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1/3/21

Salvador Novo. El Joven II



















Salvador Novo

El Joven II

La alcoba del protagonista, simple y lujosa, una gran cama al centro, una mesa de
noche a la izquierda. A izquierda y derecha de la cama, puertas. Puerta en el lateral
derecho, cortinas echadas en el izquierdo, a oscuras.
El JOVEN, viste ropas muy deportivas. Se incorpora en la cama y salta de ella,
conforme la habitación se ilumina como si la luz surgiera de él. Se vuelve a mirar a la
cama, menea la cabeza como con asco, como con lástima.
EL JOVEN
Sigue durmiendo, imbécil. Por unas cuantas horas siquiera, yo tendré libertad. Hasta
la libertad de llevarte conmigo si quisiera, a todos los sitios a que tú no has querido
llevarme. Podré hacer las cosas que te ha faltado el valor de acometer; las que están
prohibidas, las que no se deben hacer, las que implican riesgo; aquellas para realizar
las cuales es necesario abrir las puertas, o derribarlas. (Va a la puerta, comprueba
que está bien cerrada).
La aseguraste bien. Nadie puede llegar a molestarte. Temes a los ladrones.
Claro. Te ha costado mucho trabajo reunir el dinero. No es cosa de exponerte q que
se lo lleven. Siempre has tenido miedo. De que te maten. Con un puñal, o
ahorcándote, en la oscuridad. Y has huido, a esconderte, a negarte, a dormir. (Se
sienta en el lado derecho de la cama).
¡Qué asco me das! Con tus músculos flojos, ahogados en grasa, con tu
cabeza calva hundida en los cojines, llena de números y de palabras muertas. No
sonríes ahora. Tu boca se contrae en un rictus amargo mientras crecen en torno
suyo las barbas que dentro de unas horas segarás cuidadosamente. Y tus manos
lacias, como grandes hojas marchitas. Hasta ellas llegas; ahí terminas. Con ellas
habrías podido acariciar, o matar, o esculpir, o fijar una piedra sobre otra y elevar una
torre. Y tus piernas. Estaban hechas para andar, para correr, para ascender. Habrían
sido duras y fuertes. Ahora son las columnas que sostienen tu abdomen, y tus manos
las palas que te llenan el abdomen de combustibles caros y refinados. También
crecen tus uñas, como tus barbas, mientras duermes. En la tumba será lo mismo. Y
mira; ya empiezan a mancharse tus manos de lunares violáceos y amarillos. ¿Sabes
cómo se llaman esa manchas? Se llaman las flores del sepulcro. (Se levanta, va
hacia la puerta derecha del fondo, la abre).
Aquí guardas tu ropa, tus disfraces. Tienes muchos, muy finos, muy caros,
cortados por el mejor embalsamador de la ciudad. Aquí está el que acabas de usar,
el que te quitaste hace unas horas; desinflado sin ti, arrugado, como un
espantapájaros. Huele a ti, a tu sudor agrio, al humo de tus cigarros. Y ahí está tu
jacquet, con el que te casaste. No lo has usado más que una vez en la vida, pero lo guardas. 
Ya no cabrías en él si quisieras ponértelo, pero lo conservas, acaso porque
contiene a tu fantasma de aquella mañana en que estabas tan nervioso y llegaste a
la iglesia toda adornada de flores blancas, con el órgano y los cantantes, y las damas
de honor para tu novia, y las amistades que te sonreían al desfilar del brazo de tu
novia. ¡Tu novia! Nunca la quisiste verdaderamente. Lo que entonces te gustaba era
irte de parranda con los compañeros de Leyes, emborracharte, amanecer en una
alcoba desconocida. ¡Ah, pero las conveniencias! Adriana era rica, era bonita, se
conocían desde niños... Las familias se pusieron de acuerdo -¿y qué más daba?
Además, fuera de aquella primera criadita, las demás mujeres no eran ya vírgenes, ni
mucho menos, mientras que Adriana... Fue un atractivo, pero efímero. Luego se puso
gorda, tuvo el primer hijo; luego otro, y otro, todos muy bonitos, muy bien educados...
