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13/5/15

Ibsen ROSMERSHOLM

ROSMERSHOLM
Drama en cuatro actos (1886)
Henrik Ibsen

NOTA PRELIMINAR

Publicó esta obra por primera vez el editor Hegel, de Copenhague, el 23 de noviembre de 1886, sucediendo a la edi­ción inicial otras varias antes de la de­finitiva. Desde luego se tradujo al inglés, al alemán y al francés, así como poste­riormente y de un modo paulatino a los demás idiomas.
En cuanto a su difusión escénica, se estrenó, por lo pronto, en el Teatro Noruego, de Bergen, el 17 de enero de 1887; en el Teatro de Cristianía, el 12 de abril, y en el Teatro Dramático, de Estocolmo, el 15 del mismo mes; en el Teatro Finlandés, de Helsingfors, en octubre, y en el Teatro de Dagmar, de Copenhague, el 28 de noviembre estre­nó el drama la compañía sueca de Lindberg, que lo divulgaría por toda Dina­marca a partir de aquel año. Tras de haber obtenido, si no inmediatamente, con el tiempo, un triunfo clamoroso en Noruega entera, interpretado por la gran actriz nacional Johanne Dybvad, des­empeñó el papel de Rebeca en la pro­pia Cristianía la sublime Eleonora Duse. Alemania lo llevó a diversos teatros de
Berlín y de otros puntos, y el Ibsen- Theater del doctor Heine lo dio tam­bién a conocer por toda la nación; se ha representado asimismo en Austria, Suiza, Bohemia, Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda, Italia y algún otro país después, en general, con rotundo éxito.
Aparte de las críticas de prensa a raíz de los respectivos estrenos, se han ocu­pado de esta pieza eximios escritores de todo el mundo en revistas, libros y con­ferencias. A la edad de diecisiete años, Gustav Brecher, alumno todavía en un liceo de Leipzig, compuso con el tema de Rosmersholm una sinfonía, ejecutada por Richard Strauss en un concierto del Liszt-Verein, de esa ciudad, el 23 de no­viembre de 1896.
No podían faltar las consabidas pa­rodias. Entre ellas merece especial men­ción por su ingenio una estrenada en Múnich el año 1897, donde Max Halbe añadía a la obra un quinto acto, duran­te el cual Rebeca, que se ha salvado de las aguas a nado, funda un manicomio para los personajes perturbados de lbsen.


Personajes:
Juan Rosmer, propieta­rio de Rosmersholm y ex pastor.
Rebeca West.
Rector Kroll, cuñado de Rosmer.
Ulrico Brendel.
Pedro Mortensgaard.
Señora Helseth, ama de llaves de Rosmersholm.

La acción se desarrolla en Rosmersholm, antigua mansión en los alrededores de una pequeña ciudad costera del oeste de Noruega.

ACTO PRIMERO

Salón de Rosmersholm, espacioso, acogedor y amueblado a la antigua. En primer término a la derecha, una estufa adornada con ramas frescas de abedul y flores silvestres. Más al fondo, una puerta. En el foro, la del vestí­bulo, de dos hojas. En el lateral izquierdo3 una ventana, y ante ella, una jardinera con flores y plantas. Al lado de la estufa, mesa con sofá y sillones. A lo largo de las paredes hay retra­tos antiguos y modernos de pastores, militares y funcionarios del Estado, con uniforme. La ventana está abierta, así como la puerta del vestíbulo y la de la casa. Fuera se' ve una calle de añosos árboles que conduce a la gran­ja. Tarde de verano. Se pone el sol.

Rebeca West está junto a la ventana, sentada en un sillón, trabajando en un chal de lana blanca, casi acabado. De cuando en cuando escudriña hacia afuera, entre las flores. Trans­curridos unos momentos, entra la Señora Helseth por la derecha.

SEÑORA HELSETH: ¿Será conveniente que empiece a po­ner la mesa para la cena, señorita?
REBECA: Sí, póngala usted. No tardará en lle­gar el pastor.
SEÑORA HELSETH: ¿No hay mucha corriente de aire donde está sentada la señorita?
REBECA: Sí, un poco. Haga el favor de cerrar. (La Señora Helseth cierra la puerta del vestíbulo, y luego se acerca a la ventana.)
SEÑORA HELSETH: (A punto de cerrar, mirando al exterior.) ¿No es el pastor ese que va por ahí?
REBECA: (Con precipitación.) ¿Dónde? (Se levanta.) Sí, es él. (Escondiéndose detrás de la cortina.) Retírese para que no nos vea.
SEÑORA HELSETH: (Retrocediendo has­ta el centro de la habitación.) No, ¡vaya! Mire, señorita; toma otra vez el camino del molino.
REBECA: También vino por ese camino an­teayer. (Corre un poco la cortina.) Va­mos a ver si hoy...
SEÑORA HELSETH: ¿Se aventurará por la pasarela?
REBECA: Eso quiero ver. (Poco después.) No... se vuelve atrás. Hoy cruza más arriba. (Se aleja de la ventana.) Un gran rodeo.
SEÑORA HELSETH: Sí, ¡bendito sea Dios! Debe de ha­cérsele penoso atravesar la pasarela por el sitio donde ocurrió la desgracia.
REBECA: (Recogiendo su labor.) Aquí en Rosmersholm no es tan fá­cil desprenderse de los muertos.
SEÑORA HELSETH: Yo creo, señorita, que son más bien los muertos los que no se desprenden de Rosmersholm.
REBECA: (Mirándola.)¿Los muertos?
SEÑORA HELSETH: Sí; diríase que no aciertan a separar­se totalmente de los que quedan.
REBECA: ¿Por qué dice usted eso?
SEÑORA HELSETH: Si no, no se aparecería ese caballo blanco...
REBECA: Pero, señora Helseth, ¿qué es eso del caballo blanco?
SEÑORA HELSETH: ¡Oh! mejor será no hablar. Aparte de que usted no cree en esas cosas.
REBECA: ¿Y cree en ellas usted acaso?
SEÑORA HELSETH: (Cierra la ventana.) No quiero que la señorita se burle de mí. (Tornando a mirar.) Pero... ¿no es el mismo pastor ese que viene por el camino del molino?
REBECA: (Mira a su vez.) ¿Ese hombre? (Acercándose más a la ventana.) Si es el rector.
SEÑORA HELSETH: Verdad: es el rector.
REBECA: ¡Qué bien! Ya verá usted cómo vie­ne aquí.
SEÑORA HELSETH: El sí que cruza la pasarela sin ti­tubear. ¡Y eso que era su propia her­mana!... Bueno; entonces iré a poner la mesa, señorita. (Sale por la dere­cha.)
REBECA: (Se queda un rato al lado de la ventana; saluda, sonríe y mueve la cabeza. Empieza a oscurecer. Entrea­briendo la puerta de la derecha.) Oiga, señora Helseth, ¿será tan ama­ble que ponga algo extraordinario para la mesa? Usted sabrá lo que más agra­de al rector.
SEÑORA HELSETH: (Desde dentro.) Está bien, señorita. Se hará.
REBECA: (Abre la puerta del vestíbulo.) ¡Por fin! ¡Bien venido, querido rec­tor!
KROLL: (Desde el vestíbulo, dejando su bastón.) Bien hallada. ¿Conque no estorbo?
REBECA: ¿Usted? ¿Cómo se atreve a decir eso?
KROLL: (Entrando.) Siempre amable. (Mira alrededor.) ¿Está Rosmer arriba en su cuarto?
REBECA: No; está de paseo. Se retrasa algo más que de costumbre. Pero, segura­mente, vendrá en seguida. (Señala al sofá.) Siéntese usted, entre tanto.
KROLL: (Deja el sombrero.) Gracias. (Se sienta, mirando a un lado y a otro.) ¡Qué alegre y bonito ha puesto usted este viejo salón! Flo­res por todas partes.
REBECA: Rosmer adora las flores frescas en torno suyo.
KROLL: Y usted, supongo.
REBECA: Sí; ¡son tan embriagadoras! Antes teníamos que renunciar a ese placer.
KROLL: (Con un gesto de tristeza.) La pobre Beata no soportaba el per fume de las flores.
REBECA: Ni los colores tampoco. La aturdían.
KROLL: Ya lo recuerdo. (En tono más lige­ro.) ¿Y qué tal por aquí?
REBECA: ¡Oh! aquí todo sigue su curso tran­quilo y regular. Cada día como la vís­pera... ¿Y en su casa? ¿Su mujer?
KROLL: Querida señorita West, no hablemos de lo mío. En una familia no deja de haber algo que se tuerce. Sobre todo, en los tiempos que vivimos...
REBECA: (Tras de una pausa, sentándo­se en un sillón.) ¿Por qué no ha venido usted ni una sola vez a vernos durante las vacacio­nes?
KROLL: ¡Oh! no me gusta forzar las puertas de los amigos...
REBECA: ¡Si usted supiera cuánto le hemos echado de menos!
KROLL: Además, he estado de viaje.
REBECA: Sí, un viaje de dos semanas. ¿Ha asistido usted a reuniones públicas en varias localidades?
KROLL: (Asintiendo.) Sí. ¿Qué le parece? ¿Habrá sospe­chado usted que a mi edad iba a vol­verme agitador político, eh?
REBECA: (Sonriendo.)Algo ha agitado usted siempre, rec­tor Kroll.
KROLL: Algo, para mi distracción personal. Pero en adelante será de veras. ¿Lee usted alguna vez los periódicos radi­cales?
REBECA: Sí, querido rector; no puedo negar que...
KROLL: Querida señorita West, no tengo na­da que replicar contra eso. Tratándose de usted...
REBECA: Eso creo yo misma. Es menester que esté al corriente, que me informe.
KROLL: ¡Oh! bajo ningún concepto exijo que usted como mujer se signifique decidi­damente en esta controversia de ciu­dadanos, casi podría decirse en esta gue­rra civil que asuela la región. Pero ¿ha visto cómo se han complacido en ul­trajarme esos señores del “pueblo”,' las infames groserías que se han permitido?
REBECA: Sí, aunque entiendo que usted se ha defendido con energía por su cuenta.
KROLL: Eso es verdad. Yo mismo me permi­to decirlo. Porque ahora he percibido el olor de la sangre. Y van a ver que no soy hombre que se deje pisotear impunemente. (Interrumpiéndose.) Pero oiga: no hablemos esta noche de cosas tan tristes y molestas.
REBECA: No, no hablemos más de eso, querido rector.
KROLL: Mejor será que me cuente cómo se encuentra usted aquí en Rosmersholm desde que está usted sola. Después que nuestra pobre Beata...
REBECA: Agradezco su atención; me encuen­tro bastante bien aquí. Ella dejó, sin duda, un gran vacío en muchos sen­tidos, y asimismo un doloroso recuer­do, naturalmente. Pero, por lo demás...
KROLL: ¿Piensa usted quedarse aquí con ca­rácter permanente o por poco tiempo?
REBECA: Querido rector, no pienso ni lo uno ni lo otro. Me he acostumbrado a un punto, que casi se me antoja que per­tenezco a la casa.
KROLL: ¡Y tanto! Ni más ni menos.
REBECA: Y mientras pueda ser agradable y útil al señor Rosmer...
KROLL: (Mirándola con emoción.) Ha de saber usted que tiene mucho mérito en una mujer sacrificar su ju­ventud por los demás.
REBECA: ¿Pues a qué otro móvil mejor podría consagrarme?
KROLL: Primero sufrió usted mil fatigas con su padre adoptivo, paralítico e intra­table...
REBECA: No crea que el doctor West era tan intratable cuando vivíamos en Finmark1. Fueron los terribles viajes por mar los que le quebrantaron. Después, cuando vinimos aquí, hubo un par de años difíciles, hasta que se agotaron sus fuerzas.
KROLL: ¿Y no fueron aún más difíciles para usted los años siguientes?
REBECA: No. ¿Cómo puede usted hablar así? Yo, que quería tanto a Beata... La pobre necesitaba cuidado y miramien­tos.
KROLL: ¡Dios se lo pagué por recordarla con indulgencia!
REBECA: (Acercándose.) Querido rector, lo dice usted de una manera tan cordial, que estoy conven­cida de que sus palabras no pueden ocultar ninguna animosidad.
KROLL: ¿Animosidad? ¿Qué quiere usted de­cir?
REBECA: No tendría nada de particular que le causara a usted cierta amargura ver­me a mí, una persona extraña, man­dando aquí en Rosmersholm.
KROLL: Pero ¿ha podido usted...?
REBECA: Ya veo que no hay nada de eso. (Le tiende la mano.) Gracias, querido rec­tor. Le quedo reconocida.
KROLL: Pero ¿cómo se le pasó por la ima­ginación esa idea?
REBECA: Me lo temía. Como venía usted con tan poca frecuencia a vernos...
KROLL: En ese caso, se hallaba usted equi­vocada de medio a medio, señorita West. Y a la postre aquí no ha cambiado nada. Porque usted y sólo us­ted lo dirigía todo durante los últimos años de vida de la pobre Beata.
REBECA: Era más bien una especie de regen­cia en nombre de la señora de la casa.
KROLL: De todos modos, señorita West, yo, con franqueza, por mi parte, no ten­dría inconveniente alguno, si usted... Pero quizá no se deba hablar de esas cosas.
REBECA: ¿Qué insinúa usted?
KROLL: Si todo se arreglara de suerte que ocupase usted el puesto vacante...
REBECA: Yo ocupo el sitio que deseo, señor rector.
KROLL: De hecho, sí; pero no...
REBECA: (Interrumpiéndole, con grave­dad.)¡No sea usted así, rector Kroll! ¿Có­mo puede bromear sobre tales cues­tiones?
KROLL: Por supuesto, nuestro buen Juan opi­nará que ya ha tenido bastante con su experiencia del matrimonio. Pero, al fin y al cabo...
REBECA: ¿Sabe usted que casi me hace reír?
KROLL: A pesar de todo... Dígame, señorita West, ¿qué edad tiene usted concreta­mente?
REBECA: No puedo menos de confesar que he cumplido los veintinueve, señor rector. Estoy en mi año trigésimo.
KROLL: Ya, ya. Y Rosmer, ¿qué edad tiene? A ver: cuenta cinco años menos que yo. De modo que pasa de los cuarenta y tres. A mi juicio, estaría muy bien.
REBECA: (Levantándose.) Eso es, eso es. Estaría muy bien. ¿Tomará usted una taza de té con nos­otros esta noche?
KROLL: Sí, gracias. Había pensado cenar aquí; tengo que hablar de un asunto con nuestro buen amigo. Y para que no le vuelvan a usted esas ideas lo­cas, señorita West, vendré a menudo, como en otro tiempo.
REBECA: ¡Oh, sí, hágalo, por favor! (Estrechándole las manos.) ¡Gracias, gracias! Es usted muy bueno.
KROLL: (Entre dientes.) ¡Ah! ¿Sí? No es precisamente eso lo que oigo en casa.

(Entra Juan Rosmer por la puerta de la derecha.)

