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26/5/15

Auto-da-fe Tennessee Williams




Auto-da-fe

Tennessee Williams

PERSONAJES:
MME. DUVENET
ELOI1, su hijo

Escena
La terraza de delante de una vieja casita de madera en el Vieux Carré de Nueva Orleans. Hay palmeras o plátanos, uno a cada lado de los es­calones de la terraza, macetas de geranios y de otras flores de colores vivos a lo largo de la ba­laustrada, que es baja. El conjunto da una impre­sión de siniestra antigüedad; incluso las flores sugieren la riqueza de la decadencia. No lejos de allí, en Bourbon Street, la abigarrada procesión de bares y cabarets lanza a los aires los sones, amortiguados por la distancia, de los tocadiscos y, de cuando en cuando, algunas carcajadas. MADAME DUVENET, una frágil mujer de sesenta y sie­te años, está sentada meciéndose en la terraza, iluminada por el débil y triste resplandor de una puesta de sol de agosto. ELOI, su hijo, sale de la casa. Es un hombre frágil, de cerca de cuaren­ta años, de tipo flaco y ascético, con ojos oscuros y febriles.

Ambos, madres e hijo, son fanáticos, y en su modo de hablar hay un matiz de magia poética o religiosa.

MME. DUVENET: ¿Por qué le hablaste en un tono tan desagradable a la señorita Bordelon?
ELOI (Apoyándose contra la columna): Me saca de quicio.
MME. DUVENET: Todos los huéspedes que tenemos te son antipáticos.
ELOI: No es de fiar. Creo que entra en mi habi­tación.
MME. DUVENET: ¿Qué te hace pensar eso? 
ELOI: Tengo pruebas de ello.
MME. DUVENET: Pues puedo asegurarte que no en­tra en tu cuarto.
ELOI: Alguien entra en mi habitación y anda en mis cosas.
MME. DUVENET: Nadie toca jamás nada en tu ha­bitación.
ELOI: Mi cuarto es mío. No quiero que entre en él nadie.
MME. DUVENET: Sabes muy bien que yo tengo que entrar para limpiarlo.
ELOI: No quiero que lo limpies.
MME. DUVENET: ¿Quieres que esté sucio?
ELOI: Lo que quiero es que no entres, ni a lim­piarlo ni a nada.
MME. DUVENET: ¿Cómo ibas a poder vivir en una habitación que no se limpiase nunca?
ELOI: La limpiaré yo mismo cuando sea nece­sario.
MME. DUVENET: Cualquiera diría que escondes algo. 
ELOI: ¿Qué voy a esconder?
MME. DUVENET: No puedo imaginármelo. Por eso resulta tan extraño que te opongas tan firme-mente a que entre en tu habitación tu propia madre.
ELOI: Todo el mundo necesita un poco de intimi­dad, madre.
MME. DUVENET (Muy digna): Tu intimidad, Eloi, se considerará sagrada.
ELOI: Hum.
MME. DUVENET: Dejaré que se acumule la basura. 
ELOI (Vivamente): ¿Qué entiendes por «basura»? 
MME. DUVENET (Con tristeza): El polvo y el desorden en que prefieres vivir antes que dejar que tu madre entre en tu cuarto para limpiarlo.
ELOI: Tu escoba y su recogedor no servirían de gran cosa. En este barrio hasta el aire es impuro.
MME. DUVENET: No es tan puro como podría ser. A mí me gustan las cortinas limpias, las ropas blancas, me gusta tener todas las cosas de la casa inmaculadas, impecables.
ELOI: Entonces, ¿por qué no nos mudamos a la parte nueva de la ciudad, donde todo es más limpio?
MME. DUVENET: En esta manzana la propiedad ha perdido todo valor. No podemos vender nues­tra casa por lo que nos costaría pintar las paredes.
ELOI: No te comprendo, madre. Siempre estás con el estribillo de la pureza, la manía de la pure­za, y, sin embargo, no te importa vivir en medio de la corrupción.
