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2/8/22

Y érase una vez que estaba su tío con María... Benjamín Gavarre.
















Y érase una vez que estaba su tío con María... 

Benjamín Gavarre.

 Basada en Mariquilla de Nimega

 

Personajes: 

María (Después Mónica) 

Tío 

Tía 

Azmodán 

Psiquiatra 

 

 

Y érase una vez que estaba su tío con María... 

 

Una pintoresca cabaña con aires medievales, como de cuento. Sin querer lograr una ilusión se llevará a cabo la puesta en escena con accesorios simples y sobre todo con iluminación adecuada. “María” al principio, como aldeana medieval de cuento de hadas, y el tío como un anciano bondadoso, medio alquimista, medio loco. 

La obra en general representa varios tiempos y lugares, algunos modernos y otros anacrónicos. Lo importante es que se utilice la imaginación y creatividad para representar los diferentes espacios escénicos y los diferentes tiempos en que todo sucede. 

 

Tío. — Así es, la mía sobrina, tienes que ir a la Ciudad y me compras la despensa. 

 

María. — Qué bueno que me mandas a “estas horas de la tarde” a aventura tan peligrosa, el mío tío. Ya está a punto de atardecer y seguramente voy a llegar casi de noche. 

 

Tío. — (No hace caso de sus ironías) Hacen falta, verduras, leche en polvo, mantequilla de maní, cacahuates japoneses, cerveza de raíz, alquitrán en bloque, ralladura de limón, acídulo salicíti... 

 

María. — ¿Qué? 

 

Tío. —Tráeme aspirinas, ibuprofeno, clorhidrato 

 

María. —¿Así lo pido? 

 

Tío. — Ah, y unos componentes alcalinos. 

 

María. — ¿Traigo azufre? 

 

Tío. — Si llegara a darte alcance la noche, ve con la tu tía. ¿Dijiste azufre? 

 

María. — O sea que si se me hace de noche me quedo con la suya hermana. Eso sin duda, el mío Tío... Como dije ya es casi de tarde, y en lo que llego a la ciudad caminando, verdad, porque la mía bicicleta “está en reparaciones” ... Pasarán como dos horas y en lo que llego al súper y compro los víveres y todo, pues ya sé que me tendré que quedar con la mía tía que hace tantos años vive sola y amargada en la Ciudad. 

 

Tío. — Ve con cuidado, porque aunque moza estás todavía, y aunque ya niña no eres, pasarás no desapercibida para galanes imprevistos y señores rufianes que atacarte puedan, en el honor y en tu virginal figura. 

 

María. — ¿Que me cuide de que me vayan a violar dices, el mío tío? Pues para que me mandáis por azufre, si tan preocupado estáis. 

 

Tío. — Azufre, no, no, eso es cosa del Demonio, ni lo menciones. Bueno hija, pues apúrale, que ya se hace tarde y necesito mis aspirinas. 

 

María. — Presto, el mío tío, voy. No hay de que preocuparse, ya llevo las monedas que me habéis dado, la lista la tengo en la cabeza y hasta puede ser que me alcance para unas galletas de coco para mí. 

 

Tío. — Anda, anda... Ve a la Ciudad, yo, como soy hombre de fe, aunque sacerdote retirado, comenzaré a rezar por ti, y por tu buen viaje a la ciudad y que disfrutes de las compras. 

 

María. — Rezad, rezad por mí, el mío tío, que ya caminando voy, lento, pero seguro, a la Gran ciudad que está solo a veinticinco kilómetros de aquí... Adiós, el mío tío. Tú quédate aquí tranquilo sin hacer nada. Yo voy, ya sabes. Hasta luego… 

 

Sale el tío, camina hacia atrás y se despide, en pantomima, de su sobrina... y María camina en cámara lenta, también en pantomima, sin desplazarse primero, pero después sale completamente de escena, la que queda por unos segundos vacía. 

 

 

Entra María con unas bolsas que indican que ya ha ido a hacer las compras. La iluminación ha cambiado y ya casi se hace de noche, es un atardecer tenebroso. Es una ciudad de nuestros días, pero con aires anacrónicos como de una villa, como de cuento, con elementos medievales. 