REBECA: Señor Rosmer, mire quién está aquí.
ROSMER: La señora Helseth me lo ha dicho. (El rector Kroll se ha levantado. Ros­mer le estrecha las manos y dice con voz emocionada y contenida:) Sé bien venido al retornar a esta casa, querido Kroll. (Poniéndole las manos sobre los hombros, le mira a los ojos.) ¡Mi que­rido y viejo amigo! Ya sabía yo que un día volveríamos a vemos como antes.
KROLL: Pero, hombre de Dios, ¿tú también has tenido esa equivocada impresión de que pasaba algo entre nosotros?
REBECA: (A Rosmer.) ¡Ya ve cómo, por fortuna, no eran más que aprensiones!
ROSMER: ¿Sólo eso, Kroll? Pero ¿por qué, pues, te alejaste en absoluto de nos­otros?
KROLL: (Grave y en voz baja.) No quería ser para ti un vivo re­cuerdo de tus años de desgracia y de la que acabó en la cascada del molino.
ROSMER: Es un noble sentimiento tuyo. Siem­pre te has mostrado muy deferente. Pe­ro no hay ninguna necesidad de des­aparecer por esa razón. Ven; vamos a sentarnos en el sofá. (Se sientan.) No, sinceramente, no me atormenta pen­sar en Beata. Hablamos de ella todos los días. Se nos figura que todavía per­manece en esta casa.
KROLL: ¿Es cierto? ¿Habláis de...?
REBECA: (Encendiendo la lámpara.) Sí, claro que hablamos.
ROSMER: Es natural. Los dos la queríamos mucho. Y tanto Rebec... tanto la seño­rita West como yo vivimos convencidos de haber hecho todo lo que estaba en nuestra mano por la pobre desdicha­da. No tenemos nada que reprocharnos. He aquí la razón por la cual nos es grato pensar en Beata al presente.
KROLL: ¡Cuán buenos sois! En lo sucesivo vendré a visitaros todos los días.
REBECA: (Sentándose en un sillón.) Ya veremos si cumple usted su pa­labra.
ROSMER: (Algo vacilante.) Oye, Kroll: yo habría anhelado con ahínco que no se hubieran interrum­pido jamás las relaciones entre nos­otros. Desde que nos conocemos, tú siempre fuiste para mí el consejero pre­ferido, y era en mis años de univer­sidad.
KROLL: Sí, sí, y lo tengo a mucha honra. ¿Hay acaso algo de particular en que...?
ROSMER: De varias cosas me gustaría hablar contigo sin reservas. Así, directamente, con el corazón en la mano.
REBECA: ¿Verdad que sí, señor Rosmer? Pre­sumo que eso debe de ser algo muy consolador entre viejos amigos.
KROLL: ¡Oh! créeme que yo tengo aún más cosas de que hablar contigo. Porque me he convertido en político activo, se­gún sabrás.
ROSMER: Sí, lo sé. ¿Y cómo ha sido eso?
KROLL: Se hacía indispensable, a despecho de mi repugnancia. Ya es imposible con­tinuar como un espectador ocioso. Aho­ra que los radicales, por desgracia, han llegado al poder, es el momento. Por eso me he ocupado de unir nuestro pe­queño círculo de amigos más estrecha­mente. Es el momento, te repito.
REBECA: (Con una sonrisa.) ¿No será, en realidad, algo tarde?
KROLL: No cabe negar que habría sido me­jor detener la corriente antes. Pero ¿quién podía adivinar lo que iba a su­ceder? Yo, al menos, no. (Se levanta y pasea.) En fin, he abierto los ojos; porque el espíritu revolucionario ha en­trado en el mismo liceo.
ROSMER: ¿En el liceo? No será en el tuyo.
KROLL: Sí, en el mío, ¡en mi propio liceo! Así como suena. Ha llegado a mi co­nocimiento que los alumnos de las cla­ses superiores... vamos, algunos alum­nos, quiero decir, han formado una so­ciedad secreta que lleva funcionando más de medio año, y se han suscrito al periódico de Mortensgaard.
REBECA: ¡Ah, el Blinkfyret2!
KROLL: Sí. ¿No lo creéis un sano alimento espiritual para futuros funcionarios del Estado? Pero lo más triste del caso está en que son todos los alumnos inteli­gentes de la clase los que se han con­fabulado contra mí. Los ignorantes y los suspensos son los únicos que no han participado en el asunto.
REBECA: ¿Y toma usted eso tan a pecho, rec­tor?
KROLL: ¿Que si lo tomo a pecho? ¡Verme así atado de pies y manos en mi pro­fesión! (En voz más baja.) Aun cuan­do, a decir verdad, ya no tendría nin­gún inconveniente en dejarla. Pero aho­ra viene lo peor. (Mira en torno suyo.) ¿No habrá nadie escuchando detrás de las puertas?
REBECA: ¡Oh, ni por asomo!
KROLL: Sepan, entonces, que la discordia y la rebeldía han penetrado hasta en mi propia casa, hasta en mi tranquilo ho­gar. ¡Han perturbado la paz de mi vida íntima!
ROSMER: (Levantándose.)¿Qué dices? ¡En tu casa!
REBECA: (Yendo hacia el rector.) Pero, querido rector, ¿qué ha ocu­rrido?
KROLL: Imagínese usted que mis propios hi­jos... En una palabra, Lorenzo es el cabecilla del complot, e Hilda ha bor­dado una carpeta encarnada donde guar­da el Blinkfyret.
ROSMER: ¡Jamás habría sospechado cosa igual! En tu casa... en tu propia familia...
KROLL: No, ¿y quién lo sospecharía? En mi casa, donde han reinado de continuo la obediencia y el orden, donde hasta hoy no había más que una sola y uná­nime voluntad...
REBECA: ¿Y cómo lo toma su mujer?
KROLL: Pues eso es lo más increíble de todo. Ella, que cada día de su vida —lo mismo en cosas grandes que en pequeñas—compartió mis opiniones y aprobó todas mis ideas, está en vías de ponerse de parte de los hijos en mu­chos puntos, y además, me echa la cul­pa de lo acaecido. Dice que ejerzo una acción deprimente sobre los jóvenes. Como si no fuese necesario que... En suma, ya tengo la discordia en casa. Pero hablo lo menos posible de ello, como es natural. Esas cosas es mejor sofocarlas. (Paseándose.) Sí, sí, sí. (Se detiene ante la ventana, con las manos a la espalda, mirando hacia afuera.)
REBECA: (Que se ha acercado a Ros­mer, le dice en voz baja, sin ser vista por el rector:) ¡Hazlo!
ROSMER: (Igualmente en voz baja.) Esta noche, no.
REBECA: (Como antes.) Sí, esta misma noche. (Se acerca a la mesa y aviva la lámpara.)
KROLL: (Separándose de la ventana.) Sí, querido Rosmer, ya sabes cómo las ideas actuales han tendido sus sombras sobre mi vida particular y mi pro­fesión. ¿No he de combatir con todas las armas que tengo a mi alcance el espíritu de destrucción, de ruina y de perversión? Y pienso hacerlo con la palabra y con la pluma.
ROSMER: ¿Esperas conseguir algo por ese pro­cedimiento?
KROLL: Por lo menos, quiero cumplir con mi obligación de ciudadano. Y estimo que es deber de cualquier patriota, y de todo hombre preocupado por la buena causa, hacer otro tanto. Ahí tienes, ¿compren­des?, el motivo principal de mi visita esta noche.
ROSMER: Querido Kroll, ¿qué te propones? ¿Crees que debo yo...?
KROLL: Tú debes ayudar a tus antiguos ami­gos. Haz lo que nosotros. Pon manos a la obra como mejor te sea posible...
REBECA: Pero, rector, ya conoce usted al se­ñor Rosmer y su aversión por esos asun­tos.
KROLL: Pues ha de procurar vencer esa aver­sión. No te encuentras lo bastante al corriente, Rosmer. Te entierras aquí en­tre tus colecciones históricas, dicho sea con todo el respeto debido a los árbo­les genealógicos y a cuanto con ellos se relaciona. Pero, desgraciadamente, no están los tiempos para esas diversiones. No puedes formarte idea de cómo van las cosas en el país. Casi todos los prin­cipios se hallan trastrocados. Y será un trabajo de titanes eliminar tantos erro­res.
ROSMER: Así pienso yo. Pero esa clase de tra­bajo no me cuadra.
REBECA: Yo, por mí, creo que el señor Ros­mer ha llegado a mirar la vida con los ojos más abiertos que antes.
KROLL: (Extrañado.) ¿Más abiertos?
REBECA: Sí; a verla más libremente, de tina manera más imparcial.
KROLL: ¿Qué quiere decir? Supongo que Ros­mer no habrá sido tan débil que se haya dejado convencer por una casuali­dad como la de que los cabecillas popu­lares obtuvieran una victoria accidental.
ROSMER: Querido amigo, ya sabes lo poco du­cho que estoy en política. Pero, aun así, me parece que durante los últimos años ha ido inculcándose un mayor es­píritu de independencia en el pensa­miento individual.
KROLL: Por lo visto, consideras eso, sin más ni más, como una ventaja. Sin contar con que estás completamente equivo­cado, amigo mío; infórmate respecto a las opiniones de los radicales, aquí co­mo en la ciudad. No son sino la “sa­biduría” que predica el Blinkfyret.
REBECA: Sí, Montensgaard ejerce una gran in­fluencia en el contorno.
KROLL: Y es inconcebible. ¡Un hombre con un pasado tan vergonzoso, una persona destituida de su cargo de maestro a causa de sus relaciones depravadas! ¡Y semejante tipo se dedica a hacer el pa­pel de cabecilla del pueblo! Según he oído, quiere ampliar su periódico. Sé de fuente segura que está buscando un co­laborador hábil.
REBECA: Me extraña que usted y sus amigos no le opongan ningún obstáculo.
KROLL: Eso mismo intentamos hacer ahora. Hoy hemos comprado el Amtstidende3. La parte financiera no ofreció dificultades de ninguna clase. Pero... (Volviéndose hacia Rosmer.) Esa es la causa de mi visita. Se trata de la direc­ción; la dirección del periódico nos preocupa. Dime, Rosmer: ¿no te sen­tirías con fuerzas para encargarte de ella... por la buena causa?
ROSMER: (Sobresaltado.) ¿Yo?
REBECA: ¿Cómo puede usted albergar seme­jante idea?
KROLL: Es comprensible que temas las re­uniones populares y no quieras expo­nerte a los bombones que se reparten allí. Pero el trabajo más tranquilo de un redactor jefe, o mejor dicho...
ROSMER: No, no, querido amigo; no me pidas eso.
KROLL: Personalmente, yo no pondría nin­gún reparo para encargarme de esa mi­sión. Pero es de todo punto impracti­cable para mí. Estoy tan abrumado de quehaceres... Tú, al revés, como ya no te oprime ningún cargo administrati­vo... Nosotros te ayudaremos, por de contado, en todo lo que de nuestra par­te dependa.
ROSMER: No puedo, Kroll. No valgo para ello.
KROLL: ¿Que no vales? Lo mismo dijiste cuando tu padre te hizo ingresar en el sacerdocio.
ROSMER: Y tenía razón. Por eso dimití.
KROLL: ¡Oh, nos daremos por satisfechos si te muestras tan buen redactor como pastor!
ROSMER: Querido Kroll, te lo diré de una vez para siempre: no puedo hacerlo.
KROLL: Préstanos tu nombre, en todo caso.
ROSMER: ¿Mi nombre?
KROLL: Sí, el solo nombre de Juan Rosmer será una ventaja para el diario. Nos­otros estamos ya considerados como hombres de partido. A mí mismo me conceptúan fanático rabioso, según he oído. Por eso no podemos contar con abrirnos paso bajo nombre propio en­tre la muchedumbre descarriada. Tú, por el contrario, siempre te has man­tenido fuera de la lucha. Te abonan tu carácter apacible y recto, la distin­ción de tu manera de pensar, tu ho­norabilidad intachable, conocidos y apre­ciados por todos en esta comarca; a ello añade el respeto y la consideración que te rodean, dado tu antiguo cargo de pastor, y finalmente, la respetabi­lidad de tu apellido.
ROSMER: ¡Oh, el apellido!...
KROLL: (Señala a los retratos.) Los Rosmer de Rosmersholm, pasto­res y militares, funcionarios con importantes cargos; todos perfectas honora­bilidades, una familia que durante dos siglos fue la primera del distrito. (Poniéndole una mano sobre el hombro.) Rosmer, se lo debes a ti mismo y a las tradiciones de tu familia: intervén y defiende cuanto hasta hoy ha sido nues­tro pensamiento común. (Volviéndose.) Bueno; ¿y usted que dice, señorita West?
REBECA: (Con una sonrisa ligera.) Querido rector, para mí, es extraor­dinariamente chusco todo esto.
KROLL: ¡Cómo! ¿Chusco?
REBECA: Sí, y se lo voy a decir desde luego bien a las claras.
ROSMER: (Con precipitación.) ¡No, no, no conviene! Tan pronto, no.
KROLL: (Mirándolos alternativamente.) Pero ¡por Dios, queridos amigos! (Interrumpiéndose.) ¡Hum!
SEÑORA HELSETH: (Aparece en la puer­ta de la derecha.) Ha venido un hombre por la puerta de servicio. Dice que quiere saludar al señor pastor.
ROSMER: (Tranquilizado.) Sí, bueno. Dígale que pase.
SEÑORA HELSETH: ¿Aquí, al salón?
ROSMER: Aquí, sí.
SEÑORA HELSETH: Su aspecto no es como para dejarle pasar al salón.
REBECA: ¿Y qué aspecto tiene, señora Hel­seth?
SEÑORA HELSETH: ¡Oh! de cualquier cosa, señorita.
ROSMER: ¿No ha dicho cómo se llamaba?
SEÑORA HELSETH: Sí, creo que me ha dicho que se llamaba Hekman, o algo por el estilo.
ROSMER: No conozco a nadie con ese ape­llido.
SEÑORA HELSETH: Además, ha dicho que se llamaba Uldrico de nombre.
ROSMER: (Atónito.) Ulrico Hetmán, ¿no es eso?
SEÑORA HELSETH: Sí, Hetmán, eso es.
KROLL: Juraría que he oído ese nombre an­tes...
REBECA: ¿No firmaba con ese apellido aquel tipo raro que...?
ROSMER: (A Kroll.) Es el seudónimo de Ulrico Brendel.
KROLL: Ulrico Brendel el perdido. Justo.
REBECA: Así, pues, vive todavía.
ROSMER: Creo que viajaba con una compañía de cómicos.
KROLL: Lo último que supe de él fue que le habían recluido en la Institución de Tra­bajos4.
ROSMER: Dígale que pase, señora Helseth.
SEÑORA HELSETH: Muy bien. (Vase.)
KROLL: ¿Estás realmente dispuesto a tolerar a ese hombre en tu salón?
ROSMER: Ya sabes que fue mi preceptor du­rante algún tiempo.
KROLL: Sí, sé que te llenaba de ideas rebel­des la cabeza, y que tu padre le echó con la fusta de los caballos.
ROSMER: (Con cierta amargura.) Mi padre era comandante hasta en casa.
KROLL: Debías agradecérselo en su tumba, querido Rosmer. Ahí viene.

(La Señora Helseth hace pa­sar a Ulrico Brendel por la puerta de la derecha, y la cierra después. Es un hombre de buena presencia, algo demacrado, pero ágil y desenvuelto, con pelo y barba grises. Por lo demás, va vestido como un vulgar vaga­bundo: gabán gastado, zapatos rotos, camisa sin cuello ni pu­ños. Lleva puestos unos viejos guantes negros, un sucio som­brero flexible debajo del brazo y un bastón en la mano.)

BRENDEL: (Algo indeciso al principio, avanza luego rápidamente hacia el rector y le tiende la mano.) Buenas noches, Juan.
KROLL: Perdón...
BRENDEL: ¿No esperabas volver a verme? ¡Y menos entre estas paredes odiosas!
KROLL: Perdón... (Señalando.) Ahí...
BRENDEL: (Al volverse.) En efecto, ahí le tenemos, ¡Juan, hijo mío, el que más amé en este mun­do!...
ROSMER: (Tendiéndole la mano.) ¡Mi viejo profesor!
BRENDEL: A despecho de ciertos recuerdos, no quise pasar por Rosmersholm sin hacer una pequeña visita.
ROSMER: Aquí será usted siempre bien recibi­do; tenga la certeza de ello.
BRENDEL: ¿Y esta encantadora señora? (Incli­nándose.) La esposa del pastor, eviden­temente.
ROSMER: La señorita West.
BRENDEL: Al parecer, una parienta cercana. ¿Y ese desconocido? Un hermano de pro­fesión, sin duda.
ROSMER: El doctor Kroll.
BRENDEL: ¿Kroll, Kroll? Aguarde un poco. ¿Ha estudiado usted filología en su juven­tud?
KROLL: Sí, por supuesto.
BRENDEL: ¡Caramba! ¡Entonces te conozco, Donnerwetter!5
KROLL: Perdón; pero...
BRENDEL: ¿No eres tú...?
KROLL: Perdón...
BRENDEL: ¿...uno de aquellos alabarderos de la virtud, qué lograron expulsarme de la sociedad de conferencias?
KROLL: Es posible. Pero protesto contra cual­quier conocimiento más amistoso.
BRENDEL: Bien, bien. Hach Belieben herr doktor6. Me tiene sin cuidado, Ulrico Brendel sigue siendo quien es, a pesar de eso.
REBECA: ¿Se encamina usted a la ciudad, se­ñor Brendel?
BRENDEL: La esposa del pastor lo adivina. Con algunos intervalos, roe veo reducido a luchar por la existencia. No lo hago de buen grado; pero, enfin7.
ROSMER: ¡Oh, querido señor Brendel! ¿Me permitirá usted que le ayude en algo? En una forma o en otra...
BRENDEL: ¡Ay, qué proposición! ¿Quieres rom­per el lazo que nos une? ¡Nunca, Juan, nunca!
ROSMER: Pero ¿qué piensa usted hacer en la ciudad? No crea que le será tan fá­cil...
BRENDEL: Deja eso de mi cuenta, hijo mío. Los dados están echados. Tal como me ves, emprendo un viaje de gran enver­gadura. De más envergadura que todas mis anteriores andanzas juntas. (Al rec­tor Kroll.) ¿Accederá el señor catedrá­tico a que le haga una pregunta unter uns?8 ¿Existe una sala grande de reuniones, más o menos decente y res­petable, en su honorable ciudad?
KROLL: La más amplia es la de la Asocia­ción de Obreros.
BRENDEL: ¿Ejerce el señor jefe de conferencias algún influjo en esa Asociación, tan útil, de seguro?
KROLL: No tengo nada que ver con ella.
REBECA: (A Brendel.) Debe usted dirigirse a Pedro Mortensgaard.
BRENDEL: Dispense, madame: ¿quién es ese idiota?
ROSMER: ¿Por qué afirma usted que es un idiota?
BRENDEL: ¿No lo dice acaso su propio ape­llido? ¡Un plebeyo!9
KROLL: No hubiera esperado esa contestación de usted.
BRENDEL: Pero me reprimiré; no habrá más remedio. Cuando se encuentra uno en una crisis... Está resuelto. Me pondré en comunicación con ese individuo y entablaré negociaciones directas.
ROSMER: Pero ¿en serio, pasa usted por una crisis?
BRENDEL: ¿No sabes, querido hijo mío, que esté donde esté, Ulrico Brendel siem­pre habla en serio? Sí, quiero trans­formarme en otra persona, salir de la reserva en que me he mantenido has­ta hoy.
ROSMER: ¡Cómo!
BRENDEL: Quiero tomar parte en la vida acti­va, destacarme, subir. Corremos tiem­pos tempestuosos, el período equinoccial. Ahora deseo depositar mi óbolo en el altar de la liberación.
KROLL: ¿Usted también?
BRENDEL: (Dirigiéndose a todos.) ¿Conocen a fondo los ciudadanos mis divulgados escritos?
KROLL: No, francamente; debo confesar que...
REBECA: Yo he leído bastantes. Mi padre adop­tivo los tenía.
BRENDEL: Hermosa castellana, ha perdido us­ted el tiempo. Porque todo era una majadería, se lo advierto.
REBECA: ¿De veras?
BRENDEL: Lo que usted ha leído, sí. Mis obras importantes no las conocen hombres ni mujeres. Nadie más que yo mismo.
REBECA: ¿Y cómo es eso?
BRENDEL: Porque no se han escrito.
ROSMER: Pero, querido señor Brendel...
BRENDEL: Ya sabes, mi buen Juan, que tengo algo de sibarita. Un Feinschmecker10. Toda mi vida lo fui. Me agrada gozar en soledad. Porque de esa guisa gozo más, diez veces más. Verás: cuando los sueños dorados descendían sobre mí, embriagándome; cuando sentía germinar en mí ideas fantásticas y sobrehu­manas abanicándome con sus fuertes alas, los transformaba en poesías, en vi­siones, en imágenes. ¿Comprendes?
ROSMER: Sí, sí.
BRENDEL: ¡Oh, cuánto he saboreado en esta vi­da! El misterioso placer de la creación —interior y siempre en grandes propor­ciones—, el aplauso, la gratitud, la ce­lebridad, la corona de laurel, todo lo he recogido con manos temblorosas de jú­bilo. En mis visiones solitarias me he saciado de una alegría prodigiosa...
KROLL: ¡Ejem!...
ROSMER: Pero ¿jamás ha escrito usted nada de eso?
BRENDEL: Ni una palabra. El bajo oficio de es­critor siempre despertó en mí una anti­patía asqueada. Además, ¿por qué pro­fanar mis propios ideales, cuando yo po­día disfrutarlos en toda su pureza a so­las? Pero al cabo han de ser sacrificados. Ciertamente, me siento como una ma­dre que entrega sus hijas jóvenes en brazos de sus esposos. Pero, con todo, las inmolo, las ofrendo sobre el ara de la liberación. Una serie de conferencias oportunas por el país entero...
REBECA: (Con viveza.) ¡Admirable conducta, señor Brendel! Da usted lo más precioso que posee.
ROSMER: Lo único.
REBECA: (Con una mirada significativa a Rosmer.) No todos hacen lo mismo, no todos tienen ese valor.
ROSMER: (Correspondiendo a la mirada.) ¡Quién sabe!
BRENDEL: La asamblea está inquieta, lo cual re­anima mi corazón y robustece mi volun­tad. En seguida voy a ponerme en acción. Una pregunta todavía. (Al rec­tor.) ¿Puede usted decirme, señor pre­ceptor, si existe en la ciudad una socie­dad de abstinencia, una sociedad de abstinencia total? De fijo, la habrá.
KROLL: Sí, a su disposición. Yo soy el presi­dente.
BRENDEL: No hay más que mirarle. Pues bien: entonces no será imposible que vaya a inscribirme por una semana.
KROLL: Usted dispense; pero no aceptamos socios por una semana.
BRENDEL: A la bonheur11, señor pedagogo. Ul­rico Brendel nunca llamó a las puertas de esa clase de instituciones. (Volviéndose hacia Rosmer.) Pero no me atrevo a prolongar mi estancia dentro de esta casa, tan rica en recuerdos. Tengo que ir a la ciudad para buscarme un aloja­miento adecuado. Espero que habrá un buen hotel.
REBECA: ¿No quiere usted beber algo caliente antes de irse?
BRENDEL: ¿Qué clase de bebida, bondadosa se­ñora?
REBECA: Una taza de té, o...
BRENDEL: Agradecido a la generosa dueña de la casa. Pero no me gusta abusar de la hospitalidad privada. (Saluda con la mano.) Ustedes sigan bien, señores. (Se dirige hacia la puerta, pero se vuelve.) ¡Ah! el caso es que... Juan, pastor Rosmer, ¿quieres hacer un favor a tu antiguo profesor, en consideración a nuestra no menos antigua amistad?
ROSMER: Sí, con sumo gusto.
BRENDEL: Bueno. Préstame entonces—por un día o dos—una camisa de puños plan­chados con brillo.
ROSMER: ¿Nada más que eso?
BRENDEL: Es que esta vez viajo a pie, como ve­rás. Después enviarán mi maleta.
ROSMER: Conforme. ¿No necesita usted otra cosa?
BRENDEL: ¿Podrías prescindir de una levita de verano que no esté nueva?
ROSMER: Sí, por cierto.
BRENDEL: Y si a esa levita se agrega un par de botas en buen estado...
ROSMER: Todo se arreglará. En cuanto sepa­mos su dirección, enviaremos las cosas.
BRENDEL: De ninguna manera. Nada de moles­tias por mí. Llevaré esas bagatelas en­cima.
ROSMER: Está bien. ¿Quiere usted, entonces, venir conmigo arriba?
REBECA: Mejor será que las busque yo. La señora Helseth me ayudará y nos ocu­paremos de eso.
BRENDEL: ¡Jamás podría consentir que esta dis­tinguida dama...!
REBECA: No se preocupe. Venga usted, señor Brendel. (Sale por la derecha.)
ROSMER: (Reteniéndole.) Dígame: ¿no puedo servirle de algo más?
BRENDEL: Bien mirado... ¡Ah, sí! ¡Condena­ción! se me olvidaba... Juan, ¿llevas, por casualidad, ocho coronas en el bol­sillo?
ROSMER: Vamos a ver. (Abriendo el portamo­nedas.) Aquí tengo dos billetes de diez coronas.
BRENDEL: Bueno, bueno; da lo mismo. Los to­maré. No faltará quien me los cambie en la ciudad. Muchas gracias. Recuerda que son dos billetes de diez coronas. Buenas noches, querido hijo mío. Bue­nas noches, caballero. (Vase por la de­recha, donde Rosmer le despide y cie­rra la puerta.)
KROLL: ¡Dios bondadoso! ¿Y era ése aquel Ulrico Brendel a quien la gente creía un futuro gran hombre?
ROSMER: (Con dulzura.) Cuando menos, ha tenido valor para vivir la vida a su albedrío. Y eso no lo juzgo cosa despreciable.
KROLL: ¡Bah, una vida como la suya! Casi voy a creer que ese hombre ha sido ca­paz de trastornar tus ideas una vez más.
ROSMER: ¡Oh, no! Ya estoy seguro de mí en todos los aspectos.
KROLL: ¡Dios lo quiera, querido Rosmer! Eres tan susceptible a las impresiones ajenas...
ROSMER: Sentémonos. Deseo hablar contigo.
KROLL: Sí, sentémonos. (Se sientan en el sofá.)
ROSMER: (Después de una corta pausa.) ¿No te parece que se está agradable­mente aquí?
KROLL: Sí, ahora está esto agradable y tran­quilo. Has ganado un hogar, Rosmer. Y yo he perdido el mío.
ROSMER: ¡Vamos, no digas eso! Lo que hoy está dividido volverá a juntarse.
KROLL: ¡Nunca, nunca! Aún quedará el mal recuerdo. Jamás volverá a ser como an­tes.
ROSMER: Escucha, Kroll. Nosotros dos hemos sido íntimos durante muchísimos años. ¿Puedes suponer que nuestra amistad llegue a romperse?
KROLL: No creo que nada en el mundo con­siguiera romperla. ¿Cómo se te ha ocu­rrido semejante cosa?
ROSMER: Es que das tanta importancia a la igualdad de criterios y juicios...
KROLL: Así es; pero tú y yo estamos casi de acuerdo. Si no en lo demás, en la cues­tión fundamental.
ROSMER: (En voz baja.) No, ya no.
KROLL: (A punto de saltar.) ¿Qué me dices?
ROSMER: (Sujetándole.) Continúa sentado. Te lo ruego, Kroll.
KROLL: ¿Qué pasa? No te comprendo. ¡Ha­bla de una vez!
ROSMER: Se está verificando una renovación en mi espíritu. En él ha penetrado una nue­va luz. Y por eso yo mismo...
KROLL: Tú mismo, ¿qué?
ROSMER: Pienso como tus hijos.
KROLL: ¿Tú? ¡Tú! ¡Eso es imposible! Di­ces que piensas...
ROSMER: Como Lorenzo y Hilda.
KROLL: (Bajando la cabeza.) ¡Renegado! ¡Juan Rosmer, un rene­gado!
ROSMER: Debía haberme sentido muy contento, profundamente feliz siendo lo que tú llamas un renegado. Y sin embargo, he sufrido mucho. Porque sabía que te cau­saría amarga pena.
KROLL: ¡Rosmer, Rosmer! De esto no me consolaré nunca. (Mirándole dolorosa­mente.) ¡Oh, también tú quieres con­tribuir a la ruina y a la corrupción que corroen nuestra desgraciada patria!
ROSMER: Quiero contribuir a la obra de su li­beración.
KROLL: Sí, ya lo sé. Así la llaman los seduc­tores y los equivocados. Pero ¿conside­ras que puede esperarse liberación al­guna de esa ideología que ahora enve­nena toda nuestra vida social?
ROSMER: Yo no me solidarizo con la ideología que reina en la actualidad, ni con nin­guno de los contrincantes. Quiero unir a los hombres de todos los partidos. Los más y lo más estrechamente que pueda. Quiero vivir y emplear todas las energías de mi vida en ello, crear la auténtica democracia en el país.
KROLL: ¿Y no estimas que tenemos ya bas­tante democracia? A mi entender, esta­mos todos en camino de hundimos en el fango, donde sólo la plebe se encuen­tra a gusto.
ROSMER: Justamente por eso quiero un régi­men popular que responda a su verda­dera misión.
KROLL: ¿Qué misión?
ROSMER: La de ennoblecer a todos los habitan­tes del país.
KROLL: ¡A todos los...!
ROSMER: O al mayor número posible.
KROLL: ¿Por qué medios?
ROSMER: Por el de liberar los espíritus y pu­rificar las voluntades, según mi criterio.
KROLL: Eres un soñador, Rosmer. ¿Preten­des liberarlos, pretendes purificarlos?
ROSMER: No, querido amigo; pretendo única­mente despertarlos. Hacerlo... tienen que hacerlo ellos mismos.
KROLL: ¿Y crees que pueden hacerlo?
ROSMER: Sí.
KROLL: ¿Por su propio esfuerzo?
ROSMER: Sí, por su propio esfuerzo. No hay otro medio.
KROLL: (Levantándose.) ¿Es ése el lenguaje apropiado de un pastor?
ROSMER: Ya no soy pastor.
KROLL: Bueno; pero la fe de tu infancia...
ROSMER: Ya no la tengo.
KROLL: ¿Qué no tienes...?
ROSMER: (Levantándose.) La he abandonado. Hube de aban­donarla, Kroll.
KROLL: (Muy conmovido, pero domi­nándose.) ¡Ah!... sí, sí, sí; lo uno es conse­cuencia de lo otro. ¿Fue quizá por eso por lo que te retiraste del servicio ecle­siástico?
ROSMER: Sí; seguro ya de mí mismo, al tener la certeza de que no se trataba sólo de una inquietud pasajera, sino de algo de lo que jamás podría ni quería despren­derme, me fui.
KROLL: ¿De manera que hace tiempo fermen­taba en tu espíritu? ¡Y nosotros, tus amigos, sin saber nada! ¡Rosmer, Rosmer! ¿Cómo has podido ocultarnos la triste verdad?
ROSMER: Porque entendía que era un asunto que no afectaba a nadie sino a mí. Ade­más, no quise causaros a ti y a otros amigos un dolor innecesario. Pensé que podía seguir viviendo aquí tranquilo, contento y feliz. Quería leer y enterarme de todas aquellas obras que antes eran libros cerrados para mí, vivir en el mundo de la gran verdad y de la liber­tad, que ya se me ha revelado.
KROLL: ¡Renegado! Cada palabra que dices me lo demuestra. Pero ¿por qué confie­ras tu oculta apostasía? ¿Y por qué precisamente hoy?...
ROSMER: Tú mismo me has obligado, Kroll.
KROLL: ¿Yo? ¿Qué te he obligado yo...?
ROSMER: Sí; cuando conocí tu violenta con­ducta en las reuniones, tu modo de ha­blar tan desprovisto de caridad, todos tus ataques llenos de odio a los que es­tán del lado opuesto, tu desdeñosa con­denación de los adversarios... ¡Oh, Kroll! ¿Cómo tú, tú, has podido llegar a ese extremo? A la sazón se me paten­tizó irrecusable el deber. El combate que ahora se libra torna malos a los hombres. Tienen que penetrar en los espíritus la paz, la alegría y la reconci­liación. Esta es la razón por la cual hoy me adelanto y me manifiesto abierta­mente como quien soy. Yo también de­seo probar mis fuerzas. ¿No quieres, por tu parte, secundar este movimiento, Kroll?
KROLL: Jamás llegaré a un convenio con las fuerzas destructoras de la sociedad.
ROSMER: Entonces lucharemos, al menos, con armas dignas, ya que hemos de luchar.
KROLL: Al que no está conmigo en las cues­tiones vitales, le desconozco. Y no le debo consideración alguna.
ROSMER: ¿Va eso también por mí?
KROLL: Eres tú mismo quien ha roto conmi­go, Rosmer.
ROSMER: ¿Es, pues, una ruptura?
KROLL: Exactamente. Una ruptura con todos aquellos que hasta hoy te rodeaban. Ahora habrás de cargar con las consecuencias.
REBECA: (Entra por la derecha, dejando la puerta abierta de par en par.) Ya está; va camino del sacrificio. Podemos sentarnos a la mesa. Pase usted, señor rector.
KROLL: (Tomando su sombrero.) Buenas noches, señorita West. Aquí ya no tengo nada que hacer.
REBECA: (Sorprendida.) ¿Qué pasa? (Cierra la puerta y se acerca.) ¿Ha hablado usted?
ROSMER: Ya lo sabe.
KROLL: No te soltaremos, Rosmer. Te forza­remos a volver con nosotros.
ROSMER: No volveré con vosotros nunca más.
KROLL: Veremos. Tú no eres un hombre que resista la soledad.
ROSMER: No estaré tan solo; somos dos para soportarla.
KROLL: ¡Ah! (Le asalta una sospecha.) ¿Eso, por añadidura? ¡Las palabras de Beata!
ROSMER: ¿De Beata?
KROLL: (Rechazando la idea.) ¡No, no; no está bien!... Perdóname.
ROSMER: ¡Cómo! ¿Qué?
KROLL: Nada, nada. ¡Qué horror! Perdóname. ¡Adiós! (Vase por la puerta del vestíbulo.)
ROSMER: ¡Kroll! Esto no puede acabar así en­tre nosotros. Mañana iré a verte.
KROLL: (Desde el vestíbulo.) ¡No pongas los pies en mi casa! (To­ma su bastón y sale.)
ROSMER: (Se queda un rato con la puerta abierta; luego la cierra y se aproxima a la mesa.) No importa, Rebeca. Lo soportaremos como dos amigos fieles que somos tú y yo.
REBECA: ¿A qué crees que se refería cuando ha dicho: “¡Qué horror!”?
ROSMER: No te inquietes por ello, querida ami­ga. El mismo no sabía lo que decía. Pero mañana iré a verle. Buenas noches.
REBECA: ¿Te retiras tan temprano esta no­che? ¿Después de esto?
ROSMER: Esta noche, como de ordinario. Me siento más aliviado por haberlo dicho todo. ¿No lo ves? estoy tranquilo por completo, querida Rebeca. Tómalo con calma a tu vez. Buenas noches.
REBECA: Buenas noches, querido amigo, y que descanses. (Rosmer sale por la puerta del vestíbulo, y se le oye subir la escalera. Rebeca se acerca a la estufa y tira del cordón de una campanilla. Un momento más tarde se presenta la Señora Hel­seth por la derecha. Rebeca pro­sigue.) Puede usted quitar ya la mesa. El pastor no quiere cenar, y el rector se ha ido.
SEÑORA HELSETH: ¿Se ha ido el rector? ¿Qué ventole­ra le ha dado?
REBECA: (Cogiendo su ganchillo.) Decía que se preparaba una tempes­tad.
SEÑORA HELSETH: ¡Es curioso! No se ve una nube en el cielo esta noche.
REBECA: Y menos mal si se encuentra con el caballo blanco. Porque me temo que pronto tendremos noticias de ese fantasma.
SEÑORA HELSETH: ¡Dios la perdone, señorita! No ha­ble usted así.
REBECA: Bueno, bueno.
SEÑORA HELSETH: (En voz más baja.) ¿Cree la señorita realmente que pron­to se ausentará alguien de aquí?
REBECA: De ningún modo. Pero ¡hay tantas clases de caballos blancos en este mun­do, señora Helseth! ¡Ea! buenas noches. Me voy a mi cuarto.
SEÑORA HELSETH: Buenas noches, señorita. (Rebeca sa­le por la derecha, con su labor. La Señora Helseth baja la luz, mueve la cabeza y murmura para sí:) ¡Jesús, Je­sús! ¡Qué cosas dice a veces esta se­ñorita West!

