Mostrando las entradas con la etiqueta Strindberg August ACREEDORES. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Strindberg August ACREEDORES. Mostrar todas las entradas

2/1/15

ACREEDORES. AUGUST STRINDBERG.



ACREEDORES

AUGUST STRINDBERG




PERSONAJES
TECLA
ADOLFO, pintor, casado en segundas nupcias con Tecla.
GUSTAVO, casado en primeras nupcias con Tecla. Viaja de incógnito y no es
conocido de Adolfo.
DOS SEÑORES EN TRAJE DE VIAJE
UN MOZO DE HOTEL (Papeles mudos.)

La acción en Delarae, en las cercanías de Estocolmo.


ACTO ÚNICO
Salón de lectura de un hotel, en los baños de mar de Delarae. En el foro, un vano
que deja ver un corredor, más lejos, nítido, un paisaje marino. Puerta a la derecha.
Mesa llena de periódicos y revistas. A la derecha de la mesa, una chaise longue.
Otro asiento a la izquierda. Al subir el telón, Adolfo está sentado cerca de la mesa y
trabaja, sobre un banco de escultor en miniatura, en una figura de cera. Sus
muletas descansan contra el respaldo de su silla. Gustavo, tendido en la chaise
longue, saborea lentamente un cigarro.

ESCENA PRIMERA

ADOLFO, GUSTAVO

ADOLFO: Y a usted se lo debo todo.
GUSTAVO: ¡Vamos, hombre!...
ADOLFO: Sí a usted. Los primeros días que siguieron a la partida de mi mujer,
quedé paralizado sobre mi sofá, abatido y lleno de pesares. Era como si ella se
hubiese llevado mis muletas al irse; no me podía mover. Pasaron algunos días; me
sacudí y comencé a reanimarme. Las pesadillas que durante la fiebre asaltaban mi
mente se disiparon; ideas vivas volvieron a darme aliento, despertando en mí de
nuevo el placer de crear; las miradas recobraron su agudeza de otro tiempo... ¡Y
entonces apareció usted!
GUSTAVO: Es cierto. Cuando lo encontré, apoyado en sus muletas y arrastrándose
penosamente, inspiraba usted compasión. Pero falta demostrar que mi presencia
sea la causa de su restablecimiento. Lo cierto es que usted necesitaba descanso y
la compañía de un hombre.
ADOLFO: Lo que acaba de decir es muy justo, como, por otra parte, todo lo que
dice. En otro tiempo no me faltaban amigos. Después de mi matrimonio, no me
1pareció necesario volverlos a ver. Vivía satisfecho al lado de la compañera que
había elegido. Sin embargo, pronto hice otros conocimientos en mi nuevo círculo de
relaciones. Mi mujer, deseosa de conservarme para sí sola, tuvo celos al principio:
después -esto es raro- afectó, para alcanzar sus fines, acaparar todos mis amigos.
Y desde entonces viví solo, y celoso a mi vez.
GUSTAVO: ¿Sabe usted que es muy propenso a contraer esa enfermedad?
ADOLFO: Temía perder lo que amaba. Hacía lo posible por evitarlo. ¿Qué tiene de
reprensible? Pero nunca llegué a temer que me fuese infiel.
GUSTAVO: ¿Qué marido tiene esa clase de temores?
ADOLFO: ¿No es sorprendente?... En el fondo, lo único que yo temía era el
ascendiente que mis amigos pudieran tomar sobre el espíritu de mi mujer, porque
tenía miedo de que un día este ascendiente, esta influencia, pudiera alcanzarme
indirectamente y recaer sobre mí... ¡Este pensamiento me era insoportable!
GUSTAVO: Según eso, ¿no había conformidad entre su mujer y usted?
ADOLFO: Ya se lo dije porque usted puede saberlo todo... Mi mujer es una
naturaleza original... (Sonrisa de Gustavo.) ¿De qué se ríe?
GUSTAVO: De nada... Siga... Es una naturaleza original...
ADOLFO: Que no quiso recibir nada de mí...
GUSTAVO: ...Pero toma algo a todo el mundo.
ADOLFO: (Después de reflexionar un momento.) Sí. Y yo tenía la sensación de que
se negaba a aceptar mis ideas sólo porque eran mías, y no por capricho o porque le
parecieran absurdas. Por lo demás, sucedía con frecuencia que me servía mis
opiniones de otra época defendiéndolas con calor, como si fueran suyas. Hasta se
me ocurrió sugerirle pensamientos míos por medio de un amigo. Lo asimilaba todo,
con tal de que no procediera de mí.
GUSTAVO: Dicho de otra manera: ¿no es usted absolutamente dichoso?
ADOLFO: ¡Sí... lo soy! Tengo la mujer que deseaba, y no ambiciono más.
GUSTAVO: ¿Y nunca quiso ser libre?
ADOLFO: No podría decirlo con claridad. Es cierto que a veces he pensado que sólo
podría vivir muy tranquilo. Pero apenas me deja un instante, mis deseos van hacia
ella, como si fuese mi cuerpo y mi mente. Hay horas -y esto es raro- en que creo
que carezco de personalidad. Entonces me parece que ella es una parte de mi ser,
un pedazo de mis entrañas que se lleva mi voluntad con mi alegría de vivir.
Decididamente, creo que he depositado en ella el nudo vital de que habla la
anatomía.
GUSTAVO: ¿Y por qué no ha de ser así?
ADOLFO ¡Imposible! ¡Cómo! Una naturaleza como la suya, con esa abundancia de
ideas personales!... ¡No!... Después de todo, ¿qué era yo cuando la encontré?
Nada. Un artista joven e insignificante a quien ella formó.
GUSTAVO: Sí, pero usted después desarrolló sus ideas y le dio una educación, ¿no
es así?
ADOLFO: No. Ella se detuvo en su evolución mientras yo lo hacía con rapidez.
GUSTAVO: Sí. Resulta bastante curioso que el talento superior de esa mujer se
debilitara así después de la publicación de su primera novela y que no se
2mantuviera en adelante en ese grado de elevación... También hay que convenir en
que el asunto de aquel libro le era desfavorable, sobre todo si se admite que su
primer marido le sirvió de modelo... A propósito: ¿llegó usted a conocer a ese
hombre? ¡Debió ser un gran idiota!
ADOLFO: Nunca lo vi. Hacía seis meses que estaba ausente cuando se pronunció el
divorcio. Pero era un verdadero idiota a juzgar por el retrato que mi esposa me hizo
de él... (Silencio embarazoso.) ¡Y puedo asegurarle que era una pintura fidelísima!
GUSTAVO: No lo dude. ¿Pero por qué se casó con él?
ADOLFO: No podía conocerlo antes. Sabe usted que para conocer a las personas
hay que ponerlas a prueba.
GUSTAVO: Entonces, no debiéramos casarnos sino después de la “prueba”... Era un
déspota, ¿verdad?
ADOLFO: ¡Sí!
GUSTAVO: ¡Claro! ¿Qué marido no lo es? (Con intención.) ¿Acaso no lo es usted
como los otros?
ADOLFO: ¡Yo he dejado a mi mujer en libertad de ir adonde quiera!
GUSTAVO: ¡Vaya un mérito!... ¡No iba a encerrarla! Supongo que no tendría
semejante pretensión... Pero, vamos a ver: ¿no le disgustaría, por ejemplo, que
pasase la noche fuera de casa?
ADOLFO: ¡Oh, eso no es conveniente!
GUSTAVO: ¡Ah! Usted también cree que... (Con intención.) En verdad, eso le hace
a usted algo ridículo.
ADOLFO: ¿Ridículo? ¿Se es ridículo cuando se confía en la mujer?
GUSTAVO: Sin duda. Y usted ya lo es... ¡Y mucho!
ADOLFO: (Acercándose.) ¿Yo?.. Es el último aspecto que pretendo tener. Pero todo
cambiará.
GUSTAVO: Cálmese, amigo mío. Tendría usted una nueva crisis.
ADOLFO: ¿Y por qué no ha de ser ella ridícula a su vez cuando yo paso la noche
fuera de casa?
GUSTAVO: ¿Por qué? ¿Y a usted qué le importa por qué?... El caso es que ocurre. Y
mientras uno piensa en ella, la desgracia sucede...
ADOLFO: ¿Qué desgracia?
GUSTAVO: El marido era un déspota, y ella se había casado justamente a fin de ser
libre. Porque una joven no adquiere la libertad sino tomando una caperuza; y el
marido hace las veces...
ADOLFO: ¡Naturalmente!
GUSTAVO: ¡Y usted es la caperuza de que hablo!
ADOLFO: ¿Yo?
GUSTAVO: Usted, sí... ¡Como marido!
ADOLFO: (Queda pensativo durante un instante, como si pensara en otra cosa.)
GUSTAVO: ¿Tengo razón?
ADOLFO: (Turbado.) No sé. Vive uno muchos años con una mujer sin pensar sobre
ella ni sobre sus relaciones... y de pronto empieza... y entonces... ¡adiós confianza!
Gustavo, usted es mi amigo, el único amigo verdadero que he tenido en mucho
tiempo. Gracias a usted recobré hace una semana el valor de vivir. Fue como si me
hubiera deslizado su fluido. Fue usted el relojero que reparó mi mecanismo mental.
¿No advierte que me expreso con más claridad? Hasta me parece que mi voz se ha
hecho más sonora.
GUSTAVO: Efectivamente, todo eso me ha sorprendido... Pero, ¿a qué se debe?
ADOLFO: No sé. Quizá las mujeres lo acostumbren a uno a hablar más bajo. Tecla
me reprochó siempre que gritara...
GUSTAVO: Y usted bajó el tono, y la mujer empezó a llevar los pantalones.
ADOLFO: (Distraído.) No. Sucedió algo peor. (Interrumpiéndose.) Pero no hablemos
de eso ahora... ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! Usted se presentó y me reveló los
misterios de mi arte. Hacía mucho tiempo que sentía disminuir mi interés por la
pintura, por no hallar en ella los medios de realizar mi visión completa; y cuando
usted me reveló las causas de este fenómeno, y demostró por qué la pintura no
puede ser la forma de expresión del genio artístico de los tiempos modernos, todo
se hizo claro para mí, y comprendí que ya me sería imposible traducir nada por
medio de los colores.
GUSTAVO: ¿Tan seguro está de que no volverá a pintar jamás?
ADOLFO: Completamente seguro. He hecho la prueba. Cuando, después de nuestra
conversación, me fui a acostar recordé el razonamiento de usted punto por punto y
me convencí de su exactitud. Al día siguiente por la mañana se había clarificado mi
espíritu, después de una noche de sueños, su pensamiento me penetraba como un
relámpago. A pesar de todo, pensé que pudiera haberse equivocado. Y descendí
vivamente del lecho, tomé mis pinceles y mi paleta, e intenté pintar. Pero aquello
había acabado, indudablemente. Ya no era capaz de ninguna ilusión. Sólo veía
manchas de colores. Y me espantaba pensar que nunca había podido creer y hacer
creer a los demás que aquel cuadro fuese otra cosa que un lienzo manchado. La
venda había caído de mis ojos, y hoy me sería tan imposible volver a pintar un
cuadro como ser niño nuevamente.
GUSTAVO: Y entonces comprendió que las aspiraciones naturalistas de este tiempo,
su deseo de verdad y de vida intensa, no pueden realizarse sino por la escultura,
que es la única que da la medida del cuerpo según las tres dimensiones y puede
crear la forma análoga a la de...
ADOLFO: (Vacilando.) ¿Las tres dimensiones?... Sí, los cuerpos en una palabra.
GUSTAVO: ¡Y entonces se hace usted escultor! ¿Se hace? No; se vuelve a hacer,
mejor dicho, porque lo era desde un principio. Se había usted apartado de su
camino. Un guía hubiera bastado para volverle nuevamente al camino verdadero...
Dígame usted: cuando trabaja, ahora, ¿encuentra la gran alegría de crear de otros
tiempos?
ADOLFO: Ahora vivo.
GUSTAVO: ¿Puedo ver lo que está haciendo?
ADOLFO: Es una figura de mujer.
GUSTAVO: ¿Cómo?, ¿sin modelo?... ¡Y tan viva!
ADOLFO: (Con voz sombría.) Sí. Pero se le parece... ¡Es raro! ¡Esa mujer está en
mí, como yo estoy en ella! Si me mataran súbitamente, se encontraría su imagen
impresa en cada célula de mi cerebro.
GUSTAVO: No tiene nada de particular. ¿Sabe usted qué es la transfusión?
ADOLFO: ¿La transfusión de sangre? Sí.
GUSTAVO: Pues bien, la sangría fue demasiado fuerte, sin duda... Al mirar esa
figura, comprendo muchas, cosas que aún no había podido comprender. ¿La ha
amado usted mucho?
ADOLFO: Tanto, que no sé si soy ella o si ella es yo. Sonríe, sonrío. Llora, lloro... Y,
no lo creería usted... en sus primeros partos sufrí al mismo tiempo que ella.
GUSTAVO: ¿Qué quiere que le diga, amigo mío? Siento mucho decírselo pero creo
que presenta usted los síntomas de epilepsia.
