señorita Isolina Gosálvez
de la Rosa!
¡Señorita! ¡Si señó! ¡Como yo! (Cogiendo la carta.) ¿Una ná má?
EL CARTERO . (Yéndose ya.) Nada más. ¡Adiós!
MARÍA . (Disponiéndose a abrir y como mirando a alguien que entró en el
zaguán.) ¡Uy! ¡Gustavo! ¡Y qué cara trae!
GUSTAVO . (Entra sin decir nada, como ocultándose, y va a atisbar hacia el
patio, detrás de una planta que adorna la antesala.) ¿Papá se levan-
tó ya?
MARÍA . Buenos días primero, ordinario, que no hemos dormido juntos...
GUSTAVO . Anoche no, tienes razón. Pero déjate de relambimientos
porque esta mañana vengo con «los nueve puntos»: ¿lo oyes bien?
MARÍA . ¿Y a mí, qué? ¿Me vas a meter mieo?
GUSTAVO . (Siempre apremiante, inquieto, nervioso.) ¿No ha venido nadie
a buscarme?
MARÍA . Nadie.
GUSTAVO . (Cogiendo un periódico que encuentra sobre la mesa y metiéndo-
selo en el bolsillo.) Oye: quiero hablar con mi hermana Isolina,
pero sin que los viejos se enteren de que yo estoy aquí. Hazme el
favor de llamarla...
MARÍA . Pero no te lleves el periódico, que nadie lo ha leído todavía...
GUSTAVO . Eso es lo que quiero, que no lo lean... ¡Anda a llamar a
Isolina! Pero con disimulo..., que no se entere nadie...
MARÍA . Y tó ese misterio, ¿pa qué?
GUSTAVO . ¡Anda ve y no jorobes! Ya lo sabrás, que ahora no puedo
andarme con dibujos. ¡Anda!
MARÍA . Payasás tuyas... (Yendo.) Hasta aquí me llega la peste a sapotiyo
que traes en el pico... (De repente, mirando hacia el patio.) Mira a
Isolina allí, llámala tú...
GUSTAVO . (Hacia el patio, silba llamando la atención.) ¡Pss!
MARÍA . Te advierto que si me preguntan por el periódico, yo digo que
tú te lo cogiste...
GUSTAVO . ¡Lo digo yo, hombre! ¿Qué fue? Y te vas dejando conmigo,
que ya me tienes muy cansado. ¿Sabes?
MARÍA .
(Bajando la voz, rencorosa.) Tú lo que eres un mal agradecido y
un bufa... ¡Desprestigiado!
MARÍA .
Gustavo la rechaza con un gesto de aburrimiento.
ESCENA II
Dichos, Isolina.
GUSTAVO .
Oye, mi hermana...
¡Qué cara tienes, Gustavo!
GUSTAVO . No empieces a fastidiar tú también y óyeme, que es una
cosa muy seria la que tengo que decirte...
ISOLINA .
La criada entrega la carta a Isolina.
(Por la carta.) ¿Es para mí? ¡Ah, sí...!
¡Oye!
ISOLINA . (Distraída.) ¿Qué quieres?
GUSTAVO . Necesito dinero... (Gesto de Isolina.) ¡Que oigas! Lo que nece-
sito primero es dinero, pero también quiero que me ayudes a arre-
glar una maleta con ropa y algunas cosas mías. No quiero que
los viejos me vean y tengo que salir hoy mismo de La Habana...
ISOLINA . Pero, ¿qué te pasa?
GUSTAVO . Ya lo sabrás, no me preguntes ahora...
ISOLINA . ¿Cómo no voy a preguntarte, Gustavo? ¿Qué es lo que tú has
llegado a figurarte?
GUSTAVO . Lo que me figuro es que no puedo perder tiempo, Isolina.
Préstame cien centenes; pídeselos al viejo o a mamá, o a cual-
quiera. No se trata de una «picada» para ir a correr una rumba:
que es algo más serio, y al fin y al cabo soy tu hermano...
ISOLINA . ¡Pues por lo mismo, quiero saber qué es lo que pasa...!
GUSTAVO . Yo voy a mi cuarto antes que el viejo se levante... (A la
criada.) Oye, María, lleva la escalera de mano a mi cuarto y bája-
me la maleta de cuero que está encima del escaparate... Anda...
¡Y no hagas bulla! (A Isolina.) Yo voy a la barbería del Ñato a
bañarme y quiero que me mandes en seguida con María una
muda de ropa limpia...
ISOLINA .
GUSTAVO .
Vase María.
ISOLINA .
Bien. Pero es necesario que me expliques...
¡Nada! No me vengas ahora pidiendo cuentas y obligándo-
me a hablar en balde. Soy tu hermano y te digo seriamente,
muy seriamente, que estoy en un compromiso de honor, que
tengo que huir de La Habana y necesito de ti... Dime qué dine-
ro tienes.
ISOLINA . Yo no tengo un centavo, ya lo sabes.
GUSTAVO . (Desolado.) ¡Era lo que me faltaba!
ISOLINA . Pero..., tú no comprendes, Gustavo, que por muy seriamen-
te que me hables...
GUSTAVO . Te digo que tengo que huir, que me metas cuatro o cinco
mudas de ropa y las cosas de la tabla del centro en la maleta;
que necesito dinero —doscientos pesos por lo menos— y que me
mandes ahora una muda a la barbería del Ñato... Eso es todo lo
que tienes que saber... ¿Para qué me preguntas? No he hecho
nada bueno, desde luego, pero, ¿vas tú a remediarlo?
ISOLINA . Pero yo no puedo darte dinero sin saber...
GUSTAVO . (Interrumpiéndola siempre.) Lo que vas a hacer lo sé de sobra
y es lo que no quiero aguantarte, porque no estoy para oír dis-
cos de moral. Y mucho menos tuyos, que no sé cómo tienes
valor para echarme algo en cara...
ISOLINA . ¡Y es así como pretendes de mí un favor!
GUSTAVO . (Iracundo.) ¡Lo que quisiera es reventar ahora mismo de
una vez! ¡Por mi madre!
ISOLINA . Por mí, ya puedes reventar...
GUSTAVO . Eso es lo que tú y los otros quisieran, pero no les voy a dar
el gusto. Y acuérdate lo que te digo hoy, un día que será para
todos en esta casa un día memorable, mira el almanaque: si me
echan mano en La Habana por tu culpa, yo me desgracio; pero
antes me llevo por delante a uno de ustedes...
ISOLINA . Tengo que oírte como quien oye llover, Gustavo. Estoy can-
sada de oírte amenazas, de oír que te vas a hacer esto y lo otro, y
todo para sacarnos dinero. No puedo hacerte caso.
GUSTAVO . ¡Con qué calma! ¡Qué pureza! Cualquiera que te oyese di-
ría que eras una santa...
ISOLINA . No más, Gustavo...
GUSTAVO . El que está cansado de esa «pose», tuya, de virtud, soy yo.
¿Pretendes, acaso, convencerme a mí también? Convence a Joa-
quín, si puedes, a ver si se casa. ¡Ya Cuba es libre, boba! Ahora
él no es el hijo del administrador de papá, como lo era cuando
GUSTAVO .
se fue a la manigua desesperado por tus coqueterías... ¡Ahora
es un «libertador», un personaje...
ISOLINA . ¡Imbécil!
GUSTAVO . A mí no me vas a meter la «obra» de tu regeneración. Yo no soy
quien ha de cargar con Teofilito, el hijo de la Beneficencia... Si qui-
sieras hacerme ver que eres otra, bien podías ser mejor conmigo, que
soy tu hermano, y no tratarme como me tratas, mientras todos tus
mimos, tus atenciones y tus cuidados son para la hija del otro.
ISOLINA . Esa «hija del otro» me quiere con toda su alma y no es intere-
sada ni desamorada como tú, ¡hipócrita! a buena hora vienes a
tocarme la cuerda del sentimiento: después de insultarme... (Cam-
biando repentinamente de fisonomía, como viendo entrar en el za-
guán a una persona.) ¡Joaquín!
GUSTAVO . (Volviéndose.) ¿Joaquín?
ISOLINA . (Apresurándose a abrir la reja.) Buenos días. ¿Cómo usted por
aquí?
GUSTAVO . (Para sí, pero en voz alta.) ¡Se acabó el mundo! Ahora sí...
ESCENA III
Dichos, Joaquín.
JOAQUÍN .
(Desde fuera.) Buenos días, Isolina, ¿cómo está? ¿Y por acá?
Entra.
ISOLINA .
Muy bien, muchas gracias...
Me alegro... Fui al colegio...
ISOLINA . ¡Pero si su hija está aquí desde el jueves!
JOAQUÍN . Sí, ya me enteré que el viernes hubo fiesta... (A Gustavo.)
¡Buenos días, hombre! ¿Qué milagro tú tan temprano?
GUSTAVO . (Malhumorado.) Ya lo ve.
ISOLINA . Como que todavía no se ha acostado...
JOAQUÍN . Pues estamos casi iguales, porque yo tampoco he podido
dormir en el tren...
ISOLINA . Es verdad, que saldría de Tembladera...
JOAQUÍN . A las tres y pico.
ISOLINA . ¿Y que tal por allá?
JOAQUÍN . Muy bien, Isolina, muy bien, a pesar de los pesimismos de
ustedes. La candela no fue nada y la caña quemó bien... Vengo
JOAQUÍN .
resuelto a llevarme a don Fernando, a llevármelos a todos uste-
des para convencerlos de que vender aquello es un crimen. Vengo
resuelto a muchas cosas importantes; ya verá usted.
ISOLINA . El azúcar ya está a cuatro y medio...
JOAQUÍN . Y ha de subir mucho más, Isolina.
GUSTAVO . (Después de un instante de titubeo, como resolviéndose.) Óiga-
me dos palabras, Joaquín.
JOAQUÍN . ¿A mí? Con mucho gusto.
ISOLINA . (Con intención pero hablando a Joaquín.) Bueno, yo voy a avi-
sarle a papá...
GUSTAVO . (Feroz.) ¡No! ¡Espérate: no avises a nadie! (A Joaquín). Aca-
bo de comprometerme en una cosa muy seria, Joaquín, y necesi-
to de su antigua amistad y de sus servicios. Le hablo claro porque
tengo prisa y no tengo tiempo que perder. Necesito dinero, Joa-
quín: cuarenta o cincuenta centenes... Ya usted sabe que tengo
decidido a papá a vender el ingenio; es un simple adelanto que
le pagaría enseguida. Se trata del momento, de la necesidad de
ahora... Tengo que salir inmediatamente de La Habana... Por
eso...
JOAQUÍN . Pero aunque quisiera servirte, Gustavo, ahora no tengo ese
dinero.
GUSTAVO . Yo no puedo demorarme aquí un minuto más. Voy a la
barbería del Ñato, una chiquita que está aquí al fondo... Allí le
espero a usted hasta las... hasta las nueve y media. Pídale el
dinero a papá, o a ésta... (por Isolina) que lo consiga. Convénzala
usted de que tiene que ayudarme. (Solemne.) Y si alguien viene a
buscarme, Joaquín, cuento con su palabra de honor de que no
dirá dónde estoy...
JOAQUÍN . No sé de lo que se trata..., pero, en fin: cuenta con ella, no
lo diré. Ahora, que en cuanto a conseguirte el dinero...
GUSTAVO . (A Isolina.) Yo me voy por el fondo, por el tejado de la caba-
lleriza, al patio de la barbería: ahora se me ocurre eso, que es
más seguro. Dile a María que por allí mismo me tire la ropa...
En la maleta me echas todos los pomos y las cosas que tengo en
la tabla del medio del escaparate... ¿Comprendes? (A Joaquín.)
Adiós, Joaquín, hasta luego; cuento con su palabra... (Se lo lleva
un poco a un lado y le habla en voz baja. Después se vuelve, dirigién-
dose a su hermana.) Adiós, mi hermana, hazme ese favor y será el
más grande que me prestes en toda tu vida... (La besa.)
Adiós... ¡Sabe Dios lo que tú habrás hecho! (Gustavo vase
por el patio, sigilosamente.)
ISOLINA .
ESCENA IV
Isolina, Joaquín.
JOAQUÍN .
¡Pobres padres! Esto es lo que pienso...
Todavía no sé lo que es...
JOAQUÍN . Tampoco me ha dicho gran cosa, pero ni quiero saberlo...
¡Mejor!
ISOLINA . Le juro, Joaquín, que de mi hermano Gustavo, como de
ese otro desgraciado que cada día me da más graves disgustos,
nada puede ya sorprenderme...
JOAQUÍN . Son irresponsables, Isolina, la culpa no está en ellos...
ISOLINA . Está en los padres, en nosotros... (Joaquín hace signos afir-
mativos.) Sí... Y usted lo puede decir, pero...
JOAQUÍN . ¡No! Yo tampoco me creo exento de faltas en la educación
de mi hija Isabel. A veces, en medio de mis ocupaciones, sien-
to como un picotazo en la conciencia, por no atender, como
debo hacerlo, a su educación, a su verdadera educación. En
verdad que se instruye en el mejor colegio de La Habana..., el
más caro, por lo menos...
ISOLINA . Sí, ya sé lo que usted piensa; pero, ¿qué vamos a hacer? Yo
envié a Teófilo a los Estados Unidos, lo hice educar en un
famoso colegio, de donde han salido grandes caracteres..., ¿qué
recogió allí Teófilo?
JOAQUÍN . Es que cuando los mandamos al colegio, ya está todo he-
cho, Isolina. Cada día me convenzo más firmemente de ello.
ISOLINA . Yo también, pero..., pero esas son «ideas», Joaquín, ver-
daderas ideas, elaboradas por nosotros mismos; y a nosotras
las mujeres no se nos deja entrar nunca en ese laboratorio. Y las
que entran lo hacen como yo, abrasándose en las experien-
cias más peligrosas e inútiles... A nosotras no se nos habla ja-
más de ideas, vivimos entre ustedes como las heroínas de
Shakespeare, como bellos animalitos cargados de poesía..., y
aun la mayor parte de las veces como «caballitos de San Vicen-
te», completamente ajenas a nuestra carga...
JOAQUÍN . Tiene usted razón...
ISOLINA . ¡Usted mismo, Joaquín! Piensa usted de esa manera hoy,
que bien podría ser tarde, si en vez de tener a su hija Isabel en
ISOLINA .
plena manigua, durante la Guerra de Independencia, y en vez
de tenerla entre peligros y vicisitudes que templan para la vida,
la hubiese usted tenido entre estos otros peligros del lujo y la
riqueza. Hace veinte años, cuando estudiaba usted Derecho y
no podíamos hablarnos tan tranquilamente como ahora, no
pensaba usted así. Se habría casado usted —si ese hubiese sido
su destino— y sus hijos serían lo que ese infeliz, lo que el otro, lo
que la inmensa mayoría de nosotros...
JOAQUÍN . (Soñador.) ¡Veinte años!
ISOLINA . Diecinueve, es lo mismo...
JOAQUÍN . Le juro que anoche, durante todo el viaje, no he pensado en
otra cosa. Ese proyecto de ustedes de vender Tembladera, me
tiene aturdido, desorientado, como el que debe emprender un
largo viaje hacia parajes desconocidos. Ese ingenio es para mí...,
algo mío, de mi vida...
ISOLINA . (Acentuando.) De nuestra vida...
JOAQUÍN . De nuestra vida, justo. Me siento viejo y estoy ahora descu-
briendo en todo ese pasado un misterio, un encanto que no
tenía antes, y del cual no sabría pasarme ahora, para reedificar
mi vida...
ISOLINA . Sin embargo..., «entonces» no le gustaba a usted el campo.
JOAQUÍN . Tenía veinte años, y a esa edad todas nuestras ambiciones
tienen un nombre..., un nombre de mujer. Para usted no tengo
que explicarme más claro. El amor al campo señala en mi vida
la edad de la ref lexión, de las grandes ambiciones, del verdade-
ro patriotismo...
ISOLINA . De veintiún años se fue usted a la manigua... ¡Un chiquillo!
JOAQUÍN . Y entonces no sabía nada de eso. Una mujer, demasiado
alta para mí, y una gran fiebre de libertad... El himno, la bande-
ra..., ¡todo exaltaciones! Fue con la primera herida en el cuer-
po, y la otra herida en el alma, que me hicieron sin palo ni
piedra, con sólo unas noticias de La Habana, cuando desperté
de aquella especie de pesadilla...
ISOLINA . Es la primera vez que me habla usted así, Joaquín. He hecho
mucho en toda mi vida posterior por desarmar su odio; de nada
ni de nadie me he preocupado tanto como de sus sentimientos
hacia mí... Y siempre me expliqué que me despreciase usted,
nunca que me odiase...
JOAQUÍN . Volvamos la hoja, Isolina..., volvamos la hoja. El pasado
pertenece al pasado...
ISOLINA .
¿Por qué se arrepiente usted ya? Hace mucho tiempo que yo
hubiera podido hablar de todo aquello sin dificultades de nin-
guna especie. El pasado pertenece al pasado, digo yo, y por lo
mismo no he tenido inconveniente en referirme la primera al
tiempo en que la guerra, la fatalidad o lo que fuese, acabó nues-
tra inocente novela, y lo llevó a usted a la manigua, y a mí...
Vacila.
JOAQUÍN . ¿Lo ve usted, Isolina? ¡Tendríamos que tropezar con recuer-
dos demasiados desagradables!
He callado porque no sé cómo calificar delante de usted lo
que al principio oí llamar «mi crimen», después «mi falta» y más
tarde, simplemente «aquello que hiciste»... No quiero ser ni hi-
pócrita, ni aparecer demasiado atrevida: quiero ser noblemente
sincera, y por eso vacilé...
JOAQUÍN . De todas maneras, mejor es no tocar esos recuerdos...
ISOLINA . (Seca.) Está bien: ya le obedezco. Perdóneme si hube de moles-
tarlo...
JOAQUÍN . (Comprendiendo.) ¡No, no es eso, Isolina! Le juro...
ISOLINA . Todavía ni papá ni su hija saben que está usted aquí... Ahora
voy a avisarles.
JOAQUÍN . No, Isolina, no se vaya usted. Escúcheme, debe escucharme...
ISOLINA . (Sonriente, dueña de sí.) ¡Como usted guste! Ahora resulta
que estamos de explicaciones importantes...
JOAQUÍN . Tenía que ser y ha sido cuando menos lo esperábamos. Pero
no crea que me repugna levantar entre nosotros ese pasado. Ha
sido usted después una segunda madre para mi hija Isabel, es
usted buena, generosa, positivamente virtuosa, y comprendo
tanto como no sabría usted explicarme la locura de su juventud
que nos separó para siempre, y la trajo a usted, por la soledad, el
sufrimiento y la ref lexión, a su plena conciencia de mujer. Difí-
cilmente puedo pensar o decir algo que la ofenda.
ISOLINA . Gracias, Joaquín. Ahora va a perdonarme que sea yo quien
no quiera proseguir la evocación de ese pasado...
JOAQUÍN . Usted me manda... (Un silencio.)
ISOLINA . (Mirando hacia el comedor.) Mire usted: aquel desayuno es
para papá. Ahora ha de salir por allí...
JOAQUÍN . Un momento, Isolina... Quisiera intentar algún esfuerzo
para impedir la venta del ingenio. Anoche he pensado muchas
ISOLINA .
veces que... (vacila), que he sido demasiado rígido; tiene usted
razón, que he debido ser más franco, más sincero..., que he
debido asociarla a usted moralmente en este empeño mío por
evitar que Tembladera, la tierra de su padre y del mío, aunque
su padre haya sido el amo y el mío nada más que el brazo, ese
pedazo de tierra cubana vaya a parar a manos extranjeras...