TELÓN

ACTO SEGUNDO

Despacho de Juan Rosmer. En el lateral iz­quierdo, puerta de entrada. Al fondo, otra con cortina descorrida, que conduce al dor­mitorio. Una ventana a la derecha, y delante de la misma, el escritorio, cubierto de volú­menes y papeles. Librerías y armarios a lo largo de las paredes. Muebles modestos. A la izquierda, en primer término, un viejo canapé con una mesa delante.

Juan Rosmer, de batín, está sentado en un sillón de respaldo alto ante su escritorio. Abre y hojea una revista. Llaman a la puerta de la izquierda.

ROSMER: (Sin volverse.)¡Adelante!
REBECA: (Entra, de bata.)Buenos días.
ROSMER: Buenos días, querida amiga. ¿Deseas algo?
REBECA: Sólo quería saber si habías dormido bien.
ROSMER: ¡Oh! con un sueño apacible. Sin so­ñar siquiera... (Volviéndose.) ¿Y tú?
REBECA: Bien, gracias. Hasta la madrugada...
ROSMER: Hace mucho tiempo que no me en­contraba tan a gusto como ahora. Es una satisfacción haberlo dicho todo.
REBECA: Como que no debías haber callado tanto tiempo, Rosmer.
ROSMER: Yo mismo no concibo cómo he po­dido ser tan cobarde.
REBECA: ¡Bah! no fue por cobardía, en resu­men.
ROSMER: ¡Ah! sí; cuando lo pienso bien, veo que había algo de cobardía en ello.
REBECA: Pues has sido más valiente cortando por lo sano... (Se sienta a su lado en una silla.) Pero ahora quiero contarte algo que he hecho, y que no debes to­mar a mal.
ROSMER: ¿A mal? Querida amiga, ¿cómo pue­des pensar...?
REBECA: Quizá haya sido un poco abusivo por mi parte; pero...
ROSMER: Vamos a ver...
REBECA: Anoche, cuando iba a marcharse ese Ulrico Brendel, le di dos o tres líneas para Mortensgaard.
ROSMER: (Algo preocupado.) Pero, querida Rebeca... ¡Vaya! ¿Y qué le escribiste?
REBECA: Le escribí que te haría un favor ocu­pándose un poco de ese desgraciado y ayudándole en cuanto pudiera.
ROSMER: Querida, no debías haberlo hecho. Con eso no has conseguido más que perju­dicar a Brendel. Y Mortensgaard es un hombre a quien prefiero mantener a distancia. Ya conoces el disgusto que tuvimos tiempo atrás.
REBECA: Pero ¿no crees que hoy sería mejor volver a estar en buenos términos con él?
ROSMER: ¿Yo? ¿Con Mortensgaard? ¿Por qué supones eso?
REBECA: En realidad, ya no puedes sentirte seguro... después de lo ocurrido entre tú y tus amigos.
ROSMER: (La mira, moviendo la ca­beza.) Pero ¿has llegado a creer que Kroll o alguno de los demás quisiera vengarle, que serían capaces de...?
REBECA: En el primer arrebato, querido... Nadie puede saber... se me figura... por la manera como lo tomó el rector...
ROSMER: ¡Oh! debías conocerle mejor, a pesar de todo. Kroll es un hombre de honor de pies a cabeza. Esta tarde iré a la ciudad para hablar con él. Pienso ha­blar con todos ellos. Ya verás qué fácil.

(La Señora Helseth entra por la puerta de la izquierda.)