ADOLFO: (Turbado.) ¿Yo? ¿En qué se funda usted para creer...?
GUSTAVO: En observaciones realizadas en uno de mis hermanos jóvenes, que
presentaba los mismos síntomas.
ADOLFO: ¿Y cómo se manifestó en él?
(Gustavo le refiere el hecho al oído con gestos muy claros, pintorescos y
demostrativos. Adolfo escucha con gran atención y reproduce involuntariamente los
gestos de Gustavo.)
GUSTAVO: (Alto.) Aquello era atroz; y si no se siente usted bien, no quiero
aumentar su tristeza con una descripción detallada del caso.
ADOLFO: (Turbadísimo.) No importa; ¡siga!
GUSTAVO: Conste que usted mismo lo ha querido... Pues bien, mi hermano se
había casado con una virtuosa muchacha de largos bucles y ojos de paloma. Un
rostro de niño. Un alma de ángel. Enseguida se arrogó las prerrogativas
masculinas...
ADOLFO: ¿Cómo?
GUSTAVO: Sí, la iniciativa. Y con tal éxito, que el ángel estuvo a punto de llevarse
al joven al cielo. Pero antes de la ascensión sintió el peso de su cruz y los clavos en
su carne.
ADOLFO: ¿Pero cómo se manifestó?
GUSTAVO: (Lentamente, subrayando las palabras.) Estábamos charlando en casa
de un amigo, y apenas hacía un instante que yo hablaba, cuando vi que palidecía
como el yeso. Sus extremidades se estiraron y sus dos pulgares se torcieron,
vueltos hacia la palma de sus manos, así... (Reproduce los gestos.) Sus ojos se
inyectaron en sangre, y se mordió la lengua... así, mire... Un torrente de saliva
silbó en su garganta. Su tronco giró y se retorció corno en un banco de carpintero;
el brillo de sus pupilas onduló como una llama de espíritu de vino; la espuma que
salía de su boca se sacudió entre los labios agitados y poco a poco muy lentamente,
se dejó caer, resbaló hacia atrás en su silla, como un borracho, y luego...
ADOLFO: (Sofocado) ¡Basta!
GUSTAVO: Y luego... ¿Se siente usted mal?
ADOLFO: Sí.
GUSTAVO: (Se levanta para ir a buscar un vaso de agua.) Beba, y hablemos de
otra cosa.
ADOLFO: Gracias... Pero siga...
GUSTAVO: ¿Se empeña usted?... Cuando volvió en sí, no se acordaba de nada.
Cosa natural, por otra parte, puesto que había perdido el conocimiento. ¿En alguna
ocasión ha sentido usted algo parecido?
ADOLFO: Muchas veces tuve vértigos, pero mi médico declaró que se debían a la
anemia.
GUSTAVO: Así se empieza. Y créame que está en peligro, y que la epilepsia no
tardará en manifestarse si no se cuida.
ADOLFO: ¿Qué debo hacer?
GUSTAVO: Ante todo, observar una abstinencia completa.
ADOLFO: ¿Durante cuánto tiempo?
GUSTAVO: Al menos, durante seis meses.
ADOLFO: No es posible. Eso significaría desorganizar nuestra vida común.
GUSTAVO: En ese caso... “¡Adiós adorados campos!”
ADOLFO: (Se cubre el rostro can un paño.) ¡No puedo!
GUSTAVO: ¿No puede... y se trata de su vida? Puesto que se ha confiado a mí en
absoluto, dígame la verdad: ¿no hay en el fondo de su ser una herida más que le
tortura, otra pena secreta? La vida es tan extraña y las ocasiones de desencanto
son tan frecuentes, que es difícil encontrar una razón única para los desacuerdos
íntimos. ¿No hay en la sentina del navío que lo transporta un cadáver que intenta
ocultarse a sí mismo? Recuerdo que últimamente me habló usted de un hijo que
estaba en un colegio interno, no sé donde. ¿Por qué no lo conservó a su lado?
ADOLFO: Mi mujer quería que fuese educado fuera. La casa de un artista no se
presta...
GUSTAVO: ¿No hubo alguna otra razón... más convincente?
ADOLFO: Es usted tenaz como un confesor.
GUSTAVO: Sea franco.
ADOLFO: Pues bien, influyó mucho el que la niña, a los tres años, empezara a
parecerse de una manera sorprendente... al primer marido.
GUSTAVO: ¡Ah!.. ¿Lo vio usted en alguna ocasión?
ADOLFO: Nunca. Sólo una vez miré furtivamente un mal retrato, pero no pude
comprobar el parecido en cuestión.
GUSTAVO: Por lo general, la fotografía no suele tener sino una semejanza lejana
con el original. Además, con el tiempo, su tipo pudo modificarse. ¿No despertó
sospechas en usted?
ADOLFO: Absolutamente ninguna. La niña nació un año después de nuestro
matrimonio, Y el marido viajaba cuando yo conocí a Tecla; se encontraba en este
mismo balneario, en este mismo hotel. Por esta razón, precisamente, venimos a
veranear aquí.
GUSTAVO: Por lo tanto, toda sospecha es imposible, y en el caso presente no debía
usted tener ninguna, porque no es raro que los hijos de una mujer casada en
segundas nupcias se parezcan al marido difunto. Esta aventura es desagradable.
Seguramente por evitarlo los indios quemaban a las viudas sobre las tumbas de los
esposos. ¿Y nunca se sintió celoso de ese marido, de su recuerdo? ¿No le sería a
usted odioso, paseando en cualquier parte, encontrarlo y ver que mira a su Tecla
de usted y leer en su mirada lo que piensa, tan claro como si dijera en voz alta. “La
hemos...”, en vez de: “La he...” “La hemos poseído los dos”, por ejemplo?
ADOLFO: No puedo negar que a veces lo pienso.
GUSTAVO: ¡Ah, vamos! ¡Y la cosa no acaba ahí por desgracia! Como usted ve, en la
vida hay accidentes contra los que no se puede hacer nada. No le queda más
remedio que taparse los oídos con cera, y a trabajar... Trabajad, envejeced, apilad
una suma de impresiones nuevas, y el cadáver, en la bodega, continuará
perfectamente tranquilo bajo la tapa de su féretro herméticamente cerrado.
ADOLFO: Perdone que lo interrumpa. Pero es extraño que en ciertos momentos me
haga usted pensar en Tecla por su modo de hablar. Tiene un modo de guiñar el ojo
que me recuerda exactamente una costumbre de ella, y sus miradas tienen sobre
mí el mismo influjo.
GUSTAVO: ¡No en verdad!
ADOLFO: Ah! Mire usted, acaba de decir ese “No en verdad” con el mismo tono
descuidado de ella. La expresión “¡No en verdad!” es una de sus costumbres.
GUSTAVO: Sí, es probable que haya entre nosotros lo que se llama “aire de
familia”. ¿No se dice, por otra parte, que el mundo es una familia inmensa? Pero es
curioso, sin embargo, y tengo verdadero interés en conocer a su esposa y en
observar todas esas pequeñas rarezas.
ADOLFO: Y me da mucho que pensar. Nunca emplea ninguna de mis expresiones
personales. Parece evitarlas, por el contrario. ¡Jamás la vi esbozar siquiera un gesto
mío! Sin embargo, en todas partes existe entre los esposos una tendencia a
modelarse inconscientemente entre sí.
GUSTAVO: Así es. Pero, oiga usted, amigo mío... ¡Esa mujer no lo ha amado nunca!
ADOLFO: ¿Cómo dice?
GUSTAVO: Perdone. El amor de la mujer, amigo mío, siempre tiende a apropiarse,
a tomar algo. La mujer que ama, recibe; el hombre que ama, da. Observe bien la
diferencia. Si no ha tomado nada de usted, señal de que no lo ama, de que nunca
lo amó.
ADOLFO: En resumidas cuentas, ¿cree usted que no se puede amar más que una
vez?
GUSTAVO: No. Uno se deja “engatusar” sólo una vez. Luego tiene los ojos bien
abiertos. A usted nunca lo engatusaron. Ande alerta con los que lo fueron. Son
gentes peligrosas.
ADOLFO: Sus palabras penetran como hojas cortantes en mi carne. Siento que algo
en mí se desgarra, y no lo puedo impedir. Pero me procura una impresión
agradable, como si se abrieran conductos que no podían abrirse y se vaciaran de
pronto. No me ha amado nunca! ¿Por qué se casó conmigo, entonces?
GUSTAVO: Empiece por decirme de qué modo se ofreció a usted, cómo se las
arregló para enamorarlo... ¿Fue ella quien se apoderó de usted, o usted quien se
apoderó de ella?...
ADOLFO: ¡Sólo Dios lo sabe!... Es una pregunta realmente embarazosa... ¿Cómo
ocurrió aquello?... No se hizo todo en un día.
GUSTAVO: Permítame que procure saber...
ADOLFO: ¡Trabajo perdido!
GUSTAVO: Con lo que me ha dicho usted de sí mismo y de su esposa, en una sola
ojeada veo lo suficiente para reconstituir todas las etapas de la aventura... ¿Lo
duda? Pues escuche... (Sin pasión, casi bromeando.) El esposo parte para un viaje
de estudio. Ella queda sola y siente un placer formidable al pensar que es libre.
Luego... ¡muy pronto!... la soledad le pesa, y supongo que después... de quince
días de ayuno, nuestra joven siente mucho el aislamiento. Pero aparece el otro, y el
vacío que sentía se llena poco a poco. Establece un paralelo. La imagen del ausente
comienza borrarse, por la sencillísima razón de que se aleja cada vez más... Ya
sabe usted que los ausentes siempre merecen ser censurados. De pronto, en ellos
la pasión se revela, y los turba: se inquietan por sí mismos, por su conciencia...
piensan en él... Buscan un refugio, ponen una hoja de parra a su amor: Juegan “al
hermano y la hermana”; y cuanto más se inclinan sus sentimientos a la
sensualidad, más los poetizan y los espiritualizan en sus constantes relaciones.
ADOLFO: ¡Juegan “al hermano y la hermana”!... ¿Cómo sabe...?
GUSTAVO: Creo que es lo indicado. Los niños juegan al papá y la mamá. Cuando
crecen juegan al hermano y la hermana. Todo esto para ocultar lo que
efectivamente ha de permanecer oculto. Luego, nuestros amantes hacen voto de
castidad; juegan entre sí una partida perpetua de escondite, hasta que se
encuentran en cualquier rincón bien sombrío, donde permanecen tranquilos,
convencidos íntimamente de que nadie los ve... (Con austeridad fingida.) Pero
llegan a presentir que alguien los observa... y se asustan. En su espanto, ven el
fantasma del ausente. Atraviesa sus sueños, espectro de dimensiones inquietantes;
se transforma y metamorfosea. Su sueño de amor esbozado acaba en pesadilla. Y
el ser fantástico se convierte en un acreedor despiadado que llama a la puerta de
su casa... Entreven su mano negra, cuyos dedos aparecen en la mesa cuando tocan
los manjares comunes; y en el silencio de la noche, en el que sólo debiera oírse el
latido de su pulso, distinguen el sonido discordante de su voz... Esto no les impide
adorarse, pero atormenta su felicidad. Y cuando descubren el poder oculto que los
tortura quieren huir, pero en vano. No pueden sustraerse al recuerdo que los
persigue a la deuda dejada tras sí, y lo que reclama el acreedor; a la opinión
pública, cuyo juicio los espanta. Incapaces de soportar por más tiempo el recuerdo
de la deuda contraída, golpean el suelo con el pie, para que surja de él el macho
cabrío emisario a quien comenzarán a cargar con su falta, para degollarlo de
inmediato. Se creían espíritus libres, exentos de los prejuicios del mundo, pero no
intentaron unir sus existencias abiertamente, declarándolo sin vacilaciones, con
franqueza: “¡Nos amamos!” ¡Eran viles, y habían de pensar en asesinar a su
tirano!... ¿No es eso?...
ADOLFO: Sí, pero olvida que ella ha educado mi alma, y que yo he conocido por
ella nuevos pensamientos...
GUSTAVO: ¡Claro que no lo olvido! ¿Pero por qué no pudo educar al otro de igual
manera y hacer de él un espíritu libre?...
ADOLFO: Ya le he dicho que era un idiota.
GUSTAVO: Sí, sí... es verdad, ¡era un idiota! Pero “idiota” no es sino una indicación
vaga, y a juzgar por el carácter que su mujer le da en su novela, su idiotez se
limita esencialmente a su incapacidad de comprenderla. Permítame que le haga una
pregunta. ¿Es su mujer un espíritu tan profundo? Por mi parte, nunca encontré tal
profundidad en sus escritos.
ADOLFO: Yo tampoco. Y convengo de buena gana en que mi querida Tecla no es de
un trato muy fácil, ni siempre resulta muy cómodo comprenderla. Ocurre como si el
mecanismo de nuestros dos cerebros engranara mal algunas veces, y como si algo
se rompiese en mi cabeza, cuando trato de poner sus ideas de acuerdo con las
mías.
GUSTAVO: Quizá sea usted también un idiota.
