Henrik
IBSEN
(1828-1906)
Un
enemigo del pueblo
Drama
en cinco actos (1882)
El
hombre más fuerte es el que está más solo.
(Un
enemigo del pueblo - Henrik
Ibsen)
PERSONAJES
El
DOCTOR STOCKMANN, médico
de un balneario.
SEÑORA
STOCKMANN, su mujer.
PETRA,
su hija, maestra.
EJLIF,
hermano de Petra.
MORTEN,
ídem.
PEDRO
STOCKMANN, hermano mayor del doctor,
alcalde, presidente
de la Sociedad del Balneario.
MORTEN
KUL, curtidor, padrastro de la señora Stockmann.
HOVSTAD,
director de La Voz
del Pueblo.
BILLING,
redactor de1 mismo periódico.
HORSTER,
capitán de barco.
ASLAKSEN,
impresor.
Gentes
del pueblo, Hombres de todas las clases sociales, Mujeres,
Escolares.
La
acción transcurre en un pueblo costero del sur de Noruega. Época
actual.
ACTO
PRIMERO
Salón
del doctor Stockmann, modestamente amueblado, pero atractivo.
En
el lateral derecho, dos puertas; la de primer término comunica
con el despacho, y la otra, con el vestíbulo.
En
el lateral opuesto, frente a esta última, otra puerta que da a las
restantes habitaciones.
Hacia
el centro del mismo lateral, una estufa, y más en primer término,
un sofá; ante él, mesa ovalada, cubierta con un tapete. Sobre
ella, una lámpara encendida, con pantalla. Al foro, puerta abierta
al comedor, por encima de cuya mesa, dispuesta para cenar, hay
otra lámpara encendida también.
Anochece.
En
el comedor está sentado BILLING, con
la servilleta anudada al cuello.
La
SEÑORA STOCKMANN, en
pie junto a la mesa, le ofrece una fuente con asado de buey.
Los
cubiertos, en desorden sobre el mantel, muestran claramente
que ya han comido los demás.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Como ha llegado con una hora de retraso, señor Billing, tendrá que
aceptar la comida fría.
BILLING.
(Comiendo.)
-
¡Mejor! Esto está exquisito.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Ya sabe usted lo puntual que es mi marido siempre, y...
BILLING.
-
Si quiere que le diga la verdad, no me importa en manera alguna. Al
contrario, casi prefiero comer solo. Así estoy más
tranquilo.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Bien, bien; si come usted más a gusto.... (Escucha.)
Debe de ser Hovstad que llega.
BILLING.
-
Es probable.
(Entra
el ALCALDE PEDRO STOCKMANN, con
abrigo, gorra de uniforme y bastón.)
EL
ALCALDE.
-
Se la saluda con todos los respetos, querida cuñada.
SEÑORA
STOCKMANN. (Pasando al salón.)
-
¡Ah! ¿Es usted? Buenas noches. ¡Qué amable lo de venir a vernos!
EL
ALCALDE.
-
Pasaba por aquí... (Mira hacia el
comedor.) ¡Ah!
¿Tiene usted invitados, según veo?
SEÑORA
STOCKMANN. (Algo confusa.)
-
No, no; es que ha dado la casualidad... (Con
precipitación.) ¿No quiere usted
tomar algo?
EL
ALCALDE.
-
¿Yo? No, muchas gracias, ¡Dios me libre! ¡Comida seria por la
noche! ¡Buena digestión iba a hacer!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Oh!, por una vez....
EL
ALCALDE.
-
No, no, muchísimas gracias. Yo me limito a mi té y mi pan con
mantequilla. A la larga es más sano... y más económico.
SEÑORA
STOCKMANN. (Sonriente.)
-
¿No irá usted a decir que Tomás y yo somos unos derrochadores?
EL
ALCALDE.
-
¡Por Dios, querida cuñada! Usted, no; lejos de mí esa idea.
(Señala al despacho del doctor.) ¿Está
en casa?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No; ha salido a dar una vuelta con los chicos después de cenar.
EL
ALCALDE.
-
¿Está usted segura de que eso es higiénico? (Escuchando.)
Parece que ahí viene.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No, no es él. (Llaman a la puerta.)
¡Adelante! (Entra
el periodista HOVSTAD.) ¡Ah! ¿Es
usted, Hovstad? Pues...
HOVSTAD.
-
Sí, tiene usted que perdonarme; pero me entretuvieron en la
imprenta, y... Buenas noches, señor alcalde.
EL
ALCALDE. (Saluda y se muestra algo
inquieto.)
-
Viene usted por algún asunto importante, ¿no?
HOVSTAD.
-
Hasta cierto punto. Se trata de un artículo para el periódico.
EL
ALCALDE.
-
Me lo figuraba; he oído contar que mi hermano está dando buen
resultado como colaborador de la Voz
del Pueblo.
HOVSTAD.
-
En efecto, escribe cada vez que tiene que decir una verdad.
SEÑORA
STOCKMANN. (A HOVSTAD, señalando
el comedor.)
-
¿No quiere usted... ?
EL
ALCALDE.
-
Por supuesto, no seré yo quien se lo reproche. Escribe para el
círculo de lectores del cual puede esperar mejor acogida. Por lo
demás, personalmente no tengo ninguna animadversión contra su
periódico; créame, señor Hovstad.
HOVSTAD.
-
Le creo.
EL
ALCALDE.
-
Al fin y al cabo, en nuestra ciudad reina un loable espíritu de
tolerancia que es el auténtico espíritu de ciudadanía. Y eso
gracias a que nos une un interés común, un interés que comporta
la esperanza de todo ciudadano honrado...
HOVSTAD.
-
¿Alude usted al balneario?
EL
ALCALDE.
-
¡Exacto! El establecimiento es algo magnífico. Estoy seguro de que
estos baños constituirán una riqueza vital para la ciudad; no
lo dude.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Lo mismo afirma Tomás.
EL
ALCALDE.
-
Y es un hecho. Dígalo, si no, el gran desarrollo que ha
experimentado la ciudad en no más que los dos últimos años.
Se nota que hay gente, vida, movimiento. De día en día va
subiendo el valor de los terrenos y de los inmuebles.
HOVSTAD.
-
Y disminuye el paro.
EL
ALCALDE.
-
Ciertamente. Además, por fortuna para los burgueses, las
contribuciones han disminuido también, y disminuirán todavía
sólo en cuanto este año tengamos un buen verano, con forasteros
y una crecida cantidad de enfermos que consoliden la fama de los
baños.
HOVSTAD.
-
Por lo que he oído, existen bastantes probabilidades de que sea
así.
EL
ALCALDE.
-
Las primeras impresiones son, por lo pronto, muy prometedoras. Todos
los días llegan peticiones de alojamiento.
HOVSTAD.
-
El artículo del doctor viene muy a tiempo.
EL
ALCALDE.
-
¡Ah! ¿sí? ¿Conque ha escrito algo más?
HOVSTAD.
-
Sí; lo escribió este invierno. Es un artículo en que recomienda
el balneario, y hace un resumen de sus excelentes condiciones
sanitarias. Entonces no se lo publiqué, porque...
EL
ALCALDE.
-
¡Ah! Diría algo inconveniente, y no me extraña.
HOVSTAD.
-
No, nada de eso. Es que conceptué preferible aguardar hasta la
primavera, cuando empieza la gente a preparar el veraneo.
EL
ALCALDE.
-
Muy acertado, verdaderamente acertado, señor Hovstad.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Tomás es incansable si se trata del balneario.
EL
ALCALDE.
-
Para esa está a su servicio.
HOVSTAD.
-
Y no olvidemos que, en realidad, fue él quien lo fundó.
EL
ALCALDE.
-
¿Él? ¿Usted cree? No es la primera vez que oigo esa opinión.
Pero entiendo, en resumidas cuentas, que yo a mi vez tengo una
pequeña parte en esa fundación.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Nunca ha dejado de reconocerlo Tomás.
HOVSTAD.
-
¿Quién lo niega, señor alcalde? Usted puso el asunto en
marcha. Lo que quise decir es que la primera idea fue del doctor.
EL
ALCALDE.
-
¡Sí, sí! Jamás le han faltado ideas a mi hermano...
Desgraciadamente. Pero, si se trata de ponerlas en práctica, hay que
buscar otros hombres, señor Hovstad. Con franqueza, no pensaba
que aquí, en esta misma casa...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, querido cuñado...
HOVSTAD.
-
Señor alcalde, ¿cómo puede... ?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pase usted y tome algo mientras llega mi marido, señor Hovstad.
Espero que no tardará ya mucho.
HOVSTAD.
-
Gracias. Tomaré un bocado únicamente. (Pasa
al comedor.)
EL
ALCALDE. (Aparte.)
-
¡Estos hijos de campesinos tienen siempre tan poco tacto!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Vamos, cuñado, déjese ya de pequeñeces! No vale la pena
preocuparse por semejante cosa. Usted y Tomás pueden compartir los
honores de la fundación como buenos hermanos.
EL
ALCALDE.
-
Así debiera ser, pero, por lo visto, el mundo no nos otorga un honor
equivalente.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Qué más da! Usted y Tomás se hallan de completo acuerdo, y
eso es lo que importa. (Presta
atención.) Creo que ya está aquí.
(Se dirige a abrir la puerta del
vestíbulo.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Desde fuera.)
-
Mira, Catalina; viene conmigo otro
convidado: nada menos que el capitán Horster. ¿Qué te parece?
Tenga la bondad, señor Horster, cuelgue el abrigo ahí en la percha.
¡Oh! ¿no lleva abrigo? Figúrate, Catalina: le encontré en la
calle, y casi no quería subir. (Entra
HORSTER y saluda a la SEÑORA
STOCKMANN, en tanto que el doctor dice
desde la puerta:) ¡Andad, niños,
adentro! ¡Fíjate, ya se les abre otra vez el apetito! Venga,
señor Horster; va a probar un rosbif que... (Empuja a HORSTER hacia
el comedor. EJLIF y MORTEN los
siguen.)
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, Tomás, ¿no ves que...?
DOCTOR
STOCKMANN. (Volviéndose en el umbral.)
-
¡Ah! ¿Tú aquí, Pedro? (Va hacia él
y le tiende,
la mano.)
¡Cuánto me alegro de verte !
EL
ALCALDE.
-
Sí. Lo peor es que tengo que irme en seguida a comer.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero, hombre, ¿qué estás diciendo? Oye, quédate un momento, ahora
mismo nos traen el ponche. Supongo que no te habrás olvidado del
ponche, Catalina.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No, no, descuida; ya está hirviendo el agua. (Va al comedor.)
EL
ALCALDE.
-
¿Ponche? ¡No faltaba más que eso!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, sí. Ya verás qué buen rato pasamos.
EL
ALCALDE.
-
Gracias. No me gustan estos festines de ponche y...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Pero si no es ningún festín!
EL
ALCALDE.
Pues
yo diría... (Mira hacia el
comedor.)
¡Y que comen lo suyo esos tragones!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Verdad que resulta una bendición ver comer a la gente joven? Sirve
de aperitivo, ¿sabes? ¡Eso es vida! Deben comer, Pedro.
Necesitan fuerzas. El día de mañana habrán de enfrentarse con
la materia para arrancarle nuevos secretos, y...
EL
ALCALDE.
-
¿Podrías decirme qué secretos puede tener aquí la materia?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pregúntaselo a la juventud. Y ella te responderá cuando llegue el
momento. Aunque entonces, probablemente, ya no existiremos ni tú ni
yo. Dos viejos esperpentos como nosotros...
EL
ALCALDE.
-
¡Hum! No empleas una expresión muy delicada, que digamos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
En puridad, no conviene tomar al pie de la letra mis palabras. Como
estoy tan alegre... Entre tanta animación me siento de veras feliz.
Vivimos tiempos prodigiosos. Diríase, ni más ni menos, que de un
momento a otro va a surgir un nuevo mundo...
EL
ALCALDE.
-
¿Esas tenemos?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Claro, tú no puedes comprenderlo como yo. Te has pasado aquí toda
tu vida, y es natural que el medio te haya adormecido la
sensibilidad. Pero yo, que he debido permanecer todos estos años en
el Norte, casi en el Polo, sin ver a nadie, sin nadie que me dijera
una palabra para hacerme reflexionar, tengo la percepción
palpable de que ahora vivo en medio de la actividad y el
movimiento de una de las ciudades más grandes del mundo.
EL
ALCALDE.
-
¿Una gran ciudad? ¿La juzgas así?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ya sé que las condiciones de existencia son deficientes, máxime
en comparación con otras lugares. Pero aquí hay vida, y el
futuro se acusa positivamente prometedor. Lo principal es un
futuro por el cual luchar y trabajar... (A
su mujer.) Catalina, ¿ha venido el
cartero?
SEÑORA
STOCKMANN. (Desde el comedor.)
-
No, no ha venido.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Y para colmo, tener asegurado el pan de cada día! Pedro: eso es
algo que sólo se sabe apreciar cuando, como nosotros, se ha
vivido precariamente.
EL
ALCALDE.
-
El caso es que...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Según puedes imaginarte, la vida allá en el Norte no se nos hizo
muy fácil siempre. ¡Y ahora nos vemos convertidos en magnates o
cosa así! Hoy mismo, sin ir más lejos, hemos comido rosbif. ¿No
quieres probar un bocado? Anda, ven aunque no sea sino para verlo...
EL
ALCALDE.
-
No, hombre, no.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Bueno; acércate, por lo menos... ¿Ves?... Tenemos un tapete
flamante.
EL
ALCALDE.
-
Sí, ya me he fijado.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Y una estupenda pantalla para la lámpara. ¿Qué tal? Pues te diré
que todo esto se debe a la economía de Catalina. ¿A que así
resulta la habitación doble de simpática? Mira desde
aquí... No, hombre, ahí no. Aquí, ¡ajajá! ¿Lo ves? Con la luz
como está, medio velada... resulta, a mi entender, hasta
más elegante, ¿no crees?
EL
ALCALDE.
-
En fin, cuando uno se permite esos lujos...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡No faltaba más! Puesto que puedo... Catalina dice que gano
casi tanto como gastamos.
EL
ALCALDE.
-
¡Casi!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Un hombre de ciencia ha de vivir con cierto decoro. No me cabe duda
de que cualquier ue cualquier alcalde gasta al año mucho más que
nosotros.
EL
ALCALDE.
-
¡Y tanto! Pero es que un alcalde, un alto magistrado...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No ya un alcalde: un simple negociante, si quieres. Puedes estar
seguro de que un negociante gasta muchísimo más.
EL
ALCALDE.
-
Evidentemente dada la situación...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Por otra parte, no se puede decir que seamos unos dispendiosos,
Pedro. Me gusta tener en mi casa gente que me anime, y nada más.
¿Comprendes? Lo necesito. ¡He estado mucho tiempo solo!
Créeme: Para mí es una verdadera necesidad hablar con gente
joven, con gente activa... Los que están ahí lo son. Me
gustaría que conocieras un poco mejor a Hovstad...
EL
ALCALDE.
-
Le conozco. Por cierto que me ha dicho que va a publicar otro
artículo tuyo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Un artículo mío?
EL
ALCALDE.
-
Si, acerca del balneario. Un artículo que habías escrito este
invierno.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ah! Sí. Pero no quiero que lo publiquen por ahora...
EL
ALCALDE.
-
¡Cómo! Ahora es la ocasión mejor.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, puede que tengas razón; en circunstancias normales... (Se
pasea.)
EL
ALCALDE. (Siguiéndole
con la mirada.)
-
¿Y qué anormalidad hay aquí?
DOCTOR
STOCKMANN. (Se
detiene.)
-
Pedro, francamente, aún no puedo
decirte algo concreto; al menos, esta noche no. Quizá se trate de
grandes cosas; quizá no tenga nada de particular. ¡Quién sabe
si no es más que una alucinación mía!
EL
ALCALDE.
-
Bien mirado, se me antoja un misterio excesivo esto. Di, ¿qué pasa?
¿Algo que no deba yo saber? Estimo que, como presidente de la
Sociedad, tengo derecho a...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Y yo estimo que... ¡Vaya! no hay motivo para que nos pongamos a
discutir, Pedro.
EL
ALCALDE.
-
Harto sabes que no es esa mi intención. Pero, por de contado…
exijo que todo se resuelva según los reglamentos y a través
de las autoridades instituidas para ello. Nada de pasos
clandestinos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Es que he dado alguna vez un paso a espaldas de... ?
EL
ALCALDE.
-
No digo que lo hayas hecho; pero tienes una tendencia inveterada a
tomar las cosas por tu propia cuenta,
y
eso, en una Sociedad correctamente estatuida, no se puede
tolerar bajo ningún concepto. Las iniciativas particulares
deben supeditarse al interés general, o mejor dicho, a las
autoridades, pues para tal fin han sido designadas.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No lo niego. Aun así, ¿puedes decir me qué demonios me
importa todo eso?
EL
ALCALDE.
-
Te importa mucho, querido Tomás, porque parece que no quieres
comprenderlo. Más tarde o más temprano has de arrepentirte, ya
lo verás. Por mi parte, ya te he prevenido. Adiós.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero, hombre, ¿te has vuelto loco? Te aseguro que estás de todo
punto equivocado...
EL
ALCALDE.
-
No acostumbro estarlo. Además, no quiero discutir... (Saluda
hacia el comedor.) Adiós, cuñada.
Adiós, señores. (Vase.)
SEÑORA
STOCKMANN. (Entrando en el salón. ..)
-
¿Se ha marchado?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, y muy furioso, por añadidura.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Vamos Tomás: ¿qué le has dicho?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Nada. No puede exigir que le rinda cuentas antes de tiempo.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Rendirle cuentas? ¿De qué?
DOCTOR
STOCKMANN:
-
Eso es asunto mío, Catalina. ¡Qué raro que no haya venido el
cartero!
(HOVSTAD,
BILLING y HORSTER se han levantado
de la mesa y entran en el salón. Los siguen EJLIF
y MORTEN.)
BILLING.
(Desperezándose
y estirando los brazos.)
-
¡Ah, vive Dios! ¡Después de una comida así, se queda uno como un
reloj!
HOVSTAD.
-
Por las trazas, el alcalde no estaba hoy de muy buen talante, ¿eh?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
El pobre suele tener malas digestiones.
HOVSTAD.
-
Me temo que sea a nosotros, los de La
Voz del Pueblo,
a quienes
no puede digerir.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Sin embargo, usted, al parecer, se llevaba muy bien con él esta
noche.
HOVSTAD.
-
¡Quia, no lo crea! No es más que una especie de armisticio.
BILLING.
-
Esa es la palabra. ¡Un armisticio!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Se ha de tomar en consideración que Pedro es un hombre solitario; el
pobre no posee un hogar confortable ni por asomo. Siempre
enfrascado en asuntos y más asuntos... Para concluir, ¿qué
se va a esperar de un hombre que no bebe más que té? ¡Agua
sucia, como si dijéramos! ¡Ea, muchachos!, vamos a poner
las sillas alrededor de la mesa. Y tú, Catalina, nos traerás
el ponche, ¿verdad?
SEÑORA
STOCKMANN. (Que se encamina hacia el
comedor.)
-
Al instante.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Venga al sofá, capitán.¡Eso es! A mi lado. No se tiene todos los
días un huésped como usted... Siéntense donde les acomode.
(Todos
se sientan en torno a la mesa. La SEÑORA
STOCKMANN aparece con el servicio en una
bandeja)
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Aquí traigo todo. Arréglese cada uno como pueda.
DOCTOR
STOCKMANN. (Tomando
un vaso.)
-
No pases cuidado, que nos arreglaremos. (Mezcla
los ingredientes del ponche.) ¡Ya
está! Y ahora, puros. Ejlif, tú sabes dónde guardo la caja,
eh? Y tú, Morten, tráeme la pipa,
¿estamos? (Los dos niños salen por la
puerta de la derecha.) ¿Atinarán?
Tengo la leve sospecha de que Ejlif me birla de cuando en cuando un
puro... (Levantando la voz.) ¡Y
mi gorro, Morten! Catalina, ¿quieres
decirle dónde lo he puesto? ¡Nada, nada! ¡Déjalo! ¡Ya lo
trae! (Aparecen los niños con las cosas
pedidas.) Bueno, señores; sírvanse.
(Ofrece los puros.) Yo,
como siempre, fiel a mi pipa. Con ella he sorteado no pocas
tempestades, allá en el Norte... (Alzando
el vaso.) ¡Salud!¡Cuánto
mejor es estar aquí, tranquilo y sin molestias!
SEÑORA
STOCKMANN. (Sentada, mientras hace
punto.)
-
¿Se marcha usted pronto, capitán?
HORSTER.
-
Supongo que la semana próxima estaré dispuesto para salir.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Va usted a América, ¿no?
HORSTER.
-
Sí, ése es mi propósito...
BILLING.
-
Entonces no estará usted aquí para las elecciones municipales.
HORSTER. .
-
¡Ah! ¿Es que va a haber otra elección?
BILLING.
-
¿No lo sabía usted?
HORSTER.
-
No; yo no me mezclo en esas cosas.
BILLING.
-
¿No se interesa por los asuntos públicos?
HORSTER.
-
No. Confieso que de esos asuntos no entiendo nada.
BILLING.
-
En todo caso, hay que votar.
HORSTER.
-
¿Aunque no se entienda nada?
BILLING.
-
¡Hombre! Entender, entender... ¿A qué llama usted entender? Oiga:
la sociedad es como un navío, y cada cual tiene que participar en
la dirección del timón, según sus fuerzas.
HORSTER.
Puede
que eso esté bien aquí en tierra; pero a bordo, realmente no daría
muy buen resultado.
HOVSTAD.
-
Es curioso. La mayoría de los marinos no se desvelan nada por
los asuntos del país.
BILLING.
-
¡Muy curioso! Está comprobado.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Los marinos son aves de paso. Se sienten como en casa igual en el Sur
que en el Norte. Razón de más para que nosotros trabajemos con
mayor empeño, ¿no le parece, señor Hovstad? (Pausa.)
¿Publica La Voz del Pueblo
de mañana algo interesante?
HOVSTAD.
-
Cuestiones municipales; nada. Pero pasado mañana pienso publicar el
artículo de usted.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Dichoso artículo! Escuche: más vale que espere un poco.
Todavía no debe publicarse.
HOVSTAD.
-
¡Cómo! Pero si justamente es el momento oportuno.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí sí; no digo que no. Pero, de todos modos espere; ya le
explicaré más tarde...
(PETRA,
con abrigo y sombrero y unos cuantos cuadernas bajo el
brazo, entra por la puerta del vestíbulo.)
PETRA.
-
Buenas noches.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Buenas noches, Petra. ¿Ya estás aquí?
(Saludos
recíprocos. PETRA se pone a cuerpo Y deja los cuadernos sobre
una silla al lado de la puerta.)
PETRA.
-
¿Conque dándoos aquí buena vida, mientras yo trabajo como una
negra?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pues date buena vida también.
BILLING.
(A PETRA.)
-
¿Quiere usted que le prepare un ponche?
PETRA.
(Se acerca a la mesa.)
-
Gracias; prefiero prepararlo yo misma: usted los hace demasiado
fuertes. ¡Ah! Se me olvidaba, papá: traigo una carta para ti.
(Se dirige a la silla donde ha dejado
sus efectos.)
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Una carta! ¿De quién?
PETRA.
(Buscando en el bolsillo de su abrigo.)
-
Me la dió el cartero cuando salía yo.
DOCTOR
STOCKMANN. (Se levanta y se encara con
ella.)
-
¿Y me la traes a esta hora.?
PETRA.
-
No podía subir de nuevo; iba con prisa. Ten; aquí está.
DOCTOR
STOCKMANN. (Coge la carta
ansiosamente.)
-
Vamos a ver, vamos a ver… (Mirando
el sobre.) ¡Sí!, ésta es.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿La que estabas esperando?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
La misma. Perdón; no tardaré en venir... ¿Dónde hay una vela,
Catalina? Han vuelto a quitar la lámpara del despacho, y...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero si está encendida sobre el escritorio.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ah!, bien. Con permiso de ustedes; es sólo un momento... (Sale
por la puerta de la derecha.)
PETRA.
-
¿Qué podrá ser esa carta?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No sé; estos últimos días no ha hecho más que preguntar por
el cartero.
BILLING.
-
Será de algún cliente de fuera.
PETRA.
-
¡Pobre papá! ¡Cada vez tiene más trabajo! (Preparándose
un ponche.) ¡Se me hace la boca agua!
HOVSTAD.
-
¿Ha estado usted hoy dando clase en la escuela nocturna?
PETRA.
(Mientras bebe a sorbitos.)
-
Durante dos horas.
BILLING.
-
Y esta mañana cuatro horas en el Instituto.
PETRA.
(Sentándose junto a la mesa.)
-
No; cinco...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Y por lo que veo, has traído ejercicios para corregir esta
noche.
PETRA.
-
Sí, un montón.
HORSTER.
-
Por las trazas, trabaja usted asimismo demasiado.
PETRA.
-
Es saludable. Después se queda una perfectamente cansada.
BILLING.
-
¿Y le gusta a usted eso?
PETRA.
-
Sí; ¡se duerme tan bien…!
MORTEN.
-
Tú cometes muchos pecados, ¿verdad, Petra?
PETRA.
-
¿Yo?
MORTEN.
-
Sí; como trabajas tanto... El señor Korlund dice que el trabajo es
un castigo, de nuestros pecados.
EJLIF.
(Resoplando.)
-
¡Huy qué tonto! Te lo has creído.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Ejlif !
BILLING.
(Riendo.)
-
¡Vaya una ocurrencia!
HOVSTAD.
-
A ti no te gustaría trabajar tanto, ¿eh, Morten?
MORTEN.
-
No. ¡Qué idea!
HOVSTAD.
-
Entonces ¿qué piensas ser cuando te hagas mayor?
MORTEN.
¿Qué?
Yo quiero ser vikingo
EJLIF.
-
Tendrás que ser pagano.
MORTEN.
-
Bueno; no importa.
BILLING.
-
De acuerdo Morten. Lo mismo digo yo.
SEÑORA
STOCKMANN. (Haciéndoles señas.)
-
No, estoy segura de que no, señor Billing.
BILLING.
-
¡Lléveme el diablo si no! Soy pagano, y a mucha honra. Y
cuidado, porque le advierto que dentro de poco será pagano todo el
mundo.
MORTEN.
-
¿Y haremos todo lo que nos dé la gana?
BILLING.
-
Comprenderás, Morten, que lo que se dice todo...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Basta, hijos! Sin duda tendréis algo que estudiar para
mañana.
EJLIF.
-
Escucha mamá: yo podría quedarme un poquito más...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Nada, nada; tú tampoco. Andad, marchaos los dos.
(Ambos
dan las buenas noches y vanse, por la puerta de la izquierda.)
HOVSTAD.
-
Sinceramente, ¿piensa usted que puede perjudicar a los chicos oír
esas cosas?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Lo ignoro; pero, en fin, no me hace buena impresión.
PETRA.
-
Creo que exageras, mamá.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Quién sabe! Si he de ser franca, no me gunta oír hablar así en
casa.
PETRA.
-
Se miente tanto en casa como en el colegio. En casa hay que callarse,
y en el colegio hay que mentir a los niños.
HORSTER.
-
¿Está usted forzada a mentir?
PETRA.
-
¿Supone que no les enseñamos muchas cosas en que no creemos
nosotros mismos?
BILLING.
-
Es incontestable.
PETRA.
-
Si tuviera medios, fundaría por mi cuenta una escuela organizada de
otro modo.
BILLING.
-
Pero ¿y esos medios?...
HORSTER.
-
Pues bien, señorita Stockmann: piénselo despacio, y si en
serio se decide, me comprometo a proporcionarle local: la casona de
mi difunto padre. Esta casi vacía, y en el piso bajo hay un comedor
muy grande.
PETRA.
(Riendo.)
-
Muchas gracias. Aunque, si he de ser sincera, nunca se realizará mi
proyecto.
HOVSTAD.
