EGMONT
J . W . G O E T H E
PERSONAS
MARGARITA
DE PARMA, hija de Carlos V, regente
de los
Países Bajos.
EL CONDE
DE EGMONT, príncipe de Gavre.
GUILLERMO
DE ORANGE.
EL DUQUE
DE ALBA.
FERNANDO, su hijo natural.
MAQUIAVELO,
al servicio de la regente.
RICARDO, secretario de EGMONT.
SILVA.
GÓMEZ.
Servidores de Alba
CLARITA, amante de EGMONT.
SU MADRE.
BRACKENBURG,
joven ciudadano.
SOEST, tendero
JETTER, sastre. Ciudadanos de Bruselas.
UN
CARPINTERO
UN
JABONERO..
BUYCK, soldado de EGMONT.
RUYSUM, inválido y sordo.
VANSEN, escribiente.
Pueblo, séquito, guardias, etc.
La acción
es en Bruselas.
ACTO PRIMERO
CAMPO DE TIRO DE BALLESTAS
SOLDADOS Y
CIUDADANOS CON
BALLESTAS
JETTER, ciudadano de Bruselas, sastre, avanza y empulga
la ballesta. SOEST, ciudadano de Bruselas, tendero.
SOEST.-
¡Vamos! ¡Tirad! ¡Acabemos de una vez!
¡No me
venceréis! Tres círculos negros; tiro como
ése no lo
habéis hecho en toda vuestra vida. Y de
este modo,
seré el maestro de este año.
JETTER.-
Maestro y rey. ¿Quién os lo disputará?
Pero
también tendréis que pagar doble escote; según
es justo,
tendréis que pagar por vuestra destreza.
BUYCK, holandés, soldado de EGMONT.-
Jetter, os
compro
vuestro derecho a tirar; repartiremos la ganancia;
convidaré
a los señores. Hace ya mucho
tiempo que
estoy aquí y a todos debo muchas atenciones.
Si yerro
el tiro, es como si hubierais disparado
vos mismo.
SOEST.-
Tendría mucho que oponer, porque realmente
pierdo en
el trato. Pero, Buyck, veamos.
BUYCK.- (Dispara.) ¡Vamos, bufón,
la reverencia!...
¡Uno!
¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro!
SOEST.-
¿Cuatro círculos? ¡Bravo!
TODOS.-
¡Viva, viva el señor rey! ¡Otra vez viva!
BUYCK.-
Gracias, gracias, señores. Maestro sería
ya
demasiado. Gracias por el honor.
JETTER.-
Sólo os lo debéis a vos mismo.
RUYSUM.- (Frisón, inválido y sordo.) Permitid
que os
diga...
SOEST.-
¿Qué queréis decir, buen viejo?
RUYSUM.-
Permitid que os diga... Tira como su
señor,
tira como EGMONT.
BUYCK.- A
su lado no soy más que un pobre chapucero.
Maneja la
ballesta como nadie en el mundo.
Y no
cuando está de suerte o tiene una buena racha;
no; sólo
con encarar el arma da siempre en el blanco.
Lo he
aprendido de él. Sería bien torpe quien
sirviera a
sus órdenes y no aprendiera nada... Pero
no hay que
olvidar, señores, que un rey sustenta a
sus
servidores; por lo tanto, ¡venga vino, a cuenta
del rey!
JETTER.-
Está acordado entre nosotros que cada
cual...
BUYCK.-
Soy forastero y soy rey y no respeto
vuestras
leyes y costumbres.
JETTER.-
Pues eres peor que el español; éste, por
lo menos,
ha tenido que respetárnoslas hasta ahora.
RUYSUM.-
¿Qué?
SOEST.- (En voz más alta.) Quiere
obsequiarnos; no
quiere
consentir que paguemos nuestro escote y el
rey
solamente doble que los otros.
RUYSUM.-
¡Dejadle hacer! ¡Pero sin sentar precedentes!
También
esa es la manera de proceder de
su señor:
ser espléndido y dejar que rueden las cosas
cuando
vienen derechas. (Traen vino.)
TODOS.- ¡A
la salud de Su Majestad! ¡Viva! ¡Viva!
JETTER.- (A Buyck.) Se sobreentiende
que a la de
Vuestra
Majestad.
BUYCK.-
Gracias de todo corazón, si tiene que ser
así.
SOEST.-
¡Claro! Porque a la salud de la Majestad
española
no es fácil que ningún neerlandés brinde
sinceramente.
RUYSUM.-
¿Por quién?
SOEST.- (En voz más alta.) Por Felipe II,
rey de España.
RUYSUM.-
¡Nuestro clementísimo señor y soberano!
¡Concédale
Dios larga existencia!
SOEST.-
¿No hubierais preferido a su padre, Carlos
V?
RUYSUM.-
¡Dios lo tenga en su santa paz! Ese sí
que era un
soberano. Tenía en su mano toda la tierra
y sabía
ser todo para todos; y si os encontraba,
os
saludaba como cualquier vecino saluda a otro; y
si os
espantabais de su presencia, con tan buenas
maneras
sabía... Ya me comprendéis... Salía, montaba
a caballo
cuando se le antojaba, casi sin escolta.
¡Lo que
lloramos todos cuando le transmitió el gobierno
a su
hijo!... Yo digo, ya me comprendéis, que
éste es de
otro es más majestuoso...
JETTER.-
Cuando estuvo aquí, no se dejaba ver
sino en
medio de la pompa y aparato real. Hablaba
poco,
según decían las gentes.
SOEST.- No
es señor para nosotros los neerlandeses.
Nuestros
príncipes tienen que ser alegres y
francos
como nosotros; que vivan y dejen vivir. No
queremos
ser despreciados ni oprimidos, siendo lo
buenazos
que somos.
JETTER.-
El rey, según pienso, sería más benévolo
señor si
tuviera mejores consejeros.
SOEST.-
No, no. No tiene ninguna simpatía por
nosotros
los neerlandeses; su corazón no se siente
inclinado
hacia este pueblo; no nos quiere. ¿Cómo
podríamos
quererlo nosotros? ¿Por qué todo el
mundo es
tan afecto al conde de Egmont? ¿Por qué
todos
nosotros lo llevaríamos sobre nuestros hombros?
Porque se
ve que nos quiere bien; porque la
alegría,
la franqueza y la benevolencia brillan en sus
ojos;
porque no posee cosa alguna que no comparta
con el
necesitado, y hasta con el que no lo necesita.
¡Viva el
conde de Egmont! Buyck, os corresponde
pronunciar
el primer brindis. Brindad por la salud
de vuestro
señor.
BUYCK.-
Con mi alma entera. ¡Por el conde de
Egmont!
RUYSUM.-
¡Por el vencedor de San Quintín!
BUYCK.-
¡Por el héroe de Gravelinas!
TODOS.-
¡Viva!
RUYSUM.-
La de San Quintín fue mi última batalla.
Apenas
podía ya caminar, apenas podía arras
trar el
pesado arcabuz. Pero con él, aun le chamusqué
la pelleja
a más de un francés y aun recibí como
despedida
un balazo que me rozó la pierna derecha.
BUYCK.-
¡La batalla de Gravelinas, amigos!
¡Aquello
sí que fué bueno! La victoria fué sólo
nuestra.
¿Los perros de los gabachos no iban por
toda
Flandes a sangre y fuego? Pues me parece que
les dimos
su merecido. Sus veteranos y vigorosos
soldados
resistieron largo tiempo y nosotros les
apretamos,
disparamos sobre ellos y los machacamos
hasta que
torcieron el hocico y sus líneas ondularon.
Entonces a
Egmont le mataron el caballo
en que iba
montado y luchamos largo tiempo, avanzando
y
retrocediendo, hombre contra hombre, caballo
contra
caballo, pelotón contra pelotón, en el
dilatado
arenal del borde del mar, De pronto, como
llovidos
del cielo, desde la desembocadura del río,
¡pum!
¡pum! cañonazos contra los franceses. Eran
los
ingleses que, bajo el mando del almirante Malin,
venían,
por casualidad, de Dunkerque. Cierto que
no nos
sirvieron de mucho, sólo podían avanzar
con los
barcos más pequeños y no hasta una distancia
lo
bastante próxima; también caían sus balas
en medio
de nosotros... Sin embargo, hizo buen
efecto.
Quebrantó el de los franchutes y reforzó
nuestro
valor. ¡Entonces sí que fue ella! ¡Rif! raf!
¡arriba!
¡abajo! Todos fueron muertos, todos arrojados
al agua. Y
los bribones se ahogaban no bien la
probaban;
y nosotros, los holandeses, pegados a sus
espaldas.
Nosotros, que como somos anfibios, estábamos
en el agua
tan bien como las ranas, y seguíamos
golpeando
en el río a nuestros enemigos y los
cazábamos
lo mismo que a patos. El que se nos escapó,
fue muerto
por las aldeanas con azadones y
horcas. Su
Majestad el rey de los gabachos tuvo en
seguida
que tender la pata y concertar la paz. Y la
paz nos la
debéis a nosotros, se la debéis al gran
Egmont.
TODOS.-
¡Viva! ¡Viva el gran Egmont! ¡Viva! ¡Viva!
JETTER.-
¡Si nos lo hubieran dado a él como regente
en vez de
Margarita de Parma!
SOEST.-
¡Eso no! ¡Lo que es verdad es verdad! No
consiento
que se hable mal de Margarita. Ahora me
toca a mí.
¡Viva nuestra benigna señora!
TODOS.-
¡Viva!
SOEST.-
Verdaderamente, hay en esa casa mujeres
excelentes.
¡Viva la regente!
JETTER.-
ES prudente y moderada en todo lo que
hace. ¡Si
no estuviera unida a los curas con tanta
tenacidad
y obstinación! También es culpa suya que
tengamos
en el país las catorce nuevas mitras episcopales.
¿Para qué
las queremos? ¿No es verdad que
será para
poder introducir extranjeros en los buenos
puestos
para los cuales antes se elegían abades de
los
capítulos? ¿Y hemos de creer que sea por motivos
de
religión? ¡Vamos! Con tres obispos teníamos
bastante;
todo marchaba digna y ordenadamente.
Ahora es
preciso que cada uno de ellos haga como
si fuera
necesario; y así, a cada instante se originan
disgustos
y querellas. Y cuanto más agitéis y sacudáis
el
líquido, más turbio se pone. (Beben.)
SOEST.- Fue
voluntad del rey; ella no puede suprimir
ni añadir
nada a lo que él ordene.
JETTER.-
¡Y ahora no se nos permite cantar los
nuevos
salmos! A la verdad, están compuestos en
muy
hermosas rimas y tienen unos versos muy edificantes.
No debemos
cantarlos; pero canciones pícaras,
tantas
como queramos. ¿Y por qué? Dicen
que hay en
ellos herejías y Dios sabe qué cosas. No
obstante,
también yo los he cantado, y si contienen
algo nuevo
no he sabido notarlo.
BUYCK.-
Quería preguntaros sobre ello. En nuestra
provincia
cantamos lo que queremos. Eso depende
de que el
conde de Egmont es nuestro go
bernador y
no se mete a averiguar esas cosas... En
Gante, en
Ipres, en toda Flandes cantan lo que se les
antoja. (En voz más alta.) ¿Hay algo más inocente
que
un cántico
de iglesia? ¿No es verdad, tío Ruysum?
RUYSUM.-
¿Quién lo duda? Es un acto del servicio
divino,
cosa edificante.
JETTER.-
Pero ellos dicen que no es ese el buen
modo de
adorar a Dios, que no es ese su modo; y
siempre es
peligroso: lo mejor es abstenerse. Los
servidores
de la Inquisición se deslizan por todas
partes y
están al acecho; más de un hombre digno
ha labrado
ya su desgracia. ¡Sólo les faltaba subyugar
las
conciencias! Ya que no me es dado hacer lo
que
quisiera, podrían siquiera dejarme pensar y
cantar lo
que se me antojara.
SOEST.- La
Inquisición no arraigará entre nosotros.
No somos
de la misma madera que los españoles
para dejar
que tiranicen nuestras conciencias.
Y además,
la nobleza busca también el medio de
cortarle
las alas a tiempo.
JETTER.-
Es odioso. Si a esas buenas gentes se les
antoja
invadir mi casa cuando estoy sentado a mi
trabajo y
quizá canturreo un salmo francés, sin pensar
en nada al
hacerlo, ni malo ni bueno, sólo lo
mascullo
porque lo tengo en la garganta, al punto
soy
declarado hereje y metido en la cárcel. O si voy
por el
campo y me detengo junto a una masa de
gentes que
escuchan a un nuevo predicador, uno de
esos que
han venido de Alemania, inmediatamente
soy
declarado rebelde y estoy en peligro de perder la
cabeza.
¿Acaso habéis oído predicar a alguno de
esos
hombres?
SOEST.-
¡Gente de primera! Hace poco oía a uno
hablar en
el campo, delante de miles y miles de personas.
Era otro
guiso que el que nos dan los nuestros
cuando
trompetean en el púlpito y atragantan a
la gente
con tarugos de latín. Éste hablaba con su
corazón;
decía que el clero hasta ahora nos ha llevado
cogidos
por las narices y nos ha mantenido en la
ignorancia
y que podíamos recibir mayores luces. ¡Y
todo os lo
probaba con la Biblia!
JETTER.-
Bien puede haber algo de cierto en ello.
Yo mismo
lo dije siempre, y cavilaba sin cesar sobre
la
cuestión. Hace mucho que me da vueltas por la
cabeza.
BUYCK.-
Todo el pueblo corre en su seguimiento.
SOEST.- Ya
lo creo. Adonde se puede oír algo
bueno y
algo nuevo.
JETTER.- Y
después de todo, ¿qué importa? Puede
dejarse a
cada cual que predique a su manera.
BUYCK.-
¡Ánimo, señores! Con la charla os olvidáis
del vino y
de Orange.
JETTER.-
Pues no hay que olvidarlo. Es una verdadera,
fortaleza:
sólo con pensar en él ya cree uno
que podría
ocultarse a sus espaldas y que el diablo
no sería
capaz de arrancarlo de allí. ¡Viva! ¡Viva
Guillermo
de Orange!
TODOS.-
¡Viva! ¡Viva!
SOEST.- Vamos,
viejo; pronuncia tú también tu
brindis.
RUYSUM.-
¡Por los antiguos soldados! ¡Por todos
los
soldados! ¡Viva la guerra!
BUYCK.-
¡Bravo, viejo! ¡Por todos los soldados!
¡Viva la
guerra!
JETTER.-
¡La guerra! ¡La guerra! ¿Sabéis lo que
evocáis?
Es muy natural que esa palabra salga fácilmente
de vuestra
boca; pero lo que no puedo deciros
es lo
miserable que se sienten nuestros corazones
cuando se
la pronuncia. Durante todo el
año, el
resonar el tambor en nuestros oídos, y no
escuchar
otra cosa, sino cómo desfila una patrulla
por aquí y
otra por allí, cómo traspasan una colina y
se alojan
en un molino; cuántos quedan en este lugar,
cuántos en
aquel otro, y cómo se combaten y el
uno gana y
el otro pierde, sin que en toda vuestra
vida
sepáis lo que se gana ni lo que se pierde. Cómo
es tomada
una ciudad, asesinados sus habitantes y lo
que les
ocurre a las pobres mujeres y a los niños
inocentes.
Es una constante angustia y riesgo, piénsase
a cada
instante, ¡Ahí vienen! Ahora nos ocurrirá
lo mismo a
nosotros.
SOEST.-
Por eso es preciso que un ciudadano esté
siempre
ejercitado en el manejo de las armas.
JETTER.-
Sí; se ejercita quien tiene mujer e hijos. Y,
no
obstante, prefiero oír hablar de soldados que
verlos
delante.
BUYCK.-
Debería tomarlo a mal.
JETTER.-
Paisano, no es a vosotros a quien me refiero.
Si nos
viéramos libres de las guarniciones españolas,
podríamos
volver a respirar.
SOEST.-
¡Ah! ¿Son las que más te pesan?
JETTER.-
Búrlate de ti mismo.
SOEST.-
Tuvieron en tu casa un duro alojamiento.
JETTER.-
¡Cállate la boca!
SOEST.- Lo
desterraron de la cocina, de la bodega,
de la
sala, del lecho. (Se ríen.)
JETTER.-
Eres un mentecato.
BUYCK.-
¡Paz, señores! ¿Tiene que ser el soldado
quien
predique la paz?… Pues bien, ya que no que
réis saber
nada de nosotros, pronunciad también
vuestro
brindis, un brindis civil.
JETTER.-
Siempre estamos dispuesto a ello. ¡Seguridad
y paz!
SOEST.-
¡Orden y libertad!
BUYCK.-
¡Bravo! ¡Con eso también estamos nosotros
conformes!
(Chocan los vasos y repiten alegremente las anteriores
palabras,
pero en forma que cada uno diga la del anterior con lo que
se
origina una especie de canon. El viejo escucha atentamente
y,
por último, acaba por juntarse a los otros.)
TODOS.-
¡Seguridad y paz! ¡Orden y Libertad!
PALACIO DE LA GOBERNADORA
MARGARITA
DE PARMA, en traje de caza.
CORTESANO,
FAJES, SERVIDORES
GOBERNADORA.-
Suspended la cacería; no saldré
hoy a
caballo. Decidle a Maquiavelo que venga.
(Vanse todos.)
¡No me
deja reposo la idea de estos espantosos
acontecimientos!
Nada puede entretenerme, nada
distraerme;
siempre tengo ante mí estas imágenes y
preocupaciones.
Ahora dirá el rey que todo es consecuencia
de mi
bondad, de mi indulgencia; y, sin
embargo,
la conciencia me dice a cada instante que
he hecho
lo más prudente, lo mejor que podía ser
hecho.
¿Habría debido atizar más bien estas llamas
con el
vendaval de la cólera y esparcirlas por todas
partes?
Esperaba poder aislarlas, hacer que se extinguieran
por sí
propia. Sí; lo que me digo a mí misma,
lo que sé
muy bien, me justifica ante mi
pensamiento,
pero ¿cómo lo recibirá mi hermano?
Pues ¿cómo
negarlo? La arrogancia de los doctores
extranjeros
ha crecido de día en día; han profanado
nuestro
santuario, conmovido la simplicidad del
pueblo e
infundido entre él un soplo de locura. Espíritus
impuros se
han mezclado con los rebeldes y
han
ocurrido sucesos espantosos, que hacen temblar
sólo de
pensar en ellos, y de los que tengo que informar
circunstanciadamente
a la Corte para que no
llegue
antes el rumor general y no pueda pensar el
rey que
quieren ocultársele cosas aún más graves.
No veo
ningún medio de detener el mal, ni severo
ni
pacífico. ¡Oh! ¿qué somos nosotros, los grandes
de la
tierra, sobre las olas de la humanidad? Cre
emos
dominarla, y nos impulsa de un lado a otro,
abajo y
arriba. (Entra Maquiavelo.)
GOBERNADORA.-
¿Están redactadas las cartas
para el
rey?
MAQUIAVELO.-
Dentro de una hora podréis firmarlas.
GOBERNADORA.-
¿Habéis hecho bastante detallado
el
informe?
MAQUIAVELO.-
Detallado y circunstanciado, como
le gusta
al rey. Refiero cómo el furor iconoclasta
se
manifiesta primero en Saint- Omer; cómo una
enloquecida
muchedumbre, provista de palos, hachas,
martillos,
escalas y cuerdas, acompañada de
escasas
gentes de armas, ataca primero las capillas,
iglesias y
monasterios, expulsa a los fieles, echa
abajo las
cerradas puertas, lo trastorna todo, derriba
los
altares, destruye las imágenes de los santos, desgarra
todos los
cuadros, destroza, despedaza y pisotea
todo lo
consagrado y santificado que puede
encontrar.
Refiero cómo en el camino se acrecientan
las masas;
los habitantes de Ipres les abren sus
puertas;
con increíble rapidez, devastan la catedral,
queman la
biblioteca del obispo. Narro cómo una
gran
muchedumbre de pueblo, poseída del mismo
delirio,
se esparce por Menin, Comines, Werwick y
Lille, no
halla ninguna resistencia, y cómo, casi en
un
momento, esta monstruosa conjuración se declara
y extiende
casi por toda Flandes.
GOBERNADORA.-
¡Ay, de qué modo al repetir
tú esas
cosas vuelve a apoderarse de mí el dolor! Y
súmase a
ello, el temor de que el mal se haga cada
vez más
grande. Decidme lo que pensáis, Maquiavelo.
MAQUIAVELO.-
Perdone Vuestra Alteza que mis
pensamientos
sean tan parecidos a manías. Aunque
siempre
hayáis estado contenta de mis servicios,
rara vez
habéis querido seguir mis consejos. Con
frecuencia
me tiene dicho, bromeando, Vuestra Alteza:
«Ves
demasiado lejos, Maquiavelo. Deberías
hacerte
historiador: quien ha de gobernar tiene que
preocuparse
de lo más inmediato» Y, sin embargo,
¿no he
referido anticipadamente esta dolorosa historia?
¿No he
previsto todo lo que había de ocurrir?
GOBERNADORA.-
También yo preveo muchas
cosas sin
poder modificarlas.
MAQUIAVELO.-
Una única palabra: jamás ahogaréis
la nueva
doctrina. Dejadla vivir, separadla de
los
ortodoxos, dadles iglesias, hacedlos entrar en el
orden
civil, imponedles límites; y de este modo, en
un
momento, apaciguaréis a los sublevados. Todo
otro
procedimiento será vano y arruinaréis el país.
GOBERNADORA.-
¿Has olvidado el horror con
que
rechazó mi hermano hasta la pregunta de si se
podía
tolerar la nueva doctrina? ¿No sabes que del
modo más
ardiente me recomienda en cada una de
sus cartas
el mantenimiento de la verdadera fe?
¿Que no
quiere que sean restablecidas la calma y la
unidad a
costa de la religión? ¿No llega hasta el
punto de
mantener espías en las provincias a los
cuales no
conocemos, para saber quién se inclina a
las nuevas
opiniones? Con gran asombro nuestro,
¿no nos ha
citado a tal o cual persona, que, cerca de
nosotros,
se sentía secretamente inclinada hacia la
herejía?
¿No ordena la severidad y el rigor? ¿Cómo
puedo yo
ser indulgente? ¿Puedo hacerle la propuesta
de que
cierre los ojos y lo soporte todo? ¿No
perdería
con él toda confianza y todo crédito?
MAQUIAVELO.-
Ya lo sé; el rey ordena, os hace
saber sus
propósitos. Debéis restablecer la calma y
la paz por
un medio que todavía agriará más los espíritus
que la
guerra que, inevitablemente, ha de encenderse
por todas
partes. Reflexionad en lo que
hacéis.
Los más ricos comerciantes, la nobleza, el
pueblo,
los soldados, están contagiados del mal.
¿De qué
sirve perseverar en nuestras ideas cuando
todo
cambia en torno nuestro? ¡Si un buen espíritu
pudiera
inspirarle a Felipe que es más digno de un
rey
gobernar súbditos de dos religiones que exterminar
a unos por
mano de los otros!
GOBERNADORA.-
¡No repitas jamás tales palabras!
Bien sé
que la política rara vez puede mantener
la
fidelidad y la buena fe; que excluye de nuestro
corazón la
franqueza, bondad e indulgencia. Todo
ello, por
desgracia, es harto verdadero en las cuestiones
mundanas;
pero ¿también hemos de jugar
con Dios
como lo hacemos unos con otros? ¿Hemos
de
sacrificarlo por novedades inciertas, venidas
no se sabe
de dónde, y que hasta se contradicen entre
sí?
MAQUIAVELO.-
No penséis mal de mí, a causa de
esto.
GOBERNADORA.-
Te conozco a ti y conozco tu
fidelidad,
y sé que se puede seguir siendo hombre
honrado y
prudente, aun habiéndose equivocado al
escoger el
camino mejor y más próximo para la salvación
del alma.
También hay otros hombres, Maquiavelo,
a los que
a un tiempo tengo que estimar y
censurar.
MAQUIAVELO.-
¿A quién os referís?
GOBERNADORA.-
Debo confesar que en el día
de hoy
Egmont me ha producido un profundo e
íntimo
disgusto.
MAQUIAVELO.-
¿En qué forma?
GOBERNADORA.-
Con su indiferencia y ligereza
habituales.
Recibí el espantoso mensaje precisamente
en el
momento en que me dirigía a la iglesia
acompañada
por él y otros muchos. No pude reprimir
mi dolor,
me quejé en voz alta y exclamé,
dirigiéndome
a él: «¡Ved lo que sucede en vuestra
provincia!
¿Toleraréis eso, conde, vos de quien se
prometía
tanto el rey?»
MAQUIAVELO.-
Y ¿qué respondió?
GOBERNADORA.-
Como si se tratara de una pequeñez,
de una
bagatela, replicó diciendo: «¡Ojalá
que los
neerlandeses estuvieran tranquilos respecto
a su
constitución! Todo lo demás se arreglaría fácilmente.
