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24/1/15

La loca de la casa. Benito Pérez Galdós.






La loca de la casa


Benito Pérez Galdós





PERSONAJES
VICTORIA hija de Moncada.
GABRIELA hija de Moncada.
DOÑA EULALIA, hermana del
mismo.
LA MARQUESA DE MALAVELLA.
SOR MARÍA DEL SAGRARIO.
CARMETA, criada de Moncada.
JOSÉ MARÍA CRUZ.
DON JUAN DE MONCADA.
DANIEL, Marqués de Malavella.
JAIME.
HUGUET, amigo y agente de
Moncada.
JORDANA, alcalde de Santa
Madrona.
LLUCH, portero de la fábrica.
Hermanas de la Caridad, señoras y
caballeros del vecindario de Santa
Madrona, etc.


La acción es contemporánea, y se supone en un pueblo de los alrededores de
Barcelona, designado con el nombre convencional de Santa Madrona.
Imprimo completa esta obra, tal como fue presentada en el Teatro de la Comedia en
Octubre del pasado año. Las exigencias de la representación escénica, como resultan
hoy de los gustos y hábitos del público (más tolerante con los entreactos interminables,
que con los actos de alguna extensión), han impuesto al autor de esta comedia la ley
estrecha de la brevedad, y a la brevedad se atiene, salvando, en lo posible, la verdad de
los caracteres y la lógica de la acción.
Mientras llega la ocasión crítica de descifrar el enigma que lleva en sí toda obra
representable, esta se ofrece al público de lectores, medrosa, sí, pero con menos miedo
que ante el público de oyentes. Y si Dios y la excelente compañía de la Comedia le
deparan un resultado feliz en la representación, será impresa nuevamente en la forma y
dimensiones de obra teatral.
o de Enero de .

B. P. G.

Acto primero

Salón de planta baja en la torre o casa de campo de Moncada, en Santa Madrona.-Al
fondo, galería de cristales que comunica con una terraza, en la cual hay magníficos
arbustos y plantas de estufa, en cajones.-En el foro, paisaje de parque, frondosísimo,
destacándose a lo lejos las chimeneas de una fábrica.-A la derecha, puertas que
conducen al gabinete y despacho del señor de Moncada.-A la izquierda, la puerta del
comedor, el cual se supone comunica también con la terraza.-A la derecha de esta, se ve
el arranque de la escalera, que conduce a las habitaciones superiores de la casa y al
oratorio.-A la derecha, mesa grande con libros, planos y recado de escribir.-A la
izquierda, otra más pequeña con una cestita de labores de señora.-Muebles elegantes.-
Piso entarimado.-Es de día.
Escena primera
LA MARQUESA DE MALAVELLA con sus dos hijos, DANIEL y JAIME, que entran
por el parque. Después GABRIELA.
LA MARQUESA.- Ya estamos... ¡Ay, hijos, me habéis traído a la carrera!
(Volviéndose para contemplar el paisaje.) ¡Pero qué jardín, qué vegetación! Santa
Madrona es un paraíso, y el amigo Moncada vive aquí como un príncipe.
JAIME.- No verás posesión como esta en todo el término de Barcelona. ¡Y qué torre,
qué residencia señoril! Cuando entro en ella, eso que llamamos espíritu parece que se
me dilata, como un globo henchido de gas.
DANIEL.- (meditabundo.) Cuando entro en ella, la hipocondría no se contenta con
roerme; me devora, me consume. (Apártase de su madre y de Jaime, y cuando estos
avanzan al proscenio, vuelve hacia el fondo contemplando la vegetación.)
LA MARQUESA.- ¿Y Gabriela?
JAIME.- (mirando hacia el comedor.) Ahora saldrá. Está dando la merienda a los
niños.
LA MARQUESA.- ¿Chiquillos, aquí?
JAIME.- Sí, mamá: los seis hijos de Rafael Moncada, que han sido recogidos por su
abuelo.
LA MARQUESA.- Es verdad... ¡Pobres huerfanitos! (Entra Gabriela en traje de
casa, muy modesto, con delantal.) Gabriela, hija mía, ángel de esta casa. (La besa
cariñosamente.) ¿Pero cómo te las gobiernas para atender a tantas cosas?
GABRIELA.- ¡Qué remedio tengo! Ya ve usted... Estoy hecha una facha.
(Quitándose el delantal.) Les he dado la merienda, y ahora van de paseo con el ama y la
institutriz. (Saludando a Daniel.) Dichosos los ojos...
DANIEL.- Tanto gusto... (Le estrecha la mano.)
GABRIELA.- (a la Marquesa.) ¿Pero no se sienta usted?
LA MARQUESA.- No: dispongo de poco tiempo. Con dos objetos he venido.
Primero: visitar a tu papá y a tu tía Eulalia; segundo: ver y alquilar, si me gusta, una de
las casitas que han construido... ahí en el camino de Paulet.
JAIME.- ¿Sabes?, junto al convento de Franciscanos.
GABRIELA.- ¡Ah, sí! Son preciosas.
LA MARQUESA.- Y baratas, según dice este. Hija mía, los tiempos están malos, y
lo primero que hay que buscar es la economía.
GABRIELA.- ¿De modo que seremos vecinas esta primavera?
LA MARQUESA.- Sí. (Bajando la voz.) Tenemos a Daniel bastante delicado...
inapetencia, melancolías...
JAIME.- Y la Facultad (por sí mismo) ordena campo, aires puros, sosiego, trato
continuo y familiar con la naturaleza.
GABRIELA.- ¡Pobrecito Daniel! (Los tres observan a Daniel, que ha vuelto al fondo
y está embebecido contemplando el paisaje.) ¿Trabaja demasiado?
LA MARQUESA.- Ya no... (Suspirando.) ¡Lástima de bufete, llamado a ser uno de
los primeros de Barcelona! (Cariñosamente a Daniel.) Hijo mío, ¿qué haces?
DANIEL.- Nada, miraba... Mucho ha cambiado Santa Madrona de seis meses acá...
Dígame usted, Gabriela; allí veo una torre gótica, esbeltísima. (Señala al fondo por la
izquierda, hacia un punto que no se ve desde el teatro.)
GABRIELA.- La de los Franciscanos. La concluyó papá hace un mes.
DANIEL.- (señalando hacia la derecha.) ¿Y aquel gran edificio?
JAIME.- El hospital, Asilo de huérfanos y Casa de Expósitos que debemos a
Jordana.
DANIEL.- ¡Soberbia construcción!
GABRIELA.- Hecha toda con limosnas, suscripciones y petitorios.
JAIME.- Y con funciones de teatro, bailes, tómbolas, rifas y kermesses... ¡Es mucho
hombre ese Jordana!
LA MARQUESA.- (queriendo recordar.) Jordana, Jordana...
DANIEL.- El alcalde perpetuo.
JAIME.- Sí, mamá, aquel que llamábamos el patriarca bíblico porque tiene
veinticinco hijos.
GABRIELA.- No tanto... son quince.
LA MARQUESA.- ¡Jesús!... (Con prisa de marcharse.) ¿Puedo ver a tú papá y a
Eulalia?
GABRIELA.- (acercándose de puntillas a una de las puertas de la derecha.) Papá...
escribiendo en el despacho. Mi tía no tardará en volver de la iglesia. (Daniel se aleja de
nuevo hacia la terraza.)
LA MARQUESA.- Esperaremos un ratito. (A Gabriela con extremos de cariño.)
¡Ah, dame otro beso! No me canso de mirarte, ni de admirarte, ni de alabar a Dios por la
dicha que me concede haciéndote mi hija.
JAIME.- (con entusiasmo.) Madre. ¿No es verdad que no la merezco? Dígame usted
que no la merezco.
LA MARQUESA.- Sí, hijo, la mereces, ¿por qué no? Tú también eres bueno...
JAIME.- ¡Que no la merezco! Pero en fin, la tengo: lo mismo da. ¡Qué feliz soy! Y
usted, mamá, también lo es. Diga que lo es... dígalo pronto, si no quiere que me
incomode.
GABRIELA.- (a la Marquesa que hace signos negativos.) Dígalo para que nos deje
en paz.
LA MARQUESA.- Lo digo y no lo digo... Escuchadme: (Cogiendo a Gabriela y
Jaime por una mano y situándose entre los dos.) Soñé que cogía en mis manos la
felicidad... enterita, completa, redonda, toda para mí... Era como una hostia. Al
despertar de aquel sueño, encontreme que sólo poseía la mitad... La otra mitad, rota,
caída, deshecha a mis pies... Tu padre, el buen Moncada, el consecuente amigo de mi
esposo, tenía dos hijitas casaderas, ángeles si los hay... pues yo creo en los ángeles
terrestres.
JAIME.- Yo no... pero en fin, pase.
LA MARQUESA.- Dos ángeles digo: tú y tu hermana Victoria. Yo tenía y tengo
dos hijos. No por ser míos, ni por hallarse presentes, dejaré de afirmar que algo valen.
Este te quiso a ti, Daniel a tu hermana. Dieron las niñas el sí con aquiescencia y regocijo
de los padres. Doble matrimonio, dicha completa... Pero ¡ay!, de la noche a la mañana,
Victoria se siente arrebatada de un misticismo ardiente, le nacen alas, levanta el vuelo, y
no para hasta ingresar en la Congregación religiosa del Socorro; y mi pobre Daniel...
(Mirándole desde lejos.) Ahí le tienes... sin haberse casado, parece un viudo
inconsolable. Esa es la mitad de mi dicha perdida. La mitad alcanzada eres tú, que serás
esposa de este indigno médico. (Óyese sonido de campana, lejano.)
DANIEL.- Mamá, que es tarde...
LA MARQUESA.- Sí, vamos.
DANIEL.- Si te parece, después de ver la casa, entraremos un rato en los
franciscanos. (A Gabriela.) Ese esquilón... (Deteniéndose a oírlo.) ¡Qué extraño timbre,
a la vez dulce y desgarrador!... No puedo oírlo sin estremecerme.
LA MARQUESA.- ¿Ya empiezas? (A Gabriela en secreto.) ¡Pobre muchacho!,
le tenemos tocado... de monomanía religiosa. (Alto.) En fin, me voy... Puesto que
Eulalia no viene, la veré a la vuelta.
GABRIELA.- Tomarán ustedes chocolate con nosotros.
LA MARQUESA.- Si no se empeñan los franciscanos en que probemos el suyo, aquí
nos tendrás. Vaya, adiós. (A Jaime.) ¿Tú te quedas?
JAIME.- Naturalmente.
LA MARQUESA.- Hasta luego... (Tomando el brazo a Daniel, vanse por el fondo.)

Escena II
GABRIELA, JAIME
JAIME.- Ya rabiaba por verte.
GABRIELA.- ¡Ocho días sin venir!
JAIME.- Que me han parecido ocho siglos. Habrás recibido mis ocho cartas, a carta
por siglo.
GABRIELA.- Sí, y sólo te he contestado cuatro letras... ya ves; no tengo tiempo para
nada. Con la anexión de los sobrinitos, necesito Dios y ayuda para atender a todo...
JAIME.- (con entusiasmo.) ¡Mujer extraordinaria, sublime, excelsa!
GABRIELA.- Tonto, no adules,
JAIME.- Déjame, déjame que te eche muchísimo incienso...
GABRIELA.- ¡Fastidioso!
JAIME.- Dime: cuando nos casemos, ¿seguirás de reina Gobernadora en la casa de tu
papá?
GABRIELA.- Es natural que sí. ¿Cómo quieres que le deje solo?
JAIME.- ¡Ah!, no... de ninguna manera... ¡Don Juan de mi alma! Pero es mucho
trabajo para ti. ¿Por qué no había de ayudarte tu tía doña Eulalia?
GABRIELA.- ¡Mi tía! (riendo.) No la saques de sus rezos, de su labor de gancho, de
sus visitas a todas las monjas y frailes que hay en tres leguas a la redonda; no la saques
de dar buenos consejos y traer malas noticias, y de opinar siempre en contra de los
demás. Es buenísima; pero al nivel de su virtud, y un poquito más arriba, pongamos su
inutilidad.
JAIME.- Bueno... Pues no nos acobardemos por el exceso de trabajo... ¡Ah! ¿Sabes
que voy teniendo clientela? Decididamente, me dedico a la especialidad de
enfermedades nerviosas.
GABRIELA.- Pues empieza por tu hermano... ¿Sabes que no me gusta nada su
aspecto?
JAIME.- Pasión de ánimo. Lo que dijo mamá: soltero, y viudo inconsolable. Créelo,
tu hermanita le desquició con el dichoso monjío. Lo más raro es que a Daniel le ataca
también ese terrible asolador del humano cerebro: el bacillus mística.
GABRIELA.- ¿De veras?
JAIME.- Los Franciscanos de Barcelona cuidan de inoculárselo.
GABRIELA.- ¿Qué me cuentas?
JAIME.- Sí; mañana y tarde le tienes entre frailes más o menos descalzos, platicando
de cosas abstrusas y enrevesadas, cháchara espiritualista, que yo, disector de cadáveres,
no he podido entender nunca.
GABRIELA.- No desatines.
JAIME.- Y a propósito de enfermos. ¿Qué tiene tu papá?
GABRIELA.- (con asombro.) ¿Papá? Nada... Ah, sí; algo tiene... Padece insomnios,
tristezas... Apenas habla... Se me figura que ha sufrido estos días algún contratiempo
gravísimo.
JAIME.- El incendio de los almacenes de Barceloneta.
GABRIELA.- No... algo más será... Presumo que pérdidas considerables en
Bolsa. Huguet, su agente y amigo, viene casi todas las tardes.
JAIME.- Hoy también.
GABRIELA.- ¿Con vosotros?
JAIME.- No.
GABRIELA.- (con interés.) ¿En qué coche venía Huguet?
JAIME.- En el de ese bárbaro... ¿Cómo se llama?... ¡Ah! Cruz, José María Cruz, que
vive ahí, en casa de Jordana.
GABRIELA.- (recelosa.) ¿Venía también Cruz?
JAIME.- Sí... Sabrás que mis amigos le llaman el gorilla, porque moral y físicamente
nos ha parecido una transición entre el bruto y el homo sapiens.
GABRIELA.- Hombre de baja extracción, alma sórdida y cruel, facha innoble, la
riqueza no le ha enseñado, como a otros, a sobredorar la grosería de sus modales, la
vulgaridad zafia de sus pensamientos.
JAIME.- Mala persona, según dicen. ¿Y es cierto que se crió aquí, en tu torre?
GABRIELA.- Sí, hombre. Es hijo de un carretero que tuvimos en casa. Yo era muy
niña entonces. Apenas me acuerdo.
JAIME.- ¡Qué cosas se ven!
GABRIELA.- Es de esos que van cerriles a América, y luego vuelven cargados de
dinero. La Providencia nos ofrece a cada instante estas ironías horribles.
JAIME.- La riqueza en perfecto consorcio con la barbarie.
GABRIELA.- (con vehemencia.) En fin, es hombre el tal Cruz, cuya presencia y
cuya voz me atacan los nervios... Apenas cambio el saludo con él... Y el muy bruto no
conoce la antipatía, la repugnancia que me inspira... y... vamos, ¿te lo cuento?
JAIME.- (receloso.) ¿Qué? Me asustas.
GABRIELA.- Anteayer iba yo por el jardín... ¡Pasé un susto...! Estaba sola.
Presentóseme saliendo de unas matas, como res brava perseguida de cazadores; y al
verle delante de mí quedeme fascinada, sin poder hablar. Quise dar un grito; pero no lo
di, hijo, no lo di.
JAIME.- Eso es lo que no sabe ninguna mujer: gritar a tiempo.
GABRIELA.- Pues con una inclinación muy torpe de cabeza y cuerpo me saludó, y
al querer ser fino y galán, parecía que se iba a poner a cuatro patas.
JAIME.- (con repentina cólera.) Gabriela... ¿ese animal tiene el atrevimiento
increíble de prendarse de ti?
GABRIELA.- Algo de eso me dio a entender con sus gruñidos...
JAIME.- No me lo digas...
GABRIELA.- ¿Pero yo que culpa tengo...?
JAIME.- (muy inquieto.) ¡Enamorado de ti! ¡Ay, qué idea me asalta, qué recelo, qué
presentimiento horrible! Gabriela, ese hombre te quiere comprar. Dime, por tu vida,
dímelo; dime que no te vendes... que no cambiarás mi honrada personalidad por la de
ese alcornoque cargado de bellotas de oro...
GABRIELA.- ¿Pero estás loco? (viendo salir a Moncada.) Cállate... Mi padre...

Escena III
Dichos. MONCADA, que sale por la derecha, muy caviloso y triste; después HUGUET.
MONCADA.- (¡Qué ansiedad! ¡Lo que tarda Huguet!...)
JAIME.- Señor don Juan...
MONCADA.- ¡Ah, Jaime! (con indiferencia.) ¿Qué tal? ¿Y tu mamá?
JAIME.- Ha venido conmigo y con Daniel.
GABRIELA.- ¿Sabes, papá?... La Marquesa alquila una de las casitas de abajo...
MONCADA.- (que no se ha fijado en lo que Jaime y Gabriela le han dicho.) Dime:
¿me traes alguna mala noticia?
JAIME.- (sorprendido.) ¿Mala noticia?
MONCADA.- ¿No?... Es que... Hace días que no entra aquí una persona sin
anunciarme algún desastre.
JAIME.- ¡Don Juan!
MONCADA.- Cuantas desdichas pienso, suceden. Toda la mañana me la llevo...
pensando que ha caído un rayo en mi casa de Barcelona.
JAIME.- ¡Qué disparate!
MONCADA.- (viendo salir a Huguet por el fondo.) ¡Ah!, gracias a Dios.
GABRIELA.- (aparte a Jaime.) (Huguet... estamos demás aquí.) (Retírase por la
izquierda. Jaime la sigue.)
JAIME.- (reparando en la expresión sombría del rostro de Huguet.) (Mal cariz tiene
el agente.)
GABRIELA.- (ordenando a Jaime que salga por el parque.) Tú por allí... (Vanse.)


Escena IV
MONCADA, HUGUET
MONCADA.- (impaciente.) ¿A ver...? ¿Qué hay? ¿Qué nueva desgracia me traes hoy?
HUGUET.- (cohibido.) Hombre, aguarda...
MONCADA.- Tu cara no puede engañarme. De tanto leer en ella me la sé de
memoria.
HUGUET.- Te diré... La cosa es grave; pero aún...
MONCADA.- (con firmeza.) Déjate de atenuaciones, Facundo. No las necesito.
HUGUET.- Bueno. Pues... lo que temíamos, Juan, un pánico horroroso, que no
hemos podido contener comprando hasta comprometernos con ciega temeridad. Artús y
yo hemos hecho verdaderas locuras. ¡Esfuerzo inútil! Las acciones del Banco Mercantil
y Naval, ofrecidas a veinticinco.
MONCADA.- (llevándose las manos a la cabeza.) ¡A veinticinco!
HUGUET.- Ya me lo temía...
MONCADA.- (con ansiedad.) Di: ¿podré esperar que la Compañía Insular y
Continental me apoye para evitar el último desastre?
HUGUET.- ¡Ay, querido Juan!, pues tienes un alma bien templada para el infortunio,
te diré que...
MONCADA.- (vivamente.) No sigas. Mi pesimismo me da un gran poder de
adivinación. Hace un rato, pensaba en la espantosa baja... ¡La veía! Y he visto que la
Compañía Insular es también cosa muerta... ¿Acerté?
HUGUET.- (con honda tristeza.) Sí. (Pausa.) Han venido para ti tiempos malos,
compensación de los buenos que gozaste. Así es el mundo.
MONCADA.- ¡Ay, sí! La fortuna me halagó con increíble perseverancia durante
treinta años. Tú, todos, yo mismo, nos asombrábamos de mi loca fortuna.
HUGUET.- Sí... Tanta ventura no podía seguir. Decíamos que el Destino... ¿Te
acuerdas de la broma?...
MONCADA.- Que el Destino me cebaba para comerme después. Acertasteis. Llegó
un día en que eso que llamamos suerte, ese misterio eterno, por todos temido, por nadie
descifrado, se volvió contra su favorito. Empezaron mis desdichas con la muerte de mi
esposa, mi idolatrada Luisa. ¡Ay! La prosperidad entró con ella en mi casa, y con ella se
fue... Cuatro meses después de aquel golpe, recibí otro que también me hirió en lo más
vivo del alma. Mi hija Victoria, la más parecida a su madre, la que me reproducía su
bondad, su inteligencia, su viveza y gracia seductoras, es bruscamente, asaltada de
un religioso entusiasmo que más bien parece exaltación insana. Su jovial carácter sufre
una crisis profunda, que termina con la resolución de tomar el hábito en el Socorro. Mi
cariño y el de su hermana y su tía, no pueden nada contra su piedad despiadada.
Comprometida a casarse con Daniel de Aransis, a quien amaba desde que ambos eran
jovenzuelos, lo abandona todo, padre, hermanos, novio, casa, familia y amigos...
HUGUET.- Su apasionada vocación es digna de respeto.
MONCADA.- Si no digo nada contra su vocación... Allá la tienes a punto ya de
cumplir el plazo del noviciado y profesar. ¡Hija de mi alma!... ¡Perderte viva!...
(Desechando una idea triste.) Pues sigo: al mes de ver partir a mi Victoria para el
convento, (...¡cómo se eslabonan en esta cadena infame de la suerte las cosas divinas
con las profanas!...) ocurre la espantosa baja de los algodones, que me hace perder en un
día... ya lo sabes. Al mes siguiente, una inundación hace estragos en la fábrica de
Igualada. Pasan veinte días, y el fuego me destruye parte de los almacenes de
Barceloneta. Y así continúan estos que bien puedo llamar arañazos del monstruo,
comparados con la inmensa desventura del mes anterior. Mi hijo, mi único varón, el
hereu, la esperanza y el orgullo de mi casa, inteligencia poderosa, corazón grande, el
que puso la fábrica de cerámica (señalando el paisaje del fondo) en el pie de
prosperidad en que la ves... (La aflicción no le permite concluir la frase.)
HUGUET.- ¡Tristísimo recuerdo!
MONCADA.- Sucumbió, víctima de una rápida enfermedad infecciosa... Ahí tienes
a sus seis niños, también huérfanos de madre, sin más amparo ya que su abuelo...
HUGUET.- (animándole.) Y les basta y les sobra... Vamos, Juan, ánimo.
MONCADA.- ¡Ay, Facundo! ¿no te parece a ti que Dios debe darme algún
descanso?
HUGUET.- Y te lo dará.
MONCADA.- (con desaliento.) No; ya no espero nada. Me arrojo en brazos de la
ciega fatalidad. Me siento incapaz de prevenir nuevos males, y de poner remedio a
los que ya me agobian... Aquel tino mío para los negocios, aquel golpe de vista,
Facundo, ya no existen. Soy todo indecisión, torpeza. Ya no tengo ideas. Sólo queda en
mí una especie de estupefacción terrorífica, el continuo, el angustioso esperar de nuevos
golpes. No me atrevo a dar un paso: creo que la casa se me cae encima. Cuantas
personas veo paréceme que expresan el duelo de una desdicha que por compasión no
quieren revelarme. Siento caer un plato, y me suena como si se hundiera un tabique.
Temo al aire que respiro y a la luz que me alumbra. Tiemblo por mi hija, por Gabriela,
mi solo consuelo ya. Tiemblo también por esos pobres niños. Pienso que jugando en el
jardín se caen al estanque, o que les muerde un perro rabioso...
HUGUET.- (cortándole la palabra.) No más, no más ideas lúgubres. Lucharemos
contra la adversidad... Más sereno que tú, yo veo caminos de salvación.
MONCADA.- (desconfiado.) ¿Cuáles? La venta de inmuebles de que hablamos el
otro día?, ¿el préstamo hipotecario?
HUGUET.- Sí.
MONCADA.- Ya es tarde. Tendría que ser en condiciones ruinosas.
HUGUET.- Quién sabe... Te diré. He hablado con Cruz.
MONCADA.- (vivamente.) ¿Y tiene noticia del horrible crack de hoy?
HUGUET.- Si todo lo sabe. No creas que se presenta mal. Insiste en comprarte la
fábrica y los terrenos de la Gran Vía.
MONCADA.- ¿Pero en qué condiciones? Es usurero. Se enroscará en mí, como el
boa, y me ahogará.
HUGUET.- Y también parece dispuesto, si no quieres vender tus inmuebles, a
hacerte el empréstito con garantía...
MONCADA.- Facundo, por Dios, no me des esperanzas que luego resultan fallidas...
¿Y crees tú que podrá...?
HUGUET.- (asombrado.) ¡Que si puede! Es hombre de inmenso capital...
MONCADA.- (ensimismado.) Inmenso, sí... ¿Habéis venido juntos de Barcelona?
HUGUET.- Y juntos entramos en tu parque. Ahí le dejó paseándose con Jordana,
que no le suelta.
MONCADA.- ¿A ver? (Aproximándose al foro para mirar hacia el parque.)
HUGUET.- (solo en el proscenio.) (¿Cuajará mi proyecto? Atrevidillo es. Pero
Eulalia conspira conmigo, y es mujer que lo entiende.)
MONCADA.- No veo a nadie... Mi hermana es la que viene ahí. (Volviendo al
proscenio, desalentado.) Ya estoy temblando. ¡Si me traerá malas noticias!...
HUGUET.- ¡Oh, no!

Escena V
Dichos. DOÑA EULALIA, vestida de negro, con sombrilla y un libro de rezos. Es
señora de cabellos blancos, de rostro pálido y sin movilidad.
EULALIA.- ¿Pero qué? ¿No ha vuelto Florentina?
MONCADA.- No; yo creí que estaba contigo.
EULALIA.- (secamente.) No; sólo he visto a Jaime. Buenas tardes, Facundo. (A Moncada.) ¿Y tú, qué tal te encuentras? Fuertecito... animado. ¡Ay cómo te admiro!
MONCADA.- (alarmado.) A mí, ¿por qué?
EULALIA.- Por tu tesón, por tu estoicismo, por esa firmeza heroica con que recibes
los tajos y mandobles de la adversidad.
MONCADA.- (impaciente y mal humorado.) Pero qué, ¿me preparas para alguna
mala noticia?
EULALIA.- No se trata de eso. A no ser que tengas por mala noticia la de que tu hija
Victoria profesará dentro de quince días. (Gesto de indiferencia en Moncada.) ¿Y
tampoco te importa saber que la Superiora le permite pasar tres días en tu compañía?
MONCADA.- ¿A Victoria?
EULALIA.- Sí... La tendrás aquí esta tarde con Sor María del Sagrario, la hermanita
del Socorro que ha pedido Rius para asistir a su suegra.
MONCADA.- Bien venida sea mi adorada hija... Pero de veras, ¿no tienes alguna
nueva desastrosa que comunicarme?
EULALIA.- ¿Y qué?... ¿No hemos nacido para padecer? Tus penas son mis penas.
¿No estoy aquí para compartirlas, para consolarte?
HUGUET.- ¡Oh!, sí... el consuelito espiritual.
EULALIA.- ¿Qué tiene que decir el bueno del agente? (Amoscada.) Estos hombres
descreídos, metalizados, idólatras del becerro de oro...
HUGUET.- ¿Pero dónde está ese becerro, señora! Dígame usted dónde está el
becerro.
EULALIA.- A usted, Facundo, que es ya cosa perdida, nada tengo que decirle... Tú,
querido hermano mío, te salvarás porque has padecido y padeces... El Señor te ha
probado.
MONCADA.- Bien lo veo... Pero dime, ¿ha concluido ya? Tú, que conoces lo de
arriba, ¿puedes asegurarme que terminaron las pruebas?
EULALIA.- (con severa convicción.) Quizás no... Mejor para tu alma. Alégrate.
MONCADA.- Alegrémonos pues.
EULALIA.- Y bendice la mano que te hiere.
MONCADA.- Pues la bendigo... Ahora... pega.
HUGUET.- (con intención.) No; si hoy no trae el rayo de las malas noticias.
EULALIA.- ¿Y si trajera el iris de las esperanzas risueñas?
MONCADA.- (incrédulo.) ¿Iris, tú...?
EULALIA.- Yo, sí.
MONCADA.- (esperanzado.) ¿De veras?
EULALIA.- (con sequedad.) No, no es nada. (No debe saberlo todavía.)
MONCADA.- (resignado.) Adelante la adversidad.
EULALIA.- Adelante. (Con afectada emoción.) Querido hermano mío, cuando Dios
te pone en el yunque, y bate y machaca, por algo será.
MONCADA.- (meditabundo.) Por mis pecados... sí.
EULALIA.- Tú lo has dicho... ¿Quieres oír un juicio sano y leal?... Pues llueven
sobre ti tantas desdichas por el olvido en que tienes las prácticas religiosas. (Movimiento
de disgusto en Moncada y de sorpresa en Huguet.) No, si ya sé que eres dadivoso...
Pero no basta dar dinero a los franciscanos para que acaben el campanario... No se llega
al Cielo elevando torres para encaramarse por ellas.
MONCADA.- Déjame, te digo.
EULALIA.- Diré la verdad aunque te duela, la verdad, medicina que entra por los
oídos y anida en el cerebro, como la paciencia anida en el corazón... El Señor te aflige y
te afligirá más todavía porque has olvidado sus leyes sacrosantas, devorado por la fiebre
mercantil y por el afán de acumular riquezas. (Con acrimonia.) Y no estás ya en edad de
atender más a los negocios que a la suprema especulación de salvar tu alma, porque el
mejor día viene la cobradora fea con la libranza del vivir vencida, y tienes que pagar a
toca teja, dando tu cuerpo a los gusanos y tu alma a la eternidad. Y te llaman a juicio; y
allá, el ángel que pesa y apunta, te preguntará por tus buenas acciones, no por las del
Banco, ni por el mayor o menor capital que tengas en cuenta corriente o en caja... Y
entonces será el rechinar de dientes y el decir... ¡maldita riqueza, malditos negocios, y
maldito tanto por ciento...! (Moncada se ha sentado con muestras de fatiga, y aguanta
el sermón sin decir nada.)
HUGUET.- ¡Basta, por Dios!...

Escena VI
Dichos. LA MARQUESA, DANIEL, JAIME, por el fondo; después GABRIELA.
LA MARQUESA.- Aquí están... ¡Querido Juan!
MONCADA.- (estrechándole la mano.) ¡Florentina!...
EULALIA.- ¡Qué gozo verte aquí!... (Se abrazan.) ¿Que tal la casita?
LA MARQUESA.- Positivamente la tomo.
DANIEL.- (a Moncada.) Desde mañana, mi querido D. Juan, seremos vecinos.
Usted, según parece, no goza de buena salud; yo tampoco. Nos acompañaremos, nos
consolaremos mutuamente, reanudando la serie de largos paseos que eran nuestra
delicia seis meses ha.
MONCADA.- (abrazándole.) Tu amistad es un gran consuelo para mí. Te quiero
como a un hijo.
LA MARQUESA.- ¿Y Gabriela?
JAIME.- (atisbando por la puerta de la izquierda.) Aquí está.
GABRIELA.- (vestida con traje más elegante que al principio del acto.) ¿Toman
chocolate?
LA MARQUESA.- Sin duda.
EULALIA.- A mí me lo haces con agua. Ya sabes que ayuno.
LA MARQUESA.- ¡Ah! (Recordando.) Mañana Domingo de Ramos.
Forman todos un grupo, del cual se separa doña Eulalia para reunirse con Huguet al
otro lado del proscenio.
HUGUET.- (aparte a doña Eulalia.) ¿De veras conspira usted conmigo?
EULALIA.- Yo no conspiro; influyo con mi autoridad en la suerte de la familia...
¿Pero ese bendito salvaje no viene?
HUGUET.- No tardará... Dígame usted, ¿no le parece que esta familia nos estorba un
poco?
EULALIA.- Sí; ¡visita más inoportuna...!
HUGUET.- ¿Qué hacemos?
EULALIA.- Yo les espantaré, como a las moscas.

