INTRIGA y AMOR.
Schiller Friedrich.
DRAMA EN
CINCO ACTOS
PERSONAJES
WALTER, Presidente del Consejo en la corte de
un
Príncipe alemán. FERNANDO, su hijo, Coronel o
Mayor.
KALB, Mariscal de la corte.
LADY MILFORD, favorita del Príncipe.
WURM, Secretario particular del Presidente.
MILLER, músico de la ciudad, en algunas
poblaciones, kunstpfeffer. Su esposa.
LUISA, hija de ambos.
SOFÍA, doncella de lady Milford.
Un ayuda de cámara del Príncipe.
Otros personajes secundarios.
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
Aposento en casa del músico. Miller deja su
silla, y pone su
violoncello a un lado. Su esposa, ligeramente
vestida, toma
café en una mesa.
MILLER (Paseándose inquieto.)- ¡Dígolo por
última vez! El asunto se pone serio. Ya
murmuran
del Barón y de mi hija. Nos desacreditarán.
Llegará a
oídos del Presidente, y, en fin, para acabar,
negaré la
entrada en mi casa a ese caballerete.
SU MUJER.- Y tú lo has atraído a tu casa... ni
has tirado tu hija a su cabeza.
MILLER.- Ni lo he atraído aquí... ni le he
tirado
mi hija a su cabeza. ¿Quién lo sabe?... Yo era
el amo
de mi casa. Yo debía cuidar más de mi hija. Yo
debía
haber rechazado las impertinencias del
Coronel... o
ponerlo todo en conocimiento de S. E. el señor
papá. El joven Barón hubiera salido del paso a
costa
de una reprimenda, y no que ahora descargará
la
tempestad sobre el músico.
SU MUJER (Bebiendo su taza lentamente.)
¡Pura broma! ¡Hablar por hablar! ¿Que ha de
descargar sobre ti? ¿Quién te tendrá ojeriza?
Tú
ejerces tu profesión, y enseñas a tus
discípulos,
cuando los hay.
MILLER.- Pero dime, ¿cuál será el resultado
final de este trato?... Casarse con ella no
puede... No
hay, pues, que hablar de casamiento, y de otra
cosa
¡líbrenos Dios!... Mira cuando uno de esos
señores
va y viene de aquí para allá, cuando ha ideado
algo,
que el diablo sabrá, agrádales, como buenos
gastrónomos, paladear el agua de sabrosa
fuente.
¡Ten cuidado! ¡Ten cuidado! aunque tuvieras
cien
ojos y oyeses crecer la hierba, te seducirá a
la mu-
chacha en tus mismas barbas, la dejará algún
recuerdo, y desaparecerá, y su deshonra durará
mientras viva; y ella puede ya sentarse a
descansar, o
proseguir la carrera empezada, si le ha tomado
afición. (Llevándose las manos a la frente.)
¡Jesucristo!
SU MUJER.- ¡Dios nos conserve en su santa
gracia!
MILLER.- Conservémonos nosotros. ¿Cuál
podrá ser la intención de ese caballerete?...
La
muchacha es bonita... esbelta... y pequeño su
pie. En
cuanto a sus cualidades morales, ¡sean las que
fueren! Poca importancia se les da, en lo
general,
tratándose de mujeres, si Dios, en su bondad,
ha
cuidado de dispensarles otros dones... Llega a
este
capítulo mi joven conquistador... ¡ah,
entonces! la
claridad te alumbra de improviso, como a mi
Rodwey cuando olfatea algún francés, y suelta
todas
las velas, y le da caza, y... yo no lo culpo
por eso. El
hombre, al fin, es hombre. Yo debo saberlo.
SU MUJER.- Si tú leyeses los lindos billetes
que
ese señor escribe a tu hija... ¡Santo Dios! Se
ve tan
claro como la luz del mediodía cuánto le
preocupa la
pureza de su alma angelical.
MILLER.- Esa es la verdad. Se sacude el saco,
y
no se piensa en el asno. Quien intenta besar
una
boca amada, se dirige antes al buen corazón.
Yo
mismo ¿qué he hecho? Si se llega a lograr que
las
almas se unan, ¡oh! entonces siguen su ejemplo
los
cuerpos; los criados imitan a sus amos, y la
plateada
luna es al cabo el único intermediario.
SU MUJER.- Pero mira antes los libros
soberbios, que el Coronel ha enviado a casa.
Siempre ora en ellos tu hija.
MILLER. (Silbando.)- ¡Quita allá! ¿Que ora? Tú
te chanceas. Los groseros manjares de la
naturaleza
son demasiado duros para el estómago delicado
de
su gracia... Ha de cocerlos antes en la cocina
pestilencial y endiablada, en donde se
condimentan
las frases ingeniosas. ¡Al fuego esas
majaderías! Dios
sabe lo que saca de ellas la muchacha... puras
fantasmagorías que encienden como cantáridas
su
sangre, llevándose la escasa dosis de religión
cristiana
que con harto trabajo le ha propinado su
padre. ¡Al
fuego, pues, repito! La muchacha se llena la
cabeza
con esos engendros infernales; a fuerza de
voltijear
en ese mundo encantado, acaba por no encontrar
su
casa, por olvidarla, por avergonzarse de su
padre, el
músico Miller, y despreciará al fin a algún
yerno
hábil y honrado, que sirviera con diligencia a
mis
conocidos... ¡No! ¡Castígueme Dios! (levántase
con
energía.) Sin tardanza hay que llevar el pan
al horno,
y en cuanto al Mayor... sí, sí, yo le enseñare
el
agujero, que ha hecho en la puerta el maestro
carpintero. (Quiere irse.)
SU MUJER.- Ten crianza, Miller. ¡Qué buenas
monedas nos han traído los regalos!...
MILLER. (Volviéndose y parándose delante de
ella.)- ¿El precio de la venta de mi hija?...
¡Vete al
diablo, infame alcahueta! Prefiero pedir
limosna con
mi violín, y dar conciertos por la posada y la
comida... prefiero hacer pedazos mi
violoncello, y
llenar de estiércol su caja, a solazarme con
el dinero,
instrumento de perdición del alma y de la
ventura de
mi única hija. Deja tu maldito café y tu
tabaco, y no
tendrás necesidad de llevar al mercado la cara
de tu
hija. Siempre he comido hasta hartarme y
gastado
una buena camisa, antes que ese lechuguino
bribón
se aficionase a mi casa.
SU MUJER.- ¡No cierres la puerta con tanto
estrépito! En un momento echas por los ojos
fuego
y llamas. Solo digo que no se debe disgustar
al
Mayor, porque es hijo del Presidente.
MILLER.- He aquí el busilis del negocio. Esa,
esa es la causa que aconseja resolver la
cuestión hoy
mismo. El Presidente me dará las gracias, si
es un
buen padre. Cepíllame mi saco de pelo color de
pasa, y visitaré a S. E. Le hablaré y le
diré.- «Vuestro
hijo ha puesto los ojos en mi hija; mi hija no
sirve
para esposa de vuestro hijo, pero vale
demasiado
para ser su querida... y basta con esto... Yo
me llamo
Miller.»
ESCENA II.
Los mismos y el secretario WURM.
LA MUJER DE MILLER.- ¡Ah! ¡Buenos días,
señor Secretario! Por fin tenemos el placer de
volveros a ver.
WURM.- Ese placer es mío, es mío, apreciable
señora. Cuando reina aquí un noble caballero,
nadie
se acuerda de mi humilde persona.
LA MUJER.- No lo digáis, señor Secretario. El
señor Mayor Walter, a la verdad, nos honra
alguna
que otra vez con su presencia; pero no por eso
despreciamos a nadie.
MILLER (De mal humor.)- ¡Una silla a ese
señor, mujer! ¿No queréis, señor mío, dejar
eso?
WURM. (Que deja su bastón y su sombrero, y se
sienta.)- ¡Bueno, bueno! Y ¿cómo está mi
futura... o
más bien, mi pasada?... No espero... ¿no se
podrá
ver... a la señorita Luisa?
LA MUJER.- Gracias por el recuerdo, señor
Secretario. Pero mi hija no está muy
satisfecha.
MILLER. (Colérico, y tocándole con el codo.)
¡Mujer!
SU ESPOSA.- Es de sentir que no le sea posible
ver al señor Secretario. Está en misa ahora.
WURM.- ¡Me alegro, me alegro! Será más
adelante para mí una compañera piadosa y
cristiana.
LA MUJER DE MILLER (Sonriendo
neciamente.)- Sí... pero, señor Secretario...
MILLER (Turbado le pellizca los oídos.)-
¡Mujer!
SU MUJER.- Por lo demás, si podemos serviros
en otra cualquiera cosa... con toda nuestra
alma,
señor Secretario...
WURM. (Con falsedad.)- ¡En otra cualquiera
cosa!... ¡Muchas gracias!... ¡Muchas
gracias!... ¡Hem,
hem, hem!
LA MUJER.- Pero como habrá comprendido el
señor Secretario...
MILLER. (Iracundo, le da un golpe por
detrás.)-
¡Mujer!
SU ESPOSA.- Lo bueno es bueno, y lo mejor,
mejor, y nadie debe oponerse a la dicha de su
único
hijo. (Con orgullo grosero.) ¿Entendéis ya
bien lo
que digo, señor Secretario?
WURM. (Revolviéndose inquieto en su silla,
rascándose detrás de los oídos, y tirando de
sus
manguitos.)- ¿Entender? No, en verdad... oh,
sí...
¿Qué pensáis?
La MUJER.- Ya... ya... Sólo pensaba... yo
creo...
(Tosiendo.) Puesto que Dios, en su bondad,
quiere
hacer de mi hija una señora...
WURM (Levantándose.)- ¿Cómo? ¿Que decís?
MILLER- ¡Seguid sentado, seguid sentado,
señor Secretario! Esta mujer es un ganso
estúpido.
¿Cómo ha de ser una señora? ¿Qué asno asoma
sus
largas orejas en esta charla?
LA MUJER.- ¡Gruñe cuanto quieras! ¡Yo sé lo
que sé... y lo dicho por el señor Mayor, dicho
está!
MILLER. (Que, fuera de sí, corre a coger su
violín.)- ¿Querrás refrenar tu lengua? ¿Deseas
que te
rompa, el violín en la cabeza?... ¿Qué puedes
tú
saber? ¿Que habrá dicho?... No hagáis caso alguno
de su palabrería, estimado señor... ¡Fuera de
aquí... a
la cocina! ¿No me tomaríais por pariente
próximo
de algún animal, si yo pensara así de mi hija?
¡No lo
creeréis de mí, señor Secretario!
WURM.- Ni yo lo merezco tampoco, señor
maestro de música. Os he tenido siempre por
hombre de palabra, y mis pretensiones a
vuestra hija
me parecían tan aceptadas por ustedes como si
constasen por escritura pública. Desempeño un
destino, con cuyo sueldo puedo mantener mis
obligaciones; el Presidente me estima, y no me
faltarán buenas recomendaciones, si quiero
ascender
en mi carrera. Sabéis que mis amores con Luisa
son
formales; y si os dejáis engañar por un noble
petimetre...
LA MUJER DE MILLER.- Señor Secretario
Wurm, más respeto si me es posible rogarle...
MILLER.- ¡Ya te he dicho que calles!... ¡Tened
paciencia, caballero! Todo se queda como
estaba. Lo
que os contesté el último otoño lo repito hoy.
No
obligo a mi hija. Si le acomodáis, bueno y
santo... de
su cuenta corre averiguar si será feliz o no
en vuestra
compañía ¿Mueve usted la cabeza? mejor...
contando con la voluntad divina, quería yo
decir...
confórmese con su suerte, y beba una botella
con su
padre... Ella ha de vivir con usted... su
padre no...
¿Por qué he de tirarle a la cabeza, por
caprichosa
obstinación, un hombre que no le agrade?...
¿Para
que el diablo me atormente en mi vejez... para
que,
al beber cada vaso de vino... y a cada
cucharada de
sopa, me diga la voz de mi conciencia: «Tú
eres un
bribón, que has hecho infeliz a tu hija?»
SU MUJER.- En pocas palabras... jamás daré mi
consentimiento: mi hija ha nacido para ocupar
una
posición social elevada, y si mi marido se
deja
seducir, yo recurriré a la justicia.
MILLER.- ¿Quieres que te rompa los brazos y
las piernas, lengua de escorpión?
WURM (A Miller.)- El consejo de un padre vale
mucho para una hija, y creo que ya me
conocéis,
señor Miller.
MILLER.- Pero ¡el diablo me lleve! quien ha de
conoceros es mi hija. Mi gusto, el de un
gruñón
como yo, no es precisamente el de una joven
ambiciosa. Yo puedo deciros, casi
infaliblemente, si
sois hombre para figurar en una orquesta...
pero el
ingenio de la mujer es más sutil que el de un
maestro
de capilla... Y además, para hablar con entera
franqueza, yo soy un alemán sencillo y
torpe... pero
nada, en suma, me tendréis que agradecer por
mis
consejos... yo no aconsejaré a mi hija que...
mas no
la predispondré contra usted, señor
Secretario.
Dejad que me explique. Permitiréis que os
diga... que
un amante que ha de llamar en su ayuda al
padre de
su amada... no vale un ardite. Si tiene algún
mérito,
se avergonzará de emplear este conducto
estropeado
para granjearse el afecto de su pretendida...
Si no es
audaz, si es cobarde como una liebre, no es
Luisa
para él... ¡Vaya, pues! A espaldas del padre
ha de
enamorar a la hija. Ha de arreglarse de suerte
que
ella, antes que renunciar a él, mande
enhoramala de
buen grado a su padre y a su madre... o a que
su
amada se arroje a los pies de su padre, y le
pida por
Dios que se le consienta su único amor, o se
la deje
morir de la muerte más cruel y endiablada...
¡Esto se
llama un hombre! ¡Esto se llama querer!... y
el que
no se dé trazas para conquistar así a las
mujeres...
¡que cabalgue en una pluma de ganso!
WURM. (Que toma su sombrero y su bastón, y
se va.)- ¡Gracias, señor Miller!
MILLER. (Siguiéndolo pausadamente.)- ¿Por
qué? ¿Por qué? Ningún favor os he hecho, señor
Secretario. (Volviéndose.) Nada escucha, y se
va...
Ponzoña y arsénico es para mí este zorro con
pluma,
cuando lo veo. Personaje solapado y
repugnante,
como si se hubiese deslizado de contrabando en
este
mundo de Dios... Sus ojos de ratón, pequeños y
malignos... sus cabellos de color rojo vivo...
su barba
puntiaguda... como si la naturaleza, de mal
humor,
observando el triste resultado de su obra, le
hubiese
hecho el favor de tirarlo en cualquier
rincón... ¡No!
Prefiero, a dar mi hija a tal engendro...
¡Dios me
perdone!
SU MUJER. (Llena de ira.)- ¡Vaya un perro!...
pero se le sujetará la boca con el bozal.
MILLER.- Pero tú, con tu endiablado
caballero... me has sacado de mis casillas...
Tú no
eres animal sino en la ocasión crítica, en que
debes
mostrar prudencia. ¿A qué viene esa charla de
la
señora calificada y de tu hija? He aquí el
motivo de
mi cólera. Es la persona más a propósito para
divulgarlo todo por calles y plazuelas. Es un
monsieur de esos que recorren las casas de la
gente
de pro, hablando siempre de la despensa y de
la
cocina, y en cuanto saben algo curioso... ¡Mil
bombas! es seguro que se han de venir encima
el
Príncipe, su querida, el Presidente y toda la
corte
infernal.
ESCENA III.
Los mismos Y LUISA MILLER, con un libro en la
mano.
LUISA. (Que deja el libro, se acerca a Miller,
y le
besa la mano.)- ¡Buenos días, querido padre!
MILLER. (Con afecto.)- ¡Bravo, Luisa mía!...
Alegróme que tanto pienses en tu Creador.
Sigue así,
y no te desamparará.
LUISA.- ¡Oh! Soy una gran pecadora, padre...
¿Estaba allí, madre?
SU MADRE.- ¿Quién, hija mía?
LUISA.- ¡Ah! Olvidaba que además de él, hay
otros hombres en el mundo... Mi cabeza está
tan
trastornada... ¿No estaba ahí Walter?
MILLER. (Triste y formal.)- Yo creía que mi
Luisa había olvidado ese nombre en la iglesia.
LUISA. (Después de mirarlo en silencio largo
tiempo.)- ¡Ya os entiendo, padre!... siento la
puñalada, que dais en mi conciencia; pero es
tardía...
No tengo devoción alguna, padre... el cielo y
Fernando desgarran mi alma, y la llenan de
sangre, y
me temo, me temo... (Pausa.) ¡Pero no, padre
bondadoso! Cuando nos olvidamos del pintor por
sus cuadros, alabamos al artista de la manera
más
delicada... ¿No ha de alegrarse Dios, padre,
si
contempla en mi alegría su obra maestra?
MILLER. (Dejándose caer desalentado en una
silla.)- ¡Eso es! Tal es el resultado de tus
lecturas
impías.
LUISA. (Asomándose impaciente a la ventana.)-
¿En dónde podrá estar ahora? Señoritas
principales
le ven... le oyen... y yo soy una joven oscura
y sin
importancia. (Asústase de sus mismas palabras,
y se
arroja en los brazos de su padre.) Pero no,
no; él me
perdona. Yo no deploro mi suerte. Sólo quiero
ahora pensar poco en él... nada cuesta.
Nuestra
pobrecilla vida... si yo pudiera convertirla
en dulce y
consolador céfiro para juguetear con su
rostro... la
pobre flor de mi juventud... si fuese una
violeta... y él
la bollase, y ella muriera humilde bajo sus
plantas...
Contentaríame con esto, padre. Cuando el
insecto se
calienta a los rayos del sol, ¿ha de
castigarlo él, tan
majestuoso y tan soberbio?
MILLER. (Que, conmovido, se apoya en los
brazos del sillón, y, se oculta el rostro.)
¡Oye,
Luisa!... yo daría gustoso los pocos años, que
me
restan de mi vida, porque jamás hubieses visto
al
Mayor.
LUISA. (Asustada)- ¿Qué decís, que?... No, mi
buen padre no piensa así. ¿No sabéis que
Fernando
es mío, creado para mi alegría por el padre
común
de los amantes? (Quédase pensativa.) Cuando lo
vi la
primera vez... (Con rapidez.) la sangre
enrojeció mis
mejillas, mi corazón latió de gozo, y cada
latido, cada
soplo de mi pecho susurraba a mi oído: «¡Ese
es!» y
mi alma conoció al que me había faltado
siempre, y
añadió: ¡ese es! y lo mismo repitió el
universo en-
tero, participando de igual placer.
Entonces... oh,
entonces brilló en mi ser el primer rayo de la
aurora.
Mi corazón rebosaba de infinitos sentimientos,
antes
nunca conocidos, como las flores en la tierra
cuando
llega la primavera. Ya no veía yo al mundo, y,
sin
embargo, pensaba que nunca había sido tan
bello.
Ni me acordaba tampoco de Dios, y, no
obstante,
jamás lo había amado tanto.
MILLER. (Que corre hacia ella, y la oprime
contra su pecho.)Luisa... querida... noble
hija... toma
mi triste y vieja cabeza... tómalo todo...
todo... En
cuanto al Mayor... Dios es testigo... ¡no
puedo
dártelo nunca! (Vase.)
LUISA. ¡Ni yo lo quiero tampoco ahora, padre!
esta miserable gota de rocío, el tiempo... se
desvanece con rapidez plácidamente, soñando
sólo
con él. Renuncio a él para esta vida. Después,
madre, después... cuando se vengan abajo las
barreras que nos separan... cuando nos
despojemos
de todos estos odiosos disfraces sociales...
los hom-
bres sólo son hombres... Nada llevo conmigo
más
que mí inocencia. ¡Mi padre me ha dicho tantas
veces que la pompa y los títulos de la vanidad
valdrán tan poco a los ojos de Dios, cuando
aparezca, como inestimable, el precio de los
sentimientos! Yo entonces seré rica. Mis
lágrimas se
trocarán entonces en triunfos, y mis buenas
ideas
harán las veces de ilustre prosapia. Entonces
me
llamarán persona calificada, madre... ¿Quién
será
entonces la preferida, oh madre, sino vuestra
hija?
SU MADRE. (levantándose.)- ¡Luisa! ¡El Mayor!
¡Ya entra! ¿En dónde me oculto?
LUISA. (Que tiembla.)- ¡ Quedaos aquí, madre!
SU MADRE.- ¡Dios mío! ¡Que traza la mía! ¡Es
para avergonzarme! No me atrevo a presentarme
así
delante de ese caballero. (Vase.)
ESCENA IV.
FERNANDO DE WALTER, LUISA. Él corre a su
encuentro; ella se deja caer en una silla
descolorida y
desmayada... él la contempla callado... y
ambos se miran
largo tiempo en silencio. Pausa.
FERNANDO.- ¡Estás pálida, Luisa!
LUISA. (Que se levanta y lo abraza.)- ¡No es
nada! ¡No es nada! Si estás aquí, ya todo
paso.
FERNANDO. (Cogiéndole la mano y
besándosela.)- Y mi Luisa ¿me ama todavía? Mi
corazón es el mismo siempre; ¿el tuyo también?
Vengo aquí corriendo para averiguar si estás
más
tranquila y te sientes mejor, para
tranquilizarme a mi
vez... y no lo estás.
LUISA.- ¡Sin duda, sin duda, amado mío!
FERNANDO.- Dime la verdad. ¡No lo estás! yo
veo el fondo de tu alma, como el de este
diamante a
través de sus claras aguas. (Enseñando su
sortija.)
Ningún celaje llega aquí sin verlo yo; ningún
pensamiento se pinta en este rostro, que se me
escape. ¿Qué tienes? ¡Pronto! Si este espejo
brilla
para mí sin mancha, no hay nubes en todo el
mundo. ¿Qué te aflige?
LUISA (Se calla un momento mirándolo, y
después le dice con tristeza.) ¡Fernando,
Fernando!
Si tú supieras que impresión hace ese bello
lenguaje
en esta joven humilde...
FERNANDO.- ¿Qué es esto? (Sorprendido.)
¡Humilde! ¡Escucha! ¿Por qué hablas así?...Tú
eres
mi Luisa. ¿Quién te dice que hayas de ser otra
cosa?
¡Qué frialdad observo en ti, oh falsa! ¿Cómo
has de
ser toda amor para mí, si tienes tiempo para
hacer
esa comparación? Cuando yo estoy a tu lado, mi
razón se abisma y desaparece en una sola de
tus
miradas... en un sueño contigo, cuando estoy
lejos.
Y tú, ¿tú eres prudente y enamorada?...
¡Avergüénzate! Cada instante que pasas
afligida de
ese modo, lo robas a tu amante.
LUISA. (Que le coge una mano, y sacude la
cabeza.)- Tú te propones aletargarme,
Fernando...
quieres apartar mi vista de ese abismo, en
donde he
de precipitarme inevitablemente. Yo veo lo
futuro...
la voz de la fama... tus proyectos... tu
padre... ¡mi
nada! (se estremece con horror y deja caer su
mano.)
¡Fernando! ¡Un puñal nos amenaza!... ¡Nos
separan!
FERNANDO.-
¡Qué nos separan!
(levantándose de repente.) ¿En qué te fundas
para
pensarlo? ¿Qué nos separan? ¿Quién puede
desatar
el lazo que une dos corazones, o los tonos de
un
acorde? Yo soy noble. Pero veamos si mi título
de
nobleza es más antiguo que el movimiento
trazado a
la creación infinita, si mis armas más
poderosas que
la mano de Dios, impresa en los ojos de Luisa,
que
dice: «Esta mujer es para este hombre.» Soy
hijo del
Presidente. Por lo mismo, ¿quién, sino el
amor,
puede atenuar las maldiciones, que las
ilegalidades de
mi padre atraen sobre mi cabeza?
LUISA.- ¡Oh! ¡Cuánto lo temo... cuánto temo a
ese padre!
FERNANDO.- Yo nada temo... nada... sino los
límites de tu amor. Deja que nos separen
obstáculos
como montañas... yo las asaltaré escalón a
escalón, y
volaré después a los brazos de Luisa. Los
embates de
la fortuna adversa aumentan solo mi pasión.
Los
peligros harán más seductora a mi Luisa... ¡No
tengas, pues, temor alguno, amor mío! Yo
mismo...
yo te guardaré vigilante, como el dragón
mágico el
tesoro subterráneo... ¡Ten confianza en mí! No
necesitas otro ángel guardián... Yo me
interpondré, a
fuer de baluarte, entre el destino y tú...
recibiré las
heridas, que puedan amenazarte, y reservaré
para ti
hasta las gotas imperceptibles de la dicha...
y te las
serviré en la copa del amor. (Abrazándola
tiernamente.) En estos brazos atravesará
gozosa
Luisa la senda de la vida; más bella que al
dejar tú el
cielo, te acogerá éste a su vez, y ha de
confesar
admirado que sólo el amor da a las almas sus
postreras pinceladas.
LUISA. (Separándose de él muy conmovida.)-
¡Basta! Te ruego que calles... Si supieras...
Déjame...
tú ignoras que tus esperanzas desgarran como
furias
mi corazón. (Quiere irse.)
FERNANDO. (Reteniéndola.)- ¡Luisa! ¡Cómo!
¿Es posible? ¡Que mudanza la tuya!
LUISA.- Había olvidado esas ilusiones y era
feliz. Ahora, ahora... Desde hoy... huyó la
paz de mi
pecho... Deseos tiránicos... yo no sé... lo
destrozarán... Vete... Dios te perdone... En
mi
juvenil y pacífica existencia has lanzado tea
incendiaria, que nunca, nunca se extinguirá
(Vase
precipitadamente, siguiéndola él sin hablar.)
ESCENA V.
Sala en casa del Presidente.
EL PRESIDENTE, con una condecoración al cuello
y
una cruz en el pecho, y el secretario WURM,
entran en la
escena.
EL PRESIDENTE.- ¡Unas relaciones amorosas
formales! ¿Mi hijo?... No, Wurm, jamás me lo
harás
creer.
WURM.- ¿Se digna V. E. mandarme que se lo
pruebe?
EL PRESIDENTE.- Que haga la corte a una
canalla de la clase media... que la adule...
hasta ¡a fe
mía! que le finja ciertos sentimientos... es
cosa
corriente y posible, en mi opinión... y
perdonable...
pero... ¿y con la hija de un músico, decís?
WURM.- La hija de Miller, el maestro de
música.
EL PRESIDENTE.- ¿Linda?... No hay
necesidad de preguntarlo.
WURM. (Con viveza.)- La rubia más bella,
tanto, que, sin exagerar, brillaría al lado de
las
primeras beldades de la Corte.
EL PRESIDENTE. (Riéndose.)- Me decís,
Wurm... que tiene sus proyectos hostiles
contra ella...
Es natural. Pero observad, mi querido Wurm...
que
si mi hijo es enamorado, me hace esperar que
no
han de aborrecerlo las damas. Algo adelantará
así en
la Corte. Decís que la joven es bella;
agrádame esto
en mi hijo, porque demuestra su buen gusto.
¿Deslumbra a esa loca, pretextando que son
forma-
les sus intenciones? Mejor aún... claro veo
que no le
falta ingenio para engañar a su víctima. Puede
llegar
así a Presidente. ¿Son más trascendentales sus
progresos? ¡Soberbio! Esto prueba que es
afortunado. Si el desenlace de la farsa es un
robusto
nieto, ¡inmejorable! Entonces bebo una botella
más
de Málaga al feliz aspecto que presenta la
duración
de mi linaje, y pago la multa en que, por
liviandad,
ha incurrido su amada.
WURM.- Cuanto yo deseo es que V. E. no se
vea obligado a apurar esa botella para
distraerse.
EL PRESIDENTE. (Con seriedad.)- Tened
presente, Wurm, que, cuando formo mi opinión,
soy
muy obstinado, y que deliro cuando me
enfurezco...
Tomo a broma que os hayáis propuesto
encolerizarme. De corazón creo también que,
con la
mejor voluntad del mundo, os desembarazáis de
un
rival. Que os cueste no poco trabajo alejar a
mi hijo
de esa joven, y que deseéis convertirme en
espanta
moscas, lo comprendo; me encanta la idea de
que os
empeñéis en presentar bajo su faz más desfavorable
tan entretenida novela... Pero, mi querido
Wurm, no
hay que jugar conmigo... Ya se os ocurre que
no
debéis llevar tan lejos la broma, hasta
forzarme a
quebrantar mis principios.
WURM.- ¡Perdone V. E.! Si efectivamente,
como sospecháis, me movieran sólo los celos,
lo
indicaran acaso mis ojos, no mi lengua.
EL PRESIDENTE.- Y, en mi concepto, hay
que despreciarlos ¡Estúpido demonio! ¿Qué os
importa recibir el dinero de la Casa de
Moneda,
recién acuñado, o de mano del banquero?
Consolaos
con nuestra nobleza... Sabiéndolo o no... raro
es el
casamiento, que se concierta entre nosotros,
en que
media docena a lo menos de convidados... o de
cria-
dos... no puedan medir geométricamente el
paraíso
del novio.
WURM. (Haciendo una cortesía.)- Señor,
prefiero en esto pertenecer a más humilde
clase.