MAQUIAVELO.-
Quizá habló de un modo más
verdadero
que piadoso y prudente. ¿Cómo puede
producirse
y subsistir la confianza si el neerlandés
comprende
que se trata de sus riquezas más que de
su bien y
de la salud de su conciencia? Los nuevos
obispos
¿han salvado más almas que disfrutado de
suculentos
beneficios y no son extranjeros en su
mayor
parte? Todos los gobiernos están aún ocupados
por
neerlandeses, pero los españoles ¿no dejan
notar muy
claramente que sienten los anhelos
más
fuertes e irresistibles por poseer esos puestos?
¿No
prefiere un pueblo ser gobernado a su manera,
por los
suyos, que no por extranjeros, que primero
tratan de
adquirir bienes en el país, a expensas de
todos, que
traen consigo una extranjera regla de gobierno
y dominan
sin benevolencia ni simpatía?
GOBERNADORA.-
Te pones del lado de mis adversarios.
MAQUIAVELO.-
No con mi corazón, seguramente;
y desearía
que con mi razón pudiera colocarme
del todo a
vuestro lado.
GOBERNADORA.-
De hacerte caso, sería preciso
que les
cediera yo mi gobierno; pues Egmont y
Orange se
hacían las mayores ilusiones de ocupar
este
puesto. Antes eran adversarios; ahora se han
ligado
contra mí, se han hecho amigos, amigos inseparables.
MAQUIAVELO.-
¡Peligrosa pareja!
GOBERNADORA.-
Si he de hablar sinceramente,
temo a
Orange y temo por Egmont. Orange no medita
nada
bueno, sus pensamientos vuelan a muy
lejos, es
misterioso, parece aceptarlo todo, no con
tradice
jamás, y hace lo que se le antoja con el más
profundo
respeto, con la mayor cautela.
MAQUIAVELO.-
Egmont, por el contrario, camina
con paso
libre como si todo el mundo le perteneciera.
GOBERNADORA.-
Lleva la cabeza tan alta como
si la mano
de Su Majestad no se cerniera sobre él.
MAQUIAVELO.-
Las miradas del pueblo están todas
dirigidas
a él y los corazones le pertenecen.
GOBERNADORA.-
Jamás ha evitado una sospecha
que le
comprometiera, como si nadie tuviera
derecho a
pedirle cuentas. Aún sigue usando el
nombre de
Egmont. Le gusta oírse llamar conde de
Egmont,
como si no quisiera olvidar que sus antepasados
fueron
poseedores de Gelder. ¿Por qué no
se titula
príncipe de Gavre como le corresponde?
¿Por qué
procede así? ¿Quiere volver a revalidar
extinguidos
derechos?
MAQUIAVELO.-
Lo tengo por un fiel servidor del
rey.
GODERNADORA.-
Si quisiera hacerlo, ¡qué merecimientos
podría
adquirir ante el gobierno! Pero en
vez de
ello, sin provecho para sí mismo, nos ha
producido
ya innumerables disgustos. Sus reuniones,
sus
banquetes y fiestas, han ligado y enlazado
más a la
nobleza que las más peligrosas asambleas
secretas.
Con sus brindis, los huéspedes han adquirido
una
embriaguez permanente, un vértigo que no
se disipa
jamás. ¡Qué frecuentemente, con sus bromas,
ha
conmovido los ánimos del pueblo, y cómo
se queda
boquiabierta la plebe ante las nuevas libreas,
las
ridículas insignias de sus servidores!1
MAQUIAVELO.-
Estoy convencido de que fué sin
intención.
GOBERNADORA.-
Ya es bastante dañino aún sin
eso. Es lo
que yo digo: nos perjudica sin provecho
suyo. Toma
a broma lo más serio y nosotros, para
no parecer
indolentes y descuidados, tenemos que
tomar la
broma en serio. De este modo una cosa
provoca
otra; y lo que se trata de evitar es justamente
lo que se
realiza. Es más peligroso que el jefe
franco de
una conspiración y me equivocaría mucho
si en la
Corte no le llevaran cuenta de todo. No
puedo
negar que pasan pocos días en que no me
hiera, en
que no me hiera dolorosamente.
MAQUIAVELO.-
Paréceme que procede en todo
según su
conciencia.
GOBERNADORA.-
Su conciencia es un espejo
complaciente.
Su conducta suele ser ofensiva. A veces
semeja
como si viviera en el pleno convencimiento
de que él
es el señor y que sólo por
amabilidad
no quiere hacérnoslo notar, no quiere
arrojarnos
del país directamente; ya ocurrirá más
tarde.
MAQUIAVELO.-
Os ruego que no interpretéis de
una manera
harto peligrosa su franqueza, su buen
carácter,
que le hace tratar todo lo importante con
ligereza.
Lo dañáis a él y os dañáis a vos misma.
GOBERNADORA.-
No interpreto. Hablo sólo de
inevitables
consecuencias y conozco a Egmont. Su
nobleza
flamenca y su toisón de oro pendiente sobre
el pecho,
fortalecen su confianza, su osadía.
Ambas
cosas pueden protegerle de un precipitado y
arbitrario
enojo del rey. Considéralo despacio: él es
el único
culpable de todas las desgracias que afligen
a Flandes.
En primer lugar, toleró a los doctores
extranjeros;
no consideró el asunto con suficiente
reflexión
y acaso se alegró en lo secreto de que tuviéramos
que luchar
con algo. Déjame; he de manifestar
en esta
ocasión todo lo que guardo en mi
pecho. Y
no quiero lanzar en vano mis flechas; sé
cuál es su
punto vulnerable; porque también él es
vulnerable.
MAQUIAVELO.-
¿Habéis hecho convocar el consejo?
¿Vendrá
también Guillermo de Orange?
GOBERNADORA.-
En su busca he enviado un
mensajero
a Amberes. Quiero imputarle directamente
todo el
peso de la responsabilidad; han de
combatir
realmente el mal juntos conmigo, o declararse
rebeldes.
Apresúrate para que las cartas estén
dispuestas
y tráemelas a la firma. Después envía rápidamente
a Madrid a
nuestro acrisolado Vasca; es
infatigable
y fiel; que mi hermano sepa primero las
noticias
por él y que la voz pública no se adelante.
Quiero
hablarle yo misma antes de que parta.
MAQUIAVELO.-
Vuestras órdenes serán cumplidas
fiel y
puntualmente.
CASA DE ARTESANOS
CLARA. LA
MADRE DE CLARA,
BRACKENBURG
CLARA.-
¿No queréis tenerme la madeja, Brackenburg?
BRACKENBURG.-
Clarita, os ruego que me dispenséis.
CLARA.
¿Qué vuelve a ocurriros? ¿Por qué me negáis
este
pequeño servicio amistoso?
BRACKENBURG.-
Con vuestra hebra me amarráis
firmemente
delante de vos y no puedo evitar la mirada
de
vuestros ojos.
CLARA.-
¡Qué tontería! Vamos, sostenedla.
LA MADRE (Calcetando en su sillón.) -
Cantad alguna
cosa.
¡Brackenburg acompaña tan bien! En otro
tiempo
estabais siempre alegres y no estaba yo privada
de algo de
que reír.
BRACKENBURG.-
¡Sí, en otro tiempo!
CLARA.-
Cantemos.
BRACKENBURG.-
Como queráis.
CLARA.-
Pero con animación y viveza. Una canción
militar:
mi pieza favorita. (Devana la madeja y
canta con BRACKENBURG):
El tambor
redobla,
los
pífanos suenan.
Armado, mi
amante
sus
huestes ordena;
con lanza
en el puño
sus gentes
gobierna.
Mi pecho
palpita,
mi sangre
se quema:
¡Quién
sombrero y calzas
y jubón
tuviera!
Con
resuelto paso
salgo tras
sus fuerzas;
cruzo las
provincias,
voy adonde
él quiera.
Cede el
enemigo,
nuestras
balas vuelan.
¡Dicha
incomparable
si un
hombre yo fuera!
Al cantar, BRACKENBURG contempla frecuentemente a
CLARITA; por último, fáltale la voz, llénansele de lágrimas
los ojos, deja caer la madeja y se asoma a la ventana.
CLARITA
acaba de cantar sola; la madre le hace señas
semiinvoluntarias; la muchacha se levanta, avanza algunos
pasos hacia BRACKENBURG, vuélvese semiindecisa y se
sienta de nuevo.
MADRE.-
¿Qué pasa en la calle, Brackenburg? Oigo
pasos.
BRACKENBURG.-
Es la guardia de la gobernadora.
CLARA.- ¿A
esta hora? ¿Qué quiere decir eso? (Se
levanta y se asoma a la ventana junto a Brackenburg.) No
es la
guardia ordinaria; ¡es mucho mas numerosa!
Casi todas
sus tropas. ¡Ah, Brackenburg! ¡Salid! ¡Id
a saber
qué es lo que ocurre! Tiene que ser algo extraño.
Id, buen
Brackenburg; hacedme esa merced.
BRACKENBURG.-
Voy. Volveré al instante. (Al
salir, le tiende la mano; ella le da la suya.)
MADRE.- ¿Lo
despachas ya?
CLARA.- Me
siento curiosa; y, además, no lo toméis
a mal, su
presencia me causa dolor. Nunca sé cómo
debo
portarme con él. Me reconozco culpable en
relación
con su persona y me corroe el alma que lo
sienta tan
vivamente... Pero ¿puedo hacer que sea de
otro modo?
MADRE.-
¡Es tan buen muchacho!
CLARA.-
Por eso no puedo dejar de recibirlo con
afecto. Mi
mano oprime la suya inadvertidamente,
cuando me
la coge con tanta dulzura y terneza. Me
hago el
reproche de que lo estoy engañando, de que
alimento
en su pecho una vana esperanza. Eso me
atormenta.
Pero Dios sabe que no lo engaño. No
quiero que
conserve esperanzas y, sin embargo, no
soy capaz
de hacerle desesperar.
MADRE.-
Eso no está bien.
CLARA.- Me
gustaba su compañía y aun hoy no lo
quiere mal
mi alma. Hubiera podido ser su mujer y
creo que
nunca estuve enamorada de él.
MADRE.-
Siempre hubieras sido feliz a su lado.
CLARA.- No
hubiera carecido de nada y tendría
una
pacífica existencia.
MADRE.- Y
todo lo has dejado perder por tu culpa.
CLARA.- Me
encuentro en una extraña situación.
Cuando
reflexiono en cómo ha ocurrido esto, lo sé
y no lo sé
al mismo tiempo. Pero sólo necesito volver
a ver a
Egmont y todo se me hace comprensible;
aunque fuera
mucho más, también lo comprendería.
¡Ah, ese
sí que es un hombre! Todas las provincias
lo
veneran, y yo, entre sus brazos, ¿no había de ser
la
criatura más dichosa del mundo?
MADRE.-
¿Qué porvenir nos espera?
CLARA.-
¡Ah! yo no me pregunto nada más, sino
si él me
quiere; y si me quiere ¿cabe preguntar otra
cosa?
MADRE.- No
tiene una más que preocupaciones
con sus
hijos. ¿Cómo acabará esto? Siempre penas y
cuidados.
No terminará con bien. ¡Te has hecho
desgraciada!
¡Me has hecho desgraciada!
CLARA.- (Tranquilamente.) Sin embargo,
al principio
no os
opusisteis.
MADRE.-
Por desgracia fui demasiado buena;
siempre
soy demasiado buena.
CLARA.-
Cuando Egmont pasaba a caballo y yo
corría a
la ventana, ¿me reprendíais por ello? ¿No
os
asomabais vos misma? Cuando levantaba a mí
los ojos,
se sonreía, me hacía señas y saludaba, ¿os
causaba
algún enojo? ¿No era más bien como si os
sintierais
honrada en vuestra hija?
MADRE.-
¡Hazme aún reproches!
CLARA.- (Conmovida.) Y cuando
todavía pasó con
más
frecuencia por nuestra calle, y conocimos muy
bien que
era por mí por quien recorría aquel camino,
¿no
fuisteis vos misma quien lo hizo observar
con
secreta alegría? ¿Me mandabais retirar cuando
me ponía
detrás de la vidriera, esperándolo?
MADRE.-
¿Podría pensar que llegara hasta tan lejos?
CLARA.- (Con voz entrecortada y conteniendo el llanto.) Y
aquella
noche, cuando nos sorprendió al pie de
nuestra
lámpara, envuelto en su capa, ¿quién se
apresuró a
recibirlo, ya que yo me quedé en mi
asiento
como pasmada, paralizada por el asombro?
MADRE.-
¿Podría yo temer que este desdichado
amor
arrebataría tan pronto a la sensata Clarita?
Ahora
tengo que soportar que mi hija...
CLARA.- (Deshecha en llanto.) ¡Madre! ¡Os
empeñáis
en ello!
Gozáis en atormentarme.
MADRE.- (Llorando.) ¡Y además
llora! Haz aún mayor
mi
desdicha con tu aflicción. ¿No es ya bastante
pena para
mí el que mi única hija sea una muchacha
perdida?
CLARA.- (Fríamente, poniéndose en pie.) ¡Perdida! ¿La
amada de
Egmont una muchacha perdida?... ¿Qué
princesa
no envidiaría a la pobre Clarita por el
puesto que
ocupa en su corazón? ¡Oh, madre! ¡Madre
mía! Antes
no hablabais así. Sed buena, querida
madre.
¿Qué importa el pueblo y lo que piense, las
vecinas y
sus murmuraciones?... Esta habitación,
esta
casita, son un paraíso desde que en ellas vive el
amor de
Egmont.
MADRE.-
Eso es verdad, hay que quererlo. Siempre
se muestra
tan afectuoso, franco y abierto.
CLARA.- No
hay en él ni una veta de falsedad. Mirad,
madre, es
el gran Egmont, y, sin embargo,
cuando
viene a verme, ¡qué cariñoso y qué bueno se
muestra!
¡Con qué gusto me ocultaría su rango y su
valor!
¡Cómo se ocupa de mí, sólo como hombre,
como
amigo, como enamorado!
MADRE.-
¿Vendrá hoy quizá?
CLARA.-
¿No me habéis visto ir frecuentemente a
la
ventana? ¿No habéis observado con qué atención
escucho si
hay algún rumor en la puerta?... Aunque
ya sé que
no viene antes de la noche, barrunto su
presencia
desde por la mañana cuando me levanto.
¡Oh! ¡Si
fuera un rapaz para poder ir siempre con
él, a la
corte y a todas partes! ¡Si pudiera seguirle
llevando
su estandarte en las batallas!
MADRE.-
Siempre has sido una aturdida; ya desde
niña pequeña,
tan pronto alocada como pensativa.
¿No te
arreglas un poco?
CLARA.-
Acaso, madre; sí me aburro... Figuraos
que ayer
pasaron por aquí algunas de sus gentes y
cantaban
canciones en su honor. Por lo menos su
nombre
figuraba en la letra; lo demás no pude comprenderlo.
El corazón
me saltaba hasta la garganta.
Me habría
gustado llamarlos si no me hubiera dado
vergüenza.
MADRE.-
Ten cuidado. Tu vivacidad puede estropearlo
todo; te
haces manifiestamente traición
delante de
la gente. El otro día, en casa de tu primo,
cuando
encontraste el grabado en madera con la
descripción
al pie, exclamaste de pronto: ¡El conde
de
Egmont!... Me puse roja como el fuego.
CLARA.- ¿Y
cómo no gritar? Era la batalla de Gravelinas,
y encontré
arriba en el cuadro la letra C y
busqué la
C abajo en la descripción, y ponía: «El
conde de
Egmont a quien le fue muerto bajo él el
caballo
que montaba» Me aterré toda, y en seguida
tuve que
reírme del Egmont del grabado que era tan
grande
como la torre de Gravelinas, que estaba pegada
a él, y
como los navíos ingleses allí al lado...
Cuando
recuerdo, a veces, cómo me imaginaba antes
una
batalla, y la imagen que, de muchachilla, me
formaba
del conde de Egmont, al oír hablar de él y
de todos
los condes y príncipes... y lo que me ocurre
ahora.
(Entra BRACKENBURG.)
CLARA.-
¿Qué pasa?
BRACKENBURG.-
No se sabe nada a punto fijo.
En Flandes
deben haberse producido recientemente
unos
tumultos; la gobernadora debe estar con cuidado
por si se
extienden aquí. El palacio está fuertemente
guardado;
hay muchos ciudadanos en las
puertas de
la ciudad; el pueblo murmura por las calles...
Corro a
toda prisa a reunirme con mi anciano
padre. (Hace que se va.)
CLARA.-
¿Os veremos mañana? Voy a arreglarme
un poco.
Va a venir mi primo y estoy vestida con
demasiado
descuido. Ayudadme un momento, madre...
Llevaos
ese libro, Brackenburg, y traedme otra
historia
semejante.
MADRE.-
Adiós.
BRACKENBURG.-
(Tendiéndole su mano.) Vuestra
mano.
CLARA.- (Negándole la suya.) Cuando
volváis.
(Vanse la madre y la hija.)
BRACKENBURG.-
(Solo.) Habíame
propuesto marchar
inmediatamente,
y como ella me lo consiente y
me deja
partir monto en furia... ¡Desdichado! ¿Y no
te
conmueve la suerte de tu patria? ¿El creciente
tumulto?...
¿Es para ti lo mismo compatriota que
español,
quién gobierna y quién tiene razón?... ¡De
qué otro
modo era yo cuando estudiante!... Cuando
se nos
daba por tema: «Discurso de Bruto en defensa
de la
libertad como ejercicio de elocuencia.» Fritz
era
siempre el primero, y el rector decía: - ¡Si hu
biera
estado todo en mejor orden y no se amontonaran
las cosas
unas sobre otras!... Entonces hervía
mi ánimo y
sentía arrebatos... Ahora me arrastro
bajo las
miradas de una muchacha. ¿No puedo librarme
de ella?
¿No puede ella quererme? ¡Ah!...
No... No
puede haberme rechazado por completo...
Por
completo no... ni a medias... No lo sufriría por
más
tiempo... (Pausa.) ¿Será verdad lo que hace poco
me dijo al
oído un amigo? Que por la noche recibe
en secreto
a un hombre en su casa, después de haberme
hecho
salir púdicamente antes de anochecer.
No, no es
verdad; ¡es mentira! ¡una vil y calumniosa
mentira!
Clarita es tan inocente como soy yo desgraciado...
Me ha
despreciado, me ha expulsado de su
corazón...
Y ¿he de seguir viviendo de este modo?
No, no; no
lo soporto... Cuando mi patria está violentamente
agitada
por interna discordia, yo ¿no he
de hacer
más que languidecer en medio del tumulto?
No lo
soporto... Al sonar la trompeta, cuando se oye
un
disparo, me conmuevo hasta lo más profundo de
mi ser.
Pero ¡ay! no me espolea, no me inclina a que
yo también
tome las armas, a que me redima y
aventure
como todos... ¡Miserable y vergonzosa
situación!
Mejor sería que acabara de una vez.
Arrojéme
al agua hace poco tiempo, me sumergí...
pero la
atemorizada naturaleza fue más fuerte que
yo;
comprendí que podía nadar y me salvé a pesar
mío... ¡Si
pudiera olvidar los tiempos en que me
quería, en
que parecía quererme!... ¿Por qué penetró
esa dicha
hasta lo más profundo de mi ser? ¿Por
qué esas
esperanzas han consumido todo mi goce
de vivir,
mostrándome desde lejos un paraíso?... ¡Y
aquel
primer beso! ¡Aquel único!... Aquí (Pone
la mano
sobre la mesa), aquí estábamos
solos... Siempre se
me había
mostrado bondadosa y amable... Entonces
pareció
ablandarse... Me miró... Todos mis sentidos
se
turbaron y sentí sus labios sobre los míos. Y... ¿y
ahora?...
¡Perece, desdichado! ¿Por qué vacilas? (Saca
un frasquito del bolsillo.) ¡Veneno
saludable, no quiero
haberte
robado en vano del estuche de mi
hermano el
doctor! Tú debes consumir y resolver de
repente
este miedo, este vértigo, este sudor de
muerte.
ACTO SEGUNDO
PLAZA EN BRUSELAS
JETTER y un MAESTRO CARPINTERO se encuentran
CARPINTERO.-
¿No lo había yo ya predicho? Aun
hace ocho
días, en nuestro gremio, dije que iba a
haber
graves luchas.
JETTER.-
Pero ¿es verdad que han saqueado las
iglesias
de Flandes?
CARPINTERO.-
Han destrozado por completo
iglesias y
capillas. No han dejado otra cosa sino las
cuatro
desnudas paredes. ¡Valiente canalla! Y eso
empeora
nuestra buena causa. Antes, con todo orden
y
perseverancia, le habríamos expuesto nuestros
derechos a
la gobernadora, y los habríamos sostenido.
Si ahora
hablamos, si ahora nos reunimos, quiere
decirse
que nos juntamos a los sublevados.
JETTER.-
Sí; eso es lo que cada cual piensa primero:
¿Para qué
vas a meter tus narices en esa cuestión?
El gaznate
está en relación muy inmediata con
ellas.
CARPINTERO.-
Temo que comience a alborotarse
la chusma,
la gente del pueblo que no tiene nada
que
perder. Tomarán por pretexto lo que nosotros
tenemos
también que reclamar y llevarán al país
(SOEST se junta a ellos.)
SOEST.-
Buenos días, señores. ¿Qué hay de nuevo?
¿Es verdad
que los destructores de santos se dirigen
aquí
precisamente?
CARPINTERO.-
¡No tocarán a nada!
SOEST.-
Para comprar tabaco, entró un soldado en
mi tienda
y le he preguntado. La gobernadora, aunque
mujer
cauta y valiente, está fuera de sí esta vez.
Tiene que
ser muy mala la situación para que se esconda,
como lo
hace, detrás de su guardia. La ciudadela
está llena
de tropas. Hasta se cree que quiere
huir de la
ciudad.
CARPINTERO.-
¡No debe marcharse! Su presencia
nos
protege y debemos inspirarle más confianza que
los
bigotazos que la rodean. Y si nos conserva
nuestras
franquicias y libertades, la llevaremos en
palmas. (Un fabricante de jabón se une a ellos.)
JABONERO.-
¡Mala cuestión! ¡Feo asunto! Hay
malestar y
todo anda revuelto... Tratad de permanecer
bien
tranquilos para que no os tomen también
por
sublevados.
SOEST.-
Aquí vienen los siete sabios de Grecia.
JABONERO.-
Ya sé que hay muchos que se entienden
secretamente
con los calvinistas, que acusan
a los
obispos, que no temen al rey; pero un súbdito
fiel, un
católico sincero...
(Poco a poco júntanse en torno a ellos toda especie de
gentes que
escuchan sus palabras. Acércase VANSEN.)
VANSEN.-
Dios os guarde, señores. ¿Qué hay de
nuevo?
CARPINTERO.-
No os rocéis con ese; es un mal
sujeto.
JETTER.-
¿No es el escribiente del doctor Wiets?
CARPINTERO.-
Ha tenido muchos amos. Primero
fué
escribiente y como todos los patronos lo echaban,
a causa de
sus bribonerías, se entremete ahora
a ejercer
la profesión de los notarios y abogados y
es un
tonel de aguardiente.
(Reúnese más gente y se forman grupos.)
VANSEN.-
Ya que estáis reunidos, hablaos en voz
baja para
poneros de acuerdo. Siempre vale la pena
de tratar
del asunto.
SOEST.-
Esa es también mi opinión.
VANSEN.-
Si en este momento algunos de nosotros
tuvieran
corazón y otros cabeza, bien pronto
podríamos
sacudir las cadenas españolas.
SOEST.-
Señor, no debéis hablar así. Hemos prestado
juramento
al rey.
VANSEN.-
También él a nosotros. Fijaos en ello.
JETTER.-
¡Eso es hablar! Decid vuestra opinión.
OTROS.-
Oíd, oíd. Ese sabe lo que dice. Es un
buen
truchimán.
VANSEN.-
Tuve un viejo patrón que poseía pergaminos
y
documentos de antiquísimas fundaciones,
contratos
y sentencias: le interesaban los libros más
raros. En
uno de ellos estaba toda nuestra constitución:
cómo
nosotros, los neerlandeses, fuimos al
principio
regidos por príncipes independientes, todo
según
tradicionales derechos, privilegios y cos
tumbres;
cómo nuestros antepasados tenían el mayor
respeto
por sus príncipes cuando gobernaban
como era
debido, y cómo se precavían en seguida si
los
gobernantes querían propasarse. Los estados
generales
del reino estaban siempre dispuestos a
reunirse:
pues cada provincia, por pequeña que fuera,
tenía sus
estados, sus asambleas.
CARPINTERO.-
¡Cállate la boca! ¡Eso lo sabemos
desde hace
mucho tiempo! Todo ciudadano digno
conoce todo
lo que necesita saber acerca de la constitución
del país.
JETTER.-
Dejadle hablar; siempre se aprende algo.