Escena VII
Dichos. JOSÉ MARÍA CRUZ y JORDANA, que entran por el foro. El primero es
hombre rudo y de ademanes torpes, rostro ceñudo. Viste con decencia y sencillez, sin
pretensiones de elegancia.
MONCADA.- (adelantándose.) Amigo Cruz...
CRUZ.- (saludando con embarazo.) Sr. D. Juan... D. Facundo...
JORDANA.- Por tercera vez he enseñado al señor de Cruz esta hermosa finca, y la
fábrica.
MONCADA.- (con tristeza.) ¡Ah!, ¡la fábrica! Desde la muerte de mi hijo está un
poco descuidada.
CRUZ.- (con sequedad.) Y un mucho. Falta dirección, sobra gente. El trabajo no
marcha con regularidad.
MONCADA.- Cierto. (Continúan hablando.)
LA MARQUESA.- (a doña Eulalia.) ¿Quién es este gaznápiro?
JAIME.- (a la Marquesa.) Es ese Cruz de quien te hablé.
LA MARQUESA.- (mirándole con impertinente.) Ya...
EULALIA.- Mala traza, ¿verdad?
JAIME.- Y peores obras.
MONCADA.- (a Cruz, presentándole a la Marquesa.) Nuestra amiga la señora
Marquesa de Malavella. (Presentando a Daniel.) Su hijo el señor Marqués de
Malavella. (Saludan inclinándose.)
CRUZ.- Por muchos años...
MONCADA.- (presentando a Jaime.) El otro hijo...
CRUZ.- A este ya le conocía... el médico. Ese otro caballerito es abogado.
DANIEL.- Servidor de usted.
GABRIELA.- (aparte a Jaime.) ¿Has visto qué tío más grosero?
JAIME.- Nunca vi mostrenco igual.
Moncada invita a Cruz a sentarse. Obsérvese en la situación de los nueve personajes,
la disposición siguiente: A la izquierda forman un grupo la Marquesa, Gabriela y doña
Eulalia, sentadas, teniendo a un lado y otro o Huguet y Jaime, en pie; en el centro Cruz
y Jordana, sentados; a la derecha Moncada sentado, Daniel en pie.
JORDANA.- Lo que tiene encantado al amigo Cruz es el parque.
MONCADA.- No es malo.
CRUZ.- Lo miro como cosa mía.
Todos los del grupo de la izquierda.- ¡Como cosa suya!
CRUZ.- Cierto... porque en él me crié.
Todos.- Ya.
JORDANA.- El señor no reniega de su origen humilde.
CRUZ.- Nunca. Nací en la indigencia. Todo lo que tengo se lo debo... a este.
(Señalándose.)
DANIEL.- No es flojo mérito.
CRUZ.- Los señoritos de carrera (mirando a Daniel y Jaime) ven en mí un hombre
sin principios, un hombre tosco y vulgar...
DANIEL.- (por cortesía.) ¡Oh!, no...
LA MARQUESA.- (a los de su grupo.) ¿Y decís que este cafre es riquísimo?
JAIME.- El asno cargado de reliquias.
EULALIA.- ¡Envidioso! (A la Marquesa.) ¿Tú qué opinas?
LA MARQUESA.- ¿Yo?, que se puede perdonar al animalito por las alforjas.
EULALIA.- (alto.) El amigo Cruz no se avergüenza de haber desempeñado en esta
casa los oficios más bajos.
CRUZ.- ¿Qué he de avergonzarme? Mi padre, Magín Cruz, era el carretero de esta
posesión. Vivíamos allá, junto a las tapias de Paulet, cerca del ferrocarril.
MONCADA.- Cierto.
CRUZ.- Mi padre sacaba los escombros y las basuras; traía estiércol y mantillo para
las plantaciones, y el guijo para los paseos del jardín. Entonces, Sr. D. Juan, usted me
tuteaba... naturalmente, y me llamaba Pepet. ¿Por qué ahora no me dice también Pepet?
MONCADA.- Si lo desea usted... si lo deseas, Pepet te llamaré.
CRUZ.- Han pasado muchos años. Yo tenía en aquel tiempo diecisiete o
dieciocho, y fama de muy díscolo y rebelde.
MONCADA.- Hablando con franqueza, Pepet; eras un bruto.
CRUZ.- Y lo soy todavía.
LA MARQUESA.- Me gusta la sinceridad.
MONCADA.- Cansado de luchar con tu fiereza indómita, tu padre tuvo que
embarcarte.
CRUZ.- Atado codo con codo... me metieron en un buque de vela que salió para
Mazatlán por el estrecho de Magallanes.
LA MARQUESA.- Viaje divertido.
CRUZ.- Sí, señora, muy divertido: un viajecito que convendría a sus hijos de usted
para que aprendieran a vivir.
GABRIELA.- (a Jaime.) ¡Pero qué animal!
CRUZ.- Volviendo a lo de mi infancia, dirá que más de una vez entré en esta casa
con un respeto supersticioso. Pensaba yo que entrar descalzo en la sala donde ahora
estamos, era una profanación, un sacrilegio. Me parece que estoy viendo a la señora,
madre de esa señorita y de su hermana. ¡Oh, la señora no era orgullosa ni finchada... tan
guapa, tan benévola...! Algunas tardes, metíame yo en la cocina. (Señalando al foro por
la izquierda.) Blasa, la cocinera, me ponía delante un plato de cocido... así. (Indicando
lo abultado de la ración.)
JAIME.- Y que no tendría usted entonces mal apetito.
CRUZ.- Como ahora. Mi salud es de bronce. No sé lo que es estar enfermo. Nací
para vivir mucho, y viviré.
MONCADA.- Así has podido resistir tan grandes trabajos y fatigas. Pasaste
después...
LA MARQUESA.- ¿En Méjico?
CRUZ.- Y en California: beneficiando primero la plata, después el oro.
LA MARQUESA.- (con admiración.) ¡Plata!
EULALIA.- ¡Oro!
LA MARQUESA.- ¿Y usted sacaba esos lindísimos metales de las entrañas de la
tierra?
CRUZ.- Sí, señora.
JAIME.- ¡Bonita industria!
CRUZ.- Como bonita, no.
EULALIA.- Horrible, vamos. Sr. Cruz, no crea usted que aquí nos trastornamos
oyendo hablar de metales más o menos viles...
HUGUET.- Eso se deja para nosotros los adoradores del becerrito. Estas señoras,
cristianas bien curtidas, conservan sus almas en vinagre, o sea en el desprecio de las
riquezas.
LA MARQUESA.- ¡Oh!, no... un desprecio prudente nada más, porque hay
necesidades...
DANIEL.- La eterna cuestión. No es el dinero bueno ni malo, sino quien lo posee.
CRUZ.- Y quien no lo posee, ¿qué es?
JORDANA.- Nadie lo sabe...
LA MARQUESA.- Porque falta el toque.
EULALIA.- Resultará siempre que el dinero es abominable.
JAIME.- No: hay que distinguir.
CRUZ.- Yo no distingo nada, y aseguro que el dinero es bueno. Tengo bastante
sinceridad para declarar que me gusta... que deseo poseerlo, y que no me dejo quitar a
dos tirones el que he sabido hacer mío con mis brazos forzudos, con mi voluntad
poderosa, con mi corta inteligencia.
HUGUET.- (¡Cáspita; el hombre se explica!)
JAIME.- (a Gabriela.) ¡Pero qué bruto!... ¿ves?
GABRIELA.- Me repugna oírle.
DANIEL.- (Naturaleza bravía, estilo crudo.)
JORDANA.- (¡Vaya un mozo!)
CRUZ.- Hay que dispensarme. Soy muy tosco, no entiendo de floreos; no sé adornar
la palabra, ni ponerle flecos y borlitas.
EULALIA.- Es usted un diamante en bruto. Le faltan las facetas.
LA MARQUESA.- (en el grupo.) No le faltan, hija, no; las tiene en el bolsillo.
EULALIA.- Es preciso que vaya desmintiendo la mala opinión que se ha formado de
él.
LA MARQUESA.- ¿Mala opinión? (Cruz alza los hombros.)
MONCADA.- Digámoslo claro. De ti, Pepet, se cuenta que eres avaro, que amas el
dinero con pasión desordenada...
EULALIA.- Y que en su vida ha dado usted una limosna.
LA MARQUESA.- Toma, las dará en secreto, como Dios manda.
CRUZ.- No señora, no las doy en secreto ni en público. No quiero proteger la
mendicidad, que es lo mismo que fomentar la vagancia y los vicios.
JAIME.- (a Gabriela.) ¿Pero has visto?
GABRIELA.- (con repugnancia.) ¡Y lo dice tan fresco!
EULALIA.- Vamos, que no suelta usted un cuarto así le fusilen.
HUGUET.- Es que le ha costado mucho ganarlo.
JORDANA.- (con adulación.) ¡Oh, mucho, mucho!
EULALIA.- ¿Y es cierto que tiene usted una fuerza hercúlea?
CRUZ.- Así, así...
JORDANA.- Se cuenta que de un machetazo le cortó la cabeza a un indio bravo.
GABRIELA.- ¡Qué horror!
JORDANA.- ¡Y qué puntería, señores! Parte un cabello a cincuenta pasos.
CRUZ.- No es extraño... El continuo manejo del rifle en un país donde hay que estar
siempre a la defensiva...
MONCADA.- No sé quién dijo que una vez te acometieron dos tigres...
CRUZ.- Aquí tengo la señal del zarpazo. (Mostrando una mano, y retirando el
puño de la camisa para que se vea parte del antebrazo.)
HUGUET.- ¡Ah!, sí... ¡valiente caricia!...
EULALIA.- (acercándose para examinar el antebrazo.) Pero diga usted, ¿qué
garabatos son esos que tiene usted ahí?
DANIEL.- (que se ha acercado también.) Es lo que llaman tatuaje.
CRUZ.- Justo.
EULALIA.- ¡Jesús! ¡Qué horror de pintura en la misma piel! Miren, miren.
(Acércanse Huguet, Moncada y Jordana. La Marquesa, Jaime y Gabriela, permanecen
alejados, expresando más bien repugnancia.) Dos calaveras, cruces, anclas...
CRUZ.- Esto se hace con pólvora y aguardiente. Costumbres de marinería.
JAIME.- (en su grupo.) Y de tribus salvajes.
EULALIA.- Por Dios, señor Cruz, afínese usted un poco. Lo conseguirá si sigue
mis consejos... Lo que a usted le falta para ganarse mis simpatías, es consagrar una
parte, siquiera mínima, al socorro de los necesitados.
JORDANA.- (¡A buena parte vas!)
CRUZ.- Cada uno sabe lo que tiene que hacer en este punto. Reconozco y declaro
que no soy pródigo, ni siquiera generoso, y, si me apuran, diré también que no soy
compasivo.
GABRIELA.- ¡Y lo dice!
JAIME.- ¿Pero has oído?
EULALIA.- ¿A ver? (Curiosidad en todos.) Explíquenos eso.
CRUZ.- Pero no se asusten. El primer artículo de mi ley es cumplir estrictamente lo
pactado...
LA MARQUESA.- (interrumpiéndole.) ¿Y el segundo?
CRUZ.- El segundo... no dar nada a nadie graciosamente. El que no puede o no
sabe ganarlo, que se muera y deje el puesto a quien sepa trabajar. No debe evitarse la
muerte del que no puede vivir.
MONCADA.- (a Daniel.) Lo dirá en broma.
DANIEL.- (alto.) Desconoce la compasión.
CRUZ.- ¡La compasión...! Lo sé por larga experiencia... es una flaqueza del ánimo
que siempre nos trae algún perjuicio. ¡La compasión! Donde quiera que arrojen ustedes
esa semilla, verán nacer la ingratitud.
MONCADA.- Hombre, ¡por Dios! (Asombro en todos.)
CRUZ.- Como me he formado en la soledad, sin que nadie me compadeciera,
adquiriendo todas las cosas por ruda conquista, brazo a brazo, a estilo de los primeros
pueblos del mundo, hállome amasado con la sangre del egoísmo, de aquel egoísmo que
echó los cimientos de la riqueza y de la civilización.
JORDANA.- Eh, ¿qué tal?
CRUZ.- Digo que la compasión, según yo lo he visto, aquí principalmente,
desmoraliza a la humanidad, y le quita el vigor para las grandes luchas con la
Naturaleza. De ahí viene, no lo duden, este sentimentalismo, que todo lo agosta, el
incumplimiento de las leyes, el perdón de los criminales, la elevación de los tontos, el
poder inmenso de la influencia personal, la vagancia, el esperarlo todo de la amistad y
las recomendaciones, la falta de puntualidad en el comercio, la insolvencia... Por eso no
hay ley, ni crédito; por eso no hay trabajo, ni vida, ni nada... Claro, ustedes, habituados
ya a esta relajación, hechos a lloriquear por el prójimo, no ven las verdaderas causas del
acabamiento de la raza, y todo lo resuelven con limosnas, aumentando cada día el
número de mendigos, de vagos y de trapisondistas.
JAIME.- ¡Pero qué bárbaro!
GABRIELA.- Lo que tú dices: el gorilla.
EULALIA.- Si bromea... ¿no lo veis?
LA MARQUESA.- Da miedo este hombre.
MONCADA.- Tus ideas, Pepet, son un poco extrañas.
DANIEL.- ¡Y tan extrañas!
EULALIA.- Falta que nos diga los demás artículos de su ley moral.
GABRIELA.- (levantándose.) Dejen para otra ocasión los artículos, si han de tomar
chocolate.
LA MARQUESA.- Ah, sí; son las tantas, y yo quisiera volver de día a Barcelona.
(Dirígese al comedor.)
GABRIELA.- (a Cruz.) Y usted, ¿no toma chocolate?
CRUZ.- Gracias, no lo gasto.
GABRIELA.- (a Huguet.) ¿Y usted?
HUGUET.- Luego, luego...
MONCADA.- (a Gabriela que le coge de la mano.) ¿También yo? Déjome llevar.
(Mientras se dirigen al comedor los que se indican, Huguet y Cruz hablan aparte
en el centro del proscenio, y Daniel y Jordana a la derecha.)
DANIEL.- ¿Qué casta de hombre es este?
JORDANA.- ¿Usted lo entiende? Yo tampoco. Le alojo en mi casa, le colmo de
atenciones, hasta le adulo... con la esperanza de que costee la terminación de mi
grandioso hospital... y nada, no entiende mis indirectas.
DANIEL.- Pero al menos prometerá.
JORDANA.- Pues si prometiera... Nada. (Apretando el puño.) Es así... Pero no
desmayo, y sigo en mi campaña. Yo soy terrible. Pordioseando con los poderosos, he
levantado aquel gran monumento... En fin, ¿tomamos chocolate?
DANIEL.- Sí señor, sí... (Pasan al comedor.)


Escena VIII
CRUZ, HUGUET, después DOÑA EULALIA
HUGUET.- Pero, amigo Cruz, en esta ocasión crítica, en plena conspiración, no
se pinte usted con tan feos colores.
CRUZ.- Me presento como soy... Hablaré con ella, y si no acierta a ver en mí lo que
ver no pueden estos raquíticos jóvenes de carrera, no hemos adelantado nada.
EULALIA.- (que viene del comedor a prisa, oficiosamente.) Ea, ya estoy aquí.
Facundo, la Marquesa se va pronto con sus hijos. Ya he dicho a Gabriela que en cuanto
les despida, se venga acá. Usted coge a mi hermano, me le da un paseo, como que va al
encuentro de los niños, y le prepara bien. (A Cruz.) Pero usted, bárbaro inocente, ¿por
que se complace en ennegrecer y afear su carácter?
HUGUET.- Eso le estaba diciendo. Como no nos ayude...
CRUZ.- ¿Qué quiere usted, que me eche polvos en la cara del alma? Si soy negro, ¿a
qué he de blanquearme con harina de arroz, que, apenas puesta, se me caería,
dejándome, además de negro, sucio?
EULALIA.- En fin, adelante, y no perdamos tiempo. Facundo, fíjese usted en la
consigna.
HUGUET.- Allá voy... Por mí no quedará. (Vase por el comedor.)

Escena IX
CRUZ, DOÑA EULALIA
EULALIA.- ¿A qué vienen esos alardes de fiereza, señor gigante Goliat?... También
me ha disgustado, en las manifestaciones de usted, que no mostrara más cariño a esta
casa, donde corrió inocente y plácida su infancia...
CRUZ.- ¡Mi infancia! Señora mía, ¿cree usted que es muy grata esa memoria?... ¡Si
yo era en esta casa poco menos que un animal doméstico!... Tratábame mi padre con
rigor excesivo. Recuerdo que teníamos un burro, al cual yo quería como si fuera mi
hermano. Mi padre le trataba con más cariño que a mí; desigualdad que no me
lastimaba. Los palos que al animal correspondían hubiéralos yo recibido en mi cuerpo
por aliviarle a él.
EULALIA.- ¡Gracias a Dios que veo en usted un rasgo de amor al prójimo... digo...
de...!
CRUZ.- Cosas de la niñez... Acuérdome bien de las dos niñas, y aún me parece que
las estoy viendo, tan monas, tan lindas... frescas, tiernecitas, como los tallos nuevos de
las plantas cuando retoñan en primavera. Las miraba yo como a seres de raza superior, a
los cuales no podía tocar, y me creía indigno hasta de fijar en ellas mis ojos. Bien
grabadas conservo en mi memoria algunas impresiones de aquel tiempo. Verá usted:
una tarde hallábanse las dos en la alcoba de su papá (señalando a la derecha hacia lo
alto.) Yo pasaba por el jardín, llevando la carretilla... Me decían mil cosas. «Pepet,
bestia, zángano, borrico, qué sé yo...». Mandome el jardinero que abriera un hoyo junto
a la pared, a plomo de la ventana, y mientras cavaba, las dos niñas se entretenían en
echarme salivitas... Aún me parece que siento el golpe del salivazo tibio... aquí, sobre
mi cogote.
EULALIA.- Una broma inocente.
CRUZ.- No; si me agradaba... ya lo creo que me sabía muy bien. Algunas tardes
tiraba yo de un carrito en que ellas se paseaban; y yo relinchaba... y...
EULALIA.- Que llegaba usted a creerse caballo.
CRUZ.- Que lo era realmente... yo estoy en que lo era. Paréceme aún que veo a
Grabriela y a Victoria dándome trallazos, y tirándome de las riendas... Eran monísimas
entonces.
EULALIA.- Y hoy lo son más. La monjita es un encanto.
CRUZ.- No he vuelto a verla desde entonces, ni verla deseo. Ya sabe usted que
detesto a toda la caterva de frailes, clérigos y beatas, cualquiera que sea su marca,
etiqueta o vitola...
EULALIA.- ¡Cruz, por Dios, y me lo dice usted a mí, sabiendo que...!
CRUZ.- Que es usted mojigata... quiero decir, religiosa. Pues no haremos buenas
migas... Pero dejemos esto. Sigo contando: hace cuatro meses, cuando llegué aquí, vi un
día a Gabriela en la huerta de Jordana, y... lo diré seco. Pues me prendé, me
enamoré de ella como un salvaje (con alarde de ingenuidad.) Diré a usted todo lo que
siento. En mis sueños de hombre rico, que si el pobre sueña el rico más, he vislumbrado
siempre una como rehabilitación gloriosa y triunfante de aquellas tristezas de mi niñez.
Mi ilusión constante, mientras viví en América, fue poseer Santa Madrona, ser señor
donde fui criado, casi igual a las bestias. Transplantada a Europa, parece que la ilusión
revive y florece, fertilizada por el caudal que traigo... No sé si me explico.
EULALIA.- Sí, sí... ¿Pero acaso usted guarda rencor a mi hermano?
CRUZ.- Ninguno. Miro con respeto la casa, el jardín. Respeto también a la familia...
Deseo asimilarme todo esto sin ofender a las personas, al contrario, haciéndolas mías, o
que ellas me hagan a mí... suyo... ¿Es esto claro?
EULALIA.- Sí, sí...
CRUZ.- En fin, que cuando vi a Gabriela, pensé que la única mujer del mundo con
quien yo me casaría es ella... Porque yo quiero casarme, fundar una familia...
EULALIA.- Es muy natural.
CRUZ.- Tener muchos hijos...
EULALIA.- (riendo.) Vamos; competencia con Jordana.
CRUZ.- Hijos, sí... y criarlos robustos, sanotes, para que aventajen a estas
generaciones tísicas...
EULALIA.- ¡Qué idea, qué orgullo! ¿Cree usted que por tener tanto barro a mano
podrá fabricar una humanidad nueva?... Por mi parte, no me entusiasma ver aumentado
bárbaramente el número de pecadores. Por eso no he querido casarme.

Escena X
Dichos. HUGUET
HUGUET.- (en la puerta del comedor.) Ya se van.
EULALIA.- Voy un momento. Dispénseme. Vuelvo. (Vase por el comedor.)
HUGUET.- (avanzando.) ¿Han hablado ustedes?... (mirando por el fondo donde
aparecen la Marquesa y sus hijos, acompañados de Gabriela, Moncada y Doña
Eulalia, que salen a despedirles.)
CRUZ.- Dígame usted: ¿esa vieja aristócrata (por la Marquesa) tiene dinero?
HUGUET.- ¡Oh!, no... ¡pobrecilla! Su esposo no dejó más que trampas. ¡Excelente
señora! Ha pasado mil amarguras y privaciones para educar a sus hijos...
CRUZ.- (con desprecio.) ¡Valiente educación!
HUGUET.- Buenos chicos... aplicados...
CRUZ.- De estos que todo lo esperan de los libros, de los discursos... Se morirán de
hambre si no pescan una dote.
HUGUET.- (observando los movimientos de los personajes que se ven en el forillo.)
Ya se fueron... Juan les acompaña hasta la verja, donde espera el coche. Voy... (Vase
por el fondo a punto que entran Doña Eulalia y Gabriela)

Escena XI
CRUZ, DOÑA EULALIA Y GABRIELA
GABRIELA.- (confusa.) ¿Pero a qué me trae usted...? (sorprendida y aterrada al ver
a Cruz.) (¡Ah, ese hombre aquí!)
EULALIA.- No, no te retires. El amigo Cruz me decía hace un momento que... Vale
más que él lo repita delante de ti (a Cruz, que está cohibido.) Vamos; la cortedad, la
timidez, se despegan de un carácter tan fiero.
GABRIELA.- ¿Qué significa esto?
CRUZ.- Gabriela... señorita... yo...
GABRIELA.- (con entereza.) ¿Usted... qué?...
CRUZ.- (notando el ceño de Gabriela.) Hace un momento contaba yo a su señora tía
impresiones de mi niñez humilde.
EULALIA.- Sí, cuando tú y tu hermana le echabais salivitas... y él tiraba del coche, y
vosotras le decíais «¡arre!».
GABRIELA.- (con desabrimiento.) No me acuerdo de nada de eso.
CRUZ.- Ha pasado el tiempo. Su oficio es pasar, correr, mudando y revolviendo
todas las cosas, en la corteza, se entiende, que en lo de dentro, no hay poder que las
cambie. Siempre somos lo mismo. Cosas que nos parecen extraordinarias, inauditas, han
pasado millones de veces... Por ejemplo, esto.
GABRIELA.- ¿Qué?
CRUZ.- Pues... esto. En fin, Gabriela, hablaré, como acostumbro, en plata de ley.
¿Tendría usted inconveniente en casarse conmigo?
GABRIELA.- (espantada.) ¡Oh... por Dios... basta!
EULALIA.- Pero, hija, no es para ofenderse.
GABRIELA.- No puedo oír lo que usted dice, ni aun oyéndolo como broma... que
me parece de muy mal gusto.
CRUZ.- (contrariado, sofocando su ira.) Bueno... Agradezco la claridad con que se
expresa.
GABRIELA.- Y no teniendo más que decir, me retiro.
EULALIA.- (cogiéndola de la mano.) No, no te vas. ¿Y si yo te dijera que a tu
padre, por circunstancias que no son del caso, le sería muy grato...?
CRUZ.- Tampoco me importa la opinión del papá. Ya conozco la suya, y me basta.
EULALIA.- Ella lo pensará... Estas proposiciones no se contestan sin un poquito de
melindre, y de sí, no, y veremos...
GABRIELA.- (con austera dignidad.) Ya he respondido, y nada tengo que añadir.
¡Que a mi padre pueda ser grato!... No, no le conoce quien le supone capaz de
sacrificarme (angustiada.) No, imposible... Y por fin (con gran energía), si mi padre me
mandase querer a ese hombre, no le obedecería, no podría obedecerle... Dueño es de mis
actos; pero en mis afectos, sólo puede mandar Dios, Dios, que los ha creado en mí...
CRUZ.- (con sarcasmo.) Sí... ¡Y Dios es quien ha plantado en el alma de usted esa
flor raquítica, esa hierba sin fruto... el amor a uno de los hijos de la Marquesa...! ¡Ay,
dispénseme usted, señora! (por Doña Eulalia.) No puedo contenerme... Éntrame la
calentura...
EULALIA.- (asustada.) ¡Eh... por Dios, ya se descompone!...
CRUZ.- Duéleme haber dado este paso, haber manifestado un sentimiento () que no
resulta correspondido, ni comprendido siquiera... (accionando con rudeza y alzando la
voz.) Mi orgullo cruje al sentir el tremendo rechazo... Me ciego, me trastorno, no sé lo
que digo. No se espanten de que las manotadas de la bestia herida alcancen a alguien...
(paseándose furioso.)
GABRIELA.- (espantada.) ¿Pero está loco?
EULALIA.- (queriendo amansarle.) Señor Cruz...
CRUZ.- (gesticulando y entregado sin freno alguno de conveniencias a su cólera
brutal.) No se resigna al agravio quien ha vencido peligros de la tierra y del agua; quien
no ha temido a las fieras, ni a hombres peores que animales; quien ha triunfado de la
Naturaleza... (apretando los puños.) No, no se resigna el hombre para quien no han sido
bastante duras las entrañas de las rocas, ni bastante intrincadas las selvas, llenas de
reptiles venenosos... No, mil veces; no soporto que me humille, que me pisotee... una
muñeca sin reflexión, que resulta más dura que las peñas, más impenetrable que los
bosques, más árida que los desiertos pedregosos, más brava que los abismos de la mar.
GABRIELA.- (aterrada.) Será preciso llamar...
EULALIA.- (llevándose las manos a la cabeza.) ¡Pero, Cruz... por la del Redentor!...
CRUZ.- No oigo nada, no quiero saber más. Me voy de esta casa, ¡Que lo
pierdan todo, que se arruinen, que se mueran, que se deshonren!... Vengan los señoritos
de carrera (con ira y mofa), enclenques, escrofulosos, ineptos, parlanchines... vengan a
poner puntales a la casa de Moncada... Abur.
EULALIA.- (queriendo detenerle.) ¿Pero se va?... escuche...

Escena XII
GABRIELA, DOÑA EULALIA, JORDANA
GABRIELA.- (sentándose desvanecida, como amenazada de un síncope.) Dios
mío... ¿qué hombre es este?
EULALIA.- ¡Jesús me valga!... Hija, cálmate... Perdona... yo creí... En rigor de
verdad, yo no me he metido en nada... Cosas de Huguet...
JORDANA.- (entrando por el foro.) ¿Se fue mi huésped?
EULALIA.- Sí, y Dios quiera que no vuelva más. ¡Qué genio de hombre!
JORDANA.- (advirtiendo la emoción de Gabriela.) ¿Pero qué ha ocurrido?
EULALIA.- Nada, nada...
JORDANA.- ¡Ah! ¿No saben?... Ha llegado Victoria... Ahora mismo atravesó el
parque con otra monja, y creyendo que aquí había visita, entró en la casa por la puerta
de allá. (Señalando a la derecha.)
EULALIA.- Bueno; luego la veremos (como deseando que se marche.) Su amigo y
huésped salió de aquí furioso... Corra usted tras él; procure calmarle... ¡Ay Dios mío!
JORDANA.- (¿Qué será esto?) (Vase por el fondo.)

Escena XIII
GABRIELA, DOÑA EULALIA, MONCADA, HUGUET por la derecha.
MONCADA.- Ya, ya me ha enterado este... Francamente, Eulalia, siento que
hayáis...
EULALIA.- ¡Oh!, no hables en plural... Yo me lavo las manos.
HUGUET.- (contrariado.) (Pues yo no me lavo más que las puntas de los dedos...)
EULALIA.- Tu hija ha soltado una negativa rotunda... No podía ser de otra manera.
Y el hombre salió como alma que lleva el diablo.
GABRIELA.- (abrazando a su padre.) ¿Verdad, papá querido, que no podía serte
agradable el sacrificio de tu hija? ¡Y qué sacrificio! Las pobres mártires arrojadas a las
fieras, merecían menos lástima que yo, si con tal monstruo me casase.
MONCADA.- No, no temas... Jamás tu padre forzará tu voluntad.
HUGUET.- (Nos hemos lucido.)
EULALIA.- (a Huguet.) ¿Lo ve usted?
HUGUET.- (disculpándose.) No, si yo no...
EULALIA.- Pues yo bien dije que no podía ser.
GABRIELA.- Creyeron sin duda que me deslumbrarían las riquezas. ¡Ay, no me
conocen! Aunque las de ese hombre fueran tan imposibles de contar como las estrellas
del cielo, no me deslumbrarían, no. (A Moncada.) ¡Qué!... ¿que nos arruinamos, que
dejaremos de ser ricos? No me importa. Sabré aceptar con espíritu sereno cuantas
calamidades quiera Dios enviarme.
MONCADA.- Muy bien.
EULALIA.- (acariciándole.) ¡Pobre cordera! Así, así me gustas. El Señor mora en ti.
HUGUET.- (con ironía.) (¡Bendita sea la pobreza, que nos hace a todos tan
angelicales!)
GABRIELA.- ¿Verdad, papá, verdad que no me mandas casarme con ese hombre?
MONCADA.- (hastiado, como deseando concluir.) No, no, ya te he dicho...
GABRIELA.- Porque si me lo mandaras, yo... te lo juro... puesta en el dilema de
desobedecerte o quitarme la vida, optaría por lo último.
EULALIA.- (queriendo llevársela.) Basta: ha sido una broma... de Huguet. Yo me
alegro de ver tu firmeza de carácter, tu profunda convicción moral y religiosa... Vamos,
ven...
MONCADA.- (aburrido, como despidiéndolas.) Sí, sí...
EULALIA.- Iremos al encuentro de tu hermana. (Vanse por el fondo.)

Escena XIV
MONCADA, HUGUET
MONCADA.- Mal os ha salido la intriguilla.
HUGUET.- (desalentado.) Sí, ya comprendes que mi objeto fue abrirte un camino, el
único posible...
MONCADA.- Buena fue la intención. (Se sienta abatidísimo.)
HUGUET.- (recogiendo su abrigo y hongo que ha dejado en una silla.) Pues señor...
(Al despedirse.) Dime... con franqueza: Si la conspiración hubiera salido bien, ¿te
habrías alegrado?
MONCADA.- (vacilando.) Siendo a gusto de ella... sí.
HUGUET.- (con ira.) ¡Lástima de...! En fin... paciencia, Juan.
MONCADA.- Hasta mañana.
HUGUET.- Mañana... Dios dirá. (Vase por el fondo.)

Escena XV
MONCADA, VICTORIA, SOR MARÍA DEL SAGRARIO
MONCADA.- (que continúa sentado.) Me parece que Dios no dirá nada...
(Queda profundamente abstraído. Aparecen por una de las puertas de la derecha,
Victoria y Sor María del Sagrario. Esta viste el hábito del Socorro, blanco con manto
negro; Victoria el de novicia, enteramente blanco, y trae en la mano un palmito de
Domingo de Ramos, labrado y adornado con flores. Moncada no nota la entrada de las
dos mujeres, ni ellas reparan en él hasta después de un breve rato.)
SOR MARÍA.- No están aquí.
VICTORIA.- ¿Pero dónde se han metido? (Viendo a Moncada, creyéndole dormido.)
¡Ah!, mi padre... Chist. (Imponiendo silencio a la otra, acércase de puntillas.) Se ha
quedado dormido.
MONCADA.- (viéndola a su lado, con viva sorpresa.) ¡Ah!... Victoria...
VICTORIA.- ¿No me esperabas?... (Con orgullo.) Mira, mira lo que te traigo... Para
mañana, Domingo de Ramos...
MONCADA.- (muy afectado.) ¡Ah!... sí, el palmito. (Vencido de la emoción no
puede contener el llanto, y cogiendo las manos de su hija, se las besa.)
VICTORIA.- (confusa.) ¿Pero qué... lloras?


Acto segundo

La misma decoración del acto primero.

