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15/9/14

LAS MANOS SUCIAS. JeanPaul Sartre.





























LAS MANOS SUCIAS
Jean-Paul Sartre

Primer cuadro
En casa de Olga.
Segundo cuadro
Tercer cuadro
Cuarto cuadro
El despacho de Hoederer.
Quinto cuadro
En el pabellón.
Sexto cuadro
El despacho de Hoederer.
Séptimo cuadro
En el cuarto de Olga.


Las manos sucias (Obra en siete cuadros)

PERSONAJES:

Olga, Hugo, Charles, Frantz, Louis, Iván, Jessica, Georges, Slick, Hoederer, Karsky, El Príncipe, Paul, León 

Primer cuadro
En casa de Olga.

La planta baja de una casita, al borde del camino principal. A la derecha, la puerta de entrada y una ventana con los postigos cerrados. Al fondo, el teléfono sobre una cómoda. A la izquierda, hacia el fondo, una puerta. Mesas, sillas. Mobiliario heteróclito y barato. Se nota que a la persona que vive en esa habitación le son totalmente indiferentes los muebles.
A la izquierda, al lado de la puerta, una chimenea; sobre la chimenea un espejo. Por el camino pasan automóviles de vez en cuando. Bocinas, claxons.


Escena I

Olga, luego Hugo.

(Olga, sola, sentada delante de un aparato de radio, mueve los botones. Confusión, luego una voz bastante clara:)

Locutor.- "Las fuerzas alemanas se baten en retirada en toda la extensión del frente. Las fuerzas soviéticas se han apoderado de Kichnar, a cincuenta kilómetros de la frontera iliria.
Siempre que pueden, las tropas ilirias se niegan a combatir, numerosos tránsfugas se han pasado ya al bando aliado. Ilirios, sabemos que os han obligado a tomar las armas contra la URSS, conocemos los sentimientos profundamente democráticos de la población iliria y nos..."

(Olga hace girar el botón, la voz se detiene. Olga permanece inmóvil, con la mirada fija. Pausa. Llaman. Se sobresalta. Llaman otra vez. Se dirige lentamente a la puerta.
Llaman de nuevo.)

Olga.- ¿Quién es?
Voz de Hugo.- Hugo.
Olga.- ¿Quién?
Voz de Hugo.- Hugo Barine.

(Olga se sobresalta ligeramente, luego permanece inmóvil delante de la puerta.)

Voz de Hugo.- ¿No conoces mi voz? ¡Abre, vamos! ¡Ábreme!

(Olga se dirige rápidamente a la cómoda, con la mano izquierda saca un objeto del cajón, se envuelve esa misma mano en una servilleta y abre la puerta, echándose vivamente hacia atrás, para evitar las sorpresas. Un muchacho alto, de 23 años, aparece en el umbral.)

Hugo.- Soy yo. (Se miran un momento en silencio.) ¿Te sorprende?
Olga.- Tu cara es la que me sorprende.
Hugo.- Sí, he cambiado. (Una pausa.) ¿Me has visto bien? ¿Me has reconocido? ¿No hay error posible? (Señalando el revólver escondido en la servilleta.) Entonces puedes dejar eso.
Olga.- (Sin dejar el revólver.) Creí que tenías para cinco años.
Hugo.- Pues sí, tenía para cinco años.
Olga.- Entra y cierra la puerta.

(Retrocede un paso. El revólver no apunta francamente a Hugo pero poco le falta. Hugo le echa una mirada divertida, y lentamente vuelve la espalda a Olga; luego cierra la puerta.)

Olga.- ¿Evadido?
Hugo.- ¿Evadido? No estoy loco.
Tuvieron que echarme a empujones. (Pausa.) Me dejaron en libertad por mi buena conducta.
Olga.- ¿Tienes hambre?
Hugo.- Te gustaría, ¿eh?
Olga.- ¿Por qué?
Hugo.- Es tan cómodo dar; mantiene a distancia. Y además, uno tiene un aire inofensivo cuando come. (Pausa.) Discúlpame:
no tengo hambre ni sed.
Olga.- Bastaba decir que no.
Hugo.- Pero no te acuerdas: yo hablaba demasiado.
Olga.- Me acuerdo.
Hugo.- (Mira a su alrededor.) ¡Qué desierto! Todo está aquí, sin embargo. ¿Y mi máquina de escribir?
Olga.- Vendida.
Hugo.- ¡Ah! (Una pausa, mira la habitación.) Está vacío.
Olga.- ¿Qué es lo que está vacío?
Hugo.- (Ademán circular.) ¡Esto! Los muebles parecen puestos en un desierto. Allá, cuando extendía los brazos, podía tocar a la vez las dos paredes opuestas. Acércate. (Ella no se acerca.) Es cierto; fuera de la prisión se vive a respetuosa distancia. ¡Cuánto espacio perdido! Es raro estar libre; da vértigo. Tendré que recobrar la costumbre de hablar con la gente sin tocarla.
Olga.- ¿Cuándo te soltaron?
Hugo.- Hace un rato.

Olga.- ¿Viniste aquí directamente?
Hugo.- ¿Adónde querías que fuera?
Olga.- ¿No hablaste con nadie?

(Hugo la mira y se echa a reír.)

Hugo.- No, Olga, no. Tranquilízate. Con nadie.

(Olga se tranquiliza un poco y mira.)

Olga.- No te raparon.
Hugo.- No.
Olga.- Pero te cortaron el mechón.

(Una pausa.)

Hugo.- ¿Te alegras de verme?
Olga.- No lo sé.

(Un automóvil en el camino.
Claxon, ruido de motor. Hugo se estremece. El automóvil se aleja. Olga lo observa fríamente.

Olga.- Si es cierto que te han dejado en libertad, no tienes por qué sentir miedo.
Hugo.- (Irónicamente.) ¿Te parece? (Se encoge de hombros.
Una pausa.) ¿Qué es de Louis? Olga.- Ahí anda.
Hugo.- ¿Y Laurent?
Olga.- No... no tuvo suerte.
Hugo.- Me lo sospechaba. No sé por qué, me había dado por pensar en él como en un muerto.
Habrá cambios, ¿no?
Olga.- La cosa se ha puesto mucho más difícil. Están los alemanes.
Hugo.- (Con indiferencia.) ¡Ah! ¿Desde cuándo?
Olga.- Desde hace tres meses.
Cinco divisiones. En principio, venían de paso en dirección a Hungría. Y después se quedaron.
Hugo.- ¡Ah! ¡Ah! (Con interés.) ¿Hay nuevos con vosotros?
Olga.- Muchos.
Hugo.- Jóvenes.
Olga.- No pocos. No se recluta de la misma manera. Hay que llenar vacíos; somos... menos estrictos.
Hugo.- Sí, por supuesto, hay que adaptarse. (Con una ligera inquietud.) Pero en lo esencial, ¿sigue la misma línea? Olga.- (Turbada.) ¡Bueno!...
en general, naturalmente.
Hugo.- Bueno, ahí está: habéis vivido. En la cárcel a uno le cuesta imaginar que los otros siguen viviendo. ¿Hay alguien en tu vida?
Olga.- De vez en cuando. (A un gesto de Hugo.) No en este momento.
Hugo.- ¿Y..., y hablabais de mí, 
a veces?
Olga.- (Mintiendo mal.) A veces.
Hugo.- Llegaban por la noche en bicicleta, como en mis tiempos, se sentaban alrededor de la mesa; Louis llenaba la pipa y alguien decía: ¿en una noche como ésta el chico se ofreció para una misión confidencial?
Olga.- Eso u otra cosa.
Hugo.- Y decíais: se las arregló bien el chico; hizo su trabajo con limpieza y sin comprometer a nadie.
Olga.- Sí. Sí, sí.
Hugo.- A veces la lluvia me despertaba; yo me decía: tendrán agua; y luego, antes de volver a dormirme: quizá esta noche hablen de mí. Era mi principal superioridad sobre los muertos:
aún podía pensar que pensabais en mí. (Olga lo toma de un brazo, con movimiento involuntario y torpe. Se miran. Olga suelta el brazo de Hugo. Éste se pone un poco rígido.) Y un día os dijisteis: todavía tiene para tres años y cuando salga (Cambiando de tono sin quitar los ojos de Olga.), cuando salga lo despacharemos como a un perro en recompensa.
Olga.- (Retrocediendo bruscamente.) ¿Estás loco?
Hugo.- ¡Vamos, Olga! ¡Vamos! (Una pausa.) ¿A ti te encargaron que me enviaras los bombones?
Olga.- ¿Qué bombones?
Hugo.- ¡Vamos! ¡Vamos!
Olga.- (Imperiosamente.) ¿Qué bombones?
Hugo.- Bombones de licor, en una caja rosa. Durante seis meses, Reich me mandó paquetes regularmente. Como no conocía a nadie de ese nombre, comprendí que los bombones venían de vosotros y eso me gustó. Después los envíos cesaron y me dije: se olvidan de mí. Y hace tres meses llegó un paquete del mismo remitente, con bombones y cigarrillos. Fumé los cigarrillos y mi vecino de celda comió los bombones. El pobre tipo lo pasó muy mal. Entonces pensé: no se olvidan de mí.
Olga.- ¿Y después?
Hugo.- Eso es todo.
Olga.- Hoederer tenía amigos que no han de llevarte en el corazón.
Hugo.- No hubieran esperado dos años para hacérmelo saber. No, Olga, tuve tiempo suficiente para reflexionar en esta historia y sólo encontré una explicación: al principio el Partido pensó que yo era todavía utilizable y luego cambió de opinión.
Olga.- (Sin dureza.) Hablas demasiado. Hugo. Siempre demasiado. Necesitas hablar para sentirte vivir.
Hugo.- No hace falta que lo digas: hablo demasiado, también sé demasiado y nunca confiasteis en mí. No hay por qué buscar más 
lejos. (Una pausa.) Mira, no os lo reprocho. Toda la historia había empezado mal.
Olga.- Hugo, mírame. ¿Piensas lo que dices? (Lo mira.) Sí, lo piensas. (Violentamente.) Entonces, ¿por qué has venido a mi casa? ¿Por qué? ¿Por qué?
Hugo.- Porque tú no podrás disparar contra mí. (Mira el revólver que todavía esgrime Olga y sonríe.) Por lo menos, lo supongo. (Olga arroja de mal humor sobre la mesa el revólver envuelto en el trapo.) Ya ves.
Olga.- Escucha, Hugo; no creo una palabra de lo que me has contado y no he recibido órdenes con respecto a ti. Pero si alguna vez las recibo, has de saber que haré lo que me manden.
Y si alguien del Partido me interroga, le diré que estás aquí aunque tuvieran que despacharte delante de mis ojos.
¿Tienes dinero?
Hugo.- No.
Olga.- Voy a darte y te irás.
Hugo.- ¿Adónde? ¿A rodar por las callejuelas del puerto o por las dársenas? El agua está fría, Olga. Aquí, suceda lo que suceda, hay luz y hace calor. Será un fin más confortable.
Olga.- Hugo, haré lo que el Partido me mande. Te juro que haré lo que me mande.
Hugo.- Ya ves que es cierto.
Olga.- ¡Vete!
Hugo.- No. (Imitando a Olga.) "Haré lo que el Partido me mande." Tendrás sorpresas. Con la mejor voluntad del mundo, lo que uno hace nunca es lo que el Partido te manda. "Irás a casa de Hoederer y le meterás tres balas en la barriga." Es una orden sencilla, ¿verdad?. Fui a casa de Hoederer y le metí tres balas en la barriga. Pero era otra cosa. ¿La orden? Ya no había orden. Las órdenes te dejan completamente solo a partir de cierto momento. La orden se había quedado atrás y yo avanzaba solo y maté completamente solo y... y ni siquiera sé ya por qué. Quisiera que el Partido te ordenase que dispararas contra mí. Para ver. Nada más que para ver.
Olga.- Ya verías. (Una pausa.) ¿Qué vas a hacer ahora?
Hugo.- No sé. No lo he pensado.
Cuando abrieron las puertas de la cárcel pensé que vendría y vine.
Olga.- ¿Dónde está tu mujer?
Hugo.- ¿Jessica? En casa de su padre. Me escribía a veces, los primeros tiempos. Creo que ya no lleva mi nombre.
Olga.- ¿Dónde quieres que te instale? Todos los días vienen camaradas. Entran cuando quieren.
Hugo.- ¿En tu cuarto también?
Olga.- No.
Hugo.- Yo entraba. Había una colcha roja sobre el diván; en las paredes un papel a rombos amarillos y verdes, dos fotos,n una de ellas mía.
Olga.- ¿Es un inventario?
Hugo.- No: lo recuerdo. Pensaba en esto a menudo. La segunda foto me dio que hacer: ya no sé de quién era.

(Un automóvil pasa por el camino; Hugo se sobresalta.
Callan los dos. El automóvil se detiene. Golpe de portezuela. Llaman.)

Olga.- ¿Quién está ahí?
Voz de Charles.- Charles.
Hugo.- (En voz baja.) ¿Quién es Charles?
Olga.- (Íd.) Uno de los nuestros.
Hugo.- (Mirándola.) ¿Y?

(Pausa muy corta. Charles llama de nuevo.)

Olga.- Bueno, ¿y qué esperas? Vete a mi cuarto; podrás completar tus recuerdos.

(Hugo sale. Olga va a abrir.)


Escena II

Olga, Charles y Frantz.

Charles.- ¿Dónde está?
Olga.- ¿Quién?
Charles.- El tipo. Lo seguimos desde que salió de chirona.
(Breve silencio.) ¿No está aquí?
Olga.- Sí. Está aquí.
Charles.- ¿Dónde?
Olga.- Ahí.

(Señala su cuarto.)

Charles.- Bueno.

(Hace una señal a Frantz para que lo siga, mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y da un paso adelante. Olga le obstruye el camino.)

Olga.- No.
Charles.- No durará mucho, Olga.
Si quieres, ve a dar una vuelta por el camino. Cuando vuelvas, ya no encontrarás a nadie y ni una huella. (Señalando a Frantz:) El chico vino para limpiar.
Olga.- No.
Charles.- Déjame hacer mi trabajo, Olga.
Olga.- ¿Te envía Louis?
Charles.- Sí.
Olga.- ¿Dónde está?
Charles.- En el coche.
Olga.- Ve a buscarlo. (Charles vacila.) ¡Vamos! Te digo que vayas a buscarlo.

(Charles hace una señal y Frantz desaparece. Olga y Charles se quedan frente a 
frente, en silencio. Olga, sin quitar los ojos de Charles, recoge de la mesa la servilleta que envuelve el revólver.)


Escena III

Olga, Charles, Frantz y Louis.

Louis.- ¿Qué bicho te picó? ¿Por qué les impides que hagan su trabajo?
Olga.- Sois demasiado atropellados.
Louis.- ¿Demasiado atropellados?
Olga.- Diles que se vayan.
Louis.- Esperadme fuera. Si llamo, vendréis. (Salen.) ¿Y? ¿Qué tienes que decirme? (Una pausa.)
Olga.- (Suavemente.) Louis, él ha trabajado para nosotros.
Louis.- No seas chiquilina, Olga. Este tipo es peligroso. No debe hablar.
Olga.- No hablará.
Louis.- ¿Él? Es el charlatán más condenado...
Olga.- No hablará.
Louis.- Me pregunto si lo ves como es. Siempre has tenido una debilidad por él.
Olga.- Y tú una debilidad contra él. (Pausa.) Louis, no te hice venir para que habláramos de mis debilidades. Me interesa la conveniencia del Partido.
Hemos perdido mucha gente desde que están los alemanes. No podemos permitirnos liquidar a este muchacho sin averiguar siquiera si es recuperable.
Louis.- ¿Recuperable? Era un pobre anarquista indisciplinado, un intelectual que sólo pensaba en adoptar actitudes, un burgués que trabajaba cuando le venía en ganas y que largaba el trabajo por cualquier cosa.
Olga.- También es el tipo que a los veinte años despachó a Hoederer en medio de sus guardaespaldas y que se las arregló para hacer pasar un asesinato político por crimen pasional.
Louis.- ¿Fue un asesinato político? Es una historia que jamás se aclaró.
Olga.- Bueno, pues justamente: es una historia que hay que aclarar ahora.
Louis.- Es una historia que apesta; no quisiera tocarla. Y de todos modos no tengo tiempo de tomarle examen.
Olga.- Yo tengo tiempo. (Gesto de Louis.) Louis, temo que pongas demasiado sentimiento en este asunto.
Louis.- Olga, temo que también tú pongas demasiado.
Olga.- ¿Me has visto ceder alguna vez a los sentimientos? No te pido que lo dejes con vida sin condiciones. Me importa un bledo su vida. Sólo digo que antes de suprimirlo debe examinarse si el Partido puede recuperarlo.
Louis.- El Partido no puede ya recuperarlo. Ya no. Bien lo sabes.
Olga.- Trabajaba con nombre falso y nadie lo conocía salvo Laurent, que ha muerto, y Dresde, que está en el frente. ¿Tienes miedo de que hable? Bien aislado, no hablará. ¿Es un intelectual y un anarquista? Sí, pero también es un desesperado. Bien dirigido, puede servir de instrumento para todas las tareas.
Lo ha probado.
Louis.- Entonces, ¿qué propones?
Olga.- ¿Qué hora es?
Louis.- Las nueve.
Olga.- Volved a medianoche. Sabré por qué disparó contra Hoederer y en qué está convertido hoy. Si juzgo en conciencia que puede trabajar con nosotros, os lo diré a través de la puerta, lo dejaréis dormir tranquilo y le daréis instrucciones mañana por la mañana.
Louis.- ¿Y si no es recuperable?...
Olga.- Os abriré la puerta.
Louis.- Gran riesgo para poca cosa.
Olga.- ¿Qué riesgo? ¿Hay hombres rodeando la casa?
Louis.- Cuatro.
Olga.- Que se queden en facción hasta medianoche. (Louis no se mueve.) Louis, trabajó para nosotros. Hay que darle una oportunidad.
Louis.- Bueno. Cita a medianoche.

(Sale.)


Escena IV

Olga, luego Hugo.

(Olga se dirige a la puerta y la abre. Hugo sale.

Hugo.- Era tu hermana.
Olga.- ¿Qué?
Hugo.- La foto de la pared. Era la de tu hermana. (Una pausa.) Mi foto la quitaste.
(Olga no responde. Él la mira.) Tienes una cara rara.
¿Qué querían?
Olga.- Te buscan.
Hugo.- ¡Ah! ¿Les dijiste que estaba aquí?
Olga.- Sí.
Hugo.- Bueno. (Va a salir.)
Olga.- La noche está clara y hay camaradas rodeando la casa.
Hugo.- ¡Ah! (Se sienta a la 
mesa.) Dame de comer. (Olga va a buscar un plato, pan y jamón. Mientras dispone el plato y los alimentos sobre la mesa, delante de él, Hugo habla.) No me equivoqué con tu cuarto.
Ni una vez. Todo está como en mi recuerdo. (Una pausa.) Sólo que cuando estaba a la sombra, me decía: es un recuerdo. El verdadero cuarto está allá, del otro lado de la pared.
Entré, miré tu cuarto y no parecía más verdadero que mi recuerdo. La celda también era un sueño. Y los ojos de Hoederer, el día que disparé contra él.
¿Crees que tengo alguna posibilidad de despertar? Quizá cuando vengan tus compañeros con sus juguetes...
Olga.- No te tocarán mientras estés aquí.
Hugo.- ¿Conseguiste eso? (Se sirve un vaso de vino.) No habrá más remedio que salir.
Olga.- Espera. Tienes una noche.
Muchas cosas pueden suceder en una noche.
Hugo.- ¿Qué quieres que suceda?
Olga.- Pueden cambiar las cosas.
Hugo.- ¿Qué?
Olga.- Tú. Yo.
Hugo.- Tú.
Olga.- Depende de ti.
Hugo.- ¿Se trata de que yo te cambie? (Se ríe, la mira, se levanta y se le acerca. Olga se aparta vivamente.)
Olga.- Así, no. Así sólo me cambian cuando yo lo quiero.

(Una pausa. Hugo se encoge de hombros y vuelve a sentarse.
Empieza a comer.)

Hugo.- ¿Y entonces?
Olga.- ¿Por qué no vuelves con nosotros?
Hugo.- (Echándose a reír.) Has elegido bien el momento para pedírmelo.
Olga.- ¿Y si fuera posible? ¿Si toda esta historia reposara en un malentendido? ¿Nunca te preguntaste qué harías al salir de la cárcel?
Hugo.- No lo pensaba.
Olga.- ¿En qué pensabas?
Hugo.- En lo que había hecho.
Trataba de comprender por qué lo había hecho.
Olga.- ¿Acabaste por comprender? (Hugo se encoge de hombros.) ¿Cómo sucedió lo de Hoederer? ¿Es cierto que andaba rondando a Jessica?
Hugo.- Sí.
Olga.- Fue por celos...
Hugo.- No sé. No..., no lo creo.
Olga.- Cuenta.
Hugo.- ¿Qué?
Olga.- Todo. Desde el principio.
Hugo.- Cuenta; no será difícil:
es una historia que conozco de memoria; me la repetía todos los días en la cárcel. En cuanto a decir lo que significa, es otra cuestión. Es una historia idiota, como todas las historias.
Si la miras de lejos, se sostiene más o menos; pero si te acercas, todo se va al diablo.
Un acto marcha demasiado rápido. Sale de ti, bruscamente, y no sabes si es porque lo quisiste o porque no pudiste contenerlo. El hecho es que disparé...
Olga.- Empieza por el comienzo.
Hugo.- El comienzo lo conoces tan bien como yo. Además, ¿acaso lo hay? Puede comenzarse la historia en el 43, cuando Louis me citó. O bien un año antes, cuando entré en el Partido.
O quizás antes todavía, con mi nacimiento. En fin. Supongamos que todo comenzó en marzo de 1943.

(Mientras habla, poco a poco va oscureciéndose la escena.)


Telón


Segundo cuadro

El mismo decorado, dos años antes, en casa de Olga. Por la puerta del fondo, del lado del patio, se oye un ruido de voces, un rumor que por momentos sube, por momentos se desvanece, como si varias personas hablaran animadamente.


Escena I

Hugo, Iván, luego Louis.

(Hugo escribe a máquina.
Parece mucho más joven que en la escena anterior. Iván se pasea de un lado al otro.)

Iván.- ¡Oye!
Hugo.- ¿Qué?
Iván.- ¿No podrías dejar de escribir?
Hugo.- ¿Por qué?
Iván.- Me pone nervioso.
Hugo.- Sin embargo no pareces un chico nervioso.
Iván.- Bueno, no. Pero en este momento me pone nervioso. ¿No puedes hablarme?
Hugo.- (Con diligencia.) No deseo nada mejor. ¿Cómo te llamas?
Iván.- Clandestinamente, soy Iván. ¿Y tú?
Hugo.- Raskolnikov.
Iván.- (Riendo.) Vaya nombrecito.
Hugo.- Es mi nombre en el Partido.
Iván.- ¿Dónde lo pescaste?
Hugo.- Es un tipo de una novela que se llama así.
Iván.- ¿Qué hace?
Hugo.- Mata.
Iván.- ¡Ah! ¿Y tú has matado?
Hugo.- No. (Una pausa.) ¿Quién te ha enviado aquí?
Iván.- Louis.
Hugo.- ¿Y qué tienes que hacer?
Iván.- Esperar que sean las diez.
Hugo.- ¿Y después?

(Gesto de Iván para indicar que Hugo no debe interrogarlo.) (Rumor que viene de la habitación vecina. Parecía una disputa.)

Iván.- ¿Qué están tramando ahí dentro los muchachos?

(Gesto de Hugo que imita el de Iván para indicar que no debe interrogarlo.)

Hugo.- Ya ves, lo fastidioso es que la conversación no puede ir muy lejos.

(Una pausa.

Iván.- ¿Hace mucho que estás en el Partido?
Hugo.- Desde el 42; hace un año.
Entré cuando el Regente declaró la guerra a la URSS...
¿Y tú?
Iván.- Ya ni siquiera me acuerdo.
Creo que siempre estuve (Una pausa.) ¿Tú eres el que hace el periódico?
Hugo.- Yo y otros.
Iván.- A veces llega a mis manos, pero no lo leo. No es culpa vuestra, pero las noticias tienen ocho días de retraso comparadas con las de la BBC o las de la Radio Soviética.
Hugo.- ¿De dónde quieres que saquemos las noticias? Hacemos como vosotros, las escuchamos por radio.
Iván.- No digo nada. Tú haces el trabajo, no hay nada que reprocharte. (Una pausa.) ¿Qué hora es?
Hugo.- Las diez menos cinco.
Iván.- Uf. (Bosteza.)
Hugo.- ¿Qué tienes?
Iván.- Nada.
Hugo.- No te sientes bien.
Iván.- Sí, ando bien.
Hugo.- No pareces cómodo.
Iván.- Estoy bien, te digo. Siempre estoy así antes.
Hugo.- ¿Antes de qué?
Iván.- Antes de nada. (Una pausa.) Cuando esté en la bicicleta, todo irá mejor. (Una pausa.) Me siento demasiado blando. No haría daño a una mosca.

(Bosteza. Aparece Olga por la puerta de entrada.) 


Escena II

Los mismos, Olga.

(Deja una maleta cerca de la puerta.)

Olga.- (A Iván.) Ahí está.
¿Podrás sujetarla en el portaequipaje?
Iván.- A ver. Sí. Muy bien.
Olga.- Son las diez. Puedes largarte. Te dijeron la barrera y la casa.
Iván.- Sí.
Olga.- Entonces, buena suerte.
Iván.- No hables de suerte.
(Una pausa.) ¿Me besas?
Olga.- Por supuesto. (Lo besa en las dos mejillas.)
Iván.- (Va a coger la maleta y se vuelve en el momento de salir. Con énfasis cómico.) Hasta la vista, Raskolnikov.
Hugo.- (Sonriendo.) Vete al diablo.

(Iván sale.)


Escena III

Hugo, Olga.