MME. DUVENET: Yo no tengo ninguna manía. Vivo aquí porque no tengo otro remedio. Y en cuanto a la corrupción, jamás he permitido que me tocase.
ELOI: Pues te toca, te toca. No podemos evitar respirarla. Se nos mete en la nariz e incluso penetra en la sangre.
MME. DUVENET: Creo que eres tú el único que tie­ne manías aquí. No hablas nunca tranquilamente. Siempre te sales por la tangente y elevas la voz y nos excitas a todos sin motivo ninguno.
ELOI: He pasado ya por casi todo lo que puedo soportar, madre.
MME. DUVENET: Bueno, y ¿qué quieres hacer?
ELOI: Marcharme de aquí, mudarme. Este asma mía, en una atmósfera limpia, en la parte alta de la ciudad, donde el aire es más puro, estoy seguro de que no la padecería tan a menudo.
MME. DUVENET: Lo dejo enteramente en tus manos. Si puedes encontrar a alguien que haga una oferta aceptable, estoy dispuesta a mudarme.
ELOI: No tienes ni fuerza para mudarte ni volun­tad para romper con las cosas a que estás acostumbrada. No sabes hasta qué punto estamos afectados ya.
MME. DUVENET: ¿Por qué, Eloi?
ELOI: ¡Por esta vieja y fétida ciénaga en la que vivimos, el Vieux Carré! ¡Aquí brotan todas las especies de degeneración imaginables, no a cier­ta distancia, sino delante de nuestros ojos!
MME. DUVENET: Creo que estás exagerando un poco.
ELOI: Lees los periódicos, oyes hablar a la gente, pasas delante de las ventanas abiertas. ¡No puedes ignorar por completo lo que ocurre! Anoche mutilaron horriblemente a una mujer. Un hombre rompió una botella y le restregó por la cara el extremo roto.
MME. DUVENET: Esas cosas les pasan por llevar una vida disoluta.
ELOI: Noche tras noche hay crímenes en los par­ques.
MME. DUVENET: Todos los parques no están en este barrio.
ELOI: Todos los parques no están en este barrio, pero la decadencia sí. ¡Esa es la lesión princi­pal, el foco de infección, el chancro! En medicina se dice que se propaga por metástasis. Penetra por los capilares y pasa a los princi­pales vasos sanguíneos. ¡De allí se extiende por todos los tejidos que los rodean! ¡Al final no queda nada más que podredumbre!
MME. DUVENET: Eloi, no es necesario hablar en tér­minos tan violentos.
ELOI: Me irrita profundamente.
MME. DUVENET: Debes evitar dar la impresión de ser un exaltado.
ELOI: ¿Tú no tomas posición contra ello?
MME. DUVENET: Sabes bien cuál es mi posición. 
ELOI: Yo sé lo que debe hacerse.
MME. DUVENET: Debe haber leyes encaminadas a hacer reformas.
ELOI: No sólo reformas, sino medidas verdaderamente drásticas.
MME. DUVENET: Yo también soy partidaria de eso, pero dentro de los límites razonables.
ELOI: Razonables, razonables. No puedes ser razo­nable, madre, y extirpar el mal. Es preciso arra­sar la ciudad.
MME. DUVENET: ¿Quieres decir derribar esta parte vieja?
ELOI: ¡Condenarla y demolerla!
MME. DUVENET: Eso no es una posición razonable. 
ELOI: Esa es la posición que yo tomo.
MME. DUVENET: Entonces me temo que no eres una persona razonable.
ELOI: Tengo buenos precedentes.
MME. DUVENET: ¿Qué quieres decir?
ELOI: ¡En las Escrituras hay casos de ciudades destruidas por la justicia del fuego cuando se convirtieron en nidos de inmundicia!
MME. DUVENET: Eloi, Eloi.
ELOI: ¡Condénala, digo, y purifícala por el fuego! 
MME. DUVENET: Tienes una respiración fatigosa. ¡Eso es lo que te provoca el asma, la sobre-excitación, no sólo el respirar aire viciado!
ELOI (Tras una pausa durante la cual se ha quedado pensativo): Tengo una respiración fa­tigosa.