ISOLINA . Nunca es tarde, Joaquín...
JOAQUÍN . Dígame cuál es su opinión, su actitud en ese asunto, díga-
me si puedo apoyarme en usted...
ISOLINA . Le confieso que no he obrado por mí, sino impelida y asedia-
da por Teófilo...
JOAQUÍN . ¡Luego usted también...!
ISOLINA . Sí, yo he aconsejado y pedido la venta...
JOAQUÍN . ¡Era mi última esperanza!
ISOLINA . ¿Yo?
JOAQUÍN . Sí, usted, Isolina, usted que es la mayor y como la segunda
a bordo, usted que es la única que en esta casa puede entender-
me, comprender mis escrúpulos, mi dolor de vender el ingenio...
ISOLINA . (Rápidamente.) ¡Papá va a salir! Le prometo, Joaquín, que
secundaré sus deseos. Desde este momento me tiene usted por
aliada suya. Hablaremos... Ahora voy a llamar a su hija... (Mi-
rando hacia el patio.) Ahí sale... (En voz alta.) ¡Papá!
JOAQUÍN . (Haciéndose visible, saluda con la cabeza.) Sí, acabo de llegar...
ISOLINA . Pase, pase usted, al comedor... Vamos. ¡Ahí tiene usted a su hija!
JOAQUÍN . (Rápida y confidencialmente.) ¿Cuento con usted, Isolina?
ISOLINA . Cuente conmigo... Tenemos que hablar...
JOAQUÍN . Gracias; sí, hablaremos. (Recibiendo el abrazo de su hija, que
en ese momento entra.) ¡Hola, mi hija!
ESCENA V
Dichos, Isabel.
ISABEL .
¡No te esperaba hoy!
¿No te alegras?
ISABEL . (Fría.) Sí, ¿cómo no?
JOAQUÍN . Te encuentro algo extraño: no sé qué es...
ISOLINA . Oiga, papá lo llama...
JOAQUÍN . Vamos... (A Isabel, que se le separa y pasea la vista sobre los
muebles, como buscando algo.) ¿Dónde vas?
JOAQUÍN .
ISABEL .
Nada..., contigo...
(Por su padre.) La subida del azúcar lo tiene optimista: mírele
la cara...
JOAQUÍN . (Por Isabel.) Pero, ¿qué buscas?
ISABEL . ¡Nada!
JOAQUÍN . (Llevándosela abrazada, hablando a Isolina.) Mejor para noso-
tros que esté optimista, Isolina...
ISOLINA .
Vanse.
ESCENA VI
Teófilo. Después, Isabel.
(Entra por el patio, silvando un aire popular, un danzón, y
mira un momento por la reja, hacia la calle. Viene en traje de casa,
de dril blanco, sin cuello y con un abanico de guano en la mano.
Recorre algunos muebles, como en busca de algo. Saca un cigarro,
lo enciende, y por último grita hacia el patio): ¡Mamá! ¿Tú cogiste
El Mundo? (Como si viera la respuesta.) ¿No? (Consigo.) Pues,
señor..., yo no lo veo...
ISABEL . (Que llega corriendo.) ¿No lo encuentras?
TEÓFILO . Aquí no está.
ISABEL . (Con disimulo, rápidamente.) Oye: te suplico que no lo pidas,
que no le lleves al viejo ningún periódico...
TEÓFILO . ¿Por qué?
ISABEL . (Lo mismo.) Ya te lo diré, ahora no puedo... (Observando hacia
la puerta de la calle.) Mira, mira... Ahí traen otro... Cógelo con
disimulo y no lo enseñes... Ponte a leerlo del lado de acá.
UNA VOZ . (Fuera.) ¡El Dííiíía! (Por el suelo se desliza un periódico.)
TEÓFILO . Pero, ¿a qué viene todo ese misterio?
ISABEL . ¡Anda, chico, no seas malo!
TEÓFILO . (Recogiendo el periódico y abriéndolo, mientras habla.) Tú no
tienes derecho a pedirme nada...
ISABEL . Bueno, pero échate más allá, que no te vean del comedor...
TEÓFILO . (Acentuando.) ¡Te repito que tú no tienes derecho a pedirme
nada!
ISABEL . Por Dios, Teófilo, que papá me está mirando y tengo que di-
simular...
TEÓFILO . Pero, ¿qué es lo que te traes?
TEÓFILO .
ISABEL . Que Gustavo me dijo... (Procurando recoger la frase.) ¡No! ¡Gus-
tavo no! Oye..., que oigas...
TEÓFILO . (Interrumpiéndola.) ¿Y tienes el descaro de pedirme algo por-
que Gustavo te lo dijo? ¡No, vieja! Todavía estoy muy sabrosón
para hacer esos papeles... (A gritos.) ¡El Día de hoy, a tres quilos...!
ISABEL . ¡Por tu madre, Teófilo!
TEÓFILO . (Con cinismo.) Yo no tengo madre, bien lo sabes. Me sacaron
de la (con retintín) Beneeeeeficencia.
ISABEL . ¡Cínico!
TEÓFILO . Y además, soy un cínico y un sinvergüenza. Y todo a mucha
honra.
ISABEL . ¡Cínico, degradado!
TEÓFILO . Degradado sí que no. Porque desengáñate, vieja, que pase lo
que pase, fíjate como quedo siempre a f lote: ¡General, yo!
ISABEL . ¡Pues quiero a Gustavo, y lo quiero y lo quiero!, para que lo
sepas. Y tú me caes muy pesado, y eres muy feo y muy antipático...
TEÓFILO . (Sin dejar de leer.) ¡Caray, qué pena!
ISABEL . Y no te vengas a dar pisto de dueño en esta casa, porque aquí
no eres nadie, ni es verdad que «Mamina» sea tu madre...
TEÓFILO . (Igual.) ¡Caray, qué pena!
ISABEL . Hijo de la Beneficencia, colón, tarugo...
TEÓFILO . ¡Adiós, paloma del Espíritu Santo...! ¡Pues sí que en esta
casa me puedes llamar tú colón!
ISABEL . Por lo menos, soy hija de padres conocidos, y gracias a mi
padre todavía tienen ustedes qué comer...
TEÓFILO . ¿Quién te dijo eso? ¿Tu padre?
ISABEL . No he hablado de mi padre, ¡enredador! ¡Chismoso! ¡Ca-
lumniador!
TEÓFILO . Eso último porque te dije bonita... Tienes razón.
ISABEL . Ya me la pagarás, no tengas cuidado.
TEÓFILO . Dile a tu padre que se cobre con lo que nos roba...
ISABEL . ¡Dilo más alto, si eres hombre, canalla! ¡Dilo más alto para
que veas cómo te rompen el hocico! ¡Cobarde! ¡Anda...!
TEÓFILO . (Sin perder su calma.) ¡Y lo digo...! Y después le digo con
quién estaba Gustavo anteanoche en la azotea, cuando todo el
mundo estaba ya acostado. (Isabel se inmuta profundamente.)
¿Quieres? (Silencio.) ¿Quieres que se lo diga? ¡Sí, chica! ¡Si es lo
que te propusiste! ¿No querías entrar en la familia? Tu padre
estuvo a punto de lograrlo y no lo consiguió porque me apare-
cí yo en el mundo, caí como una bomba y descuajaringué todo
el timbiriche... Pero me parece que si tu padre no lo consiguió
lo vas a conseguir tú... Por lo menos, que te conste que estás
haciendo la «dili» a la campana... (Isabel llora, pero sin sollozos,
sin sacudimientos, como temiendo ser vista desde la saleta-comedor;
y va deslizándose disimuladamente hacia la puerta de segundo tér-
mino, o sea, la puerta de la sala.) ¡Pero no llores, boba! ¡Ahora lo
único que te falta es que Gustavo se deje enganchar...! Porque
te advierto que en esto de no tener vergüenza y vivir de sabro-
so, yo, para la edad que tengo, no lo hago mal... Pero a su lado
me confieso un pigmeo, un verdadero pichón. Y no es modes-
tia, no... Es justicia... (Suena el timbre de la puerta, Isabel se desli-
za hacia la sala y desaparece.) ¡Oye! ¡No te vayas! Toma el
periódico... Toma...
ESCENA VII
Pasa de izquierda a derecha un criado, que abre la reja a Mario, y vase.
Mario se dirige a Teófilo, que vuelve de la sala, sin el periódico.
MARIO .
¡Adiós, don Teófilo!
TEÓFILO . Quiay...
MARIO . ¡Vaya un mes de octubre para hacer calor! Vengo ahogándo-
me. ¡Buf! ¿Y mamá?
TEÓFILO . Bien. Está allá adentro.
MARIO . ¿Quieres el Nuevo Mundo de Madrid...? Ahí lo tienes... (Le
entrega varios periódicos y revistas.)
TEÓFILO . (Por uno.) Y éste, ¿qué periódico es?
MARIO . Heraldo de Madrid.
TEÓFILO . Creo que te interesan más los periódicos de allá que los
de aquí...
MARIO . Esos Heraldos me los manda mi cuñado para que lea el duelo
del marqués de San Andrés, que es muy amigo mío... Pero ese
Nuevo Mundo tienes que verle con atención, a ver si te fijas en
una cosa...
TEÓFILO . ¿Qué es?
MARIO . ¡A ver si le ves...! (Va hacia el fondo y da unos toquecitos en la
mampara.) ¿Se puede?
ESCENA VIII
Dichos, Maela (doña Gabriela) que asoma, sin salir, por la mampara del
fondo, y el pequeño Lucianito, a quien tiene de la mano.
(Recibiendo el beso de su hijo.) ¿Quiay, hijo? ¿Cómo no vino
Patrocinio?
MARIO . (Besando al niño.) Adiós, sobrino... (A Maela.) Mi mujer no
puede dejar de oír su consabida misa todas las mañanas... ¡Y
con este calor!
MAELA . Pero la hubieras traído...
MARIO . ¡Ca! La dejé vistiéndose. Para ella aquí en La Habana empeza-
mos a vivir demasiado temprano. Como que en Madrid come-
mos a las dos de la tarde! Lo que vosotros llamáis «almorzar»...
MAELA . (Por el niño.) No, no te suelto, Lucianito... Ven a vestirte. (A
Mario.) No puedo salir todavía, hijo, tengo que bañar y vestir a
este muchacho. Cuando tú llamaste creí que era su padre... (Por
el chico.) ¡Por Dios, hijo, que me arrancas el brazo! (A Mario,
confidencial.) Ahí está Joaquín en el comedor, ¿lo viste?
MARIO . No.
MAELA . Tu padre y él se traen un «chucu-chucu» muy interesante...
Me parece que Joaquín vuelve con su pretensión de que no se
venda el ingenio... Nos quiere llevar a todos allá...
TEÓFILO . (Pegando un salto.) ¡Qué! ¿Que no se venda? ¿Y quién es él...?
MAELA . ¡Pss! Vamos, Luciano...
MARIO . A mí, después de todo...
MAELA . Hasta luego, hijo...
MAELA .
Vase, llevándose a Lucianito.
ESCENA IX
Mario, Teófilo.
TEÓFILO . Sí, a ti ¿qué te importa? ¡Ya lo creo! ¡Como que ya le vendiste
tus derechos al gallego de Luciano, y cogiste tu plata e hiciste de ella
lo que te dio la gana! A ti, ¿qué te importamos todos nosotros?
MARIO . Pero escucha, hombre...
TEÓFILO . Te educaste en Madrid, tu mujer es madrileña, tus amigos
los tienes allá: ya te he visto aquí retratado, disfrazado de bruja,
con el capuchón ese de los Calatravas... Tienes aquí un apode-
rado que te cobra las rentas... y ¡abur, chiquito!
MARIO . Lo dices porque crees que...
TEÓFILO . ¡No tienes de cubano más que el nombre... Y eso, no sé
cómo!
MARIO . ¿Ahora el patriotismo? ¡Pero, oye!
TEÓFILO . Y el que se queda aquí es el que se joroba. ¡Que no se venda
el ingenio! ¡Lo veremos!
MARIO . Pues si a esto venías a parar has estado hablando de más,
porque yo no he dicho que no se venda ni que se venda. ¡No he
dicho nada!
TEÓFILO . No lo habrás dicho ahora, pero bastantes veces te he oído
decirle al viejo que si el yanqui nos está absorbiendo, y que si
dentro de poco no quedará nada cubano en Cuba... A ti, ¿qué te
importa?
MARIO . Como que eres un anexionista te figuras que todos debemos
pensar como tú...
TEÓFILO . Mira, Mario, ¡hazme el favor! Ni yo soy anexionista, ni tú eres
cubano..., ni nadie es nada. Aquí, con todas nuestras boberías y
nuestras pretensiones, cada uno tira para su lado... Y al que se le
rompe el tirante lo parte un rayo... No estés creyendo otra cosa...
MARIO . Contigo no se puede discutir, hijo...
TEÓFILO . A ese Joaquín lo tengo yo metido aquí, entre ceja y ceja. Ya
verás cómo me va a virar a mamá... Y lo único que te digo es que
si para febrero yo no puedo largarme a New York, en esta casa
se arma la de Pancho Alday...
MARIO . A mí, ¿qué me cuentas?
TEÓFILO . Yo sé que Joaquín tiene una gran... (con sorna) inf luencia
con mi madre y con todos en esta casa... Parece que conviene
tenerlo contento...
MARIO . ¡Teófilo! ¡No hables de esa manera, por Dios...!
TEÓFILO . ¿Que no? La hija de él es para mi madre mucho más que yo;
la mima y la atiende todo lo que a mí me desprecia...
MARIO . De cosas tan delicadas no se habla con esa ligereza, Teófilo.
Eso no es decente.
TEÓFILO . Yo no soy decente. Soy un hijo de padre desconocido, un
recogido de la Beneficencia...
MARIO . No, no..., no más...
TEÓFILO . Estoy hasta aquí de oír hablar de decencia, de aristocracia,
de distinción y de moral en esta casa...
MARIO .
Bien. Pero a mí no me tomes para confesor, porque yo no
estoy dispuesto a oírte hablar así de nuestra familia...
TEÓFILO . Ya, por no haber, no hay ni de esto... (Señal de dinero.) Por-
que la cosa anda de chivo cojo..., pero desde hace muchísimo
tiempo, para que lo sepas...
MARIO . Lo que es como se vive en esta casa...
TEÓFILO . Sí, eso es, la tonada del otro, la guarachita de Joaquín: que si
se gasta, que si se despilfarra... ¿Y el ingenio? Pa bonito, para
que el señor administrador se dé el gusto de administrarlo y de
meterse en el bolsillo la mitad de cada zafra...
MARIO . Bien, hijo, bien... ¡Da gusto oírte!
TEÓFILO . Todo el mundo está comprando su máquina, su automó-
vil... ¡El progreso, viejo, que se abre paso! Y nosotros con el
cochecito y los penquitos esos... dos stradivarius legítimos...
¡Oye! Como que si Juan el cochero se encuentra un día una
ballestilla en el lugar del chucho, se hace célebre nada más te
digo... ¡Tocan solos!
MARIO . Eso: ahora, ¡automóvil también...!
TEÓFILO . Bueno, ¿y por qué no? Vamos a ver. El último «buche
pranganoso» tiene ya su automóvil y vive en su chalet de a todo
meter, en el Vedado... ¿Y nosotros? Ni te ocupes: en este case-
rón asqueroso por los siglos de los siglos... Ya, ni los viajes del
verano a los Estados Unidos... ¡Este año no he podido largar-
me! (Desesperado.) Bueno, por mi madre, cada vez que lo pien-
so... No, no, no quiero ni pensarlo. Yo me voy, aunque sea en
pleno invierno: tú verás... (Consultando su reloj.) ¡Y la hora que
es ya, y el salao gallego ese no viene!
MARIO . ¡No llames así a Luciano, Teófilo! ¡Acabarás por enojarme...!
Y no hay derecho, vamos, a amargarle a uno la mañana de esta
manera... ¡Hay que ver...!
TEÓFILO . Lo que quiero es hablarle a Luciano antes de que Joaquín
me lo vire. Tengo que apuntalarlo...
MARIO . Con ser el extraño, ese gallego que llamas, tiene más dere-
cho que Gustavo y que tú al cariño y la consideración de los
viejos...
TEÓFILO . A él lo que lo tiene mansito es la plata del hijo: no te hagas
ilusiones..., al fin y al cabo...
MARIO . ¡Cállate! ¡No quiero decirte cínico! Luciano es un hombre
trabajador y honrado, que aunque haya nacido en España le
hace más bien a Cuba que tú. Luciano quiso con toda su alma a
mi pobrecita hermana Leonor que en paz descanse, y vive hoy
dedicado por entero a su hijo y su trabajo. Para hablar de él
debes enjuagarte la boca...
TEÓFILO . ¡Caramba! ¡Cómo defiendes a tu «compatriota»! Te voy a
nombrar gallego honorario...
MARIO . ¡Anda allá, idiota! (Yéndose.) Cada día está más estúpido y
más insoportable... (Vase hacia el patio.)
TEÓFILO . ¡No me hubieran traído al mundo! Nací estorbando... Y
seguiré estorbando... ¡Pa que suden...!
Vase hacia el zaguán.
ESCENA X
Joaquín, Mario, don Fernando, que llegan por el patio conversando.
DON FERNANDO .
Ella no tiene nada, Joaquín, pero me explico perfec-
tamente su preocupación. Usted sabe el interés que me tomo
por su hija Isabel...
JOAQUÍN . Gracias, don Fernando.
DON FERNANDO . Nada de gracias. Quiero ayudarte a hacerla una mu-
jer como sueñas. Tu manera de ser padre me despierta siempre
remordimientos...
JOAQUÍN . No, don Fernando...
DON FERNANDO . Sí, sí... Lo digo por lo mismo que estás tú (por Mario)
delante, hijo mío, y porque eres el mejor...
JOAQUÍN . Ya ve usted que los buenos de índole...
MARIO . Ahora la has tomado con echarte las culpas de todos...
DON FERNANDO . No, no es eso lo que quiero decir. Tú (por Mario) eres
el mejor, indudablemente, y hasta por ti tengo remordimientos,
porque eres hijo mío y eres un hombre cabal y honrado, es cier-
to, pero..., no sé cómo decírtelo, no quiero molestarte.
MARIO . No me molestas, dilo como te plazca...
DON FERNANDO . No eres..., mi sucesor, mi continuación, como yo
hubiera querido tenerte ahora, que veo todo hundirse a mí alre-
dedor y... ¡Y no puedo hacer nada por evitar la ruina de todo lo
que yo creé a costa de tantos esfuerzos y tantos sacrificios!
MARIO . Bien, pero esa no es razón para...
JOAQUÍN . No se dé usted por vencido, don Fernando. Luchemos to-
dos juntos y Tembladera no se pierde...
MARIO .
Yo creo que todo eso es simplemente un juego de palabras,
porque vender, que yo sepa, no es perder...
JOAQUÍN . ¡Se pierde, porque el dinero no es la tierra!