Escena primera
MONCADA, junto a la mesa de la derecha, revisa cartas y papeles, demostrando
inquietud y tristeza. Junto a la mesilla de la izquierda, DOÑA EULALIA, entretenida
en una labor de gancho; a su lado LA MARQUESA como de visita. Después
VICTORIA, que entra y sale varias veces durante la escena.
LA MARQUESA.- Pues sí, muy contenta en mi casita.
EULALIA.- Daniel se entonará con la vida de campo.
LA MARQUESA.- Falta le hace. (Bajando la voz.) No creas... algo me inquieta esta
aparición de Victoria.
EULALIA.- ¿Temes que tu hijo, al verla...? ¡Oh, no!... con el nuevo giro que la idea
religiosa ha dado a sus sentimientos, no es fácil que ninguna pasioncilla mundana
asome la cabeza... Pero di, tú crees sinceramente en el misticismo de ese pobre
muchacho?
LA MARQUESA.- (suspirando.) ¡Oh!, sí.
EULALIA.- ¿Y lo celebras?
LA MARQUESA.- ¡Qué sé yo...! No puedo negar que, atendiendo a los intereses,
me contraría el cambio de vocación..., digámoslo más claro, de oficio. Pero...
EULALIA.- Pero como lo espiritual es ante todo, te conformas, quiero decir, te
alegras de que tu hijo cambie la toga por la cogulla o la sobrepelliz...
LA MARQUESA.- Claro que debo alegrarme... ¡Y cuidado que el bufete de Daniel
prometía!... (Suspirando.) ¡Vaya si prometía!...
EULALIA.- (bromeando.) Positivismo ¿eh?
LA MARQUESA.- Llámalo vida, necesidades... ¡Ay, yo también miro al cielo, pero
como ya no veo caer el maná, tengo que revolver la tierra buscando su equivalente!
MONCADA.- (con sobresalto, mirando su reloj.) (¡Ese maldito Huguet, cuándo
vendrá!)
LA MARQUESA.- (Inquieto está el pobre Juan... ¡Si será oportuno hablarle ahora!...
Vamos, me lanzo.) Juan.
MONCADA.- ¿Qué?
LA MARQUESA.- Tengo que hablar a usted de un asunto.
MONCADA.- Usted dirá.
LA MARQUESA.- Me parece que el otro día le indiqué... Soy muy prevenida, y
antes de que venza el plazo del préstamo que hizo usted a mi marido...
MONCADA.- Ya; la hipoteca del Clot. ¿Cuándo vence?
LA MARQUESA.- Dentro de cinco meses.
MONCADA.- Pues no corre prisa.
LA MARQUESA.- Es que quiero anunciarle con tiempo que necesito una
prórroga... dos años más, querido amigo... dos años, en los cuales pagaré intereses, pues
no acepto el favor sino con esta precisa condición... (Advirtiendo que Moncada,
profundamente abstraído, no se entera.) Pero ¿no me oye?
MONCADA.- ¡Ah!, perdone usted... Me distraje... Sí, sí, cuente usted con...
LA MARQUESA.- (marcando bien la frase.) Prórroga con intereses.
MONCADA.- Quítese usted de ahí... No faltaba más sino que yo cobrase réditos a la
viuda de mi mejor amigo, a la mujer heroica que ha sabido defenderse, y aun vencer, en
la horrorosa lucha con la adversidad y con...
LA MARQUESA.- Con la miseria, dígalo... (Conmovida.)
EULALIA.- ¡Ay, Florentina, tu pobre Silverio... qué excelente hombre!... cariñoso
padre, esposo amante y fiel! ¡Pero vamos, hija, que te dejó una herencia...!
LA MARQUESA.- Sí, deudas enormes que he ido cancelando a fuerza de sonrojos y
privaciones horribles. (Queriendo alejar un triste recuerdo.)
MONCADA.- Silverio no se perdió por vicioso; no fue lo que vulgarmente
llamamos una mala cabeza.
EULALIA.- Al contrario, pasaba por una de las primeras de Cataluña.
LA MARQUESA.- Y eso fue lo que le perdió: su gran entendimiento, la
extraordinaria alteza de sus ideas. Vivió poseído de la fiebre de las mejoras y de la
pasión de los adelantos. Se embriagaba, sí, esa es la palabra, se emborrachaba con el
maldito progreso, y no vivía más que para visitar exposiciones extranjeras...
MONCADA.- Y traerse acá las máquinas más perfectas de agricultura y de
industrias agrícolas.
LA MARQUESA.- Por esto, bien puedo decir del pobre Silverio, que fue una
víctima de la civilización. (Sigue hablando con Doña Eulalia.)
VICTORIA.- (entrando por la izquierda con una taza de caldo.) Vamos, papá,
tómate este caldito. Hoy apenas almorzastes () .
MONCADA.- Pues sí que lo tomo. (Coge la taza.) ¿Gusta usted, Florentina?
LA MARQUESA.- Gracias.
MONCADA.- Ay, hija mía, ¡cuán breve el consuelo que me das! ¡Tres días tan
sólo...!
VICTORIA.- Pidamos seis a la Madre Superiora.
MONCADA.- Sí, sí.
VICTORIA.- Daremos el encargo a Sor Sagrario, que hoy se vuelve allá. ¿Qué
quieres ahora? (Recogiendo la taza de caldo.)
MONCADA.- Que me traigas aquel libro de cuentas que quedó en la mesa de mi
despacho.
VICTORIA.- Voy. (Vase por la derecha dejando la taza sobre la mesa.)
LA MARQUESA.- (con desconsuelo, mirando a Victoria.) (¡Lástima de muchacha!)
Pues como te decía, sólo Dios conoce mi angustioso batallar con las dificultades y
apreturas que me legó el pobre Silverio. Durante algunos años, cuando no velaba yo
para coser la ropita de mis niños, me quemaba las cejas haciendo cálculos... para
defender y estirar el miserable céntimo. Yo misma he vendido al menudeo la lana de
mis ovejitas de Castellar del Nuch, y he almacenado en mi alcoba, esperando mejores
precios, las patatas del Clot. Se me han estropeado las manos lavando mi ropa, y mi
rostro aprendió a no ruborizarse pidiendo a este y al otro amigo los libros en que mis
hijos habían de estudiar.
VICTORIA.- (entrando con el libro, que da a su padre.) Aquí está.
LA MARQUESA.- En este atroz combate, cayéndome hoy, levantándome mañana,
sin hacer caso de las magulladuras del amor propio, perdí mis tierras del Panadés. Hoy,
en la situación modestísima que he podido conservar, libre ya, o casi libre de
acreedores, me conformaré con salvar mi finca del Clot, la casa patrimonial donde
nací, aquel terruño queridísimo que guarda la memoria de mis padres. Si lo perdiera, me
moriría de pena.
MONCADA.- (recordando, con pena.) ¡Ay!, espere usted, Florentina.
LA MARQUESA.- ¿Qué?
MONCADA.- Que no sé si ese crédito va comprendido entre los que se llevó Huguet
para intentar una negociación...
LA MARQUESA.- Por Dios, no me asuste usted...
MONCADA.- No apurarse. En todo caso, lo retiraremos antes de hacer la
negociación. Como es cosa de poca entidad...
LA MARQUESA.- Relativamente. Para mí es mucho, para usted una bicoca.
MONCADA.- ¡Ah!, ya no hay bicocas para mí. Estoy arruinado.
LA MARQUESA.- (asustadísima.) ¡Juan!
MONCADA.- Como usted lo oye. (A Victoria.) Hija de mi alma, mira por dónde has
resultado previsora dedicándote a ese santo oficio de asistir a los pobres y consolar a los
desvalidos. Te estrenarás con tu propia familia.
EULALIA.- (a la Marquesa, que está consternada.) ¿No ves que bromea? Y en
último caso, Juan, a mi no me asusta la pobreza. Creo que a Florentina tampoco.
LA MARQUESA.- ¡Ay, la, pobreza! Esa señora y yo hemos luchado a brazo partido,
nos hemos peleado bien, bien, bien. Y como he recibido de ella tantos arañazos y
mordiscos, francamente, no le tengo mucha ley que digamos.
MONCADA.- En fin, Eulalia, tú a un convento, yo al asilo de ancianos en que esté
mi hija. (Rompiendo papeles y arrojándolos al suelo.)
EULALIA.- Pues yo, tan contenta. (A Victoria.) ¿Qué dices tú?
VICTORIA.- ¿Yo? Que el alma siempre es rica. Su capital crece y se multiplica
cuanto más se le derrocha.
EULALIA.- (alabando la frase.) ¿Eh? ¿Qué tal?
LA MARQUESA.- Victoria, cuéntanos tu vida. ¿Estás contenta en el Socorro?
VICTORIA.- (siéntase en una silla baja, entre la Marquesa y Doña Eulalia.) ¡Oh,
sí! ¡Qué paz, qué encanto, qué dulzura en aquella vida! Pero también paso mis penitas.
EULALIA.- ¿Penitas? Vamos. (Fatigada, interrumpe su labor sin soltarla de la
mano.)
LA MARQUESA.- Sí, por las tareas arduas, abrumadoras y a veces repugnantes que
imponen a las novicias.
VICTORIA.- Por eso no, más bien por lo contrario. (Quitándole a su tía de las
manos la labor de gancho y continuándola con gran ligereza.) Perdone usted, tía, no
puedo estar sin hacer algo... Las faenas arduas, las cosas difíciles, muy difíciles, son las
que me gustan a mí. Cuando me señalan trabajos fáciles y corrientes de los que puede
desempeñar cualquiera, me aburro, me impaciento, me pongo triste.
MONCADA.- (que a ratos atiende a la conversación sin dejar de romper papeles.)
Eso es orgullo.
EULALIA.- Y ofender a Dios. Hay que someterse.
VICTORIA.- Si yo me someto. Me resigno a las cosas fáciles, no sin un poquito o un
muchito de violencia sobre mí. El mayor gusto mío es que me manden algo en que
tenga que vencer dificultades grandes o afrontar algún peligro que me imponga miedo,
más bien terror, o ahogar con esfuerzo del alma mis gustos de siempre, mis aficiones
más arraigadas. Quiero padecer y humillarme.
LA MARQUESA.- ¡Qué viva imaginación la de esta chica!
MONCADA.- Desde muy niña se distinguió por el entusiasmo repentino y ardiente.
EULALIA.- Y por sus vehemencias, que a veces nos parecían raptos de locura.
MONCADA.- Lo contrario de su hermana Gabriela; toda reflexión y calma. En
aquella el instinto del método, las acciones lentas, las ideas prácticas; en esta el arranque
súbito, ideas brillantes, actos atrevidos que parecían obra de la inspiración o del
capricho.
EULALIA.- ¡Dichosa tú, hija mía, que allá te perfeccionas a tu gusto, y te mortificas
tan ricamente sin que te moleste nadie!
LA MARQUESA.- ¿Ricamente? Fama tiene de muy estrecha la disciplina del
Socorro.
VICTORIA.- Pues a mí me parece ancha y cómoda. Yo quisiera más...
MONCADA.- ¿Más qué?
VICTORIA.- Más trabajo, más dificultades, mayor violencia de la voluntad, para
que el padecer fuera extremado y el sacrificio llegara al límite de las fuerzas humanas.
MONCADA.- ¡Ambiciosilla!
VICTORIA.- Sí que lo soy.
EULALIA.- (levantándose.) Ea; basta de charla ociosa. Hoy Lunes Santo. Es hora de
ir a la iglesia, que no faltan ¡ay!, cositas que pedir al Señor. Victoria, ¿vienes?
VICTORIA.- Después. No quiero dejar solo a papá.
LA MARQUESA.- Yo te acompañaré. Rezaremos, sí. Hay que pedir, pedir... (¡Dios
mío, que suban los fondos, que suban, sí, para que se arreglen los negocios de este buen
hombre, providencia de tantos desdichados!) Juan, adiós, y no sea usted pesimista.
MONCADA.- Adiós, amiga mía.
EULALIA.- (a Moncada.) No trabajes ahora. No olvides que Daniel vendrá hoy a
buscarte para dar un paseo.
LA MARQUESA.- ¡Ah!, sí... y que vendrá pronto, cuando salga de los Franciscanos.
MONCADA.- Aquí le espero.
EULALIA.- (a Victoria, rechazando la labor de gancho que esta le entrega.)
Acábame esas vueltas, holgazana. (Vanse las dos señoras por el fondo.)

Escena II
MONCADA, VICTORIA
VICTORIA.- (en pie, sin mirarle, continuando su labor.) Y qué, ¿te escribo más
cartas?
MONCADA.- (sentándose junto a la mesa.) Sí; dos o tres urgentísimas.
VICTORIA.- Pues dícteme. (Deja la labor y se sienta por el otro lado de la mesa,
tomando la pluma y preparándose para escribir.)
MONCADA.- No sé por dónde empezar... (Dictando.) «Señores Miró y
Compañía...».
VICTORIA.- (escribiendo.) «Y Compañía... Muy señores míos...».
MONCADA.- «Tengo el sentimiento de participar a ustedes... que... por efecto
de la liquidación del sábado...». (Da un puñetazo en el brazo del sillón y se levanta
airado.) No puedo anunciar yo mismo mi descrédito, la deshonra comercial, la
insolvencia.
VICTORIA.- Papá, ¿qué hablas ahí de deshonra?
MONCADA.- Sí, hija de mi vida. Estoy arruinado... perdido...
VICTORIA.- ¿Pero es cierto que...?
MONCADA.- Lo de menos es la riqueza. El caudal perdido puede ganarse otra vez.
Pero la estimación, la pureza de un nombre intachable no se recobran una vez perdidas.
VICTORIA.- (con extrañeza.) ¡La estimación! Si Dios te estima, ¿qué te importa que
no te estimen los hombres?
MONCADA.- (muy excitado.) ¡Dios has dicho!... La religión me consolará de la
pobreza; no puede consolarme del descrédito vergonzoso.
VICTORIA.- No te aflijas.
MONCADA.- Y esos pobres niños, los hijos de tu hermano Rafael, tendrán que ser
recogidos por los amigos de casa, ¡o llevados a un hospicio!
VICTORIA.- No me lo digas...
MONCADA.- ¡Y tu pobre hermana...!
VICTORIA.- Se casará con Jaime, que no ha de rechazarla por pobre.
MONCADA.- Y Jaime tendrá que recogerme a mí... No; imposible que yo sobreviva
a este inmenso desastre.
VICTORIA.- (cogiéndole las manos.) ¡Papá, por Dios crucificado...!
MONCADA.- Déjame... No me prediques... No entiendo tu lenguaje... Ni tú
entiendes el mío... Hiciste bien en ponerte en salvo, abandonando tu casa y tu familia
antes de la catástrofe, que ya no te afecta, no puede afectarte.
VICTORIA.- (con efusión.) Papá, padre querido... No me hables así, que me
destrozas el alma. Te dejé cuando vivías en la opulencia. Pobre, no te hubiera dejado
nunca. Te quiero tanto, tanto, que daría mi vida mil veces por evitar tus penas, por
aliviarlas tanto así... Y ahora que vas a ser un pobrecito, ahora... no sé cómo
expresártelo... (Con calor y entusiasmo) no sé... porque el amor que te tengo no cabe en
mí, ni en el mundo entero.
MONCADA.- (abrazándola tiernamente.) ¡Hija de mi vida!
VICTORIA.- Ten fe, ten fe... y verás.
MONCADA.- Bueno: por fe no ha de quedar.
VICTORIA.- Pues nada temas; yo te salvaré.
MONCADA.- ¿Tú?
VICTORIA.- (con resolución.) Yo, sí... ¿Te burlas? Yo, yo... Aquí tienes a la que
llamabais la loca de la casa, a tu hijita caprichuda y soñadora; aquí la tienes,
amenazándote con nuevos delirios de su imaginación arrebatada. (Con orgullo.) Yo, sí,
yo te sacaré de penas.
MONCADA.- (con mucho interés.) ¿Cómo?
VICTORIA.- Pidiéndoselo a Dios.
MONCADA.- (desalentado.) ¡Inocente, alma pura y sencilla! ¡Y crees tú que
Dios...!
VICTORIA.- Concede, sí, todo lo que se le pide.
MONCADA.- ¿Todo, todo?
VICTORIA.- Sí, sí. Pero hemos de pedirlo con vivísima, con ardiente fe. Verás
cómo imprime a nuestra voluntad una fuerza increíble, colosal, una fuerza que removerá
todos los obstáculos...
MONCADA.- ¡Una fuerza! (Confuso.) ¡La voluntad! ¡Ah, si en la voluntad
consistiera...!
VICTORIA.- (con resolución graciosa.) Tú déjame a mí, y verás...
MONCADA.- (viendo entrar a Huguet.) ¡Ah!, gracias a Dios. (A Huguet.) ¡Qué
hay?

Escena III
Dichos. HUGUET
HUGUET.- Nada, que Llorens Hermanos se declaran también en quiebra. No hay
que pensar en salvación por ese lado.
MONCADA.- Ni por otro alguno.
HUGUET.- (como recobrando la esperanza.) Y al fin, ¿habló Cruz contigo?
MONCADA.- (sorprendido.) ¿Cruz?... No.
HUGUET.- Accediendo a mis instancias, no desiste de comprar la fábrica, ni de
hacerte el empréstito...
MONCADA.- ¡Ah!, ¿pero en qué condiciones...?
HUGUET.- Querido Juan, en las únicas posibles. ¿Pues qué creías tú? Otra cosa
hubiera sido si... (Recelando hablar delante de Victoria, que, sin moverse del asiento,
continúa su labor de gancho.)
MONCADA.- No temas hablar delante de esta. Ya la enteré de todo.
VICTORIA.- Sí, sí, ya sé que querían sacrificar a mi hermana, casándola con un
bruto muy rico, con ese Cruz... No le conozco... ni quiero...
MONCADA.- (a Huguet.) Bueno, pues oiremos sus proposiciones. Si he de ser
franco, no creo en la leyenda de su perversidad.
HUGUET.- Ni yo. Pero creo en la tenacidad de sus resoluciones, en la dureza
marmórea de su corazón. Trata los negocios con una rectitud huraña, rígida, inflexible
como un lingote de hierro... Pues ese mismo hombre, tan fiero y de tan ruda forma,
parecía un niño contándome su ilusión de entroncar con los Moncadas, de juntar las dos
razas, las dos firmas... Y cree que su plan era cosa grande... (Expresando con un gesto
la superioridad.) Cuando Eulalia y yo empezamos a conspirar, dirigiome el hombre esta
carta... (La saca del bolsillo) en la cual sintetiza su pensamiento... (Mostrándola a
Moncada, que la rechaza con tristeza.) Proponía, como verás, la creación de una
Sociedad Comanditaria, a la cual aportaba un capital de quince millones... tú
aportarías la fábrica, cuya gerencia desempeñaría él...
MONCADA.- Calla, déjame. (Con profundo disgusto.) ¿A qué me pones delante de
los ojos esa tabla, a la cual no podemos agarrarnos?
HUGUET.- Admitiría las acciones de nuestro Banco al precio de emisión... Se
pagarían todos los créditos pendientes...
MONCADA.- Basta te digo. Si no ha de ser...
HUGUET.- (guardándose la carta, amoscado.) Bueno: déjame al menos el derecho
de maldecir nuestro destino.
MONCADA.- Maldice, maldigamos todo lo maldecible.
HUGUET.- Y no extrañes que el hombre, irritado por la sequedad humillante de la
repulsa, te trate ahora como enemigo...
MONCADA.- Sí; ya sé que tendré que sucumbir a las circunstancias. Me estrujará
para sacar el último zumo del limón, y hará un estropajo de mis entrañas.
HUGUET.- Y no podrás quejarte.
MONCADA.- Si no me quejo. Renuncio a todo, hasta al derecho al quejido.
VICTORIA.- Si me dejan decir mi opinión...
MONCADA.- Dila.
VICTORIA.- Pues... no entren en tratos con el malo; que al malo, Dios le
confundirá.
MONCADA.- En eso estamos... Pero por de pronto, a quien confunde es al bueno.
HUGUET.- ¡Ea, que no es tan malo Cruz! Y en todo caso, hay que reconocerle una
cualidad excelsa.
MONCADA.- ¿Cuál?
HUGUET.- Que si no hay otro más duro para hacer cumplir, tampoco lo hay
más exacto en el cumplimiento de sus obligaciones. Mi hermano Roberto, que le ha
tratado en América, me ha dicho que sus compromisos tiénense por cosa sagrada, y que
su palabra vale tanto como escritura pública.
VICTORIA.- Algo es algo.

Escena IV
Dichos. GABRIELA, que sale precipitadamente por la izquierda, con delantal.
GABRIELA.- (a Victoria.) Tú aquí de parola, y yo allá consumiéndome la figura,
sofocada, sin poder hacer carrera de esos chiquillos.
MONCADA.- Pero hija, ¿qué es eso?
GABRIELA.- Nada, papá, han perdido el respeto a la institutriz, y a mí me lo
perderían también sin las solfas que les doy. (A Victoria.) Pero tú, aprendiz de maestra
angélica, ¿por qué no vas allá? A ver, domestícame a esos serafines diabólicos.
HUGUET.- Pues no vienes poco fuerte.
GABRIELA.- Mira, mira, (mostrándole su delantal, desgarrado de arriba a bajo) lo
que acaba de hacerme Aurorita.
MONCADA.- ¡Qué gracioso!
VICTORIA.- Por poco te afanas.
GABRIELA.- Pues anda tú.
VICTORIA.- Ya lo creo que iré. ¡Valiente cuidado me dan a mí travesuras de
chiquillos!
GABRIELA.- Ya no puedo, no puedo atender a tantas cosas. (Revolviendo
precipitadamente la cesta de costura, saca hilo y aguja y se cose el delantal.) ¿Sabes,
papá, lo que hizo Pepito? Pues meter las dos manos en un plato de natillas, y después ir
marcando uno a uno todos los muebles del comedor.
MONCADA.- Ja, ja...
HUGUET.- ¡Qué mono!
GABRIELA.- Merceditas, a quien no puedo quitar la costumbre de hablar como un
carretero, me ha llamado... No lo puedo decir. (Todos sueltan la risa.) Y Pepito, cuando
le pongo de rodillas por no saber la lección, se entretiene en arrancar las hojas de la
Gramática... para poner rabos a las moscas.
HUGUET.- Lo mismo hacía yo.
MONCADA.- Y yo.
GABRIELA.- Y a todas estas, la institutriz pone morros, y Celedonia riñe con el
ama, y esta se atufa y me amenaza con irse; y se presenta el marido perdonándonos la
vida... En fin, que tengo ya la cabeza como un bombo.
VICTORIA.- (bromeando.) ¿Quieres apostar a que voy yo y todo lo arreglo?
GABRIELA.- Pues anda, anda... Te cedo la plaza. A ti todo te parece facilísimo.
VICTORIA.- Todo no, eso sí, porque lo es.
GABRIELA.- Quisiera yo verte aquí... (Acabando la costura y cortando el hilo con
los dientes.) Para estos trajines, tienes tú demasiado... espíritu... ¡Ay, es un gran
comodín eso del espíritu, y hacer todas las cosas con el pensamiento, en vez de hacerlas
con las manos, con estas!
VICTORIA.- Yo también tengo manos. (Con viveza las dos.)
GABRIELA.- No es censura... pero hay que probarse.
VICTORIA.- Probarse, sí.
GABRIELA.- En la vida práctica.
VICTORIA.- En ella estoy.
HUGUET.- (interponiéndose.) Vamos, no riñan por cual de las dos vale más. Ambas
son excelentes, inapreciables, cada cual en su hechura y estilo.
GABRIELA.- (riendo.) Si no reñimos... ¡Pero qué tonto!
MONCADA.- ¿Reñir mis hijas? Nunca.
HUGUET.- (Aquí están las dos, la divina y la humana. Ninguna de las dos le sirve
para nada. ¡Pobre Juan!)
MONCADA.- (a Huguet.) No nos descuidemos, Facundo, por si viene...
HUGUET.- ¿Tienes ahí la titulación de los terrenos de la fábrica?
MONCADA.- Creo que sí.
HUGUET.- Pues examinémosla.
MONCADA.- Vamos... (Dirigiéndose al despacho.) Preparémonos para la
decapitación.

Escena V
VICTORIA, GABRIELA, CARMETA, que entra y sale por la izquierda.
GABRIELA.- (mirando al suelo, a trechos cubierto de papeles rotos.) Bonito han
puesto esto. No puedo ver tanta suciedad. (Llamando.) Carmeta.
CARMETA.- (por la izquierda.) ¿Señorita...?
GABRIELA.- Barre aquí. (Vase la criada.)
VICTORIA.- El pobre papá ¡qué malos ratos pasa!
GABRIELA.- (suspirando.) Ya... ¡Y que nosotras, infelices mujeres, no podamos
evitarlo!
VICTORIA.- Sí, triste cosa es nuestra insignificancia, nuestra incapacidad para todo
lo que no sea las menudencias del trabajo doméstico. (Entra Carmeta con una escoba.
Victoria se la quita y se pone a barrer.)
GABRIELA.- (a Carmeta.) A Celedonia que planche primero la ropa de los niños.
Las enaguas no corren prisa. (Vase Carmeta.) ¡Pero tú...! (Viendo barrer a Victoria.)
Vamos, eso es jugar a los trabajitos.
VICTORIA.- (con gracejo.) Hija, no hay más remedio que rebajarse, ahora que
vamos a ser pobres... digo, tú, que yo... ya lo soy.
GABRIELA.- ¡Ay, la desgracia me coge bien prevenida! No me asusta la pobreza.
Vaya, tengo que hacer. (Dirígese a la puerta, y como atormentada de una idea, vuelve.)
Dime, Victoria, ¿papá está quejoso de mí? ¿Te ha dicho algo?
VICTORIA.- (dejando de barrer, pero sin soltar la escoba.) No, no... ¡Pobrecito!
GABRIELA.- Porque ya ves... Tú estás enterada. ¿No crees que hice bien...?
VICTORIA.- Yo... ¿que si creo?... Te diré. No se debe exigir a la criatura humana
ningún acto superior a su propia resistencia. Si yo te dijese: «Gabriela, échate al
hombro esta casa y anda con ella», te reirías de mí.
GABRIELA.- Como te reirías tú si yo te lo dijera.
VICTORIA.- Quizás no, porque si yo me encontrara en tu situación, y me hubieran
dicho «levanta en vilo esta casa...» la habría levantado.
GABRIELA.- ¿Qué quieres decirme? (Amoscada.) ¡Que siempre has de hablar con
figuras! ¿Luego tú... también tú, crees...?
VICTORIA.- No te inculpo. Cada cual levanta los pesos que puede. El sacrificio, la
querencia de las dificultades, el desprecio de nuestra felicidad para buscar en la
desdicha una dicha mayor, ese homenaje del alma a Dios, que gusta de verla llegar hasta
Él por los caminos más estrechos, no es, no, para todos los caracteres.
GABRIELA.- Sutil estás... y orgullosa... ¿De modo que tú?... vamos, crees sin duda
que debí sacrificarme...?
VICTORIA.- Yo no digo que tú lo hicieras... Claro, no podías... Te faltaba valor,
desprecio de ti misma, poder de anulación.
GABRIELA.- ¡Valor, desprecio, anulación! Eso entraría en la esfera de lo sublime,
querida hermana, y lo sublime no se ha hecho para esta pobre criatura casera y vulgar.
Soy muy prosaica, ya lo ves. No ambiciono pasar a la historia, ni que me dediquen tres
o cuatro renglones en el Año Cristiano. (Victoria sigue barriendo sin decir nada.)
¿Quiere decir esto que me falta valor? Bueno. Quizás me sobraría para soportar las
mayores desgracias, la miseria, la muerte. Para ser esposa de una bestia, reconozco que
no lo tengo.
VICTORIA.- Sí, sí... Líbrete Dios de semejante prueba... No se hable más del
asunto.
CARMETA.- (entrando por la izquierda.) Señorita, el pescadero. ¿Qué se toma?
GABRIELA.- (enjugándose una lágrima.) Voy, voy al momento... ¡Cómo me
entretengo charlando! (Vanse presurosas Gabriela y la criada.)


Escena VI
VICTORIA; después CRUZ; al fin de la escena HUGUET
VICTORIA.- (barriendo con decisión.) No cede, no. ¡Razón tenía la pobre! El
sacrificio sería horrible, tremendo... superior a las fuerzas humanas. (Parándose
meditabunda.) No, no, no; nada es superior a este soberano impulso del alma, nacido de
la fe, y que frente a las dificultades se encrespa, se agiganta, y las arrolla al fin, las
pulveriza. (Entra Cruz.) ¡Ah! Este es sin duda... sí... ese Cruz... la bestia...
CRUZ.- (¡La monja!) (Deteniéndose cohibido.)
VICTORIA.- Pase usted. (Sigue barriendo.) Papá saldrá pronto. (Después de
observarle rápidamente.) (En efecto, amarguillo debe de ser este cáliz...) Tome usted
asiento, señor Cruz.
CRUZ.- ¡Ah, me conoce usted!
VICTORIA.- De fama.
CRUZ.- Aquí la tengo muy mala, según parece.
VICTORIA.- Regular.
CRUZ.- Pues yo... No es esta la primera vez que veo a usted.
VICTORIA.- (parándose, apoyada en el palo de la escoba.) ¿A mí?... ¡Ah, en mi
infancia!
CRUZ.- No; ahora.
VICTORIA.- ¿En dónde?
CRUZ.- (siempre con sequedad.) Acostumbro madrugar. Esta mañana salí
tempranito a dar mi paseo; entré en el parque por la hondonada de Paulet, y allá, en el
lavadero que hay entre los tilos, estaba usted con otras mujeres.
VICTORIA.- ¡Ah!, sí, lavando...
CRUZ.- Díjome Rufina que por las mañanitas suele usted ir allá, y que ayuda a lavar
la ropa de los criados.
VICTORIA.- Alguna vez.
CRUZ.- Pues sí; usted no me vio a mí. Pasé de largo... Hablando de obra cosa:
seguramente usted no se acordará de aquellos tiempos... Era muy niña.
VICTORIA.- Sí que me acuerdo... (Con asombro infantil.) ¿Y es cierto lo que dicen?
CRUZ.- ¿Qué?
VICTORIA.- Que es usted Pepet, aquel muchachote tan...
CRUZ.- Acabe: tan diabólico, tan cerril y de mala sangre, según decían.
VICTORIA.- Pero ¿de veras?... ¿es usted el mismísimo Pepet?
CRUZ.- El legítimo, el auténtico, el que tiraba del carrito en que se paseaban las dos
niñas...
VICTORIA.- ¡Vamos, y que hacía usted de caballito con una propiedad...!
CRUZ.- Con tanta propiedad, que usted, una tarde, se empeñó en que había de comer
cebada.
VICTORIA.- ¿De veras? Ja, ja...
CRUZ.- Y la comí.
VICTORIA.- ¡Qué cosas!
CRUZ.- No sé si se acordará de cuando usted y su hermanita, asomadas a la ventana
de arriba, mientras yo abría los hoyos...
VICTORIA.- ¿Le echábamos salivitas y salivitas...? ¡Vaya si me acuerdo!
CRUZ.- Que me caían aquí. (En el pescuezo.)
VICTORIA.- Después se fue usted a las Américas, y ha vuelto cargado de riquezas,
que no le sirven más que para ofender a Dios. Porque el dinero, entiéndalo usted, (en
tono infantil y gracioso) es cosa muy mala, pero muy mala.
CRUZ.- Tan malo, que todos lo persiguen... para cogerlo.
VICTORIA.- Hay gustos muy raros.
CRUZ.- Como el de usted, por ejemplo.
VICTORIA.- ¿Cuál?
CRUZ.- Si no se enoja, se lo diré.
VICTORIA.- Diga.
CRUZ.- Eso del monjío, envolver su rostro en la desairada toca, vestirse con tan feo
traje, adoptar una vida de estúpidas ñoñerías, entre beatas asquerosas y frailes imbéciles.
VICTORIA.- (¡Cuanta grosería!) Sí, ese es mi gusto. ¡Qué quiere usted!... Dígame,
¿esa manera de hablar y de calificar a las personas religiosas, es constante en usted?
CRUZ.- Cuando me piden mi opinión, la doy sin floreos. Soy muy burdo, muy
mazacote.
VICTORIA.- Ya, ya se ve. (Volviendo a barrer.) (Verdaderamente, el sacrificio sería
espantoso... ¡Qué facha, qué innoble lenguaje, qué bajeza de pensamientos!)
HUGUET.- (que no pasa de la puerta de la derecha.) ¿Pero estaba usted aquí? Juan
y yo le esperábamos...
CRUZ.- Me entretuvo la barrendera...
HUGUET.- Pase, pase... (Salen Cruz y Huguet por la derecha.)
Escena VII
VICTORIA, sola, meditabunda.
¡Qué hombre, qué trazas de inferioridad! Y en eso, ¿hay un alma? (Pausa.) Sí que la
habrá, ¡y quién sabe si Dios prepara en ella algún maravilloso ejemplo de su poder
infinito! (Asaltada súbitamente de una inquietad nerviosa.) Dios mío ¿qué es esto?...
Pasó la ráfaga por mi mente... He sentido el chispazo que precede a las resoluciones
formidables... No, no puede ser... Soy víctima de una alucinación, sugerida por el
orgullo... No, no. (Riendo.) ¿Cómo puede ser que yo...? ¡Demencia, ilusión loca de
mover las montañas, de ablandar entre los dedos el bronce, de convertir los males
en bienes! Ya, ya cesó. (Serenándose, se pasa la mano por la frente.) No siento ya la
llamarada... ¡Vaya qué cosas se me ocurren! ¿Y por qué había de consumar yo sacrificio
tan espantoso? ¿Por devolver a mi padre la tranquilidad, la estimación, el crédito?...
¿Pero yo qué tengo que ver con el crédito, ni qué significa eso para mí, para quien lleva
estas tocas, este rosario, esta cruz? (Reflexionando.) En ningún catecismo se habla del
crédito... en ningún libro místico he tropezado jamás con esa palabreja. Por amor se
apuran los cálices más amargos; por amor se acometen difíciles empresas, desafiando
con semblante risueño la vergüenza, el dolor, la muerte misma; por amor se truecan las
espinas en rosas, el miedo en confianza, las tribulaciones en alegrías inefables... Pero
por el crédito... (Rehaciéndose.) Jesús mío, no permitas que mi razón se turbe.

Escena VIII
VICTORIA, MONCADA, que entra por la derecha muy agitado.
MONCADA.- ¡No puedo presenciar cómo hacen leña de mí, pobre árbol caído!
Aquí, en mi corazón, retumban los hachazos... Allá lo arreglen solos Huguet y
Cruz, el leñador impío... ¡Horrible situación, que mi flaca voluntad no soportará! Sí, sí,
me falta el valor de vivir. (Dirígese al foro con muestras de desesperación.)
VICTORIA.- (alarmada, deteniéndole por un brazo.) Papá.
MONCADA.- ¿Qué?
VICTORIA.- ¿A dónde vas?
MONCADA.- No sé... Hija de mi alma, inocente paloma, déjame... tú no puedes
comprender...
VICTORIA.- Papá querido. (Abrazándole.) Aguarda... Ven... ¿No te he dicho que
yo...?
MONCADA.- Ya, ya recuerdo... (Con amargura.) ¡Pidiéndoselo a Dios! ¿Has
empezado?
VICTORIA.- Sí.
MONCADA.- Y ¿qué dice?
VICTORIA.- Pues dice (reflexionando) que aguardes... que aguardes tranquilo.
MONCADA.- ¡Tranquilidad, sí... la del sepulcro! Veras qué soberana paz...
VICTORIA.- ¡Papaíto, por Dios! (Aparece Daniel por el fondo.)

Escena IX
Dichos. DANIEL
VICTORIA.- ¡Ah, Daniel!
DANIEL.- (tratando de disimular una viva emoción.) (Creí que su presencia no me
afectaría... Ánimo, y apretar bien la herida para que no se abra.)
MONCADA.- Daniel, ¿qué bueno por aquí?
DANIEL.- ¿No se acuerda? Me dijo usted que viniese a buscarle para dar un paseo.
MONCADA.- ¡Ah!, sí... ¡Qué cabeza!
VICTORIA.- A paseo... Me parece bien. Distracción, ejercicio. (Aparte a Daniel.)
No te separes de él ni un momento.
DANIEL.- (ofreciendo el brazo a Moncada.) Vamos, Don Juan. ¿Hacia dónde?
MONCADA.- (con indiferencia, dejándose, llevar.) Hacia donde quieras.