EL PRESIDENTE.- Por lo demás, muy pronto
podréis tener la alegría de tomar una
excelente
revancha con vuestro rival. Hay en el Gabinete
el
propósito de que, a la llegada de la nueva
Duquesa,
sea despedida en la apariencia lady Milford; y
para
hacer el engaño más creíble, que contraiga
otro
enlace. Sabéis, Wurm, cuánta importancia tiene
para
mí la influencia de Milady, y que las pasiones
del
Príncipe son mi principal resorte. El Duque
busca
un partido para Milford. Si se presenta
otro... cierra
el trato, adquiere a un tiempo la confianza de
la
dama y la del Príncipe, y se hace para este
indispensable... Para que el Príncipe quede
preso en
las redes de mi familia, se ha de casar mi
hijo
Fernando con la Milford... ¿Lo entendéis?
WURM.- Tan claro que me hace saltar los
ojos...
Prueba a lo menos así que el Presidente es un
novicio, comparado con el padre. Si el Mayor
se
muestra, respecto a V. E., hijo tan sumiso
como V.E.,
respecto de él, tierno padre, vuestra
pretensión
será devuelta con protesta.
EL PRESIDENTE.- Por fortuna jamás he
sentido inquietud alguna al tratarse de la
ejecución
de un proyecto, en el momento en que me he
dicho
que ha de ser... Pero mira, Wurm, esto nos lleva
de
nuevo al asunto anterior. Hoy por la mañana
anunciaré a mi hijo su casamiento. Con
arreglo, a la
impresión que le haga la noticia, veré
desvanecidas o
confirmadas vuestras sospechas.
WURM.- Os pido muy humildemente que me
perdonéis, señor. El mal humor que ha de
revelar, y
en que tenéis tanta confianza, así puede
provenir de
la novia que le dais, como de la que le
arrebatáis. Os
suplico que apeléis a otra prueba más segura.
Proponedle el partido más irreprochable que hay
en
la corte, y si lo acepta, condenad al
secretario Wurm
a arrastrar tres años el grillete.
EL PRESIDENTE. (Mordiéndose los labios.)-
¡Diablo!
WURM.- Es ni más ni menos lo que digo. La
madre... la estupidez en persona... con su
sencillez
me ha dicho ya demasiado.
EL PRESIDENTE. (Paseándose y reprimiendo
su ira.)- ¡Bueno! ¡Esta misma mañana!
WURM.- Que no olvide V. E. que el Mayor... es
el hijo de mi señor.
EL PRESIDENTE.- Miraré por vos.
WURM.- Y que el servicio de libraros de una
nuera, que os repugna...
EL PRESIDENTE.- ¿Merece como premio que
os ayude a encontrar una mujer? ¡También esto,
Wurm!
WURM. (Inclinándose gozoso.)- ¡Siempre
vuestro, bondadoso señor! (Hace ademán de
irse.)
EL PRESIDENTE.- En cuanto a lo que os he
confiado antes, Wurm... (Amenazándole.) Si
llegáis a
divulgarlo...
WURM. (Sonriendo.)- En ese caso mostráis mis
firmas falsificadas. (Vase.)
EL PRESIDENTE.- A la verdad, te tengo
seguro. Téngote preso en tu misma maldad, como
el
cigarrón por el hilo.
UN AYUDA DE CÁMARA. (Entrando.)- ¡El
Mariscal Kalb!
EL PRESIDENTE.- ¡Qué oportunidad!...
¡Cuánto me alegro (Vase el Ayuda de cámara.)
ESCENA VI.
El Mariscal KALB, vestido de corte
lujosamente, aunque sin
gusto, con llave de gentilhombre, dos relojes
y una espada,
sombrero bajo y con el cabello a la herissón.
Se acerca al
Presidente con grandes aspavientos, y difunde
por el parterre
un fuerte olor a ámbar..
KALB. (Abrazándolo.)- ¡Ah! ¡Buenos días,
querido! ¿Cómo habéis descansado? ¿cómo
dormido?... Dispensadme que tan tarde tenga el
placer... negocios urgentes... la lista de la
cocina... las
tarjetas de visita... el arreglo de la partida
de hoy en
trineos... ¡Ah!... y además había de estar en
Palacio a
la hora de levantarse S. A., para anunciarle
el tiempo
que hace.
EL PRESIDENTE.- Sí, Mariscal, no podíais
faltar.
KALB.- Un bribón de un sastre me ha detenido
también.
EL PRESIDENTE.- Y sin embargo, siempre
valiente y dispuesto.
KALB.- Hay más todavía... Bien vienes mal, si
vienes solo. ¡Oíd!
EL PRESIDENTE. (Distraído.)- ¿Es posible?
KALB.- ¡Escuchadme! Apenas me había apeado
del carruaje cuando se asustaron los caballos,
se
encabritaron, y se dieron tales trazas, que
¡oh
desastre! me llenaron de lodo los pantalones.
¿Que
hacer en este trance? ¡Poneos, por Dios, en mi
lugar,
Barón! ¡Y estaba allí, y era ya tarde! Es una
jornada...
¡y presentarme así ante S. A.! ¡Justo Dios!
¿Qué se
me ocurrió entonces? Finjo un desmayo; me
llevan
entre todos al coche; llego volando a mi
casa...
cambio de traje... vuelvo... ¿Qué diréis?... y
soy el
primero en la antecámara... ¿Qué tal?
EL PRESIDENTE.- Rasgo sublime del ingenio
humano... Pero dejemos esto, Kalb. ¿Habéis
hablado ya con el Duque
KALB. (Pavoneándose.)- Veinte minutos y
medio.
EL PRESIDENTE.- Confieso que... ¿y sin duda
me traéis alguna nueva importante?
KALB. (Serio, después de un momento de
silencio.)- Su Alteza lleva hoy su vestido de
castor
amarillo.
EL PRESIDENTE.- ¿Es posible?... No, Kalb,
tengo reservada mejor noticia para vos... ¿no
es
acaso una novedad que lady Milford será esposa
del
Mayor Fernando Walter?
KALB.- ¿Cómo?... ¿Y es cosa decidida?
EL PRESIDENTE.- Está ya firmado, Mariscal;
y me haríais un favor insigne, si fuerais en
seguida a
preparar a lady Milford a recibir su visita, y
si
divulgarais la resolución de Fernando en toda
la
corte.
KALB (Encantado.)- ¡Oh, con toda mi alma,
querido!... ¿Qué más puedo yo desear?... Voy
allá
volando. (Lo abraza.) Adiós... dentro de tres
cuartos
de hora lo sabrá toda la ciudad. (Vase
saltando.)
EL PRESIDENTE (Riéndose, y siguiéndolo
con la vista.)- ¡y se dice que criaturas
semejantes no
sirven en el mundo para nada!... Ahora ha de
consentir Fernando, o todos quedan por
embusteros. (Llama, y viene Wurm.) Que entre
mi
hijo. Vase Wurm, y el Presidente se pasea
pensativo.)
ESCENA VII.
FERNANDO.- EL PRESIDENTE.- WURM, que se
va en seguida.
FERNANDO.- Habéis mandado, padre mío...
EL PRESIDENTE.- He de hacerlo así, por
desgracia, siempre que quiero tener el placer
de ver a
mi hijo... ¡Déjanos solos, Wurm!... Fernando,
hace
largo tiempo que te observo, y echo en ti de
menos
esos rasgos francos y vivos de la juventud,
que antes
me regocijaban con extremo. Una tristeza
singular se
ve pintada en tu rostro. Huyes de mí... huyes
de tus
amigos... ¿Qué es eso? Mejor se dispensan a tu
edad
mil extravagancias que una melancólica manía.
Reserva éstas para mí, ¡oh hijo querido! Que
yo tra-
bajé sólo en hacerte feliz, y no pienses en
otra cosa
que en prestarte indiferente a la realización
de mis
proyectos... ¡Ven y abrázame, Fernando!
FERNANDO.- ¡Muy bondadoso parecéis hoy,
padre!
EL PRESIDENTE.- ¡Hoy, bribón!... ¡y hasta
pronuncias ese hoy con sus puntas de
malicia!...
(Con seriedad.) Fernando ¿por amor a quién he
recorrido una senda peligrosa hasta llegar al
corazón
del Príncipe? ¿Por amor de quién he roto con
mi
conciencia y con el cielo?... ¡Oye,
Fernando!... Hablo
con mi hijo... ¿A quién, dejo yo desembarazado
o
puesto, después de expulsar a mi
predecesor?...
suceso que desgarra tanto más cruelmente mi
corazón, cuanto mayor es mi empeño en ocultar
al
mundo su puñal. ¡Escúchame, Fernando! ¿En
favor
de quién hago yo todo esto?
FERNANDO. (Que retrocede con horror.)-
¡No por mí, padre mío! El reflejo sangriento
de este
delito no debe caer sobre mí. ¡Por Dios
Omnipotente! Vale más no haber nacido que
servir
de pretexto a esa maldad.
EL PRESIDENTE.- ¿Qué es eso? ¿Qué? Pero,
en fin, lo excuso en una cabeza novelesca...
¡Fernando!... ¡no quiero encolerizarme, joven
irreflexivo!... ¿Así me pagas mis noches de
insomnio? ¿Así mis incesantes cuidados? ¿Así
los
remordimientos eternos de mi conciencia?...
Mío es
el peso de la responsabilidad... mía la
maldición, para
mí el rayo de la justicia... Tú recibes la
dicha de
segunda mano... el crimen no alcanza al
heredero.
FERNANDO (levantando al cielo la mano
derecha.)- Con toda solemnidad renuncio yo a
una
herencia acompañada de una memoria horrible de
mi padre.
EL PRESIDENTE.- ¡Oye, joven, no me
irrites!... Si todo fuese a medida de tus
deseos, te
arrastrarías por el polvo mientras vivieras.
FERNANDO.- Preferible sería, oh padre, a
arrastrarme alrededor de un trono.
EL PRESIDENTE. (Reprimiendo su cólera.)-
Jum... Es preciso, pues, forzarte a que tú
mismo
comprendas tu ventura. Tú llegas jugando, como
en
sueños, a donde no se acercan otros muchos
después de infinitos esfuerzos. A los doce
años eras
alférez, y a los veinte coronel. He conseguido
del
Príncipe que puedas abandonar el uniforme, y
entrar
en el Ministerio. El Príncipe habló del
Consejo
secreto... de embajadas... de gracias
extraordinarias.
Una magnífica perspectiva se te ofrece... un
camino
llano te aproxima al trono... al mismo trono,
si el
poder, por otra parte, vale tanto como sus
signos
externos... ¿No te entusiasma esto?
FERNANDO.- Mis ideas sobre la dicha y la
grandeza no están de acuerdo con las
vuestras...
Vuestra felicidad, por lo común, sólo por la
corrupción se manifiesta. Envidia, miedo,
maldición
son los tristes espejos en que se mira
sonriente el
potentado desde la altura... Lágrimas,
desesperación
e imprecaciones, los horrendos manjares, con
que se
llenan esos venturosos tan celebrados; con ese
licor
se embriagan, y así llegan vacilantes ante el
trono de
Dios... El ideal de mi dicha se reconcentra
satisfecho
en mí mismo. En mi corazón yacen sepultados
todos mis deseos...
EL PRESIDENTE.- ¡Magistral, inmejorable,
sublime! La primera lección que recibo después
de
treinta años... ¡Lástima que mi cabeza de
cincuenta
sea ya demasiado dura para aprenderla!... Sin
embargo... para que tu raro talento no se
enmohezca, pondré alguien a tu lado para que
puedas emplear a tu placer esa extraña locura
que te
domina... Acordarás... acordarás hoy mismo...
tomar
esposa.
FERNANDO.
(Retrocediendo asustado.)- ¡Padre mío!
EL PRESIDENTE.- Sin cumplimientos... He
enviado una tarjeta en tu nombre a lady
Milford. No
tardes en visitarla y decirle que eres su
futuro esposo.
FERNANDO.- ¿A la Milford, padre mío?
EL PRESIDENTE.- Si tú la conoces...
FERNANDO. (sin poderse contener.)- ¿No es
el padrón de ignominia del Ducado?... Pero me
hago
ridículo, oh querido padre, tomando en serio
vuestras bromas. ¿Consentiríais acaso en
llamaros
padre de un bribón, que se casara con una
prostituta
privilegiada?
EL PRESIDENTE.- Antes bien, yo mismo la
pretendería, si no me lo impidieran mis
cincuenta
años... ¿No quisieras ser tú el hijo de un
padre tan
bribón?
FERNANDO.- ¡No, tan cierto como Dios
existe!
EL PRESIDENTE.- Un insulto ¡por mi honor!
que solo por su rareza te perdono...
FERNANDO.- Os suplico, padre mío, que no
me dejéis más tiempo en tal disposición de
ánimo,
que sea insoportable para mí llamarme vuestro
hijo.
EL PRESIDENTE.- Joven, ¿estás loco? ¿Que
persona razonable no ambicionaría la
distinción de
sustituir en ocasiones a su Soberano?
FERNANDO.- Sois para mí un enigma, padre
mío. ¿Distinción le llamáis?... ¿Distinción el
compartir con el Príncipe lo que tanto
envilece hasta
el vulgo? (EL Presidente suelta una
carcajada.)
¡Reíd... yo proseguiré! ¿Con que rostro me
presentaré delante del más humilde jornalero,
que a
lo menos recibe en dote el cuerpo entero de su
esposa? ¿Cómo ante el mundo, ante el Príncipe,
ante
esa misma cortesana, que lavaría de buen grado
en
mi honor el estigma del suyo?
EL PRESIDENTE.- ¿En qué rincón del
mundo, oh joven aprendes tales cosas?
FERNANDO.- ¡Yo os conjuro por el cielo y
por la tierra! Este envilecimiento de vuestro
hijo, oh
padre, no puede haceros tan feliz como hace a
él
desdichado. Os doy mi vida, si sirve en algo a
vuestra ambición. Por vos vivo, y me importa
poco
sacrificarme en aras de vuestra grandeza... Mi
honor,
padre... si me lo arrebatáis, ¿a qué el
censurable
juego de darme la vida, para que yo maldiga al
padre
y al alcahuete?
EL PRESIDENTE. (Con cariño, y tocándole en
el hombro.)¡Bravo, querido hijo! Ahora
comprendo
que eres un hombre en toda la extensión de la
palabra, y digno de la mejor mujer del
Ducado... Así
será... Hoy al mediodía, te desposarás con la
Condesa de Ostheim.
FERNANDO. (Atónito de nuevo.)- ¿Se ha
fijado esa hora para aniquilarme?
EL PRESIDENTE. (Mirándolo con recelo.)- Tu
honor, según creo, nada podrá objetar a mi
proposición.
FERNANDO.- ¡No, padre mío! Federica de
Ostheim podrá hacer felicísimo a otro cualquiera.
(Aparte, lleno de confusión.) Su bondad acaba
de
desgarrar ahora la parte de mi corazón que
había
dejado intacta su maldad.
EL PRESIDENTE. (Sin apartar de él los ojos.)-
Espero la expresión de tu gratitud,
Fernando...
FERNANDO. (Cogiéndole la mano, y
besándosela con fervor.)-
¡Padre! vuestra generosidad inflama todos mis
sentimientos... ¡Padre! mi gratitud más
ferviente por
vuestras benévolas intenciones... Vuestra
elección es
irreprochable... pero... no puedo... no oso...
¡compadeceos de mí!... no puedo amar a la
Condesa...
EL PRESIDENTE. (Retrocediendo un paso.)-
¡Hola! Atrapé al cabo al caballero. ¡Cayó,
pues, en el
lazo el joven hipócrita!... No era el honor el
que te
impedía casarte con la inglesa... No la mujer,
el
casamiento te repugnaba. (Fernando, que al
principio se queda como petrificado, hace
ademán
de irse.) ¿Adónde vas? ¡Detente! ¿Es así como
me
muestras el debido respeto? (El Mayor
retrocede.)
Han anunciado ya tu visita en casa de la
Inglesa. He
dado al Príncipe mi palabra. La ciudad y la
corte
entera lo saben... Si me dejas por embustero
ante el
Príncipe, oh joven... ante lady Milford, ante
la
ciudad... si me dejas por embustero ante la
Corte...
entonces, oh joven, podré aludir yo a ciertas
histo-
rias... ¡Detente! ¡Hola! ¿qué significa ese
rubor
repentino que enciende tu rostro?
FERNANDO. (Blanco como la nieve, y
temblando.)- ¿Cómo? ¿Qué? Nada hay de cierto
en
eso, padre mío.
EL PRESIDENTE. (Echándole una mirada
terrible.)- ¿Y si lo es?... ¿Y si encuentro yo
la causa
de esa resistencia tuya?... ¡Ah, joven! La
sola
sospecha de su certeza me hace delirar de
rabia.
¡Vete ahora mismo! La parada comienza. ¡A casa
de
Milady, en cuanto sepas la palabra de
orden!... Si yo
me presento, el Ducado tiembla. Veremos si la
obstinación de un hijo me doma. (Se aleja y
vuelve.)
¡Te repito, joven, que has de ir allá, o huir
de mi
enojo! (Vase.)
FERNANDO. (Como si despertara de una
pesadilla.)- ¡Se ha ido! ¿Era esa la voz de mi
padre?...
Sí; iré... yo iré... le diré ciertas cosas...
le presentaré
un espejo... ¡infame! y si entonces insistes
en pedir
mi mano... ante toda la nobleza, el ejército y
el
pueblo... revístete con todo el orgullo de tu
Inglaterra... yo, joven alemán, te rechazo
ignomi-
niosamente. (Vase corriendo.)
ACTO
II.
ESCENA PRIMERA.
Sala en el palacio de lady Milford; a la
derecha un sofá. Y a
la izquierda un piano.
MILADY, vestida a la negligé, aunque de una
manera
encantadora, sin peinarse, está sentada en el
piano preludian-
do; SOFÍA, su doncella de cámara, deja al
mismo tiempo la
ventana.
SOFÍA.- Los oficiales se separan. Terminó la
parada... pero yo no he visto a Walter.
MILADY. (Muy inquieta, levantándose, y
paseándose por la sala.)- No sé cómo me encuentro
hoy, Sofía... Jamás me he sentido así... ¿No
lo has
visto, pues?... Sin duda... No se
apresurará... Como
un crimen pesa sobre mi conciencia... ¡Vete,
Sofía!...
que me enjaecen el caballo más fogoso de la
caballeriza. Quiero correr al aire libre...
ver hombres
y el cielo azul, y me aliviaré acaso
cabalgando.
SOFÍA.- Si os sentís molesta, Milady... reunid
aquí gente; que el Duque juegue, o poned ante
vuestro sofá la mesa del hombre. Si el
Príncipe y toda
su corte dependieran de mí, y me pasase por la
imaginación algún capricho...
MILADY. (Dejándose caer en el sofá.)-
Suplícote que te compadezcas de mí. Un
diamante te
doy por cada hora en que me libres de ellos.
¿He de
tapizar mi gabinete con tales personajes?...
Son
bribones o miserables que se asustan cuando se
me
escapa alguna palabra generosa, y abren boca y
narices como si contemplaran un fantasma...
es-
clavos de un muñeco, que yo manejo tan
fácilmente
como mi hilo. ¿Qué he de hacer con esos seres,
cuya
alma se mueve con tanta uniformidad como sus
relojes? ¿Qué placer me ofrecerá preguntarles
algo, si
ya de antemano conozco sus respuestas? ¿He de
hablar con ellos, si su opinión, con toda
certeza, ha
de ser igual a la mía?... ¡Lejos de mí! Es
triste montar
un caballo que ni aun tascar el freno sabe.
(Acércase
a la ventana.)
SOFÍA.- Sin embargo, exceptuaréis sin duda al
Príncipe... al más bello... al amante más
apasionado...
al ingenio más agudo de todo el Reino.
MILADY. (Que vuelve.)- Porque este Reino es
suyo... y sólo un principado, oh Sofía, puede
servir
de tolerable excusa a mi capricho... ¿Dices
que me
tienen envidia? ¡Pobrecilla! Lástima debieran
tenerme. Entre todos los que viven a expensas
de la
Majestad soberana, el más desdichado es la
favorita,
porque ella sola conoce la pequeñez del rico y
del
poderoso Príncipe... Verdad es que, en virtud
de su
poder, evoca de la tierra la satisfacción de
mis
deseos, como si dispusiera de un talismán
encantado... Haría servirme a la mesa manjares
de las
dos Indias... trocaría desiertos en
paraísos... haría
llegar hasta las nubes las fuentes de su
territorio, o
gastaría en fuegos artificiales la médula de
los huesos
de sus súbditos... Pero ¿puede también ordenar
a su
corazón que lata con fuego y con grandeza, al
compás de otro corazón grande y fogoso? ¿Puede
sugerir a su cerebro árido un solo pensamiento
bello?... Siento el hambre, estando hartos mis
sentidos. ¿Para qué me aprovechan mis buenas
ideas, si solo he de ahogar emociones?
SOFÍA- (Observándola admirada.)- ¿Cuánto
tiempo hace, Milady, que estoy a vuestro
servicio?
MILADY.- ¿Lo dices porque hoy me conoces al
fin?... Verdad es, querida Sofía... He vendido
mi
honor al Príncipe, pero mi corazón se ha
quedado
libre... un corazón, bien mío, acaso digno de
un
hombre... sobre el cual el aire persistente de
la costa
se ha deslizado como el aliento sobre un
espejo...
Créeme, querida; tiempo largo ha que hubiese
abandonado a este pobre Príncipe, si mi
ambición
no se resistiera a ceder a otra mi rango en la
Corte.
SOFÍA.- Y ese corazón ¿se ha sometido a
vuestra ambición tan voluntariamente?
MILADY. (Animada.)- ¡Como si no se hubiese
ya vengado!... ¡Como si no se vengara ahora
mismo!... ¡Sofía! (Con intención, y poniendo
su
mano en el hombro de Sofía.) ¿Nosotras las
mujeres
hemos de elegir entre señores y esclavos; pero
el
placer más sublime del mundo es sólo un
auxiliar
miserable, si nos está vedado el supremo, el
de ser
esclavas del hombre a quien amamos.
SOFÍA.- Verdad, Milady, aunque no esperaba
nunca oírla de vuestros labios.
MILADY.-¿Y por qué no, mi Sofía? La manera
pueril con que llevamos el cetro ¿no demuestra
que
sólo servimos para gastar andadores? ¿No
observas
que mis caprichos superficiales... que mis
placeres
ruidosos no se proponen otro fin que ahogar
pasiones indomables que bullen en mi pecho?
SOFÍA. (Retrocediendo asustada.)- ¡Señora!
MILADY. (Con más calor.)- ¡ Satisfácelas!
¡Dame el hombre por quien suspiro... a quien
adoro... que muera yo, Sofía o que sea mío!
(Con
ternura.) Oiga yo de su boca que las lágrimas
del
amor son más bellas en nuestros ojos que los
diamantes en nuestra cabeza... (Con
entusiasmo) y
depongo a los pies del Príncipe su corazón y
su
principado, y huyo con este hombre, huyo con
él al
desierto más remoto del universo.
SOFÍA. (Mirándola horrorizada.)- ¡Cielos! ¿Que
hacéis? ¿Qué tenéis, Milady?
MILADY. (conmovida.)- ¿Palideces? ¿He dicho
demasiado? Que mi confianza en ti selle tus
labios...
Oye más... óyelo todo.
SOFÍA. (Mirándola con angustia.)- Temía,
Milady... temía... no quiero oír más.
MILADY.- El casamiento con el Mayor... tú y
todos lo califican de intriga cortesana...
Sofía... no te
ruborices... no me censures... es la obra...
de mi
amor.
SOFÍA.- ¡Santo Dios! Ya lo presumía.
MILADY.- Se han dejado engañar, Sofía, el
débil Príncipe... el sagacísimo Walter... el
estúpido
Mariscal... Todos y cada uno de ellos jurarán que
es
el medio infalible de asegurarme el Duque, de
estrechar más nuestra unión... Si... de
romperla para
siempre, de romper para siempre estas cadenas
vergonzosas... ¡Impostores engañados!
¡vencidos
por una débil mujer! Vosotros mismos me
traeréis a
quien amo. He aquí lo que yo pretendía...
Téngalo al
fin... téngalo yo... y entonces, ¡adiós para
siempre
abominable poder!
ESCENA II.
Los mismos y un viejo AYUDA DE CÁMARA del
Príncipe
con un estuche de joyas.
EL AYUDA DE CÁMARA.- S. A. S. el Duque
saluda a Milady, y le envía estos brillantes
para su
boda. Llegan ahora de Venecia.
MILADY.- (Que abre el estuche, y retrocede
horrorizada.) ¿Cuánto han costado estas joyas
al
Duque?
EL AYUDA DE CÁMARA.- No le cuestan
nada.
MILADY.- ¿Cómo? ¿Estás loco? ¿Nada?... Y
(Alejándose de él un paso.) ¡tú me miras como
si
quisieras atravesarme el corazón!... ¿Nada la
cuestan
estas pedrerías, de un precio incalculable?
EL AYUDA DE CÁMARA.- Ayer salieron para
América siete mil jóvenes del país... que lo
pagan
todo.
MILADY. (Que deja en la mesa el estuche de
repente, se pasea por la sala, y después de
una pausa
se vuelve hacia el Ayuda de cámara.) ¿Qué
tienes,
hombre? ¿Lloras acaso?
EL AYUDA DE CÁMARA. (Que se enjuga las
lágrimas, con voz cavernosa y temblando.)-
Piedras
preciosas como estas... me cuestan también dos
hijos.
MILADY. (Que se vuelve también azorada, y
coge su mano.)- Pero no a la fuerza...
EL AYUDA DE CÁMARA. (Sonriendo
horriblemente.)- ¡Oh Dios!... No... sin duda
voluntarios... Verdad es que algunos
aturdidos,
saliéndose de las filas, preguntaron a los
coroneles
cuánto daban al Príncipe por la esclavitud de
sus
súbditos... Pero nuestro clemente Soberano
llevo a
los regimientos a la plaza de Armas, e hizo
fusilar a
los habladores... Oímos sonar las descargas,
vimos
los sesos por el suelo, y todo el ejército
grito: «¡Viva!
¡A América!»
MILADY. (Dejándose caer horrorizada en el
sofá.)- ¡Dios Mío, Dios mío!... ¡No oír yo
nada! ¡No
notar nada!
EL AYUDA DE CÁMARA.- Sí, bondadosa
señora... ¿Por qué en compañía de nuestro
Duque
cazabais los osos, cuando tocaban la marcha de
despedida?... No debierais haber faltado en el
instante solemne, en que anunciaron los
tambores la
partida, cuando pobres huérfanos, llenando los
aires
con sus clamores, seguían a sus padres, o
madres
desesperadas corrían de aquí para allá para
ensartar
en las bayonetas a sus niños de pecho, o se
separaba
a sablazos a los novios, o estábamos allí los
ancianos
desolados, y algunos tiraban sus muletas
deseando
acompañar al Nuevo Mundo a los... ¡Oh! y todo
esto al son de los tambores para que nada
oyera el
que todo lo oye.
MILADY. (Levantándose muy conmovida.)-
¡Llevaos esas joyas!... iluminan mi corazón
con
resplandores infernales. (Con dulzura, al
Ayuda de
cámara.) ¡Sosiégate, pobre anciano! ¡Volverán!
¡Verán de nuevo a su patria!
EL AYUDA DE CÁMARA.- ¡Dios solo sabe...
si eso será!... Todavía, al llegar a las
puertas de la
ciudad, gritaban mirando hacia atrás:
«¡Quedaos con
Dios, mujeres e hijos!... ¡Viva nuestro
Soberano!...
¡Hasta el día de juicio!»
MILADY.
(Paseándose muy agitada.)-
¡Abominable! ¡Horrible!... Decíanme que yo
había
enjugado todas las lágrimas de este país... La
verdad,
en su espantosa desnudez, me abre los ojos...
Anda...
di a tu señor... ¡yo le daré las gracias
personalmente!
(El Ayuda de cámara hace ademán de irse, y
ella le
echa en el sombrero una bolsa de dinero.) Y
toma
esto por haberme dicho la verdad.
EL AYUDA DE CÁMARA. (Devolviéndosela
con desprecio.) Juntadla con lo demás.
MILADY. (Siguiéndolo admirada con la vista.)-
¡Corre tras él, Sofía, y pregúntale su nombre!
Verá
de nuevo a sus hijos. (Vase Sofía; Milady se
pasea
meditabunda; a Sofía, que vuelve.) ¿No has
oído
decir hace poco, que el fuego había devorado
una
población de la frontera, y reducido a la
miseria a
cuatrocientas familias? (Llama.)
SOFÍA.- ¿Qué idea es esta ahora? Sin duda es
así, y la mayor parte de esos desdichados, en
la
actualidad, sirven a sus acreedores como
esclavos, o
perecen en las minas de plata de nuestro
Príncipe.
UN CRIADO. (Que llega.)- ¿Qué manda
Milady?
MILADY. (Dándole el estuche.)- ¡Que lleven
esto sin tardanza a esa región abrasada!...
Que se
vendan al punto esas joyas, que yo lo ordeno,
y que
su precio se distribuya entre las
cuatrocientas
familias arruinadas por el incendio.