 

María. — Lo dicho, ya se está haciendo de noche, y veo sombras y presagios en este tenebroso atardecer del que soy víctima segura. Tengo miedo de que fulanos zarrapastrosos quieran atreverse con mi doncellez inmaculada, con mi virginidad sin contacto todavía. Temo que algún galán guapísimo o lo que sea me lleve al gozo seguro de mi primera vez... Tengo miedo de eso y más. 

Pero qué veo, se ha encendido una luz, en esa casa es donde según recuerdo vagamente vive la mía tía. Espero no me vaya a desconocer y me conceda asilo nocturno. Ojalá tenga una buena cama con sábanas limpias porque estoy muy cansada y ya no puedo cargar estás bolsas. 

 

Toca a la puerta. 

 

María. — Tía.... Tía. Tengo sueño... y ya me quiero dormir, tía... 

 

 

Se abre la puerta. 

 

Tía. — Cada día trae una nueva sorpresa. 

 

María. — ¿Qué me dices, tía? 

 

Tía. — Lo que oíste, so piruja, con que “éstas” tenemos. 

 

María. — Qué le pasa, por qué ese atrevimiento. 

 

Tía. — Aquí la única atrevida eres tú so impura, incestuosa, marrana 

malparida. 

 

María. — ¿Incesto?, ¿yo?, ¿de qué me habláis? Yo solo vine a pedir albergue por esta noche. 

 

Tía. — Albergue, claro, eso es lo que te gusta, puta, folgar con muchos hasta que se te hinche la panza. Ya me sé yo de esos tratos con los galanes, que te han de seguir como jauría, zorra. 

 

María. — No lo puedo soportar, gratuitamente y sin pruebas me acusas de incesto incluso. 

 

Tía. — Con el mío hermano te han visto fornicar, mosquita muerta. 

 

María. — No lo puedo soportar... Yo solo quería pasar la noche. 

 

Tía. — De eso no me queda duda. 

 

María. — Quería que me diera asilo, por una noche, porque fui de compras y... 

 

Tía. — A mí no me vengas con historias, suripanta, lambiscona, lagartona. ¡Vete de aquí! ¡Pelandusca!, ¡Bribona!, ¡Maturranga!! A ver con qué jauría te revuelcas, pasa, pasa la noche con quien te recoja, y búscate ya la manera de no ser tan piruja, por favor, no me quites más mi tiempo. Adiós. 

 

 

Le da un “portazo en la cara”, luego vuelve a abrir y se queda con las bolsas del mandado que María había dejado en el suelo. María se queda toda confundida y a punto del llanto. La escena cambia en torno a ella, camina lentamente, y la iluminación y algunos elementos escenográficos representan ahora un bosque con árboles amenazantes y caminos que conducen a lugares inciertos. 

 

María. — (Solloza, se sienta en una piedra) Oh. Me siento ultrajada, siento como un estrés postraumático en todo mi ser. Es que eso de acusarme de incesto. Y con mi tío. Oh, Dios santo. Dios mío. Dios. Por qué no acudes en mi ayuda. Éste es el momento en que deberías presentarte en forma física o por lo menos de formas misteriosas, pero que yo te reconociera. O qué. Dios. Debo entonces pedir ayuda al enemigo malo, debo pedir entonces que venga el demonio. Está bien, que venga Satanás o las fuerzas del infierno, si es que tú, Dios, no me haces caso. 

 

Silencio. 

 

María. — Oh, Dios mío. Estoy esperando alguna señal. Alguna cosa que pase. Estoy sola en un bosque tenebroso y soy vulnerable a cualquier peligro que me pueda acechar a mí que soy inocente y virgen. 

Soy inocente y virgen. 

Y nunca he hecho nada con mi tío, ni sentido nada por ningún familiar. Lo juro. ¿En serio, Dios? ¿Ninguna señal? Soy MaríaMaría, tu sierva más humilde. Sí, me pusieron María en honor a la Virgen. 

¿No? ¿Señal? ¿Alguna? 