Escena X
VICTORIA; después SOR MARÍA DEL SAGRARIO.
VICTORIA.- Su inmenso dolor me traspasa el alma. Temo que en un rapto de
desesperación... ¡Dios mío, aparta de su espíritu toda idea que no sea la de confiar
ciegamente en tu infinita misericordia!... (Sintiendo nuevamente la vibración interior.)
Otra vez... Otra vez la ráfaga... (Se aprieta la frente.) Esto no puede ser... ¡Oh!, sí... ¿por
qué no? Lo difícil no existe... es una ilusión, un fantasma creado por nuestra flaqueza...
Nada hay imposible... ¿Pero tendré valor para...? (Con mucho brío.) Sí, sí... por ver
sonreír a mi padre sería yo capaz de arrojarme ahora mismo en una sima tenebrosa llena
de culebras y de inmundos reptiles... sería yo capaz de arrojarme... (Meditabunda y
vacilante.) ¡Ah! ¿Quién puede responder de su propio valor antes de probarlo? No sé,
no sé... Mi mente se enturbia, mi voluntad desfallece... Dios, Redentor mío, dame
luz. Que vea yo si esta temeraria idea viene de ti... Sí, de ti viene. ¿Pues de quién si no?
SOR MARÍA.- (que entra por el foro.) Niña, adiós.
VICTORIA.- Pero ¿ya...?
SOR MARÍA.- Sí, mi enferma murió anoche. Me voy con las dos hermanas del
hospitalito de San Lázaro, que hoy regresan a Barcelona. Me ha dicho tu papá... ahora
salía de aquí con ese joven... que te quedas unos días más. No habrá inconveniente, creo
yo. Se lo diré a la Superiora. Podrás irte con las dos hermanas que saldrán de servicio el
sábado próximo.
VICTORIA.- (abstraída, siéntase fatigada.) ¿Sabe usted que...? (Apoyando la frente
en palma de la mano, con muestras de desfallecimiento.)
SOR MARÍA.- ¿Qué tienes? Ya... desconsuelo por verme partir. De buena gana te
irías conmigo.
VICTORIA.- ¡Oh, no!... ahora no.
SOR MARÍA.- ¿Estás enferma?
VICTORIA.- No sé... Siento una inquietud, un sobresalto... Dios quiere someterme a
una prueba tremenda, la más grande que es posible imaginar.
SOR MARÍA.- ¡Pobrecita! ¿Y qué prueba es esa? Ya me la contarás cuando vuelvas
allá.
VICTORIA.- Dígame usted, hermana Sagrario, ¿y si no volviera?
SOR MARÍA.- ¿Qué dices?
VICTORIA.- Hábleme con franqueza. Si yo abandonara el Socorro... y como novicia
bien puedo retirarme... si yo no profesara, digo, y volviera al siglo, ¿qué pensaría usted,
qué las Hermanas y la Madre?
SOR MARÍA.- ¡Qué disparates se te ocurren! (Ah, Virgen Santísima, ya entiendo...
ese caballerito que salía de aquí con don Juan... sin duda, retoña la malicia de aquel
noviazgo.) Pero dime, ¿de veras piensas...?
VICTORIA.- No, no haga usted caso. Es una idea, una pícara idea que me acosa. Se
parece a la ambición en grado sublime; aseméjase también a la caridad. Trato de
arrojarla de mí, y vuelve; se pone en acecho delante de mi alma, fascinándola con un
mirar hermoso y terrible. El alma, al verse acometida de tal idea, tiembla, y al propio
tiempo se llena de una luz... (Con arrobamiento.) No sé cómo expresarlo... de una luz
que no es esta lucecilla que en el mundo visible nos rodea.
SOR MARÍA.- ¿No estás contenta en el Socorro?
VICTORIA.- Sí.
SOR MARÍA.- ¿Te parece demasiado estrecha y trabajosa nuestra vida?
VICTORIA.- No lo bastante. Aún puede haber otra más trabajosa, más ruda, más
difícil, aunque exteriormente no lo parezca.
SOR MARÍA.- (confusa.) No sé... no te entiendo.
VICTORIA.- Quizás no suceda lo que he dicho; pero si sucediese, dirán de mí
las Hermanas: «¡Ah!, la extravagante, la soñadora, la de ambicioso espíritu, la que
nunca se sacia de lo espinoso y difícil... nos abandona hostigada de su imaginación
inquieta y voluble». Paréceme que las oigo... Pero no me importa. El Señor, que ve mis
resoluciones, conoce la intención de ellas.
SOR MARÍA.- ¿Pero qué resoluciones? Hace poco, hablando un día las dos ante
aquella pobre Hermana que murió de cáncer, me decías: «Yo quiero ser mártir, pero
mártir de verdad».
VICTORIA.- Pues ahora se me presenta la ocasión.
SOR MARÍA.- ¿Ocasión de martirio?
VICTORIA.- Sí.
SOR MARÍA.- ¿Te crucifican?
VICTORIA.- Materialmente, no. Pero un suplicio lento es más atroz, y, por tanto,
más meritorio que el de clavarnos manos y pies en un madero.
SOR MARÍA.- (asustada.) Victoria, hija mía, tu ánimo está perturbado... No
resuelvas nada sin consultar... Mira, ahí tienes al padre Serra, tu confesor antes de entrar
en el Socorro.
VICTORIA.- (levantándose presurosa.) ¿Dónde? ¿Le ha visto usted?
SOR MARÍA.- Sí; por ahí. (Señalando al parque.) Hablamos un rato. Contemplaba
las flores, y se sentaba en todos los bancos que encontraba. El pobrecito es tan viejo,
que apenas puede andar.
VICTORIA.- ¿Y entró en casa?
SOR MARÍA.- Sí, por la puerta que conduce al oratorio de tu mamá; arriba.
Consúltale.
VICTORIA.- Ahora mismo. ¿A quién mejor que al grande amigo de mi familia, al
que mi madre veneraba como a un santo...?
SOR MARÍA.- Ea, yo me voy. No quiero hacer esperar a las Hermanas. Reflexiona,
Victoria; no te arrebates. Ya sabes lo que dice nuestra Madre. El entusiasmo es siempre
un estado sospechoso, y hay que precaverse contra él. Vale más tomarlo todo con
calma, hasta la salvación. Así es más segura. Porque en los raptos de la mente hay casos
de equivocaciones, ¿sabes?... En fin, consulta, consulta con ese santo varón.
VICTORIA.- Consultaré... Adiós. (Le besa la mano llorando.)
SOR MARÍA.- (¡Pobre criatura! Es toda bondad, pureza y amor... Pero su cabeza,
digan lo que quieran, no rige bien.) Vamos, ¿por qué lloras? ¡Hermana mía, si nos
hemos de ver allá... si has de volver! (Victoria continúa llorando sin poder hablar.)
Pues acabarás por afligirme también a mí.
VICTORIA.- Adiós, adiós. (Haciendo un esfuerzo se separan. Vase Sor María del
Sagrario por el foro.)

Escena XI
VICTORIA; después HUGUET y CRUZ
VICTORIA.- Aquella paz, la soledad dulcísima del Socorro, la comunicación
continua del alma descansada y amante con su Dios, siempre presente, ¿se
acabaron ya para mí? ¿Será posible que tenga yo valor para renunciar tanta dicha, para
trocarla por una lucha horrible en terreno desconocido, por un martirio lento... que
martirio ha de ser, y de los más crueles...? No, no, no. Imposible. Esto es un desvarío...
Mi razón se aclara otra vez. Debo, sí, intentar devolver a mi padre querido la
tranquilidad; pero por otros caminos... ¿Cuál es, Dios poderoso? (Meditabunda, hasta
que aparecen Huguet y Cruz por la derecha.)
CRUZ.- Nada podemos hacer sin reconocer la fábrica y todo su material.
HUGUET.- Pues vámonos allá.
CRUZ.- Tampoco me ha enseñado usted el plano de los terrenos adyacentes.
HUGUET.- (revolviendo en la mesa.) Si ayer los teníamos aquí...
VICTORIA.- ¿Un plano?... Sí... lo he visto. (Lo busca y lo encuentra.) Aquí está.
HUGUET.- (a Cruz, desdoblando el plano.) Vea usted cómo por el Sur linda con los
terrenos del ferrocarril.
CRUZ.- (examinando atentamente el plano.) Ya, ya veo.
VICTORIA.- (llevando aparte a Huguet.) ¿Qué tal, Facundo? ¿Es durillo el hombre?
HUGUET.- ¡Tremendo!
VICTORIA.- Dios nos favorezca y nos inspire a todos. ¿Y si yo le dijera a usted,
Facundo, que esto... quizás... podría arreglarse todavía?...
HUGUET.- (vivamente.) ¿Acaso tu hermana...? ¿Has intentado convencerla?
VICTORIA.- No... digo, sí; pero... Hágame usted un favor. He hablado con Gabriela,
y ahora necesito decir dos palabras a este hombre... Déjeme usted sola con la fiera, un
ratito nada más.
HUGUET.- Sí, sí, muy bien. (Muy contento.) Quédate aquí con él...
VICTORIA.- ¡Ah!, otra cosa... Deme usted ese papel.
HUGUET.- ¿Qué papel?
VICTORIA.- Ese que el monstruo escribió diciendo lo que haría en caso de...
HUGUET.- ¡Ah!, sí... toma.
VICTORIA.- Y ahora... (Indicándole que se vaya.)
HUGUET.- Amigo Cruz, vuelvo en seguida. Ahora recuerdo que en casa de Jordana
me dejé la titulación de los terrenos, adquiridos últimamente. No sería malo cotejar los
límites... Aguárdeme usted aquí.
CRUZ.- (sin levantar la vista del plano.) Bueno.

Escena XII
VICTORIA, CRUZ
CRUZ.- (sentado junto a la mesa examinando el plano, sin reparar en la presencia
de Victoria, que atentamente le observa, desde el otro lado del proscenio.) (¡Qué
terreno tan irregular! No veo manera de emplazar por el Sur la barriada.)
VICTORIA.- (Por más que miro y rebusco en ese tosco semblante, no encuentro más
que la expresión del egoísmo, de la insaciable codicia... (Con desaliento.) ¡Ni siquiera
un rasgo de alegría, de ese humor fácil y ameno, tras el cual suele esconderse la
bondad!)
CRUZ.- (No me ablandarán, no... No tengo yo mi dinero para dedicarlo a la
beneficencia. La ley de renovación debe cumplirse. El náufrago que se ahogue; el
enfermo que se muera, y el árbol perdido sea para los que necesitan leña. Merecerá mi
propio desprecio si dejo nacer en mí esa polilla de la voluntad que llamamos lástima.)
VICTORIA.- (avanzando hacia la mesa.) Dispénseme usted, señor Cruz, si le
interrumpo en sus cálculos para rematar a mi pobre padre.
CRUZ.- (con sorpresa y frialdad.) ¡Ah!, la beatita.
VICTORIA.- Es usted un tirano, y Dios le castigará.
CRUZ.- ¡Castigarme... a mí! ¿Tengo yo la culpa del hundimiento del señor de
Moncada?
VICTORIA.- Pero usted debe ayudarle, recordando que en su niñez comió el pan de
esta casa. ¿No le sobra a usted el dinero? ¿Pues de qué le sirve si no le proporciona el
placer, el lujo de ser generoso?
CRUZ.- Soy humilde. No gasto esos lujos... tan caros... En fin, señorita, o Sor
Victoria, si usted me lo permite, seguiré... (Volviendo a mirar el plano, y tomando la
pluma para hacer una cuenta.)
VICTORIA.- Ya que no pueda usted ser generoso, sea siquiera fino, y óigame...
CRUZ.- Ya escucho.
VICTORIA.- Traficante de la peor especie, si hoy quiere usted devorar los restos de
la fortuna de mi padre, anteayer se dispuso a salvarle. Pero pedía por su servicio una
cosa que no se le puede dar; pedía a mi hermana, y no se cotizan aquí como si fueran
pacas de algodón, las criaturas humanas.
CRUZ.- Yo no propuse tal compra: fue que...
VICTORIA.- Sé bien lo que pasó... Pero hay algo aquí que no entiendo; y usted me
lo va a explicar, señor Pepet... (Corrigiéndose.) ¡Ah!, dispénseme: sin querer le he dado
aquel nombre familiar.
CRUZ.- Llámeme usted Pepet. Soy muy llanote. Me gusta verme tratado aquí con la
mayor confianza.
VICTORIA.- Pues, Pepet, dígame: ¿por qué, siendo usted tan rico, y habiendo en el
mundo tantas mujeres guapas y de mérito, se le ha metido en la cabeza que ha de ser mi
hermana y nadie más que mi hermana la que...? ¡Como si Gabriela valiera más que
otras! ¿Qué significa esa elección exclusiva? Tijeretas han de ser. «O no me caso, o me
caso con una Moncada».
CRUZ.- ¿De veras no lo entiende? Usted parece lista, y a poco que se fije,
comprenderá que los que nos elevamos rápidamente por nuestro propio esfuerzo, o
ayudados de una loca fortuna, gustamos de enlazar el pasado con el presente, y de
emparejarnos con los que ya eran poderosos cuando nosotros éramos humildes.
Poseer aquello mismo que antes estuvo tan por encima de mí, ¡qué mayor gloria!
Teníame yo por polvo miserable, cuando las niñas de Moncada me parecían estrellas, no
menos bonitas que las que alumbran el cielo. Pues bien: de aquella miseria ha salido un
hombre, que cree ya poder alargar su mano y coger lo que antes le parecía... algo así
como las muñecas de los ángeles... Porque eso son ustedes... muñecas.
VICTORIA.- Gracias.
CRUZ.- Y yo, hombre rudo, endurecido en las luchas con la Naturaleza; yo que fui y
quiero seguir siendo pueblo, deseo que el pueblo se confunda con el señorío, porque así
se hacen las revoluciones... sin revolución... quiero decir...
VICTORIA.- Ya, ya voy entendiendo.
CRUZ.- Mi ambición no se colma, no se siente satisfecha y redondeada sino...
VICTORIA.- Ya, ya... sino enlazándose con la familia misma que...
CRUZ.- Que me vio tan chiquito, siendo ella tan grande.
VICTORIA.- Y ahora el grande es usted, y nosotros... como despreciables gusanitos
de la tierra... Bueno. (Con viveza.) Pues ahora, Pepet... dígame usted: (Con misterio.) ¿y
si yo pudiera conseguir...?
CRUZ.- (con vivo interés.) ¿Qué?
VICTORIA.- Eso que usted tanto desea.
CRUZ.- (levantándose lentamente.) ¡Cómo!... ¿qué dice?
VICTORIA.- Si yo lograra vencer...
CRUZ.- ¿La terquedad de su hermana? (Acercándose a Victoria, que se sienta en la
silla baja.)
VICTORIA.- Sí; ¿qué haría usted?
CRUZ.- En ese caso, todo cambiaría... Don Juan y yo seríamos una misma persona,
comercialmente hablando.
VICTORIA.- Mi padre recobraría su crédito.
CRUZ.- Sin duda.
VICTORIA.- Y todo sería bienandanza... aquí donde todo es tristeza y desolación.
CRUZ.- (agitado.) ¿Que duda tiene?... ¿Pero de veras podrá usted...?
VICTORIA.- No se entusiasme tan pronto. Considere que la víctima, esto es, mi
hermana, se casaría con usted sin quererle... ¡Sacrificio inmenso!
CRUZ.- El verdadero amor, el sólido y durable nace del trato. Lo demás es
invención de los poetas, de los músicos y demás gente holgazana.
VICTORIA.- Un matrimonio de pura conveniencia, como un contrato de
arrendamiento, debe de ser cosa muy triste... (Levantándose agitada.) El sacrificio será
colosal, desproporcionado. (¡Jesús mío, ilumíname! ¿Voy contigo o contra ti?)
CRUZ.- ¡Sacrificio! Eso no puede decirse sin probarlo.
VICTORIA.- ¡Pero qué prueba más espantosa!... En todo caso, si mi hermana cede,
se le exigirán a usted garantías.
CRUZ.- Las daré.
VICTORIA.- Ya sé que no tiene usted más que una cualidad buena, el fiel
cumplimiento de sus promesas, de sus obligaciones.
CRUZ.- ¿Esa sola? Ahondando, alguna más se encontrará.
VICTORIA.- (inquieta.) (Mi espíritu flaquea... siento alternativas de valor heroico y
de horrible desfallecimiento.)
CRUZ.- En fin, despachemos y sepa yo a qué atenerme. ¿Qué debo hacer?
VICTORIA.- Nada, callar y esperar.
CRUZ.- Pues callo y espero. ¿Aquí?
VICTORIA.- Sí. (Mirando con inquietud hacia la izquierda.) (Temo que venga
Gabriela.) No; dese usted una vuelta por el parque, y vuelva dentro de un rato.
CRUZ.- ¿Como media hora?
VICTORIA.- Menos.
CRUZ.- (despidiéndose.) Pues...
VICTORIA.- Pronto, pronto.
CRUZ.- Ya, ya me voy. (Vase por el fondo.)
VICTORIA.- (acechando por la izquierda.) No, Gabriela no anda por aquí... Yo, al
oratorio... (Dirígese al fondo, y sube a prisa por la escalera que conduce al piso alto.)

Escena XIII
HUGUET, que entra cuando VICTORIA sale; después, DOÑA EULALIA y LA
MARQUESA
HUGUET.- Victoria... (llamándola) eh... que estoy aquí. Va como una flecha. Es el
demonio esta santita. (Buscando a Cruz.) ¿Pues y Cruz?, ¿dónde está? Habrá
pasado al despacho. (Mira por la puerta del despacho.) Tampoco aquí... Bueno: ya
parecerán las personas... y los acontecimientos.
EULALIA.- (entrando con la Marquesa, el libro de oraciones en la mano.) Huguet,
¿qué hay? ¿Dónde está Juan?
HUGUET.- De paseo con Daniel.
EULALIA.- ¿Ocurre algo?
HUGUET.- (con alegría espontánea.) Ocurre... que ha retoñado la conspiración.
(Reparando en la Marquesa.) (¡Ah!... qué indiscreto!)
LA MARQUESA.- (alarmada.) ¿Conspiración otra vez?
EULALIA.- ¿De veras?... Pero ¿cómo se atreven...?, sin contar conmigo... Apuesto a
que esa loquilla de Victoria... (Huguet hace signos afirmativos, que no ve la Marquesa.)
¡Digo...! Y que no hará pocos desatinos... Si estas teclas sólo yo sé pulsarlas.
LA. MARQUESA.- (Ya estoy en ascuas... ¡Pobre hijo mío!)
EULALIA.- (a la Marquesa, con aflicción.) ¿Esperas a Jaime?
LA MARQUESA.- Sí, no puede tardar. En cuanto acaba la consulta, le falta tiempo
para correr al lado de su madre.
EULALIA.- (con afectada lástima.) ¡Pobrecito!... ¡Infeliz muchacho!...
LA MARQUESA.- (alarmada.) ¡Pero tú...!
EULALIA.- ¡Oh, no, yo no! Ni quiero intervenir en estas combinaciones de familia,
impuestas ¡ay!, por las aflictivas circunstancias que atravesamos.
LA MARQUESA.- (confusa, a Huguet.) ¿Pero es cierto que...?

Escena XIV
Dichos. JAIME
JAIME.- Ya estoy aquí. He venido en media hora. Mamá. (Besándole las manos.)
Doña Eulalia...
EULALIA.- Repito que no intervengo... No hay que culparme...
JAIME.- (a su madre.) ¿Qué es esto?
HUGUET.- (llevando aparte a doña Eulalia.) Eulalia, por Dios, chitón. Podría
frustarse...
EULALIA.- Mejor. Como cosa tramada a escondidas de mí, bonito ciempiés ()
saldrá.
LA MARQUESA.- (a Jaime, llevándole aparte.) ¡Hijo!...
JAIME.- ¿Qué, mamá?
LA MARQUESA.- Aquella conspiración... ¿sabes?
JAIME.- (muy inquieto.) Sí... ¿qué? ¿Revive?... Doña Eulalia quizás...
LA MARQUESA.- Eulalia no.
JAIME.- ¡Ah! Victoria. (Durante el resto del diálogo, Huguet y Doña Eulalia
hablan retirados hacia el fondo.)
LA MARQUESA.- Que te quemas.
JAIME.- (con súbita exaltación.) Mamá, no puedo contenerme.
LA MARQUESA.- Hijo mío, no te exaltes... Considera...
JAIME.- No considero nada. Yo me vuelvo loco, mamá, yo haré cualquier
barbaridad... Yo mato a alguien, a Cruz, a Huguet, a Doña Eulalia.
LA MARQUESA.- ¡Por los clavos de Cristo!
JAIME.- Pero no. La que mueve los hilos de esta intriga es la otra, la beata, esa
romántica de la fe, esa histérica, visionaria, alumna de Lucifer, disfrazada con el nimbo
de los ángeles.
LA MARQUESA.- Por Dios, no desvaríes... Juan viene.

Escena XV
Dichos. MONCADA, DANIEL, dándole el brazo.
MONCADA.- Gracias, Daniel, por la grata compañía, y este ratito de esparcimiento.

EULALIA.- Tenemos que hablarte.
MONCADA.- ¿Tú?... Ya tiemblo.
HUGUET.- (aparte a Eulalia.) Es prematuro...
MONCADA.- (aburrido.) Ea, no quiero saber nada, ni lo malo ni lo bueno. Me
declaro incapaz de toda emoción. (Con desaliento.) Deseo estar solo... solo... (Dirígese
a su despacho, como queriendo huir de todos.)
HUGUET.- No, pues yo no le dejo. (Vase tras Moncada.)
EULALIA.- Ni yo... ¡Pobre hombre!, sin mi compañía, sin mis consuelos, sin este
bálsamo que mi piedad derrama en las heridas de su alma, ¡qué sería de él! (Vase por la
derecha.)

Escena XVI
LA MARQUESA, JAIME, DANIEL
LA MARQUESA.- (afligida.) ¡Ya vas el caso que nos hacen!
JAIME.- (en alta voz, airado.) ¡Ya veo, sí... Esto no puede ser!
DANIEL.- (amonestándole.) Cuidado... silencio... ¿Qué desentono es ese?
JAIME.- Cállate... déjanos. Tu flamante misticismo no te permite entender de estos
conflictos del corazón, de estas borrascas del amor propio, de nada en que palpite un
sentimiento vivo y humano.
DANIEL.- Simple, no sabes lo que dices.
LA MARQUESA.- (muy apurada.) Hijo, no alborotes...
JAIME.- Quiero alborotar, quiero que me oigan; y si veo a esa monja sin seso,
entrometida y revoltosa...
DANIEL.- (con ligera irritación.) Calla, te digo... No ultrajes a esa criatura sublime.
JAIME.- (burlándose.) ¡Sublime!
DANIEL.- (con desdén.) No quiero, ni debo hacer caso de ti.
LA MARQUESA.- Calma, calma. Quizás nos engañemos... ¡Ah! ¿no sería lo mejor
hablar con Gabriela?...
JAIME.- Pues es claro... Que nos saque de esta horrible incertidumbre...
LA MARQUESA.- Justo. Sepamos...
JAIME.- Pronto, sí. (Impaciente.) Debe de estar en el cuarto de la chiquillería.
LA MARQUESA.- No, no; está en el de la plancha.
JAIME.- Pues allá.
LA MARQUESA.- Vamos. (Vanse por la izquierda.)

Escena XVII
DANIEL, poco después VICTORIA
DANIEL.- Loco está ese infeliz... ¡Y mi madre se deja contagiar de su demencia! Si
algo anómalo pasa aquí, procuraré apartarme de toda intervención activa. ¡Cuánto
desdén me inspiran estos afanes pueriles, este bullir y pelearse... por nada, por el reparto
de la miseria humana!... ¡Cuán rico es el que dice: «no quiero nada, no poseo nada, no
sé lo que es tener!». (Dirígese al foro, en el momento en que baja Victoria; la ve y se
detiene apartándose.)
VICTORIA.- (que avanza en actitud de arrebato o transporte místico, cruzadas las
manos, mirando al cielo.) Firme ya en mi resolución... Segura ya de que de Dios me ha
venido esta idea... (Con ardiente entusiasmo.) Siento en mí un valor heroico, y nada
temo, ni a Satanás con sus malicias traidoras, ni al mundo con sus sátiras acerbas.
DANIEL.- (Ninguna emoción me causa ya su presencia. Curado estoy a fe.) (Da un
paso hacia ella.)
VICTORIA.- Daniel. (Asustada) (¡En qué momento!) (Se aleja.)
DANIEL.- ¿Por qué huyes de mí? Ya no puede haber peligro en que nos veamos, en
que hablemos. Del afecto humano que un día nos unió, sólo cenizas quedan ya. La parte
tuya supiste sofocarla con una santa resolución; la mía... más rebelde sin duda, ha
sido ahogada por mí a fuerza de tiempo y de violentísima presión sobre mi propia
alma... Te abominé cuando me abandonaste... Ahora te bendigo, porque me has
enseñado la verdad, la única verdad accesible a nuestra miseria.
VICTORIA.- ¿De modo que...? ¿Luego es cierto que también tú...? De todo corazón
te felicito, Daniel, por tus nuevas ideas.
DANIEL.- (con frase reposada y dulce en toda la escena.) Y yo te doy gracias por tu
ejemplo. Por ti he adquirido la difícil ciencia de transformar los sufrimientos en goces,
la muerte en vida, la desesperación en esperanza, la soledad en compañía dulcísima.
VICTORIA.- Daniel, ¡qué hermosa idea!
DANIEL.- Aunque mi exterior es el mismo todavía, he cambiado radicalmente.
Pronto mis apariencias variarán también. Conviene que parezcamos lo que somos. Sé
que el mundo me encuentra ridículo, y que mi familia me censura. Nuevos motivos de
mortificación, que acepto con placer.
VICTORIA.- Todo eso lo he pasado yo. Lo conozco bien.
DANIEL.- Tu ejemplo me guía. En mi camino veo una luz, que eres tú.
VICTORIA.- ¿Yo?
DANIEL.- Tú, sí, que vas delante.
VICTORIA.- Tal vez no.
DANIEL.- ¿Por qué?
VICTORIA.- Porque yo quizás tome por una senda más áspera, mucho más
angosta... y erizada de horrorosos peligros.
DANIEL.- No te entiendo.
VICTORIA.- Ni es fácil por ahora. Muy pronto, Daniel, has de juzgarme con
severidad.
DANIEL.- ¿Yo?, imposible.
VICTORIA.- Porque no me comprenderás. En fin, no hablemos de eso; déjame. Tú
entras en una vida serena, y has pasado lo peor. Yo empiezo ahora, y mis luchas serán
horribles, mis padecimientos extremados, mi martirio tan grande, que ni tú, con toda tu
piedad, puedes sentirlo y comprenderlo.
DANIEL.- ¿Martirio has dicho...?
VICTORIA.- Sí, y pruebas extraordinarias, de las que no sé si saldré victoriosa.
DANIEL.- ¿No te cegará el entusiasmo, el ardor mismo de tu fe?
VICTORIA.- Debo decirte que mi fe es un tanto ambiciosa, que aspiro a mucho; que
pretendo llegar a los linderos de lo imposible, y aun traspasarlos. No sé si te reirás de
mí.
DANIEL.- ¡Reírme... nunca!
VICTORIA.- Aspiro a que Dios, por mi mediación, realice algún estupendo
prodigio... convirtiendo las bestias en seres humanos, los corazones de piedra en...
(Turbada.) Pero no sé explicarme... y por mucho que te dijera, no me entenderías.
DANIEL.- (con entusiasmo.) Cuanto tú hagas y pienses divino tiene que ser.
VICTORIA.- No te parecerá muy divina cuando...
DANIEL.- ¿Cuando qué?
VICTORIA.- Cuando sepas... Pero tú, que tantas cosas has de aprender en tu
comunicación diaria y ferviente con Dios, aprenderás quizás a entenderme; y si al
principio quizás digas, como otros: «esa mujer está loca», luego dirás... qué sé yo...
dirás... algo que me sea más favorable.
DANIEL.- Yo diré siempre... (Con ardiente curiosidad.) Pero explícame...
VICTORIA.- Es muy difícil de explicar. Vete, y no vuelvas hoy a esta casa... Y para
concluir: puesto que tu determinación de ser religioso es sincera y firme, ocasión
tendrás de pedir a Dios que me dé fuerzas para... (Conmovida.)
DANIEL.- (perplejo, sin entender nada.) ¿Para qué?
VICTORIA.- Oye... mira... (Se quita el rosario que lleva al cinto.)
DANIEL.- La insignia de tu congregación.
VICTORIA.- Sí. (Después de una pausa.) Tómalo... quiero que sea para ti.
DANIEL.- (sin decidirse a tomarlo.) ¡Para mí!
VICTORIA.- De cuantas personas conozco, tú eres la única que debe llevarlo,
después de haberlo llevado yo. Con él rezarás por mí.
DANIEL.- (besando la cruz.) Por esta cruz, te juro...
VICTORIA.- (vivamente.) No jures nada, y vete.
DANIEL.- ¡Que esta imagen de Jesús crucificado (mostrando el crucifijo) me
transmita tu espíritu sublime y el fuego de tu fe! (Lo besa otra vez.)
VICTORIA.- Adiós... adiós. (Vase Daniel por el fondo, se encuentra con Cruz, que
entra. Se miran los dos un instante, sorprendidos, sin decir nada.)

Escena XVIII
VICTORIA, CRUZ
CRUZ.- (Hola... Uno de los señoritos de carrera. Este es el beato, el que no encuentra
en el cielo una estrella bastante alta para ahorcarse de ella. ¡Peste de misticismo! De
buena gana le cogía, y ¡zas!, al tejado como una pelota.) Aquí estoy. ¿He tardado?
VICTORIA.- (¡Ay, Dios mío!, paréceme que al verle se me disipa el valor,
dejándome el corazón vacío y helado... ¡Qué hombre, qué fiera, qué fealdad en el alma y
qué antipatía en la persona!)
CRUZ.- ¿Tiene usted algo que decirme?
VICTORIA.- Que el sacrificio de la señorita de Moncada es horrible por que
abandona el amor de toda su vida por unirse a un hombre extravagante, brutal y
repulsivo. Por esto la esclava, antes de venderse, debe regatear su precio. Necesitamos
fijar ciertas estipulaciones.
CRUZ.- Muy bien. Estipulemos. (Siéntase Victoria en la silla baja, en el centro de la
escena. Cruz en pie.)
VICTORIA.- Vamos por partes. ¿Se compromete el señor Pepet a restaurar la casa y
crédito de Moncada en las condiciones propuestas de su puño y letra en este papelito?
(Le da la carta que recibió de Huguet.)
CRUZ.- ¿A ver? Eso y mucho más haré. (Devolviendo la carta.) Mi palabra vale
tanto como el Evangelio.
VICTORIA.- No profane usted el Evangelio comparándolo con su palabra.
CRUZ.- Si mi palabra es sagrada, y por tal la tienen cuantos me conocen, ¿qué mal
hay en que yo lo diga?
VICTORIA.- Adelante. Usted no tiene religión, ¿verdad?
CRUZ.- Como no soy hipócrita, ni sé mentir, declaro que, en efecto, lo que ustedes
llaman fe, no existe en mí.
VICTORIA.- Ya me lo dirá usted luego... Pues bien: la que va a ser su esclava le
pone por condición imprescindible que ha de cumplir los preceptos elementales de la
única religión verdadera. Ya ve usted; sólo se le pide por ahora lo externo, lo que, más
que tributo a Dios, es exigencia del decoro social.
CRUZ.- (alzando los hombros.) Bueno... concedido... Me comprometo a eso de las
prácticas.
VICTORIA.- A su tiempo vendrá lo demás. Ha de prometer también acoger y criar y
educar decorosamente a mis seis sobrinitos.
CRUZ.- ¿Los huérfanos de Rafael? Concedido.
VICTORIA.- Bien... Y por último, Sr. Pepet... Se estipula formal y
solemnemente que si surgiere entre su mujer y usted, por cualquier motivo, una
desavenencia grave, la esposa se retirará de la casa matrimonial, y volverá al lado de su
padre, sin que usted oponga resistencia.
CRUZ.- Eso ya es más delicado... pero no hay inconveniente en fijar esa condición...
¿Qué me importa, si tengo la seguridad de que, suceda lo que quiera, mi mujer no ha de
separarse de mí?...
VICTORIA.- ¿Por qué?
CRUZ.- Porque mi mujer no se hallará sin mí.
VICTORIA.- ¿Usted qué sabe?
CRUZ.- Lo sé.
VICTORIA.- (¡Cuán necio orgullo en su barbarie!) (A media voz con acento de
plegaria.) Dios de mi vida, tú que conoces la nobleza de mi intento, aleja de mí hasta la
menor sombra de egoísmo; consérvame animosa, temeraria, insensible al dolor y al
peligro; aviva en mi corazón el fuego de la caridad, en mi mente las ideas
elevadas y generosas. Sean para los demás los bienes que de esto puedan resultar, para
mí sola todas las amarguras. (Alto.) Bueno, Pepet, pues fijadas las estipulaciones...
(Temerosa de explicarse.) (¡Ay de mí, ahora falta lo peor! ¿Cómo le digo...? Es tan
torpe que no lo ha comprendido).
CRUZ.- ¿Qué?
VICTORIA.- Pues ahora... falta... (Turbada.) falta...
CRUZ.- Falta que la misma Gabriela me diga...
VICTORIA.- ¡Ah!, sí, lo dirá. (Con una idea feliz.) ¡Ah!... Pues yo... al arreglar esto,
he tenido en cuenta muchas cosas. Dando a usted la señorita de Moncada, satisfago y
colmo su ambición. Por un lado llevo la felicidad, por otro la desgracia... Al pobre
Jaime le quito su novia... Ya ve usted... ¡tan buen chico!...
CRUZ.- Que busque otra... Para lo que él vale...
VICTORIA.- No diga usted desatinos. Pues he pensado, a cambio de la esposa, que
le quito, ofrecerle otra.
CRUZ.- ¡Otra!
VICTORIA.- Sí... ¿No lo entiende? Pienso proponerle... (Con dificultad de
expresión, como no encontrando la frase apropiada.) Proponerle... ¿lo digo? vamos...
que abandonaré la vida religiosa, volveré al siglo...
CRUZ.- ¿Para casarse con él?
VICTORIA.- Justo.
CRUZ.- ¡Qué lástima! (Con viveza.) ¡Usted volver al mundo, quitarse esa librea... y
casarse con ese...!
VICTORIA.- Lo haré, sí, por amor de mi padre.
CRUZ.- (confuso.) (¿Qué mujer es esta? ¿Se burla de mí?)
VICTORIA.- (con secreto terror.) (¡Qué angustia siento! No me entiende... Tendré
que decírselo claro... Y si... (Atormentada por una sospecha.) No quiero pensarlo. La
vergüenza abrasa mi rostro... Si se lo digo, y después de este horrible ofrecimiento, me
rechaza... ¡si no le gusto...! Virgen Santa, Madre amantísima, dame valor... y en
este trance decisivo de mi sacrificio, no permitas que la fiera me desprecie.)
CRUZ.- (¿Qué misterio encubren las palabras, la actitud de esta mujer?)
VICTORIA.- (con gran esfuerzo interior y ahogando la vergüenza y el miedo.) (Hay
que llegar al fin... ¡Jesús mío, por amor de ti y de mi padre!) (Quítase la toca, y aparece
la cabeza desnuda. El cabello desceñido le cae hasta los hombros.)
CRUZ.- Se quita la toca... (Deslumbrado.) ¡Ah!
VICTORIA.- (violentándose para aparecer en completa calma.) Dígame, Pepet,
¿cree usted que si propongo a Jaime que me tome a mí por mi hermana... aceptará?
CRUZ.- (turbado.) ¡Oh! Yo creo... (Con viveza.) Sí, sí. En su lugar, yo no vacilaría...
Pero lo más derecho, y así no habrá ningún agravio, es que si usted vuelve al mundo, se
case conmigo.
VICTORIA.- Sí, bárbaro. La que se te ofrece en esclavitud para aplacarte, no es mi
pobre hermana; soy yo. (El llanto la ahoga, y sin moverse de la silla baja, oculta el
rostro entre las manos, sollozando.)
CRUZ.- (fascinado.) ¡Victoria! ¿Y es verdad? ¿Es cierto que...? Repítalo. Me parece
mentira.

