LA INTRUSA
Maurice Maeterlinck
PERSONAJES
el abuelo. (Es ciego.)
el padre.
el tío.
las tres
hijas.
la hermana
de la caridad.
la criada.
La acción se desarrolla en los
tiempos modernos.
ACTO
ÚNICO
Sala bastante sombría en un antiguo
castillo. Puerta a la derecha, puerta a la izquierda y puertecilla disimulada
en un ángulo. En el fondo, ventanas con vidrieras de colores, en las cuales
domina el verde, y una puerta de cristales que abre sobre una terraza. Gran
reloj flamenco en un rincón. Lámpara encendida.
las tres
hijas. —Ven aquí, abuelo;
siéntate bajo la lámpara.
el abuelo. —Me parece que hay poca luz aquí.
el padre. — ¿Vamos a la terraza o nos quedamos en esta
habitación?
el tío. — ¿No valdría más quedarnos aquí? Ha llovido toda
la semana, y estas noches son húmedas y frías.
la
hija mayor. —Sin embargo, hay estrellas.
el tío. — ¡Oh! Las estrellas no quieren decir nada.
el abuelo. —Vale más que nos quedemos aquí. No se sabe lo que
puede ocurrir.
el padre. —Ya no hay que tener inquietud. Ya no hay peligro;
está salvada...
el abuelo. —Creo que no está bien...
el padre. —¿Por qué dice usted eso?
el abuelo. —He oído su voz.
el padre. —Los médicos aseguran que podemos estar tranquilos...
el tío. —De sobra sabes que a tu suegro le gusta
intranquilizarnos inútilmente.
el abuelo. —Yo no veo como vosotros.
el tío. —Pues es preciso fiarse de los que ven. Esta tarde
tenía muy buena cara. Duerme profundamente, y no vamos a envenenar la primera
noche tranquila que el azar nos da... Me parece que tenemos derecho a
descansar, y hasta a reír un poco, sin temor, esta noche.
el padre. —Es verdad; es la primera vez que me siento en mi
casa, entre los míos, después de este parto terrible.
el tío. —En cuanto la enfermedad entra en una casa, parece
que hay un extraño en la familia.
el padre. —Pero entonces también se ve que, fuera de la
familia, no hay que contar con nadie.
el tío. —Tienes mucha razón.
el abuelo. —¿Por qué no he podido ver hoy a mi pobre hija?
el tío. —Ya sabe usted que el médico lo ha prohibido.
el abuelo. —No sé qué pensar...
el tío. —Es inútil que se inquiete usted.
el abuelo. —(Señalando la puerta de la izquierda.) ¿No puede
oírnos?
el padre. —No hablaremos muy alto; además, la puerta es muy
gruesa, y, además, la Hermana de la Caridad está con ella y nos avisaría si
hiciéramos demasiado ruido.
el abuelo. —(Señalando la puerta de la derecha.) ¿No puede
oírnos el niño?
el padre. —No, no.
el abuelo. —¿Duerme?
el padre. —Supongo que sí.
el abuelo. —Habría que ir a ver.
el tío. —Más me inquieta el niño que su hija de usted. Ya
van varias semanas desde que nació, y apenas se ha movido; hasta ahora no ha
llorado una sola vez; parece un niño de cera.
el abuelo. —Creo que será sordo, y acaso mudo... Esto traen
los matrimonios consanguíneos... (Silencio reprobador.)
el padre. —Casi le tengo rencor por el mal que ha causado a
su madre.
el tío. —Hay que ser razonable; no es culpa suya,
¡pobrecillo! ¿Está solo en esa habitación?
el padre. —Sí, el médico no quiere que esté en la habitación
de su madre.
el tío. —Pero ¿la nodriza está con él?
el padre. —No; ha ido a descansar un momento; bien ganado lo
tiene, después de estos días. Úrsula, ve a ver si duerme bien.
la
hija mayor. —Sí, padre. (Las tres hijas se levantan y, cogidas de la mano,
entran en la habitación de la derecha.)