Olga.- No deberías haberle dicho que se fuera al diablo.
Hugo.- ¿Por qué?
Olga.- No son cosas de decir.
Hugo.- (Asombrado.) Olga, ¿eres supersticiosa?
Olga.- (Irritada.) No, hombre.
Hugo.- (Hugo la mira atentamente.) ¿Qué va a hacer?
Olga.- No necesitas saberlo.
Hugo.- Va a hacer saltar el puente de Korsk.
Olga.- ¿Por qué quieres que te lo diga? En caso de que fracase, cuanto menos sepas, mejor será.
Hugo.- ¿Pero tú sabes lo que va a hacer?
Olga.- (Encogiéndose de hombros.) ¡Oh! Yo...
Hugo.- Claro: tú sujetarás la lengua. Eres como Louis: te matarían sin que hablaras.
(Breve silencio.) ¿Qué os demuestra que hablaré? ¿Cómo podréis tenerme confianza si no me ponéis a prueba?
Olga.- El Partido no es una escuela nocturna. No buscamos ponerte a prueba sino utilizarte según tus aptitudes.
Hugo.- (Señalando la máquina de escribir.) ¿Y ésas son mis aptitudes?
Olga.- ¿Sabrías levantar vías?
Hugo.- No.
Olga.- ¿Entonces? (Un silencio.
Hugo se mira en el espejo.) ¿Te encuentras guapo?
Hugo.- Miro si me parezco a mi padre. (Una pausa.) Con bigotes sería patente.
Olga.- (Encogiéndose de hombros.) ¿Y qué?
Hugo.- No me gusta mi padre.
Olga.- Ya lo sabemos.
Hugo.- Me dijo: "También yo, en mis tiempos, formé parte de un grupo revolucionario; escribía en el periódico. Te pasará como me pasó a mí..."
Olga.- ¿Por qué me cuentas esto?
Hugo.- Por nada. Lo pienso cada vez que me miro en un espejo.
Eso es todo.
Olga.- (Señalando la puerta de la sala de reunión.) ¿Louis está ahí dentro?
Hugo.- Sí.
Olga.- ¿Y Hoederer?
Hugo.- No lo conozco, pero supongo que sí. ¿Qué es, en realidad?
Olga.- Era un diputado del Landstag antes de la disolución.
Ahora es secretario del Partido. Hoederer no es su verdadero nombre.
Hugo.- ¿Cuál es su verdadero nombre?
Olga.- Ya te he dicho que eres demasiado curioso.
Hugo.- Gritan fuerte. Parece que hay lío.
Olga.- Hoederer ha reunido al comité para hacerle votar una proposición.
Hugo.- ¿Qué proposición?
Olga.- No sé. Sólo sé que Louis está en contra.
Hugo.- (Sonriendo.) Entonces, si él está en contra, yo estoy en contra también. No es necesario saber de qué se trata.
(Una pausa.) Olga, tienes que ayudarme.
Olga.- ¿A qué?
Hugo.- A convencer a Louis de que me utilice para la acción directa. Estoy harto de escribir mientras los compañeros se hacen matar.
Olga.- Tú también corres riesgos.
Hugo.- No los mismos. (Una pausa.) Olga, no tengo ganas de vivir.
Olga.- ¿De veras? ¿Por qué?
Hugo.- (Gesto.) Demasiado difícil.
Olga.- Sin embargo, estás casado.
Hugo.- ¡Bah!
Olga.- Quieres a tu mujer.
Hugo.- Sí. Por supuesto. (Una pausa.) Un tipo que no tiene ganas de vivir tendría que servir si supieran utilizarlo.
(Una pausa. Gritos y rumores que vienen de la sala de reunión.) Anda mal la cosa, ahí.
Olga.- (Inquieta.) Muy mal.


Escena IV

Los mismos, Louis. 
(La puerta se abre. Louis sale con otros dos hombres que pasan rápidamente, abren la puerta de entrada y salen.)

Louis.- Se acabó.
Olga.- ¿Y Hoederer?
Louis.- Se marchó por la parte de atrás con Boris y Lucas.
Olga.- ¿Y entonces?
Louis.- (Se encoge de hombros sin responder. Una pausa. Luego:) ¡Cochinos!
Olga.- ¿Habéis votado?
Louis.- Sí. (Una pausa.) Está autorizado a iniciar las negociaciones. Cuando vuelva con ofertas precisas, la tendrá ganada.
Olga.- ¿Para cuándo la próxima reunión?
Louis.- Dentro de diez días.
Siempre nos queda una semana.
(Olga le señala a Hugo.) ¿Qué? Ah, sí... ¿Todavía estás aquí, tú? (Lo mira y prosigue distraídamente.) Todavía estás aquí... (Hugo hace un movimiento para irse.) Quédate. Quizá tenga trabajo para ti. (A Olga.) Tú lo conoces mejor que yo. ¿Qué tal es?
Olga.- Puede pasar.
Louis.- ¿No corre riesgo de achicarse?
Olga.- Seguro que no. Más bien sería...
Louis.- ¿Qué?
Olga.- Nada. Puede pasar.
Louis.- Bueno. (Una pausa.) ¿Iván se marchó?
Olga.- Hace un cuarto de hora.
Louis.- Estamos en los primeros puestos: se oirá la explosión desde aquí. (Una pausa. Vuélvese hacia Hugo.) ¿Parece que quieres actuar?
Hugo.- Sí.
Louis.- ¿Por qué?
Hugo.- Porque sí.
Louis.- Perfecto. Sólo que no sabes hacer nada con tus manos.
Hugo.- Así es. No sé hacer nada.
Louis.- ¿Y entonces?
Hugo.- En Rusia, a fines del otro siglo, había tipos que se situaban en el camino de un gran duque con una bomba en el bolsillo. La bomba estallaba, el gran duque saltaba y el tipo también. Puedo hacer eso.
Louis.- Eran anarquistas. Sueñas con eso porque eres como ellos:
un intelectual anarquista. Estás cincuenta años retrasado.
Hugo.- Entonces soy un incapaz.
Louis.- En ese dominio, sí.
Hugo.- No hablemos más del asunto.
Louis.- Espera. (Una pausa.) Quizá te encuentre algo que hacer.
Hugo.- ¿Trabajo de verdad?
Louis.- ¿Por qué no?
Hugo.- ¿Y me tendrás confianza de verdad?
Louis.- Depende de ti.
Hugo.- Louis, haré cualquier cosa.
Louis.- Vamos a ver. Siéntate. 
(Una pausa.) La situación es ésta: por un lado el gobierno fascista del Regente, que sigue con su política la línea del Eje; por el otro nuestro Partido, que lucha por la democracia, por la libertad, por una sociedad sin clases. Entre los dos, el Pentágono que agrupa clandestinamente a los burgueses liberales y a los nacionalistas.
Tres grupos de intereses inconciliables, tres grupos de hombres que se odian. (Una pausa.) Hoederer nos ha reunido esta noche porque quiere que el Partido proletario se asocie a los fascistas y al Pentágono para compartir el poder con ellos, después de la guerra.
¿Qué te parece?
Hugo.- (Sonriendo.) Te burlas de mí.
Louis.- ¿Por qué?
Hugo.- Porque es idiota.
Louis.- Sin embargo es lo que acaba de discutirse aquí durante tres horas.
Hugo.- (Estupefacto.) En fin... Es como si me dijeras que Olga nos ha denunciado a todos a la policía y que el Partido le ha votado felicitaciones.
Louis.- ¿Qué harías si la mayoría se hubiera declarado a favor de ese acercamiento?
Hugo.- ¿Me lo preguntas seriamente?
Louis.- Sí.
Hugo.- Abandoné mi familia y mi clase el día que comprendí lo que era la opresión. En ningún caso aceptaría compromiso con ellas.
Louis.- ¿Y si las cosas hubieran llegado a ese punto?
Hugo.- Entonces cogería un petardo y me iría a despachar a un policía en la Plaza Real, o, con un poco de suerte, a un miliciano. Y después esperaría al lado del cadáver a ver qué me sucede. (Una pausa.) Pero es una broma.
Louis.- El comité ha aceptado la propuesta de Hoederer por cuatro votos contra tres. La semana que viene Hoederer se verá con los emisarios del Regente.
Hugo.- ¿Es un vendido?
Louis.- No lo sé y me importa un cuerno. Objetivamente es un traidor; eso me basta.
Hugo.- Pero Louis... En fin, yo no sé, es... es absurdo: el Regente nos odia, nos acosa, lucha contra la URSS al lado de Alemania, hace fusilar a los nuestros; ¿cómo puede?...
Louis.- El Regente ya no cree en la victoria del Eje; quiere salvar el pellejo. Si los Aliados ganan, desea poder decir que hacía doble juego.
Hugo.- Pero los compañeros...
Louis.- Todo el P.A.C. al que represento está contra Hoederer. Sólo que ya sabes lo que es: el Partido proletario ha nacido de la fusión del 
P.A.C. y de los social-demócratas. Los social-demócratas han votado por Hoederer y son la mayoría.
Hugo.- ¿Por qué han?...
Louis.- Porque Hoederer les da miedo...
Hugo.- ¿No podemos largarlos?
Louis.- ¿Una escisión? Imposible. (Pausa.) ¿Estás con nosotros, chico?
Hugo.- Olga y tú me lo habéis enseñado todo y os lo debo todo.
Para mí el Partido sois vosotros.
Louis.- (A Olga.) ¿Piensa lo que dice?
Olga.- Sí.
Louis.- Bueno. (A Hugo.) Comprendes bien la situación:
no podemos irnos ni ganársela al comité. Pero es únicamente
una maniobra de Hoederer. Sin Hoederer, nos metemos a los otros en el bolsillo. (Una pausa.) Hoederer pidió el martes último al Partido que le proporcionara un secretario. Un estudiante. Casado.
Hugo.- ¿Por qué casado?
Louis.- No sé. ¿Tú eres casado?
Hugo.- Sí.
Louis.- ¿Y entonces? ¿Estás de acuerdo? (Se miran un momento.)
Hugo.- (Con fuerza.) Sí.
Louis.- Muy bien. Partirás mañana con tu mujer. Vive a veinte kilómetros de aquí, en una casa de campo, que le ha prestado un amigo. Está con tres mocetones preparados para caso de apuro.
Sólo tendrás que vigilarlo, estableceremos un enlace no bien llegues. No debe verse con los enviados del Regente. O en todo caso, no debe verse con ellos dos veces, ¿me has comprendido?
Hugo.- Sí.
Louis.- La noche que te digamos abrirás la puerta a tres camaradas que acabarán la tarea; habrá un auto en el camino y te largarás con tu mujer entretanto.
Hugo.- ¡Oh! Louis...
Louis.- ¿Qué?
Hugo.- Entonces es eso. No es más que eso. ¿De eso me juzgas capaz?
Louis.- ¿No estás de acuerdo?
Hugo.- No. De ningún modo; no quiero ser carnero. Nosotros tenemos exigencias. Un intelectual anarquista no acepta cualquier tarea.
Olga.- ¡Hugo!
Hugo.- Os propongo esto; no hay necesidad de enlace ni de espionaje. Haré el asunto yo mismo.
Louis.- ¿Tú?
Hugo.- Yo.
Louis.- Es trabajo demasiado duro para un aficionado.
Hugo.- Vuestros tres matachines encontrarán quizá a los guardaespaldas de Hoederer; corren el riesgo de que los liquiden. Si soy su secretario y me gano su confianza, estaré con él varias horas por día.

Louis.- (Vacilando.) No...
Olga.- ¡Louis!
Louis.- ¿Eh?
Olga.- (Dulcemente.) Tenle confianza. Es un muchachito que busca su oportunidad. Saldrá a flote.
Louis.- ¿Respondes por él?
Olga.- Enteramente.
Louis.- Bueno, entonces, escucha...

(Explosión sorda en la lejanía.)

Olga.- Le salió bien.
Louis.- ¡Apaga la luz! ¡Hugo, abre la ventana!

(Apagan la luz y abren la ventana. Al fondo el resplandor rojo de un incendio.)

Olga.- Arde, allá. Arde. Todo un incendio. Lo consiguió.

(Están todos en la ventana.)

Hugo.- Le salió bien. Antes de que termine la semana, estaréis aquí, los dos, en una noche como ésta, y esperaréis las noticias; y estaréis inquietos y hablaréis de mí y yo contaré para vosotros. Y os preguntaréis: ¿qué hace? Y después habrá una llamada telefónica, o bien alguien llamará a la puerta y sonreiréis como ahora y os diréis: "Le salió bien".


Telón


Tercer cuadro

Un pabellón. Una cama, armarios, sillones, sillas. Ropas de mujer en todas las sillas, maletas abiertas sobre la cama.
Jessica está instalándose. Va a mirar por la ventana. Vuelve.
Se dirige a una maleta cerrada que está en un rincón (iniciales H. S.), la lleva a la delantera de la escena, echa una ojeada por la ventana, va a buscar un traje de hombre colgado en un ropero, hurga en los bolsillos, saca una llave, abre la maleta, revisa apresuradamente, mira por la ventana, vuelve a revisar, encuentra algo que mira, de espaldas al público; nueva ojeada a la ventana. Vuelve, cierra  
rápidamente la maleta, pone de nuevo la llave en la chaqueta y esconde bajo el colchón los objetos que tiene en la mano. Entra Hugo.


Escena I

Hugo, Jessica.

Hugo.- No terminaba nunca. ¿Se hizo largo el tiempo?
Jessica.- Horriblemente.
Hugo.- ¿Qué hiciste?
Jessica.- Dormí.
Hugo.- No se hace largo el tiempo durmiendo.
Jessica.- Soñé que se me hacía largo el tiempo, me desperté y deshice las maletas. ¿Qué opinas de la instalación? (Señala la mescolanza de ropas sobre la cama y las sillas.)
Hugo.- No sé. ¿Es provisional?
Jessica.- (Firmemente.) Definitiva.
Hugo.- Muy bien.
Jessica.- ¿Cómo es?
Hugo.- ¿Quién?
Jessica.- Hoederer.
Hugo.- ¿Hoederer? Como todo el mundo.
Jessica.- ¿Qué edad tiene?
Hugo.- Entre dos edades.
Jessica.- ¿Entre cuáles?
Hugo.- Veinte y sesenta.
Jessica. ¿Alto o bajo?
Hugo.- Mediano.
Jessica.- ¿Señal distintiva?
Hugo.- Una gran cicatriz, una peluca y un ojo de vidrio.
Jessica.- ¡Qué horror!
Hugo.- No es cierto. No tiene señales distintivas.
Jessica.- Te las das de listo, serías incapaz de describírmelo.
Hugo.- Claro que sería capaz.
Jessica.- No, no serías capaz.
Hugo.- Sí.
Jessica.- No. ¿De qué color son sus ojos?
Hugo.- Grises.
Jessica.- Pobre bicho, cree que todos los ojos son grises. Los hay azules, castaños, verdes y negros. Hasta los hay malva.
¿De qué color son los míos? (Se tapa los ojos con la mano.) No mires.
Hugo.- Son dos pabellones de seda, dos jardines andaluces, dos peces luna.
Jessica.- Te pregunto el color.
Hugo.- Azules.
Jessica.- Miraste.
Hugo.- No, pero me lo dijiste esta mañana.
Jessica.- Idiota. (Se le acerca.) Hugo, reflexiona bien:
¿tiene bigote?
Hugo.- No. (Una pausa. Firmemente.) Estoy seguro de que no.
Jessica.- (Tristemente.) Quisiera poder creerte.
Hugo.- (Reflexiona, luego se lanza.) Tenía una corbata a lunares.
Jessica.- ¿A lunares?
Hugo.- A lunares.
Jessica.- ¡Bah!
Hugo.- Tipo... (Hace el movimiento de anudar una chalina.) Ya sabes.
Jessica.- ¡Te traicionaste, te entregaste! Mientras te hablaba, le miraste la corbata, ¡Hugo, te intimidó!
Hugo.- ¡No, mujer!
Jessica.- Te intimidó.
Hugo.- No intimida.
Jessica.- Entonces, ¿por qué le mirabas la corbata?
Hugo.- Para no intimidarlo.
Jessica.- Está bien. Yo lo miraré, mi bichito, y cuando quieras saber cómo es, no tendrás más que preguntármelo. ¿Qué te dijo?
Hugo.- Le dije que mi padre era vicepresidente de las Carboneras de Tosk, y que lo había abandonado para entrar en el Partido.
Jessica.- ¿Qué te respondió?
Hugo.- Que estaba bien.
Jessica.- ¿Y después?
Hugo.- No le oculté que me había doctorado, pero le hice comprender bien que no era un intelectual, que no me avergonzaba hacer un trabajo de copista y que ponía mi pundonor en la obediencia y la disciplina más estrictas.
Jessica.- ¿Y qué te respondió?
Hugo.- Que estaba bien.
Jessica.- ¿Y eso os llevó dos horas?
Hugo.- Hubo silencios.
Jessica.- Eres de esa gente que cuenta siempre lo que dice a los demás y nunca lo que los demás han respondido.
Hugo.- Porque pienso que te intereso más yo que los otros.
Jessica.- Por supuesto, bicho.
Pero tú eres mío. Los demás no son míos.
Hugo.- Quieres que Hoederer sea tuyo.
Jessica.- Quiero que todo el mundo sea mío.
Hugo.- ¡Hum! Es vulgar.
Jessica.- ¿Cómo lo sabes si no lo has mirado?
Hugo.- Hay que ser vulgar para llevar una corbata a lunares.
Jessica.- Las emperatrices griegas se acostaban con generales bárbaros.
Hugo.- No había emperatrices en Grecia.
Jessica.- En Bizancio las había.
Hugo.- En Bizancio había generales bárbaros y emperatrices griegas, pero no se dice qué hacían juntos.
Jessica.- ¿Qué otra cosa podían hacer? (Ligero silencio.) ¿Te preguntó cómo era yo?
Hugo.- No.
Jessica.- Por lo demás, no hubieras podido responder; no sabes nada. ¿No te dijo nada acerca de mí?
Hugo.- Nada.
Jessica.- No tiene educación.
Hugo.- Ya ves. Además, es demasiado tarde para interesarte 
en él.
Jessica.- ¿Por qué?
Hugo.- ¿Sujetarás la lengua?
Jessica.- Con las dos manos.
Hugo.- Morirá.
Jessica.- ¿Está enfermo?
Hugo.- No, pero será asesinado. Como todos los hombres políticos.
Jessica.- ¡Ah! (Una pausa.) Y tú, bichito, ¿eres un hombre político?
Hugo.- Claro está.
Jessica.- ¿Y qué debe hacer la viuda de un hombre político?
Hugo.- Entra en el Partido de su marido y concluye su obra.
Jessica.- ¡Señor! Antes preferiría matarme sobre tu tumba.
Hugo.- Eso sólo se hace en Malabar.
Jessica.- Entonces, escucha lo que haré. Iré a buscar a tus asesinos uno por uno, los haré arder de amor y cuando por fin crean que pueden consolar mi languidez altiva y desolada, les hundiré un cuchillo en el corazón.
Hugo.- ¿Qué te divertiría más:
matarlos o seducirlos?
Jessica.- Eres estúpido y vulgar.
Hugo.- Creí que te gustaban los hombres vulgares. (Jessica no responde.) ¿Jugamos o no jugamos?
Jessica.- No jugamos más. Déjame deshacer las maletas.
Hugo.- ¡Anda! ¡Anda!
Jessica.- No queda más que la tuya. Dame la llave.
Hugo.- Te la he dado.
Jessica.- (Señalando la maleta que ha abierto al comienzo del cuadro.) La de ésa no.
Hugo.- Ésa la desharé yo mismo.
Jessica.- No es asunto tuyo, alma mía.
Hugo.- ¿Desde cuándo es tuyo? ¿Quieres jugar a la mujer doméstica?
Jessica.- Tú juegas bien al revolucionario.
Hugo.- Los revolucionarios no necesitan mujeres domésticas: les cortan la cabeza.
Jessica.- Prefieres las lobas de pelo negro, como Olga.
Hugo.- ¿Estás celosa?
Jessica.- Bien lo quisiera. Nunca jugué a eso. ¿Jugamos?
Hugo.- Si tú quieres.
Jessica.- Bueno. Entonces dame la llave de esa maleta.
Hugo.- ¡Jamás!
Jessica.- ¿Qué hay en esa maleta?
Hugo.- Un secreto vergonzoso.
Jessica.- ¿Qué secreto?
Hugo.- No soy hijo de mi padre.
Jessica.- Cómo te gustaría, bichito. Pero no es posible: te le pareces demasiado.
Hugo.- ¡Eso no es cierto! ¡Jessica! ¿Crees que me parezco a él?
Jessica.- ¿Jugamos o no jugamos?
Hugo.- Jugamos.
Jessica.- Entonces, abre esa maleta.
Hugo.- He jurado no abrirla.
Jessica.- ¡Está atiborrada de 
cartas de la Loba! ¿O de fotos quizá? ¡Abre!
Hugo.- No.
Jessica.- ¡Abre! ¡Abre!
Hugo.- No y no.
Jessica.- ¿Juegas?
Hugo.- Sí.
Jessica.- Entonces, basta: no juego más. Abre la maleta.
Hugo.- No hay basta: no la abriré.
Jessica.- Me da lo mismo, sé lo que hay dentro.
Hugo.- ¿Qué hay?
Jessica.- Hay... Hay... (Pasa la mano por el colchón, luego lleva las dos manos detrás de la espalda y blande las fotos.) ¡Esto!
Hugo.- ¡Jessica!
Jessica.- (Triunfante.) Encontré la llave en tu traje oscuro, sé quién es tu amante, tu princesa, tu emperatriz. No soy yo, no es la Loba. Eres tú, querido; tú mismo. Doce fotos tuyas en la maleta.
Hugo.- Devuélveme esas fotos.
Jessica.- Doce fotos de tu juventud soñadora. A los tres años, a los seis años, a los ocho, a los diez, a los doce, a los dieciséis. Te las llevaste cuando tu padre te echó, te siguen a todas partes; ¡cómo has de quererlas!
Hugo.- Jessica, no juego más.
Jessica.- A los seis años llevabas un cuello duro que debía rasparte el pescuezo de gallina, y además todo un traje de terciopelo con una chalina. ¡Qué hombrecito, qué chiquillo juicioso! Los niños juiciosos, señora, resultan los revolucionarios más terribles. No dicen nada, no se esconden debajo de las mesas, sólo comen un bombón por vez. Pero más tarde se lo hacen pagar caro a la sociedad.
Desconfíe usted de los chiquillos juiciosos.

(Hugo, que aparenta resignarse, salta bruscamente sobre ella.)

Hugo.- ¡Me las devolverás, bruja! Vas a devolvérmelas.
Jessica.- ¡Suéltame! (Él la derriba sobre la cama.) Cuidado, nos mataremos.
Hugo.- Devuélvemelas.
Jessica.- ¡Te digo que va a salir un tiro! (Hugo se levanta, ella muestra el revólver que ha tenido detrás de la espalda.) También había esto en la maleta.
Hugo.- Dame.

(Se lo quita, revisa su traje oscuro, coge la llave, vuelve a la maleta,la abre, recoge las fotos y las pone junto con el revólver en la maleta.
Pausa.)

Jessica.- ¿Qué significa ese revólver?
Hugo.- Siempre lo llevo conmigo.
Jessica.- No es cierto. No lo tenías antes de venir aquí. Y tampoco tenías esta maleta. Los compraste al mismo tiempo. ¿Por qué tienes ese revólver?
Hugo.- ¿Quieres saberlo?
Jessica.- Sí, pero contéstame en serio. No tienes derecho a mantenerme fuera de tu vida.
Hugo.- ¿No se lo dirás a nadie?
Jessica.- A nadie en el mundo.
Hugo.- Es para matar a Hoederer.
Jessica.- Eres pesado, Hugo. Te digo que no juego más.
Hugo.- ¡Ah! ¡Ah! ¿Acaso estoy jugando? ¿Acaso estoy serio? Misterio. ¡Jessica, serás la mujer de un asesino! Jessica.- Pero tú nunca podrás, mi pobre bichito; ¿quieres que lo mate en tu lugar? Iré a ofrecerme a él y...
Hugo.- Gracias, y después errarás. Procederé yo mismo.
Jessica.- ¿Pero por qué quieres matarlo? Un hombre a quien no conoces.
Hugo.- Para que mi mujer me tome en serio. ¿Me tomarás en serio?
Jessica.- ¿Yo? Te admiraré, te esconderé, te alimentaré, te distraeré en tu escondrijo y cuando nos hayan denunciado los vecinos me arrojaré sobre ti a pesar de los gendarmes y te tomaré en los brazos gritándote:
te quiero.
Hugo.- Dímelo ahora.
Jessica.- ¿Qué?
Hugo.- Que me quieres.
Jessica.- Te quiero.
Hugo.- Dímelo de verdad.
Jessica.- Te quiero.
Hugo.- No es de verdad.
Jessica.- ¿Pero qué te pasa? ¿Estás jugando?
Hugo.- No, no juego.
Jessica.- ¿Por qué me pides eso? No entra en mis costumbres.
Hugo.- No sé. Tengo ganas de pensar que me quieres. Estoy en mi derecho. Vamos, dilo. Dilo bien.
Jessica.- Te quiero. Te quiero.
No: te quiero. ¡Ah! Vete al diablo. ¿Cómo lo dices tú?
Hugo.- Te quiero.
Jessica.- Ya ves: no sabes más que yo.
Hugo.- Jessica, tú no crees lo que dije.
Jessica.- ¿Que me quieres?
Hugo.- Que voy a matar a Hoederer.
Jessica.- Naturalmente que lo creo.
Hugo.- Haz un esfuerzo, Jessica.
Ponte seria.
Jessica.- ¿Por qué tengo que ponerme seria?
Hugo.- Porque no se puede jugar todo el tiempo.
Jessica.- No me gusta lo serio, pero nos arreglaremos: voy a jugar a ser seria.
Hugo.- Mírame a los ojos. No.
Sin risa. Escúchame: lo de Hoederer es cierto: el Partido me envía.
Jessica.- No lo dudo. ¿Por qué 
no me lo dijiste antes?
Hugo.- Quizá te hubieras negado a acompañarme.
Jessica.- ¿Por qué? Éstos son asuntos de hombres, no me conciernen.
Hugo.- Es un trabajito curioso, ¿sabes? El tipo parece duro.
Jessica.- Bueno, pues iremos a cloroformarlo y lo ataremos a la boca de un cañón.
Hugo.- ¡Jessica! Estoy serio.
Jessica.- Yo también.
Hugo.- Tú juegas a estar seria.
Me lo dijiste.
Jessica.- No, tú.
Hugo.- Tienes que creerme, te lo ruego.
Jessica.- Te creeré si tú crees que estoy seria.
Hugo.- Está bien. Pues te creo.
Jessica.- No. Juegas a que me crees.
Hugo.- ¡No acabaremos nunca! (Llaman a la puerta.) ¡Entre!

(Jessica se sitúa delante de la maleta,de espaldas al público, mientras él va a abrir.)


Escena II

Slick, Georges, Hugo y Jessica. (Slick y Georges entran, sonrientes. Fusiles ametralladoras y cinturones con revólveres. Un silencio.)

Georges.- Somos nosotros.
Hugo.- ¿Sí?
Georges.- Veníamos a ver si no necesitaban una manita.
Hugo.- ¿Una manita para qué?
Slick.- Para instalarse.
Jessica.- Son ustedes muy amables, pero no necesito a nadie.
Georges.- (Señalando las ropas de mujer desparramadas por los muebles.) Todo eso hay que doblarlo.
Slick.- Sería más rápido si nos pusiéramos los cuatro.
Jessica.- ¿Le parece?
Slick.- (Ha tomado una combinación del respaldo de una silla y la sostiene en la punta del brazo.) Esto se dobla por el medio, ¿no? ¿Y después se pliegan los costados?
Jessica.- ¿Sí? ¡Bueno! A usted lo vería mejor en trabajos pesados.
Georges.- No toques, Slick. Se te van a ocurrir cosas. Discúlpelo, señora; hace seis meses que no vemos mujeres.
Slick.- Ya no sabíamos siquiera cómo son.

