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15/4/20

VIAJE DE UN LARGO DÍA HACIA LA NOCHE Eugene O’Neill


Fájl:Delelés (Vincent van Gogh).jpg – Wikipédia

VIAJE
DE UN LARGO DÍA
HACIA LA NOCHE
Eugene O’Neill


PERSONAJES

JAMES TYRONE
MARY CAVAN TYRONE, su esposa
JAMIE TYRONE, su primogénito
EDMUND TYRONE, su hijo menor
CATHLEEN, criada

ESCENARIOS

ACTO PRIMERO
Sala de la casa de verano de los Tyrone. A las 8:30 de la mañana de un día de agosto de 1912.

ACTO SEGUNDO
Escena I: El mismo, alrededor de las 12:45.
Escena II: El mismo, media hora después, poco más o menos.

ACTO TERCERO
El mismo, esa tarde, alrededor de las 6:30.

ARTO CUARTO
El mismo, a medianoche.


ACTO I
Sala de la casa de verano de James Tyrone, una mañana de agosto de 1912.
En el foro hay dos puertas dobles con cortinas. La de la derecha conduce a una sala en el
frente, cuyo aspecto solemne y cuidado revela que se usa rara vez. La otra da a una habitación en
el fondo, oscura y sin ventanas, que sólo sirve para pasar de la sala al comedor. Junto a la pared,
entre las puertas, hay una pequeña biblioteca sobre la cual pende un retrato de Shakespeare y que
contiene novelas de Balzac, Zola, Stendhal y obras filosóficas y sociológicas de Schopenhauer,
Nietzsche, Marx, Engels, Kropotkin y Max Steiner, piezas de Ibsen, Shaw y Strindberg, poemas de
Swinburne, Rossetti, Wilde, Ernest Dowson, Kipling, etcétera.
En la pared de la derecha, en el foro, hay una puerta de tela metálica que lleva al porche, el
cual rodea casi la mitad de la casa. Más adelante, tres ventanas dan al jardín y miran al puerto y a
la avenida que flanquea los muelles. Contra la pared hay una mesita de mimbre y un escritorio
común de roble, adosados a las ventanas.
En la pared de la izquierda, una serie análoga de ventanas da sobre los terrenos del fondo.
Debajo de ellas hay un canapé de mimbre con almohadones, cuya cabecera está orientada hacia el
foro. Más atrás se ve un gran librero con puertas de cristal con colecciones de Dumas, Víctor
Hugo, Charles Lever, tres tomos de Shakespeare, la Historia de Inglaterra de Hume, la Historia del
Consulado y del Imperio de Thiers, la Historia de Inglaterra de Smollett, la Historia de la
decadencia del Imperio Romano de Gibbon y diversos volúmenes con viejas comedias, poemas y
varias historias de Irlanda. Lo asombroso de esas colecciones es que todos los volúmenes parecen
haber sido leídos y releídos. El piso de madera dura está casi totalmente cubierto por una
alfombra, de dibujo y color inofensivos. En el centro hay una mesa redonda, con una lámpara de
leer provista de una pantalla verde y cuyo cordón está enchufado en uno de los cuatro
portalámparas de la araña. Alrededor de la mesa, al alcance de la luz, hay tres sillones de mimbre,
y a la derecha, delante de aquélla, una mecedora de roble barnizado con asiento de cuero.
Son, poco más o menos, las 8:30. El sol penetra por las ventanas de la derecha.
Al levantarse el telón, la familia acaba de desayunarse. Mary Tyrone y su marido salen
juntos de la sala del fondo. Vienen del comedor.
Mary tiene cincuenta y cuatro años y es una mujer de estatura media. Su donairosa figura,
joven aún, es un poco regordeta, pero no se advierten mayormente en ella la cintura y las caderas
propias de la edad madura, aunque su corsé no está muy ajustado. Su rostro es netamente irlandés.
Debe de haber sido muy hermoso y llama aún la atención. No armoniza con la salud que revela su
figura y es enjuto y pálido, sobresaliendo la estructura ósea. Su nariz es larga y recta y su boca
ancha, de labios carnosos y sensibles. No usa colorete ni ninguna clase de maquillaje. Un cabello
tupido y de un color blanco puro enmarca su alta frente. Subrayados por su palidez y por ese


cabello, sus ojos de un pardo oscuro parecen negros. Son insólitamente grandes y bellos, de cejas
negras y largas pestañas rizadas.
Lo que llama la atención inmediatamente es su nerviosismo. Sus manos nunca están quietas.
Han sido hermosas y de largos dedos ahusados, pero el reumatismo ha vuelto nudosas las
articulaciones y deformado los dedos, que ahora parecen tullidos. Uno elude mirarlos, sobre todo
porque adivina que Mary no olvida su aspecto y le humilla no poder dominar su nerviosismo, que
llama la atención sobre ellos.
Viste con sencillez, pero con una segura intuición de lo que le sienta bien. Su cabello está
peinado con escrupuloso cuidado. Su voz es suave y atrayente. Cuando está alegre, en esa voz se
siente un vago canturreo irlandés.
Su cualidad más seductora es el simple y espontáneo encanto de una juventud de tímida
mojigata que nunca ha perdido: una innata inocencia ajena a la vida mundana.
James Tyrone tiene sesenta y cinco años, pero parece tener diez años menos. De estatura
media, ancho de espaldas y de tórax, se diría que es más alto y esbelto a causa de su porte, cuyas
características son las propias de un soldado: lleva la cabeza erguida, sacando pecho, con el
vientre hacia adentro y los hombros cuadrados. Su rostro ha empezado a decaer, pero es aún muy
guapo: su cabeza es grande y está hermosamente modelada, posee un bello perfil y unos ojos de un
pardo claro muy hundidos. Su cabello cano ralea y ostenta una calvicie semejante a la tonsura de
un monje.
El sello de su profesión se advierte inconfundiblemente en él. Y no porque se complazca en
alguna de las deliberadas actitudes temperamentales propias del astro teatral. Por naturaleza y
preferencias es un hombre simple, sin pretensiones, cuyas inclinaciones no se alejan mucho aún de
sus humildes comienzos y de los agricultores irlandeses que fueron sus antepasados. Pero el actor
aparece en todos los hábitos inconscientes de su lenguaje. Su voz es muy hermosa, sonora y flexible
y Tyrone se enorgullece mucho de ella.
Su indumentaria, ciertamente, no es propia de un papel romántico. Viste una raída
americana gris de confección y unos zapatos negros sin lustre, una camisa sin cuello y un grueso
pañuelo anudado flojamente a la garganta. En este atavío nada revela una pintoresca negligencia:
es de una humildad vulgar. Tyrone opina que se debe usar la ropa mientras dure, se ha vestido para
trabajar en el jardín y su aspecto le importa un rábano.
Nunca ha estado realmente enfermo ni un solo día. Carece de nervios. Hay en él mucho del
campesino estólido y basto y esto se mezcla con vetas de melancolía sentimental y raros fulgores de
sensibilidad intuitiva.
El brazo de Tyrone rodea el talle de su mujer cuando ambos vienen de la sala del fondo. Al
entrar, la abraza traviesamente.

TYRONE.

Cuesta abrazarte, Mary, ahora que has aumentado diez kilos.


MARY.
(Sonriéndole afectuosamente.) Di, lisa y llanamente, que he engordado demasiado,
querido. En realidad, debería rebajar de peso.
TYRONE. ¡Nada de eso, señora mía! Estás perfecta. No hablemos de rebajar de peso. ¿Por qué
tomaste un desayuno tan liviano?
MARY.
(Burlona.) ¡Oh! ¿Pretendes que todos se desayunen como tú? Nadie podría devorar un
desayuno como el tuyo sin morirse de una indigestión.
Se adelanta y se detiene a la derecha de la mesa.
TYRONE. (Siguiéndola.) No creo ser tan glotón como dices. (Con sincera satisfacción.) Pero, a
Dios gracia, conservo el apetito y la digestión de un joven de veinte años a pesar de mis
sesenta y cinco.
MARY.
Ya lo creo, James. Nadie podría negarlo. (Ríe y se sienta en el sillón de mimbre que
está a la derecha detrás de la mesa. Su marido se le acerca por detrás, elige un tabaco de
una caja que está sobre la mesa y le corta la punta con un pequeño cercenador. Del comedor
llegan las voces de Edmund y Jamie. Mary vuelve la cabeza hacia allí.) ¿Por qué se habrán
quedado los muchachos en el comedor? Cathleen debe de estar esperando que se vayan para
levantar la mesa.
TYRONE. (Festivamente, pero con un dejo de resentimiento.) Seguramente conspiran y no quieren
que yo los oiga. Apostaría a que urden algún plan para sacarle dinero al viejo.
Mary no contesta y sigue con la cabeza vuelta hacia las voces de sus hijos. Sus manos se
mueven, inquietas, sobre la mesa. Tyrone enciende su tabaco y se sienta en la mecedora,
a la derecha de la mesa, y lanza bocanadas de humo con aire satisfecho.
TYRONE. Nada como el primer tabaco que se fuma después del desayuno, cuando es bueno: y
esta nueva partida de cigarros tiene el sabor suave ideal. Además, son una ganga. Los compré
muy baratos. Fue McGuire quien me los consiguió.
MARY.
(Con cierta acritud.) Supongo que no te habrá endosado al mismo tiempo otra finca.
Sus gangas en materia de propiedades no dan tan buen resultado.
TYRONE. (A la defensiva.) Yo no diría eso, Mary. Después de todo, fue él quien me aconsejó
comprar esa casa de la calle Chestnut y la revendí con una bonita ganancia.


MARY.
(Sonriendo, con burlón afecto.) Lo sé. ¡La famosa oportunidad que no se repite!
Seguramente, McGuire ni siquiera soñó… (Le acaricia la mano.) Perdóname, James. ¿Quién
podría convencerte de que no eres un astuto especulador en bienes raíces?
TYRONE. (Con aire de fastidio.) No hay tal cosa. Pero la tierra es la tierra y es más segura que los
títulos y las acciones de los estafadores de Wall Street. (Con tono conciliador.) Más vale que
no hablemos de negocios tan temprano.
Pausa. Vuelven a oírse las voces de sus hijos y uno de ellos tiene un acceso de tos. Mary
escucha, con aire inquieto. Sus dedos tamborilean nerviosamente sobre la mesa.
MARY.
James, es a Edmund a quien debieras echarle un sermón porque no come lo suficiente.
Apenas ha probado algo fuera del café. Si no come, se debilitará. Se lo repito sin cesar, pero
me contesta, simplemente, que no tiene apetito. Desde luego, un fuerte resfrío de verano lo
vuelve a uno inapetente.
TYRONE.

Sí, es natural. Con que no te inquietes…

MARY.
(Rápidamente.) ¡Oh, no! Sé que Edmund estará repuesto dentro de unos días, si se
cuida. (Como si quisiera descartar el tema, pero sin lograrlo.) Pero es una lástima que se
haya enfermado precisamente ahora.
TYRONE. Sí, es mala suerte. (La mira de soslayo, con inquietud.) Pero no te apenes por eso,
Mary. Recuerda que también tú debes cuidarte.
MARY.

(Rápidamente.) No me apeno. No hay motivo. ¿Por qué lo supones?

TYRONE.

Pues... por nada. En estos últimos días te noté un poco nerviosa.

MARY.
(Con sonrisa forzada.) ¿De veras? Tonterías, querido. Es tu imaginación. (Con aire
repentinamente tenso.) No me observes sin cesar, James. Quiero decir... que eso me irrita los
nervios.
TYRONE. (Poniendo la mano sobre una de las de su esposa, que tamborilea sobre la mesa.)
Vamos, vamos, Mary. Ahora la culpa es de tu imaginación. Sólo te observo para admirar lo
rolliza que estás. (De pronto, un profundo sentimiento imprime emoción a su voz.) No sabes,
querida, qué feliz me siento al verte así, desde que has vuelto a vivir con nosotros. (Se inclina
y la besa impulsivamente; luego, volviéndose, agrega con aire cohibido.) Insiste en esa buena
obra, Mary.


MARY.
(Quien ha apartado la cabeza.) Así lo haré, querido. (Se levanta con aire impaciente y
va hacia las ventanas de la derecha.) Por suerte, la niebla se ha disipado. (Se vuelve.) Esta
mañana me siento malhumorada. Me desveló esa horrible sirena que estuvo sonando durante
toda la noche.
TYRONE. Sí, es como tener una ballena enferma en el patio del fondo. Tampoco a mí me dejó
dormir.
MARY.
(Con aire afectuoso y divertido.) ¿De veras? Tienes una forma extraña de desvelarte.
¡Roncabas de tal modo que no pude distinguir tus ronquidos de la sirena! (Se le acerca,
riendo, y le propina una jovial palmadita en la mejilla.) Ni siquiera diez sirenas bastarían
para despertarte. No tienes nervios. Nunca los tuviste.
TYRONE. (Su vanidad irritada, con tono impertinente.) ¡Tonterías! Siempre exageras al hablar de
mis ronquidos.
MARY.
Si pudieras oírte a ti mismo… (Del comedor llega un estallido de risas. Mary vuelve la
cabeza, sonriente.) ¿De qué se estarán riendo?
TYRONE.

(Con aspereza.) De mí. Lo apostaría. Siempre se ríen a costa del viejo.

MARY.
(Burlona.) Sí. Todos te zaherimos mucho... ¿verdad? (Ríe y agrega, con aire
complacido, de alivio.) Bueno. No sé de qué se ríen, pero me alivia oír reír a Edmund. ¡Ha
estado tan deprimido últimamente!
TYRONE. (Como si no hubiera oído estas últimas palabras, con resentimiento.) Apostaría a que
es alguna broma de Jamie. Ése siempre se está burlando de alguien.
MARY.
Vamos, no empieces a criticar al pobre Jamie, querido. (Sin convicción.) Terminará por
ser un hombre cabal, ya lo verás.
TYRONE.

Pues más vale que empiece pronto. Le falta poco para cumplir los treinta y cuatro años.

MARY.
(Haciendo caso omiso de estas palabras.) ¡Dios mío! ¿Se propondrán los muchachos
quedarse todo el día en el comedor? (Va hacia la puerta de la sala del fondo y grita:) ¡Jamie!
¡Edmund! Vengan aquí y dejen que Cathleen quite la mesa.
Edmund grita: “Ya vamos, mamá.” Mary vuelve a la mesa.
TYRONE.

(Gruñón.) Ya le encontrarás excusas, haga lo que haga.

MARY.

(Sentándose a su lado, le acaricia la mano.) Silencio.


Entran los hijos de ambos, Jamie y Edmund, quienes vienen de la sala del fondo. Ambos
sonríen, ya que los divierte aún lo que los ha hecho reír, y cuando se adelantan miran de
soslayo a su padre y entonces sus sonrisas se acentúan. Jamie, el mayor, tiene treinta y
tres años. Posee el físico del padre, ancho de espaldas y de tórax, mide una pulgada más
de estatura y pesa menos, pero parece más bajo y rechoncho porque le faltan la
prestancia y el donaire de Tyrone. Tampoco tiene la vitalidad de su padre. Se advierten
en él síntomas de prematura desintegración. Su semblante es aún bien parecido, pese a
las huellas de libertinaje, pero nunca ha sido gallardo como el de Tyrone, aunque Jamie
se le parece más que a su madre. Tiene unos hermosos ojos pardos, cuyo color fluctúa
entre el más claro de su progenitor y el más oscuro de los de su madre. Su cabello ralea y
comienza ya a formársele una calvicie como la de Tyrone. Su nariz es distinta de la de
todos los demás miembros de la familia y acentuadamente aguileña. Combinado con su
habitual expresión de cinismo, ese rasgo le imprime a su semblante un aire mefistofélico.
Pero en las raras oportunidades en que sonríe sin sarcasmo, en su personalidad se
advierten los vestigios de un jovial, romántico e irresponsable encanto irlandés, el del
holgazán simpático, dotado de una veta de poesía sentimental, atrayente para las
mujeres y popular entre los hombres. Viste una vieja americana, no tan raída como la de
Tyrone, y cuello y corbata. Su tez blanca está bronceada y ha adquirido una tonalidad
rojiza salpicada de pecas. Edmund tiene diez años menos que su hermano, le lleva untar
de pulgadas de estatura y es flaco y nervioso. Mientras que Jamie sale a su padre y se
parece poco a su progenitora, Edmund recuerda a ambos, pero más a Mary. Sus grandes
ojos oscuros son el rasgo dominante de su alargado y enjuto rostro irlandés. Su boca
acusa la misma hipersensibilidad de la de Mary. Su alta frente es la de su madre, más
acentuada; y su cabello castaño oscuro, que el sol ha decolorado haciéndole rojizo en
las puntas, está bien peinado hacia atrás. Pero su nariz es la paterna y su semblante, de
perfil, recuerda el de Tyrone. Las manos de Edmund evocan de manera visible las de su
madre, con los mismos dedos excepcionalmente largos. Hasta revelan, en menor
proporción, la misma nerviosidad. La semejanza de Edmund y su madre se afirma
precisamente en la extrema sensibilidad nerviosa de ambos. Evidentemente su estado de
salud es malo. Mucho más flaco de lo que debiera estar, tiene los ojos febriles y las
mejillas hundidas. Aunque el sol ha tostado su piel hasta darle un tono oscuro, ostenta
una lividez apergaminada. Viste camisa, cuello y corbata y unos viejos pantalones de
franela, no lleva saco y calza tenis.

MARY.
(Volviéndose hacia él y sonriendo, con tono alegre algo forzado.) Me burlaba de papá,
con motivo de sus ronquidos. (A Tyrone.) Que lo digan los chicos, James. Deben de haberte
oído. No, tú no, Jamie. Te oí roncar en el otro extremo del pasillo, casi tan sonoramente como


tu padre. Eres igual que él. Te duermes apenas tocas la almohada con la cabeza y ni aún diez
sirenas podrían despertarte. (Se interrumpe, bruscamente, al notar que Jamie la mira con
malestar y aire inquisitivo. Su sonrisa se esfuma. Con aire afectado.) ¿Por qué me miras así,
Jamie? (Se lleva nerviosamente las manos al cabello.) ¿Se me ha soltado el cabello? Ahora,
me cuesta peinármelo debidamente. Mi vista está cada vez peor y nunca encuentro mis
espejuelos.
JAMIE.
(Apartando la mirada, con aire culpable.) Tu peinado es perfecto, mamá. Yo sólo
pensaba en lo guapa que estás.
TYRONE. (Jovialmente.) Es precisamente lo que lo decía, Jamie. Está tan insolentemente gorda
que pronto no habrá manera de agarrarla.
EDMUND. Sí, Por cierto que estás esplendida, mamá. (Mary se ha tranquilizado y le sonríe
afectuosamente. Él le guiña el ojo, con aire burlón.) Estoy de acuerdo contigo en cuanto a los
ronquidos de papá. ¡Dios mío! ¡Qué alboroto!
JAMIE.
También yo los oí. (Citando, con el énfasis de un cómico de la legua.) “Es el Moro:
conozco su clarín.” (Su madre y su hermano se ríen.)
TYRONE. (Sarcásticamente.) Si hacen falta mis ronquidos para que recuerdes a Shakespeare en
vez del programa de las carreras, creo que insistiré en el asunto.
MARY.
¡Vamos, James! No seas tan susceptible. (Jamie se encoge de hombros y se sienta a la
derecha de su madre.)
EDMUND. (Con irritación.) ¡Sí, papá! ¡Por amor de Dios! ¡Acabamos de desayunarnos! Danos
tregua… ¿quieres?
Se desploma sobre la silla que está a la izquierda de la mesa, junto a su hermano. Su
padre hace caso omiso de él.
MARY.
(Con tono de reconvención.) Tu padre no te reprocha nada. No tienes por qué hacer
causa común siempre con Jamie. Se diría que eres tú quien le lleva diez años de edad.
JAMIE.

(Con fastidio.) ¿A qué viene todo este alboroto? Olvidémoslo.

TYRONE. (Desdeñosamente.) ¡Sí, olvídalo! ¡Olvídalo todo y no afrontes nada! Es una filosofía
adecuada si uno sólo tiene la ambición de…


MARY.
James, cállate. (Rodeándole el hombro con el brazo, zalamera.) Por lo visto, esta
mañana no te has levantado con pie derecho. (A sus hijos, cambiando el tema.) ¿Por qué
hacían muecas cuando entraron? ¿Qué les había hecho gracia?
TYRONE. (En un penoso esfuerzo por mostrar que no es rencoroso.) Sí, revélennos el secreto,
muchachos. Le dije a mamá que seguramente se reían de mí, pero no importa. Ya estoy
acostumbrado.
JAMIE.

(Secamente.) No me mires a mí. Eso le corresponde contarlo a Ed.

EDMUND. (Sonriendo.) Me proponía contártelo anoche, papá, pero se me olvidó. Ayer, cuando salí
a dar una caminata, entré al “bar”…
MARY.

(Inquieta.) Tú no deberías beber ahora, Edmund...

EDMUND. (Como si no la hubiese oído.) ¿Sabes a quién encontré allí con una tremenda
borrachera? Pues a Shaughnessy, el arrendatario de tu granja.
MARY.

(Sonriendo.) ¡Ese hombre horrible! Pero es divertido.

TYRONE. (Ceñudo.) No resulta tan divertido cuando uno es el propietario de su finca. Y es muy
escurridizo y mañoso. ¿De qué se queja ahora, Edmund? Porque, sin duda, se queja de algo.
Seguramente, querrá que le rebajen el arriendo. Le alquilo la granja por una miseria, sólo para
tener a alguien ahí, y no me paga hasta que lo amenazo con el desalojo.
EDMUND. No, no se quejó de nada. Estaba tan satisfecho de la vida que hasta me pagó una copa,
algo virtualmente increíble. Estaba encantado porque había librado una batalla con tu amigo
Harker, el millonario de la Standard Oil, y lo había vencido gloriosamente.
MARY.
(Con divertida consternación.) ¡Oh, Dios mío! James, realmente tendrás que hacer
algo…
TYRONE.

¡Mala suerte para Shaughnessy, de todos modos!

JAMIE.
(Maliciosamente.) Apuesto a que la vez próxima que veas a Harker en el club y lo
saludes con el respeto habitual se hará el desentendido.
EDMUND. Sí. No te considerará un caballero porque albergas a un arrendatario que no se humilla
en presencia de un monarca yanqui.
TYRONE.

Nada de expresiones socialistas. No me interesa escuchar...


MARY.

(Con tacto.) Sigue contando, Edmund.

EDMUND. (Sonriéndole provocativamente a su padre.) Bueno… Como recordarás, papá, el
estanque de Harker está junto a la granja, y Shaughnessy cría cerdos. Según parece, en la
cerca hay una brecha y todos los puercos se han estado bañando en el estanque del millonario,
y su capataz le dijo a Harker que estaba seguro de que Shaughnessy había roto
deliberadamente la cerca para darles un baño gratuito a sus puercos.
MARY.

(Escandalizada y divertida.) ¡Dios mío!

TYRONE. (Con una acritud en que hay un dejo de admiración.) Y estoy seguro de que así lo hizo,
el muy bribón. Sería muy propio de él.
EDMUND. Y por lo tanto, Harker fue personalmente a echarle una reprimenda a Shaughnessy.
(Ríe.) ¡Fue realmente muy estúpido de su parte! Si hiciera falta una prueba de que los
plutócratas que nos gobiernan, y sobre todo los que han heredado su dinero, no son
mentalmente unos gigantes, esto sería categórico.
TYRONE. (Admitiéndolo, irreflexivamente.) Sí, Harker no sería rival para Shaughnessy.
(Transición.) Guárdate tus malditas observaciones anarquistas. No las quiero en mi casa.
(Pero rebosa ávida expectativa.) ¿Qué sucedió?
EDMUND. Las probabilidades de éxito de Harker eran tantas como las que tendría yo con Jack
Johnson. Shaughnessy había bebido unas copas y lo esperaba en la verja para darle la
bienvenida. Me dijo que ni siquiera le dio a Harker la oportunidad de abrir la boca. Comenzó
por gritarle que él no era un esclavo que la Standard Oil pudiera pisotear. Era un rey de
Irlanda, si se le reconocían sus derechos, y la morralla era morralla para él, por más dinero
que le hubiera robado a los pobres.
MARY.

¡Oh, Dios mío! (Pero no puede reprimir la risa.)

EDMUND. Luego acusó a Harker de haber ordenado a su capataz que derribara la cerca para atraer
a los cerdos al estanque y destruirlos. Los pobres puercos, gritó Shaughnessy, habían perecido
de frío. Muchos de ellos se estaban muriendo de neumonía y otros habían enfermado de
cólera por haber bebido aquella agua contaminada. Le dijo a Harker que contrataría a un
abogado para demandarlo por daños y perjuicios. Y concluyó diciendo que su granja debía
soportar a la hiedra venenosa, a las garrapatas, las víboras y las mofetas, pero que era un
hombre honrado y se había trazado un límite y que se lo llevara el diablo si permitía que un
ladrón de la Standard Oil la franqueara. Por lo tanto, le dijo a Harker que tuviera la bondad de


retirar sus sucios pies de sus tierras antes de que le echara el perro encima. ¡Y Harker se fue!
(Él y Jamie ríen.)
MARY.

(Escandalizada, pero riendo.) ¡Dios mío! ¡Qué lengua terrible la de ese hombre!

TYRONE. (Admirativo, impulsivamente.) ¡Qué bribón! ¡Dios mío, no hay modo de vencerlo! (Ríe;
luego se interrumpe bruscamente y frunce el ceño.) ¡El sucio canalla! Es capaz de ponerme en
apuros. Sin duda, le habrás dicho que me enfurecería si…
EDMUND.

Le dije que te encantaría la gran victoria irlandesa, y así es. Déjate de comedias, papá.

TYRONE.

Pues no estoy encantado.

MARY.

(Burlona.) Lo estás, James. ¡Te veo simplemente loco de alegría!

TYRONE.

No, Mary. Una broma es una broma, pero...

EDMUND. Le dije a Shaughnessy que debió recordarle a Harker que, a un millonario de la
Standard Oil, tenía que resultarle muy grato el sabor a cerdo en su agua helada, como detalle
adecuado.
TYRONE. ¡Al diablo con tu ocurrencia! (Frunce el ceño.) ¡No metas en mis asuntos tus
condenados sentimientos socialistas y anarquistas!
EDMUND. Shaughnessy casi se echó a llorar porque no se le había ocurrido decirle eso a Harker,
pero prometió incluirlo en una carta que le está escribiendo, junto con otros insultos que se le
olvidaron. (Él y Jamie ríen.)
TYRONE. ¿De qué te ríes? Eso nada tiene de divertido. ¡Buen hijo eres tú, que ayudas a ese bribón
a meterme en un pleito!
MARY.

Vamos, James, No pierdas la serenidad.

TYRONE. (Volviéndose hacia Jamie.) Y tú eres peor que él, al alentarlo. Supongo que lamentas no
haber estado allí para incitar a Shaughnessy, sugiriéndole insultos más desagradables. Tienes
talento para eso… Sólo para eso.
MARY.

¡James! No hay motivo para que regañes a Jamie.
Jamie se dispone a contestar a su padre con una observación sarcástica, pero se encoge
de hombros.


EDMUND. (Con repentina exasperación.) ¡Oh, papá, por amor de Dios! Si vuelves a empezar con
lo mismo, me voy. (Se levanta de un salto.) De todos modos, dejé arriba mi libro. (Yendo
hacia la sala del frente, con tono disgustado.) ¡Caramba, papá! Creí que te cansarías de
decir… (Desaparece. Tyrone lo sigue con la mirada, irritado.)
MARY.
No debes enojarte con Edmund, James. Recuerda que está enfermo. (Se oye toser a
Edmund mientras sube al primer piso. Mary agrega, nerviosamente.) Un resfrío de verano
vuelve irritable a cualquiera.
JAMIE.

(Sinceramente preocupado.) No es un simple resfrío. Ed está enfermo de cuidado.
Su padre lo mira con severa advertencia, pero Jamie no lo nota.

MARY.
(Volviéndose hacia su hijo, con resentimiento.) ¿Por qué dices eso? ¡Sólo es un resfrío!
¡Eso se nota fácilmente! ¡Tú siempre te imaginas cosas!
TYRONE. (Con otra mirada de advertencia a Jamie, con indiferencia.) Jamie sólo quiso decir que
Edmund podía tener alguna cosita que le agravara el resfrío.
JAMIE.

Claro, mamá. Fue eso lo que quise decir.

TYRONE. El doctor Hardy cree que puede haber pescado un poco de malaria cuando estuvo en el
trópico. Si así fuera, la quinina lo curaría pronto.
MARY.
(Por cuya fisonomía pasa una sombra de desdeñosa hostilidad.) ¡El doctor Hardy! ¡Yo
no le creería una sola palabra aunque me lo jurara sobre una pila de Biblias! Conozco a los
médicos. Todos son iguales. Apelan a cualquier cosa con tal de que uno los consulte a
menudo. (Se interrumpe bruscamente, nerviosísima, al notar que los ojos de su marido y su
hijo están fijos en ella. Se lleva las manos al cabello con espasmódico movimiento y sonríe
forzadamente.) ¿Qué pasa? ¿Qué miran? ¿Mi cabello se ha…?
TYRONE. (Rodeándola con el brazo, con cordialidad culpable y oprimiéndola traviesamente.) Tu
cabello está impecable. Cuanto más sana y gorda, más vanidosa te vuelves. Pronto te pasarás
medio día acicalándote ante el espejo.
MARY.
(Tranquilizada a medias.) En realidad, yo necesitaría unos espejuelos nuevos. Veo tan
mal ahora…
TYRONE.

(Con zalamería irlandesa.) Tus ojos son hermosos y lo sabes muy bien.


La besa. Una modestia tímida y encantadora ilumina el rostro de Mary. De improviso,
sorpresivamente, asoma a su semblante la muchacha de antaño, no un espectro, sino una
parte viva de ella.
MARY.

No seas tonto, James. ¡Y en presencia de Jamie!

TYRONE. ¡Oh! También él te conoce. Sabe que todas esas alharacas con los ojos y el cabello sólo
son para cosechar cumplidos. ¿Eh, Jamie?
JAMIE.
(Cuyo rostro se ha despejado también y en cuya afectuosa sonrisa se nota la juvenil
seducción de antaño.) Sí. Tú no puedes engañarnos, mamá.
MARY.
(ríe. A su voz asoma un canturreo irlandés.) ¡Váyanse a paseo los dos! (Con gravedad
de adolescente.) Pero yo tuve realmente hermoso en mis tiempos… ¿verdad, James?
TYRONE.

¡El más hermoso del mundo!

MARY.
Era de un castaño rojizo poco común y tan largo que me llegaba hasta más abajo de las
rodillas. Seguramente también tú lo recuerdas, Jamie. Sólo al nacer Edmund apareció mi
primera cana. Entonces empezó a blanquearme el cabello. (La expresión adolescente se
esfuma de su rostro.)
TYRONE.

(Con rapidez.)Y así, fue más hermoso que nunca.

MARY.
(Nuevamente con modestia y satisfacción.) Escucha a tu padre, Jamie… ¡después de
treinta y cinco años de vida matrimonial! Por algo es un gran actor… ¿eh? ¿Qué te ha dado,
James? ¿Me lisonjeas por haberme burlado de tus ronquidos? Entonces, retiro todo lo dicho.
Debo de haber oído la sirena. (Ríe y ellos ríen con ella. En brusca transición, Mary adopta un
aire práctico.) Pero no puedo quedarme más tiempo aquí, ni aun para oír cumplidos. Tengo
que hablar con la cocinera, sobre la cena y las compras del día. (Se levanta y suspira, con
jovial exageración.) ¡Bridget es tan perezosa! ¡Y tan taimada! Comienza por hablarme de sus
parientes para que yo no pueda intercalar una sola palabra y regañarla. Bueno, más vale que
lo haga. (Va hacia la puerta de la sala del fondo y vuelve, con aire inquieto.) No debes hacer
trabajar contigo en el jardín a Edmund, Jamie. Recuérdalo. (En su semblante reaparece una
extraña obstinación.) No porque Ed no sea lo bastante robusto… Pero sudaría y su resfrío
podría empeorar.
Se va por la sala del fondo. Tyrone se vuelve hacia su hijo con aire condenatorio.
TYRONE. ¡Estúpido! ¿No tienes sentido común? ¡Lo que hay que evitar, sobre todo, es decir algo
que pueda inquietarla más aún por Edmund!


JAMIE.
(Encogiéndose de hombros.) Si lo prefieres así… Sería mejor que mamá no se siguiera
engañando. Así, su emoción serpa más fuerte cuando tenga que afrontar la verdad. De todos
modos, ya ves que se aturde deliberadamente hablando de un resfrío de verano. Sabe lo que
sucede.
TYRONE.

¿Qué lo sabe? Nadie lo sabe aún.

JAMIE.
Pues yo sí. Acompañé a Edmund el lunes, cuando fue a ver al doctor Hardy. Le oí
aludir a la malaria. Insistió en que era eso. Pero ya no piensa lo mismo. Tú lo sabes tan bien
como yo. Hablaste con el doctor Hardy cuando fuiste ayer al pueblo… ¿verdad?
TYRONE. No pudo decirme nada con seguridad, aún. Me telefoneará hoy, antes de que Edmund lo
visite.
JAMIE.

(Lentamente.) Hardy cree que es una tuberculosis… ¿no es así, papá?

TYRONE.

(De mala gana.) Dijo que podría ser eso.

JAMIE.
(Conmovido, al aflorar su afecto por su hermano.) ¡Pobre muchacho! ¡Qué mala
suerte! (Volviéndose hacia su padre, con aire acusador.) Eso no habría sucedido si lo hubieras
puesto en manos de un médico de verdad cuando se enfermó.
TYRONE.

¿Qué tiene de malo Hardy? Siempre ha sido nuestro médico, aquí.

JAMIE.
¿Qué tiene de malo? ¡Todo! ¡Hasta en este pueblo lo consideran un medicastro! ¡Es un
charlatán vulgar!
TYRONE.

¡Eso es! ¡Desprécialo! ¡Desprecia a todos! ¡Todos son unos impostores para ti!

JAMIE.

(Desdeñosamente.) ¡Hardy sólo cobra un dólar! ¡Por eso lo consideras un buen médico!

TYRONE. (Picado.) ¡Basta! ¡Ahora no estás borracho! No tienes excusa para… (Dominándose, a
la defensiva.) Si quieres decir que no puedo permitirme el lujo de llamar a uno de esos
médicos de alta sociedad que explotan a los veraneantes ricos…
JAMIE.
¿Qué no puedes permitírtelo? Eres uno de los propietarios más importantes de estos
lugares.
TYRONE.

Eso no significa que sea rico. Todo está hipotecado…

JAMIE.
Porque sigues comprando tierra en vez de pagar las hipotecas. ¡Si Edmund fuera uno de
esos sucios terrenos que codicias, pagarías cualquier cosa!


TYRONE. ¡Mentira! ¡Y tus sarcasmos contra el doctor Hardy también son mentiras! Hardy no
viste con refinamiento ni tiene su consultorio en un barrio elegante ni viaja en un automóvil
de lujo. ¡Eso es lo que uno paga cuando desembolsa cinco dólares por la consulta de esos
médicos caros, no su capacidad!
JAMIE.
(Encogiéndose desdeñosamente de hombros.) ¡Oh! Está bien. Pierdo el tiempo al
discutir contigo. No se le pueden quitar las manchas al leopardo.
TYRONE. (Con creciente ira.) No, no se le pueden quitar. Me has enseñado esa lección demasiado
bien. En cuanto a ti, he perdido toda esperanza de que cambies. ¿Te atreves a decirme a mí, a
mí, lo que puedo gastar? ¡No sabes lo que vale un dólar ni lo sabrás nunca! ¡Jamás ahorraste
uno sólo! ¡Al terminar cada temporada, estás sin un centavo! ¡Derrochas tu sueldo semanal en
rameras y en whisky!
JAMIE.

