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23/10/14

La señorita Julia. August Strindberg.






















La señorita Julia

August Strindberg


Una amplia cocina con techo de vigas decoradas y las paredes laterales ocultas entre telas. La pared del fondo avanza, sesgada, hacia el centro de la escena. A la izquierda, también, dos alacenas adornadas con papel de cocina, y en ellas, baterías de estaño, hierro y cobre. A la derecha, primer término, se ve parte de una gran puerta vidriera, en arco, por donde se divisa una fuente, con surtidor y un amorcillo, entre el ramaje de saúcos en flor y algunos chopos. Puertas a derecha e izquierda. Por la izquierda se distingue la esquina de un fogón de ladrillos con parte de la campana. A la derecha, una mesa de madera blanca para el servicio y algunas sillas. Sobre la mesa, una gran jarra japonesa, con ramos de saúco. También el fogón está adornado con ramas de abedul. En el suelo, esparcidas, ramas de enebro. Un cajón grande para el hielo. Un lavabo. Un fregadero. Sobre la puerta, un grande y antiguo reloj de péndulo. Una bocina de comunicación interior. Cristina, a la izquierda del hogar, remueve una tartera puesta al fuego. Lleva vestido claro y delantal de cocina. Por la puerta de cristales entra Juan, de librea. Trae en la mano unas botas de montar, con espuelas, y las deja en el suelo, bien a la vista del público.

JUAN. También esta noche parece que la señorita Julia está medio loca, ¡Loca de atar!
CRISTINA. ¿Qué? ¿Ya estás ahí?
JUAN. Sí, vuelvo ahora de la estación, de acompañar al señor conde. Al pasar entré en la barraca del baile y allí me encontré a la señorita Julia bailando con el guarda. En cuanto me vio, vino derecha a mí y me invitó a un vals de los que bailan los señores. Bailó de un modo, que no he visto cosa igual. Cuando te digo que está loca...
CRISTINA. Sí... Está violenta desde lo que le sucedió con su prometido.
JUAN. Es posible. De todos modos, era un buen muchacho. ¿Tú sabes cómo ocurrió la cosa? Yo presencié la escena a escondidas.
CRISTINA. ¿Cómo? ¿Que tú los viste?...
JUAN. Sí. Verás: estaban una noche en el patio de las caballerizas, y la señorita le «amaestraba», según decía. ¿Sabes cómo? Pues haciéndole saltar sobre la fusta, como a un perro, a la voz de «¡hop, hop!». Por dos veces saltó sobre ella y recibió otros tantos latigazos: pero, a la tercera, le arrancó la fusta de la mano, la hizo mil pedazos y se marchó.
CRISTINA. ¡Qué me cuentas! Pero ¿pasó así?
JUAN. Como te lo digo. ¿No tienes algo bueno de comer, Cristina?
CRISTINA. (Saca la tartera del fuego y le sirve en un plato a Juan).
Aquí tienes. Un trozo de riñón del asado de ternera.
JUAN. (Olfateando el guiso). Está muy bien. Es una verdadera delicia. (Tocando el plato). Pero has debido calentarme el plato.
CRISTINA. Cuando te pones tonto, eres más exigente que el señor conde. (Le da un cariñoso tirón del pelo).
JUAN. (Con brusquedad). ¡Ay! No me tires de esa manera. . . Ya sabes que soy muy delicado.
CRISTINA. ¡Qué atrocidad! Si era un cariñito... (Juan sigue comiendo; Cristina saca una botella de cerveza del cajón del hielo).
JUAN. ¿Cerveza en la noche de San Juan? Muchas gracias... Tengo algo mejor. (Abre el cajón de la mesa, saca una botella de vino tinto, con etiqueta amarilla). Etiqueta amarilla. ¿Ves? Trae un vaso. Mejor una copa; para beber un vino como éste, una copa.
CRISTINA. (Se dirige otra vez al fogón y coloca en él una cacerola pequeña). ¡Dios asista a la que haya de ser tu mujer! ¡Valiente bribón!
JUAN. Bueno, no presumas... Ya te darías por contenta con un muchacho tan fino como yo... No creo que te perjudique la suposición de que haya algo entre nosotros... (Paladeando el vino). Muy bien... Muy bien... Le falta un poquitín de punto... (Calentando la copa entre las manos). Este lo compramos en Dijón: cuatro francos el litro, sin casco, más el impuesto. ¿Qué haces ahora? ¡Vaya un olor!...
CRISTINA. Una porquería del demonio que la señorita Julia ha dispuesto para dársela a «Diana».
JUAN. Deberías usar otros términos... ¿Por qué has de estar en una noche de fiesta guisoteando para los animales? ¿Es que está enferma la perra?
CRISTINA. Sí... Se escapó con el perro de presa. Aquí mismo hicieron juntos sabe Dios qué diabluras, y la señorita no está por ésas...
JUAN. Ya, ya... Para algunas cosas, la señorita es demasiado orgullosa; para otras, demasiado condescendiente. Ni más ni menos que la condesa, que en paz descanse, que se hallaba a gusto en la cocina y en las caballerizas, pero no quería salir nunca con un caballo solo. Nos dejaba llevar los puños sucios, pero, en cambio, nos exigía la corona del conde en todos los botones. La señorita no se cuida mucho de su persona; podría decirse que no es distinguida: hace poco, cuando bailaba en el barracón, levantó al guarda, que estaba sentado junto a Ana, y ella misma le invitó a bailar. Ya ves: nosotros mismos no deberíamos hacer esto... Pero es lo que sucede: si los amos se vuelven ordinarios, nosotros ¿qué hemos de hacer? Ahora que, como mujer, es estupenda. ¡Qué hombros, que pecho y... lo demás!
CRISTINA. ¿Eh?... Es que también hay mucho retoque... Bien sé yo lo que decía Clara cuando la ayudaba a vestirse...
JUAN. Clara. ¡Puf! Sois unas envidiosas... Yo he salido con ella; la he visto montar a caballo... Y además, ¡cómo baila!
CRISTINA. Oye, Juan. Bailarás conmigo, ¿verdad?, cuando termine aquí.
JUAN. Desde luego.
CRISTINA. ¿Me lo prometes?
JUAN. ¿Prometer? Te lo he dicho, y lo hago. Ahora, gracias por el refrigerio; estaba muy bueno. (Tapa la botella).
JULIA. (En la puerta de cristales, dirigiéndose a los de fuera). Voy enseguida. Vosotros, seguid... (Juan oculta la botella en el cajón de la mesa y se levanta respetuoso. Julia se dirige al fogón y pregunta a Cristina): ¿Está ya? (Cristina le indica con un gesto que Juan está presente).
JUAN. (Con cierta gentileza). ¿Las señoras tendrán sus secretos?...
JULIA. (Dándole con el pañuelo en la cara). ¿Es muy curioso el señorito?
JUAN. ¡Cómo huele a violetas!
JULIA. (Coqueta). ¡Descarado! ¿Es que también entiende usted de perfumes? Porque bailar, sí sabe. Váyase, y cuidadito con escuchar...
JUAN. (Con cierta firmeza, aunque correcto). ¿Se trata quizás de algún filtro mágico que las señoras preparan en la noche de San Juan? ¿Algo con que poder leer en las estrellas propicias del nombre de nuestra prometida?
JULIA. (Con dureza). Pues para llegar a leerlo ya puede usted tener buenos ojos. (A Cristina). Viértelo en una botella y tapónalo fuertemente. (A Juan). Véngase usted ahora a bailar esta «escocesa» conmigo. (Deja caer el pañuelo sobre la mesa).
JUAN. (Titubeando). Me desagrada ser descortés, pero este baile ya se lo había prometido a Cristina.
JULIA. Ya bailará usted otro. (Va hacia Cristina). De verdad, de verdad, Cristina: ¿no quieres prestarme a Juan?
CRISTINA. Eso no depende de mí. Ya que la señorita es tan amable, él no puede negarse. Ve, desde luego, ve y agradece el honor que la señorita te dispensa.
JUAN. Yo no quisiera que la señorita Julia lo pudiese tomar a mal; pero, si he de ser franco, no considero prudente que la señorita elija dos veces a un mismo servidor como pareja de baile, especialmente entre estas gentes tan dadas a hacer suposiciones.
JULIA. (Indignada). ¿Qué quiere decir eso? ¿De qué suposiciones se trata?... ¿Qué insinuación es ésa?
JUAN. (Evasivo). Si la señorita Julia no quiere entenderme, hablaré con más claridad. Estas gentes, no ven con buenos ojos que la señorita dé preferencias a uno de sus servidores, habiendo tantos que desearían el mismo honor.
JULIA. ¡Preferencias! Pero ¿qué se imagina usted? ¡Me asombro! Yo, la señora de la casa, honro la fiesta campestre con mi presencia, y al decidirme a bailar, lo hago con un criado de confianza, que sepa comportarse y no me ponga en evidencia.
JUAN. Lo que la señorita disponga; estoy a sus órdenes.
JULIA. (Condescendiente). ¡No hable de órdenes ahora! Esta noche somos alegres compañeros en una fiesta popular en la que no hay categorías. Eso es: déme usted el brazo. No te inquietes, Cristina, que no te robaré tu tesoro.
(Juan le da el brazo y salen. Cristina, queda sola. En la lejanía se oye una «escocesa» ejecutada por una orquesta de violines. Cristina tararea al compás de la música mientras recoge el servicio usado por Juan; lava el plato, lo seca y lo coloca en la alacena. Luego se quita el delantal, saca un espejo del cajón de la mesa, enciende una vela, calienta en la llama una horquilla, con la que se riza el flequillo. Luego se acerca a la puerta de cristales y mira hacia afuera; vuelve a la mesa, ve el pañuelo olvidado por Julia, lo huele, y después, abstraída, lo va extendiendo entre las manos y lo dobla en cuatro dobleces).1
JUAN. (Entrando). ¡Decididamente está loca! ¡Bailar de esa manera! La gente desde las puertas se burlaba de ella. ¿Qué dices de esto, Cristina?
CRISTINA. Es que le ocurren cosas que la hacen aparecer como una extravagante. Bueno: ¿vienes para bailar conmigo?
JUAN. ¿No estás incomodada por haberte dejado antes?
CRISTINA. No, ya lo sabes. Yo sé estar en mi puesto.
1 N. del A.—Esta escena muda ha de representarse como si la actriz estuviese realmente sola; no se ha de apresurar como temiendo la impaciencia de los espectadores. Se volverá de espaldas al público cuando sea preciso, y no mirará a las plateas.
JUAN. (Rodeándole el talle con el brazo). Eres una muchacha formal y llegarás a ser una excelente ama de casa.
JULIA. (Entra con rapidez; desagradablemente sorprendida, dice con violencia): ¡Vaya un caballero que deja a su pareja plantada!