DON FERNANDO . Es inútil que tratemos de explicarnos, Joaquín, por-
que yo comprendo a Mario y no sé cómo decirlo, no sé cómo
establecer la diferencia que nos separa. Pero era eso mismo, ese
pensamiento el mío cuando me quejaba de no haber sabido criar
hijos... Mario encuentra lo mismo tener su dinero en Tembla-
dera que tenerlo en acciones del Banco de España... ¡Yo lo com-
prendo! Pero esa es mi queja... ¡No haber sabido inspirar amor
a la tierra, a mi obra, al fruto de mi trabajo!
JOAQUÍN . Es que usted no creyó nunca en el objeto de su trabajo, don
Fernando; que trabajó usted en Cuba con el pensamiento puesto
en España... Y su obra quedó en el aire...
MARIO . No, no es eso...
JOAQUÍN . (Animándose.) A su misma obra, a su pantano convertido
en mina de oro, no la trató con cariño, no la abonó, no la quiso;
tiró de ella todo el beneficio que pudo, como el que tiene prisa
por marcharse, y nada más. Y la tierra es mala esclava, don
Fernando, muy mala esclava... Hay que saber quererla...
MARIO . ¡No, no! ¡Usted no debía decir eso, Joaquín...!
DON FERNANDO . ¡Esa es la verdad, hijo mío! Es la pura verdad, aunque
me duela. Joaquín puede decírmelo todo, porque yo mido su
corazón por su franqueza...
JOAQUÍN . Estoy acostumbrado a tratarlo como a un padre, como me
enseñó el mío que se debe tratar a los padres, y por eso le hablo
así. Para ustedes es lo mismo que se conserve como que se pier-
da Tembladera, porque no se les enseñó a amar la tierra, porque
no fueron ustedes educados para Cuba ni para España..., sino
para ustedes mismos...
MARIO . Quiere decirme que soy un egoísta, yo también...
JOAQUÍN . ¡Sí, Mario! No estoy acostumbrado a envolver mi pensa-
miento en bonitas palabras. Por lo demás, no lo digo en tono de
censura ni muchísimo menos. Quiero limpiar el campo, presen-
tar la cuestión con números, con números nada más, y no con
historias. Pero tampoco es cosa de oírlo todo en silencio...
MARIO . No sé a qué viene todo eso. Usted sabe perfectamente que
cedí a Luciano todos mis derechos y mal puedo, por lo tanto,
tener algún interés en que se venda la finca. Estoy aquí de paso,
soy como un extraño y lo único que hago es respetar el deseo de
mis hermanos y la resolución de mi padre... (A su padre.) Me
has dicho que estás cansado, que deseas descansar de los nego-
cios, y antes que una donación, complicada y molesta, prefieres
vender Tembladera y darle a cada cual lo suyo. He aprobado
cuanto me dijiste..., y eso es todo. (A Joaquín.) Si a eso llama
usted egoísmo...
DON FERNANDO . No más, no más, hijo mío. Nadie te acusa ni te censu-
ra: ya se lo has oído al propio Joaquín. No hablemos más de
eso: es inútil. Demasiado tarde, pero es ahora, viejo y con un
pie en la fosa, cuando reconozco los grandes errores de mi vida...
MARIO . Pues lo único que haces es mortificarme inútilmente...
JOAQUÍN . Por mí, que no se hable más del pasado, ya lo dije antes.
Pero que no se diga que esto es simple juego de palabras. Si con
la tierra, que cuesta trabajo comérsela, andamos como anda-
mos..., calculemos fríamente lo que ha de ser esta casa el día
que todo sea un fajo de billetes y un puñado de oro...
MARIO . Así, egoísta como soy, Joaquín, si tuviera un voto, ese voto
sería en contra de la venta; pero dije eso porque no puedo creer
que mis hermanos pidan la venta del ingenio para comerse el
capital...
JOAQUÍN . Está bien, perdóneme esta rudeza mía... Tembladera no es
Madrid...
DON FERNANDO . Afortunadamente, yo no lo veré; pero creo que te
equivocas, Mario... Es para comérselo, para tirarlo por la venta-
na, para lo que quieren el dinero... ¡Ya lo verás tú!
MARIO . ¡Pues oponerte francamente a la venta! No comprendo tu
debilidad, tu incertidumbre... ¡No te reconozco...!
JOAQUÍN . Lo único que digo y que repito es que eso es un disparate.
Vengo diciéndolo desde que apareció esta maldita idea de la
venta... La caña está como nadie la esperaba, el fuego no fue
nada, no se quemaron ni cuarenta mil arrobas, y la perspectiva
en el mercado americano no puede ser mejor... ¡Y a pesar de
todo, esa idea ahí, dale que dale, y no sé de quién! ¡Y el míster
Carpetbagger ese paseando el ingenio y queriendo meter el ho-
cico en todo, como si fuese más administrador que yo...! ¿Por
qué? ¿Qué pasa aquí? ¿A qué atenerse?
MARIO . (Como saliendo en auxilio de su padre, que titubea.) Sí..., real-
mente... Pero...
DON FERNANDO . No sé..., yo tampoco sé. Los Vega Murlas, Alejandro
Fernández..., el mismo Ricardo Soriano, que tan desesperado
se mostraba con que los otros vendiesen: todos se han despren-
dido de sus tierras...
JOAQUÍN . Pero a nosotros, ¿qué nos importan los demás?
DON FERNANDO . Aquí, dentro de casa... Ustedes no pueden darse cuen-
ta, no. Esto es un tonel sin fondo, una vergüenza. No hay renta
que resista este desorden. Hasta mi hija Isolina me ha pedido la
venta. Dice que Gustavo me está heredando en vida... ¡Tiene
razón! Ella misma, no sabe lo que gasta... El Teofilito nos está
saliendo caro, muy caro... Y yo no puedo más. Estoy más viejo y
más cansado de lo que parezco. Tabaco, ganado, la estancia de
El Cano..., ¡no hay negocio que emprenda en que no salga de
cabeza! Ya no sirvo, no soy hombre de esta época. Mi tiempo
pasó y pasó para siempre...
MARIO . Bien, pero no te desesperes... ¡Todo se andará!
JOAQUÍN . Tengo razones para afirmar que Isolina se vuelve atrás. Hace
diez minutos me lo ha dicho...
MARIO . Y si a Luciano se le habla y encuentra quien lo secunde, es
seguro que hace lo mismo...
JOAQUÍN . Con esa esperanza dejé anoche Tembladera...
MARIO . Luciano vota a favor de la venta porque ve que los hijos de la
casa la quieren. Y yo en su lugar haría lo mismo. Es cuestión de
delicadeza...
DON FERNANDO . Él no tarda en venir... Nunca me declaró su opinión,
ni dijo nada. Ya lo oirán ustedes...
MARIO . Todavía queda la otra solución del americano: la de convertir
nuestra propiedad en acciones. ¿Por qué no se ha vuelto a tratar
de ella?
JOAQUÍN . Esa proposición de los yanquis me dejaba a mí de adminis-
trador de Tembladera, con doble sueldo y algunas acciones, si
yo decidía a don Fernando... Por ahí fue por donde empezó el
americano; peo ahí lo atajé yo. Eso es confesar nuestra impo-
tencia y nuestra holgazanería...
MARIO . No, Joaquín...
JOAQUÍN . Sí, señor: confesar nuestra falta de energías, de virilidad...
Además, es declarar indecorosamente nuestra carencia del sen-
timiento de nacionalidad... Y antes que eso, cualquier cosa...
¡Que se lo lleve todo la trampa!
MARIO . Pues a hacer la zafra entonces, pese a quien pese.
JOAQUÍN . Ya se lo he dicho a don Fernando, y es a lo que vengo. Tengo
la seguridad de conseguir un corredor de azúcar que facilite el
dinero, comprando la cosecha a precio fijado o a precio en pla-
za, según se consiga, pero haciendo siempre el negocio. Esta
tarde sabré una respuesta definitiva. Y esa es la verdadera, la
única solución..., ¡y yo la garantizo!
DON FERNANDO . La verdadera situación la veo mejor que ustedes,
porque de algo me sirven mi experiencia y mis años... (Con
profunda tristeza.) Aquí dentro un caos de inf luencias encontra-
das, y ninguna más fuerte para imponerse a las demás; una in-
diferencia verdaderamente salvaje por el porvenir, y ninguna
acción sobre los acontecimientos...
JOAQUÍN . No lo niego, pero no puedo ser pesimista...
DON FERNANDO . Y fuera, ¡el yanqui! El yanqui con muchos millones
de dólares, y como un solo hombre; con un propósito firme
ante el porvenir, al que dedica la mitad del presente; y empeña-
do en hacer suya la tierra... Esa es la verdadera situación. Y
solución que no resuelva esto, no resuelve nada...
Suena el teléfono.
MARIO . (Al teléfono.) ¡Aló! ¡Sí! Un miembro de la familia, sí, soy Mario.
¿Quién habla? ¡Ah! Buenos días, hombre, ¿dónde estás? Sí, sí...
(A Joaquín.) Joaquín, mi hermano Gustavo, que le llama a usted.
JOAQUÍN . (Consigo.) ¡Bah! Ya me olvidaba... (A Mario.) Gracias... (Al
teléfono, muy contrariado.) ¿Qué hay?
DON FERNANDO . (Con Mario.) ¡No! ¡No! ¡Que no venga! Vale más que
no se entere de esto, porque no quiero oírle la boca a mi hijo
Gustavo...
JOAQUÍN . (Al teléfono.) No he podido conseguir nada, Gustavo, no...,
no..., no es posible... ¿Y yo qué voy a hacer?
DON FERNANDO . ¿Dónde está? Que no venga...
JOAQUÍN . ¡A mí no tienes que decírmelo! No te contesto como te
mereces por estar donde estoy... (A don Fernando.) Don Fernan-
do, dice Gustavo que tiene que hablarle...
DON FERNANDO . ¿Qué es lo que quiere?
JOAQUÍN . No lo sé...
MARIO . Él no duerme en la casa, ¿verdad?
DON FERNANDO . ¡Casi nunca! (Al aparato.) ¿Qué hay? Sí... Sí...
MARIO . Yo no sé cómo puede llevar esa vida año tras año.
JOAQUÍN . ¡Para eso quiere la venta del ingenio! Ya verá usted lo que
dura el dinero...
(Al teléfono.) ¡Eh! ¡Cállate, deslenguado, que estás
hablando a tu padre. Sabes perfectamente cómo andamos: es
imposible que te dé ese dinero...
MARIO . ¡Agua va!
JOAQUÍN . ¡Ahí lo tiene usted!
DON FERNANDO . (Lo mismo.) Bueno, bueno. Haz lo que te parezca.
¡Mejor! Tal día hará un año... Te enterramos y listo... (Alto, lla-
mando hacia el patio.) ¡Isolina...!
MARIO . Ahora llama a Isolina...
DON FERNANDO . ¡No le entiendo! Dice que se va esta misma tarde
para Méjico, y que necesita dinero, y que la ropa... ¡No sé! (Alto.)
¡Isolina...! (A algún criado, que pregunta desde el patio.) Dígale que
Gustavo la llama por el teléfono...
DON FERNANDO .
ESCENA XI
Dichos, Luciano, que aparece por la puerta reja, como sofocado, secándose
el sudor, y escuchando con cierta nerviosidad a Teófilo. Éste lo trae como
sujeto a vehementes recomendaciones. Isolina al fondo, como se indica.
(Por Luciano.) ¡Hola!... ¡Aquí tenemos al hombre!
(Sin librarse de Teófilo.) Buenos días...
DON FERNANDO . Buenos días, Luciano...
JOAQUÍN . (Al mismo tiempo.) Buenos días...
MARIO . (Acercándose.) ¿Cómo le va? ¿Qué tal de calor?
LUCIANO . (A Mario.) Como siempre... (A Teófilo.) Bien, sí, sí. Descui-
da, descuida, que ya me enteraré... Sí...
TEÓFILO . Bueno, pero oiga, oiga... (Sigue en voz baja. Don Fernando le
hace señas a Joaquín. Ya éste observa.)
MARIO . Tenga cuidado con éste, Luciano, que es mal negociante...,
¿eh? ¡Duro con él...!
TEÓFILO . (Terminando.) ¿Eh? Hasta luego... (A Mario, yéndose hacia el
patio.) Oye: a ti te da lo mismo, por esa gracia tuya, que me ría
ahora o luego, ¿verdad?
MARIO . ¿Por qué dices eso?
TEÓFILO . (En tono de burla.) ¡Te la debo! (Vase hacia el patio.)
LUCIANO . (A Joaquín, después de saludarlo y de estrechar la mano también
a don Fernando.) ¿Y cuándo llegó?
JOAQUÍN . Esta mañana, en el Central...
MARIO .
LUCIANO .
DON FERNANDO .
Pues hace rato que te esperábamos, Luciano... Tene-
mos que hablarte de negocios...
LUCIANO . (Siempre nervioso, distraído.) ¿De negocios?
JOAQUÍN . Sí, Luciano. Ahora don Fernando...
Entra Isolina, por el patio.
(Por Luciano.) Buenos días...
Buenos días, Isolina. ¿Cómo está?
ISOLINA . Ahora le traen a su hijo. Lo estaba vistiendo... (Al aparato.)
¿Qué hay? ¿Qué hay? ¡Oigo!
LUCIANO . (Siempre desconcertado.) Sí, sí... Pero antes quisiera...
DON FERNANDO . ¿Qué es lo que quieres?
MARIO . ¿Qué le dijo Teófilo?
ISOLINA . (Al aparato.) Sí, soy yo, sí...
LUCIANO . No, no es eso... Quisiera saber si Gustavo... Gustavo está
en casa. ¿No le habéis visto?
DON FERNANDO . Con él está hablando Isolina...
ISOLINA . Si sigues hablando de ese modo, cuelgo el receptor y me voy...
MARIO . (Riendo.) ¡Ahí le tiene usted! ¡No cabe duda!
LUCIANO . (Sin reír.) ¿Pero dónde está? ¿No saben?
MARIO . No... (A Joaquín.) ¿Se lo dijo a usted?
JOAQUÍN . No... es decir... (Embrollándose.) No, no... Por el teléfono no
me dijo de dónde me hablaba...
LUCIANO . ¿Pero no ha venido? ¿No ha estado aquí?
ISOLINA . (Lo mismo.) Es imposible, Gustavo, imposible. La maleta ya
la tienes lista, sí... Estaba vistiendo a Lucianito, sí... Que no
pude, ¡vamos! María te la lleva ahora si quieres...
LUCIANO . ¡Entonces!
DON FERNANDO . (De repente.) ¡Mi hijo Gustavo ha hecho una de las
suyas! No necesito saber más...
LUCIANO . Don Fernando...
DON FERNANDO . Vamos... (A Joaquín.) Dígalo usted si sabe algo...
MARIO . ¡Seguro que es eso!
JOAQUÍN . Esta mañana, cuando yo llegué, lo encontré aquí: me dijo
que tenía un compromiso de honor y que se iba para Méjico...
¡Que se iba de La Habana! Me pidió dinero...
DON FERNANDO . (Por Luciano.) Tú eres quien lo sabe, ¡tú! ¿Por qué
disimulas...?
ISOLINA . Sí, sí, pero habla despacio... (Siempre al teléfono.)
ISOLINA .
LUCIANO .
LUCIANO . Don Fernando... Yo no sé más que lo que dicen los periódicos...
DON FERNANDO .
Y ¿qué dicen los periódicos?... A ver... No hay aquí
ninguno...
Éste no es de hoy...
DON FERNANDO . Pero ¿qué es lo que dicen los periódicos? ¡Es necesa-
rio que sea algo muy grave para que estés con esa cara, Luciano...!
LUCIANO . Sí, don Fernando... Gustavo...
ISOLINA . (Lo mismo.) ¡Pero, cómo! ¡Gustavo! ¿Qué es lo que has hecho?
DON FERNANDO . ¡Ahora él mismo lo dice...!
LUCIANO . (Como hallando una salida.) Gustavo ha tenido un desafío,
don Fernando...
DON FERNANDO . ¡Un desafío! ¿Cuándo?
MARIO . ¡Un desafío!
ISOLINA . (Lo mismo.) ¡Era lo único que te faltaba, desgraciado!
LUCIANO . Esta mañana...
DON FERNANDO . (Imperativo.) ¡Me estás mintiendo, Luciano! ¿Dónde
están los periódicos...? A ver... ¡Isolina...!
ISOLINA . (Lo mismo.) ¡Haz lo que quieras! ¡No, no y no! Es mi última
palabra, adiós..., adiós... No más... (A su padre.) Yo acabo de ente-
rarme en este momento, papá; no sé dónde están los periódicos...
JOAQUÍN . (Sacando un periódico del bolsillo.) Me parece...
DON FERNANDO . (Hacia el patio, a gritos.) ¡María!
JOAQUÍN . Esta mañana compré éste... Todavía no lo había hojeado
siquiera...
MARIO .
ESCENA XII
Dichos, Maela, por el foro; María, por el patio.
¿Qué es lo que pasa, señor...? (Luciano y Joaquín la saludan.)
MARÍA . (Desde el umbral.) Yo no sé de los periódicos, caballero. El
caballero Gustavo se llevó uno esta mañana; y el otro está allá
adentro: lo tiene Isabelita y no ha querido dármelo...
JOAQUÍN . (Profundamente extrañado.) ¿Isabel?
MARÍA . Sí señor... (Vase.)
MARIO . (A su padre.) A ver..., dame ese pedazo... Lo que es con estos
periódicos de aquí...
DON FERNANDO . (Nervioso.) ¿Dónde están mis gafas...?
MAELA . (A Isolina y Luciano, que le hablan.) ¡No, no, no puede ser
verdad! Él no ha venido esta mañana...
MAELA .
MARIO .
(A su padre.) Deja, yo lo busco...
ISOLINA . (Con su madre.) Ha estado hablando conmigo, mamá; y se ha
ido por el tejado de la caballeriza, que lo ha visto María... ¡Sí!
Suena el timbre de la reja.
MAELA .
¿Quién es?
(A alguien que ve detrás de la reja.) Buenos días...
UNA VOZ . Buenos días. ¿Don Fernando, está...?
DON FERNANDO . ¿A mí?
LUCIANO . (Que ha venido a primer término, a Mario, que va a abrir.) Son
de la policía secreta... (Volviéndose a don Fernando.) No venga
usted, don Fernando, es a mí..., yo los conozco...
DON FERNANDO . Han dicho mi nombre...
MAELA . (Con un grito inconsciente.) ¡Mi hijo Gustavo! (Mirando después
hacia el patio, como atraída por un ruido.) ¿Por qué cierran las
persianas de la saleta? ¡María... María...!
LUCIANO . (Con don Fernando.) No, no venga usted... Es a mí... (Mario
desaparece por el zaguán. Luciano procura detener a don Fernando.)
DON FERNANDO . Pero, ¿qué quieren esos hombres? ¿Cómo Mario les
habla?
LUCIANO . Son conocidos nuestros, don Fernando...
MAELA . (A Isolina, espantada.) Pero, ¿por qué ha de esconderse mi hijo
Gustavo? ¡Díganme!
ISOLINA . Que ha hecho una locura, mamá...
MAELA . ¿Pero qué locura?..., ¿por qué?
DON FERNANDO . (A Luciano.) No, no... Es la policía, Luciano... Esos
hombres son de la policía... ¡Sí...!
MAELA . ¿La policía? ¿Por qué?
ISOLINA . ¡Mamá...!
LUCIANO . Pues por eso mismo, no venga. ¡Déjenos usted!
MARIO .
Vase.
ESCENA XIII
Dichos, menos Mario, que vuelve a poco, y Luciano. Gustavo aparece re-
pentinamente por la mampara del foro, descompuesto y haciendo señas
desesperadas para que todos callen.
