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18/2/15

teatro en la EDAD MEDIA

Luigi Allegri, «La idea de teatro en la Edad Medía», Insula. Revista de letras y ciencias humanas, 1990, 527, p. 1-2 i 31-32.

Si entendemos por teatro esa institución fuerte elaborada, de un lado, sólo por la cultura antigua y, de otro, por la moderna, podemos decir que en la Edad Media el teatro prácticamente no existe. La tarea —dura pero fascinante— del estudioso del teatro medieval es, entonces, la de realizar continuos cambios de perspectiva; la de perseguir, si no el teatro, si por lo menos la teatralidad allí donde se esconda y, sobre todo, la de someter a una constante verificación la propia metodología y las propias categorías.
Dando por descontado que el teatro en sentido pleno y moderno —moderno, justamente— no empieza a manifestar-se hasta finales de la Edad Media, el problema teórico e histórico más interesante me parece el siguiente: ¿Cuál es la idea de teatro que tiene la cultura medieval —al menos hasta el siglo XII-XIII— y cómo se relaciona esta idea de teatro con las manifestaciones concretas de teatralidad, las profanas de los juglares y las religiosas del drama sacro?
El dato de partida es el clamoroso y violento rechazo por parte de la cultura cristiana —que en la Edad Media se convierte en la cultura hegemónica— del teatro y del espectáculo. El catálogo de las condenas del espectáculo y de sus actores, codificado por Tertuliano en el De Spectaculis, y luego llevado a término sobre todo por Agustín y por Juan Crisóstomo, se repite de manera casi obsesiva en prácticamente todos los tratadistas cristianos tardo-antiguos y alto-medievales, desde Lactancio hasta Salviano, desde Gerolamo hasta Novaciano, por citar sólo a los más explícitos. Los elementos para esta condena nacen, sobre todo, del hecho de ser el espectáculo un testimonio de idolatría, al referirse a cultos paganos. Sólo en segundo lugar surgen las demás censuras: contra el hacer espectáculo de sí mismo y del propio cuerpo y, por tanto, contra los actores, a los que no se concede mayor dignidad que a los aurigas de las carreras de carros, en cuanto que el dar espectáculo de sí mismo se hace por dinero; contra la exhibición de pasión frente a la razón y a la continencia que el espectáculo inculca en el público; contra la obscenidad y la violencia de las que están llenos los espectáculos tardo-romanos.
El hecho curioso es, sin embargo, que los escritores cristianos siguen repitiendo estas antiguas y autorizadas argumentaciones —como, por otra parte, sucede siempre en la tradición medieval—, incluso cuando hace ya siglos que no queda rastro ni de teatro ni de actores en sentido estricto.
El único hilo que une aún a la desaparecida teatralidad clásica con las condenas de la Iglesia es la presencia, en los pliegues de la vida social de la Edad Media, de la figura del histrión vagabundo, identificado mediente una gran cantidad de nombres distintos —mimus, histrio, scurra y tantos otros, hasta el afianzamiento generalizado de juglar y similares— y siempre marginado y censurado por la cultura cristiana. Desde este punto de vista, puede incluso decirse que la cultura cristiana es la única capaz de reconocer perfectamente las valencias de la teatralidad, aunque fragmentaria y degradada, de la que histriones y juglares son portadores en cuanto herederos de los actores y los mimos de la clasicidad romana. Respecto a estos operadores del espectáculo, la condena es, de hecho total y continua y la calidad de los argumentos es absolutamente homologa a la de Tertuliano y los otros Padres, aunque, evidentemente, van perdiendo consistencia las acusaciones de idolatría para dejar paso a la censura de hacer espectáculo del propio cuerpo como oficio.
El tema del teatro, del espectáculo y del actor como mal intrínseco y como portador del mal es, pues, un hilo rojo que liga toda la tradición cristiana desde el siglo III en adelante, incluso en épocas en las que la única huella de teatralidad es la reconocible en los juglares, y hasta su parcial rehabilitación por parte de Tomás de Aquino y de Buenaventura. Pero naturalmente, el panorama se complica cuando, a partir por lo menos del siglo XI, aparecen esas formas de teatralidad religiosa que los estudiosos modernos han llamado oficio dramático o drama litúrgico.