ADOLFO: Me complazco en creer que no. Creo que sus juicios son casi siempre
falsos. Hágame el favor de leer esta carta que he recibido hace poco. (La saca de
su cartera).
GUSTAVO: (Leyendo rápidamente.) ¡Hum!, conozco este estilo.
ADOLFO: Algo “hombre”, ¿verdad?
GUSTAVO: Sí. Conozco a una persona que escribe casi de la misma manera.
¡Cómo!... ¿Todavía le llama “Querido hermanito”? ¿Persiste usted aún en
representar una comedia ante sí mismo? Aunque seca, ¿conserva todavía su hoja
de parra?... ¿Acaso no la tutea?
ADOLFO: No siempre. Me parece más respetuoso.
GUSTAVO: ¡Ah! ¡Y también para inspirarle a usted más respeto se llama hermana
suya!
ADOLFO: Quiero siempre estimarla más que a mí mismo, como si fuese una
transfiguración de mi Yo.
GUSTAVO: ¡Ah! ¡Sea usted mismo su Yo superior! Quizá resulte un poco menos
cómodo que utilizar un suplente, pero es más meritorio. Según eso, ¿procura usted
ser inferior en todo a su esposa?
ADOLFO: Así es. ¿Qué quiere usted? Gozo al sentirla superior a mí. Yo le he
enseñado a nadar, por ejemplo. Pues bien, ahora me gusta oírla decir en voz alta
que nada mejor y es más atrevida que yo. En las primeras lecciones, yo me
mostraba más torpe y cobarde que ella, y, poco a poco, llegó un día en que me
encontré, pero ya realmente, menos capaz y menos valiente... como si ella me
hubiese arrebatado la energía.
GUSTAVO: ¿Le enseñó usted alguna otra cosa?
ADOLFO: Sí... Pero quedará entre nosotros, ¿verdad? Le enseñé ortografía, que
ignoraba en absoluto; ¡y si la oyese usted hablar de eso!... Le confié la
correspondencia... Ella escribe o contesta... No lo creerá usted; por falta de
práctica, al cabo de un año he olvidado lo que sabía de gramática. ¿Cree usted que
recuerda alguna vez que yo fui quien la inició en esta ciencia, que desconocía?
Nada de eso. ¡Y ahora me tratan a mí de idiota!
GUSTAVO: ¡Ah! ¡Hoy es a usted a quien tratan de...!
ADOLFO: En broma, naturalmente.
GUSTAVO: Desde luego. ¡Pero eso es canibalismo puro, amigo mío!... ¿No lo ve
usted? Ha procedido como los salvajes que se comen a sus enemigos, no por
recrearse con su carne, sino por asimilar sus cualidades superiores. Esa mujer se
ha asimilado su saber, su valor, ¡toda su alma!
ADOLFO: ¡Y mi fe, no lo olvide!... (Pausa breve.) Yo fui quien la incité a escribir su
primer libro...
GUSTAVO: (Haciendo un gesto.) ¡Ah!
ADOLFO: La sostuve con mis elogios, cuando su trabajo me parecía imperfecto. La
introduje en los medios literarios, donde no tuvo más que ir cogiendo la flor de
tantos talentos. A costa de infinitos trabajos, logré que la crítica se ocupara de ella.
Yo le comuniqué su ardor y su fuerza, con tanto vigor que acabé por perder mi
energía. Di, di, di, hasta que me quedé sin nada. ¿Sabe usted?, le voy a contar
todo, ¿sabe usted lo que le digo? Hoy, más que nunca, el Alma me parece una cosa
maravillosa... En el instante en que mis frutos artísticos iban a eclipsar los suyos...
¡y su fama!, animé su valor empequeñeciéndome ante ella, disminuyendo mi arte;
hice grandes esfuerzos por demostrar con tanta insistencia la escasa importancia
del papel de los pintores, e imaginé razones tan convincentes, que yo mismo llegué
a creerme. Un día comprendí lo inútil de mi pintura. Y cuando usted me conoció, no
necesitó sino soplar suavemente sobre mi castillo de naipes para derribarlo.
GUSTAVO: No sé si recuerdo bien... pero creo que al principio de nuestra
conversación pretendía usted que no había tomado nada de usted.
ADOLFO: Ahora es muy distinto. Ya no hay en mí nada que tomar.
GUSTAVO: La serpiente se hartó. Y hoy devuelve lo que tomó.
ADOLFO: Tal vez tomará de mí más de lo que yo pensaba.
GUSTAVO: ¡Oh!, puede estar seguro de eso. “Tomaba” sin cesar y usted no se daba
cuenta. “Escamoteaba” sería el término justo.
ADOLFO: Últimamente, ya no hacía casi nada por educarme.
GUSTAVO: Mientras que usted hacía cada vez más, por educarla a ella. Sin
embargo, tenía el arte de convencerlo a usted de lo contrario. ¡Ah! ¡me gustaría
mucho saber cómo se las arreglaba para hacer de usted un ser superior!
ADOLFO: ¡Oh!, primeramente... ¡Hum!
GUSTAVO: ¿Que?
ADOLFO: Fui yo quien...
GUSTAVO: No, perdón, fue ella quien...
ADOLFO: Francamente, no podría decirlo.
GUSTAVO: Ya ve.
ADOLFO: Sin embargo... (Cediendo.) ¡Así se llevó toda mi fe! E iba decreciendo de
a poco cuando apareció usted para darme una fe nueva...
GUSTAVO: (Sonriendo irónicamente.) ¿En la escultura?
ADOLFO: (Indeciso.) Sí.
GUSTAVO: ¿Y usted cree en la escultura, en un arte abstracto, muerto, vestigio de
la infancia de los pueblos?... ¿Cree usted, con la forma pura y las tres
dimensiones?... ¿eh?... ¿cree poder obtener un efecto sobre los sentidos realistas
de las gentes de hoy, procurar ilusiones sin los colores?... Sin los colores, ¿ha
oído?... ¿Cree todo eso?
ADOLFO: (Abrumado.) No.
GUSTAVO: Yo tampoco.
ADOLFO: Entonces, ¿por qué me hizo usted pensar?...
GUSTAVO: Porque le tenía lástima.
ADOLFO: Debo inspirar compasión, en efecto. No llegaré a pagar la deuda
contraída. ¡Ya estoy en las últimas! ¡Y lo peor es que ella ya no es mía!
GUSTAVO: ¿Y qué necesidad tiene de que lo sea?
ADOLFO: Reemplazaría en mí al dios de las alturas, haría por mf lo que él hizo
mientras creí en él... Constituiría el objeto indispensable para satisfacer la
necesidad de veneración que siento en mí...
GUSTAVO: Sepulte esa veneración. Que desaparezca aplastada bajo un desprecio
salvador.
ADOLFO: No puedo vivir sin respetar...
GUSTAVO: ¡Esclavo!
ADOLFO: No puedo adorar a una mujer sin respetarla.
GUSTAVO: ¡Al diablo con todo eso!... ¡Entonces, vuelva usted a enamorarse de su
Dios, si le es absolutamente necesario un ídolo para santiguarse delante de él!
¡Vaya un ateo, que todavía conserva en su carne vil la superstición de la mujer!
¡Vaya un espíritu libre, que no se atreve a expresarse libremente acerca de las
mujeres a causa de la impresión que le producen! ¿Sabe usted qué hay de
misterioso, incomprensible y profundo en su Tecla?... ¡La estupidez! (Le pone la
carta ante los ojos.) ¡Mire! Ni una sola vez puede distinguir el régimen directo del
régimen indirecto, lo que revela que hay un vicio en su mecanismo mental. ¡Faldas,
he ahí lo que es todo eso! Póngale un pantalón, dibújele bajo la nariz unos bigotes
con carbón, y óigala decir su stock de ideas profundas. ¡Verá qué sonido tan
distinto! Un fonógrafo, querido, nada más que un fonógrafo, que repetirá sus
palabras y las de los otros, algo atenuadas. ¿Conoce bien la conformación de la
mujer? Sí, ¿no es verdad? Es un adolescente con el pecho desarrollado, una especie
de hombre abortado, un niño afinado, precoz, cuyo crecimiento se ha detenido
prematuramente; Un ser clorótico, anémico y crónico, que tiene flujos de sangre
trece veces al año...
ADOLFO: Muy bien... lo admito... Pero, ¿cómo explicar entonces que hoy podamos
ser semejantes?
GUSTAVO: ¡Alucinación! Poder de atracción de las faldas. ¡O quizá se hayan
ustedes vuelto realmente semejantes! La nivelación es cosa hecha. Su fuerza
capilar ha elevado el agua sin duda a la misma altura. Y el nivel se ha establecido...
(Mira su reloj.) Pero... ya hace seis horas que estamos hablando... y su mujer no
tardará en llegar. Quizá fuera conveniente levantar la sesión y dejar a usted
algunos momentos de descanso...
ADOLFO: No... quédese, quédese, se lo ruego... No me atrevo a estar solo.
GUSTAVO: ¡Oh! Apenas un segundo. Su mujer no puede tardar.
ADOLFO: Sí, se acerca. ¡Es extraño! Languidezco por ella, y tengo miedo de verla.
Me acaricia, se muestra afectuosa, pero sus besos me ahogan, me aniquilan, me
insensibilizan. Me sucede lo mismo que con el pobre pequeño saltimbanqui a quien
el clown pellizca fuertemente en las mejillas cuando están entre bastidores, a fin de
que las tenga encarnadas al aparecer ante el público.
GUSTAVO: La observación es dolorosa, querido amigo; y sin ser médico puedo muy
bien decir a usted que se consume; no hay más que mirar sus últimos cuadros para
comprenderlo del todo.
ADOLFO: ¿Cómo dice?
GUSTAVO: Su colorido se ha hecho clorótico, tan débil y tan lavado, que por debajo
se entrevé la pintura pálida del lienzo. Me parece que veo apuntar por detrás sus
descarnadas mejillas de una blancura de yeso.
ADOLFO: (Golpeándose.) ¡Basta, basta!
GUSTAVO: ¡Y no crea que es una expresión exclusivamente personal! ¿Ha leído el
periódico de esta mañana?
ADOLFO: (Estremeciéndose.) No.
GUSTAVO: Está sobre la mesa.
ADOLFO: (Tratando de coger el periódico, pero sin decidirse.) ¿Es muy severo?
GUSTAVO: ¡Un mazazo! ¿Quiere que se lo lea?
ADOLFO: No, gracias.
GUSTAVO: Si quiere, me puedo retirar...
ADOLFO: ¡No, no, no! No sé qué me pasa. Veo que comienzo a odiarlo, y sin
embargo no puedo decidirme a dejarlo marchar. Me ayuda a salir del agujero que
había hecho en el hielo en que me sumergía; hago gustoso cuanto puedo por
secundar sus esfuerzos, y cuando llego a la orilla... ¡paf!, me sumerge usted de
nuevo en el abismo glacial, y me asesta un violento golpe en la cabeza. Mientras
poseí mis secretos, pude sentirme con entrañas. Ahora estoy vacío. En cierto
cuadro de un maestro italiano se ve a un santo cuyos intestinos se elevan en torno
de un cabestrante. El mártir, en tierra, contempla el suplicio, y se ve adelgazar a
medida que se espesa el rodillo. Así, tengo la sensación de que usted se ha hecho
más fuerte arrancándome lo que sentía palpitar en mí, y ahora se marcha
llevándose los repliegues de mi ser, el corazón de mi corazón, y no deja detrás sino
un esqueleto vacío.
GUSTAVO: ¡Qué imaginación! Su mujer no tardará en regresar, y en ella encontrará
el “corazón de su corazón”.
ADOLFO: No, ya no. Usted ha aniquilado todo lo que había en mí. Detrás suyo todo
ha caído hecho ceniza: ¡mi arte, mi amor, mis esperanzas, mi fe!
GUSTAVO: Todo esto ya estaba abrasado cuando yo llegué.
ADOLFO: En parte, quizá: Pero algo podía haberse salvado aún. Ahora es
demasiado tarde. ¡Incendiario! ¡Asesino!
GUSTAVO: Lo que hemos practicado, a lo sumo, es una roza.
ADOLFO: ¡Ah! ¡Lo odio! ¡Lo maldigo!
GUSTAVO: Lo cual es un buen síntoma. ¡Señal de que aún tiene fuerza! Y desearía
que aumentase. ¿Quiere escucharme y obedecerme en todo?
ADOLFO: Haga lo que quiera. No tengo más remedio que someterme.
GUSTAVO: (Levantándose.) ¡Entonces, míreme! ¡De frente!
ADOLFO: (Mirándolo a la cara.) ¡Ah! Me mira con ojos perturbadores... que me
llevan hacia usted.
GUSTAVO: Ahora escúcheme... con toda atención.
ADOLFO: Sí, pero hable sólo de usted. No de mí. Yo no soy más que una llaga y no
puedo sufrir que me toquen.
GUSTAVO: ¿Qué quiere que le diga de mí? Soy profesor en un colegio, viudo, y
viajo incidentalmente. Punto. Y nada más. Deme la mano.