¡Mi sueldo! ¡Dios mío!

TYRONE. Es más de lo que te mereces y no podrías ganártelo de no ser por mí. Si no fueras mi
hijo, ningún empresario te daría un papel, tan desastrosa es tu reputación. ¡Así y todo, tengo
que humillarme y mendigar un papel para ti, diciendo que has cambiado, que ya eres otro,
aunque sé que es mentira!
JAMIE.

Nunca quise ser actor. Tú me obligaste a dedicarme al teatro.

TYRONE. ¡Mientes! No buscaste otra cosa. Confiabas en que yo te conseguiría un empleo y sólo
tengo influencia en el teatro. ¿Dices que te obligué? ¡Sólo querías holgazanear en los bares!
¡Te conformabas con pasarte el resto de tu vida sentado perezosamente y viviendo de mi
dinero! ¡Después de todo lo que gasté para educarte, sólo te hiciste expulsar deshonrosamente
de todas las universidades en que estudiaste!
JAMIE.

¡Oh, por favor! ¡No desentierres esa vieja historia!

TYRONE. El hecho de que debes volver aquí cada verano para vivir de mi dinero no es una vieja
historia.
JAMIE.
Me gano mi alojamiento y mi comida trabajando en el jardín. Así, te ahorro un
jardinero.
TYRONE. ¡Bah! ¡Hay que empujarte hasta para eso! (Su ira merma y se diluye en una fatigada
queja.) Me importaría un rábano si, por lo menos, viera en ti un poco de gratitud. Sólo me lo
agradeces diciéndome que soy un repulsivo avaro, burlándote de mi profesión, burlándote de
todo lo que hay en el mundo… menos de ti mismo.


JAMIE.
(Con una mueca.) Eso no es cierto, papá. Tú no puedes oírme cuando me censuro a mí
mismo, eso es lo que hay.
TYRONE. (Lo mira con aire perplejo y cita, mecánicamente.) “¡Oh, ingratitud, la cizaña más
infame que existe!”
JAMIE.
¡Ya me veía venir ese verso! ¡Dios mío! ¡Cuántos miles de veces…! (Se interrumpe,
fastidiado de la disputa y se encoge de hombros.) Esta bien, papá. Soy un holgazán. Lo que
quieras, con tal que le pongamos término a esta discusión.
TYRONE. (Con indignada exhortación ahora.) ¡Si fueras ambicioso en vez de extravagante! ¡Eres
joven aún y podrías destacarte! ¡Tienes el talento necesario para ser un excelente actor! Lo
tienes todavía. ¡Eres mi hijo!
JAMIE.
(Con Fastidio.) Olvidemos a mi persona. No me interesa el tema. Ni a ti tampoco.
(Tyrone cede. Jamie continúa, incidentalmente:) ¿Por qué empezamos a hablar de esto? ¡Ah!
¡Nos referíamos al doctor Hardy! ¿Cuándo telefoneará por el asunto de Edmund?
TYRONE. Al mediodía. (Pausa. A la defensiva.) Yo no habría podido confiar a Edmund a un
médico mejor. Hardy lo atendió siempre desde niño. Conoce su organismo como nadie. No es
que yo sea tacaño, como quieres darlo a entender. (Con amargura.) ¿Y qué podría hacer por
Edmund el mejor especialista de Estados Unidos, ahora que se ha estropeado deliberadamente
la salud con la vida absurda que lleva desde que lo expulsaron de la universidad? Cuando
estaba aún en la escuela empezó a vivir en forma relajada y a hacer el pisaverde de Broadway
para imitarte, aunque nunca tuvo un organismo como el tuyo para soportar esa existencia. Tú
eres un hombrón sano como yo –o por lo menos lo fuiste a su edad-, pero Edmund siempre ha
sido un manojo de nervios, como su madre. Le previne durante años que su cuerpo no podría
soportarlo, pero no quiso escucharme y ahora ya es demasiado tarde.
JAMIE.

(Con aspereza.) ¿Qué quieres decir? Hablas como si creyeras…

TYRONE. (En un arranque de su conciencia culpable.) ¡No seas estúpido! ¡Sólo quise decir lo
que es claro para todo el mundo! La salud de Edmund está quebrantada y quizá sea un
inválido durante un largo tiempo.
JAMIE.
(Mirándolo absorto y haciendo caso omiso de su explicación.) Sé que los campesinos
irlandeses creen fatal la tuberculosis. Y es probable que así sea cuando se vive en una
casucha, sobre un pantano, pero aquí, con un tratamiento moderno…


TYRONE. ¿Acaso no lo sé? ¿Qué estás disparatando ahí? ¡Y no hables de Irlanda con tu sucia
lengua ni te burles de sus campesinos y casuchas! (Con tono acusador.) ¡Cuanto menos digas
sobre la enfermedad de Edmund, mejor para tu conciencia! ¡Eres más culpable que nadie!
JAMIE.

(Herido.) ¡Eso es mentira! ¡No te lo permito, papá!

TYRONE. ¡Es la verdad! Has ejercido sobre Edmund la peor de las influencias. ¡Mientras crecía,
te admiró como a un héroe! ¡Bonito ejemplo el que le ofreces! ¡Que yo sepa, nunca le diste un
solo consejo que no fuera pésimo! ¡Lo hiciste envejecer prematuramente, atiborrándolo de lo
que crees sabiduría mundana, cuando Edmund era demasiado joven aún para comprender que
tu fracaso en la vida te envenenaba el alma, que para ti todo hombre era un canalla con el
alma en venta y toda mujer que no fuese ramera era una estúpida!
JAMIE.
(A la defensiva, con cansada indiferencia nuevamente.) Bueno, sí. Le expliqué a Ed la
verdad de las cosas, pero sólo cuando vi que había empezado a salir de parrandas y que se
burlaría de mí si intentaba darle buenos consejos, de hacer el papel del hermano mayor. Sólo
hice de él un amigo y fui absolutamente franco, para que aprendiera de mis errores que… (se
encoge de hombros, cínicamente), que si no se puede ser bueno, por lo menos se puede ser
cuidadoso. (Su padre resopla, con desdén. De pronto, Jamie se siente realmente conmovido.)
Tu acusación es absurda, papá. Bien sabes todo lo que significa Ed para mí y la intimidad que
hubo siempre entre nosotros… ¡No la usual entre hermanos! Yo haría cualquier cosa por él.
TYRONE. (Impresionado, ablandándose.) Quizás hayas creído que era para su bien, Jamie. Lo sé.
No digo que lo hayas hecho deliberadamente para causarle daño.
JAMIE.
¡Porque sería una falsedad! ¡Me gustaría ver a alguien que pudiera influir sobre Ed más
de lo que él quiera! Su carácter taciturno le hace creer a la gente que puede manejarlo a su
antojo… ¡Pero Edmund es muy porfiado y sólo hace lo que desea y al diablo con todos los
demás! ¿Acaso tuve algo que ver con las locuras que hizo en estos últimos años… corriendo
mundo como marinero y todas esas cosas? Su vida me parecía estúpida y se lo dije. ¡Ya te
imaginarás que no me divertiría mucho quedarme varado en la América del Sur o vivir en
tugurios mugrientos bebiendo aguardiente barato… ¿verdad? ¡No, gracias! A mí, que me
Broadway y una habitación con baño privado y bares donde sirvan whisky de marca.
TYRONE. ¡Tú y tu Broadway! ¡Eso ha hecho de ti lo que eres! (Con un dejo de orgullo.) Haga lo
que haga Edmund, tiene el valor de seguir adelante y no viene a lloriquearme apenas se queda
sin un centavo.


JAMIE.
(Incitado por los celos.) ¿Acaso no acaba de volver siempre a casa sin dinero? ¿Y qué
ganó con marcharse? ¡Míralo, ahora! (Repentinamente avergonzado.) ¡Dios mío! He dicho
algo repulsivo. No fue con intención.
TYRONE. (Resuelve hacer caso omiso de estas palabras.) Edmund ha estado progresando en el
periódico. Creí que había hallado por fin el empleo soñado.
JAMIE.
(Con sarcásticos celos nuevamente.) ¡Un periodicucho de pueblo chico! No sé qué
mentiras te dirán a ti, pero a mí me dicen que es un reportero muy holgazán. Si Ed fuera tu
hijo… (Avergonzado de nuevo.) ¡No, no es verdad! En el periódico se alegran de tenerlo, por
el material especial que les proporciona. Algunos de sus poemas y parodias son muy buenos.
(Nuevamente áspero.) Pero, desde luego, escribiendo esas cosas no llegará a ninguna parte.
(Precipitadamente.) Aunque no cabe duda de que ha empezado bien.
TYRONE. Sí. Ha empezado bien. Tú solías decir que deseabas ser periodista, pero nunca quisiste
empezar desde abajo. Esperabas…
JAMIE.

¡Oh, papá! ¡Por amor de Dios! ¡Déjame en paz!

TYRONE. (Lo mira fijamente, luego aparta la vista y dice, después de una pausa.) ¡Qué mala
suerte el que Edmund se haya enfermado precisamente ahora! No podría haber sucedido en
peor momento para él. (Añade, sin poder ocultar un malestar casi furtivo:) O para tu madre.
Es terrible que eso la trastorne cuando necesita más paz y despreocupación. ¡Estaba tan bien
cuando volvió a casa hace dos meses! (Su voz se hace ronca y trémula.)Eso fue el paraíso
para mí. Esta casa volvió a ser un hogar. Pero no necesito decírtelo, Jamie.
Por primera vez, su hijo lo mira con compresiva simpatía. Se diría que acaba de surgir
entre ambos un sentimiento común en que podría olvidarse su antagonismo.
JAMIE.

(Con dulzura.) Siento lo mismo, papá.

TYRONE. Sí. Esta vez, ya habrás notado qué fuerte y segura de sí misma está. Es una mujer
totalmente distinta. Domina sus nervios… o por lo menos los dominada hasta que Edmund se
enfermó. Ahora, se adivinan la tensión y el miedo que reprime. Ojalá pudiéramos ocultarle la
verdad, pero eso será imposible si hay que mandar a Ed a un sanatorio. Para agravar la
situación el padre de Mary murió de tuberculosis. Ella lo adoraba y no lo ha olvidado. Sí, le
resultará duro. ¡Pero puede lograrlo! ¡Ahora tiene la voluntad necesaria! ¡Debemos ayudarla
en todas las formas posibles, Jamie!
JAMIE.
(Conmovido.) Naturalmente, papá. (Vacilante.) Salvo los nervios, parece estar muy bien
esta mañana.


TYRONE. (Con sincera confianza ahora.) Nunca estuvo mejor. Rebosa alegría y malicia. (De
improviso, frunce recelosamente el ceño, mirando a Jamie.) ¿Por qué dices “parece”? ¿Por
qué no ha de estar muy bien? ¿Qué diablos quieres insinuar?
JAMIE.
¡No me acoses! Caramba, papá… En un asunto de esta índole debiéramos poder hablar
con franqueza y sin reñir.
TYRONE.

Perdona, Jamie… (Con voz tensa.) Pero, vamos… Dime…

JAMIE.
Nada tengo que decirte. Me equivocaba. Sólo me refería a está última noche. Bueno, ya
sabes cómo son las cosas. No puedo olvidar el pasado. Ni reprimir mis sospechas. Como tú.
(Con amargura.) ¡Eso es lo tremendo! ¡Y por eso resulta tremendo para mamá! Ella nota que
la observamos…
TYRONE.

(Sombríamente.) Lo sé. (Con tensión.) Bueno. ¿Y qué? ¿No puedes hablar claro?

JAMIE.
Te digo que no hay nada. Es sólo mi maldita estupidez. Hoy desperté a las tres de la
mañana y la oí caminar por el cuarto de los huéspedes. Luego fue al baño. Simulé dormir.
Mamá se detuvo en el pasillo para escuchar, como si quisiera cerciorarse de que yo dormía.
TYRONE. (Con forzado desdén.) ¡Dios mío! ¿Eso es todo? Ella misma me dijo que la sirena la
había desvelado y que, desde que Edmund se enfermó, se pasaba las noches en un ir y venir
para ver cómo seguía.
JAMIE.
(Con vehemencia.) Sí, es cierto. Se detenía a escuchar junto a su puerta. (Vacilando de
nuevo.) Lo que me asustó fue que había ido al cuarto de los huéspedes. Recordé que, cuando
empieza a dormir sola allí, eso indica siempre que…
TYRONE. ¡Pues esta vez no es así! Y se explica fácilmente. ¿Adónde podía huir de mis ronquidos
anoche? (Se abandona a un arranque de resentimiento e ira.) ¡Dios mío! ¡No comprendo
cómo puedes vivir, con un cerebro que sólo ve los peores móviles detrás de todo!
JAMIE.
(Picado.) ¡No me vengas con ésas! Sólo dije que me equivocaba. ¿No crees que eso me
alegra tanto como a ti?
TYRONE. (Apaciguador.) Estoy seguro de que es como dices, Jamie. (Pausa. Su expresión se
vuelve sombría. Habla lentamente, con supersticioso terror.) Sería como una maldición de la
cual no puede escapar si la preocupación por Edmund… Fue durante su larga enfermedad,
después de nacer Ed, cuando ella por primera vez…
JAMIE.

¡Mamá nada tuvo que ver con eso!


TYRONE.

(Mordaz.) Entonces… ¿a quién culpas? ¿A Edmund, por haber nacido?

TYRONE.

¡Estúpido! ¡Nadie tuvo la culpa!

JAMIE.
¡El culpable fue ese médico bribón! ¡A juzgar por lo que dice mamá era un vulgar
charlatán como Hardy! Tú no quisiste pagarle un médico de primera…
TYRONE. ¡Mientes! (Furiosamente.) ¡Con que yo tengo la culpa! Es ahí adonde quieres ir a
parar… ¿no es eso? ¡Haragán maligno!
JAMIE.
(Con tono de advertencia, al oír a su madre en el comedor.) ¡Sssst! (Tyrone se levanta
presurosamente y va a mirar por las ventanas de la derecha. Jamie cambia por completo de
tono.) Bueno. Si hay que recortar el seto del frente, más vale que empecemos ya.
Entra Mary, quien viene de la habitación del fondo. Mira a ambos rápidamente y aire de
sospecha. Sus gestos son nerviosos y afectados.
TYRONE. (Apartándose de la ventana, con aplomo de actor.) Sí. La mañana es demasiado
hermosa para quedarse en casa discutiendo. Mira por la ventana, Mary. En el puerto no hay
niebla. Estoy seguro de que la racha de niebla ha terminado.
MARY.
(Acercándosele.) Así lo espero querido. (A Jamie, forzando una sonrisa.) ¿Te oí
insinuar que ibas a trabajar en el seto, Jamie? ¡Es asombroso! ¡Debes de estar muy necesitado
de dinero!
JAMIE.
(Con tono festivo.) ¡Cuándo no! (Le guiña el ojo, mientras mira burlonamente a su
padre.) ¡Espero percibir por lo menos una paga de soldado a fin de semana… para irme de
parranda con eso!
MARY.
(La jovialidad de Jamie no halla eco en ella: sus manos juegan con el delantero de su
vestido.) ¿Sobre qué discutían ustedes?
JAMIE.

(Encogiéndose de hombros.) Sobre lo de siempre.

MARY.

Oí que hablaban de un médico y que tu padre te acusaba de maligno.

JAMIE.
(Rápidamente.) ¡Ah! ¿Eso? Yo repetía que, para mí, el doctor Hardy no es el mejor
médico del mundo.
MARY.
(Sabe que Jamie miente y replica con tono indeciso.) ¡Oh! No, por cierto. Opino lo
mismo. (Cambiando de tema, con sonrisa forzada.)¡Esa Bridget! ¡Pensé que nunca me
libraría de ella! Me dijo todo lo que hay que saber sobre su primo hermano el de la policía de


Saint Louis. (Con nerviosa irritación.) Bueno… Si te disponías a trabajar en el seto… ¿por
qué no vas? (Precipitadamente.) Aprovecha el sol antes de que vuelva la niebla. (Con tono
extraño, como si hablara consigo mismo.) Porque sé que volverá. (De improviso, adivina que
ambos la miran fijamente y dice con nerviosidad, alzando las manos.) O, más bien, lo sabe el
reumatismo de mis manos. Es mejor profeta del tiempo que tú, James. (Contempla absorta
sus manos con fascinada repulsión.) ¡Oh! ¡Qué feas están! ¿Quién podría creer que fueron
hermosas? (Ellos la miran, absortos a su vez, con creciente temor.)
TYRONE. (Le toma las manos y se las hace bajar, con dulzura.) Vamos, vamos, Mary. Déjate de
tonterías. Son las manos más encantadoras del mundo. (Ella sonríe, su rostro se ilumina y lo
besa con gratitud. Él se vuelve hacia su hijo.) Andando, Jamie. Tu madre tiene razón al
regañarnos. La manera de empezar a trabajar es empezando a trabajar. El ardiente sol te hará
rebajar, sudando, un poco de esa grasa del vientre.
Abre la puerta metálica, sale al porche y baja por una escalinata al jardín. Jamie se
levanta, se quita el saco y va hacia la puerta. En el umbral se vuelve, pero evita mirar a
su madre y ella tampoco lo mira.
JAMIE.
(Con torpe e inquieta ternura.) ¡Todos nos enorgullecemos tanto de ti, mamá! ¡Nos
haces tan felices! (Ella se vuelve rígida y lo mira con asustado desafío. Él continúa, con tono
vacilante.) Pero debes tener cuidado aún. ¡Y no inquietarte tanto por Edmund! Se curará.
MARY.
(Con terca mirada de resentimiento.) Claro que se curará. Y no sé qué quieres insinuar
al decirme que tenga cuidado…
JAMIE.

(Herido, encogiéndose de hombros.) Está bien, mamá. Lamento haber hablado.
Sale al porche. Ella espera, rígida, hasta que él desaparece. Luego se deja caer en la
silla que ha ocupado Jamie. Su semblante revela una asustada desesperación y sus
manos vagabundean por la mesa, moviendo sin objeto las cosas. Oye bajar a Edmundo.
Cuando va a llegar al pie de la escalera, éste tiene un acceso de tos. Ella se levanta de
un salto, como si quisiera huir de ese sonido, y va rápidamente hacia la ventana de la
derecha. Mira afuera, aparentemente serena, cuando él viene de la sala del frente, con un
libro en la mano. Mary se vuelve hacia él. En sus labios hay una sonrisa maternal de
bienvenida.

MARY.

¡Ah! ¿Eres tú? Iba a subir a verte.

EDMUND.

Esperé a que ellos salieran. No quiero mezclarme en discusiones. Me siento muy mal.


MARY.
(Casi con resentimiento.) ¡Oh, estoy segura de que exageras! ¡Eres tan niño! Te gusta
inquietarnos para que nos preocupemos por ti. (Precipitadamente.) Sólo me burlo, querido.
Comprendo lo mal que debes de sentirte. Pero hoy estás mejor… ¿verdad? (Inquieta,
tomándolo del brazo.) De todos modos, te noto demasiado flaco. Necesitas descansar todo lo
posible. Siéntate y te pondré cómodo. (Edmund se sienta en la mecedora y su madre le coloca
un almohadón detrás de la espalda.) Eso es. ¿Qué tal, ahora?
EDMUND.

Magnífico. Gracias, mamá.

MARY.
(Besándolo, tiernamente.) Sólo necesitas que tu madre te cuide. Grande y todo sigues
siendo el niño de la familia… ¿sabes?
EDMUND. (Tomándole la mano, con profunda seriedad.) No pienses en mí. ¡Cuídate tú! Eso es lo
que importa.
MARY.
(Rehuyendo sus ojos.)¡Pero si me cuido, querido! (Con risa forzada.) ¡Dios mío! ¿No
ves cómo he engordado? Tendré que ensanchar todos mis vestidos. (Se vuelve y va hacia las
ventanas de la derecha. Ensaya un tono frívolo y festivo.) Han empezado a recortar el seto.
¡Pobre Jamie! ¡Cómo le fastidia trabajar en el frente de la casa donde todos los que pasan
pueden verlo! Ahí van los Chattfield en su Mercedes nuevo. Hermoso automóvil… ¿verdad?
No como nuestro Packard de segunda mano. ¡Pobre Jamie! Se ha agachado debajo del seto
para que no lo vean. Los Chattfield saludan a tu padre y él les contesta como si se levantara el
telón y saliera a recibir los aplausos. Viste ese sucio y viejo traje que he tratado tanto de
hacerle abandonar. (En su voz se percibe amargura.) James debiera tener más amor propio y
no dar espectáculos.
EDMUND. Papá hace bien al no preocuparse de la opinión ajena. Y Jamie es un estúpido al darles
importancia a los Chattfield. ¡Por amor de Dios! ¿Quién ha oído hablar de ellos fuera de este
pueblucho?
MARY.
(Con satisfacción.) Nadie. Tienes muchísima razón, Edmund. Son unas ranas grandes
en un charco chico. Jamie es un tonto. (Se interrumpe mientras mira por la ventana, y luego
prosigue con un dejo de solitario anhelo.) Con todo, los Chattfield y toda la gente como ellos
significan algo. Poseen casas decentes de las cuales no tienen por qué avergonzarse. Y amigos
a quienes agasajan y que los agasajan a ellos. No viven aislados de todo el mundo. (Se aparta
de la ventana.)Y no porque me interesen. Siempre he odiado a este pueblo y sus pobladores.
Tú lo sabes. Yo no quería vivir aquí, pero a tu padre le gustó la localidad e insistió en edificar
esta casa y ahora tengo que venir todos los veranos.


EDMUND. Bueno… Es preferible a pasarlos en un hotel de Nueva York… ¿verdad? Y este pueblo
no es tan malo. Me gusta bastante. Será porque es el único hogar que hemos tenido.
MARY.
Esta casa nunca me pareció un hogar. Fue un fracaso desde el principio. Todo se hizo
con el menor dinero posible. Tu padre nunca quiso gastar lo necesario para ponerla en
condiciones. Más vale que no invitemos a los amigos aquí. Me avergonzaría que franquearan
nuestro umbral. Pero James siempre aborreció a los amigos de la familia. Le fastidia visitar a
la gente o recibirla. Sólo le gusta codearse con hombres en el club o en algún bar. Jamie y tú
son como él, pero no tienen la culpa. Nunca tuvieron oportunidad de conocer aquí a gente
decente. No serían los mismos si hubiesen tratado a muchachas buenas, en vez de
vagabundear con… Nunca se habrían deshonrado así, tanto que ningún padre respetable le
permite a su hija que salga con ustedes.
EDMUND. (Con irritación.)¡Ay, mamá! ¡Olvida eso! ¿A quién le importa? Además, Jamie y yo nos
moriríamos de aburrimiento. Y en cuanto al viejo… ¿para qué hablar? No podemos
cambiarlo.
MARY.
(Reprochándole de un modo mecánico sus palabras.) No llames viejo a tu padre. Sé
más respetuoso. (Con tristeza.) Comprendo que es inútil hablar. Pero a veces me siento tan
sola...
EDMUND. De todos modos, debes ser justa. Quizás la culpa, al principio, haya sido sólo de papá,
pero ya sabes que después, aunque él lo hubiese aceptado, no habríamos podido recibir gente
aquí… (Vacila, con aire culpable.) Quiero decir… que tú no la habrías querido recibir.
MARY.
(Con sobresalto, mientras sus labios se estremecen lastimeramente.) No digas eso. Me
duele mucho que me lo recuerdes
EDMUND. ¡No lo tomes así! ¡Por favor, mamá! Estoy tratando de ayudarte. Porque no conviene
que lo olvides. Debes recordar. Para estar en guardia. Ya sabes qué pasó. (Lastimeramente.)
¡Dios mío! Comprenderás que sufro al recordártelo. Lo hago porque ha sido maravilloso verte
en casa así y sería terrible…
MARY.
(Acongojada.) ¡Por favor, querido! Ya sé que tienes las mejores intenciones, pero... (En
su voz reaparece un malestar con el que pretende protegerse.) No comprendo por qué dices
de pronto esas cosas. ¿Por qué se te ocurren hoy?
EDMUND.

(Evasivamente.) Por nada. Será porque me siento desdichado y triste.

MARY.

Dime la verdad. ¿A qué viene esa repentina desconfianza?


EDMUND.

¡No hay tal cosa!

MARY.

¡Oh, sí! Lo adivino. Tu padre y Jamie también desconfían de mí… sobre todo, Jamie.

EDMUND.

Vamos. No empieces a imaginarte cosas, mamá.

MARY.
(Sus manos se mueven nerviosamente.) La vida se hace mucho más penosa cuando una
vive en esta atmósfera de constantes sospechas, sabiendo que todos me espían y que nadie
confía en mí.
EDMUND.

¡Eso es absurdo, mamá! Todos confiamos en ti.

MARY.
Si por lo menos tuviese adonde irme por un día o siquiera por una tarde, una amiga con
quien hablar… no de nada serio… sino simplemente reír y charlar y olvidar por algún
tiempo… alguien que no fuera esa criada… ¡esa estúpida Cathleen!
EDMUND.

(Se levanta, inquieto, y la rodea con el brazo.) Basta, mamá. Te excitas sin motivo.

MARY.
Tu padre sale. Se encuentra con sus amigos en el bar o el club. Tú y Jamie también
tienen amigos y salen. Pero yo estoy sola. Siempre he estado sola.
EDMUND. (Con tono tranquilizador.) ¡Vamos! Bien sabes que eso no es verdad. Alguno de
nosotros se queda siempre contigo o te acompaña en el automóvil cuando sales de paseo.
MARY.
(Con amargura.) ¡Porque temen dejarme sola! (Volviéndose, con aspereza.) Insisto en
que me digas por qué obras así esta mañana… por qué te creíste en el deber de recordarme…
EDMUND. (Vacila y se desahoga, con aire culpable.) Es algo estúpido. Yo no dormía anoche
cuando entraste a mi cuarto. No volviste al que compartes con papá y pasaste el resto de la
noche en el cuarto de los huéspedes.
MARY.
¡Porque los ronquidos de tu padre me enloquecían! ¡Por amor de Dios! ¿Acaso no he
dormido a menudo en el cuarto de los huéspedes? (Con amargura.) Pero ya comprendo qué
pensaste. Fue entonces cuando…
EDMUND.

(Con exagerada vehemencia.) ¡No pensé nada!

MARY.

¡Con que fingiste dormir para espiarme!

EDMUND. ¡No! ¡Lo hice porque te ibas a inquietar si descubrías que tenía fiebre y no podía
conciliar el sueño!


MARY.

Sin duda, también Jamie fingía dormir y tu padre…

EDMUND.

¡Basta, mamá!

MARY.
¡Oh, no puedo soportar, Edmund, que hasta tú…! (Se lleva nerviosamente las manos al
cabellos para acariciárselo con su gesto usual, distraído y ausente. De improviso, una
extraña vengatividad se insinúa en su voz.) ¡Bien merecido lo tendrían ustedes si fuera cierto!
EDMUND.

¡Mamá! ¡No digas eso! Hablas así cuando...

MARY.
¡Basta de sospechas! ¡Por favor, querido! ¡Me hieres! ¡No podía dormirme porque
pensaba en ti! ¡Ésa es la verdadera razón! Vivo tan preocupada desde que te enfermaste…
Lo ciñe con los brazos y lo estrecha contra sí, con temerosa y protectora ternura.
EDMUND.

(Con tono tranquilizador.)¡Qué tontería! Bien sabes que sólo es un resfrío rebelde.

MARY.

¡Sí, naturalmente! ¡Lo sé!

EDMUND. Pero escúchame, mamá. Prométeme que, aunque resulte algo peor, pensarás que me
curaré pronto, sin vivir enferma de inquietud y seguirás cuidándote…
MARY.
(Con temor.) ¡No quiero escucharte cuando dices tonterías! ¡No tienes por qué hablar
como si esperaras algo horrible! Claro que te lo prometo. ¡Te doy mi palabra de honor! (Con
triste amargura.) Pero, sin duda, recordarás que ya la di otras veces.
EDMUND.

¡No!

MARY.
(Su amargura merma hasta trocarse en resignada impotencia.)No te culpo, querido.
¿Cómo podrías evitarlo? (Con aire extraño.) Por eso nos resulta tan duro... No podemos
olvidar...
EDMUND.

(Aferrándola del hombro.) ¡Mamá! ¡Basta!

MARY.
(Con sonrisa forzada.)¡Bueno, querido! ¡Yo no quería ser tan lúgubre! No me hagas
caso. Vamos. Déjame tocarte la cabeza... Pero... ¡si está fresca! Ahora no tienes fiebre.
EDMUND.

¡Olvidar! Eres tú...

MARY.
¡Pero si yo me siento perfectamente, querido! (Dirigiéndole una mirada rápida,
extraña, calculadora, casi astuta.) Sólo que, naturalmente, esta mañana, después de haber
pasado una noche tan mala, estoy cansada y nerviosa. En realidad, debiera dormir hasta la


hora del almuerzo. (Él la mira con instintiva sospecha; luego, avergonzado de sí mismo,
aparta con rapidez los ojos. Ella prosigue, nerviosamente.) ¿Qué harás? ¿Leer aquí? Sería
mucho mejor que tomaras aire y sol. Pero no te acalores, recuérdalo. Para mayor precaución,
ponte un sombrero. (Se interrumpe y lo mira a los ojos. Él rehúye su mirada. Tensa pausa.
Luego Mary habla, con tono burlón.) ¿O temes dejarme sola?
EDMUND. (Torturado.) ¡No! ¡No hables así! Debieras dormir un poco. (Yendo hacia la puerta de
tela metálica, con tono afectadamente jovial.) Bajaré para ayudar a Jamie a pasar el mal rato.
Me gusta tenderme en la sombra y mirarlo trabajar.
Ríe con esfuerzo y ella lo imita. Luego, Edmund sale por el porche y baja la escalinata.
La primera reacción de Mary es de alivio y parece relajarse. Se deja caer sobre uno de
los sillones de mimbre que están detrás de la mesa y echa atrás la cabeza, cerrando los
ojos. Pero, de pronto, su tensión reaparece. Sus ojos se abren, y se inclina hacia delante,
y en un acceso de nervioso pánico comienza una desesperada batalla consigo misma. Sus
largos dedos deformados y con los nudillos hinchados por el reumatismo, tamborilean
sobre los brazos del sillón, impulsados por una insistente vida propia, sin su
consentimiento.


ACTO II
Escena I
El mismo escenario, a la una menos cuarto, aproximadamente. Ahora, el sol no entra por las
ventanas de la derecha. El día es hermoso aún, pero cada vez más sofocante y en el aire se cierne
una leve neblina que atenúa el resplandor del sol.
Edmund, sentado en el sillón que está a la izquierda de la mesa, lee un libro. O mejor dicho
trata de concentrarse en la lectura sin conseguirlo, y se diría que escucha algún ruido del primer
piso. Sus gestos son nerviosamente aprensivos y parece más enfermo que en el acto anterior.
Cathleen, la criada, entra por la sala del fondo. Trae una bandeja con una botella de whisky
de marca, varios vasos para whisky y una jarra con agua helada. Es una robusta campesina
irlandesa de veintitantos años y rostro rubicundo y agradable, cabello negro y ojos azules. Es
amable, ignorante, torpe y de hermética y bien intencionada estupidez. Deja la bandeja sobre la
mesa. Edmund finge estar tan enfrascado en su libro que no lo advierte, pero ella hace caso omiso
de esto.

CATHLEEN. (Con locuaz familiaridad.) Aquí está el whisky. Falta poco para el almuerzo. ¿Llamo a
su padre y al señor Jamie, o lo hará usted?
EDMUND.

(Sin alzar los ojos.) Llámalos tú.

CATHLEEN. Me extraña que su padre no mire su reloj, de vez en cuando. Es el mismo diablo para
atrasar las comidas, y luego Bridget me maldice como si yo tuviera la culpa. Pero el señor
James es un hombre muy guapo, aunque sea viejo. Usted nunca será tan bien parecido… ni
tampoco el señor Jamie. (Ríe.) ¡Apostaría a que el señor Jamie no perdería la oportunidad de
interrumpir el trabajo y beber su whisky si tuviera un reloj!
EDMUND.

(Renuncia a su simulación de no verla y sonríe.) ¡Y ganarías la apuesta!

CATHLEEN. Y también le voy a ganar en esto otro: que usted me manda a llamarlos para poder beber
a escondidas otro trago antes de que vengan.
EDMUND.

Bueno. A decir verdad, no había pensado en eso…

CATHLEEN. ¡Oh, no! ¡Vaya! ¡Lo haría apenas yo saliera!
EDMUND.

Pero ahora que lo sugieres...


CATHLEEN. (De pronto remilgadamente virtuosa.) Nunca le sugeriría a un hombre o a una mujer
que bebiera, señor Edmund. Ciertamente… Eso le causó la muerte a un tío mío, en Irlanda.
(Ablandándose.) Pero se puede beber un poco cuando uno está deprimido o muy resfriado.
EDMUND. Gracias por haberme dado una buena excusa. (Con forzada despreocupación.) Más vale
que llames a mi madre también.
CATHLEEN. ¿Para qué? Siempre viene a comer a tiempo sin que la llame. Tiene un poco de
consideración por la servidumbre.
EDMUND.

Está durmiendo.

CATHLEEN. No dormía cuando terminé mi trabajo arriba. Estaba acostada en el cuarto de los
huéspedes, con los ojos muy abiertos. Dijo que tenía una jaqueca terrible.
EDMUND. (Hace un esfuerzo máximo para mostrar despreocupación.) Bueno. Entonces llama
solamente a papá.
CATHLEEN. (Yendo hacia la puerta de tela metálica y gruñendo, con buen humor:) Por algo estoy
tan derrengada todas las noches. No saldré con este calor para exponerme a una insolación.
Los llamaré desde el porche.
Sale al porche lateral, cerrando con violencia la puerta de tela metálica y va hacia el
porche del frente. Al cabo de un momento, se la oye gritar.
¡Señor Tyrone! ¡Señor Jamie! ¡Ya es hora!
Edmund, cuya mirada fija revela temor, se olvida de su libro y se levanta nerviosamente
de un salto.
EDMUND.

¡Dios mío, qué muchacha!
Toma la botella y se sirve whisky, le agrega agua helada y bebe. Mientras lo hace oye
que alguien entra por la puerta principal. Edmund deja precipitadamente el vaso sobre
la bandeja, vuelve a sentarse y abre su libro. Jamie viene de la sala del frente, con el
saco sobre el brazo. Se ha quitado el cuello y la corbata y los trae en la mano. Se seca el
sudor de la frente con un pañuelo. Edmund alza los ojos como su hubiesen interrumpido
su lectura. Jamie mira la botella y los vasos y sonríe cínicamente.

JAMIE.
Con que bebiendo un trago a escondidas… ¿eh? ¡Basta de comedias, Ed! Como actor,
eres peor que yo.


EDMUND.

(Sonríe.) Sí. Aprovecho la oportunidad para tomarme uno.

JAMIE.
(Poniéndole afectuosamente la mano sobre el hombro.) Más vale así. ¿Por qué habrías
de engañarme? ¿Acaso no somos camaradas?
EDMUND.

No estaba seguro de que fueras tú quien venía.

JAMIE.
Le dije al viejo que consultara su reloj. Yo estaba a mitad de camino cuando Cathleen
empezó a cantar. ¡Nuestra alondra salvaje irlandesa! Debió ser anunciador de trenes.
EDMUND. Por eso bebí. ¿Por qué no te tomas también un trago mientras tienes oportunidad de
hacerlo?
JAMIE.
En eso estaba pensando. (Va rápidamente hacia la ventana de la derecha.) Papá estaba
conversando con el viejo capitán Turner. Sí, todavía está en eso. (Vuelve y bebe.) Y ahora,
vamos a ocultarlo a su vista de águila. (Se graba en la memoria el nivel del whisky contenido
en la botella después de cada trago. Ahora calcula dos medidas de agua y las echa en la
botella y la agita.) Asunto arreglado. (Vierte agua en el vaso y lo deja sobre la mesa, junto a
Edmund.) Y ahí tienes el agua que has estado bebiendo.
EDMUND.

¡Bueno! No esperarás engañarlo… ¿verdad?

JAMIE.
Quizá no, pero no podrá probarlo. (Poniéndose el cuello y la corbata.) Espero que el
viejo no olvidará el almuerzo al oírse hablar a sí mismo. Tengo hambre. (Sentándose a la
mesa enfrente a Edmund, con tono irritado.) Por eso me fastidia trabajar en el seto. El viejo
representa una comedia por cada imbécil que pasa.
EDMUND. (Lúgubremente.) ¿Tienes hambre? ¡Afortunado! Como yo me siento, me daría igual no
volver a comer nunca.
JAMIE.
(Mirándolo, con aire preocupado.) Escucha, muchacho. Tú ya me conoces. Nunca te he
echado sermones, pero el doctor Hardy tenía razón cuando te ordenó que suprimieras el
whisky.
EDMUND. ¡Oh! Ya lo haré cuando Hardy me dé la mala noticia esta tarde. Unos sorbos más o
menos, hasta entonces, no tienen importancia.
JAMIE.
(Vacilando, lentamente.) Me alegro que tengas el ánimo preparado para las malas
noticias. Así, la impresión no será tan fuerte. (Nota que Edmund lo mira fijamente.) Quiero
decir que estás enfermo de cuidado y no convendría que te engañaras.


EDMUND. (Nerviosamente.) No me engaño. Me siento muy mal y mis fiebres y escalofríos
nocturnos son algo serio. Creo que la última conjetura del doctor Hardy era exacta. Debe ser
una recaída de esa maldita malaria.
JAMIE.

Quizá, pero no estés demasiado seguro.

EDMUND.

¿Por qué? ¿Qué supones?

JAMIE.
¡Hombre! ¿Cómo quieres que lo sepa? No soy médico. (Con brusquedad.) ¿Dónde está
mamá?
EDMUND.

Arriba.

JAMIE.

(Mirándolo ce un modo penetrante.) ¿Cuándo subió?

EDMUND.

¡Oh! Cuando fui al seto, supongo. Dijo que dormiría un rato.

JAMIE.

Tú no me dijiste…

EDMUND. (A la defensiva.) ¿Para qué? ¿Acaso tenía algo de particular? Estaba cansada. Anoche
durmió mal.
JAMIE.

Lo sé.
Pausa. Ambos evitan mirarse.

EDMUND.

Esa maldita sirena me desveló también.

JAMIE.

Conque mamá se ha pasado arriba toda la mañana… ¿eh? ¿No la has visto?

EDMUND.

No. Estuve leyendo aquí. Quería darle la oportunidad de dormir.

JAMIE.

¿Bajará a almorzar?

EDMUND.

Naturalmente.

JAMIE.
(Con tono seco.) Nada de naturalmente. Quizá no quiera almorzar. O empiece a
almorzar de nuevo sola ahí arriba. No sería la primera vez… ¿verdad?
EDMUND. (Con asustado resentimiento.) ¡Basta Jamie! ¿No se te ocurre algo que no sea…? (Con
tono persuasivo.) Te equivocas al sospechar algo. Cathleen acaba de verla. Mamá no le dijo
que no bajaría a almorzar.


JAMIE.

¿De modo que no dormía?

EDMUND.

No, pero estaba acostada.

JAMIE.

¿En el cuarto de los huéspedes?

EDMUND.

Sí. ¡Por amor de Dios! ¿Qué tiene de particular?

JAMIE.
(Estallando.) ¡Imbécil! ¿Por qué la dejaste sola durante tanto tiempo? ¿Por qué no te
quedaste a su lado?
EDMUND. Porque me acusó… y a ti y a papá… de espiarla continuamente y no confiar en ella. Me
sentí avergonzado. Sé cómo debe dolerle eso. Y me prometió, bajo palabra de honor…
JAMIE.

(Con amarga laxitud.) Debieras saber que eso no significa nada.

EDMUND.

¡Esta vez, sí!

JAMIE.
Lo mismo pensamos las otras veces. (Se inclina sobre la mesa para asirle
afectuosamente el brazo.) Escúchame, Ed. Sé que me crees un cínico canalla, pero recuerda
que conozco mucho mejor este juego que tú. Viniste a descubrir lo que sucedía casi cuando
ingresaste en la universidad. Papá y yo te lo ocultamos. Pero yo lo sabía diez años o más
antes de que nos viéramos obligados a decírtelo. Me conozco el juego a fondo y me preocupó
durante toda la mañana la conducta de mamá anoche, cuando nos creyó dormidos. No pude
pensar en otra cosa. Y ahora veo que consiguió lo que quería: la dejaste sola arriba toda la
mañana.
EDMUND.

¡No hubo tal cosa! ¡Estás loco!

JAMIE.
(Conciliador.) Bueno, Ed. No riñas conmigo. Quiero creer, como tú, que estoy loco. Era
muy feliz porque había empezado a creer realmente que esta vez… (Se interrumpe, mirando
por la sala del frente hacia el vestíbulo. Baja la voz, precipitadamente.) Mamá está bajando.
Tenías razón. Soy una sabandija desconfiada. (Una confiada y temerosa expectación los pone
tensos. Jamie murmura.) ¡Qué diablos! Debí tomar otro whisky.
EDMUND.

Yo también.
Tose nerviosamente y esto le causa un verdadero acceso de tos. Jamie lo mira
rápidamente, con inquieta piedad. Viene Mary de la sala del frente. En el primer
momento no se nota en ella cambio alguno, aunque parece menos nerviosa y se asemeja
más a la persona que vimos por primera vez después del desayuno; pero luego se


advierte que sus ojos brillan más y que hay una extraña despersonalización en su voz y
sus ademanes, como si estuviera un poco alejada de sus palabras y sus actos.
MARY.
(Se acerca con inquietud a Edmund y lo rodea con el brazo.) No debes toser así. Eso te
daña la garganta. No querrás tener dolor de garganta además de tu resfrío. (Lo besa. Edmund
deja de toser y la observa con rápida y aprensiva mirada, pero aunque sus sospechas se
despiertan, su ternura le induce a renunciar a ellas y a creer lo que quiere creer por el
momento. Por su parte Jamie adivina, con una sola mirada escudriñadora, que sus
sospechas son justificadas. Baja la mirada hasta fijarla en el suelo y en su rostro aparece un
amargado y defensivo cinismo. Mary continúa hablando, sentada a medias sobre el brazo del
sillón de Edmund y rodea a su hijo con el brazo, de modo que su rostro está encima y detrás
del de Edmund, quien no puede mirarla en los ojos.) Pero parece que siempre te estoy
sermoneando para que no hagas ni esto ni lo otro. Perdóname, querido. Simplemente, quiero
cuidarte.
EDMUND.

Lo sé, mamá. ¿Y tú? ¿Has descansado bien?

MARY.
Sí. Muy bien. Estuve acostada desde que saliste. Era lo que necesitaba después de una
noche tan mala. Ahora ya no estoy nerviosa.
EDMUND.

¡Cuánto me alegro!

Le acaricia la mano, que Mary ha apoyado sobre su hombro. Jamie mira a su hermano ce una
manera extraña, casi desdeñosa, preguntándose si habla en serio. Edmund no lo nota, pero
su madre, sí.
MARY.
(Con tono forzado, burlón.) ¡Dios mío! ¡Qué compungido estás, Jamie! ¿Qué sucede
ahora?
JAMIE.

(Sin mirarla.) Nada.

MARY.

¡Ah! Olvidé que estás trabajando en el seto. Eso justifica tu melancolía… ¿eh?

JAMIE.

Si quieres creerlo así, mamá…

MARY.
(Con el mismo tono.) Tal es el efecto que eso le causa siempre… ¿verdad? ¡Eres un
niño en el fondo! ¿Verdad que lo es, Edmund?
EDMUND.

Claro. Es un estúpido porque le preocupa la opinión de los demás.


MARY.
(Con tono extraño.) Sí. El único camino es evitar la preocupación. (Advierte que Jamie
la mira con amargura y cambia de tema.) ¿Dónde está tu padre? Oí que Cathleen lo llamaba.
EDMUND. Jamie dice que está charlando con el viejo capitán Turner. Llegará tarde, como de
costumbre.
Jamie se levanta y va hacia las ventanas de la derecha, satisfecho de tener un pretexto
para volverles la espalda.
MARY.
Le he dicho repetidas veces a Cathleen que debe ir a buscarlo adonde esté y decírselo.
¡Qué ocurrencia! ¡Gritar como si esto fuese una vulgar casa de huéspedes!
JAMIE.
(Mirando por la venta.) Cathleen está ahí abajo, ahora. (Sarcásticamente.) ¡Interrumpe
a la célebre Hermosa Voz! Debiera ser más respetuosa.
MARY.
(Con aspereza y dejando traslucir su resentimiento.) ¡Ella, no! ¡Tú! ¡No vuelvas a
burlarte de tu padre! ¡No lo toleraré! ¡Tendrías que enorgullecerte de ser su hijo! Quizá tenga
sus defectos. ¿Quién no los tiene? Pero trabajó de firme toda su vida. ¡Se abrió camino desde
la ignorancia y la pobreza hasta la cumbre de la profesión! Todos los demás lo admiran y tú
tienes menos derecho que nadie a reírte… ¡Tú, que, gracias a él, nunca tuviste que trabajar de
verdad! (Herido, Jamie se ha vuelto y la mira fijamente, con acusadora hostilidad. Los ojos
de Mary vacilan, con aire culpable, y añade, con un tono que empieza a ser conciliador.)
Recuerda que tu padre está envejecido, Jamie, Realmente, debieras tener más consideración.
JAMIE.

¿Soy yo quien debiera tenerla?

EDMUND. (Con malestar.) ¡Oh, basta ya, Jamie! (Su hermano vuelve a mirar por la ventana.) Y
por amor de Dios, mamá… ¿Por qué acosas así a Jamie, de pronto?
MARY.
(Con amargura.) Porque siempre se burla de alguien, siempre busca en todos la peor
debilidad. (En brusca y extraña transición, con tono objetivo e impersonal.) Pero supongo
que la vida lo ha hecho así y él no puede remediarlo. Ninguno de nosotros puede remediar las
cosas que le hace la vida. Están hechas antes de que uno se dé cuenta y esas cosas lo obligan a
hacer otras, hasta que finalmente todo se interpone entre nosotros y lo que quisiéramos ser, y
perdemos para siempre nuestro verdadero yo.
El tono extraño de su madre ha vuelto aprensivo a Edmund. Busca sus ojos, pero ella lo
rehúye. Jamie se vuelve hacia Mary y luego mira de nuevo por la ventana.
JAMIE.
(Con voz sorda.) Tengo hambre. Ojalá venga el viejo. Tiene la desdichada costumbre de
hacernos esperar y luego se enoja porque la comida está fría.


MARY.
(Con resentimiento mecánico y superficial, pero interiormente se mantiene indiferente.)
Sí, eso es muy penoso, Jamie. No te imaginas qué penoso es. Tú no tienes que gobernar una
casa con criados de veraneo a quienes nada les importa porque saben que su empelo es
transitorio. La servidumbre de valía trabaja para gente que tiene un hogar y no una simple
finca de veraneo. Y tu padre ni siquiera está dispuesto a pagar los sueldos que pide lo mejor
de ese personal. Todos los años tengo que luchar con novatos estúpidos y haraganes. Pero ya
me lo has oído decir mil veces. Y también él. Y es inútil. Cree que gastar dinero en una casa
es derrocharlo. Ha vivido demasiado en hoteles. Y nunca en los mejores, naturalmente, sino
en los de segundo orden. No sabe qué es un hogar. Hasta se enorgullece de esta modesta casa.
Le gusta. (Ríe, con una risa desalentada pero divertida.) En realidad, tiene gracia. Es un
hombre extraño.
EDMUND. (Tratando nuevamente de mirarla en los ojos, con malestar.) ¿Por qué divagas así,
mamá?
MARY.
(Fingiendo rápidamente negligencia y dándole una palmadita en la mejilla.) ¡Oh! ¡Por
nada, querido! Tonterías… (Mientras habla entra Cathleen, quien viene de la sala del fondo.)
CATHLEEN. (Con locuacidad.) El almuerzo está listo, señora. Fui en busca del señor Tyrone, como
usted me lo ordenó, y dijo que vendría inmediatamente, pero se ha quedado charlando con ese
hombre, hablándole de la época en que…
MARY.
(Con indiferencia.) Muy bien, Cathleen. Dile a Bridget que lo siento, pero tendrá que
esperar unos minutos a que llegue el señor Tyrone.
Cathleen murmura “Sí, señor” y se va por la sala del fondo, refunfuñando.
JAMIE.

¡Al diablo! ¿Por qué no empezamos a comer sin él? Nos dijo que no lo esperáramos.

MARY.
(Con una sonrisa lejana, divertida.) No hablaba en serio. ¿No lo conoces todavía? ¡Eso
lo haría sufrir tanto!
EDMUND. (Levantándose de un salto, como si le alegrara encontrar un pretexto para irse.)
Trataré de apurarlo. (Sale al porche lateral. Al cabo de un momento, se le oye gritar desde
allí con tono desesperado.) ¡Eh, papá! ¡Ven! ¡No podemos esperarte todo el día!
Mary se ha levantado y sus manos tamborilean con impaciencia sobre la mesa. No mira
a Jamie, pero adivina la mirada de cínica estimación que éste les dirige a su rostro y a
sus manos.
MARY.

(Con aire tenso.) ¿Por qué me miras así?


JAMIE.

Tú lo sabes. (Se vuelve hacia la ventana.)

MARY.

No lo sé.

JAMIE.

¡Oh, por amor de Dios! ¿Esperas engañarme? No soy ciego.

MARY.
(Mirándolo de frente, el rostro contraído nuevamente en una expresión de turbada y
terca negación.) No sé a qué te refieres.
JAMIE.

¿No? ¡Mírate los ojos en el espejo!

EDMUND. (Viene del porche.) Conseguí que papá se pusiera en marcha. Estará aquí dentro de un
momento. (Mira sucesivamente a ambos y su madre rehúye sus ojos. Les pregunta, con
malestar.) ¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa, mamá?
MARY.
(Trastornada por su llegada, se desahoga con culpable excitación nerviosa.) Tu
hermano debiera avergonzarse. Ha estado insinuando no sé qué.
EDMUND.

(Volviéndose hacia Jamie.) ¡Maldito seas!
Da un paso amenazador hacia él. Jamie le vuelve la espalda, encogiéndose de hombros y
mira por la ventana.

MARY.
(Trastornada, aferrando el brazo a Edmund, con excitación.) ¡Basta! ¡Cállate
inmediatamente! ¿Me oyes? ¿Cómo te atreves a usar semejante lenguaje en mi presencia?
(bruscamente, su tono y sus modales vuelven a la modalidad extrañamente impersonal de
antes.) Haces mal en culpar a tu hermano. No puede dejar de ser tal como lo ha hecho el
pasado. Como no puede evitarlo su padre. O tú. O yo.
EDMUND. (Asustado, confiando contra toda lógica.) ¡Jamie miente! ¡Eso es mentira! ¿Verdad,
mamá?
MARY.
(Rehuyendo sus ojos.) ¿Mentira? ¿El qué? Ahora estás hablando con acertijos, como
Jamie. (Sus ojos se encuentran con la mirada acongojada y acusadora de Edmund y
balbucea.) ¡Edmund! ¡No me mires así! (Aparta los ojos de él, vuelve a mostrarse de pronto
extrañamente impersonal y dice, con serenidad.) Tu padre ya está subiendo los escalones.
Tengo que decírselo a Bridget.
Sale por la sala del fondo. Edmund se adelanta lentamente hacia su silla. Parece
enfermo y sin esperanzas.
JAMIE.

(Desde la ventana, sin volverse.) ¿Y bien?


EDMUND. (Negándose aún a reconocer algo ante su hermano con débil desafío.) ¿Y bien, qué?
Eres un embustero. (Jamie vuelve a encogerse de hombros. Se oye cerrarse la puerta de tela
metálica del porche del frente. Edmund dice, con voz sorda.) Ahí está papá. Esperemos que
no le preocupe tanto la botella.
Viene Tyrone de la sala del frente, Se está poniendo el saco.
TYRONE. Lamento haberme demorado. El capitán Turner se detuvo a charlar conmigo y, cuando
empieza a hablar, no hay manera de deshacerse de él.
JAMIE.
(Sin volverse, secamente.) Querrás decir cuando empieza a escuchar. (Su padre lo mira
con aversión y se acerca a la mesa, midiendo con rápida mirada el contenido de la botella,
Jamie lo adivina.) No temas. El nivel de la botella no ha cambiado.
TYRONE. (Cáusticamente.) Yo no lo miraba. ¡Como si eso probara algo, estando tú cerca!
Conozco tus tretas.
EDMUND.

(Apáticamente.) ¿No te oí decir “bebamos”?

TYRONE. (Lo mira, frunciendo el ceño.) Bien está que beba Jamie, después de su duro trabajo de
la mañana. Pero a ti no te convidaré. El doctor Hardy…
EDMUND.

¡Al diablo con Hardy! Un trago no me matará. Me siento… agotado, papá.

TYRONE. (Mirándolo con inquietud y simulando jovialidad.) Bueno, bebe. Vamos a comer y he
comprobado siempre que el buen whisky, tomado con moderación como aperitivo, es el mejor
de los tónicos. (Edmund se levanta cuando su padre le alcanza la botella y se sirve una buena
cantidad de whisky. Tyrone frunce el ceño, con aire admonitorio.) Dije con moderación. (Se
sirve a su vez y le pasa la botella a Jamie, gruñendo.) Hablarte de moderación sería perder el
tiempo. (Haciendo caso omiso de esta observación, Jamie se sirve una respetable cantidad
de whisky. Su padre frunce el ceño y luego, rindiéndose, recupera su aire cordial, alzando el
vaso.) ¡Bueno! ¡Bebo por la salud y la felicidad!
EDMUND.

(Ríe con amargura.) ¡Vaya una broma!

TYRONE.

¿Qué dices?

EDMUND.

Nada. ¡Salud! (Beben.)


TYRONE. (Notando el ambiente.) ¿Qué pasa aquí? Hay una atmósfera tan lúgubre y densa que se
podría cortar con un cuchillo. (Se vuelve con resentimiento hacia Jamie.) Ya conseguiste el
whisky que querías… ¿no es eso? ¿A qué viene ese aire sombrío?
JAMIE.

(Encogiéndose de hombros.) Pronto, tampoco tú tendrás ganas de cantar.

EDMUND.

Cállate, Jamie.

TYRONE. (Con malestar y cambiando de tema.) Creí que el almuerzo estaba listo. Tengo un
hambre de cazador. ¿Dónde está mamá?
MARY.
(Volviendo de la sala del fondo, grita.) ¡Aquí estoy! (Entra. Está excitada y sus
modales son afectados. Cuando habla, mira a todas partes menos a los rostros de los demás.)
Tuve que calmar a Bridget. Está furiosa porque has vuelto tarde de nuevo y no la culpo. Dijo
que si tu almuerzo está reseco de tanto esperar en el horno, lo tienes bien merecido y puedes
tomarlo o dejarlo, como lo prefieras. (Con creciente excitación.)¡Oh! ¡Me cansa y enferma
tanto fingir que esto es un hogar! ¡Tú no quieres ayudarme! ¡No sabes cómo hay que portarse
en un hogar! ¡En realidad, no quieres tenerlo! Nunca lo quisiste… ¡desde el mismo día que
nos casamos! ¡Debiste seguir soltero y vivir en hoteluchos y agasajar a tus amigos en los
bares! (Agrega con tono extraño, como si hablara consigo misma.) Entonces, nada habría
sucedido.
Todos la miran fijamente. Ahora Tyrone sabe. De improviso, se vuelve un viejo cansado,
triste, lleno de amargura. Edmund lo mira y adivina que ya sabe, pero con todo procura
poner en guardia a su madre.
EDMUND.

¡Mamá! ¡No hables más! ¿Por qué no nos vamos a almorzar?

MARY.
(Se sobresalta e inmediatamente vuelve a mostrarse impersonal, poco natural. Hasta
sonríe para sí, de un modo irónicamente divertido.) Sí, soy muy desconsiderada al
desenterrar el pasado, sabiendo que tu padre y Jamie deben de tener hambre. (Rodeando con
el brazo el hombro de Edmund, con aire afectuosamente solícito y al propio tiempo lejano.)
Supongo que no te faltará apetito, querido. Realmente debieras comer más. (Sus ojos se
posan en el vaso que está junto a Edmund y dice con aspereza.) ¿Por qué está ahí ese vaso?
¿Has bebido? ¡Oh! ¿Cómo pudiste cometer semejante estupidez? ¿No sabes que es lo peor
para ti? (Se vuelve hacia Tyrone.) La culpa es tuya, James. ¿Cómo se lo permitiste? ¿Quieres
matarlo? ¿No recuerdas a mi padre? No quiso dejar de beber hasta que quedó fulminado.
¡Decía que los médicos eran unos imbéciles! ¡Creía, como tú, que el whisky es un buen
tónico! (Con repentina mirada de terror, balbucea.) Pero, naturalmente, no hay comparación


posible. No sé por qué… Perdóname que te haya regañado, James. Un traguito no le hará
daño a Edmund. Puede hacerle bien si le da apetito.
Le da una palmadita en la mejilla a Edmund, traviesamente; en sus gestos ha
reaparecido la misma extraña despersonalización. Él aleja la cabeza, con un movimiento
brusco. Mary no parece notarlo, pero se aparta de su hijo instintivamente.
JAMIE.
(Con rudeza, para disimular su tensión nerviosa.) ¡Vámonos a comer, por amor de
Dios! He estado bajo el seto y entre esa maldita tierra toda la mañana. Me he ganado la
comida. (Pasa por detrás de su padre, sin mirar a Mary y toma del hombro a Edmund.)
Vámonos a comer nuestro pienso.
Edmund se levanta, rehuyendo la mirada de su madre. Ambos pasan junto a ella, en
dirección a la sala del fondo.
TYRONE. (Con voz sombría.) Sí, vayan con mamá, muchachos. Me reuniré con ustedes dentro de
un momento.
Pero ellos salen sin esperarla. Mary los sigue con la mirada con aire herido e impotente
y, cuando entran a la sala del fondo, se dispone a seguirlos. Tyrone la mira con ojos
tristes y condenatorios. Mary los siente y se vuelve bruscamente, sin afrontar su mirada.
MARY.
¿Por qué me miras así? (Se lleva nerviosamente las manos al cabello.) ¿Estoy
despeinada? ¡El desvelo de anoche me ha agotado tanto…! Pensé que me convenía pasarme
la mañana acostada. Eché un sueñito que me descansó. Pero estoy segura de que me volví a
peinar cuando desperté. (Con risa forzada.) Aunque como de costumbre, no puedo encontrar
mis espejuelos. (Con aspereza.) ¡Por favor, no me sigas mirando así! Se diría que me estás
acusando. (Suplicante.) ¡James! ¡Tú no comprendes!
TYRONE. (Con sombría ira.) ¡Comprendo que he sido un imbécil al creer en ti! (Se aleja de ella y
se sirve una buena cantidad de whisky.)
MARY.
(Su rostro asume nuevamente una expresión de terco desafío.) No sé qué quieres decir
con eso de “creer en mí”. Sólo he sentido desconfianza y espionaje y sospechas. (Con tono
acusador.) Sé lo que puedo esperar. Esta noche estarás borracho. Bueno, no será la primera
vez... ¿verdad? ¿O será la milésima? (Vuelve a exclamar con tono suplicante.) ¡Oh, James!
¡Por favor! ¡Tú no comprendes! ¡Edmund me inquieta tanto! Temo tanto por él...
TYRONE.

No quiero escuchar tus excusas, Mary.


MARY.
(Herida.) ¿Excusas? ¿Quieres decir que...? ¡Oh, tú no puedes creer eso de mí! ¡No
debes creerlo, Jamie! (Volviendo a refugiarse en su aire extrañamente impersonal, con tono
indiferente.) ¿Entramos a almorzar, querido? Yo no quiero nada, pero sé que tú tienes hambre.
(Tyrone se acerca lentamente a Mary, quien está parada en el umbral. Camina como un viejo.
Cuando llega allí, ella se desahoga, lastimeramente.) ¡James! ¡He hecho tantos esfuerzos!
¡Créeme, por favor…!
TYRONE. (Conmovido contra su voluntad, con aire impotente.) Supongo que lo habrás intentado,
Mary. (Con dolor.) ¡Por amor de Dios! ¿Por qué no tuviste la fuerza necesaria para seguir
adelante?
MARY.
(Cuyo semblante ha vuelto a asumir la misma expresión de terca negación.) No sé de
qué me estás hablado. ¿La fuerza necesaria para qué?
TYRONE.

(Con aire impotente.) Da igual. Ahora es inútil.
Sigue su camino y ella a su lado, hasta que ambos desaparecen por la sala del fondo.

Escena II

El mismo escenario media hora después. Han retirado de la mesa la bandeja con la botella de
whisky. Al levantarse el telón, la familia vuelve de almorzar. Mary es la primera en regresar de la
sala del fondo. Su marido la sigue. No la acompaña como cuando entraron al iniciarse el primer
acto. Elude mirarla o tocarla. En su rostro se advierte un reproche unido a una vieja, cansada e
impotente resignación. Jamie y Edmund lo siguen. Un cinismo autoprotector endurece el semblante
de Jamie. Edmund intenta imitar esta defensa, pero sin éxito. Revela a las claras su aflicción, como
también su enfermedad.
Mary está de nuevo nerviosísima, como si hubiese soportado una tensión excesiva al
almorzar con su familia. Pero al mismo tiempo, en contraste, su fisonomía revela con mayor
claridad ese aire extrañamente impersonal que parece ajeno a sus nervios y a las angustias que los
acosan.


Al entrar, habla: profiere un torrente de palabras que brotan negligentemente, en una rutina
de conversación familiar. Al parecer, no le importa el hecho de que ellos piensen tan poco en lo que
dice como ella misma. Mientras habla, va hacia la izquierda de la mesa y se detiene allí, de frente
al público, hurgando con una mano la pechera del vestido y jugando con la otra sobre la mesa.
Tyrone enciende un tabaco y va hacia la puerta de tela metálica, donde se queda mirando afuera.
Jamie carga su pipa sacando el tabaco de una jarrita que está en lo alto del librero en el doro. La
enciende, mientras mira por la ventana de la derecha. Edmund se sienta junto a la mesa, casi de
espaldas a su madre, para no tener que observarla.

MARY.
Es inútil criticar a Bridget. No escucha. No puedo amenazarla, porque me amenazaría a
su vez con marcharse. Y a veces hace las cosas muy bien. Es una lástima que sólo las haga
precisamente cuando tú llegas tarde, James. Bueno, queda un consuelo: cuando cocina, cuesta
trabajo deducir si está haciendo lo mejor o lo peor que puede. (Se ríe con divertida
abstracción y tono indiferente.) No importa. A Dios gracias, pronto terminará el verano.
Reanudarás tu temporada teatral y podremos volver a los hoteles sucios y a los trenes. Los
odio, pero por lo menos no los considero un hogar y ahí no hay que preocuparse por
administrar una casa. Es absurdo esperar que Bridget o Cathleen obren como si eso fuera un
hogar. Saben que no lo es, lo saben tan bien como nosotros. Nunca lo ha sido ni lo será.
TYRONE.
Con amargura, sin volverse.) No, ahora no podría serlo. Pero lo fue en otros tiempos,
antes de que tú…
MARY.
(Su rostro se contrae instantáneamente, en turbada negación.) ¿Antes de que yo qué?
(Agobiante silencio. Mary continúa, de nuevo con aire impersonal.) No, no. No sé a qué te
refieres, querido, pero no es verdad. Esto nunca fue un hogar. Tú siempre preferiste el club o
un bar. Y para mí, esta casa ha sido siempre tan solitaria como el sucio cuarto de un
hotelucho. En un hogar auténtico, una nunca se siente sola. Olvidas que sé por experiencia lo
que es un hogar. Abandoné uno para casarme contigo… El de mi padre. (Inmediatamente,
movida por una asociación de ideas, se vuelve hacia Edmund, con solícita ternura, pero tan
extrañamente impersonal como antes.) Me inquietas, Edmund. Apenas si has comido. Ésa no
es manera de cuidarte. Está bien que yo tenga apetito. He engordado demasiado. Pero tú
debes comer. (Zalameramente maternal.) Prométeme que lo harás, querido. Por mí.
EDMUND.

(Con voz apagada.) Sí, mamá.

MARY.

(Acariciándole la mejilla mientras él trata de no eludirla.) Así me gusta.
Otra pausa de agobiante silencio. Suena el teléfono del vestíbulo y todos se sobresaltan y
quedan tensos.


TYRONE. Contestaré yo. (Precipitadamente.) McGuire dijo que me telefonearía. (Sale por la sala
del frente.)
MARY.
(Con indiferencia.) McGuire. Debe de tener un su lista otra finca que a nadie se le
ocurriría comprar, salvo a tu padre. Eso ya no tiene importancia, aunque siempre me ha
parecido que James podía permitirse el lujo de seguir comprando propiedades, pero no de
darme un hogar. (Se interrumpe para escuchar, mientras llega desde el vestíbulo la voz de
Tyrone.)
VOZ DE TYRONE.
¡Hola! (Con forzada cordialidad.) ¡Ah! ¿Cómo está, doctor? (Jamie se
aparta de la ventana. Los dedos de Mary tamborilean con más rapidez sobre la mesa. La voz
de Tyrone, al tratar de disimularlo, revela que oye malas noticias.) Comprendo…
(Precipitadamente.) Bueno. Usted ya se lo explicará todo cuando lo vea esta tarde. Sí, ira sin
falta. A las cuatro. Yo pasaré a conversar con usted antes de eso. De todos modos, tengo que ir
al pueblo por unos asuntos. Hasta pronto, doctor.
EDMUND.

(Con voz oprimida.) Al parecer, las noticias no son muy buenas.
Jamie lo observa de soslayo, con piedad; luego, vuelve a mirar por la ventana. La
fisonomía de Mary revela terror y sus manos se mueven nerviosa y distraídamente. Entra
Tyrone. Su tensión resulta evidente al restarle importancia al asunto cuando le habla a
Edmund.

TYRONE.

Era el doctor Hardy. Quiere que vayas a verlo a las cuatro, sin falta.

EDMUND.

¿Qué dijo? Y no porque me importe un cuerno, ahora.

MARY.
(Desahogándose, con excitación.) Yo no le creería aunque lo jurara sobre una pila de
Biblias. No debes darle importancia a nada de lo que diga, Edmund.
TYRONE.

(Con aspereza.) ¡Mary!

MARY.
(Más excitada.) ¡Oh, todos comprendemos porque le tienes simpatía, James! ¡Porque es
un médico barato! Pero, por favor… ¡No trates de convencerme! Conozco muy bien al doctor
Hardy. ¡Es natural que lo conozca después de tantos años! ¡Es un estúpido y un ignorante!
Alguna ley debiera prohibirles el ejercicio de la medicina a los hombres como él. No tiene la
menor idea de lo que es eso… ¡Cuando uno está moribundo y casi demente, Hardy se sienta a
su lado, le toma la mano y le endilga sermones sobre el poder de la voluntad! (Este recuerdo
contrae su rostro en un espasmo de intenso sufrimiento y momentáneamente pierde toda su
cautela. Con amargo odio, añade:) ¡Humilla a la gente deliberadamente¡ ¡La obliga a
suplicarle y la trata como a delincuentes! ¡No entiende nada! Y sin embargo, fue un charlatán


vulgar como él quien te dio por primera vez el medicamento… ¡y sólo supiste de qué se
trataba cuando ya era demasiado tarde! (Apasionadamente.) ¡Odio a los médicos! Son
capaces de cualquier cosa… ¡de cualquier cosa, con tal de que los sigan consultando!
¡Venderían su alma! ¡Y lo que es peor, venderían la nuestra y sólo lo sabríamos al vernos en
el Infierno!
EDMUND.

¡Mamá! ¡Por amor de Dios! No digas más.

TYRONE.

(Con voz quebrantada.) Sí, Mary… No es el momento…

MARY.
(Agobiada de improviso por un quebrantamiento culpable, balbucea.) Yo…
Perdóname, querido. Tienes razón. Ahora es inútil enojarse. (Otra pausa de oprimente
silencio. Cuando Mary vuelve a hablar, su rostro está despejado y sereno, y en su voz y sus
gestos se nota nuevamente la misma extraña despersonalización.) Voy a subir por un
momento. Excúsenme. Tengo que peinarme. (Agrega, sonriendo.) Eso, siempre que pueda
encontrar mis espejuelos. Bajaré inmediatamente.
TYRONE. (Cuando Mary se dispone a franquear el umbral, con tono suplicante y de
reconvención.) ¡Mary!
MARY.

(Volviéndose tranquilamente hacia él.) ¿Qué pasa, querido?

TYRONE.

(Con aire de impotencia.) Nada.

MARY.
(Con extraña sonrisa burlona.) Si desconfías tanto de mí, puedes subir a vigilarme
cuando quieras.
TYRONE. ¡Ah! ¡Si sirviera de algo! Sólo lo postergarías. Y no soy tu carcelero. Esto no es una
prisión.
MARY.
No. Ya sé que lo sigues creyendo un hogar. (Agrega rápidamente, con abstraída
contrición.) Lo siento, querido. No lo dije con amargura. La culpa no es tuya.
Les vuelve la espalda y se va por la sala del fondo. Tyrone y sus hijos guardan silencio.
Aparentemente esperan a que Mary llegue al primer piso para hablar.
JAMIE.

(Con cínica brutalidad.) ¡Otro pinchazo en el brazo!

EDMUND.

(Con irritación.) ¡No hables así!

TYRONE. ¡Sí! ¡Domina tu sucia lengua y tu detestable jerga de vagabundo de Broadway! ¿No
tienes piedad no decencia? (Perdiendo serenidad.) ¡Debiera echarte a puntapiés a la calle!