Al enfrentarse a este tema, la condición del estudioso del teatro medieval adquiere un estatuto muy particular. No se trata ya de buscar e interpretar las trazas de una teatralidad marginada y oculta, como cuando uno se ocupa de los juglares, sino, por el contrario, de hacerse en cierto modo desconfiados o sordos respecto a una teatralidad demasiado evidente en lugares en los que, justamente, no debería serlo. En efecto, los violentísimos ataques de los pensadores cristianos contra el teatro y la espectacularidad convierten la idea misma de teatro sacro, religioso o incluso litúrgico en íntimamente contradictoria y paradójica.
Y sin embargo, hay que contar con esta paradoja, porque el teatro no sólo existe, sino que es floreciente y al final predominante. Para intentar explicar esta contradicción se ha recurrido a veces, sobre la base de una exégesis [Análisis interpretación} finalizada a esta demostración, a algunos pasos de los mismos Padres de la Iglesia para poder construir un modelo que prevea la condena de un teatro malo, el pagano, y que permita, al mismo tiempo, vislumbrar la posibilidad de un teatro bueno, el cristiano. Ciertamente, no faltan materiales para esta construcción, si se tiene en cuenta la cantidad de veces que los Padres de la Iglesia utilizan la metáfora del espectáculo.
Pero, tras un análisis neutro, que excluya de su horizonte cualquier ocasión de comparación indebida con lo que hubiera ocurrido después, parece bastante evidente que se trata de formulaciones retóricas que contraponen polémicamente a un espectáculo que se quiere negar otro espectáculo, entendiendo esta vez bajo una acepción marcadamente metafórica y que es, por un lado, la correcta vida cristiana ofrecida a la mirada de todos, y por otro, la visión mística —con los ojos cerrados, escribe Novaciano— de Dios y de su reino.
Hay además, otra teoría que, partiendo del clásico texto de Reich, intenta resolver la contradicción considerando el acentuarse de los aspectos coreográficos y ampulosos de la liturgia misma y el injerto de elementos de teatralidad en su interior, especialmente en la Iglesia de Oriente, como una especie de compensación espectacular al público de los fieles, a cambio de los espectáculos paganos que se intentaba negar. Pero la idea de base de un modelo teórico como éste es que la Iglesia se colocaba en una posición de competencia directa con aquella misma espectacularidad que ideológicamente rechazaba, dando por supuesto que el rechazo era sólo una cuestión de contenidos. Al sustituir éstos por otros más afines a los principios de su propio magisterio, la Iglesia podía adueñarse de las técnicas y de la idea misma de teatralidad. Pero tampoco ésta, tras un análisis detallado, parece una vía aceptable, aunque sólo sea por el hecho de que ningún autor cristiano se hace portador de ella ni explícita ni implícitamente, ni tan siquiera Juan Crisóstomo, que trata muy a menudo de los espectáculos y es un reformador de la liturgia.
La conclusión a la que me parece poder llegar es que la cultura cristiana está en absoluto contra la teatralidad y el espectáculo y, por tanto, la paradoja permanece como tal. Esto lo demuestra también el hecho de que la cultura cristiana no intenta eliminar la contradicción —como sería lógico si detrás hubiera una estrategia consciente—, ni siquiera cuando la práctica del teatro religioso está ya difundida por toda Europa. Porque la condena, que es general y omnicomprensiva en épocas en las que aún no se ha manifestado una espectacularidad cristiana, empieza a hacerse mucho más ambigua en épocas sucesivas, cuando, justamente, la Iglesia empieza a transformarse en escenario de situaciones dramáticas de temas y origen religioso; cuando, por tanto, la reiteración del ostracismo hacia los ludi choca con la necesidad de distinguir —o, a menudo, de no distinguir— entre los malos y los buenos.
En un determinado momento cronológico, digamos que desde el siglo XII en adelante, la condena de la fiesta y de la teatralidad en las iglesias empieza a tener que enfrentarse con la realidad de los dramas cristianos. Y aquí comienza una historia llena de ambigüidades y de posturas encontradas. De 1207 es la famosa decretal de Innocencio III que condena con dureza los ludi theatrales en las iglesias durante la festividad de los Santos Inocentes, pero unas décadas más tarde aparece una glosa interpretativa que autoriza expresamente los dramas litúrgicos:

Con la qual condena no se prohibe representar el pesebre del Señor, Herodes, los Magos, el llanto de Raquel por sus hijos y cosas similares que inducen el ánimo de los fieles más a sentimientos de contricción y de piedad que de lascivia, lo mismo que en Pascua se representa el Sepulcro del Señor y otras escenas para excitar la devoción.

Más o menos en este mismo período aparece una distinción semejante en los decretos de Alfonso X de Castilla, que establecen que en las iglesias los clérigos no pueden llevar a cabo juegos por escarnio, ya que la iglesia está hecha para rezar y no para realizar en ella villanías y desaposturas, pero que aun así admite:

Pero representaciones ay que pueden los clériigos fazer, asi como el ángel vino a los pastores e como los dixo como era Jesu Christo nacido. E otrosí de su aparición, como los tres Reyes Magos lo vinieron a adorar. E de su resurrección, que muesta que fue crucificado e resucitado al tercer día: tales cosas éstas que mueven a fazer bien e a aver devoción en la fe, pueden las fazer.

Estos documentos, dada también su autoridad intrínseca —una glosa autorizada a una decretal pontificia y un decreto real—, parecerían ser testimonio, por un lado, de la precisa conciencia de las características teatrales de los dramas litúrgicos, ya que se advierte la necesidad de instituirlos como excepción a la condena general de los ludi, y por otro lado de la aceptación.
El dato del que me parece necesario partir, es el de un significativo silencio de la teoría a este respeto. Los testimonios y las consideraciones sobre el teatro medieval, como los antes mencionados, que los estudiosos han conseguido rescatar hasta ahora de entre la interminable producción medieval de oficios de la Iglesia o en los tratados de los teólogos, moralistas y filósofos cristianos, son absolutamente exiguos. Pensándolo bien, pues, el silencio de los tratadistas cristianos, incluso de aquellos que tienen presente la teatralidad en su horizonte teórico, es clamoroso.
Citaré sólo dos ejemplos que me parecen significativo: Juan de Salisbury y Hugo de S. Víctor.
El Policraticus, que Juan de Salisbury escribe poco más allá de la mitad del siglo XII, es un tratado que se ocupa, entre otras cosas, del juglar y también, y de manera extraordinariamente lúcida para esta altura cronológica, del tetro strictu sensu, de concepto clásico. Por tanto, en Juan de Salisbury la «idea de teatro» no sólo está presente, sino incluso bien definida. Una prueba ulterior de ello es su insistencia en la metáfora del teatro del mundo —metáfora que incluso le debe a él una nueva fortuna tras siglos de obsolencia—, con cuyo uso demuestra poseer perfectamente los mecanismos de la representación teatral:

La vida del hombre sobre la tierra es una comedia en la cual cada uno, olvidándose de sí mismo, recita el papel del otro... De este modo, para adaptar a los oídos piadosos las invenciones de los gentiles, se dirá que el final de todas las cosas es trágico. Pero no tendré nada que objetar si se prefiere mantener, por más agradable, el término "comedia", ya que es de sobra sabido entre nosotros que —como dice Petronio— casi todos, sobre la tierra, se comportan como histriones.