el padre. —¿Sabéis a qué hora vendrá nuestra hermana?
el tío. —Creo que vendrá hacia las nueve.
el padre. —Son ya más de las nueve. Quisiera que viniese esta
noche; mi mujer desea mucho verla.
el tío. —Es seguro que vendrá. ¿Es la primera vez que viene
aquí?
el padre. —No ha entrado nunca en esta casa.
el tío. —Le es muy difícil dejar su convento.
el padre. — ¿Vendrá sola?
el tío. —Me figuro que la acompañará una de las monjas. No
pueden salir solas.
el padre. —Ella es la superiora.
el tío. —La regla es igual para todas.
el abuelo. — ¿Ya no tenéis inquietud?
el tío. —¿Por qué vamos a tener inquietud? No hay que
hablar más de eso. Ya no hay nada que temer.
el abuelo. —¿Tu hermana es mayor que tú?
el tío. —Es la mayor de todos.
el abuelo. —No sé qué me pasa; no estoy tranquilo. Quisiera
que tu hermana estuviese aquí ya.
el tío. —Vendrá. Lo ha prometido.
el abuelo. —¡Quisiera que hubiese pasado ya esta noche! (Vuelven a entrar las tres hijas.)
el padre. —¿Duerme?
la hija
mayor. —Sí, padre,
profundamente.
el tío. —¿Qué vamos a hacer mientras esperamos?
el abuelo. —¿Mientras esperamos qué?
el tío. —Mientras esperamos a nuestra hermana.
el padre. —¿No ves venir a nadie, Úrsula?
la hija mayor.
—(En la ventana.) No, padre.
el padre. —¿Y en la avenida? ¿Ves la avenida?
la hija. —Sí, padre; hay luna y veo la avenida hasta el
bosque de cipreses.
el abuelo. —¿Y no ves a nadie?
la hija. —A nadie, abuelo.
el tío. — ¿Qué tiempo hace?
la hija. —Muy hermoso; ¿oís los ruiseñores?
el tío. —Sí, sí.
la hija. —Se levanta un poco de viento en la avenida.
el abuelo. —¿Un poco de viento en la avenida?
la hija. —Sí; los árboles tiemblan un poco.
el tío. —Es extraño que mi hermana no esté aquí ya.
el abuelo. —Ya no oigo los ruiseñores.
la hija. —Creo que ha entrado alguien en el jardín, abuelo.
el abuelo. —¿Quién es?
la hija. —No sé, no veo a nadie.
el tío. —Es que no hay nadie.
la hija. —Debe de haber alguien en el jardín; los ruiseñores
se han callado de pronto.
el abuelo. —Sin embargo, no oigo andar.
la hija. —De seguro pasa alguien cerca del estanque, porque
los cisnes tienen miedo.
otra hija. —Todos los peces del estanque se sumergen de
pronto.
el padre. —¿No ves a nadie?
la hija. —A nadie, padre.
el padre. —Sin embargo, la luna debe de estar dando en el
estanque.
la hija. —Sí; veo que los cisnes tienen miedo.
el tío. —Estoy seguro de que es mi hermana la que les
asusta. Habrá entrado por la puerta pequeña.
el padre. —No me explico por qué no ladran los perros.
la hija. —Veo al perro en el fondo de la garita. ¡Los cisnes
se van hacia la otra orilla!
el tío. —Se asustan de mi hermana. Voy a ver. (Llama.) ¡Hermana! ¡Hermana! ¿Eres tú? No
hay nadie.
la hija. —Estoy segura de que alguien ha entrado en el
jardín.
el tío. —Pero me respondería.
el abuelo. —¿No vuelven a cantar los ruiseñores, Úrsula?
la hija. —No oigo ni uno en todo el campo.
el abuelo. —No hay ruido, sin embargo.
el padre. —Hay un silencio de muerte.
el abuelo. —El que los asusta tiene que ser un desconocido,
porque si fuera alguien de la casa no se callarían.