JUAN. Al revés, señorita Julia; me he apresurado a venir en busca de la abandonada.
JULIA. (Cambiando de tono). ¿Sabe usted que baila mejor que ninguno? ¿Por qué lleva la librea en una noche como ésta? Quítesela enseguida.
JUAN. Entonces le ruego a la señorita que se retire unos instantes, porque es aquí donde tengo mi traje negro. (Se dirige hacia la izquierda).
JULIA. ¿Se preocupa por mí? ¡Por cambiarse de chaqueta!... Váyase, entonces, a su cuarto y vuelva enseguida. O quédese; yo me pondré de espaldas.
JUAN. Con su permiso, señorita Julia. (Va hacia la izquierda y se le distingue a medias un brazo mientras está cambiando de ropa).
JULIA. Oye, Cristina: ¿es que Juan es tu amor, para que tengas tanta confianza con él?
CRISTINA. (Cara al fogón). ¿Amor? Así será, si le parece. Nosotros lo llamamos así.
JULIA. ¿Llamar?...
CRISTINA. También tuvo la señorita Julia un amor y...
JULIA. Es cierto: ya estábamos prometidos.
CRISTINA. Y no pasó de ahí. (Se sienta y va adornándose poco a poco; entra Juan con traje y sombrero negros).
JULIA. «Tres gentil, monsieur Jean! ¡Tres gentil!».
JUAN. «Voulez­vous plaisanter, madame la comtesse!».
JULIA. «Et vous voulez parler français!» ¿Dónde lo aprendió usted?
JUAN. En Suiza, cuando fui camarero de uno de los mejores hoteles
de Lucerna.
JULIA. ¡Pero es que lleva usted el traje con la misma soltura que un caballero! ¡Magnífico! (Se sienta sobre la mesa).
JUAN. La señorita me adula.
JULIA. (Ofendida). ¿Adular, yo? Y... ¿a usted?
JUAN. Mi natural modestia me impide creer que la señorita pueda tener frases de sincera consideración hacia un hombre como yo; por eso me he permitido creer que exageraba o que adulaba... como suele decirse.
JULIA. ¿Dónde aprendió usted a expresarse de esa manera? Debe usted haber ido mucho al teatro.
JUAN. Así es: he frecuentado lugares distinguidos.
JULIA. Pero ¿nació usted en estas tierras?
JUAN. Mi padre era arrendatario del procurador del Rey en este mismo distrito. Conocí a la señorita siendo muy niña, aunque la señorita no se fijara entonces en mí.
JULIA. ¿De veras?
JUAN. Sobre todo, recuerdo que una vez... Sí; pero no debo hablar de esto ahora...
JULIA. ¡Hable, hable! ¿Por qué no? Para complacerme. . .
JUAN. No; ahora, precisamente ahora, es imposible. Otra vez, ¿quién
sabe?...
JULIA. Decir otra vez es como decir nunca... ¿Tan peligroso es ahora?
JUAN. Peligroso, no; pero mejor será dejarlo. ¡Fíjese usted en ésa!...
(Señala a Cristina, que se ha dormido).
JULIA. Será una buena ama de casa; a lo mejor, ronca también.
JUAN. Roncar, no; pero habla dormida.
JULIA. ¿Cómo lo sabe usted?
JUAN. Porque la he oído. (Pausa, durante la cual ambos se miran fijamente).
JULIA. ¿Por qué no se sienta?
JUAN. No puedo permitírmelo en presencia de la señorita.
JULIA. ¿Y si se lo mando?
JUAN. Entonces obedeceré.
JULIA. ¡Siéntese! Pero, aguarde: ¿puede usted darme algo de beber?
JUAN. No sé lo que habrá aquí en el cajón: probablemente, cerveza y
nada más.
JULIA. No es para despreciarla. Por mi parte, tengo gustos tan
sencillos, que la prefiero al vino.
JUAN. (Saca una botella del cajón del hielo y la descorcha. Trae un vaso y un plato). ¿Puedo servirla?
JULIA. Gracias. Y usted ¿no bebe?
JUAN. Realmente no soy muy aficionado a la cerveza; pero si la
señorita me lo manda...
JULIA. ¡Mandarle!... Creo únicamente que como un galante caballero
debe acompañar a su dama.
JUAN. Es muy justo. (Descorcha otra botella, se sirve y bebe).
JULIA. Brinde usted ahora a mi salud. (Juan titubea).
JUAN. (Declamatorio, arrodillándose). ¡A la salud de mi dama!
JULIA. Muy bien; ahora me besa usted un zapato, y así resulta
perfecto. (Juan vacila unos instantes; pero después aferra
atrevidamente el pie y lo besa). Muy bien: ha debido usted dedicarse
al teatro.
JUAN. (Levantándose). No podemos seguir así, señorita Julia. Podría entrar alguien y vernos.
JULIA. ¿Y qué?
JUAN. Que la gente tendría motivos para hablar. Si la señorita supiera lo sueltas que han estado las lenguas hace poco. . .
JULIA. ¿Qué decían? Dígamelo. Siéntese antes.
JUAN. (Sentándose). No quisiera ofenderla, pero hacían uso de ciertas expresiones... Vamos, como si tratasen de dar a entender... que... Ya lo entiende la señorita. La señorita no es una niña, y si la ven beber con un hombre ­aunque éste sea su criado­, especialmente de noche... Entonces...
JULIA. Entonces ¿qué? Sin contar con que no estamos solos. También está aquí Cristina.
JUAN. Sí, pero dormida.
JULIA. ¡Pues la despertaré! (Se levanta). ¡Cristina! ¿Duermes?
CRISTINA. (Entre sueños), ¡Va, va, va...!
JULIA. ¡Cristina, qué modo de dormir!
CRISTINA. (Balbuceando dormida). Las botas del señor conde ya están lustradas... Preparar el café enseguida, enseguida. ¡Oh!... ¡Oh!... ¡Puf... Puf!...
JULIA. (Dándole un tirón de la nariz). ¿Quieres despertar de una vez?
JUAN. (Con severidad). No perturbe usted su sueño, señorita.
JULIA. (Molesta). ¿Cómo?
JUAN. Quien ha estado todo un día junto al fogón debe hallarse cansado cuando llega la noche. Hay que respetar ese sueño.
JULIA. (Cambiando de tono). Eso está muy bien dicho, y le honra a usted. (Alargándole la mano). Ahora vamos juntos para que me recoja usted unas cuantas ramas de saúco. (En este instante se despierta Cristina, y adormilada, se dirige hacia la izquierda para acostarse).
JUAN. ¿Que salga con la señorita?...
JULIA. Sí, conmigo.
JUAN. Eso no está bien, no está bien bajo ningún concepto.
JULIA. (Riéndose). ¡No me explico lo que quiere usted darme a entender! ¿Es posible que se haga usted ilusiones?
JUAN. Yo, no; pero no hay que olvidar a la gente.
JULIA. ¿Por qué? ¿Van a creer que me he enamorado de mi criado?
JUAN. Yo no soy un hombre presumido, señorita; pero como se han visto casos semejantes, para las gentes no hay nada sagrado...
JULIA. Parece usted un aristócrata.
JUAN. Y lo soy.
JULIA. Pues yo desciendo...
JUAN. Fíjese en mi consejo, señorita: no descienda. Nadie creerá que ha descendido voluntariamente, sino que ha caído.
JULIA. Es que yo tengo mucha mejor opinión de la gente. Venga usted, y verá; ¡venga, venga! (Provocativa).
JUAN. ¡Qué extraña es usted!
JULIA. Es posible; pero también usted lo es. Todo es extraño en general. La vida, los hombres; todo es igual a un bloque de hielo, arrastrado de un lado a otro sobre la superficie del agua, hasta que se hunde, se hunde... Tengo un sueño que se me repite con frecuencia y en el cual se me ocurre pensar ahora. Me veo sentada sobre una columna altísima, sin medios para poder bajar; me da vértigo el mirar hacia abajo, pero he de mirar, y me falta valor para tirarme; ya no me puedo sostener, y anhelo caer, pero no caigo; y no tengo sosiego, no tengo alegría hasta hallarme abajo, hasta verme, en el suelo. Mas, cuando llego al suelo, deseo descender más, hundirme bajo la tierra. ¿Ha experimentado usted alguna vez algo semejante?
JUAN. No, señorita, no. Yo suelo soñar que estoy tendido bajo un árbol recio y frondoso en lo más intrincado de la selva. Deseo subir, subir a las últimas ramas para poder admirar el claro paisaje a mi alrededor, donde el sol brilla, y robar en lo alto el nido de los pájaros de huevos de oro. Y trepo, trepo; pero el tronco es tan grueso y tan escurridizo y está tan lejos la primera rama... Pero estoy cierto de que si llegase a asirme de esa primera rama, podría llegar a lo alto como si subiese por una escalera. No la he alcanzado aún, pero la alcanzaré, aunque sea sólo en sueños.
JULIA. ¡Y yo me estoy aquí (riéndose) hablando de sueños con usted! ¡Vámonos ya! Sólo hasta el Parque. (Dándole el brazo, se dirigen hacia la puerta).
JUAN. Hoy deberíamos dormir sobre las hierbas nuevas de la noche de San Juan: entonces se realizarían todos nuestros sueños. (Al salir se detienen de pronto: Juan se lleva la mano a un ojo).
JULIA. Déjeme ver lo que le ha entrado en el ojo.
JUAN. ¡Oh, nada! Una motita; esto pasa enseguida.
JULIA. Le he rozado con la manga de mi vestido... Siéntese y le ayudaré. (Le coge de un brazo y le obliga a sentarse sobre la mesa; luego le sujeta la cabeza por la nuca y trata de limpiarle el ojo con la punta de un pañuelo). Estése usted quieto. Tranquilícese, hombre; no se mueva usted. (Dándole un palmetazo en la mano). ¿Así me obedece usted?... Parece como si este hombretón tan recio y tan alto estuviese temblando... (Se ríe y le palpa los brazos). ¡Con estos brazos!
JUAN. (Amonestándola) ¡Señorita Julia!
JULIA. ¡Qué... «monsieur Jean»!
JUAN. «Attention! Je ne suis qu’un homme!».
JULIA. ¿Quiere usted estarse quieto? ¡Vaya! ¡Ya lo tenemos aquí! Béseme usted la mano en señal de agradecimiento.
JUAN. (Levantándose). Óigame usted, señorita, Cristina se ha ido ya a dormir. ¿Quiere usted oírme?
JULIA. Antes béseme usted la mano.
JUAN. Pero óigame.
JULIA. La mano antes...
JUAN. Perfectamente; pero usted cargará con toda la responsabilidad.
JULIA. (Riéndose). ¿De qué?
JUAN. ¿De qué...? ¿Tan niña es aún la señorita a los veinticinco años?
¿Ignora que es peligroso jugar con fuego?
JULIA: Para mí, no: estoy asegurada.