MME. DUVENET: Siéntate y trata de serenarte. 
ELOI: No puedo serenarme.
MME. DUVENET: Deberlas ir a tomar una tableta de amytal.
ELOI: No quiero acostumbrarme a tomar medica­mentos y no poder pasar sin ellos. No estoy muy bien. Nunca me siento bien.
MME. DUVENET: Nunca te cuidas como es debido. 
ELOI: Apenas si recuerdo la época en que me sen­tía realmente bien.
MME. DUVENET: Nunca has sido todo lo fuerte que yo hubiera querido que fueses.
ELOI: Parece como si tuviese fatiga crónica.
MME. DUVENET: Los Duvenet siempre han padeci­do, sobre todo, de los nervios.
ELOI: ¡Oye! ¡Yo tuve una sinusitis! ¿A eso lo llamas nervios?
MME. DUVENET: No, pero...
ELOI: ¡Óyeme! Este asma, este sofoco, este ahogo que siento, ¿a esto lo llamas nervios?
MME. DUVENET: Nunca he estado de acuerdo con el doctor sobre ese padecimiento.
ELOI: ¡Odias a todos los médicos, te enfurece la cuestión!
MME. DUVENET: Yo pienso que toda curación co­mienza con la fe en el espíritu.
ELOI: ¡No puedo seguir así, sin dormir!
MME. DUVENET: Yo creo que lo que te produce in­somnio es comer por la noche.
ELOI: Me calma el estómago.
MME. DUVENET: Algo líquido también te lo calmaría.
ELOI: Los líquidos no me satisfacen.
MME. DUVENET: Pues entonces algo digestivo. Quizá una papilla caliente, con cacao o foscao.
ELOI: ¡Una especie de barro que da náuseas sólo de mirarlo!
MME. DUVENET: Observo que por la noche te destapas.
ELOI: No puedo soportar la colcha en verano. 
MME. DUVENET: Por la noche tienes que cubrir el cuerpo con algo.
ELOI: ¡Oh, Señor, Señor!
MME. DUVENET: ¡Tu cuerpo transpira, y si no te tapas te enfrías!
ELOI: Estás obsesionada con los enfriamientos. 
MME. DUVENET: Únicamente porque tú eres exageradamente propenso a coger resfriados.
ELOI (Con singular intensidad): ¡No se trata de un resfriado! ¡Es una sinusitis!
MME. DUVENET: ¡La sinusitis y todas las afecciones catarrales tienen las mismas causas que los res­friados!
ELOI: Todas las mañanas, a las diez, con la precisión del reloj, empieza a dolerme la cabeza, y no cesa el dolor hasta bien entrada la tarde.
MME. DUVENET: Muchas veces la congestión nasal es la causa del dolor de cabeza.
ELOI: ¡La congestión nasal no tiene nada que ver con este dolor!
MME. DUVENET: ¿Cómo lo sabes?
ELOI: ¡Porque no es en ese sitio!
MME. DUVENET: ¿Dónde es, entonces?
ELOI: Es aquí, en la base del cráneo. Y se extien­de por aquí.
MME. DUVENET: ¿Por dónde?
ELOI: ¡Por aquí!
MME. DUVENET (Tocándole la frente): ¡Oh, ahí! 
ELOI: No, no, ¿estás ciega? ¡He dicho aquí! 
MME. DUVENET: ¡Oh, aquí!
ELOI: ¡Sí! ¡Aquí!
MME. DUVENET: Bueno, pues puede ser vista can­sada.
ELOI: ¿Cuando acabo de cambiar los cristales de las gafas?
MME. DUVENET: Siempre lees con mala luz.
ELOI: Pareces estar convencida de que me hago daño a mí mismo.
MME. DUVENET: Sí que te lo haces.
ELOI: ¡Tú qué sabes! (Enigmático.) Hay miles de cosas que tú no sabes, madre.
MME. DUVENET: Nunca he pretendido ni deseado saber mucho. (Caen en un silencio y MME. DUVENET se mece lentamente. Ha oscurecido casi del todo. Se oye un tocadiscos lejano que toca The New San Antonio Rose. Por fin habla ella, en un tono tranquilo, litúrgico.) Hay tres normas sencillas que yo deseo que observes. ¡Pri­mera, que lleves camisetas siempre que el tiem­po esté inseguro! ¡Segunda, que no duermas destapado, que no apartes la colcha por la no-che! ¡Tercera, que mastiques la comida, que no la engullas! ¡Come como una persona y no como un perro! ¡Además de esas tres sencillí­simas reglas de higiene común, lo único que necesitas es tener fe en la curación espiritual! (ELOI la mira un momento abrumado por la desesperación. Después da un gemido y se le­vanta del escalón.) ¿Por qué esa mirada y ese gemido?
ELOI (Con intensidad): ¡Tú... no... sabes! 
MME. DUVENET: ¿Qué es lo que no sé?
ELOI: ¡Tu mundo es tan simple! ¡Vives en el limbo!
MME. DUVENET: ¿Ah, sí?
ELOI: ¡Sí., madre, sí! ¡Soy para ti un extraño, una persona desconocida! ¡Vivo en una casa en la que nadie me conoce!
MME. DUVENET: ¡Me cansas, Eloi, cuando te pones tan excitado!
ELOI: No te enteras de nada. ¡Te sientas a me­certe en la terraza y hablas de cortinas blancas bien limpias! ¡Mientras yo me abraso, me consumo, y nadie toca el timbre, nadie da la señal de alarma!
MME. DUVENET: ¿De qué estás hablando?
ELOI: ¡Carga intolerable! ¡La conciencia de todos los hombres enlodados!
MME. DUVENET: No te entiendo.
ELOI: ¡Más claro no puedo hablar!
MME. DUVENET: ¡Ve a confesarte!
ELOI: ¡El cura es un tullido con faldas!
MME. DUVENET: ¿Cómo puedes decir semejante cosa?
ELOI: ¡Porque le he visto las faldas y las mule­tas, y he oído su murmullo sin sentido a través de la madera!
MME. DUVENET: ¡No hables así en mi presencia! 
ELOI: ¡Es una magia gastada, ya no quema! 
MME. DUVENET: ¿Que ya no quema? e .Y por qué había de quemar?
ELOI: ¡Porque hay que quemar!
MME. DUVENET: ¿Para qué?
ELOI (Apoyándose en la columna): ¡Para que arda todo, por Dios, por la purificación! ¡Oh, Dios, Dios! ¡No puedo entrar en la casa ni puedo estar aquí fuera! ¡Ni siquiera puedo respirar bien, no sé qué va a ser de mí!
MME. DUVENET: Vas a provocarte un ataque. ¡Sién­tate! Ahora dime con calma y tranquilidad qué es lo que te pasa. ¿Qué es lo que te ronda en la cabeza desde hace diez días?
ELOI: ¿Cómo sabes que me preocupa algo?
MME. DUVENET: Estás preocupado por algo desde el martes de la semana pasada.
ELOI: Sí, es verdad. Estoy preocupado. No creí que te hubieses dado cuenta...
MME. DUVENET: ¿Qué sucedió en Correos? 
ELOI: ¿Cómo sabes que fue allí?
MME. DUVENET: Porque no hay nada en casa que pueda explicar tu estado.
ELOI (Inclinándose hacia atrás, agotado): No. 
MME. DUVENET: Entonces, evidentemente era algo de la oficina.
ELOI: Sí....
MME. DUVENET: ¿Qué fue, Eloi? (En el otro extre­mo de la calle un vendedor de tamales pregona su mercancía con una voz sonora y obsesionante: « ¡Calentitos, que queman. Calentitos. Calientes! » Marcha en sentido contrario y la voz se pierde.) ¿Qué fue, Eloi?
ELOI: Una carta.
MME. DUVENET: ¿Recibiste una carta de alguien? ¿Y eso te trastornó?
ELOI: No recibí ninguna carta.
MME. DUVENET: Entonces, ¿por qué dices «una carta»?