-
Se explica; la señorita Stockmann prefiere cultivar el periodismo,
¿no es así? A propósito, ¿ha leído usted ya aquella novelita
inglesa que nos prometió traducir?
PETRA.
-
No, todavía no; pero descuide, que la tendrá a tiempo.
(El
DOCTOR STOCKMANN vuelve de su despacho con una carta abierta en la
mano.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Agitando la carta.)
-
Va a haber noticias sensacionales en la ciudad.
BILLING.
-
¿Noticias sensacionales?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Qué noticias?
DOCTOR
STOCKMAN
-
¡Un gran descubrimiento, Catalina!
HOVSTAD.
-
¿Sí?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Un descubrimiento tuyo?
DOCTOR
STOCKMANN
-
Sí, mío efectivamente. (Paseándose.)
¡Que vengan hoy a decirme como
siempre, que son fantasías de loco! Esta vez no se atreverán.
¡Qué han de atreverse !
PETRA.
-
Papá, ¿qué es lo que pasa?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Vais a saberlo todo al punto. ¡Si estuviera aquí Pedro! Esto
demuestra a las claras cuán torpes y ciegos somos. Peor que topos!
HOVSTAD.
-
¿Qué está usted diciendo?
DOCTOR
STOCKMANN. (Se detiene al lado de la
mesa.)
-
¿No opina todo el mundo que nuestra ciudad es muy sana?
HOVSTAD.
-
A la vista está.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Que su clima es inmejorable, y que debe recomendarse tanto para
enfermos como para gente con salud?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, Tomás...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Todos hemos elogiado la localidad sin reservas. Yo mismo he escrito
en La Voz del Pueblo
y en otros sitios…
HOVSTAD.
-
Sí, ¿y qué?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Al balneario se le ha llamado la arteria de la ciudad, el nervio
vital de la ciudad, y sepa el diablo cuántas cosas más...
BILLING.
-
Cierta vez, en ocasión solemne, me permití llamarle el corazón
palpitante de la ciudad.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ah! ¿sí? El corazón, ¿eh? Bien; ¿sabe usted lo que es, en
realidad, este... magnífico balneario tan cacareado y donde se ha
invertido tanto dinero? ¿Lo sabe?
HOVSTAD.
-
¿Qué es?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Acaba ya. ¿Qué es?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Un foco de infección.
PETRA.
-
¡Papá! ¿Que el balneario... ?
SEÑORA
STOCKMANN. (Al mismo tiempo.)
-
¡Nuestro balneario!
HOVSTAD.
(Igualmente.)
-
Pero, señor doctor...
BILLING:
-
¡Increíble!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pues he aquí la verdad. El balneario es un sepulcro blanqueado, así
como suena. Créanme. Las aguas son peligrosísimas para la salud.
Todas las inmundicias del valle y de los molinos van a parar a
las cañerías, envenenan el líquido, y tanta porquería
desemboca en el mar, en la playa...
HORSTER.
-
¡Precisamente donde se bañan!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Precisamente.
HOVSTAD.
-
¿Cómo está usted tan persuadido de cuanto dice?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
He examinado todo a conciencia. Hace ya bastante tiempo que
empecé a desconfiar. El año pasado hubo varios casos alarmantes de
tifus y de fiebres gástricas entre los bañistas.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Es cierto.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Al principio creí que los bañistas habían traído las
enfermedades; pero más tarde, este invierno, me entraron nuevos
recelos, y decidí analizar el agua. Deduje que era lo mejor que
podía hacer.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Por eso estabas tan preocupado últimamente.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí; bien puedes decir que me preocupé. ¡Y mucho Catalina!
Pero faltaban aparatos modernos para analizarla, y por
ende, hube de enviar muestras de agua potable y de agua de mar a
la Universidad con el fin de tener un análisis terminante de un
técnico.
HOVSTAD.
-
¿Y tiene usted ese análisis?
DOCTOR
STOCKMANN. (Enseñando la carta.)
-
Aquí está. El análisis señala, sin el menor género de dudas la
existencia de sustancias en descomposición y de grandes
cantidades de infusorios en el agua. Por consiguiente, su uso, tanto
interno como externo, resulta a todas luces peligroso.
PETRA.
-
Pues ha sido una verdadera bendición del cielo que lo supieras
a tiempo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No cabe negarlo.
HOVSTAD.
-
¿Y qué va a hacer usted ahora, señor doctor?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Intentaré reparar el daño, como es lógico.
HOVSTAD,
-
¿Lo considera hacedero?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ha de ser hacedero. Si no, será la ruina del balneario. Pero no hay
que apurarse. Estoy resuelto por completo.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Cómo has tenido todo esto tan callado, Tomás?
DOCTOR
STOCKMANN .
-
Mujer, no soy tan loco que haga público un caso así sin haber
adquirido antes la certeza absoluta.
PETRA.
-
Pero a nosotros...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
A nadie en el mundo. Al presente, sí. Mañana mismo puedes ir a
visitar al Hurón...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, Tomás...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
... al abuelo, si te parece mejor. ¡Ya verás qué sorpresa va a
llevarse! Dirá que estoy loco... Y no será el único que lo
diga... ¡Va a ver esta buena gente! (Se
pasea, frotándose las manos.) ¡Menudo
alboroto se va a armar en la ciudad, Catalina! Pero, por lo pronto,
hay que levantar toda la cañería.
HOVSTAD.
(Poniéndose de pie.)
-
¿Toda la cañería?
DOCTOR
STOCKMANN.
Sí;
el manantial está demasiado bajo; hay que trasladarlo a un
sitio más alto.
PETRA.
-
¡Ah! De manera que tenías razón en aquello que dijiste hace
tiempo.
DOCTOR
STOCKMANN
-
Sí; ¿te acuerdas, Petra? Escribí oponiéndome a su plan de
construcción. Pero nadie me hizo caso. Naturalmente, hoy
tendrán que oírme, quieran o no. He escrito una memoria sobre la
administración del balneario; hace más de una semana que la
acabé. Sólo esperaba que llegara el análisis. (Mostrando
la carta.) Desde luego voy a enviarla.
(Pasa a su despacho, y vuelve con
un rollo de papeles.) Miren: cuatro
hojas de letra menuda. Incluiré, además, la carta. Un periódico,
Catalina, para envolverlo todo. ¡Ea, ya está! Toma, dáselo a...
(Patea el suelo.)
¿cómo demonios se llama?... Bueno, dáselo a la muchacha y dile que
lo lleve ahora mismo al alcalde.
(La
SEÑORA STOCKMANN sale con el paquete por la puerta del comedor.)
PETRA.
-
¿Qué crees que dirá tío Pedro, papá?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué va a decir? De cualquier modo, deberá alegrarse de que
tamaña verdad salga a la luz del día.
HOVSTAD.
-
¿Me permite publicar en La Voz del
Pueblo un suelto acerca de su
descubrimiento?
DOCTOR
STOCKMANN
-
Sí; le agradeceré que lo haga.
HOVSTAD.
-
Cuanto antes lo sepa el público, mejor.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Claro que sí.
SEÑORA
STOCKMANN. (Volviendo.)
-
Ya ha ido con el encargo.
BILLING.
-
¡Lléveme el diablo si no se trueca usted en primer personaje de la
ciudad!
DOCTOR
STOCKMANN. (Paseándose alegremente.)
-
¡Bah! A la postre, no he hecho más que cumplir con mi deber. He
tenido suerte; pero…
BILLING.
-
Hovstad, ¿no opina usted que la ciudad debería organizar una
manifestación, con los estandantes de todas las entidades al
frente en honor del doctor?
HOVSTAD.
-
Yo, por mi parte, pienso proponerlo.
BILLING.
-
Se lo diré a Aslaksen.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No, queridos amigos; déjense de mascaradas. No quiero saber
nada de esa manifestación. Es más, desde ahora les prevengo que,
si a la administración del balneario se le ocurriese ofrecerme un
aumento de sueldo… no lo aceptaría. ¿Oyes lo que digo Catalina?
No lo aceptaré.
SEÑORA
STOCKMANN.
Harías
muy bien, Tomás.
PETRA.
(Alzando su vaso.)
-
¡Salud, papá!
HOVSTAD
y BILLING.
-
¡Salud, señor doctor!
HORSTER.
(Brindando por el doctor.)
-
¡Dios le dé toda la felicidad posible!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Gracias, gracias, amigos míos! Estoy plenamente satisfecho. Mi
conciencia me dice con claridad que he hecho algo útil por mi
pueblo natal y por mis conciudadanos. ¡Catalina!
(Echa
los brazos al cuello de CATALINA, haciéndole dar vueltas. La SEÑORA
STOCKMANN grita y se resiste. Risas, aplausos y vivas al doctor. Los
niños asoman sus caras de asombro por la puerta de la derecha.)
FIN
DEL ACTO PRIMERO
ACTO
SEGUNDO
La
misma decoración que en el acto anterior. La puerta del comedor está
cerrada. Es por la mañana.
SEÑORA
STOCKMANN. (Con una carta cerrada
en la mano sale del comedor, se dirige a la primera puerta de la
derecha y la entreabre.)
-
¿Estás ahí, Tomás?
DOCTOR
STOCKMANN. (Desde dentro.)
-
Sí; acabo de llegar. (Saliendo.)
¿Qué pasa?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Carta de tu hermano. (Se la da.)
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ah, vamos! A ver... (Abre el sobre y
lee.) "Adjunto la memoria..."
(Sigue leyendo a media voz.) ¡Hum!...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Qué dice?
DOCTOR
STOCKMANN. (Guardándose la carta en el
bolsillo.)
-
Nada; que vendrá a verme a mediodía.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No te olvides de estar en casa para cuando llegue.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Me es muy fácil; ya he acabado todas las visitas de la mañana.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Tengo verdadera curiosidad por saber qué impresión le ha
producido.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ya verás cómo le molesta que haya sido yo y no él quien ha hecho
el descubrimiento.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Sí, de fijo; y eso te preocupa, ¿no?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Pchs!... En el fondo le alegrará, como es de suponer. Aunque, de
todos modos, te consta la poca gracia que hace a Pedro que no
se cuente con él cuando se trata de prestar un servicio a la ciudad.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Sabes una cosa, Tomás? Quizá sea preferible que tengas la
delicadeza de compartir con él los honores. Di, por ejemplo, que ha
sido él quien te ha puesto sobre la pista, o algo así.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Por mí, no hay ningún inconveniente. Con tal de conseguir que se
hagan todas las reformas necesarias...
MORTEN
KUL. (Asomando la cabeza por la puerta
del vestíbulo, con malicia mal disimulada.)
-
¿Es verdad lo que me han dicho?
SEÑORA
STOCKMANN. (Yendo hacia él.)
-
¡Padre! ¿Tú aquí?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Caramba! Mira por dónde aparece mi señor suegro. Buenos días.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pasa, padre, pasa.
MORTEN
KUL.
-
Si es verdad, paso; si no, me marcho.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué quiere usted saber si es verdad?
MORTEN
KUL.
-
La historia esa de las cañerías. ¿Lo es?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí que es verdad. Oiga: ¿cómo se ha enterado usted?
MORTEN
KUL. (Decidido a pasar.)
-
Ha entrado a contármelo Petra, al ir al colegio...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ah!
MORTEN
KUL.
-
Sí, me ha explicado que... El caso es que al principio yo me dije
para mi capote: "Ésta está tomándome el pelo." Aun
cuando, ciertamente, no creo que Petra sea capaz...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Qué idea! ¿Cómo se imagina...?
MORTEN
KUL.
-
Más vale no fiarse nunca de nadie. Después le engañan a uno, y
hace el ridículo. Pero ¿en serio...?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Completamente en serio... ¡Ea! siéntese. (Le
obliga a sentarse en el sofá.) ¿No ha
sido una suerte para la ciudad?
MORTEN
KUL. (Que contiene la risa.)
-
¿Una suerte?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, señor, por haberlo descubierto a tiempo.
MORTEN
KUL. (Reportándose a duras penas.)
-
¡Claro, claro! ¡Qué duda cabe! Jamás habría creído que
fuese usted capaz de darle ese chasco, a su hermano.
DOCTOR
STOCKKMANN.
-
¿Chasco?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, padre, si...
MORTEN
KUL. (Mientras apoya las manos y el
mentón sobre el puño de su bastón y guiña un ojo al doctor, con
picardía.)
-
Ande; cuente, cuente. ¿De manera que se han colado unos bichitos en
las cañerías?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, unos infusorios.
MORTEN
KUL.
-
Eso me ha dicho Petra; que se habían colado no sé qué
animalitos. Un montón, ¿no?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Millares y millares!
MORTEN
KUL.
-
Y no se puede verlos, ¿eh?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
En efecto, no se puede.
MORTEN
KUL. (Con una risita zumbona.)
-
¡Diablo! ¡Esta sí que es buena!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Cómo ! ¿Qué dice usted?
MORTEN
KUL.
-
Nada: que eso, no se lo traga ni el alcalde.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ya lo veremos.
MORTEN
KUL.
-
¡Ni que se hubiera vuelto loco!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Si eso es volverse loco, tendrá que volverse loca toda la ciudad.
MORTEN
KUL.
-
¿Toda la ciudad? ¡Diantre! ¡Quién sabe! Son capaces. Por cierto
que no les vendría nada mal. ¿No se creen más sabios que nosotros
los viejos? Me echaron del Consejo Municipal como a un perro; sí,
señor, como a un perro. Pero ahora van a pagármelas todas juntas.
Sí, sí; ande, hágales esa jugada.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero, suegro de mi alma...
MORTEN
KUL.
-
Nada, nada; hágasela. ¡Pues, no faltaba más! (Se
levanta.) Si consigue poner al
alcalde y a toda su pandilla en un buen aprieto, aunque no tengo
mucho dinero, le juro a usted que doy cien coronas para los
pobres.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Hombre, qué generoso!
MORTEN
KUL.
-
En fin, realmente, no estoy ahora para derrochar. Pero, sea como
sea, ya lo sabe usted: si lo hace, estoy dispuesto a regalar a los
pobres cincuenta coronas como aguinaldo de Nochebuena.
(Aparece
HOVSTAD por la puerta del vestíbulo.)
HOVSTAD.
-
Buenos días. (Se detiene.) ¡Oh,
perdón! ...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pase usted, amigo. Sin cumplidos.
MORTEN
KUL. (Con sorna.)
-
¡Vaya! ¿También éste anda metido en el ajo?
HOVSTAD.
-
¡Cómo! ¿Qué está usted diciendo?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Por supuesto. Éste también es de los nuestros.
MORTEN
KUL.
-
¡Ya decía yo! De modo que saldrá en el periódico y todo, ¿eh?
¡Qué listo es usted, señor Stockmann! Bueno, los dejo: para que
puedan conspirar a su antojo. Me voy.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No, hombre, no se vaya. Aguarde un momento.
MORTEN
KUL.
-
Nada, nada; me, voy. ¡Qué diablo! a ver si se les ocurre una buena
trastada. (Vase, acompañado, de la
SEÑORA STOCKMANN.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Risueño.)
-
El viejo no quiere creer ni una palabra del asunto de las aguas.
HOVSTAD.
-
¡Ah! ¿Era de eso de lo que estaban hablando?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, de eso era. Y quizá venga usted a hablar de lo mismo.
HOVSTAD.
-
Efectivamente. ¿Puede usted concederme unos segundos?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Estoy a su entera disposición. Cuando usted guste.
HOVSTAD.
-
¿Ha tenido noticias del alcalde?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Aún no. Pero me prometió venir a mediodía.
HOVSTAD.
-
He estado pensando más despacio respecto a lo de ayer, y...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Y qué?
HOVSTAD.
-
En resumidas cuentas, para usted, como médico, como hombre de
ciencia, este asunto de las aguas no es más que una cuestión de
estudio. Pero, ¿acaso no ve las gravísimas consecuencias que puede
acarrear?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Cómo! Venga aquí, al sofá, y siéntese. ¿Qué decía?
(HOVSTAD se sienta en el sofá, el
doctor, en un sillón, al otro lado de la mesa.)
¿De suerte que usted cree...?
HOVSTAD.
-
Dijo usted ayer que la descomposición del agua se debía a las
inmundicias del suelo, ¿no?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Así es. Esas inmundicias provienen, sin duda del pantano del Valle
de los Molinos.
HOVSTAD.
-
Pues yo presumo que provienen de otro pantano muy distinto.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿De cuál?
HOVSTAD.
-
Del Pantano donde está pudriéndose toda nuestra sociedad.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero, hombre de Dios, ¿qué dice usted?
HOVSTAD.
-
Poco a poco todos los asuntos de la ciudad han ido a parar a manos de
un cotarro de funcionarios...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No; no son funcionarios todos.
HOVSTAD.
-
Da lo mismo: los que no son funcionarios, son amigos y
partidarios suyos. Todos son ricos o personas destacadas
del país, y nos gobiernan y dirigen a su albedrío.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Los hay positivamente capaces, personas expertas...
HOVSTAD.
-
¿Capaces?... ¿Expertos? ¿Lo han demostrado al establecer la
conducción de agua?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Por descontado, eso fue una equivocación. Pero ahora vamos a
repararla.
HOVSTAD,
-
¿Supone usted que será tan fácil?
DOCTOR
STOCKMANN,
-
Fácil o no, se ha de reparar.
HOVSTAD.
-
Sobre todo si la prensa toma cartas en el asunto. .
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No será menester. Estoy seguro de que mi hermano...
HOVSTAD.
-
Dispense usted, señor doctor, pero le advierto que me propongo
ocuparme de ello.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿En el periódico?
HOVSTAD.
-
Sí. Cuando me hice cargo de la dirección de La
Voz del Pueblo mi único pensamiento
era acabar de una vez para siempre con esa camarilla de viejos
testarudos que monopolizan todo el poder.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Lo sabía. Sin embargo, usted mismo me dijo que el resultado de esa
campaña fue llevar el periódico casi a la ruina.
HOVSTAD.
-
Tuvimos que callarnos y transigir, es cierto; sin esos señores
habría sido imposible la fundación del balneario. Pero ahora
que lo tenemos en plena marcha, muy bien podemos prescindir de
tan honorables caballeros
DOCTOR
STOCKMANN.
Prescindir
de ellos sí; pero les debemos nuestra gratitud.
HOVSTAD.
-
Y nos hallamos dispuestos a reconocerlo cortésmente. No
obstante, un periodista que, como yo, profesa ideas populares,
no puede dejar pasar una oportunidad como esta de echar abajo para lo
sucesivo la vieja fábula de la infalibilidad de los dirigentes.
Hay que terminar con todas esas supersticiones.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sinceramente, estoy de acuerdo con usted, siempre que no haya sino
supersticiones.
HOVSTAD.
-
Con franqueza, me disgustaría mucho verme obligado a combatir
al alcalde, puesto que es su hermano. Pero usted mismo
reconocerá que la verdad debe estar por encima de todas las
conveniencias. ¿No es así?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Tiene usted razón. Aunque, al fin y al cabo...
HOVSTAD.
-
No debe usted pensar mal de mí. No soy ni más egoísta ni más
ambicioso que la mayoría de la gente.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Por Dios! ¿Quién va a sospechar que...?
HOVSTAD,
-
Como usted sabrá, soy de origen humilde, y he tenido ocasión
de comprender claramente que las clases inferiores deben
participar en el gobierno. Dirigiendo los asuntos públicos es
como se desarrollan las facultades naturales
y
la confianza en sí mismo...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Conforme por completo.
HOVSTAD.
-
Por eso opino que entraña una gran responsabilidad para un
periodista perder cualquier coyuntura de trabajar por la
emancipación de los débiles, de los oprimidos. Ya sé que los
poderosos dirán que eso es una insurrección o algo por el
estilo. ¡Digan lo que quieran! No me importa; tengo la conciencia
tranquila.
DOCTOR
.STOCKMANN.
-
¡Muy bien hablado, Hovstad! Pero en todo caso, yo... ¡Caray!
(Llaman a la puerta.)
¡Adelante!
(El
impresor ASLAKSEN se presenta por el vestíbulo. Viste un
modesto aunque correcto traje negro. Trae una bufanda blanca
levemente arrugada, guantes, chistera, todo en la mano.)
ASLAKSEN.
(Inclinándose.)
-
Usted sabrá disculparme, señor doctor, que me haya tomado la
libertad...
DOCTOR
STOCKMANN. (Se pone de pie.)
-
¡Toma! ¡Ya tenemos aquí al señor Aslaksen!
ASLAKSEN.
-
El mismo, señor doctor.
HOVSTAD.
(Se levanta a su vez.)
-
¿Viene usted por mí, Aslaksen?
ASLAKSEN.
-
No; no tenía la menor noticia de que estuviera usted aquí. Sólo
deseaba hablar con el señor doctor...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿En qué puedo servirle?
ASLAKSEN.
-
Me han notificado que pretende usted reformar la instalación de
la traída de aguas. ¿Es cierto eso?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí; de las del balneario...
ASLAKSEN.
-
Perfectamente. Entendido. De ser así, vengo a comunicarle que
apoyaré con todas mis fuerzas su proyecto.
HOVSTAD.
(Al doctor.)
-
¿Lo ve usted?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Muchas gracias; pero...
ASLAKSEN.
-
Sin que esto signifique que ponga en duda su valía ni mucho menos,
creo, señor doctor, que no dejará de serle útil el apoyo de los
ciudadanos humildes. Unidos, constituimos una mayoría compacta,
y nunca está de más poder contar con la mayoría, doctor.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Evidente; pero, si bien se mira, no creo que haga falta prepararse
tanto. Por mi parte, espero que un asunto tan claro y tan sencillo...
ASLAKSEN.
-
¡Ah! Por lo que pueda tronar, siempre es bueno prevenirse.
Conozco de sobra a las autoridades municipales. Los potentados no
acceden de buena gana a una proposición que no provenga de ellos.
Por consiguiente, me parece que sería muy oportuno, organizar una
manifestación.
HOVSTAD.
-
Eso es. De acuerdo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Una manifestación? Pero… ¿qué entiende usted por una
manifestación?
ASLAKSEN.
-
Como es lógico, sugiero una cosa moderada. Usted sabe muy bien
que considero la moderación como la principal de las virtudes
cívicas; tal es mi criterio, al menos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Su moderación es proverbial, señor Aslaksen; todos lo sabemos.
ASLAKSEN.
-
¡Y tanto! Sin pecar de inmodesto, creo que puedo preciarme de ello.
En suma, esta cuestión de las aguas es de máxima importancia para
nosotros los pequeños ciudadanos. Diríase que el balneario va
a convertirse en una auténtica mina de oro para la ciudad. Todos
disfrutaremos sus beneficios, y en particular, los que
somos dueños de inmuebles. Así, pues, estoy decidido a defender el
establecimiento por cuantos medios haya a mi alcance, y como
soy presidente de la Sociedad de Propietarios... Además, soy
agente de la Sociedad de Moderación. ¿Sabe usted el trabajo
que me da la causa de la moderación?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Por supuesto; lo sé.
ASLAKSEN.
-
Como comprenderá, estoy relacionado con mucha gente. Se me
conceptúa un ciudadano honrado y pacífico, y naturalmente,
tengo cierto poder en la ciudad... una pequeña influencia...
con perdón sea dicho.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Me consta, señor Aslaksen.
ASLAKSEN.
-
Le comunico todo esto, porque me sería fácil conseguir un
manifiesto público de gratitud, si fuese necesario.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Un manifiesto de gratitud?
ASLAKSEN.
-
Sí, una especie de carta, agradeciéndole haber dado impulso al
asunto de los baños, firmada por nuestros conciudadanos. Huelga
añadir que debería redactarse en términos suaves para no
ofender a las autoridades, a las personas que asumen el poder.
Haciéndolo con las suficientes precauciones, colijo que nadie podría
tomarlo a mal, ¿no cree usted?
HOVSTAD.
-
¡Bah! Y aunque lo tomasen...
ASLAKSEN.
-
¡No, no! Nada de ataques a la autoridad, señor Hovstad. Nada
de oposiciones contra personas con las cuales hemos de convivir.
Tengo una triste experiencia de lo que son esas cosas; nunca dan
buenos resultados. Basta con las opiniones razonables y sinceras de
los ciudadanos.
DOCTOR
STOCKMANN. (Estrechándole la mano.)
-
No sabe usted cuánto me satisface contar con la adhesión de mis
conciudadanos, señor Aslaksen. Me encuentro verdaderamente
satisfecho... ¿no quiere tomar una copita de jerez?
ASLAKSEN.
-
No, muchas gracias; no tomo nunca esa clase de alcohol.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No insisto; un vaso de cerveza, entonces. ¿Lo acepta?
ASLAKSEN.
-
Tampoco, señor doctor; muchas gracias. No acostumbro tomar nada
a estas horas del día. Bien; voy a la ciudad para hablar con
los propietarios y prepararlos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Es usted muy amable, señor Aslaksen; pero, confieso que no me cabe
en la cabeza la necesidad de tantos preparativos. Confío en que el
asunto se resolverá por sí solo.
ASLAKSEN.
-
Las autoridades trabajan con cierta lentitud, señor doctor. Y no lo
digo como crítica, ¡Dios me libre!...
HOVSTAD.
-
Mañana se insertará todo en el periódico, Aslaksen.
ASLAKSEN.
-
Pero… con moderación, Hovstad, con moderación... Hay que proceder
prudentemente; si no, no logrará usted nada. Créanme: he
cosechado no pocas enseñanzas a este respecto en la escuela de la
vida... ¡Vaya!, me retiro. Pero acuérdese, señor doctor, de que
los ciudadanos modestos estaremos detrás de usted como un muro.
Cuenta con una mayoría compacta.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Muchas gracias, querido amigo. (Le da la
mano.) Hasta la vista.
ASLAKSEN.
-
¿Viene usted conmigo a la imprenta, señor Hovstad?
HOVSTAD.
-
Iré más tarde; todavía tengo algo que hacer.
ASLAKSEN.
-
Como guste. (Saluda y vase. El doctor le
acompaña al vestíbulo.)
HOVSTAD.
(En cuanto vuelve el doctor.)
-
Veamos: ¿qué me dice usted, señor doctor? ¿ No estima que ya es
hora de sacudir un poco todas esas flaquezas, esas cobardías?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Se refiere usted a Aslaksen?
HOVSTAD.
-
Sí. Es uno de esos individuos que se hunden en el pantano, aunque,
por lo demás, resulte una bellísima persona. Aquí todos son por el
estilo: siempre nadando entre dos aguas, sin atreverse jamás a dar
un paso en firme, por culpa de esas malditas consideraciones...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Con todo, se me figura que Aslaksen está muy bien dispuesto. ¿No le
parece a usted?
HOVSTAD.
-
Para mí, hay cosas más importantes que la buena disposición, y son
el valor y la confianza en sí mismo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sobre ese particular, le sobra razón a usted.
HOVSTAD.
-
Pues por eso voy a aprovechar la ocasión y estimular a las personas
de buena voluntad. En esta ciudad hay que dar ya al traste en
definitiva con el culto a las autoridades. Ese maldito desatino de la
traída de aguas debe ser puesto en evidencia ante todo ciudadano con
derecho a votar.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Bueno; si usted cree que con ello sirve al bien común, hágalo.
No obstante, aguarde a que hable con mi hermano.
HOVSTAD.
.
-
De todos modos, prepararé el artículo, y si el alcalde no
quiere ocuparse del asunto...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero ¿cómo cree usted... ?
HOVSTAD.
-
¡Cualquiera sabe! Y en ese caso...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
En ese caso..., óigame bien... publicaría usted mi artículo
íntegro.
HOVSTAD.
-
¿De veras? ¿Palabra?
DOCTOR
STOCKMANN. (Entregándole el
manuscrito.)
-
Aquí lo tiene.. Lléveselo, léalo y devuélvamelo después.
HOVSTAD.
-
Descuide, querido, doctor. Adiós.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Adiós. Ya verá usted que todo va a ir como una seda, señor
Hovstad... como una seda.
HOVSTAD.
-
Ya lo veremos, ya lo veremos. (Saluda
y vase por la puerta del vestíbulo.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Se dirige hacia el comedor.)