SOFÍA.- Reflexionad, señora, que os exponéis a
la mayor desgracia.
MILADY. (Con dignidad.)- ¿Y he de llevar la
maldición de todos sobre mi cabeza? (Hace una
señal al criado, y este se va.) ¿Quieres acaso
que yo
sucumba bajo el peso de tantas lágrimas? Anda,
Sofía... Vale más piedras falsas en los
cabellos, que
soportar ese peso en el corazón.
SOFÍA.- ¡Pero alhajas como esas! ¿No hubierais
podido dar las peores? En verdad, Milady, que
vuestra conducta es imperdonable.
MILADY.- ¡Loca! En cambio se derramarán en
mi honor más perlas y brillantes que las que
adornan
las diademas de diez reyes, y más bellas...
EL CRIADO. (Que vuelve.)- ¡El Mayor Walter!
SOFÍA. (Acercándose a Milady.)- ¡Dios mío!
¡Que pálida os ponéis!
MILADY.- El primer hombre que me asusta...
¡Sofía!... (Al criado.) ¡Me siento mal,
Eduardo!...
¡Detente!... ¿Parece alegre? ¿Se ríe? ¿Que
dice? ¡Oh
Sofía! ¿No es verdad que he de parecerle
antipática?
SOFÍA.- Os suplico, Milady...
EL CRIADO.- ¿Ordenáis que lo despida?
MILADY. (Balbuceando.)- Será bien venido
para mí. (Vase el criado.) Habla, Sofía...
¿qué le
digo? ¿Cómo lo recibo? Quedaré muda... se
burlará
de mi debilidad... me... ¡oh! ¡que triste
presentimiento!... ¿Me abandonas, Sofía?...
¡qué-
date!.. Pero no... vete... ¡No, no te vayas!
(El Mayor
atraviesa la antesala.)
SOFÍA.- ¡Reanimaos! ¡Ahí está ya!
ESCENA III.
Los mismos.- FERNANDO WALTER.
FERNANDO. (Haciendo una ligera cortesía.)-
Si os interrumpo, señora...
MILADY. (Latiéndole el corazón visiblemente)-
Nada, señor Mayor. ¿Qué cosa más importante
para
mí?...
FERNANDO.- Vengo por orden de mi padre...
MILADY.- Se lo agradezco en el alma.
FERNANDO.- Para anunciaros que nos
casamos... Tal es la comisión de mi padre.
MILADY.
(Que se pone descolorida, y
tiembla.)- ¿No el lenguaje de vuestro corazón?
FERNANDO.- Los Ministros y los alcahuetes
no se ocupan nunca en esto.
MILADY. (Tan angustiada, que no puede
hablar.)- Y ¿por vuestra parte nada tenéis que
añadir?
FERNANDO. (Mirando a Sofía.)- mucho.
MILADY. (Haciendo una seña a Sofía, que se
aleja.)- ¿Queréis tomar asiento en este sofá?
FERNANDO.- ¡Seré conciso, Milady!
MILADY.- Y bien...
FERNANDO.- Soy un hombre de honor.
MILADY.- A quien estimo como es justo.
FERNANDO.- Un caballero.
MILADY.- El mejor del Ducado
FEMANDO.- Y oficial.
MILADY. (Con lisonja.)- Cualidades son esas
comunes a otros ¿Por qué omitís las que os son
peculiares?
FERNANDO. (Con frialdad.)- Ahora son
inútiles.
MILADY. (Con angustia creciente.)- Pero ¿qué
debo pensar, de ese exordio?
FERNANDO. (Lentamente, y con intención.)-
Como el reproche del honor, si tenéis el
capricho de
forzarme a daros la mano.
MILADY. (Levantándose.)- ¿Que significa esto,
señor Mayor?
FERNANDO. (Con calma.)- El lenguaje que me
sugiere mi corazón... mi nobleza... y esta
espada.
MILADY.- El Príncipe os dio esa espada.
FERNANDO.- Me la dio la Patria por
mediación del Príncipe... Dios, mi corazón...
y mi
nobleza, cinco siglos.
MILADY.- El nombre del Duque...
FERNANDO. (Con calor.)- ¿Puede acaso el
Duque quebrantar a su capricho las leyes
humanas,
labrar acciones como labra moneda?... Él mismo
no
puede elevarse sobre el honor, pero sí sellar
sus
labios con oro. Puede ocultar la vergüenza
bajo su
manto de armiño. Por Dios, Milady, no hablemos
más de esto... La cuestión no es ahora sobre
proyectos frustrados, ni sobre antigüedad de
la
alcurnia... ni sobre la milicia... o la
opinión pública.
Estoy dispuesto a hollar todo esto bajo mis
plantas,
si llegáis a convencerme de que el precio del
sacrificio no es peor que el sacrificio mismo.
MILADY. (Alejándose de él afligida.)- ¡Señor
Mayor! Sois injusto conmigo.
FERNANDO.
(Tomando su mano.)-
Perdonadme. Hablemos aquí sin testigos. La
circunstancia que nos reúne a los dos ahora,
nunca
más en adelante, me autoriza, me obliga a
revelaros
mis sentimientos más secretos... No puedo ex-
plicarme que una señora de tanta belleza y
tanto
talento... prendas ambas tan estimadas por
todos los
hombres, se haya entregado a un Príncipe que
solo
admira en ella a su sexo, y que esta misma
señora no
se avergüence de ofrecer su corazón a otro.
MILADY. (Mirándolo fijamente con dignidad.)-
¡Decidió todo, sin miedo!
FERNANDO.- Os llamáis inglesa. Permitidme...
yo no puedo creer que lo seáis. La hija libre
de la
nación más libre del orbe... y tan orgullosa,
que ni
aun alaba la virtud extranjera... jamás puede
ser
esclava del vicio extranjero. No es posible
que seáis
inglesa... o el corazón de esta inglesa es tan
pequeño,
como grande y osado el que late en el pecho de
sus
conciudadanos.
MILADY.- ¿Habéis concluido ya?
FERNANDO.- Se podría responder que es
vanidad mujeril... pasión... temperamento...
inclinación al placer; que es ya harto
frecuente que la
virtud sobreviva al honor; que muchas, después
de
deshonrarse, se han reconciliado más tarde con
el
mundo por sus nobles acciones, y redimido su
vergonzoso tráfico, haciendo de él un uso
benéfico...
Pero ¿cuál es la causa de que este país, se
vea
atormentado de tan insoportables exacciones,
antes
desconocidas?... Y esto se hace en nombre del
Duque... He concluido.
MILADY. (Afable y dignamente.)- Por vez
primera, oh Walter, suenan tales discursos en
mis
oídos, y sois también el único hombre, a quien
yo,
después de escucharlos, contesto. Al rechazar
mi
mano, os estimo; os perdono que me calumniéis,
pero no creo que lo hagáis seria y
deliberadamente.
Cualquiera que se singulariza, ofendiendo de
ese
modo a una señora, que puede perderlo es una
sola
noche, o sabe que esa señora es demasiado
generosa,
o carece de razón... Que Dios Omnipotente, el
que
nos reunirá más adelante al Príncipe, a vos y
a mí, os
perdone, el cargo que me hacéis de causar yo
la ruina
del país... Pero en mí habéis provocado a las
inglesas, y a tales invectivas debe contestar
mi Patria.
FERNANDO. (Apoyándose en su espada.)-
Tengo curiosidad de oíros.
MILADY.- Sabed, pues, lo que, excepto a vos, a
nadie he confiado, ni a nadie confiaré... Yo
no soy,
oh Walter, la aventurera que creéis. Podría
envanecerme y afirmar que soy de sangre de
Príncipes, de la familia desdichada de Tomás
Norfolk, que se sacrificó por María, Reina de
Escocia... Mi padre, primer chambelán de
Palacio,
fue acusado de traición por mantener
relaciones con
Francia, condenado por un fallo del
Parlamento, y
decapitado... La Corona se apropió nuestros
bienes.
Fuimos todos desterrados. Mi madre murió el
misma día del suplicio de mi padre. Yo... niña
de
unos catorce años... me refugié en Alemania,
con mi
aya... una cajita de joyas... y esta cruz de
mi familia,
que mi madre moribunda me puso al cuello con
sus
manos. (Fernando se queda pensativo, y la mira
con
interés; ella prosigue con mayor animación.)
Enferma... sin nombre... sin apoyo ni fortuna.
Yo
nada sabía más que algunas palabras de
francés...
labores ligeras de aguja... y tocar el
piano... y en
cambio sabía comer en vajilla de oro y plata,
dormir
bajo colchas de damasco, poner en movimiento a
diez criados a una leve señal, y escuchar las
lisonjas
de los grandes... Seis años transcurrieron así
llorando... Mi última joya voló... Mi aya
murió, y mi
destino condujo a Hamburgo a vuestro Duque.
Paseándome un día a orillas del Elba, observé
su
corriente, y comencé a cavilar si sus aguas
serían más
profundas que mi dolor... El Duque me vio, me
siguió, y averiguo en donde vivía... postróse
a mis
pies, y juró amarme. (Detiénese conmovida, y
después prosigue con voz lastimera.) Todas las
imágenes de mi infancia reaparecieron, con su
brillo
seductor... Lo porvenir, inconsolable, se me
ofrecía
negro como la tumba... Mi corazón ardía en
deseos
de encontrar otro corazón... Yo me entregué al
suyo.
(Alejándose de él.) Condenadme ahora.
FERNANDO. (Muy conmovido, corre a ella, y
la detiene.)- ¡Milady! ¡Oh cielos! ¿Qué digo?
¿Qué
he hecho?... Mi falta es horrorosa. No es
posible que
me la perdonéis.
MILADY. (Que vuelve a intenta animarse.)-
¡Oíd más! El Príncipe, a la verdad, sorprendió
mi
juventud inexperta; pero la sangre de los
Norfolk,
rebelándose, me decía: «Tú, Emilia, Princesa
por tu
nacimiento, ¿has llegado a ser la concubina de
un
Príncipe?» Mi orgullo y mi destino luchaban en
mi
pecho, cuando el Duque me trajo aquí, y se
presentó
ante mis ojos la escena más horrenda... El
deleite de
los potentados de este mundo es insaciable
hiena
que busca sus víctimas con hambre jamás
harta...
Habíase ensañado cruelmente en este país...
separando al amante de su amada... rompiendo
el
santo vínculo del matrimonio... ya acabando
con la
tranquila felicidad de las familias... ya
infundiendo
contagio pestífero en corazones jóvenes o
inexpertos; y discípulas moribundas, entre
reproches
y maldiciones, se avergonzaban del nombre de
su
maestro... Yo me interpuse entre el tigre y el
cordero; arranqué de los labios del Príncipe
un
juramento, explotando un instante de pasión, y
cesaron desde entonces los sacrificios.
FERNANDO.- (Recorriendo la sala con la
mayor inquietud.) ¡No más, Milady! Basta ya.
MILADY.- A tan triste período siguió otro más
triste aún. La Corte y el serrallo estaban
llenos de la
hez de Italia. Frívolas parisienses jugaban
con el
temido cetro, y el Pueblo era víctima
sangrienta de
sus caprichos... Todas ellas desaparecieron.
Cayeron
a mi vista en el polvo una tras otra, porque
yo sola
era más coqueta que todas juntas. Yo arrebate
las
riendas al tirano, adormeciéndolo con mis
arrullos...
Tu patria, Walter, conoció por vez primera que
una
mano vigorosa la regia, y se abandonó confiada
a mi
tutela. (Pausa: míralo con dulzura.) ¡Oh! ¿Por
qué
razón el único hombre, de quien yo desearía
ser
conocida, ha de obligarme a alabarme y a hacer
ostentación de mi modesta virtud? Yo, Walter,
he
abierto muchos calabozos... rasgado sentencias
de
muerte, y abreviado condenas perpetuas a
galeras.
Bálsamo consolador he vertido por lo menos en
incurables heridas... confundido en el polvo a
poderosos criminales, y salvado a menudo la
causa
de la inocencia con mis lágrimas de
cortesana...
¡Cuán grato, oh joven, era esto para mí! ¡Con
que
orgullo rechazaba, mi corazón sus quejas,
formuladas por mi sangre aristocrática!... Y
el
hombre que solo ahora podía recompensarme...
el
hombre, que por obra del destino había quizás
de
indemnizarme de mis anteriores sufrimientos...
el
que ya abrazaba en mis sueños con ardor...
FERNANDO. (Interrumpiéndola muy
conmovido)- ¡Es demasiado, es demasiado! Esto
es
contra nuestro pacto, Milady. Deberíais solo
justificaros, y hacéis de mí un criminal.
Ahorrad... yo
os conjuro... ahorradme ese disgusto, y no
desgarréis
mi corazón, llenándolo de vergüenza y de cruel
remordimiento.
MILADY. (Estrechando su mano.)- ¡Ahora o
nunca! La heroína se ha mostrado ya con
exceso... tú
has de sentir ahora el peso de estas lágrimas
(con
mucha ternura.) Oye, Walter, si una
desdichada...
atraída hacia ti por una fuerza poderosa e
irresistible... se acercase a ti rebosando su
pecho, de
amor ardiente e inagotable... ¡Walter! y tú
pronunciaras entonces esa palabra fría de
honor...; si
esa desdichada... bajo el peso de su
vergüenza...
cansada del vicio... heroicamente exaltada por
la voz
de la virtud... así... se arrojase en tus
brazos... (Lo
abraza, y lo conjura solemnemente) salvada por
ti...
por ti devuelta al cielo; o (separando de él
su rostro,
y con voz temblona y sorda) habiendo de huir
de tu
imagen, y obedecer el grito horrible de la
desesperación, para encenagarse aún más en el
abismo repugnante del vicio...
FERNANDO. (Arrancándose de sus brazos, y
afligido e inquieto con extremo.) ¡No! ¡por
Dios
omnipotente! no puedo sufrir esto... Milady,
yo
debo... mándanmelo el cielo y la tierra... yo
debo
haceros una confesión, Milady.
MILADY. (Alejándose de él.)- ¡Ahora no!
¡Ahora no, por lo, más sagrado!... no en este
momento crítico, en que mil agudos puñales
llenan
de sangre mi corazón... Sea mi muerte o mi
vida...
¡no oso... no quiero oírlo!...
FERNANDO.- Sin embargo, sin embargo,
estimable Lady, es preciso. Lo que he de
deciros
atenuará mi culpa, y me servirá de poderosa
excusa
de lo pasado... Me engañé al juzgaros, Milady.
Esperaba... deseaba encontraros merecedora de
mi
desprecio. Vine aquí firmemente resuelto a
ofenderos, y a excitar vuestro odio...
¡Felices ambos,
si hubiese logrado mi propósito!
(Deteniéndose, y
prosiguiendo con timidez y en voz baja.) Yo
amo,
Milady... amo a una joven oscura... a Luisa
Miller,
hija de un músico. (Milady, pálida, se aleja:
él
continúa más animado.) Sé que abro a mis pies
un
abismo; pero aunque la prudencia imponga
silencio
a la pasión, el deber habla tanto más alto...
Yo soy el
culpable. Yo, el primero, le arrebaté la
tranquila paz
de su inocencia... infundí en su corazón
exageradas
esperanzas, y lo hice presa de violentos
afectos...
Recordaréis mi clase... mi nacimiento... las
ideas de
mi padre...; pero yo la amo... Mi deseo sube
tanto
más, cuanto más destrozada se halla la
naturaleza
bajo el peso de las conveniencias sociales...
Mi
resolución luchará con las preocupaciones...
Veremos si sucumbe la moda, o si sucumbe la
humanidad. (Milady se ha retirado mientras
tanto a
un rincón de la sala, y se oculta el rostro
entre las
manos. Él la sigue.) ¿Queréis decirme algo,
Milady?
MILADY. (Expresando el dolor más
profundo.)- ¡Nada, señor de Walter! Nada, sino
que
os precipitáis en el abismo, y a mí y a una
tercera
persona.
FERNANDO.- ¿También a una tercera?...
MILADY.- Juntos no podemos ya ser felices.
Víctimas nos hace la precipitación de vuestro
padre.
Nunca será mío el corazón de un hombre que me
da
a la fuerza su mano.
FERNANDO.- ¿A la fuerza, Milady? ¿A la
fuerza he de darla, y darla, sin embargo?
¿Podréis
obligar a una mano, no a un corazón?
¿Arrebatará
una joven un hombre, que es para ella el mundo
entero? ¿A un hombre la doncella, el mundo entero
para él? Vos, Milady... hace un instante la
sublime
inglesa... ¿podéis hacerlo?
MILADY.- Porque debo. (Con energía y
seriedad.)- Mi pasión, Walter, cede ante la
ternura
que me inspiráis. Mi honor no puede ceder...
Nuestro enlace es el objeto de la conversación
de
todo el país. Todas las miradas, todos los
dardos de
la maledicencia se dirigen contra nosotros. Mi
oprobio será indeleble, si un súbdito del
Príncipe me
desprecia. Arreglaos con vuestro padre.
Defendeos
como podáis... yo hago estallar todas las
minas.
(Vase apresuradamente, el Mayor se queda mudo
y
estupefacto. Pausa. Después se retira con
precipitación.)
ESCENA IV.
Aposento en casa del Músico.
MILLER, SU ESPOSA Y LUISA, que entran
corriendo.
MILLER. (Muy inquieto.)- ¡Ya lo había yo
pronosticado!
LUISA. (Con la mayor angustia.)- ¿Qué, padre?
¿Qué?
MILLER. (Paseándose como un loco.)- ¡Mi
vestido de gala!. ¡Pronto!... debo
anticiparme... ¡y
una camisola blanca!... ¡Me lo figuré en
seguida!
LUISA.- ¡Por Dios! ¿Qué os habéis figurado?
SU MADRE.- ¿Qué hay, pues? ¿Qué es ello?
MILLER. (Que tira al suelo su peluca.)-
¡Ahora... corriendo a casa del peluquero!...
¿Qué
hay? (Poniéndose de un salto delante del
espejo.) ¡Y
mi barba, también de un dedo de larga!... ¿Qué
hay?... ¿Qué será? ¡Di, carroña!... El diablo
anda
suelto, y la tempestad descargará sobre tu
cabeza.
SU MUJER.- ¡Es claro! Todo descargará sobre
mí.
MILLER.- ¿Sobre ti? ¡Sí, lengua maldita! y
¿sobre quién había de ser? Hoy por la mañana,
con
tu endiablado gentilhombre... ¿No lo dije
entonces?... Wurm charló ya.
SU MUJER.- ¡Ah! ¿Es eso? ¿Cómo lo has de
saber tú?
MILLER.- ¿Cómo lo he de saber?... Ahí... bajo
el dintel de la puerta, hay un dependiente del
Ministro preguntando por el músico.
LUISA.- ¡Estoy muerta!
MILLER.- Y ¡tú también, con tus ojos de oreja
de ratón! (Ríese con malignidad.) He aquí la
confirmación de lo que se dice: cuando el
diablo
pone un huevo en una casa, nace al dueño una
hija
linda... Ahora lo veo manifiesto.
SU MUJER.- ¿De dónde sabes tú que se trata de
Luisa?... Quizás te hayan recomendado al
Duque.
Puede quererte para su orquesta.
MILLER. (Cogiendo apresuradamente su
bastón.)- ¡Caiga sobre ti la lluvia de azufre
de
Sodoma!... ¡La orquesta!... ¡Sí; en la que tú,
alcahueta, aullarás de tiple, y mi bastón hará
de bajo!
(Déjase caer en su asiento.)
LUISA. (Sentándose también, pálida como un
cadáver.)- ¡Madre! ¡Padre! ¿Por qué mi
sobresalto?
MILLER. (Levantándose.)- ¡Pero que pase una
sola vez ese chupatinta a mi alcance!... ¡que
pase!...
ya en este mundo, ya en el otro... si no le
rompo el
cuerpo y el alma, y le imprimo en la piel los
siete
Mandamientos, y las siete súplicas del Padre
Nuestro, y todos los libros de Moisés y de los
Profetas, de suerte que se conserven las
señales hasta
el día de la resurrección de los muertos...
SU MUJER.- ¡Sí! ¡Jura y alborota! Así
ahuyentarás al diablo. ¡Socórrenos, Dios
Santo! ¿En
dónde refugiarnos? ¿Qué hacer? ¿Cómo salir de
este
trance? ¡Miller, di algo! (corre aullando por
el
aposento.)
MILLER -¡Voy a ver al Ministro! Yo mismo le
hablaré... Yo en persona se lo diré. Tú lo
sabías
antes que yo. Podías habérselo indicado. Nuestra
hija se hubiese dejado persuadir. Todavía era
tiempo... pero no... lo importante era dar
pábulo a la
crítica; lo importante era que mordiese el
anzuelo. ¡Y
tú has echado leña en la hoguera!... ¡Bueno!
Ahora
guarda tu piel de alcahueta. ¡Traga ahora el
manjar
que has guisado! ¡Yo cargo con mi hija, y
atravieso
la frontera!
ESCENA V.
Los mismos y FERNANDO WALTER, que, sin
aliento, entra apresuradamente.
FERNANDO.- ¿Ha venido mi padre?
LUISA. (Levantándose asustada.)- ¡Su padre!
¡Dios Todopoderoso!
SU MADRE. (Juntando las manos.)- ¡El
Presidente! Todo se acabó.
MILLER. (Riendo con malicia.)- ¡Loado sea
Dios! ¡Loado sea Dios! ¡Ya empieza la fiesta!
FERNANDO. (Corriendo hacia Luisa, y
estrechándola en sus brazos.)- ¡Tú eres mía,
aunque
el cielo y el infierno se interpongan entro
nosotros!
LUISA.- ¡Mi muerte es segura!... ¡Habla!...
Has
pronunciado un nombre horrible... Tu padre.
FERNANDO.- Nada. Nada. Ya pasó todo. Tú
eres de nuevo mía. Yo soy otra vez tuyo.
Déjame
respirar en tu pecho. Fue un momento crítico.
LUISA.- ¿Cuál? ¡Tú me matas!
FERNANDO. (Que retrocede, y la mira con
pasión.)- Un momento, Luisa, en que se
interpuso
entre ambos una forma extraña... en que mi
conciencia hizo palidecer a mi amor, en que mi
Luisa
dejó de ser todo para su Fernando... (Luisa
cae en la
silla, tapándose el rostro; Fernando corre a
ella, la
contempla en silencio e inmóvil, y después la
deja de
repente muy conmovido.) ¡No! ¡Nunca!
¡Imposible,
Milady! ¡Es pedir demasiado! Yo no puedo
sacrificarte esta inocente... no, ¡por Dios
Todopoderoso! Yo no puedo violar mi juramento,
que, como el trueno del cielo, me amenaza
desde
esos ojos lánguidos... ¡Mira aquí, Milady!...
¡aquí,
padre tirano!... ¿Yo he de degollar este
ángel? ¿He
de abandonar a los tormentos del infierno a
esta
alma celestial? (con energía, acercándose de
nuevo a
ella.) Quiero llevarla ante el trono del Juez
Supremo,
y si es mi amor un crimen, que el Eterno lo
declare.
(Le coge una mano, y la levanta de la silla.)
¡Anímate, prenda mía la más querida!...
¡Venciste!
Como en triunfo vengo aquí después de
peligrosa
lucha.
LUISA.- ¡No! ¡No! No me ocultes nada.
Pronuncia la horrible sentencia. ¿Has nombrado
a tu
padre? ¿Has nombrado a Milady?... Frío mortal
me
acomete. Dícese que se casará...
FERNANDO. (Echándose a sus pies, como
herido de un rayo.)¡Conmigo, desdichada!
LUISA. (Después de una pausa, en voz baja y
balbuciente, y con horrible calma.)- Y
ahora... ¿qué
temo ya?... Habíamelo ya dicho con frecuencia
aquel
anciano, que está allí... y yo nunca lo había
creído.
(Pausa, después se arroja llorando en los
brazos de
Miller. ¡Padre, aquí tienes de nuevo a tu
hija!...
¡Perdón, padre!... ¿Qué había de hacer tu
hija,
cuando tan grato era su sueño... y tan horrible
el
despertar?...
MILLER.- ¡Luisa! ¡Luisa!... ¡Oh Dios! Está
fuera
de sí... ¡Mi hija, mi pobre hija!... ¡Maldito
sea tu
seductor!... ¡Maldita la mujer que ha
patrocinado
estos amores!
SU MUJER. (Abalanzándose llorosa a Luisa.)-
¿Merezco yo esta maldición, hija mía? Que Dios
os
perdone, Barón... ¿Qué os ha hecho este
cordero,
para que lo degolléis?
FERNANDO. (Acercándose a ella.)- Pero yo
desharé sus intrigas... romperé todas estas
cadenas
supersticiosas... Como hombre libre haré mi
elección, para que esas almas de reptiles se
arrastren
alrededor del edificio gigantesco de mi amor.
(Quiere irse.)
LUISA. (Se levanta temblando de su sillón, y
lo
sigue.)- ¡Detente, detente! ¿Adónde
quieres...?
Padre... Madre... ¿nos abandona en este
momento
crítico?
SU MADRE. (Corriendo hacia ella, y
deteniéndola.)- El Presidente intenta venir
aquí...
maltratará a nuestra hija... nos maltratará a
nosotros... Señor Walter, ¿también nos
abandonáis?
MILLER. (con risa colérica.)- ¿Que nos
abandona? ¡Sin duda! ¿Por qué no?... ¡Ella se
abandonó ya a él en cuerpo y alma! (Cogiendo
la
mano del Mayor, y la de Luisa.) ¡Paciencia,
señor!
Para salir de mi casa es preciso pasar por
allí...
Aguarda primero a tu padre... si no eres un
bribón...
cuéntale como te has insinuado en su corazón,
oh
seductor, o por Dios!... (Lanzándole su hija
con ira y
violencia.) Primero has de aniquilar a este
gusano
miserable, a quien su amor por ti ha llenado
de
oprobio.
FERNANDO. (Que retrocede, y se pasea
meditabundo.)- Grande es, a la verdad, el
poder del
Presidente... el derecho de la patria potestad
es una
palabra de extenso significado... hasta el
crimen
puede ocultarse bajo su sombra... y caminar
mucho
más allá... ¡más allá!... Sin embargo, el amor
es en
todo exagerado... ¡Aquí, Luisa! ¡Dame tu mano!
(se
la estrecha.) Así Dios no me abandone al
exhalar el
postrer suspiro... en el momento en que estas
dos
manos se separen, ¡queda roto todo vínculo
entre mi
existencia y la creación!
LUISA.- ¡Tengo miedo! ¡No me mires! ¡Tus
labios tiemblan! ¡Tus ojos se mueven de un
modo
siniestro!...
FERNANDO.- ¡No, Luisa! ¡No tiemblo! ¡No
deliro! El más rico presente del cielo es la
decisión
en el instante crítico, en que el alma
oprimida
expresa lo que siente de una manera
insólita... Yo te
amo, Luisa... Tú serás mía, Luisa... Ahora, a
ver a mi
padre. (Al salir precipitadamente tropieza con
el
Presidente.)
ESCENA VI.
Los mismos y EL PRESIDENTE con varios criados.
EL PRESIDENTE. (Al entrar.)- ¡Aquí está!
(Todos se quedan atónitos.)
FERNANDO. (Retrocediendo algunos pasos.)-
En la mansión de la inocencia.
EL PRESIDENTE.- ¿En dónde el hijo aprende
a desobedecer a su padre?
FERNANDO.- Dejadnos que...
EL PRESIDENTE. (interrumpiéndolo, a
Miller.)- ¿Éste es el padre?
MILLER.- Miller, músico de la ciudad.
EL PRESIDENTE. (A la mujer de Miller.)- ¿Y
ésa la madre?
LA MUJER.- ¡Ay de mí! ¡Sí! ¡La madre!
FERNANDO. (A Miller.)- Llevaos de aquí a
vuestra hija... pudiera desmayarse.
EL PRESIDENTE.- ¡Inútil cuidado! Yo le
devolviere el uso de sus sentidos. (A Luisa.)
¿Cuánto
tiempo hace que conocéis al hijo del
Presidente?
LUISA.- Nunca le he hablado de él. Fernando
Walter me visita desde noviembre.
FERNANDO.- Os adora.
EL PRESIDENTE.- ¿Os ha hecho alguna
promesa formal?
FERNANDO.- Hace pocos instantes las más
solemnes ante Dios.
EL PRESIDENTE. (Colérico a su hijo.)- Ya te
tocará confesar también tu locura. (A Luisa.)
Aguardo vuestra respuesta.
LUISA.- Ha jurado amarme.
FERNANDO.- Y cumplirá su juramento.
EL PRESIDENTE.- ¿Será preciso que te mande
callar?... ¿Aceptasteis ese juramento?
LUISA. (Con pasión.)- Yo se lo juré también.
FERNANDO. (Con voz firme.)- El pacto es
perfecto.
EL PRESIDENTE.- Yo extinguiré hasta su eco.
(Con malignidad a Luisa.) ¿Pero os pagó
siempre al
contado?
LUISA. (Con interés.)- No comprendo esa
pregunta.
EL PRESIDENTE. (Con sonrisa forzada.)-
¿No? Pues bien; tan sólo quería decir... cada
profesión, al parecer, tiene sus
emolumentos... no
habréis concedido gratis vuestros favores... a
no ser
que os haya bastado la existencia de la
obligación.