ADOLFO: ¡Qué fuerzas tan considerables debe ocultar en sí! Al tomar su mano, me
parece haber puesto la mía sobre una pila eléctrica.
GUSTAVO: ¡Y decir que yo fui tan débil como usted! ¡Levántese!
ADOLFO: (Levantándose y cogiendo a Gustavo por el cuello.) Soy como un niño
cuyos huesos no están formados, y mi seso se encuentra al descubierto.
GUSTAVO: (Con acento de mando) ¡Cruce la habitación!... ¡Vamos!
ADOLFO: ¡No podría!
GUSTAVO: ¡Hágalo, o le pego!
ADOLFO: (Irguiéndose.) ¿Cómo dice?
GUSTAVO: ¡Le dicho que lo haga o le pego!
ADOLFO: (Dando un salto hacia atrás.) ¡Ustedi
GUSTAVO: ¡Bravo! La sangre se le ha subido a la cabeza y ha recobrado su energía.
Ahora voy a galvanizarlo. ¿Dónde está su mujer?
ADOLFO: ¿Que donde está mi mujer?
GUSTAVO: Sí.
ADOLFO: Ha ido a... a una asamblea general.
GUSTAVO: ¿Está seguro?
ADOLFO: Segurísimo.
GUSTAVO: ¿Y por quién se celebra esa asamblea?
ADOLFO: Por un asilo de huérfanos.
GUSTAVO: ¿Se separaron como amigos?
ADOLFO: (Vacilando.) ¿Como amigos?... No...
GUSTAVO: En ese caso, sería como enemigos. ¿Qué le dijo usted para ofenderla?
ADOLFO: Usted es horrible. Me da mucho miedo... ¿Cómo puede saber...
GUSTAVO: Con tres números dados, yo descubro qué cifra es mi X... ¿Qué le dijo?
ADOLFO: ¡Ah! ... sólo dos palabras, dos palabras terribles, que quisiera no haber
pronunciado... ¡Oh! sí, que quisiera no haber pronunciado...
GUSTAVO: No tiene importancia. Diga qué fue,
ADOLFO: La llamé... “vieja coqueta”.
GUSTAVO: ¿Qué más?
ADOLFO: Nada más.
GUSTAVO: ¿De veras? Tal vez lo haya olvidado, o quizá no lo quiera recordar. ¡Y
dejó resbalar todo al cajoncito del olvido! Es necesario abrirlo.
ADOLFO: No recuerdo nada.
GUSTAVO: Pero yo sí. Agregó lo siguiente, más o menos: “No tienes vergüenza, si
aún abrigas alguna pretensión. A tu edad ya no se encuentran adoradores”.
ADOLFO: Es posible, en efecto, que haya dicho eso. Pero, ¿Cómo diablos lo sabe?
GUSTAVO: Cuando venía para aquí oí contar esa historia en el vapor.
ADOLFO: ¿A quién?
GUSTAVO: ¡A ella! ... Se la contaba a cuatro jóvenes, que la acompañan. Es como
los viejos: le gustan los adolescentes...
ADOLFO: No veo en eso nada culpable...
GUSTAVO: En efecto... ¿Por qué lo ha de ser más que jugar al hermano y la
hermana cuando se es padre y madre?
ADOLFO: ¿Así que ya la conoce?
GUSTAVO: Sí. Pero no la conoce, puesto que no la vio, puesto que no estaba
presente entonces. Y justamente por esta razón un marido no logra nunca conocer
a su esposa. Nunca la ve tal cual es. ¿No tiene consigo un retrato de ella? (Adolfo
saca una fotografía de su cartera. Mirándola.) ¿Se hizo esta fotografía delante de
usted?
ADOLFO: No.
GUSTAVO: Pues mire ahora. ¿Se parece realmente este retrato a los que usted ha
hecho de ella? No. Las facciones se parecen, pero la expresión del rostro no es la
misma... Pero usted no se encuentra en disposición de juzgar acerca de esto,
porque reemplaza esa imagen por su imagen interior. Olvide por un momento el
original y mire esta copia, pero mírela como pintor... ¿Qué ve? No es por el placer
de mentir, pero para mí eso representa una coqueta provocativa imitando a los
juegos del amor. Fíjese en ese rasgo único, ahí, en torno de la boca... ¿En alguna
ocasión lo vio? ¿Y esas miradas que buscan el hombre, otro hombre que no es
usted? ¿Y ese vestido escotado, esas arrugas en que se ve el desorden, esa manga
abierta?... ¿Me comprende?
ADOLFO: Sí... sí, lo veo todo.
GUSTAVO: Cuidado, joven.
ADOLFO: ¿Con qué?
GUSTAVO: Con su venganza. ¿No se acuerda de la herida que le hiciera en el
corazón al pretender que ya no tendría adoradores? ¡Ah! si hubiera calificado sus
obras literarias de vulgares, se hubiese echado a reír en sus narices, impulsada por
la falta de gusto literario de usted... Pero ¡sobre ese punto! Créame, si aún no se
ha vengado de esa acusación, no ha sido por falta de ganas.
ADOLFO: Me gustaría comprobarlo.
GUSTAVO: Infórmese.
ADOLFO: ¡Que me informe!
GUSTAVO: Obsérvela. Lo ayudaré, a poco que me lo ruegue.
ADOLFO: Pues vamos a verlo. ¡Y me costaría la muerte!... Pero, por otra parte, un
poco antes o un poco después... ¡Bah!, ¡qué importa!... ¡Hable!... ¿Qué hay que
hacer?
GUSTAVO: Dispense... En primer lugar... ¿Tiene su esposa algún punto
particularmente sensible?
ADOLFO: No... que yo sepa.
GUSTAVO: ¡Hola! El barco acaba de llegar. Dentro de un minuto estará en esta
habitación.
ADOLFO: Voy a recibirla.
GUSTAVO: No. Permanecerá aquí, por el contrario. Y recíbala mal. Si tiene la
conciencia pura, no dejará de armarle a usted una bonita escena, y sus reproches,
rectos como el granizo, caerán sobre los oídos de usted. Si es culpable, se
precipitará para llenarlo de caricias.
ADOLFO: ¿Está seguro?
GUSTAVO: Nada se puede jurar, eso es muy cierto. Donde menos se piensa salta la
liebre... Pero apostaría a que no me engaño. Esa es mi habitación. (Señala la de la
derecha.) Miraré desde ella mientras usted representa la comedia. Cuando haya
acabado, invertiremos los papeles. Yo entraré en la jaula y haré trabajar a su
serpiente, que usted podrá observar por el ojo de la llave. Después de esto nos
reuniremos en el jardín y cambiaremos nuestras pequeñas observaciones. Si veo
que afloja, daré en el suelo dos golpes con una silla.
ADOLFO: De acuerdo. Pero no se aleje de ningún modo. Necesito sentirlo presente
en esa habitación.
GUSTAVO: Esté tranquilo. Y ocurra lo que ocurra, no tenga miedo. Dentro de poco
verá cómo diseco un alma humana poniendo las entrañas desnudas sobre la mesa.
Esto ha de ser horrible para un novicio. Pero también es necesario verlo una vez.
No hay motivo ninguno para que pese más tarde. ¡Ah!, sobre todo, ni una palabra
de nuestro conocimiento y de nuestras relaciones en su ausencia. Ni una palabra,
¿verdad? ¡Pero silencio! La oigo en su cuarto. Canta algo entre dientes... así que
está furiosa... Siéntese ahí... en esa silla... Así se verá obligada a ocupar el canapé
y de ese modo podré mirarla cómodamente.
ADOLFO: Todavía falta una hora para la comida. No han llegado extranjeros... No
ha sonado la campana. Estaremos solos... por desgracia.
GUSTAVO: ¡Bueno!... ¡Ya empieza a sentirse débil!
ADOLFO: No es nada. Sí... me da miedo lo que va a suceder; y sin embargo no
puedo impedir que suceda. La piedra gira, y no fue la última gota de agua quien la
puso en movimiento, sino todas las gotas de agua, que acabaron por formar una
ola.
GUSTAVO: ¡Eh! ¡déjela dar vueltas!... ¡De ellas depende el reposo!... ¡Hasta muy
pronto! (Sale.)
ESCENA SEGUNDA
ADOLFO, sólo un instante; después TECLA
ADOLFO: (Permanece en pie un momento y mira la fotografía de Tecla, que tiene
en la mano. Luego la rompe, arroja los pedazos bajo la mesa, y se sienta en la silla
indicada por Gustavo. Se arregla la corbata y el pelo, se estira la levita, etc.)
TECLA: (Entra y se dirige hacia Adolfo y” abraza francamente; luego le dice, con
aire gracioso y jovial.) Buenos días, hermanito. ¿Cómo estás?
ADOLFO: (Medio vencido, al principio, se reanima luego y bromea.) ¿Has hecho
algo malo que vienes a abrazarme?
TECLA: Sí, algo horrible, que te quiero decir... he gastado todo mi dinero.
ADOLFO: ¿Y qué importa, si te has divertido?
TECLA: Sí, mucho. Pero no en la reunión filantrópica, con toda seguridad. Ha
resultado aplastante, valga la palabra. ¿Y mi gentil hermano? ¿Cómo lo ha pasado
mientras su paloma adorada volaba lejos del hogar? (Examina todos los rincones
del salón, como si buscara a alguien u ofatease algo.)
ADOLFO: Ha encontrado el tiempo larguísimo.
TECLA: ¿Y nadie le ha hecho compañía?
ADOLFO: ¡Ni un alma!
TECLA: (Observando a Adofo y sentándose en la chaise longne.) ¿Quién se ha
sentado aquí?
ADOLFO: Nadie.
TECLA: ¡Es curioso! La chaise longue está caliente, y hay un hueco en el brazo,
como si se hubiese incrustado un codo en él. Un codo de mujer, ¿verdad?
ADOLFO: ¿Hablamos en serio?
TECLA: ¡Ah! ¡Se ha ruborizado!, ¡se ha ruborizado!... ¡Tal vez mi hermanito quiera
hacerme rabiar un poco! ¡Oh!, ¡qué malo! Venga ahora mismo y confiésese con su
mujercita. Deje ver su pensamiento. (Lo atrae hacia sí. El se deja caer a sus pies, y
permanece can la cabeza sobre las rodillas de Tecla.)
ADOLFO: (Sonriendo.) ¿Sabes que eres un diablillo?
TECLA: No, no lo sé. No sé nada o sé muy poco de mí misma.
ADOLFO: ¿Nunca píensas sobre ti misma?
TECLA: (Recelosa, observándolo) ¿Yo? No pienso más que en mí... soy una egoísta
consumada. Pero, ¡qué filósofo y grave te has vuelto!
ADOLFO: Pon tu mano sobre mi frente.
TECLA: (Haciéndose la niña.) Creo que aquí dentro hay mariposas negras. Hay que
ahuyentarlas, ¿verdad? (Lo besa en la frente.) A ver. Estoy segura de que ya te
sientes mejor.
ADOLFO: Sí, estoy mejor. (Pausa.)
TECLA: Ahora, mi hermanito va a decirme en qué se ha ocupado estos días. ¿Ha
pintado algo?
ADOLFO: No, he renunciado a la pintura.
TECLA: ¿Cómo?... ¿Que has renunciado a la pintura?
ADOLFO: ¡Ah!, ¿vas a reñirme?... ¡Qué quieres! Ya no podría pintar.
TECLA: ¿Y entonces qué vas a hacer?
ADOLFO: Me dedicaré a la escultura.
TECLA: ¿Así que estarás cambiando constantemente de ideas?
ADOLFO: Quizá, pero no seas mala... y mira... ¡examina un poco esa figura!
TECLA: (Desvelando la figura de cera.) ¡Ah! (Traviesa.) ¿Quién es... ella?...
ADOLFO: Adivínalo.
TECLA: (Tiernamente.) Podría ser una mujercita... ¿No te da vergüenza?...
ADOLFO: ¿Hay algún parecido?
TECLA: (Con malicia.) ¿Cómo quieres que lo sepa? La cara no está hecha.
ADOLFO: Sin embargo, cuando hay tantas otras cosas indicadas... tantas bellezas...
TECLA: (Le da golpecitos en la mejilla y le tapa la boca.) ¿Quiere cerrar esa boca
enseguida? Si no... le daré un beso en ella.
ADOLFO: (Defendiéndose.) ¡No, eso no! ¡Si entrase alguien!...
TECLA: ¡Vaya una ocurrencia! ¿Acaso ya no hay derecho a abrazar a su marido?
¿Acaso no es ése mi simple derecho, mi derecho legal?
ADOLFO: De acuerdo. Pero lo que tú ignoras es que las gentes de la fonda no nos
creen casados, porque nos abrazamos con demasiada frecuencia en público: y
como a veces reñimos en nuestro cuarto, esto les confirma en su creencia, porque
todos los amantes obran de la misma manera.
TECLA: ¿Y para qué tenemos que seguir riñendo? ¿Mi hermanito no puede ser
siempre amable como ahora? Di, ¿no quieres ser bueno?... ¿No quieres que seamos
felices?
ADOLFO: Sí, lo quiero... Pero...