Pero si lo hiciera, ya sabes perfectamente quien lloraría y rogaría por ti y te buscaría excusas
y se lamentaría hasta que yo te dejara volver.
JAMIE.
(Por cuyo semblante pasa un espasmo de dolor.) ¡Dios mío! ¿Acaso no lo sé? ¡Dices
que no tengo piedad! ¡Siento por ella toda la piedad imaginable! Comprendo la difícil lucha
que debe librar… ¡Más que la tuya! Mi modo de hablar no significa que sea insensible.
Simplemente dije sin ambages lo que todos sabemos y lo debemos volver a soportar ahora.
(Con amargura.) Los tratamientos sólo dan un resultado transitorio. La verdad es que eso no
tiene remedio y que hemos sido unos estúpidos al confiar en que… (Cínicamente.) ¡Nunca
vuelven a ser como antes!
EDMUND. (Con desprecio parodia el cinismo de su hermano.) ¡Nunca vuelven a ser como antes!
¡Todo está contra nosotros! ¡Esto es un juego en que los pobres diablos como nosotros no
podemos ganar! (Desdeñosamente.) ¡Dios mío! ¡Si yo pensara igual que tú!
JAMIE.
(Momentáneamente herido, se encoge de hombros y dice, con tono seco.) Creí que sí.
Tu poesía no es muy alegre. Y tampoco lo son las cosas que lees y afirmas admirar. (Señala el
pequeño estante a la derecha.) Tu favorito del nombre impronunciable, por ejemplo.
EDMUND.

Nietzsche. No sabes de qué estás hablando. No lo has leído.

JAMIE.

¡Lo suficiente para saber que dice un montón de tonterías!

TYRONE. ¡Cállense los dos! No hay mucho que elegir entre la filosofía que aprendiste de los
parásitos de Broadway y la que encontró Edmund en los libros. Ambas están podridas hasta la
médula. Ustedes se han burlado de la religión verdadera, la de la Iglesia Católica… ¡y al
negarla, sólo se han destruido a sí mismo!
Sus hijos lo miran desdeñosamente. Olvidan sus diferencias y se unen contra él en este
punto.
EDMUND.

¡Eso sí es un montón de tonterías, papá!

JAMIE.
Por lo menos, nosotros no fingimos. (Cáusticamente.) No he notado que te hayas
agujereado los pantalones arrodillándote en la misa.
TYRONE. Es cierto que soy un mal católico en la observancia de los ritos, Dios me perdone. ¡Pero
creo! (Con irritación.) ¡Y mientes! ¡Quizá yo no vaya a la iglesia, pero todas las noches y
mañanas de mi vida me arrodillo y rezo!
EDMUND.

(Mordaz.) ¿Rezaste por mamá?


TYRONE.

Sí. Lo hago desde hace muchos años.

EDMUND. Entonces, Nietzsche debe de tener razón. (Cita un pasaje de Así habla Zaratustra.)
“Dios ha muerto: lo mató su piedad por el hombre.”
TYRONE. (Fingiendo no haberlo oído.) Si tu madre hubiera rezado también… No repudió su
religión, pero la olvidó y ya no le quedan fuerzas en el alma para luchar contra la maldición
que la agobia. (Con triste resignación.) Bueno… ¿Qué se gana con hablar? Hemos vivido ya
con esto y ahora tenemos que volver a hacerlo. No hay remedio. (Con amargura.) Pero ojalá
ella no me hubiese dado esperanzas esta vez. ¡Juro que no volveré a confiar!
EDMUND. ¡No debes decir eso, papá! (Con tono desafiante.) ¡Pues yo sí confiaré! Mamá apenas
acaba de empezar. Eso no puede haberla dominado aún. Y podría detenerse. Voy a hablarle.
JAMIE.
(Encogiéndose de hombros.) Ahora, no podrías. Escuchará, pero no escuchará. Estará
aquí, pero no estará aquí. Ya sabes cómo se pone.
TYRONE. Sí, así es como influye sobre ella ese veneno. Desde ahora, cada día volverá a alejarse
de nosotros hasta que, al final de cada noche…
EDMUND. (Acongojado.) ¡Basta, papá! (Se levanta de un salto.) Me voy a vestir. (Con amargura,
al salir.) Haré tanto ruido que mamá no podrá sospechar que la estoy espiando.
Se va por la sala del frente y se le oye subir ruidosamente la escalera.
JAMIE.

(Después de una pausa.) ¿Qué dijo sobre Ed el doctor Hardy?

TYRONE.

(Sombrío.) Lo que suponías. Tuberculosis.

JAMIE.

¡Maldita suerte!

TYRONE.

Dijo que no cabía duda.

JAMIE.

Tendrá que recluirse en un sanatorio.

TYRONE. Sí. Y me dijo Hardy que cuanto antes mejor, tanto para él como para todos los demás.
Afirmó que, dentro de seis meses o un año, Edmund estará curado si obedece sus órdenes.
(Suspirando, con tono lúgubre y resentido.) Nunca imaginé que un hijo mío… Eso no
proviene de mi rama familiar. Todos nosotros tuvimos pulmones fuertes como los de un buey.
JAMIE.

Eso a nadie le importa un cuerno! ¿Acaso quiere mandarlo Hardy?


TYRONE.

Para eso tengo que verlo.

JAMIE.

Bueno. ¡Por amor de Dios, elige un lugar adecuado y no algún sanatorio barato!

TYRONE.

(Picado.) Lo mandaré adonde el médico lo crea preferible.

JAMIE.

Pues no le endilgues a Hardy tu vieja cantinela sobre los impuestos y las hipotecas.

TYRONE.

¡No soy un millonario para derrochar el dinero! ¿Por qué no he de decirle la verdad?

JAMIE.
Porque Hardy supondrá que quieres que elija un lugar barato y porque sabrá que eso no
es verdad… ¡sobre todo cuando se entere de que viste a McGuire y dejaste que ese
comerciante estafador y zalamero te endosara otra propiedad sin valor!
TYRONE.

(Furioso.) ¡No te metas en mis asuntos!

JAMIE.
Se trata de Edmund. Temo que, con tu obsesión de campesino irlandés de que la
tuberculosis es fatal, te parecerá que sería un derroche gastar más si puedes gastar menos.
TYRONE.

¡Embustero!

JAMIE.

Perfectamente. Pruébame que lo soy. Es lo que quiero. Por eso he hablado del asunto.

TYRONE. (Furioso aún.) Tengo muchas esperanzas de que Edmund se cure. ¡Y no menciones con
tu sucia lengua a Irlanda! ¡Bueno eres tú para burlarte de ella, tú que tienes la estampa de
Irlanda en la cara!
JAMIE.
Cuando me la he lavado, no. (Luego, antes de que su padre pueda reaccionar ante este
insulto a la Verde Erin, agrega secamente, encogiéndose de hombros.) Bueno. Ya he dicho
todo lo que tenía que decir. Ahora depende de ti. (Bruscamente.) ¿Qué quieres que haga esta
tarde, ahora que te vas al pueblo? Hice lo que pude en el seto hasta que lo cortes un poco más.
Tú no querrás que lo recorte por ti, lo sé.
TYRONE.

No. Lo estropearías, como lo estropeas todo.

JAMIE.
Entonces, será mejor que me vaya al pueblo con Edmund. La mala noticia, agregada a
lo que ha ocurrido con mamá, podría impresionarlo mucho.
TYRONE. (Olvidando la disputa de ambos.) Sí, Jamie. Acompáñalo. Que no se desmoralice. (Con
tono cáustico.)¡Siempre que puedas hacerlo sin que eso te sirva de pretexto para
emborracharte!


JAMIE.
¿Dónde conseguiría el dinero? Que yo sepa, el whisky todavía se vende, no se regala.
(Va hacia la sala del frente.) Iré a vestirme.
Se detiene en el umbral al ver que su madre viene del vestíbulo y le cede el paso. El brillo
de los ojos de Mary se ha acentuado y sus gestos son más impersonales. Esta
trasformación se intensifica en el curso de la escena.
MARY.
(Distraídamente.) ¿No has visto mis espejuelos en alguna parte, Jamie? (No lo mira. Él
aparta la vista, simulando no haberla oído, pero ella no parece esperar respuesta, se
adelanta y le habla a su marido sin mirarlo.) Tú no los has visto… ¿verdad, James? (A sus
espaldas, Jamie se va por la sala del frente.)
TYRONE.

(Volviéndose para mirar por la puerta de tela metálica.) No, Mary.

MARY.
¿Qué le pasa a Jamie? ¿Has vuelto a meterte con él? No deberías tratarlo con tanto
desprecio. No tiene la culpa. Estoy segura de que, si se hubiese criado en un verdadero hogar,
sería distinto. (Va hacia las ventanas de la derecha y dice, frívolamente.) Como profeta del
tiempo, querido, eres una calamidad. ¡Mira la neblina! Apenas se ve la orilla opuesta.
TYRONE. (Trata de hablar con naturalidad.) Sí, me precipité al decirlo. Temo que tendremos otra
noche de niebla.
MARY.

¡Oh! Hoy no me importa.

TYRONE.

Supongo que no, Mary.

MARY.
(Mirándolo rápidamente, después de una pausa.) No veo que Jamie trabaje en el seto.
Adónde se fue?
TYRONE. Acompañará a Edmund a ver al doctor Hardy. Subió a cambiarse. (Satisfecho de tener
un pretexto para abandonarla.) Más vale que yo haga lo mismo o llegaré tarde a mi cita en el
club.
Da un paso hacia la sala del frente, pero ella, con rápido e impulsivo movimiento, se
adelanta y lo aferra del brazo.
MARY.
(Con acento suplicante.) No te vayas todavía, querido. No quisiera quedarme sola.
(Con precipitación.) Quiero decir que te sobra tiempo. Te actas de poder vestirte en la décima
parte del tiempo que necesitan los muchachos. (Distraídamente.) Quería decirte algo. ¿Qué?
Se me ha olvidado. Me alegro de que Jamie vaya al pueblo. Supongo que no le habrás dado
dinero.


TYRONE.

No.

MARY.
Lo gastaría en bebida y ya sabes qué cosas infames y venenosas se le ocurren cuando
está borracho. No es que me importe nada de lo que haya dicho esta noche, pero siempre
logra irritarte, sobre todo si tú también estás borracho, cosa muy frecuente.
TYRONE.

(Con resentimiento.) No es verdad. Yo nunca me emborracho.

MARY.
(Con burlona indiferencia.) ¡Oh! Ya sé que aguantas muy bien la bebida. Siempre lo
has hecho. A un extraño le costaría trabajo notarlo, pero después de treinta y cinco años de
vida conyugal…
TYRONE. Nunca falté a una sola representación. ¡Eso lo prueba! (Con amargura.) Si me
emborracho, tú no eres la más indicada para reprochármelo. Ningún hombre tuvo más motivo
para hacerlo.
MARY.
¿Motivo? ¿Qué motivo? Siempre bebes demasiado cuando vas al club... ¿no es así?
Sobre todo cuando te encuentras con McGuire. Él se encarga de eso. No creas que te lo echo
en cara, querido. Haz lo que quieras. No me importa.
TYRONE.

Lo sé. (Se vuelve hacia la sala del frente, ansioso de escapar.) Tengo que vestirme.

MARY.
(Se adelanta de nuevo y lo toma del brazo.) No. Espera un poco más, querido, te lo
ruego. Por lo menos, hasta que baje unos de los muchachos. ¡Todos ustedes me abandonarán
tan pronto…!
TYRONE.

(Con amarga tristeza.) Eres tú quien nos abandonas, Mary.

MARY.
No digas tonterías, James, ¿cómo podría hacerlo?... No tendría adonde ir. ¿A quién
visitaría? No tengo amigos.
TYRONE. La culpa es tuya. (Se interrumpe, suspira con aire impotente y dice, persuasivamente.)
Esta tarde puedes hacer algo que te hace bien, Mary. Ve a pasear en el automóvil. Aléjate de la
casa. Toma un poco de sol y de aire. (Herido.) Compré el automóvil para ti. Ya sabes que esos
vehículos no me gustan. Prefiero caminar o tomar el tranvía. (Con creciente resentimiento.)
Lo traje aquí para cuando volvieras del sanatorio. Confié en que te proporcionaría placer y
distracción. Antes paseabas en él todos los días, pero últimamente apenas lo usas. Me costó
mucho dinero, un gasto que no podía permitirme y además está el chofer, a quien debes dar
casa y comida y pagarle un alto sueldo, ya sea que te lleve de paseo o no. (Con amargura.)
¡Un despilfarro! ¡El mismo despilfarro que me mandará al asilo en la vejez! ¿De qué te
sirvió? Lo mismo que tirar el dinero por la ventana.


MARY.
(Con fría calma.) Sí, fue un despilfarro, James. No debiste comprar un automóvil
usado. Te estafaron como te estafan siempre, porque te obstinas en buscar gangas, cosas de
segunda mano.
TYRONE. ¡Es una de las mejores marcas! ¡Todos dicen que es preferible a cualquiera de los
nuevos!
MARY.
(Haciendo caso omiso de estas palabras.) Otro derroche fue contratar a Smithe, quien
sólo es un peón de garaje y nunca ha sido chofer. ¡Oh! Ya sé que su sueldo es inferior al de un
verdadero chofer, pero estoy segura de que lo compensa con los chanchullos que hace con el
garaje en las cuentas pro reparaciones. Al automóvil siempre le pasa algo. Smithe se encarga
de eso.
TYRONE. ¡No lo creo! ¡Smithe no será un elegante lacayo de millonario, pero es honrado! ¡Eres
tan mal pensada como Jamie al sospechar de todo el mundo!
MARY.
No te ofendas, querido. Yo no me ofendí cuando me regalaste el automóvil. Sabía que
no te proponías humillarme y que acostumbrabas hacerlo todo así. Me sentí agradecida y
conmovida. No ignoraba que era un sacrificio para ti comprarlo y eso probó lo mucho que me
amabas, a tu manera, sobre todo porque no podías creer realmente que ero me hiciera algún
bien.
TYRONE. ¡Mary! (Estrechándola repentinamente contra él, con voz desgarrada.) ¡Querida Mary!
¡Por el amor de Dios, por mí y por los muchachos, por ti misma! ¡No sigas!
MARY.
(Balbuceando, con momentáneo azoramiento culpable.) Yo… ¡James! ¡Por favor! (De
inmediato, reaparece su extraña y terca defensa.) No sigas... ¿qué? ¿De qué me hablas?
(Tyrone deja caer el brazo, afligido. Ello lo ciñe con el suyo, impulsivamente.) ¡James! ¡Nos
hemos amado! ¡Nos amaremos siempre! Recordemos solamente eso y no tratemos de
comprender lo incomprensible o de remediar las cosas que no tienen remedio... las cosas que
nos ha hecho la vida y que no podemos disculpar o explicar.
TYRONE.

(Como si no la hubiese oído, con amargura.) ¿Ni siquiera lo intentarás?

MARY.
(Dejando caer los brazos con desaliento y apartándose, con aire impersonal.) ¿El qué?
¿Un paseo en automóvil? Bueno, lo haré si quieres, aunque así me siento más sola que
quedándome aquí. No tengo a quién invitar a pasear y nunca sé adónde puedo hacerme llevar
por Smithe. Si tuviera alguna amiga a quien visitar en su casa para reír y charlar… Pero,
naturalmente, no la hay. Nunca la hubo. (Su aire se vuelve cada vez más impersonal.) ¡En el
convento tenía tantas amigas…! Muchachas cuyas familias vivían en hermosas casas. Solía


visitarlas y ellas me visitaban en el hogar de mi padre. Pero, naturalmente, cuando me casé
con un actor –ya sabes qué concepto tenían de los actores en esos tiempos- muchas de ellas
empezaron a regirme. Y a poco de habernos casado, tuvimos el escándalo de aquella mujer
que fue tu amante y luego te demandó ante los tribunales. Desde entonces, todas mis amigas
me compadecieron o dejaron de tratarme. Odié a las que dejaron de tratarme mucho menos
que a las que me compadecieron.
TYRONE. (Con culpable resentimiento.) ¡Por amor de Dios! No desenterremos lo olvidado ya
desde hace mucho tiempo. Si te remontas tanto en el pasado al empezar la tarde… ¿dónde
estarás esta noche?
MARY.
(Mirándolo, desafiante.) Olvidaba que necesito ir al pueblo. Tengo que comprar algo en
la farmacia.
TYRONE. (Con amargo desprecio.) ¡Siempre de las arreglas para tener un poco de esa cosa y
también más recetas! ¡Espero que acumularás una buena reserva, para que no volvamos a
tener otra noche como aquella en que lo pediste a gritos y saliste corriendo en bata de casa
para tirarte del muelle!
MARY.
(Fingiendo no haberlo oído.) Necesito dentífrico y jabón y crema para la cara…
(Desfallece, lastimeramente.) ¡James! ¡No debes recordármelo! ¡No debes humillarme así!
TYRONE.

(Avergonzado.) Lo siento. ¡Perdóname, Mary!

MARY.
(Nuevamente a la defensiva y con aire impersonal.) Eso no tiene importancia. Nunca
sucedió. Debes de haberlo soñado. (Él la mira absorto, con aire impotente. La voz de Mary
parece alejarse cada vez más.) ¡Yo tenía tanta salud antes de que naciera Edmund…! Tú no
puedes haberlo olvidado, James. Los nervios no me daban que hacer. Incluso viajando contigo
temporada tras temporada, después de dormir semanas enteras en albergues baratos y en
trenes sin coche-cama, de vivir en hoteles sucios y con mala comida y de alumbrar hijos en
habitaciones alquiladas, me conservé sana. Pero el nacimiento de Ed fue la gota que hace
desbordar el vaso. ¡Estuve tan enferma…! Y ese médico del hotel era un charlatán
ignorante… Sólo sabía que yo sentía dolores. Le resultó fácil adormecer el dolor.
TYRONE.

¡Mary! ¡Te lo ruego! ¡Olvidemos el pasado!

MARY.
(Con serenidad extrañamente objetiva.) ¿Por qué? ¿Cómo podría olvidarlo? Todos
intentamos evadirnos de él, pero la vida no nos deja. (Continuando.) Sólo me culpo a mí
misma. Cuando Eugene murió, juré no volver a tener hijos. Yo tuve la culpa de su muerte. Si
no lo hubiese dejado en manos de mi madre para reunirme contigo cuando estabas en gira,


porque escribiste que me echabas de menos y te sentías muy solo, a Jamie no le habrían
permitido entrar en el cuarto del nene, cuando tenía aún el sarampión. (Su rostro se
endurece.) Siempre he creído que lo hizo deliberadamente. Estaba celoso del nene. Lo odiaba.
(Al ver que Tyrone se dispone a protestar.) ¡Oh, ya sé que Jamie sólo tenía siete años! Pero
nunca fue tonto. Le habían advertido que aquello podía causarle la muerte al nene. Lo sabía.
Nunca pude perdonárselo.
TYRONE. (Con amarga tristeza.) ¿Ahora vuelves a lo de Eugene? ¿No puedes dejar que descanse
en paz nuestro hijito muerto?
MARY.
(Como si no lo hubiese oído.) La culpa fue mía. Debí quedarme con Eugene y no
dejarme convencer para que me reuniera contigo, sólo porque te quería. Y sobre todo, no debí
ceder cuando te empeñaste en que tuviéramos otro hijo para reemplazar a Eugene, porque así
esperabas hacerme olvidar su muerte. Sabía por experiencia que los niños, para ser buenos
hijos, tenían que nacer en un hogar, y que las madres, para ser buenas madres, también
necesitaban un hogar. Mientras llevaba en mis entrañas a Edmund, siempre tuve miedo y
preví que iba a suceder algo terrible. Sabía que, al abandonar a Eugene, había demostrado que
no era digna de tener otro hijo y que Dios me castigaría si lo tenía. No debí alumbrar a
Edmund.
TYRONE. (Mirando con inquietud la sala del frente.) ¡Mary! Ten cuidado con lo que dices. Si te
oyera, podría creer que nunca lo quisiste. Bastante mal se siente ya sin…
MARY.
(Con violencia.) ¡Eso es mentira! ¡Yo lo quise! ¡Lo quise más que a nadie en el mundo!
¡Tú no comprendes! Digo que no debí alumbrarlo por su propio bien. Nunca ha sido feliz ni
lo será. Ni sano tampoco. Nació nervioso y demasiado sensible y eso fue por culpa mía. Y
desde entonces ha estado tan enfermo que me acuerdo siempre de Eugene y de mi padre y me
siento tan asustada y culpable. (Dominándose, en transición instantánea a una terca
negativa.) ¡Oh, ya sé que es estúpido imaginar cosas horribles cuando no hay motivo! A fin de
cuentas, todo el mundo tiene resfrío y sale del paso.
Tyrone la mira fijamente y suspira con aire de impotencia. Se vuelve hacia la sala del
frente y ve que Edmund baja por la escalera del vestíbulo.
TYRONE. (Con aspereza, en voz baja.) Ahí está Edmund. ¡Por favor, trata de dominarte! En todo
caso, hasta que se vaya. ¡Eso es lo menos que puedes hacer por él! (Espera, adoptando con
esfuerzo un aire agradablemente paternal. Mary espera asustada, de nuevo con nervioso
pánico, mientras sus manos se mueven con agitación sobre la pechera del vestido y suben
con angustia hasta la garganta y el cabello. Luego, cuando Edmund se acerca a la puerta,
Mary no puede afrontarlo. Va con rapidez hacia las ventanas de la izquierda y mira afuera,


de espaldas a la sala del frente. Entra Edmund. Viste un traje de confección de sarga azul, un
cuello duro alto y corbata y zapatos negros. Tyrone dice, con cordialidad profesional de
actor:) ¡Hombre! Estás muy engalanado. También iré arriba a cambiarme. (Se dispone a
seguir de largo.)
EDMUND. (Secamente.) Un momento, papá. Me fastidia traer a colación temas desagradables, pero
está el problema del viaje. No tengo para el tranvía.
TYRONE. (Iniciando mecánicamente un sermón usual.) Nunca tendrás un centavo mientras no
aprendas el valor de… (Se reprime con aire culpable, contemplando el rostro enfermo de su
hijo con inquietud y piedad.) Pero has estado aprendiendo, muchacho. Trabajaste de firme
antes de enfermarte. Has progresado magníficamente. Estoy orgulloso de ti. (Saca un
pequeño rollo de billetes del bolsillo del pantalón y elige cuidadosamente uno. Edmund lo
toma, lo mira rápidamente y su semblante revela asombro. Su padre vuelve a reaccionar en
su forma usual, sarcásticamente.) Gracias. (Cita.) “Mucho más filoso que el diente de una
serpiente es...”
EDMUND. “...tener un hijo ingrato”. Lo sé. Me he quedado son aliento, papá. He perdido el habla.
Esto no es un dólar. Son diez dólares.
TYRONE. (A quien le causa malestar su propia generosidad.) Póntelos en el bolsillo. Es probable
que te encuentres en el pueblo con algunos de tus amigos y no podrías hacer un buen papel y
mostrarte sociable sin dinero.
EDMUND. ¿Hablas en serio? ¡Caramba! Gracias, papá. (Por un momento, se siente sinceramente
complacido y agradecido; luego, escudriña la fisonomía de su padre con inquietante
sospecha.) Pero… ¿por qué de repente?... (Cínicamente.) ¿Te dijo el doctor Hardy que me
moriría? (Lee en el semblante de Tyrone una profunda amargura.) ¡No! Mi chiste ha sido
detestable, sólo lo dije por broma. (Rodea impulsivamente a su padre con un brazo y lo
abraza con afecto.) Te lo agradezco mucho. ¡Palabra, papá!
TYRONE.

(Conmovido, devolviéndole el abrazo.) No hay de qué, muchacho.

MARY.
(Se vuelve rápidamente hacia ellos, su actitud revela un confuso pánico por el miedo y
la ira que siente.) ¡No lo toleraré! (Golpea el suelo con el pie.) ¿Lo oyes, Edmund? ¡Esas
tonterías morbosas! ¡No toleraré que digas que te vas a morir! ¡Son esos libros que lees, que
sólo contienen tristeza y muerte! ¡Tu padre te los debiera prohibir! ¡Y algunos de los poemas
que has escrito son peores aún! ¡Se diría que no quieres vivir! ¡Un muchacho de tu edad, con
toda la vida por delante! ¡Eso sólo es una “pose”, una “pose” tomada de los libros! ¡En
realidad no estás enfermo ni mucho menos!


TYRONE.

¡Mary! ¡Cállate!

MARY.
(Adoptando inmediatamente un tono impersonal.) Pero, James… ¡Es absurdo que
Edmund esté tan lúgubre y haga tantas alharacas por nada! (Volviéndose hacia Edmund, pero
rehuyendo sus ojos, con burlón afecto.) No te preocupes, querido. Te comprendo. (Se le
acerca.) Quieres que te mimen y te traten con zalamerías y se inquieten por ti… ¿verdad?
¡Eres tan niño aún…! (Lo rodea con el brazo y lo abraza. Edmund se conserva rígido, sin
ceder. La voz de Mary comienza a desfallecer.) Pero te ruego que no te excedas, querido. No
digas cosas horribles. Sé que es estúpido tomarlas en serio, pero no lo puedo remediar. Me
has… ¡me has asustado tanto!... (Desfallece y oculta su rostro contra el hombro de su hijo,
sollozando. Edmund, conmovido contra su voluntad, le acaricia el hombro, con torpe
ternura.)
EDMUND.

No llores, mamá. (Sus ojos se encuentran con los de su padre.)

TYRONE. (Con voz ronca, aferrándose a una esperanza inconsistente.) Quizá si le preguntas a tu
madre lo que quería preguntarle… (Hurga torpemente en busca de su reloj.) ¡Dios mío, qué
tarde es! Tendré que apurarme.
Sale presuroso por la sala del frente. Mary yergue la cabeza. Su aire vuelve a ser
solícitamente maternal. Parece haber olvidado las lágrimas que asoman a sus ojos.
MARY.
¿Cómo te sientes, querido? (Le toca la frente a Edmund.) Tu cabeza está un poco
caliente, pero eso sólo se debe a que estuviste al sol. ¡Tienes mucho mejor aspecto que esta
mañana! (Le toma de la mano.) Ven y siéntate. No te conviene estar de pie tan a menudo.
Debes aprender a ahorrar fuerzas. (Obliga a Edmund a sentarse y se sienta a su lado sobre el
brazo del sillón, rodeándole el hombro con el brazo para que él no pueda ver sus ojos.)
EDMUND.

(Iniciando una exhortación que sabe inútil.) ¡Escúchame, mamá…!

MARY.
(Interrumpiéndolo, rápidamente.) ¡Vamos, vamos! No hables. Acuéstate y descansa.
(Persuasivamente.) ¿Sabes una cosa? ¡Quédate en casa esta tarde y déjame que te cuide! ¡El
viaje al pueblo en ese viejo y sucio tranvía resulta tan agotador en un día caluroso como hoy!
Estoy segura de que te sentirás mucho mejor aquí, conmigo.
EDMUND. (Con voz sorda.) Olvidas que tengo cita con Hardy. (Tratando de reanudar su
exhortación.) Escúchame, mamá…
MARY.
(Rápidamente.) Puedes telefonearle y decirle que no te sientes bien. (Con tono
excitado.) Ir a verlo sería, simplemente, derrochar tiempo y dinero. Sólo te dirá alguna
mentira. Fingirá que el asunto le parece grave porque vive de eso. (Con una risita dura y


sardónica.) ¡Ese viejo imbécil! ¡Lo único que sabe de medicina es mostrarse solemne y
predicar sobre el poder de la voluntad!
EDMUND. (Buscando los ojos de su madre.) ¡Mamá! ¡Escúchame, por favor! ¡Quiero pedirte algo!
Apenas... apenas has empezado. Todavía puedes detenerte. ¡Tienes voluntad! Todos te
ayudaremos. ¡Estoy dispuesto a cualquier cosa! ¿No lo harás, mamá?
MARY.

(Balbuceando, suplicante.) Por favor, no… ¡no hables de cosas que no entiendes!

EDMUND.

(Con voz abatida.) Está bien. Me rindo. Ya sabía que era inútil.

MARY.
(Con turbada negación.) De todos modos, no sé a qué te refieres. Pero sé que debieras
ser el último en… Apenas volví del sanatorio, te enfermaste. El médico que me atendió allí
dijo que yo necesitaba paz y tranquilidad en mi casa, que nada me contrariara y desde
entonces no he hecho más que inquietarme por ti. (Con congoja.) ¡Pero no es una excusa!
Sólo trato de explicarlo. ¡No es una excusa! (Oprimiendo a Edmund contra sí con tono
suplicante.) Prométeme, querido, que no creerás que es una excusa.
EDMUND.

(Con amargura.) ¿Qué otra cosa puedo creer?

MARY.
(Retirando lentamente el brazo, con aire de nuevo lejano e impersonal.) Sí. Supongo
que no podrías dejar de sospecharlo.
EDMUND.

(Avergonzado, pero con amargura aún.) ¿Qué esperabas?

MARY.
Nada, no te culpo. ¿Cómo podrías creerme… si yo no puedo creerme a mí misma?
¡Miento tanto…! En otros tiempos, nunca lo hacía. Ahora tengo que mentir, sobre todo
engañarme. Pero… ¿cómo podrías comprender, si yo misma no lo comprendo? Nunca entendí
nada de eso… aunque hace bastante tiempo descubrí que ya no podía llamar mía ni a mi
propia alma. (Hace una pausa; luego, baja la voz hasta un extraño murmullo confidencial.)
Pero algún día, querido, volveré a encontrarla… algún día cuando estés muy bien y yo te vea
sano y feliz y triunfante y ya no tenga por qué sentirme culpable… algún día en que la Santa
Virgen María me perdone y me devuelva la fe en Su amor y Su piedad que yo tenía en mis
tiempos de convento y pueda volver a rezarle… cuando Ella vea que nadie puede creerme ya
ni por un momento, creerá en mí, y con Su ayuda todo será fácil… Oiré mi propio gemido de
dolor y al mismo tiempo reiré, tan segura me sentiré de mí misma… (Al ver que Edmund
guarda un absoluto silencio, Mary añade, con tristeza.) Naturalmente, tampoco puedes creer
eso. (Se levanta del sillón y va a mirar por las ventanas de la derecha, de espaldas a
Edmund, con indiferencia.) Ahora que lo pienso, tanto da que vayas al pueblo. Olvidé que iba


a dar un paseo en automóvil. Tengo que pasar por la farmacia. Difícilmente querrías
acompañarme allí. ¡Te avergonzarías tanto…!
EDMUND.

(Con voz desgarrada.) ¡Mamá! ¡No vayas!

MARY.
Supongo que compartirás con Jamie esos diez dólares que te dio papá. Ustedes siempre
lo comparten todo… ¿verdad? Como buenos camaradas. Ya sé qué hará Jamie con su parte.
Se emborrachará en algún lugar donde pueda estar con el único tipo de mujer que comprende
o le gusta. (Se vuelve hacia su hijo, suplicando con temor.) ¡Edmund! ¡Prométeme que no
beberás! ¡Es tan peligroso! Ya sabes que el doctor Hardy te dijo…
EDMUND.

(Con amargura.) Yo tenía entendido que Hardy era un viejo imbécil.

MARY.
(Con tono lastimero.) ¡Edmund! (Del vestíbulo llega la vos de Jamie, quien dice:
“Vámonos, Ed”. El aire de Mary vuelve a ser impersonal.) Ve, Edmund, Jamie te espera. (Va
hacia el umbral de la sala del frente.) Ahí baja tu padre, también. (Tyrone grita: “Ven,
Edmund”. Mary besa a su hijo, con impersonal afecto.) Adiós, querido. Si vienes a cenar,
trata de no llegar tarde. Y díselo a tu padre. Ya sabes cómo es Bridget. (Edmund le vuelve la
espalda y sale presurosamente, Tyrone grita desde el vestíbulo: “Hasta luego, Mary”. Y
luego se oye la voz de Jamie: “Hasta luego, mamá”. Ella grita, a su vez.) ¡Hasta luego! (Se
oye que se cierra un pos de ellos la puerta de tela metálica. Mary avanza y se detiene junto a
la mesa, tamborileando con una mano sobre ella y se lleva la otra a la cabeza para
componerse el cabello. Pasea una mirada absorta por la habitación, con ojos asustados y
desamparados y murmura:) ¡Qué sola se siente una aquí! (Su rostro se vuelve duro y exhibe
un amargo desdén por sí misma.) De nuevo te estás mintiendo. Querías librarte de ellos. Su
desprecio y su repulsión no son grata compañía. Te alegras de que se hayan ido. (Ríe, con una
risita desesperada.) Entonces, Madre de Dios… ¿por qué me siento tan sola?


ACTO III

El mismo escenario. Son, poco más o menos, las seis y media de la tarde. En la sala empieza a
oscurecer tempranamente debido a la niebla que llega del Estrecho, semejante a una cortina
blanca que cubriese por fuera las ventanas. Desde un faro que está más allá de la entrada del
puerto, llega a intervalos regulares el ulular de una sirena, que gime como una plañidera ballena
en los dolores del parto; y en el propio puerto se oye el campaneo de advertencia de los yates
anclados allí.
Sobre la mesa está la bandeja con la botella de whisky, los vasos y una jarra con agua
helada, como en la escena que precediera al almuerzo en el acto anterior.
En la escena, Mary y su criada Cathleen, quien está parada a la izquierda de la mesa, con un
vaso vacío en la mano, como si lo hubiera olvidado. Se ve que ha bebido. Su rostro estúpido y
jovial ostenta una sonrisa complacida y lisonjeada. Mary está más pálida y ha hallado refugio y
alivio en un sueño donde la realidad actual sólo es una apariencia que se debe aceptar y desechar
con insensibilidad –hasta con un cruel cinismo- o hacer caso omiso de ella. Por momentos, asoma
en Mary algo juvenil, misteriosamente alegre y libre, como si la hubiesen liberado en espíritu para
volver a ser, simplemente y sin afectación, la colegiala ingenua, feliz y parlanchina de sus tiempos
del convento. Luce el vestido que se pusiera para ir al pueblo, uno sencillo y bastante costoso, que
le sentaría muy bien de no mediar su manera negligente y casi desaliñada de usarlo. Su cabello ya
no está peinado escrupulosamente, sino algo desgreñado y caído a un costado. Le habla a Cathleen
con confiada familiaridad, como si la criada fuese una vieja e íntima amiga. Al levantarse el telón,
Mary está parada junto a la puerta de tela metálica, mirando afuera. Se oye gemir la sirena.

MARY.
(Divertida, con vivacidad de muchacha.) ¡Esa sirena! ¿Verdad que es horrible,
Cathleen?
CATHLEEN. (Con más familiaridad que la usual, pero sin deliberada impertinencia, porque
simpatiza con su ama.) Por cierto que sí, señora. Parece un fantasma que anuncia la muerte de
alguien.
MARY.
(Continúa hablando como si no la hubiese oído. Es casi todo el transcurso del diálogo
siguiente, se adivina que sólo tiene a Cathleen a su lado como pretexto para seguir
hablando.) Hoy no me importa. Anoche me enloquecía. Me quedé desvelada, muy inquieta,
creía que no lo iba a poder soportar.


CATHLEEN. Es de mal agüero. Me asusté muchísimo al volver del pueblo en el automóvil. Creí que
ese feo mono de Smithe se iba a meter en una zanja o iba a chocar contra un árbol. Una no
veía ni siquiera su propia mano. Me alegro de que usted me hiciera sentar detrás, a su lado. Si
hubiese estado delante con ese mono… Smithe no puede quedarse quieto con sus sucias
manos. Basta con darle media oportunidad y ya la está pellizcando a una en la pierna o en
donde usted sabe… Perdone, señora, pero es la verdad.
MARY.

(Soñadora.) Yo no me refería a niebla, Cathleen. En realidad, amo la niebla.