el tío. —¿Ahora os vais a preocupar por los ruiseñores?
el abuelo. —¿Están abiertas todas las ventanas, Úrsula?
la hija. —Está abierta la puerta vidriera, abuelo.
el abuelo. —Me parece que entra frío en la habitación.
la hija. —Hace un poco de viento en el jardín, abuelo, y las
rosas se deshojan.
el padre. —Pues cierra la puerta. Es tarde.
la hija. —Sí, padre. No puedo cerrar la puerta.
las
otras dos hijas. —No podemos cerrarla.
el abuelo. —¡Hijas!, ¿qué sucede?
el tío. —No hay que decir eso con esa voz extraña. Voy yo a
ayudarlas.
la
hija mayor. —No hemos logrado cerrarla por completo.
el tío. —Es la humedad. Empujemos a un tiempo. Habrá algo
entre las hojas.
el padre. —El carpintero la arreglará mañana.
el abuelo. —¿Es que viene mañana el carpintero?
la hija. —Sí, abuelo, viene a trabajar en la cueva.
el abuelo. —¡Va a hacer ruido en la casa...!
la hija. —Le diré que trabaje con cuidado. (Se oye, de repente, el ruido de una guadaña
que afilan fuera.)
el abuelo. —(Estremeciéndose.)
¡Oh!
el tío. —¿Qué pasa?
la hija. —No sé; creo que es el jardinero. No veo bien; está
en la sombra de la casa.
el padre. —Debe ser el jardinero que va a segar la hierba.
el tío. — ¿Siega de noche?
el padre. — ¿No es domingo mañana? Sí. He notado que la
hierba estaba muy crecida alrededor de la casa.
el abuelo. —Me parece que la hoz hace mucho ruido.
la hija. —Está segando junto a la casa.
el abuelo. — ¿Tú lo ves, Úrsula?
la hija. —No, abuelo, está en la oscuridad.
el abuelo. —Temo que despierte a mi hija.
el tío. —Apenas se le oye.
el abuelo. —Yo le oigo como si estuviera segando dentro de
casa.
el tío. —La enferma no le oirá; no hay cuidado.
el padre. —Me parece que la lámpara no arde bien esta noche.
el tío. —Habrá que echarle aceite.
el padre. —He visto que le echaban esta mañana. Arde mal
desde que se ha cerrado la ventana.
el tío. —Creo que el tubo está empañado.
el padre. —Ahora arderá mejor.
la hija. —Abuelo se ha dormido. Hace tres noches que no
duerme.
el padre. —¡Ha tenido tanta inquietud!...
el tío. —Se inquieta más de lo debido. Hay momentos en que
no quiere atender a razones.
el padre. —A su edad es bastante disculpable.
el tío. —¡Sabe Dios cómo estaremos a su edad!
el padre. —Tiene cerca de ochenta años.
el tío. —Entonces tiene derecho a ser un poco raro.
el padre. —Es como todos los ciegos.
el tío. —Reflexionan un poco de más.
el padre. —Tienen demasiado tiempo que perder.
el tío. —No tienen otra cosa que hacer.
el padre. —Y, además, no tienen ninguna distracción.
el tío. —Debe de ser terrible.
el padre. —Parece que se acostumbra uno.
el tío. —No puedo figurármelo.
el padre. —Es cierto que son dignos de lástima.
el tío.—No saber dónde está uno, no saber de dónde se
viene, no saber adónde se va, no distinguir el mediodía de la medianoche, ni el
verano del invierno... y siempre esas tinieblas, esas tinieblas... Preferiría
no vivir... ¿Es que es absolutamente incurable?
el padre. —Parece que sí.
el tío. —Pero ¿no es absolutamente ciego?
el padre. —Distingue las luces muy fuertes.
el tío. —Cuidemos nuestros pobres ojos.
el padre. —A menudo le dan ideas extrañas.
el tío. —Hay momentos en que no es muy divertido.
el padre. —Dice absolutamente todo lo que piensa.
el tío. —Pero ¿antes no era así?
el padre. —No. En tiempos era tan razonable como nosotros; no
decía nada extraordinario. Verdad es que Úrsula le da alas; responde a todas
sus preguntas.
el tío. —Más valdría no responder; es hacerle un mal
servicio. (Dan las diez.)
el abuelo. —(Despertando.)