(La miran.)

Jessica.- ¿Van acordándose?
Georges.- Poco a poco.
Jessica.- ¿Pero no las hay, en el pueblo?
Slick.- Las hay, pero no salimos.
Georges.- El antiguo secretario saltaba la pared todas las noches: total, que lo encontraron una mañana con la cabeza en un charco. Entonces el viejo decidió que el siguiente sería casado para que tuviera lo suficiente a domicilio.
Jessica.- Es muy delicado de su parte.
Slick.- Sólo que no quiere que nosotros tengamos lo suficiente.
Jessica.- ¡Vaya! ¿Y por qué?
Georges.- Dice que quiere que seamos bestias salvajes.
Hugo.- Son los guardaespaldas de Hoederer.
Jessica.- Figúrate que lo había adivinado.
Slick.- (Señalando el fusil ametralladora.) ¿Por esto?
Jessica.- También por eso.
Georges.- No debe tomarnos por profesionales, ¿eh? Yo soy plomero. Hacemos un pequeño extra porque el Partido nos lo pidió.
Slick.- ¿No nos tiene miedo?
Jessica.- Al contrario, sólo me gustaría (Señalando los fusiles ametralladoras y los revólveres.) que se desembarazaran de la panoplia. Déjenla en un rincón.
Georges.- Imposible.
Slick.- Prohibido.
Jessica.- ¿No se separan de ella ni para dormir?
Georges.- No, señora.
Jessica.- ¿No?
Slick.- No.
Hugo.- Cumplen el reglamento al pie de la letra. Cuando entré a ver a Hoederer, me empujaban con el cañón de las ametralladoras.
Georges.- (Riendo.) Así somos nosotros.
Slick.- Si hubiera tropezado, usted sería viuda.

(Todo el mundo ríe.)

Jessica.- Así que tiene miedo el jefe.
Slick.- No tiene miedo, pero no quiere que lo maten.
Jessica.- ¿Por qué habrían de matarlo?
Slick.- Por qué, no lo sé. Pero lo seguro es que quieren matarlo. Sus compañeros han venido a avisárselo, no hace quince días.
Jessica.- Qué interesante.
Slick.- ¡Oh! Ya cambiará usted de opinión, ni siquiera es espectacular. Hay que montar guardia, eso es todo.

(Durante la réplica de Slick, Georges da una vuelta por la habitación con aire falsamente descuidado. Va al ropero abierto y saca el traje de Hugo.)

Georges.- ¡Eh, Slick! ¡Mira qué buenos trapos tiene!
Slick.- Es parte de su oficio.
Al secretario lo miras mientras escribe lo que dices y tiene que 
gustarte porque si no, pierdes el hilo de las ideas.

(Georges palpa el traje fingiendo sacudirlo.)

Georges.- Desconfíe de los armarios, las paredes están agrietadas. (Vuelve a meter el traje en el armario, luego se acerca a Slick. Jessica y Hugo se miran.)
Jessica.- (Tomando una decisión.) Bueno..., siéntense.
Slick.- No. No. Gracias.
Georges.- Así está bien.
Jessica.- No podemos ofrecerles nada de beber.
Slick.- No importa, porque no bebemos durante el servicio.
Hugo.- ¿Y están ustedes de servicio?
Georges.- Estamos siempre de servicio.
Hugo.- ¡Ah!
Slick.- Ya le digo, hay que ser santos para este condenado trabajo.
Hugo.- Yo todavía no estoy de servicio. Estoy en mi casa, con mi mujer. Sentémonos, Jessica.

(Se sientan los dos.)

Slick.- (Yendo a la ventana.) Hermosa vista.
Georges.- Se está bien aquí.
Slick.- Y tranquilo.
Georges.- ¿Viste qué grande es la cama? Caben tres.
Slick.- Cuatro: los recién casados se acurrucan.
Georges.- Tanto lugar perdido cuando hay quienes duermen en el suelo.
Slick.- Calla, que voy a soñar esta noche.
Jessica.- ¿Ustedes no tienen cama?
Slick.- (Divertido.) Georges.
Georges.- (Riendo.) ¿Qué?
Slick.- Pregunta si tenemos cama.
Georges.- (Señalando a Slick.) Él duerme sobre la alfombra del escritorio, yo en el pasillo, delante del cuarto del Viejo.
Jessica.- ¿Y es duro?
Georges.- Sería duro para su marido, que tiene un aire delicado. Nosotros estamos acostumbrados. El fastidio es que no tenemos habitación donde estar. El jardín no es sano así que nos pasamos el día en el vestíbulo.

(Se agacha y mira debajo de la cama.)

Hugo.- ¿Qué mira?
Georges.- Por si hubiera ratas.

(Se levanta.)

Hugo.- ¿No las hay?
Georges.- No.
Hugo.- Mejor. (Una pausa.)
Jessica.- ¿Y dejaron solo al jefe? ¿No tienen miedo de que le suceda una desgracia si están demasiado tiempo ausentes?
Slick.- Está León, que se quedó allí. (Señalando el aparato telefónico.) Y además, si hubiera lío, siempre puede llamarnos.

(Una pausa. Hugo se levanta, pálido de nerviosidad. Jessica se levanta también.)

Hugo.- Son simpáticos, ¿eh?
Jessica.- Exquisitos.
Hugo.- ¿Y viste qué pinta tienen?
Jessica.- ¡Robles! ¡Ah! Harán un trío de amigos. Mi marido adora a los matachines. Hubiera querido serlo.
Slick.- No tiene pasta. Está hecho para secretario.
Hugo.- ¡Nos entenderemos bien, vamos! Yo seré el cerebro, Jessica los ojos, ustedes los músculos. ¡Toca qué músculos Jessica! (Ella los toca.) Hierro. Toca.
Jessica.- Pero quizás el señor Georges no quiera.
Georges.- (Rígido.) Me da lo mismo.
Hugo.- Ya ves: está encantado.
Vamos, toca, Jessica, toca.
(Jessica toca.) Hierro, ¿eh?
Jessica.- Acero.
Hugo.- ¿Nos tuteamos, eh, muchachos?
Slick.- Si tú quieres, chico.
Jessica.- Es tan amable de parte de ustedes haber venido a vernos.
Slick.- El gusto es nuestro, ¿eh, Georges?
Georges.- Nos hace felices ver la dicha de ustedes.
Jessica.- Será un tema de conversación en el vestíbulo.
Slick.- Claro, y por la noche, nos diremos: "Están abrigados, él tiene a su mujercita en los brazos".
Georges.- Eso nos dará coraje.
Hugo.- (Se dirige a la puerta y la abre.) Vuelvan cuando quieran, están en su casa.

(Slick se dirige tranquilamente a la puerta y la cierra.)

Slick.- Ya nos vamos. Nos vamos en seguida. Sólo una pequeña formalidad.
Hugo.- ¿Qué formalidad?
Slick.- Registrar la habitación.
Hugo.- No.
Georges.- ¿No?
Hugo.- No registraréis absolutamente nada.
Slick.- No te gastes, chico, tenemos órdenes.
Hugo.- ¿Órdenes de quién?
Slick.- De Hoederer.
Hugo.- ¿Hoederer os ha dado orden de registrar mi cuarto?
Georges.- Vamos, precioso, no te hagas el idiota. Te digo que 
nos avisaron: habrá barullo un día de éstos. Cómo crees que te dejaremos entrar aquí sin mirarte los bolsillos. Podrías andar con granadas o con cualquier bombita, aunque se me ha metido en la cabeza que no estás dotado para el tiro al blanco.
Hugo.- Pregunto si Hoederer os ha encargado especialmente que registréis mis cosas.
Slick.- (A Georges.) Especialmente.
Georges.- Especialmente.
Slick.- Nadie entra aquí sin que lo registren. Es la regla. Eso es todo.
Hugo.- Y a mí no me registraréis. Será la excepción. Eso es todo.
Georges.- ¿No eres del Partido?
Hugo.- Sí.
Georges.- Entonces, ¿qué te enseñaron, allí? ¿No sabes lo que es una consigna?
Hugo.- Lo sé tan bien como vosotros.
Slick.- Y cuando te dan una consigna, ¿no sabes que debes respetarla?
Hugo.- Lo sé.
Slick.- ¿Y?
Hugo.- Respeto las consignas, pero también me respeto a mí mismo y no obedezco las órdenes idiotas dadas expresamente para ridiculizarme.
Slick.- ¿Lo oyes? Dime, Georges, ¿tú te respetas?
Georges.- No lo creo. Se notaría. ¿Y tú, Slick?
Slick.- Estás loco. No tiene derecho a respetarte si no eres por lo menos secretario.
Hugo.- ¡Pobres idiotas! Si entré en el Partido fue para que todos los hombres, secretarios o no, tengan un día ese derecho.
Georges.- Hazlo callar, Slick, o me hará llorar. Si nosotros, precioso, entramos, fue porque estábamos hartos de morirnos de hambre.
Slick.- Y para que todos nuestros muchachos tengan un día con qué llenarse la barriga.
Georges.- Vamos, Slick, basta de vueltas. Abre eso para empezar.
Hugo.- No la tocarás.
Slick.- ¿No, precioso? ¿Y cómo harás para impedírmelo?
Hugo.- No intentaré luchar contra un rodillo compresor, pero con sólo que pongas la mano encima, nos vamos de la villa esta noche y Hoederer podrá buscarse otro secretario.
Georges.- ¡Oh, nada, me intimidas! Han de encontrarse secretarios a patadas.
Hugo.- ¡Bueno, pues registra si no tienes miedo, registra!

(Georges se rasca el cráneo. Jessica, que ha permanecido muy tranquila durante toda la escena, se acerca a ellos.)

Jessica.- ¿Por qué no telefonear a Hoederer?
Slick.- ¿A Hoederer?
Jessica.- Los pondrá de acuerdo.

(Georges y Slick se consultan con la mirada.)

Georges.- Se puede hacer. (Se acerca al aparato, descuelga y llama.) ¡Hola! ¿León? Ve a decir al Viejo que el nene no quiere obedecer. ¿Qué? ¡Oh, charlatanerías! (Volviéndose hacia Slick.) Fue a ver al Viejo.
Slick.- De acuerdo, pero te diré, Georges. Yo quiero bien a Hoederer, pero si le diera por hacer una excepción con este hijo de ricos, cuando revisamos hasta los fondillos al mismo cartero, lo dejo plantado.
Georges.- De acuerdo. Lo hará o nos iremos nosotros.
Slick.- Porque es posible que yo no me respete, pero tengo mi orgullo como cualquiera.
Hugo.- Es muy posible, mi gran camarada; pero aunque el mismo Hoederer diera orden de registrarme, dejaría esta casa cinco minutos después.
Georges.- ¡Slick!
Slick.- ¿Qué?
Georges.- ¿No te parece que el señor tiene facha de aristócrata?
Hugo.- ¡Jessica! Jessica.- ¿Qué?
Hugo.- ¿No te parece que los señores tienen facha de jodidos?
Slick.- (Se le acerca y le pone la mano en el hombro.) ¡No metas la pata, nenito, porque ya que somos jodidos, bien podríamos empezar a joder!

(Entra Hoederer.)


Escena III

Los mismos, Hoederer.

Hoederer.- ¿Por qué me molestáis?

(Slick da un paso atrás.)

Slick.- No quiere que lo registren.
Hoederer.- ¿No?
Hugo.- Si usted les permite que me registren, me voy. Eso es todo.
Hoederer.- Bueno.
Georges.- Y si tú nos lo impides, seremos nosotros los que nos iremos.
Hoederer.- Sentaos. (Se sientan de mala gana.) A propósito Hugo, puedes tutearme. Aquí todo el mundo se tutea. (Coge un slip y un par de medias del respaldo del sillón y se dispone a ponerlos sobre la cama.)
Jessica.- ¿Me permite?

(Se los toma de las manos, los envuelve y, sin moverse de su sitio los arroja sobre la cama.)



Hoederer.- ¿Cómo te llamas?
Jessica.- ¿A las mujeres también las tutea?
Hoederer.- Sí.
Jessica.- Me acostumbraré. Me llamo Jessica.
Hoederer.- (La mira.) Creí que serías fea.
Jessica.- Lo siento.
Hoederer.- (Siempre mirándola.) Sí. Es lamentable.
Jessica.- ¿Tengo que afeitarme la cabeza?
Hoederer.- (Sin dejar de mirarla.) No. (Se aleja un poco de ella.) ¿Por ti querían irse a las manos?
Jessica.- Todavía no.
Hoederer.- Que no suceda nunca.
(Se sienta en el sillón.) El registro no tiene importancia.
Slick.- Nosotros...
Hoederer.- Ninguna importancia.
Ya hablaremos de eso. (A Slick.) ¿Qué pasó? ¿Qué le reprochabais? ¿Está demasiado bien vestido? ¿Habla como un libro?
Slick.- Cuestión de clase.
Hoederer.- Nada de eso aquí. Las clases se dejan fuera, (Los mira.) Hijos míos, habéis empezado mal. (A Hugo.) Tú te haces el insolente porque eres el más débil. (A Slick y a Georges.) Vosotros tenéis las fachas de los malos días. Habéis empezado por mirarlo de soslayo. Mañana le haréis bromas y la semana próxima, cuando necesite dictarle una carta, vendréis a decirme que lo han pescado en el estanque.
Hugo.- No, si puedo evitarlo.
Hoederer.- No puedes evitar nada. No te crispes, chico. No hay que dejar que las cosas lleguen a tanto, eso es todo. Cuatro hombres que viven juntos se quieren o se degüellan. Me haréis el gusto de quereros.
Georges.- (Con dignidad.) Los sentimientos no se imponen.
Hoederer.- (Con fuerza.) Se imponen. Se imponen, cuando se está sirviendo, entre tipos del mismo Partido.
Georges.- No somos del mismo Partido.
Hoederer.- (A Hugo.) ¿No eres de los nuestros?
Hugo.- Sí.
Hoederer.- ¿Y entonces?
Slick.- Quizá seamos del mismo Partido, pero no entramos por las mismas razones.
Hoederer.- Se entra siempre por la misma razón.
Slick.- ¿Me permites? Él, para enseñar a los pobres el respeto que se deben.
Hoederer.- ¿Eh?
Georges.- Es lo que ha dicho.
Hugo.- Y vosotros habéis entrado para saciaros el hambre. Es lo que habéis dicho.
Hoederer.- ¿Y qué? Estáis de 
acuerdo.
Slick.- ¿Cómo?
Hoederer.- ¡Slick! ¿No me contaste que te avergonzaba tener hambre? (Se inclina hacia Slick y espera una respuesta que no llega.) ¿Y que te daba rabia porque no podías pensar en otra cosa? ¿Y que un muchacho de veinte años tiene algo mejor que hacer que ocuparse todo el tiempo de su estómago?
Slick.- No necesitabas hablar de esto, delante de él.
Hoederer.- ¿No me lo contaste?
Slick.- ¿Y eso qué prueba?
Hoederer.- Eso prueba que querías la barriga llena y algo más. Él le llama respeto de sí mismo.
Hay que dejarlo hablar. Cada uno puede emplear las palabras que quiera.
Slick.- No era respeto. Me molestaría mucho que se llamara respeto. Él emplea las palabras que encuentra en su cabeza; lo piensa todo con la cabeza.
Hugo.- ¿Con qué quiere que piense?
Slick.- Cuando uno no tiene para un diente, precioso, no piensa con la cabeza. Cierto es que quería que aquello terminara.
Dios mío, sí. Sólo un momento, un momentito, para poder interesarme en otra cosa. En cualquier otra cosa que no fuera yo.
Pero no era respeto de mí mismo. Tú nunca has tenido hambre y te acercaste a nosotros para hablarnos de moral, como las damas que subían de visita a casa de mi madre cuando estaba borracha para decirle que no se respetaba.
Hugo.- Eso es falso.
Georges.- ¿Tú has tenido hambre? Creo que más bien necesitabas hacer ejercicios antes de las comidas para que viniera el apetito.
Hugo.- Por una vez tienes razón, gran camarada: no sé lo que es el apetito. Si hubieras visto los tónicos de mi infancia que dejaba por la mitad: ¡qué derroche! Entonces me abrían la boca, me decían: "Una cucharada para papá, una cucharada para mamá, una cucharada para tía Ana". Y me hundían la cuchara hasta el fondo de la garganta.
Y yo crecía, figúrate. Pero no engordaba. Fue la época en que me hicieron beber sangre fresca en los mataderos, porque estaba paliducho: de la impresión ya no probé la carne. Mi padre decía todas las noches: "Este niño no tiene hambre". Todas las noches, lo veo desde aquí: "Come, Hugo, come. Te vas a enfermar". Me hicieron tomar aceite de hígado de bacalao: esto es el colmo del lujo: una droga para darte hambre mientras los demás, en la calle, se hubieran vendido por un bistec; yo los veía pasar desde la ventana con el cartel: "Dadnos pan". Iba a sentarme a la mesa. "Come, Hugo, come. Una cucharada para el sereno que está de huelga, una cucharada para la vieja que recoge los desperdicios del cajón de basuras, una cucharada para la familia del carpintero que se rompió la pierna". Abandoné mi casa, entré en el Partido y fue para oír la misma cantilena:
"Nunca has tenido hambre, Hugo, ¿en qué te metes? ¿Qué puedes comprender? Nunca has tenido hambre". ¡Bueno, pues no! Nunca he tenido hambre. ¡Nunca! ¡Nunca! Quizás puedas decirme qué debo hacer para que todos dejéis de reprochármelo.

(Una pausa.)

Hoederer.- ¿Oís? Bueno, decídselo. Indicadle qué debe hacer.
¡Slick! ¿Qué le pides? ¿Que se corte una mano? ¿Que se reviente un ojo? ¿Que te ofrezca su mujer? ¿Qué precio debe pagar para que lo perdonéis?
Slick.- No tengo nada que perdonarle.
Hoederer.- Sí: que haya entrado en el Partido sin que lo empujara la miseria.
Georges.- Nadie se lo reprocha.
Sólo que hay un mundo entre nosotros: él es un aficionado, entró porque lo consideraba bien, por hacer un gesto. Nosotros no podíamos hacer otra cosa.
Hoederer.- ¿Y crees que él podía hacer otra cosa? El hambre de los demás tampoco es fácil de soportar.
Georges.- Hay muchos que se las arreglan muy bien.
Hoederer.- Porque no tienen imaginación. La desgracia de este chico es que tiene demasiada.
Slick.- Está bien. Nadie le desea mal. Nadie lo critica, eso es todo. Pero sin embargo, uno tiene el derecho...
Hoederer.- ¿Qué derecho? No tenéis ningún derecho. Ninguno. "!Nadie lo critica!" Cochinos, id a miraros la jeta en el espejo y después vendréis a hablarme de sentimientos delicados, si tenéis coraje. Se juzga a un tipo por su trabajo. Y cuidado, que no os juzgue por el vuestro, que andáis bastante flojos los últimos tiempos.
Hugo.- (Gritando.) ¡No me defienda! ¿Quién le pide que me defienda? Ya ve que no hay nada que hacer; estoy acostumbrado.
Cuando los vi entrar hace un rato, reconocí la sonrisa. No eran lindos, puede creerme; venían a hacerme pagar por mi padre y por mi abuelo y por todos los de mi familia que comieron a costa de su hambre. Le digo que los conozco: nunca me aceptarán; cien mil me miran con esa sonrisa. He luchado, me he humillado, lo hice todo para que olvidaran, les repetí que los amaba, que los envidiaba, que los admiraba. ¡No hay nada que hacer! ¡Nada que hacer! Soy un hijo 
de ricos, un intelectual, un tipo que no trabaja con sus manos.
Bueno, que piensen lo que quieran. Tienen razón, es cuestión de gustos.

(Slick y Georges se miran en silencio.)

Hoederer.- (A los guardaespaldas.) ¿Y? (Slick y Georges se encogen de hombros en señal de incertidumbre.) No tendré más miramientos con él que con vosotros; ya sabéis que no tengo miramientos con nadie. No trabajará con sus manos, pero lo haré sudar tinta. (Irritado.) ¡Ah! Terminemos.
Slick.- (Decidiéndose.) ¡Bueno! (A Hugo.) Chico, no es que me gustes. Es inútil, hay algo entre nosotros que no pega.
Pero no digo que seas el dedo malo, y además, es cierto que empezamos mal. Trataremos de no hacernos la vida imposible. ¿De acuerdo?
Hugo.- (Blandamente.) ¡Si queréis!
Slick.- ¿De acuerdo, Georges?
Georges.- Sigamos así.

(Una pausa.)

Hoederer.- (Tranquilamente.) Queda la cuestión del registro.
Slick.- Sí. El registro... ¡Oh! Ahora...
Georges.- Lo que dijimos era por decir, nada más.
Slick.- Cuestión de poner las cosas en su punto.
Hoederer.- (Cambio de tono.) ¿Quién os pide vuestra opinión? Haréis el registro si os pido que lo hagáis. (A Hugo, recobrando su voz ordinaria.) Confío en ti, muchacho, pero tienes que ser realista. Si hoy hago una excepción contigo, mañana me pedirán que haga dos, y para terminar, vendrá un tipo a degollarnos a todos porque habrán dejado de darle vuelta a los bolsillos. Supón que te lo pidan cortésmente, ahora que sois amigos, ¿te dejarás registrar? Hugo.- Me... Me temo que no.
Hoederer.- ¿Eh? (Lo mira.) ¿Y si yo te lo pido? (Una pausa.) Ya veo: tienes principios. También yo podría hacer una cuestión de principios. Pero los principios y yo... (Una pausa.) Mírame. ¿No tienes armas?
Hugo.- No.
Hoederer.- ¿Tu mujer tampoco?
Hugo.- No.
Hoederer.- Está bien. Confío en ti. Marchaos, vosotros dos.
Jessica.- Esperad. (Se vuelven.) Hugo, estaría mal no responder a la confianza con la confianza.
Hugo.- ¿Qué?
Jessica.- Podéis registrarlo todo.
Hugo.- Pero Jessica...
Jessica.- ¿Qué? Les harás creer que escondes un revólver.
Hugo.- ¡Loca!
Jessica.- Vamos, déjalos. Tu orgullo está a salvo, ya que les rogamos que lo hagan.

(Georges y Slick permanecen vacilantes en el umbral de la puerta.)

Hoederer.- Bueno, ¿qué esperáis? Habéis comprendido.
Slick.- Creíamos...
Hoederer.- No hay nada que creer, haced lo que os dicen.
Slick.- Bueno. Bueno. Bueno.
Georges.- No valía la pena hacer tantas historias.

(Mientras se ponen a registrar, blandamente, Hugo no deja de mirar a Jessica con estupor.)

Hoederer.- (A Slick y a Georges.) Y que esto os enseñe a confiar en la gente. Yo siempre confío. En todo el mundo.
(Registran.) ¡Qué blandos sois! El registro tiene que ser serio, pues os lo han propuesto seriamente. Slick, mira debajo del ropero. Así. Saca ese traje. Pálpalo.
Slick.- Ya lo hice.
Hoederer.- Vuelve a hacerlo. Mira también debajo del colchón.
Bien. Slick, continúa. Y tú, Georges, ven aquí. (Señalando a Hugo.) Regístralo. No tienes más que tantear los bolsillos de la chaqueta. Así. Y los del pantalón. Está bien. Y el bolsillo revólver. Perfecto.
Jessica.- ¿Y yo?
Hoederer.- Ya que lo pides.
¡Georges! (Georges no se mueve.) ¿Y? ¿Te asusta?
Georges.- ¡Oh! Está bien.

(Se acerca a Jessica, muy rojo, y la roza con la punta de los dedos. Jessica se ríe.)

Jessica.- Tiene manos de camarera.

(Slick ha llegado a la maleta que contenía el revólver.)

Slick.- ¿Las maletas están vacías?
Hugo.- (Tenso.) Sí.

(Hoederer lo mira con atención.)

Hoederer.- ¿Ésa también?
Hugo.- Sí.

(Slick la levanta.)

Slick.- No.
Hugo.- Ah... no, ésa no. Iba a deshacerla cuando entrasteis.
Hoederer.- Ábrela.

(Slick la abre y registra.) 
Slick.- Nada.
Hoederer.- Bueno. Se acabó. A largarse.
Slick.- (A Hugo.) ¿Sin rencor?
Hugo.- Sin rencor.
Jessica.- (Mientras salen.) Iré a visitarlos al vestíbulo.


Escena IV

Jessica, Hoederer, Hugo.

