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Antígona Jean Anouilh


Antígona


Jean Anouilh

REPARTO
EL CORO
ANTÍGONA
LA NODRIZA
ISMENA
CREÓN
EL GUARDIA
2° GUARDIA
3° GUARDIA
MENSAJERO







ACTO ÚNICO
Decorado neutro. Tres puertas semejantes. Al levantarse el telón, todos los personajes están en escena. Charlan, tejen, juegan a las cartas. EL Prólogo se separa y se adelanta unos pasos.
EL CORO.- Los personajes que ven aquí les representarán la historia de Antígona.
ANTÍGONA es la chica flaca que está sentada allí, callada. Mira hacia adelante. Piensa. Piensa que será Antígona dentro de un instante, y que surgirá súbitamente de la flaca muchacha morena y reconcentrada a quien nadie tomaba en serio en la familia y que se erguirá sola frente al mundo, sola frente a CREÓN su tío, que es el rey. Piensa que va a morir, que es joven y que también a ella le hubiera gustado vivir. Pero no hay nada que hacer. Se llama Antígona y tendrá que desempeñar su papel hasta el fin... Y desde que se levantó el telón, siente que se aleja a una velocidad vertiginosa de su hermana Ismena, que charla y ríe con un joven; de todos nosotros, que estamos aquí muy tranquilos mirándola, de nosotros, que no tenemos que morir esta noche.
El joven con quien habla la hermosa, la feliz Ismena, es HEMÓN, el hijo de Creón. Es el prometido de Antígona. Todo lo llevaba hacia Ismena: su afición a la danza y a los juegos, su afición a la felicidad y al éxito, su sensualidad también, y sin embargo una noche, una noche de Baile en que sólo había danzado con Ismena, una noche que Ismena estaba deslumbrante con su vestido nuevo, Hemón fue a buscar a Antígona que soñaba en un rincón, como en este momento, rodeando las rodillas con los brazos, y le pidió que fuera su mujer. Nadie comprendió nunca por qué. Antígona alzó sin asombro sus ojos graves hasta él y le dijo que sí con una sonrisita triste… La orquesta atacaba una nueva danza, Ismena reía a carcajadas, allá, en medio de los otros muchachos, y en ese mismo momento, él iba a ser el marido de Antígona. Ignoraba que jamás existiría marido de Antígona en esta tierra y que ese título principesco sólo le daba derecho a morir.
Ese hombre robusto, de pelo blanco, que medita allá, cerca de su paje, es CREÓN. Es el Rey, tiene arrugas, está cansado. Juega el difícil juego de gobernar a los hombres. Antes, en tiempos de Edipo, cuando sólo era el primer personaje de la corte, gustaba de la música, las bellas encuadernaciones, de los prolongados vagabundeos por los pequeños anticuarios de Tebas. Pero Edipo y su hijo han muerto. Creón dejó sus libros, sus objetos, se arremangó y ocupó su puesto.
A veces, por la noche, está fatigado y se pregunta si no será inútil gobernar a los hombres. Si no será un oficio sórdido que ha de dejarse a otros más apáticos... Y a la mañana siguiente, se plantean problemas concretos que es preciso resolver, y Creón se levanta tranquilo, como un obrero al comienzo de la jornada.
La anciana que está tejiendo al lado de La Nodriza que ha criado a las dos chicas, es Eurídice, la mujer de Creón. Tejerá durante toda la tragedia hasta que le llegue el turno de levantarse y morir. Es buena, digna, amante. No presta ninguna ayuda a Creón. Creón está solo. Solo con su pequeño paje, que es demasiado pequeño y que tampoco puede hacer nada por él.
Aquel muchacho pálido, que está allá, en el fondo, soñando pegado a la pared, solitario, es EL MENSAJERO. Él vendrá a anunciar la muerte de Hemón dentro de un rato. Por eso no tiene ganas de charlar ni de mezclarse con los demás. Él ya sabe…
Por último, los tres hombres que juegan a las cartas, con el sombrero echado sobre la nuca, son los GUARDIAS. No son malos individuos, tienen mujer, hijos y pequeñas dificultades como todo el mundo, pero detendrán a los acusados, dentro de un instante, con la mayor tranquilidad del mundo. Huelen a ajo, a cuero y a vino tinto y no tienen ninguna imaginación. Son los auxiliares, siempre inocentes y siempre satisfechos de sí mismos, de la justicia. Por el momento, hasta que un nuevo jefe de Tebas con el debido mandato les ordene detenerlo, son auxiliares de justicia de Creón.
Y ahora que los conocen a todos, podrán representar para ustedes la historia. Comienza en el momento en que los dos hijos de Edipo, Eteocles y Polínice, que debían reinar en Tebas un año cada uno, por turno, se batieron y mataron entre sí al pie de los muros de la ciudad, porque Eteocles, el mayor, después del primer año en el poder se negó a ceder el puesto a su hermano. Siete grandes príncipes extranjeros a quienes Polínice había ganado para su causa, han sido derrotados frente a las siete puertas de Tebas. Ahora la ciudad está salvada, los dos hermanos enemigos han muerto y Creón, el rey, ha ordenado que a Eteocles, el buen hermano, se le hagan imponentes funerales, pero que Polínice, el bribón, el rebelde, el granuja quede sin llanto y sin sepultura, presa de cuervos y chacales.
“Quienquiera que se atreva a rendirle homenajes fúnebres será despiadadamente castigado con la muerte”.
Mientras habla el Prólogo, los personajes van saliendo uno por uno. EL Prólogo también desaparece. La iluminación se ha modificado en escena. Ahora es un alba gris y lívida en una casa dormida. Antígona entreabre la puerta y entra desde el exterior, en puntillas, descalza, con Los zapatos en la mano. Permanece un instante inmóvil escuchando.
LA NODRIZA.- ¿De dónde vienes?
ANTÍGONA.- De pasear, nodriza. Era hermoso. Todo estaba gris. Ahora no puedes imaginártelo; todo ya está rosa, amarillo, verde. Se ha convertido en una tarjeta postal. Tienes que levantarte más temprano, nodriza, si quieres ver el mundo sin colores. (Se dispone a pasar)
LA NODRIZA.- ¡Me levanto cuando todavía es de noche, voy a tu cuarto para ver si te has destapado durmiendo, y no te encuentro en la cama!
ANTÍGONA.- El jardín dormía. Lo he sorprendido, nodriza. Lo vi sin que él lo sospechara. ¡Qué hermoso es un jardín que no piensa todavía en los hombres!
LA NODRIZA.- Has salido. Estuve en la puerta del fondo, la habías dejado entreabierta.
ANTÍGONA.- En los campos, todo estaba mojado y algo aguardaba. Todo aguardaba. Yo hacía un ruido enorme sola en el camino, y me sentía incómoda porque sabía perfectamente que no me aguardaba a mí. Entonces me quite las sandalias y me deslice sin que el campo se diera cuenta...
LA NODRIZA.- Tendrás que lavarte los pies antes de meterte en la cama.
ANTÍGONA.- No volveré a acostarme esta mañana.
LA NODRIZA.- ¡A las cuatro! ¡No eran las cuatro! Me levante para ver si estabas destapada. Me encuentro con la cama fría y nadie adentro.
ANTÍGONA.- ¿Crees que si una se levantara así todas las mañanas, sería todas las mañanas tan lindo, nodriza, ser la primera mujer afuera?
LA NODRIZA.- ¡De noche! ¡Era de noche! ¡Y quieres hacerme creer que fuiste a pasear, mentