IFIGENIA CRUEL
ALFONSO REYES
PERSONAS:
IFIGENIA, sacerdotisa
y sacrificadora.
ORESTES,
náufrago.
PÍLADRES, su
amigo.
TOAS, rey de los
Tauros.
PASTOR, mensajero de
noticias.
CORO de mujeres de
Táuride. Gente marinera y pastores, adornados con cuernecillos.
Tarde. Costa de Táuride.
Cielo. Mar. Playa. Bosque. Templo. Plaza: Empieza la ciudad.
I
IFIGENIA
(Que ha perdido la
memoria de su vida anterior.)
Ay de mí, que nazco sin
madre
y ando recelosa, de
mí,
acechando el ruido de
mis plantas
por si adivino a dónde
voy.
Otros, como senda
animada,
caminan de la madre
hasta el hijo,
y yo no –suspensa del
aire-,
grito que nadie
lanzó.
Porque un día, al
despegar los párpados,
me eché a llorar,
sintiendo que vivía;
y comenzó este miedo
largo,
este alentar de un
animal ajeno
entre un bosque, un
templo y el mar.
Yo estaba por los pies
de la Diosa,
a quien era fuerza
adorar
con adoración que sube
sola
como una
respiración.
-Y pusiste en mi
garganta un temblor,
hinchiendo mis orejas
con mis propios clamores,
me llenabas toda poco a
poco
-jarro ebrio del propio
vino-,
si ya no me hacías
llorar
a los empellones de mi
sangre.
De tus anchos ojos de
piedra
comenzó a bajar el
mandato,
que articulaba en mí los
goznes rotos,
haciendo del muñeco con
amenaza viva.
Tu voluntad
hormigueaba
desde mi cabeza hasta el
seno,
y colmándome todo el
pecho,
se derramaba por mis
brazos.
Nacía entre mi mano el
cuchillo,
y ya soy tu carnicera,
oh Diosa.
CORO
Respetemos el
terror
de la que se salió de la
muerte
y brotó como un hongo en
las roscas del templo.
A osadas pretendía
hablar
como no hablan viento y
mar,
sacudiendo ansiosa los
árboles
que respondían a gritos
de pájaros,
o arrancando caricias
rotas
en el reventar de las
olas.
-Hija salvaje de
palabras:
¿Quién te hizo sabia en
destazar la víctima?
¿Quién te enseñó el
costado donde esconde
su corazón el náufrago
extranjero?
Íbamos a envolverte
compasivas,
a ti, montón de cólera
desnuda,
cuando nos traspasaste
con los ojos,
hecha ya nuestra
ama.
IFIGENIA
Otros se juntan en
fáciles corros
apurando mieles del
trato:
Yo no, que si intento
acercarme,
huyo, de mí misma
asustada,
como si otro por mi voz
hablara.
Otros prenden labios a
labios
y promesas se ofrecen
con los ojos,
gozando en conciliarse
voluntades:
Yo no, amanezco cada
día
al tronco de mí misma
atada.
Otros, en figuras de
baile
alternan amigos y
familias,
contrastando los suyos
con los pasos de otro:
y yo no, que caigo cada
noche
en mi regazo
propio.
CORO
¿Te dio Artemisa su
leche de piedra,
mujer más fuerte que
todos los guerreros?
¡Qué cosa es verte
retorcer los brazos
en el afán de ahogar a
un hombre!
Prefiero la víctima
iracunda,
vencida primero y luego
abierta,
para que Artemisa
respire
la exhalación de sus
entrañas.
¡Oh cosa sagrada y
feroz!
Una fuerza que
desconoces
está anudada en tu
entrecejo.
Y con todo, entre temor
y antojo,
te amamos como a fiera
joven,
y mil veces, señora,
vamos a acariciarte,
cuando he aquí que de
pronto nace el rayo
por la sobrehaz de tu
piel.
¡Oh cabellera híspida
que no puede peinar!
¡Oh frente y nuca
broncas de besar!
¡Brazos redondos,
piernas ágiles,
pies elásticos y
perfectos!
¡Vaso precioso de mujer
arisca:
dinos, dinos al
menos
si no puedes ser dulce
un solo instante;
dime si al fin podré
besarte
las leves puntas de las
mano!
IFIGENIA
Y, sin embargo, siento
que circula
una fluida vida por mis
venas:
algo blando que, a
solas, necesita
lástimas y
piedades.
Quiero, a veces, salir a
donde haya
tentación y
caricia.
Pero yo sólo suelto de
mí espanto y cólera.
Y cuando henchida de
dulces pecados,
me prometo una aurora de
sonrisas,
algo se seca dentro de
mi misma;
redes me tiendo en que
yo misma caigo;
siendo yo, soy la
otra...
Y me estremezco al peso
de la Diosa,
cimbrándome de impulso
ajeno;
y apretando brazos y
piernas,
siento sed de domar
algún cuerpo enemigo.
¡Oh amor mejor que
vuestro amor, mujeres!
Os corre un vigor frío
por la espalda:
ya son las manos dos
tenazas,
y toda yo como pulpo que
se agarra.
Y en la gozosa
angustia
de apretar a la bestia
que me aprieta,
entramos en el
mundo
hasta pisar con todo el
cuerpo el suelo,
Libro un brazo, y
descargo
la maza sorda de la
mano.
Hinco una rodilla, y
chasquean
debajo los quebrados
huesos.
¡Y es mío! ¡Ya es tuyo,
Artemisa!
Y subo, con un grito,
hasta la eterna oreja.
Pero al furor sucede un
éxtasis severo.
Mis brazos quieren tajos
rectos de hacha,
y los ojos se me inundan
la luz.
Alguien se asoma al
mundo por mi alma;
alguien husmea el
triunfo por mis poros;
alguien me alarga el
brazo hasta el cuchillo;
alguien me exprime el
corazón.
CORO
Respetemos el
dolor
de la que se salió de la
muerte
y brotó como un hongo en
las rocas del templo.
Sacerdotisa pura en
traza de mujer,
nunca divagaré por sus
dos senos
de virgen
atleta.
Ni gozaré tejiendo sus
cabellos.
Nunca disfrutarán su
piel mis manos,
ni ha de tocarle sino el
aire,
o el agua donde suele
romper con el contento
del cabello
sediento.
-Y te envidio,
señora,
el agrio gusto de
ignorar tu historia.
IFIGENIA
Es que reclamo mi
embriaguez,
mi patrimonio de alegría
y dolor mortales.
¡Me son extrañas tantas
fiestas humanas
que recorréis vosotros
con el mirar del alma!
Cuando, en las tardes,
dejáis andar la rueca,
y cantáis solas, a
fuerza de costumbre,
unas tonadas en que yo
sorprendo
como el sabor de algún
recuerdo hueco;
canciones hechas en el
hilo lento,
canciones confidentes y
cómplices
que, siempre con iguales
palabras,
esconden cada vez hurtos
distintos
y mordiscos secretos en
la pulpa de la vida;
que, mientras manan sin
esfuerzo de la boca,
dan libertad para otros
pensamientos-,
Entonces yo adivino que
andáis errando lejos
de la labor que ocupa
vuestras manos,
dueñas de lo que sólo es
vuestro
y que en vano atisban
los maridos
en la joya robada de los
ojos.
Ninguna costumbre os
sujeta
y en lícita
infidelidad,
abrís con la llave que
lleváis al cinto
una cerradura sin
chirridos.
Y os envidio, mujeres de
Táuride,
alargando mis manos la
canción perdida.
(¿Veis? Magníficamente
nace del mar la sombra
cuando en las colinas
violetas,
asoman, de regreso, los
pastores de toros...)
CORO
(Canta, con aire
monótono.)
Cantemos, dando al
tiempo
alma y copo, rueca y
voz.
Horas inútiles
tejen
tierra y cielo, tarde y
mar.
Arañita de la
casa,
no me dan oficio
mejor.
Consejos me da la
rueca,
sintiéndome a solas
reír.
Hay quien de noche
duerme,
y hay quien de día
trabaja.
Hay quien aún se
acuerda,
y secreta y
calla.
Hay quien perdió sus
recuerdos
y se han consolado
ya.
Calla un instante, Dice
luego:
¿Callas, señora?
¡Solamente callas!
Y, como a aquel que
canta contra el aire,
nuestra canción parece
caernos en la cara,
queriéndose volver de
nuevo al pecho.
¡Oh mujer de rodillas
duras!
No acertamos a
compadecerte.
fuerza será llorar a
cuenta tuya,
a ver, si, de piedad,
echas del seno
ese reacio aborto de
memoria
que te tiene hinchada y
monstruosa.
No hay de nosotras quien
no ceda a la canción,
poniendo en ella lo que
cada una sabe a solas,
si no eres, tú, pregunta
sin respuesta,
a quien vivimos
parteando el alma con afán.
No hay de nosotras quien
a las lágrimas no acuda
con esa gula íntima de
probar un secreto,
donde comienza el
juntarse de las almas
en un temblor de miedo y
amistad.
¡Pero tú, que ni nos
engañas siquiera!
tú que nos das la nada
que te llena,
¿no harás, al menos, por
forjar un sueño,
una memoria hechiza que
nos pague
la sed de consolarte que
tenemos?
No; rechina entre tus
dientes la voz:
ni recordar ni soñar
sabes,
ni mereces los senos en
el pecho,
n el vientre, donde sólo
crías la noche.
IFIGENIA
Os amo así:
sentimentales para mí,
haciendo, a coro, para
mí uso, un alma
donde vaya labrada la
historia que me falta,
como estambre de todos
los colores
que cada una ponga de su
trama.
Tal vez me apunta un
resabio de memoria
hechas de vuestras
ansias naturales,
y en el imán de vuestras
voluntades,
parece que la estatua
que soy arriesga un pálpito.
Pero soy como me
hiciste, Diosa,
entre las líneas iguales
de tus flancos:
como plomada de albañil
segura,
y como tú: como una
llama fría.
Sobre el eje de tu nariz
recta,
nadie vio doblarse tus
cejas,
ni plegarse los
rinconcillos
inexorables de tu
boca,
por donde huye un grito
inacabable,
penetrado ya de
silencio.
¿Quién acariciaría tu
cabello,
demasiado robusto para
asido en las manos;
superior a ese hueco
mezquino de la palma
que es la medida del
humano apetito?
¿Y para quién habías de
desatar la equis
de tus brazos cintos y
untados
como atroces ligas al
tronco,
por entre los cuales
puntean
los cuernecillos
numerosos
de tus bustos de hembra
de cría?
¿Quién vio temblar nunca
en tu vientre
el lucero azul de tu
ombligo?
¿Quién vislumbró la boca
hermética
de tus dos piernas
verticales?
En torno a ti danzan los
astros.
¡Ay del mundo si
flaquearas, Diosa!
Y al cabo, lo que en ti
más venero:
los pies, donde recibes
la ofrenda
y donde tuve yo cuna y
regazo;
los haces de dedos en
compás
donde puede ampararse un
hombre adulto;
las raíces por donde
sorbes
las cubas del
sacrificio, a cada luna.
II
CORO
Pero callemos, que un
pastor color de tierra,
vago engendro de lanas y
hojarasca,
se acerca aquí, como
bulto que echa a andar,
filtrando una mirada de
ansia y susto
por entre el heno de la
barba y las cejas.
Con el cayado sólo bate
el aire,
y parece irradiar
palabras con la honda;
que al hombre cogido
entre sorpresas
no hay útil cuyo oficio
no se esconda;
y –todo él lanzado
ariete-
devuelve el alma oscura
la luz de los sentidos,
y es ya todas
intenciones, todo oídos,
todos aspavientos, todo
interrogación.
En vano la pezuña
elemental
se articula en los cinco
dedos ágiles,
ni el unánime ruido
animal
se distribuye en
cortadas palabras.
Ya olvida el habla, ya
descuida el andar;
de su vetusta cojera no
se acuerda,
y de lejos nos tiende la
mano temblorosa,
como si en esa mano sus
noticias trajera.
Entra el
pastor
PASTOR
Náufragos, náufragos
hay, señora,
si lo es el que pisa
tierra ingrata a sus plantas,
aun cuando no lo ruede
el mar hasta la orilla,
ni el barco entre en la
playa con el costado abierto.
IFIGENIA
¿De dónde
son?
PASTOR
Helenos
Uno llamaba Pílades al
otro.
Son dos amigos como dos
manos bien trabadas;
donde preguntas el uno,
el otro le contesta,
donde uno dicta el otro
le obedece.
Son como un alma
repartida en dos cuerpo;
cuando habla el uno,
calla el otro,
y se completan como dos
porciones
de una misma
necesidad.
IFIGENIA
¿Y los habéis
calzado?
PASTOR
Nuestros y tuyos son.- Y
de la Diosa.
IFIGENIA
Pero ¿qué harán los
pastores en el mar,
a deshoras corriendo
tras las olas
y enloquecidos por
vellones de espumas?
Pero ¿qué andáis
juntando los rebaños del agua?
¿De dónde trocasteis los
oficios,
confundiendo remos y
callados,
redes y ondas,
maldiciones y canciones?
Oh padres apacibles de
la tierra
domesticada y
quieta,
médicos de zampoña y
melodía
y abuelos de la oveja
preferida:
¿Qué hacías entre el
sobresalto sin fondo
que se burla con velas y
con leños,
cuerdas y puños y gritos
de furor?
PASTOR
Íbamos a bañar las reses
en la cueva
que sirve de refugio al
pescador de púrpura,
porque el toro, señora,
vuelve al mar como el río,
para cobrar allí sangre,
valor y brío.
Muge el novillo; late el
can. Es hora
en que la última tarde
se dora,
y el mar se deja
traspasar el pecho
por un haz de espadas
de plata.
Hiere la luz, pero no
alumbra;
y sorda sensación de una
presencia humana
nos cohibe de pronto, al
saludar las cuevas.
Sobrecogido retrocedo
entonces,
de puntillas y haciendo
la señal del silencio,
de miedo que algún dios
desconocido
habite el mar que bate
las Simplégadas,
hijo de la marina
Laucotea,
Palemo –o algún otro
poeta de las aguas.
Y es verdad; que, al
rumor que alzamos,
salta en figura de
doncel armado
y, echando espumarajos
por la boca,
a tajos y a mordiscos
cae sobre las reses,
gritando: “¡Oh Furias,
oh Dragón,
oh mala hembra que
muerta me persigues,
oh vergüenza de Micenas
de oro,
oh baño ensangrentando
en sangre del esposo!”
El otro, Pílades, en
vano lo sujeta,
como a demente que mira
sólo el fuego
profundo de su alma, y
finge formas
y torna objetos, y
cambia el sueño de los ojos
por el sueño de su
corazón.
Y, sea que el instinto
nos avise
que bajo su locura
alienta un dios,
o que las armas vibren
respetos en su mano,
huimos, como huían los
ganados,
para sólo volver y dar
sobre el intruso
cuando el otro lo tiene
ya sujeto.
Y es fuerza que les
valga algún conjuro
o que vengan ungidos de
aceites prestigiosos,
para que no perezcan en
los nudos
de brazos de pastores y
gente campesina
que se junta al
tumulto.
Gracias que estamos
ilesos unos y otros
y que tu sacrificio,
Madre, será perfecto.
III
Entran hombres con los
cautivos atados.
ORESTES
(atado, apedreado,
delira así:)
Cabra de sol y Amaltea
de plata
que, en la última
ráfaga, suspiras
aire de rosas, palabras
de liras,
sueño de sombras que los
astros desata;
al viejo Dios leche
difusa y grata,
y, del reflejo mismo en
que te miras,
hacendosa hilandera,
porque estiras
en hebra y copos el
vellón que labras;
tarde, en fin quieta
como impropicia y dura:
prueba pues, ya que
tanto conspiran mis estrellas,
a exaltar otra vez mi
razón en locura,
para que yo, que vivo
amamantando en ellas,
no sufra el tacto de
otra piedra impura
sin estallar mil veces
en centellas.
IFIGENIA
Dice, a solas, palabras
que apenas se tienen unidas, como el que sale, bandeando, del torpor de un
sueño; mas hay una oscura voluntad que atisba –perro fiel- junto a la embriaguez
de su dueño.
-Helenos:
¿De dónde traéis carga
de destinos,
para dar en playas donde
mueren los hombres?
¿Qué irritados espíritus
tenéis sedientos
de sal y aceite que
apaciguan hambres del cielo?
Helenos: la fortuna está
en no buscarla,
y habéis tentado todos
los pasos del mar.
No os basta la ciudad
medida a las plantas humanas
y, rompiendo los límites
del cielo,
¿os sorprende ahora caer
en la estrella sin perdón?
Helenos: forzadores de
la virgen del alma:
los pueblos estaban
sentados, antes de que echarais a andar.
Allí comenzó la Historia
y el rememorar de los males,
donde se olvidó el
conjugar
un solo horizonte con un
solo valle.
La sabiduría ya estaba
descubierta;
los brazos ya estaban
cruzados sobre el pecho;
los ojos se escrutaban a
sí mismos
para desanudar en su
revés el mundo;
y el índice de
piedra
sujetaba en racimos el
espacio profundo.
Se apacigua, helenos, el
gotear del agua eterna;
y en el reló dormida del
estero
lanzasteis la bellota
profana.
Y cedisteis al inmenso
engaño
partido en diminutas y
graciosas mentiras;
y con el bien y el mal
terribles
hicisteis moderadas
apariencias
para cebar la codicia
bestia,
oh falsificadores de
lágrimas y risas.
Os acuso, helenos, os
acuso
de prolongar con
persuasión ilícita
este afrentoso duelo,
esta interrogación...
Así, deis con la frente
en las esferas últimas,
y os sienta el último
fantasma
rodar entre peñascos en
declive,
surtiendo por el pecho
maldición de volcanes,
¡oh instrumentos de la
cósmica injuria,
oh borrachos de todos
los sentidos!
ORESTES
(grita:)
¡Raza vencida de la
tierra:
reconoce a tu
domador!
Tú que temblabas,
gusanera aplastada,
bajo los Siete Días
orientales
de la
Creación!
Tú que apenas usabas
como alma
un escozor de
pánico,
y que desfallecías,
heredera
de todos los pavores
animales;
devuelta con
arrobamientos al fango;
lodacero que criabas
raíces
para enredar los talones
bailátiles
de los hijos de
Prometeo:
¿Qué me acusas, ojos de
arcilla?
Frente hacia abajo, ¡qué
sabéis
de levantar con piedras
y palabras
un sueño que reciente
los ojos de los dioses,
otra simiente de
naturaleza,
hija pura y radiosa del
humano deseo,
oro de eternidad,
diamante pleno
labrado en los
martillos
impecables del
corazón!
IFIGENIA
En vano, por primera
vez, aguardo
que me sacuda en cólera
la Diosa.
-Liberad al griego;
recoged mi manto:
sobran horas al
tiempo.
Apercíbese Ifigenia con
vasos lustrales. Pílades, atado, de un paso hacia Orestes, como a
socorrerlo.
ORESTES
Detente, Pílades, que
siento
el indeciso vaho de los
dioses;
y, entre los ojos de la
carnicera,
me sorprende el halago
de una mirada rubia.
No en vano las aguas se
abren y se juntan;
no en vano los vientos y
el elástico mar,
no en vano gimen y
aúllan
en torno a la nave del
griego que sabe esperar.
No fue ciega la ira que
me devolvió a Micenas,
incubando en el monte
mis furores de niño;
nodriza ruda me criaba
para el cuchillo,
y soy dardo de mano
derechera.
¿Nada te dice, amigo,
el portento que te sale al paso?
¿Dónde está la tierra de
las Amazonas guerreras?
¿Cuándo viste, Pílades,
combatiendo brazo a brazo
a la sacerdotisa con las
víctimas extranjeras?
Bien que la barbarie,
educada en el desorden del mundo,
pisotee los prodigios
como las yerbas,
confundiendo árboles y
fieras y hombres y sexos,
sin distinguir lo propio
de lo desorbitado y súbito.
Pero tú, filósofo en
cuyos brazos descanso,
¿me enseñaste acaso a
concebir mujeres
como la Quimera, con
garras y crestas y fauces,
a sacerdotisas mezcladas
de leonas?
Sólo cuando el dios anda
rondando los montes
miras volar los árboles
y oyes hablar a los pájaros.
Así me devuelves, mujer,
la confianza en Apolo,
sólo con tu furia y con
tu locura sólo.
No está lejos, no, la
fuerza que me trajo rodando:
y ya no vacilo, que
estoy en tierra de Tauros.
De Artemisa es, Pílades,
el templo que venimos buscando,
y esta mujer-
IFIGENIA
-¡Oh calla, por tus
enemigos dioses!
Mira que estás por
quebrar la puerta sorda
donde yo golpeo sin
respiración.
Mira que me doblo con
influjos desconocidos,
juntas en imploración
estas manos mías tan ásperas.
Tengo miedo, calla, la
Diosa nos oye.
ella me implica toda; yo
crecí de sus plantas.
Si tú sabes más, tejedor
de palabras
-pues así adivinas
tierras y hombres
ensartando lo que
ignoras con lo que conoces-,
calla, por tus amuletos;
calla, por tus cabellos,
en los que reclavo con
ansia mis dedos;
calla, por tu mano
derecha;
calla, por tus cejas
azules;
y por ese lunar que hay
en tu cuello,
gemelo –mira-,
gemelo del lunar que hay
en mi hombro.
Calla, porque me
aniquila el peso del nombre que espero;
oh vencedor extraño,
calla, porque, al fin, no quiero
saber –oh cobarde seno-
quién soy yo.
ORESTES
¿Callaré, Pílades,
cuando vine a decirlo?
PÍLADES
No
CORO
Dos animales de la misma
cría
no se juntan mejor. Uno
conduce,
y la otra le sigue
–antes tan fiera.
Manda el varón, y al fin
es hembra ella.
Pero ¿esas miradas que
se hunden
la una en la otra, como
en propio elemento?
Y la gota negra de aquel
cuello
resbala aquí, camino de
este seno.
Un mismo arete de
naturaleza
concretó los dos sones
de gargantas...
¡Mil cosas misteriosas
nos relatan los viejos,
y yo, sin serlo, he
visto tantas!
IV
Toas y el séquito.
Suspensión entre los que llegan y los que estaban presentes.
TOAS
Soy el rey Toas, de
leves pies como las aves.
Como quien manda, olvido
mis cuidados
por el oír el rumor que
corre el pueblo.
Hecha de mar y roca,
alta señora,
sacerdotisa que llevas
la clava
desde que el cielo
apedreó a la tierra
con el poder de la
nocturna Diosa
-Díctina de la selva,
hija de Leto:
Prepárense los vasos y
los cestos,
y arda el fuego de la
salsa mola;
echad el llanto, hombres
oscuros:
la Diosa no
perdona.
Ejércitos de abejas
amarillas
aplaquen –cediendo miel-
las tumbas.
Iras de inmortales
reclaman
la miel salobre y roja
de otra ofrenda.
IFIGENIA
Oye la voz de tu
sacerdotisa,
rey de nombre de
ave:
éstos me vencieron sin
manos
y me ataron con la
amenaza.
No los quiere la Diosa;
traen a cuestas
el nombre que he
perdido.
TOAS
El nombre que tenías lo
has perdido en el mar.
IFIGENIA
Éstos, del fondo de los
mares
llegan, vomitados de
olas.
TOAS
Náufragos son, ley igual
los condena.
IFIGENIA
Ley que un hombre trazó
y otro quebranta.
TOAS
Escrita está en las
plantas de Artemisa.
IFIGENIA
-Qué es superior a ella
y con los pies la pisa.
TOAS
¿Qué
pretendes?
IFIGENIA
Que hablen.
TOAS
Hablando, hombres
oscuros.
V
ORESTES
¿Diré, Pílades, el
nombre que azuce
las bandadas de nombres
temerosas?
Evitaré más bien el
torbellino
que alzan los vientos
súbitos,
y habré de conducirla
paso a paso,
como a ciega extraviada
que tantea el camino,
hasta dejarla donde la
perdí.
-Oye, sacerdotisa:
devuélveme las manos,
porque no sé contar sin
libertad mi historia.
Ademán de Ifigenia,
Desatan a Orestes, que continúa:
Dos veces Urano
engendraba en el seno de Gea,
ensayando monstruos que
la vergüenza rechaza.
Voluntad oscura, sus
intentos multiplicando,
mezclaba impetuosos
crímenes con virtudes severas.
En los Cíclopes era
espanto la mal trazada frente
y los brazos de Briareo
eran fuerza desperdiciada.
Y el Padre deshacía sus
horripilantes juguetes,
bien como alfarero que
ensaya el jarro dos veces.
Perra uluante, Gea sus
cachorros le disputaba.
-¡Hijos del Padre loco!
¿Quién me vengará? –les decía-,
Y el último, Cronos,
contraído bajo sus tetas,
tiembla de furor y
designios.
Era creada ya la raza
del blanco acero.
Cronos esconde la hoz, y
Urano un deseo aventura;
pero, segadas a punto
las uniformes flores del sexo,
la sangre del Padre loco
fecunda todavía el suelo.
Erinies y Gigantes y
Ninfas brotan y Diosas,
y sobre el mar, la
deseada rosa:
Afrodita la llaman, hija
de las espumas;
Citerea, vecina de la
isla;
Kiprigenia, porque llega
a Chipre batida de olas;
Filomedea, en fin, hija
de los anhelos.
Así la vital angustia,
derramada en sangría,
Gea, perra ululante,
sigue fomentando tus crías.
Ya está mezclado el
crimen en la masa del mundo.
Dioses recelosos de sus
proles indeseadas
acechan a las diosas que
se acuestan con hombres.
Los padres de tribus a
los mancebos devoran,
y el justo Edipo,
testigo insobornable,
se descuaja los ojos
contra el error del cielo.
Hubo un rey en Lidia
cuya casa honraba el Olimpo,
¡y osó hacer festín de
las carnes de su hijo!
Como torres gigantes,
los Inmoratales, mudos,
contemplan la ofrenda de
Tántalo mezclada de horrores.
¿Qué hacías, Diosa
hambrienta, olvidadiza Deméter,
devorando, sin saberlo,
el hombro arrancando de Pélope?
Zeus Tempestuoso hinca
los ojos en Tántalo,
que entra desbarrancando
en los Infiernos,
donde con boca reseca
jadea tras el agua que huye;
donde, por hurtárselas,
los árboles sus poemas degluten.
Júntanse las partes, y
Pélope vuelve a vivir;
se alza cetro en mano, y
el hombro de marfil.
Pero la maldición vuela,
contaminando
a todos los brotes de su
gente.
Niobe deshijada, piedra
que llora ríos,
ve traspasados sus hijos
con flechas de oro,
y Tiestes y Atreo, en
festines horrendos,
vomitan, defallecidos,
la sangre criminal del abuelo.
Y nacieron, uno de
otro,
Tántalo, Pélope y
Atreo,
Y Agamemnón, castigador
de Troya
y hermano vengador del
zaino hermano.
Igual deslealtad les
esperaba
con Clitemnestra, hembra
matadora del macho,
y con Helena, por quien
tiene hartazgo
de cadáveres la ciudad
de los pájaros.
Mientras las naves
huecas deshacían la ruta de Ilión,
Tramaba Clitemnestra con
Egisto;
y Agamemnón cayó a
mansalva,
vencido entre los brazos
de su casa.
Entre los que crecían en
palacio,
el mayor de los
hijos
era menor que la
venganza; Electra,
hermana blanca; pero,
providente,
me hizo nutrir de tierra
y de raíces,
abrigada de cuevas y de
pieles,
montaraz y
distante,
intacto cazador de
Apolo.
Y, en la incertidrumbre
de sus noches,
el sueño de la madre dio
presagios:
me veía dragón, me
padecía
estrujando y sorbiendo
en sus pezones
fango de leche y
sangre.
Y al fín, entre
relámpagos de crimen,
bajo el furor de Apolo
cómplice
y la tronante cólera del
cielo,
y bajo las legiones
espantadas
y saltonas de
Furias,
el cazador cazó a la
madre adúltera.
¡Oh vino
soberano
que un día me
embriagaste para siempre!
¡Nunca probara yo de tu
delirio,
y no me
persiguiera
la indignada caterva de
mi madre!
IFIGENIA
Los nombres que
pronuncias irrumpen por mi frente
y se abren paso entre
tumultos de sombra;
y, por primera vez, mi
dorso cede
con un espanto
conocido.
Me devuelvo a un dolor
que presentía;
me reconozco en tu
historia de sangre,
y gime, sin que yo lo
entienda todavía,
un grito en mis orejas
que dice: “¡Äulide! ¡Áulide!”
CORO
Asisto a los misterios –
y callo.
IFIGENIA
Siento, como en la ácida
mañana,
madrugar el pavor de
estar despierta:
cenizosa
conciencia
que torna a la mentira
de los días
con una lumbre todavía
de sueño,
hecha de luz funesta que
transparenta el mundo.
ORESTES
Te asiré del ombligo del
recuerdo;
te ataré al centro de
que parte tu alma.
Apenas llego a ser tu
prisionero,
cuando eres ya mi
esclava.
En Áulide, los vientos
nos prosperan
o los adversos dioses
redoblan el resuello;
y para que los leños
flotantes de las naves
sigan el curso, piden
sacrificios.
La sangre de una virgen
Artemisa reclama.
IFIGENIA
¡Oh Diosa, voy a ti,
pues tú me llamas!
ORESTES
Aguarda, hay tiempo
aún.- Ya los oráculos
designan a
Ifigenia.
IFIGENIA
¡Oh Diosa!
ORESTES
Aguarda
La casta de adivinos es
ávida de males.
Hija de Agamemnón:
fuerza es traerte
engañada hasta el sitio
de la ofrenda,
donde adelanta en pago
de lágrimas la madre
el crimen que ha de
cometer más tarde.
IFIGENIA
Al fin es madre,
Orestes;
y espera, en las edades
de la hija,
que la fruta de nietos
se le rinda.
Al fin es madre,
Orestes, y prolonga
hasta la pubertad el
gusto de mi cuna.
Al fin, en cada hora
prosentía
la cosecha de una
caricia nueva;
porque es todo
inquietudes y sopresas
el logro minucioso de la
hija.
Odiseo me trajo
prometida
al lecho de un valiente
–Aquiles-. (Oye:
al crear este nombre con
esfuerzo,
tengo piedad yo misma de
mis labios.)
-Pero ¿qué hago, Diosa?
¿Salgo de tu misterio?
Amigas, huyo: ¡esto es
el recuerdo!
Huyo, porque me
siento
cogida por cien crímenes
al suelo.
Huyo de mi recuerdo y de
mi historia,
como yegua que intentar
salirse de su sombre,
Sujétanla.
ORESTES
Sujetadla y que beba la
razón
hasta lo más reacio de
su huesos.
Hínchate de
recuerdos,
óyelo todo: En Áulide
fuiste sacrificada;
pero Artemisa te robó a
su templo
a la hora en que Calcas
descargaba el cuchillo,
y cayó en tu lugar,
forjada de tu miedo,
cierva temblosa que
mugió con muerte.
IFIGENIA
Orestes, soy tu hermana
sin remedio,
y en el torrente de la
carne, siento
latir la maldición de
Tántalo.
Pero contéstame, pues me
castigas
de envidiar la miseria
de las hijas de Táuride
Y desear la vida
compartida
-humano pan de donde
todos coman-,
¿no me estaba yo bien,
guijarro de esta roca,
arista desgajada de la
Diosa?
¿No me fuera más dulce
la sombra en que yacía
y el destazar continuo
de las víctimas?
¿A qué trajiste el rayo
de mi casa
a la ribera en que
estaba yo pedida?
¡Ay hermano de lágrimas,
crecido
entre la palidez y el
sobresalto!
¡Déjame, al menos, que
te mire y palpe,
oh desvaída sombra de mi
padre!
CORO
Entran los ojos en los
ojos. Andan
tentándose las manos con
las manos.
Y en la arena, la huella
de la hermana
acomoda a la huella del
hermano.
ORESTES
Y déjame que alivie
tanto llanto
-¡ay hermana que fuiste
mi nodriza!-
viendo rodar mi lloro
por tu cara
y latir en tu cuello mi
fatiga.
CORO
¡Señora! ¿Y te acaricia?
¡Y tú te doblas
debajo de su barba! Y
nos pareces
más pequeñita, al paso
que reviven
y te van apretando las
memorias.
IFIGENIA
¡Suelta! ¡Suelta!, que
mi dolor no importa,
no me abandones,
Diosa,
y permite que huya de mí
propia
como yegua que intenta
salirse de su sombra.
ORESTES
¿Recuerdas?
IFIGENIA
Sí. –Llegamos en el
carro:
mi madre –porque es mi
madre, Orestes-,
tú, tierno niño que sólo
ríe y llora,
yo, y los presentes de
mi boda.
Me bajaron en brazos las
muchachas de Calcis,
como a la prometida del
nieto de Nereo;
y a ti, con delicadas
manos,
para no sacudir tu
frágil sueño;
que eran asustadizos los
caballos,
y no obedecían a la
voz.
Saltamos como terneras
sueltas en prado.
Ignorando las rudezas
del campamento,
yo, corazón nupcial,
fiesta hacía de todo.
Y he visto a los dos
Áyaces, amigos de armas;
y a Protesilao y
Palamedes
que jugaban con unas
figurillas;
y a Diomedes, hecho a
lanzar el disco;
y al portentoso Merión,
raza de Ares;
y al hijo de Laertes,
engañoso;
y al hermano Nireo, el
más hermoso.
A pie, de lejos,
disputaba Aquiles
-oh sienten mías hechas
al dolor-
victoria de carrera a la
cuadriga
de Eumelo, que acosaba a
los caballos
blancos del
yugo,
y a los rojos manchados
que iban a larga rienda.
CORO
¡Oh Paris, Paris, que
con la flauta frigia
apacentabas novillos en
la Ida!
¡Oh juez de diosas y
ladrón de hogares,
cómo va a parecer por ti
la flor del año!
ORESTES
Dí, ¿conociste a
Aquiles?
IFIGENIA
No, sino en el relato de
mi madre
que, con estrago de
dolor y miedo,
se echó a sus pies,
pudores olvidando.
Alumno de Quirón, hijo
de diosa,
era ajeno al engaño, y
fue a salvarme.
Lloraba sin rubor: ¡era
tan joven!
No negaba el pavor: ¡era
tan bravo!
No quiso conocerme: ¡era
tan casto!
ORESTES
Prosigue.
IFIGENIA
¡Infierno,
Infierno!
Tu boca misma habló por
Clitemnestra.
Me hizo llegar,
trayéndote en el manto,
y a mí, que lo quería
más que todos,
Me redujo a escuchar lo
que le dijo al padre.
CORO
Un gran dolor ahoga la
vergüenza.
IFIGENIA
Dijo: “Me arrebataste a
mi primer marido;
y, arrancándomelo de los
pechos,
estrellaste a mi primer
hijo contra el suelo.
Mi padre hizo la paz en
los hermanos,
y fui casta y sobria en
tu palacio.
Tres hijas y un hijo te
he dado.
Te sales de tus tierras
por ajenos agravios,
y, además de tu aposento
vacío,
¿quieres que llore ahora
la muerte de Ifigenia?
¿Y qué frente ofecerás
mañana
al beso de tus hijos sin
hermana?
Que ceda Menelao a su
hija Hermione:
suya es la ofensa, no
son ciegos los dioses.
¡Oh mano que manda de
lejos!
¿Arrastrarás tu proía
hija por los cabellos
hasta el ara de la
Divina Cazadora,
y yo la seguiré, sin
soltar sus vestidos,
hecha consternación de
tus ejércitos?”
ORESTES
¿Y yo,
entretanto?