TECLA: ¿Qué?... ¿Qué hay, hermanito?... ¿Y quién te ha metido en la cabeza que ya
no podrías pintar?
ADOLFO: ¿Quién? ¿Siempre has de buscar otra persona tras de mi personalidad o
de mis ideas? ¿Tienes celos?
TECLA: ¡Sí, tengo celos!... Tiemblo porque alguien llegue cualquier día y te me
arrebate.
ADOLFO: ¿Por qué ese temor, si sabes que no puedo soportar otra mujer a mi lado,
si sabes que no podría vivir sin ti?
TECLA: No es una mujer quien me da miedo.... sino tus amigos.... sí, tus amigos,
que deforman tus ideas.
ADOLFO: (Examinándola.) ¿Tiemblas?... ¿Por qué? ¡Dímelo!
TECLA: (Levantándose.) Aquí ha estado alguien... ¿Quién?
ADOLFO: (Por un gesto de Tecla.) ¿Ya no quieres que te mire?
TECLA: No, así no. No es así como acostumbras mirarme.
ADOLFO: ¿Y cómo te miro?
TECLA: Procuras ver dentro de mí.
ADOLFO: En ti, sí... ¡En tu alma! ¡Quiero saber qué hay dentro!
TECLA: Pues entonces mira como quieras, cuanto quieras; no tengo nada que
ocultar. Pero aquí hay algo. Has cambiado de modo de hablar. Tus expresiones no
son las de antes. (Con mirada escrutadora.) ¿Ahora haces filosofía? (Avanzando
directamente hacia él) Dime, ¿quién ha estado aquí hace poco?
ADOLFO: Mi médico.
TECLA: ¿Tu médico?... ¿Quién es?
ADOLFO: Es el médico de Stromstadt.
TECLA: ¿Cómo se llama?
ADOLFO: Sjóberg.
TECLA: ¿Qué te ha dicho?
ADOLFO: Muchas cosas... Entre otras, que estaba a punto de sufrir crisis
epilépticas.
TECLA: ¡Entre otras cosas!... ¿Qué más te ha dicho?
ADOLFO: Algo muy enojoso.
TECLA: Dime qué.
ADOLFO: Nos prohíbe hasta nueva orden toda relación conyugal.
TECLA: Eso es... ¡Precisamente lo que yo temía!... Trabajan todo lo posible por
separarnos... ¡Ah!, ¡no es la primera vez! ¡Llo observo!
ADOLFO: ¡Mientes! No has podido observar lo que no existió nunca.
TECLA: ¿Estás seguro?
ADOLFO: Sí; no has podido ver lo que no existía. Pero el miedo pone en
movimiento tu imaginación y turba tu vista. ¿Quieres que te diga una cosa?... ¡Tu
único temor era que yo me sirviese un día de los ojos de otro para verte tal cual
eres!
TECLA: Dale gusto a tu fantasía, querido Adolfo. La bestia horrible oculta en el alma
humana te impulsa a desvariar.
ADOLFO: ¡Divinamente! Dime de dónde te nace ese pensamiento; te lo suplico... Te
lo habrán transmitido, sin duda, los jóvenes que te rodeaban en el vapor... ¿No es
verdad?
TECLA: (Sin perder lii calma.) Justamente. Lo que prueba que aun de la juventud
se puede aprender algo.
ADOLFO: Parece que te dispusieras a amar a la juventud.
TECLA: ¡Que me dispongo a amar!... ¡La he amado siempre, puesto que te he
amado a ti! ¿Acaso te parece un crimen?
ADOLFO: No... mientras yo sea el más querido, el único amado.
TECLA: (Cariñosa, traviesa.) Pero eso es imposible, hermanito, puesto que mi
corazón es demasiado grande para uno solo; tú sabes muy bien que está hecho
para muchos.
ADOLFO: Peor para él. De hoy en adelante, el hermanito no quiere tener hermanos.
TECLA: ¡Ah!... Pero en cambio quiere venir aquí para que su mujercita le tire de las
orejas, porque el hermanito está celoso, y eso merece un castigo. (En este
momento se oyen dos golpes dados con una silla en el suelo del cuarto contiguo.)
ADOLFO: ¡No!... Basta de juego. ¿Quieres? Tengo que hablarte... con seriedad.
TECLA: (Siempre haciéndose la niña.) ¡Dios santo! ¡Ahora quieres hablar
“seriamente”!... Lo cierto es que se ha vuelto todo un hombre. (Le toma la cabeza y
lo abraza.) A ver, pronto, una risita... Ríe, animalucho... Ríe a tu “chachita”.
ADOLFO: (Riendo a pesar suyo.) ¡Eres verdaderamente una hechicera! ¡Creo que
dispones de un poder mágico!
TECLA: ¿Por qué te rebelas entonces contra quien sabe castigar tan bien?
ADOLFO: (Volviendo a sentarse.) ¡Tecla!... Ponte de perfil por un momento. Voy a
dar tu rostro a esta figura.
TECLA: Con mucho gusto. (Se pone de perfil)
ADOLFO: (Clava en ella la mirada y finge modelar.) No pienses en mí... ¡Piensa en
otro!
TECLA: ¡En mi última conquista!
ADOLFO: Sí, en ese joven casto.
TECLA: ¡En él!... Muy bien. Tenía un bigotito muy fino. Sus mejillas parecían dos
duraznos rosados, tan transparentes y frescos que daban ganas de morder.
ADOLFO: (Muy sombrío.) Conserva ese rasgo de junto a la boca.
TECLA: ¿Cuál?
ADOLFO: Ese rasgo desvergonzado, cínico, que no te conocía.
TECLA: (Con un gesto.) ¿Este?
ADOLFO: Ese, sí. ¿Sabes cómo representa Bret-Flarte el adulterio?
TECLA: (Riendo) No; no tengo el honor de conocer a ese caballero.
ADOLFO: Como una mujer pálida que nunca se ruboriza.
TECLA: ¡Oh! ¡Nunca! ¡Vamos, hombre! Al ver a su amante, se ruborizará... Sólo
que ni el marido ni el señor Bret estarán allí para verlo.
ADOLFO: ¿Estás segura de lo que dices?
TECLA: (Corno antes.) Segurísima. Y si el marido mismo no consigue que su mujer
se ruborice... ¡Peor para él, porque se pierde un espectáculo encantador!
ADOLFO: (Exasperado.) ¡Tecla!
TECLA: ¡Loquillo!
ADOLFO: ¡Tecla!
TECLA: Que me diga solamente que soy la adorada de su corazón, y veremos si me
pongo o no encarnada como una fresa... Vaya, ¡hazlo!
ADOLFO: (Desarmado.) Estoy tan furioso que quisiera morderte, ¡monstruo!
TECLA: (Coqueteando.) Pues anda, muerde... ¡Vamos! (Le tiende los brazos.)
ADOLFO: (Abrazándola apasionadamente.) Y morderte... ¡hasta matarte!
TECLA: (Bromeando.) ¡Cuidado!... ¡Alguien se acerca!
ADOLFO: ¿Ya mi qué me importa de la gente? Fuera de ti, no me preocupa nada.
TECLA: ¡Y si yo te faltase un día!
ADOLFO: Me moriría.
TECLA: (Irónica.) Pero no hay por qué temerlo... ¿Qué peligro puede haber con una
vieja coqueta como yo, que ya no puede encontrar adoradores?
ADOLFO: ¡Tecla, Tecla!... ¿No has olvidado mis palabras insensatas?... Sabes de
sobra que las retiro.
TECLA: ¿Podrías explicarme cómo eres tan confiado y celoso a la vez?
ADOLFO: ¡Explicártelo!... ¡No, no te lo puedo explicar! ¿Quizá sea que me asalta el
recuerdo de la pasión que sentías por tu primer marido? A veces me imagino
nuestro amor como un lindo poema, como una defensa legítima, como una pasión
transformada en un asunto de honor que debemos llevar a buen fin, sin desfallecer,
porque nada me atormentaría tanto como saber que él conoce mi desgracia. ¡Ah!
nunca lo he visto, pero la sola idea de que hay un hombre que cansa con sus
súplicas al cielo, deseando mi desgracia, y que todos los días exige mi ruina, pide
para mí todas las calamidades; la sola idea de que se echaría a reír contemplando
mi vida arruinada me oprime el pecho con fuerza, me persigue como una pesadilla
y me empuja hacia ti, aterrado, paralizado.
TECLA: ¿Crees que pienso darle esa satisfacción, realizar su profecía?
ADOLFO: No, no quiero pensarlo.
TECLA: ¿En ese caso por qué no estás tranquilo?
ADOLFO: ¿Acaso es posible?... Con tu coquetería, que me turba sin cesar...
¿Siempre necesitas jugar de esta manera?
TECLA: No es un juego; tengo la debilidad de querer agradar a todo el mundo.
ADOLFO: Sí... ¡pero sólo a los hombres!
TECLA: Naturalmente. No sé de ninguna mujer que haya encontrado el medio de
agradar a las otras mujeres.
ADOLFO: Dime... ¿Cuánto hace que no tienes noticias... de él?
TECLA: Seis meses.
ADOLFO: ¿Nunca piensas en él?
TECLA: Nunca. Por lo demás, nuestras relaciones quedaron rotas al morir nuestro
hijo.
ADOLFO: ¿Y nunca lo encontraste por esos mundos?
TECLA: No. Aunque debe estar instalado en algún punto de la costa... Pero ¿por
qué te preocupa eso ahora?
ADOLFO: No sé. Pero como estos días he estado solo, no he podido dejar de pensar
en sus sufrimientos cuando lo abandonaste.
TECLA: ¡Ah! ¿Tienes remordimientos?
ADOLFO: Sí.
TECLA: ¿Te crees un ladrón?
ADOLFO: Casi, casi.
TECLA: ¡Qué gracia me causas! ¡Se roba una mujer como se roban niños... o cosas!
Y me miras como si yo formara parte de esos muebles. ¡Magnífico! Muchas gracias.
ADOLFO: Nada de eso. Te miro como su mujer. Y esto es algo más que una
propiedad. Es algo que no puede devolverse.
TECLA: ¡Vamos! Si llegaras a saber que se ha vuelto a casar, tus remordimientos
desaparecerían. Por otra parte, ¿no lo has reemplazado para mí?
ADOLFO: ¿Lo he reemplazado? ¿Verdaderamente? ¿Llegaste a amar a ese hombre?
TECLA: Lo amé, sí... lo amé libremente.
ADOLFO: ¡Y luego lo abandonaste!...
TECLA: Estaba cansada de él.... obsesionada.
ADOLFO: Y pienso que el día que estés cansada de mí... me abandonarás del
mismo modo.
TECLA: Eso no ocurrirá. ¡No!
ADOLFO: Si aparece otro, provisto de todas las cualidades que quieres encontrar en
un hombre -y el caso puede presentarse- ¡me abandonas!
TECLA: No.
ADOLFO: Supón que te seduce hasta el punto de no poder sustraerte a él;
renunciarás a mí.
TECLA: No, no lo haría.
ADOLFO: ¡Pero no podrías amar a dos hombres a la vez!
TECLA: ¿Por qué?
ADOLFO: No entiendo.
TECLA: Una cosa no es imposible porque no la entiendas. Todos los hombres no
están hechos del mismo modo.
ADOLFO: Comienzo a comprender.
TECLA: ¿Sí?
ADOLFO: Sí. (Pausa, durante la cual Adolfo parece buscar con alguna dificultad algo
que no quiere recordar) ¡Tecla! ¿Sabes que tu franqueza comienza a inquietarme?
TECLA: ¿Mi franqueza? ¿No era en otro tiempo la virtud suprema, que tú
ensalzabas tanto y que me enseñaste a practicar?
ADOLFO: Sí, pero creo que ahora te ayuda a disimular algo.
TECLA: Esa es la nueva táctica, querido.
ADOLFO: No sé en qué consiste, pero el caso es que siento un malestar que se me
hace intolerable. ¿Quieres que salgamos de viaje esta misma tarde?
TECLA: ¿Qué nuevo capricho es ése? Acabo de llegar, y no tengo ningún deseo de
ponerme otra vez en camino.
ADOLFO: ¿Y si yo lo quisiera?
TECLA: Haz lo que se te antoje. Vete solo.
ADOLFO: No. Te ordeno que me acompañes, que partas conmigo en el primer
barco.
TECLA: ¿Te ordeno?
ADOLFO: ¿Olvidas que eres mi mujer?
TECLA: ¿Olvidas que eres mi marido?
ADOLFO: ¡Hay una enorme diferencia!
TECLA: ¿Cuál?
ADOLFO: La misma que entre mandar y obedecer.
TECLA: ¡Ah! ¡Ah! Es preciso que no hayas amado nunca para hablar de ese modo.
ADOLFO: ¿De veras?
TECLA: Sí. Porque “amar” significa “dar”.
ADOLFO: En efecto. Amar, para el hombre, quiere decir dar; pero para la mujer
significa “tomar” ¡Yo di, di, di!
TECLA: ¡Oh! ¿Qué me has dado?
ADOLFO: ¡Todo!
