La muerte del Ñeque
José Triana
Para Gwynne Edwards e Yvonne Brewster.
¡Chitón y permaneced mudos, o de lo contrario se romperá el hechizo!
W. Shakespeare, La tempestad, Acto IV.
PERSONAJES
(por orden de aparición)
PEPE, mulato.
JUAN EL COJO, negro.
ÑICO, blanco.
CACHITA, negra, vieja.
BLANCA ESTELA, pelo teñido de rubio, blanca, un poco gruesa.
PABLO, blanco, parece un adolescente.
BERTA, mulata, joven, hermosa.
JUVENCIO, blanco, joven.
HILARIO GARCÍA, mulato adelantado, 45 años.
Escenario: una escalera y cámara negra. Época: los años cincuenta. Lugar: Santiago de Cuba.
Acto I
Una escalera y ventanas superiores de rejillas. Al levantarse el telón, en escena, ÑICO, PEPE y JUAN el cojo, en semicírculo, en cuclillas, jugando a los dados. Mantienen un diálogo secreto que no escucha el público.
PEPE.- (Gritando.) Mátalo. Mátalo. Tiene que morir...
JUAN.- (En un susurro.) Anoche tuve un sueño. Alguien me gritaba... (Con voz grave y honda.) Mátalo. Mátalo. No te demores... Llévatelo en la golilla.
PEPE.- (Con una sonrisa sarcástica.) ¿Tú crees en eso?
(JUAN se muestra dubitativo.)
ÑICO.- Yo sí.
(PEPE se ríe.)
A veces entre sueños se anuncian...
PEPE.- (Cortante.) No comas catibia.
(Aparece CACHITA. Ojea a los personajes desdeñosamente y de refilón; se acerca a una tabla de planchar y sacude una sábana. Los personajes se sorprenden. Irrumpen los cantos de Orilé. Estos cantos deben conservar la violencia y el embrujo necesarios para que la escena por momentos adquiera una dimensión de extrañeza y de apoteosis. Recuérdese que según la creencia popular los cantos del Orilé espantan, eliminan los malos espíritus y son una invocación a los espíritus protectores que aconsejan remedios y fórmulas para alcanzar la perfección. En una casa cercana se celebra una sesión espiritista. Se supone que sea la casa de Violeta, un personaje que no interviene directamente en la acción de la obra.)
CACHITA.- Todavía ahí.
PEPE.- (Molesto.) ¿Qué es lo suyo, vieja?
CACHITA.- En nada bueno andan.
ÑICO.- (A PEPE.) A ella qué le importa.
PEPE.- (A ÑICO.) Cada uno con su condena.
CACHITA.- (Hablando con el público.) La sesión ya empezó. Han venido de todas partes. De Manzanillo, de Jiguaní, de Bayamo..., y de Monte Oscuro... Contimás creyentes, perfecto. Una buena limpieza se hará.
(Gritos de alguien que se santigua: «Santísimo» y se intensifican los cantos. CACHITA se santigua.)
Santísimo.
ÑICO.- Tendremos cantaleta para rato.
PEPE.- Esta noche, chévere, a ponerse las botas.
JUAN.- Me luce que hasta la madrugada no termina.
CACHITA.- Desde temprano Violeta estaba de lo más apurada preparando la comilona y me dijo: «Negra, dese una vueltecita por acá...» (Otro tono.) Qué va, imposible... Pablo, el hijo de Hilario, me mandó un recado de que subiera allá arriba.
ÑICO.- ¿Le metemos mano a esa caimana?
PEPE.- Ajustémonos los pantalones.
JUAN.- Calma, pueblo, calma.
ÑICO.- (Increpándolo.) Mi socio..., tú...
JUAN.- Cierra el pico.
CACHITA.- Yo no le puedo hacer un feo a Pablo. Es tan requeteservicial y tan cariñoso conmigo, y si le cuento las historias de atrás, me mira embobado. (Imitándolo.) «¿Es verdad? ¿Fue así? Yo, ni la menor idea...» (Otro tono.) La historias de los años de la Nana, que los blancos pasan por alto, por vergüenza, o mala conciencia y bellaquería. (Pausa breve. Otro tono.) Habrá fiesta, y en grande, si se confirma la noticia. Su padre asciende, asciende... A mí me encantan esos bretes. (Directamente al público.) A lo mejor ustedes se cuelan y disfrutan un buen rato.
JUAN.- (En un tono singular.) A lo mejor. (Observa la escalera y la casa.)
ÑICO.- (Sonriendo.) Que Dios la oiga, vieja. (Se arregla la gorra.)
PEPE.- (Sandunguero. A CACHITA.) Y la bendiga. Eh, ocambita... El barrio se alborota. Una fiesta aquí y la de allá. A lo mejor nosotros nos filtramos en la cumbancha. Sí, no es de bonche, y no lo dude tampoco. Con cuatro tragos bien sonados a volar el zepelín y clavando la leña con el sabor de un guaguancó.
CACHITA.- (A medida que los oye se indigna.) ¡Entrometidos!... Una fiesta a los espíritus, y esta está por ver... ¿Y eso de vieja y de ocambita? ¡Qué desacato! Con setenta años soy de ampanga y me queda bastante por delante y continuaré dando guerra.
PEPE.- (En la pura chacota.) Lagartona... Usted es igualita a esta casa: el día menos pensado se derrumba.
CACHITA.- (En el tono anterior.) Quítenselo del moropo, corazón. Se lo aseguro yo. No son los primeros que me lo dicen, el tiempo arrasa y seguimos ahí, ahí, siempre ahí, duélale a quien le duela y pésele a quien le pese. Ah, y para que se enteren: Hilario difícilmente dejará esta casa... Por nada ni por nadie... Oportunidades ha tenido... Y ya ves...
PEPE.- (Interrumpiendo.) A mí me han dicho que ese tipo rueda pasta en cantidad...
CACHITA.- (En el tono anterior.) La política, mi vida, la política. (A alguien determinado del público.) ¿Qué te has figurado tú? Hilario..., Hilario no es ningún zanguango. Es cierto que los negocios no le han salido como él deseaba. (Pausa. Suspira.) ¡Es el destino! (Pausa. Otro tono.) Sus padres, los cuatreros de Mayarí, decían las malas lenguas, disponían de una fortuna colosal y, qué sé yo, cuanto Dios crió... Y él mismitico reconstruyo esta casita que antes era un bajareque.
JUAN.- (Con sorna.) Y, ¿qué más...?
ÑICO.- (Implacable.) A Hilario lo llamaban El Mulato.
CACHITA.- (Fingiendo.) Ah, eso sí que no... (Con cara de asco.) La gente es tan envidiosa..., y no soporta que uno esté arriba, en la espumita.
PEPE.- (Molesto, a ÑICO, o simulándolo.) ¿Y qué tiene de particular? Aquí el que no tiene de Congo tiene de Carabalí.
ÑICO.- (Hipócritamente.) Es magnífica persona.
JUAN.- El diablo se viste de decente, ¿no?
CACHITA.- (En tono de soliloquio.) En cuanto a mí, no tengo ninguna queja. Con sus más y sus menos, impecable. (Complacida, sonriente.) Nadie es perfecto, técnico, y él es candela, y he visto..., ¡otomías!... Uy, se dice y se menudea y se habla hasta por los codos, pero quién dirá y cuándo la clase de hombre que es.
ÑICO.- Mi madre afirmaba que él era abogado en un bufete público...
JUAN.- ...Comiendo candela..., y luego en un trajín de armas, y que si por aquí y que si por allá, y en unas pandillas...
PEPE.- ...Al morir su mujer daba grima frecuentarlo...
ÑICO.- ...Y el padre de Juvencio lo envasó en la Policía.
CACHITA.- (Con evidente malestar.) Hilario ha tenido que sufrir sabe Dios cuánto... Imagínese usted que a los doce tuvo un disgusto con su padre y se fue de la casa y se hizo dependiente en una tienda. Y al año siguiente, creo, murió el viejo y tuvo que encargarse de la casa y de la madre..., y su hermana en un tilín, requetemperifollada, se metió a bailarina y enseñaba los muslos al pipisigallo... Después, figúrate tú... Un hombre atosigado y con tantos compromisos que cumplir... (Pausa larga, en sus trajines.) Esta noche tendremos la noticia de su ascenso. Ya estoy nerviosa: ¿será?, ¿o no será?... En el minuto en que lo sepa cogeré una fuega de padre y muy señor mío.
JUAN.- Ese tipo se las traquetea.
PEPE.- Caballero, ¿qué les parece si hago una apuesta?
(Los tres personajes se levantan.)
JUAN.- ¿Qué clase de apuesta?
PEPE.- Allá va eso. Ahora comprobaremos quién es el valiente. (Se ríe.) Ahí va la bola. ¿Quién se atreve a decir lo que piensa de la mujer de Hilario?
(A ÑICO y a JUAN les molesta la apuesta de su compañero. Él se mueve fungiendo de catcher que recibe la bola en un juego de pelota. Su voz recuerda el tono de los narradores deportivos de la época. Contempla sonriendo a los amigos.)
Strike one. Strike two. Que no se diga. Strike three. Ponchao. (Se incorpora. En otro tono.) Un cachito de la verdad. (Con un movimiento gracioso de los brazos. A JUAN.) Sinceridad, mandinga. Es una preguntica de poco valor. ¿La lanzo otra vez? (Silencio absoluto.) ¿Redoblo...? (Aparentando desaliento.) Que no se diga que no hay un hombre aquí de pelo en pecho.
(Entre risas y gritos.)
¿Quién se atreve y me dice lo que piensa de la mujer de Hilario?
ÑICO.- (Haciéndose el sueco.) ¿De su mujer?
JUAN.- (Haciéndose el indiferente.) Bah, de su mujer...
PEPE.- (Rectificando.) Sí, de su mujer.
CACHITA.- (Indignada.) ¡Váyanse a jorobar a los quintos infiernos!
PEPE.- Eh, eh, cálmese, doña.
CACHITA.- Mientras yo esté aquí no permito el relajo.
PEPE.- No se agite que eso no se cura.
CACHITA.- ¿Cómo se atreven?
PEPE.- (Desafiante.) Usted se calla.
CACHITA.- Ya esto es una injuria. ¿Qué, darme órdenes? ¿A mí? Están quimbaos o fumaron mariguana. ¿Qué buscan? ¿Qué se les ha extraviado?... Esto no es La Trocha ni tampoco Troya.
PEPE.- (En gallito de pelea.) A usted no le interesa, ni averigüe. (A sus compañeros.) Estoy esperando que me contesten.
(CACHITA, indignada, recoge las sábanas.)
ÑICO.- Pues, chico, ¿a qué viene tanto alarde y tanta verraquería? (Agresivo.) Aquí no existe el miedo. ¿Qué es el miedo? (Comienza a gesticular, y a dibujar piruetas fingiendo que tiembla.) Uy. Que me come el león. (Pausa. Otro tono. Fingiendo que va a correr.) Liberales del Perico, a correr. (De pronto se detiene.) ¿Tú, con exactitud, quieres saber...? (Abriendo los brazos y encogiéndose de hombros.) La mujer de Hilario es la mujer de Hilario.
(Risas de PEPE y JUAN.)
¡Se cae de la mata! Yo, a mí no me lo crean; pero desde fiñe, oía decir que la mujer de Hilario antes de que la metiera en el gao, tenía..., vaya, era la dueña de una casa, cerca de La Trocha..., y se embrollaban, ignoro por qué, infinidad de problemas con la policía y corría la plata a burujón puñao... (En tono de sorna.) Hilario, uyuyuy, Hilario... (En otro tono. Rápido.) Por aquellos días se ñampió el padre de Juvencio, asesinado. Y, de racataplán, a Hilario lo ascendieron a Jefe. No creas, hubo sus comentarios, que la pandilla del Moro Guilarte, que si Hilario se parapetaba detrás del asunto...; bueno..., ¡ustedes me entienden!..., maniobras políticas, y el poder guarda los trapos sucios. (Otro tono.) De ese modo, tuvo la oportunidad de conocer a Blanca Estela... Y ella era mujer que no trataba a cualquiera por su cara linda. Hilario enseguida se fijó en ella; no le perdía pies ni pisadas; y la rondaban varios tipos influyentes olfateándola a lo perro enlebrestado y ella no se decidía por ninguno. Una noche, sin más ni más, se armó tremendo zipizape y entonces se pusieron de acuerdo y decidieron jugársela a una partida de siló. El que ganara se llevaba la perla. Hilario se quedó con ella..., y a poco la casa prendió fuego..., queriendo borrar las huellas...
CACHITA.- (Terminando de recoger los trastos.) No aguanto más. El colmo. Me meto en mi cuarto y se acabó. ¡Aguantarles pamplinas a esas cagarrutas, ja, ja! Ay, Virgen del Cobre. La culpa, mirándolo fríamente, la tengo yo, sí, señor.
(Risas de los tres personajes.)
Ya no hay respeto ni consideración. (Hace mutis.)
ÑICO.- (Gritando, mientras sus dos compañeros se divierten.) Ataja. Ataja. (En otro tono.) La ocamba se fue como bola por tronera.
JUAN.- (Divertido.) Señores, que el relajo sea con orden.
PEPE.- Esta vieja chiflada, nagüe, bajarse con esos aspavientos.
ÑICO.- Si es voz populis. Si la gallega Dolores y Maricusa y el negro de Sibanicú y la mujer del chino...
PEPE.- Lo digo, sin pelos en la lengua.
ÑICO.- A mí ella no me pone un tapón en la boca.
JUAN.- Cálmense, por favor.
ÑICO.- (A JUAN.) Mira, chico, que no me ande jeringando la antigualla esa, que Juvencio habló claro y nosotros no estamos pintados en la pared. Con la plata garantizada por medio...
JUAN.- (Llamando al orden. Con violencia contenida.) Hazme el grandísimo favor. Aguántate, capitán. Si sigues por ese camino los planes se van al carajo. Una cosa es agitar a la vieja y otra desembuchar a lo manso cordero. Ella, por ignorante nos ayudará. Le sacaremos la hora que viene Hilario. No nos cuadra quedarnos montándole guardia... El que más y el que menos empezará con el sigilo, con la sospecha, que si esto, que si lo otro, y la mujer de Hilario...
(BLANCA ESTELA, en lo alto de la escalera. Se animan los cantos de la invocación a San Hilarión.)
PEPE.- (Dando un fuerte silbido.) ¡Hablando del rey de Roma!
JUAN.- A esconderse, rapidito.
ÑICO.- (Señalando debajo de la enredadera.) Aquí, papo. Desde allí nos puede chequear.
JUAN.- No te chupes el dedo, Ñico.
(A regañadientes accede. Los tres personajes se ocultan a un lado de la escalera.)
PEPE.- Mírenla.
BLANCA ESTELA.- Ay, qué recondenación. (Descendiendo la escalera.) ¿Por qué se demorará? Le dije que viniera volando. Qué sangre de horchata. Ahorita llega el otro y me va a aguar la fiesta. Ay, qué ganas tengo de acabar con esto. (Tropieza con un soldadito de plomo y le da una patada, yendo a parar detrás delante de la escalera. Mutis por un lateral.) ¡La bruja! ¡Bruja tendrás, Hilario!
ÑICO.- Qué mujer, consorte.
PEPE.- ¿No la has visto antes?
