AUGUST STRINDBERG
La sonata de los espectros
T.O.: Spóksonaten.
PERSONAJES
El
viejo, director
Hummel.
El
estudiante, Arkenholz.
La
lechera (una
visión).
La
portera.
El
muerto, cónsul.
La
señora de negro, hija del muerto y la portera.
El
coronel.
La
momia, esposa del
coronel.
Su hija, que es la hija del viejo.
El
aristócrata, llamado barón Skanskorg, prometido
de la hija de la portera.
Johansson,
criado de
Hummel.
Bengtsson,
mayordomo
del coronel.
La novia,
antigua
novia de Hummel, una vieja de pelo
blanco.
DECORADO
Planta baja y primer piso de la
fachada de una casa moderna, pero sólo la esquina de la casa, que en la planta
baja termina en un salón redondo y en el primer piso en un balcón con un asta
para banderas.
Por la ventana abierta del salón
redondo se ve, cuando descorren las cortinas, tina estatua de mármol blanco de
una mujer joven, rodeada de palmeras e intensamente iluminada por rayos
solares. En la ventana de la izquierda se ven unas macetas de jacintos (azules,
blancos, rosados).
En la barandilla del balcón del
primer piso hay una sobrecama de seda azul y dos almohadas blancas. Las
ventanas de la izquierda están tapadas con sábanas blancas. Es una mañana de
domingo clara y soleada.
Delante de la fachada, en primer
término, hay un banco verde.
A la derecha, en primer término,
una fuente; a la izquierda, una columna para pegar carteles.
A la izquierda, al fondo, está
la puerta de entrada a la casa, que deja ver la escalera de mármol blanco y el
barandado de caoba y bronce. A ambos lados de la puerta, en la acera, hay unas
macetas con laureles.
La esquina del salón redondo da
también a una calle transversal, que nos imaginamos se pierde por el foro.
A la izquierda de la puerta de
entrada, en la planta baja, hay una ventana con un espejo fisgón..
Al levantarse el telón se oyen
lejanas las campanas de algunas iglesias.
Las puertas de la casa están
abiertas. En la escalera hay una señora vestida de negro, inmóvil.
La
portera barre la
entrada. Luego lustra el bronce de la puerta. Después riega los laureles.
En una silla de ruedas, junto a
la columna de los carteles, está el viejo Hummel leyendo el
periódico. Tiene el pelo y la barba blancos y lleva gafas.
La
lechera aparece por
la esquina con unas botellas en una cesta de alambre. Va vestida de verano, con
zapatos marrones, medias negras y un gorro blanco. Se quita el gorro y lo
cuelga en la fuente. Se seca el sudor de la frente. Bebe un poco de agua del
cazo. Se lava las manos. Se arregla el pelo, mirándose en el agua.
Se oye la sirena de un barco de
vapor y la música del órgano de una iglesia próxima rompe, de vez en cuando, el
silencio.
Después de unos minutos de
silencio, cuando La lechera ya ha
acabado de arreglarse, entra El estudiante, por la
izquierda. Va sin afeitar, y parece que no ha dormido en toda la noche. Se
dirige directamente a la fuente.
(Pausa.)
El
estudiante.—¿Me dejas
el cazo?
(La
lechera aprieta el
cazo contra su cuerpo.)
El
estudjante.—¿No has
terminado aún?
(La
lechera lo mira horrorizada.)
El viejo
(para sí
mismo).—¿Con quién
estará hablando?... ¡Yo no veo a nadie!... ¿Estará loco?
(Continúa mirándolos con gran
asombro.)
El
estudiante.—¿Qué me
miras? ¿Tan espantoso es mi aspecto?... Sí, sí no he dormido en toda la noche y
tú, claro, supones que he estado de juerga...
(La
lechera, como
antes.)
El
estudiante.—Que he
estado bebiendo, ¿verdad?... ¿Huelo a vino?
(La
lechera como
antes.)
El
estudiante.—Sí, voy
sin afeitar, ya lo sé... Pero dame un poco de agua, chiquilla. Me la he ganado.
(Pausa.) Bueno, entonces tendré que decirte que me he pasado la noche
curando heridos y velando enfermos. Sabrás lo de la casa que se hundió ayer...,
yo andaba por allí... Ahora ya lo sabes.
(La
lechera enjuaga él
cazo y le da de beber.)
El
estudiante.—¡Gracias!
(La
lechera está
inmóvil.)
El
estudiante (lentamente).—¿Quieres hacerme un gran favor?
(Pausa.) Es lo siguiente: como puedes ver, tengo los ojos muy
inflamados, pero como he estado tocando con las manos muertos y heridos, sería
muy peligroso que yo me los lavase... ¿Quieres sacarme del bolsillo el pañuelo
limpio, mojarlo en el agua fresca y humedecer mis pobres ojos?... Lo harás,
¿verdad?... ¿No quieres ser la buena samaritana?
(La
lechera, tras
ciertas dudas, hace lo que le pide.)
El
estudiante.—¡Gracias,
amiga! (Saca su monedero.)
(La
lechera hace un
gesto de rechazo.)
El
estudiante.—Perdona mi
torpeza, pero estoy medio dormido...
(La
lechera sale.)
*
El viejo
(al Estudiante).—Discúlpeme el atrevimiento de dirigirme a usted,
pero he oído que usted presenció el accidente de ayer tarde... Precisamente
estaba leyéndolo en el periódico...
El
estudiante.—¿Ya lo han
publicado?
El
viejo.—Sí, está
todo, y su fotografía también, aunque lamentan el no haber podido averiguar el
nombre del valeroso estudiante...
El
estudiante (mirando el periódico).—Pues sí...
Soy yo. Y...
El
viejo.—¿Con quién
hablaba hace un momento?
El
estudiante.—¿No lo
vio?
(Pausa.)
El
viejo.—¿Sería una
impertinencia preguntarle su digno nombre?
El
estudiante.—¿Para qué
quiere saberlo? A mí no me gusta la publicidad..., un día todo son alabanzas y
al siguiente vituperios..., el arte del menosprecio ha alcanzado tal
perfección... Además, yo no pido recompensa...
El
viejo.—¿Tan rico
es?
El
estudiante.—¡Qué
va..., al contrario! Más pobre que las ratas.
El
viejo.—Un
momento..., me da la impresión que he oído su voz... En mi juventud tuve un
amigo que no podía pronunciar la palabra ventana y siempre decía «fentana»...
Sólo he conocido una persona con esa pronunciación y era él. La segunda es usted...,
¿no será usted acaso pariente de un mayorista llamado Arkenholz?
El
estudiante.—Soy su
hijo.
El
viejo.—Son
extraños caminos del destino... Yo a usted lo vi de niño, en circunstancias
particularmente difíciles...
El
estudiante.—Parece que
vine al mundo en mitad de una quiebra...
El
viejo.—¡Exacto!
El
estudiante.—¿Podría yo
también preguntarle su nombre?
El
viejo.—Me llamo
Hummel, soy director de empresa...
El
estudiante.—¿Usted
es...? Entonces, ya me acuerdo...
El
viejo.—Habrá oído
mencionar mi nombre con cierta frecuencia en el seno de su familia.
El
estudiante.—Sí.
El
viejo.—Y
mencionarlo con cierta repulsa.
(El
estudiante calla.)
El
viejo.—¡Puedo
suponérmelo!... ¡Se llegó a decir que yo había arruinado a su padre!... Siempre
pasa lo mismo... Todos los que se arruinan en negocios descabellados consideran
que el causante de su ruina es aquel a quien no consiguieron engañar. (Pausa.)
Lo cierto es que su padre me robó diecisiete mil coronas, es decir, todo lo
que tenía en aquel tiempo.
El
estudiante.—Es curioso
que una historia se pueda contar de dos maneras tan diametralmente opuestas.
El
viejo.—¿No creerá
que le estoy mintiendo?
El
estudiante.—¿Y qué
quiere que crea? Mi padre no mentía.
El
viejo.—Es muy
cierto, un padre no miente nunca..., pero yo también soy padre, así es que...
El
estudiante.—¿Adonde
quiere ir a parar?
El
viejo.—Mire, yo
salvé a su padre de la miseria y él me pagó con el terrible odio del que se ve
obligado a sentirse agradecido..., enseñando a su familia a hablar mal de mí.
El estudiante.—Quizá fue
usted el que provocó su ingratitud al envenenar la ayuda con humillaciones
innecesarias.
El
viejo.—Toda ayuda
es humillante, caballero.
El
estudiante.—¿Qué
quiere de mí?
El
viejo.—No le voy
a pedir dinero, pero si usted me hiciese unos pequeños servicios me
consideraría bien pagado. Ya ve que soy un inválido; unos dicen que por mi
culpa, otros se la echan a mis padres. Pero yo creo que la causa es la vida
misma con sus malas artes, porque si uno logra sortear una trampa cae en la
siguiente. Sea como fuere, el caso es que no puedo andar subiendo escaleras, ni
tirando del cordón de las campanillas. Por eso le digo: ¡ayúdeme!
El
estudiante.—¿Qué tengo
que hacer?
El
viejo.—En primer
lugar, lléveme hasta aquella columna para poder leer la cartelera. Quiero ver
lo que dan esta tarde...
El
estudiante (empujando la silla de ruedas).—¿No tiene
a nadie que le ayude?
El
viejo.—Sí, pero
ha ido a hacer un recado..., volverá en seguida... ¿Estudia usted medicina?
El
estudiante.—No,
idiomas. Pero no sé muy bien a qué me voy a dedicar...
El
viejo.—¿Ah,
no?... ¿Anda usted bien en matemáticas?
El
estudiante.—Sí,
relativamente. Me defiendo.
El
viejo.—¡Estupendo!...
¿Le interesaría encontrar un trabajo?
El
estudiante.—Sí, ¿por
qué no?
El
viejo.—¡Muy bien!