SOEST.-
Tiene plena razón.
VARIAS
VOCES.- ¡Que hable! ¡Que hable! Cosas
así no se
oyen todos los días.
VANSEN.-
¡Así sois vosotros, los ciudadanos! Vivís
al día; y
una vez que habéis heredado de vuestros
padres
vuestro oficio, dejáis que el Gobierno os
rija y
disponga de vosotros como pueda y quiera.
No
preguntáis por las tradiciones, por la historia,
por los
derechos de un gobierno; y gracias a vuestra
negligencia,
los españoles han tendido sus redes
sobre
vuestras cabezas.
SOEST.-
¿Quién piensa en eso, con tal de que no
falte el
pan de cada día?
JETTER.-
¡Maldita sea! ¿Por qué no se presentará
de cuando
en cuando alguien que le diga a uno estas
cosas?
VANSEN.-
Os las digo yo ahora. El rey de España,
que por
casualidad posee todas las provincias unidas,
debe regir
y gobernar en ellas no de otra suerte
sino como
lo hacían los pequeños príncipes que las
poseían
aisladamente en otro tiempo. ¿Lo comprendéis?
JETTER.-
Explícanoslo.
VANSEN.-
Es claro como la luz del día. ¿No tenéis
que ser
juzgados según las leyes de vuestra propia
provincia?
¿De dónde procederá eso?
UN
CIUDADANO.- Es verdad.
VANSEN.-
¿Los de Bruselas no tienen un derecho
diferente
que los de Amberes? ¿Los de Amberes
que los de
Gante? ¿De dónde vendrá eso?
OTRO
CIUDADANO.- ¡Pardiez!
VANSEN.-
Pero si dejáis que sigan así las cosas,
pronto
seréis tratados de otro modo. ¡Uf! Lo que no
lograron
Carlos el Temerario, Federico el Belicoso y
Carlos V,
lo realiza Felipe por medio de una mujer.
SOEST.-
Sí, sí. Los antiguos príncipes también trataron
de
hacerlo.
VANSEN.-
¡Indudablemente!... Pero nuestros antepasados
vigilaban.
Cuando un señor se les hacía
odioso, le
capturaban su hijo y heredero, lo retenían
entre
ellos y no se lo devolvían sino bajo las mejores
condiciones.
¡Nuestros padres eran hombres!
¡Sabían
apoderarse de lo que les convenía y hacerse
firmes en
ello! ¡Hombres auténticos! Por eso son
tan claros
nuestros privilegios, están tan bien garantizadas
nuestras
libertades.
JABONERO.-
¿Qué decís de libertades?
EL
PUEBLO.- ¡De nuestras libertades! ¡De nuestras
franquicias!
¡Habladnos algo más de nuestras
franquicias!
VANSEN.-
En especial nosotros, los brabanzones,
aunque
todas las provincias tengan sus privilegios,
estamos
provistos de ellos del modo más soberbio.
He leído
todo eso.
SOEST.-
Decidlo.
JETTER.-
Dejad oír.
UN
CIUDADANO.- ¡Por favor!
VANSEN.-
En primer lugar está escrito: el duque
de
Brabante debe ser un señor bondadoso y fiel.
SOEST.-
¡Bien! ¿Lo dice de ese modo?
JETTER.-
¿Es verdad? ¿Fiel?
VANSEN.-
Como os lo digo. Tiene obligaciones
para con
nosotros, como nosotros para con él. En
segundo
lugar: en modo alguno debe mostrar, dejar
aparecer o
pensar en permitir ninguna especie de
poder o
voluntad arbitrarios.
JETTER.-
¡Admirable! ¡Admirable! No debe mostrar...
SOEST.- Ni
dejar aparecer...
OTRO.- O
pensar en permitir... Ese el punto capital.
No permitirle
a nadie, de ninguna manera...
VANSEN.-
Así consta, en términos expresos.
JETTER.-
Tráenos el libro.
UN
CIUDADANO.- Sí; tiene que ser nuestro.
OTRO.- ¡El
libro! ¡El libro!
OTRO.- Nos
presentaremos con él a la gobernadora.
OTRO.- Vos
seréis el que hable, señor doctor.
JABONERO.-
¡Oh! ¡qué necios!
OTROS.-
Dinos alguna cosa más del libro.
JABONERO.-
¡Le clavo los dientes en el gañote si
vuelve a
decir palabra!
EL
PUEBLO.- Ya veremos si hay alguien capaz de
hacerle
daño. ¡Decidnos algo más de nuestros privilegios!
¿Todavía
tenemos privilegios?
VANSEN.-
Muchos y muy buenos; muy saludables.
También
está allí escrito que el príncipe no puede
reformar
ni aumentar el brazo eclesiástico sin asentimiento
de la
nobleza y de los estados generales.
¡Fijaos en
esto! Ni tampoco modificar el régimen
del país.
SOEST.-
¿Lo dice de ese modo?
VANSEN.-
Os lo mostraré; escrito hace dos o tres
siglos.
VARIOS
CIUDADANOS.- ¿Y soportamos a los
nuevos
obispos? La nobleza tiene que ayudarnos y
comenzaremos
la lucha.
OTROS.- ¿Y
dejamos que nos intimide la Inquisición?
VANSEN.-
Es culpa vuestra.
EL
PUEBLO.- ¡Aun tenemos a Egmont! ¡Aun tenemos
a Orange!
Esos cuidan de nuestro bien.
VANSEN.-
Vuestros hermanos de Flandes han
comenzado
la buena obra.
JABONERO.-
¡Ah perro! (Lo golpea.)
OTROS.- (Oponiéndose a él y gritando.) ¿También tú
eres un
español?
OTRO.-
¿Cómo? ¿Pegarle a este hombre digno?
OTRO.- ¿A
este sabio? (Se lanzan contra el
JABONERO.)
CARPINTERO.-
¡Paz en nombre del cielo! (Mézclanse
otros en la contienda.)
Ciudadanos, ¿qué es esto?
(Unos pilluelos silban, arrojan piedras, azuzan perros; los
transeúntes se detienen y miran boquiabiertos; corren
gentes del
pueblo, otras van tranquilamente de un lado a otro, otras
hacen
toda suerte de burlas, gritando y lanzando clamores de
júbilo.)
OTROS.-
¡Libertad, privilegios! ¡Privilegios y libertad.
(Entra EGMONT con acompañamiento.)
EGMONT.-
¡Paz! ¡paz, ciudadanos! ¿Qué es lo que
ocurre?
¡Separadlos!
CARPINTERO.-
Benigno señor, llegáis como un
ángel del
cielo. ¡Silencio! ¿No veis quién está aquí?
¡El conde
de Egmont! ¡Respetad al conde de Egmont!
EGMONT.-
¿También entre nosotros? ¿Qué osáis?
¿Ciudadanos
contra ciudadanos? ¿Ni siquiera os
detiene la
proximidad de nuestra regia gobernadora?
¡Separaos!
¡Id cada cual a vuestros asuntos! Mala
señal es
cuando aparecéis ociosos en día de trabajo.
¿De qué se
trataba?
(El tumulto se calma poco a poco y todos le rodean.)
CARPINTERO.-
Se pegaban por sus privilegios.
EGMONT.-
Que todavía están destruyendo aturdidamente...
Y ¿quién
sois vosotros? Me parecéis
gente
honrada.
CARPINTERO.-
A eso aspiramos.
EGMONT.-
¿De qué gremio?
CARPINTERO.-
Carpintero y maestro jurado.
EGMONT.-
¿Y vos?
SOEST.-
Tendero.
EGMONT.-
¿Vos?
JETTER.-
Sastre.
EGMONT.-
Recuerdo que habéis ayudado a hacer
las
libreas de mis gentes. Os llamáis Jetter.
JETTER.-
Os doy gracias, por acordaros de mi
nombre.
EGMONT.-
No es fácil que yo me olvide de quien
he visto y
hablado una vez sola... Buena gente, en
cuanto el
mantenimiento de la paz dependa de vosotros,
no dejéis
de procurarlo; estáis ya bastante mal
notados.
No incitéis más al rey, que, en resumidas
cuentas,
tiene el poder en sus manos. Un ciudadano
como es
debido, que gana su sustento honrada y
diligentemente,
tiene siempre y en todas partes tanta
libertad
como precisa.
CARPINTERO.-
Sí, sí; ese es justamente el mal.
Los
haraganes, los borrachos, los poltrones, con li
cencia de
Vuestra Alteza, huronean por aburrimiento
y escarban
por hambre en busca de privilegios
y les
cuentan mentiras a los curiosos y crédulos;
y para que
les paguen un jarro de cerveza, comienzan
luchas que
hacen desgraciados a muchos miles
de
hombres. Justamente eso es lo que quieren. Tenemos
demasiado
bien guardadas nuestras casas y
nuestros
caudales; querrían expulsarnos de ella a
tizonazos.
EGMONT.-
Seréis defendidos eficazmente; se han
tomado las
necesarias medidas para oponerse al mal
con todo
rigor. Manteneos firmes contra las doctrinas
extranjeras
y no creáis que se fortalecen los privilegios
con
motines. Permaneced en vuestras casas;
no
permitáis que se produzcan disturbios en las calles.
Las gentes
sensatas pueden hacer mucho.
(Mientras tanto se ha disuelto el grupo mayor.)
CARPINTERO.-
Damos gracias a Vuestra Excelencia;
dámosle
gracias por su buena opinión.
(Vase EGMONT.)
CARPINTERO.-
¡Un noble señor! ¡Un verdadero
neerlandés!
¡Absolutamente nada español!
JETTER.-
¡Si lo tuviéramos por gobernador! Daría
gusto
obedecerle.
SOEST.- El
rey no lo entiende así. Siempre ocupa
ese puesto
con gente suya.
JETTER.-
¿Te has fijado en el traje? A la española,
de la
forma más reciente.
CARPINTERO.-
¡Hermosa figura!
JETTER.-
Su cuello sería un verdadero regalo para
el
verdugo.
SOEST.-
¿Estás loco? ¿Cómo puede ocurrírsete
eso?
JETTER.-
Es bastante estúpido pensar en tales cosas...
Pero ahora
me sucede. Si veo un cuello largo y
hermoso,
al punto tengo que decirme a pesar mío:
bueno para
cortado... ¡Las malditas ejecuciones! No
logra uno
expulsarlas del espíritu. Cuando nadan los
mozos y
veo unos lomos desnudos, en seguida se
me
representan por docenas los que he visto castigados
con
baquetas. Si encuentro una hermosa panza,
pienso que
ya la veo puesta a asar atada al poste
de la
hoguera. Por la noche, en sueños, me son atenazados
todos los
miembros de mi cuerpo; no tiene
uno ni una
hora de alegría. Pronto me habré olvidado
de toda
diversión, de toda broma; esas espantosas
imágenes
están como impresas en mi frente con
un hierro
candente.
MORADA DE EGMONT
EL
SECRETARIO, sentado a una mesa llena de papeles;
se levanta intranquilo
SECRETARIO.-
¡Siempre sin venir! Y hace ya dos
horas que
le espero con la pluma en la mano y los
papeles
delante; ¡y justamente hoy que me gustaría
salir
temprano! Tengo como fuego bajo los pies.
Apenas
puedo contener mi impaciencia. «Estate
aquí a la
hora exacta», ordenóme todavía antes de su
marcha; y
ahora no viene. Hay tanto que hacer que
no
terminaré antes de medianoche. Cierto que a
veces hace
la vista gorda. Pero preferiría que fuera
severo y
le dejara a uno libre en el debido momento.
Podría uno
concertar sus asuntos. Hace ya dos horas
que salió
de junto a la gobernadora; sabe Dios
con quién
habrá pegado la hebra por el camino.
(Entra EGMONT.)
EGMONT.-
¿Cómo andan las cosas?
SECRETARIO.-
Estoy dispuesto y esperan tres
mensajeros.
EGMONT.-
Encuentras que me he demorado demasiado;
tienes
cara enfadada.
SECRETARIO.-
Espero hace ya tiempo para obedecer
vuestras
órdenes. Aquí están los documentos.
EGMONT.-
Doña Elvira se enojará conmigo si oye
decir que
te he retrasado.
SECRETARIO.-
¡Bromeáis!
EGMONT.-
No, no. No te avergüences. Demuestras
tener buen
gusto. Es bonita y me agrada mucho
que tengas
una amiga en Palacio. ¿Qué dicen las
cartas?
SECRETARIO.-
Diversas cosas y poco divertidas.
EGMONT.-
Gracias que tenemos la alegría en casa
y no
necesitamos esperarla de fuera. ¿Hay muchos
asuntos?
SECRETARIO.-
Bastantes y esperan tres mensajeros.
EGMONT.-
Dime lo más preciso.
SECRETARIO.-
Todo es preciso.
EGMONT.-
Una cosa tras otra, pero de prisa.
SECRETARIO.-
El capitán Breda envía una relación
de lo que
ha seguido ocurriendo en Gante y las
comarcas
vecinas. Los disturbios están apaciguados,
en su
mayor parte...
EGMONT.-
¿Comunica que se han producido aún
diversas
majaderías y locuras?
SECRETARIO.-
Sí. Aun hay algo de eso.
EGMONT.-
Exímeme de oírlo.
SECRETARIO.-
Han sido presos otros seis criminales
que han
destrozado en Werwick una imagen
de la
virgen. Pregunta si deben ser ahorcados como
los otros.
EGMONT.-
Estoy cansado de mandar ahorcar.
Que los
azoten y se vayan.
SECRETARIO.-
Hay dos mujeres entre ellos.
¿También
deben ser azotadas?
EGMONT.-
Que las amoneste y las deje correr.
SECRETARIO.-
Brinck, de la compañía de Breda,
quiere
casarse. El capitán espera que le neguéis el
permiso.
Escribe que hay demasiadas mujeres en las
tropas y
que si salimos a campaña no parecerá un
ejército
de soldados, sino una cuadrilla de gitanos.
EGMONT.-
Déjese casar aún a éste! Es un buen
mozo; me
lo rogó insistentemente antes de mi partida.
Pero que
no se le permita a ninguno más, por
mucho que
me duela privarles de su mejor diversión
a esos
pobres diablos, que ya están bastante fastidiados
sin eso.
SECRETARIO.-
Dos de vuestros soldados, Seter y
Hart, le
han jugado una mala pasada a una moza,
hija de un
hostelero. La encontraron sola y la niña
no pudo
defenderse de ellos.
EGMONT.-
Si es muchacha honrada y han empleado
violencia,
que les den tres días consecutivos
carrera de
baquetas, y si poseen algunos bienes, que
se tome de
ellos lo necesario para poder dotar a la
rapaza.
SECRETARIO.-
Uno de los doctores extranjeros
pasó
secretamente por Comines y fue descubierto.
Jura que
su intención, era la de pasar a Francia. Debe
ser
decapitado, según lo dispuesto.
EGMONT.-
Que lo pongan secretamente en la
frontera y
le aseguren que la segunda vez no escapará
de este
modo.
SECRETARIO.-
Carta de vuestro tesorero. Escribe
que
ingresa poco dinero y que le será difícil enviar
en esta
semana la cantidad pedida; los disturbios
han
producido en todo la mayor confusión.
EGMONT.-
¡Tiene que mandar el dinero! Él verá
como lo
junta.
SECRETARIO.-
Dice que hará todo cuanto pueda
y que por
fin demandará y hará encarcelar a ese Raymond
que es
vuestro deudor desde hace tanto
tiempo.
EGMONT.-
Pero ha prometido pagar.
SECRETARIO.-
La última vez; él mismo fijó el
plazo de
quince días.
EGMONT.-
Pues que le concedan otros quince, y
después
pueden proceder contra él.
SECRETARIO.-
Hacéis bien. No es falta de recursos,
es mala
voluntad. Sin duda que se conducirá
con
seriedad cuando vea que no bromeáis... Además,
dice el
recaudador que quiere retener medio
mes de
pensión a los antiguos soldados, las viudas y
algunas
otras gentes a quienes socorréis; mientras
tanto, ya
se verá lo que se hace; los socorridos se
arreglarán
como puedan.
EGMONT.-
¿Cómo que se arreglarán? Esas gentes
tienen más
necesidad que yo de dinero. Que no se
meta en
eso.
SECRETARIO.-
Pues ¿de dónde ordenáis que saque
los
cuartos?
EGMONT.-
Él verá; ya se lo dije en la carta anterior.
SECRETARIO.-
Por eso hace estas proposiciones.
EGMONT.-
Que no sirven de nada. Que piense
otra cosa.
Que haga proposiciones que sean aceptables,
y sobre
todo, que se proporcione el dinero.
SECRETARIO.-
Vuelvo a presentaros la carta del
conde
Oliva. Perdonad que os la recuerde. Este anciano
merece,
antes que nadie, una circunstanciada
respuesta.
Ibais a escribirle vos mismo. De fijo que
os quiere
como un padre.
EGMONT.-
No me es posible hacerlo. De todas las
cosas que
me son odiosas, ninguna lo es más que
escribir.
¡Imitas tan bien mi letra! Escríbele en mi
nombre. Yo
espero a Orange. No me es posible hacerlo
yo mismo,
pero deseo que se conteste a sus
inquietudes
diciéndole algo muy tranquilizador.
SECRETARIO.-
Decidme aproximadamente cómo
pensáis
que debe ser la respuesta; redactaré la carta y
la
someteré a vuestra aprobación. Será escrita en tal
forma que
hasta ante un tribunal pueda pasar por
letra
vuestra.
EGMONT.-
Dame su carta. (Después de haberle echado
la vista encima.) ¡Venerable
anciano! ¿Eras ya tan
prudente
en tu juventud? ¿No has escalado jamás
una
fortaleza? ¿Te quedabas a retaguardia en la batalla,
como
aconseja la prudencia?... ¡Qué cariñosa
solicitud!
Desea mi felicidad y mi vida y no advierte
que ya
está muerto aquel que sólo vive o para guardarse...
Dile que
puede estar descuidado; que procedo
como debo,
que ya cuido de mi seguridad; que
emplee en
mi favor su consideración en la Corte y
que esté
convencido de mi completo agradecimiento.
SECRETARIO.-
¿Nada más? ¡ Oh, él espera otra
cosa!
EGMONT.-
¿Qué más puedo decirle? Si quieres
poner más
palabras, de ti depende. Da siempre
vueltas
alrededor del mismo punto: que debo vivir
como no
soy capaz de vivir. Que soy alegre, que tomo
las cosas
ligeramente, que vivo de prisa; esa es
mi dicha,
y no la cambio por la seguridad de un
panteón.
Ni una gota de sangre tengo en mis venas
para vivir
a la española; no me divierte acomodar
mis pasos
a la nueva y grave cadencia de la Corte.
¿No he de
vivir más que para pensar en la vida?
¿No he de
gozar del momento actual para estar seguro
del
siguiente? ¿Y consumir también éste con
preocupaciones
y cuidados?
SECRETARIO.-
Os suplico, señor, que no seáis tan
áspero y
duro con este hombre excelente, vos que
sois tan
afable con todo el mundo. Decidme unas
palabras
afectuosas que tranquilicen a este noble
amigo.
Fijaos en lo solícito que es, en la delicadeza
con que
toca lo que cree que puede seros útil.
EGMONT.-
Sí, pero toca siempre la misma cuerda.
Sabe,
desde hace mucho, lo odiosas que son para mí
estas
amonestaciones; no hacen más que confundir,
no sirven
para nada. Y si yo fuera un sonámbulo y
me paseara
por el peligroso alero de una casa, ¿es
amistoso
llamarme por mi nombre, para advertirme,
despertarme
y hacerme estrellar? Dejad a cada cual
que siga
su camino; ya se guardará él.
SECRETARIO.-
No estaría bien en vos el preocuparos,
pero ¡en
quien os conoce y ama!...
EGMONT (Mirando la carta).- Vuelve otra
vez con
las viejas
historias de lo que hemos hecho y dicho
una noche,
en la fácil petulancia de la intimidad y el
vino, y
con todas las deducciones y consecuencias
que de
aquí se han sacado, paseándolas por todo el
reino...
¡Bueno! Pues es verdad que hemos hecho
bordar
caperuzas de bufón y cabezas de loco en las
mangas de
nuestros criados y que después hemos
cambiado
estos ridículos adornos por haces de flechas,
símbolo
aun más peligroso a juicio de todos
los que
quieren encontrar significación en lo que no
la tiene.
En momentos de placer, hemos concebido
y realizado
más de una locura; ¿somos culpables de
que toda
una noble tropa, con alforjas de mendigo y
un apodo
escogido por ellos mismos2, le haya recordado
al rey sus
deberes, con burlona humildad?
Somos
culpables... ¿de qué otra cosa? ¿Una fiesta de
carnaval
se iguala con un crimen de alta traición?
¿Hay que
estar celoso por los breves y abigarrados
harapos
que un valor juvenil y una excitada fantasía
pueden
haber colgado en torno a la pobre desnudez
de nuestra
vida? Si la tomáis demasiado en serio
¿qué
encontraréis en ella? Si la mañana no nos despierta
para
nuevas alegrías y a la noche no podemos
esperar ya
ningún placer, ¿vale la pena de vestirse y
desnudarse?
¿Alúmbrame hoy el sol para que reflexione
en lo que
era ayer, y para adivinar y calcular lo
que ni se
adivina ni se calcula, el destino de un día
por
venir?... Aparta de mí esas consideraciones; dejémoslas
para los
escolares y los cortesanos. Que
cavilen y
mediten, muden de opiniones y avancen
furtivamente;
que alcancen adonde puedan y obtengan
lo que
puedan... Si te es dado aprovechar algo
de esto sin
que tu epístola se convierta en un libro,
estaré
satisfecho con ello. Al buen viejo todo le parece
demasiado
importante. Igual que un amigo, que
nos ha
tenido cogida la mano largo tiempo, la oprime
aún con
más fuerza cuando va a soltarla.
SECRETARIO.-
Perdonadme, pero un peatón
siempre
siente vértigos cuando ve pasar a alguien en
coche por
su lado a una velocidad frenética.
EGMONT.-
¡No más, no más, criatura! Como azotados
por
invisibles espíritus, los caballos del sol del
tiempo arrastran
consigo el ligero carro de nuestro
destino; y
a nosotros no nos resta otra cosa sino
mantener
firmes las riendas, con esforzado ánimo, y
tan pronto
a derecha como a izquierda, apartar las
ruedas,
aquí de una piedra, allá de un precipicio.
Adónde se
va, ¿quién lo sabe? Apenas se acuerda
uno de
dónde viene.
SECRETARIO.-
¡Señor! ¡Señor!
EGMONT.-
Estoy en lo alto y puedo y debo subir
más
todavía; siento en mí la esperanza, el valor y las
fuerzas
para hacerlo. Aun no he alcanzado la cúspide
de mi
desarrollo, y si alguna vez llego arriba, me
mantendré
firme y sin recelo. Si he de caer, que sea
un rayo,
un huracán, hasta un mal paso mío lo que
me
precipite a lo profundo, yaceré allí con muchos
miles de
hombres. Jamás desdeñé el jugarme sangrientamente
la vida
con mis buenos compañeros
de armas
por cualquier ventaja pequeña, e ¿iba a
andar con
roñerías ahora cuando se trata de todo el
valor de
la libre existencia?
SECRETARIO.-
¡Oh señor! ¡No sabéis qué palabras
pronunciáis!
¡Que Dios os proteja!
EGMONT.-
Recoge tus papeles. Orange llega.
Despacha
lo más necesario para que partan tus
mensajeros
antes de que estén cerradas las puertas.
Para lo
otro hay tiempo mañana. Deja hasta mañana
la carta
del Conde; no dilates el visitar a Elvira y
salúdala
de mi parte... Entérate de cómo se encuentra
la
gobernadora; aunque lo oculte, no debe estar
buena.
(Vase el SECRETARIO.) Entra ORANGE.
EGMONT.-
Orange, bien venido. Me parecéis un
tanto
preocupado.
ORANGE.-
¿Qué me decís de nuestra conversación
con la
gobernadora?
EGMONT.-
No encontré nada de particular en su
manera de
recibirnos. Con frecuencia la he visto de
ese modo.
No me pareció que se hallaba del todo
bien.
ORANGE.-
¿No notasteis en ella una reserva mayor
de la
acostumbrada? Primero quiso aprobar
fríamente
nuestra conducta en la nueva revuelta del
populacho;
después hizo observar la falsa luz que
podía ser
arrojada sobre esos acontecimientos; derivó
después la
conversación hacia sus antiguos ha
bituales
discursos: que jamás han sido agradecidos
suficientemente,
que han sido tratados con demasiada
ligereza
sus procedimientos afables y bondadosos,
su amistad
hacia nosotros los neerlandeses;
que no hay
cosa alguna que lleve la dirección que
ella
desea; que, al final, bien puede llegar a sentirse
cansada y
a tener que decidirse el rey por otros procedimientos.
¿Habéis
oído esto?