Donde es notable la capacidad de comprender el papel y la función del actor en el sistema teatral clásico, junto con la lucidez de emparejarlo expresamente al histrión, que es término no neutro ni puramente histórico, ya que en el léxico del siglo XII sirve siempre para designar despectivamente a los juglares. Y sin embargo, en este contexto de individuación de los términos de la teatralidad del pasado así como de reconocimiento de las valencias teatrales del presente, y en una época en la que el drama litúrgico se practica ya ampliamente en toda Europa, sobre este último tipo de teatro no se dice ni una sola palabra. Seguramente, un observador moderno encontrará este dato chocante, pero sólo en cuanto que da por descontado que la categoría de teatro es igualmente aplicable a la representación de los textos de Terencio y a la representación del drama religioso medieval. Pero esto, evidentemente, no se daba por presupuesto en los tratados de la época.
Vayamos en busca de confirmaciones acercándonos a otro ejemplo, el de Hugo de S. Víctor, también del siglo XII. También él se ocupa del teatro y, es más, coloca en su Didascalion la theatrica entre las artes mecánicas, institucionalizándola y legitimándola, por tanto, como una actividad antropológicamente central. Y bien, también Hugo de S. Víctor sitúa en la Antigüedad al teatro y a todo lo que con él se relaciona —utilizando incluso el artificio estilístico de conjugar en pasado todos los verbos que a él se refieren— y no dice una palabra sobre la teatralidad contemporánea, ni juglaresca ni religiosa. Y si a la primera censura es posible encontrarle razones en el intento, coherente con la cultura de la época, de marginar a la juglaría y a sus instancias, que compiten con las de la Iglesia, para la segunda ausencia esta justificación evidentemente no vale. Y por tanto, no podemos sino concluir que, lo que para nosotros es teatro religioso, es para Hugo de S. Víctor ciertamente algo religioso, pero no teatro.
Se tiene verdaderamente la impresión de una gigantesca incongruencia entre las esparcidas posturas teóricas y la realidad de una difusión generalizada del teatro religioso, el cual, por el solo hecho de existir y de perdurar con éxito —esta vez dentro y no fuera de la cultura oficial—, tendría que estar apoyado por una cierta elaboración teórica o, cuando menos, por un reflejo de los hechos infinitamente mayor. Y esta impresión, que demuestra, como mínimo, una incomodidad de la cultura cristiana respecto al afianzamiento de estas ceremonias, se acentúa todavía más tras el análisis de otra larga serie de documentos, también muy citados por los estudiosos, en los que la teatralidad de los actos religiosos ciertamente se reconoce pero, contrariamente a lo que sucedía en la glosa y el decreto de Alfonso X, y coherentemente, en cambio, con la posición tradicional de la cultura cristiana, se condena.
Son, por lo demás, textos muy citados, como el de Gero de Reichersberg y el de Herrada de Landsberg, o el de Roberto Grossatesta, del período comprendido entre mediados del siglo XII y mediados del siglo XIII. Gero de Reichersberg dedica un capítulo entero de su Investigatione Antichristi a condenar las representaciones que los mismos monjes llevan a cabo en el interior de los edificios sagrados:

Hay sacerdotes que no se dedican al ministerio de la iglesia o del altar, sino más bien a obras de la avaricia, de la vanidad y del espectáculo; de manera que las iglesias, que deberían ser casa de oración, las transforman en teatros y las llenan con espectáculos mímicos de representación escénica. En los cuales espectáculos, presentes y espectadoras las mujeres, ellos ofrecen a veces, no como creen, una imaginaria figura
del anticristo, sino que en verdad, por lo que en ellos está, cumplen el inicuo misterio... ¿Por qué habría de extrañarse si ellos, simulando en sus representaciones del anticristo, los fantasmas de los demonios, o la locura de Heredes, no las representan verdaderamente? Representan también, imaginariamente, la cuna del niño Jesús, su débil respiración, el aspecto matronal de la Vigen Madre, la estrella como astro luminoso, la matanza de los inocentes, el llanto materno de Raquel. Pero la divinidad y la severa faz de la Iglesia aborrecen los espectáculos teatrales, no quieren vanidad y falsas locuras en las que los hombres se ablandan en mujeres, casi como avergonzados de ser hombres, los clérigos se transforman en soldados y los hombres se enmascaran en larvas de demonios.

