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18/12/14

Egmont. Goethe.





EGMONT



J . W . G O E T H E


PERSONAS
MARGARITA DE PARMA, hija de Carlos V, regente
de los Países Bajos.
EL CONDE DE EGMONT, príncipe de Gavre.
GUILLERMO DE ORANGE.
EL DUQUE DE ALBA.
FERNANDO, su hijo natural.
MAQUIAVELO, al servicio de la regente.
RICARDO, secretario de EGMONT.
SILVA.
GÓMEZ. Servidores de Alba
CLARITA, amante de EGMONT.
SU MADRE.
BRACKENBURG, joven ciudadano.
SOEST, tendero
JETTER, sastre. Ciudadanos de Bruselas.
UN CARPINTERO
UN JABONERO..
BUYCK, soldado de EGMONT.
RUYSUM, inválido y sordo.
VANSEN, escribiente.
Pueblo, séquito, guardias, etc.
La acción es en Bruselas.

ACTO PRIMERO
CAMPO DE TIRO DE BALLESTAS
SOLDADOS Y CIUDADANOS CON
BALLESTAS
JETTER, ciudadano de Bruselas, sastre, avanza y empulga
la ballesta. SOEST, ciudadano de Bruselas, tendero.
SOEST.- ¡Vamos! ¡Tirad! ¡Acabemos de una vez!
¡No me venceréis! Tres círculos negros; tiro como
ése no lo habéis hecho en toda vuestra vida. Y de
este modo, seré el maestro de este año.
JETTER.- Maestro y rey. ¿Quién os lo disputará?
Pero también tendréis que pagar doble escote; según
es justo, tendréis que pagar por vuestra destreza.
BUYCK, holandés, soldado de EGMONT.- Jetter, os
compro vuestro derecho a tirar; repartiremos la ganancia;
convidaré a los señores. Hace ya mucho
tiempo que estoy aquí y a todos debo muchas atenciones.
Si yerro el tiro, es como si hubierais disparado
vos mismo.
SOEST.- Tendría mucho que oponer, porque realmente
pierdo en el trato. Pero, Buyck, veamos.
BUYCK.- (Dispara.) ¡Vamos, bufón, la reverencia!...
¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro!
SOEST.- ¿Cuatro círculos? ¡Bravo!
TODOS.- ¡Viva, viva el señor rey! ¡Otra vez viva!
BUYCK.- Gracias, gracias, señores. Maestro sería
ya demasiado. Gracias por el honor.
JETTER.- Sólo os lo debéis a vos mismo.
RUYSUM.- (Frisón, inválido y sordo.) Permitid que os
diga...
SOEST.- ¿Qué queréis decir, buen viejo?
RUYSUM.- Permitid que os diga... Tira como su
señor, tira como EGMONT.
BUYCK.- A su lado no soy más que un pobre chapucero.
Maneja la ballesta como nadie en el mundo.
Y no cuando está de suerte o tiene una buena racha;
no; sólo con encarar el arma da siempre en el blanco.
Lo he aprendido de él. Sería bien torpe quien
sirviera a sus órdenes y no aprendiera nada... Pero
no hay que olvidar, señores, que un rey sustenta a
sus servidores; por lo tanto, ¡venga vino, a cuenta
del rey!
JETTER.- Está acordado entre nosotros que cada
cual...
BUYCK.- Soy forastero y soy rey y no respeto
vuestras leyes y costumbres.
JETTER.- Pues eres peor que el español; éste, por
lo menos, ha tenido que respetárnoslas hasta ahora.
RUYSUM.- ¿Qué?
SOEST.- (En voz más alta.) Quiere obsequiarnos; no
quiere consentir que paguemos nuestro escote y el
rey solamente doble que los otros.
RUYSUM.- ¡Dejadle hacer! ¡Pero sin sentar precedentes!
También esa es la manera de proceder de
su señor: ser espléndido y dejar que rueden las cosas
cuando vienen derechas. (Traen vino.)
TODOS.- ¡A la salud de Su Majestad! ¡Viva! ¡Viva!
JETTER.- (A Buyck.) Se sobreentiende que a la de
Vuestra Majestad.
BUYCK.- Gracias de todo corazón, si tiene que ser
así.
SOEST.- ¡Claro! Porque a la salud de la Majestad
española no es fácil que ningún neerlandés brinde
sinceramente.
RUYSUM.- ¿Por quién?
SOEST.- (En voz más alta.) Por Felipe II, rey de España.
RUYSUM.- ¡Nuestro clementísimo señor y soberano!
¡Concédale Dios larga existencia!
SOEST.- ¿No hubierais preferido a su padre, Carlos
V?
RUYSUM.- ¡Dios lo tenga en su santa paz! Ese sí
que era un soberano. Tenía en su mano toda la tierra
y sabía ser todo para todos; y si os encontraba,
os saludaba como cualquier vecino saluda a otro; y
si os espantabais de su presencia, con tan buenas
maneras sabía... Ya me comprendéis... Salía, montaba
a caballo cuando se le antojaba, casi sin escolta.
¡Lo que lloramos todos cuando le transmitió el gobierno
a su hijo!... Yo digo, ya me comprendéis, que
éste es de otro es más majestuoso...
JETTER.- Cuando estuvo aquí, no se dejaba ver
sino en medio de la pompa y aparato real. Hablaba
poco, según decían las gentes.
SOEST.- No es señor para nosotros los neerlandeses.
Nuestros príncipes tienen que ser alegres y
francos como nosotros; que vivan y dejen vivir. No
queremos ser despreciados ni oprimidos, siendo lo
buenazos que somos.
JETTER.- El rey, según pienso, sería más benévolo
señor si tuviera mejores consejeros.
SOEST.- No, no. No tiene ninguna simpatía por
nosotros los neerlandeses; su corazón no se siente
inclinado hacia este pueblo; no nos quiere. ¿Cómo
podríamos quererlo nosotros? ¿Por qué todo el
mundo es tan afecto al conde de Egmont? ¿Por qué
todos nosotros lo llevaríamos sobre nuestros hombros?
Porque se ve que nos quiere bien; porque la
alegría, la franqueza y la benevolencia brillan en sus
ojos; porque no posee cosa alguna que no comparta
con el necesitado, y hasta con el que no lo necesita.
¡Viva el conde de Egmont! Buyck, os corresponde
pronunciar el primer brindis. Brindad por la salud
de vuestro señor.
BUYCK.- Con mi alma entera. ¡Por el conde de
Egmont!
RUYSUM.- ¡Por el vencedor de San Quintín!
BUYCK.- ¡Por el héroe de Gravelinas!
TODOS.- ¡Viva!
RUYSUM.- La de San Quintín fue mi última batalla.
Apenas podía ya caminar, apenas podía arras
trar el pesado arcabuz. Pero con él, aun le chamusqué
la pelleja a más de un francés y aun recibí como
despedida un balazo que me rozó la pierna derecha.
BUYCK.- ¡La batalla de Gravelinas, amigos!
¡Aquello sí que fué bueno! La victoria fué sólo
nuestra. ¿Los perros de los gabachos no iban por
toda Flandes a sangre y fuego? Pues me parece que
les dimos su merecido. Sus veteranos y vigorosos
soldados resistieron largo tiempo y nosotros les
apretamos, disparamos sobre ellos y los machacamos
hasta que torcieron el hocico y sus líneas ondularon.
Entonces a Egmont le mataron el caballo
en que iba montado y luchamos largo tiempo, avanzando
y retrocediendo, hombre contra hombre, caballo
contra caballo, pelotón contra pelotón, en el
dilatado arenal del borde del mar, De pronto, como
llovidos del cielo, desde la desembocadura del río,
¡pum! ¡pum! cañonazos contra los franceses. Eran
los ingleses que, bajo el mando del almirante Malin,
venían, por casualidad, de Dunkerque. Cierto que
no nos sirvieron de mucho, sólo podían avanzar
con los barcos más pequeños y no hasta una distancia
lo bastante próxima; también caían sus balas
en medio de nosotros... Sin embargo, hizo buen
efecto. Quebrantó el de los franchutes y reforzó
nuestro valor. ¡Entonces sí que fue ella! ¡Rif! raf!
¡arriba! ¡abajo! Todos fueron muertos, todos arrojados
al agua. Y los bribones se ahogaban no bien la
probaban; y nosotros, los holandeses, pegados a sus
espaldas. Nosotros, que como somos anfibios, estábamos
en el agua tan bien como las ranas, y seguíamos
golpeando en el río a nuestros enemigos y los
cazábamos lo mismo que a patos. El que se nos escapó,
fue muerto por las aldeanas con azadones y
horcas. Su Majestad el rey de los gabachos tuvo en
seguida que tender la pata y concertar la paz. Y la
paz nos la debéis a nosotros, se la debéis al gran
Egmont.
TODOS.- ¡Viva! ¡Viva el gran Egmont! ¡Viva! ¡Viva!
JETTER.- ¡Si nos lo hubieran dado a él como regente
en vez de Margarita de Parma!
SOEST.- ¡Eso no! ¡Lo que es verdad es verdad! No
consiento que se hable mal de Margarita. Ahora me
toca a mí. ¡Viva nuestra benigna señora!
TODOS.- ¡Viva!
SOEST.- Verdaderamente, hay en esa casa mujeres
excelentes. ¡Viva la regente!
JETTER.- ES prudente y moderada en todo lo que
hace. ¡Si no estuviera unida a los curas con tanta
tenacidad y obstinación! También es culpa suya que
tengamos en el país las catorce nuevas mitras episcopales.
¿Para qué las queremos? ¿No es verdad que
será para poder introducir extranjeros en los buenos
puestos para los cuales antes se elegían abades de
los capítulos? ¿Y hemos de creer que sea por motivos
de religión? ¡Vamos! Con tres obispos teníamos
bastante; todo marchaba digna y ordenadamente.
Ahora es preciso que cada uno de ellos haga como
si fuera necesario; y así, a cada instante se originan
disgustos y querellas. Y cuanto más agitéis y sacudáis
el líquido, más turbio se pone. (Beben.)
SOEST.- Fue voluntad del rey; ella no puede suprimir
ni añadir nada a lo que él ordene.
JETTER.- ¡Y ahora no se nos permite cantar los
nuevos salmos! A la verdad, están compuestos en
muy hermosas rimas y tienen unos versos muy edificantes.
No debemos cantarlos; pero canciones pícaras,
tantas como queramos. ¿Y por qué? Dicen
que hay en ellos herejías y Dios sabe qué cosas. No
obstante, también yo los he cantado, y si contienen
algo nuevo no he sabido notarlo.
BUYCK.- Quería preguntaros sobre ello. En nuestra
provincia cantamos lo que queremos. Eso depende
de que el conde de Egmont es nuestro go
bernador y no se mete a averiguar esas cosas... En
Gante, en Ipres, en toda Flandes cantan lo que se les
antoja. (En voz más alta.) ¿Hay algo más inocente que
un cántico de iglesia? ¿No es verdad, tío Ruysum?
RUYSUM.- ¿Quién lo duda? Es un acto del servicio
divino, cosa edificante.
JETTER.- Pero ellos dicen que no es ese el buen
modo de adorar a Dios, que no es ese su modo; y
siempre es peligroso: lo mejor es abstenerse. Los
servidores de la Inquisición se deslizan por todas
partes y están al acecho; más de un hombre digno
ha labrado ya su desgracia. ¡Sólo les faltaba subyugar
las conciencias! Ya que no me es dado hacer lo
que quisiera, podrían siquiera dejarme pensar y
cantar lo que se me antojara.
SOEST.- La Inquisición no arraigará entre nosotros.
No somos de la misma madera que los españoles
para dejar que tiranicen nuestras conciencias.
Y además, la nobleza busca también el medio de
cortarle las alas a tiempo.
JETTER.- Es odioso. Si a esas buenas gentes se les
antoja invadir mi casa cuando estoy sentado a mi
trabajo y quizá canturreo un salmo francés, sin pensar
en nada al hacerlo, ni malo ni bueno, sólo lo
mascullo porque lo tengo en la garganta, al punto
soy declarado hereje y metido en la cárcel. O si voy
por el campo y me detengo junto a una masa de
gentes que escuchan a un nuevo predicador, uno de
esos que han venido de Alemania, inmediatamente
soy declarado rebelde y estoy en peligro de perder la
cabeza. ¿Acaso habéis oído predicar a alguno de
esos hombres?
SOEST.- ¡Gente de primera! Hace poco oía a uno
hablar en el campo, delante de miles y miles de personas.
Era otro guiso que el que nos dan los nuestros
cuando trompetean en el púlpito y atragantan a
la gente con tarugos de latín. Éste hablaba con su
corazón; decía que el clero hasta ahora nos ha llevado
cogidos por las narices y nos ha mantenido en la
ignorancia y que podíamos recibir mayores luces. ¡Y
todo os lo probaba con la Biblia!
JETTER.- Bien puede haber algo de cierto en ello.
Yo mismo lo dije siempre, y cavilaba sin cesar sobre
la cuestión. Hace mucho que me da vueltas por la
cabeza.
BUYCK.- Todo el pueblo corre en su seguimiento.
SOEST.- Ya lo creo. Adonde se puede oír algo
bueno y algo nuevo.
JETTER.- Y después de todo, ¿qué importa? Puede
dejarse a cada cual que predique a su manera.
BUYCK.- ¡Ánimo, señores! Con la charla os olvidáis
del vino y de Orange.
JETTER.- Pues no hay que olvidarlo. Es una verdadera,
fortaleza: sólo con pensar en él ya cree uno
que podría ocultarse a sus espaldas y que el diablo
no sería capaz de arrancarlo de allí. ¡Viva! ¡Viva
Guillermo de Orange!
TODOS.- ¡Viva! ¡Viva!
SOEST.- Vamos, viejo; pronuncia tú también tu
brindis.
RUYSUM.- ¡Por los antiguos soldados! ¡Por todos
los soldados! ¡Viva la guerra!
BUYCK.- ¡Bravo, viejo! ¡Por todos los soldados!
¡Viva la guerra!
JETTER.- ¡La guerra! ¡La guerra! ¿Sabéis lo que
evocáis? Es muy natural que esa palabra salga fácilmente
de vuestra boca; pero lo que no puedo deciros
es lo miserable que se sienten nuestros corazones
cuando se la pronuncia. Durante todo el
año, el resonar el tambor en nuestros oídos, y no
escuchar otra cosa, sino cómo desfila una patrulla
por aquí y otra por allí, cómo traspasan una colina y
se alojan en un molino; cuántos quedan en este lugar,
cuántos en aquel otro, y cómo se combaten y el
uno gana y el otro pierde, sin que en toda vuestra
vida sepáis lo que se gana ni lo que se pierde. Cómo
es tomada una ciudad, asesinados sus habitantes y lo
que les ocurre a las pobres mujeres y a los niños
inocentes. Es una constante angustia y riesgo, piénsase
a cada instante, ¡Ahí vienen! Ahora nos ocurrirá
lo mismo a nosotros.
SOEST.- Por eso es preciso que un ciudadano esté
siempre ejercitado en el manejo de las armas.
JETTER.- Sí; se ejercita quien tiene mujer e hijos. Y,
no obstante, prefiero oír hablar de soldados que
verlos delante.
BUYCK.- Debería tomarlo a mal.
JETTER.- Paisano, no es a vosotros a quien me refiero.
Si nos viéramos libres de las guarniciones españolas,
podríamos volver a respirar.
SOEST.- ¡Ah! ¿Son las que más te pesan?
JETTER.- Búrlate de ti mismo.
SOEST.- Tuvieron en tu casa un duro alojamiento.
JETTER.- ¡Cállate la boca!
SOEST.- Lo desterraron de la cocina, de la bodega,
de la sala, del lecho. (Se ríen.)
JETTER.- Eres un mentecato.
BUYCK.- ¡Paz, señores! ¿Tiene que ser el soldado
quien predique la paz?… Pues bien, ya que no que
réis saber nada de nosotros, pronunciad también
vuestro brindis, un brindis civil.
JETTER.- Siempre estamos dispuesto a ello. ¡Seguridad
y paz!
SOEST.- ¡Orden y libertad!
BUYCK.- ¡Bravo! ¡Con eso también estamos nosotros
conformes!
(Chocan los vasos y repiten alegremente las anteriores palabras,
pero en forma que cada uno diga la del anterior con lo que se
origina una especie de canon. El viejo escucha atentamente y,
por último, acaba por juntarse a los otros.)
TODOS.- ¡Seguridad y paz! ¡Orden y Libertad!

PALACIO DE LA GOBERNADORA
MARGARITA DE PARMA, en traje de caza.
CORTESANO, FAJES, SERVIDORES
GOBERNADORA.- Suspended la cacería; no saldré
hoy a caballo. Decidle a Maquiavelo que venga.
(Vanse todos.)
¡No me deja reposo la idea de estos espantosos
acontecimientos! Nada puede entretenerme, nada
distraerme; siempre tengo ante mí estas imágenes y
preocupaciones. Ahora dirá el rey que todo es consecuencia
de mi bondad, de mi indulgencia; y, sin
embargo, la conciencia me dice a cada instante que
he hecho lo más prudente, lo mejor que podía ser
hecho. ¿Habría debido atizar más bien estas llamas
con el vendaval de la cólera y esparcirlas por todas
partes? Esperaba poder aislarlas, hacer que se extinguieran
por sí propia. Sí; lo que me digo a mí misma,
lo que sé muy bien, me justifica ante mi
pensamiento, pero ¿cómo lo recibirá mi hermano?
Pues ¿cómo negarlo? La arrogancia de los doctores
extranjeros ha crecido de día en día; han profanado
nuestro santuario, conmovido la simplicidad del
pueblo e infundido entre él un soplo de locura. Espíritus
impuros se han mezclado con los rebeldes y
han ocurrido sucesos espantosos, que hacen temblar
sólo de pensar en ellos, y de los que tengo que informar
circunstanciadamente a la Corte para que no
llegue antes el rumor general y no pueda pensar el
rey que quieren ocultársele cosas aún más graves.
No veo ningún medio de detener el mal, ni severo
ni pacífico. ¡Oh! ¿qué somos nosotros, los grandes
de la tierra, sobre las olas de la humanidad? Cre
emos dominarla, y nos impulsa de un lado a otro,
abajo y arriba. (Entra Maquiavelo.)
GOBERNADORA.- ¿Están redactadas las cartas
para el rey?
MAQUIAVELO.- Dentro de una hora podréis firmarlas.
GOBERNADORA.- ¿Habéis hecho bastante detallado
el informe?
MAQUIAVELO.- Detallado y circunstanciado, como
le gusta al rey. Refiero cómo el furor iconoclasta
se manifiesta primero en Saint- Omer; cómo una
enloquecida muchedumbre, provista de palos, hachas,
martillos, escalas y cuerdas, acompañada de
escasas gentes de armas, ataca primero las capillas,
iglesias y monasterios, expulsa a los fieles, echa
abajo las cerradas puertas, lo trastorna todo, derriba
los altares, destruye las imágenes de los santos, desgarra
todos los cuadros, destroza, despedaza y pisotea
todo lo consagrado y santificado que puede
encontrar. Refiero cómo en el camino se acrecientan
las masas; los habitantes de Ipres les abren sus
puertas; con increíble rapidez, devastan la catedral,
queman la biblioteca del obispo. Narro cómo una
gran muchedumbre de pueblo, poseída del mismo
delirio, se esparce por Menin, Comines, Werwick y
Lille, no halla ninguna resistencia, y cómo, casi en
un momento, esta monstruosa conjuración se declara
y extiende casi por toda Flandes.
GOBERNADORA.- ¡Ay, de qué modo al repetir
tú esas cosas vuelve a apoderarse de mí el dolor! Y
súmase a ello, el temor de que el mal se haga cada
vez más grande. Decidme lo que pensáis, Maquiavelo.
MAQUIAVELO.- Perdone Vuestra Alteza que mis
pensamientos sean tan parecidos a manías. Aunque
siempre hayáis estado contenta de mis servicios,
rara vez habéis querido seguir mis consejos. Con
frecuencia me tiene dicho, bromeando, Vuestra Alteza:
«Ves demasiado lejos, Maquiavelo. Deberías
hacerte historiador: quien ha de gobernar tiene que
preocuparse de lo más inmediato» Y, sin embargo,
¿no he referido anticipadamente esta dolorosa historia?
¿No he previsto todo lo que había de ocurrir?
GOBERNADORA.- También yo preveo muchas
cosas sin poder modificarlas.
MAQUIAVELO.- Una única palabra: jamás ahogaréis
la nueva doctrina. Dejadla vivir, separadla de
los ortodoxos, dadles iglesias, hacedlos entrar en el
orden civil, imponedles límites; y de este modo, en
un momento, apaciguaréis a los sublevados. Todo
otro procedimiento será vano y arruinaréis el país.
GOBERNADORA.- ¿Has olvidado el horror con
que rechazó mi hermano hasta la pregunta de si se
podía tolerar la nueva doctrina? ¿No sabes que del
modo más ardiente me recomienda en cada una de
sus cartas el mantenimiento de la verdadera fe?
¿Que no quiere que sean restablecidas la calma y la
unidad a costa de la religión? ¿No llega hasta el
punto de mantener espías en las provincias a los
cuales no conocemos, para saber quién se inclina a
las nuevas opiniones? Con gran asombro nuestro,
¿no nos ha citado a tal o cual persona, que, cerca de
nosotros, se sentía secretamente inclinada hacia la
herejía? ¿No ordena la severidad y el rigor? ¿Cómo
puedo yo ser indulgente? ¿Puedo hacerle la propuesta
de que cierre los ojos y lo soporte todo? ¿No
perdería con él toda confianza y todo crédito?
MAQUIAVELO.- Ya lo sé; el rey ordena, os hace
saber sus propósitos. Debéis restablecer la calma y
la paz por un medio que todavía agriará más los espíritus
que la guerra que, inevitablemente, ha de encenderse
por todas partes. Reflexionad en lo que
hacéis. Los más ricos comerciantes, la nobleza, el
pueblo, los soldados, están contagiados del mal.
¿De qué sirve perseverar en nuestras ideas cuando
todo cambia en torno nuestro? ¡Si un buen espíritu
pudiera inspirarle a Felipe que es más digno de un
rey gobernar súbditos de dos religiones que exterminar
a unos por mano de los otros!
GOBERNADORA.- ¡No repitas jamás tales palabras!
Bien sé que la política rara vez puede mantener
la fidelidad y la buena fe; que excluye de nuestro
corazón la franqueza, bondad e indulgencia. Todo
ello, por desgracia, es harto verdadero en las cuestiones
mundanas; pero ¿también hemos de jugar
con Dios como lo hacemos unos con otros? ¿Hemos
de sacrificarlo por novedades inciertas, venidas
no se sabe de dónde, y que hasta se contradicen entre
sí?
MAQUIAVELO.- No penséis mal de mí, a causa de
esto.
GOBERNADORA.- Te conozco a ti y conozco tu
fidelidad, y sé que se puede seguir siendo hombre
honrado y prudente, aun habiéndose equivocado al
escoger el camino mejor y más próximo para la salvación
del alma. También hay otros hombres, Maquiavelo,
a los que a un tiempo tengo que estimar y
censurar.
MAQUIAVELO.- ¿A quién os referís?
GOBERNADORA.- Debo confesar que en el día
de hoy Egmont me ha producido un profundo e
íntimo disgusto.
MAQUIAVELO.- ¿En qué forma?
GOBERNADORA.- Con su indiferencia y ligereza
habituales. Recibí el espantoso mensaje precisamente
en el momento en que me dirigía a la iglesia
acompañada por él y otros muchos. No pude reprimir
mi dolor, me quejé en voz alta y exclamé,
dirigiéndome a él: «¡Ved lo que sucede en vuestra
provincia! ¿Toleraréis eso, conde, vos de quien se
prometía tanto el rey?»
MAQUIAVELO.- Y ¿qué respondió?
GOBERNADORA.- Como si se tratara de una pequeñez,
de una bagatela, replicó diciendo: «¡Ojalá
que los neerlandeses estuvieran tranquilos respecto
a su constitución! Todo lo demás se arreglaría fácilmente.
MAQUIAVELO.- Quizá habló de un modo más
verdadero que piadoso y prudente. ¿Cómo puede
producirse y subsistir la confianza si el neerlandés
comprende que se trata de sus riquezas más que de
su bien y de la salud de su conciencia? Los nuevos
obispos ¿han salvado más almas que disfrutado de
suculentos beneficios y no son extranjeros en su
mayor parte? Todos los gobiernos están aún ocupados
por neerlandeses, pero los españoles ¿no dejan
notar muy claramente que sienten los anhelos
más fuertes e irresistibles por poseer esos puestos?
¿No prefiere un pueblo ser gobernado a su manera,
por los suyos, que no por extranjeros, que primero
tratan de adquirir bienes en el país, a expensas de
todos, que traen consigo una extranjera regla de gobierno
y dominan sin benevolencia ni simpatía?
GOBERNADORA.- Te pones del lado de mis adversarios.
MAQUIAVELO.- No con mi corazón, seguramente;
y desearía que con mi razón pudiera colocarme
del todo a vuestro lado.
GOBERNADORA.- De hacerte caso, sería preciso
que les cediera yo mi gobierno; pues Egmont y
Orange se hacían las mayores ilusiones de ocupar
este puesto. Antes eran adversarios; ahora se han
ligado contra mí, se han hecho amigos, amigos inseparables.
MAQUIAVELO.- ¡Peligrosa pareja!
GOBERNADORA.- Si he de hablar sinceramente,
temo a Orange y temo por Egmont. Orange no medita
nada bueno, sus pensamientos vuelan a muy
lejos, es misterioso, parece aceptarlo todo, no con
tradice jamás, y hace lo que se le antoja con el más
profundo respeto, con la mayor cautela.
MAQUIAVELO.- Egmont, por el contrario, camina
con paso libre como si todo el mundo le perteneciera.
GOBERNADORA.- Lleva la cabeza tan alta como
si la mano de Su Majestad no se cerniera sobre él.
MAQUIAVELO.- Las miradas del pueblo están todas
dirigidas a él y los corazones le pertenecen.
GOBERNADORA.- Jamás ha evitado una sospecha
que le comprometiera, como si nadie tuviera
derecho a pedirle cuentas. Aún sigue usando el
nombre de Egmont. Le gusta oírse llamar conde de
Egmont, como si no quisiera olvidar que sus antepasados
fueron poseedores de Gelder. ¿Por qué no
se titula príncipe de Gavre como le corresponde?
¿Por qué procede así? ¿Quiere volver a revalidar
extinguidos derechos?
MAQUIAVELO.- Lo tengo por un fiel servidor del
rey.
GODERNADORA.- Si quisiera hacerlo, ¡qué merecimientos
podría adquirir ante el gobierno! Pero en
vez de ello, sin provecho para sí mismo, nos ha
producido ya innumerables disgustos. Sus reuniones,
sus banquetes y fiestas, han ligado y enlazado
más a la nobleza que las más peligrosas asambleas
secretas. Con sus brindis, los huéspedes han adquirido
una embriaguez permanente, un vértigo que no
se disipa jamás. ¡Qué frecuentemente, con sus bromas,
ha conmovido los ánimos del pueblo, y cómo
se queda boquiabierta la plebe ante las nuevas libreas,
las ridículas insignias de sus servidores!1
MAQUIAVELO.- Estoy convencido de que fué sin
intención.
GOBERNADORA.- Ya es bastante dañino aún sin
eso. Es lo que yo digo: nos perjudica sin provecho
suyo. Toma a broma lo más serio y nosotros, para
no parecer indolentes y descuidados, tenemos que
tomar la broma en serio. De este modo una cosa
provoca otra; y lo que se trata de evitar es justamente
lo que se realiza. Es más peligroso que el jefe
franco de una conspiración y me equivocaría mucho
si en la Corte no le llevaran cuenta de todo. No
puedo negar que pasan pocos días en que no me
hiera, en que no me hiera dolorosamente.
MAQUIAVELO.- Paréceme que procede en todo
según su conciencia.
GOBERNADORA.- Su conciencia es un espejo
complaciente. Su conducta suele ser ofensiva. A veces
semeja como si viviera en el pleno convencimiento
de que él es el señor y que sólo por
amabilidad no quiere hacérnoslo notar, no quiere
arrojarnos del país directamente; ya ocurrirá más
tarde.
MAQUIAVELO.- Os ruego que no interpretéis de
una manera harto peligrosa su franqueza, su buen
carácter, que le hace tratar todo lo importante con
ligereza. Lo dañáis a él y os dañáis a vos misma.
GOBERNADORA.- No interpreto. Hablo sólo de
inevitables consecuencias y conozco a Egmont. Su
nobleza flamenca y su toisón de oro pendiente sobre
el pecho, fortalecen su confianza, su osadía.
Ambas cosas pueden protegerle de un precipitado y
arbitrario enojo del rey. Considéralo despacio: él es
el único culpable de todas las desgracias que afligen
a Flandes. En primer lugar, toleró a los doctores
extranjeros; no consideró el asunto con suficiente
reflexión y acaso se alegró en lo secreto de que tuviéramos
que luchar con algo. Déjame; he de manifestar
en esta ocasión todo lo que guardo en mi
pecho. Y no quiero lanzar en vano mis flechas; sé
cuál es su punto vulnerable; porque también él es
vulnerable.
MAQUIAVELO.- ¿Habéis hecho convocar el consejo?
¿Vendrá también Guillermo de Orange?
GOBERNADORA.- En su busca he enviado un
mensajero a Amberes. Quiero imputarle directamente
todo el peso de la responsabilidad; han de
combatir realmente el mal juntos conmigo, o declararse
rebeldes. Apresúrate para que las cartas estén
dispuestas y tráemelas a la firma. Después envía rápidamente
a Madrid a nuestro acrisolado Vasca; es
infatigable y fiel; que mi hermano sepa primero las
noticias por él y que la voz pública no se adelante.
Quiero hablarle yo misma antes de que parta.
MAQUIAVELO.- Vuestras órdenes serán cumplidas
fiel y puntualmente.