Escena XIX
Dichos. MONCADA, EULALIA, HUGUET, por la derecha; GABRIELA, LA
MARQUESA, JAIME, por la izquierda.
CRUZ.- Repítalo usted para que se enteren. No lo creerán si lo digo yo.
MONCADA.- ¿Qué?
CRUZ.- Que la loca de la casa vuelve a la razón, y se casa con Pepet. (Estupefacción
en todos.)


Acto tercero

Sala en la fábrica de Santa Madrona.-En el fondo un hueco, de donde parte un
pasadizo largo y estrecho que conduce a los talleres.-A la izquierda, dos puertas por
donde se pasa a las habitaciones particulares del director del establecimiento.-A la
derecha, paramento o mirador de cristales, en cuyo último tramo (hacia el ángulo del
fondo) desemboca la escalera de madera por donde se sube desde el campo.-Por dicha
escalera entran todos los que no habitan en la casa.-En las paredes del fondo, muestras
de cerámica ordinaria en estantes, y un armario con cuerdas y herramientas.- Mesa y
sillas ordinarias.-Es de día.

Escena primera
HUGUET, JORDANA, que entran por la escalera; LLUCH, portero anciano.
LLUCH.- ¿El amo?... En la fábrica, reconociendo los hornos apagados.
HUGUET.- ¿Quién estaba aquí con él hace un momento?
LLUCH.- El prior de los Franciscanos.
JORDANA.- (vivamente.) ¿No lo dije?... Me figuro la escena, que debió de ser
breve, terminada con la salida del fraile poco menos que de cabeza.
LLUCH.- Sí señor; el amo le echó a cajas destempladas.
HUGUET.- ¿Pero qué...? ¡Ah!, la cuestión de los terrenos...
JORDANA.- Justo. Esos benditos creen tener derecho, y lo tienen, me consta, a las
doce hectáreas que separan la fábrica de la huerta del convento.
HUGUET.- Moncada pensaba darles posesión de ellas.
JORDANA.- ¡Y esperan que este...! ¡Pobres cogullas!... (Soltando la risa.)
LLUCH.- ¿Quieren que le avise?
HUGUET.- No; esperaremos a que salga. (Se sienta. Vase Lluch.) Pues aquí me he
refugiado, amigo Jordana, huyendo de la pobrecita Marquesa, que no me deja a sol ni
sombra.
JORDANA.- Ya... Pretende que este caribe le prorrogue el préstamo
hipotecario... ¡A buena parte viene!
HUGUET.- (intranquilo.) Pues no crea usted... Temo que me siga hasta aquí.
JORDANA.- (acercándose al mirador.) No; va en retirada. A quien veo es a Daniel,
el aburrido y solitario paseante.
HUGUET.- Sí, aguardando a los niños para acompañarles a paseo. Jamás entra aquí.
JORDANA.- (volviendo al proscenio.) ¿Y es cierto que profesa en la Orden Tercera?
HUGUET.- Eso dicen. Lo sentiré por la Marquesa, que bien necesita hoy del trabajo
de sus hijos... ¡Infeliz señora! Bebe los vientos por salvar su finquita del Clot, y a todos
nos trae locos... «Háblele usted... interceda, por Dios, con el tirano...».
JORDANA.- Más fácil es convertir en almohada de plumas una rueda de molino que
ablandar el corazón de este hombre. Dígamelo usted a mí, que me he pasado seis meses
colmándole de finezas, tocando todos los registros de persuasión, hasta el de la
baja lisonja, con la esperanza de que nos concluya nuestro santo hospital... y nada,
querido Facundo, no ha sido hombre para decir: «Jordana, ahí tiene usted diez mil
duros, quince mil duros, para que el pueblo se acuerde de mí».
HUGUET.- Vamos, que ni con las alegrías del matrimonio se humaniza la fiera.
JORDANA.- Pero si Victoria no parece tener influjo sobre él...
HUGUET.- Lo dicho, amigo Jordana, que a este no le entran ángeles.
JORDANA.- Yo espero que la Providencia tomará cartas en el asunto, y hará con
este pecador un grande escarmiento, ya enviándole una buena carga de enfermedades,
ya esparciendo y aventando el vano polvo de sus riquezas...
HUGUET.- Patético estáis. ¿Apostamos a que la Providencia no se mete con él?... Y
si usted no se enfada, le diré que hará bien en no meterse, y en dejar que sigan
prosperando, bajo la magistral dirección de Cruz, los negocios de la casa de
Moncada. Seamos justos, y reconozcamos en este hombre una capacidad administrativa
de primer orden.
JORDANA.- Lo reconozco. El infierno está empedrado de capacidades
administrativas.
HUGUET.- Desde que este californiano de mil demonios se hizo cargo de la fábrica,
arrostrando la incomodidad de vivir en ella, parece que el ángel del negocio ha
penetrado aquí.
JORDANA.- (riendo.) Pero, hijo de mi alma, si el negocio no tiene ángel...
HUGUET.- ¿Y qué diremos de la resurrección gloriosa del Banco Industrial y Naval,
casi muerto en manos de Moncada y en las mías?
JORDANA.- Ya, ya sé. Las acciones por las nubes. Sin duda Cruz ha sobornado al
ángel del crédito... dando una participación en los beneficios a las potencias celestiales...
Ja, ja... Dígame, Facundo, ¿no le parece a usted que la pobre Victoria parece ahora un
ángel un poco desplumado o inservible? ¡Cuidado que no conseguirme el auxilio
que pretendo para terminar esa obra magna...!
HUGUET.- ¿Pero es de veras que... nada...?
JORDANA.- En metálico ni una mota. La pobrecilla, a fuerza de diplomacia y de
paciencia, ha conseguido del ogro algunos millares de ladrillos de desecho.
HUGUET.- ¡Ah, tunante! Así, arañando de aquí y de allá, se amontonan recursos. Sí,
hay que reconocer que es usted un grande hombre, el apóstol de la caridad, tal como
ahora se estila. Al insigne Jordana deberemos el mejor establecimiento benéfico de la
provincia.
JORDANA.- Antes hacía estas maravillas la fe; hácelas ahora el amor propio,
ayudado de la vanidad... Pero este arrastrado Cruz no tiene vanidad, no le importa nada
que yo ponga su nombre en letras de oro en las lápidas del frontis.
HUGUET.- Es que hay vanidades de vanidades, y la de este consiste en que se le
alabe por sus extraordinarias aptitudes para negar dinero... en fin, a mí me da el
corazón que de esta hecha saca usted alguna tajadita.
JORDANA.- ¡Ah! ¡Pues si me resultara la que le tengo armada!
HUGUET.- ¿Qué?
JORDANA.- Pasado mañana celebro en mi hospital una gran fiesta entre religiosa y
mundana, con su poquito de gori gori, su poquito de recepción...
HUGUET.- ¿Y baile?
JORDANA.- Hombre, no, baile no; pero habrá lunch. En fin, conviene combinar lo
espiritual con lo profano. Agua bendita por un lado, por otro algo de champagne. Ya
sabe usted que bautizamos a mi último hijo.
HUGUET.- ¿Qué número alcanza?
JORDANA.- Es el decimosexto en la serie de los nacidos.
HUGUET.- Hombre, es usted único para poblar el mundo. De usted se dirá,
como de D. Juan de Robles: «fundó hospitales, erigió suntuosos asilos... y primero hizo
la humanidad».
JORDANA.- Eso es... Pues bien: gran fiesta. El prior de los Franciscanos
administrará el Sacramento. Victoria será la madrina. Naturalmente, Cruz irá. He
invitado a todo el señorío de Santa Madrona: enseñaré las dependencias del edificio, las
grandes mejoras que allí se han ido realizando...
HUGUET.- (con sorna.) ¿Y espera usted que Cruz se enternezca?
JORDANA.- Como que pronunciaré un discurso en el cual pienso llamarle la
primera figura histórico social de Santa Madrona, el hombre designado por la
Providencia para...
HUGUET.- ¡Pero qué inocente es usted!
JORDANA.- Y una comisión de señoras le pedirá que continúe las obras. Y las niñas
entonarán un himno en que digan...
HUGUET.- (riendo.) Calle usted. ¡Valiente caso hace este de coros infantiles y
de damas pedigüeñas! Nada, Jordana, lo mejor es...
JORDANA.- Aquí viene.

Escena II
Dichos. CRUZ, que viene de los talleres por el pasadizo del fondo.
CRUZ.- Señores...
JORDANA.- (saludando con servilismo.) Amigo Cruz, celebro que no haya novedad
en esa preciosa salud.
CRUZ.- Igualmente.
JORDANA.- No olvide usted que pasado mañana le secuestro.
CRUZ.- Iré un rato si puedo. En todo caso, Victoria me representará.
JORDANA.- No, no. Usted tiene que ir... ¡Pues no faltaba más! Allí reuniré la flor y
nata de Santa Madrona. No olvide usted que el pueblo que represento tiene los
ojos fijos en su ilustre hijo, la más grande capacidad industrial y administrativa que nos
ha dado Cataluña en lo que va de siglo.
CRUZ.- Quieto el incensario. Pero si la primer capacidad industrial es usted...
HUGUET.- Como padre...
CRUZ.- ¡Un hombre que da un producto bruto de dieciséis hijos en catorce años!
JORDANA.- Y muy guapos. Gracias a Dios me viven doce. Vamos, señor de Cruz,
confiese usted que me tiene envidia.
CRUZ.- Sí que la tengo... Quisiera yo...
JORDANA.- No se apure... que ya vendrán...
CRUZ.- Dispénseme un momento. (Queriendo hablar a solas con Huguet.)
JORDANA.- (apartándose.) Sí, sí, traten ustedes de negocios. A ganar
dinero... Por ahí, por ahí se empieza... y luego, a acuñar la generación que ha de
gastarlo...
HUGUET.- (aparte a Cruz.) Dos telegramas para usted, y una carta. (Entrega estos
objetos, y aguarda un instante a que los examine rápidamente.) Hoy he comprado,
como usted me dijo, a ,.
CRUZ.- (guardando los telegramas y cartas.) Bien; mañana siga usted, comprando.
Puede llegar hasta .
HUGUET.- Corriente... ¿Qué más? (Saca un librito de apuntes.) ¡Ah! Pons
Hermanos quieren que les descuente usted pagarés a noventa días, por pesetas cien mil
y pico.
CRUZ.- Con la garantía de Foxá, no hay inconveniente.
HUGUET.- (disponiéndose a apuntar con su lápiz.) ¿Qué descuento?
CRUZ.- A razón de veinte por ciento al año... Pues tres meses... (Calculando.)
HUGUET.- Les parecerá mucho.
CRUZ.- Pues que lo dejen.
HUGUET.- (volviendo a consultar el librito.) Bueno: y por último... ¿por cuánto se
suscribe usted para las víctimas...?
CRUZ.- (con gran extrañeza.) ¡Víctimas...! ¡Suscrición...!, ¡yo...!
HUGUET.- Ya sabe usted... El horroroso incendio que ha dejado en la miseria a
tantas familias... Todo el comercio y la banca de Barcelona contribuyen...
CRUZ.- ¡Tonterías! Aquí no hay más víctima que yo. Soy mi propia víctima... y ya
me he socorrido.
HUGUET.- (guardando el libro.) Pues nada más... ¿No me manda usted otra cosa?
CRUZ.- Nada más. (Recordando.) ¡Ah!, ¿quiere usted llevarse ese pico?
HUGUET.- ¿Lo del carbón? Es mejor que se lo dé usted a mi primo Silvestre Rius.
Es cosa de él.
CRUZ.- Pues dígale que venga a cobrar esta tarde. Dejaré puesto el talón.
HUGUET.- Bien.
CRUZ.- (a Jordana.) Perdóneme. Tengo mucho que hacer hoy.
JORDANA.- No me iré sin hablar con Victoria, para ponernos de acuerdo en ciertos
detalles.
CRUZ.- Mal día es hoy.
JORDANA.- ¿Por qué?
CRUZ.- Hoy vuelven Gabriela y Jaime de su viaje de novios... No sé si vendrán aquí
o a la torre... En fin, señores, tengo mucha prisa. (Vase por la izquierda.)

Escena III
HUGUET, JORDANA, LA MARQUESA, medrosa, que entra por la escalera.
LA MARQUESA.- (Salió de la fábrica... Aquí no está...) ¡Ah! Huguet...
HUGUET.- ¡Ay, Dios mío! Ya me cogió otra vez.
LA MARQUESA.- (con afán.) ¿Le ha visto usted?... ¿le ha dicho algo?
HUGUET.- ¡Ay, no, señora! ¿Para qué?
LA MARQUESA.- ¿De modo que ni esperanzas me da usted?
JORDANA.- Señora Marquesa, ¿no hay un cartel a la entrada de esa escaleta?
LA MARQUESA.- Sí... que dice «Paso a los talleres».
JORDANA.- ¡Quia!, no dice eso.
LA MARQUESA.- ¿Pues qué?
JORDANA.- Dice: Lasciate ogni speranza o voi ch'entrate.
HUGUET.- Pues cuando Moncada y yo disponíamos de todo, ya sabe usted que
nunca la apurábamos. Ahora, la dirección de los negocios de la casa está a cargo
de Cruz, al cual se entregaron, como parte del activo de Juan, algunos créditos...
LA MARQUESA.- Pero...
HUGUET.- Convenido, sí. Debimos retener la hipoteca; mas en la confusión y
azoramiento de aquellos días, la olvidamos: allá se fue en el montón; y ahora...
LA MARQUESA.- Hoy es el vencimiento, y me es absolutamente imposible pagar.
Que ese vándalo me conceda la prórroga, y pagaré.
HUGUET.- Mal negocio, señora.
LA MARQUESA.- De modo que me quedaré sin el Clot, sin aquel venerado terruño
donde nací... (Afligidísima.) Díganme que no, díganme que esto no puede ser...
JORDANA.- Lo diremos, señora, pero sin creer en nuestras propias palabras.
LA MARQUESA.- ¡Infeliz de mí! (A Huguet.) ¿Pero Juan no podría...?
HUGUET.- Juan ha delegado en el otro sus facultades, y en nada interviene ya.
Como no consiga usted algo por Victoria...
LA MARQUESA.- ¡Ah!... ¡Buen chasco nos ha dado!, cuando salió de improviso,
hace cinco meses, con la ventolera de casarse con el dragón, todos creímos... Vamos, no
es el primer caso de un monstruo vencido y domado por artes femeninas.
JORDANA.- En el paganismo, en la leyenda, se dan estos casos; pero ya los
dragones han aprendido mucho...
HUGUET.- En fin, señora mía, no pierda usted tiempo, y piense en la manera de
salir del compromiso.
LA MARQUESA.- ¿Cómo?
HUGUET.- Buscando el dinero hoy mismo, y pagando.
LA MARQUESA.- ¡Buscar el dinero! ¡Con qué sencillez pastoril lo dice...! ¿Cree
usted que no he arañado la tierra estos días por encontrar quien me prestara esa
suma? A duras penas puedo reunir la mitad, unas cincuenta mil pesetas.
HUGUET.- ¿Y sus hijos de usted?
LA MARQUESA.- ¡Ah, no cuento para nada con Daniel, que desde las alturas de la
perfección a que se ha subido, me dice que no me defienda de la maldad, que mire con
desprecio los bienes temporales, que sucumba, que pierda el Clot y me alegre de
perderlo!
JORDANA.- ¡Oh, sí, bonita idea!
LA MARQUESA.- ¡Pero yo, ¡ay!, me siento tan terrestre, tan positiva! (Respirando
fuerte.) Cuando intento llenar mi cabeza de ideas de abnegación sublime, acuérdome del
Clot, y el temor de verlo en otras manos me trastorna, me enloquece... Algo más confío
en Jaime, que, al volver de su viaje, se detiene en Barcelona dos días para buscarme
fondos. Dudo que pueda conseguirlos en condiciones aceptables... Hoy llega, y pronto
saldré de esta horrible incertidumbre.

Escena IV
Dichos. MONCADA, visiblemente envejecido, apoyándose en un bastón. Entra por la
escalera.
HUGUET.- Aquí está Juan.
MONCADA.- Florentina... Alcalde... (Saludando a todos.) Facundo... Yo bien, muy
bien.
LA MARQUESA.- Sí; ya le veo a usted tan contento.
MONCADA.- ¿Por qué no? (Se sienta fatigado.) Tiempo era ya de que mi ánimo
gozara de esta placidez. No me ocupo de nada, cómo y duermo bien... los negocios de la
casa marchan admirablemente; mis hijos y mis nietos tienen salud. Me paso el día en
tranquila holganza, dando de comer a los faisanes, inspeccionando las hortalizas y
viendo correr el agua por las acequias. Vida nueva para mí, descanso de mi vejez, en la
cual siento retoñar una segunda infancia.
LA MARQUESA.- ¡Cuánto le envidio! ¿Y ahora viene usted de los Franciscanos?

MONCADA.- Como que me paso allí horas muy gratas, sobre todo cuando llueve y
no puedo pasear. Daniel me acompaña, y créanlo, me ha contagiado.
JORDANA.- ¿También místico, don Juan?... ¡usted!
MONCADA.- También. Nada más delicioso que soltar el espíritu dentro de la iglesia
sombría y apacible, y dejarlo volar allí libremente, subir, remontarse... No hay idea de lo
consoladora que es la religión cuando uno no tiene dinero, es decir, cuando no lo
maneja, cuando no se siente esclavizado por el metal infame... El rezar me entretiene;
las prácticas del culto me deleitan, y allí me estoy... Charlo con los padres, hablamos de
lo de allá... yo me enternezco... a veces murmuramos un poco de los que viven apegados
a las riquezas... celebramos las virtudes, la humildad, la pobreza de este y del otro santo,
y, en fin, salgo siempre de allí con ganas de volver.
HUGUET.- Buena vida...
MONCADA.- Dulcísima, sí.
LA MARQUESA.- Pues yo, querido Juan, siento mucho turbar su serenidad angélica
con mis lamentaciones. Estoy desolada.
MONCADA.- ¡Ah!, sí, ya sé por Facundo... No puedo nada, nada... Soy en mi casa
un asilado a quien tratan a cuerpo de rey... HUGUET.- (a la Marquesa.) No tiene
usted más solución que la que le he dicho; reunir el dinero...
LA MARQUESA.- ¿Pero cómo... dónde?
MONCADA.- ¡Ah!, se me ocurre una idea. Creo que está usted salvada.
LA MARQUESA.- ¡Ay, qué alegría!
MONCADA.- Mi hermana tiene dinero.
LA MARQUESA.- (desalentada.) Eulalia...
MONCADA.- Sí; yo le hablaré... Aquí está.

Escena V
Dichos. DOÑA EULALIA
EULALIA.- (a la Marquesa.) Ya les tienes ahí.
LA MARQUESA.- ¡Jaime, Gabriela...!
EULALIA.- (mirando por los cristales de la derecha.) Ya se ve el coche en la curva
de Prats.
LA MARQUESA.- Voy a encontrarles. Señor de Jordana, ¿quiere usted darme el
brazo?
JORDANA.- (ofreciéndole el brazo.) Ahí va, señora. Y lo que siento es que no sea
de oro macizo.
LA MARQUESA.- ¡Ay!, si fuera de oro macizo... no me lo daría usted. (Vanse por
la escalera.)
HUGUET.- Saludaré a tu hija... y me marcho. Hoy me ha mandado que siga
comprando.
MONCADA.- (desechando una idea.) ¿Y a mí, qué? Allá él. ¡Qué dicha no tener
que decir compro ni vendo! Facundo, ya no compro más que la salvación eterna; y
vender... no vendo nada. Adiós.
HUGUET.- Adiós.


Escena VI
MONCADA, DOÑA EULALIA
MONCADA.- Hermana, hay que sacar de su compromiso a la pobre Marquesa...
EULALIA.- ¿Qué?
MONCADA.- Que tú tienes ahorros.
EULALIA.- ¿Pero qué dices?
MONCADA.- (alzando la voz.) Que puesto que tienes numerario disponible...
EULALIA.- No oigo una palabra. Me he quedado enteramente sorda con los aires
colados de esta maldita casa.
MONCADA.- Tú recibes puntualmente tus rentas y no gastas un céntimo.
EULALIA.- Te repito que no oigo nada... ¿Dinero yo?, ¡qué cosas tienes! Si quieres
auxiliar a Florentina háblale a tu yerno, a ese D. Judas de California que ha sabido
apoderarse de la casa de Moncada...
MONCADA.- ¡Qué tontería!
EULALIA.- Sí, y concluirá por echarnos de Santa Madrona... Vamos, tu actitud de
sumisión y pasividad, parécenme a mí un síntoma de chochez... (Contrariada de que
Moncada no da importancia a sus expresiones.) No tenemos vergüenza, si toleramos
tanta humillación. ¡Un hombre que no nos consulta nada, que apenas me saluda, que nos
tiene ahí como figuras decorativas, como adornos de su grosería sobredorada! Somos tú
y yo al modo de un par de jarrones que pone... así... a los lados de su grotesca
personalidad para hacerla lucir... Por mí no me importa. Sé padecer, sé anularme... La
humildad es mi orgullo, y mi incienso los ultrajes... ¡Pero tú...! No, no, Juan; tú no
debes tolerarlo.
MONCADA.- Pero mujer...
EULALIA.- (sin dejarle meter baza.) Tu poquedad de ánimo... para que lo sepas... es
un grandísimo pecado... Y ofendes a Dios entregando tus negocios en las manos puercas
de ese Holofernes. Sin ir más lejos, considera las limosnas que se repartían en tu
tiempo, y las que se reparten ahora.
MONCADA.- (suspirando.) ¡Y qué le hemos de hacer!
EULALIA.- ¿Pues y la indecencia de negar a la Orden Tercera un terreno que le
pertenece?
MONCADA.- Bueno... ¿Y qué?
EULALIA.- ¡Me gusta tu calma! ¡Los pobres! ¡los ministros del Señor!... Por ti,
claro, que los parta un rayo. ¡Bonita manera de ser religioso! ¿Y crees que te vale andar
todo el día de hocicos en los Franciscanos, y llevar la velita en las procesiones, y
quitarle motas al padre Cleto? No, hijo, esas exterioridades no te valen para el fin sin
fin, que dijo el otro.
MONCADA.- (interrumpiéndola.) ¡Eulalia!... ¡Bah!
EULALIA.- No, no me callo. Tú con tal que te echen puntualmente la sopa boba,
transiges con ese hereje...
MONCADA.- ¿Hereje? ¿Pero si tú fuistes () quien armó la conspiración para hacerle
mi yerno?
EULALIA.- (con viveza.) Porque creí que casándole le amarraríamos al lábaro de la
fe. Pero luego ha resultado que Victoria carece de poder evangélico... ¡Vaya un fiasco!
Bien merecido le está por meterse a redentora... y sin pedir consejo a nadie... por sí y
ante sí, la muy estrafalaria.
MONCADA.- (alzando más la voz.) Respóndeme a lo que te pregunto.
EULALIA.- Respondo que Victoria no sabe amansar al feroz vestiglo... ¡Y para esto
abandonó la pureza y santidad del Socorro!... Que oiga, sí, que oiga lo que dicen de ella
las Hermanas... y sacerdotes respetabilísimos... Que procedió muy de ligero, que no
consultó el caso con la Superiora, ni con el Director de la Congregación...
MONCADA.- (incomodado.) Basta... ¿Oyes o no lo que te digo?
EULALIA.- Pero ¿qué?
MONCADA.- ¿Quieres o no auxiliar a Florentina?
EULALIA.- (como haciendo un esfuerzo para oír.) ¡Ah!... ya... Florentina...
¡También esa!.. No es que yo la critique. Pero bien se ve que la levantan de cascos las
vanidades de este mundo, todo lo temporal y transitorio...
MONCADA.- No pretende más que salvar el Clot.
EULALIA.- ¿Y para qué quiere ella fincas?... ¡con un pie en la sepultura, sin
necesidades ya! Mejor pensará en prepararse para una buena muerte.
MONCADA.- (nervioso, fuera de sí.) No se te puede sufrir, hermana. Estás hoy de
remate.
EULALIA.- Lo que te digo es que no pienso volver a poner los pies en este caserón
donde no se oye hablar más que de la porquería de los negocios...
MONCADA.- Bah... déjame...
EULALIA.- Y decididamente me voy de aquí, me retiro a mi casita del Ampurdán,
donde haré vida recogida y de estrechísima penitencia... Imítame, hombre; vente
conmigo. Viviremos como ermitaños sin pensar más que en Dios y en la muerte.
MONCADA.- Gracias... vete tú.
EULALIA.- Y tú conmigo. Hermano querido, no adores más al infame becerro.
MONCADA.- (desesperado.) Que te calles, por Dios. No te puedo aguantar.
EULALIA.- Piensa que no somos sólo materia; que tenemos un espíritu...


Escena VII
Dichos. GABRIELA, JAIME, LA MARQUESA, que entran por el ángulo del foro.
Poco después VICTORIA, por la izquierda.
MONCADA.- (al encuentro de los recién llegados.) ¡Hijita mía, Jaime!
GABRIELA.- (abrazándole.) Ya estamos aquí.
EULALIA.- ¿Y para mí no hay un abrazo? (La abrazan los dos.)
GABRIELA.- ¿Y mi hermana?
MONCADA.- (mirando por la izquierda.) No sabrá quizás... Ahí la tienes. (Entra
Victoria, y las dos hermanas se abrazan y besan con ternura.)
LA MARQUESA.- (llevando aparte a Moncada.) Malas noticias me ha traído Jaime.
MONCADA.- ¡Paciencia, amiga mía!
LA MARQUESA.- ¿Y Eulalia?
MONCADA.- Está muy sorda. No me entiende.
LA MARQUESA.- Yo se lo diré.
MONCADA.- (deteniéndola.) No, no le diga usted nada. Su sordera es tan atroz, que
aunque le pidiera usted el favor a cañonazos no se enteraría.
LA MARQUESA.- ¡Dios tenga piedad de mí! (En el fondo forman un grupo
Victoria, Gabriela y Eulalia. Jaime se acerca a su madre y a Moncada que están en el
proscenio.)
JAIME.- (aparte a la Marquesa.) ¿Será posible, mamá, que ese perverso no te
conceda siquiera un par de semanas?...
LA MARQUESA.- (aparte a Jaime.) Aún me resta una esperanza. Gabriela hablará
con Victoria...
VICTORIA.- Hoy comerán todos aquí.
EULALIA.- (con repugnancia.) ¡Yo... comer yo en la cueva del lobo!...
GABRIELA.- Yo sí, por acompañarte y charlar un rato. Pero Jaime no se sienta a la
mesa de tu marido, así le ahorquen.
JAIME.- (nervioso.) Creo que debo marcharme, mamá. (Mirando con recelo a la
izquierda.) Si ese hombre sale, no respondo de mi discreción.
MONCADA.- Prudencia, Jaime.
JAIME.- Pues me voy.
MONCADA.- (cogiendo del brazo a Jaime.) Nos repartiremos. (A Victoria.)
Gabriela come contigo, y nosotros nos llevaremos a Jaime y a su mamá.
LA MARQUESA.- (aparte a Gabriela.) Si consigues algo...
GABRIELA.- (vivamente.) Le mandaré a usted un recadito.
LA MARQUESA.- Bien... Pero yo volveré por aquí antes de comer. No tengo
sosiego.
(Salen doña Eulalia, la Marquesa, Moncada y Jaime.)

Escena VIII
VICTORIA, GABRIELA
GABRIELA.- ¿Y los nenes?
VICTORIA.- No tardarán en venir por acá. (Asomándose por la derecha.)
GABRIELA.- ¿Siguen en casa?
VICTORIA.- Sí; me los traen acá dos veces al día.
GABRIELA.- ¡Qué ganas tengo de comérmelos a besos!... Con que cuéntame.
(Sentándose las dos en el proscenio.) Tus cartas son tan discretas que por ellas no sé
nada de lo que te pasa. ¿Sigue tan pesadita la cruz de tu Cruz? ¿No me das noticias de
algún alivio en la carga que llevas?
VICTORIA.- ¡Ay, no! Cuando me casé... cuando me crucifiqué, como tú dices,
acepté esta vida de lucha, y en justicia no debo quejarme de ella.
GABRIELA.- Ya... Te gusta el dolor, como si fuera un dulce. ¡Qué alma tienes!
VICTORIA.- Aún no puedo decir qué me fascinó más, si la idea del mal que a mí
propia me causaba, o la del bien que quería ofrecer a la persona que más quiero en el
mundo.
GABRIELA.- La verdad... todos esperaban de ti mayor influencia sobre tu tirano...
que le modificaras poquito a poco.
VICTORIA.- ¡Modificar! (Con tristeza.) ¡Ah, lo intento! ¡Empresa magna! Figúrate
que te propones abrir un túnel de ferrocarril con la punta de una aguja... Cierto que
cumple con la Iglesia, por compromiso que contrajo conmigo... por fórmula, sin fe...
como se cumplen las reglas de policía urbana; es decir, que Dios viene a tener para él
una significación semejante a la del Ayuntamiento.
GABRIELA.- ¡Qué hombre!... ¿Acaso te trata mal?
VICTORIA.- Eso no: conmigo es afectuoso... a su manera... No deja de serlo sino
cuando se interpone el maldito interés.
GABRIELA.- ¿Y tú...?
VICTORIA.- ¿Yo... qué?
GABRIELA.- ¿Le quieres?...
VICTORIA.- Te diré... ¡Sobre eso hay tanto que hablar! No me sería fácil
explicártelo. Mi conciencia ha pasado por tremendas luchas y desfallecimientos
horribles. Al principio, asustome la aversión terrible que me inspiraba. Mi alma
perdió toda serenidad; creí que el demonio me había cogido en sus garras feroces, y que
lo que yo miraba como acto heroico era una tremenda caída... Después, mis
sentimientos han ido variando poquito a poco.
GABRIELA.- ¿Y ya no te inspira aversión?
VICTORIA.- Ninguna... Algo así como lástima piadosa... Le miro casi como a un
niño.
GABRIELA.- ¡Vaya un bebé!
VICTORIA.- Y, la verdad, no me gusta que le pase nada malo.
GABRIELA.- Vamos, que le vas queriendo... Pues, hija, ahí tienes el milagro: sólo
que en vez de realizarse en él, se va realizando en ti. ¿Y puedes mirarle cara a cara?
VICTORIA.- Me voy acostumbrando.
GABRIELA.- ¿Y soportas su tosquedad, su falta de delicadeza?
VICTORIA.- Por grados a todo se llega... figúrate... Procediendo gradualmente,
puede una usar, como borla de polvos para la cara... la pata de un elefante.
GABRIELA.- (riendo.) ¡Qué cosas tienes!