¿Estoy vuelto hacia la puerta vidriera?
la hija. —¿Has dormido bien, abuelo?
el abuelo. — ¿Estoy vuelto hacia la puerta vidriera?
la hija. —Sí, abuelo.
el abuelo. —¿No hay nadie en la puerta vidriera?
la hija. —No, abuelo, no veo a nadie.
el abuelo. —Creí que había alguien esperando. ¿No ha venido
nadie?
la hija. —Nadie, abuelo.
el abuelo. —(Al tío y
al padre.) ¿Y vuestra hermana no ha venido?
el tío. —Es demasiado tarde; ya no vendrá; eso está mal en
ella.
el padre. —Empieza a inquietarme. (Se oye un ruido, como de alguien que entrase en la casa.)
el tío. —¡Ahí está! ¿La habéis oído?
el padre. —Sí; alguien ha entrado por los subterráneos.
el tío. — ¡Es nuestra hermana! He conocido su modo de
andar.
el abuelo. —He oído andar despacio.
el padre. —Ha entrado muy despacio.
el tío. —Sabe que hay un enfermo.
el abuelo. —Ya no oigo nada.
el tío. —Subirá inmediatamente; le dirán que estamos aquí.
el padre. —Me alegro mucho de que haya venido.
el tío. —Estaba seguro de que vendría esta noche.
el abuelo. —Mucho tarda en subir.
el tío. —Sin embargo, tiene que ser ella.
el padre. —No esperamos ninguna otra visita.
el abuelo. —No oigo ningún ruido en los subterráneos.
el padre. —Voy a llamar a la criada; sabremos a qué
atenernos. (Tira del llamador de la
campanilla.)
el abuelo. —Ya oigo ruido en la escalera.
el padre. —Es la criada que sube.
el abuelo. —Me parece que no viene sola.
el padre. —Sube despacio...
el abuelo. —Oigo los pasos de vuestra hermana.
el padre. —No oigo más que a la criada.
el abuelo. —¡Es vuestra hermana! ¡Es vuestra hermana! (Llaman a la puerta pequeña.)
el padre. —Voy yo mismo a abrir. (Entreabre la puerta pequeña; la criada se queda fuera, en la rendija.)
¿Dónde estás?
la criada. —Aquí, señor.
el abuelo. — ¿Está vuestra hermana en la puerta?
el tío. —No veo más que a la criada.
el padre. —No está más que la criada. (A la criada.) ¿Quién ha entrado
en casa?
la criada. —¿Entrar en casa?
el padre. —Sí. ¿No ha venido nadie ahora mismo?
la criada. —No ha venido nadie, señor.
el abuelo. —¿Quién suspira así?
el tío. —Es la criada; está sofocada.
el abuelo. —¿Llora?
el tío. —No; ¿por qué iba a llorar?
el padre. —(A la criada.)
¿No ha entrado nadie ahora mismo?
la criada. —No, señor.
el padre. —¡Pero si hemos oído la puerta!
la criada. —¡He sido yo, que he cerrado la puerta!
el padre. —¿Estaba abierta?
la criada. —Sí, señor.
el padre. —¿Por qué estaba abierta a estas horas?
la criada. —No lo sé, señor. Yo la había cerrado.
el padre. —Pero, entonces, ¿quién la ha abierto?
la criada. —No sé, señor. Habrá salido alguien después.
el padre. —Hay que tener cuidado. Pero no empuje usted la
puerta; ¡de sobra sabe usted que hace ruido!
la criada. —Pero, señor, ¡si no toco la puerta!
el padre. —¡Sí, empuja usted como si quisiera entrar en la
habitación!
la criada. —Pero, señor, ¡si estoy a tres pasos de la puerta!
el padre. —Hable usted un poco menos alto.
el abuelo. —¿Es que habéis apagado la luz?
la
hija mayor. —No, abuelo.
el abuelo. —Me parece que oscurece de pronto.
el padre. —(A la criada.)