TECLA: Es mucho, en verdad. Pero, supongamos que así sea y que yo lo haya
recibido “todo”. ¿Pretendes ahora traerme la cuenta de tus regalos? ¿Y el hecho de
haber recibido no quiere decir que te amaba? ¡Una mujer sólo acepta regalos de su
amante!
ADOLFO: ¿De su amante? Has dicho la palabra justa. Tú me considerabas un
amante, no un esposo.
TECLA: Lo que era mil veces más agradable para ti que ser un “chaperón”. Pero si
no estás contento con tu suerte, amigo mío, puedes dejar de ser lo que fueras.
¡Véte! No quiero tener marido.
ADOLFO: Ya lo he notado. Y en estos últimos tiempos, cuando observaba que
procurabas alejarte de mí con ardides de ladrona para ir a brillar en círculos
particulares, adornada con mis plumas, me atreví a decir una palabra relativa a tu
deuda, a tu deuda apremiante. ¡Heme ya en la piel del acreedor indiscreto, a quien
se envía al diablo, y hete ya embrollando las cuentas! Para no aumentar mi crédito,
renuncias a tomar nada más de mi caja; sales afuera a buscar lo que necesitas. Me
convierto en el Marido a pesar suyo y me agobias con tu odio. ¡Cuidado! Ahora seré
tu marido, lo quieras o no, puesto que está dicho que no puedo ser tu amante.
TECLA: (Riendo a medias.) Pero no dices más que absurdos, pequeño.
ADOLFO: Ve con cuidado. Es peligroso tratar a todo el mundo de idiota y creerse la
única persona inteligente.
TECLA: Sin embargo, es lo que poco más o menos hace todo el mundo.
ADOLFO: Por otra parte, me asalta la idea de que quizá tu primer marido no fuera
tan “idiota” como te complaces en decirlo.
TECLA: ¡Dios me perdone! Hasta podría creerse que sientes afecto por él.
ADOLFO: ¿Por qué no?
TECLA: ¡Muy bien! ¿Te gustaría conocer a ese hombre y verter en su corazón de
confidente el sobrante de tu corazón? ¡Qué cuadro delicioso! Pues sabe que yo
también siento que me atrae de nuevo, porque estoy cansada de ser una buena
muchacha. Aquél era un hombre, un hombre verdadero, cuya mayor culpa, quizá,
fue haber sido el mío.
ADOLFO: ¡Bueno! ¡Bueno! Es inútil hablar de ese modo. Podrían escucharnos.
TECLA: ¡Vaya desgracia que sería!
ADOLFO: (Dirigiendo una ojeada a la puerta de la derecha.) ¿De manera que ahora
enloqueces igualmente por los hombres maduros y por los jóvenes?
TECLA: ¡Ya lo ves! ¡Mi entusiasmo no tiene límites! Y mi corazón se apasiona por
todo lo que respira, grande o pequeño, feo o hermoso, nuevo o viejo. ¡Adoro al
mundo entero!
ADOLFO:, ¿Sabes lo que presagia?
TECLA: No, no sé nada; sólo siento. Amo.
ADOLFO: Presagia el fin de tus bellos días.
TECLA: ¿Vuelves a la carga? ¡Cuidado!
ADOLFO: Yo también te lo digo. ¡Cuidado!
TECLA: ¿De qué?
ADOLFO: De esto. (Le enseña un cuchillo)
TECLA: (Sin dejar de sonreír) ¡Oh! Mi hermanito no jugará con objetos tan
peligrosos.
ADOLFO: Ya no juego. ¡Se acabaron las niñerías!
TECLA: ¿Así que la cosa es seria... bien seria? En ese caso te haré ver algo que te
asuste. Mejor dicho, no... No verás nada con tus ojos, no sabrás nada. El mundo
entero tendrá la certeza de que así es. Tú serás el único que permanezca en la
ignorancia. Pero tendrás sospechas y ya no te será concedida ni una hora de
descanso. Tendrás el presentimiento de que eres ridículo, de que te engañan, pero
nunca tendrás pruebas. Ya te he advertido.
ADOLFO: ¿Me odias?
TECLA: No, no te odio, y creo que aunque quisiera no podría odiarte. Porque no
eres sino una criatura.
ADOLFO: ¡Ahora, quizá! pero acuérdate de los malos días en que la tempestad
rugía espantosamente sobre nuestras cabezas. Entonces permanecías tumbada
como un niño de teta sobre su almohada. Yo te sentaba en mis rodillas, te mecía y
te abrazaba, besándote largamente en los párpados cerrados hasta que el sueño
adormecía tus temores. ¡Yo era la niñera en aquellos tiempos penosos! Y te vigilaba
para que no fueses por las calles sin nada en la cabeza. Hacía los recados. Llevaba
tus botas al zapatero. Iba de compras. Al pasar, echaba una ojeada a la cocina.
Permanecía horas enteras sentado junto a ti, oprimiendo tu mano, porque tenías
miedo de todo y de todos, abandonada por tus antiguos amigos. Es cierto que la
opinión pública nos reprochaba en esa época, y que se murmuraba a costa
nuestra... Yo reanimaba tu valor abatido, argumentando hasta que la lengua se me
pegaba al paladar y mi mente sobrecargada parecía pronta a estallar. Debí tenerme
por más fuerte de lo que era, obligarme a creer en el porvenir más risueño, y así
logré volverte a la vida cuando parecías ya un cadáver... Y tú me encontrabas bello,
sublime, ¿no es verdad?... Yo era el Hombre, no el musculoso que habías
abandonado, el atleta, sino el que tiene la fuerza de alma, el bondadoso
magnetizador que introducía y hacía correr a lo largo de tus músculos el sobrante
de su fluido y cargaba con su electricidad reconfortante tu mente reblandecida. Te
levantaba. Gracias a mí conociste amigos nuevos. Formé en derredor de ti una
especie de pequeña corte y, estimulando las amistades, me las compuse tan bien
que se te admiré. Por último, ¡te llamaba dueña de mi corazón y de mi casa!... Un
día, rosada, de color azul celeste sobre un fondo dorado, apareciste en mis pinturas
embellecida. Y luego tienes en todos los salones un lugar envidiado en el cimacio.
Representaste alternativamente Santa Cecilia, María Estuardo o Carlota Corday,
¡qué sé yo! y agrupé en torno de tu persona los intereses más dispersos. Hice venir
a ti la muchedumbre recalcitrante; la obligué a que te mirase con mis ojos, todos
llenos de ti, y las simpatías perdidas retornaron. Entonces pudiste, y sola, reanudar
tu marcha. Pero yo vacilaba, agotado, porque había perdido mi energía. Había sido
un esfuerzo demasiado grande, demasiado sostenido. Te levanté, ¡pero caí!...
Contraje. una enfermedad, más malaventurada que en cualquiera otra ocasión,
puesto que me aniquilaba en el momento en que la vida comenzaba a sonreírte.
Esto estorbó tu evolución. Llevando mi recuerdo lo más lejos posible, creo verte
inclinada, en tus pensamientos secretos, a alejar de ti al acreedor, a separarte del
testigo de tantas horas penosas. Tu amor reviste este carácter señorial; y a falta
de otra cosa mejor, acepto el papel de “hermanito”. Tu ternura es aún evidente;
quizá vaya en aumento, pero es otra. Se descubre en ella un matiz de piedad:
luego, un poco de desestimación, que declina pronto... y sale tu sol. Sin embargo,
pasa algún tiempo y la fuerza en que tú vivías parece agotada, sin duda, puesto
que tu ambición ya no quiere más de lo que a mí me pertenece. Ambos estamos
entonces bien perdidos. Necesitas alguien de quien prendarte, porque no tienes
bastante fuerza de conciencia para acusarte a ti misma de tu ruina. Buscas un
macho cabrio emisario. Está ahí, muy cerca. “¡Llevadlo al matadero; degolladlo!”,
gritas. Pero al herirme te hieres a ti misma, porque la vida en común ha hecho de
nosotros dos gemelos. O, mejor aún, tú eres un retoño de mi arbolillo. Arrancado
antes de haberte adherido al suelo, mueres...; y la rama madre muere también, a
causa de esa operación violenta y tan precipitada.
TECLA: ¿Así que pretendes haber sido tú quien ha escrito mis libros?
ADOLFO: No; tú haces que yo lo diga para desmentirme después. No me he
expresado tan groseramente, tan a tu manera, y si he hablado durante cinco
minutos, ha sido precisamente por hacer valer todos los matices, todos los
semitonos y todas las transiciones. ¡Pero en tu vihuela no hay más que un tono!
TECLA: Sí, sí... he comprendido... perfectamente! ¡La conclusión de todo eso es que
tú has escrito mis libros!
ADOLFO: ¡Aquí no hay conclusión! Tú no puedes tener la pretensión de resolver un
acorde en un solo tono, de reducir una vida tan dispersa a una fracción única. Yo no
he dicho nada tan rosero. ¡No he dicho que he escrito tus libros!
TECLA: ¿Ni siquiera lo has pensado?
ADOLFO: (Fuera de sí.) ¡No, no lo he pensado!
TECLA: Pero, en total...
ADOLFO: No hay total puesto que no hemos sumado nada. Cuando se dividen
números que no son pares resulta un cociente, una fracción decimal indefinida...
hablando en tu lenguaje. No he hecho una suma.
TECLA: Muy bien; pero creo que yo soy libre de sumar.
ADOLFO: Puedes hacer lo que quieras... Por mi parte no lo he hecho.
TECLA: Pero lo querías hacer.
ADOLFO: (Rendido, cerrando los ojos.) No, no, no... ¡Y no me hables! Tendría
convulsiones. ¡Calla! ¡Véte! Me desgarras la mente con tus pinzas brutales, laceras
con tus uñas el tejido de mis ideas... (Queda sin conocimiento, el mirar extraviado,
moviendo los pulgares.)
TECLA: (Tiernamente.) ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo? (Adolfo la rechaza.) ¡Adolfo!
ADOLFO: (Moviendo la cabeza.) Sí.
TECLA: ¿Ves cómo no tenías razón?
ADOLFO: Sí, sí, sí, sí, lo veo.
TECLA: ¿Y no me pides que te perdone?
ADOLFO: Sí, Sí, sí, sí, perdón... ¡Déjame!
TECLA: Bésame la mano.
ADOLFO: Te beso la mano... pero ni una palabra más, ¿eh?
TECLA: Y ahora hay que salir un poco para tomar aire antes de comer.
ADOLFO: Sí, y apenas hayamos comido nos marcharemos de aquí.
TECLA: ¡Oh! no.
ADOLFO: (En pie) ¿Por qué?... Supongo que tendrás algún motivo.
TECLA: Así es. Por otra parte, ya te lo he dicho. He prometido asistir esta noche a
una velada.
ADOLFO: ¿Hablas en serio?
TECLA: Muy en serio. He dado mi palabra.
ADOLFO: ¿Tu palabra?... Habrás prometido ir, pero puedes desistir.
TECLA: Perdona, querido, me tomarías por ti. Mi palabra es sagrada.
ADOLFO: Sin que la palabra deje de ser sagrada, podemos encontrarnos en la
imposibilidad de cumplir todo lo que prometemos en una conversación. ¿Alguien te
ha obligado a dar tu palabra?
TECLA: Sí.
ADOLFO: En ese caso, podrías rogar a esa persona que te devolviese tu libertad,
porque tu esposo está enfermo.
TECLA: No. Para mí se trata de un gran placer... Y después de todo no estás tan
enfermo que no puedas acompañarme.
ADOLFO: ¿Acaso estás más tranquila cuando estoy a tu lado?
TECLA: No te comprendo.
ADOLFO: Es tu respuesta de siempre cuando digo ante ti algo que no te gusta
oírme.
TECLA: ¡Ah! ¡Ah! ¿Y qué es lo que no me gusta oírte?
ADOLFO: ¡Nada! ¡Nada! ¡Por Dios, no empecemos otra vez! Hasta muy pronto...
¡Vuelvo enseguida! Piensa bien lo que hayas de resolver. (Sale por la puerta del
fondo y se dirige hacia la derecha.)
ESCENA TERCERA
TECLA, sola un instante; después GUSTAVO. Este entra tranquilamente, va hacia la
mesa, sin mirar a Tecla, y toma un periódico.
TECLA: (Hace un movimiento; luego, dueña de sí) ¿Tú?... ¿Eres tú?
GUSTAVO: (Con sentimiento.) Yo mismo... ¡Perdón!
TECLA: ¿Por dónde has venido?
GUSTAVO: Por tierra... Pero me voy, ya que mi presencia...
TECLA: Quédate.... ¡te lo ruego! ¡Cuánto tiempo sin verte!
GUSTAVO: ¡Cuánto tiempo, sí!
TECLA: ¡Y cómo has cambiado!
GUSTAVO: Tú, no... siempre encantadora. Más bella aún y más joven que antes...
Pero no quisiera ensombrecer tu dicha en lo más mínimo. Aquí estoy de más, y
puedes creer que si hubiera sabido que habría de encontrarte...
TECLA: No... quédate... te lo ruego... A no ser que te cueste mucho... Un momento,
¿quieres?
GUSTAVO: Por mi parte, no hay inconveniente... pero pensaba... que
permaneciendo aquí... hablándote... podría quizá herir sentimientos.