-
¡Catalina!... ¡Ah! ¿Estás ya aquí, Petra ?
PETRA.
(Entrando.)
-
Sí, acabo de llegar del colegio.
SEÑORA
STOCKMANN. (Que entra con ella.)
-
¿No ha venido aún?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Pedro? No, aún no. Pero he estado hablando con Hovstad. No sabes
cuánto le ha impresionado mi descubrimiento. Dice que va a
tener un alcance mucho mayor del que yo había previsto al
pronto. Y ha puesto su periódico a mi disposición, si fuere
necesario.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero ¿tú crees que lo será?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No, mujer; aun así, siempre es una satisfacción saber que tengo de
mi parte a la prensa liberal e independiente. Además, ha venido
a verme el presidente de la Sociedad de Propietarios.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Ah! ¿sí? ¿Y qué quería?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Apoyarme también. Todos me ofrecen su apoyo para cuando lo
necesite. ¿Sabes por quién estoy respaldado, Catalina?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Respaldado? ¿Por quién? Di.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Nada menos que por la mayoría compacta de los ciudadanos.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Es posible? ¿Y crees que eso te conviene, Tomás?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Cómo no! (Se frota las manos,
paseándose.) ¡Santo Dios! No
sabes lo dichoso que me hace sentirme unido a mis conciudadanos en
espíritu.
PETRA.
-
¡Y llevar a cabo tantas cosas buenas y útiles, papá!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sobre todo cuando se trata de mi ciudad, de la ciudad donde he
nacido. (Suena un timbre.)
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Han llamado.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Debe de ser él... (Golpean la puerta.)
¡Adelante!
EL
ALCALDE. (Entrando por la puerta del
vestíbulo)
-
Buenos días.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Bien venido, Pedro.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Buenos días, cuñado. ¿Cómo le va?
EL
ALCALDE.
-
¡Oh! Así, así; gracias… (Al
doctor.) Ayer recibí tu memoria sobre
las condiciones del agua en el balneario.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿La has leído?
EL
ALCALDE.
-
Desde luego.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Y qué opinas?
EL
ALCALDE. (Mirando en torno suyo.)
-
¡Ejem! ...
SEÑORA
STOCKMANN
-
Ven Petra. (Pasan ambas a la habitación
de la izquierda.) .
EL
ALCALDE. (Después de un corto
silencio.)
-
¿Era indispensable hacer todas esas investigaciones a espaldas mías?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Mientras no tuviera una seguridad absoluta...
EL
ALCALDE.
-
¿La tienes ahora?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Hombre ahora ni tú mismo puedes dudarlo!
EL
ALCALDE.
-
¿Abrigas la intención de someter de manera oficial el informe a la
directiva del balneario?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Seguramente. Hay que hacer algo, y sin demora.
EL
ALCALDE.
-
En tu memoria empleas, como de costumbre, palabras demasiado
fuertes. Dices, entre otras cosas, que envenenamos a los
bañistas.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué menos podía decir? Piensa que hacemos tomar agua infectada a
pobres enfermos que han depositado en nosotros su confianza y que,
además, nos pagan cantidades fabulosas para que les devolvamos la
salud.
EL
ALCALDE.
-
Y sacas la consecuencia de que tenemos que construir una cloaca
para recoger todas las inmundicias pestilentes del Valle de los
Molinos, y trasladar las tuberías del agua.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Conoces tú otro remedio? Yo no.
EL
ALCALDE.
-
Esta mañana he hecho una visita al ingeniero municipal, y medio en
serio, medio en broma, planteé en la conversación el tema de las
reconstrucciones, como si decidiéramos hacerlas mas adelante...
DOCTOR
STOCKMANN. .
-
¿Qué dices? ¿Más adelante?
EL
ALCALDE.
-
Naturalmente se ha reído de mi ocurrencia. ¿Te has tomado la
molestia de calcular lo que puede costar esa obra? Según los
informes que he recibido, cientos de miles de coronas.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Tanto?
EL
ALCALDE.
-
Sí. Y lo peor es que tardarán un plazo mínimo de dos años en
llevarse a cabo esas reconstrucciones.
DOCTOR
STOCKMA NN.
-
¿Dos años? ¿Cómo es posible?
EL
ALCALDE.
-
Dos años por lo menos. Y mientras, ¿qué haríamos con el
balneario? Habría que cerrarlo. No tendríamos más remedio.
¿Quién crees que iba a venir aquí sabiendo que el agua está
contaminada?
DOCTOR
STOCKMA NN.
-
Esa es la verdad, Pedro.
EL
ALCALDE.
-
Y ello sin contar con que precisamente ahora empezaba a
prosperar el establecimiento. Las ciudades vecinas asimismo
tienen sus pretensiones de convertirse en balnearios. Como es de
suponer, harían todo lo posible por atraerse el torrente
de forasteros. Entonces nosotros nos veríamos obligados a renunciar
totalmente a una empresa a la cual hemos sacrificado tantos
esfuerzos, Y terminarías por arruinar tu ciudad natal.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Arruinar mi ciudad? ¿Yo?
EL
ALCALDE.
-
Los baños constituyen su único porvenir. Lo sabes igual que yo
lo sé.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué quieres que hagamos, pues?
EL
ALCALDE.
-
Si he de serte sincero, no puedo creer que el asunto de las aguas sea
tan grave como afirmas en tu memoria.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Más bien he atenuado su gravedad. En verano, con el calor, aumenta
el peligro.
EL
ALCALDE.
-
Te repito que creo que exageras bastante. Un médico con
aptitudes debe tomar sus medidas para evitar cualquier
influencia nociva, y en casa de que ésta se presente, combatirla...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Bien. ¿Y qué?
EL
ALCALDE.
-
La disposición actual de las tuberías del balneario es un hecho
consumado, y debe considerarse como tal. Pero, de todos modos, eso no
es obstáculo para que la dirección tenga en cuenta tu informe
y vea la posibilidad de mejorar esa situación sin sacrificios por
encima de sus fuerzas.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Te imaginas que seré capaz de tolerar tamaña farsa?
EL
ALCALDE.
-
¿Farsa?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, una farsa, un fraude... algo peor: un crimen contra la
sociedad...
EL
ALCALDE.
-
Francamente, insisto en que no puedo convencerme de que el
peligro sea tan grave. .
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, Pedro; estás convencido, no cabe la menor duda. Mi memoria
es concluyente; sé muy bien lo que afirmo. Y tú a tu vez lo
entiendes muy bien, Pedro; pero no quieres confesarlo. Fuiste tú
quien hizo construir el balneario y la conducción de agua donde
están, y hoy te empeñas en no reconocer tu error: lo he comprendido
en seguida.
EL
ALCALDE.
-
¿Y si así fuese? A la postre no hago sino defender mi
reputación por bien de la ciudad. Sin autoridad moral no podría
dirigir los asuntos de un modo que, a mi entender, redunde en interés
común. Por eso, y por otras razones, me importa mucho que no se
entregue tu memoria a la dirección del balneario. El bienestar
público lo requiere. Ya la presentaré yo más tarde para que
la discutan con arreglo a su parecer, pero con la mayor reserva; el
público no debe saber una sola palabra de la cuestión.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No podrás impedir que se sepa, Pedro.
EL
ALCALDE.
-
Es indispensable.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Te digo que será imposible; ya están enteradas muchas
personas.
EL
ALCALDE.
-
¡Cómo! ¿Quién está enterado? Quiero creer que no serán
esos tipos de La Voz del Pueblo...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, ésos inclusive. La prensa independiente y liberal se
encargará de haceros cumplir vuestro deber.
EL
ALCALDE. (Luego de una corta pausa.)
-
¡Has sido un imprudente, Tomás! ¿No se te ha ocurrido reflexionar
en los perjuicios que esto puede acarrearte?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿A mí?
EL
ALCALDE.
-
A ti y a los tuyos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué demonios estás diciendo? ¡Explícate!
EL
ALCALDE.
-
Contigo me he comportado siempre como un hermano complaciente y
bueno. ¿No es exacto?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, es exacto y te lo agradezco.
EL
ALCALDE.
-
No pido tanto. En parte, lo hacía por egoísmo, además. Tenía
esperanzas de frenar un poco tu carácter, ayudándote a
mejorar tu situación económica.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ah! ¿Conque tú...?
EL
ALCALDE.
-
Ya. te he dicho que sólo en parte. Para un funcionario del Estado,
no es, créeme, muy agradable tener parientes que se comprometan a
cada momento.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Tú piensas que me comprometo?
EL
ALCALDE.
-
Sí, por desgracia. Lo haces sin darte cuenta. Tienes un
carácter intranquilo, rebelde, belicoso, aparte de tu
propensión fatal a escribir públicamente todo lo que se te
pasa por la cabeza. Basta que se te ocurra una idea para que no
puedas menos de componer un artículo, o un folleto entero, si a
mano viene, sobre la cuestión.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Quizá no es obligación de todo ciudadano dar a conocer al
pueblo las ideas nuevas?
EL
ALCALDE.
-
¡Bah! El pueblo no necesita ideas nuevas. El pueblo está mejor
servido con las ideas viejas y buenas que le son familiares ya.
DOCTOR,
STOCKMANN.
-
¡Y osas decir eso!
EL
ALCALDE.
-
Sí, Tomás; ha llegado por fin el momento de hablarte claro. Como
conozco tu irritabilidad, nunca me he atrevido a ser franco
de lleno contigo; pero ahora tengo que decirte la verdad. No puedes
figurarte cómo te perjudica tu genio impetuoso. Te quejas
de las autoridades, te quejas
del gobierno mismo; todo lo insultas, todo lo criticas, y encima
te lamentas de que no se ha sabido apreciarte, de que se te ha
perseguido... ¿Qué otra cosa esperabas que se hiciera con un
hombre tan inquieto, tan insufrible como tú?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero, en resumidas cuentas, ¿resulta que soy un hombre
insufrible?
EL
ALCALDE.
-
Sí, Tomás; eres un hombre difícil de aguantar. No se puede
trabajar contigo. Yo mismo he tenido que tolerarte mucho. Te
saltas todas las consideraciones y pareces olvidar del todo que
me debes el nombramiento de médico del balneario.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Creo que era yo el indicado. ¡Yo y nadie más! Fui el primero que
vio cómo podía convertirse la ciudad en una excelente estación
balnearia. Fui el único que lo vio. Luché por mi idea durante
muchos años y la defendí en los periódicos sin descanso...
EL
ALCALDE.
-
No lo niego; pero aún no había llegado la ocasión propicia.
Desde lejos no podías juzgar bien la oportunidad. Cuando fue
favorable el momento, mis amigos y yo asumimos la dirección del
asunto.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, y estropeasteis a más no poder mis proyectos, que eran
magníficos. ¡Ahora se ve toda vuestra inteligencia!
EL
ALCALDE.
-
Y yo entiendo que lo que se ve son tus deseos de desahogar tu
belicosidad. Por costumbre atacas a tus superiores. No puedes
soportar ninguna autoridad sobre ti, miras con aversión a cualquiera
que desempeñe un alto cargo, le miras como a un enemigo personal y
le atacas sin reparar en las armas con que lo haces. Pero,
puesto que te he señalado los intereses que peligran por tu causa,
te exijo, Tomás, en nombre del bien público y del mío propio, una
resolución inmediata; te la exijo enérgicamente.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué estás diciendo? ¿Qué resolución?
EL
ALCALDE.
-
Como has cometido la imprudencia de confiar a personas ajenas este
asunto, que era un secreto exclusivo de la dirección, ya no es
posible ocultarlo. Circularán toda clase de rumores que las
malas lenguas de la población se encargarán de alimentar y
abultar. Es indispensable que lo desmientas públicamente.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Yo? ¡Cómo! No te comprendo.
EL
ALCALDE.
-
Puedes hacer creer que, después de nuevos análisis, has llegado a
la conclusión de que el caso no es tan crítico como de primera
intención habías supuesto.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿ Sí? Por lo visto, esperas que yo...
EL
ALCALDE.
-
No sólo eso; quiero, además, que declares en público tu
completa confianza en que la dirección tomará a conciencia
todas las oportunas medidas radicales para que desaparezca hasta el
último vestigio de peligro.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Muy bien! Pero no conseguiréis hacer desaparecer el peligro con
engaños y paliativos. Créeme, Pedro; de eso estoy plenamente
convencido.
EL
ALCALDE.
-
Como empleado del establecimiento, no tienes derecho a una opinión
individual.
DOCTOR
STOCKMANN. (Perplejo.)
-
¿Que no tengo derecho a ...?
EL
ALCALDE.
-
Como empleado, digo. Como simple particular, sí, sin duda. Pero,
como subordinado de la dirección del balneario, no puedes tener
otra opinión que la de tus jefes.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Esto ya es demasiado! ¿Cómo puedes decir que un médico, un
hombre de ciencia, no tiene derecho a ...?
EL
ALCALDE.
-
La cuestión que se debate no es únicamente científica; es una
cuestión técnica y económica a la vez.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Oh! ¡Llámala como quieras! Pues bien: yo te digo que soy libre en
absoluto de tener opinión sobre todas las cosas del mundo.
EL
ALCALDE.
-
¡Allá tú! Pero no sobre la dirección del balneario. Te lo
prohibimos.
DOCTOR
STOCKMANN. (En el colmo de la
indignación.)
-
¿Que me lo prohibís?... ¡Vosotros!
EL
ALCALDE.
-
¡Te lo prohibo yo, y basta! Soy tu superior, y cuando te prohibo una
cosa, te toca obedecer.
DOCTOR
STOCKMANN. (Dominándose: con esfuerzo.)
-
¡Pedro! Si no recordara que eres mi hermano...
PETRA.
(Abre la puerta bruscamente.)
-
¡Papá, no puedes tolerar eso!
SEÑORA
STOCKMANN. (Que viene tras ella.)
-
¡Petra!
EL
ALCALDE.
-
Al parecer, estaban acechándonos.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Se oye todo a través del tabique. No podíamos evitar que...
PETRA.
-
Yo, sí; me he quedado, a escuchar.
EL
ALCALDE.
-
Bueno, en realidad más vale así.
DOCTOR
STOCKMANN. (Acercándose a su hermano.)
-
Me hablabas de prohibir y de obedecer.
EL
ALCALDE.
-
Me has forzado a adoptar ese tono.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Exiges que me desautorice a mí mismo?
EL
ALCALDE.
-
Lo estimo de todo punto imprescindible. Tienes que publicar esa
declaración.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Y si me negase a ello?
EL
ALCALDE.
-
Nosotros nos encargaríamos de hacer otra declaración para
tranquilizar al público.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Convenido. Escribiré contra vosotros. Sostendré mi opinión,
demostraré que es la verdadera, y que estáis equivocados. ¿Qué
haréis entonces?
EL
ALCALDE.
-
Entonces no podré evitar que decreten tu cesantía.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Cómo!
PETRA.
-
¡Te echarán, papá!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Tu cesantía?
EL
ALCALDE.
-
Más aún: me veré obligado a reclamarla en seguida como médico
del establecimiento, y a negarte todo derecho a intervenir en
cualquiera de sus asuntos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Lo. harías sin escrúpulos?
EL
ALCALDE.
-
Eres tú mismo quien te arriesgas.
PETRA.
(A su tío.)
-
Pero... ¡tú no puedes portarte de esa manera tan repugnante con un
hombre como papá!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Por Dios, Petra, cállate!
EL
ALCALDE. (Observando a PETRA.)
-
¿De manera que también la niña empieza a manifestar opiniones
subversivas? ¡Claro! Es naturalísimo. (A
la SEÑORA STOCKMANN.) Cuñada, espero
que, como la persona más razonable de esta casa, procurará usted
influir sobre su marido para que comprenda que su actitud puede
traer consecuencias muy perniciosas a su familia y...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Lo que pase a mi familia no importa a nadie más que a mí.
EL
ALCALDE.
-
Repito que a tu familia y a tu ciudad natal, por cuyos intereses
velo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No. El que se preocupa del bienestar de la ciudad soy yo.
Revelaré todos vuestros errores, que tarde o temprano han
de salir a la luz. ¡Por fin se verá bien quién es el que ama la
ciudad!
EL
ALCALDE.
-
¿Tú? De ser así, ¿por qué intentas con tanto ahínco,
destruir su principal fuente de riqueza?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Es una fuente emponzoñada ! Pero ¿te has vuelto loco? Traficamos
con inmundicias y podredumbre. ¡Nuestra entera vida social, tan
floreciente, se funda en una mentira!
EL
ALCALDE.
-
¡Todo eso no son más que locuras! El hombre capaz de lanzar
semejantes blasfemias contra su propio país es y será siempre
un enemigo del pueblo.
DOCTOR
STOCKMANN. (Va hacia él.)
-
¿Te atreves. a…?
SEÑORA
STOCKMANN. (Interponiéndose.)
-
¡Tomás!
PETRA.
(Coge de un brazo a su padre.)
-
¡Cálmate, papá!
EL
ALCALDE.
-
No quiero exponerme a violencias. Ya estás advertido. Recapacita lo
que te debes a ti mismo y a los tuyos. Adiós. (Vase.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Según se pasea de un lado a
otro.)
-
¡Y tener que tolerar todas esas insolencias! ¡En mi propia
casa! Catalina, ¿qué te parece?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Lo que a ti: es una verdadera vergüenza, un escándalo...
PETRA.
-
¡Me siento con arrestos para jugarle cualquier mala pasada!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
La culpa ha sido mía; debí haberme librado de todos ellos hace
mucho tiempo. ¡Atreverse a llamarme enemigo del pueblo! ¡A mí!
¡Por la salvación de mi alma, esto no queda así!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Tomás, tu hermano tiene el poder.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero yo tengo la razón.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Y de qué te sirve la razón si no tienes el poder?
PETRA.
-
Mamá, por ti misma, ¿cómo puedes hablar así?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Luego, en una sociedad libre, ¿es inútil tener la razón de parte
de uno? ¿Acaso no están a mi lado la prensa independiente y
liberal, la mayoría compacta? Ellas implican un poder.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Dios mío! Pero, Tomás, confío en que no pretenderás...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Ponerte en contra de tu hermano.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Que quieres que haga, si no, para defender la justicia y la
verdad?
PETRA.
-
¡Eso, mamá! ¿Qué quieres que haga?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No te serviría de nada. Cuando no se avienen, no se avienen.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ya verás, ya verás, Catalina; tú espera, y ya verás lo que
consigo.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Conseguirás que te dejen cesante; eso es lo que veré.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Si así sucede, al menos habré cumplido con mi deber para el
pueblo, para la sociedad. ¡Mira que llamarme enemigo del
pueblo!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Y tu familia, Tomás? ¿Y nosotros? ¿Y tu casa? ¿Es tu deber ir
contra los tuyos?
PETRA.
-
Oye, mamá: no debemos pensar sólo en nosotros mismos.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Sí; a ti no te cuesta mucho decirlo. En último trance, puedes
mantenerte tú misma. Pero ¿y los niños,
Tomás?
Piensa en los niños, en ti, en mí...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Has perdido el seso, Catalina? Si fuese tan miserable, tan cobarde
como para arrojarme a los pies de Pedro y sus malditos
amigos, ¿crees que volvería a gozar de un momento de felicidad
en mi vida?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No lo sé; pero, por Dios, dime: ¿qué felicidad esperas que
disfrutemos si continúas en esa posición de desafío? Te
quedarás otra vez sin recursos, sin ingresos fijos. Por mi
parte, creo que ya hemos pasado demasiadas escaseces. Piénsalo bien,
Tomás; piensa en las consecuencias.
DOCTOR
STOCKMANN. (Aprieta los puños y se los
retuerce, presa de desesperación.)
-
¡Y esos empleaduchos pueden aplastar así a un hombre libre, a
un hombre honrado! ¿No es una conducta miserable, Catalina?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Sí, por cierto; te han tratado miserablemente. ¡Santo Dios,
hay tantas injusticias en este mundo! Fuerza es ceder, Tomás.
Acuérdate de los niños. ¡Míralos! ¿Qué sería de ellos? No, no;
no serías capaz...
(EJLIF
y MORTEN han entrado con sus libros de colegio.)
DOCTOR
STOCKMANN.
¡Los
niños! (Recobrándose de repente.)
Ni aunque se hundiera el mundo, doblarán mi cabeza bajo el
yugo. (Se dirige a su despacho.)
SEÑORA
STOCKMANN. (Siguiéndole.)
-
Tomás, ¿qué vas a hacer?
DOCTOR
STOCKMANN. (A la puerta.)
-
Quiero conservar el derecho a mirar con la frente erguida a mis hijos
cuando lleguen a ser hombres. (Entra
en el despacho.)
SEÑORA
STOCKMANN. (Rompe a llorar.)
-
¡Dios mío, Dios mío, apiádate de nosotros!
PETRA.
-
¡Papá es un hombre! ¡No cederá!
(Los
niños, asombrados, preguntan qué pasa. PETRA les hace señas
para que se callen.)
FIN
DEL ACTO SEGUNDO
ACTO
TERCERO
Redacción
de La Voz del Pueblo.
En el foro, a la izquierda, la puerta de entrada. Al otro lado,
puerta de cristales, a través de cuya vidriera se ve la
imprenta. En el lateral derecho, otra puerta. En medio de la
estancia, mesa grande, llena de papeles, periódicos y libros. En el
lateral izquierdo, una ventana, y un pupitre alto. Un par de
butacas junto a la mesa grande. Sillas dispersas alrededor. La
redacción es sombría y desapacible; los muebles, viejos, y las
butacas, descoloridas y gastadas. Se trabaja en la imprenta y
funcionan las máquinas.
El
director HOVSTAD escribe, sentado a su pupitre. Acto seguido,
aparece BILLING por la derecha, con el manuscrito del doctor en la
mano.
BILLING.
-
El caso es que...
HOVSTAD.
(Conforme escribe.)
-
¿Lo ha leído usted?
BILLING.
(Deja el manuscrito sobre la mesa.)
-
De cabo a rabo.
HOVSTAD.
-
Se muestra mordaz el doctor, ¿eh?
BILLING.
-
¿Mordaz? Cruel, querrá usted decir. Los aplasta. Cada palabra
equivale a. un mazazo implacable.
HOVSTAD.
-
Sí; pero esa gente no cae a los primeros golpes.
BILLING.
-
Así es. Sin embargo., seguiremos dando golpe tras golpe, hasta
que se derrumbe para siempre el poder de esos burgueses
presuntuosos. Cuando leí la memoria, me pareció que sentía venir
la revolución popular.
HOVSTAD.
(Volviéndose.)
-
¡Chist! No digas esas cosas en presencia de Aslaksen, porque...
BILLING.
(Que apaga la voz.)
-
Aslaksen es un timorato, un cobarde. No tiene ni pizca de
virilidad. Pero supongo que esta vez llevará usted hasta el fin
su deseo, ¿no? Creo que se publicará el artículo del doctor.
HOVSTAD.
-
De no ser que ceda el alcalde.
BILLING.
-
¡Diablo! Eso sí que sería una lástima.
HOVSTAD.
-
Por fortuna, de todos modos, podemos aprovecharnos de la
situación. Si el alcalde no cede, se le echarán encima los
ciudadanos modestos, la Sociedad de Propietarios, etcétera. Y
si cede, se pondrá a mal con un considerable número de
grandes accionistas del balneario, quienes hasta ahora han
constituido su principal apoyo...
BILLING.
-
Sí, sí, claro. Seguramente, tendrán que desembolsar bastante
dinero.
HOVSTAD.
-
No le quepa la menor duda. Y entonces se disolverá la Sociedad,
¿comprende? El periódico evidenciará la ineptitud del
alcalde y de los suyos, y sacará la consecuencia de que deben
entregarse a los liberales todos los puestos importantes de la
entidad y del Ayuntamiento.
BILLING.
-
Esto es el principio de una revolución! ¡Salta a los ojos!
(Llaman a la puerta.)
HOVSTAD.
-
¡Chist! (En voz alta.)
¡Adelante! (El DOCTOR STOCKMANN entra
por la puerta del foro a la izquierda. HOVS-TAD va a su encuentro.)
¡Ah! aquí tenemos al doctor. ¿Qué hay?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Puede usted publicarlo, señor Hovstad.
HOVSTAD.
-
¿Ha sido ése el resultado definitivo?
BILLING.
-
¡Hurra !
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Repito que puede usted imprimirlo. Sí, ése ha sido el resultado
definitivo. Ellos lo han querido. ¡Esto es la guerra, señor
Billing!
BILLING.
-
¡Una guerra sin cuartel, señor doctor! ¡Pluma en ristre!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
La memoria no es más que un comienzo. Tengo la cabeza llena de
ideas para cuatro o cinco artículos. ¿Por dónde anda
Aslaksen?
BILLING.
(Llama hacia la imprenta.)
-
¡Aslaksen! Venga usted un momento.
HOVSTAD.
-
¿Cuatro o cinco artículos sobre el mismo asunto?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No; todo lo contrario, querido Hovstad: sobre cuestiones muy
distintas. Pero, en el fondo, todos relacionados con la toma de aguas
y la cloaca. Cada cosa trae otra consigo, ¿comprende usted?,
como los muros de una ruina caen unos tras otros al menor embate.
BILLING,
-
¡Eso es! Nunca se siente uno satisfecho hasta haber demolido
por completo la ruina.
ASLAKSEN.
(Desde la imprenta.)
-
¿Demoler? No pensará el doctor demoler el balneario, ¿verdad'?
HOVSTAD.
-
Pierda usted cuidado.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No; se trata de otra cosa. Veamos, ¿qué opina usted de mi artículo,
señor Hovstad?
HOVSTAD.
-
¡Una obra maestra!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿De veras? Me alegro.
HOVSTAD.
-
Es muy preciso. No hace falta ser un profesional para comprenderlo.
Me atrevo a afirmar que tendrá usted de su lado a todos los
intelectuales.
ASLAKSEN.
-
Y presumo que a todos los ciudadanos moderados y razonables.
BILLING.
-
Razonables e irrazonables, todos estarán con usted.
ASLAKSEN.
-
Entonces, ¿habrá que arriesgarse?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Claro que sí!
HOVSTAD.
-
Se publicará mañana por la mañana.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Sí, diantre! No podemos perder un solo día.... Oiga, señor
Aslaksen; quería pedirle que se ocupara personalmente del
manuscrito.
ASLAKSEN.
-
Cuente con ello. Lo haré.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Cuídemelo como oro en paño. ¡Que no haya ni una errata! Cada
palabra ofrece su valor. Volveré luego a corregirlo... ¡No sabe
usted las ganas que tengo de ver impreso ese artículo! ¡Lanzado de
una vez!
ASLAKSEN.
-
¡Lanzado! He aquí la palabra: lanzado, como una bomba.
DOCTOR
STOCKMANN. .
-
Y sometido a la sentencia de todos los ciudadanos cultos. ¡Si usted
supiera a lo que me he expuesto! Me han amenazado, no han
respetado mis derechos más íntimos...
BILLING.
-
¿Qué dice usted?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Han hecho todo lo posible por rebajarme, por convertirme en un
miserable. Hasta me han acusado de poner mi lucro personal
por encima de mis convicciones más sagradas.
BILLING.
-
¡Cielos! ¡Eso es una infamia!
HOVSTAD.
-
Esa gente se denota capaz de todo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero conmigo no podrán. Ya lo comprenderán de sobra en cuanto lean
mi artículo. De ahora en lo sucesivo me instalaré aquí, en La
Voz del Pueblo, y desde esta trinchera
les dispararé mis descargas fulminantes...
ASLAKSEN.
-
Pero oiga usted...
BILLING.
-
¡Hurra! ¡Habrá guerra, habrá guerra!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Los derribaré a todos. Los aplastaré, arrasaré sus fortalezas ante
los ojos de la gente honrada...
ASLAKSEN.
-
Pero con moderación, señor doctor, con moderación...
BILLING.
-
¡No, no! ¡No escatime usted la pólvora!
DOCTOR
STOCKMANN. (Continúa sin poder
contenerse.)