ÑICO.- ¿Yo? Naturalmente que sí. ¿Acaso vivo en la Conchinchina? (Resoplando hondo. Exagerando.) Qué clase de hembra.
(ÑICO mima sus movimientos y sus gestos. PEPE se desternilla de risa mientras hace gestos afirmativos con las manos.)
JUAN.- Ahora no es ni la sombra. (Sonríe maliciosamente.) Ah, en su época de gloria... Cuando desembarcó aquí. (En otro tono.) Un espectáculo. Y con el cambia cambia de pelucas, la rubia, la colorada y la negra..., o la anaranjada, o la marrón. Tú nunca sabías quién era la que tenías delante. A veces, un esperpento, te lo juro, y su apodo define el percal. (Tono especial.) Rita La Millonaria.
PEPE.- ¿Rita?... ¿Y por qué?
JUAN.- ¡El nombre de guerra, asere!
(Gesto de PEPE con un ¡Ah! de sorpresa.)
Y lo de la Millonaria por la cantidad de trapos y de plumas y de joyas y la calidad. En eso no ha variado. Genio y figura hasta la sepultura. ¡Es un fenómeno! (Divertido.) ¡Coño, qué chismoso soy!
PEPE.- (Divertido.) ¡Tú, el rey en la república del chisme! ¡Por el gusto, la precisión y la variedad! Contigo no hay caída...
ÑICO.- Me hubiera gustado conocerla. (Otro tono.) ¿De dónde diablos habrá salido esta mujer?
JUAN.- Por ahí corren historias... Unos dicen que es de Caracas y que vino huyendo... Otros chamullan que no, que es de más lejos, donde el diablo dio las tres voces. Fantasías..., fantasmas que uno se inventa, humo que sopla y crece... Tal vez es de Yateras.
ÑICO.- (A JUAN.) Óigame, con semejante mujer uno no desperdicia un segundo. Se imagina usted el trance. Ave María Purísima. (Se rasca la cabeza. A PEPE.) Mucha luz indirecta. Mucho perfume... (Risita nerviosa.) Es para derretirse. Pura almibita, batíviri. (A JUAN, le golpea un hombro con los dedos y hace la pantomima.) Usted, despacito, entra, se quita la camisa de hilo, de olán fino..., y ella, ahí, en la cama, ansiosa..., y uno se dispara a lo loco.
JUAN.- (A PEPE.) Al muchacho le ha dado fuerte.
PEPE.- (A ÑICO.) Déjate de comer basura.
ÑICO.- (Exaltado. A PEPE.) Qué cuadro, cúmbila. (Dando saltos.) Qué cuadro, mi tierra.
JUAN.- (A PEPE, con voz de conspiración.) A mi entender, hemos resuelto lo principal. Ojeamos al dedillo el terreno y hemos ahorrado tiempo. ¿Qué te parece?...
(PEPE no responde. Lo mira interesado.)
Ahora a esperar. En el momento justo, responderemos como un solo hombre. (Señala hacia el fondo.) Ahí lo acorralamos y le damos el golpe y se irá al otro lado sin decir ni pío. ¿De acuerdo? Cumplimos con nuestro trabajo..., ah, y si Juvencio no nos dispara una charranada..., en la mangadera y a gozar, mi hermano. ¡Cuestión de sobrevivir!
ÑICO.- (Que permanece abstraído en BLANCA ESTELA. A PEPE.) Me la juego que ningún tipo podría confiar en esa mujer.
JUAN.- Es igualita a Hilario. De idéntica madera.
ÑICO.- ¿Sí? ¿Por qué?
PEPE.- Difícil, por de contado difícil..., una anguila o un camaleón. Si dice sí, espérate a que sea lo contrario. Visto y comprobado. Ponle el cuño.
ÑICO.- Exageras...
PEPE.- Te ilusionas, viejo. Tantea a Juvencio sobre la encerrona que le montó Hilario a su padre. Y no es el único caso. Un ceremil. Desde siempre. Aguijonéalo y verás. Hombre, no me digas que no te has enterado. ¡Analiza, cabrón!... ¿Para que son las entendederas? ¿Por lujo, pichicorto? ¿Acaso no lo has visto día tras día? Ñinga y mierda es lo mismo. Dile que te cuente. Te llevarás una sorpresa... Y te percatarás del carapacho de estas gentes.
JUAN.- Cuidado. La negra loca asoma. (Más bajo.) Más tarde seguimos.
(Penetra a escena CACHITA.)
CACHITA.- ¿Qué sigilan...?
JUAN.- Nosotros...
CACHITA.- ¿Nosotros, qué? (Al público.) A mí ninguno de ellos me engaña. Y trapalerías maquinan. Y yo tengo un negro congo encima que es imposible que se equivoque... (A los tres personajes.) Así que cojan el buen trillo... Se lo aconsejo. Es una advertencia. La negra, que ven aquí, está al cabo de la calle.
(Los tres personajes comienzan a reírse.)
Partida de degenerados. ¿Quieren hurgar más? Esto sí que es el acabose. Mal rayo los parta.
(Los tres personajes se alejan. Sus risas se contienen al aparecer PABLO. Es un joven de movimientos bruscos, vestido con sencillez. Su piel es bronceada. Sus facciones vigorosas. Al verlo, JUAN le hace señas a sus compañeros. CACHITA termina de recoger los enseres de planchar. Los tres personajes, mutis.)
JUAN.- (Runruneando.) Es el hijo de Hilario.
ÑICO.- Madre mía, tal palo tal astilla.
JUAN.- No te confundas. Ése es el retrato de su madre, que en paz descanse.
CACHITA.- (Refunfuñando.) Hablaré. Hablaré con quien tenga que hablar.
PABLO.- ¿Con quién es esa bronca, Cachita?
CACHITA.- (De espaldas a PABLO, refunfuñando.) Nada, hijo. Es que estoy más fastidiada. Estos ma... (Cerciorándose de la presencia de PABLO.) Ah, eres tú. Qué elegante. Un pimpollo.
(CACHITA se le acerca y lo besa. PABLO le devuelve el beso.)
PABLO.- Usted me ve con ojos caritativos.
CACHITA.- Tú te lo mereces, Pablito. (Otro tono.) Noticias fresquecitas.
PABLO.- Cuánto me alegro.
CACHITA.- (Confidencial.) Berta, mi nieta, regresó de La Habana y me preguntó enseguida por ti.
(PABLO se enseria.)
Eso me gusta. Vamos a ver si se encarrila y no zanganea tanto. (Al verificar la fría reacción que le ha causado esta noticia a PABLO, otro tono.) Y tu padre no ha llegado. Ojalá que salga a pedir de boca lo del ascenso. Lo contento que se pondrá. ¿Lo de la fiestecita que le preparas, es seguro? Esta noche, ¿no?
PABLO.- Así espero. Aunque una cosa piensa el borracho y otra el bodeguero. Al salir del Instituto fui a verlo a la Jefatura General, y el ambiente realmente irrespirable. Pedían a quien fuera papeles de identificación..., detalle que en raras ocasiones ha sucedido. Yo me identifiqué y me hicieron el caso del perro. Coño, vieja, cogí un berrinche. «Oiga, yo soy Pablo, el hijo de Hilario García. Es urgente que lo vea». Me miraban, y luego entre ellos se sonreían. ¿Qué ocurre? ¿Qué?... Y no soltaban prenda. Supongo yo que descubrieron una conspiración, o los preparativos de un atentado..., o vendrá algún jefe morrocotudo..., o una inspección. ¡Quizás la ascensión de papá! O un cambio en el Ministerio. Yo no sé cómo me hicieron semejante jugarreta, porque al ver al viejo se lo contaré. ¡El diablo sabrá!... Luego en la calle todo me parecía negro.
CACHITA.- Alborotas musarañas.
PABLO.- (Sonriendo.) Ay, viejita, usted es una panetelita de almíbar.
CACHITA.- ¡Zalamero! (Otro tono. Casi cantando.) Me figuro, me figuro, que tú me has echado bola negra... (Otro tono.) Tú me ocultas, y esto se pasa de castaño oscuro, sí, precioso... Hace siglos que apenas te veo. Has levantado el pie de repente, y yo rumia que te rumia... Ni a la hora del buchito del café, al mediodía... ¿Te he hecho algún desaire?
PABLO.- Qué ñonguita. En estos días tuve los últimos exámenes en el Instituto, con las declinaciones del latín, en las que soy nulo, un redomado idiota, rosa rosae, nulo, te lo repito, una nulidad... y papá sueña que entre en la Escuela de Derecho en el próximo curso, imagínate..., un disloque, un corre-corre... Viejita linda, no se ofenda. ¿Tendré que machacarle que la quiero...?
CACHITA.- (En un tono frío, sutil, inquietante.) Es que Blanca Estela me dijo que fuiste a la consulta del médico o al psiquiatra... que estabas nervioso...
PABLO.- ¿Médico? ¿Psiquiatra? ¿Nervioso?... Blanca Estela es capaz de decir la peor sonsera con tal de salir del paso.
CACHITA.- Comprendo que no estés en tus cabales. (Con furia interior.) Es un descaro. Una vergüenza.
PABLO.- (Amoscado.) No entiendo ni media palabra.
CACHITA.- No estoy hablando en chino, Pablito.
PABLO.- (Riéndose.) ¡Entonces es un chiste!
CACHITA.- (Circunspecta.) Prefiero la tranquilidad de mi conciencia, antes que el oprobio. (En tono severo.) Anda con pies de plomo, y sondea a fondo qué te mortifica... ¡Y qué Dios me juzgue si soy malpensada!
PABLO.- Cada vez te entiendo menos. ¿De qué se trata?
CACHITA.- (Con sigilo, mirando a su alrededor.) De Juvencio...
PABLO.- ¿De Juvencio?
CACHITA.- (En tono desenfadado.) Ese tipo me da mala espina.
PABLO.- (Simulando sinceridad.) Juvencio, francamente, lo he visto dos o tres veces. Papá lo trajo. ¿En qué te basas?
CACHITA.- Ay, chico, escarba...
PABLO.- (Reprendiéndola en forma cariñosa.) Cachita, Cachita, mi negra linda, eso no tiene ni pies ni cabeza.
CACHITA.- Es un presentimiento, un... Ay, Dios mío, si pudiera aclararme. Una racha de aire, un vuelco aquí dentro... Además..., Pablo, es que se gasta una manera tan desfachatada de dirigirse a una... De normal, ni pizca. Te explicaré... (Pausa breve.) Es cierto que él es atento, es cierto que si se lo propone es agradable... Y no puedo con él. No soporto su carita ni sus bigoticos. Me cae igual que una patada en el estómago. Ah, y la miradita..., que se derrite como la mantequilla. Él se cree que es un personaje, el conquistador, el Jorge Negrete de la película... Y conmigo, mi cielo, ese carro se ponchó.
PABLO.- Nada saco en limpio. Que si te gusta, que si no te gusta... Imaginaciones suyas. Juvencio es un tipo idéntico a cualquier otro. Al menos, es lo que pienso.
CACHITA.- (Con gran convicción, tajante.) Más sabe el diablo por viejo que por diablo.
(En ese instante irrumpe BERTA. Es una joven mulata, de hermosas facciones y porte distinguido. CACHITA, al verla, sonríe. Entre ellas existe una marcada complicidad. Suenan once campanadas.)
CACHITA.- (Exaltada.) Deja de darte cranque. (Cantando.) ¡A las once y media, la novela! Laralila, laralila, el amor, laralila. (Corriendo y desapareciendo en la casa.) Los frijoles deben haberse achicharrados.
PABLO.- (A CACHITA.) Tenemos que seguir componiendo el mundo. Recuérdalo.
(Comienza a subir las escaleras. BERTA, en medio del escenario, lo contempla extasiada.)
BERTA.- ¿Te vas? (Pausa.) Si lo prefieres...
PABLO.- Tengo el cuerpo cortado y con el calor...
BERTA.- Yo deseaba conversar contigo.
PABLO.- Me daré una ducha y bajo.
BERTA.- Estaré con abuela.
PABLO.- ¿Te ofendes?
BERTA.- Quédate. Es una lástima que te sientas mal.
PABLO.- Un malestar... (Sonriente, bajando la escalera.) Ya lo rebasaré.
BERTA.- ¿Quieres que vaya a la botica por aspirinas?
PABLO.- ¿Por qué te preocupas?
BERTA.- Si abuela guarda algún remedio...
PABLO.- Vas a molestarla por gusto. (Cerca de ella, en tono amable.) ¿Qué tal de viaje?
BERTA.- (Impasible.) Ahí, en la marchita.
PABLO.- ¿Y por la capital?
BERTA.- (Sin darle la menor relevancia al texto.) Anduve por el Palacio Presidencial, el Capitolio y el Malecón, y fui al cine y al Parque de Marianao, a los carruseles, y vi las tiendas del Encanto y Sears. Con una amiga de mamá... (Pausa breve.) Por supuesto, no me fijé mucho.
PABLO.- (Desconcertado, intentando avivar la conversación.) Se habrá renovado desde la primera vez que fuiste, ¿no?
BERTA.- Bah, ¿sí?
PABLO.- Todo cambia. En meses, en semanas, en días y en horas... Recuerdo que teniendo unos..., chiquito todavía..., a la muerte de mamá, me condujeron a una casa enorme, a un castillo, en el barrio La Vigía, en Camagüey; y yo pensaba y pensaba, y en mis pensamientos crecía, se agrandaba, se alargaba; y años después regresé a ella y, aquella casa grandiosa, comprobé lo reducida que era, lo insignificante. Todo cambia, Berta.
BERTA.- Es probable que tengas razón. Algo similar me ocurrió esta mañana, cuando llegué a la estación de trenes. Durante el viaje no pude cerrar los ojos. El traqueteo de los vagones sobre los raíles resultaba espantoso, trac, trac, trac, y el pitido aullando a campo traviesa. La noche, plomo derretido, y la luna permanecía envuelta en nubes rojizas. Por la ventanilla la entreví y tuve miedo. Tiré las cortinas. Si continuaba mirándola, enloquecía. A mi alrededor las gentes resoplaban sus sueños intranquilos, y sus rostros parecían desencajados, de muertos que salen de sus tumbas. Pálidos, de escoria... ah, espantosos. (Solloza.) Fue un minuto, y calculé que era la eternidad, una eternidad terrible. (Pausa. Se recompone.) En la estación de trenes, busqué a la abuela. No vino a buscarme. ¿Por qué?, me dije. ¿Por qué?... Raro, muy raro. Por casualidad andaba por allí un medio hermano de Violeta averiguando por un tipo que venía de Contramaestre para la sesión espiritista, y me trajo en su viejo cacharro. Al entrar aquí, me pareció distinto. Totalmente... El barrio, los vecinos. Las casas, las calles, el olor. Una luz fija amarilla lo corroía todo. Un mundo extraño, hostil. (Pausa.) Encontré a la abuela, arrodillada, rezando delante de la Virgen del Cobre. No sintió mis pisadas en el zaguán ni en la casa; me había olvidado. Ningún gesto hizo. Hablaba parejo a quien habla, entre los rezos, de los signos del fin de la tierra y del cielo. (Se pone en pie y se aleja de PABLO.) Una hecatombe se acerca, repetía. Por eso Violeta invoca a los espíritus para que nos protejan y la sombra del mal desaparezca. (Aproximándose a un trance.) Abuela decía que tu padre mordía los cristales y sus dientes, leznas de muerte, se quebraban unos tras otros. Que los espejos debían cubrirse de paños negros. Que el viento de la dispersión sopla fuerte, y vendrán días peores y el temible vengador. Que no nos hagamos ilusiones. Un gran desierto de huecos y sangre. Un vivo furor de llamarada que no se amortigua. No es la soledad, sino la sangre que reclama sangre..., que estamos en la mitad, y que la llave que tenemos se perderá en el sueño y sólo acariciaremos pavesa y arena sudadas. Alguien debe morir, gritaba. Alguien debe morir.