REBECA: (Levantándose.) ¿Qué hay, señora Helseth?
SEÑORA HELSETH: El rector Kroll está abajo, en el ves­tíbulo.
ROSMER: (Levantándose a su vez con rapidez.) ¡Kroll!
REBECA: ¡El rector! Pero...
SEÑORA HELSETH: Pregunta si puede subir a hablar con el pastor.
ROSMER: (A Rebeca.) ¿Que te había dicho? Sí, natural­mente, puede subir. (Va a la puerta y grita por la escalera.) ¡Sube, queri­do amigo! ¡Bienvenido seas! (Rosmer se queda, manteniendo la puerta abierta. La Señora Helseth se va. Re­beca corre la cortina de la puerta y se pone a arreglar un poco la estancia. Entra el Rector Kroll, sombrero en mano. Rosmer, cariñosamente, con emoción.) Ya sabía yo que no sería la última vez...
KROLL: Hoy veo el asunto bajo otro aspec­to que ayer.
ROSMER: Sí, ¿verdad, Kroll? ¿Te haces car­go? Como has tenido tiempo de re­flexionar...
KROLL: No te percatas de nada. (Deja su sombrero sobre la mesa, junto al ca­napé.) Necesito hablar contigo a solas.
ROSMER: ¿Por qué no puede la señorita West...?
REBECA: No, no, señor Rosmer; yo me voy.
KROLL: (Mirándola de arriba abajo.) Y debo presentar mis excusas a la señorita por haber venido tan tem­prano y sorprenderla antes que haya tenido tiempo de...
REBECA: ¡Cómo! ¿Estima indecoroso que an­de aquí, por casa, de bata?
KROLL: ¡Dios me libre! yo ya no estoy al corriente de los usos actuales de Rosmersholm.
ROSMER: Pero, Kroll... hoy no pareces el mis­mo ni por asomo.
REBECA: Me voy, señor rector. (Sale por la izquierda.)
KROLL: Con tu permiso. (Se sienta en el ca­napé.)
ROSMER: Sí, amigo mío, sentémonos y hable­mos íntimamente. (Se sienta en una silla frente al rector.)
KROLL: No he pegado ojo desde ayer. He es­tado dando vueltas al caso toda la no­che.
ROSMER: ¿Y qué dices hoy?
KROLL: Va a ser muy largo, Rosmer. Per­míteme que empiece por una especie de introducción. Te puedo dar algu­nas noticias sobre Ulrico Brendel.
ROSMER: ¿Fue a tu casa?
KROLL: No. Se dirigió a una taberna inmun­da. En la más desvergonzada compa­ñía, claro está. Bebió y comió mientras tuvo con qué. Luego insultó a todos llamándolos gentuza y canalla. Para ello, por cierto, tenía toda la razón. Enton­ces le apalearon y le tiraron al arroyo.
ROSMER: Por lo visto, es incorregible.
KROLL: Además, había empeñado el abrigo. Pero alguien ha debido de desempe­ñárselo. ¿Puedes adivinar quién?
ROSMER: ¿Tú, acaso?
KROLL: No. El digno señor Mortensgaard.
ROSMER: ¡Ah! ¿sí?
KROLL: Me han contado que la primera vi­sita del señor Brendel ha sido a ese idiota plebeyo.
ROSMER: ¡Qué suerte para él!
KROLL: ¡Ya lo creo! (Inclinándose sobre la mesa para acercarse más a Rosmer.) Y ahora tocamos un asunto que yo, por nuestra antigua, por nuestra pasa­da amistad, tengo obligación de comu­nicarte.
ROSMER: ¿Cuál es, querido?
KROLL: Pues que aquí, en esta casa, se lleva a cabo un juego doble a espaldas tu­yas.
ROSMER: Pero ¿puedes creer eso? ¿Te refie­res a Reb... a la señorita West?
KROLL: Exacto. Comprendo perfectamente su manejo. ¡Hace ya tanto tiempo que está acostumbrada a ser la que lo di­rige todo! Pero, aun así...
ROSMER: Querido Kroll, te equivocas de me­dio a medio. Ella y yo... no nos ocul­tamos nada en absoluto uno a otro.
KROLL: ¿También te confesó' que ha entabla­do correspondencia con el director del Blinkfyret?
ROSMER: ¡Ah! ¿quieres aludir a ese par de renglones que dio a Ulrico Brendel?
KROLL: ¿De modo que lo sabes? ¿Y aprue­bas tales relaciones con ese libelista que trata de ponerme en la picota, tanto por lo que respecta a mi cargo del liceo como a mi actuación pública?
ROSMER: Amigo mío, seguramente no se ha fijado en ese aspecto de la cuestión, y por otra parte, ella tiene su plena libertad de acción, como yo tengo la mía.
KROLL: ¿De veras? Presumo que eso irá de acuerdo con la nueva dirección que has tomado. Porque a donde llegues tú llegará la señorita West igual, ¿eh?
ROSMER: Por supuesto. Ella y yo colaboramos fielmente juntos hasta el último mo­mento.
KROLL: (Le mira, moviendo la cabeza.)¡Cuán ciego estás! ¿No ves el lazo que te tienden?
ROSMER: ¿Yo? ¿A qué viene eso?
KROLL: No me atrevo... no quiero creer lo peor. Bueno; déjame terminar. Tú aprecias realmente mi amistad y mi estimación, Rosmer, ¿no es así?
ROSMER: Creo que huelga responder a esa pre­gunta.
KROLL: Bien; pero hay otros puntos que exi­gen una respuesta y una franca ex­plicación por parte tuya. ¿Consientes que te someta a una especie de inte­rrogatorio?
ROSMER: ¿Interrogatorio?
KROLL: Sí: que te interpele sobre ciertos de­talles que no te agradará recordar. Oye: por ejemplo, tu apostasía... vamos, tu liberación, como la llamas, está ligada a tantas otras cosas, que por tu propio interés debes rendirme cuentas.
ROSMER: Querido, pregúntame cuanto quieras; no tengo nada que ocultar.
KROLL: Pues empiezo. ¿Cuál crees que fue la verdadera razón de que Beata aca­bara con su existencia?
ROSMER: ¿Puedes tener alguna duda sobre eso? O mejor dicho, ¿pueden preguntarse las causas de lo que hace una pobre en­ferma irresponsable?
KROLL: ¿Estás seguro de que Beata era irres­ponsable? Por lo menos, los médicos opinan que no era tan evidente.
ROSMER: Si los médicos la hubieran visto co­mo la he visto yo día y noche, no ha­brían dudado.
KROLL: Tampoco yo dudé entonces.
ROSMER: ¡Oh, no! por desgracia, era impo­sible dudar. Creo haberte hablado de su pasión salvaje y desenfrenada, a la cual me exigía corresponder. ¡Qué terror me infundía! Y luego, los repro­ches infundados que se hacía a sí propia en los últimos años.
KROLL: Sí, cuando se enteró de que nunca tendría hijos. Juzga tú mismo.
ROSMER: ¡Atormentarse a tal extremo por un hecho fortuito! ¿Podía, pues, ser res­ponsable?
KROLL: ¡Hum!... ¿Recuerdas si en aquella época tenías en casa libros que trata­sen del verdadero objeto del matrimonio, según las ideas avanzadas de nuestro tiempo?
ROSMER: Recuerdo que la señorita West me prestó una obra de ese género. Como sabes, había heredado la biblioteca del doctor. Pero querido Kroll, supongo que no nos creerás tan descuidados como para entrar con la pobre enferma en pormenores semejantes. Puedo asegu­rarte solemnemente que nosotros no te­nemos culpa alguna. Fueron sus pro­pios nervios y su cerebro excitado los que la empujaron a sus extravíos.
KROLL: De todos modos, hay algo que ahora puedo revelarte, y es que la pobre Bea­ta, atormentada y exaltada, puso fin a su vida para dejarte vivir feliz, libre, a tu albedrío.
ROSMER: (Con un movimiento brusco, se ha levantado a medias.)¿Qué quieres decir?
KROLL: Has de escucharme con tranquilidad, Rosmer, porque ya me es dable hablar de ello. En el último año de su vida, vino dos veces a casa para llorar su angustia y su desesperación.
ROSMER: ¿Acerca de la misma cuestión?
KROLL: No. La primera vez vino contando que tú estabas en vías de perder tu fe, y que querías abandonar la religión de tus antepasados.
ROSMER: (Vivamente.)Lo que dices es imposible, Kroll, de todo punto imposible. Debes de estar equivocado.
KROLL: ¿Por qué?
ROSMER: Porque, mientras vivía Beata, aún permanecía yo en la incertidumbre lu­chando conmigo mismo, y esta lucha la terminé a solas, en el más comple­to silencio. No creo siquiera que Re­beca. ..
KROLL: ¿Rebeca?
ROSMER: Sí... la señorita West. La llamo Re­beca por comodidad.
KROLL: Ya he reparado en ello.
ROSMER: Por eso me resulta tan inconcebible que a Beata se le hubiera podido ocu­rrir tal idea. ¿Y cómo no me habló de ello? Jamás me dijo la menor palabra.
KROLL: La pobre... me rogó y suplicó que hablara yo contigo.
ROSMER: ¿Y por qué no lo hiciste?
KROLL: Es que no podía dudar ni un mo­mento de que ella era irresponsable. ¡Tamaña acusación contra un hombre como tú! Y volvió un mes después. Parecía más tranquila; pero al mar­charse me dijo: “Ya pronto pueden esperar el caballo blanco en Rosmersholm.”
ROSMER: ¡Sí, sí, el caballo blanco! Le nom­braba a menudo.
KROLL: Al intentar apartarla de tan tristes pensamientos, sólo respondió: “No me resta mucho tiempo, porque Juan debe casarse con Rebeca lo antes posi­ble.”
ROSMER: (Casi sin habla.)¿Qué estás diciendo?... ¡Yo casar­me con...!
KROLL: Fue un jueves por la tarde. El sá­bado por la noche se tiró desde la pa­sarela al torrente del molino.
ROSMER: ¡Y tú no nos avisaste!
KROLL: Ya sabes cuántas veces decía que se­guramente no tardaría en morir.
ROSMER: Sí que lo sé. En todo caso, debiste avisarnos.
KROLL: También pensé en ello. Pero era de­masiado tarde.
ROSMER: Y después, ¿por qué no has...? ¿Por qué te has callado?
KROLL: ¿De qué serviría venir aquí para atormentarte y afligirte más aún? Creía que se trataba de fantasías infundadas e insensatas. Hasta ayer por la noche.
ROSMER: ¿De suerte que...?
KROLL: ¿No vio Beata claramente que es­tabas próximo a renegar de la fe de tu infancia?
ROSMER: (Mirando fijo al vacío.)Sí, y no me lo explico. Se me hace totalmente incomprensible.
KROLL: Incomprensible o no, es un hecho. Y ahora, Rosmer, te pregunto: ¿cuán­to hay de verdad en su segunda acusación?
ROSMER: ¿Acusación? ¿Era, pues, una acusa­ción?
KROLL: Tal vez no te fijaras en los térmi­nos. Quería desaparecer, dijo. ¿Por qué? Responde.
ROSMER: Pues para que yo pudiera casarme con Rebeca...
KROLL: No eran textualmente ésas sus pa­labras. Beata se expresó de otra ma­nera. Ella dijo: “No me resta mucho tiempo, porque Juan debe casarse con Rebeca lo antes posible.”
ROSMER: (Se queda mirándole un rato, y luego se levanta.) Ya te entiendo, Kroll.
KROLL: ¿Y qué? ¿Qué respuesta me das?
ROSMER: (Siempre tranquilo y domi­nándose.)¿A algo tan... sin nombre? La úni­ca respuesta adecuada sería indicarte la puerta.
KROLL: (Se levanta.)Está bien.
ROSMER: (Poniéndose delante de él.)Escucha. Durante un año o más, des­de que Beata murió, hemos vivido solos Rebeca y yo en Rosmersholm. Todo este tiempo estuviste enterado de la acusación de Beata contra nosotros. Pero nunca, ni un solo momento, he no­tado que te escandalizaras de que vi­viéramos juntos aquí.
KROLL: Hasta anoche no supe que vivían así en común un hombre renegado y una mujer emancipada.
ROSMER: ¿De modo que no crees que entre personas renegadas y emancipadas pue­de existir el espíritu de pureza? ¿No crees que puedan sentir un anhelo de honestidad como si se tratara de una ley natural?
KROLL: No me fío mucho de esa clase de honestidad que no tiene sus raíces en la fe de la Iglesia.
ROSMER: ¿Y aplicas eso asimismo a Rebeca y a mí, a las relaciones entre Rebeca y yo?...
KROLL: No puedo, por consideración a vos­otros, apartarme de mi opinión. No veo ningún abismo infranqueable entre el pensamiento libre y...
ROSMER: ¿Y qué?
KROLL: Y el amor libre, ya que insistes en oírlo.
ROSMER: (Lentamente.)¿Y no te da vergüenza decírmelo? ¡Tú, que me has conocido desde mi adolescencia!
KROLL: Justamente por eso. Sé con qué fa­cilidad te dejas influir por las perso­nas que te rodean. Y respecto a tu Rebeca... vamos, a esa señorita West... apenas la conocemos. En una palabra, Rosmer, no pierdo la esperanza contigo, y tú mismo debes salvarte mientras es­tés a tiempo.
ROSMER: ¿Salvarme? ¡Cómo!... (La Señora Helseth asoma la cabeza por la puerta de la izquierda.) ¿Qué desea usted?
SEÑORA HELSETH: Preguntar a la señorita si quería ha­cer el favor de bajar.
ROSMER: La señorita no está aquí arriba.
SEÑORA HELSETH: ¿Ah, no? (Mirando en torno suyo.) ¡Qué extraño! (Vase.)
ROSMER: ¿Decías...?
KROLL: Escucha. No quiero meterme más de lleno en lo que aquí ha pasado a es­condidas mientras vivía Beata ni en lo que sigue pasando desde entonces. Has sido muy desdichado en tu matrimonio, y esto te sirve de excusa hasta cierto punto.
ROSMER: ¡Oh, qué poco me conoces en el fondo!
KROLL: No me interrumpas. Lo que deseo decirte es que, si han de continuar es­tas relaciones con la señorita West, es absolutamente indispensable que se ocul­te el cambio, la lamentable apostasía a que ella te ha conducido. ¡Déjame hablar, déjame hablar! Digo que tiene que ser así. Tú puedes pensar, opinar y creer todo lo que quieras, tanto en un sentido como en otro. Pero guarda, al menos, tus opiniones para ti. Esto es, al fin y al cabo, un asunto de lo más personal; no hay ninguna necesidad de ir prego­nándolo por todo el país.
ROSMER: Necesito salir de una posición falsa.
KROLL: ¡Pero tienes un deber con las tra­diciones de tu familia, Rosmer! Recuérdalo. Desde tiempo inmemorial Rosmersholm fue hogar de honestidad, de orden, de respeto para todo aquello que se estima como lo mejor en sociedad. La comarca entera lleva el sello de Rosmersholm. Sería un error fatal e irre­parable publicar cómo has roto con lo que yo llamaría las ideas de la familia Rosmer.
ROSMER: Querido Kroll: en cuanto a mí, veo el caso desde otro punto de vista. A mi juicio, tengo el deber de difundir un poco de luz y alegría aquí donde la familia Rosmer durante generaciones no ha hecho más que crear tinieblas y tristeza.
KROLL: (Mirándole severamente.)¡Pues sí que sería una misión dig­na del hombre en quien se extingue la familia! Huye de esas cosas. No es tra­bajo adecuado para ti. Tú has nacido para llevar la vida tranquila del inves­tigador.
ROSMER: Sí, puede ser. No obstante, quiero participar también en la batalla de la existencia.
KROLL: ¿Sabes lo que será para ti esa bata­lla? Una lucha a vida o muerte contra todos tus amigos.
ROSMER: (Apacible.) No serán todos tan fanáticos como tú.
KROLL: Eres un ingenuo, Rosmer, alma sin experiencia. No puedes sospechar con qué ímpetu sobrevendrá la tempestad para ti.
SEÑORA HELSETH: (Entreabriendo la puerta de la izquierda.)Vengo a preguntar de parte de la se­ñorita...
ROSMER: ¿Qué hay?
SEÑORA HELSETH: Alguien abajo desea hablar con el se­ñor pastor.
ROSMER: ¿Es quizá el mismo que estuvo ayer por la noche?
SEÑORA HELSETH: No; es ese Mortensgaard.
ROSMER: ¿Mortensgaard?
KROLL: ¡Oh, hasta dónde hemos llegado! ¿Esas tenemos ya?
ROSMER: ¿Qué pretende? ¿Por qué no ha he­cho usted que se marchara?
SEÑORA HELSETH: La señorita me ha dicho que pre­guntase si podía subir.
ROSMER: Dígale que tengo visita.
KROLL: (A la Señora Helseth.) Déjele subir, señora. (La Señora Helseth sale. Kroll toma su sombre­ro.) Cedo la plaza... por ahora. Pero no se ha librado aún el combate de­cisivo.
ROSMER: Tan cierto como existo, Kroll, no tengo nada que ver con Mortensgaard.
KROLL: Ya no te creo. No confiaré en ti pa­ra nada. Hoy es la guerra a muerte; veremos si podemos dejarte fuera de combate.
ROSMER: ¡Oh, Kroll, qué bajo has caído!
KROLL: ¿Yo? ¡Y lo dices tú! ¡Acuérdate de Beata!
ROSMER: ¡Ya vuelves a lo mismo!
KROLL: No. Es tu conciencia, si todavía te queda de ella algo, la que debe resol­ver el enigma del torrente del molino. (Pedro Mortensgaard entra silen­ciosamente por la puerta de la izquier­da. Es un hombre pequeño y endeble, con escaso pelo y barba rojiza. Kroll le mira con ira, y dice:) ¿Conque el Blinkfyret alumbra Rosmersholm12? (Se abotona el abrigo.) Así no puedo dudar sobre qué ruta he de seguir.
MORTENSGAARD: (Humildemente.) El Blinkfyret estará encendido siem­pre que se trate de enseñar el camino al señor rector.
KROLL: Sí; hace mucho tiempo que demues­tra usted su buena voluntad respecto a mí. ¿No hay un mandamiento que exige “no levantar falso testimonio”?
MORTENSGAARD: El señor rector no necesita enseñar­me los mandamientos.
KROLL: ¿Ni el sexto tampoco?
ROSMER: ¡Kroll!...
MORTENSGAARD: Si hubiera necesidad, el pastor se­ría la persona más indicada.
KROLL: (Con disimulada ironía.)¿El pastor? Sí, sin duda alguna, el pastor Rosmer es el más entendido en la materia. ¡Buen provecho, señores! (Vase dando un portazo.)
ROSMER: (Continúa mirando a la puer­ta, y murmura para sí mismo:)En fin, ¡qué se le va a hacer! (Volviéndose.) ¿Tiene a bien decirme, se­ñor Mortensgaard, a qué debo su vi­sita?
MORTENSGAARD: En puridad, vine a ver a la señorita West. Consideraba un deber darle las gracias por la amable carta que me envió ayer.
ROSMER: Sé que le escribió. ¿Ha hablado us­ted con ella?
MORTENSGAARD: Sí, algo. (Con leve sonrisa.) Me he enterado de que los puntos de vista han cambiado en varios sentidos aquí, den­tro de Rosmersholm.
ROSMER: En efecto, han cambiado mis puntos de vista sobre ciertas cosas, casi puedo decir que sobre todo.
MORTENSGAARD: Eso ha dicho la señorita. Así ha creí­do que debía subir a hablar un poco con usted de la cuestión, señor pastor.
ROSMER: ¿De qué, señor Mortensgaard?
MORTENSGAARD: ¿Me permite que comente en el Blinkfyret cómo ha modificado usted sus ideas y se une a la causa del li­beralismo y del progreso?
ROSMER: Con mucho gusto. Hasta le ruego que lo haga.
MORTENSGAARD: Entonces saldrá la noticia mañana por la mañana. Será sensacional el hecho de que el pastor Rosmer de Rosmersholm considere que debe combatir por la verdad, aun dada su condición.
ROSMER: No le comprendo del todo.
MORTENSGAARD: Digo que nuestro partido adquiere un fuerte espaldarazo moral cada vez que conquistamos un afiliado de espí­ritu cristiano.
ROSMER: (Algo extrañado.)Pero ¿no sabe usted... no le ha di­cho la señorita West...?
MORTENSGAARD: ¿Qué, señor pastor? La señorita, al parecer, tenía mucha prisa. Me ha di­cho que subiera y que lo demás me lo contaría usted.
ROSMER: Pues bien: debo hacerle saber que me he liberado por completo, en todos los aspectos. Me encuentro actualmen­te sin ninguna relación con las doctrinas de la Iglesia. Desde hoy no me preocu­paré de esas cosas.
MORTENSGAARD: (Mirándole con estu­por.)Ni aunque la luna cayera del cielo, me causaría más asombro. ¡El pastor se desentiende...!
ROSMER: Sí; hoy por hoy me encuentro don­de está usted hace mucho tiempo. Así puede publicarlo en el Blinkfyret mañana.
MORTENSGAARD: ¿También eso? No, querido señor pastor, perdóneme; pero más vale no rozar ese lado de la cuestión.
ROSMER: ¿No hablar de ello?
MORTENSGAARD: Por lo pronto, quiero decir.
ROSMER: No comprendo...
MORTENSGAARD: Sí; verá, señor pastor. Presumo que no estará usted tan al corriente de to­do como yo. Pero desde el momento en que se ha pasado al partido de los li­berales, y ya que, como dice la seño­rita West, quiere tomar parte activa en el movimiento, es de suponer que lo haga usted con ánimo de ser lo más útil posible.
ROSMER: Sí, lo deseo con ahínco.
MORTENSGAARD: Conforme; en vista de eso, debo ad­vertirle, señor pastor, que, si declara usted abiertamente su separación de la Iglesia, se ata las manos en seguida.
ROSMER: ¿Lo cree usted así?
MORTENSGAARD: Sí, y puede usted estar persuadido de que poco lograría hacer en este dis­trito. Por lo demás, tenemos ya bastan­tes librepensadores, señor pastor. Casi iba a decirle que tenemos demasiados. Lo que necesita el partido son elemen­tos cristianos, alguien a quien respete todo el mundo. He aquí lo que nos hace mucha falta. Resulta más cuerdo que no diga usted palabra de lo que no con­cierne al público. Tal es mi opinión, al menos.
ROSMER: ¡Ah! ¿Conque no se atreve usted a establecer relaciones conmigo en caso de que declare francamente mi apos­tasía?
MORTENSGAARD: (Moviendo la cabeza.) No me atrevo, señor pastor. Últimamente he tenido como norma no apo­yar nada ni a nadie que intente perju­dicar los intereses de la Iglesia.
ROSMER: ¿Es que ha vuelto usted al seno de la religión?
MORTENSGAARD: Eso es asunto mío.
ROSMER: ¡Ah, vamos! Sí, ya entiendo.
MORTENSGAARD: Señor pastor, debía usted tener pre­sente que yo—yo sobre todo—no pue­do actuar con entera libertad.
ROSMER: ¿Qué le cohíbe, pues?
MORTENSGAARD: Me cohíbe... ser un hombre mar­cado.
ROSMER: ¡Ah! ¿sí?
MORTENSGAARD: Un hombre marcado, señor pastor. Debía usted reconocer eso especialmen­te, porque fue el primero que consiguió marcarme.
ROSMER: Si entonces hubiera tenido las mis­mas ideas que tengo hoy, habría tra­tado su falta con más tacto.
MORTENSGAARD: Así lo creo yo también. Pero ya es tarde. Me ha marcado usted para siem­pre, para toda la vida. De seguro, no comprende el alcance de eso. Pero qui­zá sufra pronto usted mismo el dolor del hierro candente.
ROSMER: ¿Yo?
MORTENSGAARD: Sí. Porque supongo que no creerá que el rector Kroll y su círculo per­donen una cosa como la ruptura de usted. Se dice que el Amtstidende, en lo sucesivo, va a mostrase bastante san­griento. Podría suceder que usted fuese también un hombre marcado.
ROSMER: Me siento invulnerable en cuanto me atañe personalmente, señor Mortensgaard. Mi vida queda fuera de cualquier ataque.
MORTENSGAARD: (Con una sonrisa ma­ligna.) Esas son palabras mayores, señor pastor.
ROSMER: Es posible. Pero creo que tengo de­recho a emplear esas palabras.
MORTENSGAARD: ¿Aun juzgando su propia conducta con tanta severidad como en otro tiem­po juzgó la mía?
ROSMER: ¡Lo dice usted de una manera tan extraña!... ¿A qué se refiere?
MORTENSGAARD: Sí, a cierto hecho concreto, nada más, aunque podría ser bastante grave si lo propalan adversarios malévolos.
ROSMER: ¿Me hará usted el favor de decirme cuál?
MORTENSGAARD: ¿No lo adivina por sí solo el señor pastor?
ROSMER: No, no lo adivino de ninguna ma­nera.
MORTENSGAARD: Pues no tendré más remedio que de­círselo. Yo guardo en mi poder una carta singular, escrita aquí en Ros­mersholm.
ROSMER: ¿Alude usted a la carta de la seño­rita West? ¿Tan singular es?
MORTENSGAARD: No, esa carta no lo es. Pero un día recibí otra de aquí, de la finca.
ROSMER: ¿También de la señorita West?
MORTENSGAARD: No, señor pastor.
ROSMER: ¿De quién, entonces? ¿De quién?
MORTENSGAARD: De la difunta señora Rosmer.
ROSMER: ¿De mi mujer? ¿Recibió usted una carta de mi mujer?
MORTENSGAARD: Sí, la recibí.
ROSMER: ¿Cuándo?
MORTENSGAARD: Poco antes de morir. Hará como co­sa de año y medio. Y ésa es la car­ta singular.
ROSMER: Supongo que ya sabrá usted que mi mujer padecía una enfermedad mental en aquella época.
MORTENSGAARD: Sí, ya sé que mucha gente lo creía. Pero, a mi entender, no se advierte na­da de ello en la carta. Al decir que es singular, lo digo por otra cosa.
ROSMER: ¿Y qué ha podido escribirle mi po­bre mujer?
MORTENSGAARD: Tengo la carta en casa. Empezaba, poco más o menos, diciendo que vi­vía en constante zozobra, porque aquí en la comarca había muchas personas malvadas que no pensaban más que en hacerle a usted daño.
ROSMER: ¿A mí?
MORTENSGAARD: Eso afirmaba. Pero luego viene lo más sorprendente. ¿Quiere usted que se lo diga, señor pastor?
ROSMER: ¿No he de querer? Dígamelo todo, sin reservas.
MORTENSGAARD: La difunta señora Rosmer me pedía magnanimidad, declarando saber que fue el pastor quien provocó mi despido. Y me rogaba encarecidamente que no me vengara.
ROSMER: ¿Cómo habría podido vengarse us­ted, según ella?
MORTENSGAARD: Añade la carta que, en caso de que oyera rumores de que pasaban cosas pecaminosas en Rosmersholm, no de­bía prestarles crédito, porque no podían ser más que calumnias difundidas por gente vil para desacreditarle a usted.
ROSMER: ¿Consta eso en la carta?
MORTENSGAARD: El señor pastor puede leerla cuando haya ocasión.
ROSMER: Pero es que no me explico... ¿Qué se imaginaba que podrían ser esos ma­lignos rumores?
MORTENSGAARD: En primer lugar, que el señor pas­tor había abandonado la fe de su in­fancia; esto lo negaba la señora sin rebozo, enérgicamente. Y en segundo lugar... pues...
ROSMER: En segundo lugar, ¿qué?
MORTENSGAARD: Pues en segundo lugar, escribía... es bastante confuso... que ella ignoraba que en Rosmersholm existiera ninguna relación pecaminosa, que jamás se ha­bía cometido una injusticia contra ella, y que, si circularan especies de ese gé­nero, no debería yo hacerlas públicas en el Blinkfyret.
ROSMER: ¿No menciona ningún nombre?
MORTENSGAARD: No.
ROSMER: ¿Quién le llevó la carta?
MORTENSGAARD: He prometido no decirlo. Me la lle­varon una tarde al oscurecer.
ROSMER: Si se hubiera usted informado desde luego, se habría enterado de que mi pobre mujer no era completamente res­ponsable.
MORTENSGAARD: Me informé, señor pastor; y debo decirle que no fue esa misma la im­presión que obtuve.
ROSMER: ¿No? Pero, en suma, ¿por qué me ha hablado usted hoy de aquella anti­gua carta absurda?
MORTENSGAARD: Para aconsejarle mucha prudencia, señor pastor.
ROSMER: ¿En mi modo de vivir, insinúa us­ted?
MORTENSGAARD: Sí. Debe tener en cuenta que ya no es un hombre invulnerable.
ROSMER: ¿De manera que insiste usted en que aquí hay algo que ocultar?
MORTENSGAARD: No atino a comprender por qué un hombre emancipado no puede vivir lo mejor posible. Pero, como he dicho, sea usted prudente desde hoy. Si se oyeran rumores contrarios a los prejui­cios, puede usted estar seguro de que perjudicaría a la causa de la libertad. Adiós, señor pastor.
ROSMER: Adiós.
MORTENSGAARD: Voy directamente a la imprenta para publicar la gran noticia en el Blinkfy­ret.
ROSMER: Publíquelo todo.
MORTENSGAARD: Publicaré todo lo que el buen pú­blico necesite saber. (Saluda y vase.)