Naturalmente, la lectura que tradicionalmente se ha hecho de este párrafo, como de otros parecidos, es la de una reacción ante la degeneración, una especie de legítima defensa de los doctos cristianos contra esas intrusiones bufonescas o, cuando menos, no religiosas y espectaculares en sentido despectivo que mancharían la pureza original de los primeros dramas litúrgicos. La pieza fundamental de apoyo para esta teoría ha sido siempre el largo texto de Herrada de Landsberg, abadesa de Hohenburg, a finales del siglo XII:

A menudo sucede que de buenas costumbres se derivan otras malas. Ya que Dios se hizo hombre y apareció visible a los ojos de los hombres. Él, que como Dios, era invisible, los fieles de la Iglesia Antigua se llenaron de tanta gratitud por la manifestación de la humanidad de Cristo que intentaron fijarla en sus escritos y en sus ritos para utilidad de sus sucesores. La Iglesia, por tanto, redujo a escenas visibles algunos momentos de la vida de Cristo: su natividad, la llegada de los Magos con sus dones místicos, la circuncisión, la entrada en Jerusalén a lomos de un burro entre el aplauso del pueblo y el ondear de las palmas, los dos caminantes de Emaús... Y estas escenas se representaron en algunas iglesias muy píamente y según la antigua tradición, y en otras un poco alteradas, voluntariamente o por necesidad, cuando no cayeron en desuso. Y he aquí como de la raíz de buenos ejemplos pueden nacer pésimos frutos. En el día y en la octava de la Epifanía introdujeron nuestros padres un rito hecho de imágenes visuales que representaba a los Magos guiados por la estrella en busca de Jesucristo recién nacido, la crueldad y la malicia engañosa de Herodes, los soldados encargados de la matanza de los inocentes, el lecho de la Virgen, el ángel que avisa a los Reyes de que no vuelvan a Jerusalén y otros hechos que en ese día se conmemoran. Y todo ello para que se incrementara la fe de los creyentes, para que se buscara más la gracia divina y para que incluso los incrédulos encontraran en ello un estímulo para volver a Dios y a la práctica religiosa. ¿Pero, y hoy? ¿Qué es lo que sucede en algunas iglesias en estos nuestros días? Ya no se trata de un rito que se celebra en honor de Dios, sino de una desenfrenada e irreverente impudicia. Se abandona el hábito clerical, se introducen trajes militares, sacerdotes y soldados ya no se distinguen unos de otros y en esta confusión de clérigos y legos se profana la Casa de Dios. Se come con desenfreno, se bebe hasta la embriaguez, y se representan escenas lascivas, mimos deshonestos y juegos para reír. Y se produce un estrépito de armas, una confusión de taberna y una manifestación desenfrenada de todo tipo de pasiones. Se añaden a ello las disputas que vienen a turbar semejante ambiente. De manera que aun cuando el principio sea pacífico nunca sucede que se termine sin graves tumultos de disputas y reyertas.