(Leyendo la cartelera.) Dan La Valquiria en matine... Entonces
el coronel y su hija estarán allí y como siempre se sientan en las butacas de
la sexta fila, junto al pasillo, yo lo sentaré a su lado... Hágame el favor de
ir a esa cabina telefónica a reservar un asiento de la fila seis, el número
ochenta y dos.
El
estudiante.—¿Quiere
usted que vaya a la ópera a primera hora de la tarde?
El
viejo.—Sí. Y si
hace lo que le digo ya verá como todo sale bien. Quiero que usted sea feliz,
rico y respetado. Su debut de ayer en el papel de intrépido salvador, lo
convertirá mañana en un hombre famoso y su nombre se cotizará muy alto.
El
estudiante (yendo hacia la cabina telefónica).—¡Qué
aventura tan extraña!
El
viejo.—¿Es usted
deportista?
El
estudiante.—Sí, ha
sido mi desgracia...
El
viejo.—¡Que ahora
convertiremos en fortuna!... ¡Vaya a telefonear!
(El
viejo se pone a
leer el periódico.)
(La
señora de negro ha salido a la acera y se ha puesto a hablar con La portera. El viejo escucha la conversación, que el público no oye.)
(El
estudiante entra.)
El
viejo.—¿Ya está?
El
estudiante.—Ya.
El
viejo.—¿Ve usted
esa casa?
El
estudiante.—Me he
fijado mucho en ella... Ayer, sin ir más lejos, pasé por aquí cuando el sol
resplandecía en las ventanas..., e imaginándome toda la belleza y el lujo que
habrá ahí dentro... le dije a mi amigo: ¡Quién tuviera un piso ahí, en la
cuarta planta, una mujer joven y guapa, dos hermosos hijos y unos ingresos de
veinte mil coronas anuales...!
El
viejo.—¿Ah, sí?
¿Dijo usted eso? ¡Vaya, vaya! A mí también me gusta mucho esa casa...
El
estudiante.—¿Usted
negocia con casas?
El
viejo.—En cierto
modo... Pero no como usted cree...
El
estudiante.—¿Conoce a
la gente que vive ahí?
El
viejo.—A todos. A
mi edad uno conoce a todos, a sus padres y antepasados, y resulta ser siempre
pariente de ellos de alguna manera. Acabo de cumplir los ochenta..., pero a mí
no me conoce nadie, me refiero a conocerme de verdad... A mí me interesan mucho
los destinos humanos...
(Descorren las cortinas del
salón redondo. En el interior se ve al Coronel vestido de
paisano. Se acerca a mirar el termómetro que hay en la parte exterior del marco
de la ventana y luego se dirige al centro de la habitación, ] donde
se detiene delante de la estatua de mármol.)
El
viejo.—Mire, ése
es el coronel. Dentro de un rato usted estará sentado a su lado...
El
estudiante.—¿Ese es...
el coronel? Yo no entiendo nada de esto. Es como un cuento de hadas...
El
viejo.—Toda mi
vida es como un libro de cuentos, caballero. Y aunque los cuentos son
distintos, hay un hilo que los mantiene unidos y un leit motiv que se
repite con toda regularidad.
El
estudiante.—¿De quién
es la estatua de mármol que se ve ahí?
El
viejo.—Es su
mujer, naturalmente...
El
estudiante.—¿Era
realmente tan maravillosa? Parece tan afable...
El
viejo.—Bueno...
Sí, sí...
El
estudiante.—¡Hable
claro!
El
viejo.—No podemos
juzgar a los seres humanos, hijo mío... Y si yo ahora le dijese que lo
abandonó, que él le pegaba, que regresó, que se volvió a casar con él y que ella
está ahí dentro ahora convertida en momia y adorando a su propia estatua,
usted pensaría que yo estaba loco.
El
estudiante.—¡No
entiendo nada!
El
viejo.—¡Ya me lo
supongo!... Y ahí tenemos la ventana de ios jacintos. Ahí vive su hija..., está
dando un paseo a caballo, pero volverá en seguida...
El
estudiante.—¿Quién es
la señora de negro que está hablando con la portera?
El
viejo.—Bueno, eso
es un poco complicado. Tenía algo que ver con el muerto, el que vivía ahí
arriba, en el piso de las sábanas blancas en las ventanas...
El estudiante.—¿Y quién
era, pues, el muerto?
El
viejo.—Un hombre
como nosotros, pero al que no le cabía la vanidad en el cuerpo... Si usted
fuese uno de esos «niños de domingo», como tendría poderes mágicos, pronto lo
vería salir por ese portal para contemplar satisfecho la bandera del consulado
a media asta... Era cónsul y le encantaban las coronas, los leones, las plumas
en los sombreros y las cintas de colores.
El
estudiante.—¿Ha dicho
usted algo de los niños nacidos en
domingo?... Pues, precisamente, yo creo que nací en domingo...
El
viejo.—¡No! ¿Así
es que usted...? Debía haberlo supuesto... por el color de sus ojos... ¡Pero
entonces usted puede ver lo que no ven los demás! ¿No lo ha notado?
El
estudiante.—Yo no sé
lo que ven los demás, pero a veces..., bueno, ¡de eso no se habla!
El
viejo.—¡Estaba
casi seguro! Pero conmigo sí que puede hablar..., porque yo..., yo esas cosas
las entiendo...
El
estudiante.—Ayer, por
ejemplo..., me sentí arrastrado irresistiblemente hacia esa calle apartada
donde luego se derrumbó la casa..., llegué y me paré delante de un edificio que no había
visto nunca... Entonces noté que había una grieta en la fachada, oí cómo
crujían las vigas. Eché a correr y cogí a un niño que pasaba junto al muro...
Un segundo después se había derrumbado la casa... Estaba a salvo, pero en mis
brazos, donde yo creía tener el niño, no había nada...
El
viejo.—Ya decía
yo... Estaba casi seguro... Pero explíqueme una cosa: ¿Qué hacía usted hace un
momento gesticulando junto a la fuente? ¿Y por qué hablaba solo?
El
estudiante.—¿No vio
usted que estaba hablando con una lechera?
EL viejo (aterrorizado).—¿Una lechera?
El
estudiante.—Sí, claro,
la que me dio de beber en el cazo.
El
viejo.—¿Ah, sí?
¿Así es que era eso?... Bueno, yo no tendré esa facultad de visionario, pero
tengo otros poderes...
(Aparece una mujer de pelo
blanco que se sienta junto a la ventana del espejo fisgón.)
¡Mire a la vieja de la ventana!
¿La ve?... ¡Bien! Una vez, hace sesenta años, fue mi novia... Yo tenía
veinte... No tenga miedo, no me reconoce. 'Nos vemos todos los días sin que me
produzca la menor impresión, a pesar de que nos juramos fidelidad eterna.
¡Eterna!
El
estudiante.—¡Qué po
sabían de la vida en sus tiempos! Ahora no les decimos esas cosas a las chicas.
El
viejo.—Perdone
nuestra torpeza, jovencito, pero no teníamos más luces... Pero ¿puede imaginar
que esta vieja haya sido joven y bella?
El
estudiante.—Parece
imposible. Bueno, tiene una hermosa manera de mirar..., aunque no le veo los
ojos.
(La
portera sale con
una cesta y echa por la acera unas ramitas de abeto.)
El
viejo.—¡La
portera!... La señora de negro es hija suya y del muerto, y por eso consiguió
su puesto el marido de la portera..., pero la señora de negro tiene un pretendiente, un noble que
espera hacerse rico. El está tramitando la separación, sí, claro, de su mujer,
que le va a regalar una casa de piedra para librarse de él. Este distinguido
pretendiente es yerno del muerto y allí, en aquel balcón, ve su ropa de cama
que han sacado a orear... Es un poco complicado, ¿verdad?
El
estudiante.—¿Un poco?
¡Horriblemente complicado!
El
viejo.—Sí, así
es, lo mire por donde lo mire, por dentro y por fuera. Aunque parece muy
simple.
El
estudiante.—Entonces,
¿quién es el muerto?
El
viejo.—Me lo
acaba de preguntar y ya le he contestado. Si usted pudiese ver lo que hay a la
vuelta de la esquina, junto a la escalera de servicio, observaría a un grupo de
mendigos a los que él ayudaba... cuando le daba por ahí...
El
estudiante.—¿Era,
pues, un hombre caritativo?
El
viejo.—Sí..,, a
veces.
El
estudiante.—¿No
siempre?
El
viejo.—¡No,! ¡Los
hombres son así! Oiga, caballero, empújeme un poco la silla hasta el sol. Tengo
un frío horrible. Cuando uno no se puede mover, la sangre se le congela en las
venas... Me voy a morir pronto, ya lo sé, pero antes tengo que arreglar unas
cositas... Déme la mano y verá lo fría que está.
El
estudiante.—¡Qué
barbaridad! (Retrocede.)
El
viejo.—¡No se
vaya! Estoy cansado, estoy solo, pero no he estado siempre así, ¿sabe? Tengo
tras de mí (Una vida infinitamente larga..., infinitamente... He -hecho sufrir
a la gente y la gente me ha hecho sufrir a mí, así es que estamos en paz. Pero
antes de morir quiero verlo feliz.». Nuestros destinos están entrelazados por
lo de su padre... y por algo más...
El
estudiante.—¡Pero suélteme
la mano! Me está quitando las fuerzas. Me está helando la sangre..., ¿qué
quiere usted de mí?
El
viejo.—Paciencia,
ya verá y entenderá... Ahí llega la señorita...
El
estudiante.—¿La hija
del coronel?
El
viejo.—¡Sí!
¡Hija! ¡Mírela!... ¿Ha visto alguna vez una obra maestra parecida?
El
estudiante.—Se parece
mucho a la estatua de mármol de ahí dentro...
El
viejo.—¡Pues
claro! ¡Es su madre!