Hoederer.- En tu lugar, no iría a verlos demasiado a menudo.
Jessica.- ¡Oh! ¿Por qué? Son tan delicados; Georges sobre todo: es una niña.
Hoederer.- ¡Hum! (Se acerca a ella.) Eres guapa, es un hecho. De nada sirve lamentarlo.
Pero siendo las cosas como son, sólo veo dos soluciones. La primera, si tienes el corazón bastante amplio, es hacernos felices a todos.
Jessica.- Tengo el corazón muy pequeño.
Hoederer.- Me lo sospechaba.
Además, se las arreglarían para pelearse, a pesar de todo.
Queda la segunda solución:
cuando tu marido se va, te encierras y no abres a nadie, ni siquiera a mí.
Jessica.- Sí. Bueno, si usted me lo permite, elegiré la tercera.
Hoederer.- Como quieras. (Se inclina un poco sobre ella y respira profundamente.) Hueles bien. No te pongas ese perfume cuando vayas a verlos.
Jessica.- No me he puesto perfume.
Hoederer.- Peor. (Se aparta y camina lentamente hasta el centro de la habitación; luego se detiene. Durante toda la escena, sus miradas lo hurgarán todo. Busca algo. De vez en cuando, su mirada se detiene en Hugo y lo escruta.) Bueno.
¡Ya está! (Silencio.) ¡Ya está! (Silencio.) Hugo, vendrás a verme mañana a las diez de la mañana.
Hugo.- Lo sé.
Hoederer.- (Distraídamente, mientras sus ojos hurgan por todas partes.) Bueno. Bueno, bueno. Ya está. Todo está bien. Todo acabó bien. ¡Qué caras raras tenéis, hijos míos! ¡Todo está bien, vamos! Todo el mundo está reconciliado, todo el mundo se quiere... (Bruscamente.) Estás fatigado, muchacho.
Hugo.- No es nada. (Hoederer lo mira atentamente. Hugo, incómodo, habla haciendo un esfuerzo.) Le pido... disculpas... por el incidente... de hace un rato.
Hoederer.- (Sin dejar de mirarlo.) Ni pensaba siquiera en eso.
Hugo.- En adelante, usted...
Hoederer.- Te dije que me tutearas.
Hugo.- En adelante, no tendrás de qué quejarte. Observaré la disciplina.
Hoederer.- Ya me lo has dicho.
¿Estás seguro de que no estás enfermo? (Hugo no responde.) Si estuvieras enfermo, aún habría tiempo de decírmelo y pediría al Comité que me enviara a alguien en tu lugar.
Hugo.- No estoy enfermo.
Hoederer.- Perfecto. Bueno, voy a dejaros. Supongo que tenéis ganas de estar solos. (Se acerca a la mesa y mira los libros.) Hegel, Marx, muy bien.
Lorca, Thomas Eliot: no los conozco. (Hojea los libros.)
Hugo.- Son poetas.
Hoederer.- (Tomando otros libros.) Poesía... Poesía. Mucha poesía. ¿Escribes poemas?
Hugo.- No.
Hoederer.- En fin, los has escrito. (Se aleja de la mesa. Se detiene delante de la cama.) Una robe de chambre; vistes bien. ¿La trajiste de casa de tu padre?
Hugo.- Sí.
Hoederer.- Los dos trajes también, supongo. (Le tiende un cigarrillo.)
Hugo.- (Rehusando.) Gracias.
Hoederer.- ¿No fumas? (Gesto negativo de Hugo.) Bueno. El Comité me mandó decir que nunca participaste en una acción directa. ¿Es cierto?
Hugo.- Es cierto.
Hoederer.- Debías comerte las uñas. Todos los intelectuales sueñan con actuar.
Hugo.- Me encargaba del periódico.
Hoederer.- Es lo que me dijeron.
Hace dos meses que no lo recibo. Los números de antes, ¿los hacías tú?
Hugo.- Sí.
Hoederer.- Era trabajo honesto.
¿Y se privaron de un redactor tan bueno para enviármelo?
Hugo.- Pensaron que te serviría.
Hoederer.- Son muy gentiles. ¿Y a ti? ¿Te divertía abandonar tu trabajo?
Hugo.- Yo...
Hoederer.- El diario eras tú; había riesgos, responsabilidades; en cierto sentido, hasta podía pasar por acción. (Lo mira.) Y ahora eres secretario. (Una pausa.) ¿Por qué lo dejaste? ¿Por qué?
Hugo.- Por disciplina.
Hoederer.- No hables a cada rato de disciplina. Desconfío de la gente que no tiene otra palabra en la boca.
Hugo.- Necesito disciplina.
Hoederer.- ¿Por qué?
Hugo.- (Con cansancio.) Hay demasiados pensamientos en mi cabeza. Tengo que expulsarlos.
Hoederer.- ¿Qué clase de pensamientos?
Hugo.- "?Qué hago aquí? ¿Tengo 
razón para querer lo que quiero? ¿No estoy haciendo comedia?" Cosas así.
Hoederer.- (Lentamente.) Sí.
Cosas así. ¿De modo que en este momento tienes la cabeza llena?
Hugo.- (Incómodo.) No... No, en este momento no. (Una pausa.) Pero pueden volver. Tengo que defenderme. Tengo que alojar otros pensamientos en mi cabeza. Consignas: "Haz esto.
Camina. Detente. Di esto".
Necesito obedecer. Obedecer es todo. Comer, dormir, obedecer.
Hoederer.- Muy bien. Si obedeces, podremos entendernos. (Le pone una mano en el hombro.) Escucha... (Hugo se suelta y da un salto hacia atrás. Hoederer lo mira con interés creciente. Su voz se vuelve dura y cortante.) ¿Eh? (Una pausa.) ¡Ah! ¡Ah!
Hugo.- No... No me gusta que me toquen.
Hoederer.- (Con voz dura y rápida.) Cuando registraron esa maleta tuviste miedo. ¿Por qué?
Hugo.- No tuve miedo.
Hoederer.- Sí. Tuviste miedo.
¿Qué hay dentro?
Hugo.- Registraron y no había nada.
Hoederer.- ¿Nada? Ya veremos.
(Se acerca a la maleta y la abre.) Buscaban un arma. En una maleta se pueden esconder armas, pero también pueden esconderse papeles.
Hugo.- O cosas estrictamente personales.
Hoederer.- A partir del momento en que estás bajo mis órdenes, métete bien en la cabeza que ya no tienes nada tuyo. (Registra.) Camisas, calzoncillos, todo nuevo. ¿Así que tienes dinero?
Hugo.- Mi mujer lo tiene.
Hoederer.- ¿Qué significan estas fotos? (Las coge y las mira.
Un silencio.) Era esto. Así que era esto. (Mira una foto.) Traje de terciopelo...
(Mira otra.) Un gran cuello marinero con una boina. ¡Qué hombrecito!
Hugo.- Devuélvame esas fotos.
Hoederer.- ¡Chist! (Lo rechaza.) Aquí están las cosas estrictamente personales. Tenías miedo de que las encontraran.
Hugo.- Si les hubieran puesto encima sus sucias manos, si se hubieran reído al mirarlas, les...
Hoederer.- Bueno, el misterio está aclarado. Mira lo que es llevar el crimen en la cara; hubiera jurado que ocultabas por lo menos una granada. (Mira las fotos.) No has cambiado.
Esas piernecitas flacas... Evidentemente, nunca tenías apetito. Eras tan pequeño que te subieron a una silla, te cruzaste de brazos y mirabas de arriba abajo al mundo como un Napoleón. No tenías una cara muy alegre. No... No ha de ser divertido ser todos los días un hijo de ricos. Es un mal comienzo en la vida. ¿Por qué arrastrar el pasado en esa maleta, si quieres enterrarlo? (Gesto vago de Hugo.) De todos modos te ocupas mucho de ti.
Hugo.- Estoy en el Partido para olvidarme.
Hoederer.- ¿Y te recuerdas a cada momento que tienes que olvidarte? ¡En fin! Cada uno se las arregla como puede. (Le devuelve las fotos.) Escóndelas bien. (Hugo las coge y se las mete en el bolsillo interior de la chaqueta.) Hasta mañana, Hugo.
Hugo.- Hasta mañana.
Hoederer.- Buenas noches, Jessica.
Jessica.- Buenas noches.

(En el umbral de la puerta, Hoederer se vuelve.)

Hoederer.- Cerrad los postigos y corred los cerrojos. Nunca se sabe quién ronda en el jardín.
Es una orden.

(Sale.)


Escena V

Hugo, Jessica.

(Hugo se dirige a la puerta y da dos vueltas de llave.)

Jessica.- Verdad que es vulgar.
Pero no lleva corbata a lunares.
Hugo.- ¿Dónde está el revólver?
Jessica.- ¡Cómo me divertí, bichito! Es la primera vez que te veo en una agarrada con hombres de verdad.
Hugo.- Jessica, ¿dónde está ese revólver?
Jessica.- Alma mía, tú no conoces las reglas de este juego: ¿y la ventana? Pueden mirarnos desde fuera.

(Hugo va a cerrar los postigos y vuelve hacia ella.)

Hugo.- ¿Y?
Jessica.- (Sacando del escote el revólver.) Para el registro sería mejor que Hoederer contratara también una mujer. Voy a proponerme.
Hugo.- ¿Cuándo lo cogiste?
Jessica.- Cuando fuiste a abrir a los dos perros guardianes.
Hugo.- Te has burlado de nosotros. Creí que te había pescado en su trampa.
Jessica.- ¿A mí? Estuve a punto de reírme en sus narices:
"¡Confío en vosotros! Confío en todo el mundo. Que esto le enseñe a confiar..." ¿Qué se imagina? La triquiñuela de la confianza sólo da resultados con 
los hombres.
Hugo.- ¡Y eso habría que verlo!
Jessica.- ¿Quieres callarte, bichito? Tú estabas emocionado.
Hugo.- ¿Yo? ¿Cuándo?
Jessica.- Cuando te dijo que confiaba en ti.
Hugo.- No, yo no estaba emocionado.
Jessica.- Sí.
Hugo.- No.
Jessica.- En todo caso, si alguna vez me dejas con algún buen mozo, no me digas que confías en mí porque, te lo prevengo, eso no me impedirá engañarte si tengo ganas. Al contrario.
Hugo.- Estoy muy tranquilo, me iría con los ojos cerrados.
Jessica.- ¿Crees que pueden pescarme por el lado sentimental?
Hugo.- No, mi estatuita de nieve; creo en la frialdad de la nieve.
El seductor más ardoroso se helaría los dedos. Te acariciaría para calentarte un poco y te le derretirías entre las manos.
Jessica.- ¡Idiota! No juego más.
(Un silencio muy breve.) ¿Tuviste mucho miedo?
Hugo.- ¿Hace un rato? No. No lo creía. Los miraba registrar y me decía: "Estamos jugando al teatro". Nada me parece nunca verdadero del todo.
Jessica.- ¿Ni siquiera yo?
Hugo.- Tú... (La mira un momento, luego, aparta la cabeza.) Dime, ¿tú también tuviste miedo?
Jessica.- Cuando comprendí que iban a registrarme. Era cara o cruz. De Georges estaba segura que me tocaría apenas, pero Slick me hubiera estrujado.
No me asustaba que encontrara el revólver; me asustaban sus manos.
Hugo.- No hubiera debido meterte en esta historia.
Jessica.- Al contrario, siempre he soñado con ser una aventurera.
Hugo.- Jessica, no es un juego.
Ese tipo es peligroso.
Jessica.- ¿Peligroso para quién?
Hugo.- Para el Partido.
Jessica.- ¿Para el Partido? Yo creí que era el jefe.
Hugo.- Es uno de los jefes.
Pero justamente: él...
Jessica.- Sobre todo, no me expliques. Creo en tu palabra.
Hugo.- ¿Qué es lo que crees?
Jessica.- (Recitando.) Creo que ese hombre es peligroso, que tiene que desaparecer y que vienes para desp...
Hugo.- ¡Chist! (Una pausa.) Mírame. A veces me digo que juegas a creerme y que no me crees de verdad y otras veces que me crees a fondo pero que finges no creerme. ¿Es cierto? Jessica.- (Riendo.) Nada es cierto.
Hugo.- ¿Qué harías si yo necesitara tu ayuda?
Jessica.- ¿No acabo de ayudarte?
Hugo.- Sí, alma mía, pero no es ésa la ayuda que quiero.
Jessica.- Ingrato.
Hugo.- (Mirándola.) Si pudiera leer en tu cabeza...
Jessica.- Di.
Hugo.- (Encogiéndose de hombros.) ¡Bah! (Una pausa.) Dios mío, cuando uno va a matar a un hombre, debería sentirse pesado como una piedra. Debería reinar el silencio en mi cabeza. (Gritando.) ¡Silencio! (Una pausa.) ¿Viste qué denso es, qué vivo? (Una pausa.) ¡Es cierto! ¡Es cierto! Es cierto que voy a matarlo: dentro de una semana estará acostado en el suelo y muerto con cinco agujeros en el pellejo. (Una pausa.) ¡Qué comedia! Jessica.- (Se echa a reír.) Mi pobre bichito, si quieres convencerme de que vas a convertirte en un asesino, tendrás que empezar por convencerte a ti mismo.
Hugo.- No parezco convencido, ¿eh?
Jessica.- En absoluto: representas muy mal tu papel.
Hugo.- Pero no estoy jugando, Jessica.
Jessica.- Sí, estás jugando.
Hugo.- No, tú. Siempre tú.
Jessica.- No, tú. Además, ¿cómo podrías matarlo? Yo tengo el revólver.
Hugo.- Dame ese revólver.
Jessica.- Jamás: lo gané. Sin mí, te hubieran pescado.
Hugo.- Dame ese revólver.
Jessica.- No, no te lo daré, iré a buscar a Hoederer y le diré:
vengo a hacer su felicidad, y mientras me bese...

(Hugo, que finge resignarse, se arroja sobre ella, lo mismo que en la primera escena, caen sobre la cama, luchan, gritan y ríen. Hugo termina por arrancarle el revólver mientras cae el telón y ella grita:) ¡Atención! ¡Atención! Va a salir el tiro.


Telón


Cuarto cuadro
El despacho de Hoederer.

Habitación austera pero confortable. A la derecha, un escritorio; en el centro, una mesa cargada de libros y de hojas, con una carpeta que cae hasta el suelo. A la izquierda, al costado, una ventana a través de la cual se ven los árboles del jardín. Al fondo, a la derecha, una puerta; a la izquierda de la puerta, una mesa de cocina con una cocinita de gas.
En el hornillo una cafetera.
Sillas desparejas. Es mediodía. Hugo está solo. Se acerca al escritorio, toma el lapicero de Hoederer y lo toca. Luego vuelve al hornillo, coge la cafetera y la mira silbando. Jessica entra despacio.


Escena I

Jessica, Hugo.

Jessica.- ¿Qué haces con esa cafetera?

(Hugo deja precipitadamente la cafetera.)

Hugo.- Jessica, tienes prohibida la entrada a este despacho.
Jessica.- ¿Qué hacías con esa cafetera?
Hugo.- Y tú, ¿qué vienes a hacer aquí?
Jessica.- Vengo a verte, alma mía.
Hugo.- Bueno, pues ya me has visto. ¡Lárgate! Hoederer va a bajar.
Jessica.- ¡Cómo me aburría sin ti, mi bichito!
Hugo.- No tengo tiempo de jugar, Jessica.
Jessica.- (Mirando a su alrededor.) Naturalmente, no habías sabido describirme nada. Hay olor a tabaco frío como en el despacho de mi padre cuando era pequeña. Sin embargo, es fácil hablar de un olor.
Hugo.- Escúchame bien...
Jessica.- ¡Espera! (Hurga en el bolsillo del traje.) Vine también para traerte esto.
Hugo.- ¿Qué?
Jessica.- (Sacando el revólver del bolsillo y tendiéndoselo a Hugo en la palma de la mano.) ¡Esto! Lo habías olvidado.
Hugo.- No lo he olvidado; nunca lo llevo.
Jessica.- Justamente; no deberías separarte de él.
Hugo.- Jessica, como parece que no entiendes, te advierto claramente que no pongas los pies aquí. Si quieres jugar, tienes el jardín y el pabellón.
Jessica.- Hugo, me hablas como si tuviera seis años.
Hugo.- ¿Quién tiene la culpa? Esto se ha vuelto insoportable; ya no puedes mirarme sin reír.
Será bueno cuando tengamos cincuenta años. Hay que acabar de una vez; sólo es una costumbre, ¿sabes? una sucia costumbre que hemos adquirido juntos. ¿Me comprendes? Jessica.- Muy bien.
Hugo.- ¿Quieres hacer un esfuerzo?
Jessica.- Sí.
Hugo.- Bueno. Empieza por guardar ese revólver.
Jessica.- No puedo.
Hugo.- ¡Jessica!
Jessica.- Es tuyo, te corresponde 
tenerlo.
Hugo.- Pero si te digo que no tengo nada que hacer con él...
Jessica.- ¿Y qué quieres que haga yo?
Hugo.- Lo que quieras, eso no me interesa.
Jessica.- ¿No pretenderás obligar a tu mujer a que se pasee todo el día con un arma de fuego en el bolsillo?
Hugo.- Vuelve a nuestra habitación y déjalo en la maleta.
Jessica.- Pero no tengo ganas de volver; eres monstruoso.
Hugo.- Bastaba con que no lo trajeras.
Jessica.- Y bastaba que tú no lo olvidaras.
Hugo.- Te digo que no lo olvidé.
Jessica.- ¿No? Entonces, Hugo, has cambiado tus proyectos.
Hugo.- Chist.
Jessica.- Mírame a los ojos. Has cambiado tus proyectos, ¿sí o no?
Hugo.- No, no los he cambiado...
Jessica.- Sí o no, tienes intención de...
Hugo.- ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Pero no hoy.
Jessica.- ¡Oh, Hugo!, Huguito, ¿por qué no hoy? Me aburro tanto... Terminé todas las novelas que me diste y no tengo ganas de quedarme todo el día en la cama, como una odalisca; me hace engordar. ¿Qué esperas?
Hugo.- Termina de jugar.
Jessica.- Eres tú el que juega.
Hace diez días que haces grandes aspavientos para impresionarme y al fin el otro sigue viviendo. Si es un juego, dura demasiado; ya no hablamos sino en voz baja por temor de que nos oigan y tengo que soportarte todo tu mal humor, como si fueras una mujer embarazada.
Hugo.- Bien sabes que no es un juego.
Jessica.- (Secamente.) Entonces peor; me horroriza que la gente no haga lo que ha decidido. Si quieres que te crea, tienes que terminar hoy mismo.
Hugo.- Hoy es inoportuno.
Jessica.- (Recobrando su voz ordinaria.) ¡Ya lo ves!
Hugo.- ¡Ah! Me hartas. ¡Espera visitas, ahí está!
Jessica.- ¿Cuántas?
Hugo.- Dos.
Jessica.- Mátalas también.
Hugo.- No hay nada tan fuera de lugar como una persona que se obstina en jugar cuando las otras no tienen ganas. No te pido que me ayudes, ¡oh! simplemente quisiera que no me molestases.
Jessica.- ¡Bueno! ¡Bueno! Haz lo que quieras, ya que me mantienes fuera de tu vida. Pero toma este revólver, porque si lo guardo yo, me deformará los bolsillos.
Hugo.- ¿Si lo cojo, te irás?
Jessica.- Empieza por cogerlo.

(Hugo toma el revólver y se 
lo mete en el bolsillo.)

Hugo.- Ahora, lárgate.
Jessica.- ¡Un minuto! A pesar de todo, tengo derecho a echar una ojeada por el despacho donde trabaja mi marido. (Pasa detrás del escritorio de Hoederer. Señalando el escritorio.) ¿Quién se sienta ahí? ¿Él o tú?
Hugo.- (De mala gana.) Él.
(Señalando la mesa.) Yo trabajo en esta mesa.
Jessica.- (Sin escucharlo.) ¿Es su letra?
Hugo.- Sí.
Jessica.- (Vivamente interesada.) ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
Hugo.- Deja eso.
Jessica.- ¿Viste cómo sube? ¿Y cómo traza las letras sin unirlas?
Hugo.- ¿Y qué?
Jessica.- ¿Cómo y qué? Es muy importante.
Hugo.- ¿Para qué?
Jessica.- ¡Vaya! Para conocer su carácter. Que es saber a quién se mata. ¡Y el espacio que deja entre las palabras! Se diría que cada letra es una islita: las palabras serían archipiélagos. Seguramente eso quiere decir algo.
Hugo.- ¿Qué?
Jessica.- No lo sé. Qué fastidio; sus recuerdos de infancia, las mujeres que tuvo, su modo de enamorarse, todo está aquí y no sé leer... Hugo, deberías comprarme un libro de grafología, me siento dotada.
Hugo.- Te compraré uno si te vas en seguida.
Jessica.- Parece un taburete de piano.
Hugo.- Lo es.
Jessica.- (Sentándose en el taburete y haciéndolo girar.) ¡Qué agradable! ¿Así que se sienta, fuma, habla y gira sobre el taburete?
Hugo.- Sí.

(Jessica destapa un botellón que hay sobre la mesa y lo huele.)

Jessica.- ¿Bebe?
Hugo.- Como una esponja.
Jessica.- ¿Mientras trabaja?
Hugo.- Sí.
Jessica.- ¿Y nunca se emborracha?
Hugo.- Nunca.
Jessica.- Espero que no bebas alcohol, aunque te lo ofrezca; no lo soportas.
Hugo.- No te hagas la hermana mayor; sé muy bien que no soporto el alcohol, ni el tabaco, ni el calor, ni el frío, ni la humedad, ni el olor del heno, ni absolutamente nada.
Jessica.- (Lentamente.) Está ahí, habla, fuma, bebe, gira en el taburete...
Hugo.- Sí, y yo...
Jessica.- (Advirtiendo el hornillo.) ¿Qué es esto? ¿Él mismo se hace la comida?

Hugo.- Sí.
Jessica.- (Lanzando una carcajada.) ¿Pero, por qué? Podría hacérsela yo, ya que hago la tuya; podría venir a comer con nosotros.
Hugo.- No lo harías tan bien como él; y además, creo que le divierte. Por la mañana nos hace café. Muy buen café, del mercado negro...
Jessica.- (Señalando la cafetera.) ¿Ahí?
Hugo.- Sí.
Jessica.- ¿Es la cafetera que tenías en las manos cuando entré?
Hugo.- Sí.
Jessica.- ¿Por qué la habías cogido? ¿Qué buscabas en ella?
Hugo.- No sé. (Una pausa.) Parece verdadera cuando él la toca. (La toma.) Todo lo que toca parece verdadero. Echa el café en las tazas, bebo, lo miro beber y siento que el verdadero gusto del café está en su boca.
(Una pausa.) El verdadero gusto del café que va a desaparecer, el verdadero calor, la verdadera luz. Sólo quedará esto. (Muestra la cafetera.)
Jessica.- ¿Esto, qué?
Hugo.- (Mostrando con ademán más amplio la habitación entera.) Esto: mis mentiras. (Deja la cafetera.) Vivo en un decorado. (Se absorbe en sus reflexiones.)
Jessica.- ¡Hugo!
Hugo.- (Sobresaltándose.) ¿Eh?
Jessica.- El olor a tabaco se irá cuando haya muerto. (Hugo se encoge de hombros.) Se deslizará por las hendijas de la puerta y el despacho ya no tendrá olor. (Bruscamente.) No lo mates.
Hugo.- ¿Pero crees que lo voy a matar? Responde. ¿Lo crees?
Jessica.- No sé. Todo parece tan tranquilo. Y además, huele a mi infancia... ¡No sucederá nada! No puede suceder nada, te burlas de mí.
Hugo.- Ahí llega. Descuélgate por la ventana. (Trata de arrastrarla.)
Jessica.- (Resistiendo.) Quisiera ver cómo sois cuando estáis solos.
Hugo.- (Arrastrándola.) Ven, rápido.
Jessica.- (Muy rápido.) Con mi padre, me metía debajo de la mesa y lo miraba trabajar horas enteras.


(Hugo abre la ventana con la mano izquierda. Jessica se le escapa y se desliza bajo la mesa. Hoederer entra.)


Escena II

Los mismos, Hoederer.


Hoederer.- ¿Qué haces ahí debajo?
Jessica.- Estoy escondida.
Hoederer.- ¿Para qué?
Jessica.- Para ver cómo son ustedes cuando yo no estoy.
Hoederer.- Te falló. (A hugo.) ¿Quién la ha dejado entrar?
Hugo.- No sé.
Hoederer.- Es tu mujer; cuídala mejor.
Jessica.- Mi pobre bichito, te toma por mi marido.
Hoederer.- ¿No es tu marido?
Jessica.- Es mi hermanito.
Hoederer.- (A Hugo.) No te respeta.
Hugo.- No.
Hoederer.- ¿Por qué te casaste con ella?
Hugo.- Porque no me respetaba.
Hoederer.- Cuando uno es del Partido, se casa con alguien del Partido.
Jessica.- ¿Por qué?
Hoederer.- Es más sencillo.
Jessica.- ¿Cómo sabe usted que no soy del Partido?
Hoederer.- Se ve. (La mira.) No sabes hacer nada, salvo el amor...
Jessica.- Ni siquiera el amor.
(Una pausa.) ¿Cree usted que debo inscribirme en el Partido?
Hoederer.- Puedes hacer lo que quieras: el caso es desesperado.
Jessica.- ¿Tengo yo la culpa?
Hoederer.- ¿Cómo quieres que lo sepa? Supongo que eres a medias víctima y a medias cómplice, como todo el mundo.
Jessica.- (Con brusca violencia.) No soy cómplice de nadie. Han decidido acerca de mí sin pedirme opinión.
Hoederer.- Es muy posible. De todos modos, el asunto de la emancipación de las mujeres no me apasiona.
Jessica.- (Señalando a Hugo.) ¿Usted cree que le hago daño?
Hoederer.- ¿Para preguntármelo viniste aquí?
Jessica.- ¿Por qué no?
Hoederer.- Supongo que eres su lujo. Los hijos de burgueses que se unen a nosotros tienen la manía de importar consigo un poco de lujo pasado, como recuerdo. Unos su libertad de pensar, otros un alfiler de corbata. Él, su mujer.
Jessica.- Sí. Y usted, naturalmente, no necesita lujo.
Hoederer.- Naturalmente, no.
(Se miran.) Vamos, largo, vete y no vuelvas a poner los pies aquí.
Jessica.- Está bien. Los dejo con su amistad de hombres.

(Sale con dignidad.)


Escena III

Hugo, Hoederer.

Hoederer.- ¿Te importa ella?
Hugo.- Naturalmente.
Hoederer.- Entonces prohíbele que vuelva a poner los pies aquí.
Cuando tengo que elegir entre un tipo y una buena mujer, elijo el tipo, pero con todo no conviene hacerme demasiado difícil la tarea.
Hugo.- ¿Quién le pide que elija?
Hoederer.- No tiene importancia; de todos modos, te elegí a ti.
Hugo.- (Riendo.) Usted no conoce a Jessica.
Hoederer.- Es muy posible. Mejor, entonces. (Una pausa.) Con todo, dile que no vuelva.
(Bruscamente.) ¿Qué hora es?
Hugo.- Las cuatro y diez.
Hoederer.- Se han retrasado.
(Se dirige a la ventana, echa una ojeada fuera, luego vuelve.)
Hugo.- ¿No tiene nada que dictarme?
Hoederer.- Hoy no. (A un movimiento de Hugo.) No. Quédate. ¿Las cuatro y diez?
Hugo.- Sí.
Hoederer.- Si no vienen, lo lamentarán.
Hugo.- ¿Quién viene?
Hoederer.- Ya lo verás. Gente de tu esfera. (Da unos pasos.) No me gusta esperar. (Volviendo hacia Hugo.) Si vienen, el asunto está arreglado; pero si se ausentan en el último momento, habrá que empezarlo todo de nuevo. Y creo que no tendré tiempo. ¿Qué edad tienes?
Hugo.- Veintiún años.
Hoederer.- Tú tienes tiempo.
Hugo.- Usted tampoco es tan viejo.
Hoederer.- No soy viejo, pero estoy marcado (Le muestra el jardín.) Del otro lado de esas paredes, hay tipos que piensan noche y día en despacharme; y como yo no me paso el tiempo pensando en cuidarme, seguramente acabarán por conseguirlo.
Hugo.- ¿Cómo sabe que lo piensan noche y día?
Hoederer.- Porque los conozco.
Son consecuentes con sus ideas.
Hugo.- ¿Los conoce?
Hoederer.- Sí. ¿Oíste un ruido de motor?
Hugo.- No. (Escuchan.) No.
Hoederer.- Éste sería el momento para que uno de esos tipos saltara la pared. Tendría ocasión de hacer un buen trabajo.
Hugo.- (Lentamente.) Éste sería el momento...
Hoederer.- (Mirándolo.) ¿Comprendes? Para ellos sería preferible que no pudiera recibir estas visitas. (Se dirige al escritorio y se sirve bebida.) ¿Quieres?
Hugo.- No. (Una pausa.) ¿Tiene usted miedo?
Hoederer.- ¿De qué?
Hugo.- De morir.
Hoederer.- No, pero tengo prisa.
Continuamente tengo prisa. Antes me daba lo mismo esperar.
Ahora ya no puedo.
Hugo.- Cómo ha de odiarlos.
Hoederer.- ¿Por qué? En principio no hago objeción al asesinato político.
Hugo.- Déme alcohol.
Hoederer.- (Asombrado.) ¡Vaya! (Toma el botellón y le sirve.
Hugo bebe sin dejar de mirarlo.) Bueno, qué ¿nunca me viste?
Hugo.- Así es, nunca lo había visto.
Hoederer.- Para ti no soy más que una etapa, ¿eh? Es natural. Me miras desde lo alto de tu porvenir. Piensas: "Pasaré dos o tres años con este buen hombre, y cuando reviente me iré y haré otra cosa".
Hugo.- No sé si haré nunca otra cosa.
Hoederer.- Dentro de veinte años dirás a tus compañeros: "En la época en que era secretario de Hoederer". Dentro de veinte años. ¡Es aplastante!
Hugo.- Dentro de veinte años...
Hoederer.- ¿Y qué? Hugo.- Está lejos.
Hoederer.- ¿Por qué? ¿Eres tuberculoso?
Hugo.- No. Déme otro poco de alcohol. (Hoederer le sirve.) Nunca tuve la impresión de que haré huesos viejos. También yo tengo prisa.
Hoederer.- No es lo mismo.
Hugo.- No. (Una pausa.) A veces daría una mano para convertirme en seguida en un hombre, y otras me parece que no quisiera sobrevivir a mi juventud.
Hoederer.- No sé qué es eso.
Hugo.- ¿Cómo?
Hoederer.- La juventud; no sé qué es. Pasé directamente de la infancia a la edad adulta.
Hugo.- Sí. Es una enfermedad burguesa. (Se ríe.) Hay muchos que mueren de ella.
Hoederer.- ¿Quieres que te ayude?
Hugo.- ¿Eh?
Hoederer.- Pareces haber empezado tan mal. ¿Quieres que te ayude?
Hugo.- (En un sobresalto.) ¡Usted no! (Se recobra muy rápido.) Nadie puede ayudarme.
Hoederer.- (Acercándosele.) Escucha, chico. (Se detiene y escucha.) Ahí están. (Se dirige a la ventana, Hugo lo sigue.) El alto es Karsky, secretario del Pentágono. El gordo es el Príncipe Paul.
Hugo.- ¿El hijo del Regente?
Hoederer.- Sí. (Ha cambiado de cara, tiene un aire indiferente, duro y seguro de sí.) Has bebido demasiado. Dame el vaso.
(Lo vacía en el jardín.) Ve a sentarte, escucha lo que te digan y si te hago una señal, tomarás notas. (Cierra la ventana y va a sentarse a su escritorio.)