EGMONT.-
No todo; entre tanto pensaba en otra
cosa. Ella
es mujer, querido Orange, y las mujeres
siempre
querrían que todo se plegara suavemente
bajo su
dulce yugo, que cada Hércules depusiera la
piel de
león y aumentara su corte de hilanderas; que,
porque
ellas tienen un carácter pacífico, la fermentación
que se
apodera de un pueblo, la tormenta que
suscitan,
unos contra otros, rivales poderosos, pudiera
terminarse
con una amable frase, y que se
unieran a
sus pies, en una dulce armonía, los más
contrarios
elementos. Ese es su caso; y como no
puede
conseguir lo que quiere, no le queda otro camino
sino
ponerse de mal humor, quejarse de ingratitud
e
imprudencia, amenazar para el porvenir
con
espantosas perspectivas y amenazar... con marcharse.
ORANGE.-
¿No creéis que esta vez realizará su
amenaza?
EGMONT.-
¡Jamás! ¡Cuántas veces no la he visto
ya
dispuesta para el viaje! ¿Adónde podría ir? Aquí
es
gobernadora, reina; ¿crees tú que le divertiría devanar
la madeja
de unos insignificantes días en la
Corte de
su hermano, o ir a Italia para llevar tras sí,
de un lado
a otro, a toda su vieja parentela?
ORANGE.-
No se la cree capaz de esta determinación
porque se
la ha visto vacilar, porque se la ha
visto
volverse atrás; no obstante, sólo depende de
ella:
nuevas circunstancias pueden impulsarla hacia
una
solución demorada largo tiempo. ¿Y si se fuera
y el rey
mandara a algún otro?
EGMONT.-
Pues llegaría y encontraría también
muchas
cosas que hacer. Vendría con grandes planes,
proyectos
e ideas, de cómo quería ponerlo todo
en su
sitio, someterlo y tenerlo en su mano; y hoy
tendría
que ocuparse de esta pequeñez, mañana de
aquella
otra, pasado mañana encontraría tal dificultad,
pasaría un
mes con proyectos, otro enojado
por sus
fracasadas empresas, medio año preocupado
por una
sola provincia... También para él correrá
el tiempo,
sentirá mareos, y las cosas seguirán su
curso como
antes, de modo que, en lugar de navegar
por los
dilatados mares hacia una línea prescrita por
él, tendrá
que dar gracias a Dios si, en medio de la
tempestad,
mantiene su nave libre de arrecifes.
ORANGE.-
Pero ¿y si le aconsejaran al rey que hiciera
una
prueba?
EGMONT.-
¿Cuál?...
ORANGE.-
Ver lo que hacía el tronco sin cabeza.
EGMONT.-
¿Cómo?
ORANGE.-
Egmont, hace muchos años que llevo
en mi
corazón todas las circunstancias del mundo
en que nos
movemos; estoy siempre como delante
de un
tablero de ajedrez y no considero insignificante
ninguna
jugada del adversario; y lo mismo que
hay gentes
ociosas que se preocupan con el mayor
cuidado de
los secretos de la naturaleza, considero
yo como
deber mío, por mi categoría de príncipe,
conocer
las opiniones y los propósitos de todos los
partidos.
Tengo motivos para temer un gran cambio.
El rey
hace mucho tiempo que viene procediendo
según
ciertos principios; ve que, con ello no
logra lo
que quiere; ¿qué cosa más verosímil sino
que
intente otro camino?
EGMONT.-
No lo creo. Cuando se hace uno viejo
y se han
ensayado tantas cosas y nunca se encuentra
manera de
arreglar el mundo, por último tiene uno
que acabar
por decirse que ya basta.
ORANGE.-
Hay una cosa que no ha ensayado todavía.
EGMONT.-
¿Cuál?
ORANGE.-
Tratar bien al pueblo y perder a los
príncipes.
EGMONT.-
¡Cuánto no se ha temido ya eso desde
hace tanto
tiempo! No hay que inquietarse.
ORANGE.-
Al principio era una inquietud, poco a
poco se me
convirtió en sospecha; por último, ha
llegado a
ser una certidumbre.
EGMONT.-
Pero ¿tiene el rey servidores más fieles
que
nosotros?
ORANGE.-
Le servimos a nuestra manera; y aquí,
entre
nosotros, podemos confesar que sabemos
equilibrar
muy bien los derechos del rey y los nuestros.
EGMONT.-
¿Quién no lo hace? Somos sus súbditos
y
servidores en lo que le corresponde.
ORANGE.-
Pero ¿y si él quisiera atribuirse títulos
mayores y
llamara traición a lo que nosotros decimos
mantenimiento
de nuestros derechos?
EGMONT.-
Podremos defendernos. Que convoque
a los
caballeros del Toisón y seremos juzgados.
ORANGE.-
¿Y si hubiera sentencia antes del proceso?
¿Castigo
antes de la sentencia?
EGMONT.-
Esa es una injusticia de que jamás se
hará
culpable Felipe, y una locura que no les imputaré
a él ni a
sus consejeros.
ORANGE.- Y
¿si fueran injustos y locos?
EGMONT.-
No, Orange; es imposible. ¿Quién osaría
poner mano
en nosotros?... El de prendernos
sería un
trabajo pérfido y estéril. No, no osan elevar
tan alto
el pendón de la tiranía. La ráfaga de viento
que esta
noticia difundiría por todo el país provocaría
un
espantoso incendio. Y ¿para qué iban a hacerlo?
El rey
solo no puede juzgar y condenar;
¿atentarían
a nuestras vidas como asesinos?... No
pueden
pretenderlo. En un instante se uniría el pueblo
en una
liga formidable. Serían proclamados, con
toda
violencia, el odio y la separación eterna de todo
lo
español.
ORANGE.-
Las llamas bramarían sobre nuestras
tumbas y
la sangre de nuestros enemigos sería derramada
como vano
sacrificio expiatorio. Hay que
pensarlo,
Egmont.
EGMONT.-
Pero ¿cómo podrían?...
ORANGE.-
Alba viene de camino.
EGMONT.-
No lo creo.
ORANGE.-
Lo sé.
EGMONT.-
La gobernadora pretendía no saber
nada de
esto.
ORANGE.-
Con lo cual quedé tanto más convencido.
La
gobernadora le hará sitio. Conozco al
duque y su
espíritu sanguinario trae consigo un ejército.
EGMONT.-
¿Para agobiar de nuevo las provincias?
El pueblo
lo soportará muy difícilmente.
ORANGE.-
Se apoderarán de los jefes.
EGMONT.-
¡No, no!
dRANGE.-
Vayámonos cada cual a nuestra provincia.
Allí nos
haremos fuertes; no comenzara por
la
violencia.
EGMONT.-
¿No tenemos que saludarle cuando
llegue?
ORANGE.-
Lo dilataremos.
EGMONT.-
¿Y si al llegar nos llama en nombre del
rey?
ORANGE.-
Buscaremos subterfugios.
EGMONT.-
¿Y si insiste?
ORANGE.-
Nos excusaremos.
EGMONT.-
¿Y si se obstina?
ORANGE.-
Vendremos cada vez menos.
EGMONT.- Y
si se declara la guerra, seremos rebeldes...
Orange, no
te dejes seducir por la prudencia;
ya sé que
el temor no puede hacerte retroceder.
Reflexiona
en el paso que vas a dar.
ORANGE.-
Ya he reflexionado.
EGMONT.-
Piensa en la cosa de que te haces culpable
si no
aciertas: de la guerra más destructora que
puede
asolar un país. Tu negativa es la señal que de
repente
convoca las provincias a las armas; que justifica
todas las
crueldades para las que España
siempre se
ha apresurado a aprovechar todo pretexto.
Lo que
hemos ido calmando lenta y trabajosamente,
lo
azuzarás con un solo gesto hasta que
llegue a
producirse la confusión más espantosa.
¡Piensa en
las ciudades, la nobleza, el pueblo, el
comercio,
la agricultura, los oficios! ¡Y piensa en la
desolación
y la muerte!... Cierto que el soldado ve
con serena
mirada cómo cae junto a él su camarada
en el
campo de batalla; pero los ríos arrastrarán hacia
ti
cadáveres de ciudadanos, de niños, de doncellas,
de modo
que lo contemplarás con espanto y ya
no sabrás
cuya causa defendías, ya que habrán perecido
aquellos
por cuya libertad tomaste las armas. Y
¿qué
sentirás en tu interior cuando tengas que decirte:
- Fue por
mi seguridad por lo que las tomé?
ORANGE.-
No somos particulares, Egmont. Si nos
toca sacrificarnos
por muchos, también nos toca
guardarnos
para muchos.
EGMONT.-
Quien se guarda tiene que hacerse sospechoso
a sí
mismo.
ORANGE.-
Quien se conoce puede avanzar o retroceder
seguro de
sí.
EGMONT.-
El mal que temes se convertirá en
cierto con
esa acción tuya.
ORANGE.-
Es prudente y osado ir al encuentro de
un mal
inevitable.
EGMONT.-
En peligro tan grande hay que tener en
cuenta la
más leve esperanza.
ORANGE.- Y
no nos queda espacio ni para el paso
más
pequeño: el abismo se abre cruelmente ante
nosotros.
EGMONT.-
¿El favor real, es terreno tan estrecho?
ORANGE.-
Estrecho no, pero resbaladizo.
EGMONT.-
¡Pardiez! Se le injuria. No puedo soportar
que se
piense injustamente de él. Es hijo de
Carlos V y
no es capaz de ninguna bajeza.
ORANGE.-
Los reyes no hacen nunca ninguna bajeza.
EGMONT.-
Habría que conocerlo.
ORANGE.-
Ese conocimiento, precisamente, es lo
que nos
aconseja que no esperemos una prueba peligrosa.
EGMONT.-
No hay prueba peligrosa si se tiene
valor para
ella.
ORANGE.-
Te acaloras, Egmont.
EGMONT.-
Tengo que verlo con mis propios
ojos.
ORANGE.- ¡
Oh! ¡Si pudieras ver esta vez por los
míos!
Amigo, porque los tienes abiertos ya crees ver.
Yo parto.
Espera tú la llegada de Alba y que Dios te
proteja.
Acaso te salve mi retirada Acaso el dragón
no crea
tener presa suficiente si no nos devora a la
vez a
ambos. Acaso lo retrase para ejecutar con mayor
seguridad
su proyecto, y acaso también, mientras
tanto,
veas tú las cosas en su figura verdadera.
Pero
entonces ¡de prisa! ¡de prisa! ¡Sálvate! ¡Sálvate!...
¡Adiós!...
Que no haya detalle alguno que se
escape a
tu vigilante atención: cuánta tropa trae consigo,
cómo ocupa
la ciudad, qué poderes retiene la
gobernadora,
cómo se conducen tus amigos. Dame
noticias...
(Pausa.) ¡Egmont!...
EGMONT.-
¿Qué quieres?
ORANGE. (Cogiéndolo por la mano.) -
¡Déjate convencer!
¡Ven
conmigo!
EGMONT.-
¿Qué es eso? ¿Lloras, Orange?
ORANGE.-
Llorar por un perdido amigo no es indigno
de
hombres.
EGMONT.-
¿Me juzgas perdido?
ORANGE. Lo
estás. Piensa en ello. Sólo te queda
un breve
plazo. Adiós. (Vase.)
EGMONT. (Solo.) - ¡Que los pensamientos de
otras
criaturas
tengan tal influjo sobre nosotros! Jamás se
me hubiera
ocurrido; y este hombre me transmite su
inquietud...
¡Fuera!... Eso es en m sangre una gota de
sangre
ajena. ¡Salud mía, recházala! Y para borrar de
mi frente
las arrugas de la preocupación, todavía
tengo un
delicioso medio.
ACTO TERCERO
PALACIO DE LA GOBERNADORA
MARGARITA DE
PARMA
MARGARITA.-
Hubiera debido sospecharlo. ¡Ah!
Cuando
pasa uno su vida en medio de molestias y
trabajos
siempre se imagina que hace todo lo posible;
y el que
vigila y ordena desde lejos cree que sólo
exige lo
que puede ser hecho... ¡Oh! ¡Los reyes!...
Jamás
habría creído que iba a disgustarme tanto. ¡Es
tan
hermoso mandar!... ¿Y abdicar?... No sé cómo lo
logró mi
padre, pero quiero hacer lo que él.
MAQUIAVELO
aparece por el fondo
GOBERNADORA.-
Acércate, Maquiavelo. Estoy
aquí
pensando en la carta de mi hermano.
MAQUIAVELO.-
¿Me es permitido saber lo que
contiene?
GOBERNADORA.-
Tantas tiernas atenciones hacia
mi persona
como solicitud por sus Estados.
Arriba la
firmeza, el celo y la fidelidad con que he
velado
hasta ahora en este país por los derechos de
Su
Majestad; me compadece porque el indómito
pueblo me
de tanto que hacer; está tan profundamente
convencido
de la sagacidad de mis opiniones,
tan
extraordinariamente contento con la prudencia
de mi
proceder, que, tengo que decirlo, la carta está
casi
demasiado bien escrita para un rey y seguramente
lo está
para un hermano.
MAQUIAVELO.-
No es la primera vez que os
muestra su
justa satisfacción.
GOBERNADORA.-
Pero sí la primera vez que la
emplea
como figura retórica.
MAQUIAVELO.-
No os comprendo.
GOBERNADORA.-
Ahora me comprenderéis...
Pues tras
esta introducción, añade que sin tropas,
sin un
pequeño ejército, siempre habré de hacer
aquí mala
figura. Hemos hecho mal, dice, en retirar
de las
provincias nuestros soldados atendiendo a las
quejas de
los habitantes. Opina que una guarnición
que cargue
sobre los hombros del ciudadano le impide,
con su
peso, el que dé grandes saltos.
MAQUIAVELO.-
Eso excitará extraordinariamente
los
ánimos.
GOBERNADORA.-
Pero el rey opina, ¿me escuchas?...
Opina que
un buen general, un general que
no oiga
razones, se hará muy pronto dueño del
pueblo y
de la nobleza, de los ciudadanos y los campesinos...
Y para eso
envía, con un fuerte ejercito...
al duque
de Alba.
MAQUIAVELO.-
¿Al de Alba?
GOBERNADORA.-
¿Te asombras?
MAQUIAVELO.-
Dijisteis: envía. Será que pregunta
si lo debe
enviar.
GOBERNADORA.-
El rey no pregunta; lo envía.
MAQUIAVELO.-
De ese modo tendréis a vuestro
servicio
un militar de gran experiencia.
GOBERNADORA.-
¿A mi servicio? Habla francamente,
Maquiavelo.
MAQUIAVELO.-
No querría anticiparme...
GOBERNADORA.-
¡Y yo querría disimular! Es
muy
doloroso para mí, muy doloroso. Preferiría que
mi hermano
dijera las cosas como las piensa, que no
firmara
ceremoniosas epístolas redactadas por un
secretario
de Cámara.
MAQUIAVELO.-
¿No se podría descubrir?...
GOBERNADORA.-
Los conozco por dentro y por
fuera. Les
gustaría tenerlo todo limpio y arreglado y
como ellos
mismos no se ponen al trabajo, prestan
confianza
a todo el que llega con una escoba en la
mano. ¡Oh!
Para mí es como si viera al rey y su
Consejo
pintados en ese tapiz.
MAQUIAVELO.-
¿Tan claramente?
GOBERNADORA.-
No les falta ni un rasgo. Hay
buenas
gentes entre ellos. El honrado Rodrigo, con
tanta
experiencia y moderación, que no apunta demasiado
alto y,
sin embargo, no se le va una pieza;
el recto
Alonso, el diligente Freneda, el firme Las
Vargas, y
todavía algunos otros que colaboran
cuando el
partido de los buenos es el poderoso. Pero
allí está
el toledano, con sus ojos hundidos, su
frente de
bronce y su honrada mirada de fuego;
barbota
algo acerca de la indulgencia de las mujeres,
de su
condescendencia inoportuna, y dice que les
gusta ser
llevadas por caballos mansos, pero que
ellas
mismas son malos domadores, u otras bromas
análogas
que en otro tiempo tuve que aguantar de
los
hombres políticos.
MAQUIAVELO.-
Habéis escogido para vuestro
cuadro una
buena caja de colores.
GOBERNADORA.-
Pero confiesa, Maquiavelo,
que entre
todas las tintas sombrías con que pudiera
pintarlo,
no hay ningún tono tan amarillo ni tan negro
como los
matices del semblante de Alba ni como
los
colores que emplea él mismo. Para él, todo
hombre es
blasfemador y reo de lesa majestad, porque,
con esta
opinión, al punto puede enrodar, empalar,
descoyuntar
y quemar a todo el mundo... El
bien que
yo aquí he hecho es indudable que no parecerá
nada desde
lejos, justamente por ser bien...
Allá se
atienen a las locuras ya pasadas, recuerdan
todas las
perturbaciones ya apaciguadas, y presentan,
ante los
ojos del rey, tantos motines, sublevaciones
y locuras,
que el monarca se imagina que las
gentes se
devoran aquí unas a otras, cuando, entre
nosotros,
un pasajero y transitorio descomedimiento
de un
grosero pueblo está olvidado ya desde
hace
tiempo. De aquí adquiere Felipe un odio muy
cordial
contra la obre gente; lo parecen tan repulsivos
como
bestias y monstruos; vuelve la vista hacia
la espada
y el fuego y se imagina que de este modo
se domeña
a los hombres.
MAQUIAVELO.-
Me parecéis harto agitada; tomáis
la cosa
demasiado en serio. ¿No seguís siendo
la
regente?
GOBERNADORA.-
Bien conozco eso. Traerá instrucciones...
Soy lo
bastante vieja en asuntos de Estado
para saber
cómo se desposee a alguien sin
quitarle
su nombramiento... Primero presentara unas
instrucciones
que serán vagas y tortuosas; empuñará
el poder
porque tiene la fuerza, y si yo me quejo,
alegará
unas instrucciones secretas; si quiero verlas,
irá
dándome largas; si insisto en ello, me enseñará
un papel
que contenga cualquier otra cosa, y si no
me
tranquilizo, será lo mismo que si no digo nada...
Mientras
tanto hará lo que temo y lo que deseo será
abandonado.
MAQUIAVELO.-
Quisiera poder contradeciros.
GOBERNADORA.-
Lo que yo, con indecible paciencia,
logré
calmar, volverá él a provocarlo con su
sus
crueldades y dureza; veré mi obra destruida ante
mis
propios ojos, y además, aun tendré que cargar
con las
culpas que a él le corresponden.
MAQUIAVELO.-
Espérelo así Vuestra Alteza.
GOBERNADORA.-
Tengo bastante dominio sobre
mí misma
para permanecer tranquila. Que venga;
con las
mejores formas le cederé el puesto, antes
de ser
arrojada de él.
MAQUIAVELO.-
¿Queréis dar tan precipitadamente
un paso de
esa importancia?
GOBERNADORA.-
Más difícil de lo que tú piensas.
Quien está
acostumbrado a mandar, aquel para
quien es
uso establecido que la suerte de miles de
hombres
penda de sus manos, desciende del trono
como si
fuera a la tumba. Pero mejor es eso que
quedar
entre los vivos como un fantasma, y querer
conservar,
como vana apariencia, un puesto que ha
sido ya
heredado por otro, que ahora lo posee y disfruta
de él.
VIVIENDA DE CLARITA
CLARITA.
SU MADRE
MADRE.-
Amor como el de Brackenburg no lo he
visto
jamás; creía que sólo existía en las historias heroicas.
CLARITA.-
(Va y viene por la habitación,
canturreando.)
Tan sólo
es dichosa
el alma
amorosa.
MADRE.-
Sospecha tus relaciones con Egmont, y
creo que,
si lo trataras algo amistosamente, que si tú
te lo
propusieras, aun ahora se casaría contigo.
CLARITA.-
(Canta.)
Llena de
alegría,
llena de
dolor,
sumida en
angustias
y
cavilación;
anhelar
y temblar
en penas
perennes;
gritos de
delicia,
tristezas
de muerte:
tan sólo
es dichosa
el alma
amorosa.
MADRE.-
¡Déjate de esa cantilena!
CLARITA.-
No me riñáis; es una canción de gran
poder. Con
ella, más de una vez he acunado los
sueños de
un niño grande.
MADRE.-
Nada tienes en la cabeza, sino tu amor.
Lo dejas
todo por una sola cosa. Te decía que debías
tener
consideraciones para Brackenburg. Aun
puede
hacerte dichosa.
CLARITA.-
¿Él?
MADRE.-
¡Oh, sí! ¡Llegará ese tiempo!... Vosotras,
criaturas,
no prevéis nada y no prestáis atención a
nuestra
experiencia. Todo tiene su término, la ju
ventud, el
hermoso amor; y llega un tiempo en que
se le dan
gracias a Dios si en cualquier lugar puede
uno
ponerse bajo techado...
CLARITA.- (Se estremece, guarda silencio y después exclama
impetuosamente.) ¡Madre, dejar
venir al tiempo,
como a la
muerte. Es horrible pensarlo con anticipación...
Y cuando
venga, cuando nos sea preciso...
entonces...
nos portaremos como podamos... ¡Carecer
de ti,
Egmont!... (Prorrumpe en llanto.) ¡No, no; es
imposible,
imposible!
EGMONT.- (Embozado en una capa de caballero y el
sombrero echado sobre los ojos.) ¡Clarita!
CLARITA.-
(Lanza un grito y retrocede.) ¡Egmont! (Se
lanza hacia él.) ¡Egmont! (Lo abraza y se apoya en su pecho.)
¡Oh, tú,
querido y dulce amigo! ¿Has llegado?
¿Estás
aquí?
EGMONT.-
Buenas noches, madre.
MADRE.-
Dios os guarde, noble señor. Mi pequeña
estaba
casi muerta de que hubierais tardado tanto
tiempo; en
todo el día no hizo más que cantar y hablar
de vos.
EGMONT.-
¿Me daréis de cenar?
MADRE.- Es
demasiado honor. Si tuviéramos alguna
cosa...
CLARITA.-
¡La tenemos! Estad tranquila, madre; ya
he
dispuesto todo lo necesario, lo he preparado.
Madre, no
me descubráis.
MADRE.-
Será bastante escaso.
CLARITA.-
No juzguéis hasta verlo. Y, además, me
digo a mí
misma: Si cuando él está conmigo no tengo
hambre
ninguna, tampoco debe tener él gran
apetito
cuando yo estoy con él.
EGMONT.-
¿Crees tú?
(CLARITA golpea el suelo con el pie y se vuelve de mal humor.)
EGMONT.-
¿Qué te pasa?
CLARITA.-
¿Cómo estáis hoy tan frío? Aun no me
habéis
dado ni un beso. ¿Por qué tenéis los brazos
envueltos
en esa capa como un recién nacido? No
es propio
de militares ni de amantes andar con los
brazos así
arrebujados.
EGMONT.- A
veces, amada Mía, a veces. Si el soldado
está de
emboscada y quiere engañar al enemigo,
entonces
se recoge en sí mismo, se cruza de
brazos y
rumia sus designios. Y un enamorado...
MADRE.-
¿No queréis tomar asiento? ¿Acomodaros?
Tengo que
ir a la cocina; Clarita no piensa en
nada
estando vos aquí. Tendréis que contentaros
con lo que
haya.
EGMONT.-
Vuestra buena voluntad es la mejor
salsa.
CLARITA.-
Y mi cariño ¿qué será entonces?
EGMONT.-
Todo lo que tú quieras.
CLARITA.-
Comparadlo con algo, si sois capaz de
ello.
EGMONT.-
Pero primero... (Arroja la capa y aparece
con un traje magnífico.)
CLARITA.-
¡Oh cielos!
EGMONT.-
Ahora ya tengo libres los brazos. (La
estrecha contra sí.)
CLARITA.-
¡Dejadme! Estropeáis vuestros atavíos.
(Haciéndose atrás.) ¡Que
magnificencia! Lo que es así,
no me
atrevo a tocaros.
EGMONT.-
¿Estás satisfecha? Te prometí que una
vez
vendría a verte vestido a la española.
CLARITA.-
No os lo pedía ya desde hace tiempo;
temía que
no queríais... ¡Ah, y el toisón de oro!
EGMONT.-
Ya lo ves ahora.
CLARITA.-
¿Fue el emperador quien te lo puso al
cuello?
EGMONT.-
Sí, niña mía; y la cadena y condecoración
que dan a
quien las ostenta los mayores privilegios.
No la
reconozco en la tierra ningún juez de
mis
acciones, sino el gran maestre de la Orden con
el
Capítulo de los caballeros.
CLARITA.-
¡Oh, lo que es tú podrías dejar que ti
juzgara el
mundo entero!... ¡El terciopelo es maravilloso!
¡Y las pasamanerías!
¡Y los bordados! No
se sabe
por dónde empezar.
EGMONT.-
Míralo todo cuanto quieras.
CLARITA.-
¡Y el toisón de oro! Me contasteis la
historia y
me dijisteis que es un símbolo de todo lo
que es
grande y precioso, que sólo con trabajo y penas
se merece
y adquiere. Es precioso... Puedo
compararlo
a tu amor... También lo llevo así en el
corazón...