CATHLEEN. Dicen que le hace bien a la piel.
MARY.
Nos oculta del mundo y al mundo de nosotros. Una siente que todo ha cambiado y nada
es lo que parecía ser. Nadie puede encontrarnos ni tocarnos ya.
CATHLEEN. Eso no me importaría tanto si Smithe fuera un hombre guapo, como algunos chóferes
que conozco… digo, siempre que todo fuese una broma, porque soy una muchacha decente,
¡Pero tratándose de un enano contrahecho como ése…! Ya se lo dije: “Supongo que me cree
en apuros para fijarme en un monito como usted.” Ya le advertí que algún día le daría un
golpe de esos que no se olvidan. ¡Y lo haré!
MARY.
Aborrezco la sirena. No la deja a una en paz. Le recuerda algo sin cesar y le hace
advertencia y la llama. (Sonriendo extrañamente.) Pero esta noche no puede hacerlo. Sólo es
un sonido horrible. No me recuerda nada. (Con risa burlona, aniñada.) Salvo, quizá, los
ronquidos del señor Tyrone. ¡Siempre me ha divertido tanto burlarme de él por eso! ¡Siempre
ha roncado, sobre todo después de beber mucho, pero es como un niño, no le gusta
reconocerlo! (Ríe y se acerca a la mesa.) Bueno. Creo que yo también ronco a veces y no me
gusta admitirlo. Por lo tanto, no tengo derecho a burlarme de él… ¿verdad? (Se sienta en la
mecedora, a la derecha de la mesa.)
CATHLEEN. ¡Oh! Claro… Toda la gente sana, ronca. Dicen que es señal de salud. (Con inquietud.)
¿Qué hora es, señora? Tengo que volver a la cocina. La humedad le pone peor el reumatismo
a Bridget y entonces tiene un humor de perros. Me arrancará la cabeza. (Deja su vaso sobre
la mesa y da un paso hacia la sala del fondo.)
MARY.
(En un arranque de aprensión.) No, no te vayas, Cathleen. No quiero quedarme sola
todavía.
CATHLEEN. No se quedará sola durante mucho tiempo. El señor y los muchachos no tardarán en
volver.


MARY.
No creo que regresen para la cena. Tienen un pretexto demasiado bueno para quedarse
en los bares, donde se sienten a sus anchas. (Cathleen la mira absorta, estúpidamente
perpleja, sonriendo.) No te preocupes por Bridget. Le diré que te retuve y podrás llevarle un
buen vaso de whisky cuando te vayas. Entonces, no le importará.
CATHLEEN. (Sonriendo, tranquilizada.) Claro que no, señora. Eso es lo único que la alegra. Ama su
traguito.
MARY.

Toma otro whisky si quieres, Cathleen.

CATHLEEN. No sé si me conviene, señora. Ya he bebido bastante. (Tendiendo la mano hacia la
botella.) Bueno. Puede ser que uno más no me haga daño. (Se sirve.) A su salud, señora.
(Bebe, sin molestarse en agregar agua.)
MARY.
(Soñadora.) En realidad, yo tuve buena salud en otros tiempos, Cathleen. Pero eso fue
hace mucho.
CATHLEEN. (Preocupada de nuevo.) Seguramente el amo notará lo que falta en la botella. Para eso
tiene una vista de águila.
MARY.
(Divertida.) ¡Oh, le haremos la misma treta de Jamie! Simplemente mide varios vasos
de agua y échalos en la botella.
CATHLEEN. (Lo hace y dice, con una risita tonta:) ¡La mitad de todo esto será agua, Dios me
ampere! El señor lo adivinará por el sabor.
MARY.
(Con indiferencia.) No. Cuando vuelva a casa, ya estará demasiado borracho para notar
la diferencia. ¡Cree tener un pretexto magnífico para ahogar sus penas!
CATHLEEN. (Filosóficamente.) Todo hombre cabal tiene su debilidad. No daría un centavo por un
abstemio. Son gente sin nervios. (Estúpidamente perpleja.) ¿Un pretexto magnífico? ¿Se
refiere al señor Edmund, señora? Ya veo que el señor está preocupado por él.
MARY.
(Se vuelve rígida, poniéndose a la defensiva, pero, cosa extraña, se reacción es
mecánica, como si no llegara hasta la verdadera emoción.) No seas tonta, Cathleen. ¿Por qué
habría de estarlo? Un poco de gripe no tiene importancia. Y al señor Tyrone nunca le
preocupa nada, salvo el dinero y sus propiedades y el temor de terminar sus días en la
pobreza. Bueno, quiero decir que todo lo demás nunca le ha preocupado seriamente. Porque
no lo comprende de veras. (Con una risita divertida, afectuosa e impersonal.) Mi marido es
un hombre muy raro, Cathleen.


CATHLEEN. (Con vago resentimiento.) Bueno. De todos modos es un caballero bondadoso y
gallardo, señora. No le dé importancia a sus debilidades.
MARY.
¡Oh, no se las doy! Lo he amado entrañablemente durante treinta y seis años. Eso
prueba que lo sé digno de ser querido, en el fondo, y que no puede dejar de ser como es…
¿verdad?
CATHLEEN. (Algo tranquilizada.) Así es, señora. Quiéralo mucho, porque cualquiera se daría cuenta
de que el señor adora el suelo que usted pisa. (Combatiendo el efecto del último whisky y
tratando de conversar seriamente.) A propósito, señora… ¿cómo se explica que usted nunca
se haya dedicado al teatro?
MARY.
(Con resentimiento.) ¿Yo? ¿Cómo se te ha ocurrido una idea tan absurda? Me criaron
en un hogar respetable y me educaron en el mejor convento del Medio Oeste. Antes de
conocer al señor Tyrone, apenas sospechaba la existencia del teatro. Era una muchacha muy
piadosa. Hasta soñaba con hacerme monja. Nunca sentí el menor deseo de ser actriz.
CATHLEEN. (Sin ambages.) Pues yo no me la imagino monja, señora. Por cierto que nunca la han
visto en el umbral de una iglesia, que Dios la perdone.
MARY.
(Como si no la hubiese oído.) Nunca me sentí cómoda en el teatro. Hasta cuando el
señor Tyrone me indujo a acompañarlo en todas sus giras, tuve poco que ver con la gente de
su compañía o con cualquier persona vinculada a la escena. Y no porque tenga algo contra los
actores. Siempre fueron buenos conmigo y yo con ellos. Pero nunca me sentí a mis anchas a
su lado. Su vida no es mi vida. Siempre se ha interpuesto entre mí y… (Levantándose, con
brusquedad.) Pero no hablemos de cosas del pasado que ya no tienen remedio. (Va hacia la
puerta del porche y mira afuera.) ¡Qué densa es la niebla! No veo el camino. Podría pasar
toda la gente del mundo y no lo sabría. Ojalá fuera siempre así. Ya está oscureciendo. Pronto
habrá anochecido, a Dios gracias. (Volviéndose, con tono indeciso.) Fuiste muy buena al
hacerme compañía esta tarde, Cathleen. Me habría sentido solitaria si hubiese ido al pueblo
sola.
CATHLEEN. ¡Claro! ¿Acaso no era más agradable pasear en un hermoso automóvil que quedarme
aquí y escuchar las mentiras de Bridget sobre sus parientes? Fue como si estuviera de
vacaciones, señora. (Se interrumpe y agrega, estúpidamente.) Una sola cosa no me gustó.
MARY.

(Vacilante.) ¿Cuál, Cathleen?

CATHLEEN. La conducta del farmacéutico cuando le llevé su receta. (Indignada.) ¡Qué descaro el
suyo!


MARY.
(Con obstinada turbación.) ¿A qué te refieres? ¿Qué farmacia? ¿Qué receta?
(Precipitadamente, mientras Cathleen la comtempla absorta, con estúpido asombreo.) ¡Ah!
¡Naturalmente! Lo había olvidado. El medicamento para el reumatismo de mis manos. ¿Qué
dijo ese hombre? (Con indiferencia.) Y no porque eso me importe. Me basta con que haya
despachado la receta.
CATHLEEN. ¡Pues a mí me importó! No estoy acostumbrada a que me traten como a una ladrona. El
farmacéutico se quedó mirándome y luego me dijo, con tono insultante: “¿Dónde consiguió
esta receta? Y yo le contesté: “Eso no le importa, pero si quiere saberlo es para la señora con
quien trabajo, la señora Tyrone, que está sentada ahí fuera, en el automóvil.” Eso le hizo
cerrar el pico. Se asomó a mirarla y dijo: “¡Ah!” Y se fue a buscar el medicamento.
MARY.
(Con tono vacilante.) Sí, me conoce. (Se sienta en la butaca, que está atrás y a la
derecha de la mesa. Agrega con voz serena, impersonal.) Tengo que tomar eso porque es lo
único que me calma el dolor… todo el dolor… digo, el de mis manos. (Alza sus manos y las
contempla con melancólico afecto. Ahora ya no tiemblan.) ¡Pobres manos! Parece increíble,
pero antaño eran lo que más llamaba la atención en mí, con mi cabello y mis ojos. Además,
tenía una linda figura. (Su tono se hace cada vez más lejano y soñador.) Eran las manos de un
músico. Yo amaba el piano. Trabajaba tan afanosamente en mi música en el convento… ¡si es
que se puede decir que uno trabaja cuando hace algo con amor! La madre Elizabeth y mi
profesora decían que yo tenía más talento que cualquier otra de las estudiantes a quienes
recordaban. Mi padre me costeó lecciones especiales. Me mimaba. Hacía todo lo que yo le
pedía. Quería mandarme a estudiar a Europa cuando terminamos los estudios en el convento.
Y habría ido a Europa… si no me hubiese enamorado del señor Tyrone. O me habría hecho
monja. Soñaba con dos cosas: la más hermosa era ser monja, la otra, ser concertista de piano.
(Hace una pausa, mirándose fijamente las manos. Cathleen parpadea para ahuyentar su
somnolencia y su ebriedad.) ¡Hace tantos años que no toco el piano! No podría hacerlo con
estos dedos estropeados aunque quisiera. Cuando me casé, durante algún tiempo, traté de no
abandonar la música. Pero fue inútil. Los albergues de una noche, los hoteles baratos, los
trenes sucios, abandonar a los hijos, vivir sin hogar… (Se contempla las manos, con
fascinada repulsión.) ¡Mira qué feas están, Cathleen! ¡Qué mutiladas y estropeadas! ¡Parecen
haber sufrido algún accidente horrible! (Con una risita extraña.) ¡Y en realidad, así fue!
(Repentinamente, se lleva las manos a la espalda.) No quiero mirarlas. Me recuerdan más aún
que la sirena el… (Con desafiante aplomo.) Pero ni siquiera ellas pueden tocarme, ahora.
(Pone las manos ante sí y las mira fijamente, intencionadamente. Luego, dice con serenidad.)
Están lejos. Las veo, pero el dolor ha desaparecido.
CATHLEEN. (Estúpidamente perpleja.) ¿Ha tomado el medicamento? Le ha hecho obrar de una
manera rara, señora. Si no supiera lo contrario, creería que tomó un traguito.


MARY.
(Soñadora.) Suprime el dolor. Una retrocede en el tiempo hasta que queda fuera de su
alcance. Sólo el pasado, en que una era feliz, es real. (Hace una pausa; luego, como si sus
palabras fuesen una evocación que reviviera la felicidad, cambian todos sus gestos y su
expresión fisonómica. Parece más joven. Aflora en ella algo de la inocente novicia
conventual y sonríe tímidamente.) Si el señor Tyrone te parece gallardo ahora, Cathleen,
debiste verlo cuando yo lo conocí. Lo consideraban uno de los hombres más guapos del país.
Las muchachas del convento que lo habían visto trabajar en el teatro o conocían sus
fotografías, estaban locas por él. Las mujeres esperaban junto a la puerta del escenario nada
más que para verlo salir. Te imaginarás mi emoción cuando papá me escribió que había
trabado amistad con James Tyrone y que yo lo conocería cuando volviera a casa por las
vacaciones de Pascuas. Les mostré la carta a todas las muchachas y… ¡cómo me envidiaron!
Primeramente, papá me llevó al teatro a verlo trabajar. Representaban un drama sobre la
revolución francesa y el protagonista era un noble. No pude apartar los ojos de él. Lloré
cuando lo encarcelaron… y luego me dio rabia, porque temí que se me enrojecieran los ojos y
la nariz. Mi padre me había dicho que lo visitaríamos en su camarín después de la función y
así lo hicimos. (Riendo de una manera algo excitada y tímida.) Me sentía tan confusa que
sólo puede balbucear y sonrojarme como una tonta. Pero él no pareció creerme tonta. Sé que
le gusté apenas nos presentaron. (Coquetamente.) Creo que mis ojos y nariz no debieran estar
rojos, después de todo. Entonces yo era realmente muy linda, Cathleen. Y él, con su
maquillaje y el traje de noble que tan bien le sentaba, estaba más guapo que en el más
descabellado de mis sueños. Distinto de todos los hombres corrientes, parecía un ser del otro
mundo. Al mismo tiempo, era sencillo, bondadoso y modesto. No tenía ni pizca de engreído.
Me enamoré de él. Y también se enamoró él de mí, como me lo dijo más tarde. Olvidé todas
mis intenciones de ser monja o concertista. Y sólo quise ser su esposa. (Hace una pausa, con
la mirada fija en el vacío, los ojos extrañamente brillantes y soñadores y una sonrisa
extática, tierna y propia de una adolescente.) Fue hace treinta y seis años… ¡pero lo recuerdo
con tanta claridad como si fuera esta noche! Desde entonces, nos amamos. Y durante todos
estos treinta y seis años nunca ha habido ningún escándalo alrededor de él. Me refiero… a
otra mujer. Nunca, desde que me conoció. Eso me ha hecho muy feliz, Cathleen. ¡Me ha
hecho olvidar tantas otras cosas…!
CATHLEEN. (Combatiendo su somnolencia de ebria.) Es un excelente caballero y usted una mujer
afortunada. (Inquieta.) ¿Puedo llevarle el whisky a Bridget, señora? Pronto será la hora de
cenar y tengo que ayudarla en la cocina. Si no le doy algo que la calme, me querrá hacer
picadillo.
MARY.
(Vagamente exasperada porque la han despertado de su sueño.) Sí, ve allá. Ahora, no te
necesito.


CATHLEEN. (Con alivio.) Gracias, señora. (Llena un vaso y va hacia la sala del fondo con él.) Usted
no se quedará sola durante mucho tiempo. El señor y los muchachos…
MARY.
(Con impaciencia.) No, no, no vendrán. Dile a Bridget que no esperaré. Puedes servir la
cena a la seis y media en punto. No tengo hambre, pero me sentaré a la mesa y acabaremos
con eso.
CATHLEEN. Usted debiera comer algo. Ese medicamento es bastante raro si le quita el apetito.
MARY.
(Ha comenzado a dejarse arrastrar de nuevo por sus sueños y reacciona
mecánicamente.) ¿Qué medicamento? No sé a qué te refieres. (Despidiéndola.) Más vale que
le lleves el whisky a Bridget.
CATHLEEN. Sí, señora.
Se va por la sala del fondo. Mary espera hasta que oye cerrarse a sus espaldas la puerta
de la despensa. Luego se echa hacia atrás, en laxa somnolencia, mirando fijamente el
vacío. Sus brazos están relajados sobre el sillón: sus manos de dedos largos, deformados,
sensibles e hinchados en los nudillos, están caídos en una calma total. En la habitación
oscurece. Reina un silencio de muerte. Luego, desde el mundo exterior, llega un
melancólico gemido de la sirena seguido por un coro de campanas, ahogado por la
niebla, que resuena en el barco anclado en el puerto. El rostro de Mary no da señales de
haberlo oído, pero sus manos se mueven de una manera espasmódica, y sus dedos, por
un momento, tocan maquinalmente el piano en el aire. Frunce el ceño y sacude
maquinalmente la cabeza, cómo sí una mosca le hubiera caminado por la cabeza. De
pronto, pierde todo su aire de muchacha y se transforma en una mujer cínicamente triste,
amargada, envejecida.
MARY.
(Con amargura.) Eres una tonta sentimental. ¿Qué tiene de maravilloso ese primer
encuentro entre una estúpida colegiala romántica y un ídolo de matinée? Eras mucho más
feliz antes de saber que existía, cuando estabas en el convento y le orabas a la Santa Virgen.
(Con anhelo.) ¡Si recobrara la fe perdida, para poder rezar de nuevo! (Hace una pausa y
comienza a recitar el avemaría con tono monótono, inexpresivo.) “¡Dios te salve, llena eres
de gracia! El Señor es contigo. Bendita tu eres entre todas las mujeres.” (Con sarcasmo.)
¿Crees que la Santa Virgen se dejará engañar por una morfinómana embustera que recita
palabras? ¡No podrás ocultárselo! (Se levanta de un salto y se lleva las manos al cabello para
acariciárselo distraídamente.) Tengo que subir. No he tomado lo suficiente. Cuando una
vuelve a empezar, no sabe con exactitud cuánto necesitará. (Va hacia la sala del frente y se
detiene en el umbral al oír voces en el sendero. Experimenta un sobresalto culpable.) Deben
de ser ellos. (Vuelve precipitadamente y se sienta. Con aire tercamente defensivo y tono


resentido.) ¿Por qué vuelven? No quieren volver. Y yo, preferiría estar sola… (De pronto, se
opera en ella un cambio total. Se muestra patéticamente aliviada y ansiosa.) ¡Oh! ¡Me alegro
tanto de que hayan venido! ¡Me sentía tan solitaria!
Se oye que se cierra la puerta del frente y Tyrone grita, con voz inquieta, desde el
vestíbulo.
TYRONE.

¿Estas ahí, Mary?
Se enciende la luz del vestíbulo, que llena la sala del frente y se proyecta sobre su esposa.

MARY.
(Se levanta, el afecto ilumina su semblante, y responde con excitada ansiedad.) Aquí
estoy, querido. En la salita. Te he estado esperando. (Entra Tyrone, por la sala del frente. Lo
sigue Edmund. Tyrone ha bebido mucho, pero apenas lo revelan sus ojos algo vidriosos y
cierto embotamiento en su manera de hablar. También Edmund ha bebido más de la cuenta,
sin mucho efecto aparente; sólo que sus hundidas mejillas están sonrojadas y sus ojos
parecen brillantes y febriles. Ambos se detienen en el umbral y miran fijamente a Mary, con
aire estimativo. Lo que ven está a la altura de sus peores expectativas. Pero, por el momento,
ella no advierte que sus ojos la condenan. Besa a su marido y luego a Edmund. Su efusividad
es poco natural. Ellos se someten a su abrazo, tratando de eludirla. Mary habla, con aire
excitado.) ¡Me alegro tanto de que hayan venido! Ya había renunciado a toda esperanza. Temí
que no vinieran. ¡La noche es tan triste, hay tanta niebla…! Uno debe sentirse más alegre en
los bares del pueblo, donde hay gente con quien se puede charlar y bromear. No, no lo
nieguen. Comprendo sus sentimientos. No los culpo. Con cuánto mayor motivo les agradezco
que hayan venido. ¡Me sentía tan solitaria y tan triste! Vengan siéntense. (Se sienta detrás de
la mesa, a la izquierda. Edmund a la izquierda y Tyrone en la mecedora, a la derecha.)
Pronto estará lista la cena. En realidad, ustedes han vuelto un poco temprano. Milagros que se
ven. Aquí está el whisky, querido. ¿Te sirvo un trago? (Sin esperar respuesta, lo hace.) ¿Y tú,
Edmund? No quiero incitarte a beber, pero un trago antes de la cena, a manera de aperitivo,
no puede hacerte mal. (Les sirve whisky. Ni Edmund ni tyrone se mueven para tomar los
vasos. Mary habla como si no notara su silencio.) ¿Dónde está Jamie? Pero, naturalmente, no
volverá mientras le quede en el bolsillo lo suficiente para beber una copa más. (Agarrando el
brazo de su marido, con tristeza.) Temo que hemos a Jamie desde hace mucho tiempo,
querido. (Su rostro se endurece.) Pero no debemos permitirle que arrastre a Edmund con él,
como le gustaría hacerlo. Está celoso porque Edmund ha sido siempre el niño mimado de la
familia… como antes estuvo celoso de Eugene. No se dará por satisfecho mientras no haga de
Edmund un fracasado tan irremediable como él.
EDMUND.

(Lastimeramente.) Basta, mamá. Basta.


TYRONE. (Abatido) Sí, Mary. Cuanto menos digas, ahora... (A Edmund, con aire ligeramente
ebrio.) Con todo, hay algo de cierto en la advertencia de tu madre. ¡Cuídate de tu hermano o
te envenenará la vida con su maldita lengua viperina!
EDMUND.

(Como antes.) ¡Oh, basta, papá!

MARY.
(Continúa, como si no se hubiese dicho nada.) Al ver a Jamie tal como es ahora, cuesta
trabajo creer que fu mi niño, ¿Recuerdas qué criatura sana y feliz era, James? Los albergues
de una sola noche y los trenes sucios y los hoteles baratos y la mala comida nunca lo irritaron
ni enfermaron. Siempre sonreía o reía. Casi nunca lloraba. Eugene fue como él, feliz y sano,
durante los dos años que vivió antes de que yo le causara la muerte con mi negligencia.
TYRONE.

¡Oh! ¡Qué estúpido he sido al volver a casa!

EDMUND.

¡Papá! ¡Cállate!

MARY.
(Le sonríe, con vaga ternura.) Edmund era el niño de mal genio, el que siempre se
irritaba y asustaba sin motivo. (Acariciándole la mano, burlonamente.) Todos solían decir,
querido, que llorabas por cualquier bagatela.
EDMUND. (Sin poder reprimir su amargura.) Quizás adivinara que había una buena razón para no
reír.
TYRONE. (Con tono de reproche y compasivo.) Vamos, vamos, muchacho. No tienes por qué
prestarle atención a…
MARY.
(Como si no lo hubiese oído, con tristeza.) ¿Quién habría creído entonces que, con el
tiempo, Jamie nos deshonraría? Como recordarás, James, cuando lo enviamos a un internado,
durante años recibimos informes brillantes de él. Todos lo querían. Sus profesores nos
hablaban de su inteligencia y de la facilidad con que aprendía las lecciones. Hasta cuando
empezó a beber y tuvieron que echarlo, nos escribieron cómo lo lamentaban, porque era muy
simpático y talentoso. Le predijeron un porvenir magnífico si aprendía a tomar en serio la
vida. (Se interrumpe y agrega, con tono impersonal, extraño y triste.) Es una lástima. ¡Pobre
Jamie! Cuesta trabajo comprender... (Ya se ha operado en ella un cambio. Su rostro se
endurece y mira a su marido con acusadora hostilidad.) No. No cuesta trabajo comprenderlo
ni mucho menos. Hiciste de él un bebedor. Desde que abrió los ojos por primera vez, te vio
bebiendo. ¡Siempre había una botella sobre el escritorio en el cuarto de los hoteluchos donde
parábamos! Y si Jamie tenía una pesadilla o le dolía el estómago cuando niño, tu
medicamento era una cucharada de whisky para calmarlo.


TYRONE. (Herido.) Conque yo tengo la culpa de que ese hombrón haragán se haya convertido en
un vagabundo borracho… ¿eh? ¿Es eso lo que he venido a escuchar a casa? ¡Debí
imaginármelo! ¡Cuando tienes ese veneno en el cuerpo, estás dispuesta a culpar a todo el
mundo menos a ti misma!
EDMUND. ¡Papá! ¡Me dijiste que no prestara atención! (Con resentimiento.) De todos modos, es
cierto. Hiciste lo mismo conmigo. Recuerdo esa cucharada de whisky cada vez que me
despertaba una pesadilla.
MARY.
(Con tono impersonal y nostálgico.) Sí, cuando niño siempre tenías pesadillas. Naciste
con miedo. ¡Porque yo sentía tanto miedo al traerte al mundo…! (Hace una pausa: luego,
prosigue con el mismo tono.) Te ruego que no culpes a tu padre, Edmund. No pudo obrar
mejor. Dejó de ir a la escuela a los diez años. Sus padres eran de esa clase de irlandeses
ignorantes agobiados por la pobreza. Sin duda, estaban sinceramente convencidos de que el
whisky era el más sano de los medicamentos para un niño enfermo o asustado.
Tyrone se dispone a decir algo, en airada defensa de su familia, pero Edmund interviene.
EDMUND.

(Con aspereza.) ¡Papá! (Cambiando de ema.) ¿Vamos a tomar este whisky o no?

TYRONE. (Dominándose, con voz apagada.) Tienes razón. Soy un estúpido al darle importancia.
(Toma el vaso, con indiferencia.) Bebe con ganas, muchacho.
Edmund bebe, pero Tyrone se queda mirando absorto el vaso que tiene en la mano.
Inmediatamente, aquél advierte la considerable cantidad de whisky que ha sido aguada.
Frunce el ceño y aparta los ojos de la botella para mirar rápidamente a su madre,
disponiéndose a decir algo, pero se contiene.
MARY.
(Cambiando de tono, contrita.) Perdóname si hubo amargura en mis palabras, James.
¡Aquello está tan lejano…! Pero me hirió un poco tu actitud cuando lamentaste haber vuelto.
¡Me sentí tan aliviada y feliz cuando regresaste y te lo agradecí tanto…! Es aburrido y triste
estar aquí sola, en medio de la niebla, cuando anochece.
TYRONE.

(Conmovido.) Me alegro de haber venido cuando eres la verdadera Mary.

MARY.
Me sentía tan sola que retuve a Cathleen solamente para tener con quién hablar. (Sus
ademanes y expresión vuelven a ser los de la tímida muchacha de convento.) ¿Sabes qué le
conté, querido? La noche en que mi padre me llevó a tu camarín y me enamoré de ti.
¿Recuerdas?


TYRONE. (Profundamente conmovido, con voz ronca.) ¿Crees que podría olvidarlo algún día,
Mary?
Edmund aparta los ojos de ambos, con tristeza y malestar.
MARY.

(Tiernamente.) No. Sé que me amas aún, James, a pesar de todo.

TYRONE. (Su rostro se ilumina y ahuyenta las lágrimas parpadeando. Con tranquila
vehemencia.) ¡Sí! ¡Que Dios sea testigo! ¡Siempre te amaré, Mary!
MARY.
Y yo te amo a ti, querido, a pesar de todo. (Hay una pausa durante la cual Edmund se
mueve con malestar. Mary vuelve a revestirse de su extraño aire impersonal, como si hablara
fríamente de gente a quien ve desde lejos.) Pero debo confesarte, James, que aunque no
podría dejar de amarte, no me habría casado contigo si hubiese sabido que bebías tanto.
Recuerdo la primera noche en que tus amigos del bar tuvieron que traerte hasta la puerta de
nuestro cuarto del hotel y golpearon con los nudillos y huyeron antes de que yo llegara al
umbral. Estábamos aún en nuestra luna de miel… ¿recuerdas?
TYRONE. (Con vehemencia culpable.) ¡No lo recuerdo! ¡No fue durante nuestra luna de miel! ¡Y
nunca tuvieron que llevarme a la cama ni falté a una sola función!
MARY.
(Como si no lo hubiese oído.) Había esperado en aquel horrible cuarto de hotel durante
horas y más horas, Te buscaba excusas. Me decía que debía de haberte demorado algo
vinculado a tu profesión. ¡Sabía tan poco de teatro! Luego sentí terror. Imaginé toda clase de
accidentes horribles. Me arrodillé y le pedí a Dios que no te sucediera nada… y entonces te
trajeron delante de la puerta. (Con leve y triste suspiro.) No preveía la frecuencia con que
volvería a ocurrir lo mismo en años venideros, cuántas veces tendría que esperar en horribles
cuartos de hotel… Me acostumbré a eso.
EDMUND. (Estallando, mientras mira a su padre con odio acusador.) ¡Dios mío! ¡No me extraña
qué…! (Se domina y añade, con aspereza.) ¿Cuándo cenamos, mamá? Debe ser hora ya.
TYRONE. (Abrumado por una vergüenza que trata de ocultar.) Sí. Debe ser hora. Veamos. (Mira
fijamente el reloj, sin verlo.) (Con tono suplicante.) ¡Mary! ¿No podrías olvidar...?
MARY.
(Con impersonal piedad.) No, querido. Pero te perdono. Siempre te he perdonado. De
manera que no te sientas tan culpable. Lamento habértelo recordado. No quiero estar triste ni
entristecerte. Sólo deseo recordar la época feliz de nuestro pasado. (Vuelve a convertirse en la
tímida y alegre muchacha del convento.) Estoy segura de que has olvidado por completo mi
traje de novia. Los hombres no se fijan en esas cosas. Les parecen sin importancia. ¡Pero fue
algo importante para mí, te lo aseguro! ¡Cómo me preocupó, qué nerviosa me puse! ¡Me


sentía tan excitada y tan feliz! Mi padre me dijo que comprara lo que quisiera sin reparar en el
precio. Lo mejor nunca es demasiado bueno para ti, me dijo. Temo que me mimaba
demasiado. Mi madre, no. Era muy piadosa y severa. No aprobó mi boda… sobre todo con un
actor. Creo que tenía esperanzas de que me hiciera monja. Solía regañar a mi padre y gruñía:
“¡Tú nunca me dices cuando compro algo, que no repare en el precio! ¡Has echado a perder a
esa niña! Si algún día se casa, compadezco a su marido. Esperará que él viva pendiente de
todos sus caprichos. Nunca será una buena esposa.” (Ríe, afectuosamente.) ¡Pobre mamá! (Le
sonríe a Tyrone con extraña e intempestiva coquetería.) Pero se equivocaba… ¿verdad,
James? Nunca he sido mala esposa… ¿no es así?
TYRONE.

(Con voz ronca, dejando de sonreír.) No me quejo, Mary.

MARY.
(Por cuyo semblante pasa una sombra de vaga culpabilidad.) Por lo menos, te he
querido entrañablemente y he hecho todo lo posible… bajo las circunstancias. (La sombra se
desvanece y reaparece su tímida expresión de adolescente.) ¡Poco faltó para que aquel traje
de novia nos causara la muerte a mí y a mi modista! (Ríe.) ¡Era tan exigente! Ese vestido no
me parecía lo suficientemente bueno… Por fin, mi modista se negó a tocarlo más por temor a
estropearlo y le dije que saliera para poder examinarlo a solas en el espejo. ¡Estaba tan
satisfecha y envanecida…! Pensé: “Aunque tu nariz y tu boca y tus orejas sean un poquito
demasiado grandes, ¡tus ojos, tus cabellos, tu figura y tus manos lo compensan! Eres tan linda
como cualquiera de las actrices a quienes él haya conocido y eso sin necesidad de pintarte.”
(Hace una pausa frunciendo el ceño, en un esfuerzo por recordar.) ¿Dónde estará ahora mi
traje de novia? Lo guardé en mi baúl, envuelto en papel de seda. Esperaba tener una hija y
que, al llegarle la hora de casarse… No se hubiera podido comprar un traje de novia más
hermoso; y sabía, James, que tú nunca le dirías que se lo comprara sin reparar en el precio.
Hubieras querido que pescara alguna ganga por ahí. Era un traje de satín suave, reluciente,
orlado de un maravilloso encaje “duchesse” antiguo, con unos diminutos volados alrededor
del cuello y las mangas y cuyos pliegues causaban por la espalda la impresión de un polisón.
La blusa tenía ballenas y era muy ajustada. Recuerdo que contuve el aliento cuando lo vestí,
para que mi talle fuera lo más angosto posible. Mi padre hasta me permitió el encaje
“duchesse” sobre mis sandalias de satín blanco, y encaje de azahares en el velo. ¡Oh, cómo
amaba ese vestido! ¡Era tan hermoso! ¿Dónde estará ahora? Solía sacarlo cuando me sentía
sola, pero siempre me hacía llorar, de modo que, finalmente, desde hace mucho tiempo…
(Vuelve a fruncir el ceño.) ¿Dónde estará? Probablemente en uno de los baúles viejos del
desván. Algún día tendré que hurgar allí.
Se interrumpe, con aire absorto. Tyrone suspira, meneando con desaliento la cabeza, y
busca en la mirada de su hijo solidaridad; pero Edmund mira el suelo.


TYRONE. (Con tono forzado y negligente.) ¿No te parece que es hora de cenar, querida? (Con
débil tentativa de sarcasmo.) Siempre me regañas porque vuelvo tarde, pero hoy que he sido
puntual por una vez, lo que se ha demorado es la cena. (Ella no parece oírlo. Tyrone agrega,
con aire jovial todavía.) Bueno. Si no puedo cenar aún, puedo beber. Había olvidadp que
tenía esto. (Bebe whisky. Edmund observa. Tyrone frunce el ceño y dice brutalmente.) ¿Quién
ha estado tocando mi whisky? ¡La mitad es pura agua! Jamie ha salido, y de todas maneras no
exageraría su treta así. Cualquier imbécil lo notaría… Mary, ¡contéstame! (Con irritado
asco.) Confío en que no te habrás dedicado a beber, además de…
EDMUND. ¡Cállate, papá! (A su madre, sin mirarla.) Has convidado a Cathleen y a Bridget…
¿verdad, mamá?
MARY.
(Con indiferencia.) Sí, naturalmente. Trabajan mucho y les pagamos poco. Y yo soy la
dueña de la casa y debo impedir que se vayan. Además, quise agasajar a Cathleen porque la
llevé al pueblo conmigo y le encargué que me hiciera preparar la receta.
EDMUND. ¡Mamá, por amor de Dios! ¡No puedes confiar en Cathleen! ¿Quieres que todo el
mundo lo sepa?
MARY.
(Cuyo rostro se endurece, tercamente.) ¿Sepa qué? ¿Que sufro de reumatismo en las
manos y debo tomar un medicamento para calmar el dolor? ¿Por qué habría de avergonzarme
eso? (Se vuelve hacia Edmund y le dice con cruel y acusadora hostilidad, casi con vengativa
enemistad.) ¡Nunca supe lo que era el reumatismo antes de que tú nacieras! ¡Pregúntaselo a tu
padre!
Edmund aparta la vista, retrayéndose sobre sí mismo.
TYRONE. No le hagas caso, muchacho. No le des importancia a eso. Cuando tu mamá llega a la
etapa en que da la vieja y descabellada excusa de sus manos es que se ha alejado demasiado
de nosotros.
MARY.
(Volviéndose hacia él, con una sonrisa insultante y extrañamente triunfal.) ¡Me alegro
de que lo adviertas, James! ¡Ahora quizá tú y Edmund no sigan tratado de recordármelo!
(Bruscamente, con tono objetivo, práctico.) ¿Por qué no enciendes la luz, James? Está
oscureciendo. Ya sé que no te gusta hacerlo, pero Edmund te ha demostrado que una sola
lámpara encendida no gasta mucho. Es absurdo que tu temor al asilo te haga tacaño.
TYRONE. (Reaccionando mecánicamente.) ¡Nunca dije que una lámpara gastaba mucho! Lo que
enriquece a la compañía de electricidad es tener encendida una por aquí y otra por allá. (Se


levanta, y dice brutalmente.) Pero soy un imbécil al razonar contigo. (A Edmund.) Traeré otra
botella de whisky, muchacho, y tomaremos un trago de verdad. (Se va por la sala del fondo.)
MARY.
(Divertida, con aire impersonal.) James entrará furtivamente al sótano por la puerta
exterior para que los criados no lo vean. En realidad, le avergüenza encerrar ahí el whisky con
candado. Tu padre es un hombre extraño, Edmund. Necesité muchos años para comprenderlo.
Debes tratar de comprenderlo también y de perdonarlo y no despreciarlo por su avaricia. Su
padre abandonó a su esposa y a sus seis hijos a los dos años de haber llegado a Estados
Unidos. Les confesó se presentimiento de que moriría pronto y dijo que sentía nostalgia por
Irlanda y quería volver allí para morir. Y así mismo fue. Debió ser un hombre extraño
también. Tu padre tuvo que trabajar en un taller mecánico cuando solo tenía diez años de
edad.
EDMUND. (Protestando, con voz sorda.)¡Oh, mamá! ¡Por amor de Dios! Ya le he oído contar diez
mil veces a papá esa historia del taller mecánico.
MARY.