Escena IV

Los mismos, Karsky, el Príncipe Paul, Slick y Georges.

(Los dos visitantes entran, seguidos por Slick y Georges que les apoyan las ametralladoras en los riñones.)

Karsky.- Soy Karsky.
Hoederer.- (Sin levantarse.) Lo reconozco.
Karsky.- ¿Sabe usted quién está conmigo?
Hoederer.- Sí.
Karsky.- Entonces despida a sus perrazos.
Hoederer.- Está bien, muchachos.
Fuera.

(Slick y Georges salen.)

Karsky.- (Irónicamente.) Está usted bien guardado.
Hoederer.- Si no hubiera tomado algunas precauciones estos últimos tiempos, no tendría el placer de recibir a ustedes.
Karsky.- (Volviéndose hacia Hugo.) ¿Y éste?
Hoederer.- Es mi secretario. Se queda con nosotros.
Karsky.- (Acercándose.) Usted es Hugo Serguine. (Hugo no responde.) ¿Anda con esta gente?
Hugo.- Sí.
Karsky.- Vi a su padre la semana pasada. ¿Le interesan todavía sus noticias?
Hugo.- No.
Karsky.- Es muy probable que cargue usted con la responsabilidad de su muerte.
Hugo.- Es casi seguro que él cargará con la responsabilidad de mi vida. Quedamos en paz.
Karsky.- (Sin elevar la voz.) Es usted un pobre desgraciado.
Hugo.- Dígame...
Hoederer.- Silencio, tú. (A Karsky.) No ha venido usted aquí a insultar a mi secretario, ¿verdad? Siéntese, se lo ruego.
(Se sientan.) ¿Coñac?
Karsky.- Gracias.
El Príncipe.- Yo sí.

(Hoederer le sirve. Hugo le lleva el vaso.)

Karsky.- Así que éste es el famoso Hoederer. (Lo mira.) Anteayer sus hombres todavía dispararon contra los nuestros.
Hoederer.- ¿Por qué?
Karsky.- Teníamos un depósito de armas en un garage y los suyos querían tomarlo; era muy sencillo.
Hoederer.- ¿Consiguieron las armas?
Karsky.- Sí.
Hoederer.- Bien jugado.
Karsky.- No hay de qué enorgullecerse; eran diez contra uno.
Hoederer.- Cuando se quiere ganar, es preferible ser diez contra uno; es más seguro.
Karsky.- No continuemos esta discusión, creo que no nos entenderemos jamás; no somos de la misma raza.
Hoederer.- Somos de la misma raza, pero no de la misma clase.
El Príncipe.- Señores, ¿y si empezáramos con nuestros asuntos?
Hoederer.- De acuerdo. Los escucho.
Karsky.- Nosotros lo escucharemos.
Hoederer.- Debe de haber un malentendido
Karsky.- Es probable. Si no hubiera creído que tenía usted una propuesta precisa que hacernos, no me habría molestado para verlo.
Hoederer.- No tengo nada que proponer.
Karsky.- Perfecto. (Se levanta.)
El Príncipe.- Señores, por favor. Siéntese usted, Karsky.
Es un mal comienzo. ¿No podríamos poner un poco de cordialidad en esta conversación? Karsky.- (Al Príncipe.) ¿Cordialidad? ¿Vio usted los ojos de los perros guardianes cuando nos empujaban adelante con las ametralladoras? Esa gente nos detesta. Por insistencia suya consentí en esta entrevista, pero estoy convencido de que no resultará nada bueno.
El Príncipe.- Karsky, usted organizó el año pasado dos atentados contra mi padre y sin embargo acepté verlo. Quizá no tengamos muchas razones para querernos, pero nuestros sentimientos no cuentan cuando se trata del interés nacional. (Una pausa.) Claro está, sucede que no entendemos ese interés de la misma manera. Usted, Hoederer, se ha convertido en intérprete tal vez demasiado exclusivo de las legítimas reivindicaciones de la clase trabajadora. Mi padre y yo, que siempre fuimos favorables a esas reivindicaciones, nos hemos visto obligados, frente a la actitud inquietante de Alemania, a pasarlas a segundo plano, porque comprendimos que nuestro deber primero era salvaguardar la independencia del territorio, aunque fuera a costa de medidas impopulares.
Hoederer.- Es decir, declarando la guerra a la URSS.
El Príncipe.- Por su parte, Karsky y sus amigos, que no compartían nuestro punto de vista sobre política exterior, quizás subestimaron la necesidad que Iliria tenía de presentarse unida y fuerte a los ojos del extranjero, como un solo pueblo detrás de un solo jefe, y formaron un partido clandestino de resistencia. Así es como hombres igualmente honestos, igualmente consagrados a su patria, han llegado a encontrarse momentáneamente separados por las diferentes concepciones que de su deber tienen. (Hoederer ríe groseramente.) ¿Perdón?
Hoederer.- Nada. Continúe.
El Príncipe.- Hoy las posiciones se han acercado, afortunadamente, y parece que cada uno de nosotros tuviera una comprensión más amplia del punto de vista ajeno. Mi padre no desea proseguir esta guerra inútil y costosa. Naturalmente, no estamos en condiciones de concluir una paz por separado, pero puedo garantizarles que las operaciones militares serán dirigidas sin exceso de celo. Por su lado, Karsky estima que las divisiones intestinas sólo pueden perjudicar la causa de nuestro país y deseamos unos y otros preparar la paz de mañana realizando hoy la Unión Nacional. Por supuesto, esta unión no podría hacerse abiertamente sin despertar las sospechas de Alemania, pero encontrará su marco en las organizaciones clandestinas que ya existen.
Hoederer.- ¿Y qué más?
El Príncipe.- Pues bien, eso es todo. Karsky y yo queríamos anunciarle la feliz nueva de nuestro acuerdo, en principio.
Hoederer.- ¿Y a mí qué me importa?
Karsky.- Ya es demasiado; perdemos el tiempo.
El Príncipe.- (Prosiguiendo.) Va de sí que esta reunión ha de ser lo más amplia posible. Si el Partido Proletario manifiesta el deseo de unirse a nosotros...
Hoederer.- ¿Qué ofrecen ustedes?
Karsky.- Dos votos para su Partido en el Comité Nacional Clandestino que vamos a constituir.
Hoederer.- ¿Dos votos sobre cuántos?
Karsky.- Sobre doce.
Hoederer.- (Fingiendo un asombro cortés.) ¿Dos votos sobre doce?
Karsky.- El Regente delegará cuatro de sus consejeros y los otros seis votos pertenecerán al Pentágono. El presidente será elegido.
Hoederer.- (Con risa burlona.) Dos votos sobre doce.
Karsky.- El Pentágono abarca la mayor parte del campesinado, o sea el cincuenta y siete por ciento de la población, más la casi totalidad de la clase burguesa. El proletariado obrero representa apenas el veinte por ciento del país y no lo apoya a usted por entero.
Hoederer.- Bueno. ¿Y qué más?
Karsky.- Operaremos una reforma y una fusión en la base de nuestras dos organizaciones clandestinas. Sus hombres entrarán en nuestra organización pentagonal.
Hoederer.- ¿Quiere usted decir que nuestras tropas serán absorbidas por el Pentágono? Karsky.- Es la mejor fórmula de 
reconciliación.
Hoederer.- En efecto: la reconciliación por aniquilamiento de uno de los adversarios. Después de esto, es perfectamente lógico que nos den sólo dos votos en el Comité Central. Hasta es demasiado: esos dos votos ya no representan nada.
Karsky.- No está usted obligado a aceptar.
El Príncipe.- (Precipitadamente.) Pero si aceptara, naturalmente, el gobierno estaría dispuesto a abrogar las leyes del 39 sobre la prensa, la unidad sindical y la carta del trabajador.
Hoederer.- ¡Qué tentador! (Golpea sobre la mesa.) Bueno.
Pues nos hemos conocido; ahora pongámonos a trabajar. Éstas son mis condiciones: un Comité director reducido a seis miembros. El Partido Proletario dispondrá de tres votos; ustedes se repartirán los otros tres como quieran. Las organizaciones clandestinas permanecerán rigurosamente separadas y sólo emprenderán acción común con un voto del Comité Central. O lo toman o lo dejan.
Karsky.- ¿Se burla usted de nosotros?
Hoederer.- No están obligados a aceptar.
Karsky.- (Al Príncipe.) Ya le había dicho que no era posible entenderse con esta gente. Tenemos los dos tercios del país, el dinero, las armas, formaciones militarmente adiestradas, sin contar la prioridad moral que nos dan nuestros mártires; y ahí tiene un puñado de hombres sin un céntimo que reclama tranquilamente la mayoría en el Comité Central.
Hoederer.- ¿Así que no?
Karsky.- No. Prescindiremos de ustedes.
Hoederer.- Entonces, váyanse.
(Karsky vacila un instante, luego se dirige hacia la puerta. El Príncipe no se mueve.) Mire al Príncipe, Karsky; es más listo que usted y ya ha comprendido.

El Príncipe.- (A Karsky, suavemente.) No podemos rechazar estas proposiciones sin examen.
Karsky.- (Violentamente.) No son proposiciones, son exigencias absurdas que me niego a discutir. (Pero permanece inmóvil.)
Hoederer.- En el 42 la policía acosaba a sus hombres y a los nuestros, ustedes organizaban atentados contra el Regente y nosotros saboteábamos la producción de guerra; cuando un tipo del Pentágono encontraba a un muchacho de los nuestros, uno de los dos siempre quedaba en la calzada. Hoy, bruscamente, quiere usted que todo el mundo se abrace. ¿Por qué?
El Príncipe.- Por el bien de la Patria.
Hoederer.- ¿Por qué no es el mismo bien que en el 42? (Un silencio.) ¿No será porque los rusos han batido a Paulus en Stalingrado y las tropas alemanas están perdiendo la guerra?
El Príncipe.- Es evidente que la evolución del conflicto crea una situación nueva. Pero no veo...
Hoederer.- Al contrario, estoy seguro de que usted ve muy bien.
Usted quiere salvar a Iliria, estoy seguro. Pero quiere salvarla tal como es, con su régimen de desigualdad social y sus privilegios de clase. Cuando los alemanes parecían vencedores, su padre se puso del lado alemán. Hoy que la suerte cambia, trata de acomodarse con los rusos. Es más difícil.
Karsky.- Hoederer, luchando contra Alemania cayeron muchos de los nuestros y no le permitiré que diga que pactamos con el enemigo para conservar nuestros privilegios.
Hoederer.- Lo sé, Karsky: el Pentágono era antialemán. Llevaba la mejor parte: el Regente hacía concesiones a Hitler para impedirle que invadiera Iliria.
Era también antirruso, porque los rusos estaban lejos. Iliria, Iliria sola; conozco la canción. La cantaron durante dos años a la burguesía nacionalista. Pero los rusos se acercan; antes de un año llegarán aquí; Iliria ya no estará tan sola. ¿Entonces? Hay que encontrar garantías. Qué suerte si pudieran decirles: el Pentágono trabajaba para ustedes y el Regente hacía doble juego. Sólo que ellos no están obligados a creerles. ¿Qué harán? ¿Eh? ¿Qué harán? Después de todo, les hemos declarado la guerra.
El Príncipe.- Mi querido Hoederer, cuando la U.R.S.S. comprenda que sinceramente hemos...
Hoederer.- Cuando comprenda que un dictador fascista y un partido conservador volaron sinceramente en ayuda de su victoria, dudo de que les esté muy agradecida. (Pausa.) Un solo partido ha conservado la confianza de la U.R.s.S., uno solo ha sabido permanecer en contacto con ella durante toda la guerra, uno solo puede enviar emisarios a través de las líneas, uno solo puede garantizar la pequeña estratagema de ustedes: el nuestro. Cuando los rusos estén aquí, verán por nuestros ojos.
(Una pausa.) De modo que hay que apechugar con lo que queramos.
Karsky.- Hubiera debido negarme a venir.
El Príncipe.- ¡Karsky!
Karsky.- Debería haber previsto que usted respondería a proposiciones honestas con una extorsión abyecta.
Hoederer.- Grite: no soy susceptible. Grite como un cerdo al que degüellan. Pero recuerde esto: cuando los ejércitos soviéticos lleguen a nuestro territorio, tomaremos el poder juntos, ustedes y nosotros, si hemos trabajado juntos; pero si no llegamos a entendernos, al fin de la guerra mi Partido gobernará solo. Ahora es preciso elegir.
Karsky.- Yo...
El Príncipe.- (A Karsky.) La violencia no conseguirá nada:
hay que tener una visión realista de la situación.
Karsky.- (Al Príncipe.) Es usted un cobarde: me atrajo a una emboscada para salvar su cabeza.
Hoederer.- ¿Qué emboscada? Váyase si quiere. No lo necesito para entenderme con el Príncipe.
Karsky.- (Al Príncipe.) No irá usted...
El Príncipe.- ¿Por qué? Si la combinación le desagrada, no quisiéramos obligarlo a participar en ella, pero mi decisión no depende de la suya.
Hoederer.- Cae de su peso que la alianza de nuestro Partido con el gobierno del Regente pondrá al Pentágono en situación difícil durante los últimos meses de la guerra; cae de su peso también que procederemos a su liquidación definitiva cuando los alemanes sean vencidos. Pero ya que quiere usted permanecer puro...
Karsky.- Hemos luchado tres años por la independencia de nuestro país, miles de jóvenes han muerto por nuestra causa, hemos conquistado la estima del mundo, todo esto para que un buen día el Partido alemán se asocie al Partido ruso y nos asesine en un rincón del bosque.
Hoederer.- Nada de sentimentalismo, Karsky: usted ha perdido porque debía perder. "Iliria, Iliria, sola..." es un slogan que protege mal a un pequeño país rodeado de poderosos vecinos. (Una pausa.) ¿Acepta mis condiciones?
Karsky.- No estoy autorizado para aceptar; no soy solo.
Hoederer.- Tengo prisa, Karsky.
El Príncipe.- Mi querido Hoederer, podríamos quizá darle tiempo para que reflexionara: la guerra no ha terminado y no faltan ocho días.
Hoederer.- Yo estoy a ocho días.
Karsky, confío en usted. Siempre confío en la gente, por principio. Sé que debe usted consultar a sus amigos, pero también sé que los convencerá.
Si me da hoy su aceptación en principio, hablaré mañana a los camaradas del Partido.
Hugo.- (Irguiéndose bruscamente.) ¡Hoederer!
Hoederer.- ¿Qué?
Hugo.- ¿Cómo se atreve...?
Hoederer.- Cállate.
Hugo.- No tiene usted derecho, son... ¡Dios mío! Son los mismos. Los mismos que iban a casa de mi padre... Las mismas caras melancólicas y frívolas y... y me persiguen hasta aquí. No tiene usted derecho, se deslizarán por todas partes, lo pudrirán todo, son los más fuertes...
Hoederer.- ¡Te callarás!
Hugo.- Escuchen bien los dos: ¡el Partido no apoyará a Hoederer en este enjuague! No cuenten con él para disculparse, el Partido no lo apoyará.
Hoederer.- (Tranquilamente, a los otros dos.) No tiene importancia. Es una reacción estrictamente personal.
El Príncipe.- Sí, pero esos gritos fastidian. ¿No podría pedir a sus guardaespaldas que hicieran salir a este joven?
Hoederer.- ¡Pero cómo! Saldrá solo. (Se levanta y se acerca a Hugo.)
Hugo.- (Retrocediendo.) No me toque. (Mete la mano en el bolsillo, donde encuentra el revólver.) ¿No quieren escucharme? ¿No quieren escucharme?

(En ese momento se deja oír una fuerte detonación, los vidrios saltan hechos trizas, se sueltan los montantes de la ventana.)

Hoederer.- ¡Cuerpo a tierra!

(Agarra a Hugo por los hombros y lo arroja al suelo.
Los otros dos también se tiran.)


Escena V

Los mismos, León, Slick, Georges que entran corriendo; más tarde Jessica.

Slick.- ¿Estás herido?
Hoederer.- (Levantándose.) No.
¿Nadie está herido? (A Karsky que se ha levantado.) ¿Sangra usted?
Karsky.- No es nada. Trozos de vidrio.
Georges.- ¿Una granada?
Hoederer.- Granada o petardo.
Pero apuntaron demasiado cerca.
Registrad el jardín.
Hugo.- (Mirando hacia la ventana, para sí.) ¡Cochinos! ¡Cochinos!

(León y Georges saltan por la ventana.)

Hoederer.- (Al Príncipe.) Esperaba algo por el estilo, pero lamento que hayan elegido este momento.
El Príncipe.- ¡Bah! Esto me recuerda el palacio de mi padre 
¡Karsky! ¿Son sus hombres los autores del golpe?
Karsky.- ¡Usted está loco!
Hoederer.- Yo era el blanco; éste es asunto sólo mío. (A Karsky.) Ya ve: es preferible tomar precauciones. (Lo mira.) Sangra usted mucho.

(Jessica entra sofocada.)

Jessica.- ¿Mataron a Hoederer?
Hoederer.- Su marido no tiene nada. (A Karsky.) León lo hará subir a mi cuarto, lo vendará y luego proseguiremos esta conversación.
Slick.- Deberían subir todos, porque pueden volver a empezar.
Conversarán mientras León lo venda.
Hoederer.- Sea. (Georges y León vuelven por la ventana.) ¿Y?
Georges.- Un petardo. Lo arrojaron desde el jardín y luego alzaron el vuelo. La pared lo recibió todo.
Hugo.- Cochinos.
Hoederer.- Subamos. (Se dirigen hacia la puerta, Hugo se dispone a seguirlos.) Tú, no.

(Se miran, luego Hoederer se aparta y sale.)


Escena VI

Hugo, Jessica, Georges y Slick.

Hugo.- (Entre dientes.) Cochinos.
Slick.- ¿Eh?
Hugo.- Los que arrojaron el petardo son unos cochinos.

(Se sirve bebida.)

Slick.- Un poco nervioso, ¿eh?
Hugo.- ¡Bah!
Slick.- No hay por qué avergonzarse. Es el bautismo de fuego; ya te acostumbrarás.
Georges.- Y te diré: a la larga distrae. ¿No es cierto, Slick?
Slick.- Es un cambio, despierta, desentumece las piernas.
Hugo.- No estoy nervioso. Estoy indignado. (Bebe.)
Jessica.- ¿Por qué, bichito?
Hugo.- Por los cochinos que nos lanzaron ese petardo.
Slick.- Te lo tomas muy a pecho:
nosotros hace tiempo que no nos indignamos.
Georges.- Es nuestro ganapán: si no fuera por ellos no estaríamos aquí.
Hugo.- Ya lo ves: todo el mundo está tranquilo, todo el mundo sonríe, todo el mundo está contento. Aquél sangraba como un marrano, se enjugaba la mejilla sonriendo, decía: "No es nada." Tienen coraje. Son los más grandes hijos de perra del mundo y tienen coraje, justo el necesario para impedirte despreciarlos del todo. (Tristemente.) Es un rompecabezas. (Bebe.) Las virtudes y los vicios no están equitativamente repartidos.
Jessica.- Tú no eres cobarde, alma mía.
Hugo.- No soy cobarde, pero tampoco soy valiente. Demasiados nervios. Quisiera dormirme y soñar que soy Slick. Mira:
cien kilos de carne y una avellana en la caja craneana, una verdadera ballena. Arriba, la avellana envía señales de miedo y de cólera, pero se pierden en esa masa. Un cosquilleo, eso es todo.
Slick.- (Riendo.) ¿Lo oyes?
Georges.- (Riendo.) No se equivoca.

(Hugo bebe.)

Jessica.- ¡Hugo!
Hugo.- ¿Eh?
Jessica.- No bebas más.
Hugo.- ¿Por qué? Ya no tengo nada que hacer. He sido relevado de mis funciones.
Jessica.- ¿Hoederer te ha relevado de tus funciones?
Hugo.- ¿Hoederer? ¿Quién habla de Hoederer? Escucha bien esto: cuando quieras conseguir algo de un tipo como yo, comienza por confiar en él. Puedes pensar lo que quieras de Hoederer, pero es un hombre que ha confiado en mí. No todo el mundo puede decir lo mismo. (Bebe. Luego se acerca a Slick.) Los muchachos te dan una misión confidencial, eh, y tú te deslomas para cumplirla y después, en el momento en que vas a conseguirla, te das cuenta de que les importaba un cuerno de ti y que mandaron a otros para hacer el trabajo.
Jessica.- ¡Quieres callarte! No les contarás nuestras historias íntimas.
Hugo.- ¡Íntimas! (Divertido.) ¡Es maravillosa!
Jessica.- Habla de mí. Desde hace dos años me reprocha que no confíe en él.
Hugo.- (A Slick.) ¿Fresca, eh? (A Jessica.) No, tú no confías en mí. ¿Confías en mí, acaso? Jessica.- Por cierto que no en este momento.
Hugo.- Nadie confía en mí. He de tener algo atravesado en la jeta. Dime que me quieres.
Jessica.- Delante de ellos no.
Slick.- No se preocupe por nosotros.
Hugo.- Ella no me quiere. No sabe lo que es el amor. Es un ángel. Una estatua de sal.
Slick.- ¿Una estatua de sal?
Hugo.- No, quería decir una estatua de nieve. Si la acaricias, se funde.
Georges.- Nada de bromas.
Jessica.- Ven, Hugo, volvamos.
Hugo.- Espera, voy a dar un consejo a Slick. A Slick lo quiero bien, le tengo cariño porque es fuerte y no piensa.
¿Quieres un consejo, Slick?
Slick.- Si no puedo evitarlo.
Hugo.- Escucha: no te cases demasiado joven.
Slick.- No hay ningún peligro.
Hugo.- No, pero escucha: no te cases demasiado joven. Comprendes lo que quiero decir, ¿eh? No te cases demasiado joven.
No cargues con lo que no puedes hacer. Después, pesa demasiado.
Todo es pesado. No sé si lo habéis notado: no es cómodo ser joven. (Se ríe.) Misión confidencial. ¡Dime! ¿Dónde está la confianza?
Georges.- ¿Qué misión?
Hugo.- ¡Ah! Me encargaron una misión.
Georges.- ¿Qué misión?
Hugo.- Quieren hacerme hablar, pero conmigo es tiempo perdido.
Soy impenetrable. (Se mira en el espejo.) ¡Impenetrable! Una jeta perfectamente inexpresiva. La jeta de todo el mundo.
¡Debería verse, santo Dios! ¡Debería verse!
Georges.- ¿Qué?
Hugo.- Que me encargaron una misión confidencial.
Georges.- ¿Slick?
Slick.- ¡Hum!
Jessica.- (Tranquilamente.) No se devanen los sesos: quiere decir que voy a tener un niño. Se mira en el espejo para ver si tiene aire de padre de familia.
Hugo.- ¡Formidable! ¡Un padre de familia! Eso es. Justamente eso. Un padre de familia. Ella y yo nos entendemos con medias palabras. ¡Impenetrable! Debería reconocerse a un... padre de familia. En algo. Un gesto en el rostro. Un gesto en la boca. Una espina en el corazón. (Bebe.) Por Hoederer lo lamento. Porque, ya lo digo, hubiera podido ayudarme. (Se ríe.) Están allí arriba hablando y León lava la sucia jeta de Karsky. ¿Pero sois unos zoquetes? Quemadme.
Slick.- (A Jessica.) Este chico no debería beber.
Georges.- No le sienta bien.
Hugo.- Quemadme, digo. Es vuestro oficio. Escuchad: un padre de familia nunca es un verdadero padre de familia. Un asesino nunca es un asesino cabal. Representan, ¿comprendéis? En cambio un muerto es un muerto de verdad. Ser o no ser, ¿eh? Ya veis lo que quiero decir. No hay nada que pueda ser yo sino un muerto con seis pies de tierra encima. El resto, ya lo digo, es comedia. (Se detiene bruscamente.) Y esto también es comedia. ¡Todo esto! Todo lo que os digo ahora. ¿Creéis quizá que estoy desesperado? De ningún modo, represento la comedia de la desesperación. ¿Acaso se puede salir de ella?
Jessica.- ¿Quieres volver?
Hugo.- Espera. No. No sé. Cómo puede decirse que quiero o que no quiero?
Jessica.- (Llenando un vaso.) Entonces, bebe.
Hugo.- Bueno. (Bebe.)
Slick.- No se empeñe en hacerlo beber.
Jessica.- Es para terminar más rápido. Ahora basta con esperar. (Hugo vacía el vaso.
Jessica lo llena.)
Hugo.- ¿Qué decía yo? ¿Hablaba de asesinos? Jessica y yo sabemos lo que eso quiere decir. La verdad es que hay demasiada conversación aquí dentro. (Se golpea la frente.) Quisiera silencio. (A Slick.) Qué bien se ha de estar en tu cabeza; ni un ruido, la noche negra.
¿Por qué dais vueltas tan rápido? No os riáis: sé que estoy borracho, sé que soy abyecto. Voy a decíroslo: no quisiera estar en mi lugar. Oh, pero no.
No es un buen lugar. ¡No déis vueltas! Todo es encender la mecha. Parece cosa de nada, pero no deseo que os lo encarguen.
La mecha, todo reside en eso.
Encender la mecha. Después todo el mundo salta y yo también: no se necesita coartada.
El silencio. La noche. A menos que los muertos también representen una comedia. ¡Supongamos que uno se muera y descubra que los muertos son vivos que juegan a ser muertos! Ya veremos. Ya veremos. Sólo hay que encender la mecha. Es el momento psicológico. (Se ríe.) ¡Pero no déis vueltas, santo Dios, o doy vueltas yo también! (Trata de dar vuelta y cae sobre una silla.) Y éstos son los beneficios de una educación burguesa.