Baje usted; pero no vuelva a hacer ruido en la escalera.
la criada. —Yo no he hecho ruido.
el padre. —Digo que ha hecho usted ruido; baje usted
despacio; va usted a despertar a la señora. Y si viene alguien, diga usted que
no estamos.
el tío. —Sí; diga usted que no estamos.
el abuelo. —(Estremeciéndose.)
¡No; eso, no!
el padre. —No siendo a mi hermana y al médico.
el tío. —¿A qué hora vendrá el médico?
el padre. —No podrá venir antes de medianoche. (Cierra la puerta. Se oyen dar las once.)
el abuelo. —¿Ha entrado?
el padre. —¿Quién?
el abuelo. —La criada.
el padre. —No; ha vuelto a bajar.
el abuelo. —Creí que se había sentado a la mesa.
el tío. —¿La criada?
el abuelo. —Sí.
el tío. —¡No faltaba más...!
el abuelo. —¿No ha entrado nadie en la habitación?
el padre. —No, no; no ha entrado nadie.
el abuelo. —¿Y vuestra hermana no está aquí?
el tío. —Nuestra hermana no ha venido.
el abuelo. —¿Queréis engañarme?
el tío. —¿Engañaros?
el abuelo. —¡Úrsula, dime la verdad, por amor de Dios!
la
hija mayor. —¡Abuelo! ¡Abuelo! ¿Qué te pasa?
el abuelo. — ¡Ha sucedido algo! ¡Estoy seguro de que mi hija
está peor!...
el tío. — ¿Está usted soñando?
el abuelo. — ¡No queréis decírmelo!... ¡Ya veo que pasa
algo!..
el tío. —En ese caso, ve usted mejor que nosotros.
el abuelo. — ¡Úrsula, dime la verdad!
la
hija mayor. — ¡Pero, abuelo, si te decimos la verdad!
el abuelo. — ¡No tienes la voz de siempre!
el padre. — ¡Es que la asusta usted!
el abuelo. — ¡También a ti se te ha cambiado la voz!
el padre. —Pero ¿se vuelve usted loco? (El padre y el tío se hacen señas de complicidad para persuadirse de que
el abuelo ha perdido la razón.)
el abuelo. —¡De sobra oigo que tenéis miedo!
el padre. —Pero ¿de qué vamos a tener miedo?
el abuelo. — ¿Por qué queréis engañarme?
el tío. — ¿Quién piensa en engañarle a usted?
el abuelo. —¿Por qué habéis apagado la luz?
el tío. —Pero ¡si no hemos apagado la luz! ¡Está tan claro
como antes!
la hija. —Me parece que la lámpara alumbra menos.
el padre. —Yo veo tan claro como de costumbre.
el abuelo. — ¡Tengo ruedas de molino en los ojos! ¡Hijas
mías, decidme lo que pasa aquí!; ¡decídmelo, por amor de Dios, vosotras que
veis! ¡Estoy aquí solo, en las tinieblas sin fin! ¡No sé quién viene a sentarse
a mi lado! ¡No sé lo que sucede a dos pasos de mí!... ¿Por qué hablabais en voz
baja hace un momento?
el padre. —Nadie ha hablado en voz baja.
el abuelo. —Has hablado en voz baja junto a la puerta.
el padre. —Ha oído usted todo lo que he dicho.
el abuelo. —Has hecho entrar a alguien en la habitación.
el padre. —¡Le digo que no ha entrado nadie!
el abuelo. —¿Ha sido vuestra hermana o un sacerdote? No hay
que intentar engañarme. Úrsula, ¿quién ha entrado?
la hija. —Nadie, abuelo.
el abuelo. —No hay que intentar engañarme. Yo sé lo que sé.