CASA DE ARTESANOS
CLARA. LA MADRE DE CLARA,
BRACKENBURG
CLARA.- ¿No queréis tenerme la madeja, Brackenburg?
BRACKENBURG.- Clarita, os ruego que me dispenséis.
CLARA. ¿Qué vuelve a ocurriros? ¿Por qué me negáis
este pequeño servicio amistoso?
BRACKENBURG.- Con vuestra hebra me amarráis
firmemente delante de vos y no puedo evitar la mirada
de vuestros ojos.
CLARA.- ¡Qué tontería! Vamos, sostenedla.
LA MADRE (Calcetando en su sillón.) - Cantad alguna
cosa. ¡Brackenburg acompaña tan bien! En otro
tiempo estabais siempre alegres y no estaba yo privada
de algo de que reír.
BRACKENBURG.- ¡Sí, en otro tiempo!
CLARA.- Cantemos.
BRACKENBURG.- Como queráis.
CLARA.- Pero con animación y viveza. Una canción
militar: mi pieza favorita. (Devana la madeja y
canta con BRACKENBURG):
El tambor redobla,
los pífanos suenan.
Armado, mi amante
sus huestes ordena;
con lanza en el puño
sus gentes gobierna.
Mi pecho palpita,
mi sangre se quema:
¡Quién sombrero y calzas
y jubón tuviera!
Con resuelto paso
salgo tras sus fuerzas;
cruzo las provincias,
voy adonde él quiera.
Cede el enemigo,
nuestras balas vuelan.
¡Dicha incomparable
si un hombre yo fuera!
Al cantar, BRACKENBURG contempla frecuentemente a
CLARITA; por último, fáltale la voz, llénansele de lágrimas
los ojos, deja caer la madeja y se asoma a la ventana.
CLARITA acaba de cantar sola; la madre le hace señas
semiinvoluntarias; la muchacha se levanta, avanza algunos
pasos hacia BRACKENBURG, vuélvese semiindecisa y se
sienta de nuevo.
MADRE.- ¿Qué pasa en la calle, Brackenburg? Oigo
pasos.
BRACKENBURG.- Es la guardia de la gobernadora.
CLARA.- ¿A esta hora? ¿Qué quiere decir eso? (Se
levanta y se asoma a la ventana junto a Brackenburg.) No
es la guardia ordinaria; ¡es mucho mas numerosa!
Casi todas sus tropas. ¡Ah, Brackenburg! ¡Salid! ¡Id
a saber qué es lo que ocurre! Tiene que ser algo extraño.
Id, buen Brackenburg; hacedme esa merced.
BRACKENBURG.- Voy. Volveré al instante. (Al
salir, le tiende la mano; ella le da la suya.)
MADRE.- ¿Lo despachas ya?
CLARA.- Me siento curiosa; y, además, no lo toméis
a mal, su presencia me causa dolor. Nunca sé cómo
debo portarme con él. Me reconozco culpable en
relación con su persona y me corroe el alma que lo
sienta tan vivamente... Pero ¿puedo hacer que sea de
otro modo?
MADRE.- ¡Es tan buen muchacho!
CLARA.- Por eso no puedo dejar de recibirlo con
afecto. Mi mano oprime la suya inadvertidamente,
cuando me la coge con tanta dulzura y terneza. Me
hago el reproche de que lo estoy engañando, de que
alimento en su pecho una vana esperanza. Eso me
atormenta. Pero Dios sabe que no lo engaño. No
quiero que conserve esperanzas y, sin embargo, no
soy capaz de hacerle desesperar.
MADRE.- Eso no está bien.
CLARA.- Me gustaba su compañía y aun hoy no lo
quiere mal mi alma. Hubiera podido ser su mujer y
creo que nunca estuve enamorada de él.
MADRE.- Siempre hubieras sido feliz a su lado.
CLARA.- No hubiera carecido de nada y tendría
una pacífica existencia.
MADRE.- Y todo lo has dejado perder por tu culpa.
CLARA.- Me encuentro en una extraña situación.
Cuando reflexiono en cómo ha ocurrido esto, lo sé
y no lo sé al mismo tiempo. Pero sólo necesito volver
a ver a Egmont y todo se me hace comprensible;
aunque fuera mucho más, también lo comprendería.
¡Ah, ese sí que es un hombre! Todas las provincias
lo veneran, y yo, entre sus brazos, ¿no había de ser
la criatura más dichosa del mundo?
MADRE.- ¿Qué porvenir nos espera?
CLARA.- ¡Ah! yo no me pregunto nada más, sino
si él me quiere; y si me quiere ¿cabe preguntar otra
cosa?
MADRE.- No tiene una más que preocupaciones
con sus hijos. ¿Cómo acabará esto? Siempre penas y
cuidados. No terminará con bien. ¡Te has hecho
desgraciada! ¡Me has hecho desgraciada!
CLARA.- (Tranquilamente.) Sin embargo, al principio
no os opusisteis.
MADRE.- Por desgracia fui demasiado buena;
siempre soy demasiado buena.
CLARA.- Cuando Egmont pasaba a caballo y yo
corría a la ventana, ¿me reprendíais por ello? ¿No
os asomabais vos misma? Cuando levantaba a mí
los ojos, se sonreía, me hacía señas y saludaba, ¿os
causaba algún enojo? ¿No era más bien como si os
sintierais honrada en vuestra hija?
MADRE.- ¡Hazme aún reproches!
CLARA.- (Conmovida.) Y cuando todavía pasó con
más frecuencia por nuestra calle, y conocimos muy
bien que era por mí por quien recorría aquel camino,
¿no fuisteis vos misma quien lo hizo observar
con secreta alegría? ¿Me mandabais retirar cuando
me ponía detrás de la vidriera, esperándolo?
MADRE.- ¿Podría pensar que llegara hasta tan lejos?
CLARA.- (Con voz entrecortada y conteniendo el llanto.) Y
aquella noche, cuando nos sorprendió al pie de
nuestra lámpara, envuelto en su capa, ¿quién se
apresuró a recibirlo, ya que yo me quedé en mi
asiento como pasmada, paralizada por el asombro?
MADRE.- ¿Podría yo temer que este desdichado
amor arrebataría tan pronto a la sensata Clarita?
Ahora tengo que soportar que mi hija...
CLARA.- (Deshecha en llanto.) ¡Madre! ¡Os empeñáis
en ello! Gozáis en atormentarme.
MADRE.- (Llorando.) ¡Y además llora! Haz aún mayor
mi desdicha con tu aflicción. ¿No es ya bastante
pena para mí el que mi única hija sea una muchacha
perdida?
CLARA.- (Fríamente, poniéndose en pie.) ¡Perdida! ¿La
amada de Egmont una muchacha perdida?... ¿Qué
princesa no envidiaría a la pobre Clarita por el
puesto que ocupa en su corazón? ¡Oh, madre! ¡Madre
mía! Antes no hablabais así. Sed buena, querida
madre. ¿Qué importa el pueblo y lo que piense, las
vecinas y sus murmuraciones?... Esta habitación,
esta casita, son un paraíso desde que en ellas vive el
amor de Egmont.
MADRE.- Eso es verdad, hay que quererlo. Siempre
se muestra tan afectuoso, franco y abierto.
CLARA.- No hay en él ni una veta de falsedad. Mirad,
madre, es el gran Egmont, y, sin embargo,
cuando viene a verme, ¡qué cariñoso y qué bueno se
muestra! ¡Con qué gusto me ocultaría su rango y su
valor! ¡Cómo se ocupa de mí, sólo como hombre,
como amigo, como enamorado!
MADRE.- ¿Vendrá hoy quizá?
CLARA.- ¿No me habéis visto ir frecuentemente a
la ventana? ¿No habéis observado con qué atención
escucho si hay algún rumor en la puerta?... Aunque
ya sé que no viene antes de la noche, barrunto su
presencia desde por la mañana cuando me levanto.
¡Oh! ¡Si fuera un rapaz para poder ir siempre con
él, a la corte y a todas partes! ¡Si pudiera seguirle
llevando su estandarte en las batallas!
MADRE.- Siempre has sido una aturdida; ya desde
niña pequeña, tan pronto alocada como pensativa.
¿No te arreglas un poco?
CLARA.- Acaso, madre; sí me aburro... Figuraos
que ayer pasaron por aquí algunas de sus gentes y
cantaban canciones en su honor. Por lo menos su
nombre figuraba en la letra; lo demás no pude comprenderlo.
El corazón me saltaba hasta la garganta.
Me habría gustado llamarlos si no me hubiera dado
vergüenza.
MADRE.- Ten cuidado. Tu vivacidad puede estropearlo
todo; te haces manifiestamente traición
delante de la gente. El otro día, en casa de tu primo,
cuando encontraste el grabado en madera con la
descripción al pie, exclamaste de pronto: ¡El conde
de Egmont!... Me puse roja como el fuego.
CLARA.- ¿Y cómo no gritar? Era la batalla de Gravelinas,
y encontré arriba en el cuadro la letra C y
busqué la C abajo en la descripción, y ponía: «El
conde de Egmont a quien le fue muerto bajo él el
caballo que montaba» Me aterré toda, y en seguida
tuve que reírme del Egmont del grabado que era tan
grande como la torre de Gravelinas, que estaba pegada
a él, y como los navíos ingleses allí al lado...
Cuando recuerdo, a veces, cómo me imaginaba antes
una batalla, y la imagen que, de muchachilla, me
formaba del conde de Egmont, al oír hablar de él y
de todos los condes y príncipes... y lo que me ocurre
ahora.
(Entra BRACKENBURG.)
CLARA.- ¿Qué pasa?
BRACKENBURG.- No se sabe nada a punto fijo.
En Flandes deben haberse producido recientemente
unos tumultos; la gobernadora debe estar con cuidado
por si se extienden aquí. El palacio está fuertemente
guardado; hay muchos ciudadanos en las
puertas de la ciudad; el pueblo murmura por las calles...
Corro a toda prisa a reunirme con mi anciano
padre. (Hace que se va.)
CLARA.- ¿Os veremos mañana? Voy a arreglarme
un poco. Va a venir mi primo y estoy vestida con
demasiado descuido. Ayudadme un momento, madre...
Llevaos ese libro, Brackenburg, y traedme otra
historia semejante.
MADRE.- Adiós.
BRACKENBURG.- (Tendiéndole su mano.) Vuestra
mano.
CLARA.- (Negándole la suya.) Cuando volváis.
(Vanse la madre y la hija.)
BRACKENBURG.- (Solo.) Habíame propuesto marchar
inmediatamente, y como ella me lo consiente y
me deja partir monto en furia... ¡Desdichado! ¿Y no
te conmueve la suerte de tu patria? ¿El creciente
tumulto?... ¿Es para ti lo mismo compatriota que
español, quién gobierna y quién tiene razón?... ¡De
qué otro modo era yo cuando estudiante!... Cuando
se nos daba por tema: «Discurso de Bruto en defensa
de la libertad como ejercicio de elocuencia.» Fritz
era siempre el primero, y el rector decía: - ¡Si hu
biera estado todo en mejor orden y no se amontonaran
las cosas unas sobre otras!... Entonces hervía
mi ánimo y sentía arrebatos... Ahora me arrastro
bajo las miradas de una muchacha. ¿No puedo librarme
de ella? ¿No puede ella quererme? ¡Ah!...
No... No puede haberme rechazado por completo...
Por completo no... ni a medias... No lo sufriría por
más tiempo... (Pausa.) ¿Será verdad lo que hace poco
me dijo al oído un amigo? Que por la noche recibe
en secreto a un hombre en su casa, después de haberme
hecho salir púdicamente antes de anochecer.
No, no es verdad; ¡es mentira! ¡una vil y calumniosa
mentira! Clarita es tan inocente como soy yo desgraciado...
Me ha despreciado, me ha expulsado de su
corazón... Y ¿he de seguir viviendo de este modo?
No, no; no lo soporto... Cuando mi patria está violentamente
agitada por interna discordia, yo ¿no he
de hacer más que languidecer en medio del tumulto?
No lo soporto... Al sonar la trompeta, cuando se oye
un disparo, me conmuevo hasta lo más profundo de
mi ser. Pero ¡ay! no me espolea, no me inclina a que
yo también tome las armas, a que me redima y
aventure como todos... ¡Miserable y vergonzosa
situación! Mejor sería que acabara de una vez.
Arrojéme al agua hace poco tiempo, me sumergí...
pero la atemorizada naturaleza fue más fuerte que
yo; comprendí que podía nadar y me salvé a pesar
mío... ¡Si pudiera olvidar los tiempos en que me
quería, en que parecía quererme!... ¿Por qué penetró
esa dicha hasta lo más profundo de mi ser? ¿Por
qué esas esperanzas han consumido todo mi goce
de vivir, mostrándome desde lejos un paraíso?... ¡Y
aquel primer beso! ¡Aquel único!... Aquí (Pone la mano
sobre la mesa), aquí estábamos solos... Siempre se
me había mostrado bondadosa y amable... Entonces
pareció ablandarse... Me miró... Todos mis sentidos
se turbaron y sentí sus labios sobre los míos. Y... ¿y
ahora?... ¡Perece, desdichado! ¿Por qué vacilas? (Saca
un frasquito del bolsillo.) ¡Veneno saludable, no quiero
haberte robado en vano del estuche de mi
hermano el doctor! Tú debes consumir y resolver de
repente este miedo, este vértigo, este sudor de
muerte.

