El
Amante
Harold Pinter
Richard
Sarah
John
Arriba un dormitorio de dos camas.
Abajo, cuarto de estar y hall con salida a la
calle.
Richard está metiendo sus papeles en una
carpeta. La cierra y pasa al hall.
Sarah está arreglando unas flores.
Él la besa y la mira sonriendo. Ella también
sonríe.
RICHARD.—(Sonriente.) ¿Viene hoy tu amante?
SARAH.—¡Humm...!
RICHARD.—¿A qué hora?
SARAH.—A las tres.
RICHARD.—¿Vais a salir o vais a quedaros en casa?
SARAH.—... Supongo que nos quedaremos.
RICHARD.—¿No querías ir a esa exposición?
SARAH.—Sí quiero... pero prefiero quedarme hoy aquí.
RICHARD.—Mumhumm. Bueno, tengo que marcharme.
SARAH.—¡Humhumm!...
RICHARD.—Entonces... volveré hacia las seis.
SARAH.—Sí.
RICHARD.—Que lo pases bien.
SARAH—Espero.
RICHARD.—Adiós.
SARAH.—Adiós.
(Él sale. Ella continúa con sus flores.
Oscuro. Por la tarde. Sarah se está cambiando de vestido. Se arregla el pelo.
Se atiranta las medias. Baja la escalera. Se mira al espejo del hall. Mira el
reloj. Son las tres y diez. Va a una cómoda y de un cajón saca un bongo y lo
coloca con cuidado junto al sofá del cuarto de estar. Vuelve a mirarse al
espejo del hall. Se mira los zapatos. Sube al cuarto y los cambia por otros de
más alto tacón. Baja y coge una revista. Mira su reloj de pulsera. Enciende
un pitillo y se sienta a ojear una revista. Cambia de postura. Se recuesta.
Suena el timbre de la calle. Se levanta y va a abrir. En el momento de abrir.
Oscuro. Atardecer.)
(Sarah está sentada con una copa, en la sala.
En la radio hay música francesa ligera. El bongo ha desaparecido. Entra
Richard vestido como se fue por la mañana. Deja su cartera en el hall y entra
en el living.) (Sonriente.)
SARAH.—Hola.
(Va a servirle un whisky. Coge el vaso.)
RICHARD.—Hola.
SARAH.—¿Quieres un whisky?
RICHARD.—Sí, gracias.
SARAH.—¿Cansado?
RICHARD.—Un poco.
SARAH.—¿Mucho tráfico?
RICHARD.—No ha sido de los días peores.
SARAH.—Pues llegas más tarde que otras veces.
RICHARD.—¿Es más tarde?
SARAH.—Un poco.
RICHARD.—En el puente había un embotellamiento. ¿Y tú, qué has hecho?
(La música de la radio acaba y un locutor
empieza a hablar en francés. Sarah se levanta y se apresura a cortarlo. Después
va a la mesa de las bebidas y se sirve. Él la mira ir y venir.)
SARAH.—Mumm. Esta mañana fui al pueblo.
RICHARD.—¡Ah, sí! ¿Fuiste a ver a alguien?
SARAH.—No; almorcé allí.
RICHARD.—¿En el pueblo?
SARAH.—Sí.
RICHARD.—¿Bien?
SARAH.—Bastante. No mal. (Se sienta.)
RICHARD.—Y qué tal esta tarde. ¿Lo has pasado bien?
SARAH.—¡Ah, sí! Maravillosamente.
RICHARD.—¿Por fin vino tu amante?
SARAH.—Sí. ¡Claro!
RICHARD.—¿Le enseñaste las hortensias?
(Ligera pausa.)
SARAH.—¿Las hortensias?
RICHARD.—Sí.
SARAH.—No. No se las enseñé.
RICHARD.—¡Ah!
SARAH.—¿Tú crees que debía haberlo hecho?
RICHARD.—No, no. Creía recordar que me había dicho que le interesaba la
jardinería.
SARAH.—Sí, mucho. (Pausa.) Bueno, no sé si le interesa tanto...
RICHARD.—¡Ah! (Pausa.) ¿Habéis salido u os habéis quedado en casa?
SARAH.—Nos hemos quedado.
RICHARD.—Ya. (Mira las persianas venecianas.) Esas
persianas no están bien subidas.
SARAH.—No. Están un poco torcidas.
(Pausa.)
RICHARD.—Hacía calor en la carretera. Y eso que ya empezaba a caer el sol.
Bueno, imagino que aquí también habrá hecho calor. En Londres era asfixiante.
SARAH.—¿Ah, sí?
RICHARD.—Asfixiante. Ha debido hacer calor en todos lados.
SARAH.—Sí, ha hecho una temperatura muy alta.
RICHARD.—¿Lo han dicho por la radio?
SARAH.—Me parece que sí.
(Corta pausa.) (Cogiendo su vaso.)
RICHARD.—¿Quieres otro antes de cenar?
SARAH.—¡Munhm!
RICHARD.—¿Bajasteis las persianas?
(Llena los vasos.)
SARAH.—Sí; las bajamos.
RICHARD.—Hacía muchísimo sol.
SARAH.—Sí; terrible.
RICHARD.—Lo malo de esta habitación es que da el sol de plano. ¿No os
fuisteis a otro cuarto?
SARAH.—No. Nos quedamos aquí.