-
Ya no sólo está en juego el asunto de las aguas, ¿comprende usted?
Es menester purificar la sociedad entera.
BILLING.
-
¡Ha pronunciado la palabra liberadora!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Hay que eliminar a todos los viejos de ideas anticuadas, sin
excepción de ninguna clase. El futuro presenta una perspectiva sin
límites. No sabría definirlo bien; pero lo veo, lo veo... Se
impone buscar hombres jóvenes y sanos que enarbolen nuestras
banderas; se requieren nuevos jefes en todos los puestos avanzados.
BILLING.
-
¡Muy bien! Escuche...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Si no nos separamos, irá todo como una seda! Pondremos en marcha
la revolución igual que se bota una barca
al
mar. ¿De acuerdo?
HOVSTAD.
-
Entiendo que conseguiremos traer el mando de la ciudad a buenas
manos.
ASLAKSEN.
-
Y si obramos con moderación no correremos el menor peligro.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Con o sin peligro, ¡qué más da! Hablo en nombre de la razón,
en nombre de la conciencia.
HOVSTAD.
-
Merece usted que se le apoye.
ASLAKSEN.
-
Está fuera de toda duda que el doctor es el mejor amigo de la
ciudad, de la sociedad.
BILLING.
-
El doctor Stockmann es un verdadero amigo del pueblo, Aslaksen.
ASLAKSEN.
-
Espero que la Sociedad de Propietarios le dará pronto ese
título.
DOCTOR
STOCKMANN. (Sinceramente emocionado, les
estrecha la mano.)
-
¡Gracias, gracias! Son ustedes unos buenos amigos. Me siento feliz,
en realidad, escuchándoles. Mi hermano ha tenido la osadía de
llamarme de otra manera. Pero lo pagará. ¡Ea! me voy. He de visitar
a un enfermo pobre. Volveré, como ya he dicho. Ponga usted mucho
tiento con mi artículo, Aslaksen, y no quite ni una tilde por
nada del mundo. Hasta luego. Adiós.
(Le
acompañan a la puerta.)
HOVSTAD.
-
Este hombre puede convenirnos mucho.
ASLAKSEN.
-
Mientras ataque al establecimiento con moderación, sí. Pero hay que
andarse con tino para no seguirle si pretende ir más
lejos.
HOVSTAD.
-
¡Hombre! Según y cómo...
BILLING.
-
Lo que usted tiene es miedo, Aslaksen.
ASLAKSEN.
-
¿Miedo? Sí, lo reconozco. Tratándose de autoridades locales,
sí. La experiencia me ha enseñado muchas cosas. Si estuviera
metido en la gran política, en contra del mismo gobierno, ya verían
ustedes cómo no retrocedería.
BILLING.
-
No lo creo. Usted se contradice a sí mismo.
ASLAKSEN.
-
Yo, ante todo, soy moderado. Atacando al gobierno, no se
perjudica a nadie. Sigue y se ríe de todos los ataques. Pero,
en cambio, las autoridades locales pueden ser destituídas, y los
agitadores, encargados de sustituirlas. Y eso tal vez se tradujera en
un daño irreparable para los propietarios y para los que no lo
son.
HOVSTAD.
-
La mejor educación de cada ciudadano es que aprendan a conducir
la nave del Estado.
ASLAKSEN.
-
Cuando se posee algún bien, señor Hovstad, importa guardarlo y no
mezclarse en las cuestiones públicas.
HOVSTAD.
-
Pues me place. Yo no tengo nada que guardar.
BILLING.
-
¡Eso!
ASLAKSEN.
(Sonriente.)
-
El actual jefe del Municipio ha sido su antecesor; me acuerdo muy
bien de haberle oído idénticos alardes, sentado en esa butaca
de cuero.
BILLING.
(Desdeñoso.)
-
No me hable usted de ese miserable.
HOVSTAD.
-
Jamás seré veleta que gire al soplo de cualquier viento.
ASLAKSEN.
-
Eso no puede asegurarlo un político, Hovstad. Y usted, Billing,
haga todo lo posible por contenerse; nadie ignora que desea
ser secretario del Ayuntamiento.
HOVSTAD.
-
¿Es posible?
BILLING.
-
Sí, es cierto; pero ya comprenderán que lo hago para burlarme de
esos burgueses intransigentes.
ASLAKSEN.
-
¡Da lo mismo! Yo, a pesar de haber sido motejado de cobardía y de
inconsecuencia en mi actitud, puedo decir bien alto: “El
pasado político del impresor Aslaksen está de par en par
abierto a los ojos de todo el mundo.” Mis ideas no cambian; sólo
que me he vuelto moderado. Estoy de corazón con el pueblo; pero no
puedo negar el derecho a estar de parte de nuestras
autoridades. (Vuelve a la
imprenta.)
BILLING.
-
¿Por qué no nos deshacemos de ese hombre, Hovstad?
HOVSTAD.
-
¿Sabe usted de otro dispuesto a adelantarnos el papel y los
gastos de imprenta?
BILLING.
-
Es una lamentable incomodidad que no dispongamos del capital
necesario.
HOVSTAD.
(Se sienta al escritorio.)
-
¡Ah! Por supuesto, si lo encontráramos...
BILLING.
-
¿ Y por qué no se dirige usted al doctor Stockmann?
HOVSTAD.
(Hojeando, los papeles.)
-
Tampoco dispone de nada.
BILLING.
-
Pero hay a espaldas suyas un hombre útil: el viejo Morten Kul,
el Hurón, como suelen. llamarle.
HOVSTAD.
-
¿Está usted seguro de que tiene dinero?
BILLING.
-
Que me cuelguen si no lo tiene. Una gran parte de su fortuna
corresponderá a la familia de Stockmann. Por lo menos, habrá
de pensar en la dote de su hija.
HOVSTAD.
(Da media vuelta.)
-
¿Y usted cuenta con ese dinero?
BILLING.
-
¿Contar? Yo no cuento con nada.
HOVSTAD.
-
Y hace bien. Además, le advierto que tampoco debe contar con el
puesto de secretario del Ayuntamiento, créame.
BILLING.
-
Lo sé, lo sé, y casi me alegro. Esa injusticia es la que me mueve a
luchar. Ha llenado mi alma de amargura y de irritación. Aquí, donde
hay tan pocas cosas que le animen a uno, es indispensable ese
estimulante.
HOVSTAD.
(Torna a escribir.)
-
En efecto.
BILLING.
-
Entre tanto, prepararé un aviso a la Sociedad de Propietarios. (Vase
por la puerta de la derecha.)
HOVSTAD.
-
Cómo se le ve venir!
(Llaman
a la puerta.)
PETRA.
(Aparece por la izquierda del foro.)
-
Perdón, señor Hovstad.
HOVSTAD.
(Brindándole una silla.)
-
Siéntese.
PETRA.
-
Gracias. En seguida me voy.
HOVSTAD.
-
¿Trae usted algún recado de su padre?
PETRA.
-
No, no; vengo por mi cuenta. (Saca del
bolsillo de su abrigo un manuscrito.)
Aquí tiene la novelita inglesa. Se la devuelvo.
HOVSTAD.
-
¿Por qué?
PETRA.
-
Ya no me agrada traducirla.
HOVSTAD.
-
Pero si me había prometido usted...
PETRA.
-
En verdad, no la he leído, y usted tampoco, estoy segura.
HOVSTAD.
-
No, por de contado; harto le consta a usted que no sé inglés.
PETRA.
-
Pues bien: a ver si me encuentra usted otra; sinceramente, me parece
que ésta no le va a La Voz del Pueblo.
HOVSTAD.
-
¿Por qué dice usted eso?
PETRA.,
-
Contraría las ideas de ustedes.
HOVSTAD.
-
¿Y qué más da?
PETRA.
-
No quiere usted percatarse. Esa novela intenta demostrar que hay
un poder sobrenatural que favorece a los que llama buenos y los
recompensa, y que indefectiblemente castiga a los que llama malos.
HOVSTAD.
-
Pero ¡si ésa es una tesis encantadora! Por añadidura, está
muy dentro de los gustos del pueblo.
PETRA.
-
Entonces, ¿no tiene ningún reparo en ofrendar esa obra a sus
lectores? Adivino, con todo, que usted no lo cree así y sabe muy
bien que en la vida real no ocurren las cosas de ese modo.
HOVSTAD.
-
Exacto. Pero un director de periódico no puede hacer siempre lo
que se le antoje. Cuando se trata de cuestiones tan poco
trascendentales, hay que inclinarse ante la opinión del
público. Por el contrario, la política --y ésa sí que es la
cuestión más trascendental del mundo, al menos para un
periódico-- debe llevarse con habilidad, halagando al público para
conseguir que acepte las ideas liberales y progresistas. En cuanto
los lectores se encuentren en el diario con una historia moral como
ésa, se tranquilizarán y acabarán aceptando las ideas
políticas que publicamos junto a ella.
PETRA.
-
¿Es usted capaz de emplear tamaños trucos para captarse a sus
lectores? En tal caso, semejaría una araña que está al acecho
de su presa y la atrae con ardides.
HOVSTAD.
(Sonriendo.)
-
¡Vaya! Le agradezco el concepto que tiene usted de mí, aunque, en
suma, esa teoría no es la mía, sino de Billing.
PETRA.
-
¿ De Billing?
HOVSTAD,
-
Hace un rato me decía algo análogo: él quiere que se publique esa
novelita, la cual, en resumidas cuentas, no conozco.
PETRA.
-
¿Acaso no es Billing liberal?
HOVSTAD.
-
¡Oh! Billing es oportunista. Está deseando que le den un cargo en
la secretaría del Ayuntamiento.
PETRA.
-
Eso, no parece posible, señor Hovstad. ¿Cómo sería capaz de ceder
a las exigencias del cargo?
HOVSTAD.
-
Pregúnteselo a él.
PETRA.
-
Con franqueza, nunca lo habría creído.
HOVSTAD.
(Observándola fijamente.)
-
¿En serio, no lo esperaba usted?
PETRA.
-
No, sé... sí... quizá; pero a duras penas, en fin.
HOVSTAD.
-
Señorita, créame; los periodistas no valemos nada.
PETRA.
-
¿Cómo puede usted pensar eso?
HOVSTAD.
-
No lo pienso sino algunas veces.
PETRA.
-
En las cuestiones sin importancia concedo que pueda cambiarse de
opinión fácilmente; pero en un asunto tan grave como el que
tienen ustedes entre manos...
HOVSTAD,
-
¿ Habla del de su padre?
PETRA.
-
Sí. ¿Es que no se eleva usted sobre el nivel de los demás respecto
a ese conflicto ?
HOVSTAD,
-
Por supuesto; hoy, sí.
PETRA.
-
La misión que ha elegido usted es grandiosa: la de abrir la puerta a
la verdad y al progreso, defendiendo sin temor al genio incomprendido
y humillado.
HOVSTAD.
-
Máxime, cuando ese genio es un... un... ¿cómo diría yo?
PETRA.
-
Cuando ese hombre es honrado y leal, ¿no quiere usted decir eso?
HOVSTAD.
(Bajando la voz.)
-
Más bien quiero decir... cuando ese hombre... es su padre...
PETRA.
(Asombrada.)
-
¡Cómo!
HOVSTAD,
-
Sí. Petra... señorita Petra... cuando...
PETRA.
-
¿Conque no lo hace usted por defender la verdad, por admiración
a la honradez de mi padre, por la causa en pro de la cual lucha?
HOVSTAD.
-
Sí, sin duda; eso influye asimismo...
PETRA.
-
¡Basta, Hovstad! Ha hablado de más. He perdido toda la fe que en
usted tenía.
HOVSTAD.
-
Pero ¡si lo hice... por usted! ¿Se ha enfadado conmigo?
PETRA.
-
¿Por qué no ha sido sincero con mi padre? Le ha inducido a creer
que sólo le impelía su amor a la verdad y al provecho público. Y
eso es mentira. Nunca se lo podré perdonar.
HOVSTAD.
-
¡Por Dios, señorita! No me dirija usted esas palabras tan duras.
Sobre todo ahora que…
PETRA.
-
¿Por qué ahora?
HOVSTAD.
-
Porque ahora me necesita su padre.
PETRA.
(Retándole can la mirada.)
-
¿Será capaz de eso, además? ¡Se porta usted como un bellaco!
HOVSTAD.
-
Le suplico que olvide lo que acabo de decirle, Petra.
PETRA.
-
No me diga nada. Sé muy bien lo que tengo que hacer. Adiós.
(Reaparece
ASLAKSEN con aire misterioso.)
ASLAKSEN.
-
Señor Hovstad, al fin y al cabo, no sale esto tan a pedir de boca...
PETRA.
-
Aquí tiene su novelita. Encargue la traducción a otra persona, si
quiere. (Se aproxima a la puerta.)
HOVSTAD.
(Tras ella.)
-
Señorita...
PETRA.
-
Adiós. (Vase.)
ASLAKSEN.
-
Señor Hovstad, ¿me permite un momento?
HOVSTAD.
-
Diga.
ASLAKSEN.
-
El señor alcalde está ahí, en la imprenta.
HOVSTAD.
-
¿El alcalde?
ASLAKSEN.
-
Sí; dice que desea hablar con usted reservadamente. Ha entrado por
la puerta trasera, ¿sabe? Para que no le viesen.
HOVSTAD,
-
¿Qué querrá? Bien; que pase. O mejor, aguarde; iré yo mismo...
(Se encamina a la imprenta, abre la
puerta, saluda y hace pasar al ALCALDE.)
Aslaksen, usted se encargará de que no nos estorbe nadie,
¿comprende?
ASLAKSEN.
-
Comprendido. (Se reintegra a la
imprenta.)
EL
ALCALDE.
-
¿No esperaba usted verme aquí, señor Hovstad?
HOVSTAD.
-
No, por cierto.
EL
ALCALDE. (Mira recelosamente en torno
suyo.)
-
Está usted bien instalado. Un despacho muy discreto...
HOVSTAD.
-¿Discreto?
¡Bah!
EL
ALCALDE.
-
Usted me disculpará que no le haya prevenido de mi visita; acaso le
haga perder el tiempo.
HOVSTAD.
-
Estoy a su completa disposición, señor alcalde. Con su
permiso. (Le toma la gorra y el bastón,
y los coloca sobre una silla.)
Siéntese, por favor.
EL
ALCALDE.
-
Gracias. (Se sienta ante la mesa.
HOVSTAD lo hace a su vez.) Acabo de
llevarme un gran disgusto, señor Hovstad.
HOVSTAD.
-
Me lo figuro. ¡Tiene usted tantas cosas de qué preocuparse, señor
alcalde!...
EL
ALCALDE.
-
En particular, quien me causa más preocupaciones es el médico del
balneario.
HOVSTAD.
-
¿El señor doctor?
EL
ALCALDE.
-
Sí; ha enviado a la dirección una memoria donde pretende que el
balneario está mal construido.
HOVSTAD.
-
¡Ah! ¿Dice eso el doctor?
EL
ALCALDE.
-
¿No lo sabía usted? Pues recuerdo que él me contó...
HOVSTAD.
-
Sí, tiene usted razón; pero sólo me insinuó unas palabras.
ASLAKSEN.
(A voces, desde la imprenta.)
-
¿Está por ahí ese manuscrito?
HOVSTAD.
(Sin poder disimular, su contrariedad.)
-
Sí, aquí está, en el escritorio.
ASLAKSEN.
(Viene, a recogerlo.)
-
¡Ah! ya lo veo.
EL
ALCALDE.
-
¿Es la memoria?
ASLAKSEN.
-
Es un artículo del doctor, señor alcalde.
HOVSTAD.
-
¿Se refería usted a ese artículo?
EL
ALCALDE.
-
Sí. ¿Qué opina usted de él?
HOVSTAD.
-
No sé bien de qué trata. Como que no he hecho más que hojearlo.
EL
ALCALDE.
-
Y a pesar de eso, ¿lo publica?
HOVSTAD.
-
No puedo negarle nada al doctor, y mucho menos acerca de un artículo
firmado.
ASLAKSEN.
-
Le advierto, señor alcalde, que yo no tengo nada que ver con los
asuntos de la redacción; ya lo sabe usted.
EL
ALCALDE.
-
Lo sé.
ASLAKSEN.
-
No hago más que imprimir lo que me dan.
EL
ALCALDE.
-
Claro; es su obligación.
ASLAKSEN.
-
¡Ni más ni menos!... (Va hacia la
imprenta.)
EL
ALCALDE.
-
Un momento, señor Aslaksen; con su permiso, señor Hovstad...
HOVSTAD.
-
¡No faltaba más, señor alcalde! Está usted en su casa.
EL
ALCALDE.
-
Usted, que es un hombre serio y razonable, señor Aslaksen...
ASLAKSEN.
-
Le agradezco mucho esa apreciación.
EL
ALCALDE.
-
Usted, que tiene tanta influencia...
ASLAKSEN.
-
Entre la clase media nada más.
EL
ALCALDE.
-
La clase media es la más numerosa aquí y en todas partes.
ASLAKSEN.
-
Evidentemente.
EL
ALCALDE.
-
¿Podría exponerme la opinión de la clase media? Usted debe de
conocerla.
ASLAKSEN.
-
Creo que sí, señor alcalde.
EL
ALCALDE.
-
Bueno; puesto que los ciudadanos menos ricos acceden a sacrificarse,
yo...
ASLAKSEN.
-
¡Cómo! ¿A qué se refiere?
HOVSTAD.
-
¿ Se sacrifican?
EL
ALCALDE.
-
Es una loable prueba de solidaridad que no esperaba. Por lo demás,
usted conoce mejor que yo la manera de pensar de esa gente.
ASLAKSEN.
-
Pero, señor alcalde...
EL
ALCALDE.
-
¡Ah ! La ciudad necesitará hacer grandes sacrificios...
HOVSTAD.
-
¿Qué la ciudad...?
ASLAKSEN.
-
No comprendo. El. balneario, querrá usted decir...
EL
ALCALDE.
-
Según un cálculo provisional, parece ser que el costo de las
reformas preconizadas por el doctor del balneario ascenderá a
doscientas mil coronas.
ASLAKSEN.
-
Es demasiado.
EL
ALCALDE.
-
No va a haber más remedio que hacer un empréstito comunal.
HOVSTAD.
(Poniéndose de pie.)
-
Realmente, no estimo que deba ser la ciudad...
ASLAKSEN.
-
¿Qué? ¿Obligar a pagar al pueblo? ¿Con el dinero de.los
comerciantes modestos?
EL
ALCALDE.
-
¿Qué otra cosa podemos hacer, señor Aslaksen? ¿De dónde
vamos a sacar el dinero, si no?
ASLAKSEN.
-
Yo, por mí, juzgo que eso es cuestión del consejo del balneario.
EL
ALCALDE.
-
Los accionistas no pueden con nuevos quebrantos. Si se resuelve
llevar a cabo el plan de reformas tan considerable que ha
propuesto el doctor, habrá de pagarlo la ciudad.
ASLAKSEN.
-
¡Eh! ¡Poco a poco, señor Hovstad! Creo que el asunto toma un giro
muy diferente.
HOVSTAD.
-
Sí, muy diferente.
EL
ALCALDE.
-
Lo peor de todo es que no habrá más remedio que clausurar el
balneario durante dos años, por lo menos.
HOVSTAD.
-
¿Cerrarlo, quiere usted decir?
ASLAKSEN.
-
¿Durante dos años?
EL
ALCALDE.
-
Sí; ése es el tiempo que durará la reparación.
ASLAKSEN.
-
Pero, señor alcalde, ¡esto ya pasa de la raya! ¿De qué viviremos,
entonces, nosotros los propietarios, en todo ese tiempo?
EL
ALCALDE
-
¡Oh! Eso no puedo decirlo, señor Aslaksen. ¡Qué le vamos a hacer!
¿Cree usted que tendremos un solo bañista si se hace circular la
especie de que el agua es nociva, de que la ciudad está
infectada?...
ASLAKSEN.
-
¿No habrá sido todo eso una fantasía del doctor?...
EL
ALCALDE.
-
Así lo creo yo.
ASLAKSEN.
-
En ese caso, el doctor ha cometido una falta imperdonable.
EL
ALCALDE.
-
Por desgracia, tiene usted razón, señor Aslaksen. Mi hermana
ha sido siempre muy irreflexivo.
ASLAKSEN.
-
¡Y usted se proponía defenderle, señor Hovstad !
HOVSTAD.
-
¡Quién iba a suponer...!
EL
ALCALDE.
-
He preparado una explicación en que aclaro el asunto, mirándolo
desde un punto de vista imparcial, que es como debe enfocarse. Digo
también que, en proporción con los recursos del establecimiento,
se pueden corregir de una manera más paulatina los defectos
señalados.
HOVSTAD.
-
¿Trae usted esa exposición, señor alcalde?
EL
ALCALDE. (Buscando en su bolsillo.)
-
S,í la he traído, por casualidad...
ASLAKSEN.
(Con precipitación, asustado.)
-
¡Que viene el doctor!
EL
ALCALDE,
-
¡Mi hermano! ¿Dónde está?
ASLAKSEN.
-
En la imprenta.
EL
ALCALDE.
-
Verdaderamente, habría sido preferible no encontrarme con él.
Aún tenía que hablar a usted de muchas cosas...
HOVSTAD.
(Indicando la puerta de la derecha.)
-
Puede usted pasar ahí y esperar un poco.
EL
ALCALDE.
-
Pero...
HOVSTAD.
-
No hay nadie más que Billing.
ASLAKSEN.
-
¡De prisa, señor alcalde! ¡Ya está aquí!
EL
ALCALDE.
-
Bien bien. A ver si consiguen que se marche pronto, ¿eh? (Desaparece
por la derecha.)
(ASLAKSEN
cierra la puerta aceleradamente tras él.)
HOVSTAD.
-
Aslaksen, haga usted como si trabajara; hay que disimular. (Se
pone a escribir.)
(ASLAKSEN
hojea los papeles.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Que entra en la imprenta.)
-
Ya estoy de vuelta. (Deja el sombrero
y el bastón.)
HOVSTAD.
(Según escribe.)
-
¡Ah! ¿es usted, doctor? (A ASLAKSEN.)
Dese prisa, termine pronto su trabajo; no hay tiempo que perder.
DOCTOR
STOCKMANN. (A ASLAKSEN.)
-
Me han dicho que todavía no estaban las pruebas.
ASLAKSEN.
(Sin cesar de afanarse.)
-
Sí, sí, señor doctor; efectivamente, aún no...
DOCTOR
STOCKMANN
-
Es igual... Pero hágase cargo de mi impaciencia. No tendré
tranquilidad hasta que haya visto el artículo impreso.
HOVSTAD.
-
Sospecho que no va a ser posible imprimirlo tan pronto. ¿Verdad,
señor Aslaksen?
ASLAKSEN.
-
Yo temo que no.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Bueno, amigos míos. Volveré otra vez, dos, tres veces si es
necesario. Cuando media el interés público, no puede uno permitirse
el lujo de descansar. Además voy a decirles otra cosa.
HOVSTAD.
-
Usted sabrá disculparme, señor doctor; pero ¿no le parece
preferible que nos veamos después?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No son más que dos palabras. En cuanto salga mi artículo en el
periódico, todo el mundo conocerá que he estado laborando
durante el invierno por el bien común...
HOVSTAD.
-
Señor doctor...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No he hecho más que cumplir con mi deber de ciudadano, y usted, como
yo, lo encuentra natural. Pero mis buenos paisanos, que tanto me
quieren...
ASLAKSEN.
-
Crea, señor doctor, que hasta ahora todos le han tenido en gran
aprecio.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Me alarma que, cuando las jóvenes lo lean, deduzcan que intento
poner en sus manos la dirección de la sociedad... Y hasta son
capaces de organizar una manifestación. Desde este mismo momento les
digo que me opongo rotundamente. Nada de manifestaciones, ni
banquetes, ni estandartes, ni suscripciones. Prométanme ustedes que
harán todo lo posible por impedirlo. Usted lo mismo señor Aslaksen.
¿Me dan su palabra de que lo harán así?
HOVSTAD.
-
Un momento, señor doctor. Será mejor que sepa usted la verdad
cuanto antes.
(Por
la puerta de la izquierda del foro aparece CATALINA, puesto el
abrigo y tocada con un sombrero.)
SEÑORA
STOCKMANN. (Notando la presencia
del doctor.)
-
Estaba segura de que te encontraría aquí.
HOVSTAD.
(Levantándose.)
-
¡Ah! ¿es usted, señora?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿A qué has venido Catalina?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Ya puedes figurártelo.
HOVSTAD.
-
¿Quiere usted sentarse?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Gracias. Les ruego que me excusen por venir aquí en busca de mi
marido. Pero soy madre de tres hijos, y...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ya lo sabemos.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
A pesar de todo, has sido capaz de olvidarte de ellos y de mí. Vas a
labrar nuestra desdicha.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué locura es esa Catalina? Pero ¿quizá, por tener mujer e
hijos, ya no tengo derecho a decir la verdad, derecho a ser útil
a la ciudad donde nací y vivo?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
En otro momento, Tomás...
ASLAKSEN.
-
Sí, con moderación y templanza...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Señor Hovstad, nos está haciendo usted un grave perjuicio con
eso de atraer a mi marido a las luchas políticas, alejándole de la
familia.
HOVSTAD.
-
Señora, yo no atraigo a nadie, créame.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Tú crees que yo me dejo arrastrar, Catalina?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Eres el más inteligente de la ciudad, aunque a la par el más fácil
de engañar. (A HOVSTAD.)
¿Ignora usted que perderá su plaza de doctor del balneario si
se publica el artículo?
ASLAKSEN.
-
¡Cómo! ¿Es posible? Piénselo bien, señor doctor, entonces...
DOCTOR
STOCKMANN. (Riéndose.)
-
¡Bah! No se atreverán. Tengo de mi parte mayoría compacta.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Es una desventura deplorable.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Catalina, por lo que más quieras, haz el favor de regresar a casa
y de pensar en tus cosas en vez de mezclarte en este asunto!
¿Cómo puedes estar tan triste, cuando yo estoy tan alegre? (Se
frota las manos y pasea de un extremo a otro de la estancia.)
La verdad saldrá adelante, y créeme, el pueblo vencerá.
¡Me imagino ver a todos los liberales reunidos en batallones
prietos y victoriosos! (Se detiene
ante una silla.) ¿Qué es esto?
ASLAKSEN.
(Mirando.)
-
¡Oh! es que...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Los emblemas de la autoridad aquí! (Coge y muestra la gorra y el
bastón del ALCALDE.)
HOVSTAD.
-
Puesto que no tiene remedio...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ya lo comprendo todo. Ha venido a sobornarlos, pero inútilmente, ¿no
es eso? y al verme llegar... (Rompe a
reír.) se ha largado. ¿A que sí,
señor Aslaksen?
ASLAKSEN.
(Con azoramiento.)
-
Sí, se ha largado, señor doctor.
DOCTOR
STOCKMANN. (Deja el bastón.)
-
No. No lo creo posible. Pedro no es capaz de huir. ¿Dónde le han
escondido ustedes? ¡Ahí! Un momento; voy a buscarle. (El
doctor se pone la gorra, empuña el bastón, dirigiéndose a la
puerta por la cual ha desaparecido el ALCALDE, y la abre.)
(Este
último muy irritado entra, seguido de BILLING.)
EL
ALCALDE.
-
¿Qué broma es ésta?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Más respeto, Pedro! Ahora el alcalde soy yo. (Se
pavonea, enarbolando ostensiblemente el bastón.)
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Acaba de una vez, Tomás.
EL
ALCALDE.
-
¡Devuélveme mi gorra y mi bastón!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Si tú eres el jefe de policía, yo soy el jefe de la ciudad. ¿Me
oyes? Has venido a luchar contra mí a escondidas. Pues no
conseguirás nada. Mañana haremos la revolución, ya lo sabes.