Están en los mejores colegios –y te odian. Y tú odias a su madre, y ella te detesta,
bien lo sabes. Es gorda, fofa, huele rancio debajo de sus perfumes, se tiñe el pelo.
Hace ya diez años que cada cual duerme en su recámara.
Eres un hombre muy ordenado, muy metódico. Por las noches te quitas el
disfraz, pero en orden: la cartera, la pluma fuente, la libreta de teléfonos y
direcciones, la licencia de manejar, los pañuelos, la billetera –y las llaves. Un montón
de llaves, de todos tamaños y formas. Luego la ropa, ya vacía. Sales de ella como
una serpiente de su piel, no como una mariposa de su crisálida. Y te sientas a
quitarte los zapatos. Tienes muchos también. Podrías caminar con ellos muchas
leguas, pero no están gastados. Cómo van a gastarse en las alfombras. Están
simplemente deformes, ajados, cansados, como tú mismo, con los brazos lánguidos
de sus agujetas que tú ajustas y enlazas, como el dogal de tu corbata, todas las
mañanas, cuando también abrochas todos esos infinitos botones con que te
encierras en el disfraz en turno.
Aquí está tu cartera. Es lo primero que cada noche extraes de tu ropa, y lo
último que al siguiente día sepultas en tu bolsillo, sobre tu corazón. Tu identidad,
como quien dice; tu pasaporte para circular entre los demás. De piel de Rusia, negra
y tersa, un poco vieja ya. ¿Qué guardas en ella? Ah, sí, las credenciales: miembro
del Club Rotario, socio de la Ama, asegurado número 12,856, socio del Chapultepec
Country Club, socio del Club de Banqueros... ¿Y esto? ¿Qué es esto? ¿Un retrato?
¡Todavía lo guardas! ¡Ella tuvo valor, sabes! Ella sí realizó su vida. ¡Cómo la
deseabas! ¡Qué ridículamente lloraste al saber que se había marchado para siempre!
¿Pero qué hiciste para retenerla? Habrías tenido que romper los lazos, todos los
lazos –y te faltó valor. ¿Qué diría la gente? ¿Cómo ibas a destruir por una locura la
dicha de tu hogar, tu reputación, la de tu respetable familia? Tus hijos, tu esposa,
¡qué escándalo! Ya no eras un joven; ya no estabas en edad de locuras...
Y ella se fue, dejándote para siempre en los labios una sed amarga. Y ella es
feliz, feliz, con su carne cálida y blanca, con sus ojos verdes, con la boca que
besaste una vez... Y tú estás aquí, rico, respetado, cerca de tu esposa, rodeado de
tus hijos que no te quieren, que quieren que te mueras como tú quieres que se
muera Adriana porque crees que entonces sí la buscarías, la traerías a vivir contigo,
serías dichoso... A veces crees que ya la olvidaste. Y en efecto, la olvidaste, como a
ti mismo. Pero aquí traes su retrato. Aquí, escondido entre las credenciales de tuimportancia social –una muchacha sonriente y sensual que te brindaba su juventud...
y tú no tuviste valor.
Tus llaves, mira. Cuántas llaves. También en orden que sólo tú sabes. Todas
estas son de tu casa; éstas, de tu oficina, de todo el edificio, que es tuyo.
Ciertamente, has construido muchas cárceles, de las que sólo tu tienes la llave, a las
que sólo tú puedes entrar. En ellas tienes encerrados a tus fantasmas: al que iba a
ser, al que iba a hacer; al que juega póquer con sus amigos; al que debería estar
leyendo todos esos libros condenados a cadena perpetua; al que iba a jugar ping
pong para conservarse en forma, al que iba a oír música buena, que compraste en
pastillas negras; al que un día decidió pintar y se compró un caballete, y pinceles, y
tubos de color. De vez en cuando te atreves a visitar a tus fantasmas; buscas la
llave, abres la puerta: todo eso es tuyo; pero él no está cuando tú llegas. Se ha
marchado, para siempre. Detrás de los espejos asoma un viejo torpe, cansado.
Buscas a tu fantasma; lo evocas con la música que le gustaba; acaricias el libro que
prefería, le destuerces el cuello seco a un tubo de pintura; pero el fantasma se ha
fugado por el espejo por el cual lo buscas sin encontrarlo –y vuelves a cerrar su
prisión, y guardas la llave; una junto a las otras; un rosario de llaves que tintinean y
cuelgan como un racimo de ahorcados en tu bolsillo.