MAELA .
¡Hijo mío!
(Exasperado, fuera de sí.) ¡Sio! (En voz baja,) ¡Que no estoy!
¡Que no estoy, que no me han visto! (A Joaquín.) ¡Y usted que
me ha denunciado, prepárese!
JOAQUÍN . (Violentamente.) ¡Eso es falso!
MAELA . ¡Hijo! ¡Hijo de mi alma!
DON FERNANDO . ¡Completamente falso! ¡Joaquín no se ha movido de
aquí...!
GUSTAVO .
Aparece de nuevo Mario, que se queda junto a la puerta asombrado
de ver a su hermano.
ISOLINA .
¿Se fueron...?
(Tembloroso, mirando con odio a su hermano.) ¡No!
DON FERNANDO . (Yendo hacia Gustavo, iracundo.) Y tú, ¿qué has hecho,
desgraciado, di, que has hecho...?
MARIO . (Fuera de sí.) ¡No ha sido un lance de honor, papá! Fue un
crimen vulgar.., ¡Un asesinato!
DON FERNANDO . (Espantado, se detiene, como en vilo.) ¡Ah!
ISOLINA . ¡Papá!
MAELA . (Deshecha en llanto.) ¡Hijo de mis entrañas!
GUSTAVO . (A su hermano.) ¡Y tú eres el abogado de Salamanca, ani-
mal, y confundes asesinato con homicidio! (Don Fernando solloza.)
¡No más llanto, que el muerto es el otro! Ahora lo que hace
falta es dinero...
MAELA . ¡Hijo mío! ¿Qué has hecho, hijo mío, qué has hecho?
GUSTAVO . ¡Dinero!
MARIO .
T ELÓN
SEGUNDO ACTO
Un rincón del portal de la casa vivienda en el ingenio. Techo de tejas que
deja ver el paisaje por allá arriba. A la derecha el cuerpo de la casa, con
puerta y ventanas al portal. Entre una ventana y un horcón pende una
hamaca de red. Aquí y allá dos o tres sillones de mimbre. Al fondo, el
campo. Un verdor magnífico y múltiple cubre toda la tierra, como una
alfombra; cielo azul, diáfano y puro, sol tibio de invierno. Siéntese en el aire
caliente como el murmullo de una fiesta desenfrenada y perpetua de la
naturaleza, como una embriaguez de amor y de fecundidad, que enardece
la sangre y agota en una languidez paradisíaca, sin espasmos: diríase bajo
una caricia implacable y continua...
ESCENA I
Isabel, en la hamaca; Isolina, junto a ella, de pie.
ISABEL .
Es que tengo miedo de quedarme aquí solita, en la casa tan
grande...
ISOLINA . ¿Cuándo vas a quedarte sola?
ISABEL . ¡Pues cuando mi padre tenga que salir. Durante todo el día él
estará en el campo!
ISOLINA . A lo que tú más temes no es a quedarte sola, sino al aburri-
miento... (Silencio.) ¿Verdad que es a eso?
ISABEL . Sí, también...
ISOLINA . Al principio echarás de menos el colegio...
ISABEL . No, con franqueza. De todas maneras, en el colegio no po-
día continuar...
ISOLINA . ¿Entonces? Yo no sé claramente por qué tu padre resolvió
traerte al ingenio... Ni tú ni él me parecen francos... Yo no sé por
qué se me figura que tanto él como tú me ocultan alguna cosa...
ISABEL . No, no. Yo te juro por lo que más quiero en el mundo que no
es lo que tú te figuras...
ISOLINA . Pero, ¿no dices que en el colegio no podías continuar? ¿Por qué...?
ISABEL . Pues porque..., porque me siento mal... ¿No lo sabes?
ISOLINA . Sí, sí lo sé, pero... Vamos, que no te entiendo...
ISABEL . ¿Que no me entiendes?
ISOLINA . Que no te siento la misma Isabel de antes, como tampoco tu
padre es el mismo... Tengo el presentimiento de que entre no-
sotros tres existe algún secreto, alguna cosa oculta... No sé. Isa-
bel, no sé, porque esto no puede explicarse... ¡Pero es así!
ISABEL . Son ideas tuyas... Tú lo que debías hacer es quedarte aquí
conmigo... Sí...
ISOLINA . No puedo, Isabel, no puedo. No soy libre. Mi gente se
escandalizaría si yo me atreviese nada más que a proponerlo...
ISABEL . Gracias, eres muy buena...
ISOLINA . ¡Imagínate! ¡Tendríamos que quedarnos los tres solos: tu
padre, tú y yo...! ¡Y nos devoraríamos al día siguiente! Sobreven-
dría un cataclismo... (Irónica.) ¿Qué diría la sociedad?
ISABEL .
Por eso te quiero a ti, a ti sola...
No haces más que pagarme. A pesar de todo, si no me he
resuelto a quedarme contigo, es porque no te veo enferma de
cuidado. Que si fuera realmente necesaria mi presencia, ya ve-
rías adónde iban a parar todos los escrúpulos...
ISABEL . Ahora quisiera estar muy grave, muy grave...
ISOLINA . ¡Loca! ¡No digas eso!
ISABEL . (Como consigo.) Pero no estoy grave, no..., no estoy ni enferma
siquiera... Estoy peor que grave...
ISOLINA . ¿Ves? ¿Ves? ¿Por qué dices esas cosas raras? ¿Tú crees que si
no tuvieses nada que ocultarme tendrías que hablarme así...?
ISABEL . ¿Qué fue lo que dije?
ISOLINA . ¡Y todo fuera eso! Tienes dieciséis años: una chiquilla. A esa
edad se suele padecer de esos accesos de «misterio»...
ISABEL . (Bajando la cabeza.) No es eso, no es eso...
ISOLINA . ¿Por qué ocultármelo? Yo no apruebo ni censuro que estés ena-
morada. Sabes que soy para ti una amiga, una verdadera amiga...
ISABEL . No es eso. Mamina, no me hables de eso...
ISOLINA . ¿Por qué no eres franca? (Insinuante.) ¿Que el hombre de tu
elección —cómo decírtelo— temes que no me agrade...?
ISABEL . No, no es eso, no es eso...
ISOLINA . Que tengas como la certeza de que me disgustará profunda-
mente...
ISABEL . No, no...
ISOLINA . ¡Pues así y todo, peor haces en ocultármelo! Ya hablaríamos,
en todo caso... ¿Me entiendes? No te digo desde ahora que no.
¡Al contrario! Me ofrezco como una aliada tuya..., para..., para
convencer a tu padre, por ejemplo...
ISABEL . (Sonriendo.) Eres muy buena, Mamina, muy buena... (Isolina
espera ansiosa.) ¡Pero muy pilla! (Y niega con el dedo, riendo.)
ISOLINA . (Decepcionada, pero sonriendo.) ¿Pilla, por qué? ¿Acaso crees
que te engaño...?
ISABEL . (Atrayéndola a sí y besándola.) No..., no me engañas... No me enga-
ñas... Pero no es eso. (Poniéndose repentinamente seria y triste.) No es
eso. (Isolina, observándola, asiente para sí, moviendo la cabeza.)
ISOLINA .
ESCENA II
Dichos, Teófilo, que viene silbando desde fuera, y cuando entra en el portal,
se acerca, bailando a paso de danzón y cantando:
e rompió la máquina,
Ay, se rompió la máquina...!
ISOLINA . ¿Vienes solo?
TEÓFILO . ¡Solitario y triste!
ISABEL . ¡Pues sí que vienes triste!
ISOLINA . Pero, ¿y mamá? ¿Y Gustavo?
TEÓFILO . No puedo decirlo...
ISOLINA . Vamos. Hoy estás de juego... Por variar...
TEÓFILO . Se encontraron (con reticencia) casualmente al americano
en el Paradero y se quedaron hablando con él... Ahí vienen
detrás de mí, pero vienen en coche y yo vine en la bicicleta del
recadero del ingenio... ¡Oye! ¡Es un sportman nuestro recade-
ro! Dice que como resulta la bicicleta es con alpargatas...
ISOLINA . Pero, ¿cómo está ese hombre aquí? ¿Qué viene a hacer?
TEÓFILO . ¿Quién? ¿El recadero?
ISOLINA . ¡Míster Carpetbagger, hombre! El americano...
TEÓFILO . ¿Cómo qué viene a hacer? Viene en su automóvil, a pasear,
a lo que le da la gana... Y está aquí porque el ingenio de la com-
pañía americana que él representa está en la misma provincia,
ahí como quien dice, lindando con Tembladera... ¿Ya no te acuer-
das que los Murias le vendieron el ingenio?
ISOLINA . ¿Pero viene también para acá?
TEÓFILO . No sé, creo que no. ¿Tienes miedo de que se meta el ingenio en
un bolsillo y se lo lleve? ¡Ni que el hombre comiera gente...! (A
Isabel, junto a ella, meciéndola.) ¡Oye! ¡Colosal está la hamaca para dispa-
rarse una siestecita...! ¿Eh? ¡Coca y Cola! ¿No hay otra ahí para mí?
ISABEL . (A Isolina, que se ha quedado muy preocupada y hace ademán de
irse.) ¿Dónde vas? ¡Mamina!
ISOLINA . Ahora vengo... (Vase como buscando algo hacia el campo, colo-
cándose la mano de visera.)
TEÓFILO .
ESCENA III
Isabel, Teófilo.
TEÓFILO . (Confidencial.) ¡Oye! Ahora sí es verdad que.., aserendebonicán
sócoro icuentillé... ¡Y ponle el cuño...! (Bailando rumba.)
Se rompió la máaaquina,
ay se rompió la máaaaa... quina.
ISABEL .
(Tristemente.) ¡Qué contento estás!
TEÓFILO . Estoy empapado de sudor. El paseíto en bicicleta me ha reven-
tado... ¿Me quedará tiempo de bañarme? (Va y vuelve, irresoluto.)
ISABEL . Y es el caso ¡que yo también quisiera estarlo! ¡Cuánto daría
por no tener ningún remordimiento, por tener la conciencia
tranquila y besar a mi padre sin temblar de miedo...!
TEÓFILO . (Consigo.) Me quito el saco... (Lo hace.) ¡Uff!
ISABEL . ¡Entonces sí que gozaría más que tú, mucho más que tú, este
ambiente, este sol, este aire tan puro y tan rico, que tantas ganas
de vivir y de querer y de ser bueno le despiertan a uno allá
dentro en el alma...!
TEÓFILO . (Despatarrado en un sillón.) ¡Qué fresquecito más rico...! ¡Esto
está pulpa, chiquita!
ISABEL . ¡Mira, mira aquellas lomas, aquel palmar lejano, esa nubecita
blanca, solita en todo el azul del cielo como una palomita perdida...!
¡Qué linda es nuestra patria, Teófilo! Yo nací en ese campo...
¡Con cuánto orgullo pienso que soy cubana, que nací en Cuba
libre, en la manigua! Yo no nací esclava, como tú: ¡nací libre!
TEÓFILO . Por eso eres tan patriota... (En broma.) A mí, como me man-
daron a buscar a París...
ISABEL . A París..., por la vía New York: ya lo veo...
TEÓFILO . París-New York-Beneficencia-Tembladera. ¡El gran viaje! Oye,
¿sabes lo que te digo? Que en París deben de envolver muy bien
los encarguitos, porque yo a pesar del viaje, chica, llegué muy
bien... Mírame: ¡enterito! ¡No me falta nada!
ISABEL . ¡Qué sinvergüenza eres, Teófilo!
TEÓFILO . ¡El aire de familia, chica! ¡Todo el mundo me lo conoce en
seguida!
ISABEL . ¿Por qué vienes tan contento?
TEÓFILO . Porque aserendebonicán sócoro icuentillé, ya te lo dije...
ISABEL . Ese es el inglés que tú sabes...
TEÓFILO . I talk ñáñigo very well... Pero esto no me lo enseñó a decir
Gustavo. ¿Cómo a ti, que eres (en tono de burla) «su esposa ante
el altar de Dios» no te habla en su lengua?
ISABEL . (Otra vez ensombrecida.) ¡Cállate! Era un milagro que no hu-
bieses empezado todavía a mortificarme.
TEÓFILO . No, óyeme: va en serio. Lo primero que me han dicho es
que me calle, pero..., ¡no importa! Te lo digo a ti en reserva... A
pesar de los pesares y de los cuentos chinos de tu padre, Tem-
bladera se vende...
¡Tú qué sabes!
¿Qué sé? Bueno. Lo único que te digo es que le puedes po-
ner el cuño. Tú ves que nosotros hemos venido hoy todos al
ingenio, conforme lo dispuso tu padre...
ISABEL . Lo dispuso don Fernando...
TEÓFILO . Lo dispuso el viejo..., pero lo impuso tu padre, que es «el
que corta el bacalao». Bueno: pero oye... Tú ves que estamos
aquí todos, casi decididos a hacer lo que él se propone, que mi
madre y Luciano quieren pedir dinero y romper la molienda el
1o de enero; que Gustavo viene también a ver cómo está la caña
y las máquinas y todo el negocio... Bueno. Pues con visita cam-
pestre, con field day, y junta de familia, y caña hasta las nubes, y
máquina andando sola y todo el negocio... (Cantando.)
TEÓFILO .
¡Se rompió la máaaquina,
ay se rompió la máaaquina...!
ISABEL .
No cantes victoria tan pronto. Quién sabe qué cosas le ha-
brás oído al «yanquirule» y tú lo das ya por hecho...
TEÓFILO . ¡El americano nos mete a todos, a tu padre el primero, en
un zapato, vieja! No seas boba. Ya viste cómo consiguió hacer-
se necesario cuando prendieron a Gustavo, para dar la fianza
y poder sacarlo a la calle en libertad provisional... ¡Oye!: ahora
el galleguito del café, el más peligroso de los testigos de cargo
contra Gustavo, que dijo y redijo claramente que vio a Gusta-
vo detrás de la columna, hecho una ametralladora disparando
sobre el otro... (Ademán de prestidigitador.) ¡Ssschp! ¡Se evapo-
ró! Se fue para España con dos o tres mil guayacanes en el
bolsillo. ¿Quién facilitó la harina? El americano. Después ven-
drá el negocio de la amnistía... ¡El delirio! Y lo mejor no es
nada de eso. ¿Tú viste cómo Gustavo armó primero la de los
diablos coloraos contra los proyectos de tu padre, y después
aceptó de pronto y hasta señaló fecha para venir a Temblade-
ra...? ¡Pues por poco se le descuajaringa toda la combina! El
yanqui estuvo a punto de rajarse y hasta ahora mismo, en el Pa-
radero, no se ha arreglado la cosa...
ISABEL . ¿Y qué es lo que se ha arreglado? ¿Quién es Gustavo para
vender por sí el ingenio?
TEÓFILO . ¿Oye quien...? Mañana se va Gustavo para Méjico...
ISABEL . (Impresionada.) No... No es verdad...
TEÓFILO . Y yo para Nueva York el mes que viene. Yes! That’s all right!
ISABEL .
¿Pero, cómo se va Gustavo?
(Con aire de misterio.) ¡Ah! Eso...
ISABEL . ¡Por lo que tú más quieras, dímelo!
TEÓFILO . Maela no quiere que Gustavo vaya a la cárcel, y no hay manera
de sacarlo absuelto. Ahora Gustavo huye, y mientras le echan
mano, y la extradición y la «bobería», vota el Congreso la amnis-
tía número treinta y tres, letra p de la serie k..., y pa la calle.
Pero, ¡ni te ocupes! Yéndose Gustavo se pierde la fianza, no hay
con qué pagarle al americano, y entre dos de la vela y de la vela
dos, se le deberán como veinte o treinta mil pesos. Si de ésta no
se le traba el paraguas a tu padre, puedes decir que se lo regaló
el espíritu del brujo Ño Camilo, tu bisabuelo...
ISABEL . (Rompiendo a llorar.) ¡Hijo de brujo lo serás tú, estúpido, que
no sabes quién es tu padre...!
TEÓFILO . Pero, ¿te vas a poner a llorar por eso? ¡Oye! ¿Por qué llo-
ras...? (Como comprendiendo.) ¡Ah! Ya sé... Porque Gustavo se va,
y tú... ¡Bueno! (Para sí.) Aquí se arma...
ISABEL . ¡No te importa! ¡Déjame!
TEÓFILO . No puedes echarme en cara que no te lo dije. No tienes a
nadie a quien descargarle la culpa... (Breve pausa.) Mira... Y si
tengo ganas de irme más pronto es por eso. Llegará un día que
no podrás ocultar lo que tienes... Y no quisiera estar delante de
tu padre cuando él se entere. Conmigo no va la cosa..., pero
¡porsiá! En New York estaré más seguro, créemelo. (Isabel llora
de nuevo.) ¡Llora, llora, que vas a remediar mucho con eso! Toda-
vía, si el ingenio se vende enseguida, pero enseguida, tienes una
esperanza... Se lo confiesas todo a mi madre, se arregla que
pases en casa una temporadita..., ¡y todo queda en la familia!
Aquí mi gente es especialista en titingós de esa clase. La Benefi-
cencia lo aguanta todo...
ISABEL . No, no... ¡Me mataré antes, tú lo verás!
TEÓFILO . No te creo tan estúpida como todo eso. Este mundo es un
choteo, y hay que aprovechar el tiempo. Si tu padre en vez de
ser un idealista, cometrapo, fuese lo que se llama un hombre
práctico, ésta era la ocasión de hacer una de las mejores
moliendas de su vida...
ISABEL . ¡Cállate, cínico! Me das asco...
TEÓFILO . (Señalando hacia fuera.) Ahí viene el coche... Mira a ver si
con idealismos consigues que Gustavo se case y te lleve para
Méjico... Ahí lo tienes...
TEÓFILO .
No, no quiero que me vean ahora... Me voy de aquí... (Supli-
cante.) Dile que yo quiero hablarle, Teófilo, es el último favor
que te pido...
TEÓFILO . Oye, no te vayas a morir ahora mismo...
ISABEL . ¡Di, di si vas a decírselo! Dile que me vea..., que yo estoy en el
portal del fondo, en el colgadizo... que allí lo espero... ¡Di! (Reti-
rándose.) ¡Di si vas a decírselo, Teófilo, por favor...!
TEÓFILO . (Solemne, en cómico.) ¡Señora: se lo diré! No sé ninguna mar-
cha fúnebre de música clásica, pero si quieres, para que tengas
una muerte patriótica, te cantaré el himno nacional... Ande
p’lante... (Tango de Los Peludos.)
ISABEL .
Cómo traigo la caña...
Que la traigo sabrosa...
Vanse.
ESCENA IV
Maela, que entra por la izquierda, traje de calle, con una maleta pequeña
en la mano. Isolina viene de la casa, coincidiendo en escena.
ISOLINA .
Pero ¿vienes sola? ¿Y Gustavo?
(Compungida, casi sollozante.) Se ha quedado con míster
Carpetbagger... No sé si vendrá...
ISOLINA . Pero ¿qué pasa? ¿Por qué lloras?
MAELA . Por nada, no, no es nada...
ISOLINA . (Al cabo de un silencio embarazoso.) ¡Y el míster Carpetbagger
se atreve a favorecer la fuga de Gustavo..., y tú lo aceptas, mamá!
MAELA . No, no es verdad... ¿Quién te lo ha dicho?
ISOLINA . Tendría que ser muy tonta, mamá, para no haberme dado
cuenta...