ACTO SEGUNDO

PLAZA EN BRUSELAS
JETTER y un MAESTRO CARPINTERO se encuentran
CARPINTERO.- ¿No lo había yo ya predicho? Aun
hace ocho días, en nuestro gremio, dije que iba a
haber graves luchas.
JETTER.- Pero ¿es verdad que han saqueado las
iglesias de Flandes?
CARPINTERO.- Han destrozado por completo
iglesias y capillas. No han dejado otra cosa sino las
cuatro desnudas paredes. ¡Valiente canalla! Y eso
empeora nuestra buena causa. Antes, con todo orden
y perseverancia, le habríamos expuesto nuestros
derechos a la gobernadora, y los habríamos sostenido.
Si ahora hablamos, si ahora nos reunimos, quiere
decirse que nos juntamos a los sublevados.
JETTER.- Sí; eso es lo que cada cual piensa primero:
¿Para qué vas a meter tus narices en esa cuestión?
El gaznate está en relación muy inmediata con
ellas.
CARPINTERO.- Temo que comience a alborotarse
la chusma, la gente del pueblo que no tiene nada
que perder. Tomarán por pretexto lo que nosotros
tenemos también que reclamar y llevarán al país
(SOEST se junta a ellos.)
SOEST.- Buenos días, señores. ¿Qué hay de nuevo?
¿Es verdad que los destructores de santos se dirigen
aquí precisamente?
CARPINTERO.- ¡No tocarán a nada!
SOEST.- Para comprar tabaco, entró un soldado en
mi tienda y le he preguntado. La gobernadora, aunque
mujer cauta y valiente, está fuera de sí esta vez.
Tiene que ser muy mala la situación para que se esconda,
como lo hace, detrás de su guardia. La ciudadela
está llena de tropas. Hasta se cree que quiere
huir de la ciudad.
CARPINTERO.- ¡No debe marcharse! Su presencia
nos protege y debemos inspirarle más confianza que
los bigotazos que la rodean. Y si nos conserva
nuestras franquicias y libertades, la llevaremos en
palmas. (Un fabricante de jabón se une a ellos.)
JABONERO.- ¡Mala cuestión! ¡Feo asunto! Hay
malestar y todo anda revuelto... Tratad de permanecer
bien tranquilos para que no os tomen también
por sublevados.
SOEST.- Aquí vienen los siete sabios de Grecia.
JABONERO.- Ya sé que hay muchos que se entienden
secretamente con los calvinistas, que acusan
a los obispos, que no temen al rey; pero un súbdito
fiel, un católico sincero...
(Poco a poco júntanse en torno a ellos toda especie de gentes que
escuchan sus palabras. Acércase VANSEN.)
VANSEN.- Dios os guarde, señores. ¿Qué hay de
nuevo?
CARPINTERO.- No os rocéis con ese; es un mal
sujeto.
JETTER.- ¿No es el escribiente del doctor Wiets?
CARPINTERO.- Ha tenido muchos amos. Primero
fué escribiente y como todos los patronos lo echaban,
a causa de sus bribonerías, se entremete ahora
a ejercer la profesión de los notarios y abogados y
es un tonel de aguardiente.
(Reúnese más gente y se forman grupos.)
VANSEN.- Ya que estáis reunidos, hablaos en voz
baja para poneros de acuerdo. Siempre vale la pena
de tratar del asunto.
SOEST.- Esa es también mi opinión.
VANSEN.- Si en este momento algunos de nosotros
tuvieran corazón y otros cabeza, bien pronto
podríamos sacudir las cadenas españolas.
SOEST.- Señor, no debéis hablar así. Hemos prestado
juramento al rey.
VANSEN.- También él a nosotros. Fijaos en ello.
JETTER.- ¡Eso es hablar! Decid vuestra opinión.
OTROS.- Oíd, oíd. Ese sabe lo que dice. Es un
buen truchimán.
VANSEN.- Tuve un viejo patrón que poseía pergaminos
y documentos de antiquísimas fundaciones,
contratos y sentencias: le interesaban los libros más
raros. En uno de ellos estaba toda nuestra constitución:
cómo nosotros, los neerlandeses, fuimos al
principio regidos por príncipes independientes, todo
según tradicionales derechos, privilegios y cos
tumbres; cómo nuestros antepasados tenían el mayor
respeto por sus príncipes cuando gobernaban
como era debido, y cómo se precavían en seguida si
los gobernantes querían propasarse. Los estados
generales del reino estaban siempre dispuestos a
reunirse: pues cada provincia, por pequeña que fuera,
tenía sus estados, sus asambleas.
CARPINTERO.- ¡Cállate la boca! ¡Eso lo sabemos
desde hace mucho tiempo! Todo ciudadano digno
conoce todo lo que necesita saber acerca de la constitución
del país.
JETTER.- Dejadle hablar; siempre se aprende algo.
SOEST.- Tiene plena razón.
VARIAS VOCES.- ¡Que hable! ¡Que hable! Cosas
así no se oyen todos los días.
VANSEN.- ¡Así sois vosotros, los ciudadanos! Vivís
al día; y una vez que habéis heredado de vuestros
padres vuestro oficio, dejáis que el Gobierno os
rija y disponga de vosotros como pueda y quiera.
No preguntáis por las tradiciones, por la historia,
por los derechos de un gobierno; y gracias a vuestra
negligencia, los españoles han tendido sus redes
sobre vuestras cabezas.
SOEST.- ¿Quién piensa en eso, con tal de que no
falte el pan de cada día?
JETTER.- ¡Maldita sea! ¿Por qué no se presentará
de cuando en cuando alguien que le diga a uno estas
cosas?
VANSEN.- Os las digo yo ahora. El rey de España,
que por casualidad posee todas las provincias unidas,
debe regir y gobernar en ellas no de otra suerte
sino como lo hacían los pequeños príncipes que las
poseían aisladamente en otro tiempo. ¿Lo comprendéis?
JETTER.- Explícanoslo.
VANSEN.- Es claro como la luz del día. ¿No tenéis
que ser juzgados según las leyes de vuestra propia
provincia? ¿De dónde procederá eso?
UN CIUDADANO.- Es verdad.
VANSEN.- ¿Los de Bruselas no tienen un derecho
diferente que los de Amberes? ¿Los de Amberes
que los de Gante? ¿De dónde vendrá eso?
OTRO CIUDADANO.- ¡Pardiez!
VANSEN.- Pero si dejáis que sigan así las cosas,
pronto seréis tratados de otro modo. ¡Uf! Lo que no
lograron Carlos el Temerario, Federico el Belicoso y
Carlos V, lo realiza Felipe por medio de una mujer.
SOEST.- Sí, sí. Los antiguos príncipes también trataron
de hacerlo.
VANSEN.- ¡Indudablemente!... Pero nuestros antepasados
vigilaban. Cuando un señor se les hacía
odioso, le capturaban su hijo y heredero, lo retenían
entre ellos y no se lo devolvían sino bajo las mejores
condiciones. ¡Nuestros padres eran hombres!
¡Sabían apoderarse de lo que les convenía y hacerse
firmes en ello! ¡Hombres auténticos! Por eso son
tan claros nuestros privilegios, están tan bien garantizadas
nuestras libertades.
JABONERO.- ¿Qué decís de libertades?
EL PUEBLO.- ¡De nuestras libertades! ¡De nuestras
franquicias! ¡Habladnos algo más de nuestras
franquicias!
VANSEN.- En especial nosotros, los brabanzones,
aunque todas las provincias tengan sus privilegios,
estamos provistos de ellos del modo más soberbio.
He leído todo eso.
SOEST.- Decidlo.
JETTER.- Dejad oír.
UN CIUDADANO.- ¡Por favor!
VANSEN.- En primer lugar está escrito: el duque
de Brabante debe ser un señor bondadoso y fiel.
SOEST.- ¡Bien! ¿Lo dice de ese modo?
JETTER.- ¿Es verdad? ¿Fiel?
VANSEN.- Como os lo digo. Tiene obligaciones
para con nosotros, como nosotros para con él. En
segundo lugar: en modo alguno debe mostrar, dejar
aparecer o pensar en permitir ninguna especie de
poder o voluntad arbitrarios.
JETTER.- ¡Admirable! ¡Admirable! No debe mostrar...
SOEST.- Ni dejar aparecer...
OTRO.- O pensar en permitir... Ese el punto capital.
No permitirle a nadie, de ninguna manera...
VANSEN.- Así consta, en términos expresos.
JETTER.- Tráenos el libro.
UN CIUDADANO.- Sí; tiene que ser nuestro.
OTRO.- ¡El libro! ¡El libro!
OTRO.- Nos presentaremos con él a la gobernadora.
OTRO.- Vos seréis el que hable, señor doctor.
JABONERO.- ¡Oh! ¡qué necios!
OTROS.- Dinos alguna cosa más del libro.
JABONERO.- ¡Le clavo los dientes en el gañote si
vuelve a decir palabra!
EL PUEBLO.- Ya veremos si hay alguien capaz de
hacerle daño. ¡Decidnos algo más de nuestros privilegios!
¿Todavía tenemos privilegios?
VANSEN.- Muchos y muy buenos; muy saludables.
También está allí escrito que el príncipe no puede
reformar ni aumentar el brazo eclesiástico sin asentimiento
de la nobleza y de los estados generales.
¡Fijaos en esto! Ni tampoco modificar el régimen
del país.
SOEST.- ¿Lo dice de ese modo?
VANSEN.- Os lo mostraré; escrito hace dos o tres
siglos.
VARIOS CIUDADANOS.- ¿Y soportamos a los
nuevos obispos? La nobleza tiene que ayudarnos y
comenzaremos la lucha.
OTROS.- ¿Y dejamos que nos intimide la Inquisición?
VANSEN.- Es culpa vuestra.
EL PUEBLO.- ¡Aun tenemos a Egmont! ¡Aun tenemos
a Orange! Esos cuidan de nuestro bien.
VANSEN.- Vuestros hermanos de Flandes han
comenzado la buena obra.
JABONERO.- ¡Ah perro! (Lo golpea.)
OTROS.- (Oponiéndose a él y gritando.) ¿También tú
eres un español?
OTRO.- ¿Cómo? ¿Pegarle a este hombre digno?
OTRO.- ¿A este sabio? (Se lanzan contra el
JABONERO.)
CARPINTERO.- ¡Paz en nombre del cielo! (Mézclanse
otros en la contienda.) Ciudadanos, ¿qué es esto?
(Unos pilluelos silban, arrojan piedras, azuzan perros; los
transeúntes se detienen y miran boquiabiertos; corren gentes del
pueblo, otras van tranquilamente de un lado a otro, otras hacen
toda suerte de burlas, gritando y lanzando clamores de
júbilo.)
OTROS.- ¡Libertad, privilegios! ¡Privilegios y libertad.
(Entra EGMONT con acompañamiento.)
EGMONT.- ¡Paz! ¡paz, ciudadanos! ¿Qué es lo que
ocurre? ¡Separadlos!
CARPINTERO.- Benigno señor, llegáis como un
ángel del cielo. ¡Silencio! ¿No veis quién está aquí?
¡El conde de Egmont! ¡Respetad al conde de Egmont!
EGMONT.- ¿También entre nosotros? ¿Qué osáis?
¿Ciudadanos contra ciudadanos? ¿Ni siquiera os
detiene la proximidad de nuestra regia gobernadora?
¡Separaos! ¡Id cada cual a vuestros asuntos! Mala
señal es cuando aparecéis ociosos en día de trabajo.
¿De qué se trataba?
(El tumulto se calma poco a poco y todos le rodean.)
CARPINTERO.- Se pegaban por sus privilegios.
EGMONT.- Que todavía están destruyendo aturdidamente...
Y ¿quién sois vosotros? Me parecéis
gente honrada.
CARPINTERO.- A eso aspiramos.
EGMONT.- ¿De qué gremio?
CARPINTERO.- Carpintero y maestro jurado.
EGMONT.- ¿Y vos?
SOEST.- Tendero.
EGMONT.- ¿Vos?
JETTER.- Sastre.
EGMONT.- Recuerdo que habéis ayudado a hacer
las libreas de mis gentes. Os llamáis Jetter.
JETTER.- Os doy gracias, por acordaros de mi
nombre.
EGMONT.- No es fácil que yo me olvide de quien
he visto y hablado una vez sola... Buena gente, en
cuanto el mantenimiento de la paz dependa de vosotros,
no dejéis de procurarlo; estáis ya bastante mal
notados. No incitéis más al rey, que, en resumidas
cuentas, tiene el poder en sus manos. Un ciudadano
como es debido, que gana su sustento honrada y
diligentemente, tiene siempre y en todas partes tanta
libertad como precisa.
CARPINTERO.- Sí, sí; ese es justamente el mal.
Los haraganes, los borrachos, los poltrones, con li
cencia de Vuestra Alteza, huronean por aburrimiento
y escarban por hambre en busca de privilegios
y les cuentan mentiras a los curiosos y crédulos;
y para que les paguen un jarro de cerveza, comienzan
luchas que hacen desgraciados a muchos miles
de hombres. Justamente eso es lo que quieren. Tenemos
demasiado bien guardadas nuestras casas y
nuestros caudales; querrían expulsarnos de ella a
tizonazos.
EGMONT.- Seréis defendidos eficazmente; se han
tomado las necesarias medidas para oponerse al mal
con todo rigor. Manteneos firmes contra las doctrinas
extranjeras y no creáis que se fortalecen los privilegios
con motines. Permaneced en vuestras casas;
no permitáis que se produzcan disturbios en las calles.
Las gentes sensatas pueden hacer mucho.
(Mientras tanto se ha disuelto el grupo mayor.)
CARPINTERO.- Damos gracias a Vuestra Excelencia;
dámosle gracias por su buena opinión.
(Vase EGMONT.)
CARPINTERO.- ¡Un noble señor! ¡Un verdadero
neerlandés! ¡Absolutamente nada español!
JETTER.- ¡Si lo tuviéramos por gobernador! Daría
gusto obedecerle.
SOEST.- El rey no lo entiende así. Siempre ocupa
ese puesto con gente suya.
JETTER.- ¿Te has fijado en el traje? A la española,
de la forma más reciente.
CARPINTERO.- ¡Hermosa figura!
JETTER.- Su cuello sería un verdadero regalo para
el verdugo.
SOEST.- ¿Estás loco? ¿Cómo puede ocurrírsete
eso?
JETTER.- Es bastante estúpido pensar en tales cosas...
Pero ahora me sucede. Si veo un cuello largo y
hermoso, al punto tengo que decirme a pesar mío:
bueno para cortado... ¡Las malditas ejecuciones! No
logra uno expulsarlas del espíritu. Cuando nadan los
mozos y veo unos lomos desnudos, en seguida se
me representan por docenas los que he visto castigados
con baquetas. Si encuentro una hermosa panza,
pienso que ya la veo puesta a asar atada al poste
de la hoguera. Por la noche, en sueños, me son atenazados
todos los miembros de mi cuerpo; no tiene
uno ni una hora de alegría. Pronto me habré olvidado
de toda diversión, de toda broma; esas espantosas
imágenes están como impresas en mi frente con
un hierro candente.


MORADA DE EGMONT
EL SECRETARIO, sentado a una mesa llena de papeles;
se levanta intranquilo
SECRETARIO.- ¡Siempre sin venir! Y hace ya dos
horas que le espero con la pluma en la mano y los
papeles delante; ¡y justamente hoy que me gustaría
salir temprano! Tengo como fuego bajo los pies.
Apenas puedo contener mi impaciencia. «Estate
aquí a la hora exacta», ordenóme todavía antes de su
marcha; y ahora no viene. Hay tanto que hacer que
no terminaré antes de medianoche. Cierto que a
veces hace la vista gorda. Pero preferiría que fuera
severo y le dejara a uno libre en el debido momento.
Podría uno concertar sus asuntos. Hace ya dos horas
que salió de junto a la gobernadora; sabe Dios
con quién habrá pegado la hebra por el camino.
(Entra EGMONT.)
EGMONT.- ¿Cómo andan las cosas?
SECRETARIO.- Estoy dispuesto y esperan tres
mensajeros.
EGMONT.- Encuentras que me he demorado demasiado;
tienes cara enfadada.
SECRETARIO.- Espero hace ya tiempo para obedecer
vuestras órdenes. Aquí están los documentos.
EGMONT.- Doña Elvira se enojará conmigo si oye
decir que te he retrasado.
SECRETARIO.- ¡Bromeáis!
EGMONT.- No, no. No te avergüences. Demuestras
tener buen gusto. Es bonita y me agrada mucho
que tengas una amiga en Palacio. ¿Qué dicen las
cartas?
SECRETARIO.- Diversas cosas y poco divertidas.
EGMONT.- Gracias que tenemos la alegría en casa
y no necesitamos esperarla de fuera. ¿Hay muchos
asuntos?
SECRETARIO.- Bastantes y esperan tres mensajeros.
EGMONT.- Dime lo más preciso.
SECRETARIO.- Todo es preciso.
EGMONT.- Una cosa tras otra, pero de prisa.
SECRETARIO.- El capitán Breda envía una relación
de lo que ha seguido ocurriendo en Gante y las
comarcas vecinas. Los disturbios están apaciguados,
en su mayor parte...
EGMONT.- ¿Comunica que se han producido aún
diversas majaderías y locuras?
SECRETARIO.- Sí. Aun hay algo de eso.
EGMONT.- Exímeme de oírlo.
SECRETARIO.- Han sido presos otros seis criminales
que han destrozado en Werwick una imagen
de la virgen. Pregunta si deben ser ahorcados como
los otros.
EGMONT.- Estoy cansado de mandar ahorcar.
Que los azoten y se vayan.
SECRETARIO.- Hay dos mujeres entre ellos.
¿También deben ser azotadas?
EGMONT.- Que las amoneste y las deje correr.
SECRETARIO.- Brinck, de la compañía de Breda,
quiere casarse. El capitán espera que le neguéis el
permiso. Escribe que hay demasiadas mujeres en las
tropas y que si salimos a campaña no parecerá un
ejército de soldados, sino una cuadrilla de gitanos.
EGMONT.- Déjese casar aún a éste! Es un buen
mozo; me lo rogó insistentemente antes de mi partida.
Pero que no se le permita a ninguno más, por
mucho que me duela privarles de su mejor diversión
a esos pobres diablos, que ya están bastante fastidiados
sin eso.
SECRETARIO.- Dos de vuestros soldados, Seter y
Hart, le han jugado una mala pasada a una moza,
hija de un hostelero. La encontraron sola y la niña
no pudo defenderse de ellos.
EGMONT.- Si es muchacha honrada y han empleado
violencia, que les den tres días consecutivos
carrera de baquetas, y si poseen algunos bienes, que
se tome de ellos lo necesario para poder dotar a la
rapaza.
SECRETARIO.- Uno de los doctores extranjeros
pasó secretamente por Comines y fue descubierto.
Jura que su intención, era la de pasar a Francia. Debe
ser decapitado, según lo dispuesto.
EGMONT.- Que lo pongan secretamente en la
frontera y le aseguren que la segunda vez no escapará
de este modo.
SECRETARIO.- Carta de vuestro tesorero. Escribe
que ingresa poco dinero y que le será difícil enviar
en esta semana la cantidad pedida; los disturbios
han producido en todo la mayor confusión.
EGMONT.- ¡Tiene que mandar el dinero! Él verá
como lo junta.
SECRETARIO.- Dice que hará todo cuanto pueda
y que por fin demandará y hará encarcelar a ese Raymond
que es vuestro deudor desde hace tanto
tiempo.
EGMONT.- Pero ha prometido pagar.
SECRETARIO.- La última vez; él mismo fijó el
plazo de quince días.
EGMONT.- Pues que le concedan otros quince, y
después pueden proceder contra él.
SECRETARIO.- Hacéis bien. No es falta de recursos,
es mala voluntad. Sin duda que se conducirá
con seriedad cuando vea que no bromeáis... Además,
dice el recaudador que quiere retener medio
mes de pensión a los antiguos soldados, las viudas y
algunas otras gentes a quienes socorréis; mientras
tanto, ya se verá lo que se hace; los socorridos se
arreglarán como puedan.
EGMONT.- ¿Cómo que se arreglarán? Esas gentes
tienen más necesidad que yo de dinero. Que no se
meta en eso.
SECRETARIO.- Pues ¿de dónde ordenáis que saque
los cuartos?
EGMONT.- Él verá; ya se lo dije en la carta anterior.
SECRETARIO.- Por eso hace estas proposiciones.
EGMONT.- Que no sirven de nada. Que piense
otra cosa. Que haga proposiciones que sean aceptables,
y sobre todo, que se proporcione el dinero.
SECRETARIO.- Vuelvo a presentaros la carta del
conde Oliva. Perdonad que os la recuerde. Este anciano
merece, antes que nadie, una circunstanciada
respuesta. Ibais a escribirle vos mismo. De fijo que
os quiere como un padre.
EGMONT.- No me es posible hacerlo. De todas las
cosas que me son odiosas, ninguna lo es más que
escribir. ¡Imitas tan bien mi letra! Escríbele en mi
nombre. Yo espero a Orange. No me es posible hacerlo
yo mismo, pero deseo que se conteste a sus
inquietudes diciéndole algo muy tranquilizador.
SECRETARIO.- Decidme aproximadamente cómo
pensáis que debe ser la respuesta; redactaré la carta y
la someteré a vuestra aprobación. Será escrita en tal
forma que hasta ante un tribunal pueda pasar por
letra vuestra.
EGMONT.- Dame su carta. (Después de haberle echado
la vista encima.) ¡Venerable anciano! ¿Eras ya tan
prudente en tu juventud? ¿No has escalado jamás
una fortaleza? ¿Te quedabas a retaguardia en la batalla,
como aconseja la prudencia?... ¡Qué cariñosa
solicitud! Desea mi felicidad y mi vida y no advierte
que ya está muerto aquel que sólo vive o para guardarse...
Dile que puede estar descuidado; que procedo
como debo, que ya cuido de mi seguridad; que
emplee en mi favor su consideración en la Corte y
que esté convencido de mi completo agradecimiento.
SECRETARIO.- ¿Nada más? ¡ Oh, él espera otra
cosa!
EGMONT.- ¿Qué más puedo decirle? Si quieres
poner más palabras, de ti depende. Da siempre
vueltas alrededor del mismo punto: que debo vivir
como no soy capaz de vivir. Que soy alegre, que tomo
las cosas ligeramente, que vivo de prisa; esa es
mi dicha, y no la cambio por la seguridad de un
panteón. Ni una gota de sangre tengo en mis venas
para vivir a la española; no me divierte acomodar
mis pasos a la nueva y grave cadencia de la Corte.
¿No he de vivir más que para pensar en la vida?
¿No he de gozar del momento actual para estar seguro
del siguiente? ¿Y consumir también éste con
preocupaciones y cuidados?
SECRETARIO.- Os suplico, señor, que no seáis tan
áspero y duro con este hombre excelente, vos que
sois tan afable con todo el mundo. Decidme unas
palabras afectuosas que tranquilicen a este noble
amigo. Fijaos en lo solícito que es, en la delicadeza
con que toca lo que cree que puede seros útil.
EGMONT.- Sí, pero toca siempre la misma cuerda.
Sabe, desde hace mucho, lo odiosas que son para mí
estas amonestaciones; no hacen más que confundir,
no sirven para nada. Y si yo fuera un sonámbulo y
me paseara por el peligroso alero de una casa, ¿es
amistoso llamarme por mi nombre, para advertirme,
despertarme y hacerme estrellar? Dejad a cada cual
que siga su camino; ya se guardará él.
SECRETARIO.- No estaría bien en vos el preocuparos,
pero ¡en quien os conoce y ama!...
EGMONT (Mirando la carta).- Vuelve otra vez con
las viejas historias de lo que hemos hecho y dicho
una noche, en la fácil petulancia de la intimidad y el
vino, y con todas las deducciones y consecuencias
que de aquí se han sacado, paseándolas por todo el
reino... ¡Bueno! Pues es verdad que hemos hecho
bordar caperuzas de bufón y cabezas de loco en las
mangas de nuestros criados y que después hemos
cambiado estos ridículos adornos por haces de flechas,
símbolo aun más peligroso a juicio de todos
los que quieren encontrar significación en lo que no
la tiene. En momentos de placer, hemos concebido
y realizado más de una locura; ¿somos culpables de
que toda una noble tropa, con alforjas de mendigo y
un apodo escogido por ellos mismos2, le haya recordado
al rey sus deberes, con burlona humildad?
Somos culpables... ¿de qué otra cosa? ¿Una fiesta de
carnaval se iguala con un crimen de alta traición?
¿Hay que estar celoso por los breves y abigarrados
harapos que un valor juvenil y una excitada fantasía
pueden haber colgado en torno a la pobre desnudez
de nuestra vida? Si la tomáis demasiado en serio
¿qué encontraréis en ella? Si la mañana no nos despierta
para nuevas alegrías y a la noche no podemos
esperar ya ningún placer, ¿vale la pena de vestirse y
desnudarse? ¿Alúmbrame hoy el sol para que reflexione
en lo que era ayer, y para adivinar y calcular lo
que ni se adivina ni se calcula, el destino de un día
por venir?... Aparta de mí esas consideraciones; dejémoslas
para los escolares y los cortesanos. Que
cavilen y mediten, muden de opiniones y avancen
furtivamente; que alcancen adonde puedan y obtengan
lo que puedan... Si te es dado aprovechar algo
de esto sin que tu epístola se convierta en un libro,
estaré satisfecho con ello. Al buen viejo todo le parece
demasiado importante. Igual que un amigo, que
nos ha tenido cogida la mano largo tiempo, la oprime
aún con más fuerza cuando va a soltarla.
SECRETARIO.- Perdonadme, pero un peatón
siempre siente vértigos cuando ve pasar a alguien en
coche por su lado a una velocidad frenética.
EGMONT.- ¡No más, no más, criatura! Como azotados
por invisibles espíritus, los caballos del sol del
tiempo arrastran consigo el ligero carro de nuestro
destino; y a nosotros no nos resta otra cosa sino
mantener firmes las riendas, con esforzado ánimo, y
tan pronto a derecha como a izquierda, apartar las
ruedas, aquí de una piedra, allá de un precipicio.
Adónde se va, ¿quién lo sabe? Apenas se acuerda
uno de dónde viene.
SECRETARIO.- ¡Señor! ¡Señor!
EGMONT.- Estoy en lo alto y puedo y debo subir
más todavía; siento en mí la esperanza, el valor y las
fuerzas para hacerlo. Aun no he alcanzado la cúspide
de mi desarrollo, y si alguna vez llego arriba, me
mantendré firme y sin recelo. Si he de caer, que sea
un rayo, un huracán, hasta un mal paso mío lo que
me precipite a lo profundo, yaceré allí con muchos
miles de hombres. Jamás desdeñé el jugarme sangrientamente
la vida con mis buenos compañeros
de armas por cualquier ventaja pequeña, e ¿iba a
andar con roñerías ahora cuando se trata de todo el
valor de la libre existencia?
SECRETARIO.- ¡Oh señor! ¡No sabéis qué palabras
pronunciáis! ¡Que Dios os proteja!
EGMONT.- Recoge tus papeles. Orange llega.
Despacha lo más necesario para que partan tus
mensajeros antes de que estén cerradas las puertas.
Para lo otro hay tiempo mañana. Deja hasta mañana
la carta del Conde; no dilates el visitar a Elvira y
salúdala de mi parte... Entérate de cómo se encuentra
la gobernadora; aunque lo oculte, no debe estar
buena.
(Vase el SECRETARIO.) Entra ORANGE.
EGMONT.- Orange, bien venido. Me parecéis un
tanto preocupado.
ORANGE.- ¿Qué me decís de nuestra conversación
con la gobernadora?
EGMONT.- No encontré nada de particular en su
manera de recibirnos. Con frecuencia la he visto de
ese modo. No me pareció que se hallaba del todo
bien.
ORANGE.- ¿No notasteis en ella una reserva mayor
de la acostumbrada? Primero quiso aprobar
fríamente nuestra conducta en la nueva revuelta del
populacho; después hizo observar la falsa luz que
podía ser arrojada sobre esos acontecimientos; derivó
después la conversación hacia sus antiguos ha
bituales discursos: que jamás han sido agradecidos
suficientemente, que han sido tratados con demasiada
ligereza sus procedimientos afables y bondadosos,
su amistad hacia nosotros los neerlandeses;
que no hay cosa alguna que lleve la dirección que
ella desea; que, al final, bien puede llegar a sentirse
cansada y a tener que decidirse el rey por otros procedimientos.
¿Habéis oído esto?
EGMONT.- No todo; entre tanto pensaba en otra
cosa. Ella es mujer, querido Orange, y las mujeres
siempre querrían que todo se plegara suavemente
bajo su dulce yugo, que cada Hércules depusiera la
piel de león y aumentara su corte de hilanderas; que,
porque ellas tienen un carácter pacífico, la fermentación
que se apodera de un pueblo, la tormenta que
suscitan, unos contra otros, rivales poderosos, pudiera
terminarse con una amable frase, y que se
unieran a sus pies, en una dulce armonía, los más
contrarios elementos. Ese es su caso; y como no
puede conseguir lo que quiere, no le queda otro camino
sino ponerse de mal humor, quejarse de ingratitud
e imprudencia, amenazar para el porvenir
con espantosas perspectivas y amenazar... con marcharse.
ORANGE.- ¿No creéis que esta vez realizará su
amenaza?
EGMONT.- ¡Jamás! ¡Cuántas veces no la he visto
ya dispuesta para el viaje! ¿Adónde podría ir? Aquí
es gobernadora, reina; ¿crees tú que le divertiría devanar
la madeja de unos insignificantes días en la
Corte de su hermano, o ir a Italia para llevar tras sí,
de un lado a otro, a toda su vieja parentela?
ORANGE.- No se la cree capaz de esta determinación
porque se la ha visto vacilar, porque se la ha
visto volverse atrás; no obstante, sólo depende de
ella: nuevas circunstancias pueden impulsarla hacia
una solución demorada largo tiempo. ¿Y si se fuera
y el rey mandara a algún otro?
EGMONT.- Pues llegaría y encontraría también
muchas cosas que hacer. Vendría con grandes planes,
proyectos e ideas, de cómo quería ponerlo todo
en su sitio, someterlo y tenerlo en su mano; y hoy
tendría que ocuparse de esta pequeñez, mañana de
aquella otra, pasado mañana encontraría tal dificultad,
pasaría un mes con proyectos, otro enojado
por sus fracasadas empresas, medio año preocupado
por una sola provincia... También para él correrá
el tiempo, sentirá mareos, y las cosas seguirán su
curso como antes, de modo que, en lugar de navegar
por los dilatados mares hacia una línea prescrita por
él, tendrá que dar gracias a Dios si, en medio de la
tempestad, mantiene su nave libre de arrecifes.
ORANGE.- Pero ¿y si le aconsejaran al rey que hiciera
una prueba?
EGMONT.- ¿Cuál?...
ORANGE.- Ver lo que hacía el tronco sin cabeza.
EGMONT.- ¿Cómo?
ORANGE.- Egmont, hace muchos años que llevo
en mi corazón todas las circunstancias del mundo
en que nos movemos; estoy siempre como delante
de un tablero de ajedrez y no considero insignificante
ninguna jugada del adversario; y lo mismo que
hay gentes ociosas que se preocupan con el mayor
cuidado de los secretos de la naturaleza, considero
yo como deber mío, por mi categoría de príncipe,
conocer las opiniones y los propósitos de todos los
partidos. Tengo motivos para temer un gran cambio.
El rey hace mucho tiempo que viene procediendo
según ciertos principios; ve que, con ello no
logra lo que quiere; ¿qué cosa más verosímil sino
que intente otro camino?
EGMONT.- No lo creo. Cuando se hace uno viejo
y se han ensayado tantas cosas y nunca se encuentra
manera de arreglar el mundo, por último tiene uno
que acabar por decirse que ya basta.
ORANGE.- Hay una cosa que no ha ensayado todavía.
EGMONT.- ¿Cuál?
ORANGE.- Tratar bien al pueblo y perder a los
príncipes.
EGMONT.- ¡Cuánto no se ha temido ya eso desde
hace tanto tiempo! No hay que inquietarse.
ORANGE.- Al principio era una inquietud, poco a
poco se me convirtió en sospecha; por último, ha
llegado a ser una certidumbre.
EGMONT.- Pero ¿tiene el rey servidores más fieles
que nosotros?
ORANGE.- Le servimos a nuestra manera; y aquí,
entre nosotros, podemos confesar que sabemos
equilibrar muy bien los derechos del rey y los nuestros.
EGMONT.- ¿Quién no lo hace? Somos sus súbditos
y servidores en lo que le corresponde.
ORANGE.- Pero ¿y si él quisiera atribuirse títulos
mayores y llamara traición a lo que nosotros decimos
mantenimiento de nuestros derechos?
EGMONT.- Podremos defendernos. Que convoque
a los caballeros del Toisón y seremos juzgados.
ORANGE.- ¿Y si hubiera sentencia antes del proceso?
¿Castigo antes de la sentencia?
EGMONT.- Esa es una injusticia de que jamás se
hará culpable Felipe, y una locura que no les imputaré
a él ni a sus consejeros.
ORANGE.- Y ¿si fueran injustos y locos?
EGMONT.- No, Orange; es imposible. ¿Quién osaría
poner mano en nosotros?... El de prendernos
sería un trabajo pérfido y estéril. No, no osan elevar
tan alto el pendón de la tiranía. La ráfaga de viento
que esta noticia difundiría por todo el país provocaría
un espantoso incendio. Y ¿para qué iban a hacerlo?
El rey solo no puede juzgar y condenar;
¿atentarían a nuestras vidas como asesinos?... No
pueden pretenderlo. En un instante se uniría el pueblo
en una liga formidable. Serían proclamados, con
toda violencia, el odio y la separación eterna de todo
lo español.
ORANGE.- Las llamas bramarían sobre nuestras
tumbas y la sangre de nuestros enemigos sería derramada
como vano sacrificio expiatorio. Hay que
pensarlo, Egmont.
EGMONT.- Pero ¿cómo podrían?...
ORANGE.- Alba viene de camino.
EGMONT.- No lo creo.
ORANGE.- Lo sé.
EGMONT.- La gobernadora pretendía no saber
nada de esto.
ORANGE.- Con lo cual quedé tanto más convencido.
La gobernadora le hará sitio. Conozco al
duque y su espíritu sanguinario trae consigo un ejército.
EGMONT.- ¿Para agobiar de nuevo las provincias?
El pueblo lo soportará muy difícilmente.
ORANGE.- Se apoderarán de los jefes.
EGMONT.- ¡No, no!
dRANGE.- Vayámonos cada cual a nuestra provincia.
Allí nos haremos fuertes; no comenzara por
la violencia.
EGMONT.- ¿No tenemos que saludarle cuando
llegue?
ORANGE.- Lo dilataremos.
EGMONT.- ¿Y si al llegar nos llama en nombre del
rey?
ORANGE.- Buscaremos subterfugios.
EGMONT.- ¿Y si insiste?
ORANGE.- Nos excusaremos.
EGMONT.- ¿Y si se obstina?
ORANGE.- Vendremos cada vez menos.
EGMONT.- Y si se declara la guerra, seremos rebeldes...
Orange, no te dejes seducir por la prudencia;
ya sé que el temor no puede hacerte retroceder.
Reflexiona en el paso que vas a dar.
ORANGE.- Ya he reflexionado.
EGMONT.- Piensa en la cosa de que te haces culpable
si no aciertas: de la guerra más destructora que
puede asolar un país. Tu negativa es la señal que de
repente convoca las provincias a las armas; que justifica
todas las crueldades para las que España
siempre se ha apresurado a aprovechar todo pretexto.
Lo que hemos ido calmando lenta y trabajosamente,
lo azuzarás con un solo gesto hasta que
llegue a producirse la confusión más espantosa.
¡Piensa en las ciudades, la nobleza, el pueblo, el
comercio, la agricultura, los oficios! ¡Y piensa en la
desolación y la muerte!... Cierto que el soldado ve
con serena mirada cómo cae junto a él su camarada
en el campo de batalla; pero los ríos arrastrarán hacia
ti cadáveres de ciudadanos, de niños, de doncellas,
de modo que lo contemplarás con espanto y ya
no sabrás cuya causa defendías, ya que habrán perecido
aquellos por cuya libertad tomaste las armas. Y
¿qué sentirás en tu interior cuando tengas que decirte:
- Fue por mi seguridad por lo que las tomé?
ORANGE.- No somos particulares, Egmont. Si nos
toca sacrificarnos por muchos, también nos toca
guardarnos para muchos.
EGMONT.- Quien se guarda tiene que hacerse sospechoso
a sí mismo.
ORANGE.- Quien se conoce puede avanzar o retroceder
seguro de sí.
EGMONT.- El mal que temes se convertirá en
cierto con esa acción tuya.
ORANGE.- Es prudente y osado ir al encuentro de
un mal inevitable.
EGMONT.- En peligro tan grande hay que tener en
cuenta la más leve esperanza.
ORANGE.- Y no nos queda espacio ni para el paso
más pequeño: el abismo se abre cruelmente ante
nosotros.
EGMONT.- ¿El favor real, es terreno tan estrecho?
ORANGE.- Estrecho no, pero resbaladizo.
EGMONT.- ¡Pardiez! Se le injuria. No puedo soportar
que se piense injustamente de él. Es hijo de
Carlos V y no es capaz de ninguna bajeza.
ORANGE.- Los reyes no hacen nunca ninguna bajeza.
EGMONT.- Habría que conocerlo.
ORANGE.- Ese conocimiento, precisamente, es lo
que nos aconseja que no esperemos una prueba peligrosa.
EGMONT.- No hay prueba peligrosa si se tiene
valor para ella.
ORANGE.- Te acaloras, Egmont.
EGMONT.- Tengo que verlo con mis propios
ojos.
ORANGE.- ¡ Oh! ¡Si pudieras ver esta vez por los
míos! Amigo, porque los tienes abiertos ya crees ver.
Yo parto. Espera tú la llegada de Alba y que Dios te
proteja. Acaso te salve mi retirada Acaso el dragón
no crea tener presa suficiente si no nos devora a la
vez a ambos. Acaso lo retrase para ejecutar con mayor
seguridad su proyecto, y acaso también, mientras
tanto, veas tú las cosas en su figura verdadera.
Pero entonces ¡de prisa! ¡de prisa! ¡Sálvate! ¡Sálvate!...
¡Adiós!... Que no haya detalle alguno que se
escape a tu vigilante atención: cuánta tropa trae consigo,
cómo ocupa la ciudad, qué poderes retiene la
gobernadora, cómo se conducen tus amigos. Dame
noticias... (Pausa.) ¡Egmont!...
EGMONT.- ¿Qué quieres?
ORANGE. (Cogiéndolo por la mano.) - ¡Déjate convencer!
¡Ven conmigo!
EGMONT.- ¿Qué es eso? ¿Lloras, Orange?
ORANGE.- Llorar por un perdido amigo no es indigno
de hombres.
EGMONT.- ¿Me juzgas perdido?
ORANGE. Lo estás. Piensa en ello. Sólo te queda
un breve plazo. Adiós. (Vase.)
EGMONT. (Solo.) - ¡Que los pensamientos de otras
criaturas tengan tal influjo sobre nosotros! Jamás se
me hubiera ocurrido; y este hombre me transmite su
inquietud... ¡Fuera!... Eso es en m sangre una gota de
sangre ajena. ¡Salud mía, recházala! Y para borrar de
mi frente las arrugas de la preocupación, todavía
tengo un delicioso medio.


ACTO TERCERO
PALACIO DE LA GOBERNADORA
MARGARITA DE PARMA
MARGARITA.- Hubiera debido sospecharlo. ¡Ah!
Cuando pasa uno su vida en medio de molestias y
trabajos siempre se imagina que hace todo lo posible;
y el que vigila y ordena desde lejos cree que sólo
exige lo que puede ser hecho... ¡Oh! ¡Los reyes!...
Jamás habría creído que iba a disgustarme tanto. ¡Es
tan hermoso mandar!... ¿Y abdicar?... No sé cómo lo
logró mi padre, pero quiero hacer lo que él.
MAQUIAVELO aparece por el fondo
GOBERNADORA.- Acércate, Maquiavelo. Estoy
aquí pensando en la carta de mi hermano.
MAQUIAVELO.- ¿Me es permitido saber lo que
contiene?
GOBERNADORA.- Tantas tiernas atenciones hacia
mi persona como solicitud por sus Estados.
Arriba la firmeza, el celo y la fidelidad con que he
velado hasta ahora en este país por los derechos de
Su Majestad; me compadece porque el indómito
pueblo me de tanto que hacer; está tan profundamente
convencido de la sagacidad de mis opiniones,
tan extraordinariamente contento con la prudencia
de mi proceder, que, tengo que decirlo, la carta está
casi demasiado bien escrita para un rey y seguramente
lo está para un hermano.
MAQUIAVELO.- No es la primera vez que os
muestra su justa satisfacción.
GOBERNADORA.- Pero sí la primera vez que la
emplea como figura retórica.
MAQUIAVELO.- No os comprendo.
GOBERNADORA.- Ahora me comprenderéis...
Pues tras esta introducción, añade que sin tropas,
sin un pequeño ejército, siempre habré de hacer
aquí mala figura. Hemos hecho mal, dice, en retirar
de las provincias nuestros soldados atendiendo a las
quejas de los habitantes. Opina que una guarnición
que cargue sobre los hombros del ciudadano le impide,
con su peso, el que dé grandes saltos.
MAQUIAVELO.- Eso excitará extraordinariamente
los ánimos.
GOBERNADORA.- Pero el rey opina, ¿me escuchas?...
Opina que un buen general, un general que
no oiga razones, se hará muy pronto dueño del
pueblo y de la nobleza, de los ciudadanos y los campesinos...
Y para eso envía, con un fuerte ejercito...
al duque de Alba.
MAQUIAVELO.- ¿Al de Alba?
GOBERNADORA.- ¿Te asombras?
MAQUIAVELO.- Dijisteis: envía. Será que pregunta
si lo debe enviar.
GOBERNADORA.- El rey no pregunta; lo envía.
MAQUIAVELO.- De ese modo tendréis a vuestro
servicio un militar de gran experiencia.
GOBERNADORA.- ¿A mi servicio? Habla francamente,
Maquiavelo.
MAQUIAVELO.- No querría anticiparme...
GOBERNADORA.- ¡Y yo querría disimular! Es
muy doloroso para mí, muy doloroso. Preferiría que
mi hermano dijera las cosas como las piensa, que no
firmara ceremoniosas epístolas redactadas por un
secretario de Cámara.
MAQUIAVELO.- ¿No se podría descubrir?...
GOBERNADORA.- Los conozco por dentro y por
fuera. Les gustaría tenerlo todo limpio y arreglado y
como ellos mismos no se ponen al trabajo, prestan
confianza a todo el que llega con una escoba en la
mano. ¡Oh! Para mí es como si viera al rey y su
Consejo pintados en ese tapiz.
MAQUIAVELO.- ¿Tan claramente?
GOBERNADORA.- No les falta ni un rasgo. Hay
buenas gentes entre ellos. El honrado Rodrigo, con
tanta experiencia y moderación, que no apunta demasiado
alto y, sin embargo, no se le va una pieza;
el recto Alonso, el diligente Freneda, el firme Las
Vargas, y todavía algunos otros que colaboran
cuando el partido de los buenos es el poderoso. Pero
allí está el toledano, con sus ojos hundidos, su
frente de bronce y su honrada mirada de fuego;
barbota algo acerca de la indulgencia de las mujeres,
de su condescendencia inoportuna, y dice que les
gusta ser llevadas por caballos mansos, pero que
ellas mismas son malos domadores, u otras bromas
análogas que en otro tiempo tuve que aguantar de
los hombres políticos.
MAQUIAVELO.- Habéis escogido para vuestro
cuadro una buena caja de colores.
GOBERNADORA.- Pero confiesa, Maquiavelo,
que entre todas las tintas sombrías con que pudiera
pintarlo, no hay ningún tono tan amarillo ni tan negro
como los matices del semblante de Alba ni como
los colores que emplea él mismo. Para él, todo
hombre es blasfemador y reo de lesa majestad, porque,
con esta opinión, al punto puede enrodar, empalar,
descoyuntar y quemar a todo el mundo... El
bien que yo aquí he hecho es indudable que no parecerá
nada desde lejos, justamente por ser bien...
Allá se atienen a las locuras ya pasadas, recuerdan
todas las perturbaciones ya apaciguadas, y presentan,
ante los ojos del rey, tantos motines, sublevaciones
y locuras, que el monarca se imagina que las
gentes se devoran aquí unas a otras, cuando, entre
nosotros, un pasajero y transitorio descomedimiento
de un grosero pueblo está olvidado ya desde
hace tiempo. De aquí adquiere Felipe un odio muy
cordial contra la obre gente; lo parecen tan repulsivos
como bestias y monstruos; vuelve la vista hacia
la espada y el fuego y se imagina que de este modo
se domeña a los hombres.
MAQUIAVELO.- Me parecéis harto agitada; tomáis
la cosa demasiado en serio. ¿No seguís siendo
la regente?
GOBERNADORA.- Bien conozco eso. Traerá instrucciones...
Soy lo bastante vieja en asuntos de Estado
para saber cómo se desposee a alguien sin
quitarle su nombramiento... Primero presentara unas
instrucciones que serán vagas y tortuosas; empuñará
el poder porque tiene la fuerza, y si yo me quejo,
alegará unas instrucciones secretas; si quiero verlas,
irá dándome largas; si insisto en ello, me enseñará
un papel que contenga cualquier otra cosa, y si no
me tranquilizo, será lo mismo que si no digo nada...
Mientras tanto hará lo que temo y lo que deseo será
abandonado.
MAQUIAVELO.- Quisiera poder contradeciros.
GOBERNADORA.- Lo que yo, con indecible paciencia,
logré calmar, volverá él a provocarlo con su
sus crueldades y dureza; veré mi obra destruida ante
mis propios ojos, y además, aun tendré que cargar
con las culpas que a él le corresponden.
MAQUIAVELO.- Espérelo así Vuestra Alteza.
GOBERNADORA.- Tengo bastante dominio sobre
mí misma para permanecer tranquila. Que venga;
con las mejores formas le cederé el puesto, antes
de ser arrojada de él.
MAQUIAVELO.- ¿Queréis dar tan precipitadamente
un paso de esa importancia?
GOBERNADORA.- Más difícil de lo que tú piensas.
Quien está acostumbrado a mandar, aquel para
quien es uso establecido que la suerte de miles de
hombres penda de sus manos, desciende del trono
como si fuera a la tumba. Pero mejor es eso que
quedar entre los vivos como un fantasma, y querer
conservar, como vana apariencia, un puesto que ha
sido ya heredado por otro, que ahora lo posee y disfruta
de él.

VIVIENDA DE CLARITA
CLARITA. SU MADRE
MADRE.- Amor como el de Brackenburg no lo he
visto jamás; creía que sólo existía en las historias heroicas.
CLARITA.- (Va y viene por la habitación, canturreando.)
Tan sólo es dichosa
el alma amorosa.
MADRE.- Sospecha tus relaciones con Egmont, y
creo que, si lo trataras algo amistosamente, que si tú
te lo propusieras, aun ahora se casaría contigo.
CLARITA.- (Canta.)
Llena de alegría,
llena de dolor,
sumida en angustias
y cavilación;
anhelar
y temblar
en penas perennes;
gritos de delicia,
tristezas de muerte:
tan sólo es dichosa
el alma amorosa.
MADRE.- ¡Déjate de esa cantilena!
CLARITA.- No me riñáis; es una canción de gran
poder. Con ella, más de una vez he acunado los
sueños de un niño grande.
MADRE.- Nada tienes en la cabeza, sino tu amor.
Lo dejas todo por una sola cosa. Te decía que debías
tener consideraciones para Brackenburg. Aun
puede hacerte dichosa.
CLARITA.- ¿Él?
MADRE.- ¡Oh, sí! ¡Llegará ese tiempo!... Vosotras,
criaturas, no prevéis nada y no prestáis atención a
nuestra experiencia. Todo tiene su término, la ju
ventud, el hermoso amor; y llega un tiempo en que
se le dan gracias a Dios si en cualquier lugar puede
uno ponerse bajo techado...
CLARITA.- (Se estremece, guarda silencio y después exclama
impetuosamente.) ¡Madre, dejar venir al tiempo,
como a la muerte. Es horrible pensarlo con anticipación...
Y cuando venga, cuando nos sea preciso...
entonces... nos portaremos como podamos... ¡Carecer
de ti, Egmont!... (Prorrumpe en llanto.) ¡No, no; es
imposible, imposible!
EGMONT.- (Embozado en una capa de caballero y el
sombrero echado sobre los ojos.) ¡Clarita!
CLARITA.- (Lanza un grito y retrocede.) ¡Egmont! (Se
lanza hacia él.) ¡Egmont! (Lo abraza y se apoya en su pecho.)
¡Oh, tú, querido y dulce amigo! ¿Has llegado?
¿Estás aquí?
EGMONT.- Buenas noches, madre.
MADRE.- Dios os guarde, noble señor. Mi pequeña
estaba casi muerta de que hubierais tardado tanto
tiempo; en todo el día no hizo más que cantar y hablar
de vos.
EGMONT.- ¿Me daréis de cenar?
MADRE.- Es demasiado honor. Si tuviéramos alguna
cosa...
CLARITA.- ¡La tenemos! Estad tranquila, madre; ya
he dispuesto todo lo necesario, lo he preparado.
Madre, no me descubráis.
MADRE.- Será bastante escaso.
CLARITA.- No juzguéis hasta verlo. Y, además, me
digo a mí misma: Si cuando él está conmigo no tengo
hambre ninguna, tampoco debe tener él gran
apetito cuando yo estoy con él.
EGMONT.- ¿Crees tú?
(CLARITA golpea el suelo con el pie y se vuelve de mal humor.)
EGMONT.- ¿Qué te pasa?
CLARITA.- ¿Cómo estáis hoy tan frío? Aun no me
habéis dado ni un beso. ¿Por qué tenéis los brazos
envueltos en esa capa como un recién nacido? No
es propio de militares ni de amantes andar con los
brazos así arrebujados.
EGMONT.- A veces, amada Mía, a veces. Si el soldado
está de emboscada y quiere engañar al enemigo,
entonces se recoge en sí mismo, se cruza de
brazos y rumia sus designios. Y un enamorado...
MADRE.- ¿No queréis tomar asiento? ¿Acomodaros?
Tengo que ir a la cocina; Clarita no piensa en
nada estando vos aquí. Tendréis que contentaros
con lo que haya.
EGMONT.- Vuestra buena voluntad es la mejor
salsa.
CLARITA.- Y mi cariño ¿qué será entonces?
EGMONT.- Todo lo que tú quieras.
CLARITA.- Comparadlo con algo, si sois capaz de
ello.
EGMONT.- Pero primero... (Arroja la capa y aparece
con un traje magnífico.)
CLARITA.- ¡Oh cielos!
EGMONT.- Ahora ya tengo libres los brazos. (La
estrecha contra sí.)
CLARITA.- ¡Dejadme! Estropeáis vuestros atavíos.
(Haciéndose atrás.) ¡Que magnificencia! Lo que es así,
no me atrevo a tocaros.
EGMONT.- ¿Estás satisfecha? Te prometí que una
vez vendría a verte vestido a la española.
CLARITA.- No os lo pedía ya desde hace tiempo;
temía que no queríais... ¡Ah, y el toisón de oro!
EGMONT.- Ya lo ves ahora.
CLARITA.- ¿Fue el emperador quien te lo puso al
cuello?
EGMONT.- Sí, niña mía; y la cadena y condecoración
que dan a quien las ostenta los mayores privilegios.
No la reconozco en la tierra ningún juez de
mis acciones, sino el gran maestre de la Orden con
el Capítulo de los caballeros.
CLARITA.- ¡Oh, lo que es tú podrías dejar que ti
juzgara el mundo entero!... ¡El terciopelo es maravilloso!
¡Y las pasamanerías! ¡Y los bordados! No
se sabe por dónde empezar.
EGMONT.- Míralo todo cuanto quieras.
CLARITA.- ¡Y el toisón de oro! Me contasteis la
historia y me dijisteis que es un símbolo de todo lo
que es grande y precioso, que sólo con trabajo y penas
se merece y adquiere. Es precioso... Puedo
compararlo a tu amor... También lo llevo así en el
corazón... Y, sin embargo...
EGMONT.- ¿Qué quieres decir?
CLARITA.- Y, sin embargo, no pueden compararse.
EGMONT.- ¿Por qué?
CLARITA.- No lo adquirí con trabajo y penas; no
lo he merecido.
EGMONT.- En amor es de otro modo. Lo mereciste
porque no lo pretendías... Y, en general, sólo lo
poseen los que no han corrido tras él.
CLARITA.- ¿Infieres eso de lo que le ocurre a tu
persona? ¿Has hecho esa orgullosa observación
pensando en ti mismo, en ti, a quien todo el pueblo
adora?
EGMONT.- Si hubiera hecho algo en su favor! ¡Si
pudiera hacerlo! Por pura buena voluntad es por lo
que me quieren.
CLARITA.- De fijo que habrás visitado hoy a la
gobernadora.
EGMONT.- Sí; fui a verla.
CLARITA.- ¿Estás bien con ella?
EGMONT.- Así parece. Nos mostramos afectuosos
y serviciales uno para otro.
CLARITA.- ¿Y allá, por dentro?
EGMONT.- La quiero bien. Cada cual tiene sus
opiniones. Nada importa. Es una mujer excelente,
conoce su mundo y vería las cosas con bastante penetración
aunque no fuera recelosa como es. Le doy
mucho que hacer, porque siempre quiere descubrir
secretos detrás de mi conducta y no tengo ninguno.
CLARITA.- ¿Ninguno en absoluto?
EGMONT.- ¡Vamos! Algún pequeño disimulo.
Todo vino, con el transcurso del tiempo, deposita
tártaro en los toneles. Orange es para ella una preocupación
todavía mayor y un enigma siempre nuevo.
Ha adquirido fama de tener siempre algún
secreto, y ahora ella le mira constantemente a la
frente para saber lo que puede pensar, y observa sus
pasos queriendo averiguar adónde se dirigirá.
CLARITA.- ¿Es disimulada?
EGMONT.- Es gobernadora y ¿preguntas eso?
CLARITA.- Perdóname; quería preguntar: ¿es falsa?
EGMONT.- Ni más ni menos que todo el que quiere
lograr sus propósitos.
CLARITA.- Yo no sabría encontrarme en ese mundo.
Pero también ella tiene un espíritu varonil; es
una mujer de otra clase que nosotras, las que cosemos
y guisamos. Es grande, animosa, resuelta.
EGMONT.- Sí; cuando los asuntos no están demasiado
embrollados. Esta vez anda un poco desconcertada.
CLARITA.- ¿Cómo?
EGMONT. Tiene también un bigotito en el labio
superior y, a veces, un ataque de gota. ¡Una verdadera
amazona!
CLARITA.- ¡Una mujer majestuosa! Me espantaría
tener que presentarme ante ella.
EGMONT.- En general no eres tímida... No sería
miedo, sino vergüenza de doncella.
(CLARITA baja los ojos, coge la mano de Egmont y se
apoya en él.)
EGMONT.- ¡Te comprendo, querida niña! Puedes
ir a todas partes con la vista bien alta. (Le besa los
ojos.)
CLARITA.- ¡Déjame que guarde silencio! ¡Déjame
estrecharme contra ti! ¡Déjame mirarte a los ojos y
encontrarlo todo allí, consuelo, y esperanza, y alegría,
y congoja! (Lo abraza y lo mira fijamente.) ¡Dímelo,
tu; dímelo! Yo no puedo comprenderlo... ¿Eres
tú Egmont? ¿El conde de Egmont? ¿El gran Egmont
que hace tanto ruido, de quien hablan las gacetas
y de quien dependen las provincias?
EGMONT.- No, Clarita, no lo soy.
CLARITA.- ¿Cómo?
EGMONT.- Mira, Clarita... Déjame que me siente.
(Se sienta, ella se arrodilla a sus pies en un taburete, apoya los
brazos en sus rodillas y lo contempla.) Ese Egmont es un
Egmont malhumorado, tieso y frío, que tiene que
dominarse y poner ahora esta cara y luego aquella
otra; hostigado, mal conocido, lleno de confusiones,
mientras las gentes lo tienen por alegre y contento;
amado por un pueblo que no sabe lo que quiere;
venerado y exaltado por una muchedumbre con la
cual nada puede hacerse; rodeado de amigos en
quienes no le es dado confiar; vigilado por hombres
que por todos los medios querrían igualarse con él;
que trabaja y se fatiga, con frecuencia sin objeto, casi
siempre sin recompensa... ¡Oh! déjame que no te
diga lo que le sucede ni en qué disposición está su
ánimo... Pero este otro, Clarita, que es sereno, franco,
feliz, amado y conocido por el mejor de los corazones,
al cual también él conoce por completo y
estrecha contra sí con el mayor cariño y confianza...
(La abraza.) ¡Este es tu Egmont!
CLARITA.- ¡Oh! ¡Muérame yo ahora! ¡Después de
esto, el mundo no puede tener ya ninguna alegría
para mí!