Escena IX
Dichos. CRUZ, que entra por la izquierda en mangas de camisa, con una blusa azul en
la mano, mostrando un rasgón en la manga.
CRUZ.- Mira, mira cómo está mi blusa... Hola, Gabrielita... ¿Ya de vuelta?
GABRIELA.- (con desabrimiento que no puede vencer.) Sí... ¿Y qué tal?
CRUZ.- (a Victoria.) Dame la otra.
VICTORIA.- Si no se ha lavado.
CRUZ.- No importa.
VICTORIA.- Espera un poquito. (Sale por la izquierda.)
CRUZ.- ¿Y Jaime?... ¿qué tal? ¿Gana dinero?
GABRIELA.- No tanto como usted... pero viviremos... (¡Qué vil! No piensa más que
en los miserables cuartos.)
CRUZ.- (abriendo el armario de las herramientas, y cogiendo de él algunas.) Sí,
hay que ganarlo, perseguirlo, ahondar en las entrañas de la tierra o en las de la
sociedad... Y una vez encontrado el rico metal, es preciso cogerlo, antes que lo
descubran otros... y después, guardarlo con prontitud, rodeándolo de hábiles defensas
para que no se escape... (Saca un hacha, y al volver al proscenio con ella, Gabriela
lanza un chillido.) Qué, ¿se asusta usted?
GABRIELA.- Sí... No sé lo que me parece... con el hacha.
CRUZ.- Tengo que reconocer el tejado de la fábrica, y de nadie me fío.
VICTORIA.- Aquí está. (Dándole la blusa.)
CRUZ.- Venga. (Se la pone.) Sospecho que hay comunicación entre las vigas
del faldón del tejado y la chimenea de las muflas... (Por Gabriela.) Esta se asusta... No
sabe que soy el primero de mis obreros... ¡La costumbre de no tratar más que señoritos...
ilustrados!
GABRIELA.- (¡Qué horror de hombre!)
CRUZ.- (recordando.) ¡Ah!... antes tengo que hacer otra cosa. (Deja el hacha
arrimada a una silla y se va por la izquierda.)

Escena X
VICTORIA, GABRIELA
GABRIELA.- (cruzando las manos.) ¡Hermana querida, no puedo expresar cuánto te
compadezco!... ¡Vivir con un marido así! ¡Qué mérito tan grande! ¡Gracias que los
sobrinillos alegran un poco tu tristísima vida!
VICTORIA.- Sí, son mi consuelo.
GABRIELA.- Te distraen.
VICTORIA.- Me distraigo con ellos, y además con otra cosa.
GABRIELA.- ¿Con qué?
VICTORIA.- Te vas a reír...
GABRIELA.- (con mucha curiosidad.) Dímelo.
VICTORIA.- Pues me distraigo... con la administración. Cosa rara, ¿verdad?
GABRIELA.- (comprendiendo.) Ya.
VICTORIA.- Llevo toda la contabilidad menuda de los talleres, y de la casa. Me ha
impuesto esta obligación y la cumplo sin gran esfuerzo.
GABRIELA.- ¿Y llevas los libros?...
VICTORIA.- Ya lo creo... Todo muy ordenadito. Y cuidado con que se me escape
alguna cantidad. No creas, el cargo no es cosa de juego. Me ha hecho también su cajera
particular.
GABRIELA.- Hermana querida, déjame, déjame que te compadezca más, y que te
admire. Tu vida es más árida y penosa que la de los anacoretas y padres del yermo.
VICTORIA.- No tanto... ¡Si vieras...! La pícara administración tiene sus encantos.
Mi rosario y los números son mi entretenimiento. Pasando cuentas, se me van las horas,
y a la imaginación, la gran vagabunda, sólo le queda libre un caminito, el del espacio
donde se ven flotar las cosas divinas.
GABRIELA.- ¡Ay, Dios mío! Tú no tienes la cabeza buena. O eres una santa, o no sé
qué eres. Con tal vida, y al lado de ese adefesio de hombre, yo no duraba dos semanas...
¡Ah, se me olvidaba lo principal! La pobre Marquesa...
VICTORIA.- ¡Ah!... no me digas... ¡Qué pena!
GABRIELA.- ¿Pero es posible que tú...?
VICTORIA.- Le he dicho cuanto hay que decir... todo inútil. ¡Hombre extraño! Su
exactitud a toda prueba tiene ese horrible contrapeso, la inflexibilidad con el
infeliz que no puede cumplir. Ni a su padre perdonaría, ni a mí misma, que soy la
persona que más quiere en el mundo; cuanto más a tu suegra.
GABRIELA.- Ya sé que nos aborrece, como aborrece a todo el género humano. Es
muy triste que tú, su mujer, no puedas... (Recriminándola.) No, no eres su esposa, eres
su esclava. Acabará por echarte una cuerda al cuello y amarrarte al pupitre de esa
administración inicua y embrutecedora; acabará por cruzarte la cara. (Levantándose.)
No puedo, no puedo presenciar tu desdicha.
VICTORIA.- (sintiéndole venir.) Calla.

Escena XI
Dichos. CRUZ, que entra vestido de blusa y con botas de agua.
CRUZ.- (a Victoria.) Mira, este talón se lo das a Silvestre Rius, el primo de Huguet,
que vendrá por él esta tarde.
VICTORIA.- (toma el talón y lo mira.) (Cincuenta y nueve mil...) (Lo guarda en el
bolsillo de su delantal.)
CRUZ.- Es lo del carbón. Anótalo en el Debe de la fábrica...
VICTORIA.- Bien. ¿Vienes pronto a comer?
CRUZ.- No sé el tiempo que me entretendrá por ahí arriba. Si tardo, me mandas la
comida en la fiambrera.
VICTORIA.- Pero hombre...
CRUZ.- Lo primero es lo primero. (Coge el hacha y un lío de cuerdas, y vase por el
fondo.)

Escena XII
VICTORIA, GABRIELA
VICTORIA.- (después de una pausa en que está profundamente abstraída.) ¡Ah... la
siento... sí!
GABRIELA.- (asustada.) ¿Qué?
VICTORIA.- (con cierto desvarío.) ¡La ráfaga... eso que me da... lo que llamo la
inspiración, el impulso misterioso, no, divino, de mis resoluciones!... Como siempre me
salen bien, creo y afirmo que vienen de Dios.
GABRIELA.- No te entiendo.
VICTORIA.- Hablaré un lenguaje claro, tan claro, que... (Saca el talón y se lo da.)
Toma.
GABRIELA.- (sin resolverse a tomarlo.) ¡Victoria...!
VICTORIA.- (rápidamente.) Sí, la loca, la visionaria, como dice tu marido, siente
otra vez el chispazo que la despierta, la sacude, la ilumina, lanzando su voluntad a los
actos audaces y decisivos. Dale esto a Florentina. Añadiéndolo a lo que ha reunido,
tiene lo bastante para evitar la dentellada del tigre.
GABRIELA.- (asustada.) Pero...
VICTORIA.- No me des razones... La lógica y el sentido común desaparecen en mí.
No queda más que esta vibración honda del alma...
GABRIELA.- ¿Y no temes...?
VICTORIA.- No temo nada. Por grande que sea su barbarie, más grande es mi valor.
No vaciles en tomarlo... Llévaselo corriendo a Florentina.
GABRIELA.- ¡Ay, no sé qué temor me sobrecoge!... (Decidiéndose al fin a
tomarlo.) En fin... Pues tú lo quieres... Mamá quedó en venir. (Se asoma a los cristales
de la derecha.) ¡Ah!, los chiquillos. (Con alegría.) ¿Es Daniel quien viene con ellos?
VICTORIA.- (asomándose también.) Sí; suele acompañarles al campo. Verás cómo
se despide en la puerta. Jamás entra aquí.
GABRIELA.- ¡Pero qué mona está Mercedes! (Mirando y saludando con el
pañuelo.) ¡Y Aurorilla, qué espigada!... Ya me han visto. Mira cómo corren.
VICTORIA.- Ahora les doy de merendar y se vuelven allá.
GABRIELA.- ¿Suben por aquí?
VICTORIA.- No, entran en el comedor por la galería baja.
GABRIELA.- (impaciente.) Pues vamos allá.
VICTORIA.- Sí; pero no olvides eso.
GABRIELA.- ¡Ah!... sí... el talón... Voy...
VICTORIA.- (mirando otra vez.) Ahí tienes a Daniel... Pero ya se va... Mira.
GABRIELA.- Daniel, sí. ¿Qué mejor mensajero?...
VICTORIA.- Llámale.
GABRIELA.- Daniel, Daniel... (Señalando afuera.) Ya vuelve la cara... Ya me ha
visto... (Llamándole.) Ven; sube.
VICTORIA.- Allá te espero. (Vase por la izquierda.)

Escena XIII
GABRIELA, DANIEL
DANIEL.- (desde la escalera, como sin atreverse a entrar.) ¿Qué me quieres?
GABRIELA.- Corre, dale, dale a tu mamá esto. (Pone el talón en un tarjetero o
carterita, sujeta con un elástico, y se lo entrega.)
DANIEL.- ¿Y qué es esto?
GABRIELA.- No preguntes, y ya estás andando... Verás qué contenta se pone la
pobre.
DANIEL.- (receloso.) ¿Victoria... Victoria te lo ha dado?
GABRIELA.- Sí.
DANIEL.- Quizás sin consentimiento de su marido...
GABRIELA.- Eso no es cuenta tuya... Anda.
DANIEL.- Está bien.
GABRIELA.- No te entretengas... Me voy a ver a mis sobrinillos. (Vase por la
izquierda.)

Escena XIV
DANIEL, solo.
¡Y mi madre acepta esto! ¡Qué locura! Buscando ciegamente su salvación, llama a la
puerta misma del enemigo, de ese monstruo, encarnación de Satanás maldito.
(Con desaliento.) ¡Ah!, mi pobre madre no tiene fe, no sabe abrazarse a la desgracia; no
sabe encariñarse con la pobreza, despreciar los bienes transitorios; no comprende el
inmenso triunfo moral de ser pisoteada por la bestia... ignora que morir en la
humillación es resucitar en la verdad... (Pausa. Recorre la habitación inquietísimo.) No
sé qué tufo del infierno se respira en este caserón, guarida de la fiera rapaz y
sanguinaria... No sé cómo Victoria... (Asaltado de una idea penosa.) ¡Ah!, mujer
enigmática, esfinge en cuyos ojos no puedo leer, porque ni miras siquiera... Tu
incomprensible matrimonio perturbó mi alma... Quiero entenderlo, y... ¡Más fácil es
desentrañar los misterios del dogma! Cambiaste la humilde vestidura del Socorro por
las galas de boda... ¡Dicen que padeces horriblemente, que eres mártir...! (Con
sarcasmo.) ¡Mártir! Las santas gloriosas que en otro tiempo regaron con su sangre el
árbol de la fe, cuando anhelaban el martirio pedían a Dios que les deparase un verdugo;
jamás le pidieron un marido... (Confuso.) No sé, no sé qué mujer es esta; y cuando
quiero tenerla por sublime se ofrece a mis ojos como la más vulgar de las criaturas.
(Meditando.) ¡Quién sabe...! Sí... sí... lo que digo, se dejó contaminar del mal de
la época, del infame positivismo... ¡Oh!, esta idea remueve en mí sedimentos que creí
estancados, inertes en el fondo de mi ser... (Pausa.) Dinero del rico avariento, del que
no ama, del que no compadece, del que impasible ve rodar ante sí la miseria y el dolor;
materia vil, instrumento de iniquidades, no me quemarás mucho tiempo las manos... Se
lo devuelvo para que vea que si ella vende su conciencia, nosotros no... No podemos...
(Mirando por la izquierda.) Quisiera verla para darle esta tremenda lección... No me
atrevo a penetrar allá...

Escena XV
DANIEL, LA MARQUESA, que entra afanadísima, por la escalera; después LLUCH
LA MARQUESA.- Hijo, ¿has visto a Gabriela?... ¿Te ha dicho algo?
DANIEL.- Mamá, es preciso que comprendas... No sé cómo decírtelo.
LA MARQUESA.- Ya, ya sé... Que debemos ser pobres... ¡Ay, bastante lo somos
ya!
DANIEL.- Resígnate, por Dios... ten grandeza de alma.
LA MARQUESA.- (con inflexión patética.) No puedo resignarme a perder la ilusión,
el amor de mi vida, aquel suelo sagrado, la humilde casita vieja que tantas cosas dulces
me dice cuando en ella entro... ¿Qué perfección es esa que me propones? ¡Ay, hijo mío,
ya no ajusto, no encajo en ese marco de sublimidad que quieres ponerme! Pertenezco a
la raza humana, y no levanto ni tanto así del nivel del vulgo. Tengo pasiones, anhelos,
antipatías... aborrezco y amo. Si esto es pecar, sea. Quiero el Clot para morirme en él,
porque en él nací, naciste tú...
DANIEL.- Pues no lo tendrás. Déjame, déjame a mí.
LA MARQUESA.- (espantada.) La ferocidad de tu ascetismo me hiela la sangre.
DANIEL.- Renuncia a lo que más deseas; y si el rico avariento quiere quitarte tu
propiedad, déjasela. No aceptes de él favor alguno.
LA MARQUESA.- De él no; de Victoria.
DANIEL.- Tampoco de su mujer.
LA MARQUESA.- (con viva ansiedad.) ¿Pero qué... sabes algo? Sácame de dudas.
¿Gabriela le habló?...
LLUCH.- (entrando presuroso por el fondo.) ¡El amo...!
LA MARQUESA.- (azorada.) ¡Jesús me salve! Huyamos de aquí.
DANIEL.- ¡Que no me vea el maldito!... Salgamos. (Vanse apresuradamente. Antes
que desaparezcan, entra Cruz por el fondo y les ve, bajando la escalera.)

Escena XVI
CRUZ, con el hacha en la mano, el rostro tiznado y encendido; LLUCH, que se va por
la escalera y vuelve poco después.
CRUZ.- La madre y el hijo salían... como huyendo de mí... (Deja el hacha sobre la
mesa.) Ella es una intrigante, y él un redomado hipócrita. (Comprendiendo.) Sin duda,
aprovechando mi ausencia, quieren explotar la fácil compasión de mi mujer.
(Vivamente.) Sí, ya lo veo claro... Vividores, trápalas, generación mendicante y
petardista... ¿Pero mi mujer estaba aquí con ellos? No la vi... (Entra Lluch.) Lluch, la
señora, ¿dónde está?
LLUCH.- En el comedor, con la señorita Gabriela y los niños.
CRUZ.- Dile que venga. (Vase Lluch por la izquierda.) Endiablada sospecha me
muerde el corazón... ¿Sería capaz Victoria de...? ¡Espantosa idea! Nada; quiero
confirmarla o desecharla al instante. (Aparece Lluch por la izquierda, y se dirige a la
escalera.) Oye, tú... (Acércase Lluch.) ¿Viste salir a esos...?
LLUCH.- Sí, señor. La madre iba llorando... disputaban. Luego se separaron...
Siguió la señora en dirección a la torre, y el hijo se ha quedado ahí, y se pasea por la
alameda, detrás de las cajas vacías de silicato, como aguardando una ocasión de volver.
CRUZ.- Estate por ahí, fingiendo ocuparte en cualquier cosa; y vigílale con
disimulo. No te alejes, por si te llamo.
LLUCH.- Bien, señor. (Vase Lluch.)

Escena XVII
CRUZ, VICTORIA
CRUZ.- La traidora sospecha se agarra a mí, me pica, me taladra, como un insecto
que quiere labrar su casa dentro de mí... y me va comiendo y horadando... y
horadándome y comiendo... (Inquieto y con fiereza.) Siento en mí la crueldad de mis
tiempos de lucha... Bien venida sea. Así me gusto más, porque me reconozco en mi ser
efectivo. Me pesa, sí, me pesa haberme dejado inclinar a ciertas blanduras de carácter...
¡Si es lo que digo! Donde quiera que entra una hembra, sobre todo, si es mestiza de
ángel y mujer, se trastorna la armonía humana, desaparece la estricta rectitud, y los
malos pagadores sacan los pies del plato.
VICTORIA.- (entrando presurosa.) ¿Pero ya concluiste?
CRUZ.- (disimulando.) Si no he podido empezar... Traté de meterme en uno de los
hornos; pero están aún muy calientes. Por poco me abraso. (Mostrando sus manos
y cara.)
VICTORIA.- ¿Quieres lavarte?
CRUZ.- Ahora no. Estoy echando fuego.
VICTORIA.- Bien se ve. Tu cara despide lumbre.
CRUZ.- Estoy horrible, ¿verdad?
VICTORIA.- Horroroso.
CRUZ.- Mejor. (¡Si me vieras por dentro!)
VICTORIA.- ¿Quieres tomar algo?
CRUZ.- Dame vino. Necesito refrescar mi sangre.
VICTORIA.- Echándole más fuego... Voy.
CRUZ.- (deteniéndola.) Dime, ¿quién ha estado aquí mientras yo...?
VICTORIA.- ¿Aquí?, no sé; no he visto a nadie.
CRUZ.- Tráeme el vino. (Sale Victoria por la izquierda.) Me engaña. Ya me iba yo
acostumbrando a no temer su santidad, a mirarla como un juego infantil, una monada,
vamos... Pero si me vende con sus arrumacos de criatura celestial... No sé lo que haría...
Creo que se me quitará el amor que le tengo... sí... se me quitará. Y si no se me quita,
me lo quitaré yo, me lo arrancaré...
VICTORIA.- Aquí tienes. (Deja sobre la mesa botella y vaso.) No bebas mucho.
CRUZ.- (llenando el vaso.) No te vayas... Tengo que hablarte.
VICTORIA.- ¿Qué quieres?
CRUZ.- El talón que te di... (Bebe tranquilamente.)
VICTORIA.- (¡Jesús sea conmigo!)
CRUZ.- ¿Ha venido Rius por él?
VICTORIA.- No.
CRUZ.- Pues devuélvemelo.
VICTORIA.- (después de una pausa en la cual recobra su serenidad.) No lo tengo.
CRUZ.- ¡Que no lo tienes!
VICTORIA.- No. Bien claro te lo digo.
CRUZ.- ¿Con toda esa frescura? ¡Ah, me lo temí! Has dado el talón a esa familia de
intrigantes y santurrones para que puedan seguir burlándose de las leyes, poseyendo lo
que por sus desórdenes deben perder.
VICTORIA.- (con resolución.) Se lo he dado a esa valerosa mujer, a esa heroína,
para que se defienda de tu codicia infame.
CRUZ.- (con violencia, que quiere dominar.) ¿Cómo se llama lo que has hecho?
VICTORIA.- (con firmeza.) ¡Justicia!
CRUZ.- (con sarcasmo.) ¡Justicia!... ¿Y esa manera de entenderla es lo que, según
tus ideas, debemos llamar santidad...?
VICTORIA.- Dale el nombre que quieras. (Con perfecta entereza.) Lo que hice...
bien hecho está. Somos ricos, y todo nos sobra. Florentina es pobre, y todo le falta. Dios
me ha inspirado este acto, y ha querido, por mediación de la loca de la casa, confundir
tu soberbia y castigar tu brutalidad.
CRUZ.- (levantándose airado.) ¿Y me lo dices así? ¿No tiemblas?
VICTORIA.- ¡Temblar yo! No me conoces. ¿Qué puedes hacerme? Quitarme la
vida, esta vida que... con decir que te la he dado, se dice lo poco que vale... Mátame.
Preparada estoy. Bien cerca tienes el arma.
CRUZ.- ¡Victoria! (Vacilando entre la fiereza y la confusión o desconcierto de la
voluntad.) ¿Crees que me conmueves con esas trapacerías de santita remilgada? Bien
sabes tú que no he de matarte. ¿A qué te haces la víctima heroica? (En tono severo.) En
fin, cabeza destornillada, imaginación enferma, reconoce que has cometido una grave
falta, y disponte a restituirme lo que me has quitado.
VICTORIA.- ¿Restituir? No; está en buenas manos.
CRUZ.- (descomponiéndose.) No sé cómo tengo calma. Yo te mando que vayas en
busca de esa vieja embaucadora, y le digas que te equivocastes () ... Aún será tiempo.
(Victoria hace signos negativos con la cabeza.) ¿No?... ¿No me obedeces?
VICTORIA.- En esto no puedo.
CRUZ.- (amenazador.) Pues yo te juro que así no quedará... No mereces mi cariño;
no lo mereces; debiera aborrecerte... como tú a mí.
VICTORIA.- Yo no te aborrezco. Mi Dios me prohíbe el odio. Tú no comprendes
esto, alma petrificada en el egoísmo. Tú no quieres a nadie; te adoras a ti propio,
contemplándote en el espejo de tu riqueza.
CRUZ.- (después de dar vueltas por la escena, como aturdido.) No es eso, no.
Óyeme... Ya sabes... te lo he dicho mil veces en nuestros coloquios íntimos: la riqueza
es en mí la pasión dominante, el ser de mi ser. Nada puedo contra esa pasión.
¿Será por ley de mi naturaleza? ¿Será por vicio adquirido con la virtud del trabajo? No
sé mas, sino que soy como soy. Y si alguien me quita lo mío, paréceme que el cielo se
desploma, y la idea de perdonar se me representa como una negación de mí mismo...
Fuera de esto, yo te quiero: bien lo sabes. Eres la única persona que ha despertado en mí
un sentimiento... ¿cómo llamarlo?, no sé. Soy muy torpe para encontrar términos de
galantería. Pero el cariño que te tengo no disminuye la otra pasión, la principal, la
madre, sino que más bien la fortifica. Amo mi dinero por mí, por ti, y por los hijos que
has de darme.
VICTORIA.- No te los daré... ¡Perpetuar tu raza! Dios no lo consentirá.
CRUZ.- (airado y receloso.) No me lo digas, que me vuelves loco. Todo menos eso,
Victoria. (Cogiéndole la mano y sacudiéndola con fuerza.)
VICTORIA.- Suéltame.
CRUZ.- Pues no me quites la ilusión que me alienta...
VICTORIA.- ¡Imposible cegar el abismo que se abre entre nosotros!
(Llorando.) ¡Si tú aprendieras a ser compasivo, si tu corazón perdiera esa insensibilidad
marmórea, y llegaras a curarte del estúpido orgullo de poseer, y poseer, y poseer...!
CRUZ.- (interrumpiéndola.) Imposible, imposible. Porque si desaparecieran del
mundo el oro y la plata, y volviéramos al estado salvaje, yo, José María Cruz, sería
siempre el mismo: con cuatro piedras y un par de troncos constituiría nueva propiedad
al instante, y con rugidos, dentelladas y zarpazos de fiera, andando a cuatro patas, la
defendería de quien intentara quitármela. No te empeñes en que yo sea de otro modo
que como soy... Sométete y no me prediques más, ni trates de corregirme...
(Bruscamente.) Ea, diles que te devuelvan el talón... Ve... pronto, antes que vayan a
cobrarlo...
VICTORIA.- No puede ser.
CRUZ.- (con fiereza.) ¡Te lo mando!
VICTORIA.- Si sabes que no te temo, ¿a qué esos rugidos?
CRUZ.- ¡Ah!, te casaste conmigo sin amor, por el vil interés, como decís los
beatos...
VICTORIA.- ¡Y me lo echas en cara! Pues bien, reconozco que es cierto. Me casé
contigo... porque eras millonario... nada más que por eso. Ya ves si soy franca. Fue una
locura, una genialidad. Llevome hacia ti... ¿Te lo digo? ¿Quieres conocer hasta los
últimos repliegues de mi pensamiento?... Arrastrome hacia ti una vaga aspiración
religiosa, y además de religiosa... (Buscando la palabra.)
CRUZ.- ¿Qué?
VICTORIA.- (encontrando la palabra.) Socialista... así se dice... la idea de
apoderarme de ti, invadiendo cautelosamente tu confianza, para repartir tus riquezas,
dando lo que te sobra a los que nada tienen... para ordenar las cosas mejor de lo que
están, nivelando ¿sabes?, nivelando...
CRUZ.- (con violencia.) Cállate; no me provoques... Si eso fuera verdad tendría que
exterminarte...
VICTORIA.- Pues empieza ya tu obra de exterminio... Dime, fuera de mi
locura de hoy, ¿tienes alguna queja de mí?
CRUZ.- Ninguna. Pero esta es atroz, horrorosa...
VICTORIA.- Déjame seguir. ¿Te he dado motivo de celos?
CRUZ.- (receloso.) ¿Por qué me lo preguntas?
VICTORIA.- Por preguntarlo.
CRUZ.- Pues hasta hoy no... Hoy sí... Te miraba como una mujer exceptuada de las
flaquezas humanas. (Después de mirarla atentamente a los ojos, es asaltado de violenta
zozobra.) Dime; dímelo pronto. Mientras yo estaba en la fábrica, ¿hablaste con la
Marquesa y con su hijo? Ellos de aquí salían.
VICTORIA.- Te he dicho que no les vi.
CRUZ.- Antes creía en tu palabra. Ya no. La verdad, quiero la verdad. ¿Ese beato ha
estado aquí alguna vez?
VICTORIA.- No recuerdo...
CRUZ.- ¡También desmemoriada! Me hieres en lo más vivo... Yo te quiero, yo te
quise...
VICTORIA.- ¡Celos tú!... Si en tu corazón no hay más que una fibra sensible, la que
te duele cuando no cobras...
CRUZ.- No, no, que hay más... hay otras, que también me duelen... ¡Y en tu
conducta se juntan dos agravios, y los dos van derechos al corazón!... Me sustraes mi
propiedad para dársela... ¡a quién!... ¿Qué es esto?, explícamelo... Te creí pura, ya no...
Dudo... ¿Cómo no dudar? ¡Desdichada, arrodíllate delante de mí, y pídeme perdón!
Devuélveme lo que me quitaste. (Con desvarío brutal.) Pruébame que desprecias a ese
hombre... Discúlpate... ¡Mi dinero, mi honor!... Lo mío, lo mío, lo que me pertenece, lo
que nadie me puede quitar, lo que es... yo mismo... (Cogiéndola por los hombros, la
sacude violentamente.) Victoria, que me trague ahora mismo la tierra si no hago un
escarmiento horrible, una justicia de estas que satisfacen por entero... hartarme de
castigo, de venganza, de legalidad, porque esto es ley, justicia... Debo
defenderme, debo castigarte, debo corregirte, debo...
VICTORIA.- (sofocada, logrando desasirse.) ¡Ay!... espera, oye.
CRUZ.- ¿Qué... te disculpas...? ¿Confiesas tu delito?
VICTORIA.- ¡Delito... disculparme! ¿De qué, si soy inocente? Sólo te digo que he
mandado el talón a la Marquesa, y que nada me importa su hijo.
CRUZ.- ¡Me engañas...!
VICTORIA.- Puedes creerlo o no, según te acomode.
CRUZ.- Buscaré la verdad... (Llamando.) A ver, ¡Lluch!

Escena XVIII
Dichos. LLUCH, en la escalera; después DANIEL
CRUZ.- ¿Está ahí todavía?
LLUCH.- Sí señor, rondando por la alameda, como si esperara...
CRUZ.- Dile que la señora le suplica que suba... Pronto... (Vase Lluch.)
VICTORIA.- (asustada.) ¿Qué haces?
CRUZ.- Una idea, una idea feliz... Soy yo muy ingenioso... ¿Qué es eso? ¿Te turbas?
VICTORIA.- ¿Turbarme?... no.
CRUZ.- (repitiendo con sarcasmo las anteriores palabras.) «La señora le suplica
que suba». ¿Qué tiene eso de particular? Así sabremos lo que quiere ese bendito.
DANIEL.- (por la escalera, deteniéndose sorprendido.) ¡Él aquí! ¡Una emboscada!
VICTORIA.- (Que hablen... Mejor...)
CRUZ.- Mi mujer y yo le hemos llamado...
VICTORIA.- Yo no... tú.
CRUZ.- Pues yo... Pareciome que acechaba usted mi salida para entrar...
DANIEL.- Así era en efecto.
CRUZ.- ¡Lo confiesa! Yo no me como la gente.
DANIEL.- Algunos creen que sí.
CRUZ.- ¿Qué?
DANIEL.- Eso... que se la come usted.
CRUZ.- Voces que hacen correr los tramposos, insolventes. En fin, yo quiero saber
qué viene usted a buscar a mi casa.
DANIEL.- Deseaba hablar con su señora.
CRUZ.- ¿Y por qué no entraba usted estando yo, y delante de mí le decía...?
DANIEL.- Porque no era a usted a quien tenía que hablar, sino a ella.
CRUZ.- ¿Tan reservado era el asunto?
DANIEL.- Quizás.
CRUZ.- O era de esas cosas que nadie debe oír.
DANIEL.- No tanto.
VICTORIA.- (Concluyamos esto.) Daniel quería darme las gracias por el favor que
hice a su mamá.
DANIEL.- Era eso... y algo más.
CRUZ.- ¿A ver?
DANIEL.- Después de dar las gracias, pensaba decir a Victoria que no consiento que
mi madre acepte semejantes auxilios.
CRUZ.- (burlándose.) ¡Oh, cuánta dignidad! Teatral está el tiempo. Y con toda esa
gazmoñería, se guardan el dinero.
DANIEL.- No, señor, aquí está el talón... lo devuelvo. (Victoria se abalanza para
estorbar el movimiento de Cruz, que toma la cartera.)
VICTORIA.- ¡Ah, no consiento...!
CRUZ.- Pues lo tomo. (Examinándolo con febril presteza.) Esto me gusta, joven...
Bien, bien... Usted me prueba que...
VICTORIA.- (con mucha energía.) José María, respeta lo que hice... No aceptes la
devolución... ¡Yo lo quiero, yo lo mando!
CRUZ.- Pero si él...
VICTORIA.- No importa... Dáselo... insiste.
CRUZ.- (con humorismo villano.) Hija, yo se lo daría de buena gana... pero ya ves...
un joven tan digno, y tan... religioso... y tan... escrupuloso... de fijo no querrá.
DANIEL.- En efecto, no lo tomaré.
VICTORIA.- (airada.) Haz lo que te mando. Ofréceselo al menos.
CRUZ.- (vacilando.) (Si no fuera más que ofrecerlo... Pero, ¿y si lo toma?... Por si
acaso...) (Guarda la cartera.)
VICTORIA.- ¿No?
CRUZ.- No.
VICTORIA.- Pues ha llegado el momento de poner en práctica una de las
condiciones estipuladas.
CRUZ.- ¿Cuál?
VICTORIA.- Ha surgido entre nosotros una desavenencia grave, me has ofendido
groseramente no aprobando una resolución mía, y como la vida me es imposible a tu
lado, me marcho de tu casa, me separo de ti.
CRUZ.- ¿Te vas?... Bien... Ya entiendo...
VICTORIA.- Así se convino. No hay más que hablar. No hablemos más. Me retiro al
lado de mi padre.
CRUZ.- (estallando de cólera.) Esto es una intriga, fraguada entre mi mujer y estos
aristócratas arruinados. (Por Daniel, con desprecio.) ¡Complot infame contra mi
propiedad y contra mi honor!... Ya lo veo. (A Victoria.) No te defiendas... Y usted,
hipócrita; usted que, con la máscara de religión, se acerca traidoramente a mi
hogar para meter en él la discordia y el escándalo...
VICTORIA.- (cortándole la palabra.) ¡Calla, no ofendas a quien no puede
responderte con el mismo lenguaje!
DANIEL.- Que diga lo que quiera.
CRUZ.- Digo que usted y su madre se han propuesto deshonrarme, ya que
arruinarme no pueden. Fácilmente engañan con su mojigatería a estos desdichados, pero
a mí no. ¡Raza famélica, carcoma de la sociedad...!
DANIEL.- (conteniéndose con gran esfuerzo.) Me insulta usted por que sabe que mi
religión, aunque todavía no me liga con votos solemnes, me prohíbe contestar a sus
injurias con otras.
CRUZ.- (en el colmo del furor.) Pues pídele a tu religión permiso para que yo pueda
arrojarte por esa ventana. (Da un paso hacia él. Victoria le detiene.)
DANIEL.- Su villanía, por grande que sea, no me hará olvidar...
CRUZ.- (con escarnio despreciativo.) ¡Clérigo... vete de mi casa!
DANIEL.- (sin poderse contener, estallando en ira rabiosa.) Clérigo, no... ¡Tan
hombre como tú...! Y ahora mismo... (Coge el hacha que está sobre la mesa.) ¡Infernal
monstruo, entrega tu vida miserable!... Quiero beber tu sangre, y con ella no aplacarás el
odio que te tengo. (Abalánzase hacia Cruz, blandiendo el hacha. Victoria le detiene,
sujetándole con sus brazos.)
VICTORIA.- ¡Daniel, por Jesús vivo...!
CRUZ.- (esperando a pie firme.) Ven; te espero. (Daniel deja caer el brazo, Victoria
forcejea con él y consigue quitarle el hacha.)
VICTORIA.- Márchate... pronto...
DANIEL.- (trastornado, vuelve a enfurecerse y trata de avanzar nuevamente hacia
Cruz sin arma.) Quiero matarle, pisotearle el alma... o que me mate a mí.
VICTORIA.- Vuelve en ti.
DANIEL.- (pasándose la mano por los ojos, como despertando de una pesadilla.)
¡Ah! ¿Qué es esto?
CRUZ.- Déjamele... (Avanzando hacia Daniel. Victoria se interpone para evitar el
choque, y empuja a Daniel hacia la escalera.)
VICTORIA.- Vete... (a Cruz.) Atrás... (Le domina con la mirada. Daniel vacila,
quiere retroceder. Al fin se va, tras breve y sorda lucha.)
CRUZ.- (con violencia.) ¡Tú tienes la culpa... tú!
VICTORIA.- (con dignidad.) Basta... Estoy demás aquí. (Huye hacia la escalera.
Cruz va tras ella; detiénese perplejo al ver entrar a Moncada.)