PABLO.- (Acercándose a BERTA.) ¿Qué te sucede? Nunca antes te portabas así.
(BERTA se desvanece, desplomándose a sus pies. PABLO la toma entre sus brazos y la levanta, con temor.)
PABLO.- Dime, Berta. Estás sudando.
(BERTA abre los párpados y jadea.)
¿Llamo a tu abuela?
BERTA.- No, no... Es el viaje. La mala noche sin dormir.
PABLO.- ¿Antes, tú...?
BERTA.- No, hombre, qué va...
PABLO.- Lo que has dicho lo considero nefasto.
BERTA.- Ya te expliqué que me sentía extraña.
(Pausa breve. PABLO la ayuda a incorporarse.)
PABLO.- ¿Es cierto, que tu abuela, anda con muertos...?
BERTA.- Ah, insistes. (Otro tono.) ¿Me quieres?
PABLO.- No vuelvas a pensar en eso. Debo matricularme en la Universidad... Papá pretende que sea un buen abogado.
BERTA.- Quedamos que si regresaba de La Habana, íbamos a hablar despacio..., me prometiste un anillo.
PABLO.- Lo he decidido, Berta. Sé indulgente. Comprende. Papá me necesita.
BERTA.- (Rápida, en tono de muchacha ingenua.) Al decirlo tú... (Pausa breve.) ¿Existe otra?
PABLO.- (Rápido.) ¡Cometrapo!
BERTA.- ¿Y vas a sacrificarte? ¿Acaso tu padre se lo merece?
PABLO.- ¿Por quién mejor que por él?
(BLANCA ESTELA reaparece. Su rostro expresa una maligna satisfacción.)
BLANCA ESTELA.- Descubro que tratas bastante mal a Berta. No se lo merece. ¡Qué muchacho!
(BERTA, aturdida, balbucea, mueve las manos, se altera.)
En realidad, ignoro de qué hablan... Aunque me lo sospecho.
(PABLO mira a BLANCA ESTELA con odio.)
¿De dónde sacas esa cara?
(BERTA muestra deseos de salir corriendo.)
Yo, a tu edad, Berta, decidí tirarlo todo por la ventana... (Suspira.) Ay los años a una la deterioran...
BERTA.- A mi madre le sucede lo mismito allá en La Habana...
BLANCA ESTELA.- Es una desgracia.
BERTA.- Con su permiso, señora. Hasta otro momento, Pablo. (Hace mutis.)
PABLO.- (Violento.) ¿Por qué te metes? ¿En qué te atañe?
BLANCA ESTELA.- (Violenta.) ¡Hago lo que me da la gana! ¿Quién eres tú para detenerme? ¿Desde cuándo acá, tú...? (Desafiante.) ¡Recoge velas! ¡No te lo permito! ¡Escúchalo y métetelo en el cocorioco! ¿Entendido? (Pausa.) ¡Atrevido!
PABLO.- (Burlón y zafio.) ¡Ay, que me come el coco!
BLANCA ESTELA.- (Otro tono.) ¡Nada es eterno y si buscas guerra, guerra tendrás! No creas que voy a aguantar tus groserías... ¿De qué te quejas? ¿Vas a impedirme que hable? ¡Ni a tu padre se lo tolero! Entre tú y tu padre, estoy entre la espada y pared. ¡Harta! ¡Hasta el último pelo! Encerrada, embarretinada, acosada. (Pausa. Se apoya en el inicio de la escalera, jadeante.) Te llamó a las once de la mañana. Que pases por su oficina, dijo.
(PABLO hace mutis.)
Pablo, atiende, Pablo... (Respira con alivio.) ¡Gracias San Antonio, gracias! (Se acomoda en un escalón de la escalera y ríe escandalosamente.) Ay, Virgen mía, mía, mía, absoluta... (Besa una medallita que lleva en el cuello y, a carcajadas, golpea con pies y manos los escalones.) ¡Al fin, al fin pude deshacerme de él!... (Pausa.) Pero, ¿cómo pude enredarme en esto? ¡Maldita historia! ¡Acabar! ¡Acabar! ¿Y será esa la solución? ¿Y luego, luego no será el mismo perro con diferente collar? (Pausa. Fatigada, lentamente sube las escaleras.)
(Se intensifican los cantos del Orilé. BLANCA ESTELA queda inmóvil. Los cantos se entremezclan al toque del bongó, las maracas y las claves. JUVENCIO avanza al centro del escenario en primer plano.)
JUVENCIO.- ¡A ése lo mato yo!
BLANCA ESTELA.- ¡Vaya farolería...!
JUVENCIO.- ¿Qué mosca te ha picao?
BLANCA ESTELA.- Tú, a lo tuyo, idéntico a todos los hombres, mientras yo vivo quebrantada de sobresaltos, suspendida en un hilo.
JUVENCIO.- Un drama fenomenal, muñeca. ¡Quién te crea se gana la rifa del premio gordo!
BLANCA ESTELA.- Odio esta vida que me ha tocado vivir...
JUVENCIO.- Cálmate. Del refunfuño vienen las arrugas.
BLANCA ESTELA.- (Rápida.) Se ve que te da lo mismo chicha que limoná. Tu indiferencia, carijo...
JUVENCIO.- (Riéndose.) Un viento clama de puerta en puerta, mascarita. (Otro tono.) Eliminarlo, hay que eliminarlo. (Mirándola sensual de arriba a abajo.) Tú calzas la horma perfecta.
BLANCA ESTELA.- ¡Cuentos y más cuentos!... Meses y meses que circulas en esa espiral. (Imitándolo.) ¡A ese lo mato yo! (Otro tono.) ¡Déjate de payasadas! Te falta lo que se necesita.
JUVENCIO.- ¡Qué fácil, eh, muñeca! ¡Hazlo tú! ¡Fuiste tú quien me empujó a ese carro! ¡Fuiste tú quien me lo puso en la mano!... ¡Tú sabías!
BLANCA ESTELA.- ¡Sabía y tenía que saber!
JUVENCIO.- Tú sabías que más tarde o más temprano yo vendría. Tú sabías que yo no podía olvidar. Tú sabías que yo sabía lo que se ha querido olvidar... (Pausa larga. Otro tono.) Por las noches, por rachas, en la cama, estoy metido en un hueco y me falla la respiración. Me levanto, abro la ventana, y miro hacia arriba, hacia la planicie cuajada de punticos brillantes y digo: oh, cielo protector, ensimismado en tu mudez, ayúdame, tengo que matarlo, y me sacude un escalofrío, tengo que matarlo, y veo multitud de antorchas y cadáveres dispersos en la ciudad. Vienen al asalto los muertos del tiempo en que se creía que no existía la historia y cada hombre trazaba una línea de fuego a su alrededor, pensando en la impunidad, en que su palabra y sus actos eran ley. La noche es una enorme hoguera con sangre y gritos. ¿Estoy soñando?... Recapacito. No, no estoy soñando. Y mi padre que sale de esa batahola de lamentos y de fantasmas, un fantasma con una cruz de ceniza en la frente, diciéndome: Recuerda, hijo. Y veo y oigo lo que has visto, oído y conoces. Las discusiones a punta de pistola. Las conspiraciones, uno contra otro, como si no hubiera una jerarquía. Un combate a muerte. La pandilla de Guilarte el Moro controlando este barrio y el de allá, hasta tener a la población aterrorizada en un puño. Hilario, detrás sonriente, sereno. El asesinato del Dr. Pérez Consuegra, saliendo de cuartel Moncada. El juez Cerviño, acribillado a balazos en la carretera de Boniato. Un estudiante apuñaleado y colgado a la entrada de San Vicente. Diez muertos no identificados en la Socapa. Se revela una conspiración de estudiantes en una casa de la calle Padre Pico y los integrantes fueron conducidos al vivac y luego los hallaron violados y muertos en el Castillo del Morro. Larga lista de hombres y nombres, de amigos, de vecinos. Y mi padre desesperado, tratando de solucionar o de establecer una lógica en la situación. Hilario, no es así. Hilario, esto es un ultraje. Pero Hilario anhela el poder. Es amigo de un Senador, que a su vez maneja sus contactos con el Presidente. Crea falsos conspiradores, falsos enemigos, falsos testigos. En una palabra, aterroriza. (Pausa breve.) Los recuerdos me asaltan, van y vienen y se esfuman, y yo no quiero que esfumen, Blanca Estela. Debo sobrepasar estas tribulaciones y no puedo. Es una costra, un furor. Y hay dos sombras debajo de la ceiba. Uno es mi padre y el otro es Hilario. Ráfagas de neblina me ciegan, soy muy pequeño, y apenas comprendo, sin embargo oigo, y las palabras de Hilario se clavan en mi memoria: «Eres flojo, Manolo. Al que conspire, le arrancas el pescuezo; dos y dos son cuatro, socio. Aquí el orden, a fuerza de cojones. Invéntate múltiples caretas. Que nadie desenmascare quién se oculta en ti. Que no se mueva ni chiste un gallo».
BLANCA ESTELA.- Mil veces se lo he oído decir.
JUVENCIO.- Mi padre era un obstáculo y de antemano había calculado que contra esa fuerza incontrolable era demasiado batallar..., y una mañana lo encontraron en una cuneta con la boca llena de hormigas.
BLANCA ESTELA.- Decídete.
JUVENCIO.- Plata, plata.
BLANCA ESTELA.- ¿Cuánto?
JUVENCIO.- Plata en mano.
(BLANCA ESTELA saca un rollo de dinero del seno y se lo entrega a JUVENCIO.)
BLANCA ESTELA.- No podemos perder un segundo.
(JUVENCIO se guarda el dinero y la abraza en lo alto de la escalera. Claroscuro con matices amarillos y azulados. Los tres personajes [JUAN, PEPE y ÑICO] penetran y ocupan el primer plano. Golpe del taco a la bola y el choque de una bola contra otra. Los tres personajes se desplazan por el escenario, creando una mesa de billar, jugando.)
JUAN.- Blanca Estela... Qué barbaridad, compadre.
PEPE.- Qué compadre ni comadre. Dale a la bola y olvida el tango.
(Se siente el golpe de la bola.)
JUAN.- Y la ciudad está que arde. Un asalto a mano armada en el Tencen. Un desconocido mató al Dr. Menéndez. Cinco sacos de mariguana en un almacén de la calle Enramada.
ÑICO.- Bola sucia.
JUAN.- Se destapó en los muelles un cargamento de armas.
ÑICO.- Bola mala.
PEPE.- (Ríe.) Veremos ahora cómo se las arregla Hilario al pedirle un balance...
ÑICO.- Bola blanca...
JUAN.- Es probable que nosotros nos adelantemos.
PEPE.- Si Juvencio aclara el negocio...
JUAN.- Con la pasta contante y sonante, uno menos soplando.
(La escena siguiente da la sensación de que los tres personajes observan un acto sexual.)
BLANCA ESTELA.- (Aferrándose a sus hombros.) Haré tus deseos, mi dueño. Ya sé que a ti los escrúpulos... Igual que yo..., y yo también me vengaré.
ÑICO.- Mira. Esa bolita. Redondita. La que me recetó el médico. Déjamela, no me la toques. Apártate. No me quites la inspiración. Ésta, al directo.
(BLANCA ESTELA y JUVENCIO se besan.)
PEPE.- En el centro, en el centro. Pongan un cervecita.
JUAN.- Vigilemos. Hilario segurito llega dentro de un momento.
PEPE.- (En un grito.) ¡Mátalo!
(BLANCA ESTELA y JUVENCIO quedan en lo oscuro mientras hacen mutis.)
BLANCA ESTELA.- Júramelo.
JUVENCIO.- ¿Que te lo jure?
PEPE.- Por aquí.
ÑICO.- Suave.
PEPE.- Por acá.
ÑICO.- Suave.
PEPE.- Afinca, duro.
JUAN.- No lo pienses.
PEPE.- En el centro, en el centro.
JUAN.- Un golpecito.
PEPE.- Métela.
ÑICO.- Suave.
PEPE.- Rápido.
JUAN.- (En un grito.) Carambola.
PEPE.- Eres un paquete, mi cobio.
BLANCA ESTELA.- (Gritando fuera del escenario.) Al fin podré respirar en paz.
(Telón rápido.)
Acto II
La decoración del acto primero. Al abrirse el telón, se advierten los cantos del Orilé y más cerca las noticias del radio. Entran a escena CACHITA y BERTA. Las dos portan pencas (abanicos) caseras.
CACHITA.- Lo que yo quería. Ahí está.
BERTA.- (Casi cantando.) ¿Qué cosa, abuela?
CACHITA.- (Burlona, imitando a su nieta.) ¿Qué cosa, abuela? (Dramatizando.) ¡Ay, Virgen de la Ascensión, que niña más sanaca! A mí no se parece, ni a su madre.
(Se abanica fuertemente. Pausa. BERTA muestra un aire melancólico, triste. Tono suave al público.)
Ay, hija, la vida a una siempre le ofrece una oportunidad.
BERTA.- (Abanicándose, tono anterior.) No la capto.
CACHITA.- Entenderme, tú. Mema, sin remedio.
BERTA.- Estoy más hastiada. Me trata lo mismo que a una imbécil.
CACHITA.- Razones tengo.
BERTA.- ¡Ay, abuela, tú!
CACHITA.- Ponte, bobita, ponte con ñoñerías. Ponte con arrumacos. Hazte la atarantada. Ay Dios mío, qué lucha, qué lucha.
BERTA.- Abuela, usted se encalaberna.
CACHITA.- (Violenta, abanicándose.) Berta, búscame que me encuentras. Los límites son los límites. Me da una roña, que el salpullido me ataca. (La contempla con rabia. Pausa.) Quién me iba a decir a mí, que tú serías capaz de ser tan aguantona.
(Gesto de BERTA.)
Déjame tranquila. Apártate de mi vista. Bórrate del mapa. Evapórate.
(BERTA intenta un gesto, una palabra conciliatoria.)
No me vengas con el cantico de «abuela, abuela», y las lagrimitas de cocodrilo. (Pausa.) ¿Tú no ves, alma de Dios, que aquí ha pasado un vendaval?
(BERTA con gesto afirmativo.)
Pues, entonces...
BERTA.- ¿Lo de Juvencio y Blanca Estela?
CACHITA.- (Molesta.) Sí, Berta, sí. (Al público.) Necesita mentar el santo.
BERTA.- Usted se lo chismorreó a la gallega Asunción y ella se encargó de pregonarlo casa por casa, y la negrita de la esquina, La Fueguito, zancajeando se fue al Parque Martí y con el rebumbio de registros y detenciones que pululan, imagínese, abuela, es probable que la agarren presa, y ella tan campante, soplando, soplando...