Querías despedirme, y te destituyo de todos tus cargos. ¿Es que
creías que yo no era capaz de tomar una determinación? Tengo
de mi parte a todas las invencibles fuerzas populares. Hovstad y
Billing van a clamar desde La Voz del
Pueblo, y el impresor Aslaksen se
pondrá al frente de la Sociedad de Propietarios, que a su. vez
me apoya.
ASLAKSEN.
(Trémulo.)
-
Señor doctor, yo...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Usted lo hará, y ustedes también, queridos amigos! (A
HOVSTAD y a BILLING.)
EL
ALCALDE.
-
¿Que el señor Hovstad es capaz de sumarse a esos agitadores?
HOVSTAD.
-
No, señor alcalde, no lo crea usted.
ASLAKSEN.
-
El señor Hovstad es incapaz de arruinarse ni de arruinar el
diario por una niñería.
DOCTOR
STOCKMANN. (Asombrado.)
-
¿Qué están ustedes diciendo?
HOVSTAD.
-
Usted me había presentado la cuestión bajo un aspecto falso.
Me es imposible en absoluto defenderle.
BILLING.
-
Sobre todo después de las explicaciones que el alcalde ha
tenido la amabilidad de darme en la pieza contigua. No podemos
apoyarle.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Bajo un aspecto falso? ¡Oh! ¡Nada de eso! Publique usted mi
artículo. Ya sabré yo enseñar cómo se defiende una idea cuando se
está convencido de que es cierta.
ASLAKSEN.
-
Imposible. No puedo imprimirlo. Ni puedo ni me atrevo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ah! ¿no se atreve? Es usted el director del periódico, el
que manda, ¿no?
ASLAKSEN.
-
No; los que mandan son los suscriptores, señor doctor.
EL
ALCALDE.
-
¡A Dios gracias!
ASLAKSEN.
-
La opinión pública, el público culto, los propietarios, son
los que dirigen los periódicos.
DOCTOR
STOCKMANN. (Conmovido.)
-
¿Y todas esas fuerzas están contra mí?
ASLAKSEN.
-
Por supuesto. Si su artículo se publicara, sería la ruina de
la clase media.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No puedo creerlo.
EL
ALCALDE.
-
¡Mi gorra y mi bastón, por favor! (El
DOCTOR STOCKMANN deja ambas cosas sobre la silla, y PEDRO
STOCKMANN las recoge.) No ha durado
mucho tu autoridad.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Todavía no hemos terminado, Pedro. (A
HOVSTAD.) ¿De modo que no va a
publicarse mi artículo en La Voz del
Pueblo?
HOVSTAD.
-
De ninguna manera. Basta que pueda ser pernicioso para su
familia...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Le agradecería que se olvidara en este momento de la existencia de
esa familia, caballero.
EL
ALCALDE. (Entregando un papel a
HOVSTAD.)
-
Para compensar al público, conviene que se. inserte esta nota
oficial. Es una aclaración auténtica. ¿Querría usted
encargarse de ella?
HOVSTAD.
(Tomándola.)
-
La haré imprimir. Gracias, señor alcalde.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Y mi artículo, no? Piensan que lograrán hacerme callar, que
ahogarán la verdad. Pero va a ser más difícil de lo que se
figuran. Señor Aslaksen, aquí tiene usted el manuscrito; imprímalo
bajo mi responsabilidad. Tire cuatrocientos... o mejor, quinientos
ejemplares.
ASLAKSEN.
-
Por nada del mundo me prestaría a imprimirlo, señor doctor. No
puedo ir contra la opinión pública. No encontrará usted en la
ciudad un solo impresor dispuesto a hacérselo.
DOCTOR
STOCKMANN. (A HOVSTAD.)
-
Devuélvame el manuscrito.
HOVSTAD.
(Se lo devuelve.)
-
Aquí lo tiene.
DOCTOR
STOCKMANN. (Tomando el sombrero.)
-
Es indispensable que se conozcan mis opiniones. Convocaré una
reunión popular. Mis conciudadanos deben oír la voz de la
verdad.
EL
ALCALDE.
-
Ninguna sociedad te cederá local; estoy seguro.
ASLAKSEN.
-
De fijo.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Es una vergüenza! ¿Por qué se han vuelto todos contra ti, Tomás?
DOCTOR
STOCKMANN. (Con. ira.)
-
¡Porque aquí no hay hombres! ¡Aquí sólo hay gentes que, corno
tú, Catalina, no piensan sino en su familia y son incapaces de
preocuparse del bien común!
SEÑORA
STOCKMANN. (Dándole el brazo.)
-
Pues yo les demostraré que una... pobre mujer vale a veces tanto o
más que un hombre. Estoy de tu parte, Tomás.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Bravo, Catalina! Mi dictamen tiene que hacerse público. Si no
hay otro recurso, recorreré la ciudad como un pregonero Y lo leeré
en todas las esquinas.
EL
ALCALDE.
-
Espero que no seas tan loco.
ASLAKSEN.
-
No conseguirá usted que le siga un solo hombre.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No importa, Tomás. Haré que tus hijos te acompañen.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Muy bien pensado!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Estoy convencida de que tanto Morten como Ejlif te seguirán con
alegría.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Igualmente vendréis tú y Petra.
SEÑORA
STOCKMANN.
Yo
no, Tomás. Saldré al balcón para veros pasar.
DOCTOR
STOCKMANN. (Abrazándola y besándola.)
-
¡Gracias, Catalina! Señores, ha empezado la batalla. Ya
veremos si la cobardia es capaz de ahogar la voz de un ciudadano que
lucha por el bien común.
(El
doctor y su mujer vanse por el foro.)
EL
ALCALDE. (En tanto que mueve la cabeza
con preocupación.)
-
¡Ha acabado por volverla loca a ella misma!
FIN
DEL ACTO TERCERO
ACTO
CUARTO
Amplia
sala, de estilo antiguo, en casa del capitán Horster. Al foro,
puerta de dos hojas, abierta, que comunica con la antesala. En el
lateral izquierdo, tres ventanas. En el derecho, un estrado con una
mesita, sobre la cual hay dos candeleros con bujías, un jarro de
agua, un vaso y un reloj. La sala está alumbrada por dos candelabros
entre ventana y ventana. A la izquierda, en primer término, otra
mesa, y sobre ella, una vela; al lado, una silla. En primer término
derecha, otra puerta, e inmediatas, dos sillas mas.
Gran
reunión de ciudadanos de todas las categorías sociales.
Algunas mujeres y algunos
escolares.
De continuo entra concurrencia por la puerta del foro, llenando
completamente el local.
CIUDADANO
1.° (A otro con quien ha tropezado al
entrar.)
-
¿También tú has venido esta noche, Lamstad?
LAMSTAD.
-
Sí. No falto a ninguna reunión pública.
CIUDADANO
2.°
-
Supongo que habrá traído usted el pito, ¿no? .
CIUDADANO
3.°
-
¡Hombre, no faltaba más! ¿Y usted?
CIUDADANO
2.º
-
¡Pues qué se ha creído! El capitán Evensen dijo que traería una
bocina como una casa.
CIUDADANO
1."
-
¡Qué bromista es ese Evensen! (Todos
ríen.)
CIUDADANO
4.° (Aproximándose.)
-
Oiga, ¿puede usted decirme qué es lo que pasa aquí esta noche?
LAMSTAD.
-
Nada, que el doctor Stockmann pronuncia una conferencia contra
el alcalde.
CIUDADANO
4.°
-
¿Contra su hermano?
CIUDADANO
1.°
-
Es igual. Al doctor Stockmann no le da miedo nada.
CIUDADANO
5.º
-
Pero esta vez no tiene razón. Así dice La
Voz del Pueblo.
CIUDADANO
6.°
-
Sin duda, por eso no han querido cederle local en la Sociedad de
Propietarios ni en la de Ciudadanos.
CIUDADANO
1.°
-
Hasta le han negado el salón del balneario.
CIUDADANO
2°
-
Naturalmente...
HOMBRE
1.º (En otro grupo.)
-
¿Con quién debe uno estar de acuerdo en este asunto?
HOMBRE
2.° (Del mismo grupo.)
-
No tiene usted más que observar a Aslaksen y hacer lo que él haga.
BILLING.
(Con una cartera bajo el brazo, se abre
paso entre la multitud.)
-
¡Perdón, señores! Con permiso. Vengo a tomar notas para La
Voz del Pueblo... Muchas gracias.
(Se sienta junto a la mesa de la
izquierda.)
OBRERO
l.°
-
¿Quién es?
OBRERO
2.0
-
Pero ¿no le conoces? Ese Billing que está colocado en el periódico
de Aslaksen.
(El
capitán HORSTER entra por la primera puerta del lateral derecho,
acompañando a la SEÑORA STOCKMANN y a PETRA. EJLIF y MORTEN vienen
detrás.)
HORSTER.
-
Supongo que aquí estarán ustedes bien. Desde su sitio pueden salir
fácilmente en caso de que ocurriese algo.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Cree usted que habrá tumulto?
HORSTER.
-
Nunca se puede saber. Entra tanta gente... Pero siéntese y no se
impaciente.
SEÑORA
STOCKMANN. (Sentándose.)
-
Ha sido usted muy amable al ofrecer a mi marido la sala.
HORSTER.
-
Nadie quería hacerlo, y pensé que...
PETRA.
(Quien a su vez se ha sentado.)
-
¡Y sobre todo ha sido usted muy valiente!
HORSTER.
-
¡Bah!, no creo que se necesite tanto valor para esto.
(HOVSTAD
y ASLAKSEN llegan a través de la multitud por diferentes
puntos.)
ASLAKSEN.
(Dirigiéndose hacia HORSTER.)
-
¿No ha venido todavía el doctor?
HORSTER.
-
Está esperando ahí dentro. (Movimiento
cerca de la puerta del foro.)
HOVSTAD.
(A BILLING.)
-
Ahí tenemos al alcalde. ¿Le ve usted?
BILLING.
-
¡Sí, demonio! ¿Cómo se le ha ocurrido venir, a pesar de
todo?
(El
ALCALDE STOCKMANN se abre con lentitud camino entre los reunidos,
saluda cortésmente y se acomoda junto al lateral izquierdo.
Poco después aparece el DOCTOR STOCKMANN por la primera puerta
del otro lateral. Viste abrigo negro y lleva al cuello un
pañuelo blanco. Algunos de los circunstantes aplauden con timidez;
pero los acalla un siseo discreto. Silencio.)
DOCTOR
STOCKMANN. (A media voz.)
-
¿Cómo te encuentras, Catalina?
SEÑORA
STOCKMANN. (Conmovida.)
-
Bien, gracias. (Baja la voz.)
¡Ten calma, Tomás, por lo que más quieras !
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Descuida. Sabré dominarme. (Consulta
su reloj, sube al estrado y saluda.)
Es la hora. Empiezo. (Abre el
manuscrito.)
ASLAKSEN.
-
Habrá que elegir antes un presidente.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No hace falta.
ALGUNAS
VOCES.
-
¡Sí, sí! ¡Que se elija!
EL
ALCALDE.
-
Yo asimismo considero oportuno que se elija un presidente para
encauzar las discusiones.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pedro, esto es una conferencia, y yo soy quien ha invitado al
público.
EL
ALCALDE.
-
Sí; pero una conferencia sobre el balneario puede originar disputas.
UNOS
CUANTOS.
-
¡Que se elija un presidente, que se elija un. presidente!
HOVSTAD.
-
La opinión pública reclama un presidente.
DOCTOR
STOCKMANN. (Conteniéndose.)
-
Bien, ¡sea! Acatemos la opinión del pueblo.
ASLAKSEN.
-
¿Desearía el señor alcalde encargarse de la presidencia?
EL
ALCALDE.
-
No puedo aceptar, por diversas causas que es fácil comprender.
Pero tenemos la suerte de contar entre nosotros con una
persona que todos aclamarán como presidente. Hablo del señor
impresor Aslaksen, representante de la Sociedad de Propietarios.
OTROS
MUCHOS.
-
¡Sí, sí! ¡Eso es! ¡Viva Aslaksen! (El
doctor baja del estrado con el manuscrito en la mano.)
ASLAKSEN.
-
Nombrado por la confianza de mis conciudadanos, acepto. (Sube
al estrado.)
BILLING.
(Tomando nota.)
-
El señor Aslaksen... impresor... es… designado... presidente...
entre aclamaciones de la multitud...
ASLAKSEN.
-
En calidad de presidente, voy a permitirme dirigiros unas breves
palabras. Soy un hombre moderado, que desea en todo una moderación
reflexiva y... una reflexión moderada. Cuantos me conocen tienen
ocasión de comprobarlo.
MUCHAS
VOCES.
-
¡Muy bien, muy bien!
ASLAKSEN.
-
Mi experiencia me ha enseñado que la moderación es el principal
deber del ciudadano.
EL
ALCALDE.
-
¡Muy bien!
ASLAKSEN.
-
La reflexión y la moderación son de todo punto indispensables a la
sociedad. De modo que invitaré al honorable ciudadano que
ha tenido a bien convocarnos aquí a mantenerse dentro de los límites
estrictos de la moderación.
UN
HOMBRE CERCA DE LA PUERTA. (Con sorna.)
-
¡Viva la Sociedad de la Moderación!
VOCES.
-
¡Silencio!
ASLAKSEN,
-
¡Silencio, señores! ¿Quién desea hacer uso de la palabra?
EL
ALCALDE.
-
Yo, señor presidente.
ASLAKSEN.
-
El señor alcalde tiene la palabra.
EL
ALCALDE.
-
En cuanto a mí, dado el cercano parentesco que me une al médico
del balneario, como todo el mundo sabe, entiendo que
hubiera sido preferible abstenerme de hablar en esta velada.
Pero, por bien del balneario, por bien de toda la ciudad, estimo
deber mío hacer la siguiente declaración: a mi juicio, ninguno
de los ciudadanos presentes quiere que circulen rumores
tendenciosos de la población y del balneario.
MUCHAS
VOCES,
-
¡No! ¡Protestamos! ¡No, no!
EL
ALCALDE,
-
Así, pues, elevo a la asamblea el ruego de que se niegue al médico
del balneario el permiso de leer su memoria y de hablar de esta
cuestión.
DOCTOR
STOCKMANN. (Sobresaltado.)
-
¡Cómo! ¿Prohibirme...?
EL
ALCALDE.
-
En la síntesis que he escrito y ha aparecido en La
Voz del Pueblo, he aclarado las partes
principales del asunto, para que todos los ciudadanos
conscientes puedan someterlo a su juicio imparcial. En ella he
demostrado que la denuncia del doctor, además de constituir un
gesto hostil contra las personas que están en el poder, no
traerá
otra
consecuencia práctica que la de obligar a los contribuyentes a un
gasto inútil de más de cien mil coronas.
(Gritos
y silbidos.)
ASLAKSEN.
(Haciendo sonar la campanilla.)
-
¡Silencio, señores! Apruebo la protesta del señor alcalde. A
mi entender, el doctor Stockmann procura producir una
agitación con otro fin al hablar de los baños. Pretende que se
realice una modificación en el poder, y que recaiga éste en
otras personas. Lógicamente, nadie duda de la honorabilidad
del doctor Stockmann. Incluso yo soy partidario del parlamentarismo,
si no ha de ser muy gravoso, claro está. Pero es que esto nos
costaría demasiado dinero, y sería imperdonable en absoluto
prestar apoyo a las ideas del doctor.
(Se
oyen aplausos.)
HOVSTAD.
-
Por mi parte, deseo hablar con sinceridad de mis apreciaciones
personales. Confieso que he querido incitar al doctor Stockmann
para conseguir la agitación, que al principio contaba con muchos
partidarios. Pero nos hemos dado cuenta de que había sido
sorprendida nuestra buena fe con datos falsos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Falsos?
HOVSTAD.
-
Inexactos, al menos. Así lo demuestra la síntesis publicada
por el señor alcalde. Presumo que nadie podrá dudar de mis
sentimientos liberales. Todo el mundo sabe que La
Voz del Pueblo siempre ha defendido
esos sentimientos; pero los hombres de experiencia, los
hombres reflexivos, me han enseñado que los asuntos locales hay que
tratarlos con tacto.
ASLAKSEN.
-
Estoy conforme por completo con las palabras del orador.
HOVSTAD.
-
Por tanto, no cabrá la menor duda de que el doctor no piensa como la
mayoría de los ciudadanos. Y yo pregunto: ¿cuál es la primera
obligación de un periodista, señores, si no es estar siempre de
acuerdo con el público? ¿Verdad que la misión de un periodista
se reduce a ser útil a sus lectores? ¿Me equivoco opinando así?
Decid.
MUCHOS.
-
¡Muy bien, muy bien!
HOVSTAD.
-
Francamente, deploro mucho verme obligado a combatir contra el
doctor, de quien he sido huésped. Se trata de una persona honrada
que creo merece toda la consideración de sus conciudadanos. Su
único error consiste en hacer más caso a su corazón que a su
cabeza.
VOCES.
-
¡Muy bien! ¡Eso es! ¡Viva el doctor Stockmann!
HOVSTAD.
-
Si he roto mis relaciones con él, lo he hecho en beneficio de todos.
Pero hay otra razón que, a pesar mío, me fuerza a combatirle. Y esa
razón, que me impele a detenerle en el mal camino que ha emprendido,
es que me preocupa la felicidad de su familia.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Hágame el favor de no hablar más que de la toma de aguas y de la
cloaca.
HOVSTAD.
-
Me preocupa el porvenir de su mujer y de sus hijos, que aún no
pueden valerse por sí mismos.
MORTEN.
(Aparte, a CATALINA.)
-
Está hablando de nosotros, mamá.
ASLAKSEN.
-
Va a someterse a discusión la propuesta del señor alcalde,
señores.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No es menester. Ya no pienso hablar del balneario. Voy a hablar de
otra cosa.
EL
ALCALDE. (En voz baja.)
-
¿Qué es eso?
UN
BORRACHO. (Desde la puerta.)
-
¡Hombre! Yo pago mis impuestos como otro cualquiera y tengo derecho
a votar. Esa es mi opinión. Quiero votar...
VARIAS
VOCES.
-
¡Silencio!
OTRAS
VOCES,
-
¡A la calle! Está borracho. ¡Largo de ahí! (Le
expulsan de la sala.)
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Puedo hablar?
ASLAKSEN.
(Volviendo a tocar la campanilla.)
-
Tiene la palabra el doctor Stockmann.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Hace algunos días habría defendido valerosamente mis derechos si
hubieran querido hacerme callar, como aquí acaba de ocurrir.
Pero hoy ya no me importa. La cuestión de que voy a hablar es muy
importante. (La multitud se agrupa
alrededor suyo. Se ve entre ella al viejo MORTEN KUL.)
Estos últimos días he estado pensando mucho. Tanto he pensado,
que, en suma, he tenido miedo de volverme loco. Pero a la postre ha
triunfado la verdad en mi espíritu, a pesar de todo. Por eso estoy
aquí. ¡Ciudadanos!, repito que voy a hablaros de algo muy
importante. En comparación con lo que voy a decir, no tiene ninguna
importancia haber demostrado que las aguas del balneario están
contaminadas, y que el balneario está mal construído.
VARIAS
VOCES. (A gritos.)
-
¡Nada del balneario! ¡No queremos que se hable del balneario!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Como gustéis. Sólo voy a hablaros de un descubrimiento que acabo de
hacer. He descubierto que la base de nuestra vida moral está
completamente podrida, que la base de nuestra sociedad está
corrompida por la mentira.
VARIAS
VOCES. (Cuchichean con asombro.)
-
¿Qué es lo que dice?
EL
ALCALDE.
-
Esa insinuación...
ASLAKSEN.
(Agitando la campanilla.)
-
Se invita al orador a que se exprese con mayor moderación.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
He querido a mi ciudad tanto como a mis hijos. Cuando tuve que
dejarla, era yo muy joven, y la distancia, la nostalgia, el recuerdo
del pasado siempre me la hacían ver transfigurada por el
cariño. (Se oyen aplausos.)
Después, he vivido largos años una vida melancólica, muy
lejos, en una ciudad triste, y cada vez que veía a la pobre gente
que vegetaba entre aquellas montañas, pensaba que habría sido
mejor dar a aquellos seres salvajes un veterinario era vez de un
médico como yo.
(Suenan
murmullos.)
BILLING.
(Dejando a un lado su pluma.)
-
¡Lléveme el diablo si jamás he oído cosas parecidas!
HOVSTAD.
-
¡Eso es insultar a una población honorable!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Un momento! Me parece que nadie podrá decir que he perdido allá
el cariño a mi país natal. La imaginación elaboraba ideas
constantemente e hizo germinar en mí el propósito de fundar un
balneario. (Hay aplausos y protestas.)
Cuando tuve la dicha de regresar, creí, queridos conciudadanos,
que se habían realizado todos mis deseos. Me animaba una ambición
sincera, y ardiente de consagrar toda mi inteligencia, toda mi
vida al bien público.
EL
ALCALDE.
-
¡Bonito modo de hacerlo!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Con mi extraña ceguera vivía yo dichoso. Pero desde ayer,
mejor dicho, desde anteayer, se han abierto mis ojos,
y
lo primero que he visto ha sido la incapacidad total, la crasa
ignorancia de las autoridades.
(Se
oyen ruidos, gritos y carcajadas.)
EL
ALCALDE.
-
Señor presidente...
ASLAKSEN.
(Tocando de nuevo la campanilla.)
-
En mi calidad de presidente... pido al señor doctor no emplee
palabras que...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Es una ridiculez preocuparse por las palabras que debo emplear,
señor Aslaksen! Únicamente quería decir que
me
asusta la inmensa villanía de que han sido culpables las personas
que ostentan el poder. Las detesto; no puedo con ellas. Son como
cabras a las que se dejara invadir un jardín recién plantado. No
hacen más que estropearlo todo. Un hombre libre no puede adelantar
nada sin chocar con ellas a cada paso. Quisiera acabar de una vez con
esa casta de personas como se hace con los animales dañinos...
(Se
perciben murmullos.)
EL
ALCALDE.
-
Señor presidente, ¿cómo permite usted que se digan semejantes
palabras?
ASLAKSEN.
(Vuelve a tocar fuertemente la
campanilla.)
-
¡Señor doctor!
DOCTOR
STOCKMANN. (Imponiéndose.)
-
Lo que más me extraña es que antes no me haya dado cuenta del valor
de esos individuos, a pesar de tener ante mi vista un ejemplar
perfecto de su especie en la persona de mi hermano Pedro... ese
hombre que nunca retrocede ante sus yerros…
(Se
oyen risas y silbidos. ASLAKSEN hace sonar la campanilla con más
fuerza aún. EL BORRACHO vuelve a entrar.)
EL
BORRACHO.
-
¿Me llaman? Mi nombre es Pedro, y he oído que el doctor...
(Suenan
diferentes gritos hasta que consiguen echar otra vez al
BORRACHO.)
EL
ALCALDE.
-
¿Quién es ese tipo?
UNO.
-
No lo sé, señor alcalde; no le conozco.
OTRO.
-
No debe de ser de aquí.
ASLAKSEN.
(Al ALCALDE.)
-
Ese interruptor habrá bebido demasiada cerveza, al parecer. (Al
doctor.) Ahora, doctor, puede seguir
usted, y procure ser más moderado en sus expresiones.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No pienso denigrar más a nuestros superiores; quien crea que he de
seguir haciéndolo, se equivoca de medio a medio. Estoy seguro
de que todos ellos, todos esos reaccionarios, sucumbirán tarde
o temprano. No es necesario atacarlos aún para que llegue su
fin, y por ende, opino que no constituyen el peligro más
inminente de la sociedad. No, no son ellos los más peligrosos
destructores de las fuerzas vivas; no son ellos los más
temibles enemigos de la razón y de la libertad. ¡No!
MUCHAS
VOCES.
-
Entonces, ¿quiénes? ¡Diga sus nombres!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Lo haré. Precisamente es este el gran descubrimiento que hice ayer.
El enemigo más peligroso de la razón y de la libertad de
nuestra sociedad es el sufragio universal. El mal está en la maldita
mayoría liberal del sufragio, en esa masa amorfa. He dicho.
(Gran
alboroto. La multitud patea y silba. Algunos ancianos parecen aprobar
de un modo furtivo. La SEÑORA STOCKMANN se levanta con ansiedad.
EJLIF y MORTEN se dirigen en actitud amenazadora a los escolares
alborotadores. ASLAKSEN agita la campanilla y reclama silencio.
HOVSTAD y BILLING gritan a la par, sin que se les pueda entender.
Pasado un largo rato de escándalo, se restablece la calma.)
ASLAKSEN.
-
La presidencia exige que el orador retire lo que ha dicho, porque, de
fijo, ha ido más allá de lo que quería.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Me niego terminantemente, señor Aslaksen. ¿Acaso no es la mayoría
de esta sociedad la que me roba mi derecho y pretende arrebatarme la
libertad de decir la verdad?
HOVSTAD.
-
La mayoría siempre tiene razón.
BILLING.
-
Sí. La mayoría siempre tiene razón..
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No; la mayoría no tiene razón nunca. Esa es la mayor mentira
social que se ha dicho. Todo ciudadano libre debe protestar
contra ella. ¿Quiénes suponen la mayoría en el sufragio? ¿Los
estúpidos o los inteligentes? Espero que ustedes me concederán que
los estúpidos están en todas partes, formando una mayoría
aplastante. Y creo que eso no es motivo suficiente para que manden
los estúpidos sobre los demás. (Escándalo,
gritos.) ¡Ahogad mis palabras con
vuestro vocerío! No sabéis contestarme de otra manera. Oíd: la:
mayoría tiene la fuerza, pero no tiene la razón. Tenemos la razón
yo y algunas otros. La minoría siempre tiene razón. (Tumulto.)
HOVSTAD,
-
¿Desde cuándo se ha convertido usted en un aristócrata, señor
doctor?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Os juro que no otorgaré ni una palabra de limosna a los desgraciados
de pecho comprimido y respiración vacilante, quienes no tienen
nada que ver con el movimiento de la vida. Para ellos no son posibles
la acción ni el progreso. Me refiero a la aristocracia
intelectual que se apodera de todas las verdades nacientes.
Los hombres de esa aristocracia están siempre en primera línea,
lejos de la mayoría, y luchan por las nuevas verdades, demasiado
nuevas para que la mayoría las comprenda y las admita. Pienso
dedicar todas mis fuerzas y toda mi inteligencia a luchar contra esa
mentira de que la voz del pueblo es la voz de la razón. ¿Qué valor
ofrecen las verdades proclamadas por la masa? Son viejas y caducas. Y
cuando una verdad es vieja, se puede decir que es una mentira, porque
acabará convirtiéndose en mentira. (Se
oyen risas, burlas, murmullos y exclamaciones de sorpresa.)
No me importa lo más mínimo que me creáis o no. En general, las
verdades no tienen una vida tan larga como Matusalén. Cuando
una verdad es aceptada per todos, sólo le quedan de vida unos quince
o veinte años a lo sumo, y esas verdades, que se han convertido así
en viejas y caducas, son las que impone la mayoría de la
sociedad como buenas, como sanas. ¿De qué sirve asimilar tamaña
podredumbre? Soy médico, y les aseguro que es un alimento
desastroso, créanme, tan malo como los arenques salados y el jamón
rancio. Esa es la razón por la cual las enfermedades morales acaban
con el pueblo.
ASLAKSEN.
-
Estimo que el orador se aleja mucho del tema del programa.
EL
ALCALDE.
-
Conforme. Lo mismo estimo yo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Y yo estimo, Pedro, que eres un loco de atar. Voy justamente al
meollo del asunto, puesto que estoy hablando de la repugnante mayoría
que envenena las fuentes de nuestra vida intelectual y el
terreno sobre el cual nos movemos.
HOVSTAD.
-
La mayoría del pueblo tiene buen cuidado de no aceptar una verdad
más que cuando es evidente.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Por Dios, señor Hovstad, no me hable usted ahora de verdades
evidentes, reconocidas por todos! Las verdades que acepta
la mayoría no son otras que las que defendían los pensadores
de vanguardia en tiempos de nuestros tatarabuelos. Ya no las
queremos. No nos sirven. La única verdad evidente es que un
cuerpo social no puede desarrollarse con regularidad si no se
alimenta más que de verdades disecadas.