RICHARD.—Debía haber una luz terrible.
SARAH.—Por eso bajamos las persianas.
(Pausa.)
RICHARD.—Lo que pasa es que con las persianas echadas hace un calor enorme.
SARAH.—¿Tú crees?
RICHARD.—Quizá... no. Quizá sea solamente la sensación.
SARAH.—Sí. Eso creo. (Pausa.) ¿Qué has hecho esta tarde?
RICHARD.—Hemos tenido una larguísima reunión. Y no hemos resuelto nada.
SARAH.—Vamos a comer frío. ¿No te importa?
RICHARD.—En absoluto.
SARAH.—Con tanta cosa no me ha dado tiempo de
cocinar.
(Pasan al comedor. Oscuro. Cuando vuelve la
luz están tomando café.)
RICHARD.—Oye... Por cierto.
SARAH.—¿Mmmm?
RICHARD.—Te quiero hacer una pregunta.
SARAH.—Dime.
RICHARD.—¿Se te ha ocurrido alguna vez pensar que mientras pasas la tarde
siéndome infiel, yo estoy sentado en mi oficina trabajando?
SARAH.—Qué pregunta tan rara.
RICHARD.—No. Tengo curiosidad.
SARAH.—Nunca me has preguntado una cosa así.
RICHARD.—Pues había querido preguntártelo muchas veces.
(Corta pausa.)
SARAH.—Claro que he pensado.
RICHARD.—¡Ah! ¿Has pensado?
SARAH.—Mmmm.
(Corta pausa.)
RICHARD.—¿Y cuál es tu actitud respecto a eso?
SARAH.—Lo vuelve todo... más picante.
RICHARD.—¿De verdad?
SARAH.—Pues, claro.
RICHARD.—¿Quieres decir que mientras estás con él me imaginas haciendo gráficos
y leyendo balances?
SARAH.—Bueno... sólo en ciertos momentos.
RICHARD.—Claro.
SARAH.—No todo el tiempo.
RICHARD.—¡Es natural!
SARAH.—En determinados momentos.
RICHARD.—Claro, claro. Pero, en fin. ¿No me olvidas del todo?
SARAH.—De ninguna manera.
RICHARD.—Debo decir que es muy conmovedor.
(Pausa.)
SARAH.—¿Cómo iba a olvidarte?
RICHARD.—No me parece tan difícil.
SARAH.—Estoy en tu casa.
RICHARD.—Sí, pero con otro.
SARAH.—Pero a quien quiero es a ti.
RICHARD—¿Cómo dices?
SARAH.—A quien quiero es a ti.
(Se levanta.)
RICHARD.—Vamos a tomar un coñac. (Ella también se levanta.) (Murmura.) ¿Qué
zapatos son esos?
SARAH.—¿Cómo?
RICHARD.—Esos zapatos. Son raros. ¡Con ese tacón tan alto...!
SARAH.—Me he confundido. Perdón.
RICHARD.—¿Perdón? ¿Qué quieres decir?
SARAH.—Ahora mismo me los cambio.
RICHARD.—No me parecen los zapatos más adecuados para pasar la noche en casa. (Va
a la mesa de las bebidas y se sirve coñac. Ella pasa al hall. Abre el armario.
En él está el bongo. Él mira hacia ella y se sirve otro vaso. Ella se pone unos
zapatos planos. Vuelve. Él la tiende el coñac.) ¿O sea, que esta tarde
pensaste en mí trabajando en mi oficina?
SARAH.—Desde luego. Aunque no fue una imagen muy clara.
RICHARD.—¡Ah! ¿Y por qué no?
SARAH.—Porque sabía que no estabas en tu oficina. Sabía que estabas con tu
amiga.
(Pausa.)
RICHARD.—¿Estaba?
(Toma un cigarrillo de una caja.)
SARAH.—Has comido poco.
RICHARD.—Almorcé muy fuerte. (Va a la ventana.) ¡Qué maravilla de
puesta de sol!
SARAH.—¿No estabas?
(El se vuelve y ríe.)
RICHARD.—¿Qué amiga?
SARAH.—¡Por favor, Richard!
RICHARD.—Es simplemente la palabra lo que me choca.
SARAH.—La palabra, ¿por qué? Yo soy completamente sincera contigo. ¿Por qué
no puedes serlo tú conmigo?
RICHARD.—Pero es que no tengo una amiga. Conozco perfectamente bien a una
prostituta. Hay un mundo de diferencia.
SARAH.—Pero admites... Tienes que admitir... que tienes...
RICHARD.—No hay nada que admitir. Es una completa y perfecta prostituta de la
que no vale la pena hablar. Una fulana a quien se visita entre dos trenes.
SARAH.—Pero tú no viajas en tren. Viajas en coche.
RICHARD.—Es igual. Una caña de cerveza mientras me ponen aceite y gasolina.
(Pausa.)
SARAH.—No suena muy bien.
RICHARD.—No.
(Pausa.)
SARAH.—Debo decir que no esperaba que lo admitieras tan fácilmente.
RICHARD.—Nunca me lo habías preguntado. La franqueza ante todo. Es esencial
para la salud del matrimonio. ¿No estás conforme?
SARAH.—Naturalmente.
RICHARD.—¿Estás conforme?
SARAH.—Claro que sí.
RICHARD.—¿Tú eres completamente franca conmigo?