¿Cuántos estamos aquí?
la hija. —Estamos seis en derredor de la mesa, abuelo.
el abuelo. — ¿Estáis todos en derredor de la mesa?
la hija. —Sí, abuelo.
el abuelo. — ¿Estás ahí, Pablo?
el padre. —Sí.
el abuelo. — ¿Estás ahí, Oliverio?
el tío. —Sí, claro que sí; estoy aquí, en mi sitio de
siempre. No lo dice usted en serio, ¿verdad?
el abuelo. —¿Estás ahí, Genoveva?
una
de las hijas. —Sí, abuelo.
el abuelo. —¿Estás ahí, Gertrudis?
otra hija. —Sí, abuelo.
el abuelo. —¿Estás aquí, Úrsula?
la hija
mayor. —Sí, abuelo, a tu
lado.
el abuelo. —¿Y quién está sentado ahí?
la hija. — ¿Dónde, abuelo? No hay nadie.
el abuelo. — ¡Ahí, ahí en medio de nosotros!
la hija. —No hay nadie, abuelo.
el padre. — ¡Le dicen a usted que no hay nadie!
el abuelo. —Pero ¡vosotros no veis!
el tío. —Vamos, tiene usted ganas de bromas.
el abuelo. —No tengo ganas de broma, os lo aseguro.
el tío. —Entonces, crea usted a los que ven.
el abuelo. — (Indeciso.)
Os digo que ahí hay alguien... Creo que no viviré mucho tiempo.
el tío. — ¿A qué íbamos a engañarle a usted? ¿De qué nos
serviría?
el padre. —Habría que acabar por decirle a usted la verdad.
el tío. — ¿Para qué engañarse mutuamente?
el padre. —No podría usted seguir en el error mucho tiempo.
el abuelo. — (Intentando
levantarse.) ¡Quisiera atravesar estas tinieblas!
el padre. — ¿Dónde quiere usted ir?
el abuelo. —Por ese lado...
el padre. —No se altere usted así...
el tío. —Está usted extraño esta noche.
el abuelo. — ¡Vosotros sois los que me parecéis extraños!
el padre. — ¿Qué busca usted?
el abuelo. — ¡No sé lo que tengo!
la hija
mayor. —¡Abuelo, abuelo!
¿Qué quieres, abuelo?
el abuelo. — ¡Dadme vuestras manecitas, hijas mías!
las tres
hijas. —Sí, abuelo...
el abuelo. — ¿Por qué tembláis las tres, hijas mías?
la hija
mayor. —Casi no temblamos,
abuelo.
el abuelo. —Creo que las tres estáis pálidas.
la hija
mayor. —Es tarde, abuelo, y
estamos cansadas.
el padre. —Debéis ir a acostaros, y el abuelo haría bien
también en descansar un poco.
el abuelo. — ¡No podría dormir esta noche!
el tío. —Esperamos al médico.
el abuelo. — ¡Preparadme a la verdad!
el tío. —Pero ¡si no hay verdad!
el abuelo. —¡Entonces, no sé lo que hay!
el tío. —Le digo a usted que no pasa nada
el abuelo. — ¡Quisiera ver a mi pobre hija!
el padre. —Pero ¡si sabe usted que es imposible! ¡No hay que
despertarla inútilmente!
el tío. —La verá usted mañana.
el abuelo. —No se oye ningún ruido en su habitación.
el tío. —Si se oyera ruido, estaría yo inquieto.
el abuelo. —¡Hace mucho tiempo que no he visto a mi hija!...
¡Le cogí las manos ayer por la noche y no la veía!... ¡Ya no sé lo que es de
ella!... Ya no sé cómo es... Ya no conozco su cara… ¡Debe de haber cambiado en
estas semanas!... He sentido los huesecillos de sus mejillas bajo mis manos...