Escena XIX
VICTORIA, CRUZ, GABRIELA, que entra por la izquierda, alarmada; por la
derecha, DOÑA EULALIA, MONCADA.
GABRIELA.- ¿Qué ocurre?... ¡Victoria...!
MONCADA.- ¡José María!
VICTORIA.- No ha pasado nada, nada... (Mirando a su marido con terror.)
CRUZ.- (reconcentrando su cólera.) Nada, que mi mujer, la loca de la casa, curada
por mí, recae en su dolencia y quiere abandonarme.
VICTORIA.- (corriendo al lado de su padre.) Sí, sí.
EULALIA.- (abrazándola.) ¡Pobre víctima, qué a tiempo llego para salvarte!
MONCADA.- Vámonos. (Mirando con recelo y disgusto a Cruz y a Victoria.)
VICTORIA.- Vamos. (Gabriela se une al grupo, y salen todos por la derecha.)
CRUZ.- (que al verles salir da algunos pasos hacia ellos, y retrocede apretando los
puños.) ¡Se va...! ¡De verdad se va! (Después de dar vueltas por la escena, como
atontado, mira por los cristales de la derecha.) ¡Y el clérigo delante...! Parece que guía
sus pasos... que le marca el camino... (Volviendo al proscenio, poseído de furor.)
Y la dejé partir. ¡Y no maté al clérigo!... ¡No me conozco! ¿Dónde está mi carácter,
dónde mi arrogancia fiera?... Es que esa maldita santa me ha embrujado, me ha estafado
mi personalidad... (Rabioso.) Juro por la Cruz de mi nombre, que la recobraré.


Acto cuarto

Sala baja en el Hospital y Casa de Maternidad de Santa Madrona, de construcción
ojival.-A la derecha, la entrada de la iglesia, con escalinata de cuatro o cinco peldaños.-
En el lienzo del fondo, a la izquierda, rompimiento de arco ojival que da paso al
claustro, del cual se ve una parte.-A la derecha, frente al espectador, puerta pequeña de
una estancia, en la cual se verá, cuando se indique, mesa puesta como para un refresco.-
A la izquierda, dos puertas: una de ellas conduce a las cocinas y dependencias del
establecimiento, las cuales se supone están en el sótano.-Mesa y sillas.-Es de día.-Antes
de alzarse el telón, óyese música de órgano, que continúa durante la escena primera.

Escena primera
JORDANA, de frac; dos HERMANAS DE LA CARIDAD; después LA MARQUESA
HERMANA a.- Todo está dispuesto.
JORDANA.- No olvidar los ramos para las señoras. Cuidadito con el servicio del
buffet. ¿Han traído el champagne y los licores?
HERMANA a.- Sí, señor. (Retíranse, y Jordana las llama.)
JORDANA.- Ya saben que a los chicos se les da una merienda...
HERMANA a.- Y un extraordinario a los convalecientes.
JORDANA.- Justo.
HERMANA a.- Nada faltará, Sr. D. Manuel. Esté tranquilo. (Vanse las Hermanas.)
LA MARQUESA.- (entrando presurosa e inquieta, como buscando a alguien.)
¡Ah!... Jordana. ¿Ha visto usted a mi hijo?
JORDANA.- ¿Daniel? Sí; en la iglesia entró hace un momento... ¡Pero qué pronto
han venido ustedes! Esto se llama puntualidad.
LA MARQUESA.- Se llama anticipación. Yo suelo anticiparme para coger un buen
puesto.
JORDANA.- Usted lo tiene siempre. Dispénseme, señora Marquesa. Tengo que dar
órdenes... (Mirando por la puerta de la iglesia.) Ya le tiene usted ahí. (Vase Jordana
por el fondo.)


Escena II
LA MARQUESA, DANIEL, que sale de la iglesia poniéndose el sombrero. Calla el
órgano.
LA MARQUESA.- Pronto te has cansado por cierto. El hermoso ritual, que antes era
tu delicia, te aburre ya.
DANIEL.- (con desabrimiento.) Sí, me fastidia, me causa pena. No sé qué siento, ni
qué nueva crisis es esta por que pasa mi espíritu, después de la horrible escena de
anteayer en la fábrica.
LA MARQUESA.- Horrible, sí; (alarmada) pero sin consecuencias.
DANIEL.- Salvo la gran enseñanza que me ha traído. (Asombro de la Marquesa.) Sí;
aquel arrebato, en que a punto estuve de cometer un homicidio, ha sido para mí
revelación del mayor engaño de mi existencia. Te lo diré más claro. Yo creía sujetas y
para siempre vencidas mis pasiones; creíme llamado a una vida pura y a la gloriosa
obscuridad del estado eclesiástico... ¡Mentira, farsa! Un instante de cólera ciega
destruyó la ilusión en que por tantos meses he vivido. Fue como el despertar de un
estúpido sonambulismo. Aquel sacudimiento me hizo volver en mí; y al resquebrajarme,
como la tierra después de un terremoto, salieron otra vez las pasiones, los deseos
desordenados, todo mi ser antiguo... Claramente veo ya que mi religioso entusiasmo era
un artificio del espíritu para engañarse a sí propio... transformación mágica de mi
idolatría por esa mujer; idolatría que no disminuye, más bien aumenta, al dejar de
creerla celestial.
LA MARQUESA.- (asustada.) ¡Hijo mío, por Dios!... Desecha esas ideas...
DANIEL.- En fin, mamá, ya no seré religioso. Me lo impide este nidal de serpientes
que en mí he descubierto, que ya me invaden, me cogen por aquí y por allá. Están
hambrientas, y en un instante se han comido todo el misticismo que encontraron dentro
de mí.
LA MARQUESA.- Pues mejor. Sosiégate. (Acariciándole.) ¡Daniel, hijo mío!...
DANIEL.- (con efusión.) Madre querida, necesito revelarte todo lo que siento,
todo, todo, hasta lo más horrible. ¿A quién sino a ti puedo y debo descubrirme por
entero?
LA MARQUESA.- Sí, dímelo todo. Yo te consolaré.
DANIEL.- La salida de Victoria de la casa conyugal me trae un nuevo sacudimiento,
un nuevo trastorno. ¡Increíbles fases de la pasión en nuestra alma, según se nos va
presentando la persona que la inspira! ¿Ella religiosa?, yo también. ¿Ella casada?, yo
demente... y por fin...
LA MARQUESA.- (asustada.) ¿Qué quieres decir?
DANIEL.- Que al verla huir de su tirano pensé que me amaba; creí que me sería fácil
arrastrarla a la infidelidad...
LA MARQUESA.- (horrorizada.) ¡Hijo mio, tú, tú, tan piadoso... tan bueno...!
DANIEL.- (con exaltación.) ¿Piadoso yo? ¡Vana, ridícula ilusión! Con ella, con
Victoria... me gustaría el Infierno.
LA MARQUESA.- Calla... Temo por tu razón...
DANIEL.- Satanás entró en mí... Aquí, aquí le tengo. Si Victoria confirmase con una
palabra el ansia que me devora, huiría con ella al último confín del mundo.
LA MARQUESA.- ¿Y me abandonarías? ¿Abandonarías a tu madre?
DANIEL.- (después de vacilar.) Sí... ya ves cómo no te oculto nada, ni lo más
indigno.
LA MARQUESA.- (llorando.) ¡Increíble ingratitud!
DANIEL.- (abrazándola cariñosamente.) No, no temas. Ya no hay peligro.
LA MARQUESA.- ¿Por qué?
DANIEL.- Porque esa palabra, que a las mayores locuras me lanzaría... Victoria no
la ha pronunciado (con profunda amargura) ¡ni la pronunciará! Acerqueme a ella ayer,
muerto de ansiedad. Su mirada, el timbre de su voz, sus palabras terminantes me
revelaron los sentimientos que le inspiro... Nada; una afabilidad compasiva que me dejó
helado, yerto... arrancándome hasta la última esperanza. Ni por el camino del
bien, ni por el del mal, ni por Dios, ni por Satán, será mía esa mujer... Y esta firme
persuasión me convierte en un ser mecánico... Un resto de razón me dice que debo vivir,
y volver a la vida seglar y ordinaria, al trabajo y a las obligaciones.
LA MARQUESA.- Eso... eso... ¡Gracias a Dios!... Victoria no te ama. Es casada y
virtuosa. No pienses en ella, no te dejes tentar del Demonio maldito.
DANIEL.- (con profunda tristeza.) ¡Ay! Si no te hubiera tenido presente en mi alma,
ayer, después de la entrevista con Victoria, me habría quitado la vida.
LA MARQUESA.- (abrazándole conmovida.) No digas tal... ¡Ay, me matas!
DANIEL.- No temas... Debo vivir para ti, madre querida... Verás, verás cómo me
porto. En un par de años de bufete ganaré lo bastante para comprarte una finquita mejor
que el Clot.
LA MARQUESA.- (con amargura.) ¡Ay, no me recuerdes el bien perdido!
DANIEL.- (exaltándose.) ¡Vil, execrable usurero, publicano infame!
LA MARQUESA.- (calmándole.) No le nombres... calla. Víctimas inocentes,
condenamos al olvido a nuestro verdugo.
DANIEL.- No puedo olvidarle, no puedo. Es mi pesadilla, mi idea dominante.
Amarga savia de mi existencia, es el odio que le tengo... Y si me tropiezo con él otra
vez, si me provoca, aunque sólo sea con su mirar insolente, soy hombre perdido.
LA MARQUESA.- Por Dios, no me asustes... Mira, hijo; conviene que nos
volvamos pronto a Barcelona...
DANIEL.- ¡Oh!, sí, mañana...
LA MARQUESA.- Esta tarde misma... ¿Quieres?
DANIEL.- Sí... Sácame de este suplicio, de este peligro inmenso.

Escena III
Dichos. JORDANA
LA MARQUESA.- ¿Pero cuándo empieza esto, Jordana?
JORDANA.- Son las tres, señora.
LA MARQUESA.- ¡Qué satisfacción sentirá usted al convocar a sus amigos para
ceremonia tan bella, en este soberbio edificio...!
DANIEL.- Habrá usted perdido la esperanza de que ese sátrapa de Cruz lo termine.
JORDANA.- Las perdí; pero las he recobrado otra vez. Yo no desmayo; yo siempre
espero. (En tono confidencial.) Ya tienen ustedes noticia de la disidencia matrimonial.
LA MARQUESA.- Sí.
JORDANA.- Yo aspiro a conseguir la reconciliación.
DANIEL.- ¡Usted!...
JORDANA.- Sí; me meto a componedor y a diplomático, con la esperanza de que
mis buenos oficios se me paguen en ladrillo contante y sonante, o en sillería.
DANIEL.- ¡Ay, qué inocente!
JORDANA.- No tanto como usted cree. He descubierto que el publicano ama
locamente a su mujer... Anoche, me le encontré en un estado de locura que daba miedo.
Rugía como un tigre de malas pulgas, y toda silla en que se sentaba se partía en sin fin
de pedazos. Tiznado y sudoroso de haber andado en los hornos de la fábrica, con la
blusa hecha girones, que agrandaba clavándose las uñas en los brazos, era la estampa de
un Lucifer de la clase obrera, enviado del Infierno para traernos la nivelación social. Su
fuerza física parece duplicarse con la cólera que arde en su pecho hercúleo, y esta
mañana... a un infeliz capataz que no entendía sus órdenes, le cogió... así... y ¡zas!, al
estanque de remojo.
LA MARQUESA.- ¿Y le tiró?
JORDANA.- Como que por poco se ahoga. Hoy ha despedido a mucha gente. La
mitad de los operarios en la calle.
DANIEL.- Es un castigo del cielo ese hombre.
JORDANA.- Hoy no se oyen en la fábrica más que llantos, gemidos, imprecaciones.
Parece aquello el cautiverio de Babilonia.
UNA HERMANA DE LA CARIDAD.- (entrando por la puerta pequeña del fondo.
Esta queda abierta, y por ella se ve mesa puesta como para un refresco.) Don Manuel,
a ver si la mesa está a su gusto.
JORDANA.- Voy en seguida. (Vase la Hermana de la Caridad.)


Escena IV
Dichos. MONCADA, que entra por el claustro; después DOÑA EULALIA y JAIME
MONCADA.- Ya estamos aquí.
JORDANA.- ¿Y Victoria?
MONCADA.- Con las señoras de Fiol, visitando la sala de Expósitos.
JORDANA.- Corro allá.
MONCADA.- (deteniéndole amistosamente.) Una palabra... (Hablan aparte.)
EULALIA.- (con Jaime por el claustro.) Esto va largo.
JAIME.- Hay bateo para toda la tarde.
EULALIA.- Y a mis sobrinos les da por visitar ahora la sala de incluseros. No me
divierten los chiquillos, ni aun aquellos que no tienen quien les haga mimosos.
LA MARQUESA.- (saludándola.) Eulalia, felices...
EULALIA.- (estrechando la mano a la Marquesa y a Daniel.) Me han dicho que
este demonio de Jordana ha decorado la iglesia con una magnificencia asiática.
LA MARQUESA.- Entremos a verla. (A Daniel.) Ven tú también. No quiero que te
separes de mí.
JAIME.- Yo lo doy por visto.
EULALIA.- (queriendo llevarle.) ¿Qué dice el incrédulo, qué dice la Materia?
JAIME.- Que está siempre a disposición del Espíritu. (Le da el brazo. Los cuatro
entran en la iglesia.)

Escena V
MONCADA, JORDANA
MONCADA.- ¡Cuánto me alegraría de que sus negociaciones, amigo Jordana,
tuvieran un éxito feliz! Francamente, esa separación no me gusta.
JORDANA.- Ante todo, Cruz quiere tener una entrevista con usted.
MONCADA.- Pues cuando guste. ¿Debo ir allá?
JORDANA.- Quizás puedan verse aquí. Rechazó con malos modos mi invitación...
Pero me puse tan pesado y tan fastidioso, que al fin pude arrancarle la promesa de venir,
por supuesto, dándole las seguridades de que no habrá himno, ni memorial presentado
por las señoras, ni discurso mío, ni nada de lo que él llama mojiganga.
MONCADA.- Dudo que venga, a pesar de ese cambio en el programa.
JORDANA.- Por si acaso, iré a buscarle. (Mirando su reloj.) No; ya no puedo. Daré
el encargo a mi primo.

Escena VI
Dichos. VICTORIA, una HERMANA DE LA CARIDAD, que entran por el claustro.
JORDANA.- (a su encuentro.) ¡Ah, señora!...
VICTORIA.- ¿No está aquí Gabriela?
MONCADA.- ¿Pero no fuisteis juntas a ver a los expósitos?
VICTORIA.- Sí; pero allí se nos unieron las de Fiol. Pasamos de sala en sala. Unas
bajaban, otras subían. Yo me perdí. Pareciome que Gabriela había bajado al refectorio.
JORDANA.- Ya parecerá...
VICTORIA.- Sor Agustina ha sido tan amable, que además de acompañarme por el
laberinto de pasillos y escaleras, me ha informado de varias cosas que necesito saber.
LA HERMANA.- De ropa de cama y envolturas para los niños no estamos bien.
¿Verdad, D. Manuel?
JORDANA.- Lo mejor será que se le dé nota exacta de lo que tenemos en el
guardarropa () , de las pensiones de lactancia, del coste anual de cada chiquillo...
VICTORIA.- Eso es. Ya me enterarán de todo cuando estemos más despacio.
LA HERMANA.- Pues con su permiso... (Saluda y se retira.)
JORDANA.- Con que... Inspeccionemos el buffet.

Escena VII
VICTORIA, MONCADA
VICTORIA.- (sentándose.) Cansada estoy de veras...
MONCADA.- (observando que Victoria se lleva la mano a los ojos, mareada.)
¿Pero qué tienes?... ¿Te sientes mal?
VICTORIA.- No; se me va la cabeza... Me marea tanto subir y bajar escaleras.
MONCADA.- Tú no estás bien. No te has repuesto aún del disgustazo del otro día...
VICTORIA.- Ya descansaré. Anoche no pude pegar los ojos. Pensaba en el pataleo
del pobre animal al encontrarse solo. Además, no se apartan de mi pensamiento las
atrocidades que hará separado de mí.
MONCADA.- Me ha contado Jordana que anoche, sentado a la mesa sin probar
bocado, su cara tétrica daba compasión.
VICTORIA.- Echaría de menos nuestra conversación amenísima: «Victoria,
¿apuntaste la partida de los moldes?... Sí, hijo...». «Que no se te olvide la rebaja que
hemos hecho en los jornales de máquina». Luego hablamos de si el carbón que nos da
Rius es peor o mejor que el que nos daba la Compañía Hullera, o del tiempo
favorable o adverso para las cochuras. ¡Ya ves qué cosas tan divertidas! Pero estas
vulgaridades crían costumbre; y en el molde de la costumbre nos vaciamos y nos
endurecemos.
MONCADA.- (suspirando con profunda pena.) (¡Pobre hija de mi alma! ¡Y por mí
tomó tan pesada Cruz!) Háblame con absoluta sinceridad. ¿Deseas que sea definitiva la
separación?
VICTORIA.- Te hablaré como a mi confesor. En los primeros momentos, la
separación pareciome un bien. Pasados dos días, ya no me lo parece.
MONCADA.- ¿Volverías?...
VICTORIA.- (después de vacilar.) Sí... La vida con Pepet es árida, trabajosa; pero es
vida. Es un batallar constante, aunque sin ruido... Soy yo muy guerrera. Peleo, caigo,
me levanto, recibo crueles heridas, me las curo con mi bálsamo de Fierabrás, y otra vez
a luchar con el gigante.
MONCADA.- (Su grande espíritu la salva.)
VICTORIA.- Y te diré más. Hasta que me separé de él no he conocido que hay algo
que hacia él me impele. Atracción misteriosa que no comprenderás quizás.
MONCADA.- Sí que la comprendo. Y él, por su parte, tampoco se aviene con la
soledad. Es que hay seres que no pueden vivir sin tener alguien a quien atormentar.
VICTORIA.- Y los hay también que no pueden vivir sin ser atormentados.
(Confusa.) No sé lo que es esto, y te aseguro que no lo entiendo bien... Pero las cosas
muy claras y muy resabidas son para los tontos. Del misterio de las conciencias se
alimentan las almas superiores.
MONCADA.- Lo que yo veo, hija de mi alma, es que por ley de costumbre, por el
trato, por la sugestión misma del deber, que en ti puede tanto, le has tomado cariño a la
fiera.
VICTORIA.- Quizás...
MONCADA.- Cuando aceptaste su mano, mejor dicho, cuando se la pediste tú, en
un rapto de exaltación religiosa, por salvarme, creíste afrontar una vida horrenda
de sacrificios y mortificaciones crueles. Luego, ha resultado que no es tanto como
creías, que aunque no tiene caridad, y mira al prójimo como enemigo, a ti te guarda
consideración y respeto.
VICTORIA.- Cierto. Y he venido a pensar que Dios no quiere que yo sea mártir, que
fue una chiquillada pensar en tormentos horribles, y que mi destino es una vida pacífica
y monótona, labrando sin cesar aquel campo estéril para obtener de él, poquito a poco,
frutos de piedad, y hacer algún bien a los que me rodean. Mis aspiraciones se achican;
pero son quizás más prácticas...
MONCADA.- En fin, que por una causa o por otra, la separación te disgusta.
VICTORIA.- (levantándose.) Y aún no conoces todas las razones que me mandan
volver allá.
MONCADA.- (sorprendido.) ¡Otras razones! Dímelas.
VICTORIA.- (con cierta cortedad.) No... ahora no... (No me atrevo... Gabriela ha
quedado en decírselo.)

Escena VIII
Dichos. GABRIELA y UNA SEÑORA, que aparecen por una de las puertas de la
izquierda. Poco después JAIME y DANIEL, por la derecha.
GABRIELA.- (en la puerta.) ¿Pero dónde te metes? Buscándote hace media hora.
VICTORIA.- Pero si os perdisteis... Digo, me perdí yo.
GABRIELA.- Hija, no has visto la cocina... ¡Ay, qué cocina!
LA SEÑORA.- ¡Y qué despensa! No ha visto usted cosa igual. (Avanzan las dos en
la escena.)
GABRIELA.- Ven, ven.
MONCADA.- Está fatigada. Dejadla.
VICTORIA.- Irá si hay tiempo.
LA SEÑORA.- Venga usted. Es una maravilla de orden y limpieza.
GABRIELA.- (señalando a la puerta.) Por esta escalera bajamos en un momento.
(Llévase a Victoria.)
LA SEÑORA.- Usted también, D. Juan. (Aparece en la puerta una Hermana con
mandil.)
MONCADA.- ¿Yo también?... Vamos allá. (Aparecen Daniel y Jaime en la puerta
de la iglesia.) Jóvenes, ¿no quieren ustedes admirar las grandiosas cocinas?
JAIME.- No, señor, las admiraremos sin verlas... cuando nos sirvan el rancho.
MONCADA.- Abur. (Vase con la Señora por la izquierda.)
JAIME.- ¿Sabes que me da en la nariz olorcillo de guisote?
DANIEL.- De componenda quieres decir. Jordana es un buen repostero y prepara el
pastel.
JAIME.- ¿Qué piensas tú? ¿Tienes la reconciliación por imposible?
DANIEL.- No. Triunfarán las leyes, la moral...
JAIME.- ¡Las leyes, la moral, la religión!... Todo este conjunto artificioso es el
soberano constitucional, que reina y no gobierna. Quien manda de verdad es la
Naturaleza.
DANIEL.- Tienes razón. Pero la Naturaleza paréceme a mí que ha perdido también
los papeles, ¡y hace cada disparate...! En fin, declaro que me aburro aquí
soberanamente.
JAIME.- Yo también. Pero no puedo marcharme. Esposo amante, no sé vivir
separado de mi cara mitad, y corro tras ella. (Dirígese a la puerta de la izquierda.)
DANIEL.- ¿Dónde estará mi madre? (Como espantado de verse solo.) No puedo
estar solo... ¡Me tengo miedo! (Al dirigirse al claustro, ve a Cruz y Jordana que llegan
despacio, el segundo como enseñando al primero el edificio.) ¡Ah!, ¡el monstruo!... Ya
no me voy.

Escena IX
DANIEL, CRUZ, JORDANA; después una HERMANA DE LA CARIDAD.
JORDANA.- (asustado.) (¡Daniel aquí!)
CRUZ.- (¡El clérigo!) (A Jordana con desabrimiento.) Y en fin, ¿para que me trae
usted aquí? (Daniel y Cruz se miran con rencor.)
JORDANA.- Señores, yo les ruego... Por Dios, tengan presente la santidad del
lugar...
DANIEL.- (La presencia de ese hombre me vuelve al estado de condenación... ¡Oh!,
¿dónde está mi madre? No viéndola, el odio me enardece, mi razón se nubla... Yo
quiero matar a ese hombre, o que él me mate a mí.)
JORDANA.- (como queriendo llevarse a Daniel.) Querido Marqués...
DANIEL.- Déjeme.
JORDANA.- (a Cruz.) Yo creo que con una la explicación...
CRUZ.- (rechazándole con sequedad.) ¿Qué sabe usted?
LA HERMANA.- (que entra presurosa por el claustro.) Don Manuel, don Manuel,
el prior de San Francisco, y seis padres... Dirígense a la iglesia.
JORDANA.- (muy apurado.) Avise usted... ¿Ha llegado mi familia?... ¿El niño...?
LA HERMANA.- Arriba están, en el cuarto de la Superiora. (Vase la Hermana.)
JORDANA.- (inquietísimo, sin saber a dónde acudir primero.) Abajo, la madrina...
los de casa, arriba... los frailes, por allá... los convidados, en completa dispersión... el
buffet, sin arreglar... estos, con gana de pelea... (Óyese repique de campanas.) El prior
entra... ¡A dónde acudir! (Mirando a Cruz y a Daniel.) ¿Y a mí qué? Mátense en buen
hora. (Entra presuroso en la iglesia. Cesa el toque de campanas.)

Escena X
CRUZ, DANIEL
DANIEL.- Señor Cruz, la casualidad ha vuelto a reunirnos. ¿Quiere usted que
resolvamos nuestra querella por la forma usual del duelo?
CRUZ.- ¡Estúpida forma la del duelo!
DANIEL.- ¿Pues cuál?... ¿Hay otra?
CRUZ.- Sí; si le encuentro a usted en las inmediaciones de mi casa, le mato...
DANIEL.- Pues iré prevenido, y bien podría suceder que le matase yo a usted. No,
señor Cruz, eso es un duelo a estilo de salvajes...
CRUZ.- (después de recapacitar.) Pues corriente. Batámonos a estilo civilizado.
DANIEL.- Bien.
CRUZ.- Elija usted armas.
DANIEL.- Elíjalas usted. Yo no manejo ninguna. Lo mismo me da, pues siendo
usted tan diestro en todas ellas, es seguro que me matará.
CRUZ.- Así lo creo.
DANIEL.- De modo que iré al duelo como víctima indudable; voy al asesinato,
mejor dicho.
CRUZ.- Y lo dice tan fresco.
DANIEL.- Sí, porque deseo morir.
CRUZ.- (flemático.) Pues entonces, ¿a qué ese duelo, que vuelvo a llamar estúpido?
Porque seguramente he de matarle yo, exponiéndome a andar en líos con la justicia. Si
de veras apetece la muerte, lo más lógico y llano es que se mate usted. ¡Me parece...!
DANIEL.- (con efusión ardiente.) La deseo... sí... No puedo vivir.
CRUZ.- Pues nada más sencillo. Váyase usted por casa. Yo lo doy, digo, le presto un
rifle, segurísimo, arma admirable, con la cual da usted el salto al otro mundo casi sin
sentirlo.
DANIEL.- Acepto.
CRUZ.- ¿De veras?
DANIEL.- Sí; nada me interesa de la eternidad para acá.
CRUZ.- ¿Nada? Usted ama. Quizás es amado.
DANIEL.- ¡Oh, no! ¡Extraña cosa que yo tenga que declarar ante mi enemigo que no
soy amado, y que este horrible vacío de mi vida obra es del despecho!... ¿A qué más
explicaciones? Debo perecer... Me llama el abismo. En su fondo veo el descanso.
CRUZ.- Pues... bueno. Quedamos en que va usted por el rifle... Créalo, para mí es
muy cómodo desembarazarme con tanta sencillez de la persona que más me carga en el
mundo... Pero explíqueme usted mejor... (interesándose gradualmente en las
manifestaciones de Daniel) los motivos de su desesperación.
DANIEL.- Mi vida... toda equivocaciones. ¿En dónde está la lógica? Para mí hace
tiempo que no existe. Persigo fantasmas que se desvanecen cuando los toco. Amé a
Victoria, que me abandonó para vestir el hábito monjil.
CRUZ.- Y la pasión que sentía por ella se le torció, como el vino de mala calidad,
convirtiéndose en santurronería.
DANIEL.- En fe. Caigo en este lazo que me tendía mi perverso destino, y cuando me
creo salvado, Victoria se pasa al enemigo.
CRUZ.- Ya...
DANIEL.- Pero aún me defiendo con la idea mística... Llega por fin un día en que la
cólera sacude mi ser. Se desvanece aquel artificio en que yo vivía... Siéntome hombre...
Abandona Victoria la casa conyugal... El demonio me tienta... Mi conciencia desconoce
la rectitud... La maldad me atrae; me ilusiona el delito. Propongo... encuentro en esa
mujer una indiferencia glacial... Ni antes me valió el bien, ni el mal ahora me vale.
Estoy perdido, no sé lo que es esperanza. Ya lo ve usted, no puedo ni quiero vivir...
(Con desesperación.) Deme usted esa arma... pero al instante... (Queriendo llevarle.)
CRUZ.- (le coge fuertemente por la muñeca.) No.
DANIEL.- Suélteme usted.
CRUZ.- No quiero.
DANIEL.- ¿No desea mi muerte? ¿No me aborrece, como yo a usted?
CRUZ.- Ya no.
DANIEL.- ¿De veras?
CRUZ.- (con calma.) No, porque ya no tengo celos. Usted me los quita.
DANIEL.- ¿Yo?
CRUZ.- Sí... Y se han extinguido de golpe en mí las ganas de matarle.
DANIEL.- ¿Por qué?
CRUZ.- Porque veo bien claro que mi mujer no le ama a usted, que nunca le amó.
Así me lo había dicho, y lo creí. Después dudé... Pero usted me ha librado en un instante
del suplicio de la duda.
DANIEL.- (como lelo.) ¡Yo...!
CRUZ.- Porque si mi mujer le amase, aunque fuera con el pensamiento, usted lo
conocería... eso se conoce siempre... y conociéndolo, usted no se entregaría a la
desesperación, ni pensaría en matarse.
DANIEL.- (con profunda tristeza.) Cierto, sí.
CRUZ.- Soy muy rudo, pero a manejar bien la lógica no me gana nadie. (Daniel,
abrumado, se sienta, sosteniendo la cabeza con ambas manos.) Y ahora, ni acepto el
duelo a que antes me provocaba, ni le dejo matarse, ni le presto el rifle.
DANIEL.- (con rabia sorda.) (¡Me perdona la vida!)
CRUZ.- Y ya no me falta más que proponer las paces a mi mujer.
DANIEL.- (con súbito arranque de ira.) Pues ahora insisto en que nos batamos, sí.
No soy tan torpe, no, en el manejo de las armas... ¡Quién sabe!... el demonio que llevo
dentro moverá mi brazo.
CRUZ.- (con calma desdeñosa.) Reverendo joven, no me bato.
DANIEL.- Le obligaré, injuriándole públicamente.
CRUZ.- Que no, y que no.
DANIEL.- Pasará usted por un cobarde.
CRUZ.- Como sé que no lo soy, no me importa que lo digan.
DANIEL.- (frenético.) De modo que no hay manera de romperse la crisma con
usted...
CRUZ.- Cuando yo no quiero, no... No le queda a usted más recurso que el suicidio,
y yo me permito aconsejarle que no haga la tontería de marchar tan pronto al otro
barrio. ¡Flojillo susto para su mamá!
DANIEL.- Mi madre no necesita de mí.
CRUZ.- Es pobre.
DANIEL.- Usted ha devorado los últimos restos de su fortuna.
CRUZ.- Mejor. Admirable ocasión para que usted trabaje. Soy el instrumento de la
Providencia, el Dios destructor... Destruyo para que los demás tengan suelo y materiales
para edificar...
DANIEL.- (perplejo.) (¿Qué dice?)
CRUZ.- Que vuelva usted a la vida ordinaria, que trabaje.
DANIEL.- ¡Vivir, trabajar! ¿Qué significa eso?
CRUZ.- Váyase usted a América... Le daré cartas de recomendación.
DANIEL.- (con asombro, como vislumbrando una solución.) ¡Ah!
CRUZ.- ¿Qué? ¿No lo parece mal?
DANIEL.- (desalentado.) (Me protege, me humilla... Esto es imposible.)
CRUZ.- América digo. La ausencia suele ser buen médico, como el tiempo.
DANIEL.- (absorto, la mirada perdida en el espacio.) ¡América...!
CRUZ.- ¿Qué tal la idea?
DANIEL.- (apartándose de Cruz como temeroso.) (Temo que su horrible lógica me
conquiste.)
CRUZ.- ¿Qué resuelve?
DANIEL.- Déjeme usted.
CRUZ.- ¿Insiste en matarse?
DANIEL.- Sí... no... no sé... Resueltamente, no.
CRUZ.- Me alegro... ¿Y se va...?
DANIEL.- No sé... (Lleno de confusión, fluctuando entre sentimientos
contradictorios.) Déjeme... Iré... No, no; no sé... De usted no acepto nada. Iría... sin
duda me conviene... Podré vivir, curarme... Mi madre... ¡Cabeza, no te me escapes!
(Oprimiéndola con ambas manos.) Razón, ¿dónde estás?
CRUZ.- (con calma.) Usted lo pensará...
DANIEL.- Lo pensaré... quiero estar solo.
CRUZ.- Y me agradecerá el consejo...
DANIEL.- ¡Agradecer! (Mirando fijamente, con estupor y recelo.) No me queda
duda: es el demonio, el espíritu tentador, astuto, sabio, fuerte, lógico... ¿Pero cómo,
Dios mío, me sugiere la idea salvadora?... Porque sí... me salvaré... América, vida... el
mar... tierras lejanas, sí, sí... Lo pensaré: hay que pensarlo. (Cruz le mira. Daniel,
temiendo su mirada, que le fascina, se va alejando, hasta que se arranca a la influencia
sugestiva de Cruz, y sale precipitadamente.)
CRUZ.- (solo.) Aceptará la idea. La lógica es lógica.