CACHITA.- Que se propague, que se propague. Pintiparado a mis deseos, requetestupendo. Que la gente tenga una prueba. Deja que llegue Pablo. Lo estoy esperando como ají guaguao.
BERTA.- No me explico cómo puede alegrarse.
CACHITA.- ¡Qué mentecata! Así que Pablo se da el lujo de despreciarte y tú lo dispensas.
BERTA.- Abuela, cuando usted coge la pituita, peor que una chinche... Pui, pui, pui... (Otro no.) Él no tiene la culpa.
CACHITA.- (Gritando.) ¡Berta! ¡Malvada! No..., es el colmo. ¿Así que te atreves a echármelo en cara y lo justificas? ¡Malagradecida!
BERTA.- Es un muchacho, abuela. Yo lo hubiera deseado distinto... Ay, tengo un barullo por dentro. ¡Qué voy a decir, abuela!... A ciencia cierta él aspira.
CACHITA.- Aspira, ¿no? Aspira. Ya veremos qué pinta con sus aspiraciones.
BERTA.- Las conveniencias. Después de todo, yo qué puedo ofrecerle. En lugar de darle, le quito.
(Grito de CACHITA.)
Competir, abuela.
CACHITA.- Vaina. Vaina. ¡Qué tú lo digas! Qué atrocidad. Así que las aspiraciones. Así que las conveniencias. (Imitándola.) El pobre Pablo, el pobrecito Pablito, ñañañá, ñañañá. (Otro tono.) Mientras yo viva, no lo perdonaré. ¡Entiéndelo! No se lo perdonaré. Mala entraña. Maldita casta. Ojalá que se mueran todos. (Hace mutis, gritando, llamando a los santos.)
BERTA.- (Detrás de ella.) Abuela, abuela... (Mutis.)
(Los cantos del Orilé se intensifican, acompañado por los cantos de los grillos invisibles y por el vuelo de algún cocuyo extraviado. Penetra a escena PEPE, fisgonea la escena y va y se recuesta al pasamanos de la escalera abanicándose con un sombrero de yarey. ÑICO se repantinga al final de la escalera, silba una canción. Ambos muestran impaciencia. ÑICO recoge un soldadito de plomo, lo examina, juega con él y lo guarda en un bolsillo del pantalón.)
JUAN.- (Bailando, sofocado, cantando.) La noche es pólvora encendida, papo.
ÑICO.- (A PEPE.) Mira la hora en que se aparece éste.
PEPE.- (A ÑICO.) Confiemos en que trae el paquete.
JUAN.- Caballeros, había que jamarse aquello.
PEPE.- Cuenta, negro, cuenta.
ÑICO.- (Frotándose las manos.) Arriba, sin desperdicio.
(JUAN no responde y los mira asombrado.)
PEPE.- (A JUAN.) ¿Y qué...?
ÑICO.- Escupe, negro, escupe.
JUAN.- Que no, jiniguano, que me coso la lengua.
ÑICO.- ¡Qué fulastre eres!
PEPE.- (A JUAN.) ¿Te amenazaron? (A ÑICO.) Esto se cuenta y no se cree.
ÑICO.- Que tú nos compongas este numerito, Juan..., increíble, coño, increíble. ¿Que Hilario, o Juvencio, o el diablo...?
(ÑICO le enseña a PEPE una botella de ron «Palmita». JUAN se queda instantáneamente deslumbrado. PEPE toma la botella y se la enseña a JUAN. En la escena se crea un instante mágico. JUAN rechaza la botella. PEPE la destapa y bebe un trago. Cierra la botella y se la lanza a ÑICO, que la atrapa y lo imita. Gritos de CACHITA, mezclados a la voz del noticiero radial, fuera del escenario.)
PEPE.- (Mirando a JUAN con desprecio.) Por mí que se pudra. (A ÑICO.) Este es el último trabajo en que me meto.
ÑICO.- Uno arriesga el pellejo y luego este tipo, en la primera oportunidad, empieza a volverse misterioso. Mi lema se confirma: creer, ay Santo Tomás, ni en la madre de los tomates.
PEPE.- (A JUAN.) Parece mentira que tú, sabiendo que somos legales...
ÑICO.- (A PEPE.) ¡Déjalo! ¡Se hace de rogar! Si lo digo: hay que ser malo, mulato. El malo se abre camino y triunfa. (Señalando hacia el público.) Fíjate en Hilario.
PEPE.- (Echándole el brazo por los hombros de JUAN -que permanece imperturbable-, tratando de conquistarlo.) Anda, negrito lindo, esa onda no te cuadricula.
(JUAN no reacciona. En otro tono.)
Cabilla, la vida es corta y yo resuelvo.
JUAN.- (Molesto. Apartándose de PEPE.) Eh, tú... Qué sigilo es el tuyo. Vete a freír tusa. Conmigo ese guasabeo no camina.
(Risotada de PEPE, cayendo al suelo.)
ÑICO.- (A PEPE, molesto.) No le ruegues más. (Intenta mutis.)
PEPE.- (A ÑICO.) ¿A dónde vas?
ÑICO.- A cualquier lado. (Señalando a JUAN.) Este negro se ha puesto cerrero. Conmigo que no cuente. No le des más coba. (Traza unas líneas en el suelo y comienza a jugar el juego infantil llamado «Arroz con pollo» o «La peregrina».)
PEPE.- (Mirando a JUAN con desprecio.) Tendrá que arreglárselas solo. (A ÑICO.) Así es, mi tierra.
JUAN.- (Dándose categoría.) El caso es que...
(ÑICO y PEPE continúan jugando sin prestarle atención.)
Ejem..., las cosas son como son y virarlas al revés casi una utopía... (Mira a ÑICO y a PEPE. Con sonrisa indefinible.) Yo lo aclaré al principio: contención, sociales. Nada de arrebatarse y a su tiempo se llega. (Otro tono.) Y ya que estaba embarcado...
PEPE.- ¡Qué negro más descarado!
ÑICO.- (Con cautela, ojeando a su alrededor.) Subuso.
JUAN.- Ninguno quiso ir a la Estación de Policía. Era necesario. Era de apuro. Estábamos cansados de aguardar. Hilario no se manifestaba y tenía que concretar a qué hora... Y Menda tuvo que ir. Y Menda fue. Se dio una paseadita y ni por asomo un rastro de su cuñao Chicho Domínguez, el Sargento de Carpeta que le chapurrea de cuanta tropelía existe..., y se disparó para la piquera de la Catedral y allí lo encontró en el barcito de enfrente y se enteró de..., (Ríe. Cantando.) «mejor que me calle, que no diga nada...»
PEPE.- ¿Oíste...?
ÑICO.- ¡Que desembuche!
JUAN.- (Pavoneándose.) El ascenso, lo mismito que el globo de Matías, se evaporó, porque el negocio se complica. Después de una decena de añitos, lo dicen, a mí no me lo crean, de sembrar el terror a diestra y siniestra, pillaron al Moro Guilarte, con una curda sangandonga, en una covacha, a las afueras de Holguín. Una tipa del vecindario lo chivateó. Que si la mujer reclamaba daños y vejaciones, y que le violó a su hijita de trece no cumplidos, que la amarraba a una silla y la torturaba y le ponía tizones en los pies... Bestialidades, hombre, que mi lengua se avergüenza... Un desalmado, qué gandinga. El tipo se enmarañaba no sólo por la zona de Palma Soriano y de Bayamo, si no por aquí, en un sin fin de desafueros, sobornos, atracos, robos y chantajes a comerciantes, asesinatos a mano armada..., y a resulta ser que el Moro era compinche del Viejo Hilario, y entre ellos había mucha tela que cortar y grandes cuentas que saldar..., el Viejo Hilario anunció que él sólo aceptaba que se lo trajeran vivo y mandó a llamar a los periodistas, calculando que al tener frente a frente al Moro Guilarte, éste se iba a achicar, y él mataba dos pájaros de un solo tiro, se condenaba al Moro y él lograba el ascenso... Hilario pensó en su amigo el alcalde, en su amigo el representante, en su amigo el senador, en su amigo el Presidente de la Audiencia, y en su amigo de uña y carne, el Presidente. Un engranaje facilito asegún su magín. Pero él desconocía que su vida pendía de un hilito. (Otro tono.) Apareció el Moro Guilarte y, delante de todos en la Estación, empezó a soltar culebras por la boca. Lo que durante años Hilario embarajó, saltó a los ojos y oídos de los presentes. Que si la muerte de Pérez Consuegra, y la del Juez Cerviño, lo de los estudiantes en la calle Padre Pico, y los de la Socapa, los de San Vicente..., y el incendio de los muelles y los seguros que cobraba, el mundo colorao...
ÑICO.- Tremenda pelotera.
PEPE.- (A ÑICO.) No lo pasmes, viejo.
JUAN.- (Dueño de la situación.) Y sobre todo la muerte del Capitán Manolo Estrada, el padre de Juvencio...
PEPE.- Se armó la gorda.
JUAN.- Confesó... Su parte y la del susodicho. Con pelos y señales. La manera en que se planeó, la manera en que se creó la emboscada, y cómo explicaron a la prensa que..., unos maleantes, que hicieron el simulacro de que cacheaban entre la gente más pobre, entre los desheredados de casas de latón y guano y, más allá, en los basureros, y afuera, en pleno campo... ¿No me lo creen? Las actas y los periódicos y la radio lo ratifican...; y del modo que él, el Moro, se guardaba las espaldas y le dieron de recompensa un viaje a Colombia. Y, la materia gris, Hilario, ascendía. ¡Buen trabajo!... Clarito, clarito y sin pestañar, lo cercaba y atortojaba, ahí, el Moro, cargado de arañazos, sin camisa, plantao, en medio del salón... Dicen, yo no lo vi. Un toro viejo, un caballo o un gallo de pelea. De los templaos. De los duros, puro jiquí. Y uno que lo vio por el pasillo a través de las rejillas y de los desensambles de la ventana dijo que era una sombra que ocupaba todo el espacio de la Estación, y los policías estaban pasmados. Como si estuvieran encerrados en el cuarto del miedo.
PEPE.- (Interrumpiendo.) Recuerdo que cuando yo era un bejigo veía a los negros de Trocha que hacían fiesta de tambor, y yo no me podía escapar de casa, prohibido a los mulatos mezclarse, y eran los santos repicando en la noche cerrada, repica, santo, repica, y mi madre, muerta de miedo, rezaba, rezaba, y yo bailaba, y bailaba, tam tam tam, y luego ella, fuera de sí, se meneaba, tam tam tam, y bailaba ella también, y llamábamos a las palabras extrañas que no podíamos decir, e invocábamos a los dioses, sin saberlo, tam tam tam, y uno surgía, uno, vestido de rojo, el rojo y el negro levitando, y yo me apendejaba, en el cuarto entre sombras...
JUAN.- ¡Santísimo!
ÑICO.- ¡Aché pa'ti, mulato!
PEPE.- (Entre sueños.) El diablo.
ÑICO.- (Sorprendido.) ¿El diablo?
JUAN.- ¿Quién es el diablo? ¿Hilario o el otro?
PEPE.- Los dos. (Pausa con risotadas.)
JUAN.- Y volviendo al tema... Los dos hombres cara a cara semejaban de piedra. En la sala cundía el silencio. Ni una mosca se oía, compadre. Nadie se movía, paralizados. El Moro Guilarte dio un paso hacia adelante, y mirándolo fijamente le advirtió: «¿Qué más quieres, Hilario García?» A Hilario se le contrajo la mandíbula, o los reunidos discurrieron que era inevitable que sucediera. ¿Odio? ¿Desprecio? ¿Indiferencia?... Un encuentro de titanes. O del hombre y su sombra. ¿Quién era el hombre? ¿Quién, la sombra? Ambas se confundían. «¿Continúo sacando los trapos sucios, colega?», alertó al Moro. «¿Quién me pagaba a mí y a mi gente?... ¿Y los atentados? ¿De dónde venían las armas?... ¡Júzgame! ¡Que ya saltarás como perico desplumado? ¡Tú y muchos embuchaos y tapiñaos!».
ÑICO.- ¿Y la reacción de Hilario?
PEPE.- Sí, la reacción... Podía defenderse... Era lo oportuno. (Pausa.)
JUAN.- Los mortales a ratos prefieren la mudez. Es un signo raro, y en materia, significa a la larga y a la corta su mortaja. (Pausa.) Se llevaron al Moro al vivac esposado entre la turba que chiflaba y lo vituperaba. Y..., entonces, es natural, se formó un jelengue infernal. Todos se le tiraron encima a Hilario. Le cantaron las cuarenta. Que si la desmoralización imperante, que si la vigilancia, que si las pandillas, que si los ladrones, que si la zona de tolerancia, que si el contrabando, que si el juego, que si las drogas...
ÑICO.- (Interrumpiendo.) Se la han clavado en el carcañal.
PEPE.- (Rápido.) El que hace la paga.
ÑICO.- (Rápido.) Eso no falla.
PEPE.- (Rápido.) Bastante hemos aguantado.
JUAN.- Al grano, monina, ¡lo liquidamos!
PEPE.- Razones abundan.
ÑICO.- Y con la paga de Juvencio, la conciencia tranquila.
(Los tres personajes hacen mutis. Cantos del Orilé intensos. Entra PABLO. Vuelve la vista hacia atrás a los tres personajes. Se detiene en el centro del escenario. Preocupado. Va hacia el fondo lateral. Golpea suavemente la puerta de la casa de CACHITA, luego más fuerte y la llama. Silencio. Repite la llamada violentamente. Abandona su propósito. Sube las escaleras, a mitad del trayecto desciende, echa un vistazo a su alrededor y se va por el otro lateral. Sale BERTA. CACHITA la llama. BERTA regresa al interior. PABLO regresa a la escena, se arrellana en el quicio de la escalera y se recuesta al pasamanos fatigado y queda adormilado. Pausa. Penetra CACHITA, detrás BERTA. CACHITA finge que no ha visto a PABLO y BERTA no cesa de observarlo, a pesar de las acusaciones de su abuela. Las dos se han endomingado.)
CACHITA.- Arréglame las mangas. Vamos, niña. Los pliegues de la falda. De atrás, Berta. No estoy ciega. Tú lo has palpado, la plebe es la plebe. Enseguida se sueltan de la lengua, que si Cachita no se arregla, o descuida el vestido de repiqueteo gordo, que si no se peina, que si las uñas, que si los callos, que si el hígado, que si el páncreas, que si el reuma y la artritis, que si el mal humor... Cierra los broches, muchacha. Al bagazo, poco caso. Recuerda. Métetelo en la coronilla. ¡Pazjuata! (Otro tono.) Las uvas están verdes, y los mamoncillos y los mangos, ángel mío. La historia de la zorra la aprenderás, si no es por la buenas, a sangre y fuego... Berta, te recalco que me revises el túnico. Berta. Calienta, monga. Berta...
BERTA.- Abuela, qué pejiguera...
CACHITA.- Por tu bien, mi hija...
BERTA.- Pero usted no cesaba de recomendarme, que haz esto, que actúa de este modo, que sigue en tu propósito, que una mujer cuando se empecina, que los negros, que los mulatos, que si el adelantar la raza, que mascual, que... Un rollo. Y yo a todas estas, confundida, con tanta jerigonza y tanto dale que no te doy, «mírate con ese palmito, un regalo de Dios que no se desperdicia, mírate en el espejo y que tu madre se aguante, y tú resuelve, que éste es pescado en mano, que es tu oportunidad, que tu lugar, aquí, y no allá...