IFIGENIA
No sabías hablar, ¡oh el
más amado!
Con lágrimas y brazos
implorantes
tú me ayudaste, en fin,
cuanto podías,
Estreché con el tuyo el
cuerpo de mi padre,
como con elocuente rama
de suplicantes:
-“Yo la primera te he
llamado padre;
tú la primera me
llamaste hija;
gozosas nupcias
prometiste un día,
y yo soñaba en acogerte,
anciano,
entre próspera bulla de
la prole.
Insano afán de navegar a
tierras bárbaras
te hace dejar la
tierra
donde cortan jacintos y
rosas los que dio a luz mi madre.
Mas yo no debo amar
demasiado la vida.
-¡Dispón, oh Clacas, de
mi ración de sangre!”
Y desvié los
ojos
del bulto convulsivo de
mi madre.
Calcas alzó la mano: ¿se
oyó el golpe?
ORESTES
He aquí que te encuentro
muerta, y viva,
sacrificada y
sacrificadora.
IFIGENIA
(Con
sospecha.)
¿A qué viniste,
dí?
ORESTES
En busca
tuya.
IFIGENIA
(Recobrando su
arrogancia perdida.)
¿Para que siga hirviendo
en mis entrañas
la culpa de Micenas, y
mi leche
críe dragones y amamante
incestos;
y salgan maldiciones de
mi techo
resecando los campos de
labranza,
y a mi paso la peste se
difunda,
mueran los toros y se
esconda la luna?
¿En busca mía, para que
conciba
nuevos horrores mi carne
enemiga?
¿Para que aborten las
madres a mi paso,
y para que, al olor de
la nieta de Tántalo,
los frutos y las aguas
huyan de mi contagio?
ORESTES
Por el sello que llevas
en la frente,
hija de Agamemnón, ante
los tauros
oye la orden que traigo
de Apolo:
Me seguirás hasta
Micenas de oro,
y volverás a la casera
rueca,
y cumplirás con dar los
brotes nuevos
a la familia en que
naciste hembra.
Fuerza será que,
complaciente esposa,
te alimente en su casa
algún príncipe aqueo,
No se corta la sangre
sin mandato divino.
IFIGENIA
Huiré de mí
propia,
como yegua acosada que
salta de su sombra
ORESTES
Me seguirás, y ceñirás
la vida
a que las altas normas
te condenan.
Cualquier dolor
pasado
es, a los mismos dioses,
duro espanto.
¿Quieres romper con la
Necesidad.
vuelta contra el latido
que llevas en el vientre?
¿Y qué harás,
insensata,
para quebrar la sílabas
del nombre que padeces?
IFIGENIA
¡Virtud escasa, voluntad
escasa!
¡Pajarillo cazado entre
palabras!
Si la imaginación,
henchida de fantasmas,
no sabrá ya volver del
barco en que tú partas,
la lealtad del cuerpo me
retendrá plantada
a los pies de Artemisa,
donde renazco esclava.
Robarás una voz,
rescatarás un eco;
un arrepentimiento, no
un deseo.
Llévate entre las manos,
cogidas con tu ingenio,
estas dos conchas huecas
de palabras: ¡No quiero!
Refúgiase en el templo,
desapareciendo de la escena.
TOAS
He aprendido a llorar
ajenos males
y agozar con mesura el
bien que alcanzo.
No puede el noble decir
lo que le plazca.
¿Qué vanas apariencias
nos gobiernan!
Cierto es que servimos a
la plebe.
Licencia tienen otros
para clamar a voces,
no el monarca
prudente,
que sólo con el ceño
engendra nubes.
CORO
Nadie que no sea
sensato
mande en la plazas de
los hombres.
Oh rey de leves pies de
ave:
hay sed de tu
clemecia.
TOAS
Como dirigiéndose a
Ifigenia.
Todo lo sé: la onda
cordial desata,
voluntad que anulaste la
porfía
del bien y el mal;
dureza generosa,
basa de templos, muralla
de ciudades.
Boca de dictar
leyes,
mano de hacer y deshacer
cadenas,
frente para corona
verdadera,
¿qué nombre te
daremos?
Todo lo sé: la onda
cordial desata,
cólmate de perdón hasta
que sientas
lo turbio de una lágrima
en los ojos:
Mata el rencor, e
incéndiate de gozo.
CORO
Alta señora cruel y
pura:
compénsate a ti misma,
incomparable;
acaríciate sola,
inmaculada;
llora por ti,
estéril;
ruborízate y ánimate,
fructífera;
asústate de ti, músculo
y daga;
escoge el nombre que te
guste
y llámate a ti misma
como quieras:
ya abriste pausa en los
destinos, donde
brinca la fuente de tu
libertad.
TOAS
Destuerzan la senda los
náufragosjijvijvivihfvihvf.
Dadles, tauros, remos y
velas.
Oh mar: tuyo era el
mensaje:
guárdalos tú de tus
procelas
Seguidos del pueblo,
aléjanse hacia el mar Pílades y Orestes, brazo en le hombro, dobladas las barbas
sobre el pecho.
CORO
¡Oh mar que bebiste la
tarde
hasta descubrir sus
estrellas:
no lo sabías, y ya
sabes
que los hombres se
libran de ellas!
Ha anochecido. Las
primeras luces se atreven.
TELÓN