SARAH.—Completamente.
RICHARD.—Respecto a tu amante. Tengo que seguir tu ejemplo.
SARAH.—Gracias. (Pausa.) Te diré que yo lo había sospechado hace
tiempo.
RICHARD.—¿De veras?
SARAH.—Mmmm.
RICHARD.—Buena antena.
SARAH.—Pero te voy a decir... francamente...
RICHARD.—¿Qué?
SARAH.—No acabo de creer que sea... así... tal como dices.
RICHARD.—¿Por qué no?
SARAH.—No es posible. Tú tienes tan buen gusto... Aprecias tanto la gracia
y la elegancia en la mujer...
RICHARD.—Y el ingenio.
SARAH.—Sí, y el ingenio.
RICHARD.—Sí, el ingenio sobre todo. Tiene mucha importancia.
SARAH.—¿Es ingeniosa?
(Ríe.)
RICHARD.—Son términos que no se pueden aplicar. No tiene sentido preguntarse
si una prostituta es o no ingeniosa. Ni tiene importancia que lo sea. Es una
prostituta y ¡ya está! Es una funcionaria, que nos gusta o nos disgusta.
SARAH.—Y a ti, ¿te gusta?
RICHARD.—Hoy me gusta. Mañana... ¿quién sabe?
(Pausa.)
SARAH.—Te confieso que encuentro tu actitud hacia las mujeres... alarmante.
RICHARD.—¿Por qué? No voy a ir en busca de tu doble. No busco a una mujer a
quien respetar, ni a quien admirar y querer como a ti. Busco solamente...
¿cómo diría...? alguien que satisfaga mi deseo, con cierta técnica. Nada más.
(Pausa.)
SARAH.—Lamento que tu aventura tenga tan poca dignidad, te lo confieso.
RICHARD.—La dignidad la tengo en mi casa.
SARAH.—Pues tan poca sensibilidad, entonces.
RICHARD.—La sensibilidad también. No busco tales atributos. Esos los
encuentro en ti.
SARAH.—No sé, entonces, por qué... buscar nada.
(Corta pausa.)
RICHARD.—¿Cómo has dicho?
SARAH.—Que si está tan mal, no veo la necesidad de buscar nada.
RICHARD.—Pero, querida, tú lo has buscado. ¿Por qué no lo había de buscar yo?
(Pausa.)
SARAH.—¿Quién empezó?
RICHARD.—Tú.
SARAH.—No estoy segura.
RICHARD.—¿Quién, entonces?
(Ella le mira sonriente. Él la besa
ligeramente. Después inician la salida a la alcoba. Él apaga las luces. Ella
pasa al cuarto de baño. Él sube y se quita la chaqueta.)
(Fuera.)
SARAH.—¿Richard?
RICHARD.—¿Sí?
SARAH.—¿Piensas en mí algunas veces... cuando estás con ella?
RICHARD.—A ratos. No mucho. (Pausa.) A veces hablamos de ti.
SARAH.—¿Hablas de mí con ella?
RICHARD.—Alguna vez. La divierte mucho.
(Aparece del cuarto de baño, en bata.)
SARAH.—¿Qué la divierte?
RICHARD.—Mucho.
(Él se está desnudando.)
SARAH.—Y... ¿puedo saber qué decís de mí?
RICHARD.—No te alarmes. Hablamos con mucho tacto. Tu tema es como poner en
marcha una vieja caja de música. Es un tintineo estimulante.
(Pausa.)
SARAH.—Ya. No puedo decir que la idea me guste.
RICHARD.—No lo pretendo. En este caso se puede decir que el gusto es mío.
SARAH.—Sí; ya lo comprendo.
(Él se ha ido poniendo una bata, zapatillas,
etc. Ella se cepilla el pelo.)
RICHARD.—Seguramente tus tardes son lo suficientemente satisfactorias en sí,
para que no tengas que buscar placeres complementarios en mis pasatiempos.
SARAH.—Sí, naturalmente.
RICHARD.—Entonces, ¿por qué tanta pregunta?
SARAH.—Bueno. Tú empezaste haciéndome todo género de preguntas sobre... mi
lado del asunto. No solías hacerlo.
RICHARD.—Te aseguro que era simple curiosidad. (Le pone las manos en los
hombros.) ¿No pretenderás insinuar que estoy celoso?
(Ella sonríe, dándole un golpecito en las
manos.)
SARAH.—No, mi amor. Ya sé que nunca caerás en eso.
RICHARD.—Ciertamente que no. ¿Y tú? ¿Tampoco estás celosa?
SARAH.—No. Por lo que me dices, yo parezco haber tenido más suerte que tú.
RICHARD.—Posiblemente. (Abre la ventana y mira hacia la noche.) Mira.
¡Qué paz! (Sarah va junto a él. Quedan un momento en silencio.) Me
pregunto qué ocurriría si un día me diera por volver más temprano.
(Pausa.)
SARAH.—Lo mismo que si a mí me diera un día por seguirte.
RICHARD.—¿Por qué un día no tomamos el té los cuatro en el pueblo?
SARAH.—¿En el pueblo? ¿Por qué no aquí?
RICHARD.—¿Aquí? ¡Qué idea más rara! (Pausa.) Tu pobre amante no ha visto
nunca la noche desde esta ventana, ¿verdad?
SARAH.—Claro que no; desgraciadamente tiene que marcharse antes del
atardecer.
RICHARD.—¿Y no se aburre un poco con este pie forzado de las tardes? Siempre
la hora del té. Debe ser horrible tener por toda imagen de un amor la jarra de
leche y la tetera.
SARAH.—Él sabe adaptarse. Además, cuando bajamos las persianas conseguimos
una especie de crepúsculo.
RICHARD.—Sí. Lo supongo. (Pausa.) ¿Qué piensa él de tu marido?
(Corta pausa.)
SARAH.—Te respeta mucho.
(Pausa.)
RICHARD.—¡Mira...! Por extraño que parezca, lo encuentro conmovedor... y poco
frecuente. Comprendo que le quieras.
SARAH.—Te digo que es muy simpático.
RICHARD.—¡Hummm!
SARAH.—Claro que también tiene sus cosas...
RICHARD.—¡Quién no las tiene!
SARAH.—Pero debo decir que es muy cariñoso. Todo su cuerpo emana amor.
RICHARD.—Eso me da un poco de asco.
SARAH.—No.
RICHARD.—Pero, por lo menos, ¿es... masculino?
SARAH.—Del todo.
RICHARD.—No sé si lo imagino bien. ¿No es aburrido?
SARAH.—¡En absoluto! Tiene un enorme sentido del humor.
RICHARD.—Menos mal. ¿Te hace reír? Ten cuidado no te oigan. No quiero que
empiecen con chismes.
(Pausa.) (Respirando.)
SARAH.—¡Ah! Es maravilloso vivir aquí. Tan lejos de todo ruido, tan
aislados.
RICHARD.—Sí. Desde luego. (Se meten en las respectivas camas.) Este
libro no vale nada. (Apaga su lámpara. Ella apaga la suya. Les ilumina la
luna.)
RICHARD.—Él está casado, ¿no?
SARAH.—¡Hummm!
RICHARD.—¿Y es feliz?
SARAH.—¡Hummm! (Pausa.) Tú también eres feliz, ¿verdad? ¿Nunca tienes
celos?
RICHARD.—No.
SARAH.—Me encanta, Richard, porque creo que hemos conseguido un equilibrio
perfecto.
(Oscuro lento.)
(Por la mañana; Sarah limpia el hall. Sale
Richard de gris con su cartera en la mano.)
RICHARD.—Hasta luego.
(Le besa ligeramente y va a salir.)
SARAH.—¡Ah! ¡Richard...!
RICHARD.—Dime.
SARAH.—No volverás temprano, ¿verdad?
RICHARD.—¿Yo...? No sé... ¿Cómo? ¿Quieres decir que va a venir otra vez hoy?
SARAH.—Sí.
RICHARD.—¡Pero si estuvo ayer...! ¿Y vuelve hoy...? Bueno, pues... no... no
vendré temprano. Me iré a dar una vuelta por el museo.
SARAH.—Gracias.
RICHARD.—Adiós.
SARAH.—Hasta luego.
(Oscuro.)
(Se ilumina el reloj. Son las tres menos
cuarto de la tarde. Sarah se ha cambiado de vestido. Baja. Se retoca el pelo en
el espejo del hall. Pasa al living y baja las persianas. Luego las sube. Las
baja a medias y las maneja hasta que consigue la luz que desea. Suena el
timbre. Mira el reloj y corre a abrir. Es John, el lechero.)
JOHN.—¿Quiere nata?
SARAH.—Viene muy tarde.
JOHN.—¿Nata?
SARAH.—No, gracias; no quiero nata.
JOHN.—¿Por qué no?
SARAH.—Porque ya tengo. ¿Cuánto le debo?
JOHN.—Pues a la señora Owen le he dejado tres jarras. Cuajada.
SARAH.—¿Qué le debo?
JOHN.—He estado observando lo que hacía con las persianas, y me decía:
¡anda!, y que no juega esta señora con las persianas.
SARAH.—Encuentro que se pasa.
JOHN.—Ya me conoce. Si no me paso, me quedo corto.
(Cogiendo la leche.)
SARAH.—Gracias.
JOHN.—¿Seguro que no quiere nata? A la señora Owen le he dejado tres
jarras.
SARAH.—Seguro. Gracias.
(Cierra la puerta, sale a dejar la leche.
Vuelve al living. Mira la persiana. Se sienta. Espera. Por fin le parece oír
algo. Hay una corta llamada al timbre. Corre a abrir. Es Richard. Lleva una
chaqueta de ante. Una camisa abierta y pantalones de sport. La mira.)
(Quedamente.)
SARAH.—Pasa, Max.
(Él sonríe y entra al cuarto. Oscuro. Se oye
un bongo. Se ilumina éste. Una mano de hombre lo toca, una mano de mujer interviene
también. La mano de hombre enlaza los dedos de la mujer. Se sueltan y siguen
tocando el bongo. Ella se levanta y vuelve la luz. Va a buscar un pitillo. Él
va también. Ella va a las persianas y mira afuera por una rendija.)
RICHARD.—¿Tiene fuego? (Ella no contesta.) Perdone. ¿Tiene fuego? (Ella
le mira y no contesta.) Pregunto si tiene fuego.
SARAH.—¿Por qué no me deja en paz?
RICHARD.—¿Qué pasa? Preguntaba si tenía fuego… (Ella da unos pasos, él la
sigue muy junto. Ella se para y se vuelve.) Perdone.