(CACHITA hace gesto violento.)
Es la verdad, abuela.
CACHITA.- (En un murmullo, violenta.) ¡Roñosa, malagradecida!... Me dan deseos de arrancarte los moños. (Otro tono.) Una cosa era antes y otra después. (Imitando la voz ronca de PABLO.) Todo cambia.
BERTA.- ¡Sí, abuela, sí! ¡Ay, que recondenación!
CACHITA.- Sí, la que lo digo soy yo... ¡Qué recondenación!... ¿Terminaste?... ¡Ahora, para casa de Violeta! ¿Y la sombrilla?... Ah, Virgen de las Angustias, para qué la sombrilla, a estas horas. Estoy tan apapuchada que me pregunto dónde tengo la cabeza... Ven, corre.
(PABLO se despierta y cree que sueña.)
BERTA.- (En tono casi de súplica.) Pablo...
CACHITA.- (En un grito desesperado sin mirar hacia atrás, cojeando.) Berta.
PABLO.- (A BERTA.) Pero, ¿ustedes aquí?... Estuve tocando, un minuto, no más, en la puerta y llamando a Cachita, y nadie respondió y deduje que habían salido. Fui a la casa de Violeta y era tanto el gentío que regresé y supuse que estaban en el cine, porque descubrí que echan una película de Pedro Infante y la abuela se arrebata por él... En realidad, deseaba refrescarme, alternar el ambiente. Dar un paseo en el Oldsmobile. Irnos a cualquier sitio. Pensé que sería bueno coger carretera hasta la playa, o al Morro, a contemplar la noche y la caída de las estrellas, es un espectáculo digno de verse, no sé, oír el ruido del mar, compartir juntos..., ustedes en definitiva hacen que me olvide de los salpafueras, de las perrerías, que si yo digo, que si tú dices, y de los errores que sin pretenderlo se van acumulando y son a veces montañas, ¡uf!, intransitables... ¡Y fácilmente uno se vuelve tarumba!..., y al mediodía la vi tan excitada, que pensé..., a lo mejor se despeja...
BERTA.- (A PABLO.) ¿Tú crees? ¿Es en serio?
CACHITA.- (Teatral, fingiendo su ceguera y que no puede caminar.) Ay, Pablito, tú, ahí. Pobrecito. Mi querubín adorado, mi corderito perdido. Estaríamos hacia el fondo, por el patio o el trapatio. Estoy hecha una calamidad, apenas oigo, medio cegata y con unos dolores de reuma de la cintura hacia abajo que no me sostengo en los pies... Una calamidad, una soberana calamidad. (Otro tono. Ladina.) Y tú, ¿en el duro?
PABLO.- (Rápido.) Jodido. Ah, excúseme, vieja. En lugar de arreglarse la situación...
CACHITA.- Sí, ya sé. Se empeora.
PABLO.- Sospecho que será por corto plazo. Existe una gran confusión, creo yo. En la Estación de Policía el entrisale y la algarabía dominaban. Atraparon a un tipo que perseguían desde hacía meses. Un pandillero, Cachita. Allá por Holguín, cerca de Bayamo. Esta madrugada. Me contó el chofer de papá... Lo trajeron en una avioneta especial y lo metieron en el vivac... Un facineroso. Una ralea humana, de esas que ponen en peligro de vida de todos los ciudadanos. Y papá insiste en que se haga justicia.
CACHITA.- ¿Justicia? ¿Tu padre?
BERTA.- Abuela, ¿vamos o no vamos? Violeta nos espera.
PABLO.- Si quieren, yo las acompaño. La fiesta se quedó en el pico del aura con el embrollo de la Poli.
CACHITA.- (A BERTA.) Que Violeta espere. (A PABLO.) Y tu fiesta, ¡adiós, Lola!... Y no es necesario que nos acompañes. No hagas ese esfuerzo, Pablito.
BERTA.- Abuela, que nos retrasamos.
CACHITA.- ¿Y ese apurillo, chiquilla?
BERTA.- Le recuerdo que Violeta cerrará la sesión a las doce.
CACHITA.- (Violenta.) ¿No me ves que estoy hablando con Pablo? ¡Insoportable! ¡Qué desgracia me ha caído a mí, San Lázaro!
BERTA.- (Con sorna.) Usted es tan puntual.
CACHITA.- La puntualidad será en su momento.
BERTA.- ¡Qué quisquilla, allá usted! (Se dirige a la escalera y apoya un pie en el primer escalón.)
CACHITA.- (A PABLO.) ¿Así que tu padre reclama justicia? Vaya novedad...
PABLO.- Cuando a él se le mete entre ceja y ceja una idea no da su brazo a torcer.
CACHITA.- (Fingiendo que se interesa.) ¡Anja!... ¿Y qué más...?
(PABLO se sorprende de su soterrada violencia. Otro tono.)
Inocente serafín caído del cielo, ¿oíste la radio?
(PABLO no le da crédito a las palabras de CACHITA, a su tono, a su mímica.)
Así que tú ignoras de la misa la media... Sería formidable que lo hicieras. Recibirás un buen batacazo en la mollera, y dejarás las ñoñerías, y esa comedura de gofio y esas maromas gratuitas de ustedes los blancos. De primera y pata verás la realidad. Asunto de tomo y lomo a tu edad...
PABLO.- Pero, ¿por qué ese tono? ¿Por qué...? No la comprendo.
CACHITA.- Tendrás que comprender, Pablito. Quieras o no.
PABLO.- Yo a usted, que sepa, no le he dicho ni hecho algo de que tenga que avergonzarme o sentirme culpable. A usted la considero una de las personas más cercanas... Digo. Eso pienso.
CACHITA.- Valiente descarao.
PABLO.- Berta, ¿te he faltado el respeto?
BERTA.- (Huyendo de su mirada.) ¿A mí? ¿Tú a mí? ¡Oh, no!... (Otro tono.) Ay no me mires así. (Otro tono.) Ella, que se agita el santo día en un perpetuo reperpero. ¡Estoy tan aburrida! (Otro tono.) Es ella, ella, la que te ha montado ese zarambeque.
CACHITA.- (Golpeándose el pecho.) Sí, soy yo, soy yo, soy yo. Nadie más que yo, que lo digo, y lo repito y lo seguiré repitiendo. Estoy cansada de tanta hipocresía, de tanto lamer el culo a una gente que no se merecen que yo, Concepción Gonzaga y Sandoval, viuda del Teniente de Tropa de Estevanez, Don Arturo Menéndez y Urquiza, en la guerra del 12, la de los negros, de la que ninguno habla, tenga la consideración de mirarles la cara. Soy negra y a mucha honra. Negra, pobre y honrada. ¿No te gusta? Te aguantas... Hoy lo he decidido. Pues si nadie se atreve a decirte la verdad...
PABLO.- ¿Cuál, qué, por qué motivo?
BERTA.- ¡A ella le encanta! ¡Si no vomita, revienta!
PABLO.- Puedo llevarla a donde quiera y conversamos.
CACHITA.- ¿Llevarme, a dónde?... ¿Qué, sordo el nene? (Otro tono.) No, Pablo, no... No me lleves a ningún lado. Con mis pies me valgo y me sobra. (Otro tono.) Escucha la radio. Ponte al corriente. Anda..., ¿o el miedo...? ¡El miedo! (Otro tono.) Ya las cosas por su libre curso están a punto de llegar a su nivel. Todo se ha invertido. Sí, una voltereta. Por una varita mágica..., ¡pum! Delante de ti cae la cortina de humo en que tu padre te ha envuelto. Ya no podrás rodar ese carrito descapotable, por el que las blanquitas pierden el tino..., ¡vitrina, pura vitrina!..., ni tendrás esa escolta de amigos y de policías, milientos esclavos..., que te hacen sentir que eres mejor que los demás, a la humanidad de rodillas, que si te empeñas en ir de vacaciones a Varadero o Miami, en una avioneta que papá dispone, en un abrir y cerrar los ojos, en el paraíso... ¡El niño de papá, el consentido!... El niño que sufre, el que repitió dos veces el quinto año del Bachillerato porque los profes se oponen a los manejos de papá..., y tuvo que ir a un psiquiatra..., igualito que su madrastra que sale de uno para entrar en otro... ¡Si yo, o mi hija, o mi nieta lo hiciéramos, dirían que éramos putas!... ¡A ella, no! ¡A ella, un psiquiatra!... ¡Claro, cuestión de pellejo!...
PABLO.- (Violento.) Esto se pasa de la raya.
CACHITA.- (Zafia.) ¿Qué? ¿Vas a matarme?... (Riéndose.) ¡Idéntico a su padre! ¡Idéntico! (Otro tono.) ¡Atrévete!
PABLO.- ¡No le permitiré que...!
CACHITA.- ¡Ni yo tampoco!... ¡Desvergonzado! ¡Miserable!... Vegetas en una cárcel de oro y esa cárcel se pudre, Pablo. ¡Y haré lo indecible con tal de que no nos ensucies! ¡Con esa cara de yo no fui! Quien no te conozca que te compre. Tú sabías qué querías..., (Señalando a BERTA.) que esta indefensa paloma cayera en tus garras. Loco por meterle el diente. ¡Abusador!... Pero aquí estoy yo, un muro, impidiendo que te sobrepases, que te aproveches... ¡Infame! ¡Malvado!..., y tu madrastra y tu padre..., que no puedo más... ¡Ayyyy!... ¿Por qué habré nacido en esta tierra?
BERTA.- ¡Abuela, aguántese!
CACHITA.- (En el paroxismo.) ¡Déjenme! ¡Que me voy a volver loca! Berta, aprisa. A casa de Violeta. Me precisa un buen despojo. ¡Violeta, ayúdame! ¡Que los malos espíritus se aparten! ¡Misericordia! ¡Paz y buena voluntad! (A PABLO, furiosa.) Todo lo que manosea tu padre..., sal y agua. Tu padre trae la desgracia. Tu padre es la salación. Tu padre es un asesino y se destarrará.
(Hace mutis rápido, detrás BERTA.)
PABLO.- (Con odio.) ¡Negra de mierda!
(CACHITA, de pronto, irrumpe en el escenario con BERTA a rastras.)
CACHITA.- (Violenta, a PABLO, señalándolo.) ¡Eso! ¡Negra de mierda!
(Mutis rápido de las dos.)
(En ese instante surge BLANCA ESTELA en lo alto de la escalera. Más atractiva que nunca, diferente a su primera aparición. A lo lejos se perciben los cantos del Orilé.)
BLANCA ESTELA.- ¿A qué viene esa gritería?
PABLO.- ¡Esa vieja!
BLANCA ESTELA.- (Amonestándolo, suave.) Te lo hemos advertido infinidad de veces. No le des confiancita. Al fin y al cabo disgustos traerá. Si le das una mano, te cogen el brazo, y se creen que tienen a Dios cogido por las barbas. A las gentes cada una en su categoría. ¡Te mezclas, hijo! Es inconcebible que a tu edad... Cuando tu padre lo sepa pondrá el grito en el cielo. ¡Y con razón! (Otro tono.) Mucho tacto, Pablo. «Buenos días, Cachita. Una tarde espléndida. Ha enfriado. Qué calor. Parece que va a llover». Lo imprescindible. Ella es capaz de las peores barbaridades, y con su idea fija..., su nieta... Se ve a la legua y se huele... ¡Dios me libre de reprocharte! Sólo, te sugiero.
PABLO.- Me dan ganas de largarme, de que no me vean más el pelo. Constantemente me equivoco. Constantemente meto la pata.
BLANCA ESTELA.- No lo tomes a lo trágico. La comida se enfrió. Me pasé la prima noche aguardándote, y como imaginé que tu padre y la fiesta no pegaban con cola, me metí en la cama y me quedé embelesada. (Pausa.) Era y no era un sueño. Las imágenes corrían presurosas, entrecortadas, a hachazos. Tu padre venía de un viaje, largo, muy largo. De conquistar un país, y no recuerdo su nombre. Exhibía el torso desnudo cubierto de cicatrices espantosas, y yo las sobajeaba y me ardían los dedos. «Hilario, de dónde vienes». Y él no me respondía. Como ausente. Creo que traía la cara vendada y las vendas húmedas de sangre. «¿Estás ciego?», y oía un ruido de mástiles y velas que se desploman y alguien gritaba «Agamenón, Agamenón», y se expandían gigantescas fogatas, y un revoltijo..., de gentes que rodeaban la casa y entraban con vasos enormes de cristales transparentes, y regaban arena, y andábamos en el desierto y soplaba un viento de tormenta, y llegaba un tipo enmascarado con una cruz en la frente, y tres tipos, y yo gritaba, «Hilario, Hilario, ten cuidado...» ¡Es terrible!... Al despertarme, sudaba a mares, sobresaltada...
PABLO.- (Cansado se acuclilla en un escalón.) ¡Tú y tus sueños, Blanca Estela! (Pausa.)
BLANCA ESTELA.- (Tono normal.) ¿Lo viste?
(Gesto negativo de PABLO.)
¡Lo que nos espera! Por la radio dicen atrocidades, que si patatín, que si patatán...
(Gesto de PABLO.)
¡Es insoportable esta existencia! ¡Desearía que deje ese cargo, e irnos a las santas quimbambas! A descansar, a respirar tranquilos. (Pausa.) A ratos me devano los sesos, de dónde saca tanta energía... Se vive en una vorágine, en una agonía, y todo el mundo con los ojos encima. (Pausa. Otro tono.) Yo lo llamé por teléfono y sonaba ocupado. Él se ha encasquillado en esa historia del Moro Guilarte y yo calculo que es un error..., pero, hijo, el hombre se aferra y Dios dispone.
PABLO.- A pesar de que aseguré en la Estación que me quería ver, que me diste el recado, que era urgente, aquello lucía tan enyerbado que era como pedir la luna. Ya nos contará esta noche.
BLANCA ESTELA.- (Irritada.) ¡Se lo dije! ¡No te metas en las patas de los caballos! ¡Tú, tranquilo!... ¡Y él dale que dale con el barrenillo y yo de calcomanía en la pared!
PABLO.- (Fatigado.) ¿Qué se puede hacer? (Pausa.) ¡Nadie escarmienta con cabeza ajena! (Pausa.)
BLANCA ESTELA.- (Persuasiva.) Perdóname, por lo de esta tarde, Pablito.
(PABLO se encoje de hombros.)
Quizás no he conseguido ser por supuesto una madre para ti. Quizás tú me guardes rencor... Me lo merezco. No me lamento. He obrado mal. He sido injusta. Te he hecho mucho daño, ¿de veras?
PABLO.- Eso importa poco ahora.
BLANCA ESTELA.- ¿Qué importa entonces según tú?
PABLO.- Ver cómo el viejo rebasa este berenjenal.
BLANCA ESTELA.- (Abanicándose.) ¡Ah, el destino, el destino!
(Pausa larga. PABLO sube las escaleras.)
Juvencio estuvo esta tarde aquí. Vino con un lío inverosímil... Yo ni una pizca le creí. (Pausa larga.) ¿Tú entiendes por qué Hilario lo trajo aquí?