El
estudiante.—Tiene
razón... Jamás vi mujer así nacida de mujer... ¡Feliz aquel que logre llevarla
al altar y a su hogar!
El
viejo.—¡Usted la
vio!... No todos descubren su belleza... Bueno, ¡estaba escrito!
*
(La
joven entra por
la izquierda, lleva un traje de montar inglés, anda lentamente, sin mirar a
nadie, llega a la puerta, se para a decirle unas palabras a La portera y luego entra en la casa.)
(El
estudiante tapándose los ojos con la mano.)
El
viejo.—¿Está
llorando?
El
estudiante.—Cuando no
hay esperanza sólo queda la desesperación.
El
viejo.—Yo puedo
abrir puertas y corazones, me bastaría con encontrar un brazo dispuesto a hacer
mi voluntad... Sírvame y le daré poder...
El
estudiante.—¿Es esto
un pacto? ¿Tengo que vender mi alma?
El
viejo.—¡No tiene
que vender nada!... Mire, durante toda mi vida no he hecho más que coger.
¡Ahora siento ansias de dar! ¡De dar! Pero nadie quiere aceptar nada de mí...
Soy rico, muy rico, y no tengo herederos, bueno, sí, un granuja que me está
matando a disgustos... Sea usted como un hijo para mí, herédeme en vida, déjeme
verlo gozar de la vida, aunque sea de lejos.
El
estudiante.—¿Qué tengo
que hacer?
El
viejo.—Primero,
¡ir a ver La Valquiria!
El
estudiante.—Eso ya
estaba decidido... ¿Qué más?
El
viejo.—¡Esta
noche estará usted ahí dentro, en el salón redondo!
El
estudiante.—¿Y cómo
voy a entrar?
El
viejo.—¡Gracias a
La Valquiria!
El
estudiante.—¿Por qué
me ha elegido precisamente a mí para ser su instrumento? ¿Me conocía usted de
antes?
El
viejo.—¡Sí,
naturalmente! Llevo cierto tiempo observándolo... Pero mire ahora allí, al
balcón. La criada está izando la bandera a media asta en honor del cónsul... y
ahora vuelve la ropa de cama:.. ¿Ve el edredón azul?... Era para
tapar a dos personas, ahora es sólo para una...
(La
joven, que ya se
ha cambiado de ropa aparece en la ventana regando los jacintos.)
El
viejo.—¡Ahí está
mi chiquilla! ¡Mire, mírela!... Habla a las flores, ¿no le parece que es como
el jacinto azul?... Les da de beber, agua pura, nada más, y ellas transforman
el agua en colores y perfumes... ¡Ahora entra el coronel con el periódico!...
Le enseña la noticia del derrumbamiento de la casa..., ahora le señala su
fotografía. Ella no queda indiferente..., lee sus hazañas... Creo que se está
nublando, imagínese que se ponga a llover. Buena me espera si el bueno de
Johansson no vuelve pronto...
(El cielo se nubla y oscurece
mucho. La vieja, sentada junto al espejo fisgón, cierra su ventana.)
El
viejo.—Ahora mi
novia cierra la ventana..., setenta y nueve años..., el espejo fisgón de la
ventana es el único que usa, porque en él no se ve a sí misma; sólo ve el mundo
exterior y desde dos puntos de vista... Pero el mundo puede verla, en eso no ha
pensado... Por lo demás, es una hermosa anciana...
(El
muerto, envuelto en
su sudario, sale por la puerta de la casa.)
El
estudiante.—¡Dios mío!
¿Qué es lo que veo?
El
viejo.—¿Qué ve?
El
estudiante.—¿Pero no
ve usted al muerto allí, en la puerta?
El
viejo.—No veo
nada. Pero es justamente lo que esperaba. Vaya contándome...
El
estudiante.—Sale a la
calle... (Pausa.) Ahora vuelve la cabeza y se queda mirando la bandera.
El
viejo.—¿Qué le
dije? Seguro que se pone a contar las coronas y a leer las tarjetas de
visita... ¡Y pobre del que falte!
El
estudiante.—Ahora
dobla la esquina...
El
viejo.—Va a
contar los pobres que hay junto a la puerta de servicio... Los pobres son tan
decorativos: «acompañado por las bendiciones de una inmensa multitud», bueno,
¡pero lo que no va a tener es mi bendición!... Entre nosotros, le diré que era
un verdadero tunante...
El
estudiante.—Pero
caritativo...
El
viejo.—Un tunante
caritativo, entonces, que se pasó . la vida pensando en un solemne entierro...
Cuando se dio cuenta de que se acercaba su fin, estafó al Estado cincuenta mil
coronas... Ahora su hija se ha liado con un hombre casado, cuyo matrimonio ha
roto, y se pregunta si la herencia... Ese tunante está oyendo todo lo que
decimos. ¡Bien merecido lo tiene! ¡Que le aproveche!... Aquí está Johansson.
(Johansson
entra por
la izquierda.)
El
viejo.—¡El
informe!
(Johansson
dice
algunas palabras inaudibles.)
El
viejo.—¡Vaya!
¿Que no estaba en casa? ¡Eres un burro!... ¿Y el telégrafo? ¡Nada!...
¡Sigue!... ¿Esta tarde a las seis? ¡Está bien! ¿Edición especial?... ¡Con el
nombre completo! El señor Arkenholz, estudiante, nacido en..., sus padres...
¡Excelente! Me parece que está empezando a llover... ¿Y qué es lo que dijo?...
¡Vaya, vaya!... ¿Que no quería?... ¡Pues tendrá que querer!... ¡Ahí viene el
aristócrata!... Johansson, llévame a la puerta de servicio, quiero oír lo que
dicen los pobres... Y usted, Arkenholz, espéreme aquí..., ¿comprendido?... ¡De
prisa, de prisa!
(Johansson dobla la esquina empujando la silla deruedas. El estudiante permanece inmóvil contemplando a La joven, que está removiendo la tierra de las macetas.)
El
aristócrata (entra, vestido de luto, y se dirige a La señora vestida de negro, que ha estado yendo y viniendo
por la acera).—Bueno, no hay nada que hacer... Tenemos que
esperar.
La
señora.—Yo no
puedo esperar.
El
aristócrata.—¿Ah,
no? ¡Entonces vete al campo!
La
señora.—No quiero
ir al campo.
El
aristócrata.—Ven hacia
aquí, si no van a oír lo que hablamos.
(Van hacia la columna de los
carteles y allí continúan su conversación, inaudible para el público.)
*
Johansson
(entra por
la derecha; al Estudiante).—El patrón
le pide que no se olvide de lo otro.
El
estudiante (lentamente).—Oye..., dime una cosa: ¿quién
es tu patrón?
Johansson.—¡El
patrón! Es tantas cosas... Ha sido de todo.
El
estudiante.—¿Está bien
de la cabeza?
Johansson.—¿Qué
quiere decir eso? Se ha pasado la vida buscando un «niño de domingo»..., bueno,
eso es lo que él dice, pero puede no ser cierto...
El
estudiante.—Pero ¿qué
busca? ¿Es avaro?
Johansson.—Busca el
poder, mandar... Anda todo el día ! dando vueltas en su silla de ruedas
como si fuese el mismísimo dios Thor en su carro. Echa el ojo a las casas, las
derriba, abre calles, construye plazas. Pero también entra en las casas, por la
fuerza deslizándose furtivamente por las ventanas, juega con el destino de la
gente, mata a sus enemigos y no perdona jamás... ¿Sabe usted que ese cojito ha
sido un Don Juan? Claro que luego siempre lo han dejado las mujeres.
El
estudiante.—¿Cómo se
entiende eso?
Johansson.—Mire, es
tan zorro que se las arregla para que las mujeres lo dejen cuando ya se ha
cansado de ellas... Ahora es como un cuatrero en la feria de los hombres y se
dedica a robar seres humanos de múltiples formas... A mí me sacó literalmente
de manos de la justicia... Yo había tenido un desliz, hmm, y él era el único
que lo sabía. En lugar de mandarme a la cárcel, me convirtió en su siervo. Y
ahora trabajo como un negro sólo por la comida, que además no es nada del otro
mundo...
El
estudiante.—Entonces,
¿qué es lo que quiere hacer en esta casa?
Johansson.—Mire, ¡yo
eso no se lo puedo decir! ¡Es tan complicado!
El
estudiante.—Me parece
que va a ser mejor que deje este lío..."
Johansson.—Mire, a la
señorita se le ha caído la pulsera por la ventana...
(La
joven ha dejado
caer la pulsera por la ventana abierta.)
(El
estudiante se acerca lentamente, recoge la pulsera y se la
alcanza a La joven, que le da
las gracias secamente. El estudiante vuelve al
lado de Johansson.)
Johansson.—Así es que
piensa abandonar el asunto... No crea que le va a ser fácil, porque cuando él
coge a alguien en sus redes... Y no teme a nada de este mundo! Bueno, sí, una
cosa, o mejor dicho, a una persona...
El
estudiante.—¡Espere!
¡No me lo diga!... Creo que sé a quién.
Johansson.—¿Cómo va
usted a saberlo?
El
estudiante.—¡Adivinándolo!
¿No es... a una niña..., a una lechera, a quien teme?
Johansson.—Siempre
que nos cruzamos con el carro de la lechease vuelve de espalda... y habla en
sueños... Parece que una vez estuvo en Hamburgo...
El
estudiante.—¿Se puede
creer a un hombre así?
Johansson.—¡Se le
puede creer... capaz de todo!
El
estudiante.—¿Qué
estará haciendo ahí, a la vuelta de la esquina?
Johansson.—Escuchar a
los pobres... Deja caer una palabrita, quita una piedrecita de aquí, luego otra
de allí, hasta que se hunde la casa... Es una metáfora, claro... Yo antes era
librero y soy una persona instruida, ¿sabe?... ¿Va a abandonar ahora?