JUAN. (Atrevido). No lo está usted; y aunque lo estuviese, tiene usted
que pensar en que hay materia inflamable a su alrededor.
JULIA. ¿Será usted esa materia?
JUAN. Sí, sí, señorita, sí; no por lo que soy, sino únicamente por ser joven...
JULIA. ...de buena presencia... ¡Qué increíble vanidad! ¡Un Don Juan tal vez! ¡O un casto José! ¡En realidad, creo que es usted un casto José! (Se sonríe).
JUAN. ¿Lo cree usted así?
JULIA. Casi lo temo. (Juan se dirige resueltamente a ella e intenta sujetarla para darle un beso. Ella le da un manotazo). ¡Largo de aquí!
JUAN. ¿Es en broma o en serio?
JULIA. En serio.
JUAN. Entonces, antes era en serio también. Usted juega en serio demasiado, y eso es peligroso. Sin embargo, ahora estoy cansado del juego y le suplico que me perdone si vuelvo a mis ocupaciones. (Va a coger las botas). El señor conde ha de tener las botas lustradas a primera hora, y ya hace tiempo que dio la media noche.
JULIA. Deje usted esas botas.
JUAN. No; ésta es mi obligación, y he de cumplirla. No he pretendido ser su compañero de juegos, ni deseo serlo, porque me considero muy superior a semejante papel.
JULIA. ¡Es usted un soberbio!
JUAN. En algunos casos sí, y en otros... no.
JULIA. ¿Ha amado usted alguna vez?
JUAN. Nosotros no empleamos esa frase, pero he querido a varias muchachas; y en cierta ocasión enfermé por una que no llegué a conseguir: enfermo, como los príncipes de «Las mil y una noches», que por exceso de amor no pueden comer ni beber... (Vuelve a dejar las botas donde estaban).
JULIA. ¿Y quién era ella? (Juan no contesta). ¿Quién era?
JUAN. No me puede usted obligar a decirlo.
JULIA. ¿Y si se lo ruego como a un amigo, como a un igual? (Suavemente). ¿Quién era?
JUAN. Usted.
JULIA. (Sentándose). ¡Vaya una salida ridícula!
JUAN. Sí; si realmente quiere usted saberlo, es ridículo. ¿Ve usted? Esta es la historia que antes no quise referirle; pero ahora sí. ¿Sabe usted, señorita, cómo se ve el mundo desde abajo? No, eso no lo sabe. A los gavilanes y a los halcones no se les divisa el lomo, porque están en lo alto. Crecía yo en mi casa de campesinos con siete hermanas y... un cerdo fuera, en los prados llanos y verdes, donde no se alzaba ni un árbol. Pero desde mi ventana distinguía la tapia del parque del señor conde, con sus frondas de manzanos en flor. Aquel era el jardín del Paraíso y dentro estaban los ángeles con sus espadas flamígeras custodiándolo. A pesar de todo, otros muchachos y yo llegamos a dar con el camino del árbol de la vida... ¿Me desprecia usted ahora?
JULIA. ¡Oh... robar manzanas! Eso lo hacen todos los chiquillos.
JUAN. Eso dice usted ahora, pero en el fondo me desprecia ¡Tanto es así!... Una vez vine al jardín con mi madre para limpiar de hierbajos el sembrado de cebollas. Junto a la tapia del huerto había un pabellón turco a la sombra de los jazmineros, cubierto por madreselvas. Yo no podía imaginar para qué servía aquello; pero en mi vida había visto un edificio tan maravilloso. Con frecuencia entraba y salía gente de él, hasta que una vez vi la puerta abierta: me escurrí y dentro contemplé las paredes cubiertas por retratos de reyes y emperadores; la ventana tenía rojos cortinajes con franjas de seda. Ahora ya se da usted cuenta de si entiendo algo... (Coge una ramita de saúco y, sin soltarla, se la da a oler a la señorita). Yo no había estado nunca en el palacio, no había visto nada más que la iglesia; pero aquello era mucho más suntuoso; y adonde fuesen mis pensamientos, siempre volvían a fijarse aquí. Poco a poco fue creciendo en mí el deseo de conocer toda esta riqueza; me introduje al fin y admiré; a poco llegó alguien. El edificio no tenía más que una salida, pero yo encontré otra: no tenía dónde escoger. (Julia, que había cogido la ramita de saúco, la deja caer sobre la mesa). Salté, pues, la ventana, escalé una cerca, atravesé a la carrera las parvas, llegué a la terraza de las rosas; allí distinguí un vestidito claro, unas medias blancas: era usted. Me oculté bajo un montón de hierbajos. ¿Puede usted imaginarlo? Bajo unos cardos que me pinchaban y entre hediondos terrones de tierra húmeda. La contemplaba a usted paseándose entre las rosas, y pensaba: «Si es cierto que un asesino puede llegar al cielo y vivir junto a los ángeles, tan extraño resulta que un hijo de campesinos pueda llegar en esta tierra de Dios, a un parque como éste y jugar con la hija de un conde. . .»
JULIA. (Elegíaca). ¿Cree usted que todos los niños pobres hubieran tenido en el mismo caso la misma idea?
JUAN. (Dudando en principio; después, con resolución). ¿Todos los niños pobres?... Sí; naturalmente. Es seguro.
JULIA. ¡Debe ser una desdicha inmensa ser pobre!
JUAN. (Con profundo dolor, marcadamente exagerado). ¡Ay, señorita Julia! ¡Ay!... Un perro puede dormir en el sofá de los amos; un caballo recibir en su hocico la caricia de una mano de señora; pero un muchacho... (Cambia de tono). Sí, sí; a muchos les basta con seguir viviendo; pero con frecuencia hasta eso mismo es un problema. Entretanto, ¿sabe usted lo que hice? Salté, vestido como estaba, al arroyo del molino; de allí me sacaron para apalearme. Al domingo siguiente, cuando mi padre y toda la familia fueron a visitar a la abuela, me las arreglé de manera que me dejaron en casa. Entonces me lavé con jabón y agua caliente, me puse mi mejor traje y me fui a la iglesia para poder verla a usted. La vi y volví a casa con la decisión de matarme; pero quería morir gratamente, bien, sin dolor. Recordé que era peligroso dormirse bajo un árbol de saúco; nosotros teníamos uno en plena floración; le arranqué todas las flores de que se hallaba cubierto y me acosté con ellas en el cajón de la avena. ¿No se ha fijado usted en lo suave que resulta la avena? Tan dulce al tacto como la piel humana. Cerré la tapa, me amodorré, dormí profundamente, despertándome al fin realmente enfermo, muy enfermo...: pero no me morí, como puede verse. En realidad, no sé lo que yo anhelaba. No había medio, no había posibilidad de intentar conquistarla: usted fue una prueba de la desesperación que es para mí el origen del medio en que he nacido.
JULIA. ¿Sabe usted que refiere las cosas con mucha gracia? ¿Fue usted a la escuela?
JUAN. Poco; pero he leído muchas novelas y fui con frecuencia al teatro. Sin contar con que he tenido constantes ocasiones de oír hablar a gentes distinguidas, y de ellas he aprendido.
JULIA. ¿Escucha usted lo que nosotros decimos?
JUAN. Naturalmente. He oído muchísimas cosas sentado en el pescante o remando en la lancha. Una vez oí a la señorita hablar con una amiga...
JULIA. ¿Y eso? ¿Qué oyó? ¿Qué oyó usted?
JUAN. No es cosa para decirla así como así; pero estaba realmente admirado y no acababa de explicarme dónde habría usted podido aprender todas aquellas palabras... ¡Tal vez no haya en realidad tanta diferencia como se cree entre hombres y hombres!
JULIA. ¿No le da vergüenza? Nosotras no vivimos como viven las mujeres de la clase de ustedes cuando tenemos un prometido.
JUAN. (Mirándola fijamente). ¿Está usted segura? No es cosa de que la señorita se muestre tan inocente ante mí.
JULIA. Era un canalla y le había entregado mi corazón.
JUAN. Eso es lo que dicen siempre las muchachas... después.
JULIA. ¿Siempre?
JUAN. Creo que siempre, porque esa expresión la he oído muchas veces en casos semejantes.
JULIA. ¿Qué casos?
JUAN. En los casos de que antes hablábamos. La última vez...
JULIA. Basta. Ya no quiero oír nada más.
JUAN. Tampoco ella lo quería. ¡Es extraño! Perfectamente. Entonces le

suplico que me permita retirarme a descansar.
JULIA. (Con aspereza). ¡Acostarse la noche de San Juan!
JUAN. Claro. No me divierte bailar ahí fuera con esa gentuza.
JULIA. Coja usted la llave del embarcadero y vámonos a pasear en
lancha por el lago; deseo ver amanecer.
JUAN. ¿Cree usted que eso es razonable?
JULIA. ¡Parece que teme usted por su reputación!
JUAN. ¡Es posible! No me agradaría hacer el ridículo; ni quisiera
tampoco que me despidieran de mala manera, sin darme certificados.
También me creo obligado con Cristina.
JULIA. Vamos, ya apareció Cristina otra vez.
JUAN. Sí, pero especialmente por usted. Siga mi consejo: suba usted a su cuarto y acuéstese.
JULIA. ¿Soy yo quien debe obedecerle?
JUAN. Por esta vez, sí y para su bien. ¡Se lo ruego! Es ya muy tarde: el sueño emborracha también y calienta la cabeza. Váyase usted a descansar. Además, que, si no veo mal, por allí viene gente en mi busca. Si nos encuentran aquí a estas horas, está usted perdida. (A lo lejos se percibe el canto de un coro que va acercándose poco a poco).
JULIA. Conozco y quiero a mis gentes, tanto como ellos me quieren a
mí. Deje usted que vengan y verá.
JUAN. No, señorita Julia, no; la gente no la quiere. Comen su pan,
pero a sus espaldas la escarnecen. Créame. Oiga, oiga usted lo que
cantan... Aunque, no; mejor es que no lo oiga.
JULIA. (Prestando atención). ¿Qué cantan?
JUAN. Unas bromas refiriéndose a usted y a mí.
JULIA. ¡Qué asco! ¡Puaf! ¡Cuánta maldad encierran!
JUAN. La canalla es siempre falsa. Y en la lucha con ella no hay más
remedio que huir.
JULIA. ¿Huir?... ¿Dónde?... Fuera... Ya no podemos salir. Tampoco entrar en el cuarto de Cristina. JUAN. Pues en el mío, entonces. La necesidad hace ley. De mí puede
usted fiarse, porque soy su más leal y respetuoso amigo... JULIA. Imposible. ¿Y si se les ocurriera ir a buscarle allí? JUAN. Cierro la puerta con cerrojo, y si tratan de echarla abajo,
disparo. Venga usted. (Suplicante). ¡Venga usted!
JULIA. (Con intención). Pero me promete...
JUAN. ¡Lo juro! (Julia sale aprisa y él la sigue excitadísimo).