(Da unos cuantos pasos más. Él sigue muy
junto.)
SARAH.—No me gusta que me sigan.
RICHARD.—Déme fuego y no le molestaré. Es todo lo que pido.
(Con los dientes apretados.)
SARAH.—Márchese, por favor. Estoy esperando a alguien.
RICHARD.—¿A quién?
SARAH.—A mi marido.
RICHARD.—¿Por qué es tan tímida? ¿Eh? ¿Dónde tiene el mechero? (La toca.)
¿Aquí? (Pausa.) ¿Dónde está? (La sigue tocando.) ¿Aquí?
(Ella se escapa de él, que la sigue y la
arrincona.)
(Furiosa.)
SARAH.—¿Qué es lo que se ha creído?
RICHARD.—Quiero fumar. Dame tu pitillo. (Luchan. Ella se deshace de él y va
al extremo del cuarto. Él se acerca.) Perdone, señorita. Acabo de hacer
huir a ese... caballero. ¿Le ha hecho daño?
SARAH.—Gracias. Muchísimas gracias. No; estoy bien.
RICHARD.—Ha sido una suerte que pasara por aquí. Quién podría imaginarse una
cosa semejante en un parque como éste.
SARAH.—Es completamente cierto.
RICHARD.—¿Seguro que no la ha hecho daño?
SARAH.—No. Gracias a su intervención. No puedo decirle cuánto se lo
agradezco.
RICHARD.—Está muy alterada. Cálmese. ¿Por qué no se sienta?
SARAH.—Estoy bien. Sí, será mejor. ¿Dónde nos sentamos?
RICHARD.—No nos podemos sentar aquí fuera; está lloviendo. Podemos ir a esa
caseta del guardabosque.
SARAH.—¿Cree usted? Pero, ¿qué pensará el guardabosque?
RICHARD.—Yo soy el guardabosque.
(Se sientan en el sofá.)
SARAH.—¡Qué amable es usted! No creí que hubiera gente tan buena.
RICHARD.—Tratar a una señorita como usted de la manera que lo ha hecho ese
tipo, es absolutamente imperdonable.
(Mirándole.)
SARAH.—Es usted tan educado... tan cariñoso... quizá haya sido todo
providencial.
RICHARD.—¿Qué quiere decir?
SARAH.—Que ya que nos hemos encontrado y de la forma que nos hemos
encontrado... podríamos... usted y yo...
RICHARD.—No la sigo.
SARAH—¿No?
(Le toma la cabeza por la parte de atrás del
cuello.)
RICHARD.—Mire, lo siento. Estoy casado.
SARAH.—Es usted tan valiente, tan caballero...
RICHARD.—Vamos, mi mujer me está esperando.
SARAH.—Seguramente no le prohíbe hablar con otras mujeres.
RICHARD.—Sí.
SARAH.—¡Oh, qué frío es usted! ¡Qué cerebral!
RICHARD.—Lo siento.
SARAH.—Todos los hombres son ¡guales. Déme un pitillo.
(Transición.)
RICHARD.—De eso nada, chata.
SARAH.—¿Cómo dice?
RICHARD.—Ven aquí, Lola.
SARAH.—¡Ah, no! Eso no. ¡Me voy ahora mismo!
RICHARD.—No puedes, chata. La puerta está cerrada. Estamos aquí solos. Has
caído en la trampa.
SARAH.—¡No! ¡Abra esa puerta! ¡Soy una mujer casada! ¡No puede tratarme
así!
(Transición. Sexy.)
RICHARD.—La hora del té, María.
(Ella se coloca detrás de la mesa. Él por el
otro extremo se mete debajo y empieza a andar hacia ella. Ella está tensa,
mirando la mesa. Llega hasta ella y la tira de las piernas. Ella también se
mete bajo la mesa.)
SARAH.—¡Max!... (Él empieza a tocar el bongo. Oscuro. Vuelve la luz. Los
dos están tomando el té. Silencio.) Max.
RICHARD.—¿Qué?
SARAH.—¿Qué te pasa? Estás muy pensativo.
RICHARD.—No.
SARAH.—No lo niegues.
(Pausa.)
RICHARD.—¿Dónde está tu marido?
(Pausa.)
SARAH.—¿Mi marido?... Ya lo sabes.
RICHARD.—¿Dónde?
SARAH.—Trabajando...
RICHARD.—¡Pobre hombre! ¡Siempre trabajando! (Pausa.) Me pregunto ¿cómo es?
SARAH.—Pero Max...
RICHARD.—Me pregunto si nos entenderíamos..., si llegaríamos...
¿Comprendes?... a simpatizar.
SARAH.—No lo creo.
RICHARD.—¿Por qué no?
SARAH.—No os parecéis en nada.
RICHARD.—¿No? Yo admiro su tolerancia. ¿Él sabe de... nuestras tardes?
SARAH.—Claro que sí.
RICHARD.—Lo ha sabido todos estos años. (Corta pausa.) ¿Por qué lo
aguanta?
SARAH.—¿A qué viene hablar de él ahora? Es un tema que solías evitar.
RICHARD.—¿Por qué lo aguanta?
SARAH.—¡Ay, cállate!
RICHARD.—Te he hecho una pregunta.
(Pausa.)
SARAH.—Porque no le importa.