Estas son las de tu edificio. Puedes llegar a sorprender al conserje, ver si
cumple con su deber, en cualquier momento. Y entrar directamente a tu oficina, sin
que te vean llegar las secretarias ni los empleados; y abrir con esta pequeña tu gran
escritorio, siempre tan al día en el despacho de los documentos, que el día en que te
mueras no habrá ningún problema, ningún tropiezo, ninguna dificultad. Lo tienes todo
previsto y en orden: un cuantioso seguro de vida, tu fortuna en una sociedad
anónima cuyas acciones están equitativamente distribuidas entre tus hijos y
Adriana... Así ni siquiera se paga el impuesto sobre legados, porque no hay
testamento, ni juicio de intestado. Lo demás, en acciones al portador, que se hallan
bien seguras en la caja del banco; y la modesta cuenta en efectivo, porque siempre
se necesita algo de líquido, mancomunada con Adriana. Aquí está tu chequera de
bolsillo. Pueden firmar tú o ella, o tú y ella, y el banco paga de cualquier modo; así
que nada se expone, ni nada puede perderse, y todo es irreprochable.
Ah, pero también aquí entre las llaves numerosas y respetables hay una
disimulada y pequeña... que no es de tu casa – ni de tu despacho- ni de los clubes –
ni de los coches... La conozco bien. Es la del único lugar el que yo te hago ir, al que
te obligo a llevarme. Te confieso que te ves bastante ridículo cuando en él te
desnudas, a pesar de tus precauciones con la luz tenue, con los licores que nos
nublan un poco la vista. A horas fijas, porque tú todo lo conciertas con método, ellas
llegan, llaman; yo te obligo a no darte cuenta de la repugnancia que les causas; las
ciego un poco también a ellas, por el breve momento en que te domino y las
embriago. Entonces pruebas un sorbo de felicidad verdadera y quisieras quedarte
ahí, prolongar el instante. Pero yo me retiro a contemplarte y ellas se incorporan a
marcharse, cumplida su misión simplemente sanitaria. Y les das un billete y el
número privado del teléfono para que alguna vez te llamen; el número del que no
pueden informarse a quién corresponde –y un nombre falso, por precaución. Ysalimos de prisa, disimuladamente, a abordar un coche de alquiler que nos lleve
hasta cerca de donde siempre dejas el Cadillac. (Cierra la puerta del vestidor, mira
hacia la cama, cruza frente a ella hacia la izquierda y hasta la ventana, levanta la
cortina.) Mira la noche. No, no puedes mirarla; prefieres dormir. Y ella es toda mía, y
tú me retienes aquí, imbécil, cuando podría yo hacerte tan dichoso. Allá abajo, en el
jardín, se aman y se acoplan las flores y los insectos; la tierra es cálida y húmeda
como un sexo joven, y el viento unta la luna sobre cada caricia trémula. Pero tú
prefieres mirar el jardín mañana, desde aquí, y que las rosas aparezcan cortadas y
limpias en la mesa de tu desayuno. Allá lejos..., mira las calles, mira el parpadeo de
los automóviles, que conducen parejas felices; los jóvenes ríen, se embriagan,
vibran, viven. En este momento, cientos de aviones vuelan a todas partes del mundo.
Volar, transportarse, ¿sabes lo que es eso? Sí, claro, ya has volado muchas veces,
para economizar el tiempo y asistir a las convenciones. Pero esa no es la gloria del
vuelo. Es el que podríamos emprender si tuvieras el valor de dejarlo todo, de ver el
mundo, de absorberlo en la esponja seca y sedienta de tu cuerpo: las playas, el mar,
el desierto, el bosque, la aventura, la ventura... Nosotros solos, sin dinero, sin
equipaje, sin pasaporte ni credenciales... (Suelta la cortina, abre la puerta del baño.)