(Varias parejas con trajes de fiesta y flores en los sombreros entran
por la puerta de cristales guiadas por uno de ellos que toca el violín y los dirige. En la mesa del centro van colocando un tonelito de cerveza y un barrilito de aguardiente cubiertos con ramas verdes. Sacan de las alacenas varios vasos y beben. Después forman un corro y bailan cantando la canción de antes. Al fin, sin separarse ni dejar de cantar, salen por la puerta de cristales en la misma forma que entraron. Julia entra sola por la izquierda; al ver el desorden en que se halla la habitación cruza las manos asombrada; luego saca la polvera y se pasa la borla por la cara).
JUAN. (Acercándose desde la izquierda a la condesa Julia, le dice con exaltación): ¿Ve usted? ¿Lo ha oído por sí misma? ¿Cree usted posible seguir aquí?
JULIA. No lo volveré a hacer, no... Pero ¿qué puede intentarse?
JUAN. Pues huir, viajar, salir de aquí.
JULIA. ¿Viajar? Muy bien; pero ¿dónde?
JUAN. A Suiza, a los lagos de Italia. ¿No ha estado usted nunca por allí?
JULIA. No. Es muy bello todo eso, ¿verdad?
JUAN. Un verano constante: naranjas, laureles... ¡Ah!...
JULIA. Y una vez allí, ¿qué podríamos hacer?
JUAN. Instalaremos un hotel de primer orden, con huéspedes de primer orden también.
JULIA. (Asombrada). ¿Un hotel?
JUAN. Eso es vivir, créame. Constantemente caras nuevas, idiomas distintos; ni un instante para poder soñar; no hay que buscar ocupaciones, pues el trabajo se presenta por sí solo. Día y noche suena la campana, silban los trenes, van y vienen los coches de la estación, y entretanto, caen las monedas de oro en la caja. Sí. ¡Eso es vivir!
JULIA. Sí; eso es vivir... Pero ¿y yo?. . .
JUAN. ¡La dueña del establecimiento, la honra de la razón social! Con sus maneras y su aspecto, el éxito es seguro. ¡Enorme! Sentada en su despacho como una reina, pone en movimiento a sus esclavos con la sola presión de un timbre. Los huéspedes desfilan ante su trono y van depositando humildemente sus tesoros en la caja. No puede usted imaginar cómo tiemblan las gentes al presentarles la cuenta. Yo me ocuparé de que sean bien amargas, y usted, en endulzarlas con su más graciosa sonrisa. ¡Oh! Vámonos, vámonos pronto de aquí. (Saca del bolsillo una Guía). Enseguida, en el primer tren. A las seis y media, en Malno, mañana en Hamburgo a las ocho y cuarenta; Francfort; Basilea; un día; y con el ferrocarril de San Gottardo, en Como; total: un viaje de tres días, de tres días solamente.
JULIA. Todo eso es muy bello. Pero, Juan, debes infundirme valor. Di que me quieres. Abrázame.
JUAN. (Vacilando). Bien quisiera; pero ya no me atrevo. Aquí, no; en esta casa, no. La quiero, no puede dudar de que la quiero. ¿Podría usted dudarlo?
JULIA. (Muy femenina). ¿Usted?... De tú. Entre nosotros ya no existen barreras. De tú.
JUAN. (Angustiado). No puedo, no. Las barreras existen mientras nos hallemos en esta casa, en este ambiente. Aquí está el pasado, aquí está el señor conde. Jamás me he visto ante un hombre que me inspire mayor respeto. Con sólo ver sus guantes sobre una silla, me achico; si oigo el timbre de arriba, salto como un caballo espantadizo. Me basta estar viendo ahí sus botas, rígidas y severas, para sentir escalofríos por la espalda. (Aparta con el pie las botas). No hay medio de librarnos de los prejuicios y supersticiones que nos han imbuido desde la infancia. Vámonos a otro país, a una república, y podrá prosternarse ante la librea de mi portero —prosternarse, sí—, pero no yo. No he nacido yo para estar prosternado, porque en mí hay madera, hay carácter; y ahora que ya he logrado asirme de la primera rama, ya me verá usted subir, subir. Hoy día aún soy un criado; el año que viene seré colono; dentro de diez años, propietario. Luego, en Rumelia, me haré condecorar y podré —fíjese en que digo podré— acabar mis días siendo conde.
JULIA. Bien, bien.
JUAN. En Rumelia puede adquirirse un título de conde, y usted será condesa. ¡Mi condesa!
JULIA. (Que ha ido pasando por las distintas sensaciones, desde una conformidad optimista hasta el asombro y la indignación). ¡Pero qué es para mí todo eso, que voluntariamente arrojo ahora por la ventana! (Cambiando de tono, con una última esperanza). Dime que me quieres... Sin tu cariño, ¿qué soy yo?
JUAN. Se lo diré mil veces; pero después; aquí, no. Y no nos pongamos sensibles si no queremos perderlo todo. Debemos tomar las cosas con calma, como gentes prudentes. (Coge un cigarro, lo
despunta y lo enciende). Siéntese aquí; yo me sentaré a su lado, y
charlaremos lo que convenga, como si nada hubiese ocurrido.
JULIA. ¡Pero por Dios! ¿Es que carece usted de sensibilidad?
JUAN. ¿Yo? No hay hombre más sentimental; pero sé dominarme.
JULIA. Hace poco me besaba el zapato. ¿Y ahora?...
JUAN. (Con dureza). Antes, sí; pero ahora tenemos que pensar en
otras cosas.
JULIA. ¡No me hable con dureza!
JUAN. Con dureza, no; pero sí con prudencia. Hemos cometido una
verdadera locura; no hagamos otras. El señor conde puede volver
dentro de unos instantes, y hemos de resolver nuestro porvenir antes
de su vuelta. ¿Qué piensa usted de mis proyectos? ¿Le convienen?
JULIA. Los creo aceptables. Pero dígame usted: para llevar a cabo esa
empresa será preciso disponer de algún capital. ¿Lo tiene usted?
JUAN. (Fumando). ¿Yo? Claro; yo poseo práctica, experiencia del
negocio, conocimiento de idiomas... Este es un capital que algo vale.
JULIA. Sí, pero con él no podemos comprar ni los billetes para el tren.
JUAN. Eso es cierto también. Pero justamente por eso busco un
capitalista que aporte fondos.
JULIA. ¿Y dónde va usted a encontrarle con tal prisa?
JUAN. Pues lo encontrará usted si se convierte en mi asociada.
JULIA. Eso es imposible, porque yo nada poseo. (Pausa).
JUAN. Entonces todo se viene abajo.
JULIA. ¿Qué?
JUAN. Nos quedamos como estábamos.
JULIA. ¿Pero imagina usted que voy a vivir en esta casa como amante suya? ¿Que voy a consentir que me señalen las gentes con el dedo? ¿Cree usted que tendré el valor de mirar a la cara a mi padre? No, no; lléveme usted de aquí: lejos de la deshonra y de la vergüenza. ¡Qué hice, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! (Llora).
JUAN. ¡Uy! ¡Uy! Ahora sí que empezamos. ¿Que qué ha hecho? Lo mismo que hicieron otras mil antes que usted.
JULIA. (Levantando la voz, dominada ya por los nervios). ¡Y ahora va usted a despreciarme!... ¡Me caigo, me desplomo!
JUAN. Caiga usted hacia mi lado, que más adelante la levantaré.
JULIA. ¿Qué fuerza prodigiosa me atrae hacia usted? ¿La que empuja al débil hacia el fuerte, al caído hacia el que sube? ¿Era amor? ¿Amor esto? ¿Usted sabe lo que es amor?
JUAN. ¿Yo? Creo que sí. ¿Cree usted que no lo he experimentado antes?
JULIA. ¿Qué idiomas habla? ¿Qué ideas se le ocurren?
JUAN. Los que aprendí y así son. No se ponga nerviosa. ¡No se haga la madamita! Nos hemos repartido una sopa que debemos comerla juntos. Mira, mira, muchacha: ven; voy a darte un vasito de un vino especial. (Abre el cajón de la mesa, saca la botella de vino y llena dos vasos de los ya usados que hay sobre la mesa).
JULIA. ¿Qué vino es ése?
JUAN. El de la cueva.
JULIA. ¡El borgoña de mi padre!
JUAN. ¿Y es demasiado bueno para el yerno?
JULIA. Yo bebo cerveza.
JUAN. Eso demuestra que tiene usted peor gusto que yo.
JULIA. ¡Ladrón!
JUAN. ¿Va usted a delatarme?
JULIA. ¡Dios mío! ¡La cómplice de un ladronzuelo! ¿Es que me he
embriagado esta noche y he procedido entre sueños? ¡La noche de
San Juan! ¡El festival de inocentes alegrías!
JUAN. ¿Inocentes? ¡Ejem!
JULIA. (Andando de un lado para otro). ¿Habrá en la tierra un ser tan
desdichado como yo?
JUAN. ¿Por qué ha de serlo? ¡Tras semejante conquista! Recuerde usted a Cristina... ¿Cree usted que ella no tiene también sensibilidad?
JULIA. Lo creía antes, pero ahora no. No; el criado es un criado, y
nada más.
JUAN. ¡Y la mujerzuela es una mujerzuela, y nada más!
JULIA. (Cayendo de rodillas con las manos juntas). ¡Dios del Cielo,
toma esta vida miserable! ¡Sácame del fango en que me ahogo!
¡Sálvame! ¡Sálvame!
JUAN. No puedo negar que me da usted lástima. Entonces, cuando yacía en el campo de las cebollas, viéndola a usted en el jardín de las rosas —ahora se lo puedo decir—, tuve las mismas ideas puercas de todos los muchachos...
JULIA. Sin embargo, trató usted de morir por mí.
JUAN. ¿En el cajón de la avena? ¡Palabrería!
JULIA. ¿Fue un embuste entonces?
JUAN. (Empieza a adormilarse). Aproximadamente. Leí una historia
una vez en un folletín: se trataba de un chico de un fumista que se metió en un cajón de flores de saúco porque le habían condenado a pasar un tanto mensual a una mujer.
JULIA. ¡Ah! ¿Así es usted?
JUAN. ¿Iba a inventar otra cosa? A las mujeres se las alcanza
adulándolas.
JULIA. ¡Sinvergüenza!
JUAN. ¡Perdón!
JULIA. ¡Iba a ser yo la primera rama!
JUAN. ¡La rama estaba podrida!
JULIA. ¡Iba a ser yo la «honra del Hotel»!...
JUAN. ...Y el Hotel, yo.
JULIA. Sentándome en su despacho, embaucando a sus parroquianos, falsificando las cuentas...
JUAN. No, no; de eso me hubiera encargado yo.
JULIA. ¡Que un alma humana encierre tal suciedad!
JUAN. ¡Lávese bien!
JULIA. ¡Lacayo! ¡Criado! ¡Levántate, que te estoy hablando!