Sí, querido. Tuviste que escucharlo, pero no creo que hayas tratado de comprender.

EDMUND. (Como si no la hubiese oído, con tono dolorido.) ¡Escúchame, mamá! No has llegado
tan lejos aún como para olvidarlo todo. No me has preguntado qué averigüé esta tarde. ¿No te
importa?
MARY.

(Desgarrada.) ¡No digas eso! ¡Me hieres, querido!

EDMUND.

Lo que tengo es grave, mamá. Ahora el doctor Hardy está seguro.

MARY.
(Rígida, con una obstinación desdeñosa y defensiva.) ¡Ese viejo charlatán embustero!
¡Ya te advertí que inventaría…!
EDMUND. (Con acongojada obstinación.) Llamó a un especialista para examinarme, a fin de estar
completamente seguro.
MARY.
(Haciendo caso omiso de estas palabras.) ¡No me hables de Hardy! ¡Si hubieras oído lo
que dijo de su tratamiento el médico del sanatorio, que sí sabe realmente! ¡Afirmó que a
Hardy debieras ponerlo entre rejas! ¡Que era un milagro que no me hubiese vuelto loca! Le
contesté que eso ya me había sucedido una vez, cuando salí corriendo en bata de casa para
tirarme al agua. Lo recuerdas… ¿verdad? Y con todo eso, quieres que le preste atención a lo
que dice Hardy. ¡Oh, no!
EDMUND. (Con amargura.) Lo recuerdo perfectamente. Fue cuando papá y Jamie acababan de
llegar a la conclusión de que ya no me lo podían seguir ocultando. Jamie me lo dijo. ¡Lo


llamé embustero! Quise darle un puñetazo. Pero sabía que no me estaba mintiendo. (Su voz
tiembla y sus ojos empiezan a llenarse de lágrimas.) ¡Dios mío, después de eso, pensé que no
había nada que valiera la pena en la vida!
MARY.

(Lastimeramente.) ¡Oh, no llores! ¡Hijito mío! ¡Me haces sufrir tanto!

EDMUND. (Con tristeza.) Perdóname. Fuiste tú quien hablaste del asunto. (Con amarga y
obstinada insistencia.) Escúchame, mamá. Debo decírtelo, aunque no quieras escucharlo.
Tengo que irme a un sanatorio.
MARY.
(Aturdida, como si esto nunca se le hubiese ocurrido.) ¿Irte? (Con violencia.) ¡No! ¡No
lo toleraré! ¿Cómo se atreve el doctor Hardy a aconsejar semejante cosa sin consultarme?
¿Cómo se atreve tu padre a permitírselo? ¡Tú eres mi niño! ¡Que se ocupe él de Jamie! (Con
creciente excitación y amargura.) Sé por qué quiere James mandarte a un sanatorio. ¡Para
alejarte de mí! Siempre ha tratado de hacerlo. ¡Ha estado celoso de todos mis hijos! Siempre
buscó maneras de obligarme a abandonarlos. Eso fue lo que le causó la muerte a Eugene.
Sobre todo, está celoso de ti. Sabía que yo te quería más que a nadie porque…
EDMUND. (Lastimero.) ¡Oh, basta de desatinos, mamá! No intentes culparlo. ¿Y por qué te opones
tanto a que me vaya ahora? ¡Estuve ausente a menudo y no advertí que eso te destrozara el
corazón!
MARY.
(Con amargura.) Temo que no eres muy sensible, después de todo. (Con tristeza.)
Querido, comprenderás que al descubrir que lo sabías… me alegré de que estuvieras en algún
lugar donde no me pudieras ver.
EDMUND. (Con voz lacerada.) ¡Mamá! ¡No digas eso! (Tiende la mano, casi sin ver, y toma la de
ella, pero la suelta inmediatamente, agobiado por su amargura.) Hablas tanto de que me
amas… ¡y ni siquiera quieres escucharme cuando trato de explicarte lo enfermo que estoy…!
MARY.
(Con brusca transición a una impersonal y fanfarrona actitud maternal.) Vamos,
vamos. ¡Basta! No quiero escuchar porque sé que eso sólo son las ignorantes mentiras de
Hardy. (Él se refugia en sí mismo. Ella adopta un tono forzado y burlón, pero con un
creciente resentimiento oculto.) ¡Te pareces tanto a tu padre, querido…! Te gusta hacer una
escena dramática por cualquier bagatela, para poder mostrarte teatral y trágico. (Con una risa
que intenta restarle importancia al asunto.) Si yo te diera el más leve estímulo, no tardarías
en decirme que te vas a morir…
EDMUND.

La gente se muere de eso. Tu propio padre…


MARY.
(Con aspereza.) ¿Por qué lo mencionas? Su caso no se puede comparar con el tuyo.
Estaba tuberculoso. (Irritada.) ¡Te detesto cuando te vuelves lúgubre y morboso! ¡Te prohíbo
que me recuerdes a mi padre! ¿Me oyes?
EDMUND. (Hosco y ceñudo.) Sí, te oigo, mamá. ¡Ojalá no te oyera! (Se levanta y se queda de pie,
contemplándola fijamente con aire condenatorio. Con amargura.) ¡A veces duele mucho
pensar que uno tiene por madre a una morfinómana! (Ella se sobresalta: de su semblante
parece esfumarse todo signo de vida dejándole la apariencia de un busto de yeso.
Instantáneamente, Edmund querría retirar lo dicho y balbuces, lastimero.) Perdóname,
mamá. Estaba irritado. Me heriste.
Pausa en la que se oyen la sirena y las campanas de los barcos.
MARY.
(Va lentamente hacia las ventanas de la derecha como una autómata, se asoma y dice,
con voz distante:) Escucha esa horrible sirena. Y las campanas. ¿Por qué será que, con la
niebla, todo parece triste y extraviado?
EDMUND.

(Con voz desgarrada.) No... no puedo quedarme aquí. No quiero cenar.
Se va precipitadamente por la sala del frente. Ella sigue mirando por la ventana hasta
que oye cerrarse en pos de él la puerta de la calle. Entonces vuelve y se sienta en su silla,
con la misma turbación en el rostro descolorido.

MARY.
(Distraídamente.) Tengo que subir. No he tomado lo suficiente. (Pausa. Con anhelo.)
Confío en que algún día, sin querer, tomaré una dosis excesiva. No podría hacerlo
deliberadamente. La Santa Virgen nunca me lo perdonaría.
Oye regresar a su marido y se vuelve al verlo entrar, por la sala del fondo, con una
botella de whisky que acaba de descorchar. Tyrone está furioso.
TYRONE. (Coléricamente.) El candado está raspado. Ese haragán borracho trató de forzar la
cerradura con un trozo de alambre, como ya lo hizo en otra ocasión. (Con satisfacción, como
si aquello fuese una incesante batalla de ingenio con su hijo mayo.) Pero esta vez lo he
engañado. Es un candado especial que ni siquiera un ladrón profesional podría forzar. (Deja
la botella sobre la bandeja y repentinamente advierte la ausencia de Edmund.) ¿Dónde está
Edmund?
MARY.
(Con aire vago y lejano.) Salió. Acaso haya ido nuevamente al pueblo, en busca de
Jamie. Supongo que todavía le queda algún dinero y que ese dinero arde por salir de su
bolsillo. Dijo que no quería cenar. Al parecer, en estos días no tiene apetito.
(Obstinadamente.) Pero sólo es un resfrío de verano. (Tyrone la mira absorto y menea la


cabeza con aire de impotencia, se sirve una buena cantidad de whisky y bebe.
Repentinamente, ella no puede seguir soportando todo esto, y desfallece y solloza.) ¡Oh,
James! ¡Estoy tan asustada! (Se levanta, le echa los brazos al cuello, oculta su rostro contra
el hombro de Tyrone y agrega, entre sollozos:) ¡Sé que Ed se va a morir!
TYRONE.

¡No digas eso! ¡No es cierto! Me prometieron que dentro de seis meses estará curado.

MARY.
¡Tú mismo no lo crees! ¡Adivino cuando finges! Y eso sucederá por culpa mía. No debí
alumbrar a Edmund. Habría sido mejor para él. Entonces no hubiera podido hacerle daño.
Edmund no tendría que saber que su madre es una morfinómana… ¡y odiarla!
TYRONE. (La voz trémula.) ¡Cállate, Mary, por amor de Dios! Ed te quiere. Sabe que eso fue una
maldición que te fulminó sin que lo supieras y contra tu voluntad. ¡Se enorgullece de que seas
su madre! (Bruscamente, al oír que se abre la puerta de la despensa.) ¡Silencio! Ahí viene
Cathleen. No querrás que te vea llorando.
Mary se vuelve hacia las ventanas de la derecha, secándose precipitadamente los ojos. Al
cabo de un momento, Cathleen aparece en el umbral de la sala del fondo, Su andar es
tambaleante y sonríe grotescamente.
CATHLEEN. (Con un sobresalto culpable al ver a Tyrone y con aire digno.) La cena está servida,
señor. (Alzando la voz, sin necesidad.) La cena está servida, señora. (Olvida su aire digno y le
dice a Tyrone con familiar jovialidad.) Con que usted estaba aquí… ¿eh? Vaya, vaya... ¡Qué
rabieta cogerá Bridget! La señora dijo que usted no vendría. (Leyendo una acusación en los
ojos de Tyrone.) No me mire así. Sí bebí un trago no lo robé. Me convidaron. (Se vuelve con
altanera dignidad y se va por la sala del fondo.)
TYRONE. (Suspira y apela a toda su presencia de ánimo de actor.) Ven, querida. Vamos a cenar.
Tengo un hambre voraz.
MARY.
(Se le acerca. Su rostro parece nuevamente de yeso y su tono es impersonal.) Tendrás
que disculparme, James. Difícilmente podría cenar. Me duelen muchísimo las manos. Más
vale que me vaya a acostar y descanse. Buenas noches, querido. (Lo besa mecánicamente y se
vuelve hacia la sala del frente.)
TYRONE. Querrás decir que vas a subir para tomar un poco más de ese maldito veneno… ¿no es
eso? ¡Antes de que acabe la noche, parecerás un fantasma enloquecido!
MARY.
(Echando a andar, con tono distraído.) No sé a qué a te refieres, James. ¡Dices unas
cosas tan mezquinas y amargas cuando has bebido demasiado…! Eres tan perverso como
Jamie o Edmund…


Se va por la sala del frente, Por un momento, Tyrone permanece inmóvil, sin saber qué
hacer. Es un viejo triste, perplejo, quebrantado. Se aleja con paso cansado por la sala
del fondo, camino del comedor.


ACTO IV

El mismo escenario. A media noche. Han apagado la lámpara del vestíbulo y no llega luz por la
sala del frente. En la salita, sólo está encendida la lámpara de leer, que se halla sobre la mesa.
Fuera, la muralla de niebla parece más densa que nunca. Al levantarse el telón, se oye la sirena y
luego las campanas de las naves del puerto.
Tyrone está sentado junto a la mesa. Tiene calados los espejuelos y está jugando solitario. Se
ha quitado el saco y viste una vieja bata. En la botella de whisky que está sobre la mesa sólo queda
la cuarta parte. Sobre la mesa hay otra botella llena, que Tyrone ha traído del sótano para que
haya a mano una abundante reserva. Está ebrio y lo revela su manera intencionada y extraña de
mirar fijamente cada baraja para identificarla, y luego la juega como si no estuviera seguro de su
propósito. Su mirada es brumosa y vaga, y su boca está relajada. Pero, a pesar de todo el whisky
que tiene en el cuerpo, no ha logrado sumirse en la inconsciencia y s aspecto es el mismo del final
del acto anterior: el de un viejo triste y derrotado, presa de una desesperada resignación.
Cuando levanta el telón, concluye el solitario y recoge las cartas. Las baraja torpemente y
dos de ellas se le caen al suelo. Las levanta dificultosamente y comienza a barajarlas de nuevo,
cuando oye entrar a alguien por la puerta de la calle. Mira por sobre sus espejuelos a través de la
sala del frente.

TYRONE. (Con torpe voz de ebrio.) ¿Quién está ahí? ¿Eres tú, Edmund? (La voz de Edmund le
responde lacónicamente: “Sí.” Luego, evidentemente, el joven choca con algo en el
vestíbulo, que está a oscuras, y se le oye proferir una maldición. Al cabo de un momento se
enciende la luz del vestíbulo. Tyrone frunce el ceño y dice, levantando la voz:) Apaga esa luz
antes de entrar. (Pero Edmund no lo hace. Entra cruzando la sal del frente. Está borracho,
pero, como su padre, lo sobrelleva bien y lo revela poco físicamente, salvo en los ojos y en
una desafiante agresividad. Tyrone habla, al principio, con tono de cordial y aliviada
bienvenida.) Me alegro que hayas venido, muchacho. Me sentía muy solitario. (Con
resentimiento.) Has hecho muy mal en huir y en dejarme aquí solo de noche, sabiendo…
(Con áspera irritación.) ¡Te he dicho que apagues esa luz! No estamos dando un baile. ¡No
hay motivo para tener toda la casa iluminada a estas horas, quemando dinero!
EDMUND. (Irritado.) ¡Toda la casa iluminada! ¡Una lámpara! ¡Caramba! ¡Todo el mundo deja
encendida una luz en el vestíbulo antes de irse a acostar! (Se frota la rodilla.) Poco faltó para
fracturarme la rodilla con la percha.


TYRONE. La luz encendida aquí ilumina el vestíbulo. Habrías podido ver el camino si no
estuvieras borracho.
EDMUND.

¿Si yo no estuviera borracho? ¡Esa sí que es buena!

TYRONE. ¡Me importa un cuerno lo que hacen los demás! ¡Si quieren derrochar estúpidamente el
dinero, nada más que por fanfarronería, que lo hagan!
EDMUND. ¡Una lámpara! ¡Caramba, no seas tan tacaño! ¡Te he probado con cifras que si dejas
encendida una lámpara durante toda la noche, no te costaría más que un sorbo de whisky!
TYRONE.

¡Al diablo con tus cifras! ¡La prueba está en las cuentas que debo pagar!

EDMUND. (Sentándose frente a su padre, desdeñosamente.) ¡Sí! Los hechos nada significan…
¿eh? ¡Sólo es verdad lo que tú quieres creer! (Sarcásticamente.) Shakespeare, por ejemplo,
era un católico irlandés.
TYRONE.

Sí que lo era. Lo prueban sus dramas.

EDMUND. ¡Pues no lo era y en sus dramas no hay pruebas, salvo para ti! (Sarcásticamente.) ¡El
duque de Wellington era otro buen católico irlandés!
TYRONE.

Nunca dije que fuera bueno. Fue un renegado, pero católico de todos modos.

EDMUND. Pues no lo era. Lo que pasa, simplemente, es que quieres creer que sólo un general
católico irlandés pudo vencer a Napoleón.
TYRONE.

No discutiré contigo. Te pedí que apagaras la luz del vestíbulo.

EDMUND.

Te oí, y por lo que a mí se refiere, sigue encendida.

TYRONE.

¡No toleraré tu insolencia! ¿Me obedecerás o no?

EDMUND.

¡No! ¡Si te obstinas en ser un maniático tacaño, apágala tú mismo!

TYRONE. (Con amenazadora ira.) ¡Escúchame! Te he soportado mucho porque las cosas
absurdas que solías hacer me hicieron creer que no estabas en tu sano juicio. Te he disculpado
y nunca levanté la mano contra ti. Pero hay la gota que hace desbordar el vaso. ¡Me
obedecerás y apagarás esa luz o, a pesar de lo grande que eres, te daré una paliza que te
enseñará a…! (De pronto recuerda que Edmund está enfermo y de inmediato se siente
culpable y avergonzado.) Perdóname, muchacho. Olvídalo… No debiste hacerme perder la
paciencia.


EDMUND. (También avergonzado ahora.) Olvida eso, papá. Yo también te pido disculpas. No tenía
derecho a fastidiarte por una bagatela. Creo que he bebido más de la cuenta. Apagaré esa
maldita luz. (Hace ademán de levantarse.)
TYRONE. No, quédate donde estás. Déjala encendida. (Se levanta bruscamente, tambaleándose
un poco en su ebriedad, y comienza a encender las tres lámparas de la araña y dice,
compadeciéndose a sí mismo de una manera infantil y amargadamente dramática.)
¡Dejaremos encendidas todas las luces! ¡Que ardan! ¡Al diablo con ellas! ¡Al final del camino
está el asilo y me da igual cuando me toque! (Concluye de encender las luces.)
EDMUND. (Ha observado todo esto con un despertar de su sentido del humor, y sonríe con
afectuosa burla.) Eso es un magnífico telón. (Ríe.) ¡Eres una maravilla, papá!
TYRONE. (Se sienta, confuso, y gruñe:) ¡Eso es! ¡Ríete del viejo estúpido! ¡Del pobre cómico de
la legua! (al ver que Edmund sonríe aún, cambia el tema.) Bueno, bueno, no discutamos.
Algún día sabrás lo que vale un dólar. No eres un vagabundo como tu hermano. He
renunciado a toda esperanza de que tenga sentido común. Y, a propósito… ¿dónde está Jamie?
EDMUND.

¿Cómo quieres que lo sepa?

TYRONE.

Creí que habías vuelto al pueblo a buscarlo.

EDMUND.

No. Fui a la playa. No lo he vuelto a ver desde esta tarde.

TYRONE.

¡Vaya…! Si has compartido estúpidamente con él ese dinero que te di…

EDMUND.

Naturalmente. Él siempre comparte conmigo lo que tiene…

TYRONE.

Entonces, se adivina fácilmente que debe estar en el burdel.

EDMUND.

Y si lo está… ¿qué? ¿Por qué no?

TYRONE. (Desdeñosamente.) Por qué no… ¿eh? Es el lugar ideal para él. Que yo sepa, nunca
soñó con algo que no fuesen rameras y whisky.
EDMUND.

¡Oh, papá! ¡Por amor de Dios! Si empiezas con eso, me voy.

TYRONE. (Con tono conciliador.) Bueno, bueno. No hablaré más. Por cierto que tampoco a mí me
gusta el tema. ¿Bebes un trago conmigo?
EDMUND.

¡Ah! ¡Ahora sí que estamos de acuerdo!


TYRONE. (Pasándole la botella, mecánicamente.) Hago mal en convidarte. Ya has bebido
bastante.
EDMUND. (Sirviéndose mucho whisky, con tono de ebrio.) Bastante no es lo que se llama una
fiesta. (Le devuelve la botella.)
TYRONE.

Es tu estado, es demasiado.

EDMUND.

¡Olvida mi salud! (Alza su vaso.) ¡Salud!

TYRONE.

¡Salud! (Beben.) Si fuiste a pie hasta la playa, debes de estar húmedo y helado.

EDMUND.

¡Bah! Entré en el bar a la ida y a la vuelta.

TYRONE.

Esta noche no es la más indicada para una larga caminata.

EDMUND. Me gustó la niebla. Era lo que necesitaba. (Su voz es propia de un ebrio, y Edmund
parece estarlo.)
TYRONE.

Debieras tener suficiente sentido común para no arriesgarte a…

EDMUND. ¡Al diablo con el sentido común! Todos estamos locos. ¿Para qué necesitamos el
sentido común? (Cita sardónicamente unos versos de Dowson:)
Ni el llanto ni la risa duran mucho
y tampoco el amor ni el deseo ni el odio:
creo que nos abandonan cuando
franqueamos la gran puerta.
Los días de vino y de rosas no son largos:
De un brumoso pasado
Surge nuestro sendero durante algún tiempo
Y luego se cierra
Dentro de un sueño.
(Con los ojos fijos en el vacío.) La niebla estaba donde yo quería estar. Desde el sendero, a
mitad del camino, no se podía ver esta casa no adivinarla aquí. Y tampoco las otras casas de la
avenida. Sólo se distinguía a pocos metros de distancia. No me encontré con nadie. Todos los
seres parecían irreales y el sonido de sus voces era irreal. Nada era lo que es. Eso quería yo…
Estar a solas conmigo mismo en otro mundo donde la verdad es mentira y la vida puede
ocultarse de sí misma. Más allá del puerto, donde el camino cruza la playa, hasta perdí la
sensación de estar en tierra. La niebla y el mar parecían confundirse. Era como caminar por el
fondo del mar. Como si me hubiese ahogado desde hace mucho tiempo. Como si fuese un


fantasma del mar. Era una sensación muy apacible no ser más que un fantasma dentro de otro
fantasma. (Advierte que su padre lo mira fijamente, con una mezcla de inquietud e irritada
censura, y sonríe burlonamente.) No me mires como si me hubiese vuelto loco. Estoy
diciendo cosas con sentido común. ¿Quién quiere ver la vida tal como es, si puede evitarlo?
Es la tres Gorgonas en una. Uno les mira las caras y se convierte en piedra. O es Pan. Uno lo
ve y muere… por dentro… y tiene que seguir viviendo como un espectro.
TYRONE. (Impresionado y al mismo tiempo con repulsión.) ¡Hay en ti un poeta, pero muy
morboso! (Con sonrisa forzada.) ¡Al diablo con el pesimismo! Bastante deprimido me siento
ya. (Suspira.) ¿Por qué no recuerdas a tu Shakespeare y olvidas a los poetas de tercer orden?
En él encontrarás lo que quieras decir… y todo lo que valga la pena de ser expresado. (Cita,
usando toda su hermosa voz.)
Somos de la misma sustancia de que están
hechos los sueños y nuestra breve vida se
perfecciona con un sueño.
EDMUND. (Irónicamente.) ¡Bravo! Eso es hermoso. Pero no era lo que yo quería decir. Somos de
la sustancia de que está hecho el estiércol, de modo que bebamos y olvidémoslo. Era más bien
eso lo que quería decir.
TYRONE.

(Con fastidio.) ¡Bah! ¡Guárdate esos sentimientos! No debí darte ese whisky.

EDMUND. Me sacudió de lo lindo, no cabe duda. Y a ti también. (Sonríe, con afectuosa burla.)
¡Aunque nunca faltaste a una representación! (Agresivamente.) Vamos… ¿Qué tiene de malo
emborracharse? ¿Acaso no es lo que buscamos? No nos engañemos mutuamente, papá. Por lo
menos esta noche. Sabemos qué es lo que tratamos de olvidar. (Precipitadamente.) Pero no
hablemos de eso. Ahora es inútil.
TYRONE. (Con voz apagada.) No. Lo único que podemos hacer es tratar de resignarnos… de
nuevo.
EDMUND. O emborracharnos lo suficiente para poder olvidar. (Recita y recita bien, con un
apasionamiento amargo e irónico, la traducción de Symons del poema en prosa de
Baudelaire.) “Emborráchate. Sólo eso importa: es el único problema. Si no quieres sentir la
horrible carga del Tiempo que pesa sobre tus hombros y te agobia, emborráchate siempre.
¿Con qué? Con vino, con poesía o con virtud. Con lo que quieras. Pero emborráchate.
Y si a veces, en las escaleras de un palacio o sobre el herboso flanco de una zanja o en la
triste soledad de tu cuarto despiertas y la embriaguez ha pasado a medias o del todo,
pregúntale qué hora es al viento, o a la ola, o a la estrella, o al pájaro, o al reloj, a todo lo que
vuela, o suspira, o se mece, o canta o baila… y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj,


te contestarán: ‘¡Es la hora de emborracharse! ¡Emborrachaos, si no queréis ser los
martirizados esclavos del Tiempo! ¡Emborrachaos, sin cesar! Con vino, con poesía o con
virtud. Con lo que gustéis.’ ”
TYRONE. (Con sombrío humor.) Yo tú no me preocuparía de la virtud. (Con fastidio.) ¡Bah!
¡Tonterías morbosas! Lo poco de verdad que contiene lo puedes hallar noblemente dicho en
Shakespeare. (Con aire estimativo.) Pero lo recitaste bien, muchacho. ¿Quién lo escribió?
EDMUND.

Baudelaire.

TYRONE.

Nunca lo oí nombrar.

EDMUND.

(Sonríe provocativamente.) También escribió un poema sobre Jamie y Broadway.

TYRONE.

¡Ese holgazán! ¡Ojalá pierda el último tranvía y tenga que quedarse en el pueblo!

EDMUND. (Continúa haciendo caso omiso de sus palabras.) Aunque Baudelaire era francés y
nunca vio Broadway y murió antes de nacer Jamie. Con todo, conoció a Jamie y al viejo
Nueva York. (Recita la traducción del “Epílogo” de Baudelaire hecha por Symons.)
Con el corazón en paz trepé a la escarpada altura
de la ciudadela y vi la ciudad como desde una torre,
el hospital, el burdel, la cárcel y los infiernos
en que el mal surge suavemente, como una flor.
Tú sabes, oh Satanás, protector de mi dolor,
que no subí allí a esas horas en busca de inútiles lágrimas;
sino como un viejo triste, fiel y libidinoso, dispuesto
a beber el placer de esa enorme ramera
cuya infernal belleza me rejuvenece.
¡Ya sea que duermas, llena de pesados vapores,
saturada del día, o que, engalanada, te aparezcas
embellecida por los velos de encaje dorado de la noche,
yo te amo, ciudad infame! Las mujerzuelas
y los perseguidos pueden proporcionar placeres muy
suyos que el vulgo nunca podrá comprender.
TYRONE. (Con irritado fastidio.) ¡Qué mugre morbosa! ¿De dónde sacas tu gusto literario?
¡Mugre y desesperación y pesimismo! Otro ateo, supongo. Cuando se niega a Dios, se niega
la esperanza. Eso es lo que te pasa. Si te hubieras arrodillado…


EDMUND. (Como si no lo oyera, sardónicamente.) ¿Te imaginas a Jamie, perseguido por sí mismo
y por el whisky, ocultándose en un cuarto de hotel de Broadway con alguna ramera gorda –le
gustan gordas- y recitándole “Cyrana” de Dowson? (Recita burlonamente, pero con hondo
sentimiento.)
Toda la noche, sobre el mío, sentí latir su tibio corazón;
durante toda la noche estuvo tendida en mis brazos,
sumida en el amor y el sueño;
por cierto que los besos de su mercenaria boca roja
eran dulces;
pero yo estaba desolado y enfermo de una vieja pasión,
cuando desperté y descubrí que amanecía;
te he sido fiel, Cyrana, a mí manera.
(Sarcásticamente.) ¡Y la pobre reina de nudismo de vodevil no entiende una sola palabra de
esto, pero sospecha que la insultan! Y Jamie nunca amó a ninguna Cyrana ni le fue fiel a
ninguna mujer, ni aun a su manera. ¡Pero ahí lo tienes tendido, engañándose con la idea de
que es un ser superior y disfruta placeres que “el vulgo nunca podrá comprender”! (Ríe.) Es
algo absurdo… ¡completamente absurdo!
TYRONE. (Con voz vacilante y sombría.) Es una locura, sí. Si quieres arrodillarte y rezar… Al
negar a Dios, niegas la cordura.
EDMUND. (Haciendo caso omiso de estas palabras.) Pero… ¿quién soy yo para sentirme
superior? He cometido la misma estupidez. ¡Y todo eso no es más descabellado que es caso
del propio Dowson cuando, inspirado por los vapores del ajenjo, le escribió a una cantinera
imbécil, quien lo creyó un pobre borracho demente y le dio calabazas para casarse con un
camarero! (Ríe. Con grave y sincera solidaridad.) ¡Pobre Dowson! El alcohol y la
tuberculosis acabaron con él. (Se sobresalta y por un momento parece afligido y asustado.
Con defensiva ironía.) Quizá sería oportuno que cambiara el tema.
TYRONE. (Sombrío.) ¿De dónde sacas tu gusto literario? ¡Esa maldita biblioteca tuya! (Señala el
pequeño librero del foro.) ¡Voltaire, Rousseau, Schopenhauer, Nietzsche, Ibsen! ¡Ateos,
imbéciles y locos! ¡Y tus poetas! ¡Ese Dowson y ese Baudelaire y Swinburne y Oscar Wilde y
Poe! ¡Frecuentadores de rameras y degenerados! ¡Bah! ¡Y pensar que tengo ahí… (Señala el
librero grande) …tres buenas colecciones de Shakespeare que podrías leer!
EDMUND.

(Provocativamente.) Dicen que también él era un borrachín.

TYRONE. ¡Mienten! No dudo que le gustara tomarse un trago –es una flaqueza propia de todo
hombre cabal-, pero sabía beber sin envenenarse el cerebro con morbosidades e inmundicias.


No lo compares con esa gentuza que tienes ahí. (Vuelve a señalar el librero pequeño.) ¡Tu
sucio Zola! ¡Y tu Dante Gabriel Rossetti, que era morfinómano! (Se sobresalta, con aire
culpable.)
EDMUND. (Con defensiva sequedad.) Quizá sea prudente cambiar de tema. (Pausa.) No puedes
acusarme de desconocer a Shakespeare. ¿Acaso no te gané una vez cinco dólares cuando me
apostaste que no podría aprenderme uno de sus papeles protagónicos en una semana, como lo
hacías tú en tus obras de repertorio? Aprendí el papel de Macbeth y lo recité a la perfección,
dándome tú el pie.
TYRONE. (Con tono de aprobación.) Es verdad. Lo hiciste. (Sonríe burlonamente y suspira.)
Sufrí espantosamente, lo recuerdo, al oírte asesinar los versos. Habría preferido pagar la
apuesta sin obligarte a probar que los sabías. (Ríe y Edmund sonríe. Luego, Tyrone se
sobresalta al oír un ruido en el primer piso y dice, con temor.) ¿Oíste? Es ella que camina.
Creí que se había dormido.
EDMUND. ¡Olvida eso! ¿Tomamos otro whisky? (Aferra la botella, se sirve y la repone en su
lugar. Con indiferencia forzada, mientras su padre se sirve.) ¿Cuándo se acostó mamá?
TYRONE.

Apenas te fuiste. No quiso cenar. ¿Por qué te escapaste?

EDMUND.

Por nada. (Alzando bruscamente el vaso.) Bueno, salud.

TYRONE. (Mecánicamente.) Salud, muchacho. (Beben. Tyrone vuelve a escuchar el ruido del
primer piso. Con temor.) Está caminando mucho. Ojalá no baje.
EDMUND. (Con voz apagada.) Sí. A esta altura sólo sería un fantasma que ronda el pasado. (Hace
una pausa. Con tono acongojado.) Evoca los tiempos en que yo no había nacido…
TYRONE. ¿Acaso no hace lo mismo conmigo? Recuerda los tiempos en que no me conocía. Como
si sus únicos días felices fueran los que pasó en casa de su padre o en el convento, rezando y
tocando el piano. (Con celoso resentimiento, en su amargura.) Ya te dije que aceptaras sus
recuerdos con reservas. Su maravilloso hogar era como cualquier otro. Su padre distaba de ser
el espléndido, generoso y noble caballero irlandés que ella dice. Simpaticé con él, y él
conmigo. Era, además, bastante próspero, con su almacén de víveres al por mayor. Un
hombre capaz. Pero tenía su flaqueza. Ella condena mi afición por la bebida, pero olvida la de
él. Es verdad que su padre no bebió una sola gota hasta los cuarenta, pero después recuperó el
tiempo perdido. Y se convirtió en un pertinaz bebedor de champán, la peor especie de
borracho. Ese era su gran alarde: beber sólo champán. Y eso acabó pronto con él… eso y la
tuberculosis… (Se interrumpe mirando a su hijo con aire culpable.)


EDMUND.

(Sardónicamente.) Parece que no podemos evitar los temas desagradables… ¿eh?

TYRONE. (Suspira tristemente.) No. (Con una conmovedora tentativa de cordialidad.) ¿Qué te
parece si jugamos una partidita de casino, muchacho?
EDMUND.

Bueno.

TYRONE. (Barajando torpemente los naipes.) No podemos echarle llave a la puerta y acostarnos
hasta que vuelva Jamie en el último tranvía –y espero que no vuelva-, y de todos modos, no
quiero subir hasta que ella esté dormida.
EDMUND.

Yo tampoco.

TYRONE. (Sigue barajando torpemente, olvidándose de las cartas.) Como te decía, debes aceptar
sus recuerdos con reservas. Me refiero a sus estudios de piano y a su sueño de ser concertista.
Esa idea se la inculcaron las monjas, que la adulaban. Era su favorita. La querían por ser muy
devota. Pero las monjas son unas ingenuas cuando se trata de la vida mundana. Ni siquiera
saben que por cada millón de jóvenes que prometen, una sola llega a concertista. Es verdad
que tu madre tocaba bastante bien para ser una colegiala, pero eso no basta para creer que
pudo ser…
EDMUND.

(Con aspereza.) Si es que vamos a jugar… ¿por qué no das cartas?

TYRONE. ¿Eh? Ah, sí. (Da cartas, con un concepto muy inexacto de la distancia.) ¡Y la idea de
que podía ser monja! Eso fue peor. Tu madre era una de las muchachas más bellas que se
hayan visto. Y lo sabía. Era pícara y coqueta, Dios la bendiga, detrás de toda su timidez y sus
sonrojos. Nunca le hicieron renunciar al mundo. Reventaba de salud y bríos y amor a la vida.
EDMUND.

¡Por amor de Dios, papá! ¿Por qué no miras tus cartas?

TYRONE. (Recogiéndolas, con aire sombrío.) Sí, Veamos qué tengo aquí. (Ambos miran sus
barajas sin ver. Luego se sobresaltan. Tyrone murmura.) ¡Escucha!
EDMUND.

Está bajando.

TYRONE.

(Precipitadamente.) Juguemos. Finge no notar su presencia y pronto volverá a subir.

EDMUND. (Mirando por la sala del frente, con alivio.) No la veo. Habrá empezado a bajar y
vuelto a subir.
TYRONE.

¡Gracias a Dios!


EDMUND. Sí. Es horrible verla tal como debe estar ahora. (Con amargura y dolor.) Lo más penoso
es el muro de confusión que mamá construye a su alrededor. O, digamos más bien, la niebla
en que se oculta y se pierde. ¡Deliberadamente! ¡Eso es lo infernal del asunto! Uno sabe que
hay algo en ella que lo hace con intención… ¡para ponerse fuera de nuestro alcance, para
librarse de nosotros, para olvidar que estamos vivos! ¡Es como si, a pesar de amarnos, nos
odiara!
TYRONE. (Le reprocha, con dulzura.) Vamos, vamos, muchacho. No es ella. Es ese maldito
veneno.
EDMUND. (Con amargura.) Lo toma para conseguir ese efecto. ¡Por lo menos, sé que esta vez lo
hizo para eso! (Bruscamente.) Me toca a mí… ¿verdad? Ahí va. (Tira un naipe.)
TYRONE. (Jugando mecánicamente y con amable reconvención.) A pesar de todo su disimulo, la
asustó muchísimo tu enfermedad. No seas demasiado duro con ella, Ed. Recuerda que es
irresponsable. Cuando ese maldito veneno domina a alguien…
EDMUND. (Su semblante se endurece y lo mira con amarga acusación.) ¡No debió dominarla! ¡Sé
muy bien que ella no tiene la culpa! ¡Y sé quién la tiene! ¡Tú! ¡Tu maldita avaricia! ¡Si
hubieras gastado dinero en un médico como es debido cuando se enfermó después de nacer
yo, mamá ni siquiera sabría que existe la morfina! ¡Pero la pusiste en manos de un charlatán
de hotel que no quiso reconocer su ignorancia y eligió el camino más fácil, sin importarle un
rábano lo que le pasaría a ella después! ¡Todo porque cobraba barato! ¡Otra de tus gangas!
TYRONE. (Herido, con culpa.) ¡Cállate! ¿Cómo te atreves a hablar de algo que ignoras por
completo? (Tratando de dominarse.) Procura comprender mi situación. ¿Cómo podía yo saber
que era un médico de esos? Tenía buena reputación…
EDMUND.