¿Que hay en esto?
FERNANDO. (Fuera de sí.)- ¡Infierno! ¿Que
significa esa pregunta?
LUISA.- (Al Mayor, con dignidad y desagrado.)-
Desde ahora sois libre, señor Walter
FERNANDO.- La virtud, oh padre, hasta en el
pordiosero es respetable.
EL PRESIDENTE. (Riéndose a carcajadas.)-
¡Divertida pretensión! ¡Que el padre respete a
la
concubina del hijo!
LUISA. (Cayendo en tierra.)- ¡Oh cielo y tierra!
FERNANDO. (socorriendo a Luisa, y
adelantándose con ella hacia el Presidente,
con la
espada en la mano, y bajándola en seguida.)
¡Padre!
Tenéis derecho a mi vida... Ya estáis pagado.
(Metiendo la espada en la vaina.) Mi deuda de
deber
filial se extinguió ya por completo...
MILLER. (Que aparte hasta entonces temeroso,
se pone en movimiento, ya rechinando los
dientes
de rabia, ya temblando, de angustia.)-
Vuecencia... el
hijo es obra del padre... dignaos, señor...
quien
injuria al hijo, injuria al padre, y bofetón
por
bofetón... he aquí nuestra tasa... dignaos,
señor...
SU MUJER.- ¡Socorro, Dios salvador!... El
viejo
interviene también... la tempestad descargará
sobre
todos nosotros.
EL PRESIDENTE. (Que sólo ha oído a
medias.)- ¿El alcahuete se mueve a su vez?...
Ya
hablaremos, señor alcahuete.
MILLER.- ¡Dignaos escucharme, señor! Me
llamo Miller... si deseáis oír un adagio... yo
no
intervengo en amoríos. Mientras la Corte se
reserve
ese privilegio, no llegará el contagio hasta
nosotros.
¡Dignaos oírme, señor!
EL PRESIDENTE. (Pálido de cólera.)-
¿Cómo?... ¿Qué es esto? (Acércase a él.)
MILLER. (Que retrocede lentamente.)- Esa era
sólo mi opinión, señor... ¡Dignaos escucharme!
EL PRESIDENTE.- ¡Ah, bribón! Tu opinión
temeraria podrá llevarte a la cárcel... ¡Fuera
de aquí!
Que vengan los alguaciles (Vanse algunos de su
séquito: el Presidente se pasea colérico.) El
padre a la
cárcel... la madre, y la prostituta de su
hija, a la
vergüenza... La justicia dará su brazo a mi
ira.
Terrible satisfacción recibirá por ese
insulto...
¿Desbaratará mis planes semejante chusma, e
indispondrá impune al padre con su hijo?...
¡Ah,
malditos! Mi odio se aplacará en vuestra
ruina, y
toda la canalla, el padre, la madre y la hija
serán
sacrificados a mi ardiente venganza.
FERNANDO. (Que se interpone entre ellos
firme y tranquilo.)¡Oh, no! ¡Nada temáis!
¡Estoy yo
aquí! (Al Presidente, con respeto.) ¡No os
precipitéis,
padre mío! Si os amáis, dejaos de violencias.
Hay un
ángulo en mi corazón, en donde nunca se ha
oído el
nombre de padre... No lleguéis hasta él.
EL PRESIDENTE.- ¡Calla, necio! No aumentes
mi cólera.
MILLER. (Volviendo en sí de su mudo
asombro.)- ¡Cuida de tu hija, mujer! Yo corro
a ver
al Duque... El sastre... ¡Dios me lo inspira!
el sastre
es mi discípulo de flauta. Por su mediación
veré sin
falta al Duque (Hace ademán de irse.)
EL PRESIDENTE.- ¿Al Duque dices?...
¿Olvidas que yo soy el umbral, que has de
atravesar
necesariamente, o romperte la cabeza?... ¿Tú
hasta el
Duque, estúpido?... Prueba a hacerlo cuando
tú,
enterrado en vida en lo profundo de un
calabozo
subterráneo, en donde se enamoran la noche y
el
infierno, nada digas ni nada veas. Entonces
sacudirás
tus cadenas y gritarás: ¡Demasiado lo he
merecido!
ESCENA VII.
Los mismos y los ALGUACILES.
FERNANDO. (Que corre hacia Luisa, la cual
cae exánime en sus brazos.)- ¡Luisa! ¡Socorro!
¡Auxilio! ¡El horror la mata! (Miller toma su
bastón,
se pone el sombrero y se prepara al ataque. Su
mujer
se hinca de rodillas ante el Presidente.)
EL PRESIDENTE. (A los esbirros, mostrando
sus condecoraciones.) ¡Llevarlos, en nombre
del
Duque!... ¡Lejos de esa mujerzuela, joven!...
Desmayada o no... cuando el collar de hierro
la
oprima, despertará a pedradas.
LA MUJER DE MILLER.- ¡Misericordia, señor
excelentísimo! ¡Misericordia! ¡Misericordia!
MILLER. (Levantando a su mujer.)- Arrodíllate
delante de Dios, vieja y escandalosa bribona,
no
delante de... miserables, ya que estoy
condenado a ir
a la cárcel.
EL PRESIDENTE. (Mordiéndose los labios.)-
¡Quizás te engañes, torpe! Hay horcas de sobra
todavía. (A los esbirros.) ¿He de repetiros
mis
ordenes? (Los esbirros se agrupan junto a
Luisa.)
FERNANDO. (Acercándose a ella y
protegiéndola colérico.)¿Quién se atreverá?
(Saca su
espada y se defiende con el puño.) Que nadie
la
toque si no ha vendido antes su cabeza a la
justicia,
(Al Presidente.) ¡Deteneos, por Dios! ¡No me
precipitéis, padre!
EL PRESIDENTE. (Amenazando a los
esbirros.)- Si queréis seguir ganando vuestro
sustento, cobardes... (Los esbirros se acercan
de
nuevo a Luisa.)
FERNANDO.- ¡Muerte y condenación, os digo!
¡Atrás!... ¡Por última vez! ¡Compadeceos de
vosotros mismos! ¡No me apuréis hasta el
último
extremo, padre!
EL PRESIDENTE. (Lleno de ira, a los
esbirros.)- ¿Éste es vuestro celo, bribones?
(Los
esbirros se adelantan más animosos.)
FERNANDO.- Ya que no hay otro remedio...
(Sacando su espada, e hiriendo a algunos.)
¡perdóname, oh justicia!
EL PRESIDENTE. (Fuera de sí.)- Veremos si
esa espada sirve también contra mí. (Coge el
mismo
a Luisa, la levanta y la entrega a un
esbirro.)
FERNANDO. (Sonriendo amargamente.)-
¡Padre, padre! Eso es un sarcasmo contra la
divinidad, puesto que elige tan mal sus
servidores,
que convierte en el peor de los Ministros al
ayudante
más perfecto del verdugo.
EL PRESIDENTE. (A los demás.)- ¡Fuera con
ella!
FERNANDO.- Se le pondrá en la picota, padre,
pero con el Mayor, hijo del Presidente...
¿Insistís
todavía en vuestro propósito?
EL PRESIDENTE.- Tanto más divertido será
así el espectáculo... ¡Fuera!
FERNANDO.- Padre, yo dejo sobre esta joven
mi espada de oficial... ¿Persistís todavía en
vuestro
propósito?
EL PRESIDENTE.- Tu espada, estando a su
lado en la picota se podría contaminar
también...
¡Fuera, fuera! ¡Ya conocéis mi voluntad!
FERNANDO.
(Rechazando al esbirro sosteniendo a Luisa con
una mano, y protegiéndola con la otra armada.)- ¡Padre, padre! Antes que
consentir en que deshonréis a mi esposa, le
atravesaré el corazón... ¿Persistís aún en
vuestro
empeño?
EL PRESIDENTE.- Hazlo, si tu espada es
bastante aguda.
FERNANDO. (Que suelta a Luisa, y mira al
cielo horriblemente.)- ¡Tú eres testigo, Dios
omnipotente! He ensayado todos los remedios
humanos... Probemos uno diabólico... Mientras
la
lleváis a la picota (Al oído del Presidente.)
contaré yo
en Palacio un cuento titulado: Manera de
llegar a ser
Presidente. (Vase.)
EL PRESIDENTE. (Como herido de un rayo.)-
¿Cómo?... Fernando... Dejadla libre. (Corre
detrás
del Mayor.)
ACTO III
Sala en casa del Presidente
ESCENA I.
EL PRESIDENTE y el secretario WURM
EL PRESIDENTE.- El lance ha sido
endiablado.
WURM.- Me lo temía, poderoso señor. La
violencia irrita a los fanáticos, pero nunca
los
convence.
EL PRESIDENTE.- Yo confiaba plenamente
en el éxito, feliz de mi proyecto. Discurría
de este
modo: cuando la doncella haya sido deshonrada,
él,
como oficial, habrá de retroceder sin remedio.
WURM.- Muy bien, sin duda; pero era menester
que antes la deshonrara.
EL PRESIDENTE.- Y, sin embargo... ahora, al
reflexionar a sangre fría en lo sucedido... yo
no
debiera haberme dejado intimidar... Era una
amenaza en cuyo cumplimiento no ha pensado
formalmente.
WURM.- No lo creáis. Las pasiones,
sobrexcitadas, no se detienen ante ninguna
locura.
Me decíais que el Mayor ha sido refractario
siempre
a vuestras órdenes. ¡Lo creo! Las ideas que él
ha
adquirido en sus academias, no me infunden
tranquilidad alguna. ¿Qué importancia han de
tener
las ilusiones sobre grandeza del alma y
nobleza
personal en una Corte, en donde el más sabio
es el
que con más habilidad y más oportunamente se
convierte en grande o en pequeño? Es demasiado
joven y fogoso, para que le plazca esa senda
pesada
y tortuosa de la intriga; sólo lo magnánimo y
lo
arriesgado pondrá a su ambición en movimiento.
EL PRESIDENTE. (De mal humor.)- Pero esas
sensatas observaciones ¿pueden mejorar acaso
el
estado actual de nuestro asunto?
WURM.- Mostrarán la herida a V. E. y quizás
también el remedio. Dispensadme si os digo que
un
carácter como el suyo... ni es a propósito
para
confidente, ni tampoco para enemigo. Tiene
horror
a los medios, a que debéis vuestro
encumbramiento.
El ser hijo vuestro ha refrenado hasta ahora
su
traidora lengua. Ofrecedle ocasión oportuna de
desatar ese vínculo; atacad su pasión con
golpes
violentos y repetidos, impropios de un padre
cariñoso, y sus deberes patrióticos se
sobrepondrán
a todos los demás. Hasta el capricho singular
de
proporcionar a la justicia una víctima tan
notable,
podría acaso incitarlo a perder a su mismo
padre.
EL PRESIDENTE.- Wurm... Wurm... Me
lleváis a un abismo horrible.
WURM.- Alejaros de él es lo que intento,
señor.
¿Puedo hablar libremente?
EL PRESIDENTE. (Sentándose.)- Como un
condenado a muerte a un compañero.
WURM.- Entonces, perdonadme... A lo que me
parece, debéis a vuestra flexibilidad de
cortesano el
cargo elevado de Presidente; ¿por qué no le
fiáis
también el de padre? Recuerdo la franqueza con
que
persuadisteis a vuestro predecesor a jugar una
partida de piquete, y le hicisteis beber
fraternalmente, por espacio de media noche,
vino de
Borgoña; la misma noche, en que había de
estallar la
soberbia mina que estaba preparada, y lanzarlo
en
los aires... ¿Por qué habéis revelado a
vuestro hijo
que yo soy su enemigo? Nunca hubiera debido
saber
que yo conocía sus amores. Mejor fuera socavar
la
novela, en cuanto se relacionaba con esa
doncella, y
conservaros el respeto de vuestro hijo. Tal
era el
medio de representar el papel de general
astuto, que
no ataca a su adversario en el corazón de su
ejercito,
sino sembrando en sus filas la discordia.
EL PRESIDENTE.- Y ¿Cómo conseguirlo?
WURM.- Del modo más sencillo... y la partida
no es todavía desesperada. No os acordéis de
vuestra paternidad, por largo tiempo. No es
pongáis
en lucha con una pasión, que crece con los
obstáculos... Dejad a mi cargo que yo dé calor
en su
seno al gusano que ha de devorarla.
EL PRESIDENTE.- Tengo curiosidad de
saber...
WURM.- O yo comprendo mal el termómetro
del alma, o el señor Mayor es tan terrible en
su amor
como en sus celos. Que en este terreno llegue
a
sospechar algo de ella... con razón o sin
razón. Basta
un grano solo de levadura para poner en
espantosa
fermentación a toda la masa.
EL PRESIDENTE.- ¿En dónde hallar ese
grano?
WURM.- He aquí el punto capital del
problema... pero declaradme ante todo, Excmo.
Sr.,
el riesgo a que os exponéis si el Mayor rehusa
obedeceros... cuánto os interesa llegar al
desenlace
de esa novela de doncella de la clase media, y
llevar a
término el casamiento con lady Milford.
EL PRESIDENTE.- ¿Es posible abrigar dudas
sobre esto? Pierdo toda mi influencia, si las
bodas de
la inglesa se deshacen, y mi cabeza, si fuerzo
la
voluntad del Mayor.
WURM. (Alegre.)- Ahora que vuestra Gracia se
digne oírme... Enredaremos al señor Mayor por
medio de la astucia. Contra ella emplearemos
todo
vuestro poder. Le dictamos un billete amoroso
a un
tercero, y lo hacemos llegar con maña a manos
del
amante.
EL PRESIDENTE.- ¡Qué disparate!... ¿Cómo
ha de prestarse ella a firmar su sentencia de
muerte?
WURM.- Lo hará, si me dejáis obrar con
libertad. Conozco, hasta en sus profundidades,
la
bondad de su corazón. Sólo hay dos flancos
vulnerables para doblegar su conciencia... su
padre y
el Mayor. Este último queda fuera del juego
por
completo, y así estamos más desembarazados
para
emprenderla con el músico...
EL PRESIDENTE.- Por ejemplo, para...
WURM.- Según lo que me ha referido V. E. de
la escena de la casa, nada más fácil que
envolver al
padre en una causa criminal. La persona del
favorito
y del Canciller es, en cierto modo, la sombra
de la
Majestad... las ofensas al primero, crímenes
respecto
de la última... Por lo menos, con este
espantajo, bien
manejado, me lisonjeo de hacer pasar al pobre
hombre por el ojo de una aguja.
EL PRESIDENTE.- Sin embargo... no llegará a
ser un asunto serio.
WURM.- De ninguna manera... Sólo en cuanto
conviene, para llenar de sobresalto a la
familia...
Ponemos al músico a buen recaudo... se podría
hacer lo mismo con la madre, para aumentar la
inquietud general... se hablará de castigo, de
calabozo, de prisión perpetua, y la carta de
la hija
será la única condición de la libertad del
preso.
EL PRESIDENTE.- ¡Bueno, bueno! Ya
entiendo.
WURM.- Ella ama a su padre... hasta con pasión
podría añadir. El peligro que ha de correr su
vida...
cuando menos su libertad... los remordimientos
de
conciencia, que ha de sentir con este
motivo... la
imposibilidad de unirse al Mayor... por
último, el
desorden de sus facultades mentales, que yo
fomentaré... todo lo cual es inevitable... ha
de hacerla
caer en el lazo.
EL PRESIDENTE.- Pero, ¿y mi hijo? ¿No
llegará al punto a su conocimiento? ¿No se
enfurecerá sobremanera?
WURM.- Dejad esto a mi cuidado, Excmo. Sr.
Ni el padre ni la madre se verán libres, hasta
que
toda la familia se haya obligado con juramento
solemne a guardar secreto sobre lo pasado, y a
confirmar nuestra trama.
EL PRESIDENTE.- ¿Para qué, imbécil, podrá
servir un juramento?
WURM.- Nada para nosotros, Excmo. Sr.; todo
para esas gentes... Y reflexionad ahora como
por el
medio indicado lograremos ambos nuestro
objeto.
Ella pierde el cariño de su amante y su buena
reputación. El padre y la madre se humillarán
poco a
poco, aleccionados por los embates de la
adversidad,
y al fin comprenderán que es un acto de
compasión
por mi parte rehabilitar la buena fama de su
hija,
dándole mi mano.
EL PRESIDENTE. (Riéndose y moviendo la
cabeza.)- Sí, bribón, me confieso vencido. La
urdimbre está tejida con satánica destreza. El
discípulo aventaja ya al maestro... Falta
saber todavía
a quien ha de dirigirse la carta. ¿Quién podrá
excitar
sospechas contra ella?
WURM.- Alguno necesariamente que, a causa de
la resolución de vuestro hijo, se exponga a
perderlo
o ganarlo todo.
EL PRESIDENTE. (Después de meditar un
instante.)- No se me ocurre otro que el
Mariscal.
WURM. (Encogiéndose de hombros.)- No sería
él seguramente, si yo fuese Luisa Miller.
EL PRESIDENTE.- ¿Y por qué no? ¿Qué hay
de extraño en esto? Un guardarropa
deslumbrador...
una atmósfera d'eau de mille fleurs y de
ámbar... a cada
palabra necia un puñado de ducados... todo
esto
junto, ¿no podría seducir al cabo a una joven
de la
clase media, y acabar con sus escrúpulos? ¡Oh,
mi
buen amigo! ¡Los celos no son delicados! Voy a
llamar al Mariscal. (Llama)
WURM.- Mientras se encarga V. E. de este
asunto y de la prisión del músico, cuidaré yo
de
escribir la carta amorosa.
EL PRESIDENTE. (Acercándose a su mesa.)-
En cuanto la termines, tráemela para leerla.
(Vase
Wurm, el Presidente escribe: viene un ayuda de
cámara, a quien el Presidente, levantándose,
entrega
un papel.) Que se lleve a la justicia sin
tardanza este
mandamiento de prisión... y que vaya otro a
rogar al
Mariscal que me vea.
EL AYUDA DE CÁMARA.- Su señoría acaba
de llegar aquí ahora mismo.
EL PRESIDENTE.- Mejor; pero decid que mis
órdenes se cumplan con recato y sin escándalo
alguno.
EL AYUDA DE CÁMARA.- Muy bien, Sr.
Excelentísimo.
EL PRESIDENTE.- ¿Entendéis? Con el mayor
sigilo.
EL AYUDA DE CÁMARA.- Perfectamente.
Excelentísimo Señor.
ESCENA II.
EL PRESIDENTE y EL MARISCAL DE LA
CORTE.
EL MARISCAL (Con aire de persona muy
ocupada.)- ¡Solo vengo en passant, querido!
¿Qué tal?
¿Cómo estáis?... Esta noche la gran opera de
Dido...
fuegos artificiales soberbios... el incendio
de una
ciudad entera... ¿La veréis también arder? ¿No
es
así?
EL PRESIDENTE.- Sobrados fuegos artificiales
hay en mi propia casa para hacer saltar en los
aires
toda mi grandeza... Venís, querido Mariscal,
en la
ocasión más oportuna para aconsejarme y
ayudarme
en un asunto, que ha de arrastrarnos a ambos,
o
arruinarnos por completo ¡Sentaos!
EL MARISCAL.- Me llenáis de miedo, excelente
amigo.
EL PRESIDENTE.- Sí, Como os digo, que nos
arrastra o nos arruina por completo. Ya
conocéis mi
proyecto relativo a la Lady y al Mayor.
Comprendéis
su necesidad para asegurar nuestra fortuna. Es
posible que todo se lo lleve el diablo, Kalb.
Mi hijo
Fernando lo rechaza.
EL MARISCAL.- ¿Cómo así?... ¿cómo así?...
¿Cuándo ya la he divulgado por toda la ciudad?
No
se habla más que de ese casamiento.
EL PRESIDENTE.- Os exponéis a pasar por
hombre inconsiderado. Ama a otra.
EL MARISCAL.- Os chanceáis. ¿Y esa es la
dificultad?
EL PRESIDENTE.- La más insuperable,
tratándose de ese obstinado.
EL MARISCAL.- ¿Será tan loco para renunciar
de ese modo a su fortuna? ¿Es creíble?
EL PRESIDENTE.- Preguntádselo, y veréis
como os contesta.
EL MARISCAL.- Pero, ¡Mon Dieu! ¿Qué podrá
contestar?
EL PRESIDENTE.- Que se propone revelar a
todo el mundo el crimen, a que debemos nuestra
elevación... exhibir nuestras cartas y recibos
falsificados... que desea entregarnos a ambos
a la
justicia... todo esto puede responder
EL MARISCAL.- ¿Estáis en vuestro juicio?
EL PRESIDENTE.- Tal fue su respuesta. Tal
era también su propósito... Y solo
humillándome
mucho he impedido su realización. ¿Que se os
ocurre ahora?
EL MARISCAL. (Con aire estúpido.)- Mi razón
se calla.
EL PRESIDENTE.- Pase, no obstante, lo
dicho; pero ha poco he sabido por mis espías
que
Bock, el copero mayor, está a punto de
conquistar a
la inglesa.
EL MARISCAL.- Me trastornáis el juicio.
¿Quién decís? ¿Bock decís?... ¿Sabéis también,
acaso, que somos ambos enemigos mortales?
¿Conocéis la causa?
EL PRESIDENTE.- Es la primera vez que oigo
hablar de esto.
EL MARISCAL.- Pues escuchad, querido mío, y
os asombraréis... Si os acordáis de aquel
baile de
Corte... hará ahora cosa de veintiún años...
en que se
bailó en nuestra ciudad la danza inglesa,
antes
desconocida, y se manchó de cera de un
candelabro
el dominó del Conde de Murschaum...; ¡sí, por
Dios,
sin duda os acordaréis de todo esto!
EL PRESIDENTE.- ¿Quién podría olvidarlo?
EL MARISCAL.- Pues bien; la Princesa Amalia,
en el fervor del baile, había perdido una
liga...
Todos, como es de suponer, se alarmaron...
Bock y
yo... ambos éramos gentilhombres de cámara...
nos
arrastrarnos por todo el salón buscando la
liga... Al
fin la vi... Bock lo notó... me previno, y me
la
arrebató de las manos. ¡Dios mío!... y la
entregó a la
Princesa, y me birló el favor que hubiese
logrado...
¿Qué opináis?
EL PRESIDENTE.- ¡Importuno!
EL MARISCAL. –Me birló los cumplimientos
de S. A... Estuve a punto de desmayarme.
¡Malignidad semejante no se ha visto jamás!...
Al fin,
me reanimo, me acerco a S. A. y le digo:
«Serenísima
Señora, Bock fue bastante afortunado, bastante
dichoso para presentar la liga a V. A., y
quien la vio
primero ha obtenido su recompensa en silencio,
y se
calla...»
EL PRESIDENTE.- ¡Bravo, Mariscal, bravísimo!
EL MARISCAL.- «Y se calla... ¡Pero yo
conservaré por esto a Bock rencor eterno hasta
el
día del juicio... a ese bajo, rastrero,
adulador!..» Y
como si esto no fuera suficiente... en nuestra
lucha
por la liga venimos al suelo... me desempolva
Bock
todo el lado derecho, y soy ya hombre perdido
para
todo el resto del baile.
EL PRESIDENTE.- Y he ahí al hombre, que se
casará con la Milford, y será el personaje
principal de
la Corte.
EL MARISCAL.- Hundís el puñal en mi
corazón. ¿Lo será? ¿Lo será? ¿Por qué lo será?
¿En
dónde está la necesidad de que lo sea?
EL PRESIDENTE.- Porque mi hijo Fernando
no quiere, y no se presenta otro.
EL MARISCAL.- Pero ¿no se os ocurre ningún
otro medio de oponeros a la resolución del
Mayor?...
¿No lo hay, por extraño, por desesperado que
sea?
¿Que cosa del mundo, por repugnante que
parezca,
si fuera eficaz, no sería aceptada por
nosotros, si
hubiéramos de librarnos de ese odioso Bock?
EL PRESIDENTE.- Una sola se me ocurre, y
depende de vos.
EL MARISCAL.- ¿De mí? ¿Y es...?
EL PRESIDENTE.- La de alejar al Mayor de su
amada.
EL MARISCAL.- ¿Separarlos? ¿Cómo entendéis
esto?... Y yo ¿qué puedo hacer?
EL PRESIDENTE.- Toda la ganancia es
nuestra, si logramos hacer sospechosa la
doncella a
los ojos del Mayor.
EL MARISCAL.- ¿Por robar, decís?
EL PRESIDENTE.- ¡Ah! ¡No es eso! ¿Cómo
había el de creerlo?... que tiene relaciones
con otro.
EL MARISCAL.- ¿Y ese otro?
EL PRESIDENTE.- Lo seríais vos, Barón.
EL MARISCAL.- ¿Yo? ¿Yo?... ¿Es ella noble?
EL PRESIDENTE.- ¿Qué importa eso? ¡Que
idea! Es hija de un músico.
EL MARISCAL.- Esto es, de la clase media.
¡Imposible! ¿Cómo pensar?
EL PRESIDENTE.- ¿Por qué imposible?
¡Locuras! ¿Qué mortal, cuando se trata de dos
lindas
mejillas, se acuerda de árboles genealógicos?
EL MARISCAL.- Pero tened en cuenta que soy
casado. Además, mi reputación en la Corte...
EL PRESIDENTE.- Ya, eso es otra cosa.
Perdonadme. Ignoraba que dais más importancia
a
pasar por hombre de costumbres irreprochables
que
a tener influencia. No hablemos más del
asunto.
EL MARISCAL.- ¡Prudencia, Barón! Yo no lo
entendía así.
EL PRESIDENTE. (Con frialdad.)- ¡No... no!
Vuestro derecho es perfecto. Estoy ya cansado.
Que
corra, pues, la rueda. Deseo todo linaje de
dichas a
Bock, primer ministro. El mundo es muy vasto.
Solicitaré del Duque que acepte mi dimisión.
EL MARISCAL.- ¿Y yo?... Sabéis hablar bien,
porque sois estudioso; pero yo... ¡Mon
Dieu!... ¿Qué
seré yo, si S. A. me abandona?
EL PRESIDENTE.- Un bon mot de anteayer, la
moda del año pasado.
EL MARISCAL.- ¡Yo os conjuro, mi querido,
mi espléndido amigo!... Desechad ese
pensamiento.
Estoy dispuesto a todo.
EL PRESIDENTE.- ¿Queréis dar vuestro
nombre para una cita, que esta Miller os propondrá
por escrito?
EL MARISCAL.- ¡Por Dios Santo! Lo doy.
EL PRESIDENTE.- ¿Y dejar caer la carta, en
donde el Mayor pueda encontrarla?
EL MARISCAL.- Como en la parada, por
ejemplo, casualmente, al sacar el pañuelo.
EL PRESIDENTE.- Y ¿desempeñaréis ante el
Mayor vuestro papel de enamorado?
EL MARISCAL.- ¡Mort de ma vie! ¡Yo lo lavaré!
Yo excitaré el apetito de ese impertinente por
mi
amada.
EL PRESIDENTE.- El asunto promete. Hoy se
escribirá la carta. Venid por ella esta noche,
para que
estudiemos bien nuestro papel.
EL MARISCAL.- En cuanto termine diez y seis
visitas de suma importancia. Dispensadme,
pues, si
me despido cuanto antes. (Vase.)
EL PRESIDENTE. (Llamando.)- Cuento con
vuestra habilidad, Mariscal.
EL MARISCAL. (Volviéndose.)- ¡Ah, mon Dieu!
Ya me conocéis.
ESCENA III.
EL PRESIDENTE Y WURM.
WURM.- El músico y su esposa, con toda
felicidad y sin escándalo, han sido llevados a
la
cárcel. ¿Quiere leer V. E. la carta?
EL PRESIDENTE. (Después de leerla.)-
¡Magnífico, magnífico, Secretario! También ha
mordido el cebo el Mariscal... Un veneno como
este
es capaz de e emponzoñar a la misma Salud...
Ahora, a trabajar con el padre, y a preparar a
la hija.
(Vase cada uno por su lado.)
ESCENA IV.
Aposento en la casa de Miller.
LUISA Y FERNANDO.
LUISA.- Cállate, por Dios. Ya no espero día
alguno feliz. Todas mis esperanzas se han
desvanecido.
FERNANDO.- Y las mías se han aumentado.
Mi padre está furioso; mi padre empleará
contra
nosotros todas sus armas. Me obligará a
representar
el papel de hijo desnaturalizado. Poco me
importan
ya mis deberes filiales. El delirio y la
desesperación
me arrancarán al cabo el horrible secreto de
su
crimen. El hijo entregará al padre en manos del
verdugo... El peligro es supremo... y supremo
ha de
ser, cuando mi amor se aventura a dar este
paso
gigantesco... Oye, Luisa... Una idea, grande,
infinita
como mi pasión, cruza por mi mente... ¡Tú,
Luisa, y
yo, y el amor! ¿No compone este círculo todo
nuestro cielo? ¿Quieres añadir acaso algún
otro
elemento?
LUISA.- ¡Detente! ¡No más! Palidezco al pensar
en lo que vas a añadir.
FERNANDO.- ¿Qué otra pretensión hemos de
abrigar para granjearnos la aprobación de las
gentes?