Y, sin embargo...
EGMONT.-
¿Qué quieres decir?
CLARITA.-
Y, sin embargo, no pueden compararse.
EGMONT.-
¿Por qué?
CLARITA.-
No lo adquirí con trabajo y penas; no
lo he
merecido.
EGMONT.-
En amor es de otro modo. Lo mereciste
porque no
lo pretendías... Y, en general, sólo lo
poseen los
que no han corrido tras él.
CLARITA.-
¿Infieres eso de lo que le ocurre a tu
persona?
¿Has hecho esa orgullosa observación
pensando
en ti mismo, en ti, a quien todo el pueblo
adora?
EGMONT.-
Si hubiera hecho algo en su favor! ¡Si
pudiera
hacerlo! Por pura buena voluntad es por lo
que me
quieren.
CLARITA.-
De fijo que habrás visitado hoy a la
gobernadora.
EGMONT.-
Sí; fui a verla.
CLARITA.-
¿Estás bien con ella?
EGMONT.-
Así parece. Nos mostramos afectuosos
y
serviciales uno para otro.
CLARITA.-
¿Y allá, por dentro?
EGMONT.-
La quiero bien. Cada cual tiene sus
opiniones.
Nada importa. Es una mujer excelente,
conoce su
mundo y vería las cosas con bastante penetración
aunque no
fuera recelosa como es. Le doy
mucho que
hacer, porque siempre quiere descubrir
secretos
detrás de mi conducta y no tengo ninguno.
CLARITA.-
¿Ninguno en absoluto?
EGMONT.-
¡Vamos! Algún pequeño disimulo.
Todo vino,
con el transcurso del tiempo, deposita
tártaro en
los toneles. Orange es para ella una preocupación
todavía
mayor y un enigma siempre nuevo.
Ha
adquirido fama de tener siempre algún
secreto, y
ahora ella le mira constantemente a la
frente
para saber lo que puede pensar, y observa sus
pasos
queriendo averiguar adónde se dirigirá.
CLARITA.-
¿Es disimulada?
EGMONT.-
Es gobernadora y ¿preguntas eso?
CLARITA.-
Perdóname; quería preguntar: ¿es falsa?
EGMONT.-
Ni más ni menos que todo el que quiere
lograr sus
propósitos.
CLARITA.-
Yo no sabría encontrarme en ese mundo.
Pero
también ella tiene un espíritu varonil; es
una mujer
de otra clase que nosotras, las que cosemos
y
guisamos. Es grande, animosa, resuelta.
EGMONT.-
Sí; cuando los asuntos no están demasiado
embrollados.
Esta vez anda un poco desconcertada.
CLARITA.-
¿Cómo?
EGMONT.
Tiene también un bigotito en el labio
superior
y, a veces, un ataque de gota. ¡Una verdadera
amazona!
CLARITA.-
¡Una mujer majestuosa! Me espantaría
tener que
presentarme ante ella.
EGMONT.-
En general no eres tímida... No sería
miedo,
sino vergüenza de doncella.
(CLARITA baja los ojos, coge la mano de Egmont y se
apoya en él.)
EGMONT.-
¡Te comprendo, querida niña! Puedes
ir a todas
partes con la vista bien alta. (Le
besa los
ojos.)
CLARITA.-
¡Déjame que guarde silencio! ¡Déjame
estrecharme
contra ti! ¡Déjame mirarte a los ojos y
encontrarlo
todo allí, consuelo, y esperanza, y alegría,
y congoja!
(Lo abraza y lo mira fijamente.) ¡Dímelo,
tu;
dímelo! Yo no puedo comprenderlo... ¿Eres
tú Egmont?
¿El conde de Egmont? ¿El gran Egmont
que hace
tanto ruido, de quien hablan las gacetas
y de quien
dependen las provincias?
EGMONT.-
No, Clarita, no lo soy.
CLARITA.-
¿Cómo?
EGMONT.-
Mira, Clarita... Déjame que me siente.
(Se sienta, ella se arrodilla a sus pies en un taburete,
apoya los
brazos en sus rodillas y lo contempla.) Ese Egmont es un
Egmont
malhumorado, tieso y frío, que tiene que
dominarse
y poner ahora esta cara y luego aquella
otra;
hostigado, mal conocido, lleno de confusiones,
mientras
las gentes lo tienen por alegre y contento;
amado por
un pueblo que no sabe lo que quiere;
venerado y
exaltado por una muchedumbre con la
cual nada
puede hacerse; rodeado de amigos en
quienes no
le es dado confiar; vigilado por hombres
que por
todos los medios querrían igualarse con él;
que
trabaja y se fatiga, con frecuencia sin objeto, casi
siempre
sin recompensa... ¡Oh! déjame que no te
diga lo
que le sucede ni en qué disposición está su
ánimo...
Pero este otro, Clarita, que es sereno, franco,
feliz,
amado y conocido por el mejor de los corazones,
al cual
también él conoce por completo y
estrecha
contra sí con el mayor cariño y confianza...
(La abraza.) ¡Este es tu
Egmont!
CLARITA.-
¡Oh! ¡Muérame yo ahora! ¡Después de
esto, el
mundo no puede tener ya ninguna alegría
para mí!
ACTO CUARTO
CALLE
JETTER. EL
CARPINTERO
JETTER.-
¡Eh! ¡Chis! ¡Eh! ¡Vecino, una palabra!
CARPINTERO.-
Sigue tu camino y estate tranquilo.
JETTER.-
Sólo una palabra. ¿Nada de nuevo?
CARPINTERO.-
Nada, sino que de nuevo nos está
prohibido
hablar.
JETTER.-
¿Cómo?
CARPINTERO.-
Arrimaos aquí, a la pared de esta
casa.
¡Tened cuidado! El duque de Alba, inmediatamente
después de
su llegada, ha hecho publicar un
bando, en
virtud del cual, dos o tres personas que
conversen
reunidas en la calle son declaradas reos
de alta
traición, sin instrucción de proceso.
JETTER.-
¡Oh dolor!
CARPINTERO.-
Con amenaza de cadena perpetua
está
prohibido hablar de los asuntos de Estado.
JETTER -
¡Oh nuestra libertad!
CARPINTERO.-
Y nadie debe censurar los actos
del
Gobierno, bajo pena de muerte.
JETTER.-
¡Oh nuestras cabezas!
CARPINTERO.-
Y con grandes promesas, los padres,
madres,
hijos, parientes, amigos y servidores
son
invitados a revelar ante un tribunal establecido
especialmente
para ello, lo que ocurre en lo más escondido
de las
viviendas.
JETTER.-
Retirémonos a nuestra casa.
CARPINTERO.-
Y a los que obedezcan, se les promete
que no
tendrán que sufrir daño alguno, ni en
su
persona, ni en su honra, ni en sus bienes.
JETTER.-
¡Qué magnanimidad! Yo me sentí mal en
el punto
mismo en que el duque entró en la ciudad.
Desde ese momento,
es para mí como si el cielo
estuviera
cubierto con un crespón negro, colgado
tan bajo
que fuera preciso encorvarse para no tropezar
con él.
CARPINTERO.-
¿Y qué te parecen los soldados?
Son
pájaros de otra especie, ¿no es cierto?, que los
que
estábamos acostumbrados a tener por aquí.
JETTER.-
¡Uf! Se me oprime el corazón cuando
veo
desfilar una patrulla por la calle abajo. Derechos
como
cirios, la mirada fija, idéntico paso por muchos
que sean.
Y si están de guardia y pasas por delante
es como si
quisieran ver a través de tu cuerpo,
y con un
aire tan grave y enojado, que crees encontrar
un verdugo
en cada esquina. No me gustan nada.
¡Nuestra
milicia sí que era una gente divertida!
Se permitían
ciertas libertades, se plantaban con las
piernas
abiertas, llevaban el sombrero sobre la oreja:
vivían y
dejaban vivir; mas estos mozos son como
máquinas
en cuyo interior habitara un demonio.
CARPINTERO.-
Si uno de ellos grita «¡Alto!», encarando
su
arcabuz, ¿crees tú que dejará d e detenerse
alguien?
JETTER.-
Yo me caería muerto, en el momento
mismo.
CARPINTERO.-
Vayámonos a casa.
JETTER.-
La cosa se pone fea. Adiós. (Se
acerca
SOEST.)
SOEST.-
¡Amigos! ¡Compañeros!
CARPINTERO.-
¡Silencio! Déjanos marchar.
SOEST.-
¿No sabéis?
JETTER.-
¡Demasiadas cosas!
SOEST.- Se
ha ido la gobernadora.
JETTER.-
¡Dios tenga piedad de nosotros!
CARPINTERO.-
Ella era quien aun nos defendía.
SOEST.-
Partió de pronto y en secreto. No podía
entenderse
con el duque, hizo anunciar a la nobleza
que habrá
de volver. Nadie lo cree.
CARPINTERO.-
Que Dios perdone a la nobleza
por
permitir que nos echen al cuello este nuevo yugo.
Hubieran
podido impedirlo. Están perdidos
nuestros
privilegios.
JETTER.-
¡En nombre del cielo, nada de privilegios!
Husmeo el
olor de una mañana de quemadero;
no quiere
mostrarse el sol, la niebla apesta.
SOEST.-
Orange también ha partido.
CARPINTERO.-
Pues estamos totalmente abandonados.
SOEST.-
Aun queda aquí el conde de Egmont.
JETTER.-
¡Gracias a Dios! Que todos los santos le
presten
fortaleza para que proceda del mejor modo
que le sea
posible; es el único que puede hacer algo.
(Entra VANSEN.)
VANSEN.-
¿Encuentro por fin unos cuantos que
no se han
escondido todavía?
JETTER.-
Hacednos el favor de seguir vuestro camino.
VANSEN.-
No sois muy cortés.
CARPINTERO.-
No es este momento para gastar
cumplidos.
¿Os escuecen aún las espaldas? ¿Estáis
ya
totalmente curado?
VANSEN.-
¡Habladle de heridas a un soldado! Si
me hubiera
guardado de los golpes, en toda mi vida
no habría
llegado a ser nada.
JETTER.-
Las cosas pueden ponerse aún más serias.
VANSEN.-
Según parece, sentís en vuestros miembros
una
lastimosa lasitud, a causa de la tormenta
que se
acerca.
CARPINTERO.-
Tus miembros, si no permaneces
tranquilo,
sí que se agitarán pronto donde tú no quisieras.
VANSEN.-
¡Pobrecitos ratones que se desesperan
porque el
señor de la casa ha buscado un gato nuevo!
Será un
poquito diferente; pero, estad tranquilos,
seguiremos
marchando a nuestro pasito, después
como
antes.
CARPINTERO.-
¡Eres un bribón descarado!
VANSEN.-
Reverendo tonto, deja que el duque haga
lo que
quiera. El viejo gato parece como si hu
biera
devorado demonios, en lugar de ratones, y no
pudiera
digerirlos. Pero déjale hacer; también él tiene
que comer,
beber y dormir como los demás
hombres.
No me da temor, con tal de que escojamos
bien
nuestro momento. Al principio procederá
con
celeridad; después, también él hallará que es
mejor
vivir en la despensa, bajo las hojas de tocino,
y
descansar por las noches, que atrapar en los desvanes
algunos
ratoncillos. Id en paz; conozco yo a
los
gobernantes.
CARPINTERO.-
¡Que pueda ocurrírsele a una
criatura
humana decir todo esto! Si alguna vez, en
mi vida,
hubiera hablado de este modo, no me habría
tenido ni
un minuto más como seguro.
VANSEN.-
Tranquilizaos. Dios, en el cielo, no sabe
nada de
vosotros, viles gusanos, y mucho menos el
gobernador.
JETTER.-
¡Lengua de víbora!
VANSEN.-
Sé de otros a quienes les iría mejor si
tuvieran
sangre de sastres en su cuerpo en vez de su
valor
heroico.
CARPINTERO.-
¿Qué queréis decir?
VANSEN.-
¡Hum! Es el conde a quien me refiero.
JFTTER.-
¿Egmont? ¿Qué tiene que temer?
VANSEN.-
Soy un pobre diablo, y podría vivir
todo un
año con lo que él pierde en una noche. Y,
sin
embargo, podría darme sus rentas de un año
entero con
tal de que le prestara mi cabeza por un
cuarto de
hora.
JETTER -
Te figuras ser una maravilla. Los cabellos
de Egmont
son más discretos que toda tu sesera.
VANSEN.-
¡Porque vos lo decís! Pero no más astutos.
Los
señores son los que se engañan primero.
No debía
fiarse.
JETTER.-
¿Qué charla ése? ¡Un señor como él!
VANSEN.-
Justamente por no ser un sastre.
JETTER.-
¡Mal hablado!
VANSEN.-
Querría que, sólo durante una hora,
tuviera
vuestro valor en su cuerpo, para que lo intranquilizara
y lo
hostigara y le picara hasta hacerlo
salir de
la ciudad.
JETTER.-
Habláis sin sentido: está tan seguro como
una
estrella en el cielo.
VANSEN.-
¿Nunca has visto caer a ninguna? ¡Ya
no está
donde estaba!
CARPINTERO.-
Pues ¿quién podría hacer algo?
VANSEN.-
¿Quién podría?... ¿Lo impedirías tú,
quizá?
¿Provocarías una sublevación si lo hicieran
prisionero?
JETTER.-
¡Ah!
VANSEN.-
¿Arriesgaríais vuestros lomos por él?
SOEST.-
¡Eh!
VANSEN (Imitándolos).- ¡Ih! ¡Oh!
¡Uh! Admiraos
con todas
las letras del alfabeto. ¡Así son las cosas y
así
seguirán siendo! ¡Que Dios lo proteja!
JETTER.-
Me pasmo de vuestra desvergüenza. ¿Un
hombre tan
noble y tan honrado tendría algo que
temer?
VANSEN.-
El pícaro sale ganancioso en todas
partes. Se
mofa del juez en el banquillo del pobre
acusado;
en el sillón del juez, se divierte en convertir
en
criminal al declarante. Una vez tuve que copiar
un
proceso, por el cual el instructor había
recibido
del tribunal grandes alabanzas y dinero,
pues con
su interrogatorio había logrado hacer pasar
por
delincuente a un honrado infeliz a quien se
quería
mal.
CARPINTERO.-
Esa es otra descarada mentira.
¿Qué
pueden sacar de un interrogatorio siendo uno
inocente?
VANSEN.-
¡Oh, qué cabeza de gorrión! Si no puede
sacarse
nada del interrogatorio se mete en él lo
que
convenga. La honradez convierte en aturdido y
hasta en
altanero. Entonces se comienza por inte
rrogar muy
sosegadamente, y el prisionero, según
suele
decirse, muéstrase orgulloso de su inocencia, y
dice
francamente todo lo que habría ocultado alguien
más
avisado. Entonces el inquisidor hace
nuevas
preguntas, nacidas de las respuestas, y presta
atención a
ver dónde quiere presentarse alguna pequeña
contradicción;
después ya atando cabos, y si
el pobre
diablo se deja probar que en tal sitio dijo
algo de
más, en tal otro algo de menos, o si, sabe
Dios por
qué preocupaciones, ha pasado en silencio
algún
detalle, o si, al final de cuentas, se dejó asustar
por
cualquier cosa, estamos ya al cabo de la calle, y
os aseguro
que las traperas no rebuscan entre las
barreduras
con mayor cuidado del que ponen tales
fabricantes
de reos para llegar a formar, con sospechas
e indicios
mínimos, retorcidos, arrancados de
su sitio,
descoyuntados, mal interpretados, mal deducidos,
confesados
y negados, un espantapájaros
de harapos
y paja para siquiera poder ahorcar en
efigie al
acusado. ¡Y ya puede dar gracias a Dios el
pobre
diablo si aun le es dado ver colgada su imagen!
JETTER.-
¡Vaya una lengua larga!
CARPINTERO.-
Eso se hará con moscas. Las avispas
se ríen de
vuestras telas de araña.
VANSEN.-
Según sean las arañas. Mirad, el largo
duque
tiene trazas de araña venenosa; no de una de
esas
barrigudas, que son menos malas, sino de araña
de patas
largas, cuerpo flaco, que aunque comen no
engordan y
tienen unas telas muy sutiles pero altamente
viscosas.
JETTER.-
Egmont es caballero del toisón de oro,
¿a quién
le sería dado poner mano en él? Sólo puede
ser
juzgado por sus iguales, por la asamblea de la
Orden. Tu
lengua sin freno, tu mala conciencia, son
lo que te
incitan a pronunciar tales juicios.
VANSEN.-
¿Es que le quiero mal por ello? Por mi
parte, que
le vaya bien. Es un señor excelente. Un
par de
buenos amigos míos, que en cualquier otro
sitio
hubieran sido ahorcados, los puso en libertad
sólo con
las espaldas cubiertas de palos... Marchad,
marchad
ahora. Yo mismo os lo aconsejo. Por allí
veo venir
una patrulla; y no parece que tan pronto
quieran
beber fraternalmente con nosotros. Esperemos
y
observemos mansamente. Tengo un par de
sobrinas y
un compadre tabernero; cuando hayan
conocido
todo ello, si no se domestican, ya puede
decirse
que son demonios verdaderos.
EL PALACIO DE CULEMBURG
Vivienda del duque de Alba
SILVA y
GÓMEZ se encuentran
SILVA.-
¿Has cumplido las órdenes del duque?
GOMEZ.-
Con toda puntualidad. Todas las patrullas
diurnas
tienen orden de ir pasando a una hora
determinada
por diferentes lugares que les he designado,
al
recorrer, como de costumbre, la ciudad
para
mantener el orden. Ninguna sabe de la otra;
todas
creen que la orden se refiere sólo a ella, y así,
en un
instante, el acordonamiento puede quedar
establecido
y tomadas todas las avenidas que conducen
al
palacio. ¿Sabes el motivo de este mandato?
SILVA.-
Estoy acostumbrado a obedecer ciegamente.
Y ¿a quién
se obedecerá con mayor facilidad
que al
duque, ya que los acontecimientos muestran
muy pronto
que había mandado bien?
GÓMEZ.-
¡Bueno! ¡Bueno! Tampoco me parece
milagro
que seas tan reservado y taciturno como él,
ya que
siempre tienes que estar a su lado. A mi se
me hace
extraño, porque estoy acostumbrado en
Italia a
servicios más fáciles. En cuanto a fidelidad y
obediencia
soy el de siempre; pero me he habituado
a discutir
y charlar. Vosotros calláis siempre y nunca
os
abandonáis. El duque me parece una torre de
bronce,
sin entrada, cuya guarnición tuviera alas.
Recientemente,
a la mesa, le oí decir, hablando de
un hombre
alegre y afable, que era como una mala
taberna
cuya muestra anuncia aguardiente, para
animar a
que entren los ociosos, mendigos y ladrones.
SILVA.- ¿Y
no nos trajo hasta aquí guardando silencio?
GÓMEZ.-
Contra eso no hay nada que decir. ¡Es
verdad!
Quien fue testigo de la prudencia con que
condujo
hasta aquí el ejército desde Italia, ha visto
algo grande.
¡De qué modo se deslizó, por decirlo
así, por
medio de amigos y enemigos, por entre los
franceses,
los realistas y los herejes, a través de los
suizos y
los confederados; cómo mantuvo la mas
severa
disciplina y supo dirigir de un modo fácil y
sin obstáculos
una marcha que se tenía por peligrosa!...
Hemos
visto algo que puede enseñarnos.
SILVA.- ¡Y
también aquí! ¿No está todo tan pacífico
y
tranquilo como si no hubiera habido sedición?
GÓMEZ.-
Pero, en general, estaba ya tranquilo
cuando
llegamos.
102
SILVA.- En
las provincias se ha hecho mucho mayor
la
tranquilidad; y si aún hay alguien que se mueva
es para
ponerse en fuga. Pero pienso que también
a éstos
les cerrará pronto el camino.
GÓMEZ.-
Entonces es cuando ganará por completo
el favor
real,
SILVA.- Y
nosotros no tenemos nada mejor que
hacer que
conservar el suyo. Si viene el rey, de fijo
que el
duque y los que él recomiende no quedarán
sin
recompensa.
GÓMEZ.-
¿Crees tú que vendrá el rey?
SILVA.- Se
hacen tantos preparativos que me parece
altamente
probable.
GÓMEZ.- A
mí no me convencen.
SILVA.-
Pues siquiera no hables de ello. Porque si
el rey no
tuviera intención de venir, por lo menos es
indudable
que tiene la de hacer que se crea.
FERNANDO, hijo natural de ALBA
FERNANDO.-
¿Todavía no ha salido mi padre?
SILVA.- Lo
esperamos.
FERNANDO.-
Los príncipes estarán pronto aquí.
GÓMEZ.-
¿Vienen hoy?...
FERNANDO.-
Orange y Egmont.
GÓMEZ (A SILVA, en voz baja).- Empiezo a
comprender.
SILVA.-
Pues resérvalo para ti.
DUQUE DE
ALBA (Según va entrando y avanzando,
hácense atrás los otros.)
ALBA.-
¡Gómez!
GÓMEZ (Se adelanta).- ¡Señor!
ALBA.-
¿Has distribuido las guardias y dado las
órdenes?
GÓMEZ.-
Del modo más nimio. Las patrullas de
día...
ALBA.-
Basta. Espera en la galería. Silva te dirá el
momento en
que debes reunirlas y ocupar las avenidas
que traen
a palacio. Ya sabes lo restante.
GÓMEZ.-
Sí, señor. (Vase.)
ALBA.-
¡Silva!
SILVA.-
Aquí estoy.
ALBA.-
Muestra hoy lo que siempre he apreciado
en ti,
valor, decisión, firmeza inconmovible en la
ejecución.
SILVA.- Os
agradezco que me proporcionéis ocasión
en que
mostrar que soy el de siempre.
ALBA.- Tan
pronto como los príncipes hayan entrado
junto a
mí, corre inmediatamente a detener al
secretario
de Egmont. ¿Has adoptado todas las disposiciones
para
apoderarte de los demás que fueron
designados?
SILVA.-
Confía en nosotros. Su suerte los herirá de
un modo
tan puntual y espantoso como un bien
calculado
eclipse de sol.
ALBA.-
¿Los has hecho vigilar suficientemente?
SILVA.- A
todos; a Egmont más que a nadie. Es el
único que
no cambió de conducta desde que estás
aquí.
Durante todo el día se apea de un caballo para
montar en
otro, recibe convidados, está siempre
alegre y
decidor a la mesa, juega a los dados, tira al
blanco y
por la noche se desliza a casa de su querida.
Por el
contrario, los otros han hecho una notoria
pausa en
su género de vida; permanecen en sus
casas; al
ver sus puertas, parece como si hubiera un
enfermo en
la casa.
ALBA.- Por
lo tanto, ¡de prisa! Antes de que sane
contra
nuestra voluntad.
SILVA.-
Los preparo para ello. Según tus mandatos,
los
abrumamos a atenciones. Tiemblan de miedo;
por
política nos dan unas gracias temerosas; encuentran
que lo más
aconsejable sería fugarse, pero
nadie se
atreve a dar ese paso, vacilan, no pueden
reunirse,
y su espíritu de cuerpo les impide que individualmente
hagan algo
atrevido. Querrían sustraerse
a toda
sospecha y se hacen cada vez más
sospechosos.
Con alegría veo ya ejecutado todo tu
plan.
ALBA.- Yo
sólo me alegro de lo que ya ha ocurrido;
y aun de
esto no con facilidad; pues siempre queda
algo que
nos haga cavilar y dé preocupaciones. La
suerte es
tan caprichosa que con frecuencia honra lo
vulgar y
sin mérito y descalifica con un desenlace
vulgar
bien concertadas acciones. Espera a que vengan
los
príncipes; entonces dale la orden de ocupar
las calles
y corre tú mismo a prender al secretario de
Egmont y
los otros que te han sido designados. Una
vez hecho,
vuelve aquí y anúnciaselo a mi hijo para
que me
lleve la noticia al consejo.
SILVA.-
Espero que esta noche seré digno de presentarme
ante ti.
(ALBA se acerca a su hijo, que hasta entonces ha permanecido
en la galería.)
SILVA.- No
oso decírmelo a mí mismo; pero mi
esperanza
vacila. Temo que las cosas no estén como
él piensa.
Ante mí veo unos espíritus silenciosos y
meditabundos,
que pesan en negras balanzas el destino
de los
príncipes y de muchos miles de hombres.
La aguja
oscila lentamente de un lado a otro;
los jueces
parecen reflexionar profundamente; por
último, un
platillo desciende, elévase el otro, impulsado
por un
caprichoso soplo del destino, y está
pronunciada
la sentencia. (Vase.)
ALBA y FERNANDO se adelantan.
ALBA.-
¿Cómo encontraste la ciudad?
FERNANDO.-
Todo se ha rendido. Cabalgué, como
por
pasatiempo, por calles y calles. Vuestras
bien
repartidas patrullas mantenían un temor tan
tenso que
las gentes no se atrevían ni a cuchichear.