¡Entre los borrachos del bar del hotel, seguramente!

TYRONE.

¡Mentira! Le pedí al hotelero que me recomendara al mejor…

EDMUND. ¡Sí! ¡Y al mismo tiempo gritabas que terminarías en el asilo, insinuando que querías un
médico barato! ¡Conozco tu sistema! ¡Dios mío, es natural que lo conozca después de lo
ocurrido está tarde!
TYRONE.

(A la defensiva, sintiéndose culpable.) ¿Qué sucedió esta tarde?

EDMUND. Ahora, da lo mismo. ¡Estamos hablando de mamá! Digo que por más excusas que des,
sabes perfectamente que la culpa fue de tu tacañería…


TYRONE.

¡Y yo digo que eres un embustero! Cállate ahora mismo o…

EDMUND. (Haciendo caso omiso de sus palabras.) Cuando descubriste que mamá se había
habituado a la morfina… ¿por qué no la mandaste a un sanatorio donde la curasen, entonces,
al principio, cuando aún podía salvarse? ¡No, eso habría significado gastar un poco de dinero!
¡Apuesto a que le dijiste que le bastaba con usar su fuerza de voluntad! Es lo que sigues
creyendo en el fondo, a pesar de lo que han dicho los médicos; los médicos que realmente
saben algo sobre eso.
TYRONE. ¡Mientes de nuevo! ¡Ahora sé que no es así! Pero… ¿cómo podía estar enterado
entonces? ¿Qué sabía de morfina? Tardé años en advertir lo que pasaba. Creía que ella no se
había curado totalmente de su enfermedad, eso es todo. ¿Por qué no la mandé a un sanatorio,
dices? (Con amargura.) ¿Acaso no lo hice? ¡Gasté miles y más miles de dólares en
tratamientos! Derroché el dinero. ¿De qué le sirvió todo? Siempre volvía a empezar.
EDMUND. ¡Porque nunca le diste algo que la ayudase a abandonarlo! ¡Mamá no tenía más hogar
que este húmedo casarón en un pueblo que detesta, y hasta te has negado a gastar dinero en
adecentarlo, mientras sigues comprando fincas y dejándote embaucar por cualquier bribón
que te habla de una mina de otro o de plata o de alguna otra estafa para enriquecerse pronto!
¡La arrastraste en tus giras, y debió dormir en míseros albergues donde no tenía con quién
hablar, y esperar en sucios hoteles a que volvieras borracho cuando cerraran los bares! ¡Díos
mío! ¿Tiene algo de raro que no haya querido curarse? ¡Cuando pienso en eso, te odio!
TYRONE. (Acongojado.) ¡Edmund! (En un acceso de ira.) ¿Cómo te atreves a hablarle así a tu
padre, cachorro insolente? ¡Después de todo lo que he hecho por ti!
EDMUND.

¡Ahora hemos llegado a eso! ¡A lo que estás haciendo por mí!

TYRONE. (Nuevamente con aire culpable y haciendo caso omiso de estas palabras de su hijo.)
¿Cesarás de repetir las descabelladas acusaciones de tu madre, que sólo las dice cuando habla
por ella el veneno? Nunca la arrastré en mis giras contra su voluntad. Naturalmente, quería
tenerla a mi lado. La amaba. Y ella me acompañaba porque me amaba y deseaba estar
conmigo. Ésa es la verdad, diga lo que diga tu madre cuando no es ella misma. Y no tenía por
qué sentirse solitaria. Podía hablar con los actores de mi compañía. También estaban sus
hijos. Y yo insistía, a pesar del gasto, ñeque viajara con nosotros una niñera.
EDMUND. (con amargura.) ¡Sí, tu única generosidad, y eso porque estabas celoso al ver que mamá
se ocupaba demasiado de nosotros y querías que no te estorbáramos! Ese fue otro error! Si
mamá hubiese tenido que cuidarme, hallando así una distracción, quizá habría podido…


TYRONE. (Acicateado por un impulso de venganza.) O por lo demás, si insistes en juzga las cosas
por lo que dice mamá cuando no está en su sano juicio, si tú no hubieses nacido ella no
habría… (Se interrumpe, avergonzado.)
EDMUND.

(Repentinamente agotado y afligido.) Claro. Sé lo que piensa, papá.

TYRONE. (Con contrita protesta.) ¡No! ¡No piensa eso! ¡Te quiere todo lo que puede querer una
madre! Sólo hablé así porque me irritaste mucho al hurgar en el pasado… y dijiste que me
odiabas…
EDMUND. (Con tristeza.) No lo dije con intención, papá. (Repentinamente, sonríe y bromea con
un dejo de borrachera.) Soy como mamá. No puedo dejar de quererte, a pesar de todo.
TYRONE. (Con una sonrisa un poco ebria, a su vez.) Podría decir lo mismo de ti. No eres gran
cosa como hijo. Es uno de esos casos en que se puede decir “Algo pobre, pero mío”. (Ambos
ríen, con afecto sincero aunque alcohólico. Tyrone cambia de tema.) ¿Y nuestro partido? ¿A
quién le toca jugar?
EDMUND. A ti, me parece. (Tyrone juega un naipe que Edmund toma y vuelven a olvidar el
partido.)
TYRONE. No debes dejarte desalentar demasiado por la mala noticia que te dieron hoy,
muchacho. Los dos médicos me prometieron que, si obedeces las órdenes en el
establecimiento al cual vas, te curarás en seis meses, en un año a lo sumo.
EDMUND.

Tú sabes que me voy a morir.

TYRONE.

¡Mentira! ¡Estás loco!

EDMUND.

Y siendo así… ¿por qué gastar dinero? Por eso me mandas a una granja del estado…

TYRONE. (Con azoramiento culpable.) ¿Qué granja del estado? Es el sanatorio Hilltown, eso es
todo lo que sé, y los dos médicos me dijeron que era ideal para ti.
EDMUND. (Hiriente.) ¡Por lo barato! ¡Es decir, porque no cobra nada, o virtualmente nada! ¡No
mientas, papá! Sabes perfectamente que el sanatorio Hilltown es una institución del estado.
Jamie sospechó que le dirías a Hardy con voz llorosa el cuento del asilo y le sonsacó la
verdad.
TYRONE. (Furioso.) ¡Ese holgazán borracho! ¡Lo echaré a puntapiés! ¡Te ha envenenado el alma
contra mí desde que tuviste uso de razón!


EDMUND. ¡No puedes negar que es verdad lo que te he dicho sobre la granja del estado! ¿No es
así?
TYRONE. ¡No es verdad tal como lo miras! ¿Y qué, si lo administra el estado? Es muy natural. El
estado tiene el dinero necesario para mantener un establecimiento mejor que cualquier
sanatorio privado. ¿Y por qué no habría yo de aprovechar esa circunstancia? Es mi derecho…
y el tuyo. Somos vecinos de este distrito. Yo soy propietario. Ayudo a mantenerlo. Me
recargan de impuestos…
EDMUND.

(Con marga ironía.) Sí, sobre propiedades tasadas en un cuarto de millón.

TYRONE.

¡Mentira! ¡Todo está hipotecado!

EDMUND. Hardy y los especialistas saben cuánto dinero tienes. ¡Me pregunto qué pensaron de ti al
oírte gimotear que acabarías en el asilo, insinuando que querías confiarme a la caridad del
estado!
TYRONE. ¡Mentira! Sólo dije que no podía permitirme un sanatorio de millonario porque era
pobre. ¡Esa es la verdad!
EDMUND. ¡Y luego fuiste al club y te encontraste con McGuire y dejaste que te estafara
endosándote otra de sus propiedades sin valor! (Al ver que su padre se dispone a negarlo.)
¡No me mientas! Nos encontramos con McGuire en el bar del hotel cuando acababa de
separarse de ti. ¡Jamie le dijo burlonamente que habías mordido el anzuelo y él le guiñó el ojo
y se echó a reír!
TYRONE.

(Con débil intención de mentir.) Es un embustero si ha dicho…

EDMUND. ¡No me mientas! (Con creciente apasionamiento.) ¡Dios mío, papá! Desde que fui al
mar y viví por mi cuenta y supe lo que significaba trabajar de firme por unos pocos dólares y
no tener un centavo y pasar hambre y acampar sobre los bancos de los parques por falta de
otro lugar donde dormir, traté de ser justo contigo porque comprendí las penurias de tu
infancia. Procuré tener en cuenta esas cosas. ¡Dios mío, si uno no las tuviera en cuenta en esta
maldita familia se volvería loco! ¡Yo mismo he tratado de justificar las cosas mal hechas que
he realizado! También he tratado de pensar, como mamá, que tú no puedes dejar de ser así en
cuestiones de dinero. Pero, Dios mío… ¡tu última treta es el colmo! ¡Me da náuseas! Y no por
tu pésima manera de tratarme. ¡Al diablo con eso! A mi manera, yo te he tratado mal más de
una vez. Pero… ¡pensar que, cuando tu hijo está tuberculoso, eres capaz de exhibirte ante
toda la gente del pueblo como un miserable tacaño! ¿Acaso no sabes que Hardy hablará y lo
sabrán todos aquí? ¡Dios mío! ¿No tienes amor propio ni vergüenza? (En un arranque de


cólera.) ¡Y no creas que te dejaré salirte con la tuya! ¡No iré a ninguna de esas malditas
granjas del estado para ahorrarte unos sucios dólares que te permitan comprar más
propiedades sin valor! ¡Maldito tacaño…! (Se atraganta, su voz tiembla de ira y lo
convulsiona un acceso de tos.)
TYRONE.
(Se ha encogido en su silla ante este ataque y su culpable remordimiento supera su
ira. Balbucea.) ¡Cállate! ¡No me digas eso! ¡Estás borracho! No me importa lo que dices.
Basta de toser, muchacho. Te excitas por una bagatela. ¿Quién dijo que debías ir
forzosamente a ese sanatorio Hilltown? ¡Puedes ir adonde se te antoje! Me importa un cuerno
lo que cueste. No me llames tacaño sólo porque no quiero que los médicos me crean un
millonario a quien pueden estafar. (Edmund ha dejado de toser. Parece enfermo y débil. Su
padre lo mira fijamente, con temor.) Te veo débil, muchacho. Más vale que bebas un trago.
EDMUND. (Aferrando la botella y llenando su vaso hasta el borde, con voz desfalleciente.)
Gracias. (Bebe de un solo trago.)
TYRONE. (Se sirve bastante whisky, vaciando la botella, y bebe. Inclina la cabeza y contempla
con aire estúpido los naipes de la mesa. Con tono indeciso.) ¿A quién le toca jugar.
(Continúa, sombríamente, sin resentimiento.) ¡Un miserable tacaño! Bueno, acaso tengas
razón. Quizá no pueda dejar de serlo, aunque durante toda mi vida, desde que tuve dinero, lo
tiré sobre el mostrador para pagarles la copa a todos los que estaban en el bar, o se lo presté a
vagabundos que nunca me lo devolverían… (Con una sarcástica sonrisa de desdén por sí
mismo que le relaja la boca.) Pero, naturalmente, eso sucedía en los bares, cuando me
saturaba de whisky. No podía pensar lo mismo cuando descubrí el valor de un dólar y el
temor al asilo. Desde entonces, nunca pude creer en mi buena suerte. Siempre temí que
pasaría la racha y me quitarían todo lo que tengo. Pero cuantas más propiedades tiene uno,
más a salvo se siente. Quizás eso no sea lógico, pero es así. Los bancos se declaran en quiebra
y nuestro dinero desaparece, pero sabemos que podemos conservar la tierra que está bajo de
nuestros pies. (De pronto su tono se hace desdeñosamente superior.) Dijiste que comprendías
los obstáculos que debí vencer en mi infancia. ¡Qué has de comprender! Tú lo tuviste todo,
niñeras, escuelas, universidad, aunque no la terminaste. Tenías alimento, ropa. ¡Oh, ya sé que
tuviste que trabajar de firme con la espalda y con las manos, que vagabundeaste sin hogar ni
dinero por tierras extrañas y te respeto por ello! Pero eso fue para tu romanticismo y aventura.
Fue un juego.
EDMUND. (Con sombrío sarcasmo.) Sí, sobre todo cuando traté de suicidarme en la taberna de
Jimmie el Sacerdote y casi lo conseguí.
TYRONE.

Habías perdido el juicio. Ningún hijo mío trataría nunca de… ¡Estabas borracho!


EDMUND. En aquel momento, no había bebido una sola gota. Por eso lo hice. Había estado
pensando demasiado tiempo.
TYRONE. (Con mal humor de ebrio.) ¡No empieces otra vez con tu maldita morbosidad de ateo!
No quiero molestarme en escucharte. Trataba de hacerte comprender… (Desdeñosamente.)
¿Qué sabes tú del valor de un dólar? Cuando yo tenía diez años, mi padre abandonó a mi
madre y se fue a morir a Irlanda. Cosa que hizo bastante pronto y se lo merecía y ojalá se esté
asando en el infierno. Confundió un veneno para ratas con harina o azúcar o algo así. Las
murmuraciones dijeron que no fue un error, pero es mentira. Nadie en mi familia quiso
nunca…
EDMUND.

Apostaría que no fue un error.

TYRONE. ¡Más morbosidad! Tu hermano te metió eso en la cabeza. La peor de las sospechas es
para él la única verdad. Pero da igual. Mi madre, extranjera en tierra extraña se vio
abandonada con cuatro niños de corta edad: yo, una hermana algo mayor y dos hermanitas.
Mis dos hermanos mayores se habían ido a otras ciudades y no podían ayudarnos. Bastante
les costaba ya ganarse el pan. Nuestra pobreza nada tuvo de romántica. Nos desalojaron dos
veces de la mísera covacha que llamábamos hogar y arrojaron a la calle el par de muebles
destartalados de mi madre, y ella y mis hermanas lloraron. Yo también lloré, aunque traté de
contenerme porque era el hombre de la familia. ¡A los diez años! Se acabó la escuela para mí.
Trabajé doce horas diarias en un taller mecánico aprendiendo a hacer limas. Era un sucio
cobertizo donde se filtraba la lluvia por el tejado, donde uno se asaba en verano y no había
estufa en invierno y las manos se entumecían de frío, adonde la única luz penetraba por dos
ventanitas sucias, de modo que los días nublados tenía que inclinarme y tocar casi con los
ojos las limas para poderlas ver. ¿Y cuánto crees que me pagaban por eso? ¡Cincuenta
centavos semanales! ¡Ésa es la verdad! ¡Cincuenta centavos semanales! Y mi pobre madre
lavaba y fregaba durante todo el día y mi hermana mayor cosía y mis hermanitos se quedaban
en casa para atender a los quehaceres. Nunca nos alcanzaban la ropa ni la comida. Recuerdo
muy bien el Día de Acción de Gracias, o quizás haya sido la Navidad, en que un hombre cuya
casa fregaba mi madre le dio un dólar de propina y ella se lo gastó durante el trayecto de
regreso en alimentos. Recuerdo cómo nos abrazó y besó y nos dijo, mientras por su cansado
rostro resbalaban lágrimas de alegría: “¡Dios sea loado! ¡Por una vez en la vida, todos
tendremos lo suficiente!” (Se enjuga las lágrimas.) Era una buena mujer, una mujer valiente y
dulce. Nunca la hubo más valiente ni mejor.
EDMUND.

(Conmovido.) Sí, debió de serlo.

TYRONE. Sólo temía envejecer y enfermarse y morir en el asilo. (Hace una pausa; luego agrega,
con lúgubre humor.) Fue en esos tiempos cuando aprendí a ser tacaño. ¡Un dólar valía tanto


entonces! Y cuando se ha aprendido una lección, cuesta desaprenderla. Uno siente el impulso
de buscar las gangas. Si esa granja-sanatorio del estado me pareció una ganga, debes
perdonarme. Los médicos me dijeron que era un establecimiento adecuado. Créeme, Edmund.
Y te juro que ni por un momento pensé en mandarte allí si no querías ir. (Con vehemencia.)
¡Puedes elegir el sanatorio que se te antoje! ¡No me importa lo que cueste! Puedo permitirme
cualquiera. Lo que quieras… dentro de lo razonable. (Ante este requisito, una sonrisa burlona
se asoma a los labios de Edmund. Su resentimiento se ha disipado. Su padre prosigue, con
aire cuidadosamente despreocupado, incidental.) El especialista recomendó otro sanatorio.
Dijo que no tenía nada que envidiarle a ningún otro del país. Lo subvenciona un grupo de
fabricantes millonarios, mayormente en beneficio de sus obreros, pero tú puedes ir allá por ser
vecino del distrito. Este establecimiento está respaldado por tanto dinero que no necesita
cobrar mucho. Sólo hay que pagar siete dólares semanales, pero se obtiene un valor diez
veces mayor. (Precipitadamente.) No quiero inducirte a que hagas nada, compréndelo. Repito
simplemente lo que me han dicho.
EDMUND. (Disimulando su sonrisa, con tono incidental.) ¡Oh, ya lo sé! La oportunidad me parece
excelente. Con eso queda solucionado el problema. (Bruscamente, vuelve a mostrarse
afligido y desesperado.) De todos modos, da igual ahora. ¡Olvidémoslo! (Cambiando de
tema.) ¿Y nuestro partido? ¿A quién le toca jugar?
TYRONE. (Mecánicamente.) No lo sé. A mí, me parece. No, a ti. (Edmund tira un naipe. Su padre
lo toma. Luego, cuando se dispone a jugar a su vez, vuelve a olvidar la partida.) Sí. Creo que
la vida me dio una lección harto severa y me enseñó a asignarle demasiado valor a un dólar. Y
ese error llegó a estropear mi magnífica carrera de actor. (Tristemente.) Nunca se lo he
confesado a nadie, muchacho, pero esta noche me siento tan abatido como si todo se hubiese
acabado para mí… ¿y de qué me servirían el falso orgullo y la jactancia? Esa maldita comedia
que compré por una bicoca y con la cual obtuve un gran éxito –un gran éxito comercial- me
estropeó la vida con su promesa de fortuna fácil. No quise ya representar otra y cuando noté
que me había convertido en un esclavo de esa condenada obra y probé otras, ya era
demasiado tarde. Me habían identificado con aquel papel y no querían verme en otro. Y
tenían razón. Había perdido mi gran talento con los años de fácil repetición, sin aprender un
solo papel nuevo, sin trabajar realmente nunca de firme. ¡De treinta y cinco a cuarenta mil
dólares de beneficio neto por temporada, sin el menor esfuerzo! La tentación era demasiado
grande. Y sin embargo, antes de comprar esa desdichada comedia, me consideraban uno de
los tres o cuatro actores jóvenes más provisores de Estados Unidos. Había trabajado
afanosamente, renunciando a un buen empleo de mecánico para ser sustituto en un elenco
porque amaba el teatro. Me enloquecía la ambición, leía todas las obras dramáticas que se
habían escrito, estudiaba a Shakespeare como quien estudia la Biblia. Me educaba a mí
mismo. Me libré de un acento irlandés muy áspero. Shakespeare me entusiasmaba. Habría


interpretado cualquiera de sus obras sin cobrar un centavo, por el sólo goce de vivir en la
atmósfera de su gran poesía. Y me desempeñaba bien en ella. Me inspiraba. Si hubiese
insistido, habría podido llegar a ser un notable intérprete shakesperiano. ¡Y lo sabía! En 1874,
cuando Edwin Booth vino a trabajar al teatro de Chicago donde yo era el primer actor, hice
una noche el Casio mientras él hacía el papel de Bruto, otra noche encarné a Bruto cuando él
hacía el Casio; también interpreté a Otelo mientras él hacía el Yago, y así en algunos casos
más. Al verme en el Otelo, Booth le dijo a su empresario: “¡Ese joven está haciendo el papel
de Otelo mejor que yo!” (Orgullosamente.) ¡Eso lo dijo Booth, el actor más grande de su
tiempo y tal vez de todos los tiempos! ¡Y era verdad! ¡Y sólo tenía veintisiete años! Cuando
lo recuerdo, comprendo que esa noche fue la culminación de mi carrera. ¡Había llegado
adonde quería llegar! Y durante algún tiempo seguí subiendo, con incesante ambición. Me
casé con tu madre. Pregúntale cómo era yo entonces. Su amor fue un incentivo para mi
ambición. Pero a los pocos años mi buena y mala suerte hicieron que diera con el gran
negocio. Al principio no lo fue para mí. Era un gran papel romántico que yo, bien lo sabía,
podía desempeñar mejor que nadie. Pero esa obra fue desde el principio un gran éxito de
taquilla… y entonces la vida me llevó a donde quería llevarme… ¡a un beneficio neto de
treinta y cinco a cuarenta mil dólares por temporada! Una fortuna entonces… y aun hoy. (Con
amargura.) No sé qué diablos quería comprar que valiera la pena de… Bueno, da igual. Es
tarde para arrepentirse. (Mira distraídamente a sus naipes.) Me toca jugar a mí… ¿verdad?
EDMUND. (Conmovido, lo mira comprensivamente y replica, con lentitud.) Me alegro de que me
hayas dicho eso, papá. Ahora, te conozco mucho mejor.
TYRONE. (Con una sonrisa desvaída, forzada.) Acaso no debí decírtelo. Quizá sólo me desprecies
más así. Y es una triste manera de convencerte del valor de un dólar. (Como si esta frase
suscitara automáticamente en él una asociación de ideas habitual, mira con aire
desaprobatorio la araña.) El resplandor de esas luces me irrita los ojos. ¿Tienes
inconveniente en que las apague? No las necesitamos y no hay por qué enriquecer a la
compañía de electricidad.
EDMUND.

(Reprimiendo un salvaje impulso de reír, con tono amable.) No, claro que no. Apágalas.

TYRONE. (Se levanta pesadamente y tambaleándose un poco va mecánicamente hacia las
lámparas, mientras vuelve a sus pensamientos anteriores.) No. No sé qué diablos quería
comprar. (Apaga con un clic una de las lámparas.) Te juro por lo más sagrado, Edmund, que
me conformaría con no tener un solo acre de tierra ni un centavo en el banco… (Apaga con
un clic otra lámpara.) …y me resignaría a no tener más hogar que el asilo en la vejez con tal
de poder recordar el magnífico artista que pude haber sido. (Apaga la tercera lámpara y sólo


queda la de leer. Se vuelve a sentar pesadamente. De pronto, Edmund no logra reprimir una
carcajada forzada e irónica. Tyrone se siente herido.) ¿De qué diablos te ríes?
EDMUND.

De ti, no. De la vida. ¡Es tan absurda!

TYRONE. (Gruñendo.) Sigues diciendo cosas morbosas. La vida nada tiene de malo. Somos
nosotros quienes… (Cita.)
El defecto no está en nuestras estrellas,
mi querido Bruto, sino en nosotros mismos,
que consentimos en ser inferiores.
(Pausa. Agrega, melancólicamente.) Cuando Edwin Booth elogió mi Otelo, le encargué a mi
empresario que anotara todas sus palabras y las guardé en mi cartera durante años. Solía
releerlas, hasta que me causaron tanto malestar que no tuve el valor de afrontarlas. ¿Dónde
estará ahora esa anotación? En algún rincón de esta casa. Recuerdo que la guardé
cuidadosamente…
EDMUND. (Con forzada e irónica tristeza.) Quizás esté en algún viejo baúl del desván, con el traje
de novia de mamá. (Al ver que su padre lo mira absorto, añade, con rapidez.) ¡Por amor de
Dios! Si hemos de jugar, juguemos.
Toma la baraja que ha tirado su padre y le contesta. Por un momento, ambos siguen la
partida como unos autómatas que jugaran ajedrez. Luego, Tyrone se detiene escuchando
un rumor del primer piso.
TYRONE.

Todavía camina. ¡Quién sabe cuándo se dormirá!

EDMUND. (Suplicante, con aire tenso.) ¡Papá, olvida eso, por favor! (Se sirve whisky. Tyrone va a
protestar, pero renuncia a esa idea. Edmund bebe. Deja el vaso. Su expresión fisonómica
cambia. Cuando habla, se diría que se abandona deliberadamente a la embriaguez y procura
ocultarse detrás de una actitud sensiblera.) Sí, mamá camina ahí arriba, como un fantasma
que ronda el pasado, y nosotros fingimos olvidar, pero tratamos de percibir el más leve
sonido, oímos gotear la humedad de la niebla desde los aleros como el irregular tictac de un
desvencijado y extravagante reloj de pared… ¡o como las aburridas lágrimas de una
trotacalles que caen en un charco de cerveza rancia, sobre la mesa de una taberna! (Ríe, con
estimación de ebrio.) Esto último no estuvo tan mal… ¿eh? Es mío, no de Baudelaire.
¡Créeme! (Con locuacidad alcohólica.) Acabas de contarme algunos momentos culminantes
de tus recuerdos. ¿Quieres oír los míos? Todos están ligados con el mar. Ahí va uno. Fue
cuando viajaba en un vapor con destino a Buenos Aires. A favor de los vientos alisios y con
luna llena. El viejo armatoste marchaba a catorce nudos por hora. Yo estaba tendido sobre el


bauprés, mirando a popa, y el agua me salpicaba con su espuma, y los mástiles, con todas las
velas desplegadas, resplandecían con su blancura y su imponente mole a la luz de la luna, en
lo alto. Todo aquello me embriagó con su belleza y su ritmo musical y por un momento me
olvidé de mí mismo… y, en realidad, hasta me olvidé de mi vida ¡Me sentí libre! ¡Me disolví
en el mar, me convertí en blancas velas y volátil espuma, me troqué en hermosura y ritmo, fui
el claro de luna y el barco y el cielo vagamente estrellado! ¡Pertenecí, sin pasado ni futuro, a
la paz y a la unidad y a una salvaje alegría, a algo más grande que mi propia vida o la vida del
Hombre, a la Vida misma! ¡A Dios, si lo prefieres así! También recuerdo otra ocasión, en el
American Line, cuando estaba de vigía en las cofas y cumplía el cuarto de guardia del
amanecer. El mar estaba sereno. Sólo se advertía el perezoso trepidar de la cubierta y el
pausado y soñoliento balanceo del barco. Los pasajeros dormidos y un solo tripulante a la
vista. No se oía ningún rumor humano. Detrás de mí y a mis pies, un negro humo brotaba de
las chimeneas. Yo soñaba, olvidando mi misión de vigía, me sentí solo y aislado allá en lo
alto, y veía arrastrarse el amanecer como un sueño pintado por el cielo y el mar, que dormían
juntos. Entonces llegó el momento de extática libertad. ¡La paz, el fin de la búsqueda, el
último puerto, la alegría de realizarse más allá de los sucios, lastimeros y codiciosas temores,
esperanza y sueños de los hombres! Y otras veces, cuando me internaba en el mar a nado o
estaba tendido a solas en la playa, tuve la misma experiencia. Me convertí en el sol, en la
arena caliente, en el alga verde anclada a una roca que la marea hace ondular. ¡Cómo la visión
de beatitud de un santo, como el velo de las cosas cuando parece descorrerlo una mano
invisible! Uno ve por un momento… y al vislumbrar el secreto, se identifica con él.
¡Fugazmente ve un sentido! ¡Luego, la mano deja caer el velo y uno se queda solo, perdido
nuevamente en la niebla, y sigue avanzando a tropezones sin saber dónde, sin saber para qué!
(Con una sonrisa que parece una mueca.) Nací hombre por error. Pude lograr un éxito mucho
mayor como gaviota o como pez. ¡Así, siempre seré un forastero sin hogar, que no necesita a
nadie y a quien nadie necesita, que nunca podrá pertenecer a algún lugar y que siempre estará
un poco enamorado de la muerte!
TYRONE. (Mirándolo, absorto e impresionado.) Sin duda, tienes pasta de poeta. (Protestando,
con malestar.) Pero no digas que no te necesitan y que amas la muerte. ¡Eso es una locura
morbosa!
EDMUND. (Sardónicamente.) Pasta de poeta. No. Temo que soy como el hombre que mendiga un
cigarrillo. Ni siquiera hay en él pasta de fumador. Sólo tiene el hábito de fumar. No podría
alcanzar lo que traté de decirte hace un momento. Sólo fue un tartamudeo. Es lo mejor que
haré. Si vivo, naturalmente. Bueno. Por lo menos, será un realismo fiel. El tartamudeo es la
elocuencia propia de nosotros, los hombres de la niebla. (Pausa. Ambos se levantan de un
salto, sobresaltados, al oír un ruido fuera de la casa, como si alguien hubiese tropezado y


caído sobre los escalones del frente. Edmund sonríe.) Bueno, eso parece ser el hermano
ausente. Seguramente viene con una buena borrachera.
TYRONE. (Frunciendo el ceño.) ¡Ese haragán! Habrá pescado el último tranvía. ¡Mala suerte! (Se
levanta.) Acuéstalo, Edmund. Yo saldré al porche. Jamie tiene una lengua viperina cuando
está borracho. Me enfurecería oírlo.
Sale al porche lateral en el momento en que la puerta de la calle se cierra ruidosamente
tras de Jamie, Edmund observa, con aire divertido, el avance tambaleante de su hermano
por la sala del frente. Entra Jamie. Está muy ebrio y se le aflojan las piernas. Sus ojos
están vidriosos y su rostro hinchado, habla tartajosamente y no articula con nitidez, su
boca se afloja como la de su padre, en sus labios se advierte una sonrisa burlona.
JAMIE.

(Tambaleándose y parpadeando en el umbral, con voz sonora.) ¡Hola! ¡Hola!

EDMUND.

(Con aspereza.) ¡Nada de gritos!

JAMIE.
(Mirándolo, con ojos parpadeantes.) ¡Ah! ¡Buenas, Ed! (Con gravedad.) Estoy
borracho como una mujerzuela de parranda.
EDMUND.

(Secamente.) Gracias por haberme revelado un gran secreto.

JAMIE.
(Sonriendo estúpidamente.) Sí. Una información innecesaria… ¿eh? (Se inclina y se
palmea las rodilla.) Tuve un accidente serio. Los peldaños de la entrada trataron de
pisotearme. Aprovecharon la niebla para hacerme extraviar. Ahí afuera debieran poner un
faro. Y también está oscuro aquí dentro. (Frunciendo el ceño.) ¿Qué diablos es esto? ¿La
morgue? Proyectemos un poco de luz sobre ese punto. (Avanza tambaleándose hacia la mesa,
recitando versos de Kipling.)
¡Vado, vado, vado del río Kabul,
vado del Kabul en las tinieblas!
No te alejes de los palos herrados y te guiarán
en forma segura para cruzar el vado
del río Kabul en las tinieblas.
(Busca a tientas la araña y logra encender las tres lámparas.) Ahora sí. ¡Al diablo con
Gaspard! ¿Dónde está ese viejo avaro?
EDMUND.

Fuera, en el porche.

JAMIE.
No pretenderá que vivamos en la Celda Negra de Calcuta. (Sus ojos se detienen sobre
la botella de whisky llena.) ¡Hola! ¿Tengo el delirum tremens? (Tiende la mano torpemente y


la aferra.) ¡Dios mío! ¡Es una botella auténtica! ¿Qué le pasa al viejo está noche? Debe de
haberse osificado para olvidar que dejó afuera esto. La ocasión la pintan clava. Esa es la clave
de mi éxito. (Se sirve bastante whisky.)
EDMUND.

Ya hueles bastante mal. Esto te dejará fuera de combate.

JAMIE.
La sabiduría habla por la boca de los niños. Basta de palabras sabias, Ed. Estás recién
destetado. (Se desploma sobre una silla, sosteniendo cuidadosamente el vaso.)
EDMUND.

Está bien. Si quieres quedar inconsciente, allá tú.

JAMIE.
No puedo. Eso es lo malo. He bebido lo suficiente para hundir un barco, pero no puedo.
Bueno. Siempre queda la esperanza. (Bebe.)
EDMUND.

Pásame la botella. Tomaré un whisky también yo.

JAMIE.
(Con aire repentinamente solícito, de hermano mayor, asiendo la botella.) No, no
beberás. Por lo menos mientras yo esté aquí. Recuerda las instrucciones del médico.
Posiblemente a nadie le importe un rábano si te mueres, pero a mí sí. Eres mi hermano menor.
Te quiero mucho, Ed. Todo lo demás ha desaparecido. Sólo me quedas tú. (Acercándose más
la botella.) Con que nada de whisky para tu, si puedo evitarlo. (Debajo de su sentimiento de
borracho, hay una auténtica sinceridad.)
EDMUND.

(Con irritación.) ¡Oh, déjate de tonterías!

JAMIE.
Tú crees que no me importa… ¿verdad? Desvaríos de borracho, ¿eh? (Empuja la
botella hacia él.) Bueno. Sigue bebiendo y suicídate.
EDMUND. (Al verlo dolorido por sus palabras, afectuosamente.) Ya sé que eso te preocupa, Jamie,
y voy a dejar de beber. Pero esta noche no cuenta. ¡Hoy han sucedido demasiadas cosas, qué
diablos! (Se sirve whisky.) Salud. (Bebe.)
JAMIE.
(Se despeja momentáneamente y lo mira con piedad.) Lo sé, Ed. Ha sido un día penoso
para ti. (Con sarcástico cinismo.) Apostaría a que el viejo Gaspard no trató de impedirte que
bebieras. Probablemente quería tener un motivo para enviarte al sanatorio del estado para
enfermos indigentes. Cuanto antes te mueras, menos gastos. (Con desdeñoso odio.) ¡Qué
canalla tenemos por padre! ¡Dios mío! ¡Si figurara en un libro, nadie lo creería!
EDMUND. (A la defensiva.) ¡Oh! Papá es un buen hombre si tratamos de comprenderlo… y
conservamos nuestro sentido del humor.


JAMIE.
(Con cinismo.) El viejo te ha estado representado la vieja comedia lacrimógena… ¿eh?
Siempre logra engañarte. Pero a mí, no. A mí, no volverá a engañarme… (Lentamente.)
Aunque, en cierto modo, lo compadezco por una cosa. Pero hasta en eso la culpa es suya.
(Precipitadamente.) Bueno… ¡al diablo con eso! (Aferra la botella, se sirve más whisky y
parece nuevamente muy ebrio.) Siento que este último whisky me está dominando. Creo que
bastará para dejarme inconsciente. ¿Le dijiste al viejo Gaspard que, según el doctor Hardy,
ese sanatorio es una institución de caridad?
EDMUND. (De mala gana.) Sí. Le dije que no iría allí. Ahora todo está arreglado. Me contestó que
podía ir adonde quisiera. (Agrega, sonriendo sin resentimiento.) Dentro de lo razonable,
naturalmente.
JAMIE.
(Imitando con gestos de ebrio a su progenitor.) Naturalmente, muchacho. Cualquier
cosa, dentro de lo razonable. (Sarcástico.) Eso significa otro sanatorio barato. El viejo
Gaspard, el avaro de Las campanas, es un papel que papá podría interpretar sin maquillaje.
EDMUND. (Con irritación.) ¡Vamos, cállate! ¿Quieres? Ya te he oído llamarle Gaspard un millón
de veces.
JAMIE.
(Encogiéndose de hombros, con voz torpe.) Perfectamente. Si estás conforme… ¡que él
se salga con la suya! Serás tú quien se morirá… quiero decir, ojalá que eso no suceda.
EDMUND. (Cambiando de tema.) ¿Qué hiciste esta noche en el pueblo? ¿Fuiste a casa de Mamie
Burns?
JAMIE.
(Muy ebrio, asintiendo.) Claro. ¿En que otro lugar habría encontrado una camarería
femenina adecuada? Y amor. No olvides el amor. ¿Qué es el hombre sin el amor de una buena
mujer? ¡Una cáscara vacía, qué diablos!
EDMUND.