JUAN. ¡Contén la lengua, mujerzuela de lacayo, o sal de aquí! ¿Pretenderás reprocharme que sea grosero? Ninguna mujer de mi clase se hubiese comportado nunca como tú esta noche. ¿Crees que una muchacha de costumbres sencillas busca, provoca a un hombre como lo has hecho tú? ¿Viste nunca a una muchacha de servir ofrecerse de esa manera?
JULIA. (Consternada). Perfectamente; pégame, pisotéame. ¡No merezco otra cosa! Soy una miserable, pero ayúdame... ¡Ayúdame si aún hay posibilidad de ayudarme!
JUAN. (Con mayor suavidad). No pretendo renunciar a lo que me corresponde por el hecho de haberla seducido. ¿Cree usted que una persona de mi condición se hubiese atrevido nunca a levantar los ojos hasta usted, si usted misma no la hubiese alentado? Todavía me parece imposible y no salgo de mi azoramiento...
JULIA. ¡Es usted un orgulloso!
JUAN. ¿Por qué no había de serlo? Aunque reconozca que la victoria fue harto fácil para poder alabarme de ella.
JULIA. Diga usted lo que quiera, pégueme: es usted el más fuerte.
JUAN. (Levantándose). No, no; usted es quien ha de perdonar las palabras que he pronunciado. Yo no acostumbro a pegar a un ser indefenso, y menos si es una mujer. No negaré que, en parte, me satisface el haber podido comprobar que no era más que oropel todo aquello que nos deslumbraba a los que lo mirábamos desde abajo; que el lomo del gerifalte es tan gris como su pechuga; que en la delicada mejilla había una ligera capa de polvos; que las uñas cuidadas pueden tener los bordes negros; que el pañuelo estaba sucio, aunque perfumado. Pero, a la vez, me duele el comprobar que aquello que contemplaba ni era tan serio ni estaba tan alto; me entristece verla tan degradada, más degradada aún que su propia cocinera; me apena ver las flores de otoño derribadas por la lluvia y convertidas en basura.
JULIA. Habla usted como si ya estuviese a mayor altura que yo...
JUAN. Y lo estoy realmente. Fíjese usted: yo podría hacerla a usted condesa, y usted no puede hacerme conde a mí.
JULIA. Pero yo desciendo de un conde, cosa que nunca le ocurrirá a usted.
JUAN. Es cierto; pero, en cambio, yo podría dar vida a muchos condesitos si...
JULIA. Sin contar con que usted es un ladrón y yo no lo soy.
JUAN. No es lo peor eso de ser ladrón; existen aún cosas mucho peores. Hemos de tener en cuenta que, si yo presto mis servicios en una casa, debo portarme como si fuera un miembro de la familia, como un hijo, por ejemplo, de los señores; y no se considera como hurto el hecho de que un chiquillo coja un racimo de grosellas de un árbol bien lleno. (Nuevamente va encendiéndose en su pasión). ¡Señorita Julia! Usted es una mujer magnífica, demasiado distinguida para un hombre como yo. Fue usted la presa de un borracho, y ahora intenta ocultar su falta haciéndose la ilusión de quererme. No lo haga usted. Es muy posible que la haya seducido únicamente mi aspecto, en cuyo caso su amor no es mejor que el mío. Jamás podré avenirme a ser para usted un animal solamente, y ya no puedo reconquistar su cariño.
JULIA. ¿Tan seguro está usted?
JUAN. ¿Es que podría ocurrir? Sin duda, podría quererla, sí: es usted hermosa, distinguida (Se le acerca y le coge una mano), culta, apasionada si se lo propone; y si ha despertado el deseo en un hombre, es posible que ya no pueda extinguirlo. (Abrazándola). Es usted como un vino generoso con droga, y un beso suyo... (Intenta llevársela hacia la izquierda, pero ella se aparta resueltamente).
JULIA. ¡Déjame! Así no va a conquistarme.
JUAN. ¿Pues cómo entonces? ¿No la conquistaré con caricias, con tiernas palabras, con proyectos para el porvenir, salvación de toda vergüenza? ¿Pues cómo entonces?
JULIA. ¿Cómo? ¿Cómo? No sé. De ninguna manera. Le aborrezco como a las víboras, pero comprendo que no puedo vivir sin usted.
JUAX. Huyamos juntos.
JULIA. (Observando, preocupada, su traje). ¿Huir? Bueno; nos marcharemos... Pero ¡estoy tan cansada! Déme un vaso de vino. (Juan se lo sirve. Julia, mirando al reloj). Pero antes tenemos que hablar; hay tiempo todavía. (Vacía el vaso y se lo alarga para que vuelva a llenárselo).
JUAN. No beba; va usted a embriagarse.
JULIA. ¿Qué importa?
JUAN. ¿Que qué importa? Es muy vulgar el emborracharse. Bueno, ¿y qué es lo que iba usted a decirme?
JULIA. Nos fugaremos, pero antes debemos hablar. Es decir, que hablaré yo, porque, hasta ahora, usted se lo ha dicho todo. Usted me ha referido su vida; ahora voy yo a contarle la mía. Así nos conoceremos mejor antes de emprender juntos el viaje.
JUAN. Perdone usted un momento: piénselo bien antes de confiarme sus secretos, no vaya usted luego a arrepentirse.
JULIA. ¿No es usted amigo mío?
JUAN. Sí, a veces. Pero no se confíe.
JULIA. Lo dice usted por decir, sin contar con que mis secretos son harto conocidos. Mi madre no procedía de familia ilustre: su origen era, por el contrario, muy humilde. Fue educada en las ideas de su tiempo sobre igualdad y emancipación de la mujer y sentía una verdadera repugnancia hacia el matrimonio. Cuando mi padre se enamoró de ella le manifestó que nunca sería su esposa, aunque luego cambió de parecer y consintió en ello. Yo nací contra el deseo de mi madre, por lo que luego he podido entender. Decidieron educarme como a un muchacho medio salvaje, y por ello hube de instruirme en todo aquello que se suele enseñar a los jóvenes, para que más adelante pudiera demostrar que la mujer posee iguales cualidades e igual resistencia que el hombre. Podía vestirme como un muchacho, ocuparme de los caballos, pero me impedían, en cambio, penetrar en la granja. Tenía que lavar y aparejar los caballos, tomar parte en las cacerías...; tenía también que adiestrarme en las faenas del campo. Al distribuir los trabajos, había costumbre de asignar a los hombres los quehaceres de las mujeres, y a las mujeres las ocupaciones de los hombres. Resultado de todo esto fue que el patrimonio comenzó a resentirse y que la vecindad de las fincas cercanas se reía de nosotros. Al fin mi padre debió despertar de su letargo y rebelarse ante aquel estado de cosas, porque todo se trastocó según su deseo. Enfermó mi madre, y aún ignoro cuál fue su enfermedad; pero tenía frecuentes calambres, se ocultaba en la granja y pasaba las noches a la intemperie. Entonces fue cuando sobrevino el terrible incendio del que usted habrá oído hablar. La casa, la granja, los establos ardieron por completo, y en circunstancias que hicieron suponer intencionado el incendio, pues ocurrió el hecho al día siguiente de vencer el trimestre del seguro, y la prima que mi padre envió a su tiempo quedóse retrasada por negligencia del consignatario. (Vuelve a llenar el vaso y bebe).
JUAN. No beba usted más.
JULIA. ¡Qué importa! Nos quedamos sin techo donde guarecernos, viéndonos obligados a dormir por las noches en un coche. Mi padre no sabía dónde encontrar dinero con que reedificar la casa. Entonces mi madre le aconsejó que se dirigiera a un individuo que tenía una fábrica de ladrillos en estos alrededores, y a quien ella conocía desde la niñez, para que le hiciese un préstamo. Papá obtuvo el préstamo solicitado, pero, con gran asombro suyo, sin obligación de reembolsar ni el más pequeño interés. De esta manera volvió a reedificarse toda la posesión. (Vuelve a beber). ¿Sabe usted quién había producido el incendio?
JUAN. Su señora madre.
JULIA. ¿Sabe usted quién era el fabricante de ladrillos?
JUAN. El amante de su madre.
JULIA. ¿Sabe usted a quién pertenecía el dinero?
JUAN. Aguarde usted: no, eso no lo sé.
JULIA. A mi madre.
JUAN. Y al conde, por lo tanto, si no poseían separación de bienes.
JULIA. No lo poseían; pero mi madre tenía su pequeño capital que no quería que mi padre lo administrase, y por ello lo había depositado en manos de su amigo.
JUAN. Que se lo apropió.
JULIA. Justamente. Se lo retuvo. Todo esto llegó a oídos de mi padre, que no podía procesar, ni pagar al amante de su mujer, ni demostrar tampoco que aquel dinero pertenecía a su esposa. Esta fue la venganza de mi madre por haber tomado él la dirección de la casa. Entonces pensó mi padre en suicidarse. Corrió la voz de que lo había intentado sin conseguirlo. Siguió viviendo, y mi madre tuvo que expiar sus malas acciones. Aquella fue para mí una época cruel; ya se lo puede usted imaginar. Simpatizaba con mi padre, pero tomaba la defensa de mi madre, aun desconociendo la verdadera situación. De ella aprendí a odiar y a desconfiar de los hombres, porque ella los odiaba, como supe después, y le juré que no llegaría nunca a ser la esclava de ninguno de ellos.
JUAN. Después de todo eso se puso usted en relaciones con el gobernador.
JULIA. Justamente por eso: quería esclavizarlo.
JUAN. Y él no lo consintió...
JULIA. Lo consentía, pero no lo logré, porque antes me cansé de él.
JUAN. Yo les vi a ustedes en las caballerizas.
JULIA. ¿Qué vio usted?
JUAN. Cuando él rompió el noviazgo.
JULIA. Eso no es cierto. Yo fui quien rompió el compromiso. ¿Es que el sinvergüenza ha dicho que fue él?
JUAN. No, no era un sinvergüenza. ¿Realmente aborrece usted tanto a los hombres, señorita?
JULIA. En general, sí. Pero a veces hay momentos de flaqueza, de sensibilidad... ¡Oh! ¡Puaf!...
JUAN. Entonces, ¿también me aborrece a mí?
JULIA. Enormemente. Podría mandarle matar como a un animal cualquiera.
JUAN. Al malhechor se le condena a trabajos forzados y al animal se le mata.
JULIA. Es muy justo.
JUAN. Pero ahora no hay aquí animal alguno, ni siquiera un acusador. ¿Qué debemos hacer entonces?
JULIA. Viajar.
JUAN. ¿Para atormentarnos mutuamente hasta la muerte?
JULIA. No; para gozar dos, tres años, o lo que se pueda, y morirse después.
JUAN. ¿Morir? ¡Vaya una estupidez! Yo prefiero instalar un Hotel.
JULIA. (Como hablando consigo misma). En el lago de Como, donde el sol brilla eternamente, donde verdea el laurel y los naranjos florecen por Navidad...