MAELA . (Rindiéndose.) Lo prefiero... ¡Lo prefiero todo a ver a mi hijo
en la cárcel! Me han acusado toda la vida de egoísta: ¡esta vez no
lo he sido! Prefiero perderlo así a verlo entre las rejas de una
prisión, como un criminal...
ISOLINA . Pero ¡se ha ido! ¡Se ha fugado ya Gustavo!
MAELA . No sé, no sé... Él me dijo que vendría a despedirse, que ven-
dría para no llamar la atención, y hasta que asistiría al almuerzo
con todos nosotros. Pero ahora no sé si lo dijo para engañarme
y evitarme la despedida... ¡Cuando menos!
MAELA .
(Con firmeza.) Tenemos que explicarnos claramente, mamá.
No creí que llegarías a realizar tu propósito...
MAELA . ¡Cómo! ¿Por qué...?
ISOLINA . Tengo que advertirte fríamente, tranquilamente, una cosa:
no estoy dispuesta a aceptar que Gustavo se vaya, que Gustavo
se fugue...
MAELA . ¡No lo harás, Isolina! ¡Es tu hermano!
ISOLINA . Es mi hermano, y es un criminal... Pero no, no, no quiero
discutir en vano ahora. No hago más que defenderme en lo que él
me hace daño. Es cuestión de intereses... ¡Gustavo no se irá, mamá!
MAELA . No es posible, Isolina, ¡no! ¡No es posible! ¡Por encima de
todo es tu hermano! ¿Por qué te daña...? ¡Di!
ISOLINA . Oye esto primero: Joaquín mandó a la estación a Cayuco
con la yegua mora...
MAELA . Allí estaba, Gustavo la tiene. Pero...
ISOLINA . ¿Dónde se encontraron ustedes con el yanqui?
MAELA . En la Estación, Isolina. Gustavo le telegrafió desde La Haba-
na... tú no puedes imaginarte el trabajo que ha costado decidirlo...
ISOLINA . ¿Los vio a ustedes el recadero hablando con el americano?
¿Estaba allí con ustedes?
MAELA . ¡No sé, Isolina, no sé, por Dios! ¿Qué es lo que preguntas?
Míster Carpetbagger se negó el viernes a entregarle el dinero a
Gustavo. Todo estaba combinado, y se perdió. Pero ha tenido
compasión de mis lágrimas, Isolina. ¡Hasta el extranjero, un
hombre ajeno a la familia, tiene más atenciones para mí que tu
propio padre! Y ahora tú me dices...
ISOLINA . ¡Gustavo no puede irse, mamá!
MAELA . ¡No empieces, Isolina! ¡Isolina!
ISOLINA . ¡Gustavo no puede irse, mamá!
MAELA . Pues se irá...
ISOLINA . No se irá, mamá...
MAELA . ¡Se irá, mala hermana, se irá! Yo bien sabía que tenía que
contar con los de la calle antes que con los de casa...
ISOLINA . No puedo discutir contigo. Pero te repito que Gustavo no se
irá. Ahora mismo voy a avisarle a Joaquín, si es que Joaquín no lo
sabe ya todo...
MAELA . ¡Tú no harás eso, Isolina!
ISOLINA . ¡Lo haré, mamá! No te ofendas, no te exaltes. Perdóname.
Lo haré porque veo que tu cariño de madre te ciega, y no te das
cuenta de lo que estás haciendo...
ISOLINA .
MAELA .
¡Isolina! ¡No te conozco, Isolina! ¿Qué es eso?
ISOLINA . Me defiendo, mamá... Mi madre sólo se ocupa de mi herma-
no. Yo me defiendo sola... ¡Y me defenderé!
¡Otra vez, Isolina!
ISOLINA . Será el segundo o tercer disgusto que te haya dado en mi
vida. Los «suyos» no podrían contarse...
MAELA . ¡Hazlo por mí, por tu madre! Es imposible...
ISOLINA . Por ti también lo hago, mamá. ¡Y pongo a Dios por testigo!
Gustavo no puede irse...
MAELA . Es por Joaquín, mala hija, por ese hombre con quien al cabo
de tantos años vuelves a entenderte..., porque él no tiene ver-
güenza y quiere meter aquí la garra a la fuerza... ¡Por él! Es por
ese hombre...
ISOLINA . (Interrumpiéndola y como reprimiéndose a sí misma.) ¡Mamá!
¡Mamá! Te suplico, te suplico humildemente, de rodillas si quie-
res, que no vuelvas a decir eso... ¡Es mejor que dejemos esto
así... Yo no puedo seguir oyéndote, ¡no puedo! No más...
MAELA . Bueno, pero..., ¡ayúdame! Ayuda a tu madre a sacarla de esta
vergüenza y este dolor. Lo tuyo al cabo fue en familia, y todo
pudo arreglarse sin escándalo... ¡Acuérdate, Isolina! ¡Recuerda
que todo entonces se sacrificó para salvarte, para ocultar tu fal-
ta...! ¡Que hasta tu hermano Mario consintió en callarse...!
ISOLINA . ¡No, no, no! No levantes esos recuerdos, mamá. No siga-
mos, no sigamos por este camino. Tú haces lo que crees tu de-
ber y yo hago lo que creo el mío... Pero no hablemos más. Hazte
el cargo que no sé nada. No hablemos más...
MAELA . No dirás nada a Joaquín... No le dirás nada...
ISOLINA . (Temblorosa.) Doblemos la hoja mamá, te suplico que doble-
mos la hoja...
MAELA . Entonces..., ¡insistes! ¡Insistes en preferir las órdenes de ese
tipo, de ese intruso, a salvar a tu hermano de la vergüenza de la
cárcel...! A lo que él te manda le llamas «tu deber» y a mí, a tu
madre, la mandas callar como si estuviera loca, ¡como si te pro-
pusiese una deshonra o un crimen...!
ISOLINA . Di lo que quieras: no puedo responderte. Soy tu hija...
MAELA . ¡Eso es! Me das permiso, me autorizas para hablar, porque
todavía tienes tan gran corazón que no quieres privarme de
ese capricho... ¡Estoy loca, pero puedo hablar...! ¡Ah! ¡Víbora!
¡Hipócrita! Gustavo, por lo menos, no ha traído la vergüenza a
la casa, como tú la trajiste, sino que la dejó en la calle... ¡Como la
MAELA .
tienen tantos que no son Gustavo y que nadie se atrevería a
toserles...!
ISOLINA . Dame permiso...
MAELA . ¡Infame! ¡Mala hija!
ISOLINA . Dame permiso para dejarte, mamá... He procurado enno-
blecer mi vida durante más de quince años, alejándome moral-
mente de ti para no tener que dolerme de tu manera de ver las
cosas... Eres toda bondad, por eso callo; pero hay que ser mu-
cho más buena que tú, más completamente buena que tú, para
no equivocarse contigo. Deja que me vaya... Mi intención es
evitarte un disgusto completamente inútil. Ya me lo has dicho
todo... Ahora, déjame...
MAELA . (Llorando.) ¡Qué hijos, Dios mío, qué hijos! ¡No hubo madre
en el mundo que sufriera por ellos lo que sufrí yo! Y ahora,
mientras más vieja y más necesitada de tranquilidad es cuando
todos, todos caen sobre mí a aplastarme debajo..., ¡como no se
castiga a las madres que matan a sus hijos! ¡Como no se castiga
al peor criminal...! (Isolina, sin poder contenerse, va a caer sollozan-
te a los pies de su madre.) ¡Vete! ¡Déjame! ¡Tú no me has querido
nunca! Te has alejado de mí para ennoblecerte: me lo acabas de
decir...
ISOLINA . (Desesperada.) ¡Mamá, por Dios...!
ESCENA V
Dichos, Gustavo.
(Irrumpiendo.) ¿Qué es eso, señor? ¿Qué es eso? (Isolina se
yergue, secándose los ojos, y se aparta.) ¿Quién les dijo algo?
MAELA . ¿A quién le han dicho...?
GUSTAVO . No me queda más remedio, porque así me voy más seguro.
Inventaremos un pretexto...
MAELA . No te entiendo, hijo...
GUSTAVO . Que tengo que irme ahora mismo: creí que lo sabían... El
americano me dio un cheque de quinientos pesos, sin recibo y
sin nada... (A Isolina.) Ahora tú déjate de boberías, y a vender
cuanto antes el ingenio para que cada uno coja lo suyo. Ni yo
pido el sacrificio de nadie, ni nadie tiene el derecho de exigirme
que yo me sacrifique...
MAELA . ¿Pero es ahora mismo?
GUSTAVO .
Míster Carpetbagger me lleva en su auto: no puedo decir
dónde... (A Isolina.) Ya viste que llegué a resolverme a que mo-
liésemos, y que he venido a Tembladera... Pero ahí tienes las
bellezas de que nos hablaba tu Joaquín... La caña está raquítica,
aguachenta. El americano vio la centrífuga y dice que eso no
puede repararse, que meter aquí quince o veinte mil pesos es
como tirarlos a la calle... Y donde llega míster Carpetbagger,
que es un hombre práctico y conoce el negocio a fondo, no al-
canzará a llegar nunca tu Joaquín cubiche, con su patriotería
mohosa y su filosofía barata...
MAELA . Pero hijo mío, ¡óyeme! ¿Es que te vas ahora mismo?
GUSTAVO . Sí, mamá... (Maela comienza a contener a duras penas su con-
goja.) Ahora mismo: no puedo perder tiempo. El americano quie-
re que me quede y represente la comedia, pero yo quiero volver
a La Habana a despedirme de alguna gente, porque ustedes no
volverán lo menos hasta la noche... ¡No empieces con tus lágri-
mas, mamá! ¡Peor sería que me fueras a ver a la cárcel!... ¡Va-
mos... Dime adiós... (A Isolina.) A Joaquín se le dice que yo recibí
un telegrama urgente de La Habana, por cualquier cosa del su-
mario...
ISOLINA . (Reparando para su madre, que parece sufrir como un síncope.)
¡Mamá!
GUSTAVO . ¡Mamá! ¡Adiós! ¡Ahora esto! ¡Mamá, oye, oye..., no seas
boba óyeme...
ISOLINA . ¡Trae un vaso de agua! ¡Mamá! No, espera... Ayúdame a
llevarla para adentro...
GUSTAVO . Lo sabía, recontra, y por eso no quería venir...
ISOLINA . ¡Mamá! ¡Mamaíta...! ¿Tú me oyes...? ¿Sí...? ¡No puede llorar,
Dios mío...! (Llevándola hacia la casa.)
GUSTAVO . Ya no me voy..., ¿oyes, mamá? Ya no me voy...
ISOLINA . (A Gustavo.) ¡Infame! ¡Estúpido! ¡Mal hijo! ¡Tú eres la causa
de todo... Sí, ¡tú!
Desaparecen hacia la casa, discutiendo.
ESCENA VI
Isabel, que llega por el portal, como acechando, nerviosa, haciendo un
supremo esfuerzo y mordiendo el pañuelo con que se seca de vez en cuando,
maquinalmente, los ojos. Después Gustavo.
(A Gustavo, que sale precipitadamente.) ¿Dónde vas?
(Llevándose las manos a la cabeza.) ¡Lo que me faltaba! (A
Isabel, con tono áspero, que en vano pretende disimular.) Vuelvo en-
seguida... Voy..., voy a..., a buscar un médico para mamá... Vuelvo
enseguida...
ISABEL . Por lo menos, trátame con más decencia...
GUSTAVO . ¡Oh! Y ahora pedirme..., decencia...
ISABEL . Es que yo sé que tú no vuelves...
GUSTAVO . Figuraciones tuyas... Mentiras... Nada... ¿Quién te lo dijo?
ISABEL . Yo sé que tú no vuelves.
GUSTAVO . ¿Que yo no vuelvo? ¿Cuándo? ¿Qué es lo que quieres de-
cir...? Despacha pronto, que yo no puedo perder el tiempo en
boberías...
ISABEL . Que tú no vas a buscar ningún médico, Gustavo, sino que te
vas, que no vuelves...
GUSTAVO . Pues sí, es verdad tengo que volver para La Habana, por-
que he recibido un telegrama del juzgado que instruyó el suma-
rio... Me llaman para hoy...
ISABEL . (Conteniendo los sollozos.) No, Gustavo, no... Que te vas para
Méjico... ¡Lo sé!
GUSTAVO . ¡Vamos! ¡Ahí está eso...!
ISABEL . Y es posible que tengas el valor de irte..., de dejarme así,
Gustavo..., sin decirme algo siquiera...
GUSTAVO . ¿Qué quieres que te diga? Mejor hubiera sido que no nos
hubiéramos visto. Que un viaje así, maldito lo que tiene de di-
vertido. Pero no me queda más remedio...
ISABEL . Eso no puede ser, Gustavo...
GUSTAVO . ¿Qué es lo que no puede ser?
ISABEL . Que te vayas, que me dejes abandonada así, después de tus
juramentos y de tus promesas, Gustavo... (Rompe a llorar.)
GUSTAVO . ¡Otra vez lágrimas! ¡Y yo cansándome de aguantarle «gai-
tas» a todo el mundo! ¿No comprendes que tengo que irme? ¿Te
parecería bien que me dejase meter en la cárcel? ¿Y entonces?
¿No era lo mismo...? ¡Di!
ISABEL . ¡Es que tú no das por el timón de resolver esto, que ya no sé el
tiempo que me estás diciendo «mañana» y «mañana» sin que
nunca llegue el día... Y no es posible esperar más, Gustavo; ya
está resuelto que me quede aquí sola con mi padre, y él ha de
verme cada día, observarme de cerca, preguntarme qué tengo...!
Vamos, dime qué es lo que verdaderamente piensas. Estoy serena,
ISABEL .
GUSTAVO .
mira, sin llorarte, sin mortificarte. Necesito de una vez una
palabra, una... ¡Algo que sea una solución...! (Vuelve a sollozar
incoerciblemente con las últimas palabras.)
GUSTAVO . Le escribiré a tu padre contándoselo todo desde Méjico...
Y desde allí nos casaremos por poder. Ya lo tengo todo arregla-
do... Te lo juro.
ISABEL . ¡Desde Méjico!
GUSTAVO . La gente puede casarse perfectamente a pesar de la distan-
cia, porque para eso hay las...
ISABEL . Sí, sí, ya lo sé. Pero eso no es posible, Gustavo, porque cuan-
do tú estés en Méjico no volverás a acordarte de mí...
GUSTAVO . No digas eso... Ya verás...
ISABEL . Sí, Gustavo...
GUSTAVO . (Intentando la seducción.) Yo no te puedo olvidar nunca,
Nenita... Ya verás como es lo primero que hago en cuanto lle-
gue a Méjico... Yo no puedo olvidarte...
ISABEL . No, no, no... Tú no puedes irte, Gustavo... ¡Te lo pido por
todo lo que tú más quieras! ¡No me dejes! No me dejes así,
porque mi padre me mata...
GUSTAVO . ¡Qué va a matarte!
ISABEL . ¡Sí, Gustavo, sí! ¡Si él se entera, me mata! Yo no puedo que-
darme aquí sola... ¡Llévame! ¡Llévame contigo! Yo no te estorbo, iré
en tercera, sin que nadie sepa que me llevas..., no nos veremos...
GUSTAVO . ¡Imposible! Que te... ¡Estás loca!
ISABEL . ¡Óyeme! Te juro por Él ¿me entiendes? Te juro por Él, que si
me dejas aquí hoy, que si me abandonas, me mato...
GUSTAVO . ¡Una estupidez detrás de otra...! ¡Vaya!
ISABEL . ¡Te lo juro! ¡Te lo juro por lo más grande en que yo crea! ¡Me
mato!
GUSTAVO . Yo no puedo hacer nada...
ISABEL . ¡Gustavo!
GUSTAVO . Te he explicado la única solución aceptable y no quieres
entenderla. Estás nerviosa, agitada, y no sales de los aires de tra-
gedia... Aquí la cuestión no es matarse, sino vivir, y vivir de la
mejor manera posible... Déjate de novela y de drama y de cosas
esas de tu padre, y piensa bien lo que te digo... Desde Méjico
le escribo a tu padre confesándoselo todo. Mano a mano yo no
se lo digo ni hoy ni nunca, para que lo sepas. Y no es por
miedo, porque demasiado sabes que yo no «masco de ese lado».
Pero tu padre es muy cachorro y muy despreciativo, que le habla
a la gente desde arriba del escaparate..., y no quiero, no quiero
desgraciarme de verdad. Porque el día que él se lance conmigo
—¡óyelo bien!— es el último de su vida... Así como lo oyes... Y
ahora déjame ir tranquilamente, y cuidado con soplarle algo a tu
padre. Me estoy jugando la libertad, y como me empujen a ha-
cer barbaridades, la primera víctima, por donde quiera que lo
mires, eres tú... ¡Adiós!
ISABEL . (Prendiéndosele.) ¡No te vayas, Gustavo, no me abandones! ¡Mi
padre me mata, Gustavo, mi padre me mata!
GUSTAVO . (Grosero.) ¡Suelta! Te he hablado por razones: si no entien-
des, peor para ti...
ISABEL . ¡Llévame contigo!
GUSTAVO . ¡Suelta!
ISABEL . ¡Ten corazón, infame!
GUSTAVO . Te he dado razones...
ISABEL . ¡Por tu hijo!
GUSTAVO . ¡Déjame ir, Isabel!
ISABEL . ¡Te juro que me mato!
GUSTAVO . ¡Pues mátate! ¿A mí qué me importa? (Isabel lo suelta brusca-
mente.) Si son barbaridades las que quieras que haga, ya empecé
contigo...
ISABEL . (Reaccionando y lanzándose sobre él con odio.) ¡No! ¡No! ¡Tú no
te vas!
GUSTAVO . ¡Suelta!
ISABEL . (Resuelta, los dientes apretados.) ¡Tú no te vas, canalla, misera-
ble, asesino...
GUSTAVO . ¡Suelta, desgraciada, o te estrangulo!...
ISABEL . Mátame, pero no te suelto...
GUSTAVO . Que va a venir gente, y el escándalo te perjudica a ti... A ti
más que a mí...
ISABEL . Mátame, pero no te suelto...
GUSTAVO . (Sacudiéndola brutalmente.) ¡Suelta o te reviento! A mí no
me metes tú los monos...
LA VOZ DE JOAQUÍN . (Desde fuera, en un grito.) ¡¡Ah, canalla!! (Gustavo
se vuelve rápidamente, se da cuenta de la situación, esgrime un revól-
ver que saca del cinto, y lucha por parapetarse detrás de Isabel, que ha
quedado como petrificada. Lo consigue al fin, pero cuando se dis-
pone a hacer puntería, Isabel, velozmente, se aferra a la mano que
sostiene el revólver y la obliga a bajar. Simultáneamente, aparece
Joaquín.)
ESCENA VII
Dichos, Joaquín. Después, Isolina.
(Entrando violentamente y lanzándose al grupo, también de re-
vólver en puño.) ¡No! ¡Déjalo! ¡Déjamelo...!
GUSTAVO . ¡Así no, cobarde!
JOAQUÍN . ¡No! (Tira su revólver.) ¡Si para ti no quiero armas...!
ISABEL . ¡Auxilio! ¡Auxilio!
JOAQUÍN . (Asiéndole una mano y desarmándolo.) ¡Suelta eso! ¡Suelta...!
(Se guarda el arma en un bolsillo.)