RICHARD.—¿No le importa? (Corta pausa.) Pues a mí me empieza a importar.
(Pausa.)
SARAH.—¿Qué has dicho?
RICHARD.—Me empieza a importar.
SARAH.—¿De qué hablas?
RICHARD.—Esto tiene que acabar.
SARAH.—No hablas en serio.
RICHARD.—Completamente en serio.
SARAH.—Pero ¿por qué? ¿Por mi marido? Encuentro que vas un poco lejos.
RICHARD.—No es por tu marido. Es por mi mujer.
(Pausa.)
SARAH.—¿Por tu mujer?
RICHARD.—No quiero seguir engañándola.
SARAH.—¿Engañándola?
RICHARD.—La he engañado durante años. No puedo más. La idea me está matando.
SARAH.—Pero escucha...
RICHARD.—¡No me toques!
SARAH.—Pero tu mujer... Lo sabe. Tú se lo has dicho... Lo ha sabido
siempre...
RICHARD.—No. No lo sabe. Ella cree que veo a una... prostituta. Pero es todo.
SARAH.—Pero... sé razonable, amor mío... ¿A ella qué le importa?
RICHARD.—Le importaría si supiera la verdad.
SARAH.—Pero ¿qué verdad? ¿De qué hablas?
RICHARD.—Le importaría si supiera que tengo una amiga verdadera. Una mujer
elegante, espiritual, con talento...
SARAH.—Sí, sí, ya lo sé, pero...
RICHARD.—¡Y que esta situación ha durado años!
SARAH.—No le importa, te lo aseguro... No le importa. ¡Es feliz! ¡Es feliz!
RICHARD.— ¡No digas tonterías!
(Pausa.)
SARAH.—Quisiera que dejaras tú de decirlas. (Pausa.) Estás haciendo
todo lo posible por estropear la tarde. (Pausa.) Amor mío: Tú sabes que
lo nuestro no sería posible con tu mujer... quiero decir, mi marido comprende y
aprecia que...
RICHARD.—¡Cómo puede comprender tu marido! ¡Cómo puede aguantarlo! ¿No me
huele cuando vuelve a casa? ¿Qué es lo que dice? Debe estar loco. ¿Qué hora es?
Las cuatro. Ahora está sentado en su oficina y sabe lo que aquí está pasando.
¿Cómo puede aguantarlo?
SARAH.—Max...
RICHARD.—¿Cómo?
SARAH.—Él es feliz por mí. Él me comprende.
RICHARD.—Me gustaría explicarme con él.
SARAH.—¿Estás demente?
RICHARD.—Quizá nos entenderíamos de hombre a hombre. Las mujeres no
comprendéis nada.
SARAH.—¡Basta! (Da un golpe en la mesa.) ¿Qué es lo que te has propuesto?
¿Qué te ha ocurrido? Por favor, por favor, para. A qué viene esta comedia.
RICHARD.—¿Comedia? Nunca hago comedias.
SARAH.—¡Oh! ¡Ya lo creo que las haces! ¡Y otras veces me gustan!
RICHARD.—He hecho mi última comedia.
SARAH.—¿Por qué?
(Corta pausa.)
RICHARD.—Los niños.
(Pausa.)
SARAH.—¿Qué?
RICHARD.—Los niños. Que tengo que pensar en los niños.
SARAH.—¿Qué niños?
RICHARD.—Mis hijos. Los de mi mujer. Dentro de poco tendrán ya edad de salir
del colegio. Tengo que pensar en ellos.
SARAH.—Ven aquí, amor mío, escucha. (Se sienta junto a él.) Déjame
que te hable al oído. Tú sabes cómo te quiero... y tú me quieres. Deja estas
historias y sigamos como antes, como siempre.
(Él se levanta.)
RICHARD.—Los huesos.
SARAH.—¿Qué?
RICHARD.—Estás muy flaca. Te has convertido en un manojo de huesos. Podría
pasar por todo, si no fuera por los huesos.
SARAH.—¿Cómo puedes decir que tengo huesos?
RICHARD.—Cada movimiento que haces me clavo un hueso. Estoy harto de huesos.
SARAH.—Pero si he engordado; ¡mírame! Si precisamente siempre me decías que
estaba poniéndome demasiado gorda.
RICHARD.—Estuviste gorda. Ahora ya no estás gorda.
(Él la mira.)
SARAH.—¡Mírame!
RICHARD.—No estás bastante gorda. Ni de lejos. Yo quiero una mujer gorda; con
pechos llenos, como odres.
SARAH.—¡Ah! ¡Tú quieres una vaca!
RICHARD.—No. Yo quiero una mujer gorda. Hubo un tiempo en que quizá.
SARAH.—¡Muchas gracias!
RICHARD.—Pero ahora, francamente, comparada con mi ideal... (La mira.) eres
un manojo de huesos.
(Se miran duramente. Él se pone una
chaqueta.)
SARAH.—¿Todo esto será una broma?
RICHARD.—No es ninguna broma.
(Sale dando un portazo. Ella queda de pie,
rígida. Oscuro.)
(El reloj marca las siete y cuarto. Sarah
sobriamente vestida. Está de pie con una copa en la mano. Entra Richard de
gris, con su carpeta.)
RICHARD.—¡Hola!
(Pausa.)
SARAH.—¡Hola!