JUAN. El lago de Como es un hoyo para la lluvia, y no he visto allí más naranjas que las que venden en las fruterías; pero es un paraje encantador para la explotación de forasteros, pues existen muchos hotelitos que se alquilan a las parejas de enamorados. Esta es una industria muy ventajosa. ¿Sabe usted por qué? Pues porque firman un contrato por medio año y se marchan a las tres semanas.
JULIA. (Con ingenuidad). ¿A las tres semanas? ¿Por qué?
JUAN. Porque han reñido, claro está. Pero el alquiler está pagado de todas maneras, y el inmueble se vuelve a alquilar, y así sucesivamente una y otra vez: porque el amor subsiste hasta la eternidad, aunque no dure tanto.
JULIA. ¿No quisiera morir conmigo?
JUAN. De ningún modo: primero, porque aún me agrada la vida, y luego, porque considero el suicidio como un delito en contra de la Naturaleza.
JULIA. ¿Cree usted en Dios?
JUAN. Claro está, y voy a la iglesia todos los domingos. Y ahora, con entera franqueza, me encuentro cansado y me voy a acostar.
JULIA. ¿Y cree usted que yo voy a dejar las cosas así? ¿Sabe usted lo que debe un hombre a la mujer a quien ha deshonrado?
JUAN. (Saca una moneda de plata y la arroja sobre la mesa). Haga usted el favor, porque yo no quiero deber nada a nadie.
JULIA. (Sin demostrar que ha advertido la injuria). ¿Sabe usted lo que la ley prescribe?
JUAN. Demasiado. La ley no impone sanción alguna a la mujer que seduce a un hombre.
JULIA. (Como antes). ¿Encuentra usted otra salida en lugar de viajar o unirnos para volver a separarnos?
JUAN. ¿Y si yo me negase a esa «mesalliance»?
JULIA. «¿Mesalliance?».
JUAN. Sí, por mi parte. Yo cuento con antepasados más nobles que los suyos, ya que no figura entre ellos ningún incendiario.
JULIA. Y ¿cómo lo sabe usted?
JUAN. En todo caso, no puede usted probar lo contrario, porque nosotros no disponemos de otro árbol genealógico que el que figura en poder de la policía. De un árbol de usted he leído datos en un libro que hay sobre la mesa del salón. ¿Sabe usted quién fue el fundador de su casa? Un molinero, con cuya mujer pasó una noche el rey durante la guerra danesa. Le repito que no poseo antepasados semejantes. No tengo antepasados...; pero yo mismo puedo llegar a ser el fundador de un linaje.
JULIA. Todo esto por haber abierto mi corazón a un ser indigno, por haberle sacrificado el honor de mi familia.
JUAN. La vergüenza de su familia es lo que quiere usted decir. Ya se lo decía yo a usted; no se puede beber, porque después se charla, y no se debe charlar...
JULIA. ¡Ay, cómo me arrepiento! ¡Cómo me arrepiento! Si, por lo menos, usted me quisiese. . .
JUAN. Por última vez: ¿qué es lo que usted desea? ¿He de llorar, he de saltar por encima del látigo, he de besarla, he de distraerla durante tres semanas en el lago de Como? ¿Y después? ¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo que usted desea? Ya empieza esto a resultar algo pesado. Consecuencias de querer intervenir en los asuntos de las mujeres. Señorita Julia, bien veo que es usted desgraciada, que sufre, pero no puedo entenderla. Entre nosotros no existen esos detalles; no nos odiamos. Tomamos el amor como un juego, cuando nuestro trabajo nos lo consiente, pues no disponemos para ello más que de algunas horas del día y de la noche. Lo estoy viendo: usted está enferma, realmente enferma.
JULIA. Debería usted ser bueno para mí, y habla, en cambio, como un hombre cualquiera. ¡Ayúdeme, ayúdeme usted! Indíqueme qué debo hacer, qué camino he de seguir.
JUAN. Pero si ni yo mismo lo sé.
JULIA. He fantaseado mucho; me volví loca; pero ¿es que realmente no hay salvación alguna?
JUAN. Quédese usted aquí, con calma y serenidad: nadie sabe nada.
JULIA. Imposible. Lo sabe la gente, lo sabe Cristina.
JUAN. No lo saben, no. No creerían nunca nada semejante.
JULIA. (Evasiva). Pero podría volver a ocurrir. . .
JUAN. Es cierto.
JULIA. ¿Y las consecuencias?
JUAN. (Aterrado). ¡Las consecuencias! ¿Dónde tenía yo la cabeza para no pensar en ellas? Sí, sí; entonces no hay más que un medio de salvación: marcharse de aquí cuanto antes. Yo no la acompaño, porque entonces todo se perdería. Usted viajará sola. Lejos, a cualquier sitio.
JULIA. ¿Sola? ¿Dónde? Imposible: no puedo.
JUAN. Debe usted hacerlo, y antes que vuelva el señor conde. Quédese, y ya sabe lo que sucederá. Cuando se ha cometido la primera falta, hay que escapar, porque el mal está apenas iniciado. Más adelante nos hacemos más desenvueltos, más confiados, y al fin nos descubrimos. Viaje, pues. Luego escriba usted al señor conde confesándoselo todo, mas sin nombrarme a mí; jamás podrán sospechar que soy yo el culpable. Creo que tampoco se preocupará por saberlo.
JULIA. Yo iré a viajar si usted me acompaña.
JUAN. Divaga usted, señorita. ¿Es que puede usted fugarse con su criado? A los tres días la noticia aparecería en todos los periódicos, y el señor conde no podría sobrevivir a tal afrenta.
JULIA. No puedo irme; no debo quedarme. ¡Ayúdeme usted! ¡Estoy tan cansada, tan terriblemente cansada! Indíqueme lo que debo hacer, infúndame algo de vida, porque yo no puedo ya pensar ni decidir.
JUAN. ¿Se convence de que es usted una mísera criatura? ¿Por qué se enorgullece y se envanece como si fuese la reina del Universo? Bueno; pues entonces mandaré yo: váyase a cambiar de ropa, provéase de dinero para el viaje y después vuelva aquí.
JULIA. (Con voz suave). Venga usted conmigo...
JUAN. ¿A su cuarto? Ahora vuelve a disparatar. (Dudando unos instantes). No; váyase, váyase usted enseguida. (Cogiéndola de una mano, la empuja fuera de la puerta de cristales).
JULIA. (Mientras se va). Háblame con ternura, Juan.
JUAN. Una orden siempre resulta desagradable. Usted, por sí misma, puede ahora comprobarlo.
(Salen los dos. Juan vuelve a poco, suspira como si se quitase un peso de encima, se sienta a la derecha, junto a la mesa, saca un librillo de notas y va cotejándolas a media voz. Escena muda. Cristina entra por la derecha, vestida para ir a la iglesia: trae en la mano una pechera blanca y un pañuelo de cuello, blanco también).
CRISTINA. ¡Dios mío, qué desorden! ¿Qué ha ocurrido aquí?
JUAN. La señorita Julia llamó aquí a los colonos. ¿Tanto has dormido que no te has enterado de nada?
CRISTINA. He dormido lo mismo que un topo.
JUAN. ¿Ya estás vestida para ir a la iglesia?
CRISTINA. Sí; me has prometido acompañarme hoy a comulgar.
JUAN. Es cierto. ¿Me has traído mi ropa también? Muy bien; ven aquí.
(Se sienta a la derecha. Cristina le va dando la pechera, el pañuelo y le ayuda a ponérselos. Pausa. Juan habla como adormilado). ¿Qué Evangelio nos toca hoy?
CRISTINA. Creo que trata de la degollación de San Juan Bautista.
JUAN. ¡Ah! Pues será larguísimo. ¡Uy! ¡Que me arañas! Tengo tanto sueño...
CRISTINA. ¿Que has hecho esta noche? Estás verdoso.
JUAN. He estado aquí charlando con la señorita.
CRISTINA. ¡Caramba! ¡Es que para nada tiene en cuenta las conveniencias! (Pausa).
JUAN. ¿Cómo resulta tan extraño todo cuando se recuerda después?
CRISTINA. ¿Qué es tan extraño en ella?
JUAN. Todo. (Pausa).
CRISTINA. (Se fija en los vasos medio vacíos que hay sobre la mesa).
¿Es que habéis bebido juntos?
JUAN. Sí.
CRISTINA. ¡Uy!... ¡Mírame bien a los ojos!
JUAN. Sí.
CRISTINA. ¿Es posible? ¿Es posible?
JUAN. (Tras unos instantes de reflexión). Sí, lo es. ¡Puf! Nunca, nunca lo hubiese creído. ¿No tienes celos de ella?
CRISTINA. No, de ella no puedo tenerlos. Si hubiese sido Clara o Sofía, desde luego. ¡Pobre muchacha! ¿Sabes lo que te digo? Que no quiero seguir en una casa en donde los señores no inspiran el menor respeto.
JUAN. ¿Y por qué deberíamos respetarlos?
CRISTINA. ¿Y me lo preguntas tú, que eres tan listo? ¿Es que vas a servir a señores que se conducen en esa forma? Yo creo que nos deshonraríamos.
JUAN. Sin embargo, es un gran consuelo el pensar que ellos no son mejores que nosotros.
CRISTINA. No estoy conforme; porque si ellos no son mejores, ya no hay objeto de imitarlos ni emulación alguna. Recuerda al conde; recuerda cuántas fatigas, cuántas contrariedades tuvo en su vida. No; decididamente, no quiero seguir en esta casa. Y, además, ¡con un hombre como tú! ¡Si hubiera sido con el gobernador: un caballero de calidad...!
JUAN. ¿Y eso a qué viene?
CRISTINA. Sí, sí, convéncete, Juan. Tú eres un buen muchacho, pero siempre hay diferencia entre gente y gente... Yo no puedo olvidarlo. La señorita, que era tan orgullosa, tan intransigente con los hombres... ¿Quién iba a imaginar que se entregase así, sin más ni más, a un hombre? ¡Y a qué hombre! Ella que quería mandar matar a la pobre Diana porque corría tras el perro de presa... ¡Fíjate! ¡Quién iba a pensar! No; yo aquí no me quedo; el 24 de octubre me largo.
JUAN. ¿Y luego?
CRISTINA. Ya hablaremos de eso después; pero, entretanto, bueno sería que te fueses ocupando de buscar otra casa para cuando nos casemos.
JUAN. ¿Y dónde voy a encontrarla? Una casa como ésta no la conseguiré si estoy casado.
CRISTINA. Eso, desde luego. Pero puedes buscar una colocación de portero o de camarero en algún hotel. El sueldo es módico, pero seguro, sin contar con que si entre los clientes hay señoras y niños...
JUAN. (Con una mueca). ¡Muy bonito! Pero imaginarás que no voy a sacrificarme por las señoras y los niños... He de confesarte que tengo aspiraciones bastante más altas.