(Rosmer se queda a la puerta, mientras Mortensgaard baja la escalera. Se oye la puerta de aba­jo al cerrarse.)

ROSMER: (Llama en voz baja.)¡Rebeca, Re...! ¡Hum! (En voz alta.) Señora Helseth, ¿no está la señorita West ahí abajo?
SEÑORA HELSETH: (Desde el vestíbulo.) No, señor pastor, aquí no está.

(Se descorre a un lado la cor­tina del foro y aparece Rebeca en el hueco.)

REBECA: ¡Rosmer!
ROSMER: (Volviéndose.)¡Cómo! ¿estabas en mi dormitorio? ¿Qué hacías ahí, querida amiga?
REBECA: (Acercándose.)He escuchado.
ROSMER: Pero, Rebeca, ¿cómo has podido ha­cer eso?
REBECA: Ya ves cómo. Decía Kroll de una manera tan molesta aquello de la bata...
ROSMER: ¡Ah! ¿conque estabas ahí ya cuan­do Kroll...?
REBECA: Sí; quería saber cuál era su verda­dera intención.
ROSMER: Te lo hubiese contado yo.
REBECA: Dudo que me lo hubieras contado por entero. Y de fijo no habrían sido las mismas palabras.
ROSMER: ¿Lo has oído todo?
REBECA: La mayor parte, según creo. He te­nido que bajar un momento cuando ha llegado Mortensgaard.
ROSMER: ¿Y volviste a subir?
REBECA: No te enfades, querido amigo.
ROSMER: Haz siempre lo que te parezca jus­to y correcto. Tienes plena libertad de acción. Vamos a ver, ¿qué dices, Re­beca? ¡Oh! nunca te he necesitado a tal punto.
REBECA: Tanto tú como yo estábamos prepa­rados para lo que alguna vez había de acaecer.
ROSMER: No, no; para eso no.
REBECA: ¿Para eso no?
ROSMER: Siempre recelaba que, tarde o tempra­no, nuestra hermosa y pura amistad se mancharía y se haría sospechosa. No por parte de Kroll. De él no habría podido figurarme yo eso jamás. Pero sí por par­te de muchas personas con espíritu gro­sero y ojos infames. Ya ves cómo tenía razón cuando con tanto interés tendí un velo sobre nuestra alianza. Era un se­creto peligroso.
REBECA: ¡Bah, qué importa cómo nos juzguen los demás! Nosotros sabemos que estamos limpios de culpa.
ROSMER: ¿Yo, limpio de culpa? Eso creía has­ta hoy. Pero ahora... ahora, Rebeca...
REBECA: ¿Qué pasa ahora?
ROSMER: ¿Cómo podré explicarme la terrible acusación de Beata?
REBECA: (Impresionada.)¡Oh, no hables de Beata, no pienses más en Beata! Habías logrado alejarte de ella, que está muerta.
ROSMER: Desde que me he enterado de eso, se me antoja que está espantosamente viva.
REBECA: ¡No, no... no lo digas, Rosmer, por favor!
ROSMER: Te repito que sí. Procuraremos acla­rarlo todo. ¿Cómo pudo llegar ella a tan fatal interpretación?
REBECA: ¿No irás a dudar ya de que estaba loca o poco menos?
ROSMER: Pues mira, es precisamente de lo que ya no puedo hallarme tan seguro. Y aparte de eso... aunque lo estuviera...
REBECA: ¿Qué?
ROSMER: Quiero preguntarme dónde hemos de buscar la verdadera causa que llevó su espíritu turbado hasta la demencia.
REBECA: ¿Y de qué sirve que hoy te entre­gues a tales cavilaciones?
ROSMER: No puedo remediarlo, Rebeca. No consigo librarme de esta duda que me remuerde, ni aun queriendo.
REBECA: Pero puede ser peligroso estar de con­tinuo barajando ese pensamiento triste.
ROSMER: (Pasea, inquieto y pensativo.)De algún modo he debido de dela­tarme. Quizá notara lo feliz que em­pecé a sentirme desde que viniste con nosotros.
REBECA: Sí, querido; y aun cuando así fuese...
ROSMER: Imagínate... No se le escaparía que leíamos los mismos libros, que el uno buscaba al otro para hablar de todas las cosas nuevas. Pero no lo concibo. Por­que ¡fui tan escrupuloso en ocultarlo! Cuando ahora lo recuerdo, me parece que, como si me fuese la vida en ello, tuve cuidado de mantenerla ajena a todo lo nuestro. ¿No es verdad, Rebeca?
REBECA: Sí, sí, positivamente.
ROSMER: Y tú, igual. Sin embargo... ¡Oh, es horrible pensarlo! Así, pues, ella anda­ba por aquí, con su amor enfermizo, siempre callando, vigilándonos, fijándose en todo... e interpretándolo todo mal.
REBECA: (Retorciéndose las manos.)¡Oh, nunca debí venir a Rosmersholm!
ROSMER: ¡Y lo que habrá sufrido en silencio! ¡Cuántas villanías habrá podido edificar e inventar sobre nosotros su cerebro trastornado! ¿Jamás te habló de algo que pudiera prevenirte?
REBECA: (Como anonadada.)¡A mí! ¿Crees que en tal caso me hubiese quedado aquí un solo día más?
ROSMER: No, no; se comprende. ¡Oh, qué lu­cha habrá sostenido! Por añadidura, es­taba sola, Rebeca; ¡desesperada y tan sola! ¡Y como final, el triunfo con­movedor y acusador, en el torrente del molino! (Se deja caer en el sillón, apo­yando los codos en la mesa y cubrién­dose el rostro con las manos.)
REBECA: (Acercándose cautelosamente, por detrás.)Escúchame, Rosmer. Si estuviera a tu alcance volver a traer a Beata a Rosmersholm, ¿lo harías?
ROSMER: ¡Oh, qué sé yo lo que haría ni lo que no haría! No puedo pensar en otra cosa sino en que es irreparable.
REBECA: Ahora debías haber empezado a vivir, Rosmer. Habías empezado ya. Te ha­bías liberado definitivamente de todo, en todos los sentidos. Te sentías tan alegre, tan desahogado...
ROSMER: Sí, es cierto, ¡ya lo creo! Y de pron­to me cae este peso abrumador.
REBECA: (Detrás de él apoya los brazos en el respaldo del sillón.)¡Qué delicioso era cuando solíamos estar sentados abajo, en el salón, du­rante el ocaso, y nos ayudábamos mu­tuamente a ajustar los nuevos planes de existencia! Tú querías tomar parte acti­va en la vida trepidante, “la vida trepidante de hoy”, como decías. Deseabas ir de casa en casa como un huésped li­bertador, conquistar los espíritus y las voluntades, crear nobleza alrededor tu­yo, cada vez en círculo más amplio.
ROSMER: Nobleza alegre.
REBECA: Sí, alegre.
ROSMER: Porque es la alegría lo que ennoblece los espíritus, Rebeca.
REBECA: ¿No crees que también lo es el dolor, un gran dolor?
ROSMER: Sí, a condición de que pudiera uno esquivarlo, pasar por encima, apartarse de él.
REBECA: Eso es lo que debes hacer.
ROSMER: (Mueve tristemente la cabeza.)De éste no podré nunca apartame del todo. Siempre quedará una duda. ¿Crees que jamás volveré a experimentar lo que hace la vida maravillosa...?
REBECA: (Sobre el respaldo del sillón, en voz más baja.)¿A qué te refieres, Rosmer?
ROSMER: (Mirándola.)A la inocencia, la tranquila y alegre inocencia.
REBECA: (Retrocediendo un poco.)Sí, la inocencia... (Breve pausa.)
ROSMER: (Acodado sobre la mesa, con la cabeza apoyada en las manos, mira con ojos vagos.) ¡Qué bien supo combinarlo todo, cuán sistemáticamente!... Comenzó por dudar de mi fe religiosa. ¿Cómo pudo adivinarlo en aquel tiempo? Pero lo adi­vinó, y aumentó su certeza. Entonces le fue muy sencillo creerse todo. (Incorporándose y pasándose las manos por el cabello.) Jamás podré desprenderme de todas esas visiones. Bien lo noto, lo sé. En un momento dado surgirán de re­pente, recordándome a la muerta.
REBECA: Como el caballo blanco de Rosmersholm.
ROSMER: Sí, igual; en la oscuridad, en el si­lencio.
REBECA: ¿Y por esa pesadilla fatal quieres re­nunciar a la vida palpitante que habías empezado a crearte?
ROSMER: Tienes razón; es duro, ¡duro, Rebe­ca! Pero no está en mi mano escoger. ¿Cómo sería posible que yo me librara de esto?
REBECA: (Detrás del sillón.)Contrayendo nuevas relaciones. Sí, nuevas relaciones con el mundo exte­rior. Debes vivir, trabajar, y no quedar­te sentado aquí cavilando e incubando enigmas insolubles.
ROSMER: (Se pone de pie.)¿Nuevas relaciones? (Pasea por la es­tancia, se detiene a la puerta y vuelve.) Me asalta una idea repentina. ¿No te has preguntado tú lo mismo, Rebeca?
REBECA: (Respirando penosamente.) ¿Acerca de qué?
ROSMER: ¿Qué giro crees que tomarán nues­tras relaciones a partir de hoy?
REBECA: Creo que nuestra amistad será capaz de resistir todo lo que pueda suceder.
ROSMER: No me preocupa eso en especial, sino lo que nos juntó en un principio, lo que nos une tan entrañablemente uno a otro; nuestra fe común en una inti­midad casta entre hombre y mujer.
REBECA: Sí, sí. ¿Y qué quieres decir?
ROSMER: Quiero decir que a esa clase de vida pacífica y feliz deben amoldarse unas relaciones como las nuestras, ¿no?
REBECA: Prosigue.
ROSMER: Hoy se abre ante mí una vida de lu­cha e intranquilidad, con fuertes emo­ciones; porque deseo vivir a mi guisa, Rebeca. No me dejaré aplastar por po­sibilidades funestas. No admitiré que me prescriba nadie mi línea de conduc­ta; ni los vivos ni... otros.
REBECA: No, no, no lo admitas. ¡Sé todo un hombre libre, Rosmer!
ROSMER: Pero ¿sabes en qué pienso? ¿No lo sabes? No veo lo que he de hacer para desprenderme de tantos recuerdos lan­cinantes, de tan lúgubre pasado.
REBECA: ¿Qué?
ROSMER: Quiero oponer al pasado una realidad nueva y viva.
REBECA: (Como andando a tientas, se apoya sobre el respaldo del sillón.) ¿Una realidad viva? ¿Qué entiendes por eso?
ROSMER: (Acercándose.)Rebeca... si ahora te preguntase: ¿quieres ser mi segunda mujer?...
REBECA: (Sin poder hablar durante un momento, y luego, con una exclamación de alegría.) ¡Tu esposa! Tu... ¡yo!
ROSMER: Sí. Probemos; seamos uno solo los dos. No debe quedar ningún vacío de­trás de la difunta.
REBECA: ¡Yo... en el puesto de Beata!
ROSMER: Así desaparecerá para siempre, ¡del todo!
REBECA: (Con voz débil y temblorosa.) ¿Tú crees, Rosmer?
ROSMER: Hace falta que así sea, ¡hace falta! No puedo ni quiero cruzar por la vida con un cadáver a cuestas. Ayúdame a dejarlo, Rebeca. Vamos a ahogar todos los recuerdos en la libertad del deleite y en la pasión. Tú serás para mí la única esposa que habré tenido.
REBECA: (Firme y severa.)No vuelvas a hablar de eso. ¡Jamás seré tu mujer!
ROSMER: ¡Cómo! ¿Jamás? ¿No crees que lle­garías a amarme? ¿Acaso no existe ya en nuestra amistad una chispa de amor?
REBECA: (Se tapa los oídos como si tu­viera miedo.)¡No hables así, Rosmer! ¡No digas esas cosas!
ROSMER: (Cogiéndola del brazo.)Sí, sí... en nuestras relaciones hay un germen vivo. ¡Oh, veo en tu rostro que piensas lo mismo! ¿A que sí, Re­beca?
REBECA: (Nuevamente firme y serena.) Escúchame, Si persistes en ese len­guaje, abandono Rosmersholm.
ROSMER: ¿Abandonarlo? ¿Tú? No puedes ha­cer eso. ¡Es imposible!
REBECA: Más imposible es aún que yo sea tu mujer. ¡Nunca podría serlo!
ROSMER: (Sorprendido.)¿Dices que no puedes? Y lo dices de una manera... ¿Por qué no puedes?
REBECA: (Oprimiéndole las dos manos.)Querido amigo, para bien tuyo y... mío, no me preguntes por qué. (Soltándole las manos.) Nada más, Rosmer. (Se dirige hacia la puerta de la izquier­da.)
ROSMER: Desde ahora no tengo otra pregunta que ésta: ¿por qué?
REBECA: (Se vuelve, y le mira.)Entonces, ha terminado todo.
ROSMER: ¿Entre tú y yo?
REBECA: Sí.
ROSMER: Jamás podrá terminar esto. Nunca abandonarás Rosmersholm.
REBECA: (Con la mano en el picaporte.)No, quizá no. Pero, si vuelves a pre­guntarme... se terminará de todos modos.
ROSMER: ¿Que se terminará de todos modos? ¡Cómo!...
REBECA: Porque en el acto tomaré el mismo camino que Beata. Ya lo sabes, Ros­mer.
ROSMER: ¡Rebeca!...
REBECA: (Desde la puerta, afirmando con la cabeza.)Ya lo sabes. (Vase.)
ROSMER: (Mira, atónito, a la puerta ce­rrada.)¿Qué significa esto?

TELÓN

ACTO TERCERO

Salón de Rosmersholm. La ventana y la puerta del vestíbulo, abiertas. Luz matinal.

Rebeca West, vestida como en el acto pri­mero, a la ventana, arregla y riega los tiestos. Su labor yace en el sillón. La Señora Helseth, con una escoba y un plumero, avía el aposento.