¡No hay más que tinieblas entre ella y yo y vosotros todos! ¡Yo no puedo vivir
así! ¡Esto no es vivir!... ¡Estáis todos ahí, con los ojos abiertos, mirando
mis pobres ojos muertos, y ni uno de vosotros tiene compasión!... ¡Yo no sé lo
que tengo... no dicen nunca lo que debiera decirse... y todo es espantoso
cuando se piensa en ello!... Pero ¡por qué no habláis!
el tío. — ¿Qué quiere usted que digamos, puesto que no
quiere usted creernos?
el abuelo. —¡Tenéis miedo de haceros traición!
el padre. —Pero ¡haga usted el favor de ser razonable!
el abuelo. — ¡Hace mucho tiempo que se me oculta una cosa!...
Ha pasado una cosa en esta casa... Pero ahora empiezo a comprender... ¡Hace
demasiado tiempo que me engañan! ¿Os figuráis que nunca voy a saber nada? Hay
momentos en que estoy menos ciego que vosotros, ¿no lo sabéis?... ¿Acaso no os
oigo cuchichear hace días y días, como si estuvieseis en casa de un ahorcado?
Esta noche no me atrevo a decir lo que sé... ¡Pero yo sabré la verdad!...
Esperaré a que me digáis la verdad; ¡pero hace tiempo que la sé, a pesar
vuestro! ¡Y ahora siento que todos estáis más pálidos que muertos!
las tres
hijas. — ¡Abuelo! ¡Abuelo!
¿Qué tienes, abuelo?
el abuelo. —No hablo de vosotras, hijas mías, no, no hablo de
vosotras. .. ¡Ya sé que me diríais la verdad, si no estuvieran alrededor
vuestro!... Y, además, estoy seguro de que también os engañan... ¡Ya veréis,
hijas, ya veréis!... ¿No os oigo sollozar a las tres?
el padre. —Pero ¿verdaderamente está mi mujer en peligro?
el abuelo. — ¡No hay que intentar engañarme; ya es demasiado
tarde, y sé la verdad mejor que vosotros!
el padre. — ¿Quiere usted entrar en la habitación de su hija?
Aquí hay una mala inteligencia y un error que deben acabar. ¿Quiere usted?
el abuelo. — (Repentinamente
indeciso.) No, no, ahora no... todavía no...
el tío. —Ya ve usted como no es usted razonable.
el abuelo. — ¡Quién sabe nunca todo lo que un hombre no ha
podido decir en su vida!... ¿Quién hace ese ruido?
la hija
mayor. —Es la lámpara que
late, abuelo.
el abuelo. —Me parece que está muy inquieta... muy
inquieta...
la hija. —Es que el viento frío la agita.
el tío. —No hay viento frío; las ventanas están cerradas.
la hija. —Creo que va a apagarse.
el padre. —Ya no tiene aceite.
la hija. —Se apaga por completo.
el padre. —No podemos estar así, a oscuras.
el tío. — ¿Por qué no? Yo ya estoy acostumbrado.
el padre. —Hay luz en la habitación de mi mujer.
el tío. —Ahora la traeremos, cuando venga el médico.
el padre. — ¡Es verdad que se ve bastante con la claridad de
fuera!
el abuelo. — ¿Es que fuera está claro?
el padre. —Más claro que aquí.
el tío. —A mí me gusta hablar estando a oscuras.
el padre. —A mí también. (Pausa.)
el abuelo. —Me parece que el reloj hace mucho ruido.
la
hija mayor. —Es que no hablamos, abuelo.
el abuelo. —Pero ¿por qué os calláis todos?
el tío. — ¿De qué queréis que hablemos?
el abuelo. — ¿Es que está completamente a oscuras la habitación?
el tío. —No está muy clara. (Pausa.)
el abuelo. —No me siento bien, Úrsula. Abre un poco la
ventana.
el padre. —Sí, hija mía, abre un poco la ventana; yo también
empiezo a sentir necesidad de aire. (La
hija abre la ventana.)
el tío. —Creo positivamente que hemos estado encerrados
demasiado tiempo.
el abuelo. —¿Está abierta la ventana?