CRISTINA. Ya, ya. Tus aspiraciones... No olvides que tienes obligaciones también. Ahora debes pensar en éstas.
JUAN. No me exaltes hablándome de obligaciones. Demasiado sé yo lo que he de hacer. (Prestando atención). Aún tenemos tiempo para pensarlo. Ahora vete a terminar de arreglarte; luego iremos a misa.
CRISTINA. ¿Quién paseará tanto por aquí arriba? (Señalando el techo).
JUAN. Será Clara.
CRISTINA. (Al marcharse). El conde no puede haber vuelto sin que le hayamos oído.
JUAN. (Inquieto). ¿El conde? No, no creo: ya hubiese llamado.
CRISTINA. ¡Bien sabe Dios que no hubiese imaginado nunca cosa semejante! (Sale por la derecha. El sol ha ido elevándose e ilumina poco a poco los árboles del parque; los rayos van ampliándose hasta dar en las baldosas. Juan va hacia la puerta de cristales y hace una seña).
JULIA. (Entra vestida de viaje, con una jaulita cubierta por una toalla, que deja sobre una silla). Ya estoy dispuesta.
JUAN. ¡Chist!... Cristina está levantada.
JULIA. (Excitadísima durante toda la escena). ¿Sospecha algo?
JUAN. Nada sabe. Pero ¡Dios mío! ¡Qué cara tiene usted!
JULIA. ¿Cómo? ¿Qué cara?
JUAN. Está más blanca que el papel y... discúlpeme, pero tiene toda la cara manchada.
JULIA. Déme usted agua. Así. (Va hacia el lavabo y se lava la cara y las manos). Déme usted una toalla. ¡Ah! ¿Ya ha salido el sol?
JUAN. Y el duendecillo encantado vigila su fuga.
JULIA. Sí, esta noche ha procedido como un verdadero duende en acción... Óyeme, Juan. Ven conmigo: ahora tengo medios.
JUAN. (Dudando). ¿Suficientes?
JULIA. Bastantes por lo pronto. Ven conmigo, porque hoy no puedo viajar sola. Fíjate: es el día de San Juan; en un tren asfixiante, apretujada entre una masa de gente, que me mirarán con unos ojos así de grandes; tener que aguardar en las estaciones, cuando yo quisiera volar. No, no; no puedo, no puedo. Y después se me irán presentando las sensaciones de la infancia: el día de San Juan, con la iglesia adornada de ramajes: ramas de abedul y saúco. La cena con la mesa suntuosamente puesta: parientes, amigos; el café en el parque: danzas, músicas, flores y juegos. ¡Ah, fugarse! ¡Fugarse! ¡Huir! Pero en el furgón de equipajes nos persiguen los recuerdos, los afectos, los remordimientos...
JUAN. La acompañaré. Pero aligeremos, antes de que sea demasiado tarde. Así, ahora mismo.
JULIA. Vamos, pues. (Coge la jaula).
JUAN. Pero sin equipajes; si no, estamos perdidos.
JULIA. No, nada; únicamente lo que podemos llevar a mano, en el coche.
JUAN. (Cogiendo el sombrero). ¿Qué lleva usted ahí? ¿Qué es eso?
JULIA. Mi verderón. No quiero abandonarlo.
JUAN. ¿Cómo es posible? ¿Vamos a llevar la jaula también? ¿Está usted loca? ¡Deje ahí ese pájaro!
JULIA. Lo único que me llevaba de casa, ¡el único ser que me quiere desde que Diana me fue infiel! ¡No seas exigente! Deja que me lo lleve.
JUAN. No, no. Déjelo usted ahí; y no hable tan alto, que Cristina puede oírnos.
JULIA. Pues no, no quiero abandonarlo en manos extrañas. Mejor es que lo mates.
JUAN. Dámelo ya; le retorceré el cuello.
JULIA. Bueno, pero no le hagas daño. No puedo, no.
JUAN. Venga aquí, que yo sí puedo.
JULIA. (Saca el pajarito de la jaula y lo besa). Es mi chiquitín. ¿Vas a morir a manos de tu propia amita?
JUAN. Vamos; haga el favor de no hacer escenas. ¿Es que vale su vida, su felicidad, este pájaro? Venga enseguida. (Se lo arranca de la mano, lo lleva al tajo de la carne y coge un cuchillo. Julia se vuelve de espaldas). Si hubiese usted aprendido a matar pollos en lugar de disparar al blanco con la pistola (Corta el cuello al pájaro), unas gotitas de sangre no le harían desmayarse.
JULIA. (Exaltada). ¡Mátame a mí! ¡Mátame, si puedes matar a un animalito inocente sin que te tiemble la mano! ¡Ah! Te odio y me repugnas. ¡Hay sangre entre nosotros! ¡Maldita la hora en que te vi! ¡Maldita la hora en que he nacido!
JUAN. ¿De qué sirven ahora sus maldiciones? Vamos.
JULIA. (Aproximándose al tajo como a su pesar). No, aún no quiero irme; no puedo, debo ver... ¡Calla, calla! Por ahí pasa un coche. (Presta oídos, con los ojos fijos en el tajo y en el cuchillo). ¿Crees que no puedo ver sangre? ¿Crees que soy tan débil? ¡Ay! ¡Así pudiera ver tu sangre y tus sesos sobre el tajo! ¡Así pudiera ver a toda tu casta nadando en un lago como ése! Creo que podría beber en tu cráneo, pisotear tus despojos y comerme tu corazón. ¿Crees que soy débil, crees que te quiero, crees que deseo llevar tu mala casta bajo mi corazón nutriéndola con mi sangre, crees que daré a luz un hijo tuyo y que podré llevar tu apellido? ¡Dímelo! ¿Cómo te llamas? Jamás oí tu apellido: no debes tenerlo. Yo quería convertirme en la «señora mayordomo» o en «madama fregona»... Perro que llevas soldado mi collar, siervo que llevas mi blasón en los botones, ¡iba yo a rivalizar con mi cocinera, a compartirte con mi fregaplatos! ¡Me creías cobarde, creías que iba a fugarme! No, no; me quedo, y que luego estalle la tormenta. Vuelve mi padre a casa, halla forzado el bargueño, substraído todo el dinero... Tira de la campanilla para llamar a los criados, avisa al juez, y luego... yo se lo cuento todo. ¡Todo! ¡Es bonito eso de buscar un final emocionante; si así se pudiese acabar! Luego le da una apoplejía y se muere... Y toda esta historia llega a su fin y sobreviene la paz y el silencio. ¡El silencio eterno! Después el blasón se derrumba sobre el féretro, la estirpe se acaba y el hijo del siervo crece en un orfanato, conquista sus laureles en un albañal y termina sus días en presidio... (Entra Cristina por la izquierda, con el libro de himnos en la mano. Julia corre hacia ella y se echa en sus brazos como buscando protección). ¡Ayúdame, Cristina! ¡Líbrame de este hombre!
CRISTINA. (Impasible y fría). ¡Qué locuras son ésas en un día de fiesta! (Se fija en el tajo). ¿Qué porquería ha puesto usted ahí? ¿Qué significa esto? ¿Por qué grita y por qué alborota usted?
JULIA. Cristina, tú eres mujer y amiga mía: ¡guárdate de ese bribón!
JUAN. (Algo evasivo y confuso). Si las señoras tienen que hablar, aprovecharé la ocasión para ir a afeitarme. (Desaparece por la derecha).
JULIA. Escúchame. Tú me entenderás, Cristina.
CRISTINA. No, no; yo no entiendo nada de todos estos subterfugios. ¿Qué hace usted vestida de viaje y él con el sombrero puesto? ¿Qué quieren ustedes? ¿Qué?
JULIA. Óyeme, Cristina, óyeme, Te lo contaré todo.
CRISTINA. No quiero saber nada.
JULIA. Debes oírme.
CRISTINA. ¿El qué? ¿Sus tonterías con Juan? Ya lo ve usted: no me preocupa lo más mínimo, porque no quiero complicar las cosas. Pero si usted intenta animarle para que se fugue, entonces sabré cortarles el camino.
JULIA. (Nerviosísima). Trata de tranquilizarte, Cristina, y óyeme. Yo no puedo quedarme aquí, ni Juan tampoco; tenemos que marcharnos.
CRISTINA. ¡Ejem! ¡Ejem!...
JULIA. (Con una idea repentina). Mira: ahora se me ocurre una cosa. ¿Si nos marchásemos los tres al extranjero, a Suiza, por ejemplo, e instalásemos allí un hotel? Yo tengo dinero. (Se lo enseña). ¿Ves? Juan y yo nos ocuparemos de todo, y tú tomarás la dirección de la cocina. ¿No está bien? Di que sí y vente con nosotros; así todo se arregla. Vamos, dime que sí. (La abraza dándole afectuosas palmaditas en la espalda).
CRISTINA. (Fría y pensativa). ¡Ejem! ¡Ejem!...
JULIA. (Rápidamente). Tú nunca has viajado; debes moverte y conocer mundo. No imaginas lo divertido que resulta viajar en ferrocarril; continuamente gentes nuevas, países nuevos. Llegaremos a Hamburgo, y, de paso, visitaremos el parque zoológico. ¿Qué te parece? Luego iremos al teatro de la Ópera, y cuando lleguemos a Mónaco, veremos los cuadros de Rubens y los de Rafael; dos grandes pintores, ¿sabes? Tú has oído ya hablar de Mónaco, en donde reinaba el rey Ludovico —el rey loco—; y después visitaremos sus palacios; tiene palacios iguales que en los cuentos de hadas. Desde allí no nos queda mucho camino para llegar a Suiza por los Alpes. Imagina: los Alpes cubiertos de nieve en el corazón del verano, en donde crecen naranjos y laureles que están verdes durante todo el año.
(Aparece Juan por la derecha afilando la navaja en una correa que sujeta con los dientes y con la mano izquierda; presta atención a las palabras de Julia, y de cuando en cuando asiente con un movimiento de cabeza).
JULIA. (Cada vez más nerviosa y hablando con mayor rapidez).
Montaremos un hotel, ya verás: yo me sentaré ante la caja, mientras Juan recibe a los huéspedes, sale a la calle, escribe cartas, se afana... ¡Eso será vivir, créeme! Silbará el tren, llegarán los coches de la estación, llenando de ruidos la casa, el restaurante. Yo extenderé las cuentas, tratando de que sean subiditas, subiditas. ¡No puedes imaginar el terror que a los viajeros les produce el tener que abonar las cuentas! Y tú, tú serás la señora de la cocina, el ama. Naturalmente, no tendrás que permanecer junto al fogón, podrás estar bien vestida, elegante, para que las gentes te vean. Con tu figura —y esto no es adularte—, podrás pescar un buen partido cualquier día: un inglés rico, ¿entiendes? ¡Es tan fácil atrapar a la gente! (Comienza a hablar desilusionada de sus propias palabras, fatigada, con mayor lentitud). Y después nos haremos ricos y construiremos una villa en el lago de Como. Claro que allí llueve también alguna vez, pero (Con mayor desaliento y lentitud) el sol brillará, aunque tristemente. Y además, que también podremos volver a casa. (Pausa). Aquí mismo... o a otro sitio...
CRISTINA. Óigame usted, señorita: ¿es que usted misma cree todo eso que dice?
JULIA. (Aniquilada). ¿Que si creo...?
CRISTINA. Sí.
JULIA. (Fatigada). No sé; ya no creo en nada. (Dejándose caer sobre una silla, con la cabeza abatida entre los brazos, que apoya en la mesa). ¡En nada! En nada absolutamente.
CRISTINA. (Volviéndose hacia Juan). De modo que pensabas largarte, ¿eh?
JUAN. (Azorado, dejando la navaja sobre la mesa). ¿Largarme? Eso es mucho decir. ¿Has oído el proyecto expuesto por la señorita? Pues aunque la señorita esté fatigada por la mala noche, el proyecto no es una fantasía, es fácil y puede llevarse a efecto.
CRISTINA. Oye: ¿es tuya la idea de que yo siga siendo la cocinera de ésta?
JUAN. (Con severidad). Haz el favor de emplear palabras más prudentes cuando hables de tu señora. ¿Entiendes?
CRISTINA. ¿De mi señora?
JUAN. Sí.
CRISTINA. ¡Vamos, vamos! ¡Era esto lo que me quedaba por oír!
JUAN. Mejor será que además oigas esto también: puede serte útil y hacerte charlar algo menos. La señorita Julia sigue siendo tu señora, y, por la misma razón, si la despreciaras ahora, tendrías que despreciarte a ti misma.
CRISTINA. Yo siempre he sabido estimarme en mucho.
JUAN. ¿Tanto como para despreciar a los demás?
CRISTINA. Jamás me he rebajado de mi condición. Ven a decirme si alguna vez la cocinera del conde ha tenido que ver con el boyero o con el porquero... Ven a decírmelo, ¡anda!
JUAN. Es cierto; tú no has tenido nunca nada que ver más que con un muchacho decente: esa fue tu suerte.
CRISTINA. Sí, sí; tan decente, que roba la avena al conde para después venderla por su cuenta.
JUAN. ¡Y aún te atreves a hablar! ¿Tú, a quien el tendero paga un sobreprecio en todos los gastos y a quien el pollero corrompe con sus donativos?
CRISTINA. ¿Cómo?
JUAN. ¡Y no estimas ya a tus señores! ¡Tú!
CRISTINA. ¡Ven ahora a la iglesia! Después de lo que ha sucedido, un buen sermón puede convenirte.
JUAN. No, hoy no voy a la iglesia: puedes ir sola y confesar todos tus pecados.
CRISTINA. Claro que lo haré, y me pienso volver a casa con el perdón de los tuyos también. El Salvador ha perecido y ha muerto en la Cruz por nuestros pecados. Si nos presentamos a Él con fe y con el corazón contrito, tomará para Sí todas nuestras culpas.
JULIA. ¿Sinceramente lo crees así, Cristina?
CRISTINA. Ésta es mi fe, tan cierta como que ahora estoy viva; ésta es la fe de mi infancia, en la que luego he perseverado siempre, señorita Julia. Y allí donde los pecados se desbordan, allí desciende la Gracia.
JULIA. ¡Ay! ¡Si yo tuviese tu fe!... Si pudiera...
CRISTINA. ¿Ve usted? Eso es algo que, aunque se quiera, no puede darse.
JULIA. ¿Y quién la consigue entonces?
CRISTINA. Ese es el gran secreto del don de la Gracia, señorita. Dios no se fija en la calidad de las personas, pero los primeros serán los últimos.
JULIA. Entonces Dios establece una distinción en las personas de esos últimos...
CRISTINA. (Prosigue en el mismo tono doctrinal). Y más fácil será que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico consiga entrar en el cielo. Así es, señorita Julia. Ahora me voy sola, y al pasar ordenaré al mozo de cuadra que no dé salida a ningún caballo hasta que vuelva el señor conde, en el caso de que alguien quisiera marcharse... Adiós.
(Altiva y fría sale por la puerta de cristales).
JUAN. ¡Vaya un jaleo del diablo! ¡Y todo por culpa de un verderón!
JULIA. (Con languidez). Deje usted ya al verderón y dígame si hay
solución para todo esto.
JUAN. (Tras un instante de reflexión). No.
JULIA. ¿Qué haría usted en mi lugar?
JUAN. ¿En su lugar? Aguarde: ¿en qué lugar? ¿En el de aristócrata, en
el de mujer, en el de seducida? No sé. (Con una rápida mirada a la
mesa). Sí, ya lo sé.
JULIA. (Suavemente se apodera de la navaja y hace un movimiento).
¿Así...?
JUAN. Claro. Pero yo no lo haría, entiéndame: ésa es la diferencia entre usted y yo.
JULIA. ¿Porque usted es hombre y yo soy mujer? ¿Qué diferencia es
ésa?
JUAN. La misma que hay entre hombre y mujer.
JULIA. (Con la navaja en la mano). Quisiera, y no puedo... Tampoco
pudo mi padre cuando debió hacerlo.
JUAN. No, él no debió hacerlo. Tenía antes que vengarse.
JULIA. Y ahora mi madre se venga, a su vez, por mediación mía.
JUAN. ¿Usted no ha querido a su padre, señorita Julia?
JULIA. Le quiero muchísimo; pero le he odiado también. He debido
hacerlo sin darme cuenta de ello. Él me arrastró a despreciar a mi sexo y a no ser hembra ni varón. ¿Quién es el verdadero culpable de lo ocurrido? ¿Mi padre? ¿Mi madre? ¿Yo misma? ¿Yo...? ¡Yo no tengo un yo! No tengo una idea que no me la sugiriese mi padre; no tengo un afecto que no me lo inspirase mi madre, y el último —¡el de que todos los hombres se parecen!— lo adquirí de mi prometido, por lo cual le considero un infame. ¿Cómo, pues, he de tener una responsabilidad fundada? ¿He de cargar las culpas sobre Jesucristo, como dice Cristina? No; soy demasiado altiva, harto cultivada, gracias a los preceptos de mi padre; y eso de que un rico no pueda entrar en el cielo es un embuste; o, en todo caso, Cristina, que tiene dinero en la caja de ahorros, tampoco debería entrar. ¿Quién es el responsable de las faltas? ¡Qué nos importa el saberlo a nosotros! Yo soy quien ha de sufrir la culpa y sus consecuencias.
JUAN. Sí, pero... (En este instante se oyen dos campanillazos enérgicos y seguros. Julia se estremece. Juan va a la izquierda, y, atolondrado, se cambia de chaqueta precipitadamente). ¡El conde está en casa! Imagine usted, si Cristina...
JULIA. ¿Habrá ya visto el bargueño?
JUAN. (Va hacia la bocina, llama y escucha). Es Juan, señor conde, (Escucha). Sí, señor conde, (Escucha). Enseguida, señor. (Vuelve a escuchar). Muy bien, señor conde. (Escucha). Dentro de media hora.
JULIA. (Con ansiedad). ¿Qué decía? ¡Dios mío! ¿Qué decía?
JUAN. Ha pedido las botas y el café para dentro de media hora.
JULIA. Dentro de media hora, pues..., ¡Ay, qué cansada estoy! Ya nada puedo: soy incapaz de arrepentirme, de huir, de quedarme; ¡y no puedo vivir, ni morir! Ayúdeme usted; mándeme y obedeceré como un perro. ¡Hágame usted el último favor: salve usted mi nombre, salve usted mi honor! Usted sabe muy bien lo que yo debo hacer y no quiero. Quiéralo usted: ordénemelo, para terminar de una vez.
JUAN. Es que ahora tampoco puedo yo; no acierto a explicarme. Es como si esta librea tuviese la virtud de impedirme mandar lo más mínimo. Y ahora, desde que el señor conde me ha hablado, menos... Es el lacayo que llevo en mí: creo que si apareciese el señor conde y me ordenase cortarme el cuello, lo haría sin vacilar.
JULIA. Mándeme, pues, como si usted fuese él y yo fuese usted. Hace poco podía usted fingir el ponerse de hinojos ante mí; entonces se creía usted un caballero. ¿No recuerda usted haber visto en el teatro a los hipnotizadores? (Juan hace un gesto afirmativo). El hipnotizador ordena al médium: «Coge la escoba»; y él la coge. Luego le dice: «Barre», y barre.
JUAN. El otro, entonces, debería ya estar dormido.
JULIA. (Exaltándose). Y yo duermo ya. El espacio aparece ante mis ojos como un denso humo, y usted adquiere el aspecto de una estufa de hierro semejante a un hombre vestido de negro con sombrero de copa. Sus ojos brillan como las brasas, cuando el fuego se extingue y su rostro es como una gran mancha de ceniza. (El sol ha ido avanzando sobre el piso y cubre a Juan). ¡Es tan hermoso y tan confortable! (Con las manos expuestas al sol, se las restriega como si se las calentase al fuego). ¡Y además, tan claro y con tal quietud!
JUAN. (Coge la navaja y se la entrega). Esta es la escoba. Sube al granero, en donde hay claridad, en donde hay luz, y... (Le murmura algunas palabras al oído).
JULIA. (Como despertando). Gracias, gracias. Ahora voy en busca del silencio. Pero dígame antes que también los primeros podrán participar de la Gracia. Dígamelo, aunque no lo crea.
JUAN. ¿Los primeros? No, eso no puedo decirlo. Pero oiga usted, señorita Julia: usted ya no pertenece a los primeros, porque se halla más bajo que los últimos.
JULIA. Es cierto. Estoy más bajo que los últimos de los últimos: ¡la última! ¡Ay! Pero ahora no puedo moverme. Vuélvame a ordenar que vaya.
JUAN. Es que ahora tampoco puedo yo.
JULIA. ¡Y los primeros serán los últimos!...
JUAN. No piense usted en ello: no piense usted. Llega a quitarme fuerzas a mí mismo y me hace cobarde. ¡Qué!... Creo que se ha movido la campanilla... No. Habría que meter un papel arrollado en la bocina. ¡Que le atormente a uno hasta este punto el temor de un campanillazo!... Es que ahora no se trata ya de una campanilla; tras ella hay una figura; una mano que la pone en movimiento y algo más que imprime el movimiento a esa mano. ¡Tápese usted los oídos! Entonces su sonido resulta aún más aterrador. Sigue sonando hasta que se le da una respuesta, y entonces ya será demasiado tarde... Después llegará el juez, y luego... (Se estremece y se levanta). ¡Es horrible! Pero no existe otra salida... ¡Vaya usted!
JULIA. (Se dirige con paso resuelto hacia la puerta de cristales y desaparece por ella).

FIN