(Su cabeza oscila. Jessica se acerca y lo mira.)

Jessica.- Bueno. Se acabó.
¿Quieren ayudarme a llevarlo a la cama?

(Slick la mira rascándose el cráneo.)

Slick.- Ha contado historias raras.
Jessica.- (Riendo.) Ustedes no lo conocen. Nada de lo que dijo tiene importancia.

(Slick y Georges lo levantan por los hombros y los pies.)


Telón





Quinto cuadro
En el pabellón.


Escena I

Hugo, Jessica, luego Olga.

(Hugo está tendido en la cama, completamente vestido, tapado con una colcha. Duerme.
Se agita y gime en sueños.
Jessica está sentada a la cabecera, inmóvil. Él vuelve a quejarse, Jessica se levanta y se dirige al cuarto de tocador. Se oye correr el agua. Olga está escondida detrás de la cortina de la ventana. Aparta las cortinas, asoma la cabeza. Se decide y se acerca a Hugo. Lo mira. Hugo se queja, Olga le levanta la cabeza y arregla la almohada. Entretanto, Jessica vuelve y ve la escena. Trae una compresa húmeda.)

Jessica.- ¡Qué solicitud! Buenos días, señora.
Olga.- No grite. Soy...
Jessica.- No tengo ganas de gritar. Siéntese. Más bien tendría ganas de reírme.
Olga.- Soy Olga Lorame.
Jessica.- Me lo sospechaba.
Olga.- ¿Hugo le ha hablado de mí?
Jessica.- Sí.
Olga.- ¿Está herido?
Jessica.- No: está borracho.
(Pasando delante de Olga.) ¿Me permite? (Pone las compresas sobre la frente de Hugo.) Olga.- Así no.

(Arregla la compresa.)

Jessica.- Discúlpeme.
Olga.- ¿Y Hoederer?
Jessica.- ¿Hoederer? Pero siéntese, se lo ruego. (Olga se sienta.) ¿Fue usted quien arrojó la bomba, señora?
Olga.- Sí.
Jessica.- No murió nadie: tendrá más suerte otra vez. ¿Cómo entró aquí?
Olga.- Por la puerta. Usted la dejó abierta al salir. No hay que dejar nunca las puertas abiertas.
Jessica.- (Señalando a Hugo.) ¿Usted sabía que él estaba en el despacho?
Olga.- No.
Jessica.- ¿Pero sabía que podía estar?
Olga.- Era un riesgo posible.
Jessica.- Con un poco de suerte, lo hubiera matado.
Olga.- Era lo mejor que podía sucederle.
Jessica.- ¿De veras?
Olga.- Al Partido no le gustan mucho los traidores.
Jessica.- Hugo no es un traidor.
Olga.- Lo creo. Pero no puedo obligar a los otros a que lo crean. (Una pausa.) Este asunto se prolonga: hace ocho días que debería haber terminado.
Jessica.- Hay que encontrar la ocasión.
Olga.- Las ocasiones se hacen.
Jessica.- ¿La envió el Partido?
Olga.- El Partido no sabe que estoy aquí: he venido por mi cuenta.
Jessica.- Comprendo: usted metió una bomba en el bolso y vino amablemente a arrojarla a Hugo para salvarle la reputación.
Olga.- De haberlo conseguido, todos hubieran pensado que Hugo quiso saltar con Hoederer.
Jessica.- Sí, pero estaría muerto.
Olga.- De cualquier manera, ahora ya no tiene muchas posibilidades de escapar.
Jessica.- Amistad pesada la suya.
Olga.- Seguramente más pesada que su amor.

(Se miran.)

Olga.- ¿Usted le impidió que hiciera el trabajo?
Jessica.- Yo no le he impedido absolutamente nada.
Olga.- Pero tampoco le ayudó.
Jessica.- ¿Por qué habría de ayudarle? ¿Acaso me consultó antes de entrar en el Partido? Y cuando decidió que no tenía nada mejor que hacer en su vida que asesinar a un desconocido, ¿me consultó?
Olga.- ¿Por qué habría de consultarle? ¿Qué consejo hubiera podido darle?
Jessica.- Evidentemente.
Olga.- Él eligió este Partido.
Pidió esta misión; eso debería bastar para usted.
Jessica.- No me basta.

(Hugo se queja.)

Olga.- No anda bien. No debería haberlo dejado beber.
Jessica.- Andaría peor si le hubiera estallado la bomba en la cara. (Una pausa.) ¡Lástima que no se haya casado con usted! Una mujer con cabeza es lo que necesitaba. Él se hubiera quedado en la habitación planchando sus combinaciones, mientras usted iba a arrojar granadas a las esquinas y todos hubiéramos sido muy felices. (La mira.) Yo la creía alta y huesuda.
Olga.- ¿Con bigotes?
Jessica.- Sin bigotes, pero con una verruga bajo la nariz. Hugo siempre tenía un aire tan importante cuando salía de su casa.
Decía: "Estuvimos hablando de política".
Olga.- Con usted, naturalmente, nunca hablaba de eso.
Jessica.- Se imaginará que no se casó conmigo para hablar de eso.
(Una pausa.) ¡Usted está enamorada de él, ¿verdad?
Olga.- ¿Qué tiene que ver el amor con esto? Lee usted demasiadas novelas.
Jessica.- No hay más remedio cuando una no hace política.
Olga.- Tranquilícese: el amor no atormenta mucho a las mujeres con cabeza. No vivimos de eso.
Jessica.- ¿En cambio yo sí?
Olga.- Como todas las mujeres de corazón.
Jessica.- Me quedo con la mujer de corazón; prefiero mi corazón a su cabeza.
Olga.- ¡Pobre Hugo!
Jessica.- Sí. ¡Pobre Hugo! ¡Cómo me detestará usted, señora!
Olga.- ¿Yo? No tengo tiempo que perder. (Un silencio.) Despiértelo. Necesito hablarle.
Jessica.- (Se acerca a la cama y sacude a Hugo.) ¡Hugo! ¡Hugo! Tienes visita.
Hugo.- ¿Eh? (Se incorpora.) ¡Olga! ¡Olga, has venido! Me alegra que estés aquí, tienes que ayudarme. (Se sienta en el borde de la cama.) ¡Santo Dios! Qué dolor de cabeza tengo. ¿Dónde estamos? Me alegro de que hayas venido, ¿sabes? Espera: ha sucedido algo; un gran inconveniente. (Reflexiona un segundo, luego levanta la cabeza.) Ya sé lo que es. Ya no puedes ayudarme. Ahora ya no puedes ayudarme. Tú lanzaste el petardo, ¿no?
Olga.- Sí.
Hugo.- ¿Por qué no confiasteis en mí?
Olga.- Hugo, dentro de un cuarto de hora un tipo arrojará una cuerda por encima de la pared y tendré que irme. Tengo prisa y es preciso que me escuches.
Hugo.- ¿Por qué no confiasteis en mí?
Olga.- Jessica, déme ese vaso y esa jarra. (Jessica se los da.
Olga llena el vaso y arroja el agua a la cara de Hugo.)
Hugo.- ¡Puf!
Olga.- ¿Me escuchas? Hugo.- Sí. (Se seca.) Cómo me duele la cabeza. ¿Queda agua en la jarra?
Jessica.- Sí.
Hugo.- Sírveme, ¿quieres? (Ella le tiende el vaso y él bebe.) ¿Qué piensan los compañeros? Olga.- Que eres un traidor.
Hugo.- Se les va la mano.
Olga.- No tienes un día que perder. El asunto debe estar arreglado antes de mañana por la noche.
Hugo.- No deberías haber arrojado ese petardo.
Olga.- Hugo, quisiste encargarte de una tarea difícil y encargarte solo. Fui la primera que tuve confianza cuando había cien razones para rechazarte, y comuniqué mi confianza a los demás.
Pero no somos boy-scouts y el Partido no se creó para darte oportunidades de heroísmo. Hay un trabajo que hacer y es necesario hacerlo; poco importa quién lo haga. Si dentro de veinticuatro horas no has terminado la tarea, enviaremos a alguien en tu lugar para que la termine.
Hugo.- Si me reemplazan me iré del Partido.
Olga.- ¿Qué te imaginas? ¿Crees que es posible irse del Partido? Estamos en guerra, Hugo, y los camaradas no bromean. Del Partido se sale con los pies por delante.
Hugo.- No me asusta morir.
Olga.- No es nada morir. Pero morir tan estúpidamente, después de echarlo todo a rodar; que te despachen como a un soplón, peor todavía, como a un chiquillo imbécil de quien hay que desembarazarse por temor a sus torpezas. ¿Eso es lo que quieres? ¿Eso es lo que querías la primera vez que viniste a mi casa, cuando parecías tan feliz y tan orgulloso? ¡Pero dígaselo usted! Si lo quiere un poco, no puede desear que lo despachen como a un perro.
Jessica.- Usted bien sabe, señora, que no entiendo nada de política.
Olga.- ¿Qué decides?
Hugo.- No deberías haber lanzado ese petardo.
Olga.- ¿Qué decides?
Hugo.- Lo sabréis mañana.
Olga.- Está bien. Adiós, Hugo.
Hugo.- Adiós, Olga.
Jessica.- Adiós, señora.
Olga.- Apague la luz. Que no me vean salir.

(Jessica apaga. Olga abre la puerta y sale.)


Escena II

Hugo, Jessica.

Jessica.- ¿Enciendo? Hugo.- Espera. Quizá se vea obligada a volver.

(Esperan a oscuras.)

Jessica.- Podríamos entreabrir los postigos, para ver.
Hugo.- No. (Un silencio.)
Jessica.- ¿Estás afligido? (Hugo no responde.) Responde mientras está oscuro.
Hugo.- Me duele la cabeza, eso es todo. (Una pausa.) No vale gran cosa la confianza cuando no resiste ocho días de espera.
Jessica.- No gran cosa, no.
Hugo.- ¿Cómo quieres vivir, si nadie confía en ti?
Jessica.- Nadie ha confiado nunca en mí; tú menos que los demás. 
Sin embargo, voy tirando.
Hugo.- Era la única que creía un poco en mí.
Jessica.- Hugo...
Hugo.- La única, bien lo sabes.
(Una pausa.) Ya estará a salvo. Creo que se puede encender la luz.

(Enciende. Jessica se aparta bruscamente.)

Hugo.- ¿Qué pasa?
Jessica.- Me molesta verte a la luz.
Hugo.- ¿Quieres que apague?
Jessica.- No. (Vuelve hacia él.) Tú vas a matar a un hombre.
Hugo.- ¿Acaso sé lo que voy a hacer?
Jessica.- Muéstrame el revólver.
Hugo.- ¿Por qué?
Jessica.- Quiero ver cómo es.
Hugo.- Anduviste con él encima toda la tarde.
Jessica.- En aquel momento sólo era un juguete.
Hugo.- (Tendiéndoselo.) Presta atención.
Jessica.- (Lo mira.) Es curioso.
Hugo.- ¿Curioso qué?
Jessica.- Ahora me da miedo. Tómalo. (Una pausa.) Vas a matar a un hombre. (Hugo se echa a reír.) ¿Por qué te ríes?
Hugo.- ¡Ahora lo crees! ¿Te has decidido a creerlo?
Jessica.- Sí.
Hugo.- Has elegido bien el momento: nadie lo cree ya. (Una pausa.) Hace ocho días, quizá me hubiera ayudado...
Jessica.- No es culpa mía: sólo creo lo que veo. Esta misma mañana no podía imaginarme siquiera que iba a morir. (Una pausa.) Entré en el despacho hace un rato, estaba ese tipo sangrando y erais todos muertos.
Hoederer era un muerto; se lo vi en la cara. Si no lo matas tú, enviarán a cualquier otro.
Hugo.- Lo haré yo. (Una pausa.) Qué porquería el tipo sangrando ¿eh?
Jessica.- Sí, una porquería.
Hugo.- Hoederer también sangrará.
Jessica.- Calla.
Hugo.- Estará acostado en el suelo con un aire idiota y se manchará la ropa de sangre.
Jessica.- (Con voz lenta y baja.) Pero calla, hombre.
Hugo.- Olga arrojó un petardo contra la pared. No tiene por qué estar orgullosa: ni siquiera nos veía. Cualquiera puede matar si no lo obligan a ver lo que hace. Yo iba a tirar. Estaba dentro, los miraba de frente, iba a disparar; ella fue la que me hizo errar el golpe.
Jessica.- ¿Ibas a disparar de veras?
Hugo.- Tenía la mano en el bolsillo y el dedo sobre el gatillo.
Jessica.- ¡Ibas a disparar! ¿Estás seguro de que hubieras podido disparar?
Hugo.- Tenía..., tenía la suerte de estar enojado. Naturalmente, iba a disparar. Ahora hay que empezar de nuevo. (Se ríe.) Ya lo oíste: dicen que soy un traidor. Ellos llevan ventaja; allí, cuando deciden que un hombre va a morir, es como si tacharan un nombre en una guía: trabajo limpio, elegante. Aquí la muerte es un ajetreo. Aquí están los mataderos. (Una pausa.) Él bebe, fuma, me habla del Partido, hace proyectos y yo pienso en el cadáver que será; es obsceno. ¿Le has visto los ojos?
Jessica.- Sí.
Hugo.- ¿Viste qué brillantes y claros son? ¿Y qué vivos?
Jessica.- Sí.
Hugo.- Quizá le dispararé a los ojos. Uno apunta al vientre, ¿sabes?, pero el arma se levanta.
Jessica.- Me gustan sus ojos.
Hugo.- (Bruscamente.) Es abstracto.
Jessica.- ¿Qué?
Hugo.- Un crimen; digo que es abstracto. Aprietas el gatillo y después ya no comprendes nada de lo que sucede. (Una pausa.) Si se pudiera disparar desviando la cabeza. (Una pausa.) Me pregunto por qué te hablo de todo esto.
Jessica.- Yo también me lo pregunto.
Hugo.- Discúlpame. (Una pausa.) Sin embargo, si estuviera en esta cama, a punto de reventar, ¿no me abandonarías, a pesar de todo?
Jessica.- No.
Hugo.- Es lo mismo: matar, morir, es lo mismo, uno está igualmente solo. Él tiene suerte; sólo morirá una vez. Yo hace diez días que lo mato, cada minuto.
(Bruscamente.) ¿Qué harías, Jessica?
Jessica.- ¿Cómo?
Hugo.- Escucha: si mañana no lo mato, tengo que desaparecer, a menos que vaya a buscarlos y les diga: haced de mí lo que queráis. Si lo mato... (Se tapa un instante el rostro con la mano.) ¿Qué debo hacer? ¿Qué harías tú?
Jessica.- ¿Yo? ¿Me preguntas a mí que haría en tu lugar?
Hugo.- ¿A quién quieres que se lo pregunte? Sólo te tengo a ti en el mundo.
Jessica.- (Lentamente.) Es verdad. Sólo me tienes a mí.
Nada más que a mí. ¡Pobre Hugo! (Una pausa.) Yo iría a buscar a Hoederer y le diría:
Escuche, me enviaron para que lo matara, pero he cambiado de opinión y quiero trabajar para usted.
Hugo.- ¡Pobre Jessica!
Jessica.- ¿No es posible?
Hugo.- Justamente eso es lo que se llamaría traicionar.
Jessica.- (Tristemente.) ¡Ya 
ves! No puedo decirte nada.
(Una pausa.) ¿Por qué no es posible? ¿Porque no tiene tus ideas?
Hugo.- Si tú quieres. Porque no tiene mis ideas.
Jessica.- ¿Y hay que matar a la gente que no tiene vuestras ideas?
Hugo.- A veces.
Jessica.- ¿Pero por qué has elegido las ideas de Louis y de Olga?
Hugo.- Porque eran verdaderas.
Jessica.- Pero Hugo, supón que hubieras encontrado a Hoederer el año pasado, en lugar de Louis. Las ideas de él te parecerían verdaderas.
Hugo.- Estás loca.
Jessica.- ¿Por qué?
Hugo.- Al oírte se creería que todas las opiniones son equivalentes y que se atrapan como las enfermedades.
Jessica.- No pienso eso, no... no sé lo que pienso. Hugo, él es tan fuerte; basta que abra la boca para que uno esté seguro de que tiene razón. Y además, yo creía que era sincero y que quería el bien del Partido.
Hugo.- Lo que quiere, lo que piensa, me tiene sin cuidado.
Importa lo que hace.
Jessica.- Pero...
Hugo.- Objetivamente, procede como un social-traidor.
Jessica.- (Sin comprender.) ¿Objetivamente?
Hugo.- Sí.
Jessica.- ¡Ah! (Una pausa.) Y si él supiera lo que preparas, ¿pensaría que eres un socialtraidor?
Hugo.- No sé nada.
Jessica.- ¿Pero lo pensaría?
Hugo.- ¿Y eso qué interesa? Sí, seguramente.
Jessica.- Entonces, ¿quién tiene razón?
Hugo.- Yo.
Jessica.- ¿Cómo lo sabes?
Hugo.- La política es una ciencia. Puedes demostrar que estás en lo cierto y que los demás se equivocan.
Jessica.- En ese caso, ¿por qué vacilas?
Hugo.- Sería demasiado largo de explicar.
Jessica.- Tenemos la noche.
Hugo.- Se necesitarían meses y años.
Jessica.- ¡Ah! (Se acerca a los libros.) ¿Y todo está escrito aquí?
Hugo.- En cierto sentido, sí.
Basta saberlos leer.
Jessica.- ¡Dios mío! (Toma uno, lo abre, lo mira, fascinada, y lo deja suspirando.) ¡Dios mío! Hugo.- Ahora déjame. Duerme o haz lo que quieras.
Jessica.- ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
Hugo.- Nada. No has dicho nada.
Yo soy el culpable: es una locura pedirte ayuda. Tus consejos vienen de otro mundo. 
Jessica.- ¿Quién tiene la culpa? ¿Por qué nadie me ha enseñado nada? ¿Por qué no me has explicado nada? ¿Oíste lo que dijo? Que era tu lujo. Hace diecinueve años me instalaron en vuestro mundo de hombres, con prohibición de tocar los objetos expuestos, y me habéis hecho creer que todo marchaba muy bien y que no tenía que ocuparme de nada, salvo de poner flores en los jarrones y perfume en vuestras vidas. ¿Por qué me habéis mentido? ¿Por qué me habéis dejado en la ignorancia para confesarme un buen día que este mundo se resquebraja por todas partes y que sois unos incapaces, y para obligarme a elegir entre un suicidio y un asesinato? No quiero elegir: no quiero que te dejes matar, no quiero que lo mates. ¿Por qué me han cargado el fardo sobre los hombros? Yo no sabía nada de vuestros asuntos, y me lavo las manos. No soy ni opresor, ni social-traidor, ni revolucionario; no hice nada, soy inocente de todo.
Hugo.- No te pido nada, Jessica.
Jessica.- Es demasiado tarde, Hugo; me has puesto en la alternativa. Ahora tengo que elegir. Por ti y por mí: elijo mi vida con la tuya y... ¡Oh! ¡Dios mío! No puedo.
Hugo.- Ya lo ves.

(Silencio. Hugo está sentado sobre la cama, mirando al vacío. Jessica se sienta cerca de él, y le echa los brazos al cuello.)

Jessica.- No digas nada. No te ocupes de mí. No te hablaré; no te impediré que reflexiones.
Pero estaré aquí. Hace frío por la mañana; te alegrará poseer un poco de mi calor ya que no tengo otra cosa que darte. ¿Sigue doliéndote la cabeza?
Hugo.- Sí.
Jessica.- Apóyala en mi hombro.
Te arde la frente. (Le acaricia el pelo.) Pobre cabeza.
Hugo.- (Irguiéndose bruscamente.) ¡Basta!
Jessica.- (Dulcemente.) ¡Hugo!
Hugo.- Juegas a la madre de familia.
Jessica.- No juego. No jugaré nunca más.
Hugo.- Tu cuerpo está frío y no tienes calor que darme. No es difícil inclinarse sobre un hombre con aire maternal y pasarle la mano por el pelo; cualquier chiquilla soñaría con estar en tu lugar. Pero cuando te tomé en mis brazos y te pedí que fueras una mujer no te desempeñaste tan bien.
Jessica.- Calla.
Hugo.- ¿Por qué había de callarme? ¿Acaso no sabes que nuestro amor era una comedia?
Jessica.- Lo que importa esta noche no es nuestro amor sino lo que harás mañana.
Hugo.- Es lo mismo. Si hubiera estado seguro... (Bruscamente.) Jessica, mírame. ¿Puedes decirme que me quieres? (La mira. Silencio.) Y ahí está.
Ni siquiera habré tenido eso.
Jessica.- Y tú, Hugo, ¿crees que me querías? (No responde.) Ya lo ves. (Una pausa. Bruscamente.) ¿Por qué no tratas de convencerlo?
Hugo.- ¿De convencerlo? ¿A quién? ¿A Hoederer?
Jessica.- Ya que se equivoca, has de poder probárselo.
Hugo.- ¿Qué te crees? Es demasiado cabeza dura.
Jessica.- ¿Cómo sabes que tus ideas son justas si no puedes demostrarlo? Hugo, estaría tan bien, reconciliarías a todo el mundo, todo el mundo estaría contento, trabajaríais todos juntos. Inténtalo, Hugo, te lo ruego. Por lo menos, inténtalo una vez antes de matarlo.

(Llaman. Hugo se endereza y le brillan los ojos.)

Hugo.- Es Olga, ha vuelto; estaba seguro de que volvería. Apaga la luz y abre.
Jessica.- ¡Cómo la necesitas!

(Apaga la luz y abre la puerta. Hoederer entra. Hugo enciende cuando la puerta está cerrada.)


Escena III

Hugo, Jessica y Hoederer.

Jessica.- (Reconociendo a Hoederer.) ¡Ah!
Hoederer.- ¿Te asusté?
Jessica.- Estoy nerviosa esta noche. Esa bomba...
Hoederer.- Sí. Claro. ¿Tenéis la costumbre de quedaros a oscuras?
Jessica.- No puedo evitarlo. Mis ojos están muy fatigados.
Hoederer.- ¡Ah! (Una pausa.) ¿Puedo sentarme un momento? (Se sienta en el sillón.) No os incomodéis por mí.
Hugo.- ¿Tiene usted algo que decirme?
Hoederer.- No. No, no. Me hiciste reír, hace un rato: estabas rojo de cólera.
Hugo.- Yo...
Hoederer.- No te disculpes: me lo esperaba. Hasta me inquietaría que no hubieras protestado. Hay muchas cosas que tendré que explicarte. Pero mañana. Mañana hablaremos los dos. Ahora tu jornada ha terminado. La mía también. Valiente jornada, ¿eh? ¿Por qué no colgáis figuras en las paredes? Quedarían menos desnudas. Las hay en el desván. 
Slick os las bajará.
Jessica.- ¿Cómo son?
Hoederer.- Hay de todo. Podrás elegir.
Jessica.- Se lo agradezco. No me interesan las figuras.
Hoederer.- Como quieras. ¿No tenéis nada para beber?
Jessica.- Nada, lo lamento.
Hoederer.- ¡Paciencia! ¡Paciencia! ¿Qué hacíais antes de que yo llegara?
Jessica.- Pues... conversábamos.
Hoederer.- ¡Bueno, conversad! ¡Conversad! No os ocupéis de mí. (Llena la pipa y la enciende. Silencio muy pesado.
Sonríe.) Sí, evidentemente.
Hoederer.- Muy bien podéis ponerme a la puerta. (A Hugo.) No estás obligado a recibir a tu jefe cuando se le antoja venir. (Una pausa.) No sé por qué he venido. No tenía sueño, traté de trabajar...
(Encogiéndose de hombros.)
No se puede trabajar continuamente.
Jessica.- No.
Hoederer.- Este asunto terminará...
Hugo.- (Vivamente.) ¿Qué asunto?
Hoederer.- El asunto con Karsky.
¡Se hace rogar un poco! Pero marchará más rápido de lo que yo pensaba.
Hugo.- (Violentamente.) Usted...
Hoederer.- Chist. ¡Mañana! ¡Mañana! (Una pausa.) Cuando un asunto está por terminar, uno se siente ocioso. ¿Tenías luz hace un momento?
Jessica.- Sí.
Hoederer.- Me había asomado a la ventana. A oscuras, para no servir de blanco. ¿Habéis visto qué oscura y tranquila está la noche? La luz pasaba por la rendija de los postigos. (Una pausa.) Vimos la muerte de cerca.
Jessica.- Sí.
Hoederer.- (Con una risita.) De muy cerca. (Una pausa.) Salí muy despacito de mi cuarto. Slick dormía en el pasillo. En el salón, Georges dormía. León dormía en el vestíbulo. Tenía ganas de despertarlos y después... ¡Bah! (Una pausa.) Entonces vine. (A Jessica.) ¿Qué pasa? Parecías menos intimidada esta tarde.
Jessica.- Es su aspecto.
Hoederer.- ¿Qué aspecto?
Jessica.- Creí que no necesitaba a nadie.
Hoederer.- No necesito a nadie.
(Una pausa.) Slick me dijo que estabas encinta.
Jessica.- (Vivamente.) No es cierto.
Hugo.- Vamos, Jessica, si se lo dijiste a Slick, ¿por qué ocultarlo a Hoederer?
Jessica.- Me burlé de Slick.
Hoederer.- (La mira largamente.) Bueno. (Una pausa.) Cuando era diputado de Landstag vivía en casa del dueño de un garage. Por la noche iba a fumar una pipa al comedor. Había una radio, los chicos jugaban...
(Una pausa.) Vamos, voy a acostarme. Era un espejismo.
Jessica.- ¿Qué era un espejismo?
Hoederer.- (Con un gesto.) Todo aquello. Vosotros también.
Hay que trabajar, es todo lo que puede hacerse. Telefonearás a la aldea para que el carpintero venga a reparar la ventana del despacho. (Lo mira.) Pareces desplomado. ¿Así que te emborrachaste? Duerme esta noche. No necesitas venir antes de las nueve.

(Se levanta. Hugo da un paso, Jessica se arroja entre ellos.)