PABLO.- (Subiendo las escaleras. En el tono de BLANCA ESTELA.) ¡Ah, el destino, el destino! (Mutis, mientras silba una canción de la época.)
(BLANCA ESTELA ve que PABLO hace mutis, da unos pasos hacia el lugar que se supone que sea la casa de Violeta. Se adentra en lo oscuro. Regresa a escena y se precipita hacia las escaleras. La escena se oscurece sutilmente.)
BLANCA ESTELA.- ¡Uf, que horror! ¡Una boca de lobo!
(Aparecen los tres personajes: JUAN, PEPE y ÑICO, jugando a la viola. Cambios de claroscuro en el escenario.)
JUAN.- (Jalado.) Noche, sombras malditas, encrucijadas, caracoles maltrechos, olor de campánulas muertas y mariposas aleteando en la humedad, cocuyos de fuego que anuncian la muerte... Noche de cuchillos atravesados. Borbotea la sangre y es un charco. Oh, noche, plenitud de los güiros... y de los cantos. Orilé, que Orilé... Y detrás viene un gruñido..., y el aire sopla, resopla, aúlla, au au au... (Ríe.) Son los espíritus..., una conjura, au au au...
ÑICO.- (Agresivo.) ¡Cállate!
PEPE.- (Riéndose y jugando.) El hombre se inspira.
ÑICO.- (A JUAN, que emite sonidos ininteligibles.) ¡Oye, oye! ¡Cálmate, tolete!... ¿Juvencio perdió la chaveta? La juma que lleva es de campeonato. Zigzagueando va..., jo, jo...
JUAN.- (Entre hipos.) No te preocupes por Juvencio, que él no es ningún zonzo. Toma, rectifica la plata.
ÑICO.- Entremos en calor.
JUAN.- Dame un trago.
PEPE.- Así me gustan los negocios.
ÑICO.- (A JUAN.) Sujétate, que te descachimbas.
JUAN.- (A ÑICO.) Ahí, con ñapa y todo.
ÑICO.- (Se ríe.) No te fermentes, asere. Qué temple el de Juvencio. Me agarró aparte y me soltó... (Imitando a JUVENCIO.) Dile a Blanca Estela que si te he visto no me acuerdo. (Largas carcajadas.) ¡Se la puso en China! ¡Es un calco de Fantomas, y lo demás paparruchada! (Gritando.) ¡Llévatelo viento de agua!
JUAN.- (Apenas se mantiene en pie.) Déjense de alborotar, que hay que trabajar fino... Juvencio dice que a las doce, de once y media a doce, es la hora perfecta. Levantemos el campamento y al acecho. Puros gatos.
ÑICO.- (A PEPE, refiriéndose a JUAN.) Está en su punto. Agua para chocolate. Pues, sí, cúmbila... (Enseriándose, contando el dinero.) Este paquete no lo salta un chivo. Si algo falla...
PEPE.- (Teatralizando.) Silencio. Siuuuuu...
ÑICO.- (A PEPE.) Ah, con la música a otra parte. (Cuenta el dinero. Hiperbolizando su avaricia.) Son nuevecitos. Acabados de salir de la imprenta. El premio gordo.
JUAN.- ¡Que degenerado es el Hilario! Ay, Hilario García, tus horas están contadas. Siempre apretujando, humillando a los muertos de hambre... Na más pasó por la casa de Violeta y la sesión espiritista terminó lo mismo que la fiesta del Guatao. «¡Inadmisible a estas horas! ¿Pidieron licencia?»
(Risa nerviosa de ÑICO y PEPE.)
¿De qué se ríen? Ninguna gracia le veo. (Otro tono.) Nadie lo salvará.
PEPE.- Que se encomiende a los santos.
JUAN.- Ése no respeta ni a los vivos ni a los muertos.
PEPE.- Con mano dura...
ÑICO.- Sin pensarlo mucho.
PEPE.- ¡Alto ahí, muchachos! Ahí viene.
JUAN.- Que no nos vea.
PEPE.- Un paso atrás.
ÑICO.- Rápido.
(Los tres personajes hacen pantomimas y muecas exageradas en tono de burla, enlazados, dibujando un solo cuerpo de múltiples manos, brazos y cabezas, semejante a una hidra infernal.)
JUAN.- Ñeque.
PEPE.- Ñeque.
ÑICO.- Ñeque.
LOS TRES.- Ñeque.
(Cae el telón.)
Acto III
La decoración del acto primero. Penetra a escena HILARIO GARCÍA, El Mulato. Es un hombre aparentemente joven aunque un tanto marchito. De gestos desafiantes, autoritarios. Intermitentes cantos lejanos de grillos y algunos cocuyos.
HILARIO.- (Gritando.) No hay nadie en esta casa.
(En lo alto de la escalera, BLANCA ESTELA. Viste un hermoso traje de noche rojo que contrasta con la blancura de su piel. Sensualidad y violencia. Él la observa fascinado.)
BLANCA ESTELA.- (Con humor o sarcasmo indefinible.) ¿Ése es el saludo cuando llegas? (Imitándolo, mientras desciende la escalera.) No hay nadie en esta casa. (Otro tono.) Debías mostrarte más variado de entrada..., más, ¿cómo diré?..., como en una opereta de Gonzalo Roig o Lecuona. (Otro tono.) Lo sucedido supongo que espantoso. Te lo advertí, ¿recuerdas? No te empeñes en el asunto del Moro Guilarte, te dije.
(Se acerca y lo besa en la mejilla como parte de una aburrida ceremonia. Una vez que ella lo ha besado, él la agarra fuertemente por los brazos, la atrae contra su cuerpo y le estampa un beso. Otro tono.)
Bruto. La pintura de labios. Por favor, suéltame.
(Él obedece. Le enseña las marcas en los brazos)
¡Convéncete! ¡Es horrible! Tendré que ponerme crema, porque estos moretones perduran..., y me duelen un montón... ¡A tu edad, coño! ¡Qué bárbaro! Y luego le dicen a una que la delicadeza con los años se adquiere... (Otro tono, acariciándose los brazos.) ¿Cómo te fue?
(HILARIO la observa, agacha la cabeza y se reclina sobre el pasamanos de la escalera.)
HILARIO.- (Lento, reflexionando, más o menos avergonzado.) Ni preguntes... (Pausa breve.) Ahí. Tirando.
BLANCA ESTELA.- (Sarcástica.) ¡La gran noticia!
HILARIO.- (Saca una pitillera del bolsillo del pantalón, la abre, toma un cigarrillo, guarda la pitillera, saca una fosforera del bolsillo de la chaqueta del uniforme y enciende el cigarrillo. Larga bocanada.) Para serte sincero, todavía no comprendo qué es lo que ha ocurrido.
BLANCA ESTELA.- (Tono anterior.) Eres increíble.
HILARIO.- ¡Me duele, coño!... ¡Cerciórate!... ¡Tenso, tenso!..., es una jorobeta todo el cuerpo, como si hubiera recibido una violenta pateadura. Los músculos de la espalda, el cuello..., mira, las manos me tiemblan, y en la cintura, por los riñones..., y las piernas, los muslos, mira, de piedra, y los pies un desastre.
BLANCA ESTELA.- (Dándole un pequeño masaje en el cuello.) Nunca me haces caso.
HILARIO.- (Suspirando.) En fin, tomémoslo como se debe, a un gustazo un trancazo. O el amorfo sentimiento de acabar. (Pausa breve.) Yo no iba a permitir que el Moro Guilarte siguiera haciendo de las suyas.
BLANCA ESTELA.- Perdóname, Hilario. No quiero ser mala, pero debo recordarte que el Moro Guilarte es quien es porque tú se lo permitiste. Tú lo ayudaste. Tú sacaste las castañas del fuego, no una vez, sino una infinidad. Tú sabías qué clase de hombre era. Un asesino. Un matarife de la peor ralea. Y lo consentiste.
HILARIO.- (Interrumpiéndola. Con un temor que no se manifiesta totalmente.) ¿Está Pablo ahí?
BLANCA ESTELA.- Duerme. Se quedó dormido mientras comía, lo tuve que acompañar a su cuarto. Aún así me recomendó que cuando llegaras lo despertara.
HILARIO.- (Ocultando sus sentimientos, brusco.) Déjalo que duerma. Es mejor que no sepa. Beto, el chofer, me garantizó que andaba con el rabo entre las piernas, asustado, tratando de escabullirse, de entrometerse, averiguando como el zuzún pintado, queriendo estar al tanto de qué era, de por qué el revuelo. Le he prohibido que vaya a la Estación, y no escarmienta. Allí mariposea y estorba. Que se aplique a los libros...
BLANCA ESTELA.- (Interrumpiendo.) Fui yo la que le propuse que fuera a verte. Desde temprano era un moscón dándome vueltas y vueltas. «¿Qué le sucede a papá?» Yo intenté explicarle por arribita. No podía, rodeada por Agustina y la muchacha que limpia. Extrañaba que tú no lo esperaras para desayunar juntos. Que si el ascenso de papá, que se debe celebrar, que invitaré a los amigos más íntimos, que si no es hoy será mañana, o mejor el domingo, ¿que tú crees, Blanca Estela?, que se lo había dicho a Cachita, que un compromiso, y yo ni esta boca es mía. Salió para el Instituto a una prueba o a buscar un cuaderno. Regresó y continuaba con la misma matraquilla. Para que me dejara tranquila le aseguré que lo llamaste y salió como una exhalación. (Otro tono.) Exclúyelo, y será peor...
HILARIO.- (Cortante, molesto.) Te repito que lo dejes dormir. No lo apabulles. Ahorrémosle ese mal trago. Ya tendrá tiempo para enfrentarse a la vida. (Pausa.) Es el vivo retrato de su madre. La pobre. Antes de morir no hacía más que atosigarme: «¿A quién se parece mi hijo?». «A ti, mujer». Sólo tenía unos días y gritaba hasta esmorecerse. Recuerdo que la casa quedó sola y me sentía en ascuas... Con tal de desahogar, corría al timbiriche de Pancho, que por aquel entonces era minúsculo, pregúntale a él..., él conoce del pe al pa esa historia, y bebía y me cuestionaba: «¿Qué haré con mi hijo?», y yo, y yo...
BLANCA ESTELA.- Por favor, no sigas.
HILARIO.- (Con una sonrisa enigmática.) Da pena recordar a los muertos, y ellos, los muertos acompañan...
BLANCA ESTELA.- (Interrumpiendo.) ¡Ay, qué tétrico! Los muertos, en su sitio. (Otro tono, próxima al énfasis.) Es mejor que lo sepa ahora. No es un niño. Es un hombre hecho y derecho. Lo proteges de tal modo que lo matas..., o lo convertirás en un inútil.
HILARIO.- (Violento.) Basta.
BLANCA ESTELA.- Algún día...
HILARIO.- (Rápido.) Que me recrimine cuando quiera. (Otro tono.) Prefiero hablar contigo a solas.
BLANCA ESTELA.- (Rápida.) ¡No cambias!... Luego, después, más tarde, mañana, en la próxima semana, cuando ya a ti no te concierne. (Otro tono.) Este atasco, en caliente. Si lo dejas en el aire se vuelve materia inflamable.
HILARIO.- (Rápido.) ¡No me inquiquines, coño!
BLANCA ESTELA.- (Rápida.) Palabra santa. (Pausa larga.)
HILARIO.- (Se sienta en un escalera, y se hace casi un ovillo, con los codos apoyados en las rodillas y el rostro entre las manos. Suave, en un murmullo.) Uno no sabe, Blanca Estela.
BLANCA ESTELA.- (Violenta, feroz.) No sabes... ¡Sí sabes, carajo! Tú, mejor que nadie, te filtras entre los hilos que se mueven. Tú, mejor que nadie, detentas los datos, los detalles mínimos..., las argucias, los cabos sueltos, los enmarañados vericuetos..., y es más, lo que cavilan los de más arriba, los intocables. Te leí la cartilla, y sabías que era un juego peligroso, que estaba en juego tu pellejo, que podías en un tris saltar. Y cuál fue tu respuesta, una carcajada, y el escupitajo de «bruja». ¿Dices que no sabes? ¿A quién engañas, a mí, o a ti mismo?
HILARIO.- (Desesperado.) Te juro que no sé...
BLANCA ESTELA.- (Dura.) Ah, pobre infeliz descuarejingado por el destino. Bendito condenado, no sabes... ¡Pues yo sé! Ellos, la camarilla que gobierna, te toleraba. Tú les eras necesario. Gente, como tú, son pocas. Agradables, simpáticas, que pueden llevar una conversación, y que poseen un arsenal de trucos y pillerías. Aceptaban tus bromas, tus chistes..., y que les hagas llevadera esa existencia en la que se vacila entre el aburrimiento y la ferocidad, en la que las cosas están disponibles, es decir, al alcance de la mano, y a la vez son intocables por peligrosas. ¡Sí, Hilario, sí! ¡Compréndeme! Lo juzgarás estúpido, pero es así.
(HILARIO la contempla fascinado.)
No hay peor aburrimiento que el saber que no se tiene que hacer ningún esfuerzo por conseguir algo y, por otra parte, a ese aburrimiento lo acosan tentáculos de ferocidad, ¿me sigues?, es un argumento banal, de todos los días, tú quieres más y más, nada te satisface, entras en una nube de fantasmas dorados, e ignoras cómo disfrutar esos fantasmas que por dorados te fascinan, y en esa lucha, entre uno y otro, vas inclinándote hacia una zona en la que tocas el vacío..., y nos invade un frenesí, me gustan los cubiertos de plata, ah, qué tontería, será bonito mirarlos, sí, ¿por qué no?, mirarlos a distancia, y los miras, y te adelantas un poco, y tu mano avanza, tiemblas, rechazas esa idea, y la mano avanza e impasible los palpas, y al palparlos, dudas, y ya quieres poseerlos... y el poseerlo requiere un cómplice..., ¿no? Alguien que esté ahí, que comparta hasta un límite. Yo tengo derecho a tal tarantín, y tú a otro, que no es como el mío, sino inferior..., pero tú puedes llegar en cualquier lance a poseerla, pues una vez que yo la tengo me canso, se me hace tan difícil explicarte, yo me aburro y deseo un punto más distante, y tú me tiendes la mano, y tu mano sobre mi mano van hacia el punto de mira, y yo lo alcanzo, y tú sabes, tú has comprobado cuál es ese deseo..., y tú te confundes y juzgas que tenías el mismo deseo y que eres igual, que no hay diferencia, y te equivocas, existe siempre una diferencia... (Pausa breve.) Ellos, obligados a carabina contigo, tú eras el señalado, la pobreza y las ambiciones se embarullan, tú te manejabas en el aire, con las conexiones en esa zona que ellos menosprecian e ignoran, una serie de imprevistos lanzan el anzuelo, el padre de Juvencio te tendió la mano, eran socios, compartían ilusiones, compañeros de infancia, la misma escuela, las mismas novias, lo vivido por cada muchacho, y a pesar de ello desconociéndose mutuamente, y un buen día, el amigo se convirtió en enemigo, él era un tipo al que tú aspirabas sobrepasar, tu imagen superpuesta, él era y no era, y tú detrás acechabas la oportunidad, tú le debías favores, él te los debía también, ¿cómo equiparar esa sombra que se transforma en pesadilla?, ¿cómo?..., tú, a ratos entre la tiniebla de las elucubraciones, combatías esa idea..., pero estamos educados para la traición. ¡Sí, para la traición!... Un sueño, una ambición rompe los diques y vuela el peso de los años de amistad, y sobre todo el miedo a perder el poder, el pequeño y triste poder de sobrevivir y de imponerte... Y tú te reservabas los contactos adecuados..., y el Moro Guilarte servía... Pasada esta experiencia, el poder sabía y tú, maniatado, cargabas doble deuda, con el poder y con el Moro Guilarte, y ése, querido, ha sido, y quizás será, un eterno dolor..., inexcusable. Porque atrabancado y emponzoñado cubría un papelito, y tú contabas con el hipotético ascendiente que ejercías sobre él, convencido actuabas, y estabas sobre aviso de que iba a estropearse, de que dicho ascendiente no abrigaba toda las necesidades, las tuyas y las de él..., que tu superioridad se basaba en una especie de envite en el que predominaban ciertas ideas fugaces de admiración a tu vigor corporal, y que al traste se iría si tú no compensabas la condición permanente del hombre, su sordidez..., ¡le ofrecías el pescado en un gancho y a cuenta gotas..., y fatalmente...!