RICHARD.—¿Qué, viendo la puesta del sol? (Ella no contesta. Él se va a la
mesa de bebidas.) ¿Quieres una copa?
SARAH.—Ya tengo, gracias.
(Él se sirve.)
RICHARD.—¡Qué día! No puedes figurarte. Hemos tenido una reunión con los
colegas americanos que ha durado toda la tarde. ¡Y lo que beben! Pero, ¡en
fin!, hemos hecho un buen trabajo. (Se sienta.) ¿Y tú cómo estás?
SARAH.—Bien.
RICHARD.—¡Estupendo! (Un silencio.) Te encuentro un poco triste. ¿Te
pasa algo?
SARAH.—Nada.
RICHARD.—¿Cómo has pasado el día?
SARAH.—Así, así...
RICHARD.—¡Vaya por Dios! (Pausa.) ¡Ay! ¡Qué bueno es volver a casa! ¡No
sabes lo que es! (Pausa.) ¿Vino él? (Ella no contesta.) ¡Sarah!
SARAH.—Perdona. Estaba distraída. ¿Qué decías?
RICHARD.—Pregunto si vino tu... amante.
SARAH.—¡Oh, sí! Vino, vino.
RICHARD.—¿Y en buena forma?
SARAH.—Me duele un poco la cabeza.
RICHARD.—¡Ah! ¿No estaba en buena forma?
(Pausa.)
SARAH.—Todos tenemos malos días.
RICHARD.—¿También él? Yo pensaba que precisamente los amantes no debían
tenerlos. Debían estar siempre a la altura que se espera de ellos.
Precisamente por eso es por lo que yo no me he decidido por..., ¿cómo
diría?..., esa profesión.
SARAH.—¿Tienes ganas de hablar?
RICHARD.—Sí. ¿Prefieres que me calle?
SARAH.—Haz lo que quieras.
(Pausa.)
RICHARD.—Lamento que hayas tenido un mal día.
SARAH.—¡Bah! No tiene importancia.
RICHARD.—Quizá las cosas mejoren.
SARAH.—Quizá.
(Pausa.)
RICHARD.—A pesar de todo te encuentro guapísima.
SARAH.—Gracias.
RICHARD.—Sí. Guapísima. Me siento orgulloso de ti. Tú no sabes lo que es
cuando salimos a comer o vamos al teatro, a una fiesta, entrar de tu brazo y
verte sonreír, hablar, bailar... Admiro tu don de gentes, tu dominio de la
frase, la gracia con que empleas los últimos giros de la moda. Me encanta
sentir la envidia de los demás hombres; sus intentos de flirtear contigo, y
saber que todos son en vano, porque tu austera gracia al final los confunde...
(Pausa.) ¿Qué
tenemos para cenar?
SARAH.—No he pensado nada.
RICHARD.—¿Ah? ¿Y por qué no?
SARAH.—Me aburre pensar en la comida; así que he preferido no pensar.
RICHARD.—¡Qué mala suerte, porque tengo hambre! (Corta pausa.) No
pensarás dejarme sin comer, después de todo un día de trabajo. (Ella ríe.) ¿Me
permites sugerir que quizá olvidas tus deberes de esposa? (Ella sigue
riendo.)
Debo decir que me temía que esto iba a
ocurrir el día menos pensado.
(Pausa.)
SARAH.—¿Cómo está tu prostituta?
RICHARD.—Muy bien.
SARAH.—¿Gorda o delgada?
RICHARD.—¿Cómo dices?
SARAH.—¿Que si está más gorda o más delgada?
RICHARD.—Cada día está más delgada
SARAH.—Esto te debe disgustar.
RICHARD.—En absoluto. Sabes que me encantan las mujeres delgadas.
SARAH.—Yo creía lo contrario.
RICHARD.—¿Sí? ¡No comprendo por qué! (Pausa.) Supongo que tu fallo en
preparar la comida se debe a la vida que estás llevando últimamente.
SARAH.—¿Tú crees?
RICHARD.—Estoy seguro. (Corta pausa.) Mira, no quiero que lo tomes a
mal, pero precisamente en el viaje de vuelta he estado pensando en esto, y he
tomado una decisión.
(Pausa.)
SARAH.—¿Cuál?
RICHARD.—Tiene que acabar.
SARAH.—¿El qué?
RICHARD.—Tu libertinaje. (Pausa.) Tu vida depravada. Tus amores
ilegales.
SARAH.—¿De veras?
RICHARD.—Es una decisión irrevocable.
(Ella se levanta.)
SARAH.—¿Quieres un poco de jamón?
RICHARD.—Me has oído.
SARAH.—No. En la nevera debe haber algo frío.
RICHARD.—Demasiado frío, me temo. Esta es mi casa. Desde hoy te prohíbo que
recibas a tu amante a ninguna hora del día ni de la noche. ¿Está claro?
SARAH.—Te he hecho una ensalada.
RICHARD.—¿Bebes algo?
SARAH.—Sí, gracias.
RICHARD.—¿Qué bebes?
SARAH.—Ya sabes lo que bebo. Llevamos diez años casados.
RICHARD.—En efecto. (Le sirve.) Admito que es extraño que haya tardado
tanto tiempo en comprender la humillante situación en que me colocabas. Soy un
marido que ha dado libertad a su mujer para recibir a un amante en su casa
siempre que se le antojara. Creo que he sido muy amable. ¿No he sido muy amable?