El
estudiante.—No me
gusta ser desagradecido... Este hombre salvó a mi padre una vez y todo lo que
me pide a cambio es un pequeño favor...
Johansson.—¿Qué
favor?
El
estudiante.—Que vaya a
ver La Valquiria...
Johansson.—No lo
entiendo... Pero siempre tiene nuevas ocurrencias... Mírele ahí, hablando con
un policía..., siempre rondando a los policías. Los utiliza, los implica en sus
asuntos, los mantiene ligados a él con falsas promesas y esperanzas vanas,
mientras les saca la información que le interesa... ¡Ya verá como antes de que
caiga la noche será recibido en el salón redondo!
El
estudiante.—¿Qué es lo
que busca ahí dentro? ¿Qué relación tiene con el coronel?
Johansson.—Me la
imagino, aunque no sé nada. Ya lo verá con sus propios ojos, cuando entre usted
ahí...
El
estudiante.—¡Nunca
podré entrar ahí!
Johansson.—¡Eso
depende de usted!... Vaya a ver La Valquiria...
El
estudiante.—,¿Es ése
el método?
Johansson.—Sí,
¡cuando él se lo ha dicho...! Mire, mírelo ahí en su carro de combate,
arrastrado en triunfo por los mendigos, que no van a recibir ni un céntimo.
Sólo una vaga alusión a que les caerá algo el día de su entierro.
El viejo
(entra, de
pie en la silla de ruedas, arrastrada por Un
mendigo y seguido
por otros).—¡Gloria al noble joven que, jugándose la vida,
salvó la de tantas personas en la catástrofe de ayer! ¡Viva Arkenholz!
(Los mendigos se destocan, pero no lanzan «burras». La joven en la ventana, agita un
pañuelo. El coronel mira
desde su ventana. La vieja se
pone de pie. La criada sale
al balcón a izar la bandera que estaba a media asta.)
El
viejo.—¡Aplaudid,
ciudadanos! Sí, ya sé que es domingo, pero el burro en el pozo y la espiga en
el campo nos dan su absolución. Y aunque yo no soy un «niño de domingo», poseo
el don de la adivinación y el arte de la medicina... Una vez logré devolverle
la vida a un ahogado... Sí, fue en Hamburgo un domingo por la mañana, como
ahora...
(Entra La lechera. La ven únicamente El
estudiante y El viejo. Ella alza
los brazos al aire como si estuviese ahogando y clava su mirada en El viejo.)
El viejo
(se sienta
y luego se derrumba aterrorizado).— ¡Johansson! ¡Sácame de aquí!
¡De prisa!... ¡Arkenholz, no olvide La Valquiria!
El
estudiante.—¿Y esto
qué es?
Johansson.—¡Ya
veremos! ¡Ya veremos!
TELÓN
En el salón redondo. Al fondo,
una estufa de azulejos blancos con espejo, un reloj de péndulo y candelabros. A
la derecha, el vestíbulo que deja ver una habitación pintada de verde con
muebles de caoba. A la izquierda, sombreada por unas palmas, la estatua, que
puede taparse con una cortina. A la izquierda, al fondo, puerta a la habitación
de los jacintos, donde La joven está
sentada leyendo. Vemos al Coronel, de
espaldas, sentado, escribiendo, en la habitación verde.
Bengtsson,
el criado,
entra, de librea, con Johansson, que va de
frac y corbata blanca. Vienen del vestíbulo.
Bengtsson.—Tú
servirás la mesa, Johansson, y yo mientras recogeré los abrigos. No será la
primera vez que sirves, ¿verdad?
Johansson.—Como
sabes, durante el día empujo el carro de combate por las calles, pero por la
noche sirvo la mesa cuando tenemos invitados... Siempre he vivido con el sueño
de entrar en esta casa... Son gente rara, ¿no?
Bengtsson.—Sí. Un
poco fuera de lo común, podríamos decir.
Johansson.—Y esta
noche, ¿qué va a haber, una velada musical o qué?
Bengtsson.—Es la
habitual cena de los espectros, como la llamamos nosotros. Toman té sin decir
una palabra o bien el coronel pronuncia su monólogo. Y mordisquean las pastas
todos a la vez, así es que suenan como las ratas de una buhardilla.
Johansson.—¿Por qué
la llamáis la cena de los espectros?
Bengtsson.—Porque
todos parecen espectros... Y llevan así veinte años, siempre las mismas
personas, diciendo siempre lo mismo. O callándose para no tener que
avergonzarse de su conducta.
Johansson.—¿No está
la señora de la casa?
Bengtsson.—Sí, claro,
pero, está loca. Se pasa la vida metida en un ropero, porque sus ojos no
soportan la luz... Está ahí dentro... (Señala una puerta falsa que hay en la
pared.)
Johansson.—¿Ahí
dentro?
Bengtsson.—Sí, ya te
he dicho que son gente un poco fuera de lo común...
Johansson.—¿Cómo es?
Bengtsson.—Como una
momia..., si quieres verla... (Abre la puerta falsa.) ¡Mira, ahí la
tienes!
Johansson.—¡Dios
mío!...
La momia
(gorjeando
como un niño).—¿Por qué abres la puerta? ¿No te he dicho que tiene
que estar cerrada?
Bengtsson
(le habla
como a un bebé).—¡Ta, ta, ta, ta! ¡Y ahora el lorito bonito será
buenecito y le daremos su terroncito!... ¡Lorito, lorito real!
La momia
(como un
loro).—¡Lorito
real! ¿Está Jacobo ahí? ¿Está el lorito ahí? Lorito..., currrre..., crrr...
Bengtssqn.—Cree que
es un loro y tal vez lo sea... - (A La momia.) ¡Polly, sílbanos un poco!
(La
momia silba.)
Johansson.—¡He visto
muchas cosas en mi vida, pero nunca nada parecido!
Bengtsson.—Mira,
cuando una casa envejece, se llena de moho, y cuando las personas llevan mucho
tiempo encerradas, martirizándose mutuamente, entonces se vuelven locas. Esta
mujer, la señora de la casa —¡cállate, Polly!—, esta momia ha vivido aquí
cuarenta años con el mismo marido, los mismos muebles, los mismos parientes,
los mismos amigos... (Cierra la puerta del ropero de La momia.) Y de lo que ha ocurrido aquí
en esta casa... no tengo ni idea... ¡Mira la estatua!... ¡Es la señora de
joven!
Johansson.—¡Dios mío!
¿Esa es... la momia?
Bengtsson.—¡Sí! ¡Es
para echarse a llorar!... Y la señora, impulsada por la fuerza de la
imaginación o por lo que sea, ha ido adquiriendo algunas de las rarezas del
locuaz pájaro..., por eso no aguanta inválidos ni enfermos... No aguanta ni a
su propia hija. Como está enferma...
Johansson.—¿Está
enferma la señorita?
Bengtsson.—¿No lo
sabías?
Johansson.—¡No!... Y
el coronel, ¿quién es?
Bengtsson.—¡Ya lo
verás!
Johansson
(contemplando
la escena).—Es terrible pensar... ¿Cuántos años tiene ahora la
señora?
Bengtsson.—Nadie lo
sabe..., pero dicen que cuando tenía treinta y cinco representaba diecinueve y
que convenció al coronel de que los tenía... aquí, en esta casa... ¿Sabes para
qué emplean ese biombo japonés negro que hay al lado del diván?... Lo llaman el
biombo de la muerte porque, cuando alguien va a morir, lo colocan delante de la
cama... como en los hospitales...
Johansson.—¡Qué
espanto de casa!... Y pensar que el estudiante estaba deseando entrar en ella
como si fuese el paraíso...
Bengtsson.—¿Qué
estudiante? ¡Ah, sí! El que va a venir esta noche... El coronel y la señorita
se lo encontraron en la ópera y ambos quedaron encantados con él... ¡Hmmm! Y
ahora me toca preguntar a mí: ¿quién es tu patrón? ¿El señor de la silla de
ruedas...?
Johansson.—Sí, ése...
¿También va a venir él?
Bengtsson.—Invitado
no está.
Johansson.—¡Pues
vendrá sin invitación! ¡Si es sólo por eso...!
*
(El
viejo aparece en
el vestíbulo, con levita, sombrero de copa y muletas. Se desliza sigilosamente
y se para a escuchar:)
Bengtsson.—Es un
granuja redomado, ese viejo, ¿verdad?
Johansson.—¡No lo
sabes tú bien!
Bengtsson.—¡Parece el
mismísimo Satanás!
Johansson.—¡Y también
es brujo!. Entra sin tener que abrir las puertas...
El viejo
(avanza, da
un tirón de orejas a Johansson).—
¡Sinvergüenza! ¡Ándate con cuidado! (A Bengtsson.)
¡Anuncia mi visita al coronel!
Bengtsson.—Estamos
esperando invitados...
El
viejo.—¡Ya lo sé!
Pero puedo decirle que casi esperan mi visita, aunque no la deseen...
Bengtsson.—Si es
así... Su nombre, por favor... ¡El señor Hummel!
El
viejo.—¡El mismo,
sí!
(Bengtsson
sale por el
vestíbulo y entra en la habitación verde cerrando la puerta.)
*
El viejo
(a Johansson).—¡Vete de aquí!
(Johansson
duda)
El
viejo.—¡Que te
vayas!
(Johansson
sale por el
vestíbulo.)
*
El viejo
(inspecciona
la habitación y se detiene delante de la estatua, profundamente asombrado).—¡Amalia!
... ¡Es ella!... ¡Ella! (Da una vuelta por la habitación tocando algunos
objetos. Se arregla la peluca delante del espejo. Vuelve al lado de la
estatua.)
La momia
(desde
dentro del ropero).—¡Lorito, lorito real!
El viejo
(sobresaltándose).—¿Qué es
esto? ¿Hay un loro en el cuarto? Pues yo no lo veo.