Pero en realidad, en mi opinión, lo que este escrito testifica es justamente el rechazo del tránsito de la ceremonia religiosa. —en la que las escenas son exempla, como dice el texto latino, que celebran algunos momentos de la vida de Cristo— a la representación teatral, en la que el intérprete se disfraza y en la que la intervención de legos rompe el concepto original de ceremonia. Todo el resto, a partir de la decadencia de las costumbres de los que participan en peleas, no es más que una consecuencia sociológica, y es perfectamente coherente con la consideración tradicional de la Iglesia acerca del clima que gravita siempre alrededor de los espectáculos. Esta constatación de que cuando la celebración religiosa se hace teatro llega a no diferenciarse en absoluto de la teatralidad de origen pagano y que, por tanto, hay que condenarla sin excepciones, emerge con lucidez y dureza en los escritos de uno de los intelectuales más prestigiosos de la cultura cristiana del siglo XIII, Roberto Grossatesta, Obispo de Lincoln, quien, especialmente en una carta de 1244 a su Archidiácono, no distingue entre el teatro religioso y los festejos paganizantes de los ritos primaverales y recomienda extirparlos ambos.
De casi absoluta contemporaneidad de esta afirmación de Grossatesta y de la glosa a la decretal de Inocencio III es fácil deducir lo poco lineal que era la situación y lo amplios que eran los márgenes de ambigüedad. Por ello, no es posible sostener, en un intento de buscar una coherencia, que haya habido una evolución en la postura de la cultura cristiana, ni desde la aceptación al rechazo del drama religioso, dado que muchas e importantes condenas son muy anteriores a esa glosa; ni del rechazo a la aceptación, dado que es posible encontrar sedimentos de esta actitud de repulsa hasta en los manuales divulgativos a caballo entre el final del siglo XIII y el comienzo del XIV, como sucede en el Manual de Pechiez de Guillermo de Wadington, que justamente en esos años tuvo una gran difusión e incluso se tradujo al inglés.
¿Qué conclusiones pueden por tanto extraerse de este breve excursus? Una me parece indudable —y se trata de una cuestión fundamental de metodología de la investigación—, a saber, que el carácter de teatralidad de los dramas religiosos, que a nosotros nos parece evidente, con toda probabilidad pasa desapercibido a la mayor parte de un ambiente cultural que justamente de la condena del teatro y de la espectacularidad hizo, durante siglos, uno de los puntos esenciales de su intervención social y que, en ese mismo periodo, todavía censura agresivamente las huellas de teatralidad que descubre en el quehacer de los juglares. Y es justamente la comparación con los argumentos utilizados en la polémica contra los juglares, ese rechazo de una actuación que se resuelve en pura exterioridad espectacularizada, lo que hace difícilmente creíble la aceptación pacífica de una misma actitud en el seno de la propia cultura.
Mi conclusión, que en esto concuerda con la de Johann Drumbl, es que el teatro litúrgico nace no amparado por, sino a pesar de la liturgia, y que aquello que para los modernos es teatro nace en realidad como ceremonia.
Por eso, durante mucho tiempo, la teatralidad presente en las ceremonias queda, si no inadvertida, por lo menos eclipsada de la conciencia; y, en cambio, cuando es puesta de manifiesto, conduce a menudo, casi necesariamente, a la condena. Incluso cuando la ceremonia, a partir del siglo XI, se espectaculariza, transformando al menos parcialmente a los fieles en espectadores, su función tiene que ser percibida como una especie de exemplum demostrativo, porque sólo de esta manera se puede superar la contradicción, de modo insalvable, entre teoría y praxis. Cuando esta contradicción se manifiesta en toda su evidencia ya no censurable, las únicas dos posibilidades —entre las que, como se ha visto, la Iglesia dudará durante siglos— no pueden sino ser la condena intransigente o la aceptación pragmática en nombre de una utilidad para la catequesis que justifique el recurso a prácticas antes obstacularizadas y cuyo enorme éxito entre los fieles, por lo demás, protege ya de cualquier intento de erradicación total.  
        Y es una némesis histórica ejemplar el que una forma cultural y social censurada por un sujeto ideológico hasta hacer desaparecer no sólo su práctica, sino incluso su noción, sea reinventada luego por ese mismo sujeto, porque, justamente, ya no reconoce en ella al enemigo del que había logrado destruir incluso la memoria.