ISOLINA . (Llegándose, desde adentro.) ¿Qué pasa? ¿Qué es eso? (Llegando.)
¡Dios mío! ¡Joaquín!
JOAQUÍN . (Sacudiendo a Gustavo, en tanto que Isolina recoge casi desma-
yada a Isabel.) ¡Vamos! ¡Di! Ahora lo que quiero es que me digas
esto, por qué estabas así, aquí.
GUSTAVO . Suelte, Joaquín, que le conviene más...
JOAQUÍN . ¡Que me digas lo que estabas haciendo! ¡Nada más!
ISOLINA . Pero ¿qué pasó, por Dios? ¿Por qué es esto?
JOAQUÍN . (Forcejeando.) ¡No, no te vas, no...!
ISOLINA . ¡Joaquín!
GUSTAVO . (Dejando de forcejear, lívido de rabia, repentinamente quieto.)
¡Bueno! ¡No me muevo! ¡Pero prepárese! ¡O me mata usted..., o
prepárese!
JOAQUÍN . (Ya fuera de sí, sacudiéndolo furiosamente.) ¡No! ¡No me metes
miedo con amenazas! ¡No! ¡Tienes que hablar...! ¡Tú hablas o
te..., te..., o te mato, canalla!
ISOLINA . ¡Joaquín, por favor! ¡Joaquín!
JOAQUÍN .
ESCENA VIII
Dichos, don Fernando, Luciano, Mario, criados, que vienen tumultuosa-
mente haciendo en alta voz sus comentarios.
(En un supremo esfuerzo, cayendo de rodillas ante su padre.) ¡Per-
dón, mi padre, perdón! ¡No me mates...!
JOAQUÍN . (Desorientado, soltando a Gustavo.) ¿Perdón de qué?
DON FERNANDO . ¿Qué ha sido? ¿Qué ha sido? ¿Qué pasa?
MARIO . (Recogiéndolo del suelo.) ¡Un revólver...!
ISOLINA . (Recogiendo a Isabel.) ¡Perdón de qué, Isabel! ¡Dímelo a mí!
¡A mí!
ISABEL .
GUSTAVO .
¡Esto es una pamema! ¡Una encerrona indecente!
¡No puedo más! ¡Hablen! ¡Explíquense!
DON FERNANDO . ¿Pero qué es lo que pasa, por Dios, si tú no lo sabes?
¡Isolina! ¡Gustavo! ¿Qué ha pasado?
ISOLINA . (A Gustavo, increpándolo.) ¡Es lo mismo que yo me sospecha-
ba, miserable! ¡Es lo mismo!
JOAQUÍN . ¿Qué?
ISOLINA . ¡Era lo único que te faltaba! A esta criatura que es como tu
hermana... ¡que es como mi hija!
ISABEL . (Desgarradoramente.) ¡Perdón, Mamina, perdón!
DON FERNANDO . ¡No entiendo! ¡No entiendo! ¡Explíquense más cla-
ro! ¡Gustavo! ¡Habla tú...! ¿Qué dice Isolina?
GUSTAVO . ¡Que lo diga ella! ¡Esto es una encerrona, una encerrona
para que yo me case...!
JOAQUÍN . ¡Que te cases con quién, canalla...! (Vuelve contra él, amena-
zador.)
MARIO . (Intermediando.) ¡Joaquín! ¿Qué es eso?
JOAQUÍN . (A Mario.) ¿Pero usted no comprende?
GUSTAVO . ¡Si me tocas, te la arranco, cachorro!
MARIO . ¡Gustavo! ¡Basta! ¡Insolente!
ISOLINA . ¡Sí, mi padre, sí! ¡Esta infamia también!
DON FERNANDO . ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡El colmo! ¡Criatura! (Hay un
momento de silencio, en que sólo se escuchan los sollozos desesperados
de Isabel, que oculta el rostro en el hombro de Isolina.)
DON FERNANDO . Joaquín, hijo mío... Yo te prometo...
JOAQUÍN . (Apoyándose contra la baranda, deshecho, vencido.) ¡Es igual!
¡Es lo mismo! ¡Hagan de mí lo que quieran...!
GUSTAVO . (A Mario.) Es una encerrona, mi hermano, te lo juro...
MARIO . ¡Cállate!
DON FERNANDO . (Volviéndose para Gustavo.) ¡Ah, mal nacido! ¡Ya has
colmado la copa! Ahora se acabaron de una vez para siempre
las contemplaciones: ya te conozco. ¡Ya sé que nada hay para ti
de sagrado ni de respetable, que nada tienes ahí..., ahí dentro!
(Casi sin voz, tembloroso.) No más fianza, no más compasión,
no más debilidades... Desde mañana irás a la cárcel a cumplir
el resto de la prisión preventiva que te quede. ¡No pienses en
excusas, no pienses en ir a buscar refugio en tu madre, ni en
nadie! Lo horrible es que esta niña deberá llevar un día tu nom-
bre... ¡Mi nombre, Dios mío, mi propio nombre...! (Haciendo
un esfuerzo supremo.) ¡Vete! ¡Vete de mi presencia...! ¡Que yo no
JOAQUÍN .
vuelva a verte más en mi vida! ¡Ya no eres mi hijo, no; no eres
mi hijo...!
Mario se lleva a Gustavo hacia el campo, Isolina a Isabel hacia
adentro.
ESCENA IX
Joaquín, don Fernando, Luciano.
LUCIANO .
Don Fernando, serénese usted...
DON FERNANDO . No, no es mi hijo, no es mi hijo...
JOAQUÍN . (Como consigo, el ademán extraviado.) ¡Y yo ciego, completa-
mente ciego! ¡No! ¡Esto es una piedra, esto es un mundo que se
me viene encima... (Animándose, más alto.) ¡Yo tengo que hacer
algo...! ¡Yo tengo que hacer algo, don Fernando! No digo que...,
que hacer lo que yo quisiera hacer...
LUCIANO . Joaquín...
JOAQUÍN . Pero yo no puedo quedarme así, cruzado de brazos porque
ese canalla sea su hijo...
LUCIANO . Escuche, Joaquín...
DON FERNANDO . ¡No, no es mi hijo!
JOAQUÍN . ¡Es un hombre que me ha ofendido en lo más grande! ¡Me
ha pisoteado! Me ha...
LUCIANO . ¡Pero es necesario que nos entendamos, Joaquín, que nos
entendamos! ¡Déjeme hablar! El mal está hecho. Hay que resig-
narse. En este momento nadie sabe lo que se dice. Don Fernando
tiene ya bastante con su pena. ¿Saca usted algo con mortificarlo?
JOAQUÍN . ¡Yo no he tratado de mortificar a nadie, Luciano!
LUCIANO . ¡Lo hace usted sin darse cuenta, Joaquín! Serénese usted,
cálmese. Por usted mismo y por su propia hija, sobre todo, se lo
ruego...
JOAQUÍN . No he hecho otra cosa en toda mi vida, y lo que al cabo he
conseguido es esto: ser un fantasma de hombre, un muñeco
que todos pueden sacudir y reventar a su gusto...
LUCIANO . No es hora de reproches, Joaquín...
JOAQUÍN . (Herido, agresivo.) ¡Que no es hora de reproches! ¡Ah! En-
tonces que me manden a ahorcar de una de las almenas del
castillo...! ¡No se podría decir menos a un esclavo...!
DON FERNANDO . ¡Joaquín, por Dios! ¡Oh!
LUCIANO .
Ya lo ve usted, Joaquín: no podemos entendernos. Don
Fernando, vamos para adentro... Cuando Joaquín se sienta más
tranquilo vendrá a hablarle...
JOAQUÍN . ¡Lo he dado todo, como lo dio mi padre! ¡No se puede pa-
gar mejor el favor de un príncipe! He trabajado como un perro,
mirado siempre por encima del hombro, como si por trabajar y
ser honrado y tener corazón fuese inferior a los otros. ¡A los
otros, que se lo encontraron todo en la cuna, entre los juguetes,
y como juguetes lo siguieron tratando todo: lo mismo la felici-
dad, la honra y la vida propias que las de sus semejantes!
LUCIANO . Basta, Joaquín, no más: se lo ruego. Tampoco es justo que
atormente usted así a este pobre padre, tan víctima como usted,
de las fechorías de Gustavo...
JOAQUÍN . (Como sin oírlo.) Guardaba mi hija como un tesoro para
mí... ¡Y ahora también mi hija! ¿Qué más? ¿Qué más?
Se oye el ruido de las pisadas de un caballo, que se aleja.
ESCENA X
Dichos, Maela, seguida de una criada, que después se retira.
(Llamando primero desde dentro.) ¡Gustavo! ¡Gustavo! (Sale.)
¿Dónde está mi hijo? ¡Fernando! ¡Díganme...! ¿Se fue ya? (Com-
pungida.) ¡Se fue! ¡Se fue dejándome así...! ¡Dios mío! ¡Respón-
danme...!
LUCIANO . No lo sé, doña Gabriela...
MAELA . Pero ¿qué pasa? ¿Dónde está Isolina? ¿Cómo es posible que
me hayan dejado medio muerta, sola, con una criada...? ¿Qué es
esto...?
LUCIANO . No se alarme usted, doña Gabriela, no pasa nada...
MAELA . ¡Dios mío! Pero ¿y Gustavo? ¿Dónde está Gustavo? (A don
Fernando.) ¡Habla tú! ¡Tú! ¿Qué has hecho con mi hijo?
MAELA .
ESCENA XI
Dichos, Isolina, que entra en escena por el portal, violentamente, denotan-
do una gran agitación. Entra como resuelta a decir algo, y de pronto se
calla. Detrás de ella, hablándole con mal disimulada nerviosidad y
apremiadamente, entra Mario.
MARIO .
¡No, no, Isolina! ¡No! ¡No puedes hacerlo! ¡Es tu hermano!
¡Escucha! ¡Ven! ¡Isolina!
MAELA . ¿Qué pasa? ¿Dónde está Gustavo?
MARIO . No lo sé. (A Isolina, amenazador.) ¡Calla! Ven adentro...
MAELA . ¡Tú lo sabes, Isolina! ¿Dónde está Gustavo? ¡Dilo! No impor-
ta que lo sepan todos! ¡Sí! ¡Que lo sepan todos! Soy su madre,
una madre que defiende a su hijo...
ISOLINA . (Hablando precipitadamente, con voz velada por el terror de su
propia acción, y desentendiéndose de los no, no que le grita su her-
mano.) ¡Joaquín! ¡Gustavo ha huido! ¡Oiga las pisadas del caba-
llo! Va a encontrarse con míster Carpetbagger, que lo embarca
para Méjico.
JOAQUÍN . ¡Para Méjico!
ISOLINA . Estaba combinado, Joaquín, desde esta mañana...
MARIO . (Por don Fernando, a Isolina.) ¡Por él, renegada, por él...!
MAELA . ¡Hijo mío!
JOAQUÍN . (Resolviéndose repentinamente.) ¡¡No!! ¡Así no puede ser, ¡¡no!!
(Desaparece hacia el campo.)
MARIO . (Violento.) ¡Joaquín! (A Isolina.) ¡Ahí lo tienes! (Vase tras él.)
ESCENA XII
Don Fernando, Maela, Isolina, Luciano.
¿Por qué? (A Isolina.) ¿Por qué dices eso? ¿Por qué le has dicho
a Joaquín que Gustavo se iba...?
DON FERNANDO . ¡Será su destino! Que Dios me oiga, y me lleve a mí
también ahora mismo... ¡No quiero ver esto, no!
MAELA . (Comprendiendo apenas, pero instintivamente, apostrofa a Isolina.)
¡Infame! ¡Hija infame! ¡Mala hija!
MAELA .
Suenan dos detonaciones lejanas. Isolina, inmóvil, como petrificada,
se estremece y cierra los ojos...
T ELÓN
TERCER ACTO
Una sala, en casa de don Fernando Gosálvez de la Rosa, en el Cerro.
Al fondo, derecha, una puerta con mampara de cristales y cortinajes de
tul, que da a los dormitorios. Al fondo, izquierda, otra puerta, más
ancha, que da a la antesala en que se desarrolla el primer acto. A la
izquierda una puerta con reja fija, que da al zaguán o entrada de la
casa. A la derecha el muro, sin puertas. Rico mobiliario de majagua,
entremezclado con comadritas, jugueteros americanos, etcétera. Algunos
cuadros, un piano. Al centro, pendiente del techo, una araña de cristal.
Es de noche.
ESCENA I
Isolina, sentada, con aire de profunda preocupación y gran abatimiento de
espíritu. Paseándose frente a ella, al tiempo que habla, Teófilo.
TEÓFILO . Entonces... ¿por qué decirme a mí anexionista? Joaquín se fue
a los Estados Unidos al acabar la guerra, y todo se le vuelve pon-
derar aquello y repetir que los cubanos, como los españoles y todos
los latinos, tenemos que aprender mucho de los americanos...
Aprendió el inglés y hasta lo habla mejor que yo... ¿No decía
que si Isabel fuese varón la mandaría a un colegio yanqui?
ISOLINA . Él habla de mandar jóvenes ya formados, Teófilo; hombres
ya hechos en Cuba y capaces de asimilar con fruto la civilización
norteamericana, en vez de deslumbrarse con ella y renegar de
su patria, no porque en su patria echen de menos la cultura y el
civismo yanquis, sino porque en ella no vean los rascacielos, ni
un Coney Island, ni la Quinta Avenida...
TEÓFILO . Jóvenes ya formados, o muchachos...
ISOLINA . Eso no tiene nada que ver con lo que estábamos diciendo.
¡Déjame! ¡Déjame tranquila! Ya te he oído bastante...
TEÓFILO . Ahí está. ¡Pues esa es la manera como me oyes! Pidiéndome
que te deje tranquila, apenas abro la boca...
ISOLINA . Pero, ¿tú no comprendes, Teófilo, que no estamos para ha-
cer caso a tus sandeces?...
TEÓFILO . Así es que son sandeces...
ISOLINA . ¿Tú no comprendes que no puedo oírte? ¡Ten corazón! ¡Ten
alma! ¡Date cuenta de que en esta casa se sufre, Teófilo, se sufre!
TEÓFILO . Se sufre, se sufre... Yo también estoy viendo que lo mío...
ISOLINA . Esos pobres viejos están ahí sin saber si su hijo está herido o
está sano, si deben desear que huya o que lo metan en la cár-
cel..., por Dios, Teófilo, ¡no son unos perros! Esa pobrecita víc-
tima que ya no tiene alientos con qué llorar su desesperación,
¡alguna consideración merece...!
TEÓFILO . ¿Es que tengo yo la culpa de todo lo que ha armado Gusta-
vo? Allá ve a decirle eso a él..., ¡si lo agarran! Que me parece
que ni echándole atrás todas las policías secretas del mundo le
descubren la «majasera»...
ISOLINA . (Como consigo.) ¡La culpa! ¡Quién sabe quién tiene la culpa...!
TEÓFILO . La tengo yo...
ISOLINA . ¡No digo eso, mal corazón! Parece mentira que todavía te
atrevas a bromear...
TEÓFILO . Y si no tengo malditas las ganas de llorar, mamá, ¿qué quie-
res que haga? ¡Caramba! La procesión de la mora: la vieja del
que no llora...
ISOLINA . Vete, Teófilo, vete. Déjame en paz.
TEÓFILO . Por mi madre que el viajecito de hoy no se me olvidará en la
vida. ¿Eh? A las seis de la mañana, materialmente en el mejor
de los sueños, coja usted el tren..., y andando para Tembladera.
Llego, me meto en el baño... ¡Pun! ¡Pan! ¡Catapún! Carreras de
caballos, tiros, soponcios, titingó que se desconchinf la... ¡El
delirio! Y otra vez para La Habana... Si lo llego a saber, ni dán-
dome candela me sacan hoy de la cama... (Desperezándose.) ¡Ah!
ISOLINA . (Corriendo a la reja del zaguán.) ¿A ver quién es...?
TEÓFILO . Es la criada. ¡Ni te ocupes! Si tú crees que Gustavo es hom-
bre de dejarse coger, no lo conoces bien. ¡Cuando menos él ni
ha venido para La Habana! Apostaría cualquier cosa a que míster
Carpetbagger lo tiene escondido en el ingenio... Mira cómo es
la cosa...
ISOLINA . No, no es posible que ese hombre se atreva a tanto...
TEÓFILO . ¿Que no?
ISOLINA . Gustavo está en La Habana... El recadero no es capaz de
mentirle a Joaquín...
TEÓFILO . ¡Y la que se arma, si alguno de los tiros de Joaquín lo ha
herido...! ¡Je! ¡Bueno! Yo lo único que te digo es eso: yo no estoy
metido ni tengo por qué meterme en la bolada. Ya no es posi-
ble dejar de vender el ingenio, porque esta rebambaramba ¡cual-
quiera sabe en qué para! Quiero irme para los Estados Unidos...,
y quiero irme para los Estados Unidos. La Habana me aburre,
me molesta, me revienta. Mira: yo no te pido que me mandes
los cien bolos que me mandabas antes... ¡Pero óyeme! Mánda-
me..., ochenta..., ¡setenta y cinco! Bueno, sesenta, vaya, sesenta
bolos. Mándame sesenta pesos. Allí, por lo menos, los manejo
yo, no tengo que andarte peseteando como ahora... No, no,
seriamente, por mi madre. Así, como yo estoy viviendo desen-
gáñate, vieja, no se puede vivir... Fíjate que hace como un año
que no sé lo que son ni cien guayos así, junticos, para decir...
«Bueno, pues señor, vamos a comprarle unos dulcecitos a la vie-
ja.» ¿Eh? Esto sí que no es decente, ni aristocrático, ni humanita-
rio, ni..., ¡ni la cabeza del guanajo!
ISOLINA . (Decidida.) Bueno, Teófilo: hazme el favor de dejarme. Va-
mos... Quiero que me dejes sola. Coge el sombrero y lárgate,
puesto que eres un extraño. Vete y déjame tranquila... (Teófilo
no se mueve.) Espera: me voy yo a mi cuarto, que será lo mejor...
TEÓFILO . (Que ha visto entrar a alguien por el zaguán.) ¡Pss! ¡Pss!, no te
sulfures... Ahí está Joaquín...
ISOLINA . (Sorprendida.) ¡Joaquín!
TEÓFILO . Sigo tu consejo: me disparo para la calle... Y me voy bien
lejos... ¡Porsia!
ISOLINA . (Resuelta.) ¡No lo harás, Teófilo! ¡No te dejaré salir...!
TEÓFILO . Pero, ¿no me decías que me fuera?
ISOLINA . Avísale a Joaquín que yo estoy aquí... Anda. Quédate en la
antesala, o en el portal... Avisa si traen a Gustavo, para que no
se encuentren...
TEÓFILO . ¡Qué ganas de meterme en la película...! ¡Voy! (Vase, cruzán-
dose en la puerta con Joaquín.)
ESCENA II
Isolina, Joaquín, al final, otra vez Teófilo.
(Tímidamente.) Buenas noches...
ISOLINA . Buenas noches, Joaquín... (Una pausa.) Siéntese...
JOAQUÍN . No, gracias... Siéntese usted... Está de pie...
ISOLINA . No importa, deje...
JOAQUÍN . Lo he pensado mucho, antes de venir. Pero no me quedaba
más remedio. Aquí tengo lo único que me interesa en el mun-
do. Lo demás..., ya veremos. (Una pausa. Isolina hunde la cabeza
en el pecho.) Vengo a llevarme a mi hija Isabel...