La
momia.—¿Está ahí
Jacobo?
El
viejo.—¡Aquí hay
fantasmas!
La
momia.—¡Jacobo!
El
viejo.—¡Tengo
miedo!... ¡Así es que éstos son los secretos que escondían en esta casa! (Contempla
un cuadro, de espaldas al ropero.) ¡Es él!... ¡El!
La momia
(sale del
ropero, se acerca al Viejo por detrás
y le quita la peluca).—Caín..., crrr... ¿Etes tú?... Currre..., crrr...
El viejo
(da un
salto).—¡Válgame
Dios! ¿Quién eres?
La momia
(con voz
humana).—¿Eres
Jacobo?
El
viejo.—Me llamo
Jacobo, ciertamente...,
La momia
(emocionada).—¡Y yo
Amalia!
El
viejo.—¡No, no,
no!... ¡Dios mío...!
La
momia.—Que aspecto
tengo, ¿verdad? ¡Sí, así soy ahora!... ¡Y así he sido!... Es muy edificante
vivir... Yo ahora vivo prácticamente en el ropero, para no ver y para que no me
vean... Y tú, Jacobo, ¿qué andas buscando por aquí?
El
viejo.—¡Busco a
mi hija! A nuestra hija...
La
momia.—Ahí está.
El
viejo.—¿Dónde?
La
momia.—Ahí, en la
habitación de los jacintos.
El viejo
(mirando a La joven).—¡Sí, es ella! (Pausa.) ¿Y qué dice su padre?
Bueno, me refiero al coronel..., tu marido.
La
momia.—Una vez
que me enfadé con él, le conté todo...
El
viejo.—Y él
entonces...
La
momia.—No me
creyó. Me contestó: «Eso es lo que suelen decir las mujeres cuando quieren
asesinar a su marido.» De todas formas, fue un crimen terrible el que
cometimos. Su vida es una pura falsedad, lo mismo que su árbol genealógico. A
veces, leyendo el libro de la nobleza, pienso: ella va por el mundo con una
partida de nacimiento falsa, como hacen las criadas, y eso se castiga con la
cárcel.
El
viejo.—Muchos lo
hacen. Creo recordar que la tuya llevaba una fecha de nacimiento falsa...
La
momia.—Fue mi madre
la que me enseñó... ¡No fue culpa mía!... Sin embargo, tú eres el verdadero
causante-de nuestro crimen...
El
viejo.—¡No! ¡Fue
tu marido el que lo provocó, cuando me quitó la novia!... Yo soy de los que no
perdonan hasta no haber hecho pagar al culpable. Mi naturaleza me lo impide...
Lo tomaba como una obligación sagrada... ¡y aún lo sigo haciendo!
La
momia.—¿Qué
buscas en esta casa? ¿Qué quieres? ¿Cómo has logrado entrar?... ¿Es por mi
hija? Si la tocas, morirás.
El
viejo.—¡Sólo
quiero su bien!
La momia.—¡Pero
tienes que perdonar a su padre!
El
viejo.—¡No!
La
momia.—Entonces,
morirás. En esta habitación, detrás de ese biombo.
El
viejo.—Si no hay
más remedio... Pero cuando clavo los dientes en una presa, no la suelto...
La
momia.—Quieres
casarla con el estudiante, ¿por qué? Es un don nadie y no tiene un céntimo.
El
viejo.—¡Yo lo
haré rico!
La
momia.—¿Estás
invitado a cenar?
El
viejo.—¡No, pero
ya me las arreglaré para que me inviten a la cena de los espectros!
La
momia.—¿Sabes
quiénes vienen?
El
viejo.—No muy
bien.
La
momia.—El
barón..., el que vive en el piso de arriba y a cuyo suegro enterraron esta
mañana...
El
viejo.—Ese que se
va a divorciar para casarse con la hija de la portera... ¡Ese que fue tu...
amante!
La
momia.—Y vendrá
también tu antigua novia, la que sedujo mi marido...
El
viejo.—¡Vaya
colección!
La
momia.—¡Dios mío,
si al menos pudiésemos morir! ¡Si pudiésemos morir!
El
viejo.—¿Por qué
os seguís viendo?
La
momia.—¡Nos atan
crímenes, secretos y culpas!.. Hemos reñido y nos hemos separado, ¡ay!,
tantísimas veces, pero siempre volvemos a reunimos...
El
viejo.—Creo que
viene el coronel...
La
momia.—Entonces
yo me voy con Adela... (Pausa.) ¡Jacobo, piensa en lo que haces!
Perdónalo...
(Pausa. Ella sale.)
*
El
coronel (entra,
frío, reservado).—Tome asiento, por favor.
(El
viejo se sienta
lentamente.)
(Pausa.)
El
coronel (mirándolo
fijamente).—¿Es usted el autor de esta carta?
El
viejo.—¡Sí!
El
coronel.—¿Es, pues,
el señor Hummel?
El
viejo.—¡Sí!
(Pausa.)
El
coronel.—Bueno, ya
sé que usted ha comprado todos mis pagarés y que, por tanto, me tiene en sus
manos. ¿Qué quiere usted de mí?
El
viejo.—Quiero
cobrar... de alguna manera.
El
coronel.—¿De qué
manera?
El
viejo.—De una muy
sencilla... No hablemos de dinero..., basta con que me admita en su casa...
como invitado.
El
coronel.—Si no es
más que eso...
El
viejo.—¡Gracias!
El
coronel.—¿Y
después?
El
viejo.—¡Despida a
Bengtsson!
El
coronel.—¿Por qué
lo voy a despedir? Mi criado de confianza, un hombre que lleva conmigo toda la
vida..., condecorado con la medalla del Mérito Patriótico por su leal servicio
a la patria..., ¿por qué voy a despedirlo?
El
viejo.—Esas
virtudes sólo existen en su fantasía... ¡El no es lo que aparenta!
El
coronel.—¿Y quién
lo es?
El viejo
(vacila).—¡Muy
cierto! ¡Pero Bengtsson tiene que salir de aquí!
El
coronel.—¿Es que
pretende mandar en mi propia casa?
El
viejo.—¡Sí,
claro! Al fin y al cabo soy el dueño de todo lo que hay en ella..., muebles,
cortinas, vajillas, ropa blanca... y otras cosas.
El
coronel.—¿Qué otras
cosas?
Eí viejo.—¡Todo! ¡Soy el dueño de todo lo que hay aquí! ¡De todo!
El
coronel.—¡Bien, sí,
es .suyo! ¡Pero mi título y mi buena reputación seguirán siendo míos!
El
viejo.—¡No! ¡Ni
siquiera eso! (Pausa.) ¡Usted no es noble!
El
coronel.—¿Que
no...? ¿Cómo se atreve?
El viejo
(sacando un
papel).—Mire este
papel, es una copia de una página del registro nobiliario. Léalo y verá que el
linaje cuyo título ostenta lleva más de cien años extinguido.
El
coronel (leyendo el
papel).—Es verdad
que he oído rumores de esa especie, pero yo heredé el título de mi padre... (Leyendo.)
Es cierto. ¡Tiene usted razón!... ¡No soy noble!... ¡Ni siquiera eso!
Entonces me quitaré el anillo con mi sello... Es verdad, también es suyo...
¡Ahí lo tiene!
El viejo
(guardándose
el anillo).—Sigamos, pues... ¡Usted tampoco es coronel!
El
coronel.—¿Que no
soy...?
El
viejo.—¡No! Usted
tuvo el grado de coronel en el cuerpo de voluntarios norteamericano, pero a
raíz de la guerra de Cuba y la
reorganización del ejército todos esos antiguos grados han sido anulados...
El
coronel.—¿Es eso
cierto?
El viejo
(se lleva
la mano al bolsillo).—¿Quiere leerlo?
El
coronel.—¡No, no
hace falta!... ¿Quién es usted para arrogarse el derecho de desnudarme a mí de
esta manera?
El
viejo.—¡Ya lo
verá! Y ya que hablamos de desnudar..., ¿sabe usted quién es?
El
coronel.—¿Cómo se
atreve? Vergüenza debería darle...
El
viejo.—Quítese la
peluca y mírese al espejo. ¡Ah! Y sáquese antes la dentadura postiza, y
afeítese el bigote, y pídale a Bengtsson que le suelte ese corsé de hierro que
lleva. Veremos si en la imagen no se reconoce el criado XYZ, el que hacía la
corte a una cocinera para comer de gorra.
(El
coronel va a coger
la campanilla que hay sobre la mesa.)
El viejo
(se le
adelanta).—¡No toque la campanilla! No se le ocurra llamar a
Bengtsson, porque entonces les mandaría detener... ¡Ya llegan los invitados! ¡Y
ahora calma, mucha calma, y sigamos representando nuestros papeles de siempre!
El
coronel.—¿Quién es
usted? Reconozco esa mirada y el tono de voz...
El
viejo.—¡Nada de
indagaciones! ¡Usted, a callar y a obedecer!
*
El
estudiante (entra, le hace una inclinación de cabeza al Coronel).—¡Señor coronel!
El
coronel.—¡Bienvenido
a esta casa, joven! La valerosa conducta que tuvo en la catástrofe de ayer ha
puesto su nombre en labios de todo el mundo. Considero un gran honor recibirlo
en mi casa...
El
estudiante.—Señor
coronel, mi humilde origen... Su ilustre nombre y su noble cuna...
El
coronel.—Permítanme
que los presenta..., el señor Hummel, director...; el señor Arkenholz, estudiante...
¿Le importaría pasar a saludar a las señoras? El señor Hummel y yo tenemos que
hablar un poco...
(El
estudiante pasa siguiendo la indicación del Coronel, a la habitación de los jacintos. Allí se queda a la
vista del público, de pie, hablando tímidamente con La joven.)