ELOI: Una carta llegó a mis manos por casualidad, madre.
MME. DUVENET: ¿Cuando estabas clasificando el correo?
ELOI: ¡Sí!
MME. DUVENET: ¿Y qué había en esa carta que te agobia de ese modo?
ELOI: La carta había sido echada sin cerrar y cayó una cosa.
MME. DUVENET: ¿Cayó una cosa del sobre abierto? 
ELOI: ¡Sí!
MME. DUVENET: ¿Qué fue lo que cayó?
ELOI: Una fotografía.
MME. DUVENET: ¿Una qué?
ELOI: ¡Una fotografía!
MME. DUVENET: ¿Qué clase de fotografía? (ELOI no contesta. A lo lejos, el tocadiscos empieza a tocar otra vez la misma melodía con su absurda alegría.) Eloi, ¿qué clase de fotografía cayó del sobre?
ELOI (Lenta y tristemente): La señorita Bordelon está en el vestíbulo escuchando todo lo que estoy diciendo.
MME. DUVENET (Volviéndose vivamente): ¡No está en el vestíbulo!
ELOI: ¡Tiene la oreja pegada a la puerta!
MME. DUVENET: Está en su dormitorio leyendo. 
ELOI: ¿Leyendo qué?
MME. DUVENET: ¿Cómo voy a saber lo que está leyendo? ¿Qué importa lo que esté leyendo?
ELOI: Lleva un diario de todo lo que se dice en la casa. ¡La veo tomar notas taquigráficas en la mesa!
MME. DUVENET: Pero, bueno, ¿para qué iba a tomar en taquigrafía nuestra conversación?
ELOI: ¿No has oído hablar de personas que contratan investigadores?
MME. DUVENET: ¡Eloi, dices unas cosas tan ho­rribles!
ELOI (Calmado): Es posible que me equivoque. Es posible que me equivoque.
MME. DUVENET: ¡Eloi, claro que te equivocas! Va­mos, sigue contándome lo que empezaste a de­cir de la fotografía.
ELOI: Se cayó del sobre una fotografía obscena. 
MME. DUVENET: ¿Una qué?
ELOI: Una fotografía indecente.
MME. DUVENET: ¿De quién?
ELOI: De dos figuras desnudas.
MME. DUVENET: ¡Oh...! ¿Eso era todo?
ELOI: Tú no has visto la fotografía.
MME. DUVENET: ¿Tan terrible era?
ELOI: ¡Rebasa toda descripción!
MME. DUVENET: ¿Tan terrible como todo eso?
ELOI: No. Peor. ¡Yo sentí como si algo explotase, me estallase en las manos y un ácido me escal­dase la cara!
MME. DUVENET: ¿Quién te envió esa horrible fotografía, Eloi?
ELOI: No era para mí.
MME. DUVENET: ¿A quién iba dirigida?
ELOI: ¡A uno de esos... ricos... anticuarios de... la calle...
MME. DUVENET: ¿Y quién era el remitente? 
ELOI: Un estudiante universitario.
MME. DUVENET: ¿No se puede denunciar al remi­tente?
ELOI: Ya lo creo. Y le pueden condenar a años de cárcel.
MME. DUVENET: No veo razón alguna para apiadar-se en un caso semejante.
ELOI: Ni yo tampoco.
MME. DUVENET: Entonces, ¿qué hiciste?
ELOI: Todavía no he hecho nada.
MME. DUVENET: ¡Eloi! ¿No has informado de ello a las autoridades?
ELOI: Todavía no lo he comunicado a las auto­ridades.
MME. DUVENET: ¡No se me ocurre ningún motivo de vacilación!
ELOI: No podía actuar sin hacer alguna averi­guación.
MME. DUVENET: Averiguación, ¿de qué?
ELOI: De todas las circunstancias que rodeaban el asunto.
MME. DUVENET: ¡La única circunstancia que hay que tener en cuenta es que una persona utiliza el correo para esos fines!
ELOI: ¡La edad del remitente se ha de tener en cuenta!
MME. DUVENET: ¿Era joven el remitente?
ELOI: Sólo tiene diecinueve años.
MME. DUVENET: ¿Y viven sus padres?
ELOI: Ambos viven y en la ciudad. El remitente es hijo único.
MME. DUVENET: ¿Cómo conoces todos esos datos del remitente?
ELOI: Porque he realizado una investigación pri­vada.
MME. DUVENET: Y ¿cómo te las arreglaste?
ELOI: Telefoneé al remitente, fui a su residencia. Hablamos en privado y lo discutimos todo. El creyó que yo había ido allí por dinero. Que tra­taba de retener la carta para hacerle chantaje.
MME. DUVENET: Verdaderamente espantoso.
ELOI: Naturalmente, hube de explicarle que yo era un empleado del Estado que tenía ciertas obligaciones para con su empleador, y que real-mente era un exceso de deferencia por mi par-te incluso el demorar la adopción de las medi­das que debían adoptarse.
MME. DUVENET: De las medidas que han de adop­tarse.
ELOI: Y entonces el remitente empezó a ponerse grosero. Insolente. ¡No puedo repetir las acusaciones, las perversas sugerencias! Salí corriendo de aquella habitación. Me dejé allí el sombrero. ¡Ni siquiera pude volver a recogerlo! 
MME. DUVENET: Eloi, Eloi. ¡Oh, querido Eloi! ¿Cuándo fue eso, la entrevista con el remitente? 
ELOI: La entrevista fue el viernes.
MME. DUVENET: Hace tres días. ¿Y todavía no has hecho nada?
ELOI: Por más que pensaba en ello no podía de­cidirme a hacer nada.
MME. DUVENET: Ya es demasiado tarde.
ELOI: ¿Por qué dices que es demasiado tarde? 
MME. DUVENET: Has retenido la carta demasiado tiempo para poder hacer nada.
ELOI: Oh, no, te aseguro que no. Ya no estoy pa­ralizado.
MME. DUVENET: Pero si informas ahora sobre la carta te preguntarán que por qué no lo has hecho antes.
ELOI: Puedo explicar por qué no lo he hecho. 
MME. DUVENET: No, no, es mucho mejor no hacer nada ya.
ELOI: Tengo que hacer algo.
MME. DUVENET: Lo mejor es que destruyas la carta. 
ELOI: ¿Y que el delito quede impune?
MME. DUVENET: ¡Qué otra cosa puedes hacer des­pués de haber vacilado tanto!
ELOI: ¡Tiene que haber un castigo!
MME. DUVENET: ¿Dónde está la carta?
ELOI: La tengo aquí en el bolsillo.
MME. DUVENET: ¿Llevas eso contigo?
ELOI: En el bolsillo interior.
MME. DUVENET: ¡Oh, Eloi, qué necio, qué insensa­to eres! ¡Suponte que sucede algo y te encuen­tran una cosa así mientras estás inconsciente y no puedes explicar por qué la llevas contigo!
ELOI: ¡Baja la voz! ¡Esa mujer está escuchán­donos!
MME. DUVENET: ¿La señorita Bordelon? ¡No! 
ELOI: Te digo que sí. Le pagan para que nos espíe. ¡Pega el oído a la pared cuando hablo en sueños!
MME. DUVENET: Eloi, Eloi.
ELOI: ¡La han contratado para espiar, fisgar y husmear en la casa!
MME. DUVENET: ¿A quiénes te refieres?
ELOI: ¡Al estudiante, al anticuario!
MME. DUVENET: Hablas con tal vehemencia que me asustas. ¡Eloi, tienes que destruir esa carta in­mediatamente!
ELOI: ¿Destruirla?
MME. DUVENET: ¡Sí!
ELOI: ¿Cómo?
MME. DUVENET: ¡Quémala!

(ELOI se levanta, inquieto. Por tercera vez el le­jano tocadiscos empieza a hacer sonar The New San Antonio Rose, con su ritmo de polka y sus gritos de frenético alborozo)

ELOI (Débilmente): ¡Sí., sí..., quemarla!
MME. DUVENET: ¡Quémala ahora mismo!