¿A que arriesgarse, cuando nada hay que ganar,
y
todo se ha perdido?... Estos ojos ¿no
brillarán
siempre tan seductores, ya se reflejen en el
Rhin, en
el Elba, o en el mar Báltico? En donde me ame
Luisa, será mi patria. Tus huellas en
desiertos áridos
y salvajes me interesan más que las catedrales
de
Alemania... ¿Echaremos de menos el lujo de las
ciudades? En cualquier lugar que habitemos, el
sol
saldrá y se ocultará... espectáculo ante el
cual
palidece la manifestación más sublime del
arte.
Aunque no adoremos a Dios en templo alguno, la
noche nos visitará con sus sombras temerosas,
las
fases de la luna nos exhortarán a la
penitencia, y una
cúpula religiosa de estrellas orará con
nosotros...
¿Podrán terminar nunca nuestros amorosos
coloquios?... Una sonrisa de mi Luisa me
ofrecerá
materia para siglos, y cesará el sueño de la
vida antes
que yo averigüe el paradero de esas lágrimas.
LUISA.- Y ¿no tienes acaso más deberes que
cumplir que los del amor?
FERNANDO. (Abrazándola.)- ¡Tu tranquilidad
es el más sagrado para mí.
LUISA. (muy formal.)- Entonces cállate y
déjame... Yo tengo un Padre, cuyo único bien
es su
hija... que tendrá pronto sesenta años...
seguro de la
venganza del Presidente.
FERNANDO.
(Interrumpiéndola con prontitud.)- Él nos
acompañará.
No más
reconvenciones, pues, amor mío. Me voy a vender
mis alhajas, y a pedir prestado con el nombre
de mi
padre. Es permitido robar a un ladrón. Sus
tesoros
¿no son despojo sangriento de la patria?... A
la
media noche, a la una, vendrá aquí un
carruaje.
Entráis en él, y huiremos.
LUISA.- Y la maldición de tu padre ¿nos ha de
perseguir?... ¿Una maldición, insensato, que,
hasta
pronunciada por asesinos, se cumple, venganza
celeste que alcanza al ladrón en el tormento,
que nos
seguiría implacable como un espectro, y nos
lanzaría
de uno a otro mar?... No, amado mío; si un
crimen
ha de conservarte para mí, me siento con
fuerzas
para perderte.
FERNANDO. (Que se calla, y murmura
receloso.)- ¡Es posible!
LUISA.- ¡Perderte!... ¡Oh, horrible hasta lo
infinito es esa idea... espantosa lo bastante
para herir
mortalmente al alma inmortal, y llenar de
palidez las
mejillas ardientes de la misma alegría!...
¡Fernando!
¡Perderte! Pero sólo se pierde lo que se ha
poseído, y
tu corazón pertenece a tu clase... Mi
pretensión era
sacrílega, y renuncio a ella temblando.
FERNANDO. (Cuyos rasgos se oscurecen,
mordiéndose el labio superior.)- ¿Renuncias a
ella?
LUISA.- ¡No! ¡Mírame, querido Walter! ¡No
aprietes tan amargamente tus labios. ¡Ven!
Deja que
mi ejemplo reanime ahora a tu alma desmayada.
Déjame ser ahora la heroína de este
instante... que
devuelva a su padre un hijo fugitivo... que
abandone
una unión contraria a las reglas del mundo de
la
clase media, y que derriba el orden general y
eterno...
Yo soy la culpable... mi pecho formó votos
criminales y temerarios... mi infortunio es su
castigo.
Así, déjame ahora la dulce y lisonjera ilusión
de que
soy sola la que se sacrifica... ¿Me envidiarás
este
deleite? (Fernando, distraído y colérico,
agarra un
violín, e intenta tocarlo: después rompe las
cuerdas,
hace pedazos contra el suelo el instrumento, y
se ríe
a carcajadas.) ¡Walter! ¡Dios del cielo! ¿Qué
es
esto?... ¡Domínate!... Hay que mostrar ahora
firmeza... porque hemos de separarnos. Tú
tienes
corazón, querido Walter, lo conozco. Tu amor
es
ardiente como la vida, y sin límites como lo
infinito... ofrécelo a una mujer noble y
digna... y no
envidiará ni a las más felices de su sexo.
(Reprimiendo sus lágrimas.) No debes verme
más...
La vana y engañada doncella llorará su pena
entre
paredes solitarias, y nadie se cuidará de su
llanto...
Triste y como muerta será mi vida futura...
Sin
embargo, alguna vez aspiraré el perfume de lo
pasado. (Dándole su mano temblorosa, y
volviendo
su rostro.) Adiós, señor de Walter.
FERNANDO. (Despertando de su letargo.)- Yo
huyo, Luisa. ¿Es cierto que no quieres
seguirme?
LUISA. (Que se sienta en el fondo, y oculta su
cabeza entre sus manos.)- Mi deber me ordena
quedarme, y sufrir.
FERNANDO.- Tú me engañas, serpiente. Algo
te encadena aquí.
LUISA. (Con el acento del más intenso dolor.)-
Conservad esa sospecha... quizás os haga menos
desdichado.
FERNANDO.- ¡El frío deber frente al fogoso
amor!... ¿Y este cuento ha de cegarme?... ¿Un
amante asustarte?... ¡Ay de ti y de mí, si mis
sospechas se confirman! Vase precipitadamente.
ESCENA V.
LUISA (Sola. Permanece largo tiempo sentada,
sin
movimiento y como rauda, al fin se levanta, da
algunos pasos,
y mira medrosa su rededor.)- ¿En dónde están
mis
padres?... Mi padre prometió volver a los
pocos
minutos, y ya han transcurrido cinco horas
mortales... Si le habrá sucedido alguna...
¿Qué siento
yo? ¿Por qué respiro con tanto trabajo? (Wurm
entra
entonces y se queda en el fondo, sin que ella
lo
note.) Esto no parece verdad... No es otra
cosa que
creaciones temerosas de un cerebro excitado...
Cuando nuestra alma se ha saciado de horrores,
los
ojos ven en todas partes fantasmas.
ESCENA VI.
LUISA y el secretario WURM.
WURM (Acercándose.)- ¡Buenas noches, señorita!
LUISA.- ¡Dios mío! ¿Quién habla aquí?
(vuélvese, ve al secretario, y retrocede
asustada.)
¡Horroroso, horroroso! Mi presentimiento
triste va a
realizarse cuanto antes. (Al Secretario, con
una
mirada llena de desprecio.) ¿Buscáis acaso
al Presidente?
No está aquí ya.
WURM.- ¡Os busco, señorita!
LUISA.- Debo extrañarme de que no hayáis ido
a la plaza del Mercado con ese objeto.
WURM.- ¿Y por qué allí?
LUISA.- A alejar a vuestra prometida del lugar
del suplicio.
WURM.- Señorita de Miller, abrigáis una
sospecha infundada.
LUISA. (interrumpiéndolo.)- ¿En que puedo
serviros?
WURM.- Vengo aquí enviado por vuestro padre.
LUISA. (Asustada.)- ¿Por mi padre?... ¿En
dónde está mi padre?
WURM.- En donde no quisiera estar.
LUISA.- ¡Por Dios! ¡Pronto! Se me ocurre una
idea siniestra... ¿En dónde está mi padre?
WURM.- En la cárcel, ya que deseáis saberlo.
LUISA. (Mirando al cielo.)- ¿Esto más?
¿También esto? ¿En la cárcel? ¿Y por qué?
WURM.- Por orden del Duque.
LUISA.- ¿Del Duque?
WURM.- Por la ofensa que ha recibido su
Majestad en la persona de su representante...
LUISA.- ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Oh Dios
todopoderoso!
WURM.- Ha resuelto castigarla de un modo
ejemplar.
LUISA.- ¡Esto sólo me faltaba! ¡Sólo esto!...
Sí;
ciertamente mi corazón, además de su amor al
Coronel, conservaba otro afecto... ¿cómo
respetarlo?... Lesa majestad... ¡Providencia
divina!...
Salva, protege mi fe vacilante... ¿Y Fernando?
WURM.- O se casa con lady Milford, o será
maldito y desheredado.
LUISA.- ¡Tremenda disyuntiva!... Y sin
embargo... sin embargo, es feliz. No puede
perder a
su padre. No tenerlo, a la verdad, es ya en sí
un
castigo... Mi padre, acusado de lesa
majestad... para
mi amante lady Milford, o ser maldito y
desheredado... ¡Admirable sin duda! En la
maldad
cabe también su perfección... ¿Perfección?
¡No!
Faltaba algo... ¿en dónde está mi madre?
WURM.- En la galera.
LUISA.- (Con dolorosa sonrisa.)- ¡Ahora sí que
está todo perfecto!... Perfecto y yo libre...
absuelta de
todo deber... sin lágrimas... ni placeres.
Abandonada
por la Providencia. Nada necesito ya...
(Silencio
pavoroso.) ¿Tenéis que anunciarme alguna otra
nueva? ¡Hablad sin miedo! Puedo oírlo todo.
WURM.- Ya sabéis cuanto ha sucedido.
LUISA.- ¿Pero no lo que ha de suceder? (Otra
pausa, mientras mira al Secretario de pies a
cabeza.)
¡Pobre hombre! ¡Triste es tu profesión!
Imposible
que te haga feliz. Bastante infortunio es ya
causar la
desdicha ajena... Pero horroroso el anunciarla
a los
desventurados... entonar ante ellos ese
cántico
siniestro, y quedarse ahí, cuando mana sangre
el
corazón, herido por el puñal agudo de la
necesidad,
y se tiembla, y hasta duda el cristiano de su
Dios...
¡Que el cielo me ampare! Aunque te pagaran
cada
lágrima de las que haces derramar con un tonel
lleno
de oro... no quisiera verme en tu lugar...
¿Qué puede
suceder todavía?
WURM.- No lo sé.
LUISA.- ¿No queréis saberlo?... Esa nueva
horrible teme, el sonido de las palabras; pero
en el
aire sepulcral de tu rostro veo trazado el
espectro
que me espanta... ¿Qué es lo que resta aún?...
Dijisteis ha poco que el Duque quería castigar
al
culpable de un modo ejemplar. ¿Qué entendéis
por
ejemplar?
WURM.- No preguntéis.
LUISA.- ¡Oye, hombre! Tú eres discípulo del
verdugo. ¿Cómo podrías, de otra manera, pasar
lentamente el hierro por los miembros
temblorosos,
y suspender el golpe de gracia contra el
corazón
palpitante?... ¿Qué suerte aguarda a mi padre?
Tus
palabras son mortales, ¿qué no ocultará tu silencio?
¡Habla! Deja caer sobre mí toda esa carga
abrumadora. ¿Cuál será la suerte de mi padre?
WURM.- Se le formará una causa criminal.
LUISA.- ¿Qué significa eso?... Yo soy una
criatura inocente o ignorante, que comprendo
poco
vuestra horrible jerga latina. ¿Qué quiere
decir una
causa criminal?
WURM.- Un juicio sobre la vida o la muerte.
LUISA. (con firmeza.)- Gracias. (Corre a la
habitación próxima.)
WURM. (Muy sorprendido.)- ¿Adónde va? ¿Si
intentará esta loca algo?... ¡Diablo!... No lo
hará...
corro detrás... soy responsable de su vida.
(En
ademán de seguirla.)
LUISA. (Que vuelve abrigada con su manto.)-
Dispensadme, señor Secretario. Voy a cerrar la
puerta.
WURM.- ¿Y a dónde vais tan de prisa?
LUISA.- A ver al Duque. (Disponiéndose a
salir.)
WURM.- ¿Cómo? ¿Adónde? (Deteniéndola
asustado.)
LUISA.- A ver al Duque. ¿No comprendéis? A
ver al mismo Duque, el que quiere someter a mi
padre a una causa capital... No, no puede
querer...
porque algunos malvados lo deseen. En todo
este
proceso de esa majestad, solo intervendrá la
suya
para poner su real firma.
WURM. (Riendo a carcajadas.)- ¡A ver al Duque!
LUISA.- Conozco la causa de vuestra risa...
porque no encontraré allí ninguna
misericordia...
¡Dios me libre! Sólo desprecio... sólo
desprecio a
mis gritos. Me han dicho que los poderosos de
la
tierra no saben lo que es la compasión... y no
quieren aprenderlo. Yo me propongo enseñarles
lo
que es... yo se lo trazaré en todas las
angustias de la
muerte... yo se lo modularé con acentos que
penetrarán hasta la médula de los huesos... y
cuando,
al oír mi descripción, se ericen sus caballos,
gritaré,
al concluir, a sus oídos, que también a la
hora de la
muerte los pulmones de los dioses de la tierra
sufren
el estertor de la agonía, y que el día del
juicio final
majestades y mendigos pasarán por la misma
criba.
(Hace ademán de irse.)
WURM. (Con fingida bondad.)- ¡Andad, pues;
sí, andad! Es el partido más prudente. Os
aconsejo
que vayáis, y os aseguro que el Duque os
recibirá
bien.
LUISA. (Deteniéndose de repente.)- ¿Que
decís?... ¿También me lo aconsejáis?
(Volviéndose
con prontitud.) ¡Hum! ¿Qué hacer? Algún
peligro
grave hay en ello, cuando este hombre me lo
aconseja... ¿En qué os fundáis para asegurar
que el
Príncipe ha de recibirme bien?
WURM.- Porque quizás le convenga.
LUISA.- ¿Que le convenga? ¿Qué precio
señalará a ese acto de humanidad?
WURM.- La belleza de la suplicante es precio
suficiente.
LUISA. (Atónita y en alta voz.)- ¡Dios de
justicia!
WURM.- Y espero que, tratándose de la
salvación de un padre, no lo tacharéis de
excesivo.
LUISA. (Paseándose desconcertada.)- Sí, sí.
¡Es
verdad! Vuestros grandes... vuestros grandes
están
reñidos con la verdad, parapetados en sus
vicios,
como si los apartaran de ella espadas de
querubines... Que Dios omnipotente te proteja,
oh
padre. Tu hija puede morir, no pecar por ti.
WURM.- Sobremanera lo extrañaría ese pobre
hombre abandonado... «Mi Luisa, me dijo, me ha
perdido. Mi Luisa me salvará...» Voy
corriendo,
señorita, a llevarle vuestra respuesta.
(Fingiendo que
se va.)
LUISA. (Corriendo tras él y sujetándolo.)-
¡Deteneos! ¡deteneos! ¡Paciencia! ¡Que pronto
se
halla este Satanás, siempre que ha de
desesperar a
alguien!... Yo lo he perdido y debo salvarlo.
¡Hablad,
aconsejadme! ¿Qué puedo, que debo hacer?
WURM.- Solo un medio me ocurre.
LUISA.- ¿Cuál?
WURM.- Vuestro padre ansía también...
LUISA.- ¿también mi padre?... ¿Qué medio es
ese?
WURM.- Fácil para vos.
LUISA.- Ninguno es para mí tan difícil como el
oprobio.
WURM.- Si queréis libertar al Mayor...
LUISA.- ¿De su amor? ¿Os burláis de mí?... Lo
hecho a la fuerza, ¿cómo ha de depender de mi
albedrío?
WURM.- No es eso lo que digo, apreciable
señorita. Aludo a que el Mayor, por sí y
libremente,
se retire.
LUISA.- No lo hará.
WURM.- Al parecer. ¿Cómo es posible que se
acudiera a vos, si de vos sola no dependiera
el
auxilio que se aguarda?
LUISA.- ¿Puedo yo obligarlo a que me odie?
WURM.- Probemos. Sentaos.
LUISA. (Confusa.)- ¿Cuáles son vuestros
proyectos, oh hombre?
WURM.- Sentaos. ¡Escribid! Aquí hay pluma,
papel y tinta.
LUISA. (Sentándose muy inquieta.)- ¿Qué voy á
escribir? ¿A quién?
WURM.- Al verdugo de vuestro padre.
LUISA.- ¡Ah! ¡Cuánta es vuestra práctica en
atormentar, el alma! (Coge una pluma.)
WURM. (Dictando.) «Excelentísimo Señor.»
(Luisa escribe con mano trémula.) «Tres días
insoportables han transcurrido ya... ya... Y
no nos
hemos visto.»
LUISA. (Atónita, soltando la pluma.)- ¿Para
quién es esta carta?
WURM.- Para el verdugo de vuestro padre.
LUISA.- ¡Dios mío!
WURM.- «El Mayor tiene la culpa... el Mayor...
que me guarda todo el día como un Argos.»
LUISA.- ¡inaudita maldad! ¿Para quién es esta
carta?
WURM.- Para el verdugo de vuestro padre.
LUISA. (Retorciéndose las manos.)- ¡No, no,
no! ¡Que tiranía, oh cielos! Castiga al hombre
humanamente, si te ofende; pero ¿por qué
ahogarme
entre estos dos horrores? ¿Por qué llevarme de
este
modo entre la vida y la muerte? ¿Por qué se ha
de
cebar en mis carnes este demonio, ávido de
sangre?... Haced lo que queráis. Yo no escribo
eso.
WURM. (Cogiendo el sombrero.)- Como
gustéis, señorita, vuestros deseos son órdenes
para
mí.
LUISA.- ¿Mis deseos, decís? ¿Mis deseos?...
¡Prosigue, hombre sin entrañas! Suspende a una
mujer desventurada al borde del Averno; exige
de
ella algo y ofende a Dios, y di que obedeces
sus
deseos... ¡Oh! Harto bien sabes que nuestro
corazón
depende de sus naturales impulsos como si
fuesen
cadenas. Todo me es ahora indiferente.
Dictadme
cuanto os plazca. Nada diré ya. Cedo a las
argucias
del demonio. (Siéntase por segunda vez.)
WURM.- «Todo el día como un Argos.» ¿Lo
habéis escrito?
LUISA.- ¡Adelante, adelante!
WURM.- «Ayer estuvo en mi casa el Presidente.
Era ridículo contemplar al buen Mayor
defendiendo
mi honra.»
LUISA.- ¡Oh, bien, bien! ¡Magnífico!
¡Adelante!
WURM.- «Recurrí entonces a un desmayo... a un
desmayo para no reírme a carcajadas.»
LUISA.- ¡Oh cielos!
WURM.- «Pero pronto me fue insoportable la
máscara... insoportable... ¡Si tan sólo lograra
escaparme...»
LUISA. (Que se detiene, se levanta y se pasea
cabizbaja, como si buscara algo en el suelo;
luego se
sienta otra vez, y continúa escribiendo.)-
Lograra
escaparme...
WURM.- «Mañana está de servicio...
Aprovechad esta ocasión, en que me deja sola,
y
venid a donde sabéis...» ¿Habéis puesto a
donde
sabéis?
LUISA.- ¡Todo!
WURM.- «A donde sabéis, a ver a vuestra
enamorada... Luisa.»
LUISA.- Falta ahora la dirección.
WURM.- «Al Sr. Mariscal de Kalb.»
LUISA.- ¡Divina Providencia! Nombre tan
extraño a mis oídos, como estas líneas
vergonzosas
lo son a mi corazón. (Levántase, y fija su
vista largo
rato en lo escrito, y al fin lo presenta al
Secretario
con voz apagada y moribunda.) Tomad,
caballero...
Mi nombre sin tacha... Fernando... toda la
felicidad
de mi vida la pongo en vuestras manos... Soy
una
miserable pordiosera.
WURM.- ¡Oh no! No tembléis, querida señorita.
Os compadezco sinceramente. Quizás... ¿quién
sabe? Pudiera bien prescindir de ciertas
cosas. ¡En
verdad, pardiez, que os compadezco
sinceramente!
LUISA. (Mirándolo con fijeza y con atención.)-
¡No acabéis, caballero! Os veo en camino de
desear
algo espantoso.
WURM. (Disponiéndose a basarle la mano.)-
Suponed que fuese esta linda mano... ¿Qué
decís,
querida mía?
LUISA. (Con magnanimidad y con horror.)-
Que te ahogaría en la noche de bodas, y
después me
pondría en la rueda con deleite. (Hace ademán
de
irse y vuelve en seguida.) ¿Terminamos ya,
caballero?
¿Puede tomar su vuelo la paloma?
WURM.- Falta sólo algo insignificante,
señorita.
Habéis de jurarme que, si llega la ocasión de
preguntarle, declararéis que habéis escrito
esta carta
espontáneamente.
LUISA.- ¡Dios mío, Dios mío! ¿Y tú has de
poner tu sello divino en esta trama infernal?
(Wurm
se la lleva.)
ACTO IV.
ESCENA PRIMERA.
Sala en casa del Presidente.
FERNANDO DE WALTER, con una carta
abierta en la mano, entra precipitadamente por
una puerta, y
un AYUDA DE CÁMARA por otra.
FERNANDO.- ¿No estaba aquí el Mariscal?
EL AYUDA DE CÁMARA.- Señor Mayor, el
Excmo. Sr. Presidente pregunta si estáis en
casa.
FERNANDO.- ¡Mil truenos! Lo que digo es si
no estaba aquí el Mariscal.
EL AYUDA DE CÁMARA.- S. E. está arriba
jugando al faraón.
FERNANDO.- ¡Qué S. E., en nombre de todos
los diablos del infierno, venga a buscarme!
(Vase el
Ayuda de cámara.).
ESCENA II.
FERNANDO, solo, lee la carta, y ya se queda
cabizbajo,
ya se revuelve airado.
¡No es posible! ¡No es posible! Esa envoltura
divina no ha de albergar un corazón de
demonio... Y
sin embargo, sin embargo... Si todos los
ángeles
bajasen aquí para afirmar su inocencia... si
el cielo y
la tierra, si el Creador y sus criaturas se
congregaran
con igual objeto... escrita de su puño...
Engaño
monstruoso o inaudito, que jamás presenció la
humanidad... ¿Fue esta la razón de oponerse
tan
obstinadamente a nuestra huida?... Por esto...
¡oh
Dios! Ahora despierto, ahora se cae para mí el
velo,
que todo lo encubría... ¡Por esto renunció con
tanto
heroísmo a mi amor, y casi, casi me sedujo su
afeite
celestial! (Recorre muy agitado el aposento, y
después se queda pensativo.) ¡Arraigarse tan
hondamente en mi corazón!... Corresponder así
a los
sentimientos más osados, a las vibraciones de
mi
alma más gratas y delicadas, a mis fogosos
trasportes... Explotar hasta el valor de una
lágrima...
acompañarme a las cumbres escarpadas de la
pasión,
y salirme al encuentro siempre que estaba
pronto a
precipitarme en el abismo... ¡Dios mío, Dios
mío! ¡Y
todo esto una farsa indigna!... ¿Una farsa?...
¡Oh! Si
la mentira tiene un colorido tan seductor,
¿cómo los
ángeles del mal no penetran en el cielo?
Cuando yo le manifesté los peligros
inseparables
de muestro, amor, ¡con que falsía tan
persuasiva no
palideció la culpable! ¡con que victoriosa
dignidad
anulaba la insolente altivez de mi padre en el
mismo
instante en que, como mujer, se creía
culpable!...
¿Cómo?... ¿No resistió también la prueba del
fuego
de la verdad?... ¡Y la hipócrita se desmayó!
¿Cuál
será tu lenguaje ahora, oh sensibilidad?
También las
coquetas se desmayan. ¿Cómo te justificarás,
¡oh!
inocencia? También se desmayan las
prostitutas.
Ella sabe hasta dónde llega mi pasión. Ha
visto
el fondo de mi alma. Ha contemplado mi corazón
en mis ojos, al rubor de nuestro primer
beso... ¿Y
nada sentía?... ¿se vanagloriaba sólo del
triunfo de
sus artes?... Cuando en mi venturoso delirio
encerraba en ella locamente toda mi gloria, y
hasta se
callaban mis más impetuosos deseos, ella sola
y la
eternidad eran entonces los únicos
pensamientos de
mi mente... ¡Dios mío! ¿Y nada sentía?... ¿No
sentía
más que la satisfacción de un triunfo? ¿Nada
más
que el homenaje rendido a sus encantos?
¡Muerte y
venganza! ¿Nada sino que me engañaba?
ESCENA III.
FERNANDO Y EL MARISCAL.
EL MARISCAL. (Entrando de puntillas.)-
¿Habéis mostrado deseos de verme, querido
mío?...
FERNANDO. (Aparte entre dientes) -De
retorcer a un bribón el cuello. (Alto.) Esta
carta,
Mariscal, ha debido caer de vuestro bolsillo
en la
parada... y yo (con amarga sonrisa) he tenido
la
dicha de encontrarla.
EL MARISCAL.- ¿Vos?
FERNANDO.- Por la más divertida de las
casualidades. Dios lo ha dispuesto así.
EL MARISCAL.- Ya notáis cuánto lo siento,
Barón.
FERNANDO.- ¡Leedla, leedla! (Alejándose de
él.) Si soy un amante desgraciado, quizás sea
venturoso intermediario. (Mientras que el
Mariscal
lee, se aproxima a la pared y descuelga un par
de
pistolas.)
EL MARISCAL. (Que tira la carta sobre la
mesa, e intenta irse.)- ¡Maldición!
FERNANDO. (Cogiéndolo de un brazo, y
obligándolo a volver.) ¡Paciencia, estimado
Mariscal!
La noticia me parece agradable. Quiero la
debida
recompensa. (Enseñándole las pistolas.)
EL MARISCAL. (Retrocediendo asustado) -
Seréis razonable, querido.
FERNANDO. (Con voz firme y amenazadora)-
Más de lo necesario para enviar al otro mundo
a un
bribón como tú. (Preséntale una pistola, sacando
un
pañuelo del bolsillo.) ¡Tomad! Coged la punta
de ese
pañuelo... Es de esa cortesana.
EL MARISCAL.- ¿De este pañuelo? ¿Estáis
loco? ¿Qué os proponéis?
FERNANDO.- ¡Coged esa punta, te digo! ¡A
no ser así, errarás el tiro, cobarde!... ¡Cómo
tiembla
el vil! ¡Debes dar gracias a Dios, infame,
porque esta
será la primera vez que encuentres algo en tu
cerebro! (El Mariscal insiste en huir.) ¡Poco
a poco!
No será esto tan fácil. (Lo sujeta y corre el
cerrojo.)
EL MARISCAL.- ¿En este aposento, Barón?
FERNANDO.- ¡Como si la cosa mereciera dar
un paseo contigo por la muralla!... Tira y
sonará
mejor, y este será el primer ruido que haces
en el
mundo... ¡Tira!
EL MARISCAL. (Enjugándose el sudor de la
frente.) ¿Y deseáis exponer así vuestra
preciosa vida,
joven de tan bellas esperanzas?
FERNANDO.- ¡Tira, te repito! Nada tengo que
hacer en este mundo.
EL MARISCAL.- Pero yo tengo que hacer en el
tanta más, excelente amigo.
FERNANDO.- ¿Tú, bribón? ¿Cómo? ¿Tú?...
¿Ser acaso la polilla, en donde son raros los
hombres? ¿Alargarte y acortarte siete veces en
un
momento, como la mariposa clavada en la aguja?
¿Llevar el registro de las idas y venidas de
tu señor a
ciertos lugares excusados, y ser el caballo de
alquiler
de su ingenio? Bien; es igual, yo te llevo
conmigo
como a un animal extraño. A manera de mono
enseñado, bailarás tú al compás de los
aullidos de los
condenados, traerás lo que te manden,
obedecerás, y
con artificios cortesanos aliviarás un tanto
su
desesperación eterna.
EL MARISCAL.- ¡Lo que gustéis, caballero, lo
que os plazca!... Pero dejémonos de pistolas.
FERNANDO.- ¡Vedlo ahí, a ese hijo del
dolor!... ¡Vedlo ahí, para oprobio del sexto
día de la
creación! ¡Como si un editor de Tubinga
quisiera
parodiar al Todopoderoso!... ¡Lástima sólo,
perpetua
lástima para la onza de sesos, tan mal
alojados en ese
cráneo ingrato! Esta única onza hubiese
transformado a un mono en hombre perfecto, y
en
él sirve para ludibrio de la razón... ¡Y
entregarle la
mitad de su corazón!...
¡Monstruoso!
¡Incomprensible!... A un personaje más a
propósito
para alejar el pecado, que para fomentarlo.
EL MARISCAL.- ¡Oh! Gracias sean dadas a
Dios, que hace alarde de su ingenio.
FERNANDO.- Prefiero dejarlo como es. La
tolerancia, que perdona a un gusano, valga
también
en su favor. Cuando se tropieza con estos
seres,
quizás se alcen los hombros, acaso se admire
la sabia
economía de la Providencia, que hasta con estiércol
e inmundicias alimenta a sus criaturas, y
ofrece en lo
alto de la horca un festín a los cuervos, y un
cortesano en el lodo que rodea a los
soberanos... Por
último, nos sorprendemos al observar el orden
del
universo, que, hasta en el mundo moral,
mantiene
víboras y tarántulas para derramar su
ponzoña...
Pero (Renovándose su ira.) que ese engendro no
toque a mis flores (sacudiendo al Mariscal con
violencia.), o si la hace, lo aniquilo por
completo.
EL MARISCAL. (Aparte y suspirando.)- ¡Dios
mío! ¡Quién no pudiera alejarse de aquí! ¡En
Bicetre,
junto a París, siempre que estuviese lejos!