ACTO CUARTO
CALLE


JETTER. EL CARPINTERO
JETTER.- ¡Eh! ¡Chis! ¡Eh! ¡Vecino, una palabra!
CARPINTERO.- Sigue tu camino y estate tranquilo.
JETTER.- Sólo una palabra. ¿Nada de nuevo?
CARPINTERO.- Nada, sino que de nuevo nos está
prohibido hablar.
JETTER.- ¿Cómo?
CARPINTERO.- Arrimaos aquí, a la pared de esta
casa. ¡Tened cuidado! El duque de Alba, inmediatamente
después de su llegada, ha hecho publicar un
bando, en virtud del cual, dos o tres personas que
conversen reunidas en la calle son declaradas reos
de alta traición, sin instrucción de proceso.
JETTER.- ¡Oh dolor!
CARPINTERO.- Con amenaza de cadena perpetua
está prohibido hablar de los asuntos de Estado.
JETTER - ¡Oh nuestra libertad!
CARPINTERO.- Y nadie debe censurar los actos
del Gobierno, bajo pena de muerte.
JETTER.- ¡Oh nuestras cabezas!
CARPINTERO.- Y con grandes promesas, los padres,
madres, hijos, parientes, amigos y servidores
son invitados a revelar ante un tribunal establecido
especialmente para ello, lo que ocurre en lo más escondido
de las viviendas.
JETTER.- Retirémonos a nuestra casa.
CARPINTERO.- Y a los que obedezcan, se les promete
que no tendrán que sufrir daño alguno, ni en
su persona, ni en su honra, ni en sus bienes.
JETTER.- ¡Qué magnanimidad! Yo me sentí mal en
el punto mismo en que el duque entró en la ciudad.
Desde ese momento, es para mí como si el cielo
estuviera cubierto con un crespón negro, colgado
tan bajo que fuera preciso encorvarse para no tropezar
con él.
CARPINTERO.- ¿Y qué te parecen los soldados?
Son pájaros de otra especie, ¿no es cierto?, que los
que estábamos acostumbrados a tener por aquí.
JETTER.- ¡Uf! Se me oprime el corazón cuando
veo desfilar una patrulla por la calle abajo. Derechos
como cirios, la mirada fija, idéntico paso por muchos
que sean. Y si están de guardia y pasas por delante
es como si quisieran ver a través de tu cuerpo,
y con un aire tan grave y enojado, que crees encontrar
un verdugo en cada esquina. No me gustan nada.
¡Nuestra milicia sí que era una gente divertida!
Se permitían ciertas libertades, se plantaban con las
piernas abiertas, llevaban el sombrero sobre la oreja:
vivían y dejaban vivir; mas estos mozos son como
máquinas en cuyo interior habitara un demonio.
CARPINTERO.- Si uno de ellos grita «¡Alto!», encarando
su arcabuz, ¿crees tú que dejará d e detenerse
alguien?
JETTER.- Yo me caería muerto, en el momento
mismo.
CARPINTERO.- Vayámonos a casa.
JETTER.- La cosa se pone fea. Adiós. (Se acerca
SOEST.)
SOEST.- ¡Amigos! ¡Compañeros!
CARPINTERO.- ¡Silencio! Déjanos marchar.
SOEST.- ¿No sabéis?
JETTER.- ¡Demasiadas cosas!
SOEST.- Se ha ido la gobernadora.
JETTER.- ¡Dios tenga piedad de nosotros!
CARPINTERO.- Ella era quien aun nos defendía.
SOEST.- Partió de pronto y en secreto. No podía
entenderse con el duque, hizo anunciar a la nobleza
que habrá de volver. Nadie lo cree.
CARPINTERO.- Que Dios perdone a la nobleza
por permitir que nos echen al cuello este nuevo yugo.
Hubieran podido impedirlo. Están perdidos
nuestros privilegios.
JETTER.- ¡En nombre del cielo, nada de privilegios!
Husmeo el olor de una mañana de quemadero;
no quiere mostrarse el sol, la niebla apesta.
SOEST.- Orange también ha partido.
CARPINTERO.- Pues estamos totalmente abandonados.
SOEST.- Aun queda aquí el conde de Egmont.
JETTER.- ¡Gracias a Dios! Que todos los santos le
presten fortaleza para que proceda del mejor modo
que le sea posible; es el único que puede hacer algo.
(Entra VANSEN.)
VANSEN.- ¿Encuentro por fin unos cuantos que
no se han escondido todavía?
JETTER.- Hacednos el favor de seguir vuestro camino.
VANSEN.- No sois muy cortés.
CARPINTERO.- No es este momento para gastar
cumplidos. ¿Os escuecen aún las espaldas? ¿Estáis
ya totalmente curado?
VANSEN.- ¡Habladle de heridas a un soldado! Si
me hubiera guardado de los golpes, en toda mi vida
no habría llegado a ser nada.
JETTER.- Las cosas pueden ponerse aún más serias.
VANSEN.- Según parece, sentís en vuestros miembros
una lastimosa lasitud, a causa de la tormenta
que se acerca.
CARPINTERO.- Tus miembros, si no permaneces
tranquilo, sí que se agitarán pronto donde tú no quisieras.
VANSEN.- ¡Pobrecitos ratones que se desesperan
porque el señor de la casa ha buscado un gato nuevo!
Será un poquito diferente; pero, estad tranquilos,
seguiremos marchando a nuestro pasito, después
como antes.
CARPINTERO.- ¡Eres un bribón descarado!
VANSEN.- Reverendo tonto, deja que el duque haga
lo que quiera. El viejo gato parece como si hu
biera devorado demonios, en lugar de ratones, y no
pudiera digerirlos. Pero déjale hacer; también él tiene
que comer, beber y dormir como los demás
hombres. No me da temor, con tal de que escojamos
bien nuestro momento. Al principio procederá
con celeridad; después, también él hallará que es
mejor vivir en la despensa, bajo las hojas de tocino,
y descansar por las noches, que atrapar en los desvanes
algunos ratoncillos. Id en paz; conozco yo a
los gobernantes.
CARPINTERO.- ¡Que pueda ocurrírsele a una
criatura humana decir todo esto! Si alguna vez, en
mi vida, hubiera hablado de este modo, no me habría
tenido ni un minuto más como seguro.
VANSEN.- Tranquilizaos. Dios, en el cielo, no sabe
nada de vosotros, viles gusanos, y mucho menos el
gobernador.
JETTER.- ¡Lengua de víbora!
VANSEN.- Sé de otros a quienes les iría mejor si
tuvieran sangre de sastres en su cuerpo en vez de su
valor heroico.
CARPINTERO.- ¿Qué queréis decir?
VANSEN.- ¡Hum! Es el conde a quien me refiero.
JFTTER.- ¿Egmont? ¿Qué tiene que temer?
VANSEN.- Soy un pobre diablo, y podría vivir
todo un año con lo que él pierde en una noche. Y,
sin embargo, podría darme sus rentas de un año
entero con tal de que le prestara mi cabeza por un
cuarto de hora.
JETTER - Te figuras ser una maravilla. Los cabellos
de Egmont son más discretos que toda tu sesera.
VANSEN.- ¡Porque vos lo decís! Pero no más astutos.
Los señores son los que se engañan primero.
No debía fiarse.
JETTER.- ¿Qué charla ése? ¡Un señor como él!
VANSEN.- Justamente por no ser un sastre.
JETTER.- ¡Mal hablado!
VANSEN.- Querría que, sólo durante una hora,
tuviera vuestro valor en su cuerpo, para que lo intranquilizara
y lo hostigara y le picara hasta hacerlo
salir de la ciudad.
JETTER.- Habláis sin sentido: está tan seguro como
una estrella en el cielo.
VANSEN.- ¿Nunca has visto caer a ninguna? ¡Ya
no está donde estaba!
CARPINTERO.- Pues ¿quién podría hacer algo?
VANSEN.- ¿Quién podría?... ¿Lo impedirías tú,
quizá? ¿Provocarías una sublevación si lo hicieran
prisionero?
JETTER.- ¡Ah!
VANSEN.- ¿Arriesgaríais vuestros lomos por él?
SOEST.- ¡Eh!
VANSEN (Imitándolos).- ¡Ih! ¡Oh! ¡Uh! Admiraos
con todas las letras del alfabeto. ¡Así son las cosas y
así seguirán siendo! ¡Que Dios lo proteja!
JETTER.- Me pasmo de vuestra desvergüenza. ¿Un
hombre tan noble y tan honrado tendría algo que
temer?
VANSEN.- El pícaro sale ganancioso en todas
partes. Se mofa del juez en el banquillo del pobre
acusado; en el sillón del juez, se divierte en convertir
en criminal al declarante. Una vez tuve que copiar
un proceso, por el cual el instructor había
recibido del tribunal grandes alabanzas y dinero,
pues con su interrogatorio había logrado hacer pasar
por delincuente a un honrado infeliz a quien se
quería mal.
CARPINTERO.- Esa es otra descarada mentira.
¿Qué pueden sacar de un interrogatorio siendo uno
inocente?
VANSEN.- ¡Oh, qué cabeza de gorrión! Si no puede
sacarse nada del interrogatorio se mete en él lo
que convenga. La honradez convierte en aturdido y
hasta en altanero. Entonces se comienza por inte
rrogar muy sosegadamente, y el prisionero, según
suele decirse, muéstrase orgulloso de su inocencia, y
dice francamente todo lo que habría ocultado alguien
más avisado. Entonces el inquisidor hace
nuevas preguntas, nacidas de las respuestas, y presta
atención a ver dónde quiere presentarse alguna pequeña
contradicción; después ya atando cabos, y si
el pobre diablo se deja probar que en tal sitio dijo
algo de más, en tal otro algo de menos, o si, sabe
Dios por qué preocupaciones, ha pasado en silencio
algún detalle, o si, al final de cuentas, se dejó asustar
por cualquier cosa, estamos ya al cabo de la calle, y
os aseguro que las traperas no rebuscan entre las
barreduras con mayor cuidado del que ponen tales
fabricantes de reos para llegar a formar, con sospechas
e indicios mínimos, retorcidos, arrancados de
su sitio, descoyuntados, mal interpretados, mal deducidos,
confesados y negados, un espantapájaros
de harapos y paja para siquiera poder ahorcar en
efigie al acusado. ¡Y ya puede dar gracias a Dios el
pobre diablo si aun le es dado ver colgada su imagen!
JETTER.- ¡Vaya una lengua larga!
CARPINTERO.- Eso se hará con moscas. Las avispas
se ríen de vuestras telas de araña.
VANSEN.- Según sean las arañas. Mirad, el largo
duque tiene trazas de araña venenosa; no de una de
esas barrigudas, que son menos malas, sino de araña
de patas largas, cuerpo flaco, que aunque comen no
engordan y tienen unas telas muy sutiles pero altamente
viscosas.
JETTER.- Egmont es caballero del toisón de oro,
¿a quién le sería dado poner mano en él? Sólo puede
ser juzgado por sus iguales, por la asamblea de la
Orden. Tu lengua sin freno, tu mala conciencia, son
lo que te incitan a pronunciar tales juicios.
VANSEN.- ¿Es que le quiero mal por ello? Por mi
parte, que le vaya bien. Es un señor excelente. Un
par de buenos amigos míos, que en cualquier otro
sitio hubieran sido ahorcados, los puso en libertad
sólo con las espaldas cubiertas de palos... Marchad,
marchad ahora. Yo mismo os lo aconsejo. Por allí
veo venir una patrulla; y no parece que tan pronto
quieran beber fraternalmente con nosotros. Esperemos
y observemos mansamente. Tengo un par de
sobrinas y un compadre tabernero; cuando hayan
conocido todo ello, si no se domestican, ya puede
decirse que son demonios verdaderos.


EL PALACIO DE CULEMBURG
Vivienda del duque de Alba
SILVA y GÓMEZ se encuentran
SILVA.- ¿Has cumplido las órdenes del duque?
GOMEZ.- Con toda puntualidad. Todas las patrullas
diurnas tienen orden de ir pasando a una hora
determinada por diferentes lugares que les he designado,
al recorrer, como de costumbre, la ciudad
para mantener el orden. Ninguna sabe de la otra;
todas creen que la orden se refiere sólo a ella, y así,
en un instante, el acordonamiento puede quedar
establecido y tomadas todas las avenidas que conducen
al palacio. ¿Sabes el motivo de este mandato?
SILVA.- Estoy acostumbrado a obedecer ciegamente.
Y ¿a quién se obedecerá con mayor facilidad
que al duque, ya que los acontecimientos muestran
muy pronto que había mandado bien?
GÓMEZ.- ¡Bueno! ¡Bueno! Tampoco me parece
milagro que seas tan reservado y taciturno como él,
ya que siempre tienes que estar a su lado. A mi se
me hace extraño, porque estoy acostumbrado en
Italia a servicios más fáciles. En cuanto a fidelidad y
obediencia soy el de siempre; pero me he habituado
a discutir y charlar. Vosotros calláis siempre y nunca
os abandonáis. El duque me parece una torre de
bronce, sin entrada, cuya guarnición tuviera alas.
Recientemente, a la mesa, le oí decir, hablando de
un hombre alegre y afable, que era como una mala
taberna cuya muestra anuncia aguardiente, para
animar a que entren los ociosos, mendigos y ladrones.
SILVA.- ¿Y no nos trajo hasta aquí guardando silencio?
GÓMEZ.- Contra eso no hay nada que decir. ¡Es
verdad! Quien fue testigo de la prudencia con que
condujo hasta aquí el ejército desde Italia, ha visto
algo grande. ¡De qué modo se deslizó, por decirlo
así, por medio de amigos y enemigos, por entre los
franceses, los realistas y los herejes, a través de los
suizos y los confederados; cómo mantuvo la mas
severa disciplina y supo dirigir de un modo fácil y
sin obstáculos una marcha que se tenía por peligrosa!...
Hemos visto algo que puede enseñarnos.
SILVA.- ¡Y también aquí! ¿No está todo tan pacífico
y tranquilo como si no hubiera habido sedición?
GÓMEZ.- Pero, en general, estaba ya tranquilo
cuando llegamos.