SARAH.—Naturalmente. Eres muy amable.
RICHARD.—Por eso deseo que le envíes una nota a ese caballero con mis
saludos, rogándole que cese en sus visitas desde hoy (Mira el calendario.) día...
¿es 12?
(Largo silencio.)
SARAH.—¿Por qué hoy... de repente? (Pausa.) ¡Di! ¿Por qué hoy? Has
tenido un mal día... en tu oficina. Estás cansado. Pero es tonto romper las cosas...
Siempre habías apreciado... mis tardes. Sabías lo mucho que significaban...
Habías comprendido... y comprender ¡es tan importante!
RICHARD.—¿Tú crees que es agradable saber que la propia mujer le es a uno
infiel con toda regularidad, dos o tres veces por semana?
SARAH.—Richard...
RICHARD.—Es insoportable, hombre. Absolutamente insoportable. Y no pienso
seguir pasando por ello.
SARAH.—Por favor, Richard, te lo pido por favor.
RICHARD.—Por favor, ¿qué? (Ella se calla.) Como yo me entere de que ese
tipo vuelve...
SARAH.—¿Y qué me dices de tu... prostituta?
RICHARD.—La he largado.
SARAH.—¿Por qué?
RICHARD.—Era un manojo de huesos.
SARAH.—Pero a ti te gustaba... Me has dicho que te gustaba... Richard,
mírame. ¿Tú me quieres?
RICHARD.—Naturalmente.
SARAH.—Sí... pues si me quieres... ¿qué importa él? ¿No comprendes? Tú
sabes... Todo está en orden ¿verdad? Las tardes... o las noches... es igual...
¿No es cierto? Escucha. Te he preparado la cena. Era una broma. Te he hecho
vaca a la moda y mañana te haré pollo a la crema. ¿Te gusta?
(Se miran.)
RICHARD.—¡Adúltera!
SARAH.—No puedes decir eso. Sabes que no puedes. ¿Qué pretendes?
(Él la mira un momento y va al armario del
hall, lo abre y saca el bongo.)
RICHARD.—¿Qué es esto? (Pausa.) ¿Qué es esto?
SARAH.—No lo toques.
RICHARD.—Está en mi casa. Luego me pertenece a mí, a ti o... a otro.
SARAH.—No es nada. Lo compré en un saldo. Era muy barato. ¿Qué quieres que
sea?
RICHARD.—¡Un bongo en mi armario! ¿Por casualidad no tendrá algo que ver con
tus tardes ilícitas?
SARAH.—Nada. ¿Por qué había de tener?... Dámelo.
RICHARD.—Está usado. Muy usado. Lo tocabais. ¿Cómo lo tocabais?... Mientras
que yo estaba en la oficina...
SARAH.—Dámelo... No tienes derecho. No tienes derecho a interrogarme... Era
nuestro acuerdo.
RICHARD.—¡Quiero saber!
(Ella cierra los ojos.)
SARAH.—¡Pobre estúpido! ¡Creías que era el único que venía! ¿Creías que era
el único a quien recibía? No seas ingenuo. Tengo otros visitantes. Recibo
todo el tiempo... Otras tardes, todo el tiempo. Cuando no lo sabíais ninguno de
los dos. Y les doy fresas, con crema. Desconocidos, completamente desconocidos.
Pero no para mí, al menos mientras están aquí. Y les enseño las hortensias y
les invito a tomar el té. Siempre, siempre.
RICHARD.—Lo tocabais los dos... juntos... ¿Eh? ¿Cómo lo tocabais?... ¿Así? (Se
acerca a ella tocando.) ¿Así? (Ella se aparta. De pronto deja el bongo y
se acerca a ella.) ¿Fuego? (Pausa.) ¿Tienes fuego?... Anda... No
seas tonta... A tu marido no le va a importar que me des fuego. Estás muy
pálida, pero eres guapa...
SARA.—Calla, por favor. Calla...
RICHARD.—He trancado... y estamos solos... Has caído en la trampa... SARAH.—No puedes hacer eso... No
puedes...
RICHARD.—Si a él no le importa... y nadie va a saberlo. Anda... nadie nos
oye... Nadie sabe que estamos aquí... Anda... dame fuego... No puedes escapar,
guapa. Has caído en la trampa.
(Los dos se miran a cada lado de la mesa.
Ella de pronto ríe. Un silencio.)
SARAH.—¡He caído en la trampa!... (Pausa.) ¿Qué dirá mi marido? Me
espera... me está esperando... No tiene derecho... No tiene derecho a tratarme
así. Soy una mujer casada. (Le mira. Luego empieza a meterse debajo de la
mesa.
Va hacia él por debajo de la mesa.) Es usted muy atrevido... demasiado atrevido. Pero me gustan los
hombres atrevidos... Nunca le había visto después de anochecido... Sí... me
parece muy distinto... Y este traje tan serio y esta corbata... Quítate la
chaqueta... Así está mejor... ¿Quieres que yo me cambie? Mi marido tardará
todavía... ¿Di? ¿Quieres que me cambie para ti?
(Él la toma en sus brazos.)
RICHARD.—Sí. (Pausa.) Cámbiate. (Pausa.) Cámbiate. (Pausa.) ¿Sabes
lo que eres? (Pausa.) Una
maravillosa prostituta.
TELÓN