El
coronel.—Un joven
excepcional, le encanta la música, canta, escribe poesía... Si fuese noble y de
mi mismo rango, yo no tendría nada en contra... bueno...
El
viejo.—¿En
contra... de-qué?
El
coronel.—De que mi
hija...
El
viejo.—¡Su hija!...
A propósito, ¿por qué está siempre metida ahí dentro?
El
coronel.—Cuando no
anda por ahí fuera, se empeña en estar en la habitación de los jacintos. Tal
vez una manía... Aquí tenemos a la señorita Beata von Holsteinkrona..., una
mujer encantadora..., de familia noble y con una renta acorde a su posición
social...
El viejo
(aparte).—¡Mi novia!
*
(Entra La novia, que tiene el pelo blanco y aspecto de loca.)
El
coronel.—La señorita
Holsteinkrona..., el señor Hummel... (La novia hace una ligera reverencia y se sienta.)
*
(Entra El aristócrata, misterioso, de luto, y se sienta.)
El
coronel.—El barón
Skanskorg...
El viejo
(aparte,
sin levantarse).—Me parece que es el ladrón de joyas... (Al Coronel.) Traiga a la momia para
completar la colección...
El coronel
(en la
puerta de la habitación de los jacintos).—¡Polly!
La momia
(entrando).—Currrre...,
crr..., crrr...
El
coronel.—¿Quiere
que vengan también los jóvenes?
El
viejo.—¡No! ¡Los
jóvenes, no! Vamos a ahorrarles este trago...
(Se sientan todos en un círculo,
mudos.)
*
El
coronel.—¿Mando
servir el té?
El
viejo.—¿Para qué?
A nadie le gusta el té. Dejémonos, pues, de hipocresías.
El
coronel.—Entonces,
¿quiere que conversemos?
El viejo
(lentamente
y con pausas).—¿De qué? ¿Del tiempo, que todos conocemos? ¿De
nuestros achaques, que ya estamos aburridos de repetir? Prefiero el silencio
que nos permite oír los pensamientos y ver el pasado. El silencio no puede
ocultar nada..., las palabras sí. El otro día leí que los diferentes idiomas
surgieron entre los pueblos primitivos de la necesidad de cada tribu de ocultar
sus secretos a las otras, tos idiomas son, pues, códigos secretos y el que
encuentra la clave comprende todos los idiomas del mundo. Claro que también hay
secretos que se pueden descubrir sin ayuda de una clave, sobre todo cuando es
la paternidad lo que hay que demostrar. La prueba ante el tribunal es otra
cosa. Dos falsos testigos, si sus testimonios concuerdan, constituyen una
prueba concluyente. Aunque en las aventuras a que me refiero no se suele llevar
testigos. La naturaleza ha dotado al ser humano de un sentimiento de pudor que
trata de ocultar lo que tiene que ocultarse. Sin embargo, nos vamos metiendo,
sin querer, en determinadas situaciones, y a veces se presenta la ocasión en
que se desentierran los secretos más ocultos, en que se arranca la máscara del
rostro del estafador, en que se descubre al bandido...
(Pausa. Todos se contemplan
mutuamente en silencio.)
¡Qué silencio!
(Largo silencio.)
Y Aquí, por ejemplo, en esta
respetable casa, en este hermoso hogar donde se funden la belleza, la cultura y
la riqueza...
(Largo silencio.)
Todos los que estamos aquí
sabemos muy bien quiénes somos..., ¿no es cierto?..., no hace falta que lo
diga..., y todos me conocéis muy bien, aunque aparentáis ignorarlo... Ahí
dentro está mi hija, mi hija, también eso lo sabéis... Ella había
perdido las ganas de vivir, sin saber por qué... se estaba marchitando en este
ambiente en que sólo se respiran crímenes, estafas y todo tipo de hipocresía...
Por eso le he buscado un amigo en cuya compañía pueda sentir la luz y el calor
que desprende una acción noble...
(Largo silencio.)
Esta es mi misión en esta casa:
arrancar las malas hierbas, sacar los crímenes a la luz, saldar las cuentas,
para que los jóvenes puedan empezar una nueva vida en esta mansión, que yo les
he regalado.
(Largo silencio.)
Ahora les doy la oportunidad de
salir libremente de aquí, a todos y a cada uno, en orden. ¡El que se quede irá
a la cárcel!
(Largo silencio.)
¿Oyen el tic-tac del reloj?
Parece el reloj de la muerte, esa carcoma que anuncia la muerte. ¿Oyen lo que
dice? «La ho-ra, la ho-ra...» Cuando suenen las campanadas, dentro de un
momento, habrá llegado vuestra hora. Entonces, y no antes, os podréis marchar.
Pero ella siempre avisa antes de dar su golpe... ¡Escuchad! Os está avisando:
«Puede dar la hora.» Y yo también puedo golpear...
(Da un golpe con la muleta sobre
la mesa.)
¿Oyen?
(Silencio.)
La momia
(va hasta
el reloj y lo para. Después, clara y seriamente).—Pero yo puedo detener el curso
del tiempo.:., puedo aniquilar el pasado, puedo deshacer lo hecho. Pero no con
sobornos ni con amenazas..., sino mediante el dolor y el arrepentimiento... - (Se
acerca al Viejo.) Nosotros
somos una pobre gente, y lo sabemos. Hemos obrado mal, nos hemos equivocado,
como todo el mundo. No somos lo que aparentamos, porque nosotros, que
abominamos nuestras faltas, somos, en el fondo, mejores que nosotros mismos.
Pero el que tú, Jacobo Hummel, entres aquí, bajo nombre falso, con la
pretensión de erigirte en nuestro juez, demuestra que eres peor que nosotros,
pobres criaturas. ¡Tú tampoco eres el que aparentas ser!... Eres un ladrón de
seres humanos. Yo ya fui una vez víctima de tus falsas promesas. Tú mataste al
cónsul que enterraron hoy..., lo ahogaste con sus pagarés. Te has apoderado del
estudiante atándolo a ti con una deuda falsa, porque su padre nunca te debió un
céntimo...
(El
viejo ha tratado
de levantarse y tomar la palabra, pero se derrumba en la silla y allí queda
encogido. Durante el resto de la escena irá encogiéndose cada vez mas.)
La
momia.—Pero hay
algo oscuro en tu vida,' algo que no conozco bien... ¡Y creo que Bengtsson lo sabe!
(llama con la campanilla.)
El
viejo.—¡No,
Bengtsson, no! ¡El no!
La
momia.—¿Ah,
sí? ¡Entonces él lo sabe! (Vuelve
a llamar.)
(Aparece La lechera en la puerta del vestíbulo, invisible para todos,
excepto para El viejo, que queda
aterrado. Al entrar Bengtsson, La lechera desaparece.)
La
momia.—Bengtsson,
¿conoce usted a este señor?
Bengtsson.—Sí, lo
conozco. Y él a mí. Como bien sabemos, los altibajos son frecuentes en la vida.
Yo he estado a su servicio, y él, en otros tiempos, al mío. Se pasó dos años
enteros haciéndole la corte a mi cocinera para sacarle la mejor comida... Como
él se marchaba a las tres, ella preparaba la cena a las dos, y mi familia tenía
que tomar la cena recalentada por culpa de ese animal...,"además se bebía
el caldo, que , luego había que alargar con agua..., allí estaba, en la cocina,
chupándonos la sangre como un vampiro. Nos quedamos hechos unos esqueletos... Y
aún estuvo a punto de conseguir que nos metiesen en la cárcel, cuando acusamos
a la cocinera de ladrona. Años más tarde, me topé con él en Hamburgo. Bajo
nombre falso se dedicaba a la usura, o, mejor dicho, a chupar la sangre a la
gente. Allí fue acusado de haber llevado a una niña con engaños a pasear sobre
el mar helado para luego ahogarla. Parece que la niña había presenciado un
crimen que él temía que se descubriera...
La momia
(pasa la
mano sobre el rostro del Viejo).— ¡Ese eres
tú! ¡Danos ahora mismo los pagarés y el testamento!
(Johansson
aparece en
la puerta del vestíbulo y contempla la escena con profundo interés: ahora va a
quedar libre de la esclavitud. El viejo saca un
fajo de papeles y lo tira sobre la mesa.)
La momia
(acariciándole
la espalda al Viejo).—¡Lorito,
lorito real! ¿Está ahí Jacobo?
El viejo
(como un
loro).—¡Jacobo
está aquí!... Cacatúa..., túa, túa.
La
momia.—¿Puede dar
la hora el reloj?
El viejo
(cloqueando).—¡El reloj
puede dar la hora! (Imitando un reloj de cu-cú.) ¡Cu-cú, cu-cú,
cu-cú!...
La momia
(abriendo
la puerta del ropero).—¡Ya ha sonado la hora!... Levántate y métete en el
ropero donde me he pasado veinte años llorando nuestro crimen... Del techo
cuelga una cuerda que puede representar la que tú utilizaste para ahogar al
cónsul del piso de arriba y con la que intentabas estrangular a tu
benefactor... ¡Anda!
(El
viejo entra en el
ropero.)
La momia
(cierra la
puerta).—¡Bengtsson!
¡Ponga el biombo delante de esa puerta! ¡El biombo de la muerte!
(Bengtsson
coloca el
biombo delante de la puerta.)
La
momia.—¡Todo está
consumado!... ¡Dios tenga piedad de su alma! Todos.—¡Amén!
(Largo silencio.)
*
(En la habitación de los
jacintos, La joven acompaña al
arpa la recitación del Estudiante.)
(Canción tras un preludio.)
Vi el sol, y me pareció
haber visto al Oculto.
Los hombres se deleitan con el
fruto de sus obras.
Feliz aquel que practica el
bien.
El acto cometido por impulso de
la ira
no podrás repararlo con la
maldad.
Consuela con tu bondad
al que has apenado y serás recompensado.
El que no ha cometido ningún mal
no teme a nadie.