Jessica.- Hugo, éste es el momento.
Hugo.- ¿Qué?
Jessica.- Me prometiste que tratarías de convencerlo.
Hoederer.- ¿De convencerme?
Hugo.- Calla. (Intenta apartarla. Ella se le pone delante.)
Jessica.- Hugo no está de acuerdo con usted.
Hoederer.- (Divertido.) Ya me di cuenta.
Jessica.- Quisiera explicarle.
Hoederer.- ¡Mañana! ¡Mañana!
Jessica.- Mañana será demasiado tarde.
Hoederer.- ¿Por qué?
Jessica.- (Siempre delante de Hugo.) Dice... que no quiere servirle de secretario si usted no lo escucha. Ninguno de los dos tiene sueño y cuentan con toda la noche y... y rozaron la muerte, eso da espíritu conciliador.
Hugo.- Deja, te digo.
Jessica.- ¡Hugo, me lo prometiste! (A Hoederer.) Dice que usted es un social-traidor.
Hoederer.- ¡Un social-traidor! ¡Nada más que eso!
Jessica.- Objetivamente. Dijo: objetivamente.
Hoederer.- (Cambiando de tono y de cara.) Está bien. Bueno, chico, dime lo que tienes en el buche ya que no es posible impedirlo. Debo arreglar este asunto antes de ir a acostarme.?Por qué soy un social-traidor?
Hugo.- Porque no tiene derecho a arrastrar al Partido a sus combinaciones.
Hoederer.- ¿Por qué no?
Hugo.- Es una organización revolucionaria y usted la convertirá en un partido de gobierno.
Hoederer.- El fin de los partidos revolucionarios es tomar el poder.
Hugo.- Tomarlo. Sí. Adueñarse de él mediante las armas. No comprarlo ilícitamente.
Hoederer.- ¿Echas de menos la sangre? Lo siento, pero deberías saber que no podemos imponernos por la fuerza. En caso 
de guerra civil, el Pentágono cuenta con las armas y los jefes militares. Serviría de cuadro a las tropas contrarrevolucionarias.
Hugo.- ¿Quién habla de guerra civil? Hoederer, no lo comprendo; bastaría un poco de paciencia. Usted mismo lo dijo: el ejército rojo echará al Regente y tendremos el poder para nosotros solos.
Hoederer.- ¿Y cómo haremos para conservarlo? (Una pausa.) Te aseguro que cuando el ejército rojo haya franqueado nuestras fronteras habrá que pasar momentos duros.
Hugo.- El ejército rojo...
Hoederer.- Sí, sí. Lo sé. Yo también lo espero. Y con impaciencia. Pero tienes que repetírtelo. Todos los ejércitos en guerra, liberadores o no, se parecen: viven del país ocupado.
Nuestros campesinos detestarán a los rusos, es fatal; ¿cómo se te ocurre que nos querrán a nosotros, impuestos por los rusos? Nos llamarán el partido del extranjero, o quizá peor.
El Pentágono volverá a la clandestinidad; ni siquiera necesitará cambiar sus slogans.
Hugo.- El Pentágono...
Hoederer.- Y además hay otra cosa: el país está arruinado; hasta es posible que sirva de campo de batalla. Cualquiera que sea el gobierno que suceda al del Regente, deberá tomar medidas terribles que lo harán odioso. Al día siguiente de la partida del ejército rojo, nos barrerá una insurrección.
Hugo.- Una insurrección es sofocada. Instauraremos un orden férreo.
Hoederer.- ¿Un orden férreo? ?Con qué? Aun después de la Revolución, el proletariado será el más débil, y por mucho tiempo. ¡Orden férreo! Con un partido burgués que hará sabotaje y una población campesina que quemará las cosechas para matarnos de hambre. Hugo.- ¿Y qué? El Partido bol chevique se las ha visto negras en el 17.
Hoederer.- No era impuesto por el extranjero. Ahora escucha, chico, y trata de comprender; tomaremos el poder con los liberales de Karsky y los conservadores del Regente. Nada de historias, nada de ruptura: la Unión nacional. Nadie podrá reprocharnos que nos instaló el extranjero. He pedido la mitad de los votos al Comité de Resistencia, pero no haré la tontería de pedir la mitad de las carteras. Una minoría, eso es lo que debemos ser. Una minoría que dejará a los otros partidos la responsabilidad de las medidas impopulares y que ganará la popularidad haciendo oposición en el interior del gobierno. Están acorralados: dentro de dos años verás la quiebra de la política liberal y el país entero nos pedirá que hagamos nuestra experiencia.
Hugo.- Y en ese momento el Partido estará deshecho.
Hoederer.- ¿Deshecho? ¿Por qué?
Hugo.- El Partido tiene un programa: la realización de una economía socialista, y un medio: la utilización de la lucha de clases. Usted va a emplearlo para hacer una política de colaboración de clases en el marco de una economía capitalista.
Durante años usted mentirá, usará de astucias, andará con rodeos, irá de un compromiso a otro; defenderá frente a sus camaradas medidas reaccionarias tomadas por un gobierno del que usted formará parte. Nadie comprenderá: los matones nos abandonarán, los otros perderán la cultura política que acaban de adquirir. Estaremos contaminados, ablandados, desorientados; nos convertiremos en reformistas y en nacionalistas; para terminar, los partidos burgueses sólo tendrán que tomarse la molestia de liquidarnos. ¡Hoederer! Este Partido es el suyo, usted no puede haber olvidado el trabajo que le dio forjarlo, los sacrificios que hubo que pedir, la disciplina que hubo que imponer.
Se lo suplico, no lo sacrifique con sus propias manos.
Hoederer.- ¡Cuánta charla! Si no quieres correr riesgos, no debes hacer política.
Hugo.- No quiero correr esos riesgos.
Hoederer.- Perfecto; entonces, ¿cómo conservar el poder?
Hugo.- ¿Por qué tomarlo? Hoederer.- ¿Estás loco? ¿Un ejército socialista va a ocupar el país y lo dejarás marcharse sin aprovechar su ayuda? Es una ocasión que no volverá a presentarse nunca más: te digo que no somos bastante fuertes para hacer la Revolución solos.
Hugo.- No se debe tomar el poder a ese precio.
Hoederer.- ¿Qué quieres hacer del Partido? ¿Una pista de carrera? ¿De qué sirve afilar un cuchillo todos los días si jamás lo usas para cortar? Un Partido nunca es sino un medio. Sólo hay un fin: el poder.
Hugo.- Sólo hay un fin: conseguir el triunfo de nuestras ideas, de todas nuestras ideas y sólo de ellas.
Hoederer.- Es cierto: tú tienes ideas. Ya se te pasará.
Hugo.- ¿Usted cree que soy el único que las tiene? ¿No murieron por ideas los compañeros que se hicieron matar por la policía del Regente? ¿Cree que no los traicionamos si hacemos que el Partido sirva para sacar las castañas del fuego a sus asesinos?
Hoederer.- Me importan un cuerno 
los muertos. Todos han muerto por el Partido y el Partido puede decidir lo que quiera.
Hago política de vivos, para los vivos.
Hugo.- ¿Y usted cree que los vivos aceptarán sus combinaciones?
Hoederer.- Se las haremos tragar muy suavemente.
Hugo.- ¿Mintiéndoles?
Hoederer.- Mintiéndoles a veces.
Hugo.- ¡Usted... usted parece tan verdadero, tan sólido! No es posible que acepte mentir a los camaradas.
Hoederer.- ¿Por qué? Estamos en guerra y no es costumbre tener al soldado hora por hora al corriente de las operaciones.
Hugo.- Hoederer, yo... yo sé mejor que usted lo que es la mentira; en casa de mi padre todo el mundo me mentía. Sólo respiro desde mi entrada en el Partido. Por primera vez vi hombres que no mentían a los otros hombres. Cada uno podía tener confianza en todos y todos en cada uno; el militante más humilde sentía que las órdenes de los dirigentes le revelaban su voluntad profunda y si las cosas fracasaban, uno sabía por qué aceptaba morir. No irá usted...
Hoederer.- ¿Pero de qué hablas?
Hugo.- De nuestro Partido.
Hoederer.- ¿De nuestro Partido? Pero siempre se ha mentido un poco. Como en todas partes. Y tú, Hugo ¿estás seguro de que nunca te has mentido, de que no has mentido nunca, de que no mientes en este mismo minuto?
Hugo.- Nunca he mentido a los camaradas. Yo... ¿De qué sirve luchar por la liberación de los hombres si se los desprecia lo suficiente para llenarles la cabeza de patrañas?
Hoederer.- Mentiré cuando haga falta y no desprecio a nadie.
La mentira no la he inventado yo: nació en una sociedad dividida en clases y cada uno de nosotros la heredó al nacer. No aboliremos la mentira negándonos a mentir, sino empleando todos los medios para suprimir las clases.
Hugo.- No todos los medios son buenos.
Hoederer.- Todos los medios son buenos cuando son eficaces.
Hugo.- Entonces, ¿con qué derecho condena usted la política del Regente? Él declaró la guerra a la U.R.S.S. porque era el medio más eficaz de salvaguardar la independencia nacional.
Hoederer.- ¿Pero te imaginas que la condeno? No tengo tiempo que perder. Él hizo lo que cualquier tipo de su casta hubiera hecho en su lugar. No luchamos ni contra hombres ni contra una política, sino contra la clase que produce esa política y esos hombres.
Hugo.- ¿Y el mejor medio que encontró para luchar contra ella es ofrecerle compartir el poder con usted?
Hoederer.- Exactamente. Hoy es el mejor medio. (Una pausa.) ¡Cómo te importa tu pureza, chico! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! ¡Bueno, sigue siendo puro! ¿A quién le servirá y para qué vienes con nosotros? La pureza es una idea de fakir y de monje. A vosotros los intelectuales, los anarquistas burgueses, os sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Hasta los codos. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que se puede gobernar inocentemente?
Hugo.- Quizás algún día se verá que no temo a la sangre.
Hoederer.- Diablos, los guantes rojos son elegantes. El resto es lo que te asusta. Es lo que hiede a tu naricita de aristócrata.
Hugo.- Y volvemos a lo mismo: soy un aristócrata, un tipo que nunca tuvo hambre. Desgraciadamente para usted, no soy el único que piensa así.
Hoederer.- ¿No eres el único? Así que sabías algo de mis negociaciones antes de venir aquí.
Hugo.- No. Se hablaba vagamente de eso, en el Partido, y la mayoría de los tipos no estaba de acuerdo, y puedo jurarle que no eran aristócratas.
Hoederer.- Hijo mío, hay un malentendido: yo conozco a los muchachos del Partido que no están de acuerdo con mi política y puedo decirte que son de mi especie, no de la tuya, y no tardarás en descubrirlo. Si desaprobaron estas negociaciones, es simplemente porque las juzgan inoportunas; en otras circunstancias serían los primeros en iniciarlas. Tú conviertes esto en cuestión de principios.
Hugo.- ¿Quién habló de principios?
Hoederer.- ¿No la conviertes en cuestión de principios? Bueno.
Entonces, esto ha de convencerte: si tratamos con el Regente, él detiene la guerra, las tropas ilirias esperarán amablemente que los rusos vayan a desarmarlas; si rompemos las negociaciones, el Regente sabrá que está perdido y luchará como un perro rabioso; cientos de miles de hombres perderán el pellejo.
¿Qué me dices? (Un silencio.) ¿Eh? ¿Qué me dices? ¿Puedes suprimir a cien mil hombres de un plumazo?
Hugo.- (Penosamente.) No se hace la Revolución con flores. Si han de quedar...
Hoederer.- ¿Sí?
Hugo.- ¡Bueno, pues paciencia!
Hoederer.- ¿Lo ves? ¡Bien lo ves! Tú no quieres a los hombres, Hugo. Tú sólo amas los principios.
Hugo.- ¿A los hombres? ¿Y por qué había de quererlos? ¿Acaso me quieren ellos? Hoederer.- Entonces, ¿por qué viniste con nosotros? El que no quiere a los hombres, no puede luchar por ellos.
Hugo.- Entré en el Partido porque su causa es justa y saldré cuando cese de serlo. En cuanto a los hombres, lo que me interesa no es lo que son, sino lo que podrán llegar a ser.
Hoederer.- Y yo los quiero por lo que son. Con todas sus porquerías y sus vicios. Quiero sus voces y sus manos calientes que agarran, y su piel, la más desnuda de todas las pieles, y su mirada inquieta y la lucha desesperada que cada uno a su vez libra contra la muerte y contra la angustia. Para mí, lo que importa es un hombre más o un hombre menos en el mundo. Es precioso. A ti te conozco bien, chico, eres un destructor. Detestas a los hombres porque te detestas a ti mismo; tu pureza se parece a la muerte, y la Revolución con la que sueñas no es la nuestra; no quieres cambiar el mundo, quieres hacerlo saltar.
Hugo.- (Se ha levantado.) ¡Hoederer!
Hoederer.- No es culpa tuya: sois todos iguales. Un intelectual no es un verdadero revolucionario; tiene la pasta adecuada para ser un asesino.
Hugo.- Un asesino. ¡Sí!
Jessica.- ¡Hugo!

(Se interpone entre los dos. Ruido de llave en la cerradura, se abre la puerta. Entran Slick y Georges.)


Escena IV

Los mismos, Slick y Georges.

Georges.- Estás aquí. Te buscamos por todas partes.
Hugo.- ¿Quién os ha dado mi llave?
Slick.- Tenemos las llaves de todas las puertas. Oye, ¡somos guardaespaldas!
Georges.- (A Hoederer.) ¡Nos diste un buen susto! Se despierta Slick: Hoederer no está. Deberías avisar cuando te vas a tomar el fresco.
Hoederer.- Dormíais...
Slick.- (Estupefacto.) ¿Y eso? ¿Desde cuándo nos dejas dormir cuando tienes ganas de despertarnos? ¿Qué bicho te picó?
Hoederer.- (Riendo.) De veras.
¿Qué bicho me picó? (Una pausa.) Volveré con vosotros.
Hasta mañana, chico. A las nueve. Volveremos a hablar de todo esto. (Hugo no responde.) Hasta la vista, Jessica.
Jessica.- Hasta mañana, Hoederer.

(Salen.)


Escena V

Jessica, Hugo.

(Largo silencio.)

Jessica.- ¿Y?
Hugo.- ¿Y? Bueno, tú estabas presente y lo has oído.
Jessica.- ¿Qué opinas?
Hugo.- ¿Qué quieres que opine? Te había dicho que era cabeza dura.
Jessica.- ¡Hugo! Tenía razón.
Hugo.- Mi pobre Jessica, ¿qué puedes saber tú?
Jessica.- Y tú, ¿qué sabes? No te luciste delante de él.
Hugo.- ¡Diablos! Conmigo llevaba las de ganar. Me gustaría que hubiese tenido que vérselas con Louis; no hubiera salido del paso tan fácilmente.
Jessica.- Quizá Hoederer le hubiera tapado la boca.
Hugo.- (Riendo.) ¡Ah! ¿A Louis? No lo conoces: Louis no puede equivocarse.
Jessica.- ¿Por qué?
Hugo.- Porque... Porque es Louis.
Jessica.- ¡Hugo! Hablas contra tu corazón. Te miré mientras discutías con Hoederer: te ha convencido.
Hugo.- No me ha convencido. Nadie puede convencerme de que debe mentirse a los camaradas.
Pero si me hubiera convencido, sería una razón más para despacharlo, porque eso probaría que convencerá a otros. Mañana por la mañana terminaré el trabajo.


Telón


Sexto cuadro
El despacho de Hoederer.

Las dos jambas de las ventanas, sueltas, están arrimadas a la pared, los trozos de vidrio han sido barridos, se ha tapado la ventana con una colcha que cae hasta el suelo, sujeta con chinchetas.


Escena I

Hoederer, luego Jessica.

(Al comienzo de la escena, Hoederer, de pie delante del hornillo, hace café mientras fuma en pipa. Llaman, y Slick asoma la cabeza por la puerta entreabierta.)

Slick.- La chica quiere verlo.
Hoederer.- No.
Slick.- Dice que es muy importante.
Hoederer.- Bueno. Que entre.
(Jessica entra. Slick desaparece.) ¿Y? (Ella guarda silencio.) Acércate. (Jessica permanece delante de la puerta con todo el pelo en la cara.
Hoederer se le acerca.) Supongo que tiene algo que decirme. (Ella dice que sí con la cabeza.) Bueno, pues dilo y luego vete.
Jessica.- Siempre tiene usted tanta prisa...
Hoederer.- Estoy trabajando.
Jessica.- No trabajaba: se hacía café. ¿Puedo tomar una taza?
Hoederer.- Sí. (Una pausa.) ¿Y?
Jessica.- Tiene que darme un poco de tiempo. Es tan difícil hablarle. Usted espera a Hugo y él ni siquiera empezó a afeitarse.
Hoederer.- Bueno. Tienes cinco minutos para recobrarte. Y aquí está el café.
Jessica.- Hábleme.
Hoederer.- ¿Eh?
Jessica.- Para que me recobre.
Hábleme.
Hoederer.- No tengo nada que decirte y no sé hablar a las mujeres.
Jessica.- Sí. Muy bien.
Hoederer.- ¿Cómo?

(Una pausa.)

Jessica.- Anoche...
Hoederer.- ¿Qué?
Jessica.- Consideré que usted tenía razón.
Hoederer.- ¿Razón? ¡Ah! (Pausa.) Te lo agradezco, me alientas.
Jessica.- Usted se burla de mí.
Hoederer.- Sí.
Jessica.- Es... es tonto. Le digo que lo comprendí todo y que soy de su opinión. (Una pausa.) ¿Qué harían conmigo si entrara en el Partido?
Hoederer.- Ante todo tendrían que dejarte entrar.
Jessica.- Pero si me dejaran entrar, ¿qué harían conmigo?
Hoederer.- También yo me lo pregunto. (Una pausa.) ¿Viniste a decirme esto?
Jessica.- No.
Hoederer.- ¿Y entonces? ¿Qué pasa? ¿Te peleaste con Hugo y quieres irte?
Jessica.- No. ¿Le molestaría que me fuera?
Hoederer.- Me encantaría. Podría trabajar tranquilo.
Jessica.- Usted no piensa lo que dice.
Hoederer.- ¿No?
Jessica.- No. (Una pausa.) Anoche, cuando entró, parecía tan solo.
Hoederer.- ¿Y qué?
Jessica.- Un hombre que está solo es hermoso.
Hoederer.- Tan hermoso que en seguida dan ganas de hacerle compañía. Y desde entonces deja de estar solo: así es el mundo.
Jessica.- ¡Oh! Conmigo muy bien podría usted permanecer solo. No soy pesada.
Hoederer.- ¿Contigo?
Jessica.- Es una manera de hablar.
(Una pausa.) ¿Estuvo usted casado?
Hoederer.- Sí.
Jessica.- ¿Con una mujer del Partido?
Hoederer.- No.
Jessica.- Usted decía que era preciso casarse siempre con mujeres del Partido.
Hoederer.- Justamente.
Jessica.- ¿Era guapa?
Hoederer.- Según los días y las opiniones.
Jessica.- Y yo, ¿le parezco guapa?
Hoederer.- ¿Me estás embromando?
Jessica.- (Riendo.) Sí.
Hoederer.- Han pasado los cinco minutos. Habla o vete.
Jessica.- Usted no le hará daño.
Hoederer.- ¿A quién?
Jessica.- ¡A Hugo! Usted es amigo de él, ¿verdad?
Hoederer.- ¡Ah, nada de sentimentalismo! Quiere matarme, ¿eh? ¿Esa es tu historia? Jessica.- No le haga daño.
Hoederer.- Pero no, no le haré daño.
Jessica.- ¿Usted... usted lo sabía?
Hoederer.- Desde ayer. ¿Con qué quiere matarme? Jessica.- ¿Cómo?
Hoederer.- ¿Con qué arma? ¿Granada, revólver, hacha de abordaje, sable, veneno?
Jessica.- Revólver.
Hoederer.- Lo prefiero.
Jessica.- Cuando venga esta mañana, traerá el revólver encima.
Hoederer.- Bueno. Bueno, bueno. ¿Por qué lo traicionas? ¿Se lo reprochas?
Jessica.- No. Pero...
Hoederer.- ¿Qué?
Jessica.- Me pidió ayuda.
Hoederer.- ¿Y así te las ingenias para ayudarlo? Me asombras.
Jessica.- Él no tiene ganas de matarlo. Ninguna. Lo quiere demasiado. Sólo que ha recibido órdenes. No lo dirá, pero estoy segura de que en el fondo le alegrará que le impidan ejecutarlas.
Hoederer.- Habrá que verlo.
Jessica.- ¿Usted qué hará?
Hoederer.- Todavía no lo sé.
Jessica.- Mande a Slick a que lo desarme delicadamente. Sólo tiene un revólver. Si se lo quitan, se acabó.
Hoederer.- No, eso lo humillaría. No hay que humillar a la gente. Le hablaré.
Jessica.- ¿Lo dejará entrar con el arma?
Hoederer.- ¿Por qué no? Quiero convencerlo. Hay cinco minutos de riesgo, nada más. Si no da el golpe esta mañana, no lo dará nunca.
Jessica.- (Bruscamente.) No quiero que él lo mate.
Hoederer.- ¿Te molestaría que me despacharan?
Jessica.- ¿A mí? Me encantaría.

(Llaman.)

Slick.- Es Hugo.
Hoederer.- Un momento. (Slick vuelve a cerrar la puerta.) Lárgate por la ventana.
Jessica.- No quiero dejarlo a usted.
Hoederer.- Si te quedas, es seguro que dispara. Delante de ti no se achicará. ¡Vamos, fuera! (Jessica sale por la ventana, y la colcha cae tras ella.) Hacedlo entrar.



Escena II

Hoederer, Hugo.

(Hugo entra. Hoederer se dirige a la puerta y acompaña a Hugo hasta la mesa. Permanecerá después cerca de él, observando sus movimientos mientras le habla, y dispuesto a tomarle la muñeca si Hugo quisiera sacar el revólver.)

Hoederer.- ¿Y? ¿Dormiste bien?
Hugo.- Más o menos.
Hoederer.- ¿Descompuesto?
Hugo.- Bastante.
Hoederer.- ¿Estás decidido?
Hugo.- (Sobresaltándose.) ¿Decidido a qué?
Hoederer.- Anoche me dijiste que me abandonarías si no podías hacerme cambiar de opinión.
Hugo.- Sigo siempre decidido.
Hoederer.- Bueno. Pues lo veremos en seguida. Mientras, trabajemos. Siéntate. (Hugo se sienta a su mesa de trabajo.) ¿Dónde estábamos?
Hugo.- (Leyendo sus notas.) "Según las cifras del censo profesional, el número de trabajadores agrícolas ha bajado de 8.771.000 en 1906 a..."
Hoederer.- Oye: ¿sabes que fue una mujer la que arrojó el petardo?
Hugo.- ¿Una mujer?
Hoederer.- Slick descubrió huellas en un arriate. ¿La conoces?
Hugo.- ¿Cómo había de conocerla? (Silencio.)
Hoederer.- Es curioso, ¿eh?
Hugo.- Mucho.
Hoederer.- No pareces encontrarlo curioso. ¿Qué te pasa?
Hugo.- Estoy enfermo.
Hoederer.- ¿Quieres que te deje libre la mañana?
Hugo.- No. Trabajemos.
Hoederer.- Entonces, continúa esa frase.

(Hugo vuelve a tomar las notas y reanuda la lectura.)

Hugo.- "Según las cifras del censo..."

(Hoederer se echa a reír.
Hugo levanta la cabeza bruscamente.)

Hoederer.- ¿Sabes por qué nos erró? Apuesto a que arrojó el petardo cerrando los ojos.
Hugo.- (Distraídamente.) ¿Por qué?
Hoederer.- A causa del ruido.
Las mujeres cierran los ojos para no oír, explícatelo como puedas. Todos estos ratones temen al ruido, que si no, serían notables matachines. Son empecinadas, ¿comprendes? Reciben las ideas hechas, y creen en ellas como en Dios. A nosotros nos es menos fácil disparar contra un buen hombre por cuestión de principios, porque somos nosotros los que hacemos las ideas y conocemos la cocina: nunca estamos completamente seguros de tener razón. ¿Tú estás seguro de tener razón?
Hugo.- Seguro.
Hoederer.- A propósito de nuestra conversación de ayer, por ejemplo, ¿pondrías las manos en el fuego?
Hugo.- Sí. (Una pausa.)
Hoederer.- De todos modos, no podrías ser un matachín; es asunto de vocación.
Hugo.- Cualquiera puede matar si el Partido lo ordena.
Hoederer.- Si el Partido te ordena bailar en una cuerda floja, ¿crees que podrías conseguirlo? Se es matachín de nacimiento. Tú reflexionas demasiado, no podrías.
Hugo.- Podría si lo hubiera decidido.
Hoederer.- ¿Podrías despacharme fríamente, de un balazo entre los ojos, porque no soy de tu opinión en política?
Hugo.- Sí, si lo hubiera decidido o si el Partido me lo hubiese ordenado.
Hoederer.- Me asombras. (Hugo va a meter la mano en el bolsillo pero Hoederer se la sujeta y la levanta ligeramente por encima de la mesa.) Supón que esta mano tiene un arma y que este dedo está apoyado en el gatillo...
Hugo.- Suélteme la mano.
Hoederer.- (Sin soltarlo.) Supón que estoy frente a ti, exactamente como ahora y que me apuntas...
Hugo.- Suélteme y trabajemos.
Hoederer.- Me miras y en el momento de tirar, piensas: "?Y si él tuviera razón?" ¿Te das cuenta?
Hugo.- No lo pensaría. No pensaría nada más que en matar.
Hoederer.- Lo pensarías: un intelectual tiene que pensar. Aun antes de apretar el gatillo, habrías visto todas las consecuencias posibles de tu acto: todo el trabajo de una vida arruinado, una política destruida, nadie que lo reemplace, el Partido condenado quizá a no llegar nunca al poder.
Hugo.- ¡Le digo que no lo pensaría!
Hoederer.- No podrías impedirlo.
Y sería preferible, porque dada tu índole si no lo pensaras antes, no te alcanzaría toda la vida para pensarlo después. (Una pausa.) ¿Qué locura es ésta de todos vosotros de jugar a los matachines? Los matachines son tipos sin imaginación: les da lo mismo matar, porque no tienen ninguna idea de lo que es la vida. Prefiero la gente que teme la muerte de los demás: es prueba de que sabe vivir.
Hugo.- No nací para vivir, no sé lo que es la vida ni necesito saberlo. Estoy de más, no tengo un lugar mío y molesto a todo el mundo; nadie me quiere, nadie confía en mí...
Hoederer.- Yo confío en ti.
Hugo.- ¿Usted?
Hoederer.- Claro que sí. Eres un mocoso a quien le cuesta pasar a la edad adulta, pero serás un hombre muy aceptable si alguien te facilita el paso. Si escapo a los petardos y a las bombas, te conservaré a mi lado y te ayudaré.
Hugo.- ¿Por qué decírmelo? ¿Por qué decírmelo hoy?
Hoederer.- (Soltándolo.) Simplemente para probarte que no se puede despachar a unhombre a sangre fría, salvo en caso de ser un especialista.
Hugo.- Si lo decidí, debo hacerlo. (Como para sí, con una suerte de desesperación.) Debo poder hacerlo.
Hoederer.- ¿Podrías matarme mientras te miro? (Se miran. Hoederer se aparta de la mesa y retrocede un paso.) Los verdaderos matachines ni sospechan lo que pasa por las cabezas. Tú lo sabes: ¿podrías soportar lo que pasaría por la mía si te viera apuntarme? (Una pausa. Sigue mirándolo.) ¿Quieres café? (Hugo no responde.) Está listo; voy a darte una taza.
(Vuelve la espalda a Hugo y sirve café en una taza. Hugo se levanta y mete la mano en el bolsillo que contiene el revólver. Se ve que lucha contra sí mismo. Al cabo de un momento, Hoederer se vuelve y camina tranquilamente hacia Hugo, llevando una taza llena. Se la tiende.) Toma. (Hugo toma la taza.) Ahora dame el revólver.
Vamos, dámelo: ya ves que te he brindado una oportunidad y que no la aprovechaste. (Hunde la mano en el bolsillo de Hugo y le saca el revólver.) ¡Pero si es una joya! (Se dirige al escritorio y arroja el revólver encima.)
Hugo.- Lo odio.