Que se caigan al menos las hojas de los árboles. O quizá puedes hacer que llegue un leñador lindo y joven, y fuerte y que me invite a su cabaña... ¿Es mucho pedir?  

Mejor me encomiendo a Dios para que me ayude y me mande una señal de que todo va a salir bien y mañana pueda salir de aquí...  

Muy bien, me dormiré. Voy a pasar la noche aquí en este bosque tenebroso y no me pasará nada. 

Se duerme. 

 

Empiezan a sonar toda clase de amenazas nocturnas propias de un bosque tenebroso. Aullidos, sonidos de aves nocturnas. Pasan siluetas amenazantes. Sombras terroríficas. Una de ellas, se va convirtiendo en un personaje de “carne y hueso”, es Azmodán, viste como un monje, parece estar viejo y jorobado. El hábito de monje le cubre la cabeza. María no lo ve. El Monje Azmodán está atrás de ella, pero María está tratando de dormir en el suelo, no se acomoda, y trata inútilmente de descansar junto a la piedra. 

 

María. — (Adopta una posición de suplicante para hablar con Dios, una vez más) Entonces en qué quedamos, Dios. ¿Nada? Eso de que tus caminos son misteriosos quiere decir que son muy misteriosos, eh. No me has mandado ninguna señal positiva. Nada que me pueda ayudar. 

 

Azmodán. — (Quien permanecía detrás de ella, le habla y la sorprende) Tal vez yo sí te pueda ayudar. 

 

María. — (Aterrada) ¡Ayyy! 

 

Azmodán. — Estabas pidiendo ayuda, hija mía. 

 

María. — No, la verdad, no estaba... Quién es usted, qué quiere. 

 

Azmodán. — Soy Azmodán, pasaba por aquí. 

 

María. — Sí, claro, como estamos en una calle transitada. Qué le pasa, por qué me habla, por qué estaba detrás de mí, me estaba vigilando, qué intenciones tiene conmigo. ¿Es usted un monje? 

 

Azmodán. — Ehhh... No soy monje. Y pues tú estabas pidiendo ayuda. 

 

María. — Ya. Eres un monje y te manda Dios para que me ayudes. Los milagros sí existen. 

 

Azmodán. — Los milagros, claro. Estuve escuchando que te trataron muy mal y que necesitabas ayuda urgentemente. 

 

María. — Pues no, pues sí. Pero, sabe, honestamente eso de que se presente en la casi oscuridad, con ese hábito de monje... Pues no me da confianza. Se puede quitar el hábito. 

 

Azmodán. — ¿Eso quieres? 

 

María. — Para verle la cara. Nada más la cara, la capucha. Quiero verlo. 

 

Azmodán. — (Acepta quitarse la capucha y vemos que es tuerto y lleva un parche en el ojo). Pues este soy yo. 

 

María. — Mhhh. ¿Perdió un ojo? 

 

Azmodán. — Nunca lo perdí. Nací sin él, en lugar de ojo tengo... 

 

María. — No, no me diga. 

 

Azmodán. — Si quieres me quito el parche. 

 

María. — No, no, mejor así. Usted, además de todo... Huele mal. 

 

Azmodán. — Es cuestión de acostumbrarse. 

 

María. — Sí, como no. Usted me estuvo observando, mientras trataba de dormir. 

 

Azmodán. — Pedías ayuda. Yo puedo... 

 

María. Ya sé…  Usted es... 

 

Azmodán. — Lo descubriste. Yo soy el Diablo. 

 

María. — (Se queda unos minutos sorprendida y no sabe si reír o pegarle. Decide darle una palmada en la espalda) No te ofendas, pero yo pienso que el Diablo se ve así, más poderoso, más como Jefe, ¿no?  

 

Azmodán. — En la jerarquía de los demonios tengo licencia para hacer pactos, tentar a los inocentes, meterme en los orificios, ocupar el cuerpo de las cabras y meterme en la cabeza de los que hacen yoga. 

 

María. — Es decir que me puedes enseñar a convertirme en lo que yo deseo. 

 

Azmodán. — Tal vez, pero antes tienes que renunciar a tu alma. 

 

María. — Ah... Nada más. 

 

Azmodán. — Y firmar un contrato. 