Tu baño privado, como un altar en el que tú solamente oficias; en el que te confiesas
–y te absuelves una vez que te has lavado de toda culpa, de toda mancha, con
jabones que neutralicen el hedor de una noche en que has transpirado todas las
frustraciones del día... y de todos los días de todos los años. Te lavas la boca
amarga, y te instalas la sonrisa hipócrita de los saludos que has de dar todo el día; te
lavas las manos, como Pilatos; te enjabonas el rostro, como si pudieras borrártelo;
siegas tus barbas menudas y rígidas, blancas ya casi todas; y frotas tu cuerpo, del
que huye el agua que contaminas y ensucias; te unges luego con lociones y talcos –y
estás listo para el nuevo disfraz en turno. Surges fresco y absuelto de tu santuario,
de tu altar de azulejos, a reanudar tu importancia; a poner en su sitio las llaves, la
cartera, la pluma fuente...
¿Y yo? Aquí me encierras, me abandonas a aguardarte. No me llevas contigo,
ni me dejas llevarte. Me ahogas, me extingues... Voy contigo, sí, pero maniatado;
mudo en tu lengua, cautivo en tus ojos, inerte en tus manos inútiles... Un día te
abandonaré. Un día cualquiera, cuando menos los esperes ni lo pienses. Bastará un
coágulo –un mínimo coágulo, como un nudo pequeño entre los hilos de tu corazón, a
paralizarlo, como un reloj que se detiene. Sentirás el pecho oprimido por una roca y
abrirás los ojos muy grandes, y crisparás las manos, como si quisieras asirte al
mundo, a la luz, al aire; mirarlos por primera vez –esa que habrá de ser la última.
Y yo no moriré contigo. Te dejaré ahí, rígido, lívido, violáceo, mientras tu
residencia se puebla de personajes silenciosos y de grandes coronas con listones
morados –y Adriana huele sales y se arrepiente de haberte detestado –y tus hijos
lloran y hablan con el notario en la biblioteca –y llegan cuatro hombres uniformados y
apagan los cirios y retiran las flores y cargan la caja metálica y la meten en la carroza
y parte el cortejo muy lentamente, casi a vuelta de rueda, como si se resistiera a
llegar al panteón, donde una campanada te anunciará – y luego volverán a cargar la
pesada caja hasta la fosa donde la bajarán entre el chirrido discreto y aceitado de
cuatro garruchas...Ahí te dejaré; seré por fin libre. Lo he sido siempre, desde todos los siglos. Y
quise darte mi tesoro: el mar, el aire, la pasión, el amor y el odio de que estoy
inmortalmente hecho. Por eso nací en ti, renací contigo; pero no he de seguirte a la
tumba. (Abre el cajón de la mesa de noche y saca una pistola.)
Admito que en todos estos años, esperando siempre contra toda esperanza,
he llegado a sentir por ti esa forma triste del cariño que se cifra en la compasión. Y
quisiera dejarte de una manera menos ordinaria que por una angina de pecho. Que
ya que no legraste ser dueño de tu vida, lo seas de tu muerte; que tú la escojas y la
cumplas. Es sencillo, mira. Te bastará apuntarla a la sien – y oprimir el gatillo. O si lo
prefieres, ponla en tu boca, como una hostia, muerde y dispara. Todo habrá
terminado. Todo comenzará de nuevo, desde el gusano, desde la tierra, hacia arriba,
hacia el sol, el aire y el agua. Tomará siglos otra vez, paro acaso entonces... Anda.
Hazlo. Ten valor una vez en tu vida. (Echa la pistola en la cama, retrocede hasta la
ventana, haciendo foco en la cama. Empieza a filtrarse por la ventana la luz del día.
Mira hacia la mesa de noche.)
Dentro de un instante, sonará ese despertador. Hazlo ahora. Yo no puedo
detener el Tiempo, y tú eres su esclavo. ¡Hazlo! ¡Mátate! ¡Mátate! ¡Déjame en
libertad! ¡Déjame en libertad!
(Suena furiosamente el despertador.) ¡No! ¡No! ¡No! (Cae al suelo, a la
izquierda de la cama. De ella se incorpora un viejo gordo, calvo, en un pijama
grotesca, y tiende el brazo a acallar el despertador, que cesa .Mira la pistola, frunce
el ceño, piensa, la guarda en el cajón de su mesa de noche. Se despereza, aparta
las sábanas y sale de la cama. Se calza las pantuflas, pasa sobre el cuerpo del joven
y entra en el baño. Se oye el ruido de la regadera.)
TELÓN