(Con risita de ebrio, abandonándose por completo a su borrachera.) Estás chiflado.

JAMIE.

(Citando con deleite versos de “La casa de las mujerzuelas” de Oscar Wilde.)
Entonces, volviéndome hacia mi amor, le dije:
“los muertos bailan con los muertos, el polvo
da vueltas abrazado al polvo”.
Pero ella… oyó los sones del violín
y, apartándose de mi lado, entró en la casa;
el amor entró en la casa de la lujuria.
Súbitamente, entonces, la melodía perdió el compás;
los bailarines se cansaron de bailar.


(Se interrumpe, con aire sombrío.) Esto no es muy exacto. Si mi amor estaba conmigo, no lo
vi. Debió ser un fantasma. (Hace una pausa.) Adivina a cuál de las hechiceras de Mamie elegí
para que me bendijera con su amor de mujer. Esto te va a hacer reír, muchacho. ¡Elegí a la
gorda Violet!
EDMUND. (Con risa de ebrio.) ¡No! ¿De veras? ¡Vaya una elección! ¡Violes pesa una tonelada!
¿Por qué diablos lo hiciste? ¡Por broma!
JAMIE.
Nada de bromas. Fue algo muy serio. Cuando llegué a la casa de Mamie, me sentía muy
triste al pensar en mí y en todos los demás vagabundos del mundo. Estaba pronto a llorar
sobre cualquier pecho femenino. Ya sabes cómo se pone uno cuando Baco hace funcionar en
nuestro corazón la música sentimental. Apenas entré, Mamie empezó a contarme sus cuitas.
Se quejó de lo mal que marchaban los negocios y me dijo que iba a despedir a la gorda Violet.
Sólo la conservaba allí porque Violet sabía tocar el piano. Pero en los últimos tiempos, la
gorda se emborrachaba, no podía y no se ganaba el pan, y aunque era una estúpida de buen
corazón y ella, Mamie, la compadecía porque en otra forma no podría ganarse la vida, los
negocios son los negocios y ella no podía permitirse el lujo de regentar una casa para rameras
gordas. Entonces tuve lástima de la gorda Violet y derroché dos de tus dólares para
acompañarla al primer piso. Sin intenciones deshonrosas, por lo demás. Me gustan gordas,
pero no tanto. Sólo quise una pequeña conversación, una plática sincera sobre el infinito dolor
de la vida.
EDMUND. (Con risa de ebrio.) ¡Pobre Violet! Apostaría a que le recitaste versos de Kipling y
Swinburne y Dowson y le brindaste aquello de “Te he sido fiel, Cyrana, a mi manera”.
JAMIE.
(Con una sonrisa descolorida.) Claro… mientras el viejo maestro Baco tocaba su suave
música sentimental. Ella lo soportó durante algún tiempo. Luego, aquello la fastidió. Se le
ocurrió que la había llevado al primer piso por broma. Me gritó de lo lindo. Dijo que ella valía
más que un holgazán borracho que recitaba versos. Se echó a llorar. Y tuve que decirle que la
amaba porque era gorda y quiso creerlo y me quedé para probárselo y eso la alegró y me besó
cuando me iba y dijo que estaba enamoradísima de mí y lloramos un poco más en el pasillo y
todo terminó bien, salvo que Mamie Burns creyó que me había vuelto loco.
EDMUND.

(Citando, burlonamente.)
Las mujerzuelas y los perseguidos pueden
proporcionar placeres muy suyos que el vulgo
nunca podrá comprender.

JAMIE.
(Asintiendo, con aire de ebrio.) ¡Eso es! Y lo pasé muy bien, por lo demás. Es una
lástima que no hayas venido conmigo, Ed. Mamie Burns preguntó por ti. Lamentó enterarse


de que estabas enfermo. Lo lamentó sinceramente. (Hace una pausa y prosigue, con humor
de ebrio y tono de cómico de la legua.) ¡Esta noche me ha abierto los ojos para una gran
carrera que me reserva el destino, hijo mío! Les devolveré el arte de actuar a las focas
amaestradas, que son su expresión más perfecta. ¡Aplicando en la esfera más adecuada los
talentos naturales que me ha dado Dios, alcanzaré la cumbre del éxito! ¡Seré el amante de la
gorda del circo de Barnum y Baily! (Edmund ríe. El estado de ánimo de Jamie cambia,
convirtiéndose en altanero desdén.) ¡Va! ¡Imagíname rindiéndome a los encantos de la gorda
en un burdel de provincias! ¡A mí, que hice esperar y suplicar a algunas de las mujeres más
bellas de Broadway! (Cita unos versos de “Sextina del Tramp-Royal”, de Kipling.)
En general, he ensayado todos los alegres
caminos que lo llevan a uno por el mundo
(Con melancolía de ebrio.) Los caminos alegres son mera palabrería. Los que valen la pena
son los fatigosos. Los llevan a uno sólidamente a ninguna parte. Así es adonde he llegado yo:
a ninguna parte. Adonde van a parar todos, finalmente, aunque la mayoría de los incautos no
quieran reconocerlo.
EDMUND.

(Burlonamente.) ¡Basta! Un momento más y te echarás a llorar.

JAMIE.
(Se sobresalta, lo contempla con amarga hostilidad y dice, sombríamente.) No seas…
demasiado insolente. (Bruscamente.) Pero tienes razón. ¡Al diablo con el arrepentimiento! ¡La
gorda Violet es una buena muchacha y me alegro de haber estado con ella! Fue un acto
cristiano. Curé su tristeza. Pasé un buen rato. Es una lástima que no me hayas acompañado,
muchacho. Habrías olvidado tus penas. ¿De qué te sirve volver a casa si te entristece lo que
no tiene remedio? Todo se acabó… todo ha terminado ahora… ¡no queda ya ni una sola
esperanza! (Se interrumpe; menea la cabeza con balanceo de borracho y sus ojos se cierran;
luego, de improviso, abre los ojos, eleva la mirada y con el rostro duro cita burlonamente.)
¡Si me ahorcan en la más alta de las colinas,
madre mía, oh madre mía,
sé que amor me seguiría aún…!
EDMUND.

(Con violencia.) ¡Cállate!

JAMIE.
(Con tono cruel y sardónico, en que aflora un dejo de odio.) ¿Dónde está esa
morfinómana? ¿Se fue a dormir?
Edmund se sobresalta como si lo hubieran golpeado. Tenso silencio. Edmund se muestra
acongojado y enfermo. Luego, en un acceso de ira, se levanta de un salto.
EDMUND.

¡Canalla!


Le asesta en la cara un golpe que se desvía al chocar con el pómulo. Por un momento,
Jamie reacciona belicosamente y se levanta a medias para ripostarle, pero
repentinamente parece comprender con un sobresalto lo que ha dicho y se desploma
sobre la silla, como una masa inerte.
JAMIE.
(Afligido.) Gracias, muchacho. Me lo tenía merecido. No sé por qué dije eso… Habrá
sido el alcohol… Tú ya me conoces.
EDMUND. (Cuya ira se disipa poco a poco.) Sé que nunca lo habrías dicho, de no ser por… Pero,
Jamie… ¡por borracho que estés eso no es excusa! (Después de una pausa, con tono
lastimero.) Lamento haberte pegado. Tú y yo nunca reñimos… a tal punto… (Se desploma en
su silla.)
JAMIE.
(Con voz ronca.) No tiene importancia. Me alegro de que lo hayas hecho. ¡Mi sucia
lengua! ¡Ojalá me la pudiera cortar! (Ocultando el rostro entre sus manos, con voz abatida.)
Será por eso que me siento tan deprimido. Porque esta vez mamá me engañó. En realidad,
creí que había abandonado eso. Ella supone que siempre pienso lo peor, pero esta vez pensé
lo mejor. (Su voz vacila.) Supongo que no puedo perdonárselo… todavía. ¡Eso significa tanto
para mí! Confiaba ya en que, si ella había vencido su vicio, también yo podría vencer el mío.
Comienza a sollozar y lo horrible de su llanto es que parece de un hombre lúcido y no de
un borracho.
EDMUND. (Ahuyenta las lágrimas parpadeando.) ¡Dios mío! ¿Acaso no sé cómo te sientes?
¡Basta, Jamie!
JAMIE.
(Procurando contener sus sollozos.) Supe lo de mamá mucho antes que tú. Nunca he
olvidado el momento que lo descubrí. La sorprendí cuando se inyectaba con una jeringuilla.
¡Dios mío! ¡Antes, yo creía que sólo las rameras tomaban drogas! (Se interrumpe.) Y luego,
tu tuberculosis me aplastó. Hemos sido más que hermanos. Eres el único camarada que he
tenido. Te quiero muchísimo. Haría cualquier cosa por ti.
EDMUND.

Lo sé, Jamie. (Le da una palmada en el brazo.)

JAMIE.
(Ya no llora. Aparta las manos de su rostro y dice, con extraña amargura:) ¡Dios mío!
Apostaría a que, después de haberles oído hablar tanto a mamá y al viejo Gaspard de que
siempre espero lo peor, ahora mismo sospechas que pienso que papá es viejo y ya no vivirá
mucho y que, si tu murieras, mamá y yo nos quedaríamos con todo lo que tienes, y que por
eso confío, probablemente en que…


EDMUND. (Con indignación.) ¡Cállate, imbécil! ¿Cómo diablos se te ha ocurrido eso? (Mirándolo
con aire acusador.) Sí, eso es lo que yo quisiera saber. ¿Cómo se te ha ocurrido?
JAMIE.
(Confuso, con aire de borracho nuevamente.) ¡No seas tonto! Ustedes sospechan
siempre lo peor. He llegado a un estado tal que no puedo evitar… (Con resentimiento de
borracho.) ¿Qué pretendes? ¿Acusarme? ¡No te pases de listo conmigo! ¡He aprendido más
sobre la vida de lo que tú jamás sabrás! ¡No creas que podrás engañarme porque has leído un
montón de palabrerías pedantes! ¡Sólo eres un chiquillo que ha crecido demasiado! ¡El
favorito de mamá y papá! ¡La esperanza de la familia! ¡Últimamente, te estás volviendo
engreído! ¡Y sin motivo! ¡Todo por unos pocos poemas publicados en un periódico de pueblo
chico! ¡Vaya! ¡Yo publicaba cosas mejores en la revista de la universidad! ¡Más vale que
despiertes! ¡No harás maravillas! Dejas que los imbéciles de provincia te adulen con
palabrería huera sobre tu futuro… (Bruscamente, su tono se hace fastidiado y contrito.
Edmund ha aparatado los ojos de él, procurando hacer caso omiso de esta parrafada.)
¡Olvídalo, muchacho! ¡Qué diablos! Ya sabes que no hablo en serio. ¡Nadie se enorgullece
más que yo de que hayas empezado a triunfar! (Con afirmación de borracho) ¿Por qué no
habría de enorgullecerme? ¡Diablos! ¡Sería mero egoísmo! Tus éxitos me honran. Me he
ocupado de tu educación más que nadie. ¡Te he aleccionado sobre las mujeres, para que no te
portaras como un incauto o incurrieras en errores que no querrías cometer! ¿Y quién te indujo
a leer versos? ¿A Swinburne, por ejemplo? ¡Yo! ¡Y como en otros tiempos quise escribir, te
sugerí que escribieras! ¡Eres para mí algo más que un hermano, qué diablos! ¡Eres mi
Frankenstein! (Su voz ha cobrado una altanería de ebrio. Ahora, Edmund sonríe, divertido.)
EDMUND.

Está bien. Soy tu Frankenstein. De modo que bebamos. (Ríe.) ¡Estás loco!

JAMIE.
(Con aire sombrío.) Tomaré un trago. Tú, no. Tengo que cuidarte. (Se inclina con
estúpida sonrisa de afectuosa chochera y le aferra la mano.) No te preocupes de ese asunto
del sanatorio. ¡Saldrás a flote fácilmente, qué diablos! Seis meses y será todo un roble. Es
probable que ni siquiera estés tuberculoso. Los médicos son unos farsantes. Me dijeron hace
años que dejara de beber o me moriría pronto… y aquí me tienes. Son unos embaucadores.
¡Cualquier cosa con tal de sacarle a uno el dinero! Apostaría a que todo eso de la granja del
estado sólo es negocio político. Un chanchullo. Seguramente, los médicos reciben su
comisión por cada enfermo que mandan allí.
EDMUND. (Fastidiado y divertido a un tiempo.) ¡Eres el colmo! En el Juicio Final, andarás por ahí
diciéndoles a todos que el fallo depende del dinero.
JAMIE.
Y con razón. Ponle unos dólares en la mano al Juez Supremo y te salvarás, pero si no
tienes dinero puedes irte al infierno. (Sonríe ante esta blasfemia y Edmund se ve obligado a
reír. Jamie continúa:) “Conque pon dinero en tu cartera.” Ésa es la única fórmula del éxito.


(Burlonamente.) ¡El secreto de mi éxito! ¡Mira qué conseguí con él! (Suelta la mano de
Edmund para servirse una buena cantidad de whisky y la bebe de un solo trago. Contempla a
su hermano con lacrimoso afecto, vuelve a tomarle la mano y comienza a hablar con lengua
tartajosa, pero con extraña y convincente sinceridad.) ¡Escúchame Ed! Tú te irás. Quizás no
se me presente otra oportunidad de hablar contigo o no vuelva a estar lo suficientemente
borracho para decirte la verdad. Por lo tanto, debo hacerlo ahora. Es algo que debí confesarte
hace mucho tiempo… por tu propio bien. (Se detiene, luchando consigo mismo. Edmund lo
mira fijamente, sorprendido y con cierto malestar. Jamie se desahoga bruscamente.) No serán
mentiras de borracho, sino la verdad… “Invino veritas”… ¿sabes? Más vale que lo tomes en
serio. Quiero ponerte en guardia contra mí. Mamá y papá tienen razón. He ejercido una
influencia pésima sobre ti. Y lo que es peor, lo he hecho deliberadamente.
EDMUND.

(Con malestar.) ¡Cállate! No quiero oír…

JAMIE.
¡Vamos, Ed! ¡Tienes que escucharme! Obré con toda intención para hacer de ti un
vagabundo. O por lo menos, así obró una parte de mi persona. Una gran parte. La parte que ha
muerto desde hace tanto tiempo. Que odia la vida. Hablo de las enseñanzas que te di para que
aprendieras de mis errores. Yo mismo solía creer eso, pero era una patraña. Hice que mis
errores parecieran aciertos y mi borrachera romántica y las rameras unas fascinantes sirenas,
en vez de ser las pobres, estúpidas y enfermas basuras que son. Me burlé del trabajo como si
fuese un juego de tontos. No quería verte triunfar y resultar yo peor aún comparado contigo.
Quería que fracasaras. Siempre he tenido celos de ti. ¡El niño de mamá. El favorito de papá!
(Mira fijamente a Edmund, con creciente hostilidad.) Y fue tu nacimiento lo que empujó a
mamá hacia la morfina. ¡Sé que no tuviste la culpa, pero con todo eso, maldito seas, no puedo
dejar de odiarte…!
EDMUND.

(Casi asustado.) ¡Jamie! ¡Basta! ¡Estás loco!

JAMIE.
No me interpretes mal, Ed. Te quiero más de lo que te odio. El hecho de que te diga
esto ahora te lo prueba. Corro el riesgote que me aborrezcas… y eres lo único que me queda
en el mundo. Pero no me proponía decirte eso último… llegar tan lejos. No sé que me
impulsó a hacerlo. Lo que quise decirte es que me gustaría verte triunfar como nadie. Pero
más vale que estés alerta. Porque haré todo lo posible por hacerte fracasar. No puedo evitarlo.
Me odio a mí mismo. Tengo que vengarme. Vengarme de todos los demás. Sobre todo, de ti.
La “Balada de la Cárcel de Reading” de Oscar Wilde desfigura las cosas. El hombre estaba
muerto y por eso tenía que matar lo que amaba. Así debiera ser. Lo que ha muerto en mí
confía en que no te curarás. ¡Quizás hasta se alegre de que mamá haya vuelto a la morfina!
¡Quiere compañía, no se resigna a ser el único cadáver de la casa! (Ríe con risita dura,
torturada.)


EDMUND.

¡Dios mío, Jamie! ¡Realmente, te has vuelto loco!

JAMIE.
Piénsalo y verás que tengo razón. Vuelve a pensarlo cuando te hayas alejado de mí y
estés en el sanatorio. Tienes que comprender que debes ponerme un cascabel al cuello…
expulsarme de tu vida… creerme muerto… decirle a la gente: “Tuve un hermano, pero
murió”. Y cuando vuelvas… ¡cuidado conmigo! Te estaré esperando con mi eterna palabrería
de “viejo camarada” para tenderte una mano cordial y asestarte una puñalada por la espalda
en la primera ocasión.
EDMUND.

¡Cállate! ¡Qué me condenen si seguiré escuchando…!

JAMIE.
(Como si no lo hubiese oído.) Pero no te olvides. Recuerda que te lo advertí… por tu
propio bien. Créeme. No hay amor más grande que ése: el del hombre que salva a su hermano
de sí mismo. (Su tono demuestra que está muy ebrio, su cabeza se balancea.) Eso es todo.
Ahora, me siento mejor. Me he confesado. Sé que me absolverás… ¿verdad? Tú me
comprendes. Eres un gran muchacho, Ed. Yo te hice así. Conque vete y cúrate. No te mueras
conmigo. Eres lo único que me queda. Dios te bendiga. Amén.
Se sume en un dormitar de ebrio, sin dormirse del todo. Edmund oculta su rostro entre
sus manos, lastimeramente. Tyrone entra por la puerta de tela metálica. Viene del porche.
Su bata está húmeda de la niebla y el cuello de la misma levantado en torno de la
garganta. Su semblante severo, revela fastidio y al propio tiempo piedad. Edmund no
advierte su entrada.
TYRONE. (En voz baja.) Por suerte, se ha dormido. (Edmund lo mira con sobresalto.) Creí que no
pararía de hablar. (Baja el cuello de su bata.) Más vale que lo dejemos donde está para que
duerma la mona. (Edmund guarda silencio. Tyrone lo mira y prosigue.) Oí sus últimas
palabras. Es lo que te previne. Espero que tendrás en cuenta la advertencia, ahora que llega de
sus propios labios. (Edmund no da señales de haberle oído. Tyrone añade compasivamente.)
Pero no lo tomes demasiado a pecho, muchacho. A Jamie le gusta exagerar lo peor que hay en
él cuando está ebrio. Te quiere mucho. Es lo único que le queda de bueno. (Mira a Jamie con
amarga tristeza.) ¡Un grato espectáculo para mí! ¡Ese es mi primogénito, en quien confié
llevaría mi apellido con honor y dignidad y parecía ser una promesa brillante!
EDMUND.

(Lastimeramente.) Cállate, papá… ¿No puedes callarte?

TYRONE. (Sirviéndose whisky.) ¡Una basura! ¡Una ruina humana, un casco ebrio, acabado y
liquidado!


Bebe. Jamie se muestra inquieto, adivinando la presencia de su padre y se esfuerza en
salir de su sopor. Abre los ojos y mira parpadeando a Tyrone, quien retrocede un paso, a
la defensiva y ceñudo.
JAMIE.

(Repentinamente, apuntando un dedo hacia él y recitando con énfasis teatral.)
Ha venido Clarence, el pérfido, frívolo y fementido Clarence, quien me apuñaló en el
campo junto a Tewksbury. Aferradlo, oh Furias, atormentadlo.

(Con resentimiento.) ¿Qué diablos estás mirando? (Recita sardónicamente versos de
Rossetti.)
Mírame la cara. Me llamo Pudo Haber Sido; también me llaman Ya no, Demasiado
tarde. Adiós.
TYRONE.

Lo sé muy bien y Dios sabe que no quiero mirarte.

EDMUND.

¡Papá! ¡Basta!

JAMIE.
(Burlonamente.) Tengo una gran idea para ti, papá. Vuelve a representar Las campanas
en esta temporada. En esa obra hay un gran papel que puedes interpretar sin maquillaje. ¡El
del viejo Gaspard, el avaro!
Tyrone le vuelve la espalda, tratando de dominar su ira.
EDMUND.

¡Cállate, Jamie!

JAMIE.
(Sardónicamente.) Afirmo que Edwin Booth nunca pudo hacer una interpretación tan
brillante como la de una foca amaestrada. Las focas son inteligentes y sinceras. Nada de
alardes sobre el Arte de la Actuación. Reconocen que sólo son cómicos de la legua que se
ganan su pez cotidiano.
TYRONE.

(Herido, volviéndose furiosamente hacia él.) ¡Parásito!

EDMUND. ¡Papá! ¿Quieres provocar un riña que haga bajar a mamá? ¡Jamie, vuélvete a dormir!
¡Ya has hablado más de la cuenta!
Tyrone le vuelve la espalda a Jamie.
JAMIE.
(Hablando dificultosamente.) Bueno, muchacho. No busco pendencia. Tengo
demasiado sueño.
Cierra los ojos y cabecea. Tyrone se acerca a la mesa y se sienta, volviendo la silla de
modo que no pueda ver a Jamie. Al instante también él se siente soñoliento.


TYRONE. (Agobiado.) Ojalá ella se durmiera, para poder acostarme también. (Adormilado.) Estoy
cansadísimo. Ya no puedo pasarme la noche en vela como antes… Estoy viejo… viejo y
cansado. (Con un bostezo que casi le desencaja las mandíbulas.) Se me cierran los ojos. Creo
que echaré un buen sueñecito. ¿Por qué no haces lo mismo, Edmund? Así pasará el tiempo,
hasta que ella…
Se le cierran los ojos. Su voz va disminuyendo de volumen hasta extinguirse, se le aloja
la mandíbula y empieza a respirar penosamente por la boca. Edmund sigue sentado, en
tensión. Oye algo y se mueve nerviosamente hacia delante, mirando el vestíbulo a través
de la sala del frente. Se levanta de un salto con aire obsesionado, afligido. Por un
momento podría creer que se va a ocultar en la sala del fondo. Luego vuelve a sentarse y
espera, apartando sus ojos de allí, aferrado a los brazos de su silla. Repentinamente, se
encienden las cinco lámparas de la araña en la sal del frente y en ella alguien empieza a
tocar al piano la introducción de uno de los valses más sencillo de Chopin con pulso
distraído y dedos envarados como si una colegiala torpe lo practicara por primera vez.
Tyrone vuelve en sí totalmente, con un sobresalto y Jamie echa atrás la cabeza y abre los
ojos. Por un momento, los tres escuchan petrificados. La música cesa en forma
igualmente repentina, y Mary aparece en el umbral. Se ha echado encima una bata azul
cielo sobre la camisa de noche y calza unas delicadas chinelas con pompones. Está más
pálida que nunca y sus ojos parecen enormes y brillan como unas relucientes joyas
negras. Lo enigmático es que su rostro parezca ahora tan joven. Se diría que la
experiencia se ha esfumado en él. Es una máscara de mármol con inocencia de
adolescente: en la boca ha quedado fijada una tímida sonrisa. Su blanca cabellera está
recogida en dos trenzas que penden sobre su pecho. Sobre uno de sus brazos trae
negligentemente, arrastrándolo por el suelo como si lo hubiese olvidado, un modelo
anticuado de traje de novia de satín blanco, adornado con encajes “duchesse”. En el
umbral vacila y pasea una mirada por la habitación, la frente contraída con aire
perplejo, como quien ha venido en busca de algo pero se ha distraído por el camino,
olvidando qué venía a buscar. Los tres la miran absortos. Mary parece notarlos
solamente como nota los demás objetos del aposento, los muebles, las ventanas, las
cosas familiares, que acepta mecánicamente como naturales allí, pero que no percibe
porque está demasiado preocupada para notar su presencia.
JAMIE.
(Rompiendo el penoso silencio, con amargura, sardónicamente y a la defensiva.) La
Escena de la Locura. ¡Entra Ofelia!
Su padre y su hermano se vuelven furiosamente hacia él. Edmund es el más rápido y le
propina una bofetada sobre la boca con el revés de la mano.


TYRONE. (La voz trémula de reprimida furia.) Bien hecho, Edmund. ¡Ese repulsivo bribón! ¡A su
propia madre!
JAMIE.
(Murmura con aire culpable y sin resentimientos.) Está bien, muchacho, me lo merecía.
Pero ya te dije cuántas esperanzas tenía de que… (Se cubre el rostro con las manos y se echa
a llorar.)
TYRONE. Mañana, si dios quiere, te echaré a la calle a puntapiés. (Pero los sollozos de Jamie
disipan su ira y se vuelve y lo zarandea asiéndolo del hombro y suplica.) ¡Jamie, por amor de
Dios, basta!
Ahora habla Mary y los tres hombres vuelven a petrificarse en silencio, contemplándola
fijamente. Ella no le presta la menor atención al incidente, que es simplemente una parte
de la atmósfera familiar de la habitación, un telón de fondo que no interfiere con su
preocupación; Mary se habla a sí misma, no a ellos.
MARY.
¡Toca tan mal ahora! Necesitaría practicar. La hermana Theresa me echará una
reprimenda terrible. Dirá que no es justo que me porte así con mí padre, que gasta tanto para
costearme unas lecciones extras. Y tiene muchísima razón: eso no es justo. ¡Él es tan bueno y
generoso y se enorgullece tanto de mí! Desde ahora practicaré el piano todos los días. Pero
con mis manos ha sucedido algo horrible. ¡Los dedos se me han vuelto tan rígidos…! (Alza
las manos para examinarlas, con asustada perplejidad.) Todos los nudillos están hinchados.
¡Su aspecto es tan horrible…! Tengo que ir a la enfermería y mostrárselos a la hermana
Martha. (Con dulce sonrisa de afectuosa confianza.) Es vieja y un poco maniática, pero la
quiero lo mismo y tiene en su botiquín unos medicamentos que lo curan todo. Me dará algún
ungüento y me dirá que le rece a la Santa Virgen y se curarán en un abrir y cerrar de ojos.
(Olvida sus manos y entra a la habitación: el traje de novia se arrastra por el suelo. Mira a
su alrededor, vacilando, y su frente vuelve a contraerse, con perplejidad.) Veamos… ¿Qué he
venido a buscar aquí? ¡Qué distraída me he vuelvo! ¡Es terrible! Siempre estoy soñando y
olvidando.
TYRONE.

(Con voz ahogada.) ¿Qué trae, Edmund?

EDMUND.

(Con tristeza.) Su traje de novia, supongo

TYRONE. ¡Dios mío! (Levantándose y cerrándole el paso a Mary, con angustia.) ¡Mary! ¿Acaso
no es bastante doloroso…? (Dominándose. Con dulce persuasión.) Vamos, déjame que lo
lleve yo, querida. Tú sólo lo pisarías y romperías. Y se te podría manchar al arrastrarse por el
suelo. Luego, lo lamentarías.


Ella le deja asir el traje de novia, mirándolo desde algún rincón muy lejano de su alma,
sin reconocerlo, sin afecto ni animosidad.
MARY.
(Con la tímida cortesía de una muchacha educada ante un señor de edad que le alivia
de una carga.) Gracias, es usted muy amable. (Mira el traje de novia con perplejo interés.) Es
un traje de novia. Muy lindo… ¿verdad? (Una sombra cruza su rostro y parece sentir un
vago malestar.) Ahora recuerdo. Lo encontré en el desván, oculto en un baúl. Pero no sé para
qué lo quería. Seré monja… es decir, siempre que pueda encontrar… (Pasea una mirada por
la habitación, vuelve a fruncir el ceño.) ¿Qué estoy buscando? Es algo que he perdido, lo sé.
Se aparta de Tyrone, a quien sólo toma por un obstáculo que se le atraviesa en el
camino.
TYRONE.

(En desesperada exhortación.) ¡Mary!
Pero esto no logra franquear la muralla de la preocupación de su mujer. Mary no parece
oírlo. Él se rinde con aire impotente, replegándose sobre sí mismo: hasta se disipa su
defensiva ebriedad, dejándolo enfermo y despejado. Vuelve a dejarse caer en su silla,
sosteniendo en sus brazos el traje de novia con una inconsciente amabilidad, torpe y
protectora.

JAMIE.
(Retira la mano de la cara: sus ojos están fijos en la mesa. De pronto, se despeja.
Sombríamente.) Es inútil, papá (Recita versos de “Despedida” de Swinburne, y lo hace bien,
con sencillez, pero con amarga tristeza.)
Levantémonos y separémonos: ella no lo sabrá.
Vayamos hacia el mar, como los grandes vientos
cargados de arena y espuma: ¿De qué sirve estar aquí?
Es inútil, porque todas las cosas son así,
y el mundo es amargo como una lágrima
y ella no sabrá cómo son estas cosas
aunque uno procure demostrárselo.
MARY.
(Mirando a su alrededor.) Hay algo que hecho de menos muchísimo. No puedo haberse
perdido por completo.
JAMIE.
(Se vuelve para mirarla a la cara y no logra reprimir una exhortación con tono
suplicante, a su vez.) ¡Mamá! (Mary no parece oírlo. Jamie aparta los ojos, con aire
impotente.) ¡Al diablo! ¿Para qué? Es inútil. (Vuelve a recitar versos de la “Despedida”, con
creciente amargura.)
Guardad silencio ahora, porque ha pasado la hora


del canto, y han pasado todas las cosas viejas
y que nos son caras.
Ella no te ama a ti ni a mí como la amamos todos nosotros.
Sí. Aunque le cantáramos como ángeles al oído, ella no nos oirá.
MARY.
(Mirando a su alrededor.) Hay algo que necesito terriblemente. Recuerdo que, cuando
lo tuve, no me sentí sola ni temí nada. No puedo haberlo perdido para siempre. Me moriría si
así lo creyera. Porque entonces no habría esperanza.
Caminando como una sonámbula, da la vuelta detrás de la silla de Jamie, avanza hacia
primer término a la izquierda y pasa detrás de Edmund.
EDMUND. (Se vuelve impulsivamente y la aferra del brazo. Cuando suplica, parece un niño
perplejo y herido.) ¡Mamá! ¡Esto no es un resfrío de verano! ¡Tengo una tuberculosis!
MARY.
(Por un momento Edmund parece haber llegado hasta su corazón. Mary tiembla y su
semblante revela terror. Responde con dolor, como si se diera una orden a sí misma.) ¡No!
(E, inmediatamente, vuelve a alejarse. Murmura con dulzura, pero con aire impersonal.) No
trates de tocarme. No trates de retenerme. Eso no está bien, ahora que espero ser monja.
Edmund la suelta. Ella va por la izquierda hasta el extremo del sofá que da al primer
término, debajo de las ventanas, y se sienta, frente al público, las manos juntas sobre el
regazo y con el aire recatado de una colegiala.
JAMIE.
(Mira a Edmund con una extraña mezcla de piedad y celoso deleite.) ¡Estúpido! ¡Es
inútil! (Vuelve a recitar versos del mismo poema de Swinburne.)
Vámonos de aquí ella no lo verá.
Cantemos todos juntos; una vez más seguramente,
ella, también ella
recordando los días y las palabras que fueron,
se volverá un poco hacia nosotros, suspirando:
pero nos hemos ido, como si nunca hubiéramos estado ahí.
Y aunque todos los hombres que lo vieran
me compadeciesen, ella no lo vería.
TYRONE. (Procurando librarse de su abatido sopor.) ¡Oh, somos unos estúpidos al prestarle
atención! Toda la culpa es de ese maldito veneno. Pero nunca la vi hundirse en él tan
profundamente como hoy. (Con aspereza.) ¡Pásame esa botella, Jamie! ¡Y déjate de recitar
esa poesía morbosa! ¡No la quiero en mi casa!


Jamie empuja la botella hacia él. Tyrone se sirve sin desarreglar el traje de novia que
sostiene cuidadosamente sobre el otro brazo y sus rodillas, y vuelve a empujar la botella
hacia su hijo. Jamie se sirve y le pasa la botella a Edmund, quien se sirve a su vez.
Tyrone alza su vaso y sus hijos lo imitan mecánicamente, pero, antes de que puedan
beber, habla Mary y ellos dejan lentamente sus vasos sobre la mesa, olvidándolos.
MARY.
(Mirando con aire soñador el vacío. Su rostro parece exageradamente juvenil e
inocente. En sus labios se advierte una sonrisa confiada y tímidamente ansiosa cuando se
habla a sí misma.) Conversaré con la Madre Elizabeth. ¡Es tan dulce y buena…! Una santa
terrenal. La quiero entrañablemente. Será un pecado, pero la quiero más que a mi propia
madre. Porque siempre comprende incluso antes de que se le diga una sola palabra. Sus
bondadosos ojos azules llegan al corazón. No se le puede ocultar ningún secreto. No se la
puede engañar, aunque se cometiera la ruindad de intentarlo. (Menea la cabeza con leve
rebeldía y dice, con despecho de muchacha:) Con todo, creo que esta vez no fue tan
comprensiva. Le confesé que quería ser monja. Le dije qué segura estaba de mi vocación y
que le había rezado a la Santa Virgen para asegurarme más y creerme digna. Le dije a la
Madre que yo había tenido una visión auténtica al rezar en el santuario de Nuestra Señora de
Lourdes, en la islita del lago. Y que noté, con la misma certeza como que estaba hincada allí,
que la Santa Virgen me había sonreído y bendecido con su consentimiento. Pero la Madre
Elizabeth me dijo que debía estar más segura aún y probar que no era mi imaginación. Y
agregó que, si estaba tan convencida, no me importaría someterme a una prueba volviendo a
casa después de graduarme y viviendo como las demás muchachas, asistiendo a fiestas y
bailes y divirtiéndome; y que, si al cabo de un par de años me sentía segura aún, podría volver
a verla y hablaríamos nuevamente del asunto. (Menea la cabeza, con indignación.) ¡Nunca
imaginé que la Santa Madre me daría semejante consejo! Contesté, naturalmente, que haría lo
que ella me sugiriera, pero sabía que eso era simplemente perder el tiempo. Al alejarme de
ella me sentí muy desorientada y fui al santuario y le recé a la Santa Virgen, y volví a
encontrar la paz porque adiviné que había oído mi plegaria y me amaría siempre y cuidaría de
que yo no sufriera daño alguno mientras no perdiese mi fe en ella. (Hace una pausa y en su
semblante se advierte un creciente malestar. Se pasa la mano por la frente como si apartara
de su cerebro unas telarañas y dice, con aire vacilante.) Eso ocurrió en el invierno de mi
último curso. Luego, en la primavera, me sucedió algo. Sí, lo recuerdo. Me enamoré de James
Tyrone y fui tan feliz durante algún tiempo…
Contempla fijamente el vacío en melancólica ensoñación. Tyrone se mueve en su silla.
Edmund y Jamie permanecen inmóviles.

Telón