La ciudad
era semejante a un campo cuando brilla la
tormenta a
lo lejos; no se divisa ningún ave, ningún
animal
terrestre, sino los que buscan algún refugio.
ALBA.- ¿No
te ocurrió ninguna otra cosa?
FERNANDO.-
Egmont llegó a la plaza con algunos
otros jinetes;
montaba un fogoso caballo que tuve
que
alabar. «Apresurémonos a domar caballos;
pronto los
necesitaremos», gritó hacia mí. Dijo que
aun
volvería a verme en el día de hoy y que, a instancias
vuestras,
vendría a deliberar con vos.
ALBA.-
¿Que volvería a verte?
FERNANDO.-
De todos los caballeros que conozco
aquí es el
que más me gusta. Me parece que
seremos
amigos.
ALBA.- Aun
sigues siendo tan aturdido y poco circunspecto;
siempre
tengo que reconocer en ti la ligereza
de tu
madre, que se me entregó sin
condiciones.
Las apariencias te invitan precipitadamente
a crearte
algunas relaciones peligrosas.
FERNANDO.-
Vuestra voluntad me encuentra
siempre
dócil.
ALBA.- Le
perdono a tu sangre joven esta irreflexiva
benevolencia,
esta inconsiderada alegría. Pero
no olvides
la obra para la que fui enviado aquí y
la parte
que querría darte en ella.
FERNANDO.-
Recordádmelo y no ahorréis mi esfuerzo
donde lo
juzguéis necesario.
ALBA (Al cabo de una pausa).- ¡Hijo mío!
FERNANDO.-
¡Padre!
ALBA.-
Pronto llegarán los príncipes, llegarán
Orange y
Egmont. No es por desconfianza por lo
que sólo
ahora te descubro lo que debe ocurrir. No
volverán a
salir de aquí.
FERNANDO.-
¿Qué te propones?
ALBA.-
Está resuelta su prisión... ¿Te asombras?
Escucha lo
que tienes que hacer; los motivos ya lo
sabrás
cuando todo esté hecho. Ahora no hay tiempo
para
explicártelos. Sólo contigo querría yo platicar
acerca de
lo más grande, de lo más secreto; un
poderoso
lazo nos mantiene unidos; te quiero y eres
de gran
valor para mí; sobre ti querría yo acumular
todos los
bienes. No sólo querría imprimir en ti la
costumbre
de obedecer; también desearía hacer
brotar en
tu espíritu talento para expresarte, para
mandar,
para ejecutar las cosas; dejarte una gran
herencia y
al rey su más útil servidor; dotarte con lo
mejor que
poseo para que no tengas que avergonzarte
al verte
entre tus hermanos.
FERNANDO.-
¿De qué no te soy deudor por ese
cariño que
sólo a mí me consagras, mientras todo
un imperio
tiembla en tu presencia?
ALBA.-
Escucha ahora lo que hay que hacer. Tan
pronto
como hayan entrado los príncipes, serán
ocupadas
todas las salidas del palacio. Gómez tiene
la orden
para ello. Silva encarcelará rápidamente al
secretario
de Egmont y a los más suspectos. Tú
mantendrás
en orden la guardia de la puerta y la de
los
patios. Ante todo, ocupa con las gentes más seguras
la
habitación inmediata; después, espera en la
galería
hasta que haya regresado Silva y tráeme cualquier
papel
insignificante como señal de que está
desempeñada
su comisión. Entonces, quédate en la
antesala
hasta que se marche Orange; acompáñalo;
yo
detendré aquí a Egmont como si aún tuviera algo
que
decirle. Al extremo de la galería pídele a Orange
su espada,
llama a la guardia, apodérate rápidamente
del hombre
más peligroso, y yo me hago dueño de
Egmont
aquí dentro.
FERNANDO.-
Obedezco, padre mío. Por vez primera
lleno de
preocupación y con el corazón oprimido.
ALBA.- Te
lo dispenso; es el primer gran día de tu
vida. (Entra Silva.)
SILVA.- Un
mensajero de Amberes. ¡Aquí hay carta
de Orange!
No viene.
ALBA.- ¿Lo
dice el mensajero?
SILVA.-
No, me lo da el corazón.
ALBA.- Por
tu boca habla mi genio enemigo.
(Después de haber leído la carta, hace una seña a los otros
dos,
los cuales se retiran a la galería. Queda solo en el
proscenio.)
¡No viene!
Hasta el último momento aplazó el decírmelo.
¡Se atreve
a no venir! Por lo tanto, esta vez,
contra
toda sospecha, el sensato fue lo bastante sensato
para no
ser sensato... ¡Acércasela hora! Que las
agujas del
reloj recorran todavía un pequeño camino
y una gran
empresa estará realizada o perdida, perdida
irrevocablemente,
pues no hay manera de recobrar
este
momento ni de mantener secreto lo que
se intentó
en él. Durante largo tiempo pesé maduramente
todo esto
y pensé también en este caso y
establecí
lo que también entonces se debía hacer; y
ahora,
cuando hay que hacerlo, apenas me defiendo
de que las
razones en pro y en contra vuelvan de
nuevo a
luchar en mi alma... ¿Es aconsejable detener
a los
otros si se me escapa éste? ¿Diferirélo y
dejaré
escabullirse a Egmont con los suyos, con
tantos
otros que acaso sólo en el día de hoy están en
mi mano?
¡De este modo te domina el destino, a ti,
indomable!
¡Cuánto tiempo pensándolo! ¡Qué bien
dispuesto!
¡Qué plan tan grande y hermoso! ¡Qué
próxima a
su meta la esperanza! Y ahora, en el momento
decisivo,
te encuentras colocado entre dos
males;
como si se introdujera en una urna de sorteos,
tu mano se
apodera del obscuro porvenir; lo
que cojas
está sin desdoblar, es desconocido para ti,
ya sea un
error o un acierto. (Presta atención como si
escuchara alguna cosa y se aproxima a la ventana.) ¡Es él!
¡Egmont!...
¿Cómo es que tu caballo pudo traerte
con tanta
ligereza y no se espantó del olor a sangre y
del
espectro con deslumbrante espada que te recibió
a la
puerta?... ¡Apéate!... ¡Al hacerlo pones un pie en
tu
sepultura! ¡Y ahora los dos!... Sí; acarícialo, y en
recompensa
de su valeroso servicio dale por última
vez
palmadas en el cuello... Ya no tengo que elegir.
La ceguera
con que se me acerca Egmont no puede
volver a
entregármelo así por segunda vez... ¡Hola!
FERNANDO y SILVA entran rápidamente.
ALBA.-
Haced lo que he dispuesto; no cambio de
resolución.
Pase lo que pase, retengo aquí a Egmont
hasta que
me traigas noticias de Silva. después, quédate
bien
cerca. También a ti te priva el destino del
gran
merecimiento de haber hecho prisionero por
tu mano al
mayor enemigo del rey. (A SILVA.)
¡Date
prisa! (A FERNANDO.) Sal a su encuentro.
(ALBA queda solo durante algunos momentos y pasea silenciosamente
de un extremo a otro de la sala..)
Entra EGMONT.
EGMONT.-
Vengo para escuchar las órdenes del
rey, para
saber qué servicios desea de nuestra fidelidad,
que le
será adicta eternamente.
ALBA.-
Ante todo, desea oír vuestro consejo.
EGMONT.-
¿Sobre qué asunto? ¿No viene también
Orange?
Creí que ya estaría aquí.
ALBA.-
Lamento que nos falte, justamente en esta
hora
importante. El rey desea saber vuestro consejo
y opinión
respecto a cómo deben ser pacificados
estos
Estados. Y espera que contribuyáis enérgicamente
a calmar
todas las inquietudes y a establecer
en las
provincias un orden pleno y duradero.
EGMONT.-
Podéis saber mejor que yo que ya está
todo
bastante pacificado; y hasta que aun lo estaba
más antes
de que la aparición de nuevos soldados
hubiera
vuelto a conmover los ánimos con preocupación
y temores.
ALBA.-
Parece que queréis indicar que hubiera sido
más
prudente que el rey no me hubiera puesto en el
caso de
interrogaros.
EGMONT.-
¡Perdonad! No me toca juzgar si el rey
hubiera
debido enviar el ejército o si el poder de su
mayestática
presencia hubiera actuado, ella sola, más
eficazmente.
El ejército está aquí, el rey no. Pero
tendríamos
que ser muy desagradecidos, muy olvidadizos,
si no nos
acordáramos de lo que debemos
a la
gobernadora. Reconozcámoslo. Con su conducta
tan
prudente como valerosa, con fuerza y
prestigio,
con persuasiones y habilidad apaciguó a
los
perturbadores, y con asombro del mundo, en
pocos
meses redujo nuevamente a un pueblo rebelde
al
cumplimiento de sus deberes.
ALBA.- No
lo niego. Los disturbios están apaciguados
y todos
parecen restituidos a los límites de la
obediencia.
Pero ¿no depende del capricho de cada
cual el
salir de ella? ¿Quién impedirá al pueblo que
haga
estallar de nuevo la sublevación? ¿Dónde está
el poder
para contenerla? ¿Quién nos garantiza que
en
adelante seguirán mostrándose fieles y sumisos?
Su buena
voluntad es la única prenda que tenemos.
EGMONT.- Y
la buena voluntad de un pueblo ¿no
es la
prenda más segura y más noble? ¡Pardiez!
¿Cuándo le
es lícito a un rey tenerse por más seguro
sino
cuando todos viven para uno y uno para todos?
¿Más
seguro contra los enemigos interiores y
exteriores?
ALBA.-
Pero no sé si deberemos persuadirnos de
que nos
hallamos en ese caso aquí ahora.
EGMONT.-
Que el rey suscriba un perdón general
y que
apacigüe los ánimos, y pronto se verá cómo la
fidelidad
y el amor renacen con la confianza.
ALBA.- Y
que aquel que hubiera ultrajado la majestad
del rey y
el santuario de la religión vaya y
venga
libre y sin daño; que viva para servir a los
demás de
patente ejemplo de cómo quedan sin castigo
los
crímenes más abominables.
EGMONT.-
¿Y un crimen de demencia, de embriaguez,
no es más
bien cosa para ser disculpada
que
cruelmente castigada? En especial cuando hay
firmes
esperanzas, cuando hay certeza de que el mal
no volverá
a presentarse. ¿No vivieron en mayor
seguridad,
no fueron alabados por sus contemporáneos
y las
edades futuras los reyes que han perdonado,
compadecido
y desdeñado una ofensa hecha
a su
dignidad? ¿No son, precisamente por eso,
comparados
con Dios, que es demasiado grande
para que
pueda alcanzarle ninguna blasfemia?
ALBA.- Y
precisamente por eso el rey debe combatir
por la
gloria de Dios y de la religión, y nosotros
por la
honra del rey. Lo que el soberano desdeña
reprimir
es deber nuestro vengarlo. Según mi
consejo,
ni un solo culpable debe poder alabarse de,
quedar
impune.
EGMONT.-
¿Y crees tú que podrás alcanzarlos a
todos? ¿No
se oye a diario que el temor los lleva de
un sitio a
otro y los lanza fuera del país? Los más
ricos se
fugarán con sus bienes, ellos, sus hijos y sus
amigos; el
pobre aportarále al vecino sus manos industriosas.
ALBA.- Lo
harán, si no se logra impedirlo. Por eso
el rey
solicita el consejo y la intervención de cada
príncipe,
por eso le pide severidad a cada gobernador;
no se
contenta con relatos de lo que pasa
y puede
ocurrir si se dejan ir las cosas como van.
Contemplar
un gran mal; lisonjearse con esperanzas;
confiar en
el transcurso del tiempo; acaso alguna
vez, como
en una fiesta de carnaval, dar algún
golpecillo
que resuene y con el cual parezca que se
hace algo
cuando en realidad no quiere hacerse nada,
¿no da eso
motivo para que se sospeche que
aquel que
procede de este modo ve con gusto disturbios
que no
querría provocar, pero sí mantener
indefinidamente?
EGMONT (A punto de encolerizarse, se domina y habla
reposadamente al cabo de breve pausa).- No toda intención
es
manifiesta, y pueden ser ambiguas muchas intenciones
humanas.
De este modo, tiene uno que oír
por muchas
partes que la intención del rey, menos
que la de
regir las provincias conforme a las leyes
uniformes
y claras, asegurar la majestad de la religión
y dar a su
pueblo una paz general, es la de subyugarlo
incondicionalmente,
arrebatarle sus antiguas
franquicias,
hacerse dueño de sus propiedades, limitar
los
hermosos derechos de la nobleza, solamente
por los
cuales el noble quiere servir al rey,
consagrarse
a él en cuerpo y alma. La religión, se
dice, es
sólo como un tapiz magnífico, detrás del
cual se
preparan tanto más fácilmente aquellos peligrosos
proyectos.
El pueblo está de rodillas, adora
las santas
figuras trazadas en el tapiz, y desde detrás
acecha el
cazador que quiere atrapar a las gentes.
ALBA.-
¡Tener que oír esto de tus labios!
EGMONT.-
¡Esa no es mi opinión! Pero sí lo que
es dicho y
esparcido en voz alta, en diversos lugares,
por
grandes y pequeños, locos y sensatos. Los
neerlandeses
temen un doble yugo y ¿quién les garantiza
su libertad?
ALBA.- ¡Su
libertad! Hermosa palabra si es comprendida
rectamente.
¿Qué libertad quieren? ¿Cuál
es la
libertad del más libre?... ¡Hacer lo justo!... Y
eso no se
lo impedirá el rey. No, no es eso; creen
que no son
libres si no pueden dañarse a sí mismos
y a los
otros. ¿No sería mejor abdicar que gobernar
semejante
pueblo? Si nos aprietan los enemigos exteriores,
en los
cuales no piensa ningún ciudadano
que sólo
se ocupa de lo más inmediato, y si el rey
pide
asistencia, entonces se dividen entre sí y al
mismo
tiempo se conjuran con sus enemigos. Mucho
mejor es
oprimirlos para poder tratarlos como a
niños,
guiarlos como a niños hacia lo que sea mejor
para
ellos. Créeme que un pueblo no se hace nunca
viejo ni
sensato; un pueblo es siempre infantil.
EGMONT.- Lo
mismo que un rey alcanza rara vez
la edad de
la razón. Y siendo ellos muchos ¿no pre
ferirán
fiarse de muchos que de uno solo? Y ni siquiera
de uno
solo, sino de los pocos de ese uno, de
la gente
que se hace anciana bajo la mirada de su
señor.
Esos son los únicos que tienen derecho a ser
sensatos.
ALBA.-
Quizá precisamente porque no están entregados
a sí
mismos.
EGMONT.-
Por lo cual nadie querría entregarse a
ellos...
Haced lo que queráis; yo ya he respondido a
la
pregunta y repito: las cosas no se arreglan de ese
modo; no
se pueden arreglar. Conozco a mis paisanos.
Son gente
digna de pisar la tierra de Dios; cada
uno es
dueño de sí mismo, un reyezuelo, firme, activo,
capaz,
fiel, muy apegado a sus antiguos usos. Es
difícil
merecer su confianza; fácil el conservarla.
Tercos y
firmes. Puede apretárseles, pero no oprimirlos.
ALBA (Que mientras tanto más de una vez ha mirado en
torno suyo).- ¿Repetirás
todo esto en presencia del
rey?
EGMONT.-
Tanto peor si me intimidara su presencia.
Tanto mejor
para él y para su pueblo si me
diera
ánimos, si me infundiera confianza para decir
más aún.
ALBA.- Lo
que sea útil, puedo oírlo yo lo mismo
que él.
EGMONT.-
Le diría: el pastor puede llevar fácilmente
delante de
sí todo un rebaño de ovejas; el
buey
arrastra su yugo sin resistencia; pero tratándose
del noble
corcel que quieres montar, tienes que
aprender
sus pensamientos, tienes que no exigir de
él nada
que no sea sensato y exigirlo sensatamente.
Para eso
es para lo que el ciudadano desea conservar
su antigua
constitución, ser regido por sus paisanos,
porque
saben cómo conducirlo, porque
puede
esperar de ellos abnegación e interés por su
suerte.
ALBA.- Y
el gobernante ¿no tendrá poder para
cambiar
esas antiguas tradiciones? ¿No será esa precisamente
su más
bella prerrogativa? ¿Qué hay de
permanente
en este mundo? ¿Una organización política
deberá
serlo? En la serie de los tiempos, ¿no
es preciso
que se modifique toda situación humana,
y
precisamente por ello, una antigua constitución no
será causa
de mil males al no contener ya en sí el
estado
actual del pueblo? Temo que sean tan agradables
esos
antiguos derechos porque formen escondrijos
donde
pueda ocultarse o por donde pueda
escaparse,
con daño del pueblo y con daño del Estado,
el
prudente y el poderoso.
EGMONT.-
¿Y esos cambios arbitrarios, esas ilimitadas
intromisiones
del poder supremo, no son
augurio de
que uno quiere realizar lo que no deben
realizar
mil? Quiere hacerse libre a sí solo para satisfacer
cada uno
de sus deseos, para poder ejecutar
cada uno
de sus pensamientos. Y si confiamos plenamente
en él,
como en rey sabio y bueno, ¿puede
garantizarnos
a sus sucesores? ¿Puede respondernos
de que
nadie regirá sin consideraciones ni
miramientos?
Y entonces, ¿quién nos librará de la
mayor
arbitrariedad, si nos envía a sus servidores, a
sus más
próximos, para gobernar a capricho, sin
conocimiento
del país ni de sus necesidades, ya que
no
encuentran ninguna resistencia y se sienten libres
de toda
responsabilidad?
ALBA (Que de nuevo ha vuelto a mirar alrededor de sí).-
Nada más
natural sino que un rey piense en mandar
por sí
mismo, y prefiera confiar sus órdenes a los
que le
comprenden mejor, a los que quieren comprenderle
mejor y
ejecutan sin reservas su voluntad.
EGMONT.- Y
no es menos natural que el ciudadano
quiera ser
regido por aquel que ha nacido y se
ha criado
junto a él; que ha concebido el mismo
concepto
de lo justo y lo injusto que tiene él y a
quien puede
considerar como hermano suyo.
ALBA.- Y,
sin embargo, la nobleza repartió de modo
muy
desigual con esos hermanos suyos los bienes
del país.
EGMONT.-
Eso ocurrió hace muchos siglos y es
soportado
ahora sin envidia. Pero el que sin necesidad
fueran
enviados hombres nuevos que por segunda
vez
quisieran enriquecerse a expensas de la
nación, la
que se vería así expuesta a una codicia
despiadada,
audaz y sin freno, produciría una fermentación
que no es
fácil que se apaciguara espontáneamente.
ALBA.- Me
dices cosas que no debo oír, ya que
también yo
soy extranjero.
EGMONT.-
Ya el decírtelo muestra que no me refiero
a ti.
ALBA.-
Pero ni aun en este caso querría oírlo de tu
boca. El
rey me envió con la esperanza de que encontraría
aquí el
apoyo de la nobleza. El rey quiere
que se
haga su voluntad. El rey, después de profundas
reflexiones,
ha visto lo que le conviene al pueblo;
las cosas
no pueden quedar ni seguir como
hasta
ahora. La intención del rey es constreñir al
pueblo
para su propio bien; imponerle, si tiene, que
ser así,
su propia salud; sacrificar a los ciudadanos
dañosos a
fin de que los restantes encuentren paz y
puedan
gozar de la dicha de un sabio gobierno. Esta
es su
decisión; tengo orden de comunicárselo a la
nobleza; y
en su nombre, pido consejo acerca de
cómo debe
hacerse, no de lo que debe hacerse: pues
eso lo ha
resuelto ya el rey.
EGMONT.-
Por desgracia, tus palabras justifican
los
temores del pueblo, el temor general. Según eso,
él ha
decidido lo que ningún príncipe debía decidir.
Quiere
debilitar, deprimir, destruir la fuerza de su
pueblo,
sus ánimos, el concepto que tiene de sí
mismo,
para poder gobernarlo más fácilmente.
Quiere
deteriorar la íntima substancia de su carácter,
sin duda
con la idea de hacerlo más feliz. Quiere
aniquilarlo,
para que sea algo, alguna otra cosa. ¡Oh!
¡Si su
intención es buena, está descarriada! No se
opone uno
al rey; sólo se le hacen objeciones al rey
que da los
primeros pasos desdichados para emprender
un mal
camino.
ALBA.-
Pensando de ese modo, parece vana toda
tentativa
para ponernos de acuerdo. Aprecias poco
al rey y
tienes una despreciativa idea de sus consejeros,
si dudas
de que todo está ya pensado, comprobado
y pesado.
No tengo la misión de discutir una
vez más
las ventajas y los inconvenientes. Obediencia
es lo que
exijo del pueblo... Y de vosotros, los
primeros,
los más nobles de esta tierra, consejo y
ayuda como
garantía de que cumpliréis vuestro incondicionado
deber.
EGMONT.-
Pues pide nuestras cabezas y ya queda
todo hecho
de una vez. Tener que inclinar la cerviz
ante ese
yugo o doblarla ante el hacha, puede ser
igual para
un espíritu noble. Es inútil que haya hablado
tanto: he
agitado el aire sin otro resultado.
FERNANDO (Entra).- Perdonad que interrumpa
vuestra
conversación. Hay aquí una carta cuyo portador
pide
respuesta insistentemente.
ALBA.-
Permitid que vea lo que contiene. (Apártase
a un lado.)
FERNANDO
(A Egmont).- Es un hermoso caballo
el que han
traído vuestras gentes para recogeros.
EGMONT.-
No es de los peores. Hace ya algún
tiempo que
lo tengo; pienso deshacerme de él. Si os
agrada,
acaso nos pongamos de acuerdo.
FERNANDO.-
Bueno, ya veremos.
(ALBA hácele una seña a su hijo, que se retira hacia el fondo.)
EGMONT.-
Adiós. Dame licencia para partir, pues
¡pardiez
que no sabría ya decir ninguna otra cosa.
ALBA.-
Felizmente la casualidad te ha impedido
que
siguieras haciendo aún mayor traición a tu pensamiento.
Con
imprudencia revelaste los pliegues de
tu corazón
y te acusaste a ti mismo mucho más severamente
de lo que
hubiera podido hacerlo ningún
adversario
que te odiara.
EGMONT.-
Ese reproche no me alcanza; me conozco
lo
bastante para saber hasta qué punto pertenezco
al rey;
mucho más que muchos que se sirven
a si
mismos al servicio del monarca. De mala
gana
termino esta discusión sin verla resuelta, y sólo
deseo que
pronto pueda unirnos el servicio del señor
y el bien
del país. Acaso en una nueva entrevista,
con la
presencia de los restantes príncipes que
hoy
faltan, en un momento más feliz, se produzca lo
que hoy
parece imposible. Me alejo de ti con esta
esperanza.
ALBA (Al mismo tiempo que le hace una seña a su hijo).-
¡Detente,
Egmont!... ¡Tu espada!...
(Abrese la puerta del fondo: vese la galería llena de
guardias
que permanecen inmóviles.)
EGMONT (Que durante un momento guarda silencio,
asombrado).- ¿Era éste tu
propósito? ¿Para eso me
has hecho
llamar? (Echando mano a la espada como si
quisiera defenderse.) ¿Estoy, pues,
sin armas?
ALBA.- El
rey lo dispone: eres mi prisionero.
(Al punto entran hombres de armas por ambos lados.)
EGMONT (Después de un silencio).- ¿El
rey?... ¡Orange!
¡Orange!
(Después de una pausa, tendiendo su
espada.)
¡Tómala! ¡Mucho más ha defendido la causa
del rey
que protegido este pecho! (Sale por la
puerta
del centro: síguenle las gentes de armas que hay en la
habitación;
también el hijo de ALBA. ALBA queda inmóvil. Cae
el telón.)
ACTO QUINTO
CALLE
Anochecer. CLARITA,
BRACKENBURG,
CIUDADANOS
BRACKENBURG.-
¡Por el amor de Dios! ¿Qué te
propones,
amiga mía?
CLARITA.-
¡Ven conmigo Brackenburg! No conoces
a la
gente; de fijo que lo ponemos en libertad.
Pues ¿qué
cosa hay comparable con el cariño que le
tienen?
¡Podría jurarlo! No hay nadie que no sienta
en sí un
ardiente impulso de salvarlo, de alejar todo
peligro de
su preciosa vida y devolver la libertad al
más libre
de todos los hombres. ¡Ven! Sólo falta
una voz
que los convoque. En sus almas palpita aún
vivamente
la idea de lo que le son deudores. Y saben
que sólo
su brazo poderoso los mantiene apartados
de la
perdición. Tienen que arriesgarlo todo
por él y
por sí mismos. Y ¿qué arriesgamos nosotros?
Cuando
más, nuestra existencia, que no merece
la
molestia de ser conservada, si él perece.