REBECA: (Después de una pausa.)Es extraño que el pastor permanez­ca hoy tanto tiempo arriba.
SEÑORA HELSETH: ¡Oh! eso le ocurre con frecuencia. Pero no tardará en bajar.
REBECA: ¿Le ha visto usted?
SEÑORA HELSETH: Apenas. Cuando he subido con el ca­fé, andaba por su dormitorio, vistién­dose.
REBECA: Lo pregunto, porque ayer no se en­contraba bien del todo.
SEÑORA HELSETH: No; así parecía. Por añadidura, sos­pecho que ha pasado algo entre él y su cuñado.
REBECA: ¿Qué cree usted que pueda ser?
SEÑORA HELSETH: ¡Quién sabe! Si a mano viene, es ese Mortensgaard quien los ha enzar­zado uno contra otro.
REBECA: Es posible... ¿Está usted enterada de algo relativo a Pedro Mortensgaard?
SEÑORA HELSETH: ¿Yo? No. ¿Qué cree la señorita? Un individuo como él...
REBECA: ¿A causa del periodicucho que di­rige?
SEÑORA HELSETH: ¡Ah! no es sólo por eso... La seño­rita habrá oído decir que tuvo un hi­jo con una mujer casada y abandona­da por su marido.
REBECA: He oído hablar de ello. Pero fue mu­cho antes de venir yo aquí.
SEÑORA HELSETH: ¡Sí, Dios mío! El era muy joven, y ella debió haber sido más sensata que él. Hasta quería casarse con ella. Pero no pudo ser, y lo pagó bien caro. Des­de entonces ha subido Mortensgaard, ¡ya lo creo! Hay muchos que le soli­citan.
REBECA: La mayoría de la gente humilde se dirige a él cuando necesita algo.
SEÑORA HELSETH: ¡Oh! y también gente que no tiene nada de humilde...
REBECA: (Mirándola de soslayo.)¡Ah! ¿sí?
SEÑORA HELSETH: (Cerca del sofá, muy entretenida en barrer y limpiar el polvo.)Le buscan hasta personas de quienes jamás se ha sospechado, señorita.
REBECA: (Mientras arregla las flores.)¡Bah! eso no será sino alguna figu­ración suya, señora Helseth, en vista de que no puede usted saber nada con seguridad.
SEÑORA HELSETH: ¿Conque cree la señorita que no pue­do saberlo? Pues está equivocada. Por­que—ya que hay que decirlo—yo mis­ma llevé una carta a Mortensgaard.
REBECA: (Se vuelve.)¡No! ¿De veras?
SEÑORA HELSETH: ¡Y tan de veras! Aquella carta se escribió aquí, en Rosmersholm, nada menos.
REBECA: ¿Es posible, señora Helseth?
SEÑORA HELSETH: Sí, a fe mía. Y por cierto que estaba escrita en un papel muy elegante, y sellada con lacre rojo.
REBECA: ¿Y se la confiaron a usted? Siendo así, no se hace difícil adivinar quién la envió.
SEÑORA HELSETH: ¿Quién?
REBECA: Naturalmente, sería algo que la po­bre señora Rosmer, enferma como es­taba...
SEÑORA HELSETH: Es la señorita West quien lo dice, no yo.
REBECA: Bueno; ¿y qué contenía la carta? ¡Ah! es claro... usted no puede sa­berlo.
SEÑORA HELSETH: ¡Hum! quizá lo sepa, a pesar de todo.
REBECA: ¿Es que le dijo de qué se trataba?
SEÑORA HELSETH: No, no me lo dijo concretamente. Pero, cuando Mortensgaard la hubo leído, empezó a interrogarme en tal forma, que pude darme cuenta del con­tenido.
REBECA: ¿Y qué cree usted que sería? ¡Que­rida señora Helseth, cuénteme, por fa­vor!
SEÑORA HELSETH: ¡De ningún modo, señorita; por na­da del mundo!
REBECA: Ande; a mí sí que puede usted de­círmelo. Al fin y al cabo, somos bue­nas amigas.
SEÑORA HELSETH: ¡Dios me libre de contarle a usted nada de aquello, señorita! Únicamente puedo decirle que se trata de algo feo que habían hecho creer a la pobre en­ferma.
REBECA: ¿Y quién se lo había hecho creer?
SEÑORA HELSETH: Gente ruin, señorita West, gente ruin.
REBECA: ¿Ruin?...
SEÑORA HELSETH: Sí, lo repito; gente muy ruin debía de ser.
REBECA: ¿Quién cree usted que sería?
SEÑORA HELSETH: Yo sé muy bien lo que creo. Pero Dios guarde mi lengua. Por supuesto, hay en la ciudad cierta señora... ¡Hum!...
REBECA: Me parece que está pensando usted en la señora Kroll.
SEÑORA HELSETH: Sí, ¡y qué señora! Conmigo se ha mostrado siempre muy orgullosa, y a usted tampoco la ha mirado nunca con buenos ojos.
REBECA: ¿Cree usted que la señora Rosmer estaba en su juicio cuando escribió aquella carta a Mortensgaard?
SEÑORA HELSETH: Es muy problemático eso del juicio, señorita. Yo no creo que hubiera per­dido la cabeza por completo.
REBECA: Sin embargo, se puso como loca al saber que no podía tener hijos. Fue a la sazón cuando estalló su demencia.
SEÑORA HELSETH: Sí, eso atormentó muchísimo a la pobre señora.
REBECA: (Toma su labor y se sienta al lado de la ventana.)Por otra parte... ¿no opina usted, señora Helseth, que era lo mejor para el pastor?
SEÑORA HELSETH: ¿Qué, señorita?
REBECA: Que no tuvieran hijos, ¿eh?
SEÑORA HELSETH: No sé, en realidad, qué decir.
REBECA: Sí, créame; era para él lo mejor. Al pastor le irritaría oír gritos de niños.
SEÑORA HELSETH: En Rosmersholm los niños pequeños no gritan, señorita.
REBECA: (Mirándola.)¿No gritan?
SEÑORA HELSETH: No. Aquí, en la finca, jamás los ni­ños pequeños han acostumbrado a gri­tar, que yo recuerde.
REBECA: ¡Qué raro!
SEÑORA HELSETH: Sí, ¿verdad que resulta raro? Es de familia. Pero hay aún otra cosa muy rara. Cuando son mayores, no ríen nun­ca. No ríen en toda su vida.
REBECA: Muy sorprendente...
SEÑORA HELSETH: ¿Ha oído o ha visto la señorita una sola vez reír al pastor?
REBECA: No; ahora que lo pienso, me parece que tiene usted razón. Pero, por las trazas, la gente de aquí, en general, no ríe mucho.
SEÑORA HELSETH: No, en efecto. Se dice que comenzó eso en Rosmersholm, y presumo que después ha ido extendiéndose como una especie de contagio.
REBECA: Es usted una mujer muy sagaz, se­ñora Helseth.
SEÑORA HELSETH: ¡Oh, señorita, no se burle de mí! (Escuchando.) ¡Chis, chis! ahora ba­ja el pastor. No le gusta ver la escoba aquí. (Sale por la puerta de la dere­cha.)
ROSMER: (Con bastón y sombrero en la mano, entra por el vestíbulo.)Buenos días, Rebeca.
REBECA: Buenos días, querido amigo. (Mo­mentos después, sin dejar de hacer gan­chillo.) ¿Vas a salir?
ROSMER: Sí.
REBECA: Hace un tiempo hermoso.
ROSMER: Esta mañana no has subido a verme.
REBECA: No, no he subido... hoy no.
ROSMER: ¿No vas a hacerlo ya más?
REBECA: Pues no lo sé todavía.
ROSMER: ¿Ha llegado algo para mí?
REBECA: Ha llegado el Amtstidende.
ROSMER: ¿El Amtstidende?
REBECA: Ahí está, encima de la mesa.
ROSMER: (Deja su bastón y su som­brero.) ¿Dice algo?
REBECA: Sí.
ROSMER: Y sabiéndolo, no me lo has enviado arriba...
REBECA: Siempre será tiempo de que lo leas.
ROSMER: ¡Vaya! (Coge el periódico y empie­za a leer de pie junto a la mesa.) ¡Có­mo!... “No se puede nunca estar pre­parado contra desertores sin carácter.” (Se queda mirándola.) Me llaman de­sertor, Rebeca.
REBECA: No mencionan nombre alguno.
ROSMER: Es igual. (Continúa leyendo.) “Trai­dores ocultos contra la buena causa.” “Naturalezas a lo Judas, que descara­damente confiesan su deserción cuan­do creen que ha llegado el momento más oportuno y ventajoso.” “Atentado sin consideración a la memoria de ho­norables antepasados.” “En espera de que no faltará una recompensa adecua­da por parte de los magnates del mo­mento.” (Deja el periódico encima de la mesa.) Esto escriben de mí los que me han conocido tanto tiempo y tan a fondo; esto, que no creen ni ellos mis­mos; esto, que saben no contiene una sola palabra de verdad... y lo escriben, a trueque de mentir.
REBECA: Dice más todavía.
ROSMER: (Vuelve a coger el periódico.) “Excusable en un juicio inexperto.” “Influencia perniciosa, extendiéndose has­ta terrenos a los cuales por ahora no queremos aludir públicamente.” (Mirándola.) ¿Qué es esto?
REBECA: Apuntan a mí, no cabe duda.
ROSMER: (Deja el periódico.)Rebeca, se han portado como unos infames.
REBECA: Sí; entiendo que no tienen por qué criticar a Mortensgaard.
ROSMER: (Se pasea, nervioso.)Es menester buscar una solución. Cuanto hay de bueno en los hombres perecerá si se deja seguir esto así. Pe­ro no seguirá. ¡Oh, qué feliz me senti­ría si pudiera esclarecer un poco toda esta siniestra abominación!
REBECA: (Levantándose.)Sí, ¿no es cierto, Rosmer? ¡Ahí tie­nes una gran misión!
ROSMER: Imagínate que yo pudiese inducirlos a que se comprendieran mutuamente, lograr que se arrepintieran y se aver­gonzaran de sí mismos, hacerles apro­ximarse uno a otro con tolerancia, ¡con cariño, Rebeca!
REBECA: Pon toda tu capacidad en ello, y ya verás cómo triunfas.
ROSMER: Espero que podría conseguirse. ¡Oh, qué grata sería la vida entonces, sin luchas llenas de odio, sólo con sanas emulaciones! Todas las miradas diri­gidas al mismo fin, todas las voluntades, todos los espíritus tendiendo siempre a un más allá, elevándose cada uno por el camino que conviene a su naturale­za. Felicidad para todos, creada por to­dos. (Mira, distraído, hacia afuera, se estremece y dice tristemente:) ¡Ah, pe­ro no por mí!
REBECA: ¿No? ¿No puede ser por ti?
ROSMER: Ni para mí tampoco.
REBECA: ¡Ay, Rosmer! no te dejes llevar de esas dudas.
ROSMER: La felicidad, querida Rebeca, la fe­licidad es ante todo el tranquilo, di­choso y seguro sentimiento de la ino­cencia.
REBECA: (Mirando al vacío.)Sí, la inocencia...
ROSMER: ¡Oh! tú no puedes juzgarlo; pero yo...
REBECA: ¡Tú, menos!
ROSMER: (Señala por la ventana.)El torrente del molino...
REBECA: ¡Rosmer!...
SEÑORA HELSETH: (Aparece por la puer­ta de la derecha.)¡Señorita!
REBECA: Luego, luego; en este instante, no.
SEÑORA HELSETH: Nada más que una palabra, señorita. (Rebeca se dirige hacia la puerta. La Señora Helseth le comunica algo. Hablan un rato en voz baja. La Señora Hel­seth afirma con la cabeza y vase.)
ROSMER: (Preocupado.)¿Era algo para mí?
REBECA: No; sólo cosas de la casa. Ahora debías ir a tomar un poco de aire fresco, Rosmer. Podrías dar un paseo largo; es lo que te conviene.
ROSMER: (Toma su sombrero.)Sí; ven. Iremos juntos.
REBECA: No querido amigo; de momento no puedo. Tendrás que ir solo. Pero des­préndete de esas ideas tristes. ¿Me pro­metes que lo harás así?
ROSMER: Me temo que jamás lograré desha­cerme de ellas.
REBECA: ¡Y pensar que te atormenta de ese modo una inquietud sin fundamento!
ROSMER: Por desgracia, no es tan infundada. He estado meditando sobre el caso toda la noche. Quizá Beata haya tenido ra­zón, de todas maneras.
REBECA: Vamos a ver: ¿en qué?
ROSMER: Vio bien cuando supuso que yo te amaba, Rebeca.
REBECA: ¿Conque vio bien?
ROSMER: (Deja el sombrero encima de la mesa.)Doy vueltas y más vueltas a esta cuestión. ¿No habremos estado enga­ñándonos de continuo a nosotros mis­mos, por llamar amistad a nuestras re­laciones?
REBECA: ¿Quieres decir que deberíamos lla­marlas...?
ROSMER: Relaciones amorosas. Sí, mira, así lo creo. Ya, cuando vivía Beata, todos mis pensamientos eran para ti. Sólo junto a ti me sentía feliz; sólo contigo ex­perimentaba esa tranquila y alegre di­cha sin deseo. Cuando lo pienso a fon­do, Rebeca... Empezó nuestra comuni­dad de vida como un dulce y oculto enamoramiento infantil, sin exigencias, sin sueños. ¿No lo has sentido tú tam­bién? Di.
REBECA: (Luchando consigo misma.)¡Oh!... no sé qué responderte.
ROSMER: Y es esa vida entrañable del uno con el otro y para el otro la que hemos tomado por amistad. No, ya ves; nues­tras relaciones han sido un matrimonio espiritual, quizá desde los primeros días. Por eso me siento culpable. Yo no te­nía derecho a ello... por Beata.
REBECA: ¿Que no tenías derecho a vivir di­choso? ¿Crees eso, Rosmer?
ROSMER: Ella miraba nuestras relaciones con los ojos del amor suyo. Las juzgaba según la naturaleza de su amor. Beata no sabía juzgar de otro modo.
REBECA: Pero ¿cómo puedes acusarte a ti mismo del error de Beata?
ROSMER: Por amor hacia mí—amor a su ma­nera—se arrojó al torrente del molino. Es indudable, Rebeca. ¡Jamás podré librarme de ese recuerdo!
REBECA: ¡Bah! no pienses sino en la hermo­sa misión a la cual has consagrado tu existencia.
ROSMER: (Moviendo la cabeza.)Seguramente, ya no podré realizarla después de saber lo que sé ahora.
REBECA: ¿Por qué no?
ROSMER: Porque no se puede alcanzar la vic­toria para una causa que tiene su ori­gen en el pecado.
REBECA: (Exaltada.)¡Oh, eso te viene de casta! Son las dudas, los escrúpulos y las angustias de familia. Aquí se dice que los muertos vuelven como blancos caballos al galo­pe. Se me antoja ver en ti algo seme­jante.
ROSMER: Sea lo que quiera. ¡Qué importa! No atino a desligarme... de ello, y pue­des creerme, Rebeca; es como te digo. Para alcanzar una victoria auténtica, ha de sostener su causa un hombre alegre y sin reproche.
REBECA: ¿Luego es indispensable para ti la alegría, Rosmer?
ROSMER: ¿La alegría? Sí, Rebeca; lo es.
REBECA: ¿Para ti, que no ríes nunca?
ROSMER: Aun así. Puedes creer que tengo gran inclinación a ser alegre.
REBECA: Ya debes marcharte, querido amigo. Da un paseo largo, muy largo, ¿lo oyes? Mira, aquí está tu sombrero, y aquí tienes tu bastón.
ROSMER: (Tomando ambas cosas.) Gracias. ¿Y tú no vienes?
REBECA: No, no; ahora no puedo.
ROSMER: Bueno, bueno. No por eso dejaré de estar contigo. (Vase por la puerta del vestíbulo.)

(Un momento después, se acer­ca Rebeca a la de la derecha.)

REBECA: (Abre y dice a media voz:) Oiga, señora Helseth. Puede dejarle pasar. (Cruza la escena y se acerca a la ventana.)

(Pausa. A poco entra el Rec­tor Kroll por la derecha. Salu­da en silencio y con frialdad, sin soltar el sombrero.)

KROLL: ¿Se ha marchado?
REBECA: Sí.
KROLL: ¿Acostumbra a ir lejos?
REBECA: Bastante. Pero hoy es imposible pre­ver nada. Y si no quiere usted encon­trarse con él...
KROLL: No, no. Es con usted con quien de­seo hablar, y a solas.
REBECA: Entonces lo mejor será que apro­vechemos el tiempo. Siéntese usted, rector.

(Ella se sienta en el sillón junto a la ventana. El Rector Kroll, en una silla a su lado.)

KROLL: Señorita West, usted, de fijo, no comprenderá lo dolorosamente que me ha afectado el cambio de Juan Ros­mer.
REBECA: Habíamos previsto que ocurriría así al principio.
KROLL: ¿Sólo al principio?
REBECA: Rosmer tenía la firme esperanza de que usted, tarde o temprano, le secun­daría.
KROLL: ¿Yo?
REBECA: Sí; tanto usted como sus otros ami­gos.
KROLL: Ya ve lo inseguro que es su crite­rio cuando se trata de hombres y si­tuaciones en la vida.
REBECA: Además, siente la necesidad de libe­rarse por entero.
KROLL: Sí; pero verá usted... eso es jus­tamente lo que no puedo creer.
REBECA: ¿Qué cree, pues?
KROLL: En suma, que es usted quien está detrás de todo.
REBECA: Esa idea se la ha inculcado su mu­jer, señor rector Kroll
KROLL: Lo cual no hace al caso. En cambio, no niego que, considerando ahora su conducta desde que vino usted aquí, me asalta una grave sospecha, una sospecha muy grave.
REBECA: (Mirándole.)Me parece recordar que hubo un tiempo en que tuvo usted en mí una fe ilimitada, querido rector; iba a decir una fe embelesada.
KROLL: (Con voz sorda.)¿Y a quién no podrá hechizar us­ted... si se lo propone?
REBECA: ¿Que yo me he propuesto...?
KROLL: Sí, se lo propuso usted. No soy tan tonto como para pensar que intervenía sentimiento alguno en el juego. Usted quería simplemente procurarse una en­trada digna en Rosmersholm, echar raí­ces aquí, y para eso me necesitaba. Al presente lo advierto.
REBECA: Por lo visto, ha olvidado usted total­mente que fue Beata quien me rogó que viniese aquí.
KROLL: Sí, cuando ya la había hechizado us­ted también. ¿O es que puede llamarse amistad lo que ella sintió por usted? Se convirtió en idolatría, en adoración. De­generaba en — ¿cómo lo llamaría yo?— en una especie de pasión frenética. Sí, ésa es la palabra exacta.
REBECA: Tenga usted la bondad de acordarse del estado en que se hallaba su her­mana. Y por lo que a mí respecta, no creo que se pueda decir que soy una exaltada en ningún sentido.
KROLL: No, en verdad. Pero por eso es aún más peligrosa para las personas sobre quienes quiere ejercer su influencia. Tiene usted tanta facilidad para obrar con alevosía, precisamente porque tie­ne un corazón frío.
REBECA: ¿Frío? ¿Está usted bien seguro de ello?
KROLL: Ahora estoy seguro en absoluto. Si no, no habría usted podido perseguir su fin tan imperturbablemente. Sí, sí, ha conseguido lo que quería. Ya tiene a Rosmer y la casa en su poder. Y para lograrlo no ha reparado usted en la­brar su desdicha.
REBECA: Eso no es cierto. No soy yo. Ha sido usted mismo quien le ha hecho desdi­chado.
KROLL: ¿Yo?
REBECA: Sí, usted le sugirió la idea infundada de que era culpable del terrible fin de Beata.
KROLL: Así, pues, ¿le ha impresionado tanto eso?
REBECA: Ya se lo podrá usted suponer. Un alma tan sensible como la suya...
KROLL: Yo estimaba que un hombre eman­cipado sabría remontarse por encima de todos los escrúpulos. Pero, en el fondo, no dejaba de estar convencido de lo contrario. El descendiente de esos hombres que nos contemplan (Señala a los retratos.) no podrá prescindir de aquello que forzosamente ha heredado de generación en generación.
REBECA: (Bajando los ojos, pensativa.)Juan Rosmer tiene raíces muy hon­das en su familia. Es un hecho evi­dente.
KROLL: Sí, y si usted hubiera sentido ver­dadero afecto por él, lo habría tenido en cuenta. Pero, sin duda, no podía detenerse en semejantes consideraciones. El punto de partida de usted era muy distinto al suyo.
REBECA: ¿A qué punto de partida alude us­ted?
KROLL: Aludo más bien a su origen, a su procedencia, señorita West.
REBECA: ¡Ah! Sí, por de contado. Procedo de cuna muy humilde. Pero, con to­do...
KROLL: No es a rango ni a posición a lo que me refiero. Hablo de orígenes mora­les.
REBECA: ¿De orígenes morales?
KROLL: Por los cuales existe usted.
REBECA: ¿Qué está usted diciendo?
KROLL: No los recuerdo sino porque esos orígenes aclaran todo su comporta­miento.
REBECA: No comprendo. Exijo una explica­ción cabal.
KROLL: Creía sinceramente que estaba usted enterada de todo. En otro caso, ten­dría algo de chocante que se dejara adop­tar por el doctor West...
REBECA: (Poniéndose de pie.) ¡Ah! ya caigo.
KROLL: ...que hubiese usted aceptado su nom­bre. El apellido de su madre era Gamvik.
REBECA: (Paseándose.)El apellido de mi padre era Gamvik, señor rector.
KROLL: La profesión de su madre la obliga­ba a una relación continua con el mé­dico del distrito.
REBECA: Exacto.
KROLL: Y éste luego la recogió a usted, ape­nas muerta su madre. La trataba con dureza, y no obstante, usted perma­necía con él. Sabía que no iba a de­jarle ni un céntimo. Creo que recibió usted por toda herencia un cajón de libros, después de haber vivido en su compañía, soportándole, cuidándole has­ta el último instante.
REBECA: (Cerca de la mesa, le mira con desdén.)Y el hecho de haber obrado así... lo interpreta usted fundado en que exis­tía algo inmoral... algo criminal, rela­tivo a mi nacimiento.
KROLL: Lo que hizo usted por él lo atribuyo a instinto filial inconsciente. El resto de su conducta lo considero como una manifestación de su origen.
REBECA: (Violenta.)No hay una palabra de verdad en cuanto está usted diciendo, y puedo demostrarlo. Cuando nací yo, el doc­tor West aún no había llegado a Finmark.
KROLL: Perdone usted, señorita. Llegó allí un año antes. Lo he comprobado yo mis­mo.
REBECA: Y yo digo que está usted en un error. ¡Se equivoca de medio a me­dio!
KROLL: Declaró usted anteayer que tenía veintinueve años, y que iba a cumplir treinta.
REBECA: ¡Ah! ¿Dije eso?
KROLL: Sí, lo dijo usted. Y de ello deduz­co...
REBECA: ¡Alto! No sirve para nada echar cuentas, porque... no me importa de­círselo ahora mismo. Tengo un año más de los que confieso.
KROLL: (Con sonrisa incrédula.)¡Vamos! ¡Qué novedad! ¿Y cómo es eso?
REBECA: Cuando cumplí los veinticinco, me pareció que estando soltera... En fin, me quité un año.
KROLL: ¿Usted? ¿Una mujer emancipada? ¿Siente usted prejuicios respecto a la edad de casarse?
REBECA: Sí; fue una tontería y una ridicu­lez. Pero siempre queda algo de lo cual no podemos emanciparnos. Somos así.
KROLL: Es posible. Aunque el cálculo puede resultar preciso lo mismo. Porque el doctor West hizo una corta visita el año anterior de ser destinado allí.
REBECA: (Con ímpetu.)¡Eso no es verdad!
KROLL: ¿Que no es verdad?
REBECA: No, porque nunca habló de ello mi madre.
KROLL: ¡Ah! ¿No le dijo nada?
REBECA: No, jamás. Y el doctor West, tam­poco. Ni una palabra.
KROLL: Los dos podían tener razones para pasar por alto un año. Igual que lo ha hecho usted, señorita West. Tal vez sea una singularidad de familia.
REBECA: (Paseándose nerviosamente y retorciéndose las manos.) ¡Imposible! No es sino algo que quiere usted hacerme creer. ¡No pue­de ser verdad, no puede ser verdad de ninguna manera!
KROLL: (Levantándose.)Pero, ¡por Dios! entonces, ¿cómo se excita usted a tal punto? Realmente me alarma. ¿Qué debo creer y pensar?...
REBECA: Nada. No debe pensar ni creer nada.
KROLL: Pues tiene usted que explicarme por qué toma esa... verosimilitud tan a pecho.
REBECA: (Dominándose.) Es muy sencillo, rector Kroll. No experimento ningún deseo de pasar por una hija natural.
KROLL: Bien, bien; nos conformaremos con esa explicación... provisionalmente. Pe­ro, en tal caso, ha conservado usted también sus prejuicios sobre el par­ticular.
REBECA: Así parece.
KROLL: Pensándolo bien, ocurre lo mismo con lo que usted llama emancipación. Ha leído un fárrago de ideas y conceptos nuevos. Han llegado a su conocimien­to diversas teorías que pretenden de­rrumbar cuanto hasta ahora fue consi­derado como irrevocable. Pero todo ello no pasa de ser una cultura para usted, señorita West, una noción. No ha pe­netrado en su sangre.
REBECA: (Reflexionando.)Acaso tenga usted razón.
KROLL: Sí, examínese y verá. Y si usted está así, se puede comprender sin esfuerzo el estado en que se halla Juan Rosmer. Es locura, ni más ni menos, arrojarse derecho al abismo, presentándose abier­tamente como un renegado. ¡Imagínesele, con su espíritu tímido, perseguido por el círculo al que perteneció hasta hoy, expuesto a ataques descomedidos por parte de lo mejor de la sociedad! Nunca podrá resistirlo.
REBECA: ¡Pues ha de resistirlo! Ya es tarde para retirarse.
KROLL: No es tarde. De ningún modo. Lo que ha sucedido se puede ocultar, o por lo menos, explicar como un sim­ple, aunque lamentable extravío mo­mentáneo. Pero es imprescindible una precaución, eso sí.
REBECA: ¿Cuál?
KROLL: Se impone que usted le haga lega­lizar esta situación, señorita West.
REBECA: ¿La situación en que se encuentra respecto a mí?
KROLL: Sí, tiene usted que convencerle.
REBECA: ¿No puede usted desechar la idea de que se requiere... legalizar nuestras relaciones?
KROLL: No quiero penetrar más a fondo en el asunto. Pero creo haber observado que, cuando más fácil es romper con todos los llamados prejuicios, es cuan­do... cuando...
REBECA: ¿Cuando se trata de relaciones en­tre hombre y mujer, quiere usted de­cir?
KROLL: Sí, con franqueza, así lo creo.
REBECA: (Vagando por la estancia y parándose ante la ventalla.)Casi desearía que fuese así, señor rector.
KROLL: ¿Qué insinúa usted? Se expresa de una guisa singular.
REBECA: ¡Bah! No hablemos más de eso. ¡Ah! ahí viene.
KROLL: ¡Ya! Entonces, me voy.
REBECA: (Le retiene.)No; quédese. Porque va usted a oír­me una cosa.
KROLL: Ahora no. Recelo que no soportaría verle.
REBECA: Se lo ruego, quédese, por favor. Si no, se arrepentiría usted después. Es la última vez que le pido algo.
KROLL: (Mirándola con asombro, deja su sombrero.) Bien, señorita West. Me quedo.

(Hay un momento de silencio. Juan Rosmer entra por el vestí­bulo.)