 

María. — ¿Firmar? ¿Con mi sangre? 

 

Azmodán. — Puede ser un contrato verbal, como de Señores, como de caballeros. 

 

María. —Pero sí sabes que yo soy… una mu-jer 

 

Azmodán. — Y tienes que renunciar a tu nombre. 

 

María. —¿No te gusta María? María 

 

Azmodán. — No lo digas, no por favor. 

 

María. —Maríaaa, Maríaaaaaaa 

 

Azmodán. — (Se pone mal cuando escucha el nombre) No, por favor. Me pongo mal 

 

María. — No amigo, ¿renunciar a mi nombre? No creo. Y qué es lo que me puedes dar. 

 

Azmodán. — Dinero, fortuna, conocimiento... Y puedes ser experta en las siete artes liberales... 

 

María. — ¿Las artes? 

 

Azmodán. — Todo el conocimiento medieval, temas extraordinarios. 

 

María. — Ya veo... Me parece que necesitas como desempolvarte un poco, pero Va. 

 

Azmodán. — ¿Entonces accedes a quitarte el nombre? Puedes llamarte simplemente M. 

 

María. — Quiero tener un nombre de demonio… Uno así como Mefisto, Molás 

 

Azmodán. — Puedes elegir el nombre de un súcubo. 

 

María. — Súcubo, ese me gusta. 

 

Azmodán. — Ese no es un nombre, así se les dice a… los demonios femeninos. 

 

María. — Súcubo será mi nombre. 

 

Azmodán. — Como quieras. Recuerda éste es un contrato de palabra. Y ya has aceptado. 

 

María. — ¡Ya acepté? ¿Yo? ¡Cuándo? 

 

Azmodán. — Y otra cosa que no te había dicho claramente. Tendrás que dormir conmigo. 

 

María. — Cómo, cómo, cómo. 

 

Azmodán. — Es parte del contrato. Tú ya estuviste de acuerdo. 

 

María. — ¿Yo ya estuve de acuerdo? ¿Dónde firmé? 

 

Azmodán. — Te dije que se trata de un convenio verbal.  

 

María. — Ya me perdiste.  

 

Azmodán. — Un contrato de palabra. Tú me dijiste: estoy de acuerdo. Y eso, Súcubo, se tomó en el infierno como una aceptación. Ya está hecho tu ingreso. 

 

María. — Ya. Entonces ya no hay vuelta atrás... 

 

Azmodán. — No. 

 

María. — Ya. (Pausa) Y puedo convertirme en lo que yo quiera. 

 

Azmodán. — Con los años, tal vez. 

Ven, nos vamos a divertir. Al menos yo. Ven, vamos, no tengas miedo. Acabas de firmar tu destino. Relájate… todo va a estar bien. Dilo conmigo. 

 

María. — Ya. “Todo va a estar bien” … 

 

 

 

Desaparecen en un acto de magia con ayuda de la luz y de la tramoya. María aterrada, pero totalmente incapaz de hacer nada. 

 

María sentada en la mesita de un bar ultramoderno, en una plataforma, con la iluminación de una mesita de metal que tiene una cubierta de vidrio y que incluye iluminación de varias tonalidades. Música propia de un bar del siglo XXII.  

María viste de coctel, alta costura, buen gusto. 

 

María. — Y quién lo fuera a decir... un viejo tambaleante de la Edad Media me tiene dominada. 

 

Por medio de un mecanismo ingenioso su copa se llena de un líquido de color azul, 

 

Estoy cansada de tantos muertos. Azmodán me ha hecho trabajar de más.  

Setecientos cuarenta y tres hombres y cuarenta y cuatro mujeres...  Todos al Infierno, gracias a mí. 

 

Se toma la bebida azul, y por medio de un mecanismo, la copa de María se llena de un líquido rojo que ella observa con detenimiento. 

 

Azmodán me prometió poderes... Transformarme... en lo que yo quisiera... Y ni siquiera puedo transformar mi vida. Estoy en sus manos. 

 

Toma un trago de su bebida roja. 