BRACKENBURG.-
¡Desgraciada! No ves el poder
que nos ha
encadenado con sus ligaduras de bronce.
CLARITA.-
No me parece invencible. No perdamos
más tiempo
en vanas palabras. Aquí vienen
algunos de
los antiguos, íntegros y valerosos varones.
¡Oíd,
amigos míos! ¡Escuchad, vecinos!... Decidme,
¿qué ha
sido de Egmont?
CARPINTERO.-
¿Qué quiere esa criatura? ¡Hacedla
callar!
CLARITA.-
Aproximaos, para que hablemos en voz
baja hasta
que estemos de acuerdo y seamos los más
fuertes.
No debemos perder ni un momento. La insolente
tiranía
que se atreve a encadenarlo saca ya el
puñal para
darle muerte. ¡Oh, amigos míos! con cada
paso que
avanza el crepúsculo me siento más
acongojada.
Le temo a esta noche. ¡Venid, repartiremos
entre
nosotros la tarea; iremos con rápido
paso de
barrio en barrio, convocando al vecindario!
Que cada
cual empuñe sus antiguas armas. Nos reu
nimos en
la plaza del mercado y lo arrolla todo
nuestro
torrente. Los enemigos se ven envueltos y
sumergidos
por nuestras oleadas y se ahogan en
medio de
ellas. ¿Cómo podría resistírsenos un puñado
de
esclavos? Y regresa él en medio de nosotros;
vedlo ya
libertado y por una vez tiene que
agradecernos
algo a nosotros que tan grandes deudas
tenemos
con él. Acaso vuelva a ver... De fijo,
verá los
primeros arreboles del alba bajo un libre
cielo.
CARPINTERO.-
¿Qué te pasa, muchacha?
CLARITA.-
¿Es posible que no me comprendáis?
Hablo del
conde. De quien hablo es de Egmont.
JETTER.-
No pronuncies ese nombre. Hiere mortalmente.
CLARITA.-
¡El nombre no! ¿Cómo? ¿Su nombre
no? ¿Quién
no lo cita en toda ocasión? ¿Dónde no
se
encuentra escrito? En esas estrellas, he solido
leerlo con
todas sus letras. ¿No pronunciar su nombre?
¿Qué
quiere decir eso? Amigos queridos y fieles
vecinos,
estáis dormidos; recobrad vuestra razón.
No me
miréis tan yertos y acongojados. No
apartéis
tímidamente las miradas a una y otra parte.
No hago
más que clamar ante vosotros lo que todo
el mundo
desea. Mi voz, ¿no es la misma voz de
vuestro
corazón? ¿Quién de vosotros, en esta noche
de
espanto, no se postrará de rodillas, antes de subir
a su
intranquilo lecho, para alcanzar esto del cielo
con severa
plegaria? ¡Preguntaos unos a otros! ¡Que
cada cual
se interrogue a sí mismo! Y ¿quién no exclamará
conmigo:
«La libertad de Egmont o la
muerte»?
JETTER.-
¡Dios nos asista! Va a haber una desgracia.
CLABITA.-
¡Quedaos, quedaos aquí! Y no os hagáis
atrás al
escuchar un nombre que tan gozosamente
os hacía
correr hacia donde sonaba en otro
tiempo...
Cuando anunciaba la voz pública, cuando
se decía:
«¡Viene Egmont! ¡Viene de Gante!» se
consideraban
dichosos los habitantes de las calles
por donde
tenía que pasar. Y cuando se oían resonar
las
pisadas de sus caballos, cada cual arrojaba la
labor en
que estuviera trabajando, y sobre los preocupados
semblantes
que mostrabais a las ventanas,
extendíase,
como rayo de sol, una mirada de alegría
y
esperanza brotada de su rostro. Entonces, en el
umbral de
vuestra puerta, levantabais en brazos a
vuestros
hijos y les decías, señalando hacia él: «Mira,
ese es
Egmont; el más grande de todos. Ese e ese es;
gracias a
él podréis esperar que viviréis mejores
tiempos
que los que tuvieron vuestros pobres padres.
» No
dejéis que vuestros hijos puedan alguna
vez
preguntaros: «¿Qué fue de aquel hombre?
¿Dónde
están los tiempos que nos prometíais?»...
Pero ¡aun
estamos pronunciando palabras! ¡Aun
estamos
ociosos! ¡Haciéndole traición!
SOEST.-
¿No os da vergüenza, Brackenburg? ¡No
la dejéis
continuar! ¡Prevenid un gran daño!
BRACKENBURG.-
Querida Clarita, retirémonos.
¿Qué dirá
vuestra madre? Quizá...
CLARITA.-
¿Crees que soy una niña o una loca?
¿Qué
quieres decir con ese «quizá»?... No me arrancas
de esta
terrible certidumbre con ninguna esperanza...
Debéis
oírme y lo haréis; pues, bien lo veo,
estáis
consternados y no sois capaces de hallar
vuestra
propia voluntad en el interior de vuestro
pecho. A
través del peligro actual, lanzad sólo una
mirada
hacia el pasado, hacia el más inmediato pasado.
Dirigid
vuestro pensamiento hacia el porvenir.
¿Sois
capaces de vivir? ¿Lo seréis si él perece? Con
su aliento
se exhala el último hálito de libertad.
¿Qué no
era él para vosotros? ¿Por quiénes no se
expuso a
los más apremiantes peligros? Sólo por
vosotros
han vertido sangre sus heridas y han tornado
a curarse.
Al alma grande, que contuvo en sí
las de
todos vosotros, aprisionándole los muros de
un
calabozo, y en torno a ella flota el horror de un
pérfido
asesinato. Acaso piensa en vosotros, confía
en
vosotros, él que está habituado a dar todo lo suyo
y a colmar
todos vuestros deseos.
CARPINTERO.-
Venid, compadre.
CLARITA.-
No tengo yo brazos y fuerzas como
vosotros;
pero tengo lo que os falta a todos: valor y
desprecio
del peligro. ¡Si pudiera inflamaros con mi
aliento!
¡Si oprimiéndoos contra mi pecho pudiera
daros mi
calor y ánimos! ¡Venid! ¡Quiero ir en medio
de
vosotros!... Igual que una bandera indefensa,
flotando
sobre él, guía a un noble ejército de guerreros,
así mi
espíritu debe flamear sobre vuestras cabezas
y el amor
y la valentía unirán al pueblo
vacilante
y disperso, formando un espantable ejército.
JETTER.-
Llevadla de aquí; me da pena.
(Vanse los ciudadanos.)
BRACKENBURG.-
¡Clarita! ¿no ves dónde estamos?
CLARITA.-
¿Dónde? Bajo el cielo que con tanta
frecuencia
parecía tender su bóveda de modo aun
más
solemne cuando el gran hombre pasaba bajo
ella. En
esas ventanas, para mirarlo, se amontonaban
cuatro,
cinco cabezas, unas sobre otras; en estas
puertas,
todos se inclinaban reverentes cuando él
lanzaba
una mirada a esos mandrias. ¡Oh!, ¡tanto
los quería
yo por el modo como lo veneraban! Si
hubiera
sido un tirano, estaría bien que lo hubieran
dejado
solo en su caída. Pero ¡a él lo amaban!...
¡Oh!,
¿manos que sabéis saludar con la gorra no
podrías
también empuñar una espada?... Brackenburg,
¿y
nosotros?... ¿Les hacemos reproches a
los
otros?... Y estos brazos, que lo han estrechado
tantas
veces, ¿qué hacen por él?... La astucia ha logrado
alcanzar
tantas cosas en el mundo... Tú conoces
las
entradas y salidas, conoces el viejo palacio.
Nada hay
imposible; aconséjame.
BRACKENBURG.-
¡Si nos fuéramos a casa!
CLARITA.-
Está bien.
BRACKENBURG.-
Allí, en la esquina, veo una patrulla
de Alba;
deja que la voz de la razón penetre en
tu pecho.
¿Me tienes por cobarde? ¿No crees que
sabría
morir por ti? Estamos los dos locos; yo lo
mismo que
tú. ¿No comprendes que es imposible?
¡Si te
serenaras! Estás como enajenada.
CLARITA.-
¿Enajenada? ¡Qué abominación! Brackenburg,
sois
vosotros los que estáis enajenados.
Cuando
aclamabais con altos clamores al héroe y le
llamabais
vuestro amigo y protector y vuestra esperanza;
cuando
gritabais ¡viva! a su paso, estaba yo
en mi
rincón, entreabría la ventana, me ocultaba,
acechando
lo que ocurría, y el corazón me latía con
mayor
fuerza que a todos vosotros. Ahora palpítame
otra vez
más fuertemente que a todos vosotros.
Os
ocultáis a la hora del peligro, renegáis de él y no
comprendéis
que perecéis sí él sucumbe.
BRACKENBURG.-
Ven a casa.
CLARITA.-
¿A casa?
BRACKENBURG.-
¡Vuelve en ti! ¡Mira a tu alrededor!
Estas son
las calles que sólo recorrías en domingo,
por las
que ibas honestamente a la iglesia, y
te
enojabas, con un excesivo pudor, si me acercaba a
ti con una
amistosa palabra de saludo. Y ahora tú
misma te
paras en la calle y hablas y actúas a los
ojos de
todo el mundo. ¡Vuelve en ti, amor mío!
¿De qué
puede servir eso?
CLARITA.-
¡A casa! Sí; ahora vuelvo en mí. Ven,
Brackenburg;
a casa. ¿Sabes tú dónde está mi patria?
(Vanse.)
PRISIÓN
Iluminada por una lámpara; al fondo un camastro.
EGMONT (Solo).- Antiguo amigo, sueño
siempre
fiel,
¿también tú huyes de mí como los restantes
amigos?
Con qué gusto descendías sobre mi libre
frente y
refrescabas mis sienes, como hermosa corona
de mirtos
del amor. En medio de las armas,
sobre el
oleaje de la vida, reposaba yo entre tus brazos,
alentando
levemente como florido niño. Cuando
mugía la
tormenta entre hojas y ramaje y
oscilaban
crujientes los troncos y las copas de los
árboles,
el centro del corazón permanecía siempre
inconmovible.
¿Qué te agita ahora? ¿Qué estremece
tu razón,
firme y fiel? Bien lo siento; es el ruido del
hacha
mortífera que ataca mis raíces. Aun me mantengo
en pie y
un escalofrío interior recorre mi ser.
Sí;
triunfa la fuerza traidora, va minando el tronco,
firme y
alto, y antes de que se seque la corteza, su
frondosa
copa se vendrá abajo con estallidos y estruendo.
¿Por qué
ahora, tú, que con tanta frecuencia has expulsado
de tu
cabeza preocupaciones poderosas,
como si
fueran pompas de jabón, no eres capaz de
espantar
los presentimientos que en mil formas surgen
y caen
sobre ti? ¿Desde cuándo te parece temerosa
la muerte,
con cuyas mudables imágenes vivías
tan sereno
como con los demás espectáculos habituales
de la
tierra?... Cierto que esta vez no se te presenta
como veloz
enemigo contra el cual el corazón
sano se
lanza para defenderse; la prisión, imagen de
la tumba,
es tan repulsiva al héroe como al cobarde.
Cosa
irresistible era ya para mí, en mi mullido sillón,
cuando en
una importante asamblea los príncipes
deliberaban
largamente, con discursos llenos de repeticiones,
acerca de
cosas fáciles de resolver, y entre
los
solemnes muros de la sala, las vigas del techo
me
oprimían gravemente. Entonces, tan pronto como
me era
posible, corría fuera de allí, y al punto
saltaba
sobre mi caballo respirando hondamente. Y
partía a
galope hacia donde nos hallamos en nuestro
elemento;
hacia el campo, donde aspiramos los inmediatos
beneficios
de la naturaleza, que se exhalan
de la
tierra, y todas las bendiciones de los astros,
que se
vierten de los cielos; donde, semejantes al
gigante
hijo de la tierra, nos alzamos más robustos
después
del contacto con nuestra madre; donde sabemos
sentir a
la humanidad y experimentamos en
todas
nuestras venas los deseos del hombre; donde
el afán de
sobresalir, de triunfar, de hacer presa, de
ejercitar
sus puños, de poseer, de dominar, hierve
en el alma
del joven cazador; donde el soldado, con
rápido
paso, se atribuye su nativo derecho sobre
todas las
cosas, y con temible libertad, lo mismo que
una nube
de pedrisco, recorre, devastándolos, prados,
sembrados
y bosques, y no reconoce linde impuesta
por la
mano del hombre.
No eres
más que una imagen, soñado recuerdo de la
dicha que
poseí durante tanto tiempo. ¿Adónde te
ha
conducido el destino traidor? ¿Niégase éste a
concederte
una jamás temida muerte rápida, bajo la
faz del
sol, para prepararte, en la infecta podredumbre
del
calabozo, un anticipo del sabor de la tumba?
¡Qué
repulsivamente se exhala para mí de todas estas
piedras!
Paralízase ya la vida; el pie se espanta
ante esta
yacija como ante la sepultura...
¡Oh,
zozobra, zozobra, que comienzas el asesinato
antes de
tiempo, apártate de mí!... ¿Cómo ha de estar
solo
Egmont, tan completamente solo en este
mundo? Es
la duda lo que te deja desamparado, no
la dicha.
¿Ha desaparecido la justicia del rey, en la
que
confiaste durante toda tu vida? ¿Ha desaparecido
la amistad
de la gobernadora, que casi (bien
puedes
confesártelo) casi era un amor? ¿Han des
aparecido
de repente, como un brillante meteoro
nocturno,
y te abandonan solitario en el tenebroso
sendero?
¿Orange, al frente de sus amigos, no pensará
en
arriesgarse a hacer una tentativa? ¿No se
reunirá la
masa del pueblo para libertar con fuerzas
crecientes
a su antiguo amigo?
¡Oh muros,
que me mantenéis encerrado, no impidáis
que
lleguen hasta mí los benévolos impulsos
de tantos
espíritus! Y aquella valentía que en otro
tiempo
vertían mis ojos sobre ellos, que vuelva ahora
de sus
corazones al mío. ¡Oh, sí! ¡Se agitan por
millares!
¡Vienen! ¡Se hallan a mí lado! Sus piadosos
deseos se
precipitan suplicantes hacia el cielo e imploran
un
milagro. Y si no desciende un ángel para
salvarme,
los veo empuñar sus lanzas y espadas. Las
puertas se
hienden, saltan las cadenas, los muros se
derrumban
bajo el impulso de sus manos y Egmont
asciende
alegremente al encuentro del naciente día
de la
libertad. ¡Cuántos rostros conocidos me reciben
con
aclamaciones! ¡Ay, Clarita, si fueras hombre,
de fijo
que te vería aquí antes que a nadie y te
debería lo
que es duro tener que deberle a un rey, la
libertad!
CASA DE CLARITA
CLARITA (Sale de su cuarto con una lámpara y un vaso de
agua, pone el vaso sobre la mesa y se acerca a la ventana).-
¿Sois vos,
Brackenburg?... ¿Qué fue entonces lo que
oí? ¿Nadie
todavía? ¡No era nadie!... Quiero poner
la lámpara
en la ventana para que vea que estoy despierta
todavía,
que todavía espero por él. Me prometió
traerme
noticias ¿Noticias? ¡Espantosa
certidumbre!.
¡Egmont sentenciado!... ¿A qué tribunal
le es
lícito mandarlo comparecer ante sí? ¡Y lo
condenan!
¿Lo condena el rey? ¿O el duque? Y la
gobernadora
se retira. Orange vacila, y todos sus
amigos...
¿Es éste el mundo de cuya inconstancia e
infidelidad
tanto oí hablar, sin haberla jamás experimentado?
¿Es éste
el mundo?... ¿Quién sería lo
bastante
perverso para sentir encono contra el mejor
de los
hombres? ¿Sería la malicia bastante poderosa
para
abatir rápidamente a quien es venerado
por todos?
Pues así es... así... ¡Oh Egmont! ¡Tan
seguro te
creía yo ante Dios y los hombres como
cuando
estabas entre mis brazos! ¿Qué era yo para
ti? Me
llamaste tuya y consagré a tu vida toda mi
vida ¿Qué
soy ahora? En vano tiendo las manos
hacia la
red que te aprisiona. ¡Tú indefenso y yo li
bre! Aquí
está la llave de mi puerta. Depende de mi
arbitrio
mi entrar y mi salir y no te sirvo de nada!
¡Oh,
amarradme para que no me desespere; arrojadme
en el más
profundo calabozo, para que golpee
mi frente
contra sus húmedos muros, gima por
la
libertad, sueñe en la forma como querría libertarle
si no me
paralizaran las cadenas, en la forma como
le
libertaría!... Ahora estoy libre y en la libertad
siento la
angustia de mi flaqueza... Yo misma sé que
no soy
capaz de dar un paso para socorrerle. ¡Ay,
por
desdicha, también esa pequeña parte de tu ser
que se
llama Clarita, está, como tú, aprisionada, y
lejos de
ti, consume en mortales convulsiones sus
últimas
fuerzas!... Oigo que alguien avanza con cautela,
que
tose... Brackenburg... ¡Él es!... Hombre
bueno y
desgraciado, tu suerte sigue siendo siempre
la misma;
tu amada te abre su nocturna puerta, pero
¡ay! que
sólo es para una cita siniestra.
Entra BRACKENBURG
CLARITA.-
¡Vienes tan pálido y tembloroso,
Brackenburg!
¿Qué sucede?
BRACKENBURG.-
He venido a encontrarte a través
de rodeos
y peligros. Las calles principales están
ocupadas;
a escondidas llego junto a ti, deslizándome
por
revueltas y callejuelas.
CLARITA.-
Dime, ¿qué ocurre?
BRACKENBURG
(Sentándose).- ¡Ay Clara, déjame
llorar! Yo
no lo amaba. Era hombre rico y atraía
hacia
mejores praderas a la única oveja del pobre.
Pero jamás
lo maldije; Dios me creó de condición
fiel y
tierna. Mi vida se deslizaba en el dolor y esperaba
perecer
cada día.
CLARITA.-
¡Olvida eso, Brackenburg! Olvídate de
ti mismo.
¡Háblame de él! ¿Es verdad? ¿Está sentenciado?
BRACKENBURG.-
Sí; lo está. Lo sé con certeza.
CLARITA.-
Y ¿vive todavía?
BRACKENBURG.-
Sí; todavía vive.
CLARITA.-
¿Cómo puedes asegurarlo?... La tiranía
asesina
nocturnamente al hombre excelso; su sangre
se derrama
a escondidas de todas las miradas. En
congojoso
sueño descansa el pasmado pueblo y
sueña con
salvarle, sueña con la realización de su
estéril
deseo; mientras tanto su espíritu abandona el
mundo,
enojado con nosotros... ¡Ya no existe!...
¡No me
engañes! ¡No te engañes a ti mismo!
BRACKENBURG.-
No, no; es seguro que vive todavía...
Por
desgracia, el español le prepara al pueblo
que quiere
pisotear un espectáculo terrible, ca
paz de
abrumar para siempre a todo corazón que se
agite por
la libertad.
CLARITA.-
Prosigue y pronuncia también serenamente
mi
sentencia de muerte. Me acerco cada
vez más a
los campos de la bienaventuranza; desde
aquellas
comarcas de paz, llega hasta mí un hálito
consolador.
Habla.
BRACKENBURG.-
Por la presencia de patrullas,
por
ciertas frases oídas ya en un sitio, ya en otro,
pude
comprender que en la plaza del mercado se
preparaba
secretamente algo espantoso. Me deslicé
por
caminos desviados, por pasajes de mí conocidos,
hasta la
casa de mi primo, y por una ventana de
la parte
de atrás miré hacia la plaza del mercado...
Humeaban
algunas antorchas en un vasto círculo de
soldados
españoles. Agucé mi vista deshabituada, y
del seno
de la noche surgió ante mí un negro patíbulo,
espacioso,
elevado; me estremecí ante aquel
espectáculo.
Activamente trabajaba mucha gente en
torno a él
para ocultar, envolviéndolo en paños negros,
lo que aún
era visible de la blanca armadura de
madera.
Por último, también forraron de negro las
escaleras,
lo vi perfectamente. Parecían estar preparando
la
celebración de un atroz sacrificio. Un blanco
crucifijo,
que a través de la noche brillaba como
plata, fue
puesto en alto a uno de los lados. Yo miraba
y miraba,
cada vez más seguro de la terrible
certidumbre.
Aun vacilaban aquí y allá algunas antorchas;
una a una
se fueron retirando y extinguiendo.
De pronto,
al apagarse la última, el abominable
engendro
de la noche reintegróse otra vez a su materno
seno.
CLARITA.-
¡Silencio, Brackenburg! ¡Ahora, silencio!
Deja que
este velo descienda sobre mi alma.
Han
desaparecido los fantasmas; y tú, benigna noche,
préstale
tu manto a la tierra, que fermenta en su
interior;
no soporta por más tiempo esa carga espantosa;
abre en sí
misma, entre convulsiones, profundas
hendiduras,
y se traga, entre crujidos, esa
armazón de
muerte. Y el Dios, a quien han ultrajado
haciéndole
testigo de sus furores, envía a alguno de
sus
ángeles; al contacto del celeste mensajero despréndense
cerrojos y
cadenas, y la celestial criatura
derrama un
suave resplandor en torno a mi amigo;
dulce y
silenciosamente lo guía hacia la libertad a
través de
la noche. Y también mi camino, por esa
obscuridad,
llévame a juntarme con él, en secreto.
BRACKENBURG
(Deteniéndola).- ¿Adónde vas, hija
mía? ¿Qué
te atreves a hacer?
CLARITA.-
Despacito, despacio, amigo mío; que
nadie se
despierte; que no nos despertemos a nosotros
mismos.
¿Conoces este frasco, Brackenburg?
Te lo
quité, bromeando, una vez en que me amenazabas
impaciente,
como lo hacías con frecuencia,
con una
muerte voluntaria. Y ahora, amigo mío...
BRACKENBURG.-
¡Por todos los santos!
CLARITA.-
No puedes impedirlo. La muerte es mi
destino.
Cencédeme que tenga la dulce y rápida
muerte que
te preparabas a ti mismo. ¡Dame la mano!...
En el
momento en que abro la obscura puerta
del mundo
de donde no se regresa, ojalá pueda decirte
con este
apretón de manos cuánto te he querido
y cuánto
te he compadecido. Mi hermano se me
murió
joven; te escogí para ocupar su puesto. Tu
corazón se
opuso a ello y nos atormentó a los dos;
deseaste
con ardor, cada vez más ardientemente, lo
que no te
estaba destinado. ¡Perdóname y adiós!
Déjame
llamarte hermano. Es un nombre que abarca
dentro de
sí otros muchos nombres. Recibe con
fiel
corazón la última y bella flor de los que se separan..
. Recibe
este beso... La muerte junta a todos,
Brackenburg;
también nos reunirá a nosotros.
BRACKENBURG.-
Pues déjame morir contigo.
¡Reparte!
¡Reparte! Es suficiente para extinguir dos
vidas,
CLARITA.-
¡Detente! Tú debes vivir, tú puedes vivir...
Sostén a
mi madre, que sin ti se consumiría en
la
pobreza. Sé para ella lo que ya no puedo ser yo;
vivid
juntos y llorad por mí. Llorad por la patria y
por el
único que hubiera podido sostenerla. La generación
actual no
se verá libre de esta cuita; ni el
mismo
furor de la venganza podrá aniquilarla. Vivid,
desdichados,
vivid todavía, un tiempo que ya
no es
tiempo. El mundo se queda hoy paralizado de
repente;
detiénese su curso y apenas late por algunos
minutos
más mi pulso. ¡Adiós!
BRACKENBURG.-
¡Oh!, vive con nosotros, como
nosotros
viviremos sólo para ti. Nos matas al darte
muerte.
¡Oh, vive y sufre! Estaremos constantemente
a tu lado,
y el amor, siempre previsor, te preparará
con sus
vivientes brazos los más hermosos
consuelos.
¡Sé nuestra! ¡Nuestra! No me es lícito
decir mía.
CLARITA.-
Despacio, Brackenburg. ¿No sientes lo
que
hieres? Donde aparece para ti la esperanza sólo
hay para
mí la desesperación.
BRACKENBURG.-
Comparte la esperanza de los
vivientes.
Detente al borde del abismo, mira a su
fondo y vuelve
la vista hacia nosotros.
CLARITA.-
He vencido; no vuelvas otra vez a llevarme
al
combate.
BRACKENBURG.-
Estás aturdida; envuelta en la
noche
buscas el precipicio. Aun no se ha extinguido
toda luz;
aun habrá más de un día...
CLARITA.-
¡Desdichado! ¡Desdichado! ¡Desdichado
de ti! Has
desgarrado Cruelmente la venda de
mis ojos.
Sí; amanecerá el día; en vano tiende en
torno a sí
todas las nieblas y amanece contra su voluntad.