ROSMER: (Ve al rector, y se detiene a la puerta.)¡Cómo! ¿Tú aquí?
REBECA: Dice que habría preferido no encontratarte, Rosmer.
KROLL: (Involuntariamente.)¡De tú!
REBECA: Sí, señor rector. Rosmer y yo... nos tuteamos, como lógica consecuencia de nuestras relaciones.
KROLL: ¿Era eso lo que usted quería que supiese?
REBECA: Eso... y algo más.
ROSMER: (Acercándose.)¿Cuál es el motivo de la visita de hoy?
KROLL: He querido intentar una vez aún de­tenerte, reconquistarte.
ROSMER: (Designando el periódico.) ¿Después de lo que pone ahí?
KROLL: No soy yo quien lo ha escrito.
ROSMER: ¿Has hecho alguna gestión para im­pedirlo?
KROLL: Eso habría sido una inexcusable trai­ción a la causa que sirvo. Por lo de­más, no dependía de mí.
REBECA: (Rompe el periódico en peda­zos y los tira detrás de la estufa.)Ya está. ¡No quiero ni verlo! ¡Ni pensarlo! No volverán a suceder co­sas análogas, Rosmer.
KROLL: ¡Oh, si fuese como lo dice!
REBECA: Sentémonos, amigos míos. Los tres. Voy a relatarlo todo.
ROSMER: (Se sienta maquinalmente.) Pero ¿qué tienes, Rebeca? Esa cal­ma tan terrible... ¿Qué pasa?
REBECA: La calma de la resolución. (Se sien­ta.) Siéntese usted también, señor rec­tor.

(El rector se sienta en el sofá.)

ROSMER: ¡La resolución! ¿Qué resolución?
REBECA: Voy a devolverte lo que necesitas pa­ra poder vivir tranquilo. Vas a recu­perar tu inocencia, querido amigo.
ROSMER: Pero...
REBECA: Voy a contarte la historia sencilla­mente, y eso bastará.
ROSMER: La escucho.
REBECA: Cuando vine de Finmark con el doc­tor West, creí que se abría un nuevo y vasto mundo ante mí. El doctor me había enseñado un poco de todo. Esas nociones dispersas eran cuanto cono­cía yo de la vida. (Haciendo esfuerzos por dominarse y con voz apenas audible.) Entonces...
KROLL: Entonces, ¿qué?
ROSMER: Pero, Rebeca... todo eso lo sé ya.
REBECA: (Sobreponiéndose.) Sí, sí; al fin y al cabo, tienes razón. Sabes bastante de eso.
KROLL: (Mirándola fijamente.) Quizá sea mejor que me vaya.
REBECA: No; siga sentado ahí, querido rec­tor. (A Rosmer.) Pues bien: verás... Yo quería participar en la era que des­puntaba, en todas las nuevas ideas. El rector Kroll me enteró un día de que Ulrico Brendel había ejercido un gran poder sobre ti en cierta época, cuando aún eras un chiquillo. Esperé que yo podría hacer lo mismo.
ROSMER: ¡Viniste aquí con una intención se­creta!
REBECA: Quería que tú y yo fuéramos juntos hacia la libertad. Avanzando siempre, siempre adelante. Pero luego surgió ese obstáculo siniestro e infranqueable en­tre tú y la completa, la verdadera in­dependencia.
ROSMER: ¿Qué obstáculo?
REBECA: Quiero decir, Rosmer, que no po­drías alcanzar la libertad no siendo a plena luz, a pleno sol. Y estabas aquí consumiéndote, languideciendo en la os­curidad de tu matrimonio.
ROSMER: Nunca hasta hoy me has hablado de mi matrimonio en esos términos.
REBECA: No; no me atrevía, pues te hubiera asustado.
KROLL: (A Rosmer.) ¿Lo oyes?
REBECA: (Continuando.)Pero comprendí de sobra dónde es­taba tu salvación, la única salvación. Y me decidí.
ROSMER: Te decidiste, ¿a qué?
KROLL: ¿Quiere usted decir que...?
REBECA: Sí, Rosmer. (Se levanta.) Puedes que­darte sentado. Y usted también, señor rector. Ahora tiene que revelarse la ver­dad. No fuiste tú, Rosmer, ¡pobre ino­cente! Fui yo quien empujé a Beata a su perdición.
ROSMER: (Levantándose de un salto.) ¡Rebeca!
KROLL: (Dejando el sofá.)¡A su perdición!
REBECA: Al torrente del molino. Ya lo sabéis los dos.
ROSMER: (Como aturdido.)No comprendo... ¿Qué está hablan­do? ¡No comprendo palabra!
KROLL: Yo, sí; empiezo a comprender.
ROSMER: ¿Qué has hecho? ¿Qué le dijiste? Si no había nada, nada absolutamente.
REBECA: Supo cómo intentabas liberarte de tus prejuicios rancios.
ROSMER: Pero ¡si en aquella época no pensa­ba yo en ello siquiera!
REBECA: Yo me percataba de que no tardarías en hacerlo.
KROLL: (A Rosmer.) ¿Eh, eh?
ROSMER: A ver... ¿Qué más? Ahora quiero saber asimismo lo que resta.
REBECA: Algún tiempo después le supliqué que me permitiese abandonar Rosmers­holm.
ROSMER: ¿Por qué querías marcharte enton­ces?
REBECA: No quería marcharme. Quería per­manecer donde estaba, pero le dije que era mejor para todos que yo me marchase a tiempo. Le di a entender que, si me quedaba más aquí... podría so­brevenir cualquier contratiempo.
ROSMER: ¿Conque es eso lo que has dicho y lo que has hecho?
REBECA: Sí, Rosmer.
ROSMER: ¿Y a eso llamabas decidirte?
REBECA: (Con voz dolorida.)Sí, así lo he llamado.
ROSMER: (Tras de un corto silencio.) ¿Has confesado todo, Rebeca?
REBECA: Sí.
KROLL: Todo, no.
REBECA: (Mirándole, asustada.)¿Qué más puede haber?
KROLL: ¿No acabó usted por dar a entender a Beata que era necesario, no sólo pre­ferible, sino necesario, tanto para usted como para Rosmer, que usted se mar­chara a otro lugar cuanto antes? Res­ponda.
REBECA: (En voz baja y confusa.) Quizá dijese algo parecido.
ROSMER: (Se deja caer en el sillón, al lado de la ventana.) Y la pobre enferma prestó crédito a esa trama de mentiras y artimañas, ¡crédito pleno e incondicional! (Mi­rando a Rebeca.) Y nunca se dirigió a mí ni con una palabra. ¡Oh, Rebeca —lo veo en tu rostro—, tú le aconse­jaste no hacerlo!
REBECA: Se le había figurado que ella, como esposa estéril, no tenía derecho a estar aquí. Y se imaginó que era un deber contigo ceder el puesto.
ROSMER: ¿Y tú no hiciste nada para sacarla de esa obcecación?
REBECA: No.
KROLL: ¿Probablemente, la confirmaría us­ted? ¡Responda! ¿Lo hizo?
REBECA: Creo que en tal sentido debió de in­terpretarlo.
ROSMER: Sí, sí; ante tu voluntad, ella se do­blegaba a todo. (Irguiéndose de súbito.) ¿Cómo pudiste... cómo pudiste ha­cer una maniobra tan espantosa?
REBECA: A mi juicio, había aquí dos vidas pa­ra elegir, Rosmer.
KROLL: (Severo e imperioso.)¡Usted no tenía ningún derecho a esa opción!
REBECA: (Arrebatada.)Pero ¿puede usted creer que yo obra­ba con fría premeditación? No era la misma que en estos momentos en que lo narro. Además, hay dos clases de vo­luntad en una persona, por supuesto. Yo quería hacer desaparecer a Beata de una manera o de otra. Pero no creí nunca que las cosas llegaran a aquel ex­tremo. Por cada paso que me atrevía a dar hacia adelante me parecía que algo en mi interior me gritaba: “¡No vayas más lejos! ¡Ni un paso ya!” Y a pesar de todo, no supe detenerme. Podía pro­bar un poco más, sólo un paso aún. Luego otro, siempre otro. Y a la postre ocurrió lo que tenía que ocurrir. Así acontecen esas cosas. (Breve pausa.)
ROSMER: (A Rebeca.) ¿Y qué crees que va a ser de ti en lo sucesivo, después de esto?
REBECA: De mí será lo que sea. Eso no tiene importancia.
KROLL: ¡Ni una palabra que demuestre arre­pentimiento! ¿Es que no lo siente us­ted?
REBECA: (Glacialmente distante.)Perdone, señor rector; ésa es una cuestión que no importa a nadie. Ya la solventaré conmigo misma.
KROLL: (A Rosmer.) ¡Y es con una mujer así con quien vives bajo el mismo techo, en relacio­nes íntimas! (Mira hacia los retratos.) ¡Ay... si ellos, los que están muertos, pudiesen ver lo que pasa!
ROSMER: ¿Irás a pie a la ciudad?
KROLL: (Tornando su sombrero.)Sí, y lo antes posible.
ROSMER: (Toma su sombrero igual­mente.)Entonces te acompaño.
KROLL: ¿Lo quieres? ¡Por algo esperaba yo que no te hubiéramos perdido del todo!
ROSMER: ¡Ven, pues! Ven, Kroll.

(Salen los dos al vestíbulo sin mirar a Rebeca. Un poco des­pués ella se acerca, cautelosa, a la ventana y mira con cuidado entre los tiestos.)

REBECA: (Hablando sola a media voz.) Hoy tampoco atraviesa la pasarela. Da la vuelta. ¡Jamás pasará por el torrente del molino, jamás! (Se apar­ta de la ventana.) ¡Ea, ea! (Tira del cordón de la campanilla.)

(Al punto entra la Señora Helseth por la derecha.)

SEÑORA HELSETH: ¿Qué desea la señorita?
REBECA: Señora Helseth, ¿será usted tan ama­ble que baje del desván mi maleta?
SEÑORA HELSETH: ¿Su maleta?
REBECA: Sí, ya sabe cuál: La maleta oscura de piel de foca.
SEÑORA HELSETH: Ya lo sé, sí. Pero ¡Dios me valga! ¿es que la señorita se va de viaje?
REBECA: Sí, me voy de viaje, señora Hel­seth.
SEÑORA HELSETH: ¡Tan de repente!
REBECA: En cuanto haya hecho la maleta.
SEÑORA HELSETH: ¡En mi vida he oído cosa igual! Pero volverá pronto la señorita, supongo.
REBECA: No volveré nunca.
SEÑORA HELSETH: ¡Nunca! ¿Y qué va a ser de Ros­mersholm, Dios mío, cuando ya no esté la señorita West? Ahora que el pobre pastor había empezado a vivir feliz y agradablemente...
REBECA: Sí; pero hoy he tenido miedo, se­ñora Helseth.
SEÑORA HELSETH: ¿Miedo? ¡Jesús! Y eso, ¿por qué?
REBECA: Se me ha figurado entrever un refle­jo de caballos blancos.
SEÑORA HELSETH: ¿De caballos blancos? ¡En pleno día!
REBECA: ¡Oh! los caballos blancos de Rosmersholm se aparecen a cualquier ho­ra. (Cambia de tono.) Ande, tráigame la maleta, señora Helseth.
SEÑORA HELSETH: Sí, sí, la maleta.

(Salen ambas por la derecha.)

TELÓN

ACTO CUARTO

Salón de Rosmersholm. Bien entrada la no­che. Sobre la mesa hay una lámpara encendida.

Rebeca West, junto a la mesa, guarda ob­jetos menudos en un maletín. Su abrigo, su sombrero y el chal blanco están sobre el res­paldo de una silla. La Señora Helseth entra por la derecha.

SEÑORA HELSETH: (Hablando en voz baja, con aire de reserva.)Ya han sacado todas las cosas, se­ñorita. Están en el pasillo de la co­cina.
REBECA: Bien; ¿se ha avisado al cochero?
SEÑORA HELSETH: Sí. Pregunta a qué hora ha de venir aquí con el coche.
REBECA: Alrededor de las once. El barco sale a medianoche.
SEÑORA HELSETH: (Un poco vacilante.)Pero ¿y el pastor? Si no vuelve para esa hora...
REBECA: Me marcharé de todos modos. En ca­so de que yo no le viera, puede usted decirle que le escribiré. Una carta larga; dígaselo así.
SEÑORA HELSETH: Puede ser que esté bien eso de escri­bir. Pero... opino, señorita, que debía usted intentar hablar de nuevo con él.
REBECA: Quizá. O quizá no.
SEÑORA HELSETH: ¡Ay, y tener que ver esto!... Nunca me lo hubiera figurado.
REBECA: ¿Qué es lo que se había figurado en­tonces, señora Helseth?
SEÑORA HELSETH: ¡Oh! a fe mía, me había figurado que el pastor Rosmer era más caba­lleroso que todo eso.
REBECA: ¿Más caballeroso?
SEÑORA HELSETH: Sí, claro, así como suena.
REBECA: Querida señora Helseth, ¿qué en­tiende usted por eso?
SEÑORA HELSETH: Entiendo lo que es justo y cabal, señorita; no debía haberse portado de esa manera, no.
REBECA: (Mirándola.)Oiga, señora Helseth. Dígame con sinceridad, ¿por qué sospecha usted que me marcho?
SEÑORA HELSETH: ¡Dios mío! supongo que será nece­sario, señorita. ¡Ah, sí sí! Pero no es­timo esto bien hecho por parte del pastor. Mortensgaard, cuando menos, tenía una excusa. Porque el marido de ella vivía, y no podían casarse, aunque quisieran. Pero el pastor, el pastor... vamos...
REBECA: (Con una leve sonrisa.)¿Ha podido usted pensar semejante cosa del pastor Rosmer y de mí?
SEÑORA HELSETH: Jamás en la vida. ¡Hum! es decir... hasta hoy...
REBECA: Pero hoy... ¿qué?
SEÑORA HELSETH: ¡Oh! después de todos los horrores que murmura la gente y relatan del pastor los periódicos, hay motivo...
REBECA: ¡Ah!
SEÑORA HELSETH: Porque, a mi juicio, cuando un hom­bre es capaz de pasarse a la religión de Mortensgaard, se puede creer de él todo.
REBECA: Admitamos que sea así. Pero... ¿y yo? ¿Qué dice usted de mí?
SEÑORA HELSETH: ¡Por Dios, señorita! contra usted po­co se puede decir. No es tan fácil re­sistirse para una mujer sola. Todos somos falibles, señorita West.
REBECA: Ha dicho usted una gran verdad, se­ñora Helseth. Todos somos falibles. ¿Qué está escuchando?
SEÑORA HELSETH: (En voz baja.)¡Jesús!... creo que llega.
REBECA: (Estremeciéndose.)El caso es que... (Resuelta.) Bue­no; da igual.

(Entra Rosmer por el vestí­bulo.)