la hija. —Sí, abuelo, abierta de par en par.
el abuelo. —No se diría que está abierta. No viene ningún
ruido de fuera.
la hija. —No, abuelo, no hay el menor ruido.
el padre. —Hay un silencio extraordinario.
la hija. —Se oiría andar a un ángel.
el tío. —Por eso no me gusta a mí el campo.
el abuelo. —Quisiera oír un poco de ruido. ¿Qué hora es,
Úrsula?
la hija. —Va a ser medianoche, abuelo. (Aquí el tío empieza a pasear de un lado a otro de la habitación.)
el abuelo. — ¿Quién anda así, en derredor nuestro?
el tío. —Soy yo, soy yo; no tenga usted miedo. Necesito
andar un poco. (Pausa.) Pero me
volveré a sentar; no veo por dónde voy. (Pausa.)
el abuelo. —Quisiera estar en otra parte.
la hija. —¿Dónde querrías ir, abuelo?
el abuelo. — ¡No sé dónde... a otra habitación, a cualquier
parte! ¡A cualquier parte!
el padre. —¿Dónde iríamos?
el tío. —Es muy tarde para ir a otra parte. (Pausa. Están sentados, inmóviles, en
derredor de la mesa.)
el abuelo. —¿Qué oigo, Úrsula?
la hija. —Nada, abuelo, son las hojas que caen en la terraza.
el abuelo. —Ve a cerrar la ventana, Úrsula.
la hija. —Sí, abuelo. (Cierra
la ventana y vuelve a sentarse.)
el abuelo. —Tengo frío. (Pausa.
Las tres hijas se abrazan.) ¿Qué es lo que oigo ahora?
el padre. —Son las tres hermanas que se abrazan.
el tío. —Me parece que están muy pálidas esta noche. (Pausa.)
el abuelo. —¿Qué oigo?
la hija. —Nada, abuelo, es que he cruzado las manos. (Pausa.)
el abuelo. —¿Y ahora?
la hija. —No sé, abuelo..., acaso mis hermanas, que tiemblan
un poco...
el abuelo. —Yo también tengo miedo, hijas mías. (Un rayo de luna penetra por un rincón de las
vidrieras y esparce aquí y allá fulgores extraños por la estancia. Suenan las
doce, y con la última campanada parece que se oiga muy vagamente un ruido como
de alguien que se levanta a toda prisa.)
el abuelo. —(Estremeciéndose
con espanto.) ¿Quién se ha levantado?
el tío. —No se ha levantado nadie.
el padre. —¡Yo no me he levantado!
las tres
hijas. —¡Ni yo! ¡Ni yo! ¡Ni
yo!
el abuelo. — ¡Alguien se ha levantado de la mesa!
el tío. — ¡La luz!... (Se
oye de pronto un vagido de espanto, a la derecha, en el cuarto del niño, y este
vagido continúa con gradaciones de terror hasta el fin de la escena.)
el padre. —¡Escuchad! ¡El niño!
el tío. —¡No ha llorado nunca!
el padre. —¡Vamos a ver!
el tío. —¡La luz! ¡La luz! (En este momento se oye correr a pasos precipitados y sordos en la
habitación de la izquierda. En seguida, silencio de muerte. Escuchan con mudo terror hasta que la puerta
de la habitación se abre lentamente; la claridad de la estancia vecina se
difunde en la sala, y la hermana de la caridad aparece en el umbral, con sus
vestiduras negras, y se inclina, haciendo la señal de la cruz, para anunciar la
muerte de la mujer. Comprenden, y, después de un momento de indecisión y de
espanto, entran en silencio en la estancia mortuoria, mientras que el tío, en
el quicio de la puerta, se aparta cortésmente para dejar pasar a las tres
hijas. el abuelo, que se ha
quedado solo, se levanta y se agita, a tientas, alrededor de la mesa, en la
oscuridad.)
el abuelo. — ¿Dónde vais? ¿Dónde vais?... ¡Me han dejado
solo!
Fin