Es cierto que me dio el conocimiento de las Siete Artes liberales... Soy una experta de todo lo que se sabía y se supo durante el siglo XIII. Ah… también puedo seducir a quien yo quiera… y luego… los llevo al Infierno. Pero de transformarme en ave, en árbol… nada. 

 

Pausa 

 

Toma un trago de su copa. Reflexiona. 

 

Maldito seas, Azmodán, por qué no me concediste el deseo de transformarme en lo que yo desee. Te juro que si pudiera me transformaría en lagarto, en gato negro, para que no digan. 

 Si hasta me quitó mi nombre. Ya no puedo decir mi nombre. Mmmmmm. No puedo. Yo creo que regresaré a mi antiguo nombre. Seré MMMM… MMMMMM… de nuevo. Bueno, si no puedo decir mi nombre entonces me quedo con la M. Seré M. de MMMM. Bueno, ya no soy Súcubo. Ahora soy la señorita M. Ja. Que me lleve el diablo. Ja, ja. 

Y hablando del InfiernoYa siete años... durmiendo con el viejo malvado.…  Creo que, sin lugar a dudas, he vivido en pecado. Debí haberle dicho que no. Negarme a sus deseos. Echarme a correr. ¿Será demasiado tarde? 

 

 

Se escucha una gran explosión... y el escenario se ilumina de tonalidades rojas, violetas y azules. 

Aparece La Tía, con un aspecto de ser celestial, de imagen religiosa que no deja de tener algo de espectral, lleva un manto color violeta y una corona que la hace aparecer como una divinidad a pesar de su rostro y maquillaje poco angelical. 

 

Tía. — ¡La mía sobrina! 

 

María. — ¿No te habías muerto? 

 

Tía. — He muerto, la mía sobrina, y por mi propia mano, pero he sido perdonada. 

 

María. —Tú misma te cortaste el cuello, según supe. 

 

Tía. — Me degollé. Lo admito. Fue un momento de locura. 

 

María. — Y muy loca que tú estabas, tía, pero cómo es posible que tengas esa aureola de santa. ¿Tú por qué? 

 

Tía. — Porque he podido arrepentirme. 

 

María. — Ah… y ya por eso te convertiste en santa. 

 

Tía. — Tengo que hacer trabajos, buenos. De convencimiento. Pecadora. 

 

María. — Ya vas a empezar. 

 

Tía. — Pecadora, mala pécora, alma de Satanás, mujer impura, ente deleznable, súcubo infernal, mal parida... te espera una eternidad de castigos sin fin. 

 

María. — Te digo. 

 

Tía. — Así es sobrina, yo he venido... 

 

María. — ...A acabar de fastidiarme. 

 

Tía. — A lograr que te arrepientas. 

 

María. — Ja. 

 

Tía. — Que vayas por el camino correcto. 

 

María. — Ja, ja, ja. 

 

Tía. — Cómo tú quieras. A mí me encargaron que te diera el mensaje. 

 

María. — Sí, y quién te mandó de mensajera, ¿Dios?, ¿la Virgen M… M…? 

 

Tía. — La Virgen María.  Dios obra de formas misteriosas. Tal vez todavía puedas salvar tu alma, así, como yo. 

 

María. —Yo ya estoy condenada. 

 

Tía. — El hecho de que no hayas renunciado a tu nombre te salva. 

 

María. — Pues la verdad es que sí renuncie a mi nombre. No puedo decir la Virgen Mmmm… la Virgen EME. 

 

Tía. —Esa M que puedes todavía pronunciar es la m de María, esa letra te puede todavía salvar. 

 

María. —No sé.  Así nada más… Me arrepiento… Y me voy al cielo. 

 

Tía. —  Antes…Tienes que hacer mucha penitencia, castigos severos… unos treinta años con argollas y metida en una estrecha celda… sin salir para nada. 

 

María. — Muchos trámites eh. Déjame lo pienso. Yo te mantengo informada. 

 

Tía. — Como quieras, hija mía. Arrepiéntete. Salva tu alma. 

 

 

La tía desaparece en un despliegue de luces, sonidos y ruidos extraños con algo de celestial. 

 

Se representa Otra vez al espacio Bosque. 