FERNANDO.- ¡Bribón! ¡Si ella no es ya pura!...
¡Bribón! ¡Si tú te has entregado al placer,
cuando yo
sólo adoraba... (Con más cólera.) Si has sido
un
libertino, cuando yo me creía un Dios!
(Cállase de
repente, luego con acento terrible.) Más te
valiera,
oh bribón, refugiarte en el Infierno, que te
encuentre
mi rabia en el Cielo... ¿Hasta dónde has
llegado en
tus amoríos con ella? ¡Confiésalo!
EL MARISCAL.- ¡Soltadme! Todo lo diré.
FERNANDO.- ¡Oh! Más seductor ha de ser
cortejar a esa joven, que soñar en la gloria
con otra...
Si ella quisiera perderse, ¡oh! si lo
quisiera, podría
rebajar la dignidad del alma y desnaturalizar
la virtud
con el deleite. (Apoyando la pistola contra el
corazón del Mariscal.) ¿Qué has hecho con
ella?
¡Mueres, si no lo confiesas!
EL MARISCAL.- ¡Nada! ¡Nada absolutamente!
¡Tened un solo minuto de paciencia! Os han
engañado.
FERNANDO.- ¡Y me lo pagarás, malvado!...
¿Qué has hecho con ella? ¡Confiésalo, o
mueres!
EL MARISCAL.- ¡Mon Dieu! ¡Dios mío! Yo lo
digo... ¡Escuchad!... Su padre... su mismo
querido
padre...
FERNANDO. (Con ira.)- ¿Te ha vendido su
hija? Pero ¿qué has hecho con ella? ¡Te mato,
o lo
dices!
EL MARISCAL.- ¡Estáis loco! ¡No me oís!
Jamás la he visto. No la conozco. Nada sé de
ella.
FERNANDO. (Retrocediendo.)- ¿No la has
visto? ¿No la conoces? ¿Nada sabes de ella?...
Luisa
Miller se ha perdido por tu obra, ¿y tú
reniegas de
ella tres veces consecutivas? ¡Vete,
miserable! (Le da
un culatazo con la pistola y lo echa.) Ninguno
como
tú ha podido inventar la pólvora.
ESCENA IV.
FERNANDO, solo.
(Después de un largo silencio, durante el cual
su
fisonomía toma una expresión terrible.)-
¡Perdido! ¡Sí,
desdichada... ¡Lo estoy! ¡Y tú también! ¡Sí,
por Dios
Omnipotente!... ¡Sí yo me veo perdido, tú
también
lo estás!... ¡Juez soberano! No me hagas
responsable.
Ella es mía. Por ella renuncié a tu mundo, a
todas las
grandezas de tu creación. ¡Déjamela,... Juez
soberano! Almas a millones te suplican...
míralas con
ojos misericordiosos. ¡Déjame sólo a ella.!
¡Juez
soberano! (Juntando las manos con la mayor
angustia.) El Creador de todas las cosas, tan
rico, tan
poderoso, ¿me rehusará una sola alma, que es
además la más desdichada de sus obras?...
¡Ella es
mía! Yo, antes, su Dios; ahora, su mal ángel.
(Mirando oblicuamente con ojos extraviados.)
¡Unido a ella toda una eternidad sobre la
rueda del
tormento!... mis ojos echando raíces en los
suyos...
mis cabellos erizados, confundidos con los
suyos...
nuestros ayes mezclados... y entonces
recomenzar
mis caricias, y repetirle sus juramentos...
¡Dios mío,
Dios mío!... esta unión es temible... pero
eterna.
(Hace ademán de irse: el Presidente se
presenta.)
ESCENA V.
FERNANDO Y EL PRESIDENTE.
FERNANDO. (Retrocediendo.)- ¡Oh!... ¡mi
padre!
EL PRESIDENTE.- Nos encontramos muy a
propósito, hijo mío. Yo vengo a anunciarte una
grata nueva, que, además, oh hijo querido, ha
de
sorprenderte. ¿Nos sentamos?
FERNANDO. (Que le mira fijamente.)- ¡Padre
mío! (Acercándose a él muy conmovido, y
estrechando su mano.) ¡Padre mío! (Buscando su
mano y arrodillándose.) ¡Oh padre mío!
EL PRESIDENTE.- ¿Qué tienes, hijo?
¡Levántate! ¡Tu mano arde y tiembla!
FERNANDO. (Con emoción impetuosa y calor
extraordinario.) ¡Perdonad al ingrato, padre
mío!
¡Soy un verdadero réprobo! No he correspondido
a
vuestra bondad. Vuestros sentimientos eran tan
paternales... ¡Oh! Adivinabais... ahora es ya
tarde...
¡Perdón!... ¡Perdón! ¡Bendecidme, padre mío!
EL PRESIDENTE. (con hipocresía, y aire
afectado de inocencia.)- ¡Levántate, hijo!
Reflexiona
quo tus palabras son para mí un enigma.
FERNANDO.- Esa Miller, padre... ¡Oh,
conocéis bien el corazón humano!... ¡Vuestra
ira era
entonces tan justa, tan digna, tan paternal,
tan llena
de noble ardor!... Sólo que, con tanto celo
por el
bien de vuestro hijo, habíais... errado el
camino...
Esa Miller...
EL PRESIDENTE.- ¡No me atormentes, hijo!
¡Maldigo mi dureza! Vengo a pedirte perdón.
FERNANDO.- ¡Perdón a mí! ¡Caiga vuestra
maldición sobre mi cabeza!...
¡Vuestra desaprobación era sólo sabiduría;
vuestro rigor
compasión divina! ... Esa Miller, padre...
EL PRESIDENTE.- ¡Es una joven amable y
noble! Yo me retracto de mis sospechas
infundadas!
¡Ha conquistado mi estimación!
FERNANDO. (Que se levanta conmovido.)-
¡Cómo! ¿vos también? ... ¿No es verdad, padre
mío,
que es una criatura inocente?... ¡Es tan
natural
amarla!...
EL PRESIDENTE.- Di más bien que es un
crimen no amarla.
FERNANDO.- ¡inaudito! ¡Monstruoso!...- ¿Y
leéis también en el fondo de los corazones?
¡La
mirabais con ojos de odio!... ¡Hipocresía sin
ejemplo!... Esta Miller, padre...
EL PRESIDENTE.- Merece ser hija mía. Su
virtud vale un árbol genealógico, y su belleza
un
tesoro. Mis principios ceden a tu amor... ¡Qué
sea,
pues, tuya!
FERNANDO. (Que sale precipitadamente del
aposento.)- ¡Esto me faltaba! ¡Adiós, padre
mío!
(Vase.)
EL PRESIDENTE. (Siguiéndolo.)- ¡Detente,
detente! ¿Adónde vas así? (Vase.)
ESCENA VI.
Una sala suntuosa en casa de Lady Milford.
LADY MILFORD Y SOFÍA, que entran.
LADY.- ¿La has visto, pues? ¿Vendrá?
SOFÍA.- ¡Ahora mismo! Estaba vestida como
de casa, y pensaba ataviarse sin tardanza.
LADY.- No me digas nada de ella... ¡Silencio!
Tiemblo como un criminal al pensar que he de
verla
feliz, cuando su corazón armoniza tan
terriblemente
con el mío... ¿Y cómo recibió mi invitación?
SOFÍA.- Se quedó sorprendida, pensativa; me
miró con ojos espantados, y se calló. Yo
esperaba
oír sus excusas, cuando dirigiéndome una
ojeada,
que me extrañó sobremanera, me respondió:
«Vuestra señora me manda hoy lo que yo pensaba
pedirle mañana.»
LADY. (Muy inquieta.)- Déjame, Sofía.
Compadéceme. Me ruborizaré, si es una mujer
ordinaria, y si algo más, me desesperaré.
SOFÍA.- Pero, Milady... no es así como se ha
de
recibir a una rival. Tened presente lo que
sois.
Recordad vuestro nacimiento, vuestro rango,
vuestro
poder, y llamadlos en vuestra ayuda. Un
corazón
orgulloso debe realzar el brillo soberbio de
vuestra
presencia.
LADY. (Distraída.)- ¿Qué charla esta loca?
SOFÍA. (Con malicia.)- ¿Será casual, acaso,
que
hoy os adornen vuestros diamantes más
preciosos?
¿Será casual que hoy llevéis vuestros vestidos
más
ricos?... ¿Que vuestra antesala hormiguee de
lacayos
y pajes, y que recibáis a la joven oscura en
un salón
regio de vuestro palacio?
LADY.
(Paseándose, con amargura.)-
¡Detestable! ¡Insufrible! ¡Ojos de lince
tienen las
mujeres para ver los defectos de otras
mujeres!...
Pero ¡cuán bajo, cuán bajo habré caído, para
que me
comprenda semejante persona!
UN AYUDA DE CÁMARA. (Entrando.)- La
señorita Miller...
LADY. (A Sofía.)- ¡Vete tú! ¡Aléjate! (Con
imperio, al observar que Sofía duda.) ¡Vete!
¡Yo te
lo mando! (Vase Sofía, y ella da un paseo por
la
sala.) ¡Bueno! No está mal mi emoción. Tal era
mi
deseo. (Al Ayuda de cámara.) ¡Que entre esa
joven!
(Vase el criado; ella se deja caer en un sofá
y toma
un aire de nobleza y abandono.)
ESCENA VII.
LUISA MILLER entra con timidez, y se detiene
muy lejos de MILADY, que le ha vuelto la
espalda,
mirándola atentamente en el espejo de
enfrente;
pausa.
LUISA.- ¡Señora! Espero vuestras órdenes.
MILADY. (Que se vuelve hacia Luisa, y le baja
la cabeza con altivez y desdeñosa
curiosidad.)- ¡Ah!
¿Estáis ya aquí?... Sin duda la señorita...
cierta... ¿cuál
es vuestro nombre?
LUISA. (Algo picada.)- Mi padre se llama
Miller,
y Vuestra Señoría mandó buscar a su hija.
MILADY.- ¡Verdad, verdad! Ya me acuerdo... la
pobre hija del músico, de quien se hablaba
hace
poco. (Pausa, y aparte.) Muy interesante, y,
sin
embargo, no es ninguna beldad... (Alto, a
Luisa.)
¡Acercaos, hija mía! (Aparte.) Ojos
acostumbrados a
llorar. ¡Cómo me agradan esos ojos! (Alto.)
¡Más
cerca... más!... ¡Hija mía! Creo que me tienes
miedo.
LUISA. (Con grandeza y decisión.)- No, Milady.
Yo desprecio la opinión del vulgo.
MILADY. (Aparte.)- Y, sin embargo, vulgar es
su insolencia. (Alto.) Os han recomendado a
mí,
señorita. Dicen que sabéis algo, sobre todo
vivir...
¡Sea así! Haré por creerlo... Por nada del
mundo
calificaré de engañoso a su ardiente
protector.
LUISA.- Sin embargo, no conozco a nadie,
Milady, que se haya molestado en buscarme una
protectora.
MILADY. (Sorprendida.)- ¿La molestia en
buscar a la protectora, o a la protegida?
LUISA.- Yo lo entiendo, señora.
MILADY.- Hay en esto más malicia de lo que
promete esa fisonomía franca. ¿Os llamáis
Luisa?
¿Qué edad tenéis, si puedo preguntároslo?
LUISA.- Diez y seis años cumplidos.
MILADY. (Levantándose con prontitud.)
¡Dicho está ya! ¡Diez y seis años!... ¡El
primer latido
de la pasión!... El primer sonido argentino,
que se
arranca del piano virgen... Nada más
seductor...
Siéntate, joven amable; tú me agradas... ¡Y el
ama
también por vez primera!... ¿Qué extraño es,
por
tanto, que los rayos de la aurora se
encuentren? (Con
amistad, y cogiéndole una mano.) No hay duda,
yo
quiero hacerte feliz, querida mía... Nada,
nada es
esto más que un sueño agradable y prematuro...
(Tocando a Luisa en las mejillas.) Mi Sofía se
casa; tú
ocuparás su puesto... ¡Diez y seis años! Esto
no
puede ser duradero.
LUISA. (Besándole respetuosamente la mano.)-
Os agradezco ese favor, Milady, como si en
realidad
lo recibiera.
MILADY. (Encolerizándose.)- ¡Vaya una gran
señora!... De ordinario, las jóvenes de
vuestra clase
se estiman muy dichosas, cuando encuentran una
colocación como esta... ¿Qué deseáis, pues,
doncella
pretenciosa? ¿Esos dedos son demasiado
delicados
para el trabajo? ¿Os hace tan orgullosa
vuestra
vulgar hermosura?
LUISA.- Mi rostro, noble señora, me pertenece
tan poco como mi nacimiento.
MILADY.- ¿Creéis acaso que esto no ha de
terminar nunca?... ¡Pobre criatura! Quien te
lo haya
persuadido, sea el que fuere, se ha burlado de
ti y de
sí mismo. Tus mejillas no han sido doradas a
fuego.
Lo que te ofrece tu espejo como robusto y
eterno, es
sólo oropel vano y pasajero, que se quedará
tarde o
temprano en las manos de tu adorador... ¿Qué
hacemos, pues?
LUISA.- Compadeced al adorador que compra
un diamante, porque lo creía engarzado en oro.
MILADY. (Sin querer atender a estas
palabras.)-
Una joven de vuestros años siempre tiene a
mano
dos espejos, el verdadero y el de su admirador...
la
adulación complaciente del último corrige la
ruda
franqueza del primero. El uno muestra una
señal
odiosa de viruelas. ¡Que disparate! dice el
otro; es un
hoyo en donde anidan las Gracias. Y vosotras,
inocentes, solo creéis a éste, y saltáis de
uno a otro
testimonio, hasta que confundís a ambos. ¿Por
qué
me miráis así?
LUISA.- ¡Perdonad, señora!...
Estaba deplorando la suerte de ese soberbio y
resplandeciente rubí, ignorante de los
sarcasmos de
su dueña contra la vanidad.
MILADY. (Ruborizándose.)- ¡No variéis de
conversación, picaruela! A no ser por las
esperanzas,
que ponéis en vuestra belleza, ¿qué razón hay
en el
mundo para impediros aceptar una colocación,
la
más a propósito para conocer a las gentes y
adquirir
finos modales, la única que puede extirpar
vuestras
preocupaciones vulgares?
LUISA.- ¿Y también mi vulgar inocencia,
Milady?
MILADY.- ¡Sandia observación! El bribón más
libertino se abstiene de proponernos nada
deshonroso, si no lo alentamos en su empresa.
Hacedle saber quién sois. Mostraos honrada y
digna,
y vuestra virtud estará segura.
LUISA.- Dispensadme, señora, si, por lo que yo
entiendo, me atrevo a dudarlo. Los palacios de
algunas damas son con frecuencia teatro de los
placeres más licenciosos. ¿Quién imaginará que
la
hija de un pobre músico es bastante heroica
para
lanzarse en medio de la peste, temiendo su
contagio?
¿Quién soñará que lady Milford mantiene un
gusano
roedor de su conciencia, y gasta su dinero por
gozar
de la ventaja de ruborizarse a cada
instante?... Yo soy
franca, noble señora... ¿Os regocijaría mi
presencia,
cuando os prepararais a disfrutar del placer?
¿Lo
sufriríais después de apurado?... ¡Oh! Mejor,
mejor
es que nos separen inmensas distancias... que
corran
entre ambas vastos mares!... Advertid, señora,
que
tendréis vuestras horas de ayuno, vuestros
momentos de desmayo... Las víboras del
remordimiento pueden penetrar en vuestro
corazón,
y entonces... y entonces, ¡qué tormento para
vos, al
ver retratada en el rostro de vuestra doncella
de
cámara esa paz inocente del alma, recompensa
de
toda conciencia pura! (Retrocede un paso.)
Otra vez,
Milady; otra vez os pido perdón.
MILADY.- (Muy agitada.) Es insufrible que ella
me lo diga, y aún más insufrible que tenga
razón.
(Acercándose a Luisa, y mirándola fijamente.)
Tú no
me engañarás, joven. Las opiniones solas no se
expresan con tanto calor. En el fondo de tus
frases
hay un interés apasionado, que te impide
aceptar mi
servicio... y que infunde en tu lenguaje tanta
energía
(Con aire amenazador.) Y, ¡que yo descubriré!
LUISA. (Con noble serenidad.)- ¡Y aunque lo
descubrieseis! ¡Y aunque hirieseis con el pie
a la
tierra con desprecio, y despertaseis al débil
gusanillo,
al cual dotó el Criador de un aguijón para
defenderse
de sus enemigos!... Yo no temo vuestra
venganza,
Milady... La miserable pecadora, en el
infamante
instrumento del suplicio, se reiría de la
ruina del
universo. Mi desdicha es tan grande, que la
franqueza no puede ya aumentarla. (Pausa:
después
con solemnidad.) Queréis arrancarme del polvo
de
mi humilde cuna. No analizaré este favor
sospechoso. Solo quisiera saber cuál es el
motivo,
que impulsa a Milady a pensar que yo sea
bastante
insensata para avergonzarme de mi nacimiento.
¿Qué podrá justificar que se erija en
promovedora
de mi dicha, antes de estar segura de si la
aceptaré yo
de su mano?... Yo había renunciado por
completo a
todas las alegrías de este mundo... Yo había
perdonado su huida a mi ventura... ¿Por qué
atraerme de nuevo o ella?... Si hasta la misma
Divinidad oculta los rayos de su gloria, para
que no
se asuste de sus tinieblas el serafín de más
elevado
rango... ¿por qué han de ser los hombres tan
horriblemente compasivos?... ¿De qué proviene,
Milady, que vuestra tan cacareada dicha
mendigue
tan solicita la admiración y la envidia de la
miseria?
¿Tanta necesidad de la desesperación tiene
vuestro
deleite para su recreo? ¡Oh! ¡Más vale que me
dejéis
en mi ceguedad, puesto que sólo ella puede
reconciliarme con mi funesto destino! El
insecto se
encuentra tan feliz en una gota de agua como
en un
hemisferio, tan alegre y tan bienaventurado,
hasta
que se le habla de océanos, en donde juegan
flotas y
ballenas... Pero ¿deseáis averiguar
verdaderamente si
soy dichosa? (Pausa, después se acerca con
rapidez a
Milady, y le pregunta de repente. ¿Lo sois
vos,
Milady? (Milady, sorprendida, se separa de
ella
precipitadamente, y Luisa la sigue y toca con
la
mano su corazón.) ¿Este corazón está tan
risueño
como aparenta? Y si pudiésemos ahora trocar el
vuestro por el mío, y una suerte por otra, y
si yo, en
mi candor infantil... y si yo preguntara a
vuestra
conciencia, y si os interrogara como una madre
a su
hija... ¿os decidiríais a hacer este cambio?
MILADY. (Arrojándose en el sofá, muy
afectada.)- ¡inaudito! ¡Incomprensible! ¡No,
joven!
¡No! Tú no trajiste al mundo esta grandeza, y
para
madre eres demasiado joven. ¡No me engañes!
Oigo
otro maestro muy distinto...
LUISA. (Mirándola con ahínco.)- Yo debía
admirarme, Milady, de que ahora os acordarais
de
ese maestro, cuando antes me creíais de tan
diversa
condición.
MILADY. (Levantándose da improviso.)- ¡Esto
es insoportable!... Sí, seguramente no quiero
ocultártelo... Lo conozco... lo sé todo... más
de lo
que quisiera (Detiénese y prosigue luego con
animación hasta perder la calma por completo);
¡pero atrévete, desventurada... a amarlo y a
ser
amada de él!... ¿Qué digo? ¡Osa pensar en él,
o ser
uno solo de los objetos de su pensamiento!...
Soy
poderosa; desventurada ¡Temible!... ¡Tan
verdad
como Dios existe! ¡Tu perdición, es segura!
LUISA. (Con firmeza.)- Perdida, sí, Milady, en
cuanto lo obliguéis a amaros.
MILADY.- Ya te comprendo... Pero no me
amará. Quiero sobreponerme a esta pasión
vergonzosa, humillar mi corazón y desgarrar el
tuyo... Suscitare entre vosotros montañas y
abismos;
yo seré la Furia, que atormentará vuestra
gloria...; mi
nombre, como el espectro que persigue al
criminal,
amargará, separándoos, vuestros besos. Tu
belleza y
tu floreciente juventud se desvanecerán entre
sus
brazos, hasta convertirse en una momia... Yo
no
puedo ser feliz con él... pero tú no lo serás
tampoco... ¿Oyes, miserable? Dicha es destruir
la
ajena dicha.
LUISA.- Una fortuna que os han robado ya,
Milady. No calumniéis a vuestro propio
corazón. No
sois capaz de hacer lo que, amenazándome,
acabáis
de decir. No sois capaz de atormentar a una
criatura,
que no os ha hecho otro mal que sentir como
vos...
Pero os amo ya a causa de vuestra cólera.
MILADY. (Después de serenarse.)- ¿En dónde
estoy? ¿En dónde estaba? ¿Qué he dicho? ¿A
quién
lo he dicho?... ¡Oh Luisa alma noble,
magnánima,
divina! ¡Perdona a una loca!... ¡No tocaré a
uno solo
de tus cabellos! ¿Qué deseas? ¡Habla! Quiero
llevarte
en mis brazos, ser tu amiga, tu hermana... Tú
eres
pobre... ¡Mira! (Despojándose de algunos
brillantez.)
Venderé todas estas joyas... mis vestidos, mis
caballos y carruajes... todo será tuyo, pero
renuncia a
su corazón.
LUISA. (Retrocede sorprendida.)- ¿Os mofáis
de una mujer desesperada, o no habéis tenido
formal
participación en esa acción bárbara?... ¡Ah!
¿Así
podría pasar por una heroína, y trocar en
mérito mi
desmayo? (Quédase pensativa algunos instantes;
después se acerca a Milady, toma su mano, y la
mira
fijamente con aire expresivo.) ¡Tomadlo,
Milady!...
Libremente os cedo ese hombre, arrancado de mi
corazón con violencia infernal... Quizás lo
ignoréis
vos misma, Milady; pero habéis arrebatado su
gloria
a dos amantes; habéis desunido dos corazones,
sellados por el mismo Dios; aniquilado a una
criatura, que se acercaba a Él como vos,
engendrada
como vos para la felicidad, que lo ha ensalzado
como vos, y que no lo ensalzará más...
¡Milady!
Hasta el trono del Todopoderoso llegarán los
vanos
esfuerzos del gusano hollado por osada
planta... No
es posible que se muestre indiferente a la
suerte de
las almas asesinadas en sus manos... ¡Vuestro
es
ahora! Tomadlo, pues, ahora, Milady. ¡Corred a
sus
brazos! ¡Llevadlo al altar! Pero no olvidéis
en
vuestros ósculos, que el fantasma de una
suicida se
interpondrá entre vosotros... Dios será
misericor-
dioso... No tengo otro apoyo. (Vase
corriendo.)
ESCENA VIII.
MILADY sola, conmovida, fuera le sí, mirando
fijamente a
la puerta por donde ha desaparecido LUISA; al
fin parece
salir de su arrobamiento.
MILADY.- ¿Qué era esto? ¿Qué me ha
sucedido? ¿Qué dijo esa desdichada?...
Todavía, oh
cielos, todavía están desgarrando mis oídos
esas
terribles palabras, que me condenan:
«¡Tomadlo!»....
¿A quién, desventurada? ¿Al presente de tu
mortal
agonía, al horrible legado de tu
desesperación? ¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¿Tan bajo He caído yo... tan
de
repente he descendido del trono levantado por
mi
orgullo, que espero con hambre devoradora los
restos de la última lucha mortal, que me cede
una
pordiosera generosa?... «¡Tomadlo!»... ¡y lo
dijo con
tal acento, lo acompañó con tal mirada! ¡Ah!
¡Emilia! ¿y para esto franqueaste las barreras
impuestas a tu sexo?... ¿y para esto adoptaste
el
nombre de gran señora inglesa, para que el
soberbio
edificio de tu honor se desmoronase al empuje
de la
más sublime virtud de una joven oscura y sin
defensa?... ¡No, orgullosa desventurada,
no!... Emilia
Milford podrá ruborizarse... pero nunca
envilecerse.
Yo tengo también energía suficiente para
renunciar
a... (Paseándose con majestad.) ¡Desaparece
ya,
mujer débil y desventurada!... ¡Adiós, gratas
y
risueñas imágenes del amor!... ¡Que la
magnanimidad sea desde ahora mi divisa! Cierta
es la
ruina de estos dos amantes, si lady Milford no
abandona sus pretensiones y el corazón del
Príncipe.
(Pausa; después con animación.) ¡Está
resuelto!...
¡ese obstáculo terrible ha desaparecido...
rotos yacen
los lazos, que me unían al Duque, y extirpado
de mi
pecho ese amor violento!... ¡En tus brazos me
refugio, oh virtud... ¡recibe en ellos a
Emilia, tu
arrepentida hija!... ¡Ah!... ¡que placer tan
consolador!... ¡Cuán serena, cuán superior a
mí
misma me encuentro!... Grande, como un sol en
su
ocaso, quiero descender hoy de la cumbre en
donde
me hallo, para que mi poder muera con mi amor,
y
sólo me acompañe mi corazón en mi orgulloso
destierro. (Acercándose decidida a una mesa de
escribir.) Y será ahora mismo... ahora, sin
tardanza,
antes que los encantos de ese joven amado
abran de
nuevo la llaga de mi corazón. (Se sienta y
comienza a
escribir.)
ESCENA IX.
MILADY; UN AYUDA DE CÁMARA; SOFÍA;
después el MARISCAL; y en seguida LOS CRIADOS.
EL AYUDA DE CÁMARA.- El Mariscal, en la
antesala, trae una comisión del señor Duque.
MILADY. (Mientras escribe con calor.)- ¡Ahora
se desvanecerá el polichinela serenísimo! ¡Sí,
sin
duda! La idea es bastante diabólica para
trastornar el
seso a un Príncipe... Su corte se convertirá
en un
torbellino... y todo el país sufrirá una
completa
perturbación.
EL AYUDA DE CÁMARA Y SOFÍA.- El
Mariscal, Milady...
MILADY. (Volviéndose.)- ¿Quién? ¿Qué
decís?... Tanto mejor. Este linaje de hombres
sirve
para llevar las cargas de los demás. ¡Bien
venido sea!
(Vase el Ayuda de cámara.)
SOFÍA. (Acercándosele inquieta)- Si yo no
temiera, Milady... si no fuese atrevimiento...
(Milady
escribe con calor.) La Miller ha salido
precipitadamente por la antesala... estáis
acalorada...
habláis sola...- (Milady continúa
escribiendo.)
Temo... ¿Qué sucederá?
EL MARISCAL. (Que entra, y hace muchas
cortesías a Milady vuelta de espaldas; no
notando su
presencia, aproxímase más, se coloca detrás de
su
asiento, se apodera de su vestido, y lo besa
con
timidez cortesana.)- El Serenísimo...
MILADY. (Que echa arenilla en lo escrito, y lo
lee.)- Me acusará de negra ingratitud... Yo
estaba
abandonada. Me sacó de la miseria... ¿De la
miseria?... ¡Horrible mudanza! ¡Desgarra tu
cuenta,
seductor! Mi eterna vergüenza la paga con
usura.
EL MARISCAL. (Después de dar varias vueltas
inútiles alrededor de Milady.)- Parece Milady
algo
distraída. Seré, pues, bastante atrevido para
abusar...
(Muy alto.) S. A. Serenísima me envía a
preguntaros
si habrá esta noche Bauxhall o comedia...
MILADY. (Levantándose y sonriéndose.)- Es
indiferente; cualquiera de los dos, ángel
mío...
Mientras tanto llevad esta carta al Duque para
postres (A Sofía.) Que enganchen mis
carruajes, y
que toda mi servidumbre se reúna en esta sala.
SOFÍA. (Que sale precipitadamente, muy
conmovida.)-
¡Oh cielos! ¡Qué triste presentimiento!... ¿Qué
sucederá?
EL MARISCAL.- ¡Estáis sofocada, señora!
MILADY.- Tanto menos durará el engaño...
¡Albricias, Sr. Mariscal! Habrá una plaza
vacante.
Buena cosecha para intermediarios amorosos.
(Al
mirar el Mariscal la carta furtivamente.)
¡Leedla,
leedla!... No deseo que su contenido sea un
misterio
para nadie.
EL MARISCAL. (Que lee, mientras se reúnen
los criados en el fondo.)- «Serenísimo Señor:
El
contrato, que habéis violado tan fácilmente,
no
puede ya obligarme. La ventura de vuestros
súbditos
era la condición de mi amor. El engaño ha
durado
tres años. La venda ha caído ya de mis ojos.
Me
horrorizan los favores, que provocan las
lágrimas de
vuestros gobernados... Emplead el amor, a que
ya no
puedo corresponder, en beneficio de vuestro
desolado imperio, y aprended de una princesa
inglesa a tener compasión de vuestro pueblo
alemán.
Dentro de una hora habré traspasado la
frontera.-
JUANA NORFOLK.»
TODOS LOS CRIADOS. (Que hablan entra sí
sorprendidos.)- ¿La frontera?
EL MARISCAL. (Que deja la carta en la mesa
horrorizado.)- ¡Líbrenos de ello Dios, señora
estimadísima! El que entregara esta carta, y
quien la
ha escrito, arriesgarían por igual su cabeza.