HILARIO.- Palabras, palabras. A palabras necias...
BLANCA ESTELA.- Como quieras. ¡Pero no digas que no sabes!... Tú te creíste el juego del poder, esa es la verdad, no lo niegues..., uno se apenumbra, pierde el norte, camina sobre una alfombra que no guarda las trazas de alfombra, más bien, una tembladera o un pedregal, y tú no lo percibes, tú poco a poco omites el sentido del peligro... Sí, Hilario. Ofúscate, recházame. Pronto te darás de narices con la realidad. Negar que el agua es agua, hazlo. Eso no impedirá que el agua sea agua. (Con una sonrisa sarcástica.) ¿De acuerdo? (Otro tono.) Y en el juego del poder, unos pocos lo usufructúan y el resto lo sueña; y aún los que lo usufructúan, en definitiva, acarician una fantasmagoría, porque todo se disloca en un instante, porque se vuelve el fragmento de una alfombra o de una lámpara de cristales relucientes, pedazos, ruinas, ecos..., tal vez un simulacro..., o un puñado de escarcha que al apretarla se desvanece entre tus dedos.
HILARIO.- (Condescendiente.) Ay, mujer, tus historias. Tú imita, imita, a ese tipejo que de leer novelas de locos terminó loco.
(Le acaricia el rostro con ternura, la atrae y la besa. Ella lo rechaza.)
BLANCA ESTELA.- ¡Búrlate!... Estoy convencida de que tengo razón.
HILARIO.- (Se pone en pie y se quita el cinto con el revólver y la cartuchera.) No discuto tus razones..., atiborradas de sinrazones. (Otro tono.) Me molesta el peso, día y noche. (Se arquea.) Uy, que alivio.
BLANCA ESTELA.- ¡Sí, trátame de loca! ¡Ese es el pago de mi marido!... ¡Oh, mundo, mundo, para qué me detengo a decirle si debía callarme!
HILARIO.- ¡Te oigo, te estoy oyendo!
BLANCA ESTELA.- ¡Ay no jeringues, viejo! El horno está repleto de siquitraques.
HILARIO.- (Se acomoda a su lado y extiende su brazo sobre los hombros de ella.) Chica, tu sentido del humor se agría a una velocidad...
BLANCA ESTELA.- ¡Quítame el brazo de encima!
HILARIO.- (Ponderando su ternura.) ¿Por qué, pichoncita mía? ¿Por qué tan bravita? Muñeca, no seas mala.
BLANCA ESTELA.- ¡Déjame! ¡Me molesta!... Uno habla contigo y se termina casi o en la mayoría de las ocasiones en una trifulca. Echas todo a relajo. ¡No te soporto!
HILARIO.- Decías..., que...
BLANCA ESTELA.- ¡Imposible! He perdido el hilo.
HILARIO.- (Observándola.) ¡Te enfurruñas! ¡Anormal, completamente anormal!...
BLANCA ESTELA.- (Próxima a las lágrimas.) ¡Si tú te dieras cuenta que todo lo hago por ti!
HILARIO.- Ven, acércate... Decías, que el poder, era muy bonito, de veras, muy bonito..., que el poder era escarcha entre los dedos..., o algo parecido. (Otro tono.) Te quiero, Blanca Estela. Tú eres mi cómplice..., más allá de mi sombra, más allá de mi muerte. La única persona con quien me siento libre.
BLANCA ESTELA.- (Con desdén.) Pues no lo parece. Qué romántico.
HILARIO.- (Cerca de ella, musitando las palabras, temeroso casi de decirlas.) ¡Te lo juro!... Sí, la urna donde he encerrado mi corazón, la urna donde tengo que vivir o renunciar a la vida. Tú, solo tú, Blanca Estela. Estoy a tu albedrío. Hasta en las bajezas, te he mendigado. (Otro tono.) ¡Ojalá no te hubiera conocido! (Otro tono.) Por las noches al sentirte a mi lado entre las sábanas pienso que el universo entero me acompaña y se apodera de mí una felicidad tal que me digo: «¿Por cuánto será?».
BLANCA ESTELA.- ¡No me toques, chico! Tus manos húmedas...
HILARIO.- (En un arranque irracional.) Pero, ¿qué te pasa, chica? (De un salto se pone en pie. El cinto y la cartuchera con el revólver ruedan al suelo.)
BLANCA ESTELA.- (Suave, dulce.) ¿Qué?... ¿Ya saltó el tipo Importante?... Para mis adentros me runruneaba: ¿durará este plácido instante?...
(HILARIO ignora que responder. Rápida. Enérgica.)
¿Y esa cara...? (Imita su voz y reproduce el texto como aprendido.) Sé lo que me traigo entre manos. Al diablo. Yo soy un tipo importante. Yo soy un tipo importante: que reconozcan mis méritos. Que se pongan de rodillas cuando pase Hilario García. Yo estuve en el madrugón. ¿No se acuerdan ya? Yo estuve en el tiroteo de la calle San Jerónimo. El hermano del presidente es amigo mío. Casi un hermano, nos criamos juntos. Yo perseguiré a los cuatreros hasta el final. Necesito un chofer y un Cadillac en la puerta para mi mujer. Y una casa de apartamentos para cuando sea viejo vivir de rentas. Necesito un palacete con muchos jardines y piscina y criados en Vista Alegre. General, sí. ¿Qué dice? Diga. Exacto. Su palabra es una orden...
HILARIO.- ¡Magnífico! ¡Espléndido!
BLANCA ESTELA.- ¿Te molesta?
HILARIO.- (Rápido.) No, no. Considero divertidísimo que te hayas aprendido la lección. ¿Además por qué sentirse agredido si todo lo expuesto corresponde a la realidad...? Ni una tilde falta. (Otro tono.) No, Blanca Estela. Reconozco tus cualidades y calidades histriónicas. Los de una actriz americana bragueteada. Eres mi memoria viviente. Un libro abierto. La pura evidencia. Los hechos bullen todavía en la conciencia o inconciencia de la gente. (Toma el revólver que se ha caído y lo acaricia.) Sería injusto y poco delicado de mi parte. O una negligencia. Lo único que advierto es que has olvidado, o te trafucas..., no fue el Moro Guilarte quien llevó la empresa de la muerte del padre de Juvencio, de mi amigo de infancia, de mi amigo del alma, Manolo Estrada... ¡Fui yo, mi tierna Blanca Estela! ¡Fui yo!... ¡Equivócate conmigo y perderás!... Un hábil ejercicio.
(BLANCA ESTELA sigue su narración francamente embrujada.)
Paso a paso fui yo quien elaboré el golpe. Sabía las horas de entrada y de salida. Sabía que visitaba a una mujer religiosamente... De sus propios labios obtuve la confidencia. Al chofer y a sus dos guardaespaldas los avisaron de la operación. Recuerdo que era una madrugada, de lluvia y neblina. Llegamos un cuarto de hora antes. El reloj de la iglesia sonaba y yo oía un canto y gritos, un ruido o el picoteo de un aurero. Por el fuero interno, temblaba. Sin embargo, ni mi respiración ni mis gestos delataban mis enrevesados sentimientos. Cuestión de firmeza, y que él cayera en la trampa. Una fría e implacable jugada. Con los servicios del Moro yo mismo lo ejecuté. Aún veo su cuerpo bajo los estertores de la muerte. Bocarriba, a lo largo de la cuneta. Un hombre, un hombre genuino. Un hombre noble y desinteresado, que no entendía la política, que obstaculizaba mi ambición y la de los otros... Sí, Blanca Estela. Estaba allí y no lo creía. En una fracción de segundos, el planeta entero giraba ante mí. Saturno, Marte, sombras interminables. Darle crédito a mis actos, inadmisible. Se agitaba, una masa ya dolorosa de sangre y pólvora. Con los ojos abiertos, balbuceando... (Apunta el revólver hacia el público.) ¡Pobre hombre!... No quise que continuara en ese género de sufrimiento o de baldío estupor que precede a la muerte..., y también un placer, ajeno al placer, una euforia que se elide y no es la euforia, en mí, en mí, abriéndose y ocultándose, y confundiéndose con mi sudor..., y el convencimiento de lo inevitable. Di dos pasos, me agaché a su lado, él me miró, y muy tierno le aseguré: «Buen viaje, Manolo. Allá arreglaremos cuentas». Y él cerró los ojos, creo, y respiró hondo..., y yo... (Al terminar el parlamente en un ligero movimiento hacia ella.) Sí, querida mía, guiado por el espanto, extendí la mano con el dedo en el gatillo..., pum, pum, pum...
BLANCA ESTELA.- (Desesperada.) ¡Mátame, mátame!...
HILARIO.- (Con largas carcajadas.) ¡Te asustaste! ¡El miedo!...
BLANCA ESTELA.- ¡Ni de broma!
HILARIO.- (Manipula el revólver, riéndose, próximo ella.) Mira. Es fácil...
BLANCA ESTELA.- Detesto semejantes beroqueos... ¡Apártate!
HILARIO.- (Apartándose.) Yo, también. Infame oficio... (Abandona el revólver.) Pero ya que he recorrido la encrucijada de la sinceridad, iré más lejos, y debo recordarte una de las razones por la que traje a Juvencio a esta casa. (Pausa breve, intentando reconstruir el pasado y encontrar la palabra justa.) Lo vi nacer. A los seis o siete meses jugaba con él en su corralito, lo consolaba de sus perretas..., se dormía en mis brazos con el biberón mientras conversaba con su padre y su madre languidecía en una postración reumática. Después de la muerte de su padre, iba a verlo, no podía abandonarlo. Ningún sentimiento de culpabilidad..., y sí una esperanza que concilia. Una fuerza, una necesidad, que se concretiza en una mirada. A veces..., es ridículo, en mis pensamientos lo veía crecer y le asigné un destino. ¡Cómo si uno pudiera hacerlo, cómo si tuviera la capacidad de lo invisible! (Ríe, en su risa se adivina un dolor.) Él era el vengador. El vengador, Blanca Estela. Hará lo que yo hice con su padre. Agazapado en la sombra, impecable y vicioso, indolente, ejecutará el acto que me devolverá el reposo, no de la muerte de su padre, sino de una existencia que se me escapa, tironeada por lo incomprensible y que ya no me satisface. Y arrasará la casa o la hipotecará o la venderá al mejor postor. Así lo veo, y así será...
BLANCA ESTELA.- (Sollozando.) ¡Un monstruo! ¡Un monstruo!
HILARIO.- (Con una sonrisa amarga.) ¡Ahora lo compruebas! ¡Un poco tarde!
BLANCA ESTELA.- (Entre sollozos.) ¿Qué he sido yo..., Santa Marta, durante todos estos años? ¡Maldito! ¡Nunca te lo perdonaré!
(Lo golpea y comienza a quitarle los galones, HILARIO se defiende de su agresión.)
¡Fusiles, metralletas, revólveres! Toda la vida incrustada en este laberinto de uniformes, armas de fuego o cuchillos ardiendo, y de caretas (En un estado de embotamiento o súbita locura.) , malgastada, aherrojada, quién elimina a quién, no te soporto, no te aguanto más, quiero ser libre y vivir tranquila, ajena al chantaje, vivir de manera distinta, sí, Hilario, te lo suplico, basta, basta, oh, Virgen mía, la aplastada, la humillada, la perdida, me cogiste la baja, rodeada de escupitajos, la muerte al doblar la esquina, mañana, tarde y noche, con esta zozobra, a quién van a matar, cuándo, a qué hora, en qué sitio, olor de pólvora asediando, o dominando las cuatro paredes de tu casa, en la calle, en las plazas, en los campos saqueados bajo el sol, o las planicies mojadas por la luna... Estoy harta, agobiada, de que nos gobierne el crimen... ¿Hasta cuándo, Señor?
HILARIO.- (Burlón.) Vamos, nena..., ¿crees que los que vienen detrás no serán peores?... (La mira con odio. Otro tono.) No me hagas perder los estribos.
(Ella se repone.)
Bien que te gustaba que te hiciera cuentos. Encantada, en las nubes te sentía. «Cuéntame, pipo, cuéntame» y me dabas por la vena del gusto. Inventaba horas y horas y tú aplaudías. «Otro, otro». Igualita a mi hijo. Me seguías hasta en las comas...
(BLANCA ESTELA lo mira despreciativa y sonríe, se cruza de brazos y se enseria.)
Era un diversión..., y yo me pensaba delante de miles y miles de individuos, en una plaza, aplaudiendo a coro, «otro, otro», y volvía al cuento anterior, al de la semana pasada o trasantepasada, sabiendo que lo habías olvidado y que con algunas variantes parecía nuevo. Y sacaba, no sé cómo, cuentos al por mayor. Los catastróficos, los adorabas. Estamos en el fin del mundo, en la hora cero. El apocalipsis se acerca. Los días están contados. Un rabo de nube negra azota esta casa. Pintaba los heraldos de la miseria, y tus ojos brillaban. O los esperanzadores. El paraíso se acerca. Vendrá el reino de la abundancia. (Otro tono.) Niégalo, cabrona.
BLANCA ESTELA.- (Con desenfado.) Ay, chico, y a qué mujer no le gusta. ¡Dime!... A la más cujeada le encanta que le hablen fino..., y cuando entrabas con tu uniforme, en aquella casa de Trocha, se armaba una tremolina, y la gritería, llegó, vino, de requetechupete, carne fresca, si muero en la carretera que no me pongan flores... Sí, hablando en claro, la trafagina de aquellas mujeres era mucho, y yo orgullosísima, figúrate, tremendo ejemplar para mí sola, y el uniforme te lucía precioso, y tus manos sobre la cartuchera en la cintura, Dios mío..., y me decía: ¡Éste es el hombre! ¡Qué caballo! ¡Qué machazo!... (Otro tono.) Gastarme con gente de a tres por quilo, nananina. Yo tiraba por lo alto. Los que me rodeaban, los marchantes fijos, unos viejazos, y con una mentalidad que odiaba, en el desparpajo y la truculencia, y tú, un bombón, rumiaba yo, y me hacías tilín (Se pone la mano en el corazón.) , me arrebatabas, y corría, si te oía, si te veía...
HILARIO.- Un banquete, chiquita.
BLANCA ESTELA.- ¡Alabancioso! ¡Engreído!