HOVSTAD.
-
Bueno, doctor; concrete usted. ¿De qué verdades disecadas se
alimenta nuestro cuerpo social?
(Suenan
murmullos aprobatorios.)
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Podría nombrar muchas, si quisiera. Bastará que diga una, de la
cual viven el señor Hovstad, La Voz del
Pueblo y todos sus lectores.
HOVSTAD.
-
Diga. ¿Cuál es?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
La creencia heredada de sus antepasados, y que usted defiende
impensadamente sin descanso: me refiero a la creencia según la
cual la plebe, la mayoría, constituye la esencia del pueblo; a
su juicio, el hombre del pueblo, el que encarna la ignorancia y
todas las enfermedades sociales, debe tener el mismo derecho a
condenar y a aprobar, a dirigir y a gobernar, que los seres
elegidos que forman la aristocracia intelectual.
BILLING.
-
¿Qué está usted diciendo?
HOVSTAD.
(Al mismo tiempo, gritando.)
-
¿Habéis oído, ciudadanos?
VOCES
IRACUNDAS DEL PUEBLO.
-
¡Nosotros somos el pueblo! ¿Es que quieres que gobiernen solamente
los nobles?
UN
OBRERO.
-
¡Echémosle a la calle! ¡No toleramos que nos trate así!
VOCES.
-
¡A la calle! ¡Afuera! ¡A la calle!
UNO.
-
Toca tu bocina, Evensen.
(Se
oyen gritos, pitidos, y un escándalo tremendo.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Cuando se calma el tumulto.)
-
¿Es que no podéis oír por una sola vez en vuestra vida una verdad
sin encolerizaros? Realmente, no esperaba convenceros a todos en el
primer momento; pero creía que, por lo menos, estaría de
acuerdo conmigo el señor Hovstad, que es librepensador...
ALGUNOS.
(Asombrados.)
-
¡Cómo! ¿El periodista Hovstad, librepensador?...
HOVSTAD.
(Rabioso.)
-
Demuéstrelo, señor doctor. Yo nunca he escrito semejante cosa.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, tiene usted razón, es cierto. Nunca denotó esa
sinceridad. En fin, no quiero comprometerle, señor Hovstad. Por lo
visto, aquí no hay más librepensador que yo. Os voy a probar
que La Voz del Pueblo
se burla cuando dice que la mayoría es la esencia del pueblo. Eso no
implica sino una adulación, un truco periodístico. ¿Se dan cuenta
ustedes? La plebe es la materia prima que hay que transformar en
pueblo. (Escándalo.)
¿No se han fijado en la diferencia que existe entre los
animales de lujo y los animales vulgares? Piensen en la gallina de un
campesino. ¿Qué clase de huevos pone? No mayores que los de una
paloma. Imaginaos, por el contrario, una gallina japonesa o
española, de casta selecta, y comparadlas. ¿No habéis visto a los
perros, esos amigos de quienes casi puede decirse que pertenecen a
la familia? Tomad un mastín grande, sucio, vulgar, que mancha todas
las esquinas, y comparadle con un perro de raza, cuyos
ascendentes se han alimentado bien durante varias generaciones y
han vivido entre voces armoniosas y música. ¿No opinan que el
cráneo de ese perro de lujo estará desarrollado de un modo muy
diferente al del mastín? Creedme: los cachorros de esos perros de
lujo son aquellos a quienes los titiriteros y los saltimbanquis
enseñan las habilidades más extraordinarias que los otros no
podrían aprender jamás.
(Ruido
y burlas.)
UN
CIUDADANO. (A gritos.)
-
¡Nos compara con perros!
OTRO
CIUDADANO.
-
¡No somos animales, señor doctor!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Condéneme si no sois animales! Todos somos animales. Lo que
pasa es que hay una gran distancia entre los hombres-mastines y los
hombres de raza. Y lo más gracioso es que estoy seguro de que
el periodista Hovstad me dará la razón... tratándose de
cuadrúpedos.
HOVSTAD.
-
Sí, tratándose de animales, le doy la razón.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Perfectamente; pero cuando se trata de animales de dos patas, el
señor Hovstad no se atreve a compartir mi opinión. Predica en
seguida en La Voz del Pueblo
que la gallina del campesino y el mastín callejero son más
distinguidos y mejores que la gallina y el perro de lujo. Así
será siempre con el hombre, mientras no eliminen lo que hay de
vulgar en él, para alcanzar su verdadera distinción
espiritual.
HOVSTAD.
-
No aspiro a distinción de ninguna clase. Soy hijo de una simple
familia de campesinos, y estoy orgulloso de pertenecer al cogollo de
esa plebe a la que se insulta aquí.
MUCHOS
OBREROS.
-
¡Viva Hovstad! ¡Viva! ¡Muy bien!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
La plebe a que me refiero no se encuentra sólo en las clases
bajas; también bulle en torno nuestro, aun entre las clases más
elevadas de la sociedad. Básteos mirar a vuestro propio alcalde. Mi
hermano Pedro es tan plebeyo como cualquier otro bípedo calzado con
zapatos.
(Risas.)
EL
ALCALDE.
¡Protesto!
Están prohibidas las alusiones personales.
DOCTOR
STOCKMANN. (Sin inmutarse.)
Con todo, en el fondo, no lo es; él como yo, desciende de un viejo
pirata de Pomerania. No lo duden ustedes.
EL
ALCALDE.
-
Esa es una patraña estúpida que niego rotundamente. ¡Falso!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero es un plebeyo, porque piensa lo que piensan sus superiores,
porque opina lo que opinan sus superiores. Quienes hacen eso serán
siempre plebeyos morales. Por ello digo que mi queridísimo
hermano Pedro es tan poco noble en realidad, y por consiguiente, tan
poco liberal.
EL
ALCALDE.
-¡Señor
presidente...!
HOVSTAD.
-
¡Los liberales, nobles! ¡Qué descubrimiento acaba usted de
hacer, señor doctor!
(Se
oyen burlas.)
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, en efecto, ése ha sido otro de mis descubrimientos; sólo el
liberalismo tiene valores morales. Así, pues, conceptúo
indisculpable por parte de La Voz del
Pueblo afirmar que la mayoría,
únicamente la mayoría, está en posesión de los principios
del liberalismo y de la moral; que la corrupción, la vileza y todos
los vicios son patrimonio de las clases altas de la sociedad, y que
de ellas proviene toda la podredumbre, como el veneno que corrompe y
contamina el agua del balneario proviene de las porquerías del
Valle de los Molinos. (Escándalo. El
DOCTOR STOCKMANN, sin turbarse, prosigue sus palabras, arrastrado
por sus pensamientos.) La misma Voz
del Pueblo pide para la mayoría una
educación superior y cabal. Pero la verdad es que, según la tesis
del propio periódico, eso sería envenenar al pueblo. He aquí una
vieja equivocación popular: creer que la cultura intelectual es
contraproducente, que debilita al pueblo. Lo que de veras debilita al
pueblo es la miseria, la pobreza, y todo lo que se hace para
embrutecerle. Cuando en una casa no se barre ni se friega el suelo,
sus habitantes acaban por perder en un par de años toda noción
de moralidad. La conciencia, como los pulmones, vive de oxígeno,
y el oxígeno falta en casi todas las casas del pueblo, porque una
mayoría compacta, que es harto inmoral, quiere basar el progreso de
nuestra ciudad sobre fundamentos arteros y engañosos.
ASLAKSEN.
-
No puedo permitir que injurie usted de tan grave manera a los
presentes.
CIUDADANO
1°
-
¡Señor presidente, haga callar al orador!
CIUDADANO
2.°
-
¡Eso es! ¡Que se calle!
DOCTOR
STOCKMANN. (Poniéndose nervioso.)
-
Nadie puede impedir que diga la verdad. Apelaré a los
periódicos de las poblaciones cercanas. Todo el mundo sabrá
lo que pasa aquí.
HOVSTAD.
-
Quiere usted arruinar nuestra ciudad, ¿no es eso, señor doctor?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Amo a mi ciudad lo suficiente para preferir que se arruine a que
prospere por medio de engaños.
ASLAKSEN.
-
¡Esto pasa de la raya!
(Se
oyen protestas, silbidos y gritos. La SEÑORA STOCKMANN tose en
balde, pues no la escucha el doctor.)
HOVSTAD.
(Con voz que sobresale de todos los
ruidos.)
-
La persona que ataca así el bien común es un enemigo del
pueblo.
DOCTOR
STOCKMANN. (Más violento.)
-
¿Y qué importa que se arruine una sociedad podrida? Lo mejor que se
puede hacer es acabar con ella, acabar con todos los que viven
de la mentira como bestias dañinas. Terminaréis por contaminar
todo el país, y sois capaces de llevar también a él la ruina de la
ciudad; si se llega a tal punto de corrupción, gritaré
con toda mi alma que este país debe ser aniquilado, que nuestro
pueblo debe desaparecer de una vez para siempre.
CIUDADANO
1.°
-
¡Está hablando usted como un auténtico enemigo del pueblo!
BILLING.
-
Esa voz que hemos oído es la voz del pueblo, señor doctor.
TODOS.
-
¡Odia a su país, odia al pueblo!
ASLAKSEN.
-
¡Basta ! Como persona y como ciudadano, me sorprende
dolorosamente oír lo que ha dicho el doctor Stockmann. Por
desgracia, se nos ha aparecido ahora bajo un nuevo aspecto.
Contra mi voluntad, me veo obligado a hacerme solidario de los
sentimientos de todos los conciudadanos honrados, sentimientos que
creo pueden resumirse en la siguiente conclusión: "La
presente asamblea declara que el doctor Tomás Stockmann, médico del
balneario, debe ser considerado como un enemigo del pueblo."
(Gritos
y escándalo. Varios ciudadanos se agrupan en torno al doctor,
silbando. La SEÑORA STOCKMANN y PETRA se ponen de pie. MORTEN y
EJLIF se pegan con los demás escolares que silban también. Se
los separa.)
DOCTOR
STOCKMANN. (A quienes silban.)
-
¡Sois unos estúpidos; digo que sois...!
ASLAKSEN.
(Tocando una vez más la campanilla.)
-
Retiro la palabra al doctor. En seguida se procederá a la
votación. Se votará por escrito y sin firma, para evitar
cualquier susceptibilidad. Señor Billing, ¿tiene usted papel
blanco? Yo lo tengo azul. (Baja del
estrado.) Así concluiremos pronto.
Vaya cortando el papel. (Al
público.) El azul significa "no";
el blanco, "sí". Yo recogeré todos los votos.
(El
ALCALDE sale de la sala. ASLAKSEN y muchos concurrentes meten
papeles dentro de sus sombreros y los reparten entre la multitud.)
CIUDADANO
1.° (A HOVSTAD.)
-
Dígame, ¿se ha vuelto loco el doctor?
HOVSTAD.
-
Es tan violento...
CIUDADANO
2.° (A BILLING.)
-
Usted, que frecuentaba la casa del doctor, ¿podrá decirme si bebía?
BILLING.
-
No, no podré. Pero, ahora que recuerdo, en su casa siempre
había ponche preparado para las visitas.
CIUDADANO
3.°
-
Yo creo que tiene accesos de locura.
BILLING.
-
Puede ser.
CIUDADANO
4.°
-
No; el doctor ha dicho todo eso por maldad o por vengarse. ¡Vaya
usted a saber!
BILLING.
-
Quiso que le subieran el sueldo, y no lo ha conseguido...
TODOS.
(A un tiempo.)
-
¡Claro! ¡Ya se comprende todo!
EL
BORRACHO. (Entre la multitud.)
-
Un papel azul... y otro blanco.
VARIOS
CIUDADANOS.
-
¡Otra vez el borracho! ¡Afuera! ¡ A la calle !
MORTEN
KUL. (Que se encara con el doctor.)
-
¿Está usted viendo, Stockmann, adónde le han llevado sus
jugarretas?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No he hecho más que cumplir con mi deber.
MORTEN
KUL.
-
¿Decía usted que las tenerías del Valle de los Molinos...?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Es que no lo ha comprendido usted? La infección provenía de
ellas.
MORTEN
KUL.
-
¿De la mía también?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, sobre todo de la suya, desgraciadamente.
MORTEN
KUL.
-
Si lo publica usted, le va a costar muy caro, Stockmann.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Pues no me callaré!
UN
NEGOCIANTE. (Hablando al capitán, sin
saludar a las señoras.)
-
Capitán, ¿cómo ha sido usted capaz de ofrecer su casa a ese
enemigo del pueblo?
HORSTER.
-
Señor mío, en mi casa hago lo que me da la gana.
EL
NEGOCIANTE.
-
Entonces no le extrañe que yo haga lo mismo.
HORSTER.
-
¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?
EL
NEGOCIANTE.
-
Mañana lo sabrá. (Le da la espalda y
vase.)
PETRA.
-
Capitán, ése es su armador.
HORSTER.
-
Sí, el armador Vik.
ASLAKSEN.
(Volviendo a agitar la campanilla,
en el estrado, con todos los votos en la mano.)
-
Señores, vean el resultado: por unanimidad, menos un voto.
CIUDADANO
1.°
-
El del borracho.
ASLAKSEN.
-
Sí; por unanimidad, menos el voto del borracho, esta asamblea
declara que Tomás Stockmann, médico del balneario, debe ser
considerado como un enemigo del pueblo. (Resuenan
aplausos.) Honremos, pues, a nuestra
vieja y distinguida sociedad. (Aclamaciones.)
Honremos al alcalde, hombre constante y trabajador, que con toda
lealtad y valentía no ha dudado un momento para reprimir sus
íntimos sentimientos familiares en aras del bien público.
Señores, la reunión ha terminado. (Baja
de la tribuna.)
BILLING.
-
¡Viva el presidente!
TODOS.
-
¡Viva el impresor Aslaksen!
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Petra, hazme el favor de darme mi abrigo y mi sombrero. Y usted,
capitán, ¿tendrá sitio en su barco para unos emigrantes a
América?
HORSTER.
-
Para usted y para los suyos siempre hay sitio.
DOCTOR
STOCKMANN (Mientras PETRA le ayuda a
ponerse el abrigo.)
-
Vámonos, Catalina, y vosotros, hijos míos, venid aquí. (Ofrece
el brazo a su mujer.)
SEÑORA
STOCKMANN. (En voz baja.)
-
Tomás, será mejor que salgamos por la puerta excusada.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Nada de caminos extraviados! (Levantando
la voz.) ¡Muy pronto tendréis
noticias del enemigo del pueblo! Yo no soy tan bueno como Aquel que
dijo: "Perdónalos, porque no saben lo que hacen."
ASLAKSEN.
(Gritando.)
-
¡Eso es una blasfemia, doctor Stockmann!
BILLING.
(Lo mismo.)
-
¡Dios nos guarde! Eso es algo que no puede escuchar ningún hombre
razonable.
UNA
VOZ RONCA.
-
¡Hasta nos amenaza!
GRITOS
AIRADOS.
-
¡Vayamos a tirar piedras a sus ventanas! ¡Hay que arrojarlos
al fiordo!
UN
HOMBRE. (Entre la multitud.)
¡Toca
tu bocina, Evensen! ¡Toca!
(Se
oyen bocinazos, silbidos y gritos salvajes. El doctor se dirige
a la puerta con los suyos. HORSTER va abriéndoles paso.)
LA
MULTITUD. (Grita tras ellos.)
-
¡Enemigo del pueblo, enemigo del pueblo!
BILLING.
(Mientras ordena sus notas.)
-
¡Que me cuelguen si me equivoco; pero me parece que esta noche no
voy a tomar el ponche en casa de los Stockmann!
(Todos
se precipitan hacia la salidas. El alboroto se extiende afuera. Desde
la calle se oye resonar un grito: "¡Enemigo del pueblo,
enemigo del pueblo!")
FIN
DEL ACTO CUARTO
ACTO
QUINTO
Despacho
del doctor, con estanterías y vitrinas abarrotadas de libros e
instrumentos quirúrgicos. Al foro, puerta que comunica con el
vestíbulo. En primer término del lateral izquierdo, la
del salón. En el lateral derecho, un par de ventanas con los
cristales rotos. En medio de la estancia, escritorio lleno de
volúmenes y papeles. Todo aparece revuelto. Es por la mañana.
DOCTOR
STOCKMANN. (Hablando, a la puerta
abierta del salón.)
-
¡Aquí he encontrado otra, Catalina¡
SEÑORA
STOCKMANN. (Desde el salón.)
-
¡Oh! todavía has de encontrar muchas más.
DOCTOR
STOCKMANN. (Que deja una piedra en
un montón de ellas sobre la mesa.)
-
Guardaré estas piedras como una cosa sagrada. Ejlif y Morten las
tendrán siempre ante sus ojos. Cuando sean mayores, las heredarán.
(Mete un paraguas cerrado por
debajo de las estanterías.) Oye,
¿no ha ido, cómo se llama esa... muchacha..., no ha ido a
buscar al vidriero aún?
SEÑORA
STOCKMANN. (Entrando.)
-
Sí. Pero le ha contestado que no sabía si podría venir hoy.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No se atreverá; ya lo verás.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No; también Randina creía que no se atrevería. Por los vecinos,
¿sabes? (Habla hacia el salón.)
¿Qué quieres, Randina?... ¡Ah!, está bien. (Sale
al salón y vuelve a los pocos momentos.)
Aquí hay una carta para ti, Tomás.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Vamos a ver. (La abre y lee.)
¡Oh!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿De quién es?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Del casero. Nos despide.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Es posible? Con lo decente que era...
DOCTOR
STOCKMANN. (Mientras mira la carta.)
-
Dice que no se atreve a obrar de otro modo. Lo hace muy a pesar
suyo; pero no se atreve a tenernos de inquilinos. Teme a los
ciudadanos, a la opinión pública. Está esclavizado; no se atreve a
ir contra los poderosos...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Lo ves, Tomás?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, sí; lo veo. En esta ciudad todos son cobardes; nadie se
atreve a nada por consideración al que dirán. (Arroja
la carta sobre la mesa.) Es igual,
Catalina. Emigraremos al Nuevo Mundo, y entonces...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Tú crees prudente irnos de esta manera, Tomás?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Después de haberme injuriado con el nombre de enemigo del pueblo,
después de haberme puesto en la picota, después de haber hecho
añicos los vidrios de mi casa, ¿entiendes que puedo quedarme,
Catalina? Hasta me han desgarrado mi pantalón negro.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Ay, Dios mío! Pues era el mejor que tenías.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No debería uno nunca ponerse su mejor pantalón para luchar por la
libertad y la verdad. Pero lo del pantalón es lo de menos,
porque ya lo zurcirás tú. Lo más difícil de soportar para mí
es ver cómo el populacho, la plebe, ha sido capaz de acorralarme,
tratándome de igual a igual.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Nos han insultado! Han sido realmente groseros, Tomás. Pero,
aun así, no hay razón para que nos vayamos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sospecho que la plebe debe de ser tan insolente allá como acá. En
todas partes ocurrirá lo mismo. ¡Bah!, no
me
importa que los perros me enseñen los colmillos. Me río de ellos.
Pero eso no es lo peor; lo peor es que de una punta a otra del país
todos los hombres resultan esclavos de los partidos. El mal no se
acusa tan malo por sí. Es posible que en América los asuntos
públicos no se lleven mejor; allí hay asimismo mayoría
aplastante, uniones liberales y todas esas patrañas. Matan,
pero no queman a fuego lento, no encadenan un alma libre, como aquí,
y siempre el individuo puede apartarse, abstraerse. (Se
pasea por la estancia.) ¡Ah, si
supiera de un bosque virgen o de alguna isla solitaria en los
mares del Sur, donde pudiese vivir solo!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, ¿y los niños, Tomás?
DOCTOR
STOCKMANN. (Deteniéndose.)
-
¿Qué dices, Catalina? Es que prefieres verlos vivir en una
atmósfera como ésta? La otra noche, tú misma has podido
comprobar que la mitad de la población está loca de atar, y que, si
la otra mitad no ha perdido la razón, es porque los imbéciles
carecen de razón que perder.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Sí, Tomás. Estás en lo cierto; pero confiesa que dijiste cosas más
que fuertes…
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué quieres insinuar? ¿Que no es exacto lo que dije, lo que digo?
¿Que esas ideas no trastornan el juicio? ¿Acaso no son una
mezcla de justicia e injusticia? ¿No han llamado mentira a lo
que yo sé que es verdad? Por último, la mayor insensatez de
esos hombres de edad madura, de todos esos liberales, de
toda esa masa infecta, es que se creen y se hacen pasar por espíritus
libres. ¿Dónde se habrá visto nada semejante, Catalina?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Realmente, es absurdo, es muy lamentable; pero... (Entra
PETRA en el salón.) ¿Ya has vuelto de
la escuela?
PETRA.
-
Sí. Acaban de echarme.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Que te han echado?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿A ti también?
PETRA.
-
Así me lo ha indicado la señora Busk, y me ha parecido lo mejor
marcharme en seguida.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No llego a creer que la señora Busk haya sido capaz de hacer eso
contigo.
PETRA.
-
La señora Busk, en el fondo, no es mala. Se veía muy bien que
sufría al obrar en esta forma. Ella misma me lo ha dicho, pero no se
atreve a hacer otra cosa. En fin, el caso es que me han echado...
DOCTOR
STOCKMANN. (Riéndose y frotándose
las manos.)
-
¡Tampoco se ha atrevido ella! ¡Estupendo!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Se comprende. Después del tumulto de ayer...
PETRA.
-
Aún no he terminado, papá.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Tienes algo más que decir? ¡Habla!
PETRA.
-
La señora Busk me ha enseñado unas cartas que había recibido hoy
por la mañana.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Anónimas, supongo, ¿eh?
PETRA
-
Sí.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Lo estás viendo, Catalina? Ni siquiera se atreven a dar su
nombre.
PETRA.
-
Dos de ellas contaban que anoche, en el círculo, uno de nuestros
amigos había dicho que yo profesaba ideas harto libres sobre
ciertas cuestiones.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Presumo que no lo habrás negado.
PETRA.
-
Sin duda. Me consta que a su vez la señora Busk tiene ideas libres
en la intimidad. Pero, como las mías son conocidas, no se ha
atrevido a conservarme junto a ella.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Oyes? ¡Nada menos que un amigo nuestro! Así nos agradecen, Tomás,
nuestra hospitalidad...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡No aguanto un momento más entre tanta porquería! Anda,
prepara las maletas al punto y vámonos de aquí; hoy, mejor que
mañana.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Chis! Alguien viene por el comedor. Petra, ve a ver quién es.
PETRA.
(Abriendo la puerta del vestíbulo.)
-
¡Ah! ¿Usted aquí, capitán? Pase, por favor.
HORSTER.
(Que entra.)
-
Quería saber cómo seguían ustedes.
DOCTOR
STOCKMANN. (Le estrecha cordialmente
la mano.)
-
¡Gracias, capitán! Es usted muy amable.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Le agradecemos de todo corazón habernos ayudado anoche a entrar
en casa, capitán.
PETRA.
-
¿Cómo pudo entrar usted luego en la suya?
HORSTER.
-
¡Oh!, muy fácilmente. Tengo buenos puños, y esa gente lo único
que tiene robusto son las gargantas.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Le sobra a usted razón. Son cobardes; tan cobardes, que mueven
a risa. Venga; le voy a enseñar una cosa. ¿Ve usted? ¡Nos han
tirado piedras! Le costará trabajo encontrar entre ellas piedras de
combate. No obstante, hablaban de hacerme pasar un mal rato, y
cuando se ha tratado de llegar a los hechos... En esta ciudad
miserable no hay ni un hombre de acción.
HORSTER.
-
Mejor que sea así, doctor; al menos, por esta vez.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, efectivamente, pero es una vergüenza. Si un día hubiera
que librar una batalla decisiva para el país, ya vería usted cómo
la opinión pública, esa mayoría compacta, huía cual un rebaño
de borregos. ¡Es triste pensarlo! Pero no; a la postre su estupidez
me da risa. ¿Dicen que soy un enemigo del pueblo? Bien; pues seguiré
siendo un enemigo del pueblo siempre.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No, Tomás, no lo serás nunca.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Yo que tú, no lo diría con tanta convicción, Catalina. Una frase
venenosa puede hacer tanta daño como una punzada en los
pulmones, y esa frase maldita se me ha clavado en el corazón, ¡Nadie
podrá arrancarla ya!
PETRA.
-
Conviene tomar la cosa a broma, papá, ¡Ríete de ellos!
HORSTER.
-
Con el tiempo se cambia de ideas, señor doctor.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Sí, capitán; ha dicho usted una gran verdad.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Entonces será demasiado tarde y tendrán que arreglárselas
como puedan. Que sigan entre sus abominaciones, con el remordimiento
de haber desterrado a un buen patriota. ¡Peor para ellos! ¿Cuándo
saldremos, capitán Horster?
HORSTER.
-
Justamente he venido para hablar de eso.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Alguna avería en el barco?
HORSTER.
-
No; pero ya no salgo con él.
PETRA.
-
Espero que no le hayan despedido.
HORSTER.
(Sonriente.)
-
Sí, me han despedido.
PETRA.
-
¿Cómo es posible? ¿También a usted?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Lo ves, Tomás?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Le pasa esto por su lealtad. Si lo hubiera sabido antes...
HORSTER.
-
No se preocupe. No me será difícil conseguir colocarme con
cualquier armador de otra ciudad.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ese Vik es un miserable! ¡Hacer una cosa así siendo rico y libre!
HORSTER.
-
Yo creo que, al fin y al cabo, es un hombre honrado. Me dijo que me
habría mantenido en mi puesto si no fuese porque no se
atrevía…
DOCTOR
STOCKMANN,
-
¡Claro! ¡No se ha atrevido! ¡Era de creer!
HORSTER.
-
Me dijo que, cuando se pertenece a un partido, no es tan fácil
atreverse…
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Y ésas son las palabras de un hombre honrado! ¡Vaya! ¿Sabe
usted lo que es un partido? Un partido es un instrumento para hacer
picadillo de carne... de carne humana.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, Tomás...
PETRA.
(A HORSTER.)
-
Estoy segura de que no le habría acaecido esto si no nos hubiese
acompañado usted a casa.
HORSTER.
-
No lo lamento.
PETRA.
(Estrechándole la mano.)
-
¡Muchas gracias!
HORSTER.
(Al doctor.)
-
He venido a decirle que, si está usted resuelto a marcharse,
tengo un medio.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Con tal de salir de aquí, bueno será.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Chis! Han llamado.
PETRA.
-
Debe de ser el tío Pedro.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ah! (En voz alta.)
¡Adelante!
EL
ALCALDE. (Asomando por la puerta.)
-
Como tienes visita, volveré después.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No, no; puedes pasar.
EL
ALCALDE.
-
Es que iba a decirte algo confidencial.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Nosotros nos retiraremos al salón.
HORSTER.
-
Yo vendré más tarde.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No, capitán; quédese con ellas. Todavía tengo que hablar con
usted. Aguárdeme en el salón, se lo ruego.
HORSTER.
-
Bueno, bueno. Aguardaré. (Pasa tras la
SEÑORA STOCKMANN y PETRA al salón.)
(El
ALCALDE, sin decir palabra, mira disimuladamente los vidrios rotos.)
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Si te molesta la corriente, puedes cubrirte.
EL
ALCALDE.
-
Gracias. Con tu permiso. (Se pone la
gorra.) Ayer me enfrié.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pues a mí se me antojó que hacía demasiado calor en la sala.
EL
ALCALDE.
-
No sabes cuánto deploro no haber podido evitar lo de anoche.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Era eso lo que ibas a decirme tan confidencialmente?
EL
ALCALDE. (Sacando una carta del
bolsillo.)
-
Aquí te traigo una carta de la dirección del balneario.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Estoy despedido, ¿no es eso?
EL
ALCALDE.
-
Sí, desde hoy. Lo sentimos mucho; pero no nos atrevemos a obrar de
otro modo ante el ambiente que ha creado la opinión pública.