Es hermoso ser inocente.
Habitación decorada en un estilo
bastante extraño, con motivos orientales. Por todas partes, jacintos de todos
los colores. En la repisa de la estufa de azulejos hay una gran figura de Buda
que sostiene en sus rodillas un bulbo de ascalonia del que sale un tallo coronado por una
esfera de florecitas blancas estrelladas.
Al fondo, a la derecha, puerta
que da al salón redondo, donde vemos al Coronel y a La momia sentados en silencio y sin hacer nada. Se ve también
un trozo del biombo de la muerte. A la izquierda, puerta que conduce a la
antecocina y a la cocina.
El
estudiante y La joven (Adela)
junto a la mesa. Ella sentada ante el arpa y él de pie.
La
joven.—¡Cante
ahora a mis flores!
El
estudiante.—¿Es ésta
la flor de su alma?
La
joven.—¡La única!
¿Le gustan los jacintos?
El
estudiante.—¡Más que
ninguna otra flor! Me encanta la figura virginal que surge esbelta y recta del
bulbo, ese bulbo que descansa sobre el agua hundiendo en el líquido incoloro
sus blancas y límpidas raíces. Me gustan sus colores: el blanco impoluto de la
nieve, el suave dorado de la miel, el rosa juvenil, el rojo maduro, pero el que
prefiero entre todos es el azul, el azul del rocío, el de unos ojos profundos,
el azul de la fidelidad... Amo los jacintos más que el oro y las perlas. Los he
amado desde niño, y los he admirado porque poseen todas las buenas cualidades
que a mí me faltan... Sin embargo...
La
joven.—¿Qué?
El
estudiante.—Mi amor no
es correspondido, porque «esas hermosas flores me odian...
La
joven.—¿Y cómo es
eso?
El
estudiante.—Su
perfume, fuerte y puro por efecto de los primeros vientos primaverales que
vienen por donde se funden las nieves, trastorna mis sentidos, me ensordece, me
deslumbra, me expulsa de la habitación, me dispara flechas envenenadas que me
desgarran el corazón y me abrasan la cabeza. ¿Conoce usted la leyenda de esta
flor?
La
joven.—No.
¡Cuéntemela!
El
estudiante.—Sí, pero antes le explicaré su significado. El bulbo,
que flota en el agua o se hunde en el humus, es la Tierra. De él surge el
tallo, recto como el eje del mundo, el tallo en cuya cima se abren las flores,
sus estrellas de seis puntas.
La
joven.—¡Sobre la
Tierra, las estrellas! ¡Oh, es grandioso! ¿De dónde lo ha sacado? ¿Dónde lo ha
visto?
El
estudiante.—Déjeme
pensar... ¡En sus ojos! Es, pues, una imagen del Cosmos... Por eso está Buda
ahí sentado con el bulbo, que es la Tierra, observándolo atentamente, como
incubándolo con su mirada, para verlo crecer y crecer hacia lo alto hasta
convertirse en un cielo... ¡La transformación de la pobre tierra en cielo! ¡Eso
es lo que está esperando Buda!
La
joven.—Ahora lo
entiendo..., ¿no son también los copos de nieve estrellas de seis puntas como
la flor del jacinto?
El estudiante.—¡Así
es!... Los copos de nieve son estrellas que caen...
La
joven.—Y el
galanto es una estrella de nieve... nacida de la nieve.
El
estudiante.—Pero
Sirio, que es la estrella más grande y hermosa del firmamento, es roja y
amarilla. Es el narciso con su cáliz rojo y amarillo y sus seis rayos
blancos...
La
joven.—¿Ha visto
la ascalonia en flor?
El
estudiante.—¡Sí, claro
que la he visto!... Sus flores forman una bola, una esfera que parece el globo
celeste sembrado de blancas estrellas...
La
joven.—¡Dios mío!
¡Qué grandioso! ¿De quién ha sido esa idea?
El
estudiante.—¡Tuya!
La
joven.—¡Tuya!
El
estudiante.—¡Nuestra!...
Hemos dado a luz algo juntos» estamos casados...
La
joven.—Aún no...
El
estudiante.—¿Qué es lo
que falta?
La
joven.—¡La
espera, las tribulaciones, la paciencia!
El
estudiante.—¡Bien!
¡Ponme a prueba! (Pausa.) Oye, ¿por qué están tus padres ahí dentro tan
callados, sin decir una palabra?
La
joven.—Porque no
tienen nada que decirse, porque el uno no cree lo que le dice el otro. Mi padre
lo formuló así: ¿Para qué queremos hablar si ya no podemos engañarnos?
El
estudiante.—Es
espantoso oírlo...
La
joven.—Ahora
viene la cocinera... Mírala bien, fíjate lo gorda que está...
El
estudiante.—¿A qué
viene?
La
joven.—Vendrá a
consultarme algo sobre la cena. Soy yo quien lleva la casa durante la
enfermedad de mi madre...
El
estudiante.—¿Qué
tenemos nosotros que ver con la cocina?
La
joven.—Hay que
comer... Mira a la cocinera..., yo ya no puedo ni mirarla...
El
estudiante.—¿Quién es
esa giganta?
La joven.—Es de la
familia de vampiros Hummel... Nos está devorando...
El
estudiante.—¿Por qué no
la despedís?
La
joven.—¡Si no se
va! No podemos con ella... Es la cruz que llevamos por nuestros pecados... ¿No
ve cómo nos vamos marchitando, consumiendo...?
El estudiante.—¿No les da
de comer?
La
joven.—¡Oh, sí!
Nos da muchos platos, pero sin sustancia... Cuece la carne y a nosotros nos
sirve unas hilachas flotando en agua,.después de haberse tomado ella el caldo.
Y cuando hace un asado, le exprime bien el jugo y se toma toda la salsa. Todo
lo que ella toca pierde su sustancia. Es como si se la bebiese con los ojos. Se
toma el buen café y a nosotros nos sirve los posos. Se bebe las botellas de
vino y las vuelve a llenar con agua...
El
estudiante—¡A la calle
con ella!
La
joven.—¡No
podemos echarla!
El
estudiante.—¿Por qué?
La
joven.—¡No
sabemos! ¡No se va! Nadie puede con ella..., ¿nos ha dejado sin fuerzas!
El
estudiante.—¡Dejadme
que la eche yo!
La
joven.—¡No!
¡Supongo que es así como tiene que ser! Ya está aquí. Ahora me preguntará qué
prepara de cena. Yo le contestaré que esto y aquello. Ella me pondrá reparos y
al final hará lo que le dé la gana.
El
estudiante.—Entonces
déjala que decida ella.
La
joven.—No quiere.
El
estudiante.—¡Qué casa
tan extraña! ¡Está embrujada!
La
joven.—¡Sí!...
¡Ahora te ha visto! ¡Se da la vuelta!
*
La
cocinera (en la
puerta).—¡No, no ha
sido por eso!
(Se ríe, dejando ver los
dientes.)
El
estudiante.—¡Fuera de
aquí, bruja!
La
cocinera.—¡Me iré
cuando me dé la gana! (Pausa.) ¡Y ahora me da la gana!
(Sale.)
La
joven.—¡No
pierdas los estribos!... Practica la virtud de la paciencia. Ella es una de las
pruebas que sufrimos en esta casa. Pero también tenemos un criada... , y yo ando limpiando detrás de ella.
El
estudiante.—¡Es el
colmo! ¡Cor in
aethere! ¡Una canción!
La
joven.—¡Espera!
El
estudiante.—¡Una
canción!
La
joven.—¡Paciencia!...
A esta habitación la llamamos la de las pruebas... En apariencia es hermosa,
pero no es más que un conjunto de imperfecciones...
El
estudiante.—¡Increíble!
¡Habrá que hacer, pues, la vista gorda! Es hermosa, sí, aunque un poco fría.
¿Por qué no encendéis la estufa?
La
joven.—Porque se
llena todo de humo.
El
estudiante.—¿No se
puede deshollinar la chimenea?
La
joven.—¡Es
inútil!... ¿Ves ese escritorio?
El estudiante.—¡Un mueble
espléndido!
La
joven.—Pero
cojea. Todos los días le pongo un tro-cito de corcho debajo de la pata, pero la
criada lo quita cuando limpia y al día siguiente tengo que poner otro nuevo.
Todas las mañanas encuentro la pluma y el recado de escribir manchados de
tinta. Y yo tengo que ir detrás de ella limpiando lo que ensucia, todos los
días del año... (Pausa.) ¿Cuál es el trabajo que menos te gusta?
El
estudiante.—¡Clasificar
la ropa sucia! ¡Uf!
La
joven.—¡Ese es mi
trabajo! ¡Uf!
El
estudiante.—¿Y qué
más?
La
joven.—Que me
despierten en el mejor de los sueños y tener que levantarme para echar el
seguro de la ventana... porque la criada se olvidó de hacerlo.
El
estudiante.—¿Y qué
más?
La
joven.—Subirme a
una escalera para arreglar la cuerda del tiro de la estufa que rompió la
criada.
El
estudiante.—¿Y qué
más?
La
joven.—Ir detrás
de ella barriendo, limpiando el polvo y encendiendo la estufa..., ella no hace
más que poner la leña. Atender el tiro de la estufa, secar los vasos, volver a
poner bien la mesa, descorchar las botellas, abrir las ventanas para
ventilar la casa, volver a hacer bien mi cama, enjuagar la botella del
agua cuando ya está verde de posos, comprar cerillas y jabón que nunca hay en
casa, limpiar los tubos de los quinqués y cortarles la mecha para que no
humeen, y si quiero estar segura de que no se me van a apagar cuando tenemos
invitados, tengo que llenarlos de petróleo yo...
El
estudiante.—¡Toca
algo!
La
joven.—¡Espera!...
Primero están los trabajos, los esfuerzos necesarios para que no entre aquí la
suciedad de la vida.