102
SILVA.- En las provincias se ha hecho mucho mayor
la tranquilidad; y si aún hay alguien que se mueva
es para ponerse en fuga. Pero pienso que también
a éstos les cerrará pronto el camino.
GÓMEZ.- Entonces es cuando ganará por completo
el favor real,
SILVA.- Y nosotros no tenemos nada mejor que
hacer que conservar el suyo. Si viene el rey, de fijo
que el duque y los que él recomiende no quedarán
sin recompensa.
GÓMEZ.- ¿Crees tú que vendrá el rey?
SILVA.- Se hacen tantos preparativos que me parece
altamente probable.
GÓMEZ.- A mí no me convencen.
SILVA.- Pues siquiera no hables de ello. Porque si
el rey no tuviera intención de venir, por lo menos es
indudable que tiene la de hacer que se crea.
FERNANDO, hijo natural de ALBA
FERNANDO.- ¿Todavía no ha salido mi padre?
SILVA.- Lo esperamos.
FERNANDO.- Los príncipes estarán pronto aquí.
GÓMEZ.- ¿Vienen hoy?...
FERNANDO.- Orange y Egmont.
GÓMEZ (A SILVA, en voz baja).- Empiezo a comprender.
SILVA.- Pues resérvalo para ti.
DUQUE DE ALBA (Según va entrando y avanzando,
hácense atrás los otros.)
ALBA.- ¡Gómez!
GÓMEZ (Se adelanta).- ¡Señor!
ALBA.- ¿Has distribuido las guardias y dado las
órdenes?
GÓMEZ.- Del modo más nimio. Las patrullas de
día...
ALBA.- Basta. Espera en la galería. Silva te dirá el
momento en que debes reunirlas y ocupar las avenidas
que traen a palacio. Ya sabes lo restante.
GÓMEZ.- Sí, señor. (Vase.)
ALBA.- ¡Silva!
SILVA.- Aquí estoy.
ALBA.- Muestra hoy lo que siempre he apreciado
en ti, valor, decisión, firmeza inconmovible en la
ejecución.
SILVA.- Os agradezco que me proporcionéis ocasión
en que mostrar que soy el de siempre.
ALBA.- Tan pronto como los príncipes hayan entrado
junto a mí, corre inmediatamente a detener al
secretario de Egmont. ¿Has adoptado todas las disposiciones
para apoderarte de los demás que fueron
designados?
SILVA.- Confía en nosotros. Su suerte los herirá de
un modo tan puntual y espantoso como un bien
calculado eclipse de sol.
ALBA.- ¿Los has hecho vigilar suficientemente?
SILVA.- A todos; a Egmont más que a nadie. Es el
único que no cambió de conducta desde que estás
aquí. Durante todo el día se apea de un caballo para
montar en otro, recibe convidados, está siempre
alegre y decidor a la mesa, juega a los dados, tira al
blanco y por la noche se desliza a casa de su querida.
Por el contrario, los otros han hecho una notoria
pausa en su género de vida; permanecen en sus
casas; al ver sus puertas, parece como si hubiera un
enfermo en la casa.
ALBA.- Por lo tanto, ¡de prisa! Antes de que sane
contra nuestra voluntad.
SILVA.- Los preparo para ello. Según tus mandatos,
los abrumamos a atenciones. Tiemblan de miedo;
por política nos dan unas gracias temerosas; encuentran
que lo más aconsejable sería fugarse, pero
nadie se atreve a dar ese paso, vacilan, no pueden
reunirse, y su espíritu de cuerpo les impide que individualmente
hagan algo atrevido. Querrían sustraerse
a toda sospecha y se hacen cada vez más
sospechosos. Con alegría veo ya ejecutado todo tu
plan.
ALBA.- Yo sólo me alegro de lo que ya ha ocurrido;
y aun de esto no con facilidad; pues siempre queda
algo que nos haga cavilar y dé preocupaciones. La
suerte es tan caprichosa que con frecuencia honra lo
vulgar y sin mérito y descalifica con un desenlace
vulgar bien concertadas acciones. Espera a que vengan
los príncipes; entonces dale la orden de ocupar
las calles y corre tú mismo a prender al secretario de
Egmont y los otros que te han sido designados. Una
vez hecho, vuelve aquí y anúnciaselo a mi hijo para
que me lleve la noticia al consejo.
SILVA.- Espero que esta noche seré digno de presentarme
ante ti.
(ALBA se acerca a su hijo, que hasta entonces ha permanecido
en la galería.)
SILVA.- No oso decírmelo a mí mismo; pero mi
esperanza vacila. Temo que las cosas no estén como
él piensa. Ante mí veo unos espíritus silenciosos y
meditabundos, que pesan en negras balanzas el destino
de los príncipes y de muchos miles de hombres.
La aguja oscila lentamente de un lado a otro;
los jueces parecen reflexionar profundamente; por
último, un platillo desciende, elévase el otro, impulsado
por un caprichoso soplo del destino, y está
pronunciada la sentencia. (Vase.)
ALBA y FERNANDO se adelantan.
ALBA.- ¿Cómo encontraste la ciudad?
FERNANDO.- Todo se ha rendido. Cabalgué, como
por pasatiempo, por calles y calles. Vuestras
bien repartidas patrullas mantenían un temor tan
tenso que las gentes no se atrevían ni a cuchichear.
La ciudad era semejante a un campo cuando brilla la
tormenta a lo lejos; no se divisa ningún ave, ningún
animal terrestre, sino los que buscan algún refugio.
ALBA.- ¿No te ocurrió ninguna otra cosa?
FERNANDO.- Egmont llegó a la plaza con algunos
otros jinetes; montaba un fogoso caballo que tuve
que alabar. «Apresurémonos a domar caballos;
pronto los necesitaremos», gritó hacia mí. Dijo que
aun volvería a verme en el día de hoy y que, a instancias
vuestras, vendría a deliberar con vos.
ALBA.- ¿Que volvería a verte?
FERNANDO.- De todos los caballeros que conozco
aquí es el que más me gusta. Me parece que
seremos amigos.
ALBA.- Aun sigues siendo tan aturdido y poco circunspecto;
siempre tengo que reconocer en ti la ligereza
de tu madre, que se me entregó sin
condiciones. Las apariencias te invitan precipitadamente
a crearte algunas relaciones peligrosas.
FERNANDO.- Vuestra voluntad me encuentra
siempre dócil.
ALBA.- Le perdono a tu sangre joven esta irreflexiva
benevolencia, esta inconsiderada alegría. Pero
no olvides la obra para la que fui enviado aquí y
la parte que querría darte en ella.
FERNANDO.- Recordádmelo y no ahorréis mi esfuerzo
donde lo juzguéis necesario.
ALBA (Al cabo de una pausa).- ¡Hijo mío!
FERNANDO.- ¡Padre!
ALBA.- Pronto llegarán los príncipes, llegarán
Orange y Egmont. No es por desconfianza por lo
que sólo ahora te descubro lo que debe ocurrir. No
volverán a salir de aquí.
FERNANDO.- ¿Qué te propones?
ALBA.- Está resuelta su prisión... ¿Te asombras?
Escucha lo que tienes que hacer; los motivos ya lo
sabrás cuando todo esté hecho. Ahora no hay tiempo
para explicártelos. Sólo contigo querría yo platicar
acerca de lo más grande, de lo más secreto; un
poderoso lazo nos mantiene unidos; te quiero y eres
de gran valor para mí; sobre ti querría yo acumular
todos los bienes. No sólo querría imprimir en ti la
costumbre de obedecer; también desearía hacer
brotar en tu espíritu talento para expresarte, para
mandar, para ejecutar las cosas; dejarte una gran
herencia y al rey su más útil servidor; dotarte con lo
mejor que poseo para que no tengas que avergonzarte
al verte entre tus hermanos.
FERNANDO.- ¿De qué no te soy deudor por ese
cariño que sólo a mí me consagras, mientras todo
un imperio tiembla en tu presencia?
ALBA.- Escucha ahora lo que hay que hacer. Tan
pronto como hayan entrado los príncipes, serán
ocupadas todas las salidas del palacio. Gómez tiene
la orden para ello. Silva encarcelará rápidamente al
secretario de Egmont y a los más suspectos. Tú
mantendrás en orden la guardia de la puerta y la de
los patios. Ante todo, ocupa con las gentes más seguras
la habitación inmediata; después, espera en la
galería hasta que haya regresado Silva y tráeme cualquier
papel insignificante como señal de que está
desempeñada su comisión. Entonces, quédate en la
antesala hasta que se marche Orange; acompáñalo;
yo detendré aquí a Egmont como si aún tuviera algo
que decirle. Al extremo de la galería pídele a Orange
su espada, llama a la guardia, apodérate rápidamente
del hombre más peligroso, y yo me hago dueño de
Egmont aquí dentro.
FERNANDO.- Obedezco, padre mío. Por vez primera
lleno de preocupación y con el corazón oprimido.
ALBA.- Te lo dispenso; es el primer gran día de tu
vida. (Entra Silva.)
SILVA.- Un mensajero de Amberes. ¡Aquí hay carta
de Orange! No viene.
ALBA.- ¿Lo dice el mensajero?
SILVA.- No, me lo da el corazón.
ALBA.- Por tu boca habla mi genio enemigo.
(Después de haber leído la carta, hace una seña a los otros dos,
los cuales se retiran a la galería. Queda solo en el proscenio.)
¡No viene! Hasta el último momento aplazó el decírmelo.
¡Se atreve a no venir! Por lo tanto, esta vez,
contra toda sospecha, el sensato fue lo bastante sensato
para no ser sensato... ¡Acércasela hora! Que las
agujas del reloj recorran todavía un pequeño camino
y una gran empresa estará realizada o perdida, perdida
irrevocablemente, pues no hay manera de recobrar
este momento ni de mantener secreto lo que
se intentó en él. Durante largo tiempo pesé maduramente
todo esto y pensé también en este caso y
establecí lo que también entonces se debía hacer; y
ahora, cuando hay que hacerlo, apenas me defiendo
de que las razones en pro y en contra vuelvan de
nuevo a luchar en mi alma... ¿Es aconsejable detener
a los otros si se me escapa éste? ¿Diferirélo y
dejaré escabullirse a Egmont con los suyos, con
tantos otros que acaso sólo en el día de hoy están en
mi mano? ¡De este modo te domina el destino, a ti,
indomable! ¡Cuánto tiempo pensándolo! ¡Qué bien
dispuesto! ¡Qué plan tan grande y hermoso! ¡Qué
próxima a su meta la esperanza! Y ahora, en el momento
decisivo, te encuentras colocado entre dos
males; como si se introdujera en una urna de sorteos,
tu mano se apodera del obscuro porvenir; lo
que cojas está sin desdoblar, es desconocido para ti,
ya sea un error o un acierto. (Presta atención como si
escuchara alguna cosa y se aproxima a la ventana.) ¡Es él!
¡Egmont!... ¿Cómo es que tu caballo pudo traerte
con tanta ligereza y no se espantó del olor a sangre y
del espectro con deslumbrante espada que te recibió
a la puerta?... ¡Apéate!... ¡Al hacerlo pones un pie en
tu sepultura! ¡Y ahora los dos!... Sí; acarícialo, y en
recompensa de su valeroso servicio dale por última
vez palmadas en el cuello... Ya no tengo que elegir.
La ceguera con que se me acerca Egmont no puede
volver a entregármelo así por segunda vez... ¡Hola!
FERNANDO y SILVA entran rápidamente.
ALBA.- Haced lo que he dispuesto; no cambio de
resolución. Pase lo que pase, retengo aquí a Egmont
hasta que me traigas noticias de Silva. después, quédate
bien cerca. También a ti te priva el destino del
gran merecimiento de haber hecho prisionero por
tu mano al mayor enemigo del rey. (A SILVA.)
¡Date prisa! (A FERNANDO.) Sal a su encuentro.
(ALBA queda solo durante algunos momentos y pasea silenciosamente
de un extremo a otro de la sala..)
Entra EGMONT.
EGMONT.- Vengo para escuchar las órdenes del
rey, para saber qué servicios desea de nuestra fidelidad,
que le será adicta eternamente.
ALBA.- Ante todo, desea oír vuestro consejo.
EGMONT.- ¿Sobre qué asunto? ¿No viene también
Orange? Creí que ya estaría aquí.
ALBA.- Lamento que nos falte, justamente en esta
hora importante. El rey desea saber vuestro consejo
y opinión respecto a cómo deben ser pacificados
estos Estados. Y espera que contribuyáis enérgicamente
a calmar todas las inquietudes y a establecer
en las provincias un orden pleno y duradero.
EGMONT.- Podéis saber mejor que yo que ya está
todo bastante pacificado; y hasta que aun lo estaba
más antes de que la aparición de nuevos soldados
hubiera vuelto a conmover los ánimos con preocupación
y temores.
ALBA.- Parece que queréis indicar que hubiera sido
más prudente que el rey no me hubiera puesto en el
caso de interrogaros.
EGMONT.- ¡Perdonad! No me toca juzgar si el rey
hubiera debido enviar el ejército o si el poder de su
mayestática presencia hubiera actuado, ella sola, más
eficazmente. El ejército está aquí, el rey no. Pero
tendríamos que ser muy desagradecidos, muy olvidadizos,
si no nos acordáramos de lo que debemos
a la gobernadora. Reconozcámoslo. Con su conducta
tan prudente como valerosa, con fuerza y
prestigio, con persuasiones y habilidad apaciguó a
los perturbadores, y con asombro del mundo, en
pocos meses redujo nuevamente a un pueblo rebelde
al cumplimiento de sus deberes.
ALBA.- No lo niego. Los disturbios están apaciguados
y todos parecen restituidos a los límites de la
obediencia. Pero ¿no depende del capricho de cada
cual el salir de ella? ¿Quién impedirá al pueblo que
haga estallar de nuevo la sublevación? ¿Dónde está
el poder para contenerla? ¿Quién nos garantiza que
en adelante seguirán mostrándose fieles y sumisos?
Su buena voluntad es la única prenda que tenemos.
EGMONT.- Y la buena voluntad de un pueblo ¿no
es la prenda más segura y más noble? ¡Pardiez!
¿Cuándo le es lícito a un rey tenerse por más seguro
sino cuando todos viven para uno y uno para todos?
¿Más seguro contra los enemigos interiores y
exteriores?
ALBA.- Pero no sé si deberemos persuadirnos de
que nos hallamos en ese caso aquí ahora.
EGMONT.- Que el rey suscriba un perdón general
y que apacigüe los ánimos, y pronto se verá cómo la
fidelidad y el amor renacen con la confianza.
ALBA.- Y que aquel que hubiera ultrajado la majestad
del rey y el santuario de la religión vaya y
venga libre y sin daño; que viva para servir a los
demás de patente ejemplo de cómo quedan sin castigo
los crímenes más abominables.
EGMONT.- ¿Y un crimen de demencia, de embriaguez,
no es más bien cosa para ser disculpada
que cruelmente castigada? En especial cuando hay
firmes esperanzas, cuando hay certeza de que el mal
no volverá a presentarse. ¿No vivieron en mayor
seguridad, no fueron alabados por sus contemporáneos
y las edades futuras los reyes que han perdonado,
compadecido y desdeñado una ofensa hecha
a su dignidad? ¿No son, precisamente por eso,
comparados con Dios, que es demasiado grande
para que pueda alcanzarle ninguna blasfemia?
ALBA.- Y precisamente por eso el rey debe combatir
por la gloria de Dios y de la religión, y nosotros
por la honra del rey. Lo que el soberano desdeña
reprimir es deber nuestro vengarlo. Según mi
consejo, ni un solo culpable debe poder alabarse de,
quedar impune.
EGMONT.- ¿Y crees tú que podrás alcanzarlos a
todos? ¿No se oye a diario que el temor los lleva de
un sitio a otro y los lanza fuera del país? Los más
ricos se fugarán con sus bienes, ellos, sus hijos y sus
amigos; el pobre aportarále al vecino sus manos industriosas.
ALBA.- Lo harán, si no se logra impedirlo. Por eso
el rey solicita el consejo y la intervención de cada
príncipe, por eso le pide severidad a cada gobernador;
no se contenta con relatos de lo que pasa
y puede ocurrir si se dejan ir las cosas como van.
Contemplar un gran mal; lisonjearse con esperanzas;
confiar en el transcurso del tiempo; acaso alguna
vez, como en una fiesta de carnaval, dar algún
golpecillo que resuene y con el cual parezca que se
hace algo cuando en realidad no quiere hacerse nada,
¿no da eso motivo para que se sospeche que
aquel que procede de este modo ve con gusto disturbios
que no querría provocar, pero sí mantener
indefinidamente?
EGMONT (A punto de encolerizarse, se domina y habla
reposadamente al cabo de breve pausa).- No toda intención
es manifiesta, y pueden ser ambiguas muchas intenciones
humanas. De este modo, tiene uno que oír
por muchas partes que la intención del rey, menos
que la de regir las provincias conforme a las leyes
uniformes y claras, asegurar la majestad de la religión
y dar a su pueblo una paz general, es la de subyugarlo
incondicionalmente, arrebatarle sus antiguas
franquicias, hacerse dueño de sus propiedades, limitar
los hermosos derechos de la nobleza, solamente
por los cuales el noble quiere servir al rey,
consagrarse a él en cuerpo y alma. La religión, se
dice, es sólo como un tapiz magnífico, detrás del
cual se preparan tanto más fácilmente aquellos peligrosos
proyectos. El pueblo está de rodillas, adora
las santas figuras trazadas en el tapiz, y desde detrás
acecha el cazador que quiere atrapar a las gentes.
ALBA.- ¡Tener que oír esto de tus labios!
EGMONT.- ¡Esa no es mi opinión! Pero sí lo que
es dicho y esparcido en voz alta, en diversos lugares,
por grandes y pequeños, locos y sensatos. Los
neerlandeses temen un doble yugo y ¿quién les garantiza
su libertad?
ALBA.- ¡Su libertad! Hermosa palabra si es comprendida
rectamente. ¿Qué libertad quieren? ¿Cuál
es la libertad del más libre?... ¡Hacer lo justo!... Y
eso no se lo impedirá el rey. No, no es eso; creen
que no son libres si no pueden dañarse a sí mismos
y a los otros. ¿No sería mejor abdicar que gobernar
semejante pueblo? Si nos aprietan los enemigos exteriores,
en los cuales no piensa ningún ciudadano
que sólo se ocupa de lo más inmediato, y si el rey
pide asistencia, entonces se dividen entre sí y al
mismo tiempo se conjuran con sus enemigos. Mucho
mejor es oprimirlos para poder tratarlos como a
niños, guiarlos como a niños hacia lo que sea mejor
para ellos. Créeme que un pueblo no se hace nunca
viejo ni sensato; un pueblo es siempre infantil.
EGMONT.- Lo mismo que un rey alcanza rara vez
la edad de la razón. Y siendo ellos muchos ¿no pre
ferirán fiarse de muchos que de uno solo? Y ni siquiera
de uno solo, sino de los pocos de ese uno, de
la gente que se hace anciana bajo la mirada de su
señor. Esos son los únicos que tienen derecho a ser
sensatos.
ALBA.- Quizá precisamente porque no están entregados
a sí mismos.
EGMONT.- Por lo cual nadie querría entregarse a
ellos... Haced lo que queráis; yo ya he respondido a
la pregunta y repito: las cosas no se arreglan de ese
modo; no se pueden arreglar. Conozco a mis paisanos.
Son gente digna de pisar la tierra de Dios; cada
uno es dueño de sí mismo, un reyezuelo, firme, activo,
capaz, fiel, muy apegado a sus antiguos usos. Es
difícil merecer su confianza; fácil el conservarla.
Tercos y firmes. Puede apretárseles, pero no oprimirlos.
ALBA (Que mientras tanto más de una vez ha mirado en
torno suyo).- ¿Repetirás todo esto en presencia del
rey?
EGMONT.- Tanto peor si me intimidara su presencia.
Tanto mejor para él y para su pueblo si me
diera ánimos, si me infundiera confianza para decir
más aún.
ALBA.- Lo que sea útil, puedo oírlo yo lo mismo
que él.
EGMONT.- Le diría: el pastor puede llevar fácilmente
delante de sí todo un rebaño de ovejas; el
buey arrastra su yugo sin resistencia; pero tratándose
del noble corcel que quieres montar, tienes que
aprender sus pensamientos, tienes que no exigir de
él nada que no sea sensato y exigirlo sensatamente.
Para eso es para lo que el ciudadano desea conservar
su antigua constitución, ser regido por sus paisanos,
porque saben cómo conducirlo, porque
puede esperar de ellos abnegación e interés por su
suerte.
ALBA.- Y el gobernante ¿no tendrá poder para
cambiar esas antiguas tradiciones? ¿No será esa precisamente
su más bella prerrogativa? ¿Qué hay de
permanente en este mundo? ¿Una organización política
deberá serlo? En la serie de los tiempos, ¿no
es preciso que se modifique toda situación humana,
y precisamente por ello, una antigua constitución no
será causa de mil males al no contener ya en sí el
estado actual del pueblo? Temo que sean tan agradables
esos antiguos derechos porque formen escondrijos
donde pueda ocultarse o por donde pueda
escaparse, con daño del pueblo y con daño del Estado,
el prudente y el poderoso.
EGMONT.- ¿Y esos cambios arbitrarios, esas ilimitadas
intromisiones del poder supremo, no son
augurio de que uno quiere realizar lo que no deben
realizar mil? Quiere hacerse libre a sí solo para satisfacer
cada uno de sus deseos, para poder ejecutar
cada uno de sus pensamientos. Y si confiamos plenamente
en él, como en rey sabio y bueno, ¿puede
garantizarnos a sus sucesores? ¿Puede respondernos
de que nadie regirá sin consideraciones ni
miramientos? Y entonces, ¿quién nos librará de la
mayor arbitrariedad, si nos envía a sus servidores, a
sus más próximos, para gobernar a capricho, sin
conocimiento del país ni de sus necesidades, ya que
no encuentran ninguna resistencia y se sienten libres
de toda responsabilidad?
ALBA (Que de nuevo ha vuelto a mirar alrededor de sí).-
Nada más natural sino que un rey piense en mandar
por sí mismo, y prefiera confiar sus órdenes a los
que le comprenden mejor, a los que quieren comprenderle
mejor y ejecutan sin reservas su voluntad.
EGMONT.- Y no es menos natural que el ciudadano
quiera ser regido por aquel que ha nacido y se
ha criado junto a él; que ha concebido el mismo
concepto de lo justo y lo injusto que tiene él y a
quien puede considerar como hermano suyo.
ALBA.- Y, sin embargo, la nobleza repartió de modo
muy desigual con esos hermanos suyos los bienes
del país.
EGMONT.- Eso ocurrió hace muchos siglos y es
soportado ahora sin envidia. Pero el que sin necesidad
fueran enviados hombres nuevos que por segunda
vez quisieran enriquecerse a expensas de la
nación, la que se vería así expuesta a una codicia
despiadada, audaz y sin freno, produciría una fermentación
que no es fácil que se apaciguara espontáneamente.
ALBA.- Me dices cosas que no debo oír, ya que
también yo soy extranjero.
EGMONT.- Ya el decírtelo muestra que no me refiero
a ti.
ALBA.- Pero ni aun en este caso querría oírlo de tu
boca. El rey me envió con la esperanza de que encontraría
aquí el apoyo de la nobleza. El rey quiere
que se haga su voluntad. El rey, después de profundas
reflexiones, ha visto lo que le conviene al pueblo;
las cosas no pueden quedar ni seguir como
hasta ahora. La intención del rey es constreñir al
pueblo para su propio bien; imponerle, si tiene, que
ser así, su propia salud; sacrificar a los ciudadanos
dañosos a fin de que los restantes encuentren paz y
puedan gozar de la dicha de un sabio gobierno. Esta
es su decisión; tengo orden de comunicárselo a la
nobleza; y en su nombre, pido consejo acerca de
cómo debe hacerse, no de lo que debe hacerse: pues
eso lo ha resuelto ya el rey.
EGMONT.- Por desgracia, tus palabras justifican
los temores del pueblo, el temor general. Según eso,
él ha decidido lo que ningún príncipe debía decidir.
Quiere debilitar, deprimir, destruir la fuerza de su
pueblo, sus ánimos, el concepto que tiene de sí
mismo, para poder gobernarlo más fácilmente.
Quiere deteriorar la íntima substancia de su carácter,
sin duda con la idea de hacerlo más feliz. Quiere
aniquilarlo, para que sea algo, alguna otra cosa. ¡Oh!
¡Si su intención es buena, está descarriada! No se
opone uno al rey; sólo se le hacen objeciones al rey
que da los primeros pasos desdichados para emprender
un mal camino.
ALBA.- Pensando de ese modo, parece vana toda
tentativa para ponernos de acuerdo. Aprecias poco
al rey y tienes una despreciativa idea de sus consejeros,
si dudas de que todo está ya pensado, comprobado
y pesado. No tengo la misión de discutir una
vez más las ventajas y los inconvenientes. Obediencia
es lo que exijo del pueblo... Y de vosotros, los
primeros, los más nobles de esta tierra, consejo y
ayuda como garantía de que cumpliréis vuestro incondicionado
deber.
EGMONT.- Pues pide nuestras cabezas y ya queda
todo hecho de una vez. Tener que inclinar la cerviz
ante ese yugo o doblarla ante el hacha, puede ser
igual para un espíritu noble. Es inútil que haya hablado
tanto: he agitado el aire sin otro resultado.
FERNANDO (Entra).- Perdonad que interrumpa
vuestra conversación. Hay aquí una carta cuyo portador
pide respuesta insistentemente.
ALBA.- Permitid que vea lo que contiene. (Apártase
a un lado.)
FERNANDO (A Egmont).- Es un hermoso caballo
el que han traído vuestras gentes para recogeros.
EGMONT.- No es de los peores. Hace ya algún
tiempo que lo tengo; pienso deshacerme de él. Si os
agrada, acaso nos pongamos de acuerdo.
FERNANDO.- Bueno, ya veremos.
(ALBA hácele una seña a su hijo, que se retira hacia el fondo.)
EGMONT.- Adiós. Dame licencia para partir, pues
¡pardiez que no sabría ya decir ninguna otra cosa.
ALBA.- Felizmente la casualidad te ha impedido
que siguieras haciendo aún mayor traición a tu pensamiento.
Con imprudencia revelaste los pliegues de
tu corazón y te acusaste a ti mismo mucho más severamente
de lo que hubiera podido hacerlo ningún
adversario que te odiara.
EGMONT.- Ese reproche no me alcanza; me conozco
lo bastante para saber hasta qué punto pertenezco
al rey; mucho más que muchos que se sirven
a si mismos al servicio del monarca. De mala
gana termino esta discusión sin verla resuelta, y sólo
deseo que pronto pueda unirnos el servicio del señor
y el bien del país. Acaso en una nueva entrevista,
con la presencia de los restantes príncipes que
hoy faltan, en un momento más feliz, se produzca lo
que hoy parece imposible. Me alejo de ti con esta
esperanza.
ALBA (Al mismo tiempo que le hace una seña a su hijo).-
¡Detente, Egmont!... ¡Tu espada!...
(Abrese la puerta del fondo: vese la galería llena de guardias
que permanecen inmóviles.)
EGMONT (Que durante un momento guarda silencio,
asombrado).- ¿Era éste tu propósito? ¿Para eso me
has hecho llamar? (Echando mano a la espada como si
quisiera defenderse.) ¿Estoy, pues, sin armas?
ALBA.- El rey lo dispone: eres mi prisionero.
(Al punto entran hombres de armas por ambos lados.)
EGMONT (Después de un silencio).- ¿El rey?... ¡Orange!
¡Orange! (Después de una pausa, tendiendo su
espada.) ¡Tómala! ¡Mucho más ha defendido la causa
del rey que protegido este pecho! (Sale por la puerta
del centro: síguenle las gentes de armas que hay en la habitación;
también el hijo de ALBA. ALBA queda inmóvil. Cae
el telón.)