JOAQUÍN .
(Sorprendida.) ¡A llevársela!
Sí, Isolina, a llevármela...
ISOLINA . Pero, ¿cómo? ¿Qué piensa usted hacer...?
JOAQUÍN . No sé nada, Isolina. No había sufrido en mi vida un aturdi-
miento igual. No veo más solución que una, y esa tengo ya prisa
por verla realizada. Llevarme a mi hija de aquí..., y no volverme
acordar de esta casa... No veo otra cosa... (Un largo silencio.)
¡Perdóneme, Isolina! Usted sabe que al decir «esta casa» no pienso
lo que usted es en ella... De usted y de sus bondades me acorda-
ré toda la vida. ¡Demasiado conoce usted todo lo que significa
en mi vida, para suponer que trato de olvidarla...!
ISOLINA . (Con suprema amargura.) Está usted en su derecho al llevarse
a su hija. Nadie podrá estorbarlo... Pero... (Una pausa.) No lo
reconozco a usted, Joaquín...
JOAQUÍN . Estoy anonadado. Lo sé. No había sufrido en mi vida un
golpe como éste. Por contraste con el fatalismo que me rodea,
parece que llegué a confiar demasiado en mí mismo. Y como
los otros pecan por falta, yo pequé por exceso...
ISOLINA . Sin embargo, ahora mismo se empeña usted en resolverlo
todo por sí... ¡Y en seguida!
JOAQUÍN . Esto no tiene solución, Isolina. Usted sabe cuánto quiero a ese
pobre viejo, víctima, y tanto como yo. Usted sabe... Tal vez no sepa
bien, mis sentimientos hacia usted... Hacia todos en esta casa...
ISOLINA . Ahora me confunde usted con todos...
JOAQUÍN . No me parece hora de referirse a ciertas cosas, Isolina...
Demasiado sabe usted cuáles son...
ISOLINA . (Vivamente.) ¿Por qué? (Se reprime y pasa un silencio.) Siga us-
ted, Joaquín...
JOAQUÍN . Ya no sé lo que estaba diciendo... Las ideas se me van...
ISOLINA . Ustedes los hombres, con todo su valor para otras cosas,
no saben resolver éstas, Joaquín. Permítame que sea su con-
sejera..., su..., amiga...
JOAQUÍN . Gracias, Isolina...
ISOLINA . Deje usted aquí a Isabel esta noche... Véala y háblele sin
referirse para nada a lo ocurrido. Dejemos pasar de una vez este
día funesto. Lo primero que es necesario resolver está en Gustavo.
JOAQUÍN . No lo creo, Isolina... A mí no me importa ya su hermano...
ISOLINA . ¡No es mi hermano...!
JOAQUÍN . A mí ya él no me importa... Tengo las manos atadas... Y ya
que tuve la desgracia o la suerte de no matarlo hoy...
ISOLINA .
JOAQUÍN .
(Vivamente.) ¡La suerte, Joaquín!
Sí, la suerte...
ISOLINA . ¡Porque no sólo usted tiene comprometidas en este asunto
su felicidad, su tranquilidad, los ideales más caros de su vida,
Joaquín...! Yo no puedo ser más explícita, no puedo... Pero es
imposible que usted no me comprenda...
JOAQUÍN . ¡Isolina!
ISOLINA . Sí. Déjeme repetirme esto como una esperanza... Fue por
suerte que usted no matara hoy a mi hermano Gustavo...
JOAQUÍN . (Después de una pausa, mirándola y hablándole con cierta triste-
za, no exenta de ternura.) Demasiado tarde, Isolina, vengo a per-
catarme de sus verdaderos sentimientos...
ISOLINA . (Asombrada.) ¡Demasiado tarde! (Después, resignada.) Sí..., tal
vez...
JOAQUÍN . El mal está hecho. El abismo está abierto. He disparado mi
revólver contra su hermano; tal vez lo haya herido. Por malvado y
miserable que sea, para sus padres no dejará nunca de ser su hijo...
ISOLINA . Perdóneme mi egoísmo, mi inoportunidad...
JOAQUÍN . ¡No! ¡Eso no!
ISOLINA . En estos momentos no debí referirme ni de lejos a un asunto
como éste, definitivamente muerto...
JOAQUÍN . ¡Yo no le he dicho eso, Isolina! Escúcheme... ¡Escúcheme
usted! (Una pausa.)
ISOLINA . Dejemos esto a un lado, si le parece...
JOAQUÍN . Escúcheme. Yo no puedo ensayar en este momento una defini-
ción de mis sentimientos hacia usted. Cuando un hombre y una
mujer se miran por primera vez, y se quieren, no tienen nada que
aclarar ni definir. Basta un estrechón de manos y una mirada para
entenderse. Yo había estrechado más de una vez su mano antes
de aquel día... ¡Y sin embargo, aquel día —¿se recuerda usted?— se
lo dije todo sin hablarle! Hoy, la situación es absolutamente dife-
rente. Nuestros sentimientos han sufrido una complicación enor-
me, Isolina, ¡enorme! Y ni usted ni yo nos sentimos capaces de
emprender la reducción de esas complicaciones...
ISOLINA . Las mujeres hacemos esa reducción sin palabras, Joaquín...
JOAQUÍN . Diez años de trabajo, de concentración en mí mismo, desespe-
rado de mis contemporáneos, y aferrado como un náufrago a
mis ideales y mi esperanza en el porvenir, han apagado en mi
corazón todos los ardores de la juventud. Amar, para mí, sig-
nifica algo que casi no tiene nada que ver con lo que podría
ISOLINA .
JOAQUÍN .
exigir de mí una amante... Y en estas condiciones, Isolina, sólo
una mujer podría hacerme y hacerse feliz a mi lado..., y esa mujer
es usted: sería inútil que lo callase... Pero, ¿qué importa que sea
así? ¿Qué importa si entre nosotros existe todo lo que existe, y
una fatalidad extraña, además, cada día más terrible y más fuer-
te que nosotros?...
ISOLINA . Lo sé, lo sé...
JOAQUÍN . No quería hablarle de esto, se lo confieso, y por eso he sido
siempre para usted tal vez demasiado huraño...
ISOLINA . ¡Es cierto...!
JOAQUÍN . Pero ya está dicho. Antes de este momento no le hubiera
hablado así por nada del mundo. Ahora he creído al fin en lo
que nunca, nunca había querido creer..., y por eso le abro mi
corazón: quiero descargarlo de este peso antes de renunciar para
siempre a toda esperanza...
ISOLINA . ¡Gracias a Dios...!
JOAQUÍN . Usted no me conoce, Isolina; no me conoce nadie. Esta casa
ha tenido siempre para mí la extraña virtud de quitarme la sonri-
sa de los labios y la alegría del corazón. Ahora ya no me siento el
mismo, me siento lleno de rabia, de deseos de venganza contra ese
bandido, que se me antoja como una encarnación de todos mis
odios... Ya él para mí no es un hombre, sino todo un pasado, un
pasado de brutalidad y de ignominia, contra el que vengo luchan-
do desesperadamente desde niño..., y siempre para salir vencido.
ISOLINA . ¡No! No diga que vencido. Ese pasado que a usted en este
momento de f laqueza se le antoja invencible, está fatalmente
condenado a morir; y es probable que algún día se arrepienta
usted de esto que acabo de escucharle... Yo me siento fuerte,
Joaquín, ¡y soy mujer! Me siento optimista, casi alegre... ¡Perdó-
neme si le parece egoísmo! Yo le juro que no lo es...
JOAQUÍN . No es egoísmo, no: ya lo sé. ¡Bendita sea su alma de mujer,
donde ni el tiempo ni los dolores más terribles hacen huella
que no pueda borrar el amor!
ISOLINA . ¡Tenga usted fe, Joaquín! Usted es demasiado noble e inteli-
gente para no ser religioso... Yo no le pido fe en la Providencia,
sino fe en usted mismo, en esa partícula de lo divino que vive
en nuestra alma y para algo nació en ella, en esa atracción eter-
na del bien, que no sólo pide grandes acciones, sino oscuras y
humildes, y que en el último término siempre nos compensa de
ser buenos y serenos de espíritu ante todos los dolores y todas
las injusticias irremediables, con una rara especie de orgullo
que es todo humildad, con esta emoción que sería ridículo tra-
tar de definir..., y que a fuerza de hacer cosas indecibles en uno,
hace llorar gozando...
Teófilo aparece por la mampara del fondo, derecha.
(Después de un instante de observación.) Joaquín: Belita pre-
gunta por usted. Yo le dije que estaba usted aquí...
JOAQUÍN . Sí, quiero verla...
ISOLINA . Sí, Joaquín: venga a ver a su hija. No le diga nada: se lo pido
por su mismo cariño. Háblele usted tranquilamente, sea su buen
amigo de siempre... Como si nada hubiera pasado...
JOAQUÍN . Esa era mi idea, se lo juro...
ISOLINA . (A Teófilo.) ¿Dónde está mamá?
TEÓFILO . Ahora venía por el patio, detrás del viejo... Por eso vine a
avisarte.
ISOLINA . Venga usted por aquí, Joaquín.
JOAQUÍN . Yo no deseo hacer nada ocultamente...
ISOLINA . No es ocultamente, Joaquín: venga por aquí...
TEÓFILO .
Joaquín vacila un instante y al cabo se decide. Vanse los tres por el
fondo, derecha.
ESCENA III
Don Fernando, que entra por la puerta de la antesala, seguido de Maela.
DON FERNANDO .
No me atosigues, no me calientes la sangre, y ocúpate
de lo que te importe. Yo me acostaré cuando tenga sueño...
MAELA . Tú no estás para pasar malas noches... Ni hay por qué pasarlas
tampoco...
DON FERNANDO . ¡Sí! No pasa nada. ¡Estamos muy tranquilos...! ¡En-
cantados...!
MAELA . No es eso, pero no vas a...
DON FERNANDO . Bueno, no más...
MAELA . No vas a sacar nada, esperando ahí toda la noche...
DON FERNANDO . Piensa que de nada te ha de valer tu ilusión. (Una
pausa.) Aquí lo esperaré hasta que lo traigan... Y si no lo traen,
salgo yo a buscarlo también...
MAELA .
Tarde vienes a acordarte que eres padre...
Todavía me acuerdo antes que tú...
MAELA . Tu salida de siempre: descargar en mí todas las culpas...
DON FERNANDO . Con lo cual pretendes tú librarte de las tuyas...
MAELA . No te entiendo... Demasiado sabes tú cuál ha sido mi vida y
cuáles han sido mis culpas: las de vivir para mi casa y mis hijos,
maltratada y sopeteada por todos...
DON FERNANDO . No digas que por todos... ¿Para qué? Tu pensamiento
es que yo no sólo tengo la culpa de la horrible malacrianza que
has dado a tus hijos, sino de..., todo, porque soy un monstruo,
una fiera...
MAELA . Eres algo peor...
DON FERNANDO . Bueno: déjame en paz...
MAELA . Eres un hipócrita y un desmemoriado, que a última hora
tratas de arrepentirte y de ponerte a bien con Dios y con tu
conciencia, castigando a tus hijos con el castigo que tú no supis-
te imponerte a ti mismo...
DON FERNANDO . Vale más que nos callemos, Gabriela, porque no es
éste el momento oportuno de entrar en discusiones... Ya te he
dicho cuál es mi voluntad, y será en vano que trates esta vez de
anulármela con tus enredos y tus mafias. Yo tengo la culpa, sí, es
verdad, y no trato como tú de echársela a otro. Pero ya dice el
refrán que nunca es tarde... Por lo que me queda de vida, que
afortunadamente será poco, he de ser el verdadero jefe, que nun-
ca lo fui, de mi casa. Gustavo irá a la cárcel, y mañana mismo haré
nuevo testamento para aliviar de alguna manera su inaudita fe-
choría... Parece mentira, Gabriela, parece mentira que tu egoís-
mo de madre te impida ver el dolor y la vergüenza de los demás
seres humanos...
MAELA . ¡Es infame que me digas eso, porque demasiado sabes que
desde un principio me opuse a la entrada de esa muchacha en
nuestra casa! Malísima memoria tienes, o muy poca vergüenza,
si no te acuerdas que no hiciste caso de mis consejos para com-
placer a Isolina, y dejar que Isabel viviese en esta casa noche y
día, con los mismos derechos —y hasta con más derecho a ve-
ces— que tus propios hijos...
DON FERNANDO . Y en eso mismo que estás diciendo, ¿no comprendes
que no hay ni una sola palabra de cariño, ni un solo rasgo de
compasión para esa infeliz criatura?
MAELA . ¡Tú, en cambio, no te ocupas sino de ella!
DON FERNANDO .
DON FERNANDO .
¡Porque es la víctima, Gabriela! ¡Porque soy padre sin
dejar de ser hombre! ¿Dónde está ese cristianismo de que haces
tanto alarde? ¿Cuál es tu caridad cristiana? Joaquín tiene para
mí todos, absolutamente todos los derechos de un hijo. Su pa-
dre fue para mí como un hermano, demasiado lo sabes; fue
más que un hermano, porque era más inteligente y más genero-
so que yo, y por eso mismo tal vez mientras yo hice dinero él se
quedó pobre, y su hijo es hoy un hombre útil y bueno, mientras
los míos son unos seres egoístas e inútiles...
MAELA . ¡Eso es! ¡Mete también en tu desprecio a todos, a todos, hasta
mi pobrecita Leonor, que Dios tenga en su santa gloria...! Na-
die ni nada vale en el mundo lo que tu Joaquín: ¡Tu ídolo! Sí...
Pero no disimules tus verdaderos sentimientos y dilo de una
vez... Extremas tu crueldad con tu hijo Gustavo para ofrecer
una venganza al hijo de tu amigo, al hombre perfecto, al ído-
lo... ¡Dilo de una vez! Si eres el jefe, como acabas de decirlo, y
mandas...
DON FERNANDO . ¡Y pensar que he vivido a tu lado tantos años en la
misma inteligencia, entendiéndonos tan bien como en este mo-
mento... No, no, no puedo más! Ya no me quejo... Era fatal que
sucediese esto. Habla y di lo que quieras...
MAELA . Soy una estúpida, ya lo sé... Me lo has dicho muchas veces....
DON FERNANDO . Que por lo menos Dios me dé energías para no ser
débil esta vez. Después..., que Él disponga de mí...
MAELA . Pídele mejor que te perdone tu ceguera y tu crueldad, que te
perdone todo lo que me has hecho sufrir a mí, y lo que por tu
indiferencia y tu desidia has hecho sufrir a tus hijos! Que él te
perdone es mi deseo, como te perdono yo...
DON FERNANDO . ¡Qué educación para nuestros hijos! ¿Qué cosa de
bueno hubiéramos podido hacer con este desacuerdo tan pro-
fundo, tan espantoso, como si hablásemos dos idiomas distin-
tos? La culpa es de los dos, Gabriela. A Dios le ofrezco, en
descargo de mis pecados, este dolor de comprenderlo ahora,
tan claro, tan claro... ¡Y tan tarde! (Pausa.) La culpa es de los
dos, que jamás pensamos sino en nosotros mismos... Mi hija
Isolina tiene razón. En nosotros mismos para casarnos, en no-
sotros para no disciplinar ni enseñar a nuestros hijos a domi-
nar sus instintos..., ¡porque el llanto y las lágrimas de castigo
nos dolían a nosotros, y siempre es más cómodo besar que pe-
gar! Hasta para instruirlos, que no educarlos, pensamos sólo en
nosotros mismos, porque a ninguno de los dos, a fuerza de ser
egoístas, se nos ocurrió pensar siquiera que ellos podían no serlo,
y que algún día podrían echarnos en cara lo que hoy nos ha
dicho en el tren nuestra hija Isolina...
MAELA . ¡Esa harpía no es de mi casta, sino de la tuya, candil de la
calle y oscuridad de su casa! Pero por eso mismo la dejas que me
trate así, y que le hable a sus padres como nos habla, sin que se
te ocurra castigarla. ¡Ella que es la que menos debía hablar es la
que nos pone a todos la ceniza en la frente! Porque es «el otro»
quien habla por ella...
DON FERNANDO . ¡Basta!
MAELA . Porque es el ídolo el que habla.
DON FERNANDO . No más...
MAELA . El infalible, el dios de la casa...
DON FERNANDO . ¡Cállate, cállate, Gabriela, por Dios! ¿Por qué has
venido para acá? ¡Déjame ya tranquilo! ¡No puedo creer que esto
sea un plan para arrancarme el perdón con la locura! ¡Déjame!
MAELA . ¡Que Dios te perdone, te repito: que Dios te perdone...! (Don
Fernando va hacia la antesala. Se oye algún ruido y unas voces fuera,
en el zaguán. Maela va hacia la puerta-reja.) ¿Qué es? ¿Quién está
ahí? ¡Dios mío! ¡Mi hijo Gustavo! ¡Está herido...!
DON FERNANDO . (Volviendo del umbral de la antesala, donde ya ha visto a
Gustavo.) No es herido..., es algo peor... (Se deja caer en una silla,
abrumado.) ¡El colmo...!
MAELA . (Viendo aparecer a Gustavo en el umbral de la antesala, entre
Mario y Luciano.) ¡Hijo mío...!
ESCENA IV
Dichos, Gustavo, Mario, Luciano.
(Embriagado, pero no en estado de caerse, sino en el del alcohóli-
co habitual, torpe de lengua, pero casi firme en el andar.) Yo..., yo...,
los quisiera ver a ustedes en mi situación, a ver lo que, lo que, lo
que hacían.
MAELA . Gustavo, hijo mío... ¿Qué es eso...?
GUSTAVO . (Abrazándola con cariño.) ¡Tú tuviste la culpa, vieja...!
MAELA . ¿Yo, Gustavo?
GUSTAVO . Porque si me hubieras dejado ir no me hubiera tropezado
con nadie, y a estas horas estaría embarcado probablemente...
GUSTAVO .
(Dirigiéndose a su padre, que mudo, entre Luciano y Mario, que tam-
poco hablan, lo contempla.) Pero yo te juro que te vas a arrepen-
tir..., ¡tú lo verás! Te juro por esta vieja, que es mi único cariño
en el mundo... Te vas..., te vas..., a arrepentir: ¡te lo juro!
MARIO . Lo que siento es que no ha podido ocultarse la persecución.
La prensa de aquí no es la de allá...
LUCIANO . Pero ¿qué van a decir? Ésta es una cosa privada...
GUSTAVO . (A su madre.) Yo no tengo que pedir perdón a nadie..., a
nadie más que a ti, por los disgustos que te estoy dando, y por...,
por..., por otra cosa... Te lo juro que a ti sí te pido perdón de
rodillas... (Se arrodilla.) ¡Mira!
MAELA . ¡Gustavo, por Dios!
GUSTAVO . (Lloroso.) ¡Y yo no estoy borracho para eso, vieja! ¡Te lo
juro! Te juro que te pido perdón a ti, porque sé que me quieres
con toda tu alma y te voy a dar un disgusto muy grande... ¡Perdón!
MAELA . ¡No me angusties más, hijo mío! ¡Levántate...!
GUSTAVO . Dime que me perdonas...
MAELA . Te perdono, te perdono..., no te he acusado nunca. ¡Alma
mía!
GUSTAVO . ¡Así! (Se levanta.) De ti (por su padre), de ti no quiero saber
nada... Tú dices que yo no soy tu hijo... ¡Tienes razón! ¡Tú no
eres mi padre tampoco! Tú no me has querido nunca; no has
hecho más que darme tirones de orejas. ¡Abusador! Yo soy un
degenerado..., ¿no es verdad? Pues yo no me he degenerado solo...