TECLA: Tú no puedes herirme. Siempre te consideré delicado y fino.
GUSTAVO: Eres muy amable. Pero ¿quién sabe si tu marido tendría para conmigo la
misma indulgencia?
TECLA: ¿El? Acaba de dar pruebas de una gran simpatia hacia ti.
GUSTAVO: ¡Ah! Es verdad que todo se borra en nosotros como los nombres que
grabamos en la corteza de los árboles, y el odio mismo carece de fuerza para
arraigar en nuestros corazones.
TECLA: Nunca sintió odio por ti. ¡Puede decirse que ni siquiera te conoce! Por lo que
a mí respecta, en la tranquilidad de mis pensamientos, alguna vez, tuve un sueño...
Veros a los dos reunidos un instante, hablando como amigos, estrechándoos las
manos en mi presencia sin recordar absolutamente nada.
GUSTAVO: También yo tuve a menudo el deseo secreto de asegurarme por mí
mismo de que la mujer que amé en otro tiempo más que mi vida, era una esposa
feliz. En realidad, nunca oí decir de él sino cosas excelentes, y conozco todas sus
obras. Sin embargo, tenía prisa por encontrarme en frente de ese hombre
propuesto por la casualidad para ser el guardián de mi tesoro; tenía prisa por
estrechar su mano. Así es que quisiera extinguir el odio involuntario que debe arder
en su corazón, y recobrar de tal modo la calma y la tranquilidad de conciencia que
me ayudarán a acabar el triste resto de mis días.
TECLA: Esas palabras me han llegado al alma; me has comprendido. ¡Gracias! (Le
tiende la mano)
GUSTAVO: ¡Infeliz de mí! ¿Qué soy yo? Un hombre ordinario, demasiado
insignificante para pretender que vivas a mi sombra. Mi vida monótona, el trabajo
de esclavo a que me veo condenado, el estrecho vínculo en que me muevo, no
estaban hechos para un alma superior como la tuya. ¡Lo sé!... Pero debes
comprender tú, que sabes penetrar en los misterios de la naturaleza humana, qué
victoria adorada me cuesta confesarme tal cosa.
TECLA: Es noble y grande reconocer de ese modo sus debilidades. Y esto no puede
hacerlo todo el mundo. (Suspira.) Siempre fuiste una naturaleza fiel, honrada y
llena de desinterés. Pero...
GUSTAVO: ¡Oh!, no era esa naturaleza en otro tiempo, no... pero los dolores y las
penas nos purifican, el sufrimiento nos ennoblece... Y he sufrido.
TECLA: ¡Mi pobre Gustavo! ¿Puedes perdonarme? ¿Puedes?...
GUSTAVO: ¿Perdonarte?... ¿Qué?... ¡No soy yo quien ha de pedirte perdón!
TECLA: (Cambiando de tono.) Hasta creo que los dos lloramos... ¡Somos tan viejos!
GUSTAVO: (Cambiamos también de tono, progresivamente.) ¡Viejo! Sí, yo sí... Pero
tú cada vez pareces más joven... (insensiblemente se va acercando y llega a
sentarse en la silla; Tecla toma asiento en el canapé.)
TECLA: ¿De Veras?
GUSTAVO: ¡Y qué bien sabes vestirte!
TECLA: Pues fuiste tú quien me enseñó. ¿No recuerdas cómo descubriste los colores
queme quedaban bien?
GUSTAVO: No.
TECLA: Procura recordar. ¿Qué díces? Aún me acuerdo de los días en que me reñías
porque me había olvidado ponerme mi vestido color malva.
GUSTAVO: (Tiernamente.) En primer lugar yo nunca te he reñido.
TECLA: ¡Es un decir! ¿Y cuando me enseñabas a reflexionar, a pensar?... ¿No te
acuerdas? Sin embargo, la cosa no fue fácil.
GUSTAVO: ¡Yo enseñarte a pensar! ¡A ti, un filósofo tan sutil, al menos en tus
escritos!
TECLA: (Impresionada desagradablemente, precipita el diálogo a fin de cambiar la
conversación.) En fin, querido Gustavo, para mí es una alegría volverte a ver, sobre
todo el tener contigo relaciones tan apacibles.
GUSTAVO: ¡Oh!, yo nunca fui turbulento... lo sabes de sobra, por lo demás... La
vida transcurría tranquilamente para mí.
TECLA: Demasiado.
GUSTAVO: Pero se me había puesto en la cabeza que tú deseabas otra clase de
vida. ¿No me habías dado a entender antes de nuestro matrimonio que...?
TECLA: Antes... sí. ¿Puede saberse...? Yo sólo tenía las ideas que me había
inculcado mi madre.
GUSTAVO: ¡Y ahora debes estar in dulce júbilo! La vida de artista es una vida
brillante, y tu marido no parece un dormido.
TECLA: Tampoco ahí se puede encontrar toda la dicha.
GUSTAVO: (Cambiando bruscamente de tono.) ¡Cómo! ¡Todavía llevas mis
pendientes!
TECLA: (Con embarazo.) Sí... ¿Por qué no? Nunca fuimos enemigos. Por otra parte,
me gusta mucho llevarlos, como un recuerdo, como una señal de nuestra amistad
persistente... ¿No sabes que ya no se hacen alhajas de este género? (Se quita uno
de los pendientes.)
GUSTAVO: Son bonitos y buenos... Pero... ¿y tu marido qué dice?
TECLA: No le he preguntado nada.
GUSTAVO: ¿No?... Pues estás dañando su dicha... Eso puede bastar para
ridiculizarlo.
TECLA: (Vivamente, como para sí.) Como si ya no lo estuviera.
GUSTAVO: (Observando que hace grandes esfuerzos por cerrar el pendiente.)
Deja.... veré si yo... ¿Me permites?
TECLA: Si quieres ser tan bueno...
GUSTAVO: (Pellizcándole el lóbulo de la oreja.) ¡Oh, qué linda orejilla sonrosada!...
¿Que ocurriría si tu marido nos viese?
TECLA: Tendríamos una escena... lágrimas...
GUSTAVO: ¿Es celoso?
TECLA: ¿Que si es celoso? ¡Vaya una pregunta! (Ruido del lado de la puerta de la
derecha,)
GUSTAVO: ¿Quién está ahí?
TECLA: No sé. Pero cuéntame cómo te va, qué es de ti...
GUSTAVO: Y tú, cuéntame qué haces...
TECLA: (Embarazada, desvela maquinalmente la figura de cera que hay sobre la
mesa.)
GUSTAVO: ¿Qué es eso?... ¡Cómo!... ¡Es sorprendente! ¡Eres tú!
TECLA: No lo creo.
GUSTAVO: Caramba, se parece.
TECLA: (Cínica.) ¿De veras?
GUSTAVO: Esto me recuerda la anécdota de los soldados que se bañaban y la
famosa pregunta: “¿Cómo puede saber Vuestra Majestad que son soldados?”
Estaban desnudos.
TECLA: (Echándose a reír.) ¡Qué tonto eres!... ¿Es todo lo que tienes que decirme?
¿No sabes más historias picarescas?
GUSTAVO: No. Pero tú debes conocer otras.
TECLA: Nunca oigo nada que valga la pena.
GUSTAVO: ¿Es reservado?
TECLA: ¿En palabras? Sí.
GUSTAVO: ¿Y en acciones?
TECLA: ¡Está siempre tan mal!...
GUSTAVO: ¡Pobre niña!... ¿Qué necesidad tenía ese hombre de meter el hocico en
cazuela ajena?
TECLA: (Riendo a carcajadas.) ¿Estás loco?... ¡Calla!
GUSTAVO: Dí... ¿No recuerdas que de recién casados ocupábamos este mismo
aposento? ¡Y de qué modo tan distinto estaba amueblado en aquella época! Ahí
estaba el bufete, y allá la cama, la cama amplía... (Imponiéndole silencio
suavemente.) ¡Vamos!...
GUSTAVO: ¡Mírame bien a los ojos!
TECLA: Si te agrada... (Se miran intensamente duran te un instante.)
GUSTAVO: ¿Crees que se puede olvidar lo que hiciera una impresión fuerte en
nuestras almas?
TECLA: ¡No! El poder de los recuerdos es prodigioso. Sobre todo, el de los
recuerdos de juventud.
GUSTAVO: ¿Te acuerdas de nuestro primer encuentro? No eras entonces sino una
gentil insignificancia, una frágil pizarra en la que padres y nodriza habían marcado
sus garabatos en blanco, y tuve que borrarlos con un revés de la mano. Luego,
escribí a mi vez todo un texto nuevo con arreglo a mis pensamientos, hasta que
estuvo completamente cubierta. Mira, por eso me desagradaría tanto yerme en el
lugar de tu marido. Claro que ese es asunto de él. Y he aquí también por qué este
encuentro contigo tiene para mí un encanto especial. En nuestras charlas, nuestras
ideas entrelazan maravillosamente, como dos cuerpos que están abrazados. Y
cuando estoy sentado aquí, cuando te hablo, experimento la sensación de gustar a
tragos cortos vino muy viejo y embotellado en otros tiempos por mí mismo. Es mi
propio vino, sí, ¡envejecido pero bonificado! Así, pues, ahora que voy a casarme de
nuevo, tengo el firme propósito de elegir una muchacha a quien pueda educar con
arreglo a mi sentir. Porque la mujer es el hijo del marido. Y así debe ser. El marido
hijo de su esposa es el mundo al revés.
TECLA: ¿Vuelves a casarte?
GUSTAVO: Sí. Quiero buscar mi dicha otra vez. Pero procuraré acertar mejor en mi
elección, a fin de evitar... el cambio.
TECLA: ¿Es linda?
GUSTAVO: ¡A mis ojos, sí! ¿Pero no soy demasiado viejo? ¡Qué cosa extraña!...
Desde que la casualidad me acercó a ti, me siento desesperar. Jugar una vez más
la partida, ¿no es tentar al diablo?
TECLA: ¿Cómo?
GUSTAVO: ¡Veo que dejé raíces en tu suelo! ¡Las viejas heridas vuelven a abrirse!
Tecla, ¡tú eres una mujer peligrosa!
TECLA: ¡Ah!... ¡Y mi joven marido pretende que soy incapaz de hacer una conquista
a mi edad!
GUSTAVO: Lo que significa claramente que ya no te ama.
TECLA: ¿Qué entiende él por amar?... No puedo explicármelo.
GUSTAVO: Jugasteis demasiado al escondite uno con otro. Os ocultasteis tan bien
que hoy es imposible encontraros. El es emprendedor; tú desempeñas con él la
comedia de la inocencia. Lo has intimidado. Créeme, hay serios inconvenientes para
cambiar.
TECLA: ¿Me estás haciendo reproches?
GUSTAVO: De ninguna manera. Lo que ocurre, ocurre siempre bajo el imperio de
alguna necesidad; de lo contrario, sucedería otra cosa, Y puesto que ha ocurrido,
significa que no podía ser de otro modo.
TECLA: Eres un espíritu claro. No sé de nadie con quien puedo cambiar ideas más
agradablemente. Eres tan amplio en tu moral, tan poco sermoneador, y te
muestras siempre tan dispuesto a exigir tan poco de la naturaleza humana, que
uno se siente verdaderamente más libre en tu compañía. ¿Sabes que tengo celos
de tu futura?
GUSTAVO: ¡Yo también de tu marido!
TECLA: (Levantándose turbada.) Y ahora debemos separarnos... ¡Para siempre!
GUSTAVO: (Con calor) Hemos de separarnos, sí... Pero no sin despedirnos por
última vez,.. (A su oído) ¿No es verdad, Tecla?
TECLA: (Inquieta.) Sí.
GUSTAVO: (Contra ella.) ¡No! ¡No! Hemos de decirnos adiós, Tecla. Es necesario
que ahoguemos todos esos recuerdos resucitados en una embriaguez exquisita y
lenta, tan profunda que no nos acordemos de nada cuando despertemos. Hay
embriagueces infinitas, ya lo sabes. (Le rodea el talle con el brazo.) Te rebaja el
contacto de esa mente enfermiza. Te comunica su tisis. Voy a envolverte en mis
caricias calurosas, a hacer penetrar en ti un prolongado hálito de vida, a realzar tu
talento empequeñecido. Yo haré que florezcan de nuevo tus rosas otoñales. Te voy
a... (Aparecen dos señoras en traje de viaje en el fondo del corredor. Hablan un
minuto, señalan con el dedo a Gustavo y Tecla, sonríen y pasan.)
TECLA: (Defendiéndose de él) ¿Qué era eso?
GUSTAVO: (Indiferente.) Dos extranjeras.
TECLA: Véte.... no estoy tranquila. Tengo miedo.
GUSTAVO:¿De qué?
TECLA: Me robas mi alma.
GUSTAVO: Y te doy la mía en cambio. Por otra parte... tú no tienes alma. Creer lo
contrario es una ilusión de tus sentidos.
TECLA: Puedes alabarte de saber ser descortés del modo más gracioso. Es
imposible enojarse contigo.
GUSTAVO: Porque yo soy “primera hipoteca”... Dí... ¿cuándo?... ¿dónde?...