DOCTOR
STOCKMANN. (Con una sonrisa.)
-
¡Ah!, ¿no os atrevéis? No es la primera vez que oigo decir
eso.
EL
ALCALDE.
-
Tomás, te suplico que te hagas cargo de tu situación. De hoy
en adelante no tendrás un solo cliente en toda la ciudad.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Y qué me importa la clientela?... Pero ¿cómo das por tan seguro
eso?
EL
ALCALDE.
-
La Sociedad de Propietarios está haciendo circular de casa en
casa un documento, según el cual los ciudadanos dignos deben
comprometerse a no llamarte. Nadie osará negar su firma. En
resumen, no se atreverán.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No lo dudo. ¿Y qué más?
EL
ALCALDE.
-
Si me lo permites, yo te aconsejaría que te marcharas de la
ciudad por algún tiempo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Eso pienso hacer.
EL
ALCALDE.
-
Perfectamente. Y si, después de reflexionar durante un año, te
decides a escribir unas palabras de arrepentimiento y a retractarte
de tus errores...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Piensas que volvería a tener mi puesto?
EL
ALCALDE.
-
Puede ser. Por lo menos, no es del todo imposible.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Cómo! ¿Y la opinión pública? ¿Te atreverías a retar a la
opinión pública?
EL
ALCALDE.
-
¡Bah! La opinión pública es muy mudable. Además, a la postre, lo
que importa es entonces el mea culpa.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Lo creo. Ya sabes muy bien lo que pienso de estas mentiras.
EL
ALCALDE.
-
Sí, sí, ya lo sé. Pero, cuando decías eso, tu situación era
buena, y estabas convencido de contar con una mayoría
inmensa.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Y ahora, en cambio, la tengo contra mí. Pues bien: no. ¡Nunca lo
haré, nunca en la vida!
EL
ALCALDE.
-
Sin embargo, Tomás, un padre de familia no puede arriesgarse a
conducirse así.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Crees que no me atreveré? Sólo hay una cosa en el mundo a la que
no debe atreverse un hombre libre. ¿Sabes cuál es?
EL
ALCALDE.
-
No.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Lo suponía. ¡Ea!, voy a exponértela: un hombre libre no debe jamás
atreverse a obrar vilmente, de modo que tenga él mismo que
escupirse a su propia cara, que avergonzarse de sí propio.
EL
ALCALDE.
-
Lo estimo muy justo; y si no hubiera otra razón para tu empeño
en defender una mala causa... Pero es que precisamente hay una.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué quieres decir?
EL
ALCALDE.
-
Demasiado me entiendes. Te estoy dando un consejo de hermano y de
hombre razonable: no te entregues a esperanzas inútiles que,
probablemente, jamás se realizarán.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué quieres decir, repito?
EL
ALCALDE.
-
¿Es que intentas persuadirme de que no conoces el testamento de Kul,
del viejo Kul?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Lo único que sé es que lega lo poco que posee al Asilo de
Ancianos. Pero, en resumidas cuentas, ¿qué me importa
todo eso?
EL
ALCALDE.
-
¿Lo poco que posee, dices? El viejo Kul es rico, muy rico.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No lo sabía. Da lo mismo.
EL
ALCALDE.
-
¿Y tampoco sabías que una gran parte de su fortuna iba a ser
para tus hijos, y que tú y tu mujer compartiríais el
usufructo? ¿No te lo había dicho nunca el viejo Kul?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No, nunca. Al contrario, siempre estaba fingiéndose pobre; no
hacía más que protestar contra los impuestos... ¿Estás seguro,
Pedro, de no equivocarte?
EL
ALCALDE.
-
Puedes creer que mis informes son dignos de crédito.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿De suerte que Catalina y los niños quedarán al abrigo de
toda necesidad? Tengo que darles esa buena noticia. (A
voces.) ¡Catalina, Catalina!
EL
ALCALDE.
-
¡Chis! ¡Cállate!, no digas nada aún.
SEÑORA
STOCKMANN. (Apareciendo a la puerta.)
-
¿Me llamabas? ¿Qué querías?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Nada, nada. Puedes retirarte. (La SEÑORA
STOCKMANN cierra de nuevo la puerta. STOCKMANN se pasea
nerviosamente de un lado a otro.)
¡Al abrigo de toda necesidad! ¡Libres, a pesar de todo! ¡Qué
alegría! ¡Esa noticia me ha hecho feliz!
EL
ALCALDE.
-
Todavía no es seguro. Kul puede muy bien anular el testamento el día
que se le antoje.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No, Pedro, no lo hará. El Hurón estaba muy contento viendo cómo
luchaba yo contra ti y tus inteligentes amigos.
EL
ALCALDE. (Asombrado.)
-
¡Ah, sí! Ya empiezo a explicarme...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué...?
EL
ALCALDE.
-
No, nada. Tenías esto preparado hace mucho tiempo. Todos los
ataques que has emprendido contra las autoridades en nombre de
la verdad formaban parte de un plan premeditado, ¿eh?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Cómo!
EL
ALCALDE.
-
Deseabas heredar a ese viejo huraño.
DOCTOR
STOCKMANN. (Con voz alterada.)
-
Pedro, eres el ser más vil y más inmundo que he conocido en mi
vida.
EL
ALCALDE.
-
Ahora todo ha terminado entre nosotros. Estás destituido
definitivamente. Disponemos de armas poderosas contra ti, después de
lo que acabo de saber. (Se marcha.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Al ALCALDE.)
-
¡Vete! ¡Sí, vete de una vez! ¡Eres un ser repugnante! (A
voces.) ¡Catalina! Que frieguen
el suelo que acaba de pisar ese hombre. Que traigan un cubo de agua.
Llama a esa muchacha, a la criada...
SEÑORA
STOCKMANN. (Desde el salón.)
-
¡Por Dios, Tomás, cálmate!
PETRA.
(Que asoma a la puerta.)
-
Papá, el abuelo quiere hablarte un momento.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Eh? ¡Cómo! (Se dirige hacia la
puerta.) Pase. (MORTEN
KUL entra y STOCKMANN cierra la puerta tras él.)
Siéntese, tenga la bondad. ¿Qué quería usted?
MORTEN
KUL.
-
Nada; no vale la pena. (Mira en torno
suyo.) Tiene usted la casa muy
ventilada, Stockmann.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Ah!, ¿usted cree?
MORTEN
KUL.
-
Sí, por de contado; no le falta aire fresco. Estará usted furioso,
¿no? Pero, en todo caso, no le remorderá la conciencia.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, eso es evidente.
MORTEN
KUL.
-
Estoy convencido. (Golpeándose el
pecho.) ¿Adivina lo que hay aquí?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Otra conciencia tranquila?
MORTEN
KUL.
-
No, algo mucho mejor. (Saca una cartera
y enseña varios papeles.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Mirándole, extrañado.)
-
¿Acciones de la Sociedad del Balneario?
MORTEN
KUL.
-
Hoy están muy baratas.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Y las ha comprado usted?
MORTEN
KUL.
-
Todas las que he podido.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pero ¿no se percata del miserable estado en que se encuentra el
establecimiento?
MORTEN
KUL.
-
Si es usted listo y razonable, todo puede conciliarse.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Bien sabe que hago cuanto puedo. Pero en esta ciudad todos están
locos.
MORTEN
KUL.
-
Ayer me dijo usted que era mi tenería la que en particular
causaba la infección. Si eso fuese cierto, resultaría que mi
abuelo, mi padre y yo seríamos desde hace años la plaga de la
ciudad. ¿Cree que puedo tolerar semejante deshonra sobre mi
nombre?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Lo que creo es que, desgraciadamente, no tendrá usted más
remedio que conformarse.
MORTEN
KUL.
-
Pues no. Estoy muy preocupado con el prestigio de mi nombre. Por lo
visto, hasta me han puesto de mote el de
un
animal inferior. Pero les demostraré que no merezco ese apodo, y que
viviré según he vivido: en la más cabal limpieza.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Cómo hará para conseguirlo?
MORTEN
KUL.
-
Eso ya es cuestión suya.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Mía?
MORTEN
KUL.
-
Sabe usted con qué dinero he comprado esas acciones? Pues con
el que heredarán de mí su mujer y sus hijos.
DOCTOR
STOCKMANN. (Denotando creciente
nerviosismo.)
-
¡Cómo! ¿Con el dinero que destina usted a Catalina ha sido capaz
de hacer eso?
MORTEN
KUL.
-
Sí. Todo ese dinero se halla invertido desde hoy en el
establecimiento. Ahora vamos a ver si está usted verdaderamente
loco. Si continúa diciendo que las basuras de mi tenería
infectan las aguas del balneario, perjudica así los intereses
de su mujer y de sus hijos...
DOCTOR
STOCKMAAN. (Enojado.)
-
Pues, naturalmente, lo haré. Lo que digo es verdad. No se trata de
ninguna locura.
MORTEN
KUL.
-
Usted no tiene derecho a hacer semejante cosa, por su mujer, por
sus hijos.
DOCTOR
STOCKMANN. (Parándose ante él.)
-
Antes de comprar todos esos papeluchos, debería usted haberme
consultado.
MORTEN
KUL.
-
Lo mejor es hacer las cosas en seguida, sin demora.
DOCTOR
STOCKMANN. (Se pasea nerviosamente
de un lado a otro.)
-
Si no fuese porque estoy convencido de que lo que digo es
exacto... Pero tengo la seguridad absoluta de que me asiste la razón.
MORTEN
KUL. (Enseña la cartera.)
-
Si continúa usted insistiendo en su locura, todo esto se convertirá
en papeles mojados.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ha de haber un medio científico...
MORTEN
KUL.
-
¿Para exterminar los microbios?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Para evitar que perjudiquen, cuando menos.
MORTEN
KUL.
-
¡Arsénico, hombre! ¿Por qué no emplea usted arsénico?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Qué tontería! Pero quizá me equivoque; como todo el mundo
dice que no soy más que un soñador... ¡Oh! no vale la pena
molestarse. ¡Peor para ellos! ¿No han dicho que soy un enemigo
del pueblo esos majaderos? ¿No han hecho todo lo posible por
destrozarme la ropa, y no han querido asaltar mi casa? Por
si acaso, debo decírselo a Catalina, de todos modos.
MORTEN
KUL.
-
Sí, hable usted con su mujer. Es bastante juiciosa.
DOCTOR
STOCKMANN. (Abalanzándose
repentinamente sobre KUL.)
-
Dígame: ¿cómo se le ha podido ocurrir tamaña treta? ¿Cómo
ha sido capaz de causarme este dolor, arriesgando el dinero
de Catalina? Cuando le miro, se me figura ver al mismísimo diablo.
MORTEN
KUL.
-
Será mejor que me vaya. Sólo quiero saber antes de dos horas
su decisión: sí o no. Y si es negativa, depositaré
inmediatamente las acciones en el Asilo de Ancianos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué piensa usted dejar a Catalina, pues?
MORTEN
KUL.
-
Ni una moneda.
(ASLAKSEN
y HOVSTAD aparecen por la puerta del vestíbulo.)
DOCTOR
STOCKMANN. (Observando a los recién
venidos.)
-
¿Cómo se atreven ustedes a venir a mi casa después de todo lo que
ha pasado?
MORTEN
KUL.
-
¡Ellos aquí!
HOVSTAD.
-
Queríamos hablarle.
MORTEN
KUL. (Aparte, al doctor.)
-
Ya lo sabe usted. Antes de dos horas: sí o no. (Vase.)
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué pretenden ustedes? ¡Pronto, hablen!
HOVSTAD.
-
¿Está usted enfadado con nosotros por nuestra actitud de anoche? Lo
comprendemos sin esfuerzo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿A eso llaman ustedes actitud? ¡Valiente actitud! ¿No sienten
la menor vergüenza por haber obrado así?
HOVSTAD.
-
No podíamos obrar de otra guisa.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No se atreverían, querrá decir usted.
HOVSTAD.
-
Pues sí, eso es.
ASLAKSEN.
-
Pero ¿por qué no nos previno usted? Bastaba con una palabra a
Hovstad o a mí, con una leve indicación...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿A qué se refiere usted?
ASLAKSEN.
-
Debía habernos notificado el asunto de que iba a tratar.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No sé de qué están hablando ustedes.
ASLAKSEN.
(Con un gesto de inteligencia.)
-
De sobra lo sabe usted, señor doctor.
HOVSTAD.
-
Ya no es menester mentir.
DOCTOR
STOCKMANN. (Mirándolos
alternativamente.)
-
Vamos, ¿qué quieren ustedes decir con todo eso?
ASLAKSEN.
-
¿Es cierto que el viejo Kul anda por toda la ciudad comprando las
acciones del balneario?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, ha estado comprándolas hoy; pero...
ASLAKSEN.
-
¿No habría sido preferible encargar la cosa a otra persona menos
allegada a usted, señor doctor?
HOVSTAD.
-
Además, pudo usted muy bien no intervenir en el asunto. No hacían
ninguna falta sus ataques al balneario. ¿Por qué no nos
consultó, señor doctor?
DOCTOR
STOCKMANN. (Comprende, y tras de una
pausa, exclama, exaltado:)
-
¿Cómo es posible que...?
ASLAKSEN.
(Sonriendo.)
-
¡Debería haber sido usted más hábil!
HOVSTAD.
-
Lo mejor sería hacer que mediaran en el caso muchas personas; así
disminuirían las responsabilidades individuales.
DOCTOR
STOCKMANN. (Sereno.)
-
Vamos a ver, ¿qué desean ustedes?
ASLAKSEN.
-
Hovstad se lo dirá.
HOVSTAD.
-
No, no; mejor será que hable usted, Aslaksen.
ASLAKSEN.
-
¡Sea! Puesto que ya sabemos en qué consiste el negocio, estamos
dispuestos a ofrecer el apoyo de La Voz
del Pueblo.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Entendido; pero ¿y la opinión pública? ¿No tienen miedo de
que se levante la opinión pública contra ustedes?
HOVSTAD.
-
¡Oh! Descuide. Ya procuraremos conjurar la tormenta.
ASLAKSEN.
-
Además, el señor doctor tendrá que evolucionar lentamente, ¿me
comprende? Como su ataque ha producido ya el efecto necesario...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Vaya!, lo que usted quiere decir es que, como Morten Kul y yo hemos
adquirido ya a buen precio las accciones del balneario...
HOVSTAD.
-
Serán motivos puramente científicos los que le obliguen a tomar de
nuevo su dirección...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Eso; y por tales motivos es por lo que he decidido al viejo Kul a
meterse en el asunto. Reforzaremos ligeramente las tuberías
y excavaremos un poco el lecho del río, sin que el Ayuntamiento
tenga que hacer mayor gasto. ¿No les parece que así irá todo como
una seda?
HOVSTAD.
-
Creo que sí, máxime contando con el apoyo de La
Voz del Pueblo.
ASLAKSEN.
-
En toda sociedad libre, la prensa es una gran fuerza, señor doctor.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
No lo dudo. Y la opinión pública igualmente. Usted, señor
Aslaksen, se encargará de atraerse a la Sociedad de Propietarios,
¿eh?
ASLAKSEN.
-
Por supuesto. Y a la de la Moderación. Cuente con ello.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Permítanme, señores; casi me ruboriza preguntarlo. ¿Podrían
especificarme cuáles serán sus honorarios en este negocio?
HOVSTAD.
-
¡Oh! Excuso decir que nosotros habríamos preferido apoyarle
gratis; pero La Voz del Pueblo
está pasando por un momento crítico, y francamente, sería una
pena verla sucumbir, sobre todo ahora que tiene tantas batallas
políticas que librar y tantos asuntos importantes que
solucionar.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Comprendido; sería una verdadera lástima para los amigos del
pueblo, como ustedes... (Estallando.)
Pero ¡yo soy un enemigo de ese pueblo ! ¿No lo sabían ya? ¿Dónde
está mi bastón? ¿Dónde he dejado mi bastón? (Atraviesa
rápidamente la escena.) iA ver! ¿dónde
está mi bastón?
HOVSTAD.
-
¡Cómo! ¿Qué se propone?
ASLAKSEN.
-
No irá a...
DOCTOR
STOCKMANN. (Se detiene.)
-
¿Y qué sucedería si yo no quisiera cederles ni una sola de las
acciones? Acuérdense de que los ricos no dan tan fácilmente su
dinero.
HOVSTAD.
-
Con todo, considere que esa cuestión de las acciones puede
explicarse de... dos maneras.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Osará usted...? Y si no subvenciono La
Voz del Pueblo, presentarán ustedes
el asunto al público en la forma menos airosa. Son capaces de
lanzarse sobre mí para acosarme y acabar de una vez conmigo.
HOVSTAD.
-
Es una ley natural: la lucha por la vida.
ASLAKSEN.
-
Hay que buscar el pan donde se encuentre...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pues entonces búsquenlo en la cloaca. (Se
pasea por la estancia.) Ahora hemos de
ver cuál de los tres es el animal más fuerte. Voy a enseñarles
cómo trata a los pillos la gente honrada de mi especie: ¡a
palos! (Alcanza su paraguas y los
amenaza con él)
HOVSTAD.
-
Confío en que no atentará usted contra nuestras personas...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Afuera! ¡Largo de aquí!
ASLAKSEN.
-
Pero ¿por dónde?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Por la ventana!
HOVSTAD.
(Desde la puerta de entrada.)
-
¿Es que se ha vuelto usted loco?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Por la ventana! ¡De prisa!
ASLAKSEN.
(Aturdido, da la vuelta al escritorio.)
-
Tenga moderación, señor doctor; soy un hombre débil, indefenso...
(A grandes voces.)
¡Socorro, socorro!
(CATALINA,
PETRA y HORSTER se precipitan en la habitación.)
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Calma, Tomás! ¿Qué pasa?
DOCTOR
STOCKMANN. (Paraguas en ristre.)
-
¡Salten ustedes a la calle! ¡Pronto! ¿Me oyen?
HOVSTAD.
-
El capitán Horster es testigo de que ha agredido usted a un hombre
inocente. (Desaparece por el
vestíbulo como alma que lleva el diablo.)
ASLAKSEN.
(Sin saber qué hacer.)
-
Si conociera la distribución de las habitaciones... (Se
desliza cautelosamente hacia el salón.)
SEÑORA
STOCKMANN. (Reteniendo a su marido.)
-
¡Sosiégate, Tomás! ¡Por Dios, tranquilízate!
DOCTOR
STOCKMANN. (Tira el paraguas.)
-
¡Han huído!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero ¿qué es lo que querían?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ya te lo diré luego. Al presente tengo otra cosa que hacer. (Se
acerca a su escritorio y escribe en una tarjeta de visita.)
Lee, Catalina. ¿Qué pone?
SEÑORA
STOCKMANN. (Lee.)
-
¡ No, no y mil veces no! Por triplicado en letra muy grande.
¿Qué es esto?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Ya lo sabrás. (Entrega la tarjeta a su
hija.) Petra, dile a... la... criada,
como se llame... que lleve esta tarjeta al curtidor Kul. ¡Sin
perder un momento! (PETRA sale.)
¿Por qué han de venir hoy a verme todos esos malditos mensajeros?
En lo sucesivo voy a afilar bien mi... pluma y a mojarla en... pus y
veneno...
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, Tomás. ¿No te acuerdas de que nos marchamos?
(Vuelve
PETRA.)
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué hay?
PETRA.
-
Ya está hecho.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Marcharnos, decías? No, Catalina, no; nos quedaremos aquí.
PETRA.
-
¡Nos quedamos!
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Aquí, en la ciudad?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí. Ha comenzado la batalla, y aquí he de conseguir la victoria. En
cuanto hayas zurcido mi pantalón, saldré a buscar casa; tenemos
que procurarnos un refugio para pasar el invierno.
HORSTER.
-
Puede usted aprovechar la mía.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿En serio?...
HORSTER.
-
No hay inconveniente. Me sobra espacio, y rara vez estoy en
casa.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¡Qué amable es usted!
PETRA.
-
¡Gracias, muchísimas gracias, Horster!
DOCTOR
STOCKMANN. (Estrechando la mano al
capitán.)
-
¡Muchas gracias! Ya han cesado todas mis preocupaciones. Ahora
voy a empezar a trabajar de firme; cuanto antes, mejor. Catalina, aún
me quedan muchos descubrimientos por hacer. Ya podré al cabo
disponer de todo el tiempo que quiera. Porque has de saber,
Catalina, que me han dada la cesantía de mi cargo en el balneario.
SEÑORA
STOCKMANN. (Suspirando.)
-
Me lo temía.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Y quieren quitarme la clientela, por añadidura. ¡Bah, hagan lo que
gusten! Siempre me quedarán los pobres, los que no pagan. Son los
pobres, principalmente, los que me necesitan, y como no tendrán
más remedio que escucharme, les sermonearé a diestro y siniestro,
con su aprobación o sin ella.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, querido Tomás, te consta adónde te conduce... sermonear.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Y qué quieres que le haga, Catalina? ¿O es que prefieres que
me arrastre por el fango, dependiendo de la opinión pública,
de la mayoría compacta y de todas esas paparruchas? No; lo que
deseo es bien sencillo: deseo meter en la cabeza a esos estúpidos a
quienes llaman aquí liberales, que son los peores enemigos de las
hombres libres, que los programas de partido abortan toda
verdad capaz de vivir, que la forma como interpretan ciertas
conveniencias está fuera de toda moral y de toda justicia, y
que acabarán por tornar la vida de todo punto insoportable. ¿No
opina, capitán, que lograré hacérselo comprender?
HORSTER.
-
Quizá. Yo no entiendo nada de esas cosas.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Pues va a entenderlo en seguida. Se impone que desaparezcan los
cabecillas de partido. Todo cabecilla es un lobo, un lobo hambriento
que necesita para vivir cierto número de gallinas y cordederos.
Y si no, díganlo Aslaksen y Hovstad. ¿Cuántos corderos
devoran? Y los que no devoran, los inutilizan, convirtiéndolos
en propietarios de casas y en suscriptores de La
Voz del Pueblo. (Se
sienta en el borde de la mesa.) Ven
aquí, Catalina. ¿Ves cómo nos envía el sol sus rayos generosos, y
cómo nos refresca la brisa de primavera que entra por esa
ventana?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Sí; pero no podemos vivir únicamente de rayos de sol y brisas
de primavera.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Conque economices un poco más, ya verás cómo se arregla todo. Eso
es lo que menos me preocupa. Lo malo es que no sé de ningún hombre
lo bastante libre, lo bastante leal para proseguir mi misión
cuando yo muera.
PETRA.
-
No pienses de momento en eso, papá. Todavía tienes mucho
tiempo por delante para actuar. Mira, ya están aquí los niños.
(Pasan
EJLIF y MORTEN.)
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Habéis terminado las clases tan temprano?
MORTEN.
-
Es que hemos tenido una riña con los otros chicos en el recreo, y...
EJLIF.
-
Porque ellos se metieran con nosotros.
MORTEN.
-
Sí, y entonces el señor Korlund ha dicho que sería conveniente que
nos quedásemos en casa algunos días.
DOCTOR
STOCKMANN. (Chasca los dedos y baja de
la mesa.)
-
¡Mejor! Me alegro. No volveréis a pisar la escuela.
LOS
NIÑOS.
-
¿No? ¿Nunca?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Pero, Tomás...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Nunca. Les enseñaré yo mismo. Ya no tendréis que estudiar nada de
nada; pero, eso sí, haré de vosotros hombres libres y superiores.
Para ello, Petra, necesitaré tu ayuda, ¿me oyes?
PETRA.
-
Cuenta conmigo, papá.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Instalaremos la escuela en la sala donde me insultaron
llamándome enemigo del pueblo. Pero se requerirá que vengan
más alumnos aún; me hace falta lo menos una docena de muchachos
para empezar.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
No los encontrarás en toda la ciudad.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Eso, lo veremos! (A sus hijos.)
¿No conocéis vosotros algunos granujillas?
MORTEN.
-
Sí, papá, yo conozco algunos.
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¡Magnífico! A ver si puedes traérmelos. Quiero ensayarme con
ellos. A veces se encuentran verdaderos prodigios.
MORTEN.
-
¿Y qué vamos a hacer cuando seamos hombres libres y superiores?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Entonces, hijos míos, iréis a la caza de lobos, que por aquí
abundan.
SEÑORA
STOCKMANN.
-
Con tal que no sean los lobos los que te cacen a ti, Tomás...
DOCTOR
STOCKMANN.
-
¿Qué locuras estás diciendo, Catalina? ¿Cazarme? ¿A mí,
que ahora soy el hombre más poderoso de la ciudad?
SEÑORA
STOCKMANN.
-
¿Poderoso?... ¿Tú?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí. Y hasta me aventuro a decir que soy uno de los hombres más
poderosos del mundo.
MORTEN.
-
¿De veras, papá?
DOCTOR
STOCKMANN. (En voz baja.)
¡Chis! ¡Silencio! Todavía es un secreto; pero vengo de hacer
un gran descubrimiento...
SEÑORA
STOCKMANN. (Extrañada.)
-
¿Otro descubrimiento?
DOCTOR
STOCKMANN.
-
Sí, otro. (Congregando a todos en
torno suyo.) Helo aquí. Escuchad.
El hombre más poderoso del mundo es el que está más solo.
SEÑORA
STOCKMANN. (Sonríe y mueve la cabeza.)
-
¡Tomás, Tomás!
PETRA.
(Tomándole cariñosamente las manos.)
-
¡Papá!
FIN
DE "UN ENEMIGO DEL PUEBLO"
El
dramaturgo Henrik Ibsen
Henrik
Ibsen (1828-1906) publicó su última obra dramática "Cuando
despertemos los muertos" en 1899, llamándola epílogo
dramático. Quedó como el epílogo de su producción, la enfermedad
le impidió escribir más. A lo largo de medio siglo había dedicado
su vida y empeño al arte dramático, y había conquistado una
posición internacional como el dramaturgo más grande e influyente
de su época. El mismo sabía que era él quien había llevado el
nombre de Noruega más lejos en el mundo.
Por
Bjørn Hemmer
Henrik
Ibsen también fue un poeta importante, publicando un libro de poemas
en 1871, pero empeñó toda su energía literaria en el género
dramático. Durante largos años afrontó una fuerte resistencia,
pero venció al conservadurismo y prejuicios éticos de los críticos
y el público. Más que ningún otro dio nuevas fuerzas al arte del
teatro, aportando al drama burgués europeo una seriedad ética y
profundidad psicológica que el teatro no había poseído desde los
tiempos de Shakespeare. Ibsen contribuyó fuertemente a dar al género
dramático europeo una vitalidad y una calidad artística comparables
con las de las grandes tragedias griegas de la antigüedad.
Es
en esta perspectiva que debemos situar el esfuerzo de Ibsen en la
historia del teatro. Sus dramas contemporáneos realistas representan
la continuación de la tradición europea de la tragedia. En estas
obras describe las personas en el ambiente burgués de su tiempo,
personas que en su vida cotidiana afrontan de repente una crisis
profunda. Con su falta de visión y por sus acciones previas han
contribuido ellos mismos a crear esta crisis. A través de un
análisis retrospectivo del pasado quedan forzados a verlo. No
obstante, Ibsen también ha creado otro tipo muy diferente de
dramática, y llevaba más de 25 años como autor antes de que
publicara su primera obra contemporánea realista, “Los
pilares de la sociedad”,
en 1877.
Vida
y obra
La
biografía de Ibsen es escasa en cuanto a grandes e importantes
acontecimientos externos. Su vida de artista podrá parecer una larga
e intensa lucha hasta la victoria y la fama, un camino espinoso desde
la pobreza hasta el éxito internacional. Pasó 27 años en el
extranjero, en Italia y Alemania. Abandonó la patria cuando tenía
36 años, en 1864. Regresó a los 63 años a su hogar, Cristianía,
donde falleció en en 1906, a la edad de 78 años.