ELOI: La quemaré dentro de la casa.
MME. DUVENET: No, quémala aquí mismo, delante de mí.
ELOI: Tú no puedes verla.
MME. DUVENET: ¡Dios mío, Dios mío, me sacaría los ojos antes de mirar esa fotografía!
ELOI (Con voz ronca): Creo que es mejor en la cocina o en el sótano.
MME. DUVENET: ¡No, no, Eloi, quémala aquí! ¡En la terraza!
ELOI: Puede verme alguien.
MME. DUVENET: ¿Y qué?
ELOI: Podría pensar quien me viera que es algo mío.
MME. DUVENET: ¡Eloi, Eloi, sácala y quémala! ¿Me oyes? ¡Quémala ahora! ¡En este mismo instante!
ELOI: Vuélvete de espaldas. La sacaré del bolsillo. 
MME. DUVENET (Volviéndose): ¿Tienes cerillas, Eloi?
ELOI (Tristemente): Sí, tengo cerillas, madre.
MME. DUVENET: Muy bien. Quema la carta y esa terrible fotografía. (ELOI saca torpemente unos papeles de su bolsillo interior. Le tiembla tanto la mano que la fotografía se le escapa y cae en los escalones de la terraza. ELOI gime al aga­charse lentamente para recogerla.) ¡Eloi! ¿Qué pasa?
ELOI: Se me... cayó la fotografía.
MME. DUVENET: ¡Cógela y préndele fuego inmedia­tamente!
ELOI: Sí...

(Enciende una cerilla. Su rostro está lívido a la luz de la llama y al mirar la hoja de papel los ojos parecen salírsele de las órbitas. Respira anhelosamente. Acerca la llama al papel, manteniéndolos a una pulgada de distancia, pero parece incapaz de juntarlos. De repente da un grito ahogado y deja caer la cerilla)

MME. DUVENET (Volviéndose): ¡Eloi, te has quemado los dedos!
ELOI: ¡Sí!
MME. DUVENET: Oh, vamos a la cocina y déjame ponerte un poco de bicarbonato. (ELOI se vuel­ve y entra rápidamente en la casa. Ella le si­gue.) ¡Ve en seguida a la cocina! ¡Les pondre­mos bicarbonato! (Ella va a coger el picaporte para abrir la puerta. ELOI echa el pestillo. MADAME DUVENET empuja la puerta y la encuentra cerrada con pestillo.) ¡Eloi! (El la mira a tra­vés de la tela metálica de la puerta. En la voz de ella hay una nota de terror.) ¡Eloi! ¡Has atrancado la puerta! ¿En qué estás pensando, Eloi? (ELOI da la vuelta lentamente y desapare­ce de la vista del espectador.) ¡Eloi, Eloi! ¡Vuelve aquí y abre esta puerta! (En el inte­rior de la casa se cierra de golpe una puerta y se oye la voz sorprendida y airada de la seño­rita Bordelon, MME. DUVENET grita ahora frené­ticamente.) ¡Eloi, Eloi! ¿Por qué has cerrado la puerta dejándome fuera? ¿Qué estás hacien­do ahí? ¡Abre la puerta, por favor! (Dentro se eleva violentamente la voz de ELOI. La mujer que está dentro grita, asustada. Se oye un ruido metálico como si se arrojase un objeto de estaño contra una pared. La mujer chilla; des­pués hay una explosión apagada. MME. DUVENET araña y golpea la puerta de tela metálica.) ¡Eloi, Eloi! ¡Oh, respóndeme, Eloi! (De repen­te brota una viva llamarada en el interior de la casa. La luz flamea a través de la puerta y se vierte sobre la figura crispada de la anciana, que parece una bruja. Esta da un alarido de terror y se vuelve, aturdida. Con movimientos y gestos rígidos y grotescos, baja tambaleándo­se los escalones de la terraza y empieza a gri­tar con voz ronca y desesperada.) ¡Fuego! ¡Fuego! ¡La casa está ardiendo, está ardiendo, está ardiendo la casa!

TELÓN