Con temor
mira por la ventana el ciudadano;
la noche
deja tras sí una sombra negra; mira más
despacio,
y el patíbulo, aun más espantable, se alza y
crece bajo
la luz del día. Sufriendo nuevamente todos
sus
dolores, la profanada imagen de Dios levanta
al padre
sus ojos suplicantes. El sol no osa
mostrarse;
no quiere señalar la hora en que el excelso
debe
morir. Perezosamente recorren su camino
las agujas
del reloj y una hora suena tras la otra...
¡Deteneos!
¡Deteneos! ¡Ahora es el momento! Los
celajes de
la mañana me hacen refugiarme en la sepultura.
(Se acerca a la ventana como para mirar fuera y
bebe a escondidas el veneno.)
BRACKENBURG.-
¡Clara! ¡Clara!
CLARITA (Va hacia la mesa y bebe agua del vaso). ¡Aquí
tienes el
resto. No te invito a seguirme. Haz lo que
debes,
adiós. Apaga esa lámpara sin ruido y sin demora;
voy a
descansar. Márchate de puntillas y cierra
la puerta
cuando hayas salido. ¡Silencio! ¡No
despiertes
a mi madre! ¡Vete! ¡Sálvate! ¡Sálvate, si
no quieres
pasar por mi asesino! (Vase.)
BRACKENBURG.-
La última vez me deja como
siempre.
¡Oh ¡Si un alma humana pudiera sentir
hasta qué
punto puede ser desgarrado un corazón
amante! Me
deja solo, entregado a mí mismo; y la
muerte y
la vida son igualmente odiosas para mí...
¡Morir
solo!... ¡Llorad, los que amáis! Ninguna
suerte más
dura que la mía. Reparte conmigo la bebida
mortal y
me manda fuera, lejos de su presencia.
Me lleva
tras sí y me rechaza otra vez hacia la vida.
¡Oh,
Egmont! ¡Qué envidiable destino te ha tocado
en suerte!
Ella te precede; recibirás de su mano la
corona de
la victoria; trae a tu encuentro a todo el
cielo... Y
¿debo yo seguirlos? ¿Volver a ser dejado a
un lado?
¿Llevar conmigo a aquellas moradas la envidia
inextinguible?...
Ya no hay nada que me retenga
en la
tierra, y el infierno y el cielo me ofrecen
igual
tormento. ¡Qué grata sería para el desdichado
la
terrible mano del aniquilamiento!
(Vase BRACKENBURG; la escena queda sin mudarse
durante algún tiempo. Comienza a sonar una música que
expresa la muerte de CLARITA; la lámpara, que
BRACKENBURG
olvidó apagar, lanza aún algunos
destellos
y extínguese después. Entonces la escena se convierte en la
PRISIÓN
EGMONT yace dormido en el camastro. Prodúcese un ruido
de llaves y se abre la puerta. Entran servidores con
antorchas;
FERNANDO, el hijo de Alba, y SILVA, acompañados
de hombres de armas. EGMONT se despierta sobresaltado.
EGMONT.-
¿Quién sois los que espantáis despiadadamente
el sueño
de mis ojos? ¿Qué me anuncian
vuestras
miradas vacilantes y graves? ¿Por qué este
espantable
cortejo? ¿Qué temeroso sueño venís a
fingir
ante mi espíritu semidespierto?
SILVA.-
Nos manda el duque para notificarte la
sentencia.
EGMONT.-
¿Traes también el verdugo que debe
ejecutarla?
SILVA.-
Escúchala y sabrás lo que te espera.
EGMONT.-
¡Bien propio de vosotros y de vuestra
vergonzosa
empresa! Concebida de noche y de noche
ejecutada.
Bien hace en ocultarse este insolente
acto de
injusticia.. . Avanza osadamente, tú, el que
trae la
espada envuelta en su capa; aquí está mi cabeza,
la más
libre que jamás haya segado de un
tronco la
tiranía.
SILVA.- Te
equivocas. Lo que justos jueces han
resuelto,
no se ocultará de la faz del día.
EGMONT.-
Por tanto, la insolencia va más allá de
toda idea
y concepto.
SILVA (Coge la sentencia de manos de uno de los asistentes,
la despliega y lee).- «En nombre
del rey y en virtud de
poder
especial a nosotros transmitido por Su Majestad
para
juzgar a todos sus súbditos de cualquier
condición
que sean, inclusive a los caballeros del
Toisón de
oro... »
EGMONT.-
¿Puede el rey transmitir ese poder?
SILVA.-
«Después de una investigación preliminar,
suficiente
y legítima, a ti, Enrique, conde de Egmont
y príncipe
de Gavre, te declaramos reo de alta traición,
y
pronunciamos la sentencia de que al apuntar
el día,
bien temprano, seas llevado de la prisión a la
plaza del
mercado y allí, a presencia del pueblo, para
advertencia
de todos los traidores, seas decapitado
con la
espada. Dado en Bruselas, a... (La
fecha y el año
son leídos confusamente de modo que no los comprendan los
espectadores.) Fernando, duque de Alba,
presidente del
Tribunal
de los Doce.» Ya sabes, pues, tu suerte; te
queda poco
tiempo para prepararte a ella, arreglar
tus
asuntos y despedirte de los tuyos.
(Vase SILVA con la escolta. Queda FERNANDO con
solo dos antorchas; la escena está tenuemente iluminada.)
EGMONT (Permanece inmóvil algún tiempo sumido en sus
pensamientos, y deja salir a SILVA sin mirar hacia él. Créese
solo, y al levantar los ojos descubre al hijo de Alba).- ¿Te
has
quedado aquí?
¿Quieres
aumentar con tu presencia mi espanto y mi
asombro?
¿Acaso todavía pretendes llevarle a tu
padre la
grata embajada de que me desespero cobardemente?
¡Vete!
¡Díselo! Dile que no nos engaña
ni al
mundo ni a mí. De él, ambicioso de gloria, se
murmurará
primero a sus espaldas, después se hablará
en voz
alta, cada vez más alta, y, cuando haya
caído de
la cima en que se encuentra, millares de
voces lo
gritarán contra él: no fue el bien del Estado,
ni la
dignidad del rey, ni la paz de las provincias,
lo que le
trajo aquí. Por su propio interés aconsejó
la guerra,
para que el militar adquiriera poder por la
guerra. Ha
provocado esta monstruosa perturbación
para hacerse
necesario. Y yo perezco víctima de su
bajo odio,
de su mezquina envidia. Sí, lo sé y me es
lícito
decirlo; el moribundo, el herido de muerte,
puede
decirlo: en su vanidad me tenía envidia; largo
tiempo ha
preparado y meditado mi aniquilación.
Ya cuando
éramos jóvenes, si jugábamos a los dados
y los
montones de oro, uno tras otro, pasaban
rápidamente
de su lado al mío, se levantaba furioso,
fingía
indiferencia, y en su interior se consumía de
cólera,
más por mi buena suerte que por su propia
pérdida.
Aun veo su relampagueante mirada, su pérfida
palidez,
cuando en una fiesta pública, ante millares
de
personas, nos disputamos el premio de
tiro. Me
desafió y ambas naciones presenciaban el
lance;
españoles y neerlandeses apostaban y manifestaban
en voz
alta sus deseos. Vencílo; su bala no
dió en el
blanco, pero sí la mía; un clamoroso grito
de júbilo
de mis gentes desgarró los aires. Ahora me
alcanza la
bala que entonces erró el blanco. Dile que
lo sé, que
lo conozco, que el mundo desprecia todo
trofeo de
victoria que un espíritu mezquino se haya
erigido
por la astucia. ¡Y tú!... Si le es posible a un
hijo
separarse de las costumbres de su padre, ejer
cítate a
tiempo en la vergüenza, avergonzándote de
aquel a
quien con todo corazón querrías venerar.
FERNANDO.-
Te escucho sin interrumpirte. Tus
reproches
caen como golpes de maza sobre un yelmo;
siento la
conmoción, pero estoy armado. Me
aciertas,
pero no me hieres; sólo soy sensible al dolor
que me
desgarra el pecho. ¡Ay de mí! ¡Ay! He
vivido
hasta hoy para ser testigo de esto; he sido
enviado
para presenciar tal espectáculo.
EGMONT.-
¿Prorrumpes en quejas? ¿Qué te aflige?
¿Qué te
afecta? ¿Es un tardío arrepentimiento
por haber
prestado tus servicios en esta deshonrosa
conjura?
Eres muy joven y tienes bella presencia.
¡Mostraste
tanta confianza, tanta amistad hacia mí!
Mientras
te miraba, me sentía reconciliado con tu
padre. Y
disimulando de ese modo, disimulando
más que
él, me atrajiste hacia el cepo. ¡Eres abominable!
Quien se
fía de él ya sabe que lo hace a su
propio
riesgo; pero ¿quién temería peligro alguno
confiándose
en ti? ¡Vete! ¡Vete! ¡No me arrebates
estos
escasos instantes! Vete para que me recoja en
mí mismo y
olvide al mundo y a ti el primero
FERNANDO.-
¿Qué podría decirte? Estoy aquí y
te
contemplo y no te veo ni me siento a mí mismo.
¿Debo
disculparme? ¿Debo asegurarte que sólo
muy tarde,
sólo en el último momento, fui conocedor
de las
intenciones del padre? ¿Que procedí
como un forzado
e inanimado instrumento de su
voluntad?
¿De qué serviría la opinión que pudieras
tener tú
de mí? Estás perdido; y yo, desdichado,
sólo estoy
aquí para asegurártelo, para dolerme de
ello.
EGMONT.-
¿Qué vos singular, qué inesperado
consuelo
sale a mi encuentro en el camino de la
tumba? ¿Tú
me compadeces, hijo de mi mayor enemigo,
de mi casi
único enemigo? ¿No te hallas entre
mis
asesinos? ¡Di! ¡Habla! ¿Qué tengo que pensar
de ti?
FERNANDO.-
¡Padre cruel! Sí; te reconozco en
esta orden.
Conocías mi corazón, sabías mis sentimientos,
por los
que me has reprendido tan frecuentemente
como
herencia de una tierna madre.
Me
enviaste aquí para hacerme igual a ti mismo. Me
fuerzas a
ver a este hombre al borde de la hambrienta
fosa, bajo
el dominio de una muerte arbitraria,
para que
sienta el más profundo dolor, para
que me
haga insensible contra todo destino, y permanezca
indiferente,
ocurra lo que quiera.
EGMONT.-
¡Me asombro! ¡Serénate! Mantente
firme,
habla como hombre.
FERNANDO.-
¡Oh, por qué no seré mujer! En forma
que
pudieran decirme: ¿qué te enternece?, ¿qué
te hiere?
Señálame un mal mayor y más monstruoso
que éste,
hazme ser testigo de una acción más espantosa;
te daré
las gracias, te diré: no fue nada.
EGMONT.- Deliras.
¿Dónde estás?
FERNANDO.-
¡Deja bramar a esta pasión! ¡Deja
que dé
libre curso a mis quejas! No quiero parecer
impasible
cuando todo en mí se destroza. ¡Verte a ti
en este
lugar!... ¡A ti!... ¡Es espantoso! No me comprendes.
Pero debes
comprenderme. ¡Egmont
¡Egmont! (Echándose a su cuello.)
EGMONT.-
Explícame este misterio.
FERNANDO.-
No hay misterio.
EGMONT.-
¿Cómo te conmueve tan profundamente
la suerte
de un desconocido?
FERNANDO.-
¡Desconocido, no! No eres un desconocido
para mí.
Tu nombre brillaba para mí en
mi primera
juventud lo mismo que una estrella del
cielo.
¡Cuántas veces escuché lo que decían de ti,
cuántas
pregunté por tu persona! El mancebo es la
esperanza
del niño, el hombre la del mancebo. De
este modo
has caminado delante de mí, siempre
delante, y
sin envidia te veía precederme y yo marchaba
siguiendo
tus huellas, cada vez más lejos.
Ahora, por
último, esperaba llegar a verte, y te vi y
mi corazón
se lanzó hacia ti. Te había elegido ya por
amigo y de
nuevo volví a elegirte cuando llegué a
verte.
Ahora esperaba yo poder estar contigo, vivir
contigo,
unirme a ti y… Pero todo está terminado y
te veo
donde te veo.
EGMONT.-
Amigo mío, si puede servirte de algo,
ten la
seguridad de que desde el primer momento mi
afecto se
dirigió hacia ti. Escúchame. Cambiemos
entre
nosotros algunas serenas palabras. Dime: ¿es
firme y
severa la voluntad de tu padre de darme
muerte?
FERNANDO.-
Sí.
EGMONT.-
Esta sentencia ¿no será un vano espantajo
para
angustiarme, castigarme con el temor y
la
amenaza, rebajarme y volver a levantarme después
por medio
de la gracia real?
FERNANDO.-
No, no; desgraciadamente, no. Al
principio
también yo me halagaba con esta engañadora
esperanza
y, sin embargo, experimentaba
angustia y
dolor al verte en este estado. Pero la cosa
es real,
es cierta. No, no soy dueño de mí mismo.
¿Quién me
da ayuda, consejo, para librarme de lo
inevitable?
EGMONT.-
Escúchame. Si tu alma aspira tan poderosamente
a salvarme,
si aborreces la tiranía que
me
mantiene encadenado, sálvame. Los momentos
son
preciosos. Eres hijo de quien todo lo puede y tú
mismo eres
fuerte... Huyamos. Yo conozco los caminos;
los medios
para salir de aquí no pueden serte
desconocidos.
Sólo estos muros, sólo unas cuantas
leguas me
separan de mis amigos. Suelta estas cadenas,
llévame a
ellos y sé uno de los nuestros. De fijo
que algún
día el rey te dará gracias por mi salvación.
Ahora han
sorprendido su buena fe y acaso le sea
desconocido
todo esto. Tu padre lo osa todo, y la
Majestad
tiene que aprobar lo acaecido aun cuando
se espante
de ello. ¿Qué piensas? ¡Oh! Encuéntrame
con tus
reflexiones el camino de la libertad. Habla y
nutre la
esperanza del alma todavía viviente.
FERNANDO.-
¡Cállate! ¡Cállate! Con cada palabra
aumentas
mi desesperación. Aquí no hay ningún
efugio
posible, ningún medio aconsejable, ninguna
fuga.. .
Eso es lo que me tortura, me sobrecoge y me
destroza
como con garras el pecho. Yo mismo tendí
las redes;
conozco la severa firmeza de sus nudos;
sé cómo
están cerrados los caminos a toda osadía y
a toda
astucia; me siento aprisionado contigo y con
todos los
otros. ¿Me quejaría, si no lo hubiera in
tentado
todo? Me he postrado a sus pies y le he pedido
y
suplicado. Me mandó aquí para destruir, en
este
momento, todo el gozo de vivir y la alegría que
existen en
mí.
EGMONT.- Y
¿no hay salvación?
FERNANDO.-
Ninguna.
EGMONT (Golpeando con el pie en el suelo).- ¡No hay
salvación!...
¡Oh, dulce vida! ¡Bella y amable costumbre
de existir
y actuar! ¡Tengo que apartarme de
ti!
¡Apartarme a sangre fría! No en el tumulto de la
batalla,
no entre el retiñir de las armas, no en el
aturdimiento
del estruendo me dices rápidamente
adiós; no
es la tuya una precipitada despedida, no
abrevias
el momento de la separación. Tengo que
coger tu
mano, mirarte otra vez a los ojos, sentir
vivísimamente
tu hermosura y tú valor, y después
desprenderme
de ti resueltamente y decirte: ¡adiós!
FERNANDO.-
Y yo debo estar a tu lado, verlo todo
y no poder
detenerte ni impedirlo. ¡Oh!, ¿qué
voz
bastaría para quejarse? ¿Qué corazón no se
desgarraría
ante tal calamidad?
EGMONT.-
Serénate.
FERNANDO.-
Tú puedes serenarte, tu puedes renunciar,
dar
heroicamente estos arduos pasos de la
mano de la
necesidad. Pero ¿qué puedo hacer yo?
¿Qué debo
yo hacer? Tú triunfas de ti mismo y de
nosotros;
tú miras desde alto; yo te sobrevivo y me
sobrevivo.
He perdido mi lámpara en la alegría del
festín, mi
bandera en el estruendo del combate.
Yerto,
confuso y triste se me aparece el porvenir.
EGMONT.-
Joven amigo, a quien por un singular
destino a
un tiempo mismo gano y pierdo, que siente
por mí
dolores de muerte, que por mí padece,
contémplame
en estos momentos; no me perderás.
Si mi vida
fue para ti un espejo en que te contemplabas
gustosamente,
séalo también mi muerte. Los
humanos no
sólo están juntos cuando están reunidos;
también el
remoto, el fallecido vive en nosotros.
Yo viviré
en tí; ya he vivido bastante en mí
mismo. He
gozado de cada día; en cada día, con
rápida
eficacia, he cumplido con mi deber según me
lo
mostraba mi conciencia. Ahora se acaba mi vida
tal como
hubiera podido terminar hace ya tiempo,
hace ya
mucho tiempo, ya en las mismas arenas de
Gravelinas.
Ceso de vivir; pero he vivido. Vive así
tú
también, amigo mío: gustoso y con placer, y no
temas la
muerte.
FERNANDO.-
Hubieras podido, hubieras, debido
conservarte
para nosotros. Te has matado a ti mismo.
Con frecuencia,
cuando hombres experimenta
dos
hablaban de ti, cuando amigos y enemigos disputaban
largamente
sobre tu valor, tuve que oír que
al final
se ponían de acuerdo, ya que ninguno osaba
negar,
todos reconocían, que seguías un camino peligroso.
¡Con qué
frecuencia deseé poder advertirte!
¿Es que no
tenías ningún amigo?
EGMONT.-
Ya fui advertido.
FERNANDO.-
Y con qué exactitud volví a encontrar
estas
inculpaciones en el proceso. ¡Y tus respuestas!
Bastante
buenas para disculparte, pero no
lo
bastante concluyentes para librarte de culpa,
EGMONT.-
Dejemos eso a un lado. Cree el hombre
dirigir su
vida, conducirse a sí mismo, y en su
interior
es irresistiblemente arrastrado hacia su destino.
No
meditemos más acerca de ello; con facilidad
me
desembarazo de esos pensamientos...
Más
difícilmente del ansia por este país. Pero también
se
proveerá en ello. Si mi sangre, al derramarse,
puede
evitar que lo lean otras muchas y trae la paz a
mi pueblo,
se vierte muy a mi gusto. Por desgracia,
no será
así. Mas no está bien que el hombre cavile
en lo que
ya no debe realizar. Si puedes detener, sí
puedes
dirigir el funesto poder de tu padre no dejes
de
hacerlo. Pero ¿quién lo podrá?... ¡Adiós!
FERNANDO.-
No puedo irme.
EGMONT.- Permíteme
que del mejor modo posible
te
recomiende a mis gentes. Tengo buenas personas
a mi
servicio; ¡que no las dispersen y las hagan
desgraciadas!
¿Qué ha sido de Ricardo, mi
secretario?
FERNANDO.-
Te ha precedido. Lo han decapitado
como
cómplice de alta traición.
EGMONT.-
¡Infeliz!... Otra cosa aun y después
adiós; ya
no puedo más. Aunque el espíritu esté poderosamente
ocupado,
también la naturaleza reclama
irresistiblemente,
por última vez, sus derechos;
y lo mismo
que un niño, entre los anillos de
una serpiente,
disfruta del restaurador sueño, también
el
fatigado se tiende por última vez ante el umbral
de la
muerte, y descansa profundamente, como
si todavía
tuviera que recorrer un largo camino...
Aun una
cosa... Conozco a una muchacha; no la
desprecies
ya que ha sido prenda mía. Una vez que
te la
recomiendo muero ya tranquilo. Tú eres hombre
de honor;
una mujer que se encuentra con uno
de tales
está ya proveída. ¿Vive mi viejo Adolfo?
¿Está en
libertad?
FERNANDO.-
¿El animoso anciano que os acompañaba
siempre a
caballo?
EGMONT.-
El mismo.
FERNANDO.-
Vive y está libre.
EGMONT.-
Sabe dónde ella vive; haz que te lleve
allá y
estale agradecido hasta el fin de tus días por
haberte
mostrado dónde hay tal tesoro… ¡Adiós!
FERNANDO.-
No me voy.
EGMONT (Empujándolo hacia la puerta). ¡Adiós!
FERNANDO.-
¡Oh, déjame aún!...
EGMONT.-
Amigo, sin despedida. (Acompaña a
FERNANDO hasta la puerta y se arranca allí de sus brazos.
FERNANDO, como abobado, se aleja precipitadamente.)
EGMONT (Solo).- ¡Hombre cruel! No creías
hacerme
este
beneficio por medio de tu hijo. Gracias a
él estoy
libre de preocupaciones y dolores, de temor
y de todo
sentimiento congojoso. Con dulzura e
insistencia
reclama la naturaleza su último débito.
¡Ya está
hecho! ¡Está resuelto! Y lo que la noche
pasada,
con su incertidumbre, me tuvo en vela en mi
yacija,
adormece ahora mis sentidos con su indomable
evidencia.
(Tiéndese en el lecho. Música.) ¡Dulce
sueño! Lo
que te gusta es llegar como una pura dicha,
sin ser
rogado, sin ser suplicado. Tú deshaces
los nudos
del severo pensamiento, entremezclas
todos los
cuadros de alegría y de dolor; la esfera de
internas
armonías mana sin obstáculos y envueltos
en gratos
delirios, nos amodorramos y cesamos de
existir.
(Se adormece; la música acompaña su sopor. Por detrás de su
lecho parece abrirse el muro y se muestra una aparición
resplandeciente.
La Libertad, con celestes vestiduras, rodeada de
resplandores, descansa sobre una nube. Tiene los rasgos de
CLARITA y se inclina hacia el dormido héroe. Expresa un
sentimiento de piedad, parece compadecerle. Pronto se
domina y
con gesto reanimador, muéstrale el haz de flechas, después
el
cetro con el gorro. Indícale que esté alegre, y al
significarle que
su muerte dará la libertad a las provincias, reconócelo
como
vencedor y le tiende una corona de laurel. Al acercar la
corona
a la cabeza de EGMONT, hace éste un movimiento, como
alguien que se agita en sueños, de modo que su rostro queda
vuelto hacia la aparición. Mantiene ésta la corona
suspendida
sobre la frente de EGMONT; óyese muy a lo lejos una música
marcial de pífanos y tambores; desvanécese la figura con
los
suaves sones de la música. El rumor se hace más fuerte.
EGMONT despierta; la prisión es débilmente iluminada
por el resplandor de la mañana. El primer movimiento del
héroe es llevarse las manos a la frente; se levanta y mira
en
torno a sí, teniendo siempre la mano en las sienes.)
¡Ha
desaparecido la corona! Hermosa imagen, la luz
del día te
ha ahuyentado. Sí; ambas estaban reunidas:
las dos
más dulces alegrías de mi corazón. La
divina
libertad había tomado a préstamo la figura de
mi amada;
la encantadora muchacha se había vestido
con las
celestes vestiduras de la diosa. En el primer
momento
aparecieron unidas, más graves que
amorosas.
Se presentó ante mí con sandalias manchadas
de sangre,
manchados de sangre los flotantes
pliegues
del borde de su túnica. Era mi sangre y muchas
otras
sangres nobles. No; no será derramada
en vano.
¡Sigue adelante! ¡Bravo pueblo, te guía la
diosa de
la victoria! Y lo mismo que el mar rompe
vuestros
diques, romped, destrozad los muros de la
tiranía y
arrastradla, envuelta en vuestras olas, lejos
de la
tierra que se apropió. (Tambores más
cerca.)
¡Oíd!
¡Oíd! ¡Con qué frecuencia este estruendo me
convocaba
para marchar con libre paso hacia el
campo de
la lucha y la victoria! ¡Con qué ánimos
emprendía
con mis compañeros la carrera de peligros
y gloria!
También yo, desde esta prisión, marcho
hacia una
muerte honrosa; muero por la
libertad,
por la que viví y combatí, y a la que ahora
me
sacrifico dolorosamente. (El fondo de
la escena es
ocupado por una fila de soldados españoles con alabardas.)
Sí; traed
todas vuestras armas; estrechad vuestras
filas: no
me espantáis.
Estoy
acostumbrado a alzarme ante las lanzas y
contra las
lanzas, y en todas partes, rodeado de la
amenazadora
muerte, sentir con doble vértigo mi
animosa
vida. (Tambores.)
¡El enemigo
te cerca por todas partes! ¡Deslumbran
las
espadas! ¡Amigos, levantad vuestro valor! ¡A
vuestras
espaldas tenéis a vuestros padres, esposas,
hijos! (Señalando a la guardia.) Y a
éstos, no es su valentía,
sino una
vana palabra de su amo lo que los
impulsa.
¡Defended vuestros bienes! Y para salvar
lo que os
es más querido, morid alegremente, tal
como os
doy ejemplo yo.
(Tambores. Cae el telón mientras, avanza hacia la guardia y
la puerta del fondo; recomienza la música y termina la obra
con
una sinfonía triunfal.)