MILADY.- ¿Tal es tu preocupación, linda
alhaja? Ya sé, por desgracia, que tú, y los
que se te
asemejan, se atosigan sólo con referir lo que
otros
han hecho... Casi soy de opinión que se
escondiera
este billete en un pastel de carne de venado,
para que
S. A. S. lo encontrase de repente. en su
plato...
EL MARISCAL.- ¡Ciel! ¡Que temeridad! ¿Os
atreveríais?... ¿Habéis meditado bien la
desgracia a
que os exponéis, Milady?
MILADY. (Que se dirige a todos sus criados
reunidos, y les habla muy conmovida.)- Vuestra
emoción es muy grande, buenas gentes, y
esperáis
con angustia cuál ha de ser la solución de
este
enigma... ¡Acercaos, queridos míos!... Me
habéis
servido con bondad, y celo, atendiendo más a
mis
deseos que a mi bolsillo; la obediencia era
vuestra
pasión, mis favores vuestro orgullo... El
recuerdo de
vuestra fidelidad se unirá al de mi
envilecimiento.
¡Funesto destino, que ha hecho de mis días más
infortunados los más dichosos vuestros! (Con
lágrimas en los ojos) ¡Yo os dejo, hijos
míos!... Lady
Milford no existe ya, y Juana Norfolk es harto
pobre
para pagar sus deudas. Que mi cajero reparta
entre
vosotros sus fondos... Este Palacio pertenece
al
Duque... El más pobre de vosotros saldrá de
aquí
más rico que su señora. (Preséntales su mano,
que
todos besan con efusión.) yo os comprendo,
amigos
míos... ¡Adiós, adiós para siempre! (Reprime
sus
sollozos.) Oigo el coche, que llega. (Los deja
y quiere
salir, pero el Mariscal le cierra el paso.)
Desventurado, ¿todavía estás ahí?
EL MARISCAL. (Que mientras tanto ha estado
mirando la carta de un modo deplorable.)- ¿Y
yo he
de depositar este billete en las augustas
manos de S.
A. S.?
MILADY.- ¡Desventurado! Sí; en sus augustas
manos, y dirás a sus augustos oídos, que, no
pudiendo ir yo descalza a Loreto, trabajaré
todo el
día para purificarme y lavar la mancha de
haberlo
gobernado. (Vase apresuradamente, y los demás
muy
conmovido.)
ACTO
V.
Aposento en casa del músico.- Es la hora del
crepúsculo de la
tarde.
ESCENA PRIMERA.
LUISA, silenciosa, está sentada en el ángulo
más oscuro de
la habitación, con la cabeza apoyada en el
brazo; después de
una larga pausa aparece MILLER con una
linterna, mira
con angustia a todas partes sin ver a LUISA, y
deja el
sombrero en la mesa y la linterna en el suelo.
MILLER.- ¡Tampoco está aquí! ¡Tampoco aquí!
He recorrido todas las calles, he visitado
todas las
casas de los conocidos, y he preguntado en
todas las
puertas... nadie ha visto a mi hija. (Pausa.)
¡Paciencia, pobre, desdichado padre! Espera
hasta
mañana. Quizás aparezca en la orilla tu única
hija...
¡Dios mío, Dios mío! ¿Habré yo idolatrado a
esa
niña con exceso?... ¡Fuerte es el castigo;
fuerte,
Padre, que estás en el cielo! No murmuro,
Padre
mío, pero el castigo es terrible. (Déjase caer
con
tristeza en una silla.)
LUISA. (Desde un rincón.)- ¡Haces bien, mísero
anciano! Aprende a sufrir aún más.
MILLER. (Levantándose.)- ¿Estás ahí, hija mía?
¿Estás ahí?... Pero ¿por qué tan sola y sin luz?
LUISA.- No estoy tan sola. Cuando la oscuridad
me rodea por todas partes, es justamente
cuando yo
veo a quien me agrada.
MILLER.- ¡Dios te proteja! Sólo el gusano
roedor de la conciencia vela en compañía del
búho.
El culpable y el malvado temen sólo la luz.
LUISA.- También la eternidad, oh padre, habla
con las almas desvalidas.
MILLER.- ¡Niña, niña! ¿Qué modo de hablar es
este?
LUISA. (Levantándose y adelantándose.)- Mi
lucha ha sido atroz. Ya lo sabéis, padre. Dios
me ha
dado fuerzas. El combate ha terminado. Se
suele
decir, oh padre, que nuestro sexo es frágil y
delicado.
No lo creáis. Temblamos a la vista de una
araña, y
estrechamos entre nuestros brazos al horrible
monstruo de la destrucción. Sabed, oh padre,
que
vuestra Luisa está alegre.
MILLER.- ¡Oye, hija! Quisiera que lloraras.
Más
me agradaría.
LUISA.- ¿Cómo he de sobrepujarle en
sagacidad, padre? ¿Cómo engañar al tirano?...
El
amor es más astuto que la maldad, y también
más
atrevido... Él lo ignoraba; él, el de la
triste estrella en
el pecho... ¡Oh! son avisados, mientras ponen
en
juego su inteligencia; pero en los asuntos en
que se
interesa el corazón, los perversos se hacen
estúpidos... ¿Pensaba sellar su engaño con un
juramento? Este lazo, padre, liga a los vivos,
pero la
muerte rompe los eslabones de hierro de la
promesa
jurada. Fernando conocerá entonces a su
Luisa...
¿Queréis encargaros de llevar este billete, oh
padre?
¿Será tanta vuestra bondad?
MILLER.- ¿A quién, hija mía?
LUISA.- ¡Extraña pregunta! Lo infinito y mi
corazón no dejan entre sí espacio bastante
para
formular un solo pensamiento acerca de él...
Por
otra parte, ¿a quién sino a él podría escribir
yo?
MILLER. (Inquieto.)- Oye, Luisa, voy a romper
el sobre.
LUISA.- Como queráis, padre... Pero nada
adelantaréis. Las letras son como cadáveres, y
sólo
viven a los ojos del amor.
MILLER. (Leyendo.)- «Te hacen traición,
Fernando... Una infamia sin ejemplo ha roto el
lazo
que unía nuestras almas; un horrible juramento
ha
hecho enmudecer mi lengua, y tu padre ha
puesto en
todas partes vigilantes. Pero, si tienes
valor, amado
mío, yo conozco cierto lugar, en donde no
obliga
ningún juramento, ni en donde se encuentra
ningún
espía.» (Miller se detiene, y la mira con
seriedad.)
LUISA.- ¿Por qué me miráis así? Leedla toda,
padre.
MILLER.- «Pero has de tener valor suficiente
para recorrer esa senda de tinieblas, en donde
solo tu
Luisa y Dios pueden guiarte. únicamente has de
llevar allí tu amor, renunciando a todas tus
esperanzas y deseos fogosos; sólo puede
servirte tu
corazón. Si quieres... parte cuando el reloj
de la torre
de los Carmelitas dé las doce. Si no te
atreves... no
llames varonil a tu sexo, porque una doncella
te llena
de vergüenza. (Miller deja la carta en la
mesa, mira
ante él pensativo, con dolor y fijeza; y, por
último, se
vuelve hacia ella, y le dice con voz lenta y
entrecortada.) Y ¿Cuál es ese tercer lugar,
hija mía?
LUISA.- ¿No sabéis cuál es? ¿No lo conocéis
realmente, padre?... ¡Cosa extraña! Está
descrito de
manera, que es fácil encontrarlo. Fernando lo
hallará.
MILLER.- ¡Hum! Habla más claro.
LUISA.- No me es posible darle un nombre
grato... No os asustéis, padre, si es odioso
ese lugar...
¿Por qué el amor no ha inventado su nombre?
Sería
entonces el más dulce. Ese tercer lugar, padre
bondadoso... dejadme decirlo de una vez... ¡es
la
tumba!
MILLER. (Cayendo en una silla.)- ¡Dios mío!
LUISA. (Acercándose a él, y sosteniéndolo.)-
¡No Padre mío! Sólo son vanos temores los que
despierta esa palabra... Desechadlos, y allí
veréis un
lecho nupcial, en donde la aurora tiende su
tapiz
dorado, y la primavera teje sus guirnaldas de
varios
colores. Sólo un pecador llorón puede
calificar a la
muerte de esqueleto, pero es en realidad un
niño de
cabellos de oro y faz angelical, lleno de
vida, como
pintan al Dios del amor, pero no tan
travieso... un
genio servicial y pacífico, que ofrece un
brazo al
alma del cansado peregrino, le abre las
puertas de la
grandeza eterna, le sonríe con benevolencia, y
desaparece.
MILLER.- ¿Qué te propones, hija mía?...
¿Quieres emplear contra ti tus propias manos?
LUISA.- ¡No hables así, padre mío! Dejar una
sociedad, que no puede sufrirme... pasar antes
de
tiempo a un lugar, en donde no puedo ya
faltar... ¿es
acaso pecado?
MILLER.- El suicidio es el más repugnante de
todos, hija mía... El único irreparable,
porque son
simultáneos el pecado y la muerte.
LUISA. (Que se queda atónita.)- ¡Eso es
horrible! Pero no será tan pronto. Me arrojaré
al río,
padre, y mientras me ahogo invocaré la
misericordia
divina.
MILLER.- O lo que es lo mismo, te arrepentirás
del robo, en cuanto dejes seguro lo robado...
¡Hija,
hija! Ten cuidado no te burles de Dios, cuando
más
necesitas de su ayuda... ¡Oh! lejos, demasiado
lejos
has ido ya, en mi opinión!... No oras ya, y el
Todopoderoso ha levantado de ti su mano.
LUISA.- ¿Amar es quizás un delito, padre?
MILLER.- Si es a Dios a quien amas, nunca
pecarás... ¡Me has agobiado, hija mía única,
me has
agobiado con insufrible peso; casi me llevas a
la
tumba!... Sin embargo, no quiero afligirte
más... Hija,
yo hablaba hace poco creyendo estar solo. Me
has
oído; y de todas maneras, ¿por qué ocultártelo
ya? tú
eras mi ídolo: óyeme, Luisa, si sientes
todavía algún
afecto hacia tu padre... Tú eras todo para mí.
Nada
puedes hacer ahora de tu bien, porque puedo
perderlo todo. Mis cabellos, como ves,
comienzan ya
a blanquear. Va llegando para mí el tiempo en
que
los padres suelen gozar del fruto del capital,
que han
formado en el corazón de sus hijos... ¿Vas a
defraudar mis esperanzas, Luisa? ¿Quieres
perderte
con todo cuanto posee tu padre?
LUISA. (Besando su mano con la más viva
emoción.)- ¡No, padre mío! Dejo este mundo
debiéndooslo todo, y pagaré en el otro con
usura.
MILLER.- ¡Ten cuidado no te engañes en tus
cálculos, hija mía! (Serio y con gran
solemnidad.)
¿Nos encontraremos ya allí de nuevo?... ¡Cuán
pálida te pones!... Mi Luisa comprenderá sin
trabajo,
que no es fácil que yo la vea en el otro
mundo,
porque no pienso visitarlo tan pronto como
ella.
(Luisa se precipita en sus brazos, sobrecogida
de
terror; él la oprime contra su pecho, y
continúa con
voz suplicante.) ¡Oh! hija, hija mía! ¡Oh hija
humillada! ¡Oh hija, quizás ya perdida!
¡Atiende a las
palabras de tu padre, importantes para ti! Yo
no
puedo vigilarte. Está en mi mano arrancarte un
puñal, pero puedes suicidarte con una aguja.
Yo
puedo preservarte del veneno, y tú ahorcarte
con un
collar de perlas... Luisa... Luisa... solo me
es lícito
aconsejarte... ¿Intentas recurrir al extremo
de
exponerte a que tus ilusiones falaces se
desvanezcan
al llegar al horrible puente, que separa al
tiempo de
la eternidad? ¿Osarás presentarte ante el
trono del
Omnipotente, y engañarlo diciéndole: vengo por
mi
amor a ti, oh Creador... cuando tus ojos
culpables
están buscando su ídolo terrenal?... Y si ese
vano
Dios de tu fantasía, gusano entonces como tú,
se
retuerce a los pies de tu Juez, califica de
engaño, en
tan supremo instante, a tu confianza impía, y
somete
tus esperanzas infundadas a la misericordia
eterna,
cuando el desdichado apenas se atreve a
implorarla
para sí... ¿qué harás? (Con más energía y en
voz más
alta.) ¿Qué harás entonces, infortunada? (La
estrecha
un momento con fuerza, la mira sin pestañear y
después la suelta de repente.) Ahora nada más
sé...
(Levantando su diestra.) ¡Estoy ahora delante
de ti,
Dios y Supremo Juez! ¡Nada puedo en favor de
esta
alma; hágase, pues, tu voluntad! Ofrece un
sacrificio
a ese mancebo elegante, para que tus demonios
se
regocijen, y tus buenos ángeles huyan...
¡Anda, pues!
Carga con el fardo de tus pecados; carga
también
con ese, el último, el más horroroso; y si
todavía es
ligero su peso, mi maldición lo aumentará...
He aquí
un cuchillo... atraviesa con él tu corazón,
y... (Hace
ademán, de irse, sollozando y llorando a
gritos.) y el
de tu propio padre!
LUISA. (Que corre detrás de él.)- ¡Deteneos;
deteneos! ¡Padre mío! ¿Ha de ser más cruel la
ternura que la tiranía?... ¿Qué debo hacer?...
No
puedo... ¿Qué haré?
MILLER.- Si los besos de tu Mayor son más
ardientes que las lágrimas de tu padre...
¡muere!
LUISA. (Después de una lucha terrible, pero
con
energía.)- Padre; aquí está mi mano! Yo
quiero...
¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué hago? ¿Qué
intento?...
Padre, juro... ¡ay, ay de mí! Criminal,
¿adónde te
encaminas?... ¡Sea, oh padre! Fernando... Dios
me
mira... ¡Oh, si yo borrara hasta su último
recuerdo!
(Rompe la carta.)
MILLER. (Abrazándola, ebrio de alegría.)-
¡Ésta
es mi hija!... ¡Mira! ¡por renunciar a un
amante haces
feliz a un padre! (Abrazándola de nuevo entre
lloroso y risueño.) ¡Hija, hija! ¡Yo no era
digno de
ver un día como este!... ¡Solo Dios sube por
que yo,
hombre pecador, poseo este ángel del cielo!...
¡Luisa
mía, gloria mía!... ¡Oh Dios! seguramente
compren-
do poco lo que es el amor; pero que sea un
tormento renunciar a él... lo comprendo bien.
LUISA.- ¡Vayámonos de aquí, padre mío!...
Lejos de esta ciudad, en donde mis compañeras
de
juego se burlan de mí, y mi buena reputación
ha
desaparecido para siempre... ¡Lejos, lejos!...
muy
lejos del lugar, en donde tantos recuerdos me
hablan
de mi pasada ventura... ¡Lejos, lo más lejos
posible!..
MILLER.- ¿Adónde quieres ir ahora, hija mía?
El pan de nuestro Dios bondadoso se encuentra
en
todas partes, y no faltarán aficionados a mi
violín.
¡Sí! Dejémoslo todo... ¡Sí! ¡Dejémoslo
todo!...
Pondrá en música la historia de tu amor
desgraciado,
y escribiré una canción sobre la hija que
desgarra su
pecho por honrar a su padre... pediremos así
limosna de puerta en puerta, y nos será grato
recibirla de manos de los que lloren...
ESCENA II.
Los mismos y FERNANDO.
LUISA. (Que lo ve primero, y se arroja
gritando
al cuello de Miller.)- ¡Dios mío! ¡Ahí está
él! ¡Yo soy
perdida!
MILLER.- ¿En dónde? ¿Quién?
LUISA. (Señalando al Mayor, con el rostro
vuelto, y oprimiendo más estrechamente a su
padre.)- ¡Él, él mismo!... ¡Vedlo! vedlo junto
a vos,
padre... para matarme ha venido.
MILLER. (Que lo mira, y retrocede.)- ¿Cómo?
¿Vos aquí, Barón?
FERNANDO. (Que se acerca con pausa, se
detiene delante de Luisa, y la contempla
fijamente:
momento de silencio.)- ¡Conciencia
sorprendida! Te
doy las gracias. Terrible es tu confesión,
pero rápida
y evidente... y ahora mi tortura... ¡Buenas
noches,
Miller!
MILLER.- Pero ¡por Dios santo! ¿Qué queréis,
Barón? ¿Qué os trae aquí? ¿Qué significa esta
sorpresa?
FERNANDO.- Hubo un tiempo en que se
contaban uno a uno todos los segundos del día,
en
que el deseo de verme pendía del curso lento
del
reloj de pared, y se enumeraban los latidos
del
corazón hasta que yo me presentaba... ¿Cómo
explicar ahora esta extrañeza?
MILLER.- ¡Andad, andad, Barón! Si queda
todavía en vuestro pecho una partícula de
humanidad... si no queréis asesinar a la que
pretendéis amar, huid, y no os detengáis aquí
ni un
solo instante. La mano de Dios se ha levantado
de
mi pobre vivienda desde que pusisteis los pies
en
ella. Habéis atraído el infortunio sobre este
techo,
cuando antes lo visitaba solo la alegría. ¿Aún
no
estáis harto? ¿Intentáis ahondar aún más la
herida
que, por conoceros, ha recibido mi hija única?
FERNANDO.- Vengo, Oh padre sin igual, a
anunciar a tu hija una alegre nueva.
MILLER.- ¿Nuevas esperanzas, sin duda, para
que le suceda una nueva desesperación? Tu
aspecto
no está de acuerdo con tus palabras.
FERNANDO.- Al fin se cumple mi más
ardiente deseo. Lady Milford, el obstáculo más
invencible a nuestro amor, huye ahora mismo de
este país. Mi padre aprueba mi elección. El
destino
se cansa ya de perseguirnos. Nuestros astros
favorables se levantan. Aquí estoy para
cumplir mi
palabra empeñada, y llevar a mi prometida al
altar.
MILLER.- ¿Lo oyes, hija mía? ¿Oyes sus burlas
de tus esperanzas desvanecidas?
¡Verdaderamente,
Barón, es grato, ver así al seductor,
ejercitando su
ingenio a costa de su víctima!
FERNANDO.- ¿Crees que me chanceo? ¡yo,
por mi honor! Mis palabras son tan verdaderas
como el amor de mi Luisa, y quiero cumplirlas
religiosamente, como ella lo hará con sus
juramentos... Nada hay tan sagrado para mí...
¿Dudas todavía? El simpático rubor ¿no tiñe
aún las
mejillas de mi bella esposa? ¡Cosa extraña! La
mentira debe ser aquí moneda corriente, ya que
tan
poco crédito merece la verdad. ¿Desconfiáis de
mis
palabras? Fiaos entonces de este testimonio
escrito.
(Tira a Luisa la carta del Mariscal; Luisa la
abre, y cae
en tierra pálida como un cadáver.)
MILLER. (Sin notarlo, al Mayor.)- ¿Qué
significa esto, Barón? Yo, por mí, no lo
entiendo.
FERNANDO. (Llevándolo a donde está Luisa.)-
¡Tanto mejor, me ha comprendido ella!
MILLER. (Cayendo a su lado.)- ¡Oh Dios! ¡Hija
mía!
FERNANDO.- ¡Pálida como la muerte!... Ahora
me agrada ya tu hija. Nunca ha estado tan
bella tu
piadosa y honrada hija... Con este rostro
cadavérico... El hálito del juicio final, que
borra el
barniz de todo engaño, ha arrancado también el
afeite, con que esta fraguadora de artificios
hubiese
seducido hasta a los ángeles de la luz... ¡Su
belleza en
todo su esplendor! ¡Es su rostro anterior, y
el
verdadero ¡Déjame besarlo!
MILLER.- ¡Atrás! ¡Fuera! ¡No lastimes el
corazón de un padre, joven! No puede librarla
de tus
caricias, pero sí defenderla ahora de tus
malos
tratamientos.
FERNANDO.- ¿Qué intentas, anciano? Nada
tengo que hacer contigo, no te mezcles en este
juego, porque la pérdida es segura... a no ser
que tu
sabiduría supere a la idea, que yo he formado
de ella.
¿Has acaso acomodado tu experiencia de sesenta
años a las galanterías de tu hija, y
deshonrado tus
canas venerables desempeñando el papel de
intermediario?... ¡Oh! si no es así, anciano
mísero,
déjate caer en tierra, y muere... ¡todavía es
tiempo!
Aún puedes, arrullado en blando sueño,
exclamar:
«¡yo fui un padre feliz!...» Un instante
después,
lanzarías temblando en su cueva infernal a
esta
víbora ponzoñosa, maldecirías al don y al
donador, y
te refugiarías blasfemando en la tumba. (A
Luisa.)
Habla, desventurada, ¿has escrito tú esta
carta?
MILLER. (A Luisa, llamándola.)- ¡Por Dios,
hija! ¡No lo olvides, no lo olvides!
LUISA.- ¡Oh! esa carta, padre mío...
FERNANDO.- ¿Qué haya caído en manos de
quien menos se pensara?... Bendita sea esa
casualidad, origen de cosas más grandes, que
si se
debieran a la razón más previsora, ¡día ese
más
venturoso que si lo crearan los ingenios más
sublimes!.. ¿La casualidad he dicho?... ¡Oh!
la divina
Providencia, porque si es su obra la muerte
del
pajarillo inocente, ¿por qué no ha de serlo,
cuando el
demonio se ve despojado de su máscara?...
Respóndeme, ¿has escrito esa carta?
MILLER. (Aparte, y conjurando a Luisa.)-
¡Firme, firme, hija mía! Ya solo ese único sí,
y todo
se acabó.
FERNANDO.- ¡Qué placer, qué placer!
¡También el padre engañado! ¡Todos engañados!
Miradla ahí ahora, llena de oprobio, y hasta
su
lengua le niega la debida obediencia, para
coadyuvar
a sus últimas mentiras. ¡Jura por Dios, por la
verdad
más temible, ¿has escrito esa carta?
LUISA. (Después de tremenda lucha, mirando a
su padre suplicante, con decisión y firmeza.)-
¡Yo la
he escrito!
FERNANDO. (Que se detiene atónito.)-
¡Luisa!... ¡No! ¡Tan cierto como mi alma
existe! ¡Tú
mientes! La inocencia confiesa a veces delitos
en el
instrumento de la tortura, que no cometió
jamás...
Yo lo he preguntado con ira extraordinaria...
¿No es
así, Luisa?... ¿No es verdad que tu
contestación
responde a la rabia de mi pregunta?
LUISA.- Yo he confesado lo que es.
FERNANDO.- ¡No, digo yo; no, no! Tú no la
has escrito. No es esa letra tuya... Y aunque
lo fuese,
¿por qué ha de ser más difícil falsificar una
carta que
perder un corazón...? No, no; no lo hagas,
porque
pudieras decir que sí, y yo sucumbiría... ¡Una
mentira, Luisa, una mentira!... ¡Oh! Si tú
supieses
una ahora, y me la dijeses con tu rostro angelical,
y
persuadieras sólo a mis oídos, sólo a mis
ojos,
aunque engañaras también mi corazón! ¡Oh
Luisa!
Toda verdad, con tu aliento, podría brotar
asimismo
de la creación, y lo bueno, entonces, podría
doblegar
su enhiesto cuello, y hacer genuflexiones
cortesanas.
(con voz temblorosa.) ¿Has escrito tú esta
carta?
LUISA.- ¡Por Dios! ¡Por la eterna verdad! ¡Sí!
FERNANDO. (Después de una pausa, con la
expresión del más acerbo dolor.)- ¡Mujer,
mujer!...
Ese rostro, que veo ahora delante de mí...
Ofrece
con ese rostro la gloria, y ni en el imperio
de los
condenados encontrarás un solo comprador...
¡Si tú
supieses lo que eras para mí, Luisa!
¡Imposible! ¡No!
¡Tú ignorabas que lo eras todo para mí!
¡Todo!... Y
esta es una palabra pobre y miserable, y, sin
embargo, la eternidad sufre en comprenderla; y
sistemas inmensos solares siguen en ella su
camino...
¡Todo! ¿y jugar con ella tan puniblemente?...
¡Oh!
¡Esto es horrible!
LUISA.- Habéis oído mi confesión, señor de
Walter. Yo misma me he condenado. ¡Alejaos de
aquí! Abandonad una casa, que os ha hecho tan
desdichado.
FERNANDO.- ¡Bien, bien! Ya estoy tranquilo...
tranquilo se dice también del país, por donde
una
peste ha pasado... ¡Sí, yo lo estoy! (Después
de
reflexionar un poco.) ¡Un ruego, solo,
Luisa... el
último! Mi cabeza arde. Necesito refrescar.
¿Quieres
prepararme un vaso de limonada? (Vase Luisa.)
ESCENA III.
FERNANDO y MILLER, que se pasean en silencio
por
la escena, y en sus extremos opuestos.
MILLER (Que se para al cabo, y mira al Mayor
con tristeza.) ¿Os consolará algo en vuestra
pena, si
yo os aseguro que la deploro cordialmente?
FERNANDO.- ¡Dejémoslo así, Miller! (Dando
algunos pasos.) Apenas recuerdo, Miller, el
motivo
que me trajo a vuestra casa... ¿Cuándo vine a
ella?
MILLER.- ¿Es posible, señor Mayor? Para que
yo os enseñase a tocar la flauta. ¿No os
acordáis?
FERNANDO. (Con viveza.)- ¡Y vi a vuestra
hija! (Después de algunos instantes de
silencio.) ¡No
habéis cumplido vuestra palabra, amigo.
Convinimos
en que me proporcionaríais el sosiego en mis
horas
de soledad. Me engañasteis, y me vendisteis
escorpiones. (Notando el movimiento que hace
Mi-
ller.) ¡No; no os asustéis, anciano!
(Abrazándolo
conmovido) No tenéis la culpa.
MILLER. (Enjugándose las lágrimas.)- Pongo
por testigo a Dios omnipotente.
FERNANDO.
(Paseándose de nuevo, absorbido en profundas
cavilaciones.) Dios se burla de nosotros de un
modo
extraño e inexplicable.
Peso excesivo pende con frecuencia de cuerdas
débiles y casi imperceptibles... Si el hombre
supiera
que había de encontrar la muerte comiendo de
esta
manzana... ¡Ya!... ¡Si lo supiese!
(Continuando su
paseo con mayor agitación; y después tomando
violentamente la mano de Miller.) ¡Hombre! Te
he
pagado con exceso tus lecciones de música... y
nada
ganas... sino que pierdes... quizás lo pierdes
todo.
(Alejándose de él inquieto.) ¡Desdichada
afición
filarmónica! ¡Ojalá que nunca la hubiese
sentido!
MILLER. (Que intenta reprimir su emoción.)-
Mucho se hace esperar la limonada. Creo... que
debo
preguntar, si no lo tomáis a mal...
FERNANDO.- No corre prisa, querido Miller.
(Murmurando para sí.) Y menos para el padre...
quedaos aquí... ¿Qué deseaba preguntaros?...
¡Ah, sí!
¿Es Luisa vuestra única hija? ¿No tenéis
ningún otro
hijo?
MILLER. (Con calor.)- No tengo ningún otro,
Barón... ni tampoco lo quiero. Con ella me
basta
para ocupar mi corazón de padre... en ella he
puesto
todo mi amor.
FERNANDO. (Muy conmovido.)- ¡Ah!... ¿Me
haréis el obsequio de averiguar si está ya el
refresco
preparado? (Vase Miller.)
ESCENA IV.
FERNANDO solo.
¡Su única hija!... ¿Lo entiendes, asesino? ¡La
única! ¡Asesino!... Y ese hombre, siendo el
mundo
tan vasto, solo posee su violín y su única...
¿Y te
propones robársela?... ¿Robársela?... ¿robar
su
último céntimo a un mendigo? ¿Tirar a los pies
del
estropeado sus muletas rotas? ¿Cómo? ¿Tengo yo
ánimo para esto?... Y cuando vuelva a su casa,
y sin
esperarlo, al enumerar todas las alegrías que
te pro-
porciona el rostro de su hija, entre, y la vea
ahí,
marchita esa flor... muerta... destrozada, la
última, la
única, la inefable esperanza... ¡Ah! y estará
delante
de ella, y la naturaleza entera no podrá darle
un
soplo de vida, y su mirada fija se hundirá
vanamente
en el desierto infinito, y buscará Dios, lo
hallará, y
retornará sin haber descubierto nada... ¡Dios,
Dios!
Pero también mi padre tiene solo un hijo
único, un
hijo único, pero no su única riqueza...
(pausa.) Pero
¿cómo? ¿Qué pierde al cabo? Una doncella, para
la
cual los más santos sentimientos del amor son
solo
bagatelas, ¿puede hacer feliz a un padre? ¡No;
no lo
hará, no lo hará! Y yo merezco gratitud, por
aplastar
la víbora antes que muerda a su padre
ESCENA V.
MILLER, que vuelve, y FERNANDO.
MILLER.- ¡Pronto seréis servido, Barón! Esa
pobre criatura está allá fuera, y llora como
una
desesperada. También beberéis lágrimas en la
limonada.
FERNANDO.- ¡Y si fueran sólo lágrimas!...