TECLA: ¡No!... No quiero hacerle ese insulto. Aún me ama, y no quiero obrar mal
por segunda vez.
GUSTAVO: ¡No te ama!... ¿Quieres la prueba?
TECLA: ¿Cómo podrías tenerla?
GUSTAVO: (Recogiendo de debajo de la mesa los pedazos de la fotografía rota por
Adofo.) ¡Aquí está!
TECLA: ¡Ah!... ¡Miserable!
GUSTAVO: Te basta, ¿verdad? Dime, Tecla... ¿cuándo... ¿dónde?...
TECLA: ¡Traidor! ¡Me la pagará!
GUSTAVO: ¿Cuándo?
TECLA: Oye... Esta noche parte en el barco de las ocho...
GUSTAVO: Entonces...
TECLA: ¿A las nueve? (Ruido formidable en el aposento de la derecha.) ¿Pero quién
está ahí? ¿Qué ruido es ése?
GUSTAVO: (Mirando por el ojo de la cerradura.) Voy a ver... Distingo una mesa
derribada, un jarrón hecho añicos... ¡Y nada más! Habrán encerrado algún perro. ¡A
las nueve, entonces!
TECLA: ¡A las nueve! ¡Y que se queje a sí mismo, si quiere! ¡Qué duplicidad! ¡Y
pensar que ha sido él... él, que predica constantemente la rectitud; él, que me
enseñaba a ser siempre franca! Pero, ¿cómo ha podido ocurrir eso? ¡Es curioso!
Llego... El señor me hace la acogida más ruda... Contra su costumbre, no sale a mi
encuentro... Apenas entro, empieza a picarme a propósito de jóvenes encontrados
en el vapor; alusiones que aparenté no comprender... ¡Cosa infernal!... ¿Cómo ha
podido saber?... Espera... Enseguida se pone a filosofar acerca de las mujeres... Le
pasan por la cabeza reminiscencias de tus ideas... la escultura destinada a
reemplazar con el tiempo a la pintura... ¡Qué sé yo!... ¡En una palabra, tus
paradojas de otro tiempo!
GUSTAVO: ¿Hablas en serio?
TECLA: (Repitiendo la entonación.) ¿Hablas en serio? Ahora comprendo... Por fin
veo claramente qué infame eres. Viniste aquí con ese propósito: arrancarle el
corazón del pecho. Tú fuiste quien se sentó en ese canapé, quien le predijo una
enfermedad terrible., quien le persuadió de que en adelante debe vivir sin tener
conmigo el más mínimo contacto, quien le aconsejó se mostrase viril y autoritario al
regreso de su mujer. ¿Cuánto hace que estás aquí?
GUSTAVO: Ocho días.
TECLA: Entonces tú eres la persona a quien vi en el vapor al marcharme.
GUSTAVO: Así es.
TECLA: ¿Y creíste que podrías burlarte de mí con tanta facilidad?
GUSTAVO: Ya está hecho.
TECLA: Todavía no.
GUSTAVO: Sí.
TECLA: Te acercabas a mi cordero solapadamente como un lobo raptor. Llegaste
con un plan odioso para romper mi dicha, pero no contabas con que mis ojos se
abrirían y que yo descubriría tu obra.
GUSTAVO: ¡Es injusto lo que acabas de decir!... En realidad la cosa fue así. Mi
principal deseo era, efectivamente, que vuestra vida no fuera feliz. Y estaba casi
seguro de que no necesitaba intervenir para ello. Por otra parte, mis asuntos
privados no me dejaban tiempo para intrigar. Pero, de pronto, en una de mis
correrías sin objeto, me encuentro en aquel vapor en que tú te lucías en un grupo
de jovenzuelos. Confieso que me pareció buen momento; y sentí curiosidad por
examinaros más de cerca. Desembarco, y tu cordero, por sí solo, viene a
precipitarse en la boca del lobo. Despierto la simpatía de ese joven epiléptico,
merced a un efecto reflector que es inútil explicarte, y nos hacemos amigos. Al
principio me causa cierta compasión, porque sufría los mismos aburrimientos que
yo en otra época. Pero tiene la desgracia de rozar mi vieja herida, ya sabes cuál, la
que tú has descrito en tu novela... la historia del marido imbécil, y entonces me dan
ganas de desmontar a tu buen hombre como a un juguete, y de diseminar los
pedazos para que sea imposible reconstituirlo. ¡Ah!, la cosa no fue difícil... gracias,
por otra parte, a tus trabajos preparatorios, por los que te felicito. Además, en él
no se veía sino a ti. Tú eras el resorte de su mecanismo, y hube de esperar para
ver desunirse los pedazos. Sólo entonces oí el crujido significativo. Cuando me
acerqué a él, no sabía qué iba a decirle. Me encontraba en la situación del jugador
de ajedrez que ha meditado muchas combinaciones y tiene que esperar a que el
adversario haya dado su golpe para decidir cuál de sus proyectos puede servirle. Lo
uno hizo salir lo otro, la casualidad se mezcló en todo, y pronto lo tuve a mi
disposición; y tú misma, ¿no estás bien presa? Dí.
TECLA: No.
GUSTAVO: ¡Vamos, mujer! Acaba de ocurrir lo que tú más temías. El Mundo,
representado por esas dos señoras que yo no he ido a buscar (insistiendo), que yo
no llamé porque no soy un intrigante de teatro, el Mundo fue testigo de la
reconciliación con el marido que repudiaste. Te vio implorando en sus brazos un
perdón humillante. ¿No basta?
TECLA: Sí, para tu venganza. Pero explícame, hombre ilustrado que te crees justo,
cómo es que tú, convencido de que todo lo que ocurre tiene lugar bajo el imperio
de una necesidad ineludible, convencido de que nuestras acciones no son libres...
GUSTAVO: No son libres... en cierto sentido.
TECLA: Lo mismo da.
GUSTAVO: No.
TECLA: ¿Cómo es que tú, que me juzgaste irresponsable cuando mi naturaleza y las
circunstancias me impulsaron a obrar como lo hice, puedes pretender que tienes
derecho a vengarte?
GUSTAVO: ¡A causa de los mismos principios y por las mismas razones! Porque mi
naturaleza y las circunstancias me impulsan a vengarme. ¿No es igual la partida?
Pero, ¿sabes por qué sois vencidos ambos en esta lucha? (Gesto desdeñoso e
incrédulo de Tecla.) ¿Por qué os dejasteis prender? Pues porque yo fui el más
fuerte y malicioso. ¡El idiota era él, lo eras tú! No se es necesariamente un “idiota”,
querida mía, porque no se escriben novelas ni se pintan cuadros. No lo olvides.
TECLA: No tienes un solo sentimiento en el corazón.
GUSTAVO: Tú lo has dicho. ¡Ni uno! Y por eso sé reflexionar, como lo puedes
comprobar, y obrar también, según te lo he demostrado varias veces.
TECLA: ¿Y has hecho todo eso sólo porque yo herí profundamente tu amor propio?
GUSTAVO: ¡No, no ha sido sólo por eso! Pero no debe rozarse el amor propio del
prójimo. ¡Es el punto más sensible de los hombres!
TECLA: ¡Mente vengativa!
GUSTAVO: ¡Mente ligera!
TECLA: ¡Peor, yo soy así!
GUSTAVO: ¡Yo soy así, peor! Hay que examinar el natural de los otros antes de
dejar obrar al propio. ¡De lo contrario, cuidado con las lágrimas y los
rechinamientos de dientes el día en que ambos choquen!
TECLA: ¡No serías tú quien perdonara!
GUSTAVO: ¡Y sin embargo os he perdonado a los dos!
TECLA: ¿Tú?
GUSTAVO: ¡Claro! Durante los años transcurridos, ¿levanté un dedo para tocaros?
¡No! Con sólo venir aquí y miraros de cierto modo me ha bastado para separaros.
¿Os he hecho escenas, colmado de reproches, de moral, de maldiciones? No. He
bromeado, ¡oh, muy poco!, con tu marido. Y me bastó para aniquilarlo. ¡Y ahora
que lo compadezco, me acusan!... Tecla, en conciencia, ¿tienes algo que
reprocharte?
TECLA: ¡Absolutamente nada! Los cristianos pretenden que la Providencia regula
nuestras acciones. Otros llaman a eso el Destino. Así, pues, ¿no somos inocentes?
GUSTAVO: ¡En cierta medida, quizá! Pero basta una nada para afirmar una deuda
contraída, y tarde o temprano los acreedores se presentan. Somos inocentes, ¡pero
responsables! Inocentes ante Dios, en quien no creemos ninguno de los dos, pero
responsables ante nosotros mismos y ante el prójimo.
TECLA: ¿Entonces te presentas como acreedor?
GUSTAVO: He venido a recobrar lo que robaste, no lo que recibieras. Me robaste mi
dicha, y, como no puedo recuperarla, vengo y te arrebato la tuya. ¡Es justo!
TECLA: ¡El honor! ¡Tómalo, pues! ¿Ahora estás satisfecho?
GUSTAVO: Sí, estoy satisfecho. (Llama.)
TECLA: Y ahora te marchas. ¿Vas a reunirte con tu prometida?
GUSTAVO: ¡No hay tal prometida! ¡No la habrá nunca! Parto sin objeto, no importa
para dónde, puesto que ya no tengo hogar, puesto que carezco de Yo (Entra un
mozo.) Hágame el favor de traerme la cuenta. Me embarcaré en el vapor de las
ocho. (El mozo sale.)
TECLA: (Lentamente.) ¿Partes... sin reconciliarnos?
GUSTAVO: ¿Reconciliarnos? ¿Cómo? ¿Así olvidas el sentido de las palabras que
pronuncias? ¿Reconciliarnos? ¡Matrimonio de tres! ¡Gracias, hermosa! Si querías un
acercamiento, debiste pensar en los medios cuando era hora; hoy es demasiado
tarde, puesto que a ti te tocaba reparar y creaste lo irreparable entre nosotros. Sin
embargo, creo que quedarás satisfecha si te digo: “Te pido perdón por el daño que
me hiciste con tus uñas; te pido perdón por haberme deshonrado; perdón por
haberme convertido, por espacio de siete años, todos los días y a todas horas, en el
objeto de la risa de mis discípulos; te pido perdón por haberte libertado de la tutela
de tus padres, por haberte libertado del miedo de los aparecidos y las sombras, de
la ignorancia y de las supersticiones; te pido perdón por haberte encargado de la
custodia de mi hogar y de mis bienes; por haberte dado amigos y una situación
mundana; por haberte tomado cuando niña para hacer de ti una mujer”. Y ahora,
he terminado contigo. Ve a arreglar tus cuentas con el otro.
TECLA: ¿Dónde está? ¿Qué has hecho de él? Me oprime la angustia, una angustia
horrible...
GUSTAVO: ¿Por él? ¿Todavía lo amas?
TECLA: Lo amo.
GUSTAVO: ¡Y me amabas en otra época! ¿Eras sincera, al menos?
TECLA: Sincerísima.
GUSTAVO: ¿Sabes qué eres?
TECLA: ¿Me desprecias?
GUSTAVO: Te compadezco. ¡Eres un ser digno de compasión! ¡Es una cualidad, no
digo “defecto”, pero una cualidad desventajosa! ¡Pobre Tecla! No lo sé con
seguridad, pero creo que tendré que arrepentirme, aunque, como tú, crea no
merecer el menor reproche. Después de todo, quizá sea un bien para ti el que te
quede por pasar lo que aún pasarás, como lo pasaré yo también. ¿Sabes dónde
puede ocultarse tu esposo?
TECLA: ¡Ah!, creo que lo sé... efectivamente! ¡Está ahí... en ese cuarto...
encerrado!... ¡Lo ha oído, lo ha visto todo!
GUSTAVO: ¡Y el que ha visto su sombra va a morir!

ESCENA IV
Dichos, ADOLFO. Este entra por la puerta del foro, pálido como un muerto, con una
mancha de sargre en la mejilla izquierda; la mirada fija, sin expresión, y una
espuma blanca en torno de la boca.
GUSTAVO: (Retrocediendo) ¡Aquí está! ¡Cuenta con él ahora, y ve si se mostrará
contigo tan clemente como yo! ¡Adiós, Tecla! (Se dirige hacia la izquierda, y se
detiene a algunos pasos de la salida.)
TECLA: (Acercándose a Adolfo con los brazos abiertos.) ¡Adolfo! (Este
cae contra el marco de la puerta del foro.)
TECLA: (Arrojándose sobre su cuerpo y cubriéndolo de besos.) ¡Adolfo! ¡Querido
esposo mío! ¡Háblame! ¡Háblame! ¡Di algo! ¡Perdona a tu mala Tecla! ¡Perdóname!
¡Perdóname! “¡Hermanito!” ¿Me oyes? ¡Contesta! ¡Dios Santo! ¡No me oye! ¡Está
muerto! ¡Dios de misericordia! ¡Oh, Dios mío! ¡Piedad! ¡Piedad para nosotros!
GUSTAVO: ¡Lo ama realmente! ¡Lo ama desde el fondo de su corazón!
FIN