ACTO QUINTO
CALLE
Anochecer. CLARITA, BRACKENBURG,
CIUDADANOS
BRACKENBURG.- ¡Por el amor de Dios! ¿Qué te
propones, amiga mía?
CLARITA.- ¡Ven conmigo Brackenburg! No conoces
a la gente; de fijo que lo ponemos en libertad.
Pues ¿qué cosa hay comparable con el cariño que le
tienen? ¡Podría jurarlo! No hay nadie que no sienta
en sí un ardiente impulso de salvarlo, de alejar todo
peligro de su preciosa vida y devolver la libertad al
más libre de todos los hombres. ¡Ven! Sólo falta
una voz que los convoque. En sus almas palpita aún
vivamente la idea de lo que le son deudores. Y saben
que sólo su brazo poderoso los mantiene apartados
de la perdición. Tienen que arriesgarlo todo
por él y por sí mismos. Y ¿qué arriesgamos nosotros?
Cuando más, nuestra existencia, que no merece
la molestia de ser conservada, si él perece.
BRACKENBURG.- ¡Desgraciada! No ves el poder
que nos ha encadenado con sus ligaduras de bronce.
CLARITA.- No me parece invencible. No perdamos
más tiempo en vanas palabras. Aquí vienen
algunos de los antiguos, íntegros y valerosos varones.
¡Oíd, amigos míos! ¡Escuchad, vecinos!... Decidme,
¿qué ha sido de Egmont?
CARPINTERO.- ¿Qué quiere esa criatura? ¡Hacedla
callar!
CLARITA.- Aproximaos, para que hablemos en voz
baja hasta que estemos de acuerdo y seamos los más
fuertes. No debemos perder ni un momento. La insolente
tiranía que se atreve a encadenarlo saca ya el
puñal para darle muerte. ¡Oh, amigos míos! con cada
paso que avanza el crepúsculo me siento más
acongojada. Le temo a esta noche. ¡Venid, repartiremos
entre nosotros la tarea; iremos con rápido
paso de barrio en barrio, convocando al vecindario!
Que cada cual empuñe sus antiguas armas. Nos reu
nimos en la plaza del mercado y lo arrolla todo
nuestro torrente. Los enemigos se ven envueltos y
sumergidos por nuestras oleadas y se ahogan en
medio de ellas. ¿Cómo podría resistírsenos un puñado
de esclavos? Y regresa él en medio de nosotros;
vedlo ya libertado y por una vez tiene que
agradecernos algo a nosotros que tan grandes deudas
tenemos con él. Acaso vuelva a ver... De fijo,
verá los primeros arreboles del alba bajo un libre
cielo.
CARPINTERO.- ¿Qué te pasa, muchacha?
CLARITA.- ¿Es posible que no me comprendáis?
Hablo del conde. De quien hablo es de Egmont.
JETTER.- No pronuncies ese nombre. Hiere mortalmente.
CLARITA.- ¡El nombre no! ¿Cómo? ¿Su nombre
no? ¿Quién no lo cita en toda ocasión? ¿Dónde no
se encuentra escrito? En esas estrellas, he solido
leerlo con todas sus letras. ¿No pronunciar su nombre?
¿Qué quiere decir eso? Amigos queridos y fieles
vecinos, estáis dormidos; recobrad vuestra razón.
No me miréis tan yertos y acongojados. No
apartéis tímidamente las miradas a una y otra parte.
No hago más que clamar ante vosotros lo que todo
el mundo desea. Mi voz, ¿no es la misma voz de
vuestro corazón? ¿Quién de vosotros, en esta noche
de espanto, no se postrará de rodillas, antes de subir
a su intranquilo lecho, para alcanzar esto del cielo
con severa plegaria? ¡Preguntaos unos a otros! ¡Que
cada cual se interrogue a sí mismo! Y ¿quién no exclamará
conmigo: «La libertad de Egmont o la
muerte»?
JETTER.- ¡Dios nos asista! Va a haber una desgracia.
CLABITA.- ¡Quedaos, quedaos aquí! Y no os hagáis
atrás al escuchar un nombre que tan gozosamente
os hacía correr hacia donde sonaba en otro
tiempo... Cuando anunciaba la voz pública, cuando
se decía: «¡Viene Egmont! ¡Viene de Gante!» se
consideraban dichosos los habitantes de las calles
por donde tenía que pasar. Y cuando se oían resonar
las pisadas de sus caballos, cada cual arrojaba la
labor en que estuviera trabajando, y sobre los preocupados
semblantes que mostrabais a las ventanas,
extendíase, como rayo de sol, una mirada de alegría
y esperanza brotada de su rostro. Entonces, en el
umbral de vuestra puerta, levantabais en brazos a
vuestros hijos y les decías, señalando hacia él: «Mira,
ese es Egmont; el más grande de todos. Ese e ese es;
gracias a él podréis esperar que viviréis mejores
tiempos que los que tuvieron vuestros pobres padres.
» No dejéis que vuestros hijos puedan alguna
vez preguntaros: «¿Qué fue de aquel hombre?
¿Dónde están los tiempos que nos prometíais?»...
Pero ¡aun estamos pronunciando palabras! ¡Aun
estamos ociosos! ¡Haciéndole traición!
SOEST.- ¿No os da vergüenza, Brackenburg? ¡No
la dejéis continuar! ¡Prevenid un gran daño!
BRACKENBURG.- Querida Clarita, retirémonos.
¿Qué dirá vuestra madre? Quizá...
CLARITA.- ¿Crees que soy una niña o una loca?
¿Qué quieres decir con ese «quizá»?... No me arrancas
de esta terrible certidumbre con ninguna esperanza...
Debéis oírme y lo haréis; pues, bien lo veo,
estáis consternados y no sois capaces de hallar
vuestra propia voluntad en el interior de vuestro
pecho. A través del peligro actual, lanzad sólo una
mirada hacia el pasado, hacia el más inmediato pasado.
Dirigid vuestro pensamiento hacia el porvenir.
¿Sois capaces de vivir? ¿Lo seréis si él perece? Con
su aliento se exhala el último hálito de libertad.
¿Qué no era él para vosotros? ¿Por quiénes no se
expuso a los más apremiantes peligros? Sólo por
vosotros han vertido sangre sus heridas y han tornado
a curarse. Al alma grande, que contuvo en sí
las de todos vosotros, aprisionándole los muros de
un calabozo, y en torno a ella flota el horror de un
pérfido asesinato. Acaso piensa en vosotros, confía
en vosotros, él que está habituado a dar todo lo suyo
y a colmar todos vuestros deseos.
CARPINTERO.- Venid, compadre.
CLARITA.- No tengo yo brazos y fuerzas como
vosotros; pero tengo lo que os falta a todos: valor y
desprecio del peligro. ¡Si pudiera inflamaros con mi
aliento! ¡Si oprimiéndoos contra mi pecho pudiera
daros mi calor y ánimos! ¡Venid! ¡Quiero ir en medio
de vosotros!... Igual que una bandera indefensa,
flotando sobre él, guía a un noble ejército de guerreros,
así mi espíritu debe flamear sobre vuestras cabezas
y el amor y la valentía unirán al pueblo
vacilante y disperso, formando un espantable ejército.
JETTER.- Llevadla de aquí; me da pena.
(Vanse los ciudadanos.)
BRACKENBURG.- ¡Clarita! ¿no ves dónde estamos?
CLARITA.- ¿Dónde? Bajo el cielo que con tanta
frecuencia parecía tender su bóveda de modo aun
más solemne cuando el gran hombre pasaba bajo
ella. En esas ventanas, para mirarlo, se amontonaban
cuatro, cinco cabezas, unas sobre otras; en estas
puertas, todos se inclinaban reverentes cuando él
lanzaba una mirada a esos mandrias. ¡Oh!, ¡tanto
los quería yo por el modo como lo veneraban! Si
hubiera sido un tirano, estaría bien que lo hubieran
dejado solo en su caída. Pero ¡a él lo amaban!...
¡Oh!, ¿manos que sabéis saludar con la gorra no
podrías también empuñar una espada?... Brackenburg,
¿y nosotros?... ¿Les hacemos reproches a
los otros?... Y estos brazos, que lo han estrechado
tantas veces, ¿qué hacen por él?... La astucia ha logrado
alcanzar tantas cosas en el mundo... Tú conoces
las entradas y salidas, conoces el viejo palacio.
Nada hay imposible; aconséjame.
BRACKENBURG.- ¡Si nos fuéramos a casa!
CLARITA.- Está bien.
BRACKENBURG.- Allí, en la esquina, veo una patrulla
de Alba; deja que la voz de la razón penetre en
tu pecho. ¿Me tienes por cobarde? ¿No crees que
sabría morir por ti? Estamos los dos locos; yo lo
mismo que tú. ¿No comprendes que es imposible?
¡Si te serenaras! Estás como enajenada.
CLARITA.- ¿Enajenada? ¡Qué abominación! Brackenburg,
sois vosotros los que estáis enajenados.
Cuando aclamabais con altos clamores al héroe y le
llamabais vuestro amigo y protector y vuestra esperanza;
cuando gritabais ¡viva! a su paso, estaba yo
en mi rincón, entreabría la ventana, me ocultaba,
acechando lo que ocurría, y el corazón me latía con
mayor fuerza que a todos vosotros. Ahora palpítame
otra vez más fuertemente que a todos vosotros.
Os ocultáis a la hora del peligro, renegáis de él y no
comprendéis que perecéis sí él sucumbe.
BRACKENBURG.- Ven a casa.
CLARITA.- ¿A casa?
BRACKENBURG.- ¡Vuelve en ti! ¡Mira a tu alrededor!
Estas son las calles que sólo recorrías en domingo,
por las que ibas honestamente a la iglesia, y
te enojabas, con un excesivo pudor, si me acercaba a
ti con una amistosa palabra de saludo. Y ahora tú
misma te paras en la calle y hablas y actúas a los
ojos de todo el mundo. ¡Vuelve en ti, amor mío!
¿De qué puede servir eso?
CLARITA.- ¡A casa! Sí; ahora vuelvo en mí. Ven,
Brackenburg; a casa. ¿Sabes tú dónde está mi patria?
(Vanse.)


PRISIÓN
Iluminada por una lámpara; al fondo un camastro.
EGMONT (Solo).- Antiguo amigo, sueño siempre
fiel, ¿también tú huyes de mí como los restantes
amigos? Con qué gusto descendías sobre mi libre
frente y refrescabas mis sienes, como hermosa corona
de mirtos del amor. En medio de las armas,
sobre el oleaje de la vida, reposaba yo entre tus brazos,
alentando levemente como florido niño. Cuando
mugía la tormenta entre hojas y ramaje y
oscilaban crujientes los troncos y las copas de los
árboles, el centro del corazón permanecía siempre
inconmovible. ¿Qué te agita ahora? ¿Qué estremece
tu razón, firme y fiel? Bien lo siento; es el ruido del
hacha mortífera que ataca mis raíces. Aun me mantengo
en pie y un escalofrío interior recorre mi ser.
Sí; triunfa la fuerza traidora, va minando el tronco,
firme y alto, y antes de que se seque la corteza, su
frondosa copa se vendrá abajo con estallidos y estruendo.
¿Por qué ahora, tú, que con tanta frecuencia has expulsado
de tu cabeza preocupaciones poderosas,
como si fueran pompas de jabón, no eres capaz de
espantar los presentimientos que en mil formas surgen
y caen sobre ti? ¿Desde cuándo te parece temerosa
la muerte, con cuyas mudables imágenes vivías
tan sereno como con los demás espectáculos habituales
de la tierra?... Cierto que esta vez no se te presenta
como veloz enemigo contra el cual el corazón
sano se lanza para defenderse; la prisión, imagen de
la tumba, es tan repulsiva al héroe como al cobarde.
Cosa irresistible era ya para mí, en mi mullido sillón,
cuando en una importante asamblea los príncipes
deliberaban largamente, con discursos llenos de repeticiones,
acerca de cosas fáciles de resolver, y entre
los solemnes muros de la sala, las vigas del techo
me oprimían gravemente. Entonces, tan pronto como
me era posible, corría fuera de allí, y al punto
saltaba sobre mi caballo respirando hondamente. Y
partía a galope hacia donde nos hallamos en nuestro
elemento; hacia el campo, donde aspiramos los inmediatos
beneficios de la naturaleza, que se exhalan
de la tierra, y todas las bendiciones de los astros,
que se vierten de los cielos; donde, semejantes al
gigante hijo de la tierra, nos alzamos más robustos
después del contacto con nuestra madre; donde sabemos
sentir a la humanidad y experimentamos en
todas nuestras venas los deseos del hombre; donde
el afán de sobresalir, de triunfar, de hacer presa, de
ejercitar sus puños, de poseer, de dominar, hierve
en el alma del joven cazador; donde el soldado, con
rápido paso, se atribuye su nativo derecho sobre
todas las cosas, y con temible libertad, lo mismo que
una nube de pedrisco, recorre, devastándolos, prados,
sembrados y bosques, y no reconoce linde impuesta
por la mano del hombre.
No eres más que una imagen, soñado recuerdo de la
dicha que poseí durante tanto tiempo. ¿Adónde te
ha conducido el destino traidor? ¿Niégase éste a
concederte una jamás temida muerte rápida, bajo la
faz del sol, para prepararte, en la infecta podredumbre
del calabozo, un anticipo del sabor de la tumba?
¡Qué repulsivamente se exhala para mí de todas estas
piedras! Paralízase ya la vida; el pie se espanta
ante esta yacija como ante la sepultura...
¡Oh, zozobra, zozobra, que comienzas el asesinato
antes de tiempo, apártate de mí!... ¿Cómo ha de estar
solo Egmont, tan completamente solo en este
mundo? Es la duda lo que te deja desamparado, no
la dicha. ¿Ha desaparecido la justicia del rey, en la
que confiaste durante toda tu vida? ¿Ha desaparecido
la amistad de la gobernadora, que casi (bien
puedes confesártelo) casi era un amor? ¿Han des
aparecido de repente, como un brillante meteoro
nocturno, y te abandonan solitario en el tenebroso
sendero? ¿Orange, al frente de sus amigos, no pensará
en arriesgarse a hacer una tentativa? ¿No se
reunirá la masa del pueblo para libertar con fuerzas
crecientes a su antiguo amigo?
¡Oh muros, que me mantenéis encerrado, no impidáis
que lleguen hasta mí los benévolos impulsos
de tantos espíritus! Y aquella valentía que en otro
tiempo vertían mis ojos sobre ellos, que vuelva ahora
de sus corazones al mío. ¡Oh, sí! ¡Se agitan por
millares! ¡Vienen! ¡Se hallan a mí lado! Sus piadosos
deseos se precipitan suplicantes hacia el cielo e imploran
un milagro. Y si no desciende un ángel para
salvarme, los veo empuñar sus lanzas y espadas. Las
puertas se hienden, saltan las cadenas, los muros se
derrumban bajo el impulso de sus manos y Egmont
asciende alegremente al encuentro del naciente día
de la libertad. ¡Cuántos rostros conocidos me reciben
con aclamaciones! ¡Ay, Clarita, si fueras hombre,
de fijo que te vería aquí antes que a nadie y te
debería lo que es duro tener que deberle a un rey, la
libertad!


CASA DE CLARITA
CLARITA (Sale de su cuarto con una lámpara y un vaso de
agua, pone el vaso sobre la mesa y se acerca a la ventana).-
¿Sois vos, Brackenburg?... ¿Qué fue entonces lo que
oí? ¿Nadie todavía? ¡No era nadie!... Quiero poner
la lámpara en la ventana para que vea que estoy despierta
todavía, que todavía espero por él. Me prometió
traerme noticias ¿Noticias? ¡Espantosa
certidumbre!. ¡Egmont sentenciado!... ¿A qué tribunal
le es lícito mandarlo comparecer ante sí? ¡Y lo
condenan! ¿Lo condena el rey? ¿O el duque? Y la
gobernadora se retira. Orange vacila, y todos sus
amigos... ¿Es éste el mundo de cuya inconstancia e
infidelidad tanto oí hablar, sin haberla jamás experimentado?
¿Es éste el mundo?... ¿Quién sería lo
bastante perverso para sentir encono contra el mejor
de los hombres? ¿Sería la malicia bastante poderosa
para abatir rápidamente a quien es venerado
por todos? Pues así es... así... ¡Oh Egmont! ¡Tan
seguro te creía yo ante Dios y los hombres como
cuando estabas entre mis brazos! ¿Qué era yo para
ti? Me llamaste tuya y consagré a tu vida toda mi
vida ¿Qué soy ahora? En vano tiendo las manos
hacia la red que te aprisiona. ¡Tú indefenso y yo li
bre! Aquí está la llave de mi puerta. Depende de mi
arbitrio mi entrar y mi salir y no te sirvo de nada!
¡Oh, amarradme para que no me desespere; arrojadme
en el más profundo calabozo, para que golpee
mi frente contra sus húmedos muros, gima por
la libertad, sueñe en la forma como querría libertarle
si no me paralizaran las cadenas, en la forma como
le libertaría!... Ahora estoy libre y en la libertad
siento la angustia de mi flaqueza... Yo misma sé que
no soy capaz de dar un paso para socorrerle. ¡Ay,
por desdicha, también esa pequeña parte de tu ser
que se llama Clarita, está, como tú, aprisionada, y
lejos de ti, consume en mortales convulsiones sus
últimas fuerzas!... Oigo que alguien avanza con cautela,
que tose... Brackenburg... ¡Él es!... Hombre
bueno y desgraciado, tu suerte sigue siendo siempre
la misma; tu amada te abre su nocturna puerta, pero
¡ay! que sólo es para una cita siniestra.
Entra BRACKENBURG
CLARITA.- ¡Vienes tan pálido y tembloroso,
Brackenburg! ¿Qué sucede?
BRACKENBURG.- He venido a encontrarte a través
de rodeos y peligros. Las calles principales están
ocupadas; a escondidas llego junto a ti, deslizándome
por revueltas y callejuelas.
CLARITA.- Dime, ¿qué ocurre?
BRACKENBURG (Sentándose).- ¡Ay Clara, déjame
llorar! Yo no lo amaba. Era hombre rico y atraía
hacia mejores praderas a la única oveja del pobre.
Pero jamás lo maldije; Dios me creó de condición
fiel y tierna. Mi vida se deslizaba en el dolor y esperaba
perecer cada día.
CLARITA.- ¡Olvida eso, Brackenburg! Olvídate de
ti mismo. ¡Háblame de él! ¿Es verdad? ¿Está sentenciado?
BRACKENBURG.- Sí; lo está. Lo sé con certeza.
CLARITA.- Y ¿vive todavía?
BRACKENBURG.- Sí; todavía vive.
CLARITA.- ¿Cómo puedes asegurarlo?... La tiranía
asesina nocturnamente al hombre excelso; su sangre
se derrama a escondidas de todas las miradas. En
congojoso sueño descansa el pasmado pueblo y
sueña con salvarle, sueña con la realización de su
estéril deseo; mientras tanto su espíritu abandona el
mundo, enojado con nosotros... ¡Ya no existe!...
¡No me engañes! ¡No te engañes a ti mismo!
BRACKENBURG.- No, no; es seguro que vive todavía...
Por desgracia, el español le prepara al pueblo
que quiere pisotear un espectáculo terrible, ca
paz de abrumar para siempre a todo corazón que se
agite por la libertad.
CLARITA.- Prosigue y pronuncia también serenamente
mi sentencia de muerte. Me acerco cada
vez más a los campos de la bienaventuranza; desde
aquellas comarcas de paz, llega hasta mí un hálito
consolador. Habla.
BRACKENBURG.- Por la presencia de patrullas,
por ciertas frases oídas ya en un sitio, ya en otro,
pude comprender que en la plaza del mercado se
preparaba secretamente algo espantoso. Me deslicé
por caminos desviados, por pasajes de mí conocidos,
hasta la casa de mi primo, y por una ventana de
la parte de atrás miré hacia la plaza del mercado...
Humeaban algunas antorchas en un vasto círculo de
soldados españoles. Agucé mi vista deshabituada, y
del seno de la noche surgió ante mí un negro patíbulo,
espacioso, elevado; me estremecí ante aquel
espectáculo. Activamente trabajaba mucha gente en
torno a él para ocultar, envolviéndolo en paños negros,
lo que aún era visible de la blanca armadura de
madera. Por último, también forraron de negro las
escaleras, lo vi perfectamente. Parecían estar preparando
la celebración de un atroz sacrificio. Un blanco
crucifijo, que a través de la noche brillaba como
plata, fue puesto en alto a uno de los lados. Yo miraba
y miraba, cada vez más seguro de la terrible
certidumbre. Aun vacilaban aquí y allá algunas antorchas;
una a una se fueron retirando y extinguiendo.
De pronto, al apagarse la última, el abominable
engendro de la noche reintegróse otra vez a su materno
seno.
CLARITA.- ¡Silencio, Brackenburg! ¡Ahora, silencio!
Deja que este velo descienda sobre mi alma.
Han desaparecido los fantasmas; y tú, benigna noche,
préstale tu manto a la tierra, que fermenta en su
interior; no soporta por más tiempo esa carga espantosa;
abre en sí misma, entre convulsiones, profundas
hendiduras, y se traga, entre crujidos, esa
armazón de muerte. Y el Dios, a quien han ultrajado
haciéndole testigo de sus furores, envía a alguno de
sus ángeles; al contacto del celeste mensajero despréndense
cerrojos y cadenas, y la celestial criatura
derrama un suave resplandor en torno a mi amigo;
dulce y silenciosamente lo guía hacia la libertad a
través de la noche. Y también mi camino, por esa
obscuridad, llévame a juntarme con él, en secreto.
BRACKENBURG (Deteniéndola).- ¿Adónde vas, hija
mía? ¿Qué te atreves a hacer?
CLARITA.- Despacito, despacio, amigo mío; que
nadie se despierte; que no nos despertemos a nosotros
mismos. ¿Conoces este frasco, Brackenburg?
Te lo quité, bromeando, una vez en que me amenazabas
impaciente, como lo hacías con frecuencia,
con una muerte voluntaria. Y ahora, amigo mío...
BRACKENBURG.- ¡Por todos los santos!
CLARITA.- No puedes impedirlo. La muerte es mi
destino. Cencédeme que tenga la dulce y rápida
muerte que te preparabas a ti mismo. ¡Dame la mano!...
En el momento en que abro la obscura puerta
del mundo de donde no se regresa, ojalá pueda decirte
con este apretón de manos cuánto te he querido
y cuánto te he compadecido. Mi hermano se me
murió joven; te escogí para ocupar su puesto. Tu
corazón se opuso a ello y nos atormentó a los dos;
deseaste con ardor, cada vez más ardientemente, lo
que no te estaba destinado. ¡Perdóname y adiós!
Déjame llamarte hermano. Es un nombre que abarca
dentro de sí otros muchos nombres. Recibe con
fiel corazón la última y bella flor de los que se separan..
. Recibe este beso... La muerte junta a todos,
Brackenburg; también nos reunirá a nosotros.
BRACKENBURG.- Pues déjame morir contigo.
¡Reparte! ¡Reparte! Es suficiente para extinguir dos
vidas,
CLARITA.- ¡Detente! Tú debes vivir, tú puedes vivir...
Sostén a mi madre, que sin ti se consumiría en
la pobreza. Sé para ella lo que ya no puedo ser yo;
vivid juntos y llorad por mí. Llorad por la patria y
por el único que hubiera podido sostenerla. La generación
actual no se verá libre de esta cuita; ni el
mismo furor de la venganza podrá aniquilarla. Vivid,
desdichados, vivid todavía, un tiempo que ya
no es tiempo. El mundo se queda hoy paralizado de
repente; detiénese su curso y apenas late por algunos
minutos más mi pulso. ¡Adiós!
BRACKENBURG.- ¡Oh!, vive con nosotros, como
nosotros viviremos sólo para ti. Nos matas al darte
muerte. ¡Oh, vive y sufre! Estaremos constantemente
a tu lado, y el amor, siempre previsor, te preparará
con sus vivientes brazos los más hermosos
consuelos. ¡Sé nuestra! ¡Nuestra! No me es lícito
decir mía.
CLARITA.- Despacio, Brackenburg. ¿No sientes lo
que hieres? Donde aparece para ti la esperanza sólo
hay para mí la desesperación.
BRACKENBURG.- Comparte la esperanza de los
vivientes. Detente al borde del abismo, mira a su
fondo y vuelve la vista hacia nosotros.
CLARITA.- He vencido; no vuelvas otra vez a llevarme
al combate.
BRACKENBURG.- Estás aturdida; envuelta en la
noche buscas el precipicio. Aun no se ha extinguido
toda luz; aun habrá más de un día...
CLARITA.- ¡Desdichado! ¡Desdichado! ¡Desdichado
de ti! Has desgarrado Cruelmente la venda de
mis ojos. Sí; amanecerá el día; en vano tiende en
torno a sí todas las nieblas y amanece contra su voluntad.
Con temor mira por la ventana el ciudadano;
la noche deja tras sí una sombra negra; mira más
despacio, y el patíbulo, aun más espantable, se alza y
crece bajo la luz del día. Sufriendo nuevamente todos
sus dolores, la profanada imagen de Dios levanta
al padre sus ojos suplicantes. El sol no osa
mostrarse; no quiere señalar la hora en que el excelso
debe morir. Perezosamente recorren su camino
las agujas del reloj y una hora suena tras la otra...
¡Deteneos! ¡Deteneos! ¡Ahora es el momento! Los
celajes de la mañana me hacen refugiarme en la sepultura.
(Se acerca a la ventana como para mirar fuera y
bebe a escondidas el veneno.)
BRACKENBURG.- ¡Clara! ¡Clara!
CLARITA (Va hacia la mesa y bebe agua del vaso). ¡Aquí
tienes el resto. No te invito a seguirme. Haz lo que
debes, adiós. Apaga esa lámpara sin ruido y sin demora;
voy a descansar. Márchate de puntillas y cierra
la puerta cuando hayas salido. ¡Silencio! ¡No
despiertes a mi madre! ¡Vete! ¡Sálvate! ¡Sálvate, si
no quieres pasar por mi asesino! (Vase.)
BRACKENBURG.- La última vez me deja como
siempre. ¡Oh ¡Si un alma humana pudiera sentir
hasta qué punto puede ser desgarrado un corazón
amante! Me deja solo, entregado a mí mismo; y la
muerte y la vida son igualmente odiosas para mí...
¡Morir solo!... ¡Llorad, los que amáis! Ninguna
suerte más dura que la mía. Reparte conmigo la bebida
mortal y me manda fuera, lejos de su presencia.
Me lleva tras sí y me rechaza otra vez hacia la vida.
¡Oh, Egmont! ¡Qué envidiable destino te ha tocado
en suerte! Ella te precede; recibirás de su mano la
corona de la victoria; trae a tu encuentro a todo el
cielo... Y ¿debo yo seguirlos? ¿Volver a ser dejado a
un lado? ¿Llevar conmigo a aquellas moradas la envidia
inextinguible?... Ya no hay nada que me retenga
en la tierra, y el infierno y el cielo me ofrecen
igual tormento. ¡Qué grata sería para el desdichado
la terrible mano del aniquilamiento!
(Vase BRACKENBURG; la escena queda sin mudarse
durante algún tiempo. Comienza a sonar una música que
expresa la muerte de CLARITA; la lámpara, que
BRACKENBURG olvidó apagar, lanza aún algunos destellos
y extínguese después. Entonces la escena se convierte en la