Pero puesto que hablábamos ha poco de
música...
(Sacando una bolsa.) Yo soy deudor vuestro.
MILLER.- ¿Cómo? ¿Qué decís? ¡Dejaos ahora
de esto, Barón! ¿Por quién me tomáis? En
buenas
manos está. No me injuriéis, porque, si Dios
quiere,
no será esta la última vez que nos veamos.
FERNANDO.- ¿Quién sabe? Tomadla, a vida y
muerte.
MILLER. (Sonriéndose.)- ¡Oh! en cuanto a lo
último, Barón, según creo, no hay riesgo
alguno que
temer por vuestra parte.
FERNANDO.- Podría acaso haberlo... ¿No
habéis oído hablar de jóvenes, que han
sucumbido...
mancebos y doncellas, próvidos en esperanzas,
las
niñas de los ojos de sus padres engañados?...
Lo que
no pueden alcanzar ni las penas ni la edad,
lógralo
con frecuencia un rayo... Vuestra Luisa no es
tampoco inmortal.
MILLER.- Diómela Dios.
FERNANDO.- Escuchad... Yo os digo que no
es inmortal. Esta hija es el objeto de vuestro
cariño.
Concentráis en ella vuestra vida y vuestra
alma. Sed
previsor, Miller. Sólo un jugador desesperado
arriesga cuanto tiene a una sola carta.
Llámase loco a
un comerciante, que carga toda su fortuna en
un
solo buque... ¡Oídme! Reflexionad en este
aviso...
Pero ¿por qué no tomáis este dinero?
MILLER.- ¿Cómo, señor? ¿Esa pesadísima
bolsa? ¿En qué pensáis?
FERNANDO.- En mi deuda... ¡Ahí está! (Pone
la bolsa en la mesa, y caen monedas de oro.)
No
puedo guardar ese estorbo eternamente.
MILLER. (Sorprendido.)- ¿Cómo? ¡Por Dios
Todopoderoso? ¡Ese no es el sonido de la plata!
(Acércase a la mesa, y exclama con horror.)
¿Cómo?
¡Por todos los poderes celestiales, Barón,
Barón!
¿Qué hacéis? ¿Qué os proponéis? ¿Estáis
distraído?
(Juntando las manos.) Hay ahí... o yo estoy
hechizado, o... ¡Dios me condene! eso es oro
puro,
amarillo, reluciente... ¡No, Satanás, no me
atraparás!
FERNANDO.- ¿Habéis bebido vino viejo, o
vino nuevo, Miller?
MILLER. (Con grosería.)- ¡Trueno y tempestad!
¡Miradlo! ¡Oro!
FERNANDO.- ¿Y qué más?
MILLER.- ¡En nombre del diablo!... digo... os
suplico por el sagrado nombre de Cristo...
¡oro!
FERNANDO.- ¡Sin duda no se ha visto nunca
otra!
MILLER. (Después de una pausa, acercándose a
él conmovido.)- Señor, yo soy un pobre hombre
honrado; y si os proponéis seducirme para
alguna
acción vituperable... porque Dios sabe bien
que, por
buen camino, no se puede ganar dinero.
FERNANDO. (con emoción.)- No tengáis
cuidado alguno, querido Miller. Harto habéis
ganado
esa suma, y Dios me libre de atentar a vuestra
buena
conciencia...
MILLER. (Saltando como un loco.)- ¡Mío, pues,
mío! ¡mío, sabiéndolo y queriéndolo Dios!
(Corriendo hacia la puerta, y gritando.)
¡Mujer! ¡Hija!
¡Victoria! ¡Venid acá! (Volviendo.) ¡Pero,
santo
cielo! ¿Cómo adquiero yo de repente este
inmenso
tesoro? ¿Por qué lo he ganado? ¿Lo merezco?
FERNANDO.- No por vuestras lecciones de
música, Miller... Os pago con esta suma,
(Detiénese
helado de espanto) os pago... os pago (Después
de
una pausa, con tristeza.) el sueño feliz de
tres meses,
que debo a vuestra hija.
MILLER.
(Cogiendo su mano, y estrechándosela.)-
¡Bondadoso
señor! Si fueseis un
hombre de mi clase, oscuro e insignificante...
(Con
animación.) Y mi hija no os amase... la
mataría sin
compasión. (Acercándose de nuevo al dinero, y
después con abatimiento.) Pero ya que todo lo
poseo, y nada vos, debiera devolveros toda
vuestra
alegría. ¿No es así?
FERNANDO.- ¡No hay que deplorarlo, amigo!
… Me ausento de aquí, y en donde voy, no corre
esa
moneda.
MILLER. (Mirando al dinero, y con
entusiasmo.)- ¿Esto es por tanto mío? ¿Mío?...
Pero
siento que os vayáis... ¡Esperad un poco, y
veréis lo
que haré! ¿Cómo voy a engordar ahora? (Quítase
el
sombrero, y lo tira.) Mandaré a pasear mis
lecciones
de música, y fumaré tabaco superior, y que el
diablo
me lleve, si vuelvo a sentarme en el teatro en
el lugar
más barato. (Quiere irse.)
FERNANDO.- ¡Quedaos! ¡Callaos, y guardad
ese oro! Callaos sólo por hoy, y hacedme el
favor de
no pensar ya en vuestras lecciones de música.
MILLER. (Aún más entusiasta, cogiéndolo por
el vestido, y rebosando de alegría.)- ¿Y mi
hija,
señor? (soltándolo.) El dinero no hace al
hombre
honrado... el dinero no... Que yo coma patatas
o
perdices, el harto, harto está; y este traje
bastará,
siempre que no se vea el sol por sus
agujeros... Lo
malo para mí... pero todos los bienes serán
para mi
hija, y suyo cuanto se le antoje...
FERNANDO.
(Interrumpiéndole bruscamente.)- ¡Callad! ¡oh,
callad!
MILLER. (Siempre animado.)- Y aprenderá
francés a la perfección, y minué y canto, y se
hablará
de ella en los periódicos, y tendrá un
sombrero igual
al de la hija de un consejero, y un vestido
con cola; y
el nombre de la hija del músico se pronunciará
a dos
leguas a la redonda...
FERNANDO. (Tomándole la mano casi
convulso.)- ¡No más! ¡No más! ¡Callaos, por
Dios!
¡Callaos sólo hoy! Es el único favor, que os
pido.
ESCENA VI.
LOS MISMOS y LUISA, con la limonada.
LUISA. (Que, con los ojos llorosos y
balbuceando, presenta al Mayor el vaso en un
plato.)- Decid si os agrada o no.
FERNANDO. (Que toma el vaso, lo deja, y se
vuelve con prontitud hacia Miller.)- ¡Oh!
¡Casi lo
había ya olvidado! ¿Podré pediros un favor,
querido
Miller? ¿Me dispensareis un ligero obsequio?
MILLER.- ¡No uno, mil! Lo que ordenéis...
FERNANDO.- Me esperan para comer, y
desgraciadamente no me encuentro dispuesto a
ello.
Me es del todo imposible ver gente...
¿Tendréis la
bondad de pasaros por mi casa, y excusarme con
mi
padre?
LUISA. (Interrumpiéndolo asustada.)- Yo puedo
ir.
MILLER.- ¿A casa del Presidente?
FERNANDO.- No a él en persona. Decidlo
sólo a uno de los criados de la antesala...
Llevad mi
reloj, para que os crean... Aquí estaré cuando
regreséis... Aguardaréis la contestación.
LUISA. (Muy inquieta.)- ¿No puedo encargarme
yo de esto?
FERNANDO. (A Miller, que quiere irse.)-
¡Escuchad además! Aquí tengo una carta para mi
padre, que me entregaron cerrada ha poco...
Quizás
algún negocio urgente... Todo esto podríais
hacerlo
a un tiempo.
MILLER.- ¡Muy bien, Barón!
LUISA. (Instándole, con la ansiedad más
viva.)-
Pero, padre mío, yo podría hacer muy bien todo
esto.
MILLER.- Estás sola, y ya es noche oscura,
hija
mía. (Vase.)
FERNANDO.- ¡Alumbra a tu padre, Luisa!
(Mientras que ésta acompaña con la luz a su
padre,
acércase él a la mesa, y vierte veneno en el
vaso de
limonada.) ¡Sí, morirá! ¡Debe morir! Los
poderes
celestiales pronuncian a mis oídos su horrible
sí; la
venganza divina lo confirma, y su ángel de la
guarda
la abandona.
ESCENA VII.
FERNANDO, y LUISA, que vuelve lentamente con
la
luz, la deja en la mesa, y se sienta en la
parte opuesta al
Mayor, con la vista en el suelo, y mirándolo
con temor a
hurtadillas. Él, en pie, no separa sus ojos de
la tierra. Pausa
prolongada, propia de esta escena.
LUISA.- ¿Queréis acompañarme, señor de
Walter? Tocaré algo en el piano. (Lo abre;
Fernando
no le responde; pausa.) Me debéis la revancha
al
ajedrez. ¿Os agrada jugar una partida, señor
de
Walter? (Nuevo silencio.) Señor de Walter, ya
he
comenzado el bolsillo, que había prometido
bordaros... ¿No veréis el dibujo? (Nueva
pausa.)
¡Oh! ¡Que desgraciada soy!
FERNANDO. (Sin moverse.)- ¡Pudiera muy
bien ser verdad!
LUISA.- No es culpa mía, señor de Walter, que
tan mal sostenga la conversación.
FERNANDO. (Aparte, con amarga sonrisa.)-
¿Qué has de hacer, pues, con mi taciturnidad
extremada?
LUISA.- Bien me presumía yo que ahora no nos
conviene estar solos. Me asusté, por tanto,
cuando
hicisteis salir a mi padre... Me temo, señor
de Walter,
que esta entrevista es igualmente penosa para
ambos... Si me lo permitís, voy a buscar
algunos
amigos.
FERNANDO.- ¡Si, Sí, andad! Yo iré también, y
buscaré algunos conocidos míos.
LUISA. (Mirándolo confusa.)- ¡Señor Walter!
FERNANDO. (Con amarga ironía.)- ¡Por mi
honor! Es la idea más ingeniosa, que puede
tener un
hombre en mi situación. Trocaríamos en
diversión
este triste dúo, y nos vengaríamos con ciertas
galanterías de los sinsabores del amor.
LUISA.- Estáis de buen humor, señor de Walter.
FERNANDO.- ¡De extraordinario buen humor,
como para que corran tras de mí gritando todos
los
muchachos de la calle! ¡No, en verdad, Luisa!
tu
ejemplo me sirve de lección... tú debes ser mi
maestro. Son locos los que charlan del eterno
amor.
La eterna uniformidad nos repugna, y sólo la
variedad sazona el placer... ¿No es verdad,
Luisa?
¿No estoy yo en lo cierto? Corremos de novela
en
novela, de lodazal en lodazal... tú por ahí,
yo por
aquí... quizás después de nuestra grata
excursión,
convertidos en descarnados esqueletos, nos
veremos
de nuevo con la más seductora sorpresa, y nos
conoceremos por cierto aire de familia, que
tienen
los hijos de una misma madre, como sucede en
las
comedias, y averiguaremos que la vergüenza y
el
disgusto producen acaso una armonía, que no ha
podido proporcionar el más tierno amor.
LUISA.- ¡Oh joven, joven! Tú eres ya
desdichado. ¿Intentas también merecerlo?
FERNANDO. (murmurando colérico entre
dientes.)- ¿Qué soy desdichado? ¿Quién te lo
ha
dicho? Tú, mujer, eres demasiado perezosa para
sentir... ¿cómo has de calificar los
sentimientos
ajenos?... ¿Desdichado decía?... ¡Ah! esa
palabra me
infundiría furor hasta en la sepultura... Ya
sabía ella
que yo había de ser desdichado. ¡Muerte y
condenación! Y lo sabía, y me ha hecho sin
embargo
traición... Mira, víbora; esa era tu sola
probabilidad
de perdón... Tus palabras te arrancan la
vida... Hasta
aquí podría yo atribuir tu falta a sencillez,
y a cansa
del desprecio, que me infundías, dejarte
escapar de la
muerte. (Cogiendo el vaso precipitadamente.)
Así tú
no has sido ligera... no has sido tan
estúpida... ¡eras
sólo una mujer sencilla! (Bebe.) Esta limonada
es tan
insípida como tu alma... ¡pruébala!
LUISA.- ¡Oh cielos! ¡No sin razón temía yo
esta
entrevista!
FERNANDO. (Con imperio.)- ¡Pruébala! (Luisa
toma contra su voluntad el vaso, y bebe algo:
Fernando se vuelve; al acercar ella el vaso a
sus
labios, se cubre con mortal palidez, se aleja,
y se
queda en el fondo de la escena.)
LUISA.- Sabe bien la limonada.
FERNANDO. (Sin mirarla, y temblando.)- ¡Que
te aproveche!
LUISA. (Después de dejar el vaso en la mesa.)-
¡Oh! ¡Si supierais, Walter, cuán horriblemente
me
ofendéis!
FERNANDO.- ¡Ya!
LUISA.- Llegará el tiempo, oh Walter...
FERNANDO. (Acercándose.)- ¡Oh! Acabamos
ya con el tiempo.
LUISA.- En que os pesará sobremanera lo que
habéis dicho esta noche...
FERNANDO. (Paseándose a grandes pasos, y
mostrando desasosiego, y tirando lejos de sí
su
banda y su espada.)- ¡Buenas noches, servicio
de
príncipes!
LUISA.- ¡Dios mío! ¿Que tenéis?
FERNANDO.- Calor y sofocación... quiero
estar más cómodo.
LUISA.- ¡Bebed, bebed! La limonada os
refrescará.
FERNANDO.- De seguro... esta prostituta tiene
buen corazón; sin embargo, todas son así.
LUISA. (Corriendo a sus brazos, dominada por
su amor.)- ¿Hablar de ese modo a tu Luisa,
Fernando?
FERNANDO (Rechazándola.)- ¡Vete, vete!
¡Lejos de mí tus dulces y seductoras miradas!
Yo
sucumbo. ¡Acércate a mí despidiendo horror y
miedo, serpiente! ¡Salta sobre mí, reptil!
¡Desarrolla
a mi vista tus asquerosos anillos, y levanta
al cielo tu
cabeza... tan repugnante como en el abismo!...
no
ángel alguno... Ningún ángel ya... Es
demasiado
tarde... He de aplastarte como a víbora, o
desesperarme... Compadécete...
LUISA.- ¡Oh! ¡Llegar hasta este extremo!
FERNANDO. (Mirándola de lado.)- ¡Esta bella
obra del divino artífice!... ¿Quién lo
creería?...
¿Quién ha de pensarlo? (Cogiendo su mano, y
levantándola en alto.) ¡Yo quiero preguntarte,
Dios
creador!... Pero ¿por qué depositar la ponzoña
en
tan delicado vaso?... ¿Coexistir el vicio con
tan celes-
tial dulzura?... ¡Oh! Es extraño.
LUISA.- ¿Oír esto y callar?
FERNANDO.- Y esa voz melodiosa y
encantadora... ¿Cómo cuerdas destrozadas
suenan
tan armoniosamente? (Contemplándola
extasiado.)
¡Todo tan bello... tan bien proporcionado...
tan
divinamente perfecto!.. En todo obra maestra
del
Supremo Hacedor... ¿Y sólo en el alma se
equivocó
Dios? ¿Era posible que dejase sin defecto este
fenómeno de la naturaleza? (Abandonándolo de
repente.) ¿O acaso observó que su cincel había
modelado un ángel, y para corregir a medias su
yerro
le dio un corazón perverso, proporcionado a su
belleza?
LUISA.- ¡Oh culpable obstinación! Antes que
confesar su ligereza, prefiere culpar al
cielo.
FERNANDO. (Abrazándola lloroso.)- ¡Otra
vez, Luisa!... Otra vez, como en el día en que
nos
dimos nuestro primer beso, cuando balbuceaste
el
nombre de Fernando, cuando me tutearon tus
labios
ardientes... ¡Oh! Parecióme en aquel momento,
que,
como en un capullo, se me presentaba el germen
de
un placer infinito, que no podía expresarse...
Ofrecíase la eternidad a nuestra vista como un
día
hermoso de mayo; millones de años dorados
pisaban ante nuestra alma como alegres recién
desposados... ¡Yo entonces era feliz!... ¡Oh,
Luisa,
Luisa, Luisa! ¿Por qué has hecho conmigo esto?
LUISA.- ¡Llorad, llorad, Walter! Vuestra pena
será más justa para mí que vuestro furor.
FERNANDO.- ¡Te engañas! Estas lágrimas no
son por ti... no son rocío tibio y delicioso,
que cae
como un bálsamo en las heridas del alma, y que
pone de nuevo en movimiento a seca rueda de la
sensibilidad. Son gotas frías... y aisladas...
que dicen a
mi amor su horrible y eterno adiós. Con
espantosa
solemnidad, poniendo su mano en la cabeza de
Luisa. Son lágrimas por tu alma, Luisa...
lágrimas por
Dios, cuya bondad infinita ha faltado aquí, y
que
pierde voluntariamente su obra más sublime...
¡Oh!
me parece que toda la creación debía vestirse
de luto
y llenarse de confusiones, al observar lo que
sucede
en su imperio... Es bastante común que los
hombres
sucumban y pierdan el paraíso; pero cuando esa
peste se ensaña en los ángeles, es menester
que la
naturaleza entera se lamente.
LUISA.- No me apuréis de ese modo, Walter.
Tengo tanta energía como cualquiera otra...
pero
cuando se la somete a una prueba humana. Una
palabra no más, y después nos separamos... Un
destino funesto ha divorciado nuestros
corazones;
sólo con abrir mis labios, oh Walter, podría
decir
tales cosas... podía... pero la imperiosa
necesidad
encadena mi lengua y mi amor, y he de sufrir
hasta
que me trates como a una mujer perdida.
FERNANDO.- ¿Te sientes buena, Luisa?
LUISA.- ¡Que pregunta!
FERNANDO.- Sentiría, que, mintiendo, dejases
este mundo.
LUISA.- Yo os conjuro, Walter...
FERNANDO. (Con violenta agitación.)- ¡No,
no! ¡Demasiado satánica sería esta venganza!
¡No!
¡Dios me libre! No quiero llevarla hasta el
otro
mundo... Luisa, ¿has amado al Mariscal? No
saldrás
más de este aposento.
LUISA.- Preguntad lo que os agrade. Yo no
responderé. (Siéntase.)
FERNANDO. (Con solemnidad.)- ¡Cuida de tu
alma inmortal, Luisa!... ¿Has amado al
Mariscal? No
saldrás más de este aposento.
LUISA.- Nada respondo.
FERNANDO. (Cayendo a sus pies, presa de la
más violenta emoción.)- Luisa, ¿has amado al
Mariscal? ¡Antes que se apague esta luz...
estarás...
delante de Dios!
LUISA. (Levantándose asustada.) ¡Jesús! ¿Qué
es esto?... y yo me siento muy mal. (Cae de
nuevo en
la silla.)
FERNANDO.- ¿Ya?... ¡Vosotras las mujeres
sois un eterno enigma! Vuestras fibras
delicadas os
dejan cometer los mayores crímenes, que
carcomen
la raíz de la humanidad entera, y un miserable
grano
de arsénico os precipita...
LUISA.- ¡Veneno, veneno! ¡Oh Dios mío!
FERNANDO.- Ya me lo temía! Tu limonada ha
sido hecha en el Infierno, y al beberla has
bebido la
muerte!
LUISA.- ¡Morir, morir! ¡Dios misericordioso!
¡Veneno en la limonada, y morir!... ¡Apiádate
de mi
alma, Dios de misericordia!
FERNANDO.- Eso es lo esencial. Lo mismo le
pido yo.
LUISA.- Y mi madre... mi padre... ¡Salvador
del
mundo! ¡Mi padre, mi padre perdido! ¿No hay
medio de salvarme? ¿Tan joven, y no hay
salvación
posible? ¿Y he de morir ahora mismo?
FERNANDO.- No hay salvación posible; es
inevitable la muerte... pero, tranquilízate,
haremos
juntos el viaje.
LUISA.- ¿Y tú también, Fernando? ¿Veneno,
Fernando? ¿Y de tu mano? ¡Oh Dios,
perdónalo!...
¡Dios clemente, absuélvelo de ese pecado!
FERNANDO.- Piensa ahora en arreglar tu
cuenta con él... Me temo que no ha de estar
corriente.
LUISA.- ¡Fernando, Fernando!... ¡Oh!... Ya no
puedo callar... La muerte... la muerte
quebranta
todos los juramentos... ¡Fernando!... Ni en la
tierra
ni el cielo hay un ser más desgraciado que
tú... ¡yo
muero inocente, Fernando!
FERNANDO. (Asustado.)- ¿Qué dice?... No es
lo ordinario mentir, cuando se va a emprender
esta
peregrinación.
LUISA.- Yo no miento... no miento... una sola
vez he mentido en toda mi vida... ¡Dios mío!
¡qué
hielo circula por mis venas!... cuando escribí
la carta
al Mariscal...
FERNANDO.- ¡Ah! ¡Esa carta!... ¡Loado sea
Dios! Ahora recobro toda mi energía.
LUISA. (Con lengua torpe, y dedos rígidos.)-
Esa carta... ten ánimo para oír una horrible
nueva...
Mi mano escribió lo contrario de lo que sentía
mi
corazón... ¡tu padre la dictó! (Fernando se
queda
como una estatua, guardando mortal silencio, y
cae
al fin, como herido de un rayo.) ¡Deplorable
yerro!..
Fernando... me violentaron... perdona... Tú
Luisa
hubiera preferido morir... pero mi padre... el
peligro... obraron con pérfida astucia.
FERNANDO. (Con acento desgarrador.)-
¡Alabado sea Dios! Aún no siento el efecto del
veneno. (Saca su espada.)
LUISA. (De desmayo en desmayo.)- ¡Ay de mí!
¿Qué vas a hacer? Es tu padre...
FERNANDO. (Con furor irresistible.)- ¡Asesino
y padre de un asesino... También nos
acompañará,
para que el Supremo Juez sólo se ensañe en el
culpable. (Intenta marcharse.)
LUISA.- Mi Salvador murió perdonando...
¡Misericordia para ti y para él! (Muere.)
FERNANDO. (Que se vuelve con rapidez,
observa su postrer movimiento de agonía, y cae
a los
pies del cadáver, vencido por el dolor.)
¡Detente!
¡No me dejes, ángel del cielo! (Coge su mano,
y la
suelta enseguida.) ¡Fría; fría y húmeda! Su
alma voló
ya. (Levantándose.) ¡Dios de mi Luisa!
¡Misericordia,
misericordia para el más insensato asesino!
¡Tal fue
su último ruego!... ¡Cuán bella, cuán
seductora
después de muerta. La muerte, conmovida, ha
respetado su rostro divino... No era fingida
su
dulzura, porque ha resistido al último
suspiro.
(Pausa.) Pero ¿cómo? ¿Por qué no siento nada?
¿Me
salvará el vigor de mi juventud? ¡Trabajo
inútil! ¡No
es ese mi objeto! (Coge el vaso.)
ESCENA VIII.
FERNANDO, el PRESIDENTE, WURM y
CRIADOS, que se precipitan horrorizados en el
aposento, y
después, MILLER, el PUEBLO Y ALGUACILES,
que se reúnen en el fondo.
EL PRESIDENTE (Con una carta en la
mano.)- ¿Qué es esto, hijo?... Jamás pudiera
creer
que...
FERNANDO. (Arrojando el vaso a sus pies.)-
¡Míralo bien, asesino!
EL PRESIDENTE. (Vacilando; todos se
sobrecogen; silencio terrible.)- Hijo mío,
¿por qué
has hecho esto conmigo?
FERNANDO. (Sin mirarlo.)- ¡Sí, sin duda!
Debiera yo haber oído antes al político, para
saber si
la jugada podía serle favorable... Sagaz y
sublime, lo
confieso, era el proyecto de separar nuestros
corazones por los celos... El cálculo era
magistral.
¡Lástima que el amor furioso no se prestara,
cual
dócil instrumento, a vuestros planes!
EL PRESIDENTE. (Mirando a su rededor.)-
¿No hay nadie aquí, que llore por un padre
inconsolable?
MILLER. (Gritando detrás de la escena.)-
¡Dejadme entrar! ¡Por Dios! ¡Dejadme entrar!
FERNANDO.- Esta doncella es una santa...
otro debe justificarla. (Abre la puerta a
Miller, que
entra, con el pueblo y los alguaciles.)
MILLER. (Con horrible angustia.)- ¡Mi hija, mi
hija!... Veneno... veneno, según dicen, ha
entrado
aquí... ¡Hija mía! ¿en dónde estás?
FERNANDO. (Que lo lleva entre el cadáver de
Luisa y el Presidente.)- Yo soy inocente... Da
las
gracias a éste.
MILLER. (Cayendo en tierra) -¡Jesús!
FERNANDO.- Pocas palabras, padre... porque
ya comienzan a ser preciosas para mí... Me han
arrancado traidoramente la vida; me la habéis
arrancado vos mismo. Tiemblo al pensar como he
de presentarme ante el Supremo Juez... y, sin
embargo, jamás he sido un malvado. Sea cual
fuere
mi eterno destino... no... no ha de recaer
sobre ella...
Pero yo he cometido un asesinato (alzando la
voz de
una manera espantosa), un asesinato, cuya
responsabilidad no querrás atribuirme ante el
tribunal de Dios. Solemnemente descargo sobre
ti la
mayor, la más horrible parte de la culpa; tú
mismo
verás la mejor manera de excusarte.
(Llevándole a
donde está Luisa.) ¡Aquí, bárbaro! Recréate en
el
fruto de tu ingenio; tu nombre está escrito
con
rasgos infernales en este rostro, y los
ángeles
exterminadores lo leerán. Un espectro como
éste
descorrerá las cortinas de tu lecho, cuando
duermas,
y te tocará con su mano helada... Un espectro
como
éste se presentará ante ti, cuando mueras, y
ahuyentará la postrera oración... Un espectro
como
éste yacerá sobre tu sepulcro, cuando
resucites... y te
acompañará ante Dios, cuando te juzgue. (Se
desmaya, y los criados le sostienen.)
EL PRESIDENTE (Levantando al cielo sus
brazos de un modo horrible.)- A mí no; no a
mí,
Juez Supremo; no me pidas, cuenta de estas
almas,
sino a este. (Señalando a Wurm.)
WURM. (Levantándose colérico.) ¿A mí?
EL PRESIDENTE.- ¡A ti, réprobo! ¡A ti,
Satanás!... ¡Tuyo, tuyo ha sido ese consejo
ponzoñoso!... ¡Tú eres responsable!... Yo me
lavo las
manos.
WURM.- ¿Yo? (Con risa infernal.) ¡Que gozo,
que gozo! Así, ahora sé ya cómo se congratulan
los
demonios... ¿A mí, estúpido bribón? ¿Era él mi
hijo?
¿Era yo tu soberano? ¡Ah! ¡Por la vista de
este
cadáver, que hiela la médula de mis huesos!
¡Que
recaiga ese crimen sobre mí!... Acepto de buen
grado
mi perdición, pero tú te perderás conmigo...
¡Vamos, vamos! Gritad por las calles: ¡al
asesino!
¡Que se despierte la justicia! ¡Alguaciles,
atadme!
¡Llevadme de aquí! He de revelar secretos que
pondrán de punta los cabellos de quienes los
oigan.
(Quiere irse.)
EL PRESIDENTE. (Deteniéndolo.) ¡No lo
harás, insensato!
WURM. (Tocándole familiarmente en el
hombro.)- ¡Lo haré, compañero!... Estoy loco,
¿no
es verdad?... Obra tuya es... mi
comportamiento será
ahora el de un furioso... Contigo, codo con
codo, iré
al suplicio. Brazo con brazo iremos al
infierno. Me
lisonjeará, oh malvado, ser condenado contigo.
(Llévanselo.)
MILLER. (Que, mientras tanto, ha permanecido
recostado en el seno de Luisa, lleno de dolor
mudo,
se levanta de improviso, y tira a los pies del
Mayor la
bolsa de dinero.)- ¡Envenenador! ¡Guarda tu
bolsa
maldita!... ¿intentabas pagarme con ella la
vida de mi
hija? (Vase corriendo.)
FERNANDO.
(Con voz desmayada.)- ¡Seguidlo! ¡Está
desesperado!...
Ese oro
puede salvarlo... Es el precio de mi
mortal
gratitud. ¡Luisa, Luisa!... Voy... Adiós...
Dejadme
espirar junto a este altar...
EL PRESIDENTE. (A su hijo, saliendo de su
estupor.)- ¡Hijo mío, Fernando! ¿No has de
mirar
siquiera a un padre desesperado? (El Mayor cae
junto a Luisa.)
FERNANDO.- Eso corresponde a Dios
misericordioso.
EL PRESIDENTE. (Prosternándose a sus pies,
presa de los más espantosos sufrimientos)- El
Creador y sus criaturas me abandonan... ¿Ni
una
mirada por último consuelo? (Fernando le
tiende su
mano helada: el Presidente se levanta.)
Ahora... (a
los demás.) ¡llevadme preso! (Vase seguido de
los
alguaciles, y cae el telón.)
FIN DE INTRIGA Y AMOR.