María se sienta en una piedra. Ella sigue vestida de coctel, con su bolso. Saca del mismo su celular, y después saca un espejo... se mira intensamente. 

 

María. — “La eternidad”. La Eternidad” ... Cuánto puede durar eso... ¿Más que el Sol? ¿Más que el Universo? Cuánto duran las almas... Eso sí que no lo sé. Yo no sé si voy a aceptar. Tanto trámite y tanto castigo. Así estoy bien. Lo que debo hacer es hablar con un Diablo mayor… Alguien que tenga más poder… ¡Lucifer! 

 

Se levanta y se vuelve una fuerza maligna, toda la iluminación contribuye a que María haga una invocación 

 

María. — Escuchad. Esta vez, me toca a mí, Ángel malvado, Lucifer, a ti te llamo, ven a mí, soy tu hija, estás a punto de perder una de tus más útiles servidoras, ven a mí, escucha mi petición, soy tuya, no quiero más que envíes demonios inferiores, llega a mí, hazme tuya, yo quiero ser parte de la eternidad, pero en el mal, contigo, ven a buscarme llévame a las llamas del infierno, ¡llévame a las llamas eternas de tu reino!!! 

 

Gran efecto de pirotecnia en el que María está expectante, se oyen zumbidos y hay humo y efectos de gran espectáculo. 

Silencio. 

 

Del fondo del escenario vemos surgir a Azmodán, perfectamente ataviado de traje moderno, sigue con el parche en el ojo, pero se ve elegante.Se ve molesto, serio. 

 

María. — Eres tú. 

 

Azmodán. — Me has llamado. 

 

María. — Te ves molesto. 

 

Azmodán. — Es lo que haces. Me pones mal. Llamaste a Otro. 

 

María. — Llamé al mejor. Por qué vienes tú. 

 

Azmodán. —Soy el que te toca. 

 

María. — No. No estoy de acuerdo que me toque alguien. Yo voy a decidir mi vida, yo sola. 

 

Azmodán. — Me traicionaste.  

 

María. Cállate y mejor vete. Yo no sigo. No quiero más tratos contigo. Ni con la Virgen María ni con el Demonio. 

 

Azmodán. — ¿Qué dijiste? 

 

María. — Aléjate. 

 

Azmodán. — ¿Te das cuenta…  María? 

 

María. — De qué hablas. 

 

Azmodán. — ¿No lo sabes? 

 

María. — Aléjate. 

 

Azmodán. — Has sido liberada. Tú misma lo hiciste, María… pero todavía no te das cuenta. 

 

María. — Déjame sola. Aléjate. ¡Ya! 

 

 

 

Azmodán sale de escena discretamente. 

María se queda pensativa. Sentada en la piedra. 

 

María.¿Yo misma lo hice? 

 

Cambia la escena. La iluminación es ahora blanca y nos indica que estamos en una Clínica. Concretamente en el consultorio de un psiquiatra. María se va cambiando en el escenario, y sustituye su vestido provocativo por un vestuario sencillo y cotidiano. 

Ella no se ha movido del lugar en el que estaba, ha sido el consultorio el que ha llegado a María, que se llama en realidad Mónica 

Ella está sentada en una pequeña sala de espera, junto a una puerta. Y detrás de esa puerta estará un escritorio al que llegará más adelante el Psiquiatra. 

 

 

Mónica. — Otra vez llegué tarde, y una vez más tengo que esperar a que el doctor me reciba. No entiendo los tiempos de estas personas. Puedo tener una crisis psicótica, puede que se me haya acabado el medicamento y que haya asesinado a alguien y no, lo cierto es que puedo llegar tres horas tarde y este señor no me recibe. 

 

Del otro lado del que espera Mónica, llega el Psiquiatra. Lo vemos acomodar sus cosas para una nueva consulta, prende una lámpara ubicada en su escritorio, se prepara. Y una vez dispuesto, va y le abre la puerta. 

 

Psiquiatra. — Puede pasar. 

 

Mónica. — ¿Ya era hora, no cree? 

 

Psiquiatra. — Ya veo que ha tomado sus medicamentos, la veo muy bien. 