PRISIÓN
EGMONT yace dormido en el camastro. Prodúcese un ruido
de llaves y se abre la puerta. Entran servidores con antorchas;
FERNANDO, el hijo de Alba, y SILVA, acompañados
de hombres de armas. EGMONT se despierta sobresaltado.
EGMONT.- ¿Quién sois los que espantáis despiadadamente
el sueño de mis ojos? ¿Qué me anuncian
vuestras miradas vacilantes y graves? ¿Por qué este
espantable cortejo? ¿Qué temeroso sueño venís a
fingir ante mi espíritu semidespierto?
SILVA.- Nos manda el duque para notificarte la
sentencia.
EGMONT.- ¿Traes también el verdugo que debe
ejecutarla?
SILVA.- Escúchala y sabrás lo que te espera.
EGMONT.- ¡Bien propio de vosotros y de vuestra
vergonzosa empresa! Concebida de noche y de noche
ejecutada. Bien hace en ocultarse este insolente
acto de injusticia.. . Avanza osadamente, tú, el que
trae la espada envuelta en su capa; aquí está mi cabeza,
la más libre que jamás haya segado de un
tronco la tiranía.
SILVA.- Te equivocas. Lo que justos jueces han
resuelto, no se ocultará de la faz del día.
EGMONT.- Por tanto, la insolencia va más allá de
toda idea y concepto.
SILVA (Coge la sentencia de manos de uno de los asistentes,
la despliega y lee).- «En nombre del rey y en virtud de
poder especial a nosotros transmitido por Su Majestad
para juzgar a todos sus súbditos de cualquier
condición que sean, inclusive a los caballeros del
Toisón de oro... »
EGMONT.- ¿Puede el rey transmitir ese poder?
SILVA.- «Después de una investigación preliminar,
suficiente y legítima, a ti, Enrique, conde de Egmont
y príncipe de Gavre, te declaramos reo de alta traición,
y pronunciamos la sentencia de que al apuntar
el día, bien temprano, seas llevado de la prisión a la
plaza del mercado y allí, a presencia del pueblo, para
advertencia de todos los traidores, seas decapitado
con la espada. Dado en Bruselas, a... (La fecha y el año
son leídos confusamente de modo que no los comprendan los
espectadores.) Fernando, duque de Alba, presidente del
Tribunal de los Doce.» Ya sabes, pues, tu suerte; te
queda poco tiempo para prepararte a ella, arreglar
tus asuntos y despedirte de los tuyos.
(Vase SILVA con la escolta. Queda FERNANDO con
solo dos antorchas; la escena está tenuemente iluminada.)
EGMONT (Permanece inmóvil algún tiempo sumido en sus
pensamientos, y deja salir a SILVA sin mirar hacia él. Créese
solo, y al levantar los ojos descubre al hijo de Alba).- ¿Te
has quedado aquí?
¿Quieres aumentar con tu presencia mi espanto y mi
asombro? ¿Acaso todavía pretendes llevarle a tu
padre la grata embajada de que me desespero cobardemente?
¡Vete! ¡Díselo! Dile que no nos engaña
ni al mundo ni a mí. De él, ambicioso de gloria, se
murmurará primero a sus espaldas, después se hablará
en voz alta, cada vez más alta, y, cuando haya
caído de la cima en que se encuentra, millares de
voces lo gritarán contra él: no fue el bien del Estado,
ni la dignidad del rey, ni la paz de las provincias,
lo que le trajo aquí. Por su propio interés aconsejó
la guerra, para que el militar adquiriera poder por la
guerra. Ha provocado esta monstruosa perturbación
para hacerse necesario. Y yo perezco víctima de su
bajo odio, de su mezquina envidia. Sí, lo sé y me es
lícito decirlo; el moribundo, el herido de muerte,
puede decirlo: en su vanidad me tenía envidia; largo
tiempo ha preparado y meditado mi aniquilación.
Ya cuando éramos jóvenes, si jugábamos a los dados
y los montones de oro, uno tras otro, pasaban
rápidamente de su lado al mío, se levantaba furioso,
fingía indiferencia, y en su interior se consumía de
cólera, más por mi buena suerte que por su propia
pérdida. Aun veo su relampagueante mirada, su pérfida
palidez, cuando en una fiesta pública, ante millares
de personas, nos disputamos el premio de
tiro. Me desafió y ambas naciones presenciaban el
lance; españoles y neerlandeses apostaban y manifestaban
en voz alta sus deseos. Vencílo; su bala no
dió en el blanco, pero sí la mía; un clamoroso grito
de júbilo de mis gentes desgarró los aires. Ahora me
alcanza la bala que entonces erró el blanco. Dile que
lo sé, que lo conozco, que el mundo desprecia todo
trofeo de victoria que un espíritu mezquino se haya
erigido por la astucia. ¡Y tú!... Si le es posible a un
hijo separarse de las costumbres de su padre, ejer
cítate a tiempo en la vergüenza, avergonzándote de
aquel a quien con todo corazón querrías venerar.
FERNANDO.- Te escucho sin interrumpirte. Tus
reproches caen como golpes de maza sobre un yelmo;
siento la conmoción, pero estoy armado. Me
aciertas, pero no me hieres; sólo soy sensible al dolor
que me desgarra el pecho. ¡Ay de mí! ¡Ay! He
vivido hasta hoy para ser testigo de esto; he sido
enviado para presenciar tal espectáculo.
EGMONT.- ¿Prorrumpes en quejas? ¿Qué te aflige?
¿Qué te afecta? ¿Es un tardío arrepentimiento
por haber prestado tus servicios en esta deshonrosa
conjura? Eres muy joven y tienes bella presencia.
¡Mostraste tanta confianza, tanta amistad hacia mí!
Mientras te miraba, me sentía reconciliado con tu
padre. Y disimulando de ese modo, disimulando
más que él, me atrajiste hacia el cepo. ¡Eres abominable!
Quien se fía de él ya sabe que lo hace a su
propio riesgo; pero ¿quién temería peligro alguno
confiándose en ti? ¡Vete! ¡Vete! ¡No me arrebates
estos escasos instantes! Vete para que me recoja en
mí mismo y olvide al mundo y a ti el primero
FERNANDO.- ¿Qué podría decirte? Estoy aquí y
te contemplo y no te veo ni me siento a mí mismo.
¿Debo disculparme? ¿Debo asegurarte que sólo
muy tarde, sólo en el último momento, fui conocedor
de las intenciones del padre? ¿Que procedí
como un forzado e inanimado instrumento de su
voluntad? ¿De qué serviría la opinión que pudieras
tener tú de mí? Estás perdido; y yo, desdichado,
sólo estoy aquí para asegurártelo, para dolerme de
ello.
EGMONT.- ¿Qué vos singular, qué inesperado
consuelo sale a mi encuentro en el camino de la
tumba? ¿Tú me compadeces, hijo de mi mayor enemigo,
de mi casi único enemigo? ¿No te hallas entre
mis asesinos? ¡Di! ¡Habla! ¿Qué tengo que pensar
de ti?
FERNANDO.- ¡Padre cruel! Sí; te reconozco en
esta orden. Conocías mi corazón, sabías mis sentimientos,
por los que me has reprendido tan frecuentemente
como herencia de una tierna madre.
Me enviaste aquí para hacerme igual a ti mismo. Me
fuerzas a ver a este hombre al borde de la hambrienta
fosa, bajo el dominio de una muerte arbitraria,
para que sienta el más profundo dolor, para
que me haga insensible contra todo destino, y permanezca
indiferente, ocurra lo que quiera.
EGMONT.- ¡Me asombro! ¡Serénate! Mantente
firme, habla como hombre.
FERNANDO.- ¡Oh, por qué no seré mujer! En forma
que pudieran decirme: ¿qué te enternece?, ¿qué
te hiere? Señálame un mal mayor y más monstruoso
que éste, hazme ser testigo de una acción más espantosa;
te daré las gracias, te diré: no fue nada.
EGMONT.- Deliras. ¿Dónde estás?
FERNANDO.- ¡Deja bramar a esta pasión! ¡Deja
que dé libre curso a mis quejas! No quiero parecer
impasible cuando todo en mí se destroza. ¡Verte a ti
en este lugar!... ¡A ti!... ¡Es espantoso! No me comprendes.
Pero debes comprenderme. ¡Egmont
¡Egmont! (Echándose a su cuello.)
EGMONT.- Explícame este misterio.
FERNANDO.- No hay misterio.
EGMONT.- ¿Cómo te conmueve tan profundamente
la suerte de un desconocido?
FERNANDO.- ¡Desconocido, no! No eres un desconocido
para mí. Tu nombre brillaba para mí en
mi primera juventud lo mismo que una estrella del
cielo. ¡Cuántas veces escuché lo que decían de ti,
cuántas pregunté por tu persona! El mancebo es la
esperanza del niño, el hombre la del mancebo. De
este modo has caminado delante de mí, siempre
delante, y sin envidia te veía precederme y yo marchaba
siguiendo tus huellas, cada vez más lejos.
Ahora, por último, esperaba llegar a verte, y te vi y
mi corazón se lanzó hacia ti. Te había elegido ya por
amigo y de nuevo volví a elegirte cuando llegué a
verte. Ahora esperaba yo poder estar contigo, vivir
contigo, unirme a ti y… Pero todo está terminado y
te veo donde te veo.
EGMONT.- Amigo mío, si puede servirte de algo,
ten la seguridad de que desde el primer momento mi
afecto se dirigió hacia ti. Escúchame. Cambiemos
entre nosotros algunas serenas palabras. Dime: ¿es
firme y severa la voluntad de tu padre de darme
muerte?
FERNANDO.- Sí.
EGMONT.- Esta sentencia ¿no será un vano espantajo
para angustiarme, castigarme con el temor y
la amenaza, rebajarme y volver a levantarme después
por medio de la gracia real?
FERNANDO.- No, no; desgraciadamente, no. Al
principio también yo me halagaba con esta engañadora
esperanza y, sin embargo, experimentaba
angustia y dolor al verte en este estado. Pero la cosa
es real, es cierta. No, no soy dueño de mí mismo.
¿Quién me da ayuda, consejo, para librarme de lo
inevitable?
EGMONT.- Escúchame. Si tu alma aspira tan poderosamente
a salvarme, si aborreces la tiranía que
me mantiene encadenado, sálvame. Los momentos
son preciosos. Eres hijo de quien todo lo puede y tú
mismo eres fuerte... Huyamos. Yo conozco los caminos;
los medios para salir de aquí no pueden serte
desconocidos. Sólo estos muros, sólo unas cuantas
leguas me separan de mis amigos. Suelta estas cadenas,
llévame a ellos y sé uno de los nuestros. De fijo
que algún día el rey te dará gracias por mi salvación.
Ahora han sorprendido su buena fe y acaso le sea
desconocido todo esto. Tu padre lo osa todo, y la
Majestad tiene que aprobar lo acaecido aun cuando
se espante de ello. ¿Qué piensas? ¡Oh! Encuéntrame
con tus reflexiones el camino de la libertad. Habla y
nutre la esperanza del alma todavía viviente.
FERNANDO.- ¡Cállate! ¡Cállate! Con cada palabra
aumentas mi desesperación. Aquí no hay ningún
efugio posible, ningún medio aconsejable, ninguna
fuga.. . Eso es lo que me tortura, me sobrecoge y me
destroza como con garras el pecho. Yo mismo tendí
las redes; conozco la severa firmeza de sus nudos;
sé cómo están cerrados los caminos a toda osadía y
a toda astucia; me siento aprisionado contigo y con
todos los otros. ¿Me quejaría, si no lo hubiera in
tentado todo? Me he postrado a sus pies y le he pedido
y suplicado. Me mandó aquí para destruir, en
este momento, todo el gozo de vivir y la alegría que
existen en mí.
EGMONT.- Y ¿no hay salvación?
FERNANDO.- Ninguna.
EGMONT (Golpeando con el pie en el suelo).- ¡No hay
salvación!... ¡Oh, dulce vida! ¡Bella y amable costumbre
de existir y actuar! ¡Tengo que apartarme de
ti! ¡Apartarme a sangre fría! No en el tumulto de la
batalla, no entre el retiñir de las armas, no en el
aturdimiento del estruendo me dices rápidamente
adiós; no es la tuya una precipitada despedida, no
abrevias el momento de la separación. Tengo que
coger tu mano, mirarte otra vez a los ojos, sentir
vivísimamente tu hermosura y tú valor, y después
desprenderme de ti resueltamente y decirte: ¡adiós!
FERNANDO.- Y yo debo estar a tu lado, verlo todo
y no poder detenerte ni impedirlo. ¡Oh!, ¿qué
voz bastaría para quejarse? ¿Qué corazón no se
desgarraría ante tal calamidad?
EGMONT.- Serénate.
FERNANDO.- Tú puedes serenarte, tu puedes renunciar,
dar heroicamente estos arduos pasos de la
mano de la necesidad. Pero ¿qué puedo hacer yo?
¿Qué debo yo hacer? Tú triunfas de ti mismo y de
nosotros; tú miras desde alto; yo te sobrevivo y me
sobrevivo. He perdido mi lámpara en la alegría del
festín, mi bandera en el estruendo del combate.
Yerto, confuso y triste se me aparece el porvenir.
EGMONT.- Joven amigo, a quien por un singular
destino a un tiempo mismo gano y pierdo, que siente
por mí dolores de muerte, que por mí padece,
contémplame en estos momentos; no me perderás.
Si mi vida fue para ti un espejo en que te contemplabas
gustosamente, séalo también mi muerte. Los
humanos no sólo están juntos cuando están reunidos;
también el remoto, el fallecido vive en nosotros.
Yo viviré en tí; ya he vivido bastante en mí
mismo. He gozado de cada día; en cada día, con
rápida eficacia, he cumplido con mi deber según me
lo mostraba mi conciencia. Ahora se acaba mi vida
tal como hubiera podido terminar hace ya tiempo,
hace ya mucho tiempo, ya en las mismas arenas de
Gravelinas. Ceso de vivir; pero he vivido. Vive así
tú también, amigo mío: gustoso y con placer, y no
temas la muerte.
FERNANDO.- Hubieras podido, hubieras, debido
conservarte para nosotros. Te has matado a ti mismo.
Con frecuencia, cuando hombres experimenta
dos hablaban de ti, cuando amigos y enemigos disputaban
largamente sobre tu valor, tuve que oír que
al final se ponían de acuerdo, ya que ninguno osaba
negar, todos reconocían, que seguías un camino peligroso.
¡Con qué frecuencia deseé poder advertirte!
¿Es que no tenías ningún amigo?
EGMONT.- Ya fui advertido.
FERNANDO.- Y con qué exactitud volví a encontrar
estas inculpaciones en el proceso. ¡Y tus respuestas!
Bastante buenas para disculparte, pero no
lo bastante concluyentes para librarte de culpa,
EGMONT.- Dejemos eso a un lado. Cree el hombre
dirigir su vida, conducirse a sí mismo, y en su
interior es irresistiblemente arrastrado hacia su destino.
No meditemos más acerca de ello; con facilidad
me desembarazo de esos pensamientos...
Más difícilmente del ansia por este país. Pero también
se proveerá en ello. Si mi sangre, al derramarse,
puede evitar que lo lean otras muchas y trae la paz a
mi pueblo, se vierte muy a mi gusto. Por desgracia,
no será así. Mas no está bien que el hombre cavile
en lo que ya no debe realizar. Si puedes detener, sí
puedes dirigir el funesto poder de tu padre no dejes
de hacerlo. Pero ¿quién lo podrá?... ¡Adiós!
FERNANDO.- No puedo irme.
EGMONT.- Permíteme que del mejor modo posible
te recomiende a mis gentes. Tengo buenas personas
a mi servicio; ¡que no las dispersen y las hagan
desgraciadas! ¿Qué ha sido de Ricardo, mi
secretario?
FERNANDO.- Te ha precedido. Lo han decapitado
como cómplice de alta traición.
EGMONT.- ¡Infeliz!... Otra cosa aun y después
adiós; ya no puedo más. Aunque el espíritu esté poderosamente
ocupado, también la naturaleza reclama
irresistiblemente, por última vez, sus derechos;
y lo mismo que un niño, entre los anillos de
una serpiente, disfruta del restaurador sueño, también
el fatigado se tiende por última vez ante el umbral
de la muerte, y descansa profundamente, como
si todavía tuviera que recorrer un largo camino...
Aun una cosa... Conozco a una muchacha; no la
desprecies ya que ha sido prenda mía. Una vez que
te la recomiendo muero ya tranquilo. Tú eres hombre
de honor; una mujer que se encuentra con uno
de tales está ya proveída. ¿Vive mi viejo Adolfo?
¿Está en libertad?
FERNANDO.- ¿El animoso anciano que os acompañaba
siempre a caballo?
EGMONT.- El mismo.
FERNANDO.- Vive y está libre.
EGMONT.- Sabe dónde ella vive; haz que te lleve
allá y estale agradecido hasta el fin de tus días por
haberte mostrado dónde hay tal tesoro… ¡Adiós!
FERNANDO.- No me voy.
EGMONT (Empujándolo hacia la puerta). ¡Adiós!
FERNANDO.- ¡Oh, déjame aún!...
EGMONT.- Amigo, sin despedida. (Acompaña a
FERNANDO hasta la puerta y se arranca allí de sus brazos.
FERNANDO, como abobado, se aleja precipitadamente.)
EGMONT (Solo).- ¡Hombre cruel! No creías hacerme
este beneficio por medio de tu hijo. Gracias a
él estoy libre de preocupaciones y dolores, de temor
y de todo sentimiento congojoso. Con dulzura e
insistencia reclama la naturaleza su último débito.
¡Ya está hecho! ¡Está resuelto! Y lo que la noche
pasada, con su incertidumbre, me tuvo en vela en mi
yacija, adormece ahora mis sentidos con su indomable
evidencia. (Tiéndese en el lecho. Música.) ¡Dulce
sueño! Lo que te gusta es llegar como una pura dicha,
sin ser rogado, sin ser suplicado. Tú deshaces
los nudos del severo pensamiento, entremezclas
todos los cuadros de alegría y de dolor; la esfera de
internas armonías mana sin obstáculos y envueltos
en gratos delirios, nos amodorramos y cesamos de
existir.
(Se adormece; la música acompaña su sopor. Por detrás de su
lecho parece abrirse el muro y se muestra una aparición resplandeciente.
La Libertad, con celestes vestiduras, rodeada de
resplandores, descansa sobre una nube. Tiene los rasgos de
CLARITA y se inclina hacia el dormido héroe. Expresa un
sentimiento de piedad, parece compadecerle. Pronto se domina y
con gesto reanimador, muéstrale el haz de flechas, después el
cetro con el gorro. Indícale que esté alegre, y al significarle que
su muerte dará la libertad a las provincias, reconócelo como
vencedor y le tiende una corona de laurel. Al acercar la corona
a la cabeza de EGMONT, hace éste un movimiento, como
alguien que se agita en sueños, de modo que su rostro queda
vuelto hacia la aparición. Mantiene ésta la corona suspendida
sobre la frente de EGMONT; óyese muy a lo lejos una música
marcial de pífanos y tambores; desvanécese la figura con los
suaves sones de la música. El rumor se hace más fuerte.
EGMONT despierta; la prisión es débilmente iluminada
por el resplandor de la mañana. El primer movimiento del
héroe es llevarse las manos a la frente; se levanta y mira en
torno a sí, teniendo siempre la mano en las sienes.)
¡Ha desaparecido la corona! Hermosa imagen, la luz
del día te ha ahuyentado. Sí; ambas estaban reunidas:
las dos más dulces alegrías de mi corazón. La
divina libertad había tomado a préstamo la figura de
mi amada; la encantadora muchacha se había vestido
con las celestes vestiduras de la diosa. En el primer
momento aparecieron unidas, más graves que
amorosas. Se presentó ante mí con sandalias manchadas
de sangre, manchados de sangre los flotantes
pliegues del borde de su túnica. Era mi sangre y muchas
otras sangres nobles. No; no será derramada
en vano. ¡Sigue adelante! ¡Bravo pueblo, te guía la
diosa de la victoria! Y lo mismo que el mar rompe
vuestros diques, romped, destrozad los muros de la
tiranía y arrastradla, envuelta en vuestras olas, lejos
de la tierra que se apropió. (Tambores más cerca.)
¡Oíd! ¡Oíd! ¡Con qué frecuencia este estruendo me
convocaba para marchar con libre paso hacia el
campo de la lucha y la victoria! ¡Con qué ánimos
emprendía con mis compañeros la carrera de peligros
y gloria! También yo, desde esta prisión, marcho
hacia una muerte honrosa; muero por la
libertad, por la que viví y combatí, y a la que ahora
me sacrifico dolorosamente. (El fondo de la escena es
ocupado por una fila de soldados españoles con alabardas.)
Sí; traed todas vuestras armas; estrechad vuestras
filas: no me espantáis.
Estoy acostumbrado a alzarme ante las lanzas y
contra las lanzas, y en todas partes, rodeado de la
amenazadora muerte, sentir con doble vértigo mi
animosa vida. (Tambores.)
¡El enemigo te cerca por todas partes! ¡Deslumbran
las espadas! ¡Amigos, levantad vuestro valor! ¡A
vuestras espaldas tenéis a vuestros padres, esposas,
hijos! (Señalando a la guardia.) Y a éstos, no es su valentía,
sino una vana palabra de su amo lo que los
impulsa. ¡Defended vuestros bienes! Y para salvar
lo que os es más querido, morid alegremente, tal
como os doy ejemplo yo.
(Tambores. Cae el telón mientras, avanza hacia la guardia y
la puerta del fondo; recomienza la música y termina la obra
con una sinfonía triunfal.)