ROSMER: (Al ver los preparativos de viaje, se vuelve hacia Rebeca y pre­gunta:) ¿Qué significa esto?
REBECA: Que me marcho.
ROSMER: ¿En seguida?
REBECA: Sí. (A la Señora Helseth.) A las once, ¿eh?
SEÑORA HELSETH: Convenido, señorita. (Vase por la derecha.)
ROSMER: (Después de breve pausa.) ¿Adonde te marchas, Rebeca?
REBECA: Al Norte, en el vapor.
ROSMER: ¿Al Norte? ¿Qué vas a hacer en el Norte?
REBECA: De allí vine.
ROSMER: Pero ya no tienes nada que hacer allí.
REBECA: Tampoco aquí lo tengo.
ROSMER: ¿Y en qué piensas ocuparte?
REBECA: No lo sé. Sólo deseo poner fin a todo esto.
ROSMER: ¿Ponerle fin?
REBECA: Rosmersholm me ha destrozado.
ROSMER: (Con atención.) ¿Tú crees?
REBECA: Me ha destrozado por completo... Yo contaba con una voluntad sana y valiente cuando vine aquí. Hoy estoy doblegada bajo el agobio de una ley extraña. No creo que en el porvenir me atreva a nada en absoluto.
ROSMER: ¿Por qué no? ¿Qué ley es esa que te agobia?
REBECA: No hablemos de ello por el momen­to. ¿Cómo ha acabado la cuestión en­tre el rector y tú?
ROSMER: Hemos hecho las paces.
REBECA: ¡Ah! ¿sí? Era de esperar.
ROSMER: Ha reunido a todo nuestro antiguo círculo de amigos en su casa. Me han probado claramente que la tarea de ennoblecer los espíritus no va con mi carácter. Además, la causa está conde­nada al fracaso... Desistiré.
REBECA: Sí, sí; tal vez sea lo mejor.
ROSMER: ¿Ahora dices eso? ¿Es así como piensas al cabo?
REBECA: He llegado a tal conclusión durante estos dos últimos días.
ROSMER: Mientes, Rebeca.
REBECA: ¿Que miento?...
ROSMER: Sí, mientes. Jamás tuviste fe en mí; jamás creíste que yo fuese hombre ca­paz de luchar por la causa hasta la victoria.
REBECA: He creído que ambos juntos lo con­seguiríamos.
ROSMER: No es verdad. Tú creíste que por ti misma podrías realizar algo grande en la vida, que podríais utilizarme para lograrlo, que yo podría servir a tus pro­pósitos. Eso es lo que has creído.
REBECA: Escucha, Rosmer...
ROSMER: (Dejándose caer en el sofá.) ¡Oh, no sigas! Ya veo todo clara­mente. He sido como un guante para tu mano.
REBECA: Escucha, Rosmer: vamos a hablar de esto. Es por última vez. (Se sienta en una silla al lado del sofá.) Había pensa­do escribírtelo todo cuando estuviera en el Norte de regreso; pero será pre­ferible que lo oigas, desde luego.
ROSMER: ¿Todavía tienes más que confesar?
REBECA: Me queda lo principal.
ROSMER: ¿Lo principal?
REBECA: Lo que nunca te has imaginado, lo que da luz y sombra a lo demás.
ROSMER: (Moviendo la cabeza.)No comprendo nada de eso.
REBECA: Es cierto que una vez tendí mis re­des para tener acceso a Rosmersholm. Porque se me antojaba que aquí haría mi suerte. De una manera u otra, ¿com­prendes?
ROSMER: Y lo lograste... en lo que querías.
REBECA: Creo que habría logrado lo que fuese en aquel tiempo. Aún conservaba una voluntad valiente y atrevida. Descono­cía los miramientos que pudieran dete­nerme. No existía nada que me hiciese retroceder. Pero entonces vino el co­mienzo de lo que relajó mi voluntad, de lo que me ha vuelto tan miserable­mente cobarde para el resto de mi vida.
ROSMER: ¿Qué comienzo? Habla de guisa que pueda comprenderte.
REBECA: Entonces me asaltó un deseo sal­vaje e indomable. ¡Oh, Rosmer!...
ROSMER: ¿Un deseo? ¡Tú! ¿De qué?
REBECA: De ti.
ROSMER: (Hace ademán de levantarse.) ¿Qué dices?
REBECA: (Le detiene.) Continúa sentado, querido Rosmer. No he terminado todavía.
ROSMER: ¿Y afirmas que me has amado de ese modo?
REBECA: Se me figuraba que eso era amar... en aquel tiempo lo tomé por amor. Pe­ro no lo era. Era lo que acabo de decirte... un deseo salvaje e indomable.
ROSMER: (Con dificultad.) Rebeca, ¿eres realmente tú, tú... tú la que está ahí sentada hablándome de todas esas cosas?
REBECA: Sí. ¿Qué te parece, Rosmer?
ROSMER: ¿Y por eso, bajo el poder de ese impulso, te decidiste, según tu expre­sión?
REBECA: Cayó sobre mí como una tempestad sobre el mar. Sí, fue como una de esas tempestades que asuelan el Norte durante el invierno, arrastrándonos hasta donde sea. Toda resistencia es inútil.
ROSMER: Esa misma tempestad arrastró a la desgraciada Beata al torrente del mo­lino.
REBECA: Beata y yo nos peleábamos a brazo partido sobre los restos de nuestra bar­ca en aquel tiempo.
ROSMER: Tú fuiste, sin duda, la más fuerte en Rosmersholm; más fuerte que Beata y yo juntos.
REBECA: Te conocía lo bastante para saber que hacia ti no existía ningún camino transitable mientras no fueses libre material y espiritualmente.
ROSMER: Pues yo no te comprendo, Rebeca. Tú, tú misma y toda tu conducta sois para mí un enigma insoluble. Hoy estoy libre tanto espiritual como ma­terialmente. Tú has llegado a la meta de lo que desde el principio te habías propuesto. Y sin embargo...
REBECA: Nunca estuve tan lejos de la meta como hoy.
ROSMER: ...Y sin embargo, cuando ayer te pedí ser mi mujer, contestaste con te­rror que jamás podrías serlo.
REBECA: Hablaba en mí la desesperación.
ROSMER: ¿Por qué?
REBECA: Porque Rosmersholm me ha agota­do, porque aquí me han mutilado mi valerosa voluntad, que está aniquilada. Ya pasó aquella época en que me ha­bría atrevido a arriesgarlo todo. He per­dido la facultad de obrar, Rosmer.
ROSMER: Dime cómo has llegado a eso.
REBECA: A consecuencia de la vida común contigo.
ROSMER: Pero ¿cómo, cómo?
REBECA: Cuando me encontré sola contigo, cuando fuiste verdaderamente tú...
ROSMER: ¿Qué?
REBECA: ...porque nunca fuiste cabalmente tú mismo mientras vivía Beata...
ROSMER: En eso tienes razón, por desgracia.
REBECA: Pero como vivía aquí contigo en cal­ma, en soledad; como me confiabas to­dos tus pensamientos y tus sentimientos todos, según los experimentabas—de­licados y fríos—, se operó el gran cam­bio. Poco a poco, ¿comprendes? casi imperceptiblemente, pero tan abrumador a la postre, que me sentí herida en el fondo de mi alma.
ROSMER: ¡Ah! ¿qué estás diciendo, Rebeca?
REBECA: Lo demás... con la terrible embria­guez sensual, desapareció y fue aleján­dose de mí. Todas las fuerzas excitadas se apaciguaron y callaron. Me inundó una paz del espíritu en medio de un silencio como el que en mi tierra reina entre los escollos donde las aves hacen su nido bajo el sol de medianoche.
ROSMER: Sigue, sigue. Cuéntamelo todo.
REBECA: No hay mucho ya que contar. Sólo que brotó en mí el amor, el gran amor, hijo del renunciamiento, que se confor­ma con la vida en común, tal como la hemos llevado tú y yo.
ROSMER: ¡Oh, si yo hubiera sospechado algo!
REBECA: Más vale que haya ocurrido así. Ayer, cuando me preguntaste si quería ser tu mujer, me arrebató la alegría.
ROSMER: Sí, ¿verdad, Rebeca? Yo lo interpreté de ese modo.
REBECA: Tuve un momento de olvido de mí misma. Diríase que mi pasada voluntad se desataba de nuevo. Pero ya no tiene ningún brío... y no pudo mantenerse mucho tiempo.
ROSMER: ¿Cómo explicas tu transformación?
REBECA: Fue el espíritu de los Rosmer, o en todo caso, el tuyo, lo que contaminó mi voluntad.
ROSMER: ¿La contaminó?
REBECA: Y la enfermó, esclavizándola bajo le­yes que antes no existían para mí. La vida a tu lado ha ennoblecido mi alma.
ROSMER: ¡Oh, si me determinase a creerlo!
REBECA: Puedes creerlo con toda seguridad. El espíritu de los Rosmer ennoblece; pe­ro... (Moviendo la cabeza.) pero... pe­ro...
ROSMER: Pero ¿qué?
REBECA: ...pero mata la felicidad.
ROSMER: ¿Lo crees, Rebeca?
REBECA: Al menos, en mí.
ROSMER: ¿Estás segura?... Y si yo volviera a preguntarte... si te suplicara...
REBECA: ¡Oh, querido Rosmer, no hables más de ello! Es un imposible. Porque has de saber, Rosmer, que... tengo un pasado.
ROSMER: ¿Algo más que lo que me has refe­rido?
REBECA: Sí; algo más, y diferente.
ROSMER: (Con una leve sonrisa.)¿No es curioso, Rebeca? Ya ves: a veces se me ha ocurrido imaginarlo.
REBECA: ¿De veras? ¿Y a pesar de...? ¿Aun así...?
ROSMER: No llegué nunca a creerlo. Sólo ju­gaba con ello en mi imaginación, pen­sándolo vagamente... nada más.
REBECA: Si lo exiges, estoy dispuesta a reve­larte todo en seguida.
ROSMER: (Protestando.)¡No, no! No quiere saber una pa­labra. Sea lo que sea, lo doy al olvido.
REBECA: Pero yo no.
ROSMER: ¡Oh, Rebeca!
REBECA: ¡Ay, Rosmer!... eso es precisamente lo terrible; que ahora, cuando se me brinda toda la felicidad de la vida a manos llenas, mi pasado me impone una barrera.
ROSMER: Tu pasado murió, Rebeca. Ya no tie­ne ningún poder sobre ti conforme eres hoy. Las personas no se ennoblecen por influencias exteriores, Rebeca.
REBECA: ¡Bah, amigo mío, eso no son más que palabras! ¿Y la inocencia? ¿Dónde la recuperaré?
ROSMER: (Tristemente.)Sí, sí... la inocencia.
REBECA: Eso es: la inocencia. En ella residen la felicidad y la alegría. Esa es la doc­trina que tú querías practicar entre los futuros nobles y alegres de la vida nueva.
ROSMER: ¡Oh, no me lo recuerdes! Fue sólo un sueño a medias, una inspiración pre­cipitada, en la cual ya no creo. Te repito que los hombres no se dejan en­noblecer por influencias exteriores, Re­beca.
REBECA: (En voz baja.)¿Ni por medio de un amor sereno?
ROSMER: (Pensativo.) Sí, eso sería lo grande, lo más ma­ravilloso de la vida. ¡Ojala fuese así! (Agitándose, inquieto.) Pero ¿nunca po­dré resolver esta cuestión, ver bien cla­ro?
REBECA: ¿No me crees, Rosmer?
ROSMER: ¡Ay, Rebeca!..., ¿cómo voy a creer a ciegas en ti? ¡En ti, que has estado ocultándome tantísimas cosas!... ¡Y al presente alardeas de franqueza! Si tie­nes alguna intención velada, dímelo sin rodeos. Quizá persigas algo con ello. Es­toy dispuesto a hacer por ti lo que pue­da.
REBECA: (Retorciéndose las manos.)¡Oh, esa duda mortal! ¡Rosmer... Rosmer!
ROSMER: ¿Verdad que es espantoso, Rebeca? Pero no puedo remediarlo. No podré nunca deshacerme de la duda. Nunca sabré de fijo si eres mía con un amor puro e íntegro.
REBECA: Pero ¿no hay nada en tu fuero in­terno que compruebe cómo he sufrido una transformación y cómo a ti te la debo, sólo a ti?
ROSMER: ¡Ah, Rebeca! yo ya no creo en mi facultad de transformar a las personas. He perdido la fe en mí mismo.
REBECA: (Mirándole con lástima.)¿Y cómo podrás vivir la vida así?
ROSMER: Ni yo mismo lo sé. Temo que no po­dré vivirla, y no conozco nada que valga la pena de vivir en el mundo.
REBECA: ¡Oh! la vida encierra su renovación en sí misma. Aferrémonos a ella. Siem­pre será demasiado pronto para dejarla.
ROSMER: (Intranquilo, se levanta de un salto.)Pues devuélveme mi fe, ¡la fe en ti, Rebeca, la fe en tu amor! ¡Una prue­ba, dame una prueba!
REBECA: ¿Una prueba? ¿Cómo podré dártela?
ROSMER: ¡Tienes que dármela! (Paseándose.) No puedo soportar este vacío terrible, este desierto... este...

(Llaman con fuerza a la puerta del vestíbulo.)

REBECA: (Levantándose precipitadamente de la silla.)¡Oh! ¿has oído?

(Se abre la puerta y entra Ulrico Brendel, que lleva camisa con cuello y puños, abrigo negro, botas en buen estado, y el resto de su indumentaria, como en el acto primero. Tiene aspecto tras­tornado.)

ROSMER: ¡Ah, es usted, señor Brendel!
BRENDEL: Juan, hijo mío, te saludo y me des­pido.
ROSMER: ¿Adonde va a estas horas?
BRENDEL: Cuesta abajo.
ROSMER: ¡Cómo!
BRENDEL: Ahora voy hacia casa, carísimo dis­cípulo. Siento nostalgia de la inmensa nada.
ROSMER: ¡A usted le ha acontecido algo, señor Brendel! ¿Qué es?
BRENDEL: ¿Conque notas la metamorfosis? Sí, es natural. La última vez, cuando pisé este salón... me presenté ante ti como un hombre rico, dándome golpes en el bolsillo de la cartera.
ROSMER: No comprendo, en verdad...
BRENDEL: Pero, tal como me ves esta noche, soy un monarca destronado sobre las cenizas de mi palacio consumido por el fuego.
ROSMER: Si puedo ayudarle algo...
BRENDEL: Has conservado tu corazón infantil, Juan. ¿Puedes hacerme un préstamo?
ROSMER: ¡Sí, sí, con mucho gusto!
BRENDEL: ¿Puedes darme un ideal o dos?
ROSMER: ¿Cómo dice usted?
BRENDEL: Un par de ideales en mal uso. Ha­rías una obra de caridad. Porque ahora estoy completamente trastornado, queri­do hijo mío, en la más completa miseria.
REBECA: ¿No llegó usted a dar su conferencia?
BRENDEL: No, seductora dame13. ¿Qué le pa­rece? Justamente cuando me preparo a vaciar el cuerno de la abundancia, hago el penoso descubrimiento de que estoy en quiebra.
REBECA: Y todas sus obras, ¿sin escribir aún?
BRENDEL: Durante veinticinco años he perma­necido como el avaro sentado sobre su caja de caudales. Y ayer, cuando la abrí para sacar el tesoro, resultó que no ha­bía nada. Los dientes del tiempo lo habían roído todo. No había nada, nichts14, en el montón.
ROSMER: ¿Está usted bien seguro?
BRENDEL: No hay lugar a duda, queridísimo. El presidente me ha convencido de ello.
ROSMER: ¿Qué presidente?
BRENDEL: Vamos... su excelencia, si quieres: Ganznach Belieben15.
ROSMER: ¿A quién alude usted?
BRENDEL: A Pedro Mortensgaard, por supuesto.
ROSMER: ¡Cómo!
BRENDEL: (Misteriosamente.)¡Chis, chis! Pedro Mortensgaard es el caudillo y el amo del porvenir. Nun­ca fui admitido ante un personaje tan grande. Pedro Mortensgaard lleva en sí mismo los atributos de la omnipotencia. Puede hacer cuanto quiera.
ROSMER: ¡Oh! no lo crea usted.
BRENDEL: Sí, hijo mío. Pedro Mortensgaard nun­ca quiere más de lo que puede. Pedro Mortensgaard es capaz de vivir sin idea­les. Y eso... ya ves... es el gran secreto de la acción y de la victoria. Ese es el colmo de la sabiduría... Pero ¡basta!16
ROSMER: (Con voz ahogada.)Ya me explico que se vaya usted de aquí más pobre que cuando llegó.
BRENDEL: All right!17 Toma entonces un Beispiel18 en tu antiguo maestro. Borra todo lo que él te inculcó. No edifiques tu castillo sobre arena movediza, y ten cuidado de medir tus fuerzas antes de fundar nada sobre esta criatura encantadora que aquí veo dulcificándote la vida.
REBECA: ¿Es de mí de quien habla usted?
BRENDEL: Sí, atractiva ondina.
REBECA: ¿Y por qué no puede fundar sobre mí nada?
BRENDEL: (Dando un paso hacia ella.)He oído decir que mi antiguo discí­pulo tiene un asunto vital que llevar al triunfo.
REBECA: ¿Y qué?
BRENDEL: Le está asegurada la victoria. Pero —fíjese bien—con una condición ex­presa.
REBECA: ¿Cuál?
BRENDEL: (Cogiéndola con suavidad, por la muñeca.) Que la mujer que le ama vaya de buena gana a la cocina y se corte su fino y sonrosado meñique, aquí, justo por la segunda articulación. Ítem, que la mencionada mujer amante—también de buena gana—se corte la oreja izquier­da, tan a maravilla modelada. (Soltándola, se vuelve hacia Rosmer.) ¡Adiós, victorioso Juan!
ROSMER: ¿Quiere usted marcharse ya, con una noche tan oscura?
BRENDEL: Una noche oscura es algo perfecto. La paz sea con vosotros. (Vase.)

(Hay un momento de silencio en la escena.)

REBECA: (Respirando penosamente.) Qué atmósfera tan pesada y bochor­nosa! (Se acerca a la ventana, la abre y se queda inmóvil.)
ROSMER: (Sentándose en el sillón al lado de la estufa.)No habrá más remedio, Rebeca. Lo presiento. Debes marcharte.
REBECA: Sí; no veo otra alternativa.
ROSMER: Aprovechemos el último instante. Ven aquí y siéntate conmigo.
REBECA: (Se sienta en el sofá.)¿Qué quieres de mí, Rosmer?
ROSMER: Primero quiero decirte que no nece­sitas preocuparte por tu porvenir.
REBECA: (Sonriendo.) ¡Hum! mi porvenir...
ROSMER: Todo lo he previsto hace mucho tiem­po. Ocurra lo que ocurra, está asegu­rada tu suerte.
REBECA: ¿Además, eso, querido Rosmer?
ROSMER: Debiste suponerlo.
REBECA: Han pasado días y años desde que tuve esas preocupaciones.
ROSMER: Sí, sí; esperaste, por lo visto, que esto duraría siempre entre nosotros.
REBECA: Eso esperaba, en efecto.
ROSMER: Yo, también. Pero si desapareciera...
REBECA: No, Rosmer...; tú vivirás más tiem­po que yo.
ROSMER: Tengo derecho a disponer de esta vi­da miserable...
REBECA: ¿Qué es eso? ¡No pensarás en...!
ROSMER: ¿Lo encontrarías extraño? ¡Después de la humillante y lamentable derrota qué he sufrido! Yo, que quería llevar mi magna causa al triunfo... ¡Y luego he huido de todo... aun antes que hu­biera empezado el combate en realidad!
REBECA: ¡Vuelve a la liza, Rosmer! Inténtalo siquiera... y verás cómo vences. Con­seguirás ennoblecer cientos, miles de al­mas. ¡Inténtalo siquiera!
ROSMER: ¡Rebeca, ya no creo en mi propia causa!
REBECA: Pero tu causa ha resistido la prueba. Has ennoblecido a un ser, por lo me­nos: a mí, mientras viva.
ROSMER: Sí... siempre que osara yo creerte.
REBECA: (Retorciéndose las manos otra vez.) Rosmer, ¿no sabes de algo que pu­diera hacerte creerme?
ROSMER: (Estremeciéndose como con te­rror.) ¡No vuelvas a hablar de eso! ¡Cállate, Rebeca! ¡Ni una palabra más!
REBECA: Sí, tenemos que hablar de ello pre­cisamente. ¿Sabes de algo que pudiera ahogar la duda? Yo no sé de nada.
ROSMER: Mejor para ti, si no lo sabes; mejor para los dos.
REBECA: No, no; no me resigno. Si sabes de algo que pueda absolverme a tus ojos, exijo, en uso de mi derecho, que me lo digas.
ROSMER: (Como impelido contra su vo­luntad.) En fin, vamos a ver. Dices que está en ti el gran amor; que, gracias a mí, tu alma se ha ennoblecido. ¿Es así? ¿Lo has reflexionado bien? ¿Quieres que lo comprobemos?
REBECA: Estoy dispuesta a ello.
ROSMER: ¿Cuando sea?
REBECA: Cuando sea. Y cuanto antes, mejor.
ROSMER: Pues bien: permíteme ver, Rebeca... si tú... por mí... esta misma noche... (Se interrumpe.) ¡Oh, no, no, no!
REBECA: ¡Sí, Rosmer! ¡Sí, sí! Dilo, y verás.
ROSMER: ¿Tienes valor para... estás dispuesta a... de buena gana, como ha dicho Ulrico Brendel... a seguir el mismo cami­no... que Beata?
REBECA: (Levantándose despacio del so­fá, casi sin voz.) ¡Rosmer!
ROSMER: Sí; jamás podré librarme de esta pre­gunta... cuando te hayas marchado. A todas horas del día volveré a lo mismo. ¡Oh! me parece verte sobre la pa­sarela. En medio. Te inclinas por la barandilla. El vértigo te atrae hacia el fondo. No; te retiras. No te atreves... a lo que ella se atrevió.
REBECA: Y si tuviera el valor, si fuese de bue­na gana... ¿qué?
ROSMER: Entonces habría de creerte, habría de recobrar la fe en mi magna causa, la fe en mi facultad de ennoblecer almas hu­manas, la fe en su capacidad de ser ennoblecidas.
REBECA: (Tomando lentamente el chal, cubre con él su cabeza, y dice con voz contenida:) Recobrarás la fe.
ROSMER: ¿Tienes valor y voluntad para ello, Rebeca?
REBECA: Juzgarás mañana o luego... cuando me saquen.
ROSMER: (Oprimiéndose la frente.) Hay en todo esto un horror tan atra­yente...
REBECA: Lo que no me gustaría es quedarme en el fondo más tiempo del necesario. Hay que ocuparse de que me encuentren.
ROSMER: (Levantándose con precipita­ción.) ¡Todo esto es pura locura! Márchate... o quédate. Esta vez también te creeré bajo tu palabra.
REBECA: ¡No hagas frases, Rosmer! ¡Basta de cobardías y de evasivas! ¿ Cómo pue­des creerme bajo mi palabra, después de lo que ha pasado hoy?
ROSMER: ¡No quiero ver tu derrota, Rebeca!
REBECA: No será una derrota.
ROSMER: Lo será. Jamás tendrás valor para se­guir el camino de Beata.
REBECA: ¿No lo crees?
ROSMER: Jamás. Tú no eres como Beata. No estás bajo el dominio de un concepto falso de la existencia.
REBECA: Pero estoy bajo el dominio del con­cepto de los Rosmer. Debo expiar lo que he pecado.
ROSMER: (Mirándola fijamente.) ¿Es ésa tu idea?
REBECA: Sí.
ROSMER: (Decidido.) Bien; pues yo estoy bajo el dominio de nuestra emancipación, Rebeca. So­bre nosotros no hay juez alguno. Y por eso nos haremos justicia nosotros mis­mos.
REBECA: (Equivocando el sentido de sus palabras.) Eso es; mi desaparición salvará lo mejor que hay en ti.
ROSMER: ¡Oh! en mí ya no hay nada que sal­var.
REBECA: Sí lo hay. Yo, de hoy más, sólo se­ría como un duende marino que se agarrara e impidiera seguir hacia ade­lante al barco donde navegues. Tengo que ser arrojada por la borda. ¿Acaso debía andar aquí arriba por el mundo, arrastrando una vida destrozada, medi­tando sobre la felicidad que mi pasado ha destruido? Tengo que abandonar la partida, Rosmer.
ROSMER: Si te vas, te acompañaré.
REBECA: (Con una sonrisa apenas visi­ble, le dice quedamente, mirándole.) Sí; ven, Rosmer... y sé testigo...
ROSMER: Repito que te acompañaré.
REBECA: Hasta la pasarela, sí. No te aventuras nunca a subir a ella.
ROSMER: ¿Te has fijado en eso?
REBECA: (Con voz dolorida y triste.) Sí; fue eso lo que quitó a mi amor toda esperanza.
ROSMER: Rebeca, ahora pongo mi mano sobre tu cabeza. (Hace lo que dice.) Y te to­mo como mi mujer legítima.
REBECA: (Cogiéndole ambas manos, re­cuesta la cabeza sobre el pecho de Rosmer.) Gracias, Rosmer. (Le deja.) Y ya me voy... de buena gana.
ROSMER: Los esposos deben ir juntos.
REBECA: Sólo hasta la pasarela, Rosmer.
ROSMER: Y por ella también. Hasta donde va­yas tú... iré yo. Ya me atrevo.
REBECA: ¿Estás absolutamente convencido de que ése es el buen camino para ti?
ROSMER: Sé que es el único.
REBECA: ¿Y si te engañaras, si no fuese más que una quimera, uno de los caballos blancos de Rosmersholm?
ROSMER: Es posible. Nadie se libra aquí de ellos.
REBECA: De ser así, quédate, Rosmer.
ROSMER: El marido debe seguir a su mujer, como la mujer a su marido.
REBECA: Sí, pero dime antes: ¿eres tú quien me sigue, o soy yo quien te sigue?
ROSMER: Jamás podríamos precisarlo con exac­titud.
REBECA: No obstante, quisiera saberlo.
ROSMER: Nos seguimos el uno al otro, Rebeca. Yo, a ti, y tú, a mí.
REBECA: Casi estoy por creer lo mismo.
ROSMER: Porque ahora no somos más que uno.
REBECA: Sí, somos uno. ¡Ven! Marchemos de buena gana.

(Vanse cogidos de la mano, atravesando el vestíbulo, y se los ve doblar a la izquierda. La puer­ta queda abierta tras ellos. La es­cena permanece unos momentos vacía. Luego la Señora Helseth entreabre la puerta de la dere­cha.)

SEÑORA HELSETH: Señorita, ya ha venido el coche. (Mi­rando alrededor.) ¡No están! ¿Habrán salido juntos a estas horas? ¡Ah! en ese caso... (Se dirige al vestíbulo, mira, y vuelve a entrar.) En el banco, no. ¡Oh, no! (Va a la ventana, y mira.) ¡Jesús mío! ¿Qué es aquello blanco que veo allí?... Sí, ¡por mi alma! Ahí están los dos, en la pasarela. ¡Dios ten­ga piedad de esos pecadores! ¡Y se abrazan! (Grita.) ¡Ay, caen los dos al torrente! ¡Socorro, socorro! (Temblándole las rodillas, se apoya en el respaldo de una silla, y murmura, con un hilo de voz:) No, no hay socorro posible. La difunta señora se los ha llevado.


Fin