Escena XI
CRUZ; VICTORIA, GABRIELA, MONCADA, JORDANA, JAIME, DOÑA
EULALIA, LA MARQUESA, SEÑORAS y CABALLEROS, que entran por el
claustro, entre ellos, ceremoniosamente, una mujer vestida al uso del país con un niño
en brazos, envuelto en ricas mantillas y capa de bautizo. Siguen las HERMANAS DE
LA CARIDAD, un MONAGUILLO. Suena el órgano.
CRUZ.- (retirándose a la izquierda del proscenio, como para dejar pasar la
comitiva, huyendo del compromiso de unirse a ella.) ¡Para qué me traerá Jordana a estas
mojigangas! Mi salvajismo se subleva... (Reparando en Victoria.) ¡Mi mujer! Guapa
está en verdad.
EULALIA.- (avanzando hacia Cruz y mirándole de arriba abajo, con desprecio.
Márquese bien el aparte, guardando la distancia que el mismo aparte exige.) (Hombre
sin corazón, enemigo de Cristo, Judas que le vendes, sayón que le azotas, ¿qué buscas
aquí?) (Cruz parece entender por la mirada las expresiones de doña Eulalia, y se vuelve
para otro lado, encontrándose frente a La Marquesa.)
LA MARQUESA.- (mirándole con rencor, también aparte, a distancia
conveniente.) (Bandido de la ley, perseguidor del débil, verdugo de los pobres: mal
cuadra aquí tu insolencia si no vienes a humillarte y a renegar del Diablo a quien
adoras.) (Vuélvese Cruz para el otro lado y ve a Gabriela.)
GABRIELA.- (aparte.) (¡Que Dios te confunda, monstruo, y aumente tus riquezas,
hasta hacerlas tan grandes como la mar, para que en ellas naufragues y te ahogues!)
CRUZ.- (aparte, también, con ira y desprecio.) (Furibundas vienen hoy estas
pécoras. (Por las dos señoras mayores.) ¡Y esta mocosa! ¡Que modo de mirar!)
VICTORIA.- (mirando a Cruz que se ha retirado al otro extremo del proscenio y
clava en ella los ojos.) (¡Mal ceño trae mi pobre monstruo!... Descuida... La loca de la
casa está hoy muy inspirada, y te amansará. (Rodéanla las señoras y Hermanas de la
Caridad. Coge el niño de brazos de la nodriza. Dirígense a la iglesia. El órgano vuelve
a sonar, tocando una marcha religiosa. Los invitados y las Hermanas siguen a
Victoria y entran en la iglesia.)
JORDANA.- (a Cruz, indicándole que entre.) ¿Y usted no...?
CRUZ.- (displicente.) No quiero. Me quedo aquí. (Apártase Jordana algo corrido.
Pasan todos a la iglesia, menos Cruz y Moncada.)

Escena XII
CRUZ, MONCADA
CRUZ.- ¿Usted tampoco...?
MONCADA.- Luego. Tengo que decirte dos palabras.
CRUZ.- Vengan.
MONCADA.- Puesto que la separación es inevitable... yo lo siento mucho, Pepet,
cree que lo siento... ocupémonos de la cuestión legal, Me figuro que con tu mujer no has
de ser tacaño y que le reconocerás una renta decorosa. Pero hay otro asunto más grave...

CRUZ.- ¡Más grave!
MONCADA.- Podría suceder... no afirmo yo que suceda... pero bien podría
suceder...
CRUZ.- ¿Qué?
MONCADA.- Una cosa muy natural, Pepet; que tu mujer, dentro de tres, cuatro
meses, cinco a lo más...
CRUZ.- (con febril impaciencia.) ¿Qué, hombre, qué?
MONCADA.- Pues que me diera un nietecillo.
CRUZ.- Don Juan, don Juan, no juegue usted conmigo, no me busque el genio...
Mire que...
MONCADA.- Hay que prever este caso. Pepet, hay que preverlo...
CRUZ.- (inquietísimo.) ¿Pero es verdad...? (Gritando.) Victoria... que venga...
¿Dónde demonios está?
MONCADA.- Modérate, hijo, ten presente lo sagrado del sitio.
CRUZ.- ¡Estoy en mi casa!... (Como trastornado.) ¡Ah!, ¡no! Estoy en el hospital, en
este condenado asilo que ha hecho Jordana... Pero dígame usted... ¿es cierto que...? ¿Lo
ha dicho usted por broma, por ganas de atormentarme...? Don Juan, sepa usted que no
admito bromas... ni de usted ni de nadie las aguanto... Y si es verdad... ¿Pero usted no
comprende que...? ¡Un hijo, tener un hijo! Pues ¿para qué me he casado yo? ¿Por qué
trabajo, por qué soy como soy...? Don Juan (cogiéndola por las solapas) no me
contento con que Victoria me dé un hijo. Tiene que darme muchos, muchos; y a todos
les criaré en el amor de la propiedad, en la religión del tuyo y mío, en el culto sagrado
de la contabilidad, en el trabajo... y en todo lo demás que ella quiera.
MONCADA.- Difícil me parece que tengas tantos... Uno quizás...
CRUZ.- (furioso.) ¡Pues no faltaba más...! Digo que nos reconciliaremos, y tendré
muchos hijos, don Juan, aunque usted se oponga...
MONCADA.- Yo... como oponerme... no.
CRUZ.- Y realizaré el sueño de mi vida, pese a quien pese. Victoria y yo seremos
fundamento de una gallarda generación, y perpetuaré mi nombre, unido al de Moncada,
y mis hijos serán condes, duques y marqueses, y vivirán con el esplendor que a su rango
corresponde, y aumentarán las riquezas ganadas por su padre, y tendrán inmensa
propiedad, tierras sin fin, granjas, montes, valles, provincias, casas, palacios, barrios,
ciudades, y nuestra casa, nuestra firma como industriales, como comerciantes, como
banqueros, como terratenientes, como especuladores, como agiotistas... será la primera
de Barcelona, y de Cataluña, y de España, y del mundo entero.
MONCADA.- Calma, calma...
CRUZ.- Digo que no hay separación.
MONCADA.- Ella la desea.
CRUZ.- (paséase furioso por la escena.) ¡Quitarme mis hijos, privarme de mi
sucesión! (Llamando a gritos.) ¡Victoria!... ¿Pero cuándo se acaba ese endiablado
bautizo...?
MONCADA.- Por Dios, Pepet... ¡qué lenguaje...!
CRUZ.- (gritando.) Déjeme usted... ¡Victoria! Esto es un complot infame... Arrollaré
cuanto se me ponga por delante. No respeto nada, ni a usted con sus canas venerables,
ni a ella con sus remilgos de criatura santa y perfecta...
MONCADA.- La has ofendido gravemente.
CRUZ.- ¡Ceguera de un instante! Soy fácil a la duda, como a la credulidad. Así
como en los negocios no ha nacido todavía quien me engañe, en cosas de amor
fácilmente me alucino, veo lo que no existe... se me desfiguran y agrandan las cosas...
Soy así... Pero, D. Juan, yo creo en ella, creo en mi mujer, la más hermosa creación de
la Naturaleza o de quien quiera que se ocupe en crear lo que vemos... y lo que no
vemos... D. Juan, no me contradiga.
MONCADA.- No, si yo... no.
CRUZ.- (con violencia.) Porque no admito que se me contradiga en esto ni en
nada, porque yo sé más que nadie, porque estoy dispuesto a demostrar que tengo razón,
que estoy cargado de razón, que yo soy la razón misma, sí señor, la razón...
MONCADA.- (sujetándole.) Basta... Bruto, pareces un niño... Ya salen.

Escena XIII
Dichos. La comitiva del bautizo sale de la iglesia; primero las HERMANAS DE LA
CARIDAD, luego las SEÑORAS y CABALLEROS invitados, JORDANA delante.
Siguen JAIME, GABRIELA, DOÑA EULALIA, LA MARQUESA, VICTORIA, LA
NODRIZA, con el niño en brazos.
CRUZ.- (a Victoria, dirigiéndose a ella en cuanto la ve.) Tengo que hablarte.
VICTORIA.- ¿Ahora?
CRUZ.- ¡Ahora y siempre!
VICTORIA.- ¡Pero qué modos! José María... aquí, en este lugar sagrado, ¿también
escandalizas?
CRUZ.- Aquí y en todos los lugares sagrados escandalizaré siempre que se me
antoje.
VICTORIA.- ¡Oh, qué grosería! ¿Estás loco? Déjame.
CRUZ.- Repito que quiero hablarte.
VICTORIA.- Después.
CRUZ.- Ahora mismo. (Los demás personajes se fijan en la viveza de este diálogo.)
JORDANA.- (tratando de apartar la atención de todos del altercado entre Cruz y
Victoria.) Señoras y caballeros: ha llegado la hora suprema de la reparación... de
fuerzas... (Señalando al buffet, que se ve desde la escena.) Victoria, usted la primera.
VICTORIA.- Ahora voy.
EULALIA.- (a Jordana, que sigue invitando.) Yo no acostumbro tomar nada fuera
de mis horas; pero porque usted no diga...
JORDANA.- Señora Marquesa... Gabriela... (Van pasando todos a la sala del
buffet, quedando solos en escena Cruz y Victoria.)

Escena XIV
CRUZ, VICTORIA
CRUZ.- (cogiéndole una mano.) ¿Insistes de veras en la separación?
VICTORIA.- (asombrada.) ¿Ahora sales con eso?... ¿Recuerdas lo convenido?
CRUZ.- Sí.
VICTORIA.- ¿Y negarás que me sobran motivos para pedir que se cumpla la
condición estipulada?
CRUZ.- (con fiereza.) ¡Victoria!
VICTORIA.- No, no me impones miedo. Mis resoluciones, cuanto más repentinas,
más duraderas. Un chispazo de mi voluntad, que es algo tempestuosa, me arrancó a la
vida religiosa para llevarme al matrimonio. Otro chispazo me separa de ti para volverme
a la vida religiosa.
CRUZ.- (estupefacto.) ¡Otra vez!
VICTORIA.- Verás... Como no puedo estar ociosa, como mi espíritu, mi naturaleza
toda, reclaman ocupación constante, absorbente, he decidido, a instancias del amigo
Jordana, encargarme de la dirección de esta casa. Pondré en ello mis cinco sentidos,
segura... lo digo con inmodestia... segura de no hacerlo mal. Me propongo organizar con
la mayor perfección posible la parte de cuna y establecimiento de maternidad. ¡Ya ves
qué satisfacción, qué gloria para mi alma, criar santamente a esta multitud de hijitos, ser
la mamá de todos y de cada uno de ellos!
CRUZ.- (impaciente, receloso.) Mujer, tú te propones acabar con mi paciencia, y lo
conseguirás... Oye. (Queriendo asirla por un brazo.)
VICTORIA.- (apartándose.) No; perdona... Tengo que entrar un momento en el
buffet. Creerían que es desaire... (Dirigiéndose al buffet con paso ligero, a punto que
sale de él Jordana.)

Escena XV
CRUZ, JORDANA
JORDANA.- (en la puerta del buffet.) ¿Pero usted no toma nada?
CRUZ.- (con displicencia.) Gracias.
JORDANA.- Está de mal temple.
CRUZ.- (llamándole.) Dígame. ¿Es cierto que mi mujer piensa ser directora de... no
sé... vamos, de esto?
JORDANA.- Tales son sus deseos.
CRUZ.- ¿Y usted consiente...?
JORDANA.- ¿Pues no he de consentir? ¡Y a mucha honra...!
CRUZ.- ¡Jordana! (Amenazador.) Le juro a usted... Vamos, de mí no se ríe nadie; y
si esta idea de secuestrar a mi mujer llega a ser un hecho, se verá quién es José María
Cruz. Pegaré fuego a la casa, azotaré a las Hermanas... y a usted...
JORDANA.- (con dignidad, retirándose.) Señor Cruz...
CRUZ.- (procurando dominarse.) Perdone usted... No sé... Supongo que todo es
broma.
JORDANA.- No lo tengo por tal... Será directora, sí señor. Y yo tan contento. ¿Ve
usted esas habitaciones que aún no están ocupadas? (Señalando a la primera puerta de
la derecha.) Ahí se instalará.
CRUZ.- ¿Ahí? (Acercándose a la puerta.) Está bien. (Llamando.) ¡Eh...! ¿No hay
aquí criados? Que avisen a mi casa para que venga Lluch... y dos o tres mozos...
JORDANA.- ¿Pero qué hace usted?
CRUZ.- Pues mandar que me traigan aquí mi cama, mi mesa, mis libros de
contabilidad...
JORDANA.- ¿De veras?
CRUZ.- Sí, hombre, aquí me instalo también. Quiero velar por la niñez... Me
interesa extraordinariamente la generación que ha de sucedernos, los que ahora son
pequeñitos y mañana serán grandes.
JORDANA.- ¡Y usted...! (Entusiasmado.) Venga un abrazo, Sr. Cruz.
CRUZ.- (rechazándole.) No, nada de abrazos. Repito que si mi mujer viene aquí, yo
también...
JORDANA.- Bien decía yo que eso de la separación era una tontería.
CRUZ.- Claro, una tontería... Nada; cuatro palabras un tanto vivas, un talón que va y
vuelve, un hacha levantada... Tuve celos; ya no. (Recorriendo la escena excitadísimo.)
Lo diré a cuantos quieran oírlo... Que me traigan al clérigo; que me traigan a todos los
clérigos del mundo, y les diré que sus envidias de mi felicidad no llegan hasta mí...
JORDANA.- (Nunca le vi tan agitado. Carácter que se desquicia, hombre rendido...
Será nuestro al fin.) (Aparece Victoria por el buffet.) (Victoria... No estorbemos.) (Pasa
al buffet.)


Escena XVI
CRUZ, VICTORIA, comiéndose un bizcocho.
VICTORIA.- ¡Cómo me gustan hoy los bizcochos! ¡No sé cuántos me he comido!...
Y comería más.
CRUZ.- Antojadiza estás... Ea, concluyamos. No admito la separación.
VICTORIA.- (con la boca llena.) Me sorprende esa conducta después de haber
dudado de mí.
CRUZ.- ¡Dudar! ¿Y quién no duda alguna vez, y ciento y mil? Pues ¿por qué existe
la fe, sino porque existió primero su madre, la duda? Yo dudé, es cierto; pero ya creo en
ti. ¿Qué más quieres?
VICTORIA.- Quiero más, mucho más. Tu aversión al prójimo, tu crueldad, tu
codicia, tu barbarie son una barrera infranqueable que me separa de ti.
CRUZ.- ¿Pero qué pretendes? ¿Que me vuelva otro? ¿Soy acaso la Naturaleza,
soy yo quien ha hecho las cosas como son? ¿Puedo yo mudar las causas, quitar y poner
los efectos? Si soy así, ¿qué remedio hay más que tomarme o dejarme?... Tú también
tienes defectos, Victoria; al menos yo veo defectos en lo que otros ven perfecciones.
Eres demasiado religiosa, me acosas, me mareas con tu idea de la caridad, tan distinta
de las mías; me sermoneas, me contradices, me abrumas... Y sin embargo, yo me llevo
bien con tus defectos, y te quiero a pesar de ellos, y quizás por ellos... Acéptame tú a mí
con mis asperezas, como yo te acepto a ti con las tuyas... Porque si mis escamas o aletas
de dragón infernal te pinchan y raspan y cortan, a mí... el plumaje de tus alas de ángel,
también me... me punza, me roza, me hiere. (Retírase a la izquierda del proscenio,
donde está la mesa. Siéntase junto a ella en actitud reflexiva.)
VICTORIA.- (Su carácter no puede cambiar. ¿Podría acaso suavizarse un poco?...
Para conseguirlo más valdrá la astucia que la fuerza. (Observándole.) No puede vivir sin
mí... Esto ya es algo... ¿Será cierto, Dios mío, que yo tampoco puedo vivir sin él, sin esa
rudeza que me lastima, cuando trato de domarla?... Sí, es ley de vida, ley también
de educación, amar a los que corregimos.)
CRUZ.- (como asaltado de una idea.) Bueno: accedo a la separación con tal que me
libres de una duda que me atormenta. Dime si tu papá se burlaba de mí cuando me
indicó hace un rato que...
VICTORIA.- ¿Qué, hombre?
CRUZ.- Que...
VICTORIA.- Parece que estás lelo.
CRUZ.- Que quizás me darías un hijo.
VICTORIA.- (afectando indiferencia.) ¿Ya fue papá con el cuento?
CRUZ.- (vivamente.) ¡Luego... es verdad!...
VICTORIA.- No he dicho que sea verdad. Es una previsión de papá... (bromeando)
un por si acaso...
CRUZ.- ¡Victoria... basta de bromas! ¿Es cierto que...?
VICTORIA.- Siéntate...
CRUZ.- (sentándose.) Ya estoy.
VICTORIA.- Hablemos claro. (Coge una silla y se sienta a su lado. Pausa.
Expectación de Cruz.) ¿A cómo lo pagas?
CRUZ.- ¿Qué?
VICTORIA.- Eso que tanto deseas... Así hay que tratarte a ti... Al lado tuyo me he
vuelto muy mercachifle, y todo lo cotizo, como tú.
CRUZ.- (inquietísimo.) ¡Mujer... mira que...!
VICTORIA.- (obligándole a sentarse.) Quieto... Los negocios se tratan con calma y
frialdad.
CRUZ.- Pero los hijos no sé yo que se hayan cotizado nunca.
VICTORIA.- Los hijos también, sobre todo cuando los padres son como tú. A ver,
clarito, ¿cuánto das?
CRUZ.- (irritado, levantándose.) Victoria, no me vuelvas loco. Ahora sí te digo que
antes se hundirá el firmamento que consentir yo en la separación.
VICTORIA.- No podrás evitarla sino cotizándome también a mí. Vaya, hombre, me
vendo. ¿Cuánto das por mí, ahora que seguramente valgo más que antes, mucho más?
CRUZ.- No compro mercancía que me pertenece.
VICTORIA.- ¿A que sí?
CRUZ.- Bueno: pues propón tú. El que ofrece el artículo, que manifieste en cuánto
lo valora.
VICTORIA.- Pues pido... (reflexiona un instante, con expresión picaresca) pido...
Prepárate, que voy a pedir mucho...
CRUZ.- Preparado estoy.
VICTORIA.- Pues... empiezo por una pretensión muy justa de papá. La perpetuidad
por sucesión directa de la casa Cruz Moncada bien merece que reconozcas como
nominativas y pertenecientes a mi padre la quinta parte de las acciones del Banco
Industrial...
CRUZ.- (vivamente.) Concedido. (Le daré toda la broza...)
VICTORIA.- Bien.
CRUZ.- Las acciones letra D.
VICTORIA.- (vivamente.) No, no; eso no.
CRUZ.- ¿Por qué?
VICTORIA.- ¿Pero tú te has creído que yo soy tonta, o que no entiendo de
negocios?... Las acciones letra D son lo que llamas broza, porque están gravadas con el
canon de Foxá.
CRUZ.- (asombrado.) Pero...
VICTORIA.- Ándate con cuidado conmigo... Mira que a mí no hay quien me
engañe... En fin, las de letra B.
CRUZ.- (haciendo un gran esfuerzo.) Sea.
VICTORIA.- Adelante... (sonriendo.) ¡Si vieras!... Grabada tengo aquí la última
cantidad que escribí en el libro de la fábrica. ¡Tengo una memoria...! Era el saldo a tu
favor de la cuenta del último trimestre... ¡Bonita cifra! Beneficio líquido: pesetas .
con céntimos.
CRUZ.- Justo, sí.
VICTORIA.- ¡Qué hermosura de trimestre! Parece un sueño, una ilusión...
CRUZ.- Pero no lo es.
VICTORIA.- Pues... ese pico ha de ser para mí.
CRUZ.- ¿El pico? ¿Los céntimos?
VICTORIA.- No...
CRUZ.- ¡Ah, el pico de pesetas! Bien, hija mía... sí... (muy conciliador) sí.
Puedes repartirlo entre los pobres. Sí, sí... concedido. (Como sintiéndose tranquilizado.)

VICTORIA.- Siéntate. No me entiendes. Se te ha metido en la cabeza que tu mujer
es una simple, una pobre beata que no sabe más que rezar... y... El pico que quiero, que
reclamo, es el total, las mil...
CRUZ.- ¡Y a eso llamas pico! ¡Victoria! (Levántase airado.) Vaya; no concedo.
Quieres arruinarme... ¡Esto es horrible, Victoria!
VICTORIA.- Bueno, hombre, bueno. Calma: no es para alborotarse. (Levántase muy
tranquila.) Puesto que no podemos entendernos, adiós.
CRUZ.- (sujetándola por un brazo.) Aguarda... ¿Pero tú sabes...? ¡Sino hay en el
mundo pobres para limosna tan colosal! ¿Acaso piensas salir a un balcón, y arrojar el
dinero a puñados?
VICTORIA.- Venga el pico.
CRUZ.- ¡Es mucho cuento! ¿Pero qué entiendes tú por picos, desventurada?
VICTORIA.- Sé lo que digo. Si soy yo una gran hacendista, y sé más, mucho
más que tú. Llamo pico a esa cantidad, considerándola en la cuenta total de tus
ganancias. En la liquidación de Bolsa, por diferencias, a fin de mes, has ganado...
CRUZ.- (interrumpiéndola.) ¿Tú qué sabes?
VICTORIA.- Es que hay en Bolsa un pajarito que viene volando, y me lo cuenta
todo.
CRUZ.- (burlándose.) El Espíritu Santo.
VICTORIA.- Justo; el Espíritu Santo. Le vi en éxtasis, y en el pico llevaba un
papelito que decía: Pesetas ., con céntimos.
CRUZ.- (con vivísimo asombro.) ¿Sabes...?
VICTORIA.- Tonto, ¿crees que no vi la nota que te llevó Huguet el miércoles...?
CRUZ.- (corrido.) Pero quia... Tú no sabes... Si no fue tanto... ¡Qué simple eres! Si
de esa suma hay que deducir...
VICTORIA.- Lo que te ganó Fábregas... Si estoy en ello. También sé la cifra al
céntimo... Mira que te la suelto, y te confundo.
CRUZ.- No, no: basta. Bueno, mujer, maldigo tus actos infernales, o celestiales, o lo
que sean; y para que veas que soy conciliador, te doy eso que llamas pico, con tal que
cierres el tuyo, y no me pidas más.
VICTORIA.- Pero si ahora empiezo...
CRUZ.- ¿Pero más? (Aterrado dirígese al otro lado del proscenio. Síguele Victoria.)
VICTORIA.- Sí, más. Pido que cedas a los Franciscanos el terreno que creen suyo.
CRUZ.- (Vuelve al otro lado del proscenio.) No puede ser... Ea... que no.
VICTORIA.- Que sí.
CRUZ.- (deteniéndose.) Lo más, lo más que haré en obsequio tuyo es... Vamos, doy
a los frailes la mitad... ¡Ya ves...!
VICTORIA.- Todo, todo.
CRUZ.- (como deseando concluir.) Pues todo... ¡No dirás ahora...! Ya ves... Me dejo
saquear sin compasión.
VICTORIA.- ¡Sí, sí; espléndido está el mozo!
CRUZ.- Me parece que te he pagado bien...
VICTORIA.- Valgo yo mucho más. Y en prueba de que no me taso a desprecio, te
exijo que establezcas un Montepío para los obreros inutilizados...
CRUZ.- (muy conciliador.) Pues mira; yo también había pensado en eso.
VICTORIA.- Y que dotes a este hospital con diez o doce camas...
CRUZ.- También, también,
VICTORIA.- Y que edifiques dos escuelas...
CRUZ.- Una para niños y otra para... Concedido... Sí, sí... No dirás... Ya ves... Si
estoy aterrado de mi prodigalidad.
VICTORIA.- Oh, sí; eres muy pródigo...
CRUZ.- Me parece...
VICTORIA.- No, no te alabes, no te engrías. La prontitud con que has accedido a
mis deseos, me prueba que no hay en tu generosidad mérito alguno.
CRUZ.- ¿Cómo?... ¿Qué dices?
VICTORIA.- ¡Si yo te conozco! Si a mí no puedes ocultarme nada... Vas a verlo.
Anteayer, poco antes del desagradable suceso que nos separó, recibiste una carta de
Mazatlán...
CRUZ.- Sí; anunciándome la muerte del primo Ripoll...
VICTORIA.- (con picardía.) Dime, ¿y no dejó alguna cantidad para obras benéficas
en Barcelona?
CRUZ.- (absorto.) ¿Pero como sabes...?
VICTORIA.- No sé: adivino. Soy maga, sibila, profetisa... ¿No lo habías conocido
hasta ahora?
CRUZ.- (corrido.) Pues sí, ha dejado... algo sí... vamos, veinte mil duros para obras
de beneficencia.
VICTORIA.- Nombrándote su ejecutor testamentario para ese fin...
CRUZ.- Con facultades omnímodas.
VICTORIA.- Lo comprendí, lo adiviné. ¿De qué me serviría este numen, luz del
Cielo más bien, si no me sirviera para explorar el fondo de tu alma... y toda la trama
oculta de tus negocios?
CRUZ.- Pero si lo que te he concedido vale más, mucho más...
VICTORIA.- Eso... lo veríamos.
CRUZ.- (exagerando.) Muchísimo más.
VICTORIA.- Muy poco significan tus regateadas mercedes, José María. Prepárate:
tu antojadiza esposa, si por tal la quieres y la estimas, te va a dar un pellizco...
CRUZ.- (rugiendo.) Vive Dios... ¡Victoria! ¿Pero más?
VICTORIA.- Sí, más, más. Pido que concluyas las obras de este Santo Asilo.
CRUZ.- (airado, violento.) Mujer... basta... ¡Pero tú te propones dejarme en la
miseria! (Recorriendo agitadísimo la escena.) ¿Concluir esto?... ¿Estás loca? ¿Pero tu
sabes...?
VICTORIA.- Sí; conozco bien el plano.
CRUZ.- (nervioso, excitadísimo, mirando hacia el claustro.) Pues ahí es una
friolera... Falta el ala derecha... falta la iglesia definitiva... con dos torres muy grandes...
que llegan al cielo... No, no, imposible... Hija mía, no, no puede ser. Hasta aquí llegué...
Ni Cristo pasó de la Cruz, ni esta Cruz pasa de aquí.
VICTORIA.- Pues no podemos entendernos.
CRUZ.- Cierto que no hay manera de entendernos... Mejor... Porque sería mi ruina,
y... No, no...
VICTORIA.- Pues, hijo, yo no transijo.
CRUZ.- Ni yo... ni yo tampoco.
VICTORIA.- Rotas las negociaciones.
CRUZ.- Pues rotas... ea...
VICTORIA.- Separación.
CRUZ.- Pues separación... y cada cual por su lado... Pues no faltaba más.
VICTORIA.- (dándole el sombrero y señalándole la salida.) Estoy en mi casa.
Toma... por allí se sale.
CRUZ.- (toma el sombrero y luego lo deja.) Victoria... aguarda... oye... Busquemos
una transacción. Daré a Jordana una cantidad...
VICTORIA.- (con energía.) No, no; has de terminar por tu cuenta el edificio, cueste
lo que cueste.
CRUZ.- No, no, no... Yo estoy loco... Déjame... ¿Qué es esto?... Paréceme que la
armonía del mundo se trastorna... la tierra se resquebraja... el cielo se desquicia... No,
no; yo quiero ser siempre José María Cruz... Victoria, óyeme... ¿No podríamos...?
VICTORIA.- (sentándose.) ¿Qué?
CRUZ.- Encontrar un medio, una fórmula... simplificando las obras, modificando el
plano y el presupuesto...
VICTORIA.- Todo ha de ser como está proyectado...
CRUZ.- (pateando.) ¡Por vida de...! Pero, mujer, siquiera... ¿A qué esas dos torres?
Con una basta... y chiquita... y de ladrillo.
VICTORIA.- Han de ser dos, y de piedra, y grandes, grandes... y en los cimientos de
la iglesia, una cripta...
CRUZ.- ¡Una cripta!
VICTORIA.- (cariñosamente.) Sí, en la cual labraremos nuestros sepulcros, el
tuyo, el mío, y los de nuestros hijos; y cuando muy viejecitos ya, cargados de años y de
méritos, nos muramos...
CRUZ.- Nos enterrarán allí...
VICTORIA.- Sí... yo así (indicando la actitud de una estatua yacente), tú a mi lado.
CRUZ.- Eternamente juntos...
VICTORIA.- Nuestros huesos; que las almas... En el cielo estará la mía.
CRUZ.- La mía también... ¿Eh?, qué crees... Me colaré como pueda... Sobornaré a
San Pedro...
VICTORIA.- Sí: bueno estás tú para sobornar. En fin...
CRUZ.- (trastornado.) Victoria... me fascinas... me enloqueces, me... Pero no, no
puedes conquistarme, no me conquistarás...
VICTORIA.- ¿A que sí?
CRUZ.- (sentado, indicando confusión y abatimiento.) No, no.
VICTORIA.- (cariñosamente, pasándole la mano por los hombros.) Si mi monstruo
es mejor de lo que parece, y...
CRUZ.- (con abatimiento.) Eso me agrada, sí...
VICTORIA.- ¿Qué?
CRUZ.- Que me llames tú monstruo...
VICTORIA.- Mi monstruo... sí... Si aunque no quieras, mío has de ser por los siglos
de los siglos. Y ahora, has de prometerme terminar esta casa de Dios.
CRUZ.- (luchando y casi sin fuerzas ya.) Victoria, por piedad... ¡Ay, no puedo más!,
remátame de una vez...
VICTORIA.- ¿Convencido?
CRUZ.- (con desaliento.) Y anonadado... No me conozco... no sé lo que me pasa...
Mujer mía, yo te suplico, por lo que más quieras, por San Pedro y San Juan y San
Francisco, y todos los santos, que no me atormentes más... Mira que entrego el
alma...
VICTORIA.- (acariciándole.) Monstruo mío querido, cálmate...
CRUZ.- (angustiado.) Pero ¿no más...?, ¿ya no más?
VICTORIA.- Ay, quisiera poner punto final. Pero no puede ser...
CRUZ.- ¡Cómo!
VICTORIA.- Lo siento, lo siento mucho... Me duele verte padecer... Padezco yo
tanto como tú.
CRUZ.- (desesperado.) Todavía más...
VICTORIA.- Sí... no hay otro remedio. Dios me lo manda. Ya sabes que mis actos
obedecen a un impulso superior, misterioso... Yo bien quisiera no mortificarte más;
pero... tengo que darte otro pellizquito... otro, sí... será leve, suavecito... Resígnate. Ya
ves que lo siento, que me duele tanto como a ti.
CRUZ.- A ver... di... despacha pronto.
VICTORIA.- Necesito el Clot...
CRUZ.- (levantándose airado.) ¡Oh, el Clot!... Es burla... ¡Rayos y truenos...! No...
Victoria. ¡Maldita sea mi condescendencia, maldita tu terquedad! Quieres que acabemos
por pedir limosna. ¡Oh, quitarme esa hermosa finca...!
VICTORIA.- (calmándole.) Sosiegate... por Dios... Monstruo querido... dragoncito
mío... Déjame que te explique...
CRUZ.- (cae en el sillón y se golpea la cabeza.) ¡Negación de mí mismo!... No
puede ser, no
VICTORIA.- (sujetándole las manos para que no se dé golpes en el cráneo.) ¡Pero
no te pegues... pobrecito! (Le besa la cabeza.) Óyeme... Necesito esa finca, para un
regalo que tendré que hacer... ¿Sabes? Dentro de cuatro meses, día más, día menos...
CRUZ.- (alelado.) ¡Cuatro meses...!
VICTORIA.- Sí, hijo mío... Tengo que obsequiar dignamente a una persona, a una
excelente amiga mía, que en la fecha que te indico se unirá a nosotros con parentesco
espiritual... Ya comprendes.
CRUZ.- Sí, sí... comprendo... Muy bonito; soy feliz... pero a pesar de todo... no
puedo darte el Clot; yo te suplico que no me lo pidas. Tengo el proyecto de establecer
en él una gran industria, y... Te daré otra cosa... pide, saquéame, devórame, arruíname.
Pero eso, ¡ay!... eso no...
VICTORIA.- Siento mucho que no puedas... porque sin esa concesión, no volveré a
tu lado... Pobre monstruo mío, te morirás de pena sin mí... y yo... yo, ¿a qué negarlo? yo
sin ti, también... (Con emoción. Se aleja de él y se sienta.)
CRUZ.- (corriendo a su lado.) Victoria, no digas que...
VICTORIA.- Quisiera ceder, transigir; pero es imposible, ay...
CRUZ.- Considera... yo, yo, como jefe de la familia, yo, el padre, debo velar
por la propiedad, por los intereses.
VICTORIA.- (levantándose orgullosa.) ¡Ah!, no... eso es una antigualla. Dios me
ilumina, y me dice que las madres gobiernan el mundo.
CRUZ.- ¡Las madres!
VICTORIA.- (con brío.) Sí... Basta. Sométete... pero en absoluto, sin condiciones...
Silencio...
CRUZ.- Pero, por Dios, no lo digas a nadie. Guarda el secreto de mi conquista. Me
avergüenzo de la traición que hago a mi carácter.
VICTORIA.- Déjame a mí. Soy tu ángel bueno... No temas... Ea, vengan todos acá.
(Gritando.) ¡Papá, Gabriela, Florentina, Jordana!

Escena última
Dichos. MONCADA, GABRIELA, DOÑA EULALIA, LA MARQUESA, DANIEL,
JAIME, JORDANA, que entran por el buffet.
VICTORIA.- Mi marido y yo hemos resuelto terminar las obras de este gran
edificio... (Asombro en todos.)
JORDANA.- Milagro, milagro... ¡Eh!, que venga el organista... los chiquillos a
entonar el himno... Música, cohetes. (Sale disparado por el fondo.)
VICTORIA.- (aparte a Moncada.) Papá, todo conseguido... (A la Marquesa en voz
alta.) Florentina, alegrarse. El Clot volverá a ser de usted...
LA MARQUESA.- ¡Dios te bendijjjjjga! (Le abraza llorando.)
VICTORIA.- Y tú, Daniel, ya no vas a América. Abre tu bufete; mi marido y yo te
nombramos letrado de la casa.
DANIEL.- ¡Humillación!... ¡Absurdo!
CRUZ.- Pero...
VICTORIA.- Me constituyo en dictadora, lo mando y a callar todo el mundo.
MONCADA.- Eres hombre vencido y domado, Victoria hace de ti lo que quiere.

CRUZ.- Eso; no. Mientras más la quiero, más me afirmo en ser lo que soy. Es que
teniéndome, por indomable, me agradan los latigazos de la domadora. Ni yo puedo vivir
sin ella, ni ella sin mí. Que lo diga, que lo confiese.
VICTORIA.- (con arranque.) Lo confieso, sí. Eres el mal, y si el mal no existiera,
los buenos no sabríamos qué hacer... ni podríamos vivir.

FIN DE LA LOCA DE LA CASA