Allá tú, que has sido más bufa y más buche que yo, y ahora
vienes a dártelas de santo...
MARIO . Esto no puede ser, Gustavo... ¡No sigas por ese camino!
GUSTAVO . (A gritos.) ¡Tienen que oírme! ¡Tienen que oírme!! Porque
hasta a los condenados a muerte se les deja hablar lo que quie-
ren. Yo demasiado sé que soy un desgraciado. Pero no tuve yo la
culpa. ¡Yo no sé lo que hago..., ni lo he sabido nunca! Sé lo que
son palos, tirones de orejas y cocotazos. ¡Hasta galletas, si se-
ñor, hasta galletas me han dado... Pero eso no enseña, como
dice Joaquín... Y muy bien dicho. Oye... Yo le quisiera pedir
perdón ahora a Joaquín... Te lo juro, mi hermano. Porque Joa-
quín es todo un hombre, es una persona decente, no un viejo
usurero como tú... (por el padre), que has hecho dinero prestan-
do al ochenta por ciento y no te has ocupado de tus hijos más
que para darles cocotazos... ¡Buche!
MAELA . ¡Ya lo oyes! Y éste es el criminal, el desalmado! El hijo maldito...
GUSTAVO .
Yo lo que soy es muy desgraciado, vieja... ¡Te lo juro! Muy
desgraciado... Pero ese viejo tiene la culpa...
MARIO . Bien. ¡Basta, basta! Ese viejo es nuestro padre, y todos tenemos
que respetarle... ¡Andando! Vamos para tu cuarto... No más...
GUSTAVO . ¡No! Para mi cuarto voy yo solo. Yo no he contado contigo.
(A su padre.) Óyeme: óyeme bien claro..., sobre tu conciencia va
mi muerte...
MAELA . ¡Gustavo, por Dios! (Va hacia él.)
GUSTAVO . (Yéndose hacia el fondo.) ¡No! ¡Tú no vengas! (A Mario.) Ni tú,
ni tú... No me fastidies... Bastante has hecho ya con perseguirme
y arrastrarme, como un perro. Tú también..., yo te juro que vas a
arrepentirte, tú verás. ¡Déjame! ¡No me agarres! ¡Métete a verdu-
go, si te gusta llevar gente al patíbulo!
MAELA . Déjalo, Mario...
GUSTAVO . ¡Verdugo! ¡Tú, tú has sido mi verdugo! Tú y el gallego ese...
(Por Luciano.) Los dos...
MARIO . Bien, pero que se acueste...
DON FERNANDO . ¡Llévenselo! ¡Acaben de llevárselo!
MAELA . Vamos, Gustavo... ¡Hijo!
GUSTAVO . ¡Llévenselo, llévenselo! ¡Vas a llorar lágrimas de sangre!
Por esta vieja te juro que yo no voy a la cárcel... ¡No!
MARIO . Vamos...
GUSTAVO . (Mientras se marcha.) ¡Por ella te lo juro! ¡Perdóname, vieja,
que te dé este disgusto! Yo quería irme para Méjico a esperar la
amnistía, pero ese viejo infame, y la otra, y el otro, y todos...,
todos se han propuesto hundirme y me han hundido...
Vanse Gustavo, Mario y Maela.
ESCENA V
Don Fernando, Luciano; después, Joaquín.
DON FERNANDO . ¡Dame fuerzas, Dios mío! ¡Que la energía no me falte
hasta el fin!
LUCIANO . Es verdaderamente un desgraciado, Don Fernando. Yo siento ha-
cia él una profunda lástima. ¡Si usted supiera cómo le encontramos...!
DON FERNANDO . Él me lo acaba de decir, Luciano... Hoy todos mis hijos
se han propuesto decirme la verdad. Él es un degenerado..., pero
yo soy el culpable.
LUCIANO . ¡No lo diga usted, don Fernando, por Dios! Le juro que por
esto me arrepentía de haberle echado mano...
DON FERNANDO . No, no creas que vacilo. Ya esta decisión no me la
arrancará nadie. Estoy tan admirado de mi propia firmeza, que
presumo ha de ser la última... (Viendo a Joaquín, que aparece por
la mampara del fondo, derecha.) ¡Cómo!
LUCIANO . ¡Joaquín!
JOAQUÍN . Buenas noches...
DON FERNANDO . ¿Cómo, tú aquí, y yo sin saber nada...?
JOAQUÍN . Vine hace hace un momento... Isolina me introdujo por
aquí para que viese a mi hija...
DON FERNANDO . Pero, ¿por qué no me avisaron?
JOAQUÍN . Perdone mi osadía...
DON FERNANDO . No tengo nada que perdonarte. ¿Osadía por qué?
Ahora mismo iba a decir que era preciso hacerte venir aquí...
Quiero aprovechar esta energía que tal vez muy pronto me
abandone; y me abandone para siempre... Quiero dejarlo todo re-
suelto, acordado y decidido cuanto antes; ahora mismo, como para
liquidar de una vez este día de hoy, el más terrible de mi vida...
JOAQUÍN . Está bien, don Fernando, pero en lo que respecta a mi hija
y a mí, permítame que le adelante mi resolución...
DON FERNANDO . Escúchame, Joaquín: mi hijo Gustavo está aquí, con-
vencido probablemente de que esta vez no ha de ablandarme
nada, y yo te prometo que ha de reparar su falta...
JOAQUÍN . No, don Fernando.
DON FERNANDO . Su falta, o su crimen, demasiado sabes que no trato de
excursarlo. Pero quiero hablarte de otra cosa: escúchame... Se
acabaron de una vez y para siempre las vacilaciones y las consul-
tas inútiles; soy el padre, el jefe, el que manda, y mientras yo viva
no habrá otra voluntad que la mía, la mía en esta casa y la tuya en
el ingenio. Sábelo de una vez, Joaquín, que Tembladera no saldrá
de nuestras manos así se junten cielo y tierra contra nosotros. Ya
ha quedado deshecho el fantasma del yanqui, y..., ¡déjame acabar!
Yo no olvido un instante, hijo mío, la hondísima pena que te
af lige..., demasiado comprendo cómo debe estar tu ánimo. Pero
eso tiene su solución lógica, y ha de venir forzosamente. Es preci-
so que me ayudes a fijarla de una vez...
JOAQUÍN . ¡Es inútil, don Fernando! Yo no quiero otra solución que la
de irme con mi hija...
DON FERNANDO . ¡Irte!
JOAQUÍN .
La de irme, la de marcharme con mi hija a cualquier
parte..., pero tranquilo.
DON FERNANDO . No, Joaquín, no... ¡No quiero comprenderte! ¿Quieres
marcharte, abandonarme ahora que es cuando más necesito de ti.
JOAQUÍN . Sí, don Fernando... (Una pausa.)
DON FERNANDO . ¡Dios mío! ¡Me hundí! ¡Ya se acabó mi energía! Dis-
pongan ustedes. Hagan lo que quieran: esto se acabó..., ¡se aca-
bó...! (Anonadado.) ¡Ya está!
LUCIANO . Yo me tomo la libertad de decirle, Joaquín, que su resolu-
ción me parece..., ¡yo qué sé!, me parece poco lógica. Es verdad
que Gustavo no es un esposo, como su hija Isabel merece...
Pero todavía él es joven, está en edad de enmendarse... En todo
caso, usted no tiene el derecho de hacer lo que piensa con su
hija. Es la elección de su corazón....
JOAQUÍN . ¡No! Mi hija detesta a ese hombre, lo sé, acaba de decírmelo!
LUCIANO . Pero es preciso ver ese asunto más despacio, Joaquín... Deja
usted en el aire algo muy delicado para una mujer... ¡No lo cuen-
ta usted siquiera!
JOAQUÍN . ¡No, no! No hay más honor que en vivir noblemente. No
hay otro honor que el de vivir con pureza, con pureza en el
alma, sin mezquindades, sin bajezas, sin odio; vivir con la ma-
yor conciencia posible de sí mismo y la mayor comprensión
posible de la conciencia de los otros. Lo demás es mentira, es
falso, es dolorosamente inútil... ¡No me importa!
LUCIANO . Es posible. Pero de todos modos, creo que no debe usted
empeñarse en hacer imposible toda rectificación salvadora. Por
lo menos un día, Joaquín. Deje usted pasar un día o dos... To-
dos, tanto como usted, tenemos interés en la solución más ar-
mónica y más noble... Deje usted que los ánimos se serenen y
que las cosas vengan por su curso normal...
DON FERNANDO . ¡Era cuanto me faltaba, Joaquín! He de asistir, antes
de morirme, a la ruina completa de mi casa. Un hijo en la cár-
cel, el otro en España, la otra... ¡Pobre mi hija Leonor: pronto
he de seguirte, hija mía! Y quiera Dios que sea antes que ver lo
que me espera.
JOAQUÍN . Yo lo comprendo todo, pero no puedo dar más de lo que he
dado. Ya no tengo nada, don Fernando, no tengo ni cabeza
para ocuparme de las cosas. ¡Estoy como loco, como loco...! ¿Para
qué sirvo ya? ¿Qué puedo ya hacer?
LUCIANO .
También mis ilusiones, Joaquín, las echa usted por tierra;
porque yo me empeñaba en creer que a pesar de todo lo ocurri-
do, peor hubiera sido la fuga de Gustavo y la venta del inge-
nio...
JOAQUÍN . Luciano, yo comprendo..., pero no, no: es inútil que trate
de explicarme. Vea usted, Luciano, que nadie como yo puede
dolerse de esta deserción mía, sí: porque me parece que es una
deserción la que realizo, abandonando Tembladera a su suerte.
Pero la voluntad es humana, Luciano, y lo humano..., no es
todo humano. Hay otra cosa que decide en último término de
las causas mejor defendidas... Hasta aquí defendí la mía cuanto
me fue posible. Si todos los hombres esperasen tanto como yo a
declararse vencidos, ya podría decirse que el mundo comenzaba
a ser nuestro...
LUCIANO . Está bien, no quiero contradecirle en vano...
JOAQUÍN . ¡Me falta la fe, Luciano, mi fe de siempre! Eso es todo, y no
sé decirlo de otra manera.
LUCIANO . Está bien, Joaquín. ¿Qué le vamos a hacer?
JOAQUÍN . Sin deberle nada a la suerte —¡usted lo sabe!— y luchando
siempre contra las peores concurrencias, nunca me abandonó
completamente mi fe... No una fe de creyente, que todo lo espe-
ra de Dios, sino en la vida misma, en mi razón de ser, en algo
indefinible siempre al extremo de todas mis ideas, latente en el
fondo más ignorado de mi conciencia... Y por ello fui optimista
y fui siempre feliz —pobre e insignificante— entre los podero-
sos y los ricos. Siempre creí que tenía más que ellos, siempre
creí que la riqueza de mi espíritu me valía más a mí que a ellos
su poder y su oro... ¡Ah¡ Pero ahora...
LUCIANO . Ahora el dolor lo ciega, Joaquín...
Súbitamente, suena una detonación en el interior de la casa, que es
seguida de un murmullo trágico, prolongado.
DON FERNANDO .
¡Qué! ¿Qué es eso? ¿Qué es?
¡Un tiro...!
LUCIANO . No sé... (Resolviéndose.) Quédese usted aquí, Joaquín...
JOAQUÍN .
Vase.
DON FERNANDO .
La recurva y otras obras (2 de agosto).pmd
¿Qué ha sido, hijo mío...!
(Decidiéndose en una breve vacilación.) ¡No! ¡Necesito saberlo...!
Vase.
DON FERNANDO . (Teniéndose apenas en pie.)
¡Dios mío! ¡Dios! Esto...,
¡esto ahora...! ¡Todavía... Todavía más...!
Vase.
ESCENA VI
En escena, por un momento, no aparece nadie. Dentro, sin embargo siguen
oyéndose voces confusas, y por la reja del zaguán nótase ir y venir apresura-
do de gente. Al cabo de un instante, vuelve Joaquín, que se deja caer en una
silla, profundamente preocupado. Después, Isolina aparece por la derecha,
llorosa, pálida, como desorientada...
¡Joaquín...! (Rompe en sollozos, como encontrando al fin donde
llorar.) Yo no lo odiaba, no, no es verdad. Yo no tengo un átomo
de culpa en su muerte...!
JOAQUÍN . Más daño me hizo a mí y no puedo negarme que su extraña
resolución me desarma completamente... Pero no se atormente
usted en vano con inútiles remordimientos, ¡no!
ISOLINA . No, yo no lo odiaba... Como quiera que sea era mi hermano:
yo lo comprendo...
JOAQUÍN . ¿Quién le dice lo contrario? Yo no le aprobaría que se rego-
cijase usted con su muerte, ¡me parecería monstruoso! Lamen-
témoslo más por los pobres viejos que por él. Ellos en todo caso
son las verdaderas víctimas, ¡las únicas víctimas...!
ISOLINA . ¡Es mi madre, que ha tenido el valor de rechazarme..., que
me ha prohibido acercarme a mi hermano, diciéndome que yo
tengo la culpa...!
JOAQUÍN . Perdónela usted...
ISOLINA . Me ha echado del cuarto como una extraña...
JOAQUÍN . ¡Perdónela usted con toda su alma! Ya se arrepentirá ella de
su acusación...
ISOLINA . Yo lo comprendo Joaquín. Pero es duro, muy duro, verse
tratada así..., ¡y por su propia madre de uno!
JOAQUÍN . ¡No importa! Ya en nosotros el deber no es una cosa que
nos venga de fuera, Isolina. Serénese usted, se lo suplico, y piense
ISOLINA .
en esto que le digo. Nuestro deber no es padecer por padecer,
sino sufrir, que es otra cosa bien distinta...
ISOLINA . ¿Y ahora, Joaquín? ¿Y ahora?
JOAQUÍN . ¡No lo sé...!
ISOLINA . Usted se va...
JOAQUÍN . Sí, Isolina. ¿Qué remedio me queda?
ESCENA VII
Dichos, Luciano, que entra con el pequeño Lucianito en brazos, medio
envuelto en unas sábanas, y va a dejarlo en el sofá.
LUCIANO . No,
no, fue nada, tonto. Es que la abuelita tiene un dolor y
por eso llora...
ISOLINA . (Acudiendo.) Ven... Aquí duermes muy bien: ya verás... ¡Mira!
¡Como el día del ciclón! ¿No te acuerdas de aquella noche que
dormiste aquí mismo? ¡Ah! ¡Quieres que yo te cante! (Para sí.)
¡Cantar yo ahora Dios mío...!
Al cabo de un breve silencio, con la voz entrecortada, musita
una canción de cuna.
LUCIANO . (Como terminando una conversación con Joaquín.) No trato de
convencerlo en este momento, Joaquín. Ya hablaremos... Promé-
tame al menos que no tomará resolución alguna hasta que todo
haya pasado...
JOAQUÍN . Se lo prometo...
LUCIANO . Gracias. Yo vuelvo al lado de esos pobres viejos... Ellos son
el pasado, Joaquín, el pasado que se va, echándonos encima todas
las responsabilidades para el porvenir. Véame antes de irse...
Vase.
ESCENA VIII
Joaquín quédase sumido en una profunda meditación. Por detrás de él,
sigilosamente, acércase Isolina, hasta venir a caer de rodillas junto a él.
JOAQUÍN .
ISOLINA .
¡Isolina!
¡Perdóname! ¡He expiado mi falta diecinueve años!
JOAQUÍN .
¡Isolina, no! ¡Isolina!
¡Perdóname! ¡Piensa que mi expiación no ha podido ser más
sincera, porque siempre creía que el pasado había muerto para ti...!
JOAQUÍN . (Estrechándola en sus brazos.) Es que yo no soy el mismo,
Isolina; que he vivido demasiado para saber querer...
ISOLINA . Yo soy una vieja, y lo bendigo todo... Porque «esto» será gris,
Joaquín, será triste: el momento no puede ser más lúgubre ni
más inoportuno quizás..., pero es mucho más noble de lo que
pudo ser «aquello». (Joaquín la estrecha nerviosamente entre sus
brazos. Después, la separa.)
JOAQUÍN . ¿Y ahora? ¿Qué será de nosotros? ¿Por qué hemos hecho esto...?
ISOLINA .
ESCENA IX
Dichos, Isabel, Teófilo.
(Apareciendo por la mampara del fondo, derecha.) ¡Papá! ¡No te
habías ido! (Se abraza a él. Detrás aparece Teófilo.)
ISOLINA . No, Isabel, no se había ido..., ni hablará más de irse...
ISABEL . ¿Que no te vas? ¡Y tendré yo que quedarme aquí, en esta casa...?
ISOLINA . En esta casa no, conmigo, sí...
ISABEL . ¡Contigo!
ISOLINA . Sí, conmigo y con él. Ya no nos separaremos nunca, ningu-
no de los tres...
ISABEL . (A su padre, ya casi alegre.) Pero..., ¿estás oyendo? ¿Eso es ver-
dad...?
JOAQUÍN . Sí, que sí..., que todo es verdad....
ISABEL . (Arrojándose en los brazos de Isolina.) ¡Mamina!
ISOLINA . (A Joaquín.) ¿Y ahora? ¿Todavía no sabes qué será de nosotros?
TEÓFILO . Oigan: ¿Se podría saber de qué se trata...? (Isolina baja la
cabeza.)
JOAQUÍN . No vamos a marcharnos juntos ahora mismo: no vayas a
creerlo... Haremos las cosas de manera que ni tú, ni los otros,
tengan nada que echarnos en cara...
TEÓFILO . No, no..., yo quería saber nada más... Yo no...
JOAQUÍN . ¡Ah, el señor escéptico, el cínico que presume de serlo...!
Pues ya ves por qué soy optimista, por qué amé siempre el bien
y tuve fe en la vida: porque hasta los seres como tú son seres
morales... ¡Anda ve y presume de estúpido si quieres, pero no
de malvado, porque no lo eres!
ISABEL .
ISOLINA .
Teófilo..., ¿quieres irte mañana mismo para New York?
Mañana mismo no... Pero...
JOAQUÍN . Harás lo que te plazca, no me asustan las responsabilidades.
TEÓFILO . Pero yo me voy... ¿Y Tembladera no se vende?
ISOLINA . Ya no se llama Tembladera, Teófilo, ni se irá de nuestras
manos. Allá iremos pronto a quitarle ese nombre y a darle uno
nuevo: «Tierra firme», por ejemplo, o «Esperanza»....
JOAQUÍN . Todavía, Isolina, todavía. Dejémosle su nombre, que aún lo
merecerá por algún tiempo. Apartemos de nuestro lado al pesi-
mismo desesperado que desangra, pero no nos entreguemos
tampoco al optimismo ciego, que resta fuerzas al trabajo. Aten-
gámonos a la realidad, y hagamos frente al porvenir con fe, con
entusiasmo, sinceramente resueltos a los mayores sacrificios, y
con el corazón siempre dispuesto a perdonar y a amar... Lo de-
más sólo dependerá de nuestra constancia, de nuestra voluntad...
ISABEL . Y de otra cosa que tú te olvidas siempre...
JOAQUÍN . ¿Cuál?
ISABEL . De Dios, papá...
JOAQUÍN . Tienes razón. Lo demás sólo dependerá de nosotros..., y
de Dios.
TEÓFILO .


T ELÓN