HILARIO.- ¡Tenía de qué!
BLANCA ESTELA.- ¡Lo tuyo no tiene precio! ¡Quien te oiga supondrá que me has dado la mejor de las vidas! ¡Degenerado!
HILARIO.- Hice lo que nadie hizo.
BLANCA ESTELA.- ¡Y tengo que agradecértelo! ¡Y vivir la eternidad pendiente de tu sacrificio! ¿Por qué te sacrificaste? ¿Un sacrificio? Si valía tan poco, ¿por qué me sacaste de allí? No fui yo a buscarte... ¡Vaya, pasarme eso por la cabeza!
(Los tres personajes del CORO fuera del escenario susurran en tono grotesco: Ñeque, Ñeque, Ñeque. El cri-cric de los grillos, el vuelo de algunos cocuyos.)
HILARIO.- ¿Escuchas?
BLANCA ESTELA.- ¡Simplezas!
HILARIO.- (Poseído.) Pasos..., voces, roces, ecos. (Pausa.) Antes de llegar aquí, entré en la casa de Violeta, aquello ardía en una fiesta de locos, y las velas chisporroteaban y yo me reía y gritaba: «Se acabaron los santos, los muertos y los espíritus», y la gente me miraba espantada y la sesión espiritista se terminó, por arte de magia, en un decir Jesús. (Se quita la chaqueta y la arroja al suelo.) Reía, y no podía contenerme, jo, jo, jo, y conjeturaba que alguien me sacudía entre rugidos, una bestia, y me desguabinaba, bajo un oscuro poder, un fluido, Blanca Estela. El espacio se dilataba en una esfera gigantesca, y trazaban líneas de ceniza y degollaban a un gallo viejo, y sentía que me impulsaba y me retorcía, aplácame, Dios o Diablo, aullaba, y me deslizaba por un laberinto desposeído de paredes, y veía clarito, clarito, tres sombras, avanzando, avanzando, y el tumulto se adensaba en una batahola de gritos y carcajadas..., y me taladran aquellas carcajadas. Las llevo incrustadas aquí, aquí, por todo el cuerpo. (Con la simplicidad del que se reconoce.) Marcas de fuego, marcas sulfurosas. Y las tres sombras avanzan, avanzan...
BLANCA ESTELA.- (Con desprecio.) A la verdad, viejito..., ¡ya estás viendo visiones!
HILARIO.- (Cogiéndola por un brazo y zarandeándola.) Atiende a lo que te voy a decir, soy un hombre que se ha roto el cuero muy duro, que siempre ha tenido que echar para alante y que no ha recapacitado mucho.
BLANCA ESTELA.- (Violenta.) ¿Y a qué viene esa descarga? ¡Si no te conviene, borrón y cuenta nueva!... No creas que te cogeré miedo. Me importa tres pitos. (Otro tono. Fría, casi demoníaca.) Sé por dónde vienes. Tú, ocultarme... ¡Qué poco me conoces! ¡Sí, querido, has perdido la apuesta! ¡Bola negra!... Gracias, Dios mío, gracias, ángeles todopoderosos. Ya no tendré que aguantar a esa pila de rufianes que venían a encañarse como puercos todos los fines de semanas o una semana completa, en la casa de la playa, en la Socapa, trayendo a esas mujerzuelas de medio pelo, rinquincallas, pelandrujas, y tenerlas que oír, con sus disparates, con sus mediocridades, «Qué piensas, me asienta mejor el tinte de rubio que el rojo mandarina», «¿Y este vestidito de muselina que me compré en El Encanto?», «Ya le dije a Fulanito que me operaría las tetas en Nueva York, dicen que hay un cirujano extra», «Perensejo toma ostras a tutiplén, creyendo que el pito se le va a parar, qué iluso, esa piltrafa no la levanta ni Sansón Melena», «A mí me saca de quicio que me soben la crica», «Esas arrugas, Blanca Estela, cómo camuflajearlas», «A mí el que me trae en un disparadero es el dependiente de la esquina, Paco Trabuco», «Ay, niña, ése es un..., se pasa todo el tiempo detrás del mostrador haciéndose la paja y le gusta que le den por el culo», «No me digas, pues, hija, yo le vi el aparato y me resultaba impresionante y apetecible», «A mí me encanta la morronga de mi marido, pero me despepito por el intercambio», «Tú sabes la bola que se corre, que el hijo del Presidente, sí, chucuchuco, chucucuco, amor, me lo informaron fuentes acreditadas», «La mujer del alcalde se hizo un aborto en casa de la bruja», «La secretaria del Senador la llaman la mamadora incandescente», «¡Qué horror, que espanto!», «Yo no digo nada, Rita, perdón, digo, Blanca Estela». (Pausa. Otro tono.) Lindo ambiente, Hilario. ¡Y a ti te encantaba! Sí, que corra el Johnny Walker y el champagne y los pitos de mariguana y... la coca, naturalmente, bien suministrada. ¡La gran orgía! ¡La bella vida!
(HILARIO da zancadas por el escenario, enloquecido.)
¡Total cómo podía quejarme si estaba acostumbrada! ¡Ese es el razonamiento de todos! ¡Esa era la lógica! ¡Y yo, la puta de La Trocha debía aguantarme, aguanta, aguantona, y sonreír, y ver cómo languidecían las horas entre ese jolgorio de hombres y mujeres encueros, correteando de cuatro en cuarto, y los numeritos que inventaban entre la sala y la cocina!... (Pausa.) Blanca Estela, mira, el último reloj de Suiza, fantástico, eh, me lo regaló Arturito, ¿Arturito, quién?, el hijo del representante, ahhh.
(HILARIO se escabulle detrás, en la parte hueca, de la escalera; ruidos de cristales rotos.)
Hoy seré yo el cocinero, Agustina tomó su día de descanso, decías y cogías el delantal delante de los invitados. La salsa verde francesa es inimitable. Los cangrejos se cocinan a fuego lento y con una pizquita de ají de Chayenne. Es impresionante la cantidad de minucias que uno debe tomar antes de comenzar a cocinar la langosta. Y empezaba el pasepase de cachadas, y los mojitos... ¡Y aquel fandango de hipocresías! Blanca Estela, ocúpate de las señoras.
(HILARIO lanza al escenario dos o tres soldaditos de plomo.)
¡Sí, yo, la mula de carga! ¡Pablito, no! ¡A Pablito se le enviaba a La Habana, a Camagüey a la casa de sus tías, a Miami, a Nueva York! ¡Pablito debía preservarse de este infierno! Y yo salía del visiteo exhausta, asqueada, muerta. ¡Tu casa por la mía! ¿Cuál es peor, chico?... (Sollozando.) ¡Yo, la alcahueta! ¡Yo, la celestina! ¡Yo, el pendón desorejado! ¡Yo, la perra! ¡Era yo la que debía endilgarme ese muerto! (Pausa breve.) El poder descansa en eso. Vale poco o nada que el gobierno de la ciudad marche. Al pueblo migajas. Que se sacrifique.
(Pausa breve. HILARIO sale de su escondite con una colección de soldaditos de plomo en el regazo y que deja caer en forma de lluvia en el primer plano del escenario.)
HILARIO.- (Idéntico a un niño.) Blanca Estela, escúchame. Blanca Estela.
BLANCA ESTELA.- (Seca, atroz.) Déjame.
HILARIO.- (Sentado, en primer plano, rodeado de los soldaditos de plomo.) Eres mi mujer.
BLANCA ESTELA.- (Violenta.) ¿Tú..., qué? No te acerques. No me toques... ¿Por qué tengo que estar condenada a una vida que no me pertenece?
(HILARIO ordena los soldaditos de plomo.)
Quiero volver a ser aquella mujer que conociste. Odio a esta que se arrastra y se esconde y se somete... Acosada por voces y recuerdos que no puedo explicar. (En un grito.) Ay... (Pausa. Otro tono.) Te juro que me encerraré en esta casa para siempre, que jamás veré la luz del sol, que seré para ti una muerta vestida de negro.
HILARIO.- (Semejante a un niño.) No seas guanaja... Te quiero, Blanca Estela. Es como si todo, la vida, mi vida, nuestra vida... Quizás tú no lo sepas... Quizás sea inútil... Sin embargo, te necesito... (Pausa breve.) Dime, anda.
BLANCA ESTELA.- (Enigmática.) El miedo.
HILARIO.- (En una lejanía imprevista.) ¿El miedo?
BLANCA ESTELA.- (Tono anterior.) Sí, el miedo.
HILARIO.- Comprendo. Tuve miedo, ya no.
BLANCA ESTELA.- Miedo..., de qué hago, de qué hice, de qué haré.
HILARIO.- (Sopla a un soldadito pretendidamente sucio.) Mientes, Blanca Estela.
BLANCA ESTELA.- Y el miedo en mí, aplastándome.
HILARIO.- (En su juego, con los soldaditos de plomo.) Qué calamidad, hombre.
BLANCA ESTELA.- (En un rapto de furor.) Me das lástima.
HILARIO.- (Perdido en su infancia, jugando con los soldaditos de plomo.) Blanca Estela, la encerrona de Manolo Estrada no fue Troya, ni La Trocha es Troya, ni yo soy Agamenón. (Otro tono. Ríe curiosamente en su juego.) Tal vez allá en La Maya, en la época de mis padres, los cuatreros de Mayarí, los cuatreros García, los llamaban por lo bajo por miedo, mudaremos las cercas esta noche..., tal vez allá, contra los negros, existió Troya. (Otro tono.) Yo soñaba ser el rey coronado y tú, la reina de las tinieblas. (Jugando, abstraído.) Destruir, destruir... Es la única realidad..., y no me demanden por qué. (A los soldaditos.) A ver, díganme, búsquenme una razón. La necesito. Es necesario que aparezca, que sea tan real, que yo pueda convencerme, y que ilumine al cielo, a la tierra, a las aguas, al aire... (Ríe.) Sólo el terror..., para estas pobres bestias acobardadas por el miedo. (Pausa. Otro tono.) ¿Me quieres? Tiene que ser. Te lo he dado todo.
BLANCA ESTELA.- (Con desprecio y odio.) Verraco de mierda, ¿qué perseguías?
HILARIO.- (De un salto se precipita sobre ella.) Plata, vieja, plata. No morirme de hambre. Vivir bien. ¿De qué te quejas? ¿Te parece poco?
BLANCA ESTELA.- (Riéndose y forcejeando con él.) ¡Qué espantajo, Dios mío! (Otro tono.) ¡Suéltame! ¡Te digo que me sueltes!
HILARIO.- ¡Te mataré antes que dejarte! Siento que tu cuerpo es mío.
BLANCA ESTELA.- (Forcejeando.) Estás loco. Me haces daño. (BLANCA ESTELA logra zafarse de HILARIO.)
HILARIO.- Loco, sí... (Da un traspiés y choca con el inicio de la escalera.)
(Las campanadas de la iglesia entonan sus doce dindón dindón lúgubres. BLANCA sube algunos escalones. Revuelo de cocuyos y el cántico de los grillos.)
BLANCA ESTELA.- Conmigo no podrás.
HILARIO.- (En el suelo.) Hija de la grandísima...
(BLANCA ESTELA lo contempla con una sonrisa enigmática.)
Lo sé todo.
BLANCA ESTELA.- (Desciende. Se acerca y le besa la frente, le acaricia el rostro, sollozando.) Ah, mi niño, mi niño. (Pausa. Feroz.) ¡Que se cumpla el destino!
HILARIO.- ¡Sí, que se cumpla!... Ahora me tiras en cara... Ahora te unirás al coro de los que gritan, que soy esto, que soy de más acá, que soy de acullá. Ahora pondrás a los muertos delante para que me juzguen... Ahora defenderás a los otros... Antes, ¿por qué no lo hiciste? Aceptaste, ¿verdad? (Se incorpora. Intenta agarrarla, no puede.) Ah, carajo, te escapas... Maldita.
(BLANCA ESTELA desaparece dando un portazo en lo alto. A través de los visillos de la ventana se distingue una sombra.)
¿Es esto un circo romano? ¿Dónde, los jueces? (Riéndose. Señala al público.) ¿Esos? ¿Vas a echarme a las fieras? (Al público.) Y esto..., esto..., ¿qué es? (Pausa. Mira a los lados, luego al público. Ríe.) Estoy solo. (Da varios pasos. Pausa. En un grito.) Pablo, Cachita, Berta, Juvencio. Me sentaré a esperar a la muerte.
(Se dibujan en la oscuridad los tres personajes del coro, por diferentes lugares.)
Váyanse. La muerte es un instante y es mejor estar solo.
(Los personajes se evaporan. Pausa.)
Mi alma es una olla de grillos, una pirámide de papeles estrujados. (Pausa.) Ah, el olor de las gardenias y de los jazmines. (Respira hondo.) Uno se fortifica. La noche de tan azul te convierte en azul y las estrellas bajan a la palma de tu mano. Es hermoso. Mi madre me cantaba en broma:
Angarina se murió
en un cuarto muy oscuro
y de velas le pusieron
cuatro plátanos maduros.
(Con recogimiento.) Y ya no tendré derecho a los santos óleos de la abuela: «Que el Señor perdone vuestros pecados cometidos por la mano, que el Señor perdone vuestros pecados..., que el Señor perdone...» (Se encoge de hombros. Pausa larga. En un grito.) Blanca Estela, ¿dónde tengo mi casa? ¿Dónde estoy?
(Los tres personajes, JUAN, PEPE y ÑICO gritan fuera del escenario.)
JUAN.- ¿Dónde estás, Hilario García?
PEPE.- Coge tú por allí.
ÑICO.- Agárralo.
(JUAN, PEPE y ÑICO aparecen por diferentes lugares del escenario y se apoderan rápidamente de HILARIO. Luego lo rodean. HILARIO batalla por salir del círculo. Los tres personajes lo arrastran hasta la escalera y allí lo matan.)
JUAN.- En nombre de los muertos.
ÑICO.- No lo sueltes. (Otro tono.) ¿Y si después vienen a juzgarnos?
PEPE.- ¡Que nos quiten lo bailao! (Otro tono.) Aquí mismo.
ÑICO.- Dale duro.
JUAN.- Mátalo.
PEPE.- Mátalo.
JUAN.- Llévatelo en la golilla.
PEPE.- Tiene que morir.
(Un quejido y luego un grito.)
HILARIO.- Ritaaa.
(Pausa. Toque de unas claves, luego las maracas y el bongó en un ritmo violento. Los tres personajes se dirigen hacia el público avanzando hacia el primer plano, sonrientes.)
JUAN
(Cantando.)
Yo no sé, lo que pasó.
Yo no sé, yo no fui.
PEPE
(Cantando.)
Yo no sé lo que pasó.
Yo no fui, yo no sé.
ÑICO
(Cantando.)
Yo no sé lo que pasó.
Yo no sé, yo no fui.
CORO
(Los tres personajes cantan y se mueven. Música de guaguancó.)
Yo no sé lo que pasó.
Yo no sé, yo no fui.
Yo no tengo la culpita.
Yo no sé, yo no fui.
Yo no fui, yo no sé.
Yo no sé lo que pasó.
Yo no sé, yo no fui.
Yo no fui, yo no sé.
Y ella se quedó sola
porque el pájaro voló.
(Se repite en forma de malicioso estribillo.)
TELÓN