(Hoederer se vuelve hacia él.)

Hoederer.- No, hombre, no me odias. ¿Qué razón tendrías para odiarme?
Hugo.- Usted me toma por un cobarde.
Hoederer.- ¿Por qué? No sabes matar, pero ésa no es una razón para que no sepas morir. Al contrario.
Hugo.- Tenía el dedo en el gatillo.
Hoederer.- Sí.
Hugo.- Y yo... (Gesto de impotencia.)
Hoederer.- Sí. Te lo dije: es más difícil de lo que se piensa.
Hugo.- Yo sabía que usted me daba la espalda a propósito. Por eso...
Hoederer.- ¡Oh! De todos modos...
Hugo.- ¡No soy un traidor!
Hoederer.- ¿Quién habla de eso? La traición también es asunto de vocación.
Hugo.- Aquéllos pensarán que soy un traidor porque no hice lo que me encargaron.
Hoederer.- ¿Aquéllos? (Silencio.) ¿Te envió Louis? (Silencio.) No quieres decir nada; es normal. (Una pausa.) Escucha: tu suerte está ligada a la mía. Desde ayer tengo los triunfos en la mano y trataré de salvar el pellejo de los dos juntos. Mañana iré a la ciudad y hablaré con Louis. Es cabeza dura, pero yo también lo soy. Con tus compañeros, la cuestión se arreglará. Lo más difícil es arreglarse contigo mismo.
Hugo.- ¿Difícil? Eso será rápido. No tiene más que devolverme el revólver.
Hoederer.- No.
Hugo.- Devuélvamelo, le juro que no lo utilizaré contra usted.
Hoederer.- No.
Hugo.- ¿Qué puede importarle que me meta una bala en el pellejo? Soy su enemigo.
Hoederer.- Ante todo, no eres mi enemigo. Y además todavía puedes servir.
Hugo.- ¡Bien sabe usted que estoy acabado!
Hoederer.- ¡Cuántas historias! Quisiste probarte que eres capaz de actuar y elegiste los caminos difíciles como cuando se quiere merecer el cielo; es propio de tu edad. No saliste airoso: bueno, ¿y qué? No hay nada que probar, ¿sabes?; la Revolución no es asunto de mérito sino de eficacia; y no hay cielo. Hay trabajo por hacer, eso es todo. Y es preciso hacer aquel para el cual uno sirve: si es fácil, enhorabuena. El mejor trabajo no es el que te costará más, sino el que lograrás mejor.
Hugo.- No sirvo para nada.
Hoederer.- Sirves para escribir.
Hugo.- ¡Para escribir! ¡Palabras! ¡Siempre palabras!
Hoederer.- Bueno, ¿y qué? Hay que ganar. Vale más un buen periodista que un mal asesino.
Hugo.- (Mintiendo, pero con cierta esperanza.) Hoederer. Cuando usted tenía mi edad...
Hoederer.- ¿Sí?
Hugo.- ¿Qué hubiera hecho en mi lugar?
Hoederer.- ¿Yo? Hubiera matado.
Pero no es lo mejor que hubiese hecho. Y además no somos de la misma especie.
Hugo.- Yo quisiera ser de la suya: uno ha de sentirse bien en su pellejo.
Hoederer.- ¿Te parece? (Risa breve.) Un día te hablaré de mí.
Hugo.- ¿Un día? (Pausa.) Hoederer, he fracasado y ahora sé que nunca podré disparar contra usted porque... porque usted me importa. Pero no debe engañarse; sobre lo que discutimos anoche, jamás estaré de acuerdo con usted, jamás seré de los suyos y no quiero que me defienda. Ni mañana, ni ningún otro día.
Hoederer.- Como gustes.
Hugo.- Ahora le pido que me permita irme. Quiero reflexionar en toda esta historia.
Hoederer.- ¿Me juras que no harás tonterías antes de verme?
Hugo.- Si usted lo quiere.
Hoederer.- Entonces anda. Vete a tomar aire y vuelve en cuanto puedas. Y no olvides que todavía eres mi secretario. Mientras no me hayas plantado o mientras yo no te haya despedido, trabajarás para mí.

  (Hugo sale.)

Hoederer.- (Se dirige a la puerta.) ¡Slick!
Slick.- ¿Eh?
Hoederer.- El chico anda en aprietos. Vigílalo de lejos y si es necesario impídele que se tire por la ventana. Pero con suavidad. Y si quiere venir aquí, dentro de un rato, no lo detengáis al pasar con el pretexto de anunciarlo. Que vaya y venga como le dé la gana; sobre todo, no ponerlo nervioso.

(Cierra la puerta, vuelve a la mesa donde está el escalfador y se sirve una taza de café.
Jessica aparta la colcha que disimula la ventana y aparece.)


Escena III

Hoederer, Jessica.

Hoederer.- ¿Todavía estás ahí, ponzoña? ¿Qué quieres?
Jessica.- Estaba sentada en el reborde de la ventana y lo oí todo.
Hoederer.- ¿Y qué?
Jessica.- Tuve miedo.
hoederer.- Te bastaba irte.
Jessica.- No podía dejarlo.
Hoederer.- No hubieses sido una gran ayuda.
Jessica.- Ya salgo. (Una pausa.) Quizá hubiera podido arrojarme delante de usted y recibir las balas en su lugar.
Hoederer.- Qué romántica eres.
Jessica.- Usted también.
Hoederer.- ¿Qué?
Jessica.- Usted también es romántico: para no humillarlo, arriesgó el pellejo.
Hoederer.- Hay que arriesgarlo de vez en cuando para conocer su valor.
Jessica.- Usted le ofreció ayuda y él no quería aceptarla y usted no se desanimó y parecía tenerle cariño.
Hoederer.- ¿Y qué?
Jessica.- Nada. Era así, eso es todo. (Se miran.)
Hoederer.- ¡Vete! (Ella no se mueve.) ¡Jessica, no estoy acostumbrado a rechazar lo que me ofrecen y hace seis meses que no toco una mujer! Todavía tienes tiempo para irte, pero dentro de cinco minutos será demasiado tarde. ¿Me oyes? (Ella no se mueve.) Tú eres lo único que ese chico tiene en el mundo, y va al encuentro de los peores enredos. Necesita alguien que le dé coraje.
Jessica.- Usted, usted puede darle coraje. Yo no. Sólo nos hacemos daño.
Hoederer.- Os queréis.
Jessica.- Ni siquiera eso. Nos parecemos demasiado.

(Una pausa.)

Hoederer.- ¿Cuándo sucedió?
Jessica.- ¿Qué?
Hoederer.- (Gesto.) Todo eso. Todo eso, en tu cabeza.
Jessica.- No sé. Ayer, creo, cuando usted me miró y parecía solo.
Hoederer.- De haber sabido...
Jessica.- ¿No hubiera venido?
Hoederer.- Yo... (La mira y se encoge de hombros. Una pausa.) ¡Pero santo Dios! Si tienes vagos deseos, ahí están Slick y León para distraerte. ¿Por qué me elegiste?
Jessica.- No tengo vagos deseos y no elegí. No tuve necesidad de elegir.
Hoederer.- Me aburres. (Una pausa.) ¿Pero qué esperas? No tengo tiempo de ocuparme de ti; sin embargo, no querrás que te tire en ese diván y que después te abandone.
Jessica.- Decida.
Hoederer.- Sin embargo, deberías saber...
Jessica.- No sé nada, no soy ni una mujer, ni una niña, he vivido en un sueño y cuando me besaban, me venían ganas de reír. Ahora estoy aquí, delante de usted, me parece que acabo de despertarme y que es de mañana. Usted es verdadero.
Un hombre verdadero, de carne y hueso; le tengo verdadero miedo y creo que lo quiero de verdad.
Haga de mí lo que guste; suceda lo que suceda, no le reprocharé nada.
Hoederer.- Te dan ganas de reír cuando te besan, ¿eh? (Jessica, molesta, baja la cabeza.) ¿Eh?
Jessica.- Sí.
Hoederer.- ¿Entonces eres fría?
Jessica.- Así dicen.
Hoederer.- Y a ti, ¿qué te parece?
Jessica.- No sé.
Hoederer.- Veamos. (La besa.) ¿Y?
Jessica.- No me ha dado ganas de reír.

(La puerta se abre, entra Hugo.)


Escena IV

Hoederer, Jessica y Hugo.

Hugo.- ¿De modo que era esto?
Hoederer.- Hugo...
Hugo.- Está bien. (Una pausa.) Por eso tuvo usted consideraciones. Yo me preguntaba: ¿por qué no mandó a sus hombres que me despacharan o me echaran? Me decía: no es posible que sea tan loco o tan generoso. Pero todo se explica: era a causa de mi mujer. Lo prefiero.
Jessica.- Escucha...
Hugo.- Deja, Jessica, deja. No te lo reprocho y no estoy celoso: nosotros no nos queríamos. Pero él estuvo a punto de pescarme en la trampa: "Te ayudaré, te haré pasar a la edad de hombre". ¡Qué estúpido fui! Se reía de mí.
Hoederer.- Hugo, si quieres que te dé mi palabra de que...
Hugo.- Pero no se disculpe. Se lo agradezco, al contrario: por una vez al menos me habrá dado el gusto de verlo desconcertado. Y además..., además...
(Salta hasta el escritorio coge el revólver y apunta a Hoederer.) Y además, usted me liberó.
Jessica.- (Gritando.) ¡Hugo!
Hugo.- Ya lo ve, Hoederer, lo miro a los ojos y apunto y no me tiembla la mano y me importa un cuerno de todo lo que pasa por su cabeza.
Hoederer.- ¡Espera, chico! No hagas tonterías. Por una mujer, no.

(Hugo dispara tres tiros.
Jessica rompe a gritar. Slick y Georges entran en la habitación.)

Hoederer.- Imbécil. Lo echaste todo a perder.
Slick.- ¡Cochino!

(Saca el revólver.)

Hoederer.- No le hagáis daño.
(Cae en un sillón.) Tiró por celos.
Slick.- ¿Qué quiere decir eso?
Hoederer.- Yo me acostaba con la chica. (Una pausa.) Todo se ha ido al demonio. ¡Por una mujer!

(Muere.)


Telón



Séptimo cuadro
En el cuarto de Olga.


Escena única

Olga, Hugo.

(Primero se oyen sus voces en la noche y luego la luz va aumentando poco a poco.)

Olga.- ¿Era cierto? ¿Lo mataste por Jessica?
Hugo.- Lo... Lo maté porque había abierto la puerta. Es todo lo que sé. Si no hubiera abierto aquella puerta... Él estaba allí, tenía a Jessica en los brazos y manchas de rouge en el mentón. Era trivial. Pero yo vivía desde mucho tiempo atrás en tragedia y disparé para salvar la tragedia.
Olga.- ¿No estabas celoso?
Hugo.- ¿Celoso? Tal vez. Pero no de Jessica.
Olga.- Mírame y respóndeme sinceramente, pues lo que voy a preguntarte tiene mucha importancia. ¿Estás orgulloso de tu acción? ¿La reivindicas? ¿Volverías a ejecutarla, si estuviera pendiente?
Hugo.- ¿Acaso la ejecuté? No maté yo, sino el azar. Si hubiese abierto la puerta dos minutos antes o dos minutos después, no los hubiera sorprendido a uno en brazos del otro, no hubiera disparado. (Una pausa.) Iba a decirle que aceptaba su ayuda.
Olga.- Sí.
Hugo.- El azar disparó tres tiros, como en las malas novelas policiales. Con el azar pueden comenzar los "si": "Si me hubiera quedado un rato más delante de los castaños, si hubiera llegado hasta el límite del jardín, si hubiera vuelto al pabellón..." Pero yo, yo, allí dentro, ¿en qué me convierto? Es un asesinato sin asesino. (Pausa.) Muchas veces, en la cárcel, me preguntaba: ¿qué me diría Olga, si estuviera aquí? ¿Qué querría que yo pensara?
Olga.- (Secamente.) ¿Y qué?
Hugo.- ¡Oh! Sé muy bien lo que hubieras dicho. Me hubieras dicho: "Sé modesto, Hugo. Nos importan un bledo tus razones, tus motivos. Te pedimos que mataras a ese hombre y lo mataste. El resultado es lo que interesa". Yo..., yo no soy modesto, Olga. No conseguía separar el crimen de sus motivos.
Olga.- Lo prefiero.
Hugo.- ¿Cómo? ¿Lo prefieres? ¿Eres tú quien lo dice, Olga? Tú que siempre me has dicho...
Olga.- Te lo explicaré. ¿Qué hora es?
Hugo.- (Mirando el reloj pulsera.) Las doce menos veinte.
Olga.- Bueno. Tenemos tiempo. ¿Qué me decías? Que no comprendías tu acción.
Hugo.- Más bien creo que la comprendo demasiado. Es una caja que todas las llaves abren. Mira, puedo decirme del mismo modo, si me da la gana, que tiré por pasión política y que el furor que me asaltó cuando abrí la puerta sólo era la pequeña sacudida que había de facilitarme la ejecución.
Olga.- (Mirándolo con inquietud.) ¿Lo crees, Hugo? ¿Crees de veras que disparaste por buenos motivos?
Hugo.- Olga, lo creo todo. Estoy por preguntarme si lo maté de veras.
Olga.- ¿De veras?
Hugo.- ¿Y si todo fuera una comedia?
Olga.- Apretaste de veras el gatillo.
Hugo.- Sí. Moví el dedo de veras. Los actores también mueven los dedos, en las tablas. Fíjate, mira: muevo el índice, te apunto (Le apunta con la mano derecha y el dedo índice doblado.) Es el mismo ademán. Quizá yo no era el verdadero. Quizá lo era tan sólo la bala. ¿Por qué sonríes?
Olga.- Porque me facilitas mucho las cosas.
Hugo.- Yo me encontraba demasiado joven; quise atarme un crimen al cuello, como una piedra. Y tenía miedo de que fuera gravoso soportarlo. Qué error: es ligero, horriblemente ligero. No pesa. Mírame: he envejecido, me pasé dos años a la sombra, me separé de Jessica y llevaré esta curiosa vida perpleja hasta que tus compañeros se encarguen de liberarme. Todo eso procede de mi crimen, ¿no? Y sin embargo, no pesa, no lo siento. Ni en el cuello, ni en los hombros, ni en el corazón. Se ha convertido en mi destino, ¿comprendes?, gobierna mi vida desde fuera, pero no puedo verlo, ni tocarlo, no es mío, es una enfermedad mortal que mata sin dolor. ¿Dónde está? ¿Existe? Sin embargo, disparé. La puerta se abrió... Yo quería a Hoederer, Olga. Lo quería como no he querido a nadie en el mundo. Me gustaba verlo y oírlo. Me gustaban sus manos y su cara, y cuando estaba con él, todas mis tormentas se sosegaban. No es mi crimen lo que me mata, sino su muerte. (Pausa.) En fin. Nada sucedió.
Nada. Pasé diez días en el campo y dos años preso: no he cambiado; sigo siendo siempre tan charlatán. Los asesinos deberían llevar una señal distintiva. Una amapola en el ojal. (Pausa.) Bueno. ¿Y qué? ¿Conclusión?
Olga.- Volverás al Partido.
Hugo.- Bueno.
Olga.- A medianoche Louis y Charles han de regresar para despacharte. No les abriré. Les diré que eres recuperable.
Hugo.- (Se ríe.) ¡Recuperable! Valiente palabra. Eso se dice de las basuras, ¿no es cierto?
Olga.- ¿Estás de acuerdo?
Hugo.- ¿Por qué no?
Olga.- Mañana recibirás nuevas consignas.
Hugo.- Bien.
Olga.- ¡Uf! (Se deja caer en una silla.)
Hugo.- ¿Qué te pasa?
Olga.- Estoy contenta. (Una pausa.) Has hablado tres horas y durante todo el tiempo estuve con miedo.
Hugo.- ¿Miedo de qué?
Olga.- De lo que me vería obligada a decirles. Pero todo marcha bien. Volverás con nosotros y harás trabajo de hombre.
Hugo.- ¿Me ayudarás como antes?
Olga.- Sí, Hugo. Te ayudaré.
Hugo.- Te quiero bien, Olga. Sigues siendo la misma. Tan pura. Tan limpia. Tú me enseñaste la pureza.
Olga.- ¿Envejecí?
Hugo.- No. (Le coge la mano.)
Olga.- He pensado en ti todos los días.
Hugo.- ¡Dime, Olga!
Olga.- ¿Qué?
Hugo.- La de los paquetes, ¿no eras tú?
Olga.- ¿Qué paquetes?
Hugo.- Los bombones.
Olga.- No. No fui yo. Pero sabía que iban a enviártelos.
Hugo.- ¿Y los dejaste?
Olga.- Sí.
Hugo.- ¿Pero qué pensabas, para ti?
Olga.- (Mostrando su pelo.) Mira.
Hugo.- ¿Qué hay? ¿Cabellos blancos?
Olga.- Aparecieron en una noche.
No me abandonarás nunca. Y si se presentan malos momentos, los soportaremos juntos.
Hugo.- (Sonriendo.) ¿Te acuerdas? Raskolnikov.
Olga.- (Sobresaltándose.) Raskolnikov.
Hugo.- Es el nombre que me elegiste para la clandestinidad. ¡Oh, Olga! Ya no te acuerdas.
Olga.- Sí. Me acuerdo.
Hugo.- Volveré a usarlo.
Olga.- No.
Hugo.- ¿Por qué? Me gustaba mucho. Tú decías que me quedaba como un guante.
Olga.- Eres demasiado conocido con ese nombre.
Hugo.- ¿Conocido? ¿Por quién?
Olga.- (Repentinamente cansada.) ¿Qué hora es?
Hugo.- Las menos cinco.
Olga.- Escucha, Hugo. Y no me interrumpas. Todavía tengo algo que decirte. Casi nada. No hay que darle importancia. Te... te asombrará primero, pero comprenderás poco a poco.
Hugo.- ¿Qué?
Olga.- Me... me alegra lo que has dicho a propósito de tu... de tu 
acción. Si hubieses estado orgulloso o simplemente satisfecho, te hubiera resultado más difícil.
Hugo.- ¿Difícil? ¿Difícil qué?
Olga.- Olvidarlo.
Hugo.- ¿Olvidarlo? Pero, Olga...
Olga.- ¡Hugo! Tienes que olvidarlo. No te pido gran cosa; tú mismo lo has dicho: no sabes ni lo que hiciste ni por qué lo hiciste. Ni siquiera estás seguro de haber matado a Hoederer. Pues bien, andas bien encaminado; hay que llegar un poco más lejos, eso es todo. Olvídalo; fue una pesadilla. Nunca más hables de él; ni siquiera a mí. El tipo que mató a Hoederer ha muerto. Se llamaba Raskolnikov, fue envenenado con bombones de licor. (Le acaricia el pelo.) Te elegiré otro nombre.
Hugo.- ¿Qué ha sucedido, Olga? ¿Qué habéis hecho?
Olga.- El Partido cambió de política. (Hugo la mira fijamente.) No me mires así. Trata de comprender. Cuando te enviamos con Hoederer, las comunicaciones con la U.R.S.S. estaban interrumpidas. Debíamos elegir solos nuestras líneas.
¡No me mires así, Hugo! No me mires así.
Hugo.- ¿Y después?
Olga.- Después se restablecieron los enlaces. El invierno pasado la U.R.S.S. nos hizo saber que deseaba, por razones puramente militares, que nos acercáramos al Regente.
Hugo.- ¿Y... y obedecisteis?
Olga.- Sí. Formamos un comité clandestino de seis miembros con los del Gobierno y los del Pentágono.
Hugo.- Seis miembros. ¿Y tenéis tres votos?
Olga.- Sí. ¿Cómo lo sabes?
Hugo.- Una idea. Continúa.
Olga.- Desde ese momento nuestras tropas prácticamente no intervinieron ya en las operaciones. Quizá hayamos economizado cien mil vidas humanas. Sólo que al mismo tiempo los alemanes invadieron el país.
Hugo.- Perfecto. Supongo que los Soviets os habrán dado a entender que no deseaban entregar el poder al Partido Proletario solamente; que tendrían inconvenientes con los aliados y que, por lo demás, serían rápidamente barridos por una insurrección.
Olga.- Pero...
Hugo.- Me parece que ya he oído todo esto. ¿Y entonces, Hoederer?
Olga.- Su tentativa fue prematura, y no era el hombre que convenía para dirigir esa política.
Hugo.- Entonces había que matarlo: es luminoso. Pero supongo que habréis rehabilitado su memoria.
Olga.- No había más remedio.
Hugo.- Tendrá su estatua, al fin de la guerra, tendrá calles en todas nuestras ciudades y su nombre en los libros de historia. Me gusta por él. Su asesino, ¿quién era? ¿Un tipo a sueldo de Alemania?
Olga.- Hugo...
Hugo.- Responde.
Olga.- Los camaradas sabían que eras de los nuestros. Nunca creyeron en el crimen pasional.
Así que se les explicó... lo que se pudo.
Hugo.- Mentisteis a los camaradas.
Olga.- Mentir, no. Pero... pero estamos en guerra, Hugo. No se puede decir la verdad a las tropas. (Hugo lanza una carcajada.) ¿Qué te pasa? ¡Hugo! ¡Hugo!

(Hugo se deja caer en un sillón riendo hasta las lágrimas.)

Hugo.- ¡Todo lo que él decía! ¡Todo lo que él decía! ¡Es una farsa!
Olga.- ¡Hugo!
Hugo.- Espera, Olga, déjame reír. Hace diez años que no me río tanto. Éste sí que es un crimen que estorba: nadie quiere saber nada de él. Yo no sé por qué lo cometí y vosotros no sabéis qué hacer de él. (La mira.) Sois iguales.
Olga.- Hugo, te lo ruego.
Hugo.- Iguales. Hoederer, Louis, tú, sois todos de la misma especie. De la buena especie. Guapos, conquistadores, jefes. Sólo yo me equivoqué de puerta.
Olga.- Hugo, tú querías a Hoederer.
Hugo.- Creo que nunca lo quise tanto como en ese momento.
Olga.- Entonces tienes que ayudarnos a proseguir su obra.
(Hugo la mira. Ella retrocede.) ¡Hugo!
Hugo.- (Suavemente.) No tengas miedo, Olga. No te haré daño. Sólo has de callarte. Un minuto, justo un minuto para poner mis ideas en orden. Bueno. Entonces, yo soy recuperable. Perfecto. Pero completamente solo, completamente desnudo, sin bagajes. A condición de cambiar de pellejo, y si pudiera llegar a ser amnésico, mejor aún. El crimen no es recuperable, ¿eh? Fue un error sin importancia. Queda donde está, en el cajón de basuras. En cuanto a mí, cambio de nombre desde mañana, me llamaré Julien Sorel o Rastignac o Muichkine y trabajaré mano a mano con los tipos del Pentágono.
Olga.- Voy...
Hugo.- Calla, Olga. Te lo suplico, no digas una palabra. (Reflexiona un momento.) No.
Olga.- ¿Qué?
Hugo.- No. No trabajaré con vosotros.
Olga.- Hugo, pero no has comprendido. Vendrán con los revólveres...
Hugo.- Lo sé. Hasta se han retrasado.
Olga.- No puedes dejarte matar como un perro. ¡No aceptarás morir por nada! Confiaremos en ti, Hugo. Vivirás, serás de verdad nuestro camarada, ya diste pruebas...

(Un automóvil. Ruido de motor.)

Hugo.- Ahí están.
Olga.- Hugo, sería criminal: el Partido...
Hugo.- Nada de grandes palabras, Olga. Hubo demasiadas grandes palabras en esta historia y ya hicieron mucho daño. (El automóvil pasa.) No era el coche de ellos. Tengo tiempo de explicarte. Escucha: no sé por qué maté a Hoederer, pero sé por qué hubiera debido matarlo: porque hacía mala política, porque mentía a sus camaradas y porque corría el riesgo de corromper el Partido. Si hubiera tenido el coraje de disparar cuando estaba solo con él en su despacho, habría muerto por esto y yo podría pensar en mí sin avergonzarme. Me avergüenzo de mí porque lo maté... después. Y vosotros me pedís que me avergüence todavía más y que decida que lo maté por nada. Olga, lo que yo pensaba sobre la política de Hoederer continúo pensándolo. Cuando estaba preso creía que estabais de acuerdo conmigo y eso me sostenía; ahora sé que soy el único de mi opinión, pero no la cambiaré. (Ruido de motor.)
Olga.- Esta vez son ellos. Escucha, no puedo... Toma ese revólver, sal por la puerta de mi cuarto y prueba suerte.
Hugo.- (Sin tomar el revólver.) Habéis hecho de Hoederer un gran hombre. Pero yo lo quise como nunca lo querréis. Si renegara de mi acto, se convertiría en un cadáver anónimo, en una pérdida para el Partido.
(El automóvil se detiene.) Muerto por casualidad. Muerto por una mujer.
Olga.- Vete.
Hugo.- Un tipo como Hoederer no muere por casualidad. Muere por sus ideas, por su política; es responsable de su muerte. Si reivindico mi crimen delante de todos, si reclamo mi nombre de Raskolnikov y si acepto pagar el precio necesario, entonces habrá tenido la muerte que le corresponde. (Llaman a la puerta.)
Olga.- Hugo, yo...
Hugo.- (Dirigiéndose a la puerta.) Todavía no he matado a Hoederer, Olga. Todavía no.
Ahora voy a matarlo. Y a mí también.
Olga.- (Gritando.) ¡Marchaos! 
¡Marchaos!

(Hugo abre la puerta y se inclina ligeramente.)

Hugo.- No recuperable.


Telón
FIN