 

María. — ¿Es ironía, Doctor? 

 

Psiquiatra. ¿Otra vez los demonios? 

 

Mónica. — Ángeles. Demonios. Y hasta la virgen era mi tía. No exactamente. La virgen mandaba a mi tía. 

 

Psiquiatra. — ¿La virgen?  

 

María. — Se degollaba y luego la perdonaban y se convertía en una especie de Ángel del bien, quería que me arrepintiera. 

 

Psiquiatra. — Qué has tomado. 

 

Mónica. — El Zocodín, la Robitipina, el Sodipurinol… y uno que no tenía nombre…  

 

Psiquiatra. — Cómo así. 

 

María. — Ah… exacto. Así. Tuve experiencias muy vívidas. 

 

Psiquiatra. — Otra vez los colores. 

 

Mónica. — Colores, formas, olores. Otra vez… Muy intensos. Y no me llamaba Mónica, ¿Usted cree? Me llamaba María… Como la virgen. Pero evité el castigo. Me pedían que me arrepintiera, pero me di cuenta de que no soy culpable de nada. 

 

Psiquiatra. — Ajá. 

 

Mónica. ¿Ajá? 

 

Psiquiatra. — Eso me parece bien. 

 

 

Silencio. Pausa. 

 

Mónica.Ah, quiere que le diga… ¿Le cuento? 

 

Psiquiatra. — Solo si tú lo deseas. 

 

Mónica. Pues eso, no tengo que arrepentirme de nada. No tengo que rendir cuentas a nadie. 

 

Psiquiatra. — Es un gran progreso. Me parece un gran cambio. 

 

Mónica. — Voy a ejercer mi libre albedrío y voy a estudiar. Voy a estudiar las siete artes liberales. 

 

Psiquiatra. — (Preocupado) Cómo, ¡las siete artes? 

 

Mónica. — No, doctor. Es broma. Creo que no es tan tarde para poder estudiar. Quiero estudiar ciencias. 

 

Psiquiatra. — Ciencias. Esa es una buena elección. Pero vas a tomar tus medicamentos, ahora sí. 

 

Mónica. — Mis medicamentos. ¿Todos? 

 

Psiquiatra. — Tal vez no todos. Han llegado nuevos fármacos que no te producen efectos secundarios. 

 

Mónica. — ¿Ningún efecto secundario? Me lo asegura. 

 

Psiquiatra. — Casi ninguno. 

 

Mónica. — Está bien, tomaré el medicamento. Porque confío en Usted. Usted es una buena persona y un buen médico. 

 

Psiquiatra. — (Le da la pastilla con un vaso de agua. Mónica duda en aceptar) Estarás libre de alucinaciones y sin somnolencia. 

 

Mónica. — (Repentinamente ansiosa) ¿Quiere que me tome ahora las pastillas? Por qué ahora. (Muy asustada) Usted cómo se llama. 

 

Psiquiatra. — (Insiste en darle el vaso de agua) Soy el doctor Lavín. Soy tu doctor desde hace años. 

 

Mónica. — (Con miedo) Lavín… pero ese es su apellido… Cuál es su nombre… 

 

Psiquiatra. — Calma, hija mía. ¿Está bien que te diga hija?, ¿es correcto? 

 

Mónica. — No lo sé… ¿Usted no se llama Azmodán?, dígame que no se llama así, por favor. 

 

Psiquiatra. No, Mónica. Mi nombre es Carlos. Soy el doctor Carlos Lavín. Toma tu medicamento. 

 

Mónica. — (Acepta tomarse finalmente el medicamento con el vaso. Mira intensamente al doctor) Ya, doctor. Estoy segura de que me voy a sentir mejor. Estoy segura. 

 

Psiquiatra. — De eso estoy seguroMaría, te vas a sentir mejor. Te vas a sentir mucho mejor, de eso estoy seguro, querida… María. 

 

 

 

El Psiquiatra se va, lentamente con expresión neutra. El decorado de la clínica deja de verse. Mónica sola bajo un cenital, cierra los ojos. 

 

La luz lentamente se va hasta que se hace el 

 

Oscuro final