En
la última obra dramática de Ibsen, “Cuando
los muertos nos despertemos”,
describe una vida artística que en muchas cosas podría parecerse a
su propia línea de vida. El famoso escultor, el catedrático Rubek,
ha regresado a Noruega tras haber permanecido muchos años en el
extranjero. Está cansado de su vida artística, y no siente ninguna
felicidad verdadera por su éxito y fama. En la obra central de su
vida ha modelado una imagen de sí mismo, titulándola "el
arrepentimiento sobre una vida desperdiciada".
Durante el transcurso de la obra se le obliga a admitir que ha hecho
desperdiciar su felicidad y la de otros. Ha renunciado a todo por el
arte, tanto al amor de su juventud como a su antiguo idealismo. Pero
con esto también ha traicionado una parte esencial de su propio
arte. Justamente la que era el amor de su juventud y su modelo,
Irene, le visita a la hora del desenlace y le dice la verdad: Hasta
que los muertos no nos despertamos, no vemos lo irremediable, que es
que nunca hemos vivido.
Es
la misma sensación trágica que es característica de los dramas de
Ibsen, la sensación de una vida irreal y una forma de muerte viva.
Como contrapartida se vislumbra una existencia utópica en libertad,
verdad y amor, en resumen una vida feliz. En el mundo de Ibsen, los
protagonistas aspiran a alcanzar una meta, pero la misma aspiración
conduce a la frialdad y la soledad. No obstante, siempre ha existido
la posibilidad de elegir otro camino, una vida con calor humano e
intimidad. El problema para el personaje de Ibsen es que ambas
posibilidades pueden aparentar como la alternativa feliz, pero el
individuo no ve las consecuencias de su elección.
En
“Cuando los
muertos nos despertemos” la
frialdad del arte se contrasta con el calor de la vida. El arte, bajo
una perspectiva podrá parecer una cárcel de la que el artista no
puede ni quiere salir. Como dice Rubek a Irene:
"Soy
artista, Irene. Y no me avergüenzo de la fragilidad que quizás me
acompaña. Porque soy artista innato, ves. Y nunca seré nada más
que artista de todas formas". Pero
para la traicionada Irene no es excusa suficiente. Su perspectiva es
otra, ella le llama un lírico, uno que crea su propio mundo ficticio
y por lo tanto, traiciona al ser humano dentro de sí mismo y en la
persona que le ama.
Es
exactamente la misma acusación que hizo Ella Rentheim en “Juan
Gabriel Borkman” (1896) al
hombre que la sacrificó por su carrera. Lo trágico de la
perspectiva de Ibsen parece ser que para el tipo de personaje que el
describe, el conflicto aparentemente es imposible de solucionar, pero
esto no le exime de responsabilidad por las elecciones que uno ha
hecho.
Aunque
“Cuando
los muertos nos despertemos”
plantea una confrontación con el egoísmo artístico, no hay ninguna
razón para ver el drama como la amarga autocrítica del autor. Rubek
no es ningún autorretrato. Pero algunos de los investigadores de
Ibsen le consideran como el portavoz de los conceptos artísticos del
autor mismo. Rubek dice en otro lugar que el público solamente se
fija en la "verdad" real exterior de su descripción de las
personas. Lo que no entiende la gente es la dimensión escondida de
estos retratos de personas; todos los agentes impulsores oscuros
escondidos tras las altivas fachadas burguesas respetadas. En su
juventud, Rubek se había inspirado en una visión idealista de una
forma superior de la existencia humana. La experiencia de la vida le
ha convertido en un desvelador desilusionado de las personas, que en
su opinión describe la vida tal como es. Lo animal gobierna a la
persona, en la versión de Rubek de "La bête humaine" de
Zola, y describe los cambios en su arte en esta forma: "Inventaba
lo que veía con mis propios ojos a mi alrededor. Tenía que
incluirlo (....) Y surgiendo de las grietas de la tierra un
torbellino de personas con caras de animal bajo el rostro. Mujeres y
hombres tal como les conocí en la vida misma".
Es
comprensible que algunos investigadores de Ibsen no hayan resistido
la tentación de ver paralelos entre vida y obra, considerando este
drama como la autocrítica despiadada del escritor. Como he
mencionado, “Cuando
los muertos nos despertemos”
no tiene ninguna base autobiográfica. El parentesco entre Rubek y su
autor tendría que buscarse, en su caso, a un nivel más profundo, en
la materia conflictiva que Ibsen al final de su vida veía como un
problema general e importante en la existencia humana.
Ibsen
como psicólogo
En
las obras del anciano escritor nos encontramos con una serie de
personas que atraviesan conflictos similares. Juan Gabriel Borkman
sacrifica su amor por su sueño del poder y la gloria de su obra.
“Solness el
constructor” destruye la
vida y la felicidad de sus próximos, para exponerse como el artista
célebre de su profesión. Y “Hedda
Gabler” interviene
soberanamente en los destinos de otros para llevar a cabo su sueño
de libertad e independencia propias.
Estos
ejemplos de personas que persiguen su meta, teniendo que pisar a
otros irremediablemente, son todos sacados de la última década de
su obra. Ibsen desvela mediante su análisis psicológico las fuerzas
negativas en las mentes de estas personas (los llama "demonios",
"ogros").
Las descripciones de los personajes en estas últimas obras
dramáticas son extremadamente complicadas, cosa que es muy
característica en todas sus obras posteriores al “El
pato silvestre” (1884). En
los últimos 15 años de su obra literaria Ibsen desarrolla su
maestría dialéctica y su forma dramática peculiar, en la que el
realismo, el simbolismo y la profundidad psicológica convergen. Es
por esta fase de su obra literaria que le han llamado un "Freud
en el teatro", con o sin justificación.
En
todo caso es un hecho que Freud y una serie de psicólogos han podido
usar las descripciones de los personajes de Ibsen para ilustrar sus
propias teorías o servir de fundamento para el análisis de
carácter. Es sobre todo conocido el análisis que hizo Freud de
Rebekka West en “La
casa Rosmer” (1886), un
caso que trató en 1916 con otros tipos de carácter "que se
hunden debido a la prosperidad". Freud considera a Rebekka como
una víctima trágica del complejo de Edipo y de un pasado
incestuoso. El análisis dice quizás más sobre Freud que sobre
Ibsen. Pero la influencia de Freud y del psicoanálisis en general ha
sido considerable en el criterio del dramaturgo noruego.
Este
interés por Ibsen como psicólogo podría facilmente ocultar otros
aspectos esenciales de su arte. Su presentación de la existencia
humana ha sido situada en una clara perspectiva social e ideológica
. Quizás sea justamente esto lo que es la esencia de su arte y lo
convierte en poesía existencial, con horizontes hacia muchos
aspectos de la existencia. Esto vale en realidad para todo lo que
escribió, incluso antes de que llegara a ser un dramaturgo conocido
a nivel internacional en el período de los 1880.
“Una
poesía desesperada”
La
obra literaria de Ibsen representa una clara reflexión poética
sobre la necesidad del ser humano de vivir en otra forma de la que
realmente vive. Por eso, hay un profundo trasfondo de desesperación,
pasión y añoranza en su poesía. "Una
poesía desesperada" llamó
Benedetto Croce a estos relatos de personas que viven en constante
esperanza y se consumen por la añoranza de "algo
más" de lo que la vida les
ofrece.
Justamente
la distancia entre lo que desean y lo que es posible lograr es motivo
tanto de lo trágico como de lo cómico en muchos casos de la vida de
estos personajes. Ibsen mismo pensaba que era efectivamente en la
contradicción entre voluntad y posibilidad que su obra estaba
realmente arraigada. En 1875, haciendo una mirada atrás de sus 25
años como escritor, afirma que la mayor parte de lo que había
escrito había tratado sobre la "contradicción
entre la capacidad y la ambición, entre la voluntad y la
posibilidad". En esta relación
contradictoria opinaba que "veía
la tragedia y comedia de la humanidad y del individuo a la vez".
Una década más tarde creó la unión tragicómica entre el
sacerdote Rosmer y su profesor destartalado Ulrik Brendel. Estos dos
hombres, que representan el reflejo mutuo del otro, terminan ante un
abismo en el que solamente ven la soledad y falta de sentido total de
la vida.
En
las 12 obras contemporáneas — desde “Los
Pilares de la sociedad”
(1877) hasta “Cuando
los muertos nos despertemos”
(1899) nos introduce constantemente dentro de un tipo similar de
entorno social. Las condiciones de vida de sus personajes están
marcadas por una burguesía sólida y bien establecida. Pero a pesar
de esto, el mundo en el que viven está amenazado y es amenazador.
Porque resulta que es un mundo en movimiento, los antiguos valores y
anterior interpretación de la vida ya no son fijos. El movimiento
crea trastornos en la vida de cada uno y amenaza el orden social
establecido. Es aquí donde podemos ver que este proceso tiene un
aspecto tanto psicológico como social e ideológico.
El
motor que pone todo en marcha es la necesidad de cambio, cosa que
surge en la consciencia de cada uno. En este sentido, Ibsen es
obviamente un autor de ideas. Esto no quiere decir que su tarea
principal como dramaturgo fuera usar el teatro con fines didácticos
ni para un debate ideológico abstracto. (Algunos de sus críticos,
tanto en su tiempo como después, han formulado esta acusación
contra él, y es obvio que Ibsen de vez en cuando ha sentido la
tentación didáctica). No obstante, lo más importante sigue siendo
que el punto de partida para la descripción de los personajes de
Ibsen son las nociones que tienen los mismos personajes sobre lo que
hace merecer la pena vivir, sus valores y su comprensión de la vida.
Las nociones de las que disponen ellos mismos para describir sus
posturas pueden ser difusas, y su auto-comprensión puede ser
intuitiva y deficiente.
Un
buen ejemplo de ello es la descripción de Ellida Wangel sobre su
atracción ambivalente hacia el mar en “La
dama del mar” (1888). Pero
en la consciencia de Ellida se ha venido madurando desde hace mucho
tiempo un anhelo hacia una vida más libre, con otros valores morales
y sociales que los que representan la existencia burguesa del doctor
Wangel. Y esta confesión origina oleajes que la sacuden tanto a
nivel psicológico como social.
“Los
conflictos humanos”
La
mejor característica del procedimiento dramático de Ibsen la ha
expresado en realidad él mismo en la crítica de una obra de teatro
en 1857: "No es la lucha consciente
de ideas que pasan por nuestra mente, como tampoco sucede en la
realidad; sino que lo que vemos son los conflictos humanos, y
entremezclados en el trasfondo ellos, están las ideas, luchando,
siniestras o victoriosas".
Esto
toca indudablemente el fundamento de los requisitos exigidos por
Ibsen al arte dramático: Debería unir en una forma lo más realista
posible lo psicológico, lo ideológico y lo social. En sus mayores
logros es justamente la síntesis orgánica de estos tres elementos
la médula del drama de Ibsen. En realidad quizás lo logra en una
minoría de sus dramas, como en “Espectros”,
“El pato
silvestre” y “Hedda
Gabler”.
Resulta
interesante, sin embargo, que él mismo, al contrario de todos los
demás, consideraba “Emperador
y Galileo” como su obra
maestra. Podría ser una indicación del énfasis que ponía a lo
ideológico, no como reflexión, sino como conflictos entre
interpretaciones de la vida. Ibsen opinaba que había hecho un relato
totalmente "realista"
del conflicto interior del descarriado Julián. Supongo que la verdad
es que el personaje de Julián está demasiado marcado por ideas que
el autor mismo había pensado, lo que denominó su "visión
positiva del mundo". Su éxito
como dramaturgo lo logró Ibsen cuando siguió en serio otro
procedimento, el que ha descrito en torno a la obra “Hedda Gabler”
(1890). "Lo esencial para mí ha
sido describir a seres humanos, sentimientos humanos y destinos
humanos basados en ciertas condiciones y posturas sociales".
Ibsen
tardó varios años tras “Emperador
y Galileo” en orientarse
en esta dirección. A los cinco años después del gran drama
histórico y de pensamiento llegó “Los
Pilares de la sociedad”,
el inicio de la reputación europea de Ibsen como dramaturgo.
El
triunfo internacional de Ibsen
En
1879 Ibsen lanzó a Nora Helmer al mundo con la exigencia de que
también una mujer debería tener la libertad de desarrollarse como
persona adulta, independiente y responsable. El dramaturgo tenía ya
50 años, y es ahora cuando llega a ser realmente conocido fuera de
los países nórdicos. “Los
pilares de la sociedad” le
había abierto las fronteras alemanas, pero es con “Casa
de muñecas” y “Espectros”
(1881) que se sitúa a la vanguardia europea en los años 1880.
“Casa
de muñecas” muestra lo
que llegó a ser una pauta constante en las obras siguientes, fase en
la que cultiva el así llamado "realismo crítico". Es el
individuo que queda en oposición con la mayoría, con la autoridad
opresiva de la sociedad. Nora lo dice así: "Tendré
que mirar quién tiene razón, la sociedad o yo".
Como he mencionado antes, es el individuo que se libera
intelectualmente del pensamiento tradicional y, por lo tanto, surgen
los conflictos.
En
un período corto, alrededor de 1880, parece que Ibsen consideraba
con relativo optimismo la posibilidad de que el individuo pudiera
vencer por sus propias fuerzas. Parece que Nora puede tener una
posibilidad real de ganar la libertad e independencia que sale a
buscar en su muy incierto futuro. Se le podría acusar a Ibsen de
haber tratado con demasiada facilidad los problemas con los que una
mujer divorciada y sin recursos iba a afrontar la sociedad de aquel
entonces. Pero es el problema moral el que le preocupa como
dramaturgo, y no el práctico ni el económico.
Un
exito asombroso
A
pesar de las perspectivas dudosas de su futuro, Nora ha servido en
una serie de países como objeto de identificación para mujeres que
luchan por la liberación e igualdad de derechos. En este sentido es
seguramente el más internacional de los personajes de Ibsen. A pesar
de esto, es un éxito asombroso. El público burgués ha acogido con
entusiasmo a esta mujer que abandona a su marido e hijos, rompiendo
con la misma institución básica de la socieda burguesa: La familia.
Esto
apunta también hacia lo que fue la base del éxito internacional de
Ibsen. Sacó a la vista en el escenario las divergencias profundas y
los problemas acosadores de la familia burguesa. El hogar burgúes
podría aparentar éxito social superficialmente y, por ende,
representar el reflejo de la sociedad sana y estable. Pero Ibsen
dramatiza los conflictos ocultos en esta sociedad, justamente
abriendo las puertas a las habitaciones secretas y privadas del hogar
burgués. Muestra lo que puede esconderse tras las fachadas
impecables: La doble moral, falta de libertad, traición y estafa. Y
una constante inseguridad. Fueron estos aspectos de la vida burguesa,
que preferentemente no se debían mencionar en público, al igual que
el padre Manders quería que la señora Alving reprimiera su lectura
y todo lo demás amenazante en el ambiente de Rosenvold
(“Espectros”).
En la misma forma, los representantes de la sociedad en “La
casa Rosmer” presionan a
Rosmer para hacerle silenciar que él, el sacerdote, ha renunciado a
la fe cristiana.
Pero
Ibsen no se reprimió y sus obras dramáticas pusieron a la vista
fenómenos de la vida contemporánea. Irrumpía la tranquilidad de la
vida burguesa recordándole que habían llegado a sus posiciones de
poder sosteniendo ideas completamente ajenas a la tranquilidad, el
orden y la estabilidad. La burguesía misma había traicionado sus
ideas de libertad, igualdad y fraternidad y, sobre todo después del
año revolucionario 1848, se había convertido en defensora de lo
tradicional.
No
obstante, se sabe que existía una oposición liberal dentro de la
burguesía e Ibsen se afilió abiertamente a ella en sus primeros
dramas contemporáneos modernos. Fue este movimiento para la libertad
y el progreso el que consideró como verdadera postura "europea".
Ya en 1870 había escrito al crítico danés Georg Brandes que era
necesario volver a las ideas de la gran revolución francesa, de
libertad, igualdad y fraternidad. Los conceptos deberían tener un
nuevo contenido de acuerdo con las necesidades de la época. Y en
1875 escribe, esta vez también a Brandes:
"¿Por
qué Vd. y los que tenemos una postura europea estamos tan aislados
en nuestros países?"
A
medida que Ibsen fue envejeciendo tuvo ciertos problemas con algunas
manifestaciones de la forma de liberalismo que en parte exageraba el
derecho soberano del individuo de desarrollo personal, y en parte
hizo un ajuste radical de las normas y valores del pasado. En “La
casa Rosmer” señala los
peligros de un radicalismo basado en normas morales enteramente
individuales. Es obvio que Ibsen enfatiza aquí que la cultura
europea está basada en una tradición moral inspirada por el
cristianismo. El autor parece dar a entender que hay que continuar
basándose en ella, aunque se haya renunciado a la fe cristiana. Esta
parece la confesión que hace Rebekka West.
Pero
al mismo tiempo es este drama, al igual que “Espectros”, un
ajuste doloroso con la falta de alegría, con lo que aniquila la
felicidad, justamente en los ambientes en los que la tradición
cristiana-burguesa ha oprimido a la gente. Estas dos obras abarcan, a
pesar de su pesadumbre, una cálida defensa de la felicidad y la
alegría de vivir — en contra de la postura de la sociedad burguesa
del deber, la ley y el orden.
Fue
en los años 1870 que Ibsen se orientó hacia su postura "europea".
Y aunque vive en el extranjero, elige consecuentemente ambientes
noruegos como escenario de sus dramas contemporáneos. Por lo general
nos encontramos en un pueblo noruego de la costa, el tipo de pueblo
que Ibsen mismo conoció tan bien tras su infancia en Skien y su
adolescencia en Grimstad. El pasado del joven Ibsen le ha
proporcionado una vista aguda para las contradicciones sociales y
conceptuales de la vida. En este tipo de pueblo, como pueblo típico
noruego de la costa, las estructuras y contradicciones sociales son
mucho más aparentes que en sociedades más grandes. Fue en las
localidades pequeñas que Ibsen tuvo sus primeras experiencias
dolorosas. Había visto como las convenciones, tradiciones y normas
podían ejercer un control negativo del individuo, creando temor y
angustia ante el desarrollo natural de la vida y el gozo. Este es el
ambiente de “Espectros”,
como lo vive la señora Alving. Hace que las personas "teman
la luz del día", como afirma
ella.
Fue
precisamente en este tipo de ambiente que Ibsen en su juventud había
formado la base de su obra literaria y posterior fama mundial. Fue en
un ambiente noruego reducido, siendo autor y dramaturgo inseguro,
donde había tenido la tarea de crear un nuevo arte dramático
noruego. Empieza con esta perspectiva nacional. Pero al mismo tiempo
se orienta desde el principio hacia la tradición teatral europea.
Los
años de aprendizaje de Ibsen
Desde
la óptica de la historia del teatro, Ibsen continúa desde
principios de los años 1850 la línea de dos autores muy diferentes
entre sí, el francés Eugène Scribe (1791-1861) y el alemán
Friedrich Hebbel (1813-1863). El joven Ibsen estuvo vinculado al
trabajo práctico diario del teatro durante 11 años, con lo cual
tenía que estar bien enterado de todas las obras dramáticas
actuales de Europa. Trabajaba con la instrucción de obras nuevas, al
mismo tiempo que tenía obligación de escribir para el teatro.
De
Scribe pudo aprender como se debía construir la intriga interna del
drama en secuencias escenográficas motivadas por la lógica. Hebbel
le dio un ideal de como se podía construir el drama en la dialéctica
actual de la vida misma, para que fuese así un dramatismo de ideas
de su tiempo. El esfuerzo pionero de Hebbel fue que trasladó los
conflictos ideológicos de su tiempo al teatro, creando un "drama
de problemas" que apunta hacia delante. Mostró cómo un
dramaturgo moderno también podía aplicar la técnica retrospectiva
de la tragedia griega.
De
modo que Ibsen estuvo en estrecho contacto con el arte del escenario
durante un período largo y continuo. Sus seis años en el teatro de
Bergen (1851-57) y los siguientes cuatro-cinco años en el teatro de
Cristianía (1857-62) fueron una escuela dura, pero le proporcionaron
una gran visión acerca de los medios y posibilidades del teatro.
Durante
un viaje de estudios a Copenhague y Dresden en 1852, dió con una
obra dramática que acababa de salir en Alemania. Fue "El Drama
Moderno" de Herrmann Hettner (1851). Este cambio de programa
hacia un teatro nuevo y actual dejó huellas profundas en el
desarrollo de Ibsen como dramaturgo. También en Hettner encontramos
influencias importantes de Scribe y Hebbel, combinadas con un interés
fervoroso por Shakespeare. Ibsen aprendió también de otros autores,
en primer lugar de Schiller y los dos daneses Adam Oehlenschläger
(1779-1850) y Johan Ludvig Heiberg (1791-1860).
El
aprendizaje de Ibsen fue largo (aproximadamente 15 años) con un
trabajo teatral que posteriormente caracterizó como "aborto
provocado repetido diariamente", y
con una presión de producir que resultó en intentos titubeantes en
muchas direcciones diferentes. Experimentó algunas victorias
artísticas, pero muchas más derrotas. Muy pocos creyeron que
tuviera condiciones para ser algo más que un autor teatral
accidental con cierto talento.
A
pesar de toda la inseguridad titubeante de estos años, nos
encontramos ante un joven autor muy decidido a perseguir sus
objetivos. El objetivo es claramente nacional. Él y su amigo y
colega Bjørnstjerne Bjørnson (1832-1910) han elaborado un programa
común para su actividad. En 1859 constituyen La Sociedad Noruega, un
organismo para el arte y cultura noruegas. Ibsen se preocupa sobre
todo del papel del teatro en el intento de la joven nación noruega
de encontrar su propia identidad. En este trabajo de "construcción
nacional" buscaba materia de la edad media del país, y es allí
donde logra más como dramaturgo. Esto está muy claro en la obra que
marcó el fin del largo aprendizaje de Ibsen, “Los
Pretendientes al Trono” de
1863. La acción tiene lugar en la Noruega del siglo XIII, un período
con conflictos internos desgarradores para el país. Pero la
perspectiva de Ibsen también es la Noruega de los años 1860, cuando
permite al rey Haakon Haakonssøn manifestar su gran pensamiento de
unidad nacional: "Noruega fue un
reino, será un pueblo. (...) ¡todos serán uno en adelante, y todos
serán conscientes de que son uno!"
“Los
Pretendientes del Trono”
representa el triunfo artístico de Ibsen, pero tuvo que esperar un
par de años más para ser reconocido como uno de los autores más
importantes de la nación. Esto sucede en 1866 cuando publica
“Brand”.
“Los
Pretendientes del Trono”
marca el final de su estrecha relación con el teatro noruego. Fue
también su representación de despedida, ya que a partir de ese
momento inicia su larga estancia en el extranjero. Durante los años
siguientes da la espalda al teatro en primer lugar, y busca un
público lector.
Los
grandes dramas de ideas
Los
dos grandes dramas de lectura, “Brand”
(1866) y “Peer
Gynt” (1867), surgieron en
realidad de la relación problemática que Ibsen tenía con su
patria. Los acontecimientos políticos de 1864 hicieron que Ibsen
perdiera su fe optimista en las posibilidades futuras de la nación.
Incluso empezó a dudar si sus compatriotas tenían justificación
histórica para existir como pueblo propio.
Lo
que anteriormente había tratado como un problema de identidad
nacional, es para él ahora una cuestión de la integridad personal
del individuo. Ya no era suficiente basarse en un remoto tiempo
histórico de grandeza, mostrando la continuación de la vida de la
nación. Ibsen abandona la historia y plantea lo que él entiende
como el problema principal de su tiempo: Un pueblo solo podrá
levantarse culturalmente a través de la fuerza de voluntad del
individuo. “Brand”
es más que nada un drama acerca de que cada uno debe seguir el
camino de la voluntad para realizarse como persona verdadera. Es
también el único camino a la libertad auténtica para el individuo
y, por ende, para la comunidad.
Las
dos obras gemelas “Brand”
y “Peer
Gynt”, que son bastante
diferentes entre sí, enfocan todo el tiempo el problema de la
personalidad. Ibsen dramatiza el conflicto entre el entrar de modo
oportunista en una actuación falsa y el comprometerse a una
exigente tarea vital. En “Peer
Gynt” el autor ha creado
con gran acierto artístico una escena que demuestra esta situación
conflictiva. Es la escena en la que el envejecido Peer Gynt se ve
obligado a hacer un ajuste de cuentas consigo mismo, camino a casa a
su punto de partida noruego. Empieza a verse a sí mismo como el que
ha sido en su vida, y en la mencionada escena recoge una cebolla de
la tierra. Mirando atrás su vida desperdiciada, empieza a pelar la
cebolla. Cada capa representa un papel diferente que ha jugado. Pero
no encuentra ningún centro. Tiene que admitir que ha llegado a ser
un "nadie", y que no tiene ningún "yo".
"Tan
extremadamente pobre puede un alma volver a la nada en la niebla
gris. Tú, tierra deliciosa, no te enfurezcas por haber pisado tu
hierba en vano. Tú, sol delicioso, has rociado con tus rayos
lucientes una cabaña deshabitada. No había nadie dentro para
calentar y entonar el dueño, dicen, estaba siempre lejos del
hogar...."
Peer
es la persona débil, sin voluntad, el opuesto a Brand. Pero
justamente en la descripción de Ibsen de la "desintegración"
de la personalidad en una serie de papeles diferentes, han visto
algunos historiadores del teatro el presagio de una imagen modernista
de la persona. El investigador británico de dramas Ronald Gaskell lo
dice así: "Peer Gynt inaugura el
drama de la mente moderna", y
continúa: "Si se puede decir que
el surrealismo y el expresionismo en el teatro tuviera una sola
fuente, esta fuente sería indudablemente Peer Gynt".
En
este sentido, este drama temprano de Ibsen — por muy noruego y
romántico que sea — tiene su lugar esencial en la historia del
teatro, aunque no está escrito para el escenario. Justamente “Peer
Gynt” ha demostrado que
Ibsen sigue siendo un autor vivo y actual también en esta época
moderna. Por lo tanto, no son solamente sus dramas contemporáneos
que le han convertido en una de las personalidades más destacadas de
la historia del teatro. Aunque serán estas obras las que tiene en
mente el investigador sueco de dramas Martin Lamm cuando afirma:
"El
drama de Ibsen es la Roma del drama moderno; todos los caminos
conducen hasta y desde allí".
A
pesar de que Ibsen se distanció de su fundamento noruego en los años
1870 y se convirtió en "europeo", estuvo profundamente
marcado por el país que abandonó en 1864, al que volvió como
anciano famoso. No fue fácil volver a su patria. Los largos años en
el extranjero y la larga lucha para ganar aceptación habían marcado
sus evidentes huellas. En el período en el que terminó su obra
literaria expresó que realmente no sentía ninguna felicidad por el
destino de aventura que había forjado. Se sentía sin hogar aun en
su patria.
Pero
justamente el antagonismo en Ibsen entre lo noruego y lo extranjero
(con una cultura más libre) probablemente le ha marcado más que
ninguna otra cosa como persona y autor. Su posición independiente en
lo que llamó "los ambientes
culturales amplios y libres", le
aportó la perspectiva clarificante de la distancia. Y la libertad.
No obstante, al mismo tiempo lo noruego en él creó el anhelo de una
vida más libre y feliz. Este es el anhelo por el sol en el mundo
literario de este autor serio. Nunca denegó su carácter noruego.
Hacia el final de su vida dijo a un amigo alemán: "El
que me quiera entender del todo tendrá que conocer Noruega. La
naturaleza grandiosa, pero severa, que rodea a las personas que viven
allí en el norte, la vida solitaria, aislada — muchas de las
granjas quedan muy distanciadas una de otra — les obliga a
desinteresarse por los demás, y ocuparse exclusivamente de sí
mismos. Por eso son introvertidos y serios, cavilan y dudan — y
muchas veces pierden el ánimo. En nuestro país en una de cada dos
personas hay un filósofo. Además están los inviernos largos y
oscuros con niebla densa que cubren las casas — ah, ¡cuanto añoran
el sol!"