El
estudiante.—Pero
vosotros sois ricos. Tenéis dos criadas.
La
joven.—¡Es
inútil! ¡Daría igual tener tres! La vida es muy trabajosa, y a veces estoy tan
cansada... ¡Imagínate además un cuarto con niños!
El estudiante.—La mayor
de las alegrías...
La
joven.—Y la más
cara... ¿Es que vale la pena que uno se dé tantos trabajos para vivir?
El
estudiante.—Depende de
la recompensa que uno espere de su trabajo... Yo estaría dispuesto a todo por
conseguir tu mano.
La joven.—¡No digas
eso!... ¡No la conseguirás nunca!
El
estudiante.—¿Por qué?
La
joven.—¡No me lo
preguntes!
(Pausa.)
El
estudiante.—Dejaste
caer la pulsera por la ventana...
La
joven.—Se me cayó
porque mi muñeca ha adelgazado tanto...
(La
cocinera aparece con
un frasco, con etiqueta japonesa, en la mano.)
La
joven.—Ahí tienes
a la que me está devorando, a mí ya todos nosotros.
El
estudiante.—¿Qué lleva
en la mano?
La
joven.-¡Es el frasco
de colorante con esas letras que parecen escorpiones! ¡Es la soja, que convierte
el agua en caldo, que sustituye las salsas, que lo mismo usa para cocer la col
que para hacer sopa de tortuga!
El
estudiante.—¡Largo de
aquí!
La
cocinera.—Ustedes
nos chupan nuestra sangre y nosotros les chupamos la suya. Nosotros les sacamos
la sangre y les devolvemos agua teñida... ¡Aquí está el colorante!... ¡Ahora me
voy, pero seguiré en esta casa hasta que me dé la gana! (Sale.)
El
estudiante.—¿Por qué
le dieron a Bengtsson la medalla?
La
joven.—Por sus
grandes virtudes.
El
estudiante.—¿Es que no
tiene defectos?
La
joven.—Sí,
enormes. Pero por los defectos no dan medallas.
(Ambos sonríen.)
El
estudiante.—Esta casa
está llena de secretos...
La
joven.—Como las
demás... ¡Déjanos conservar los nuestros!
El
estudiante.—¿Amas la
sinceridad?
La
joven.—Sí, con
mesura.
El
estudiante.—A veces me
invade un rabioso deseo de decir todo lo que pienso, pero sé que el mundo se
hundiría si los hombres fuésemos totalmente sinceros. (Pausa.) El otro
día estuve en un funeral..., en la iglesia..., fue una ceremonia muy solemne y
hermosa.
La
joven.—¿El
funeral del señor Hummel?
El
estudiante.—Sí, el de
mi falso benefactor... En la cabecera del féretro estaba un viejo amigo del
difunto presidiendo el duelo. Pero el que más me impresionó fue el pastor, con
su digna actitud y sus emocionadas palabras... Lloré, lloramos todos... Luego
nos fuimos a un restaurante... Allí me enteré de que el amigo que presidía el
duelo había estado enamorado del hijo del difunto...
(La
joven lo mira
fijamente, como tratando de descifrar el sentido de la frase.)
El
estudiante.—Y que el
difunto había conseguido un préstamo del admirador de su hijo... (Pausa.) Al
día siguiente, detuvieron al pastor por un desfalco en la caja parroquial...
¡Qué maravilla!
La
joven.—¡Uf!
(Pausa.)
El
estudiante.—¿Sabes lo
que pienso de ti ahora?
La
joven.—¡ No me lo digas porque me moriría!
El
estudiante.—¡Tengo que
decírtelo, si no me muero!...
La
joven.—En el
manicomio la gente dice todo lo que piensa...
El
estudiante.-—¡Exacto!...
Mi padre acabó en un manicomio. ..
La
joven.—¿Estaba
enfermo?
El
estudiante.—No,
¡estaba sano, pero estaba loco! Bueno, todo estalló un día, de repente, y
ocurrió así... El, como todo el mundo, se relacionaba con un grupo de
individuos a los que, por mor de la brevedad, él llamaba amigos. Era una
pandilla de canallas, evidentemente, como suele ser la gente. Pero como él no
podía vivir solo, tenía que alternar con alguien. En fin, uno no anda por ahí
diciéndole a la gente lo que piensa de ellos y él tampoco lo hacía. Pero sabía
muy bien lo hipócritas que eran, estaba al cabo de la calle de su perfidia...
Como era un hombre inteligente y bien educado, se comportaba siempre" con
gran cortesía. Pero un día dio una gran fiesta..., fue por la noche. Estaba
cansado de la larga jornada de trabajo y de los esfuerzos que tenía que hacer
para hablar de tonterías con unos invitados y mantenerse en silencio con
otros...
(La
joven está
horrorizada.)
El
estudiante.—Pues bien,
cuando estaban sentados a la mesa, pidió silencio, cogió su copa y se levantó
para pronunciar unas palabras... Se lanzó a tumba abierta. En un largo discurso
desnudó a toda la concurrencia, a uno detrás de otro, echándoles en plena cara
toda su hipocresía. ¡Hasta que, ya cansado, se sentó en mitad de la mesa y los
mandó a todos al infierno!
La
joven.—¡Uf!
El
estudiante.—¡Yo estaba
allí y no me olvidaré nunca de lo que pasó a continuación!... ¡Mi padre y mi
madre comenzaron a pegarse, los invitados se precipitaron hacia la puerta... y
a mi padre se lo llevaron al manicomio, donde murió (Pausa.) Un silencio
demasiado prolongado va segregando un líquido que se pudre como el agua
estancada. Eso es lo que ha ocurrido en esta casa. ¡Aquí hay algo podrido! ¿Y
yo que creía que era el paraíso! Sí, cuando te vi entrar aquí por primera
vez... Un domingo por la mañana me paré ahí enfrente y me puse a mirar hacia
aquí. Y vi un coronel que no era coronel, encontré un noble benefactor que era
un bandido y acabó ahorcándose, vi a una momia que no lo era y a una
doncella... y a propósito, ¿dónde está la virginidad? ¿Dónde la belleza! ¡En la
naturaleza y en mi mente cuando está bien endomingada! ¿Dónde están el honor y
la fe? En los cuentos de hadas y en las funciones teatrales para niños. ¿Dónde
hay algo que cumpla sus promesas?... ¡En mi fantasía! Tus flores me han
envenenado y yo les he devuelto su veneno. Yo te pedí que fueses mi esposa, nos
pusimos a escribir versos, a cantar y a tocar el arpa, y entonces entró la
cocinera... ¡Sursum Corda! Trata de sacar otra vez fuego y púrpura de la
dorada arpa... Inténtalo, te lo pido, te lo ruego aquí de rodillas... Bien, ¡lo
haré yo! (Se sienta al arpa
y trata de
tocar, pero las cuerdas están mudas.) ¡Está muda y sorda! ¡Y pensar
que. las flores más bellas son las más venenosas! Una maldición pesa sobre toda
la creación y la vida... ¿Por qué no quisiste ser mi esposa? Porque estás
enferma en la fuente de la vida... Ahora noto cómo empieza a chuparme la sangre
el vampiro de la cocina..., creo que es una Lamia que se bebe la sangre de los
niños. Es siempre en la cocina donde se pervierte la pureza de corazón de los
niños, si no es en el dormitorio... Hay venenos que debilitan la vista y
venenos que la aguzan... Á mí, al nacer, debieron de darme este último, porque
yo no puedo ver belleza en la fealdad, ni llamar bien al mal. ¡No puedo!
Jesucristo descendió a los infiernos; en realidad anduvo caminando por el
mundo, por este mundo que no es más que un manicomio, una cárcel un depósito de
cadáveres. Y los locos lo mataron cuando trató de liberarlos. Pero al bandido
lo pusieron en libertad, el bandido siempre despierta todas las simpatías!...
¡Maldición! ¡Que caiga la maldición sobre nosotros! ¡Ay! ¡Pobres de nosotros!
Redentor del mundo, ¡sálvanos que perecemos!
(La
joven se ha
desplomado, al parecer agonizante, y toca la campanilla. Entra Bengtssón.)
La
joven.—¡Trae el
biombo! ¡De prisa..., me muero!
(Bengtssón
vuelve con
el biombo, lo abre y lo coloca delante de La
joven.)
El
estudiante.—¡Viene la
Libertadora! ¡Bienvenida tú, pálida ,y gentil! Duerme, hermosa criatura, alma
infortunada e inocente, tú que sufriste sin culpa, duerme ahora sin sueños y
cuando despiertes, ojalá te acoja un sol que no queme, en una casa sin polvo,
ojalá te acojan unos amigos sin ignominia y un amor sin mácula... ¡Tú, sabio y
dulce Buda, que estás ahí esperando que nazca un cielo de la tierra, danos
paciencia en las tribulaciones y pureza en la voluntad para que la esperanza no
se vea nunca burlada!
(Se oye un susurro procedente de
las cuerdas del arpa. La habitación se llena de luz blanca.)
Vi el sol, y me pareció
haber visto al Oculto.
Los hombres se deleitan con el
fruto de sus obras.
Feliz aquel que practica el
bien.
El acto cometido por impulso de
la ira
no podrás repararlo con la
maldad.
Consuela con tu bondad
al que has apenado y serás recompensado.
El que no ha cometido ningún mal
no teme a nadie.
Es hermoso ser inocente.
(Se oye un gemido detrás del
biombo.)
Pobre chiquilla, hija de este
mundo de ilusiones, de culpa, de sufrimiento y de muerte. ¡El mundo de la
eterna mutación, del desengaño y del dolor! ¡Que el Señor de los Cielos te sea
propicio en el viaje!
(Desaparece
la habitación. En el fondo aparece el cuadro de Boecklin «La isla de los
muertos». De la isla nos viene una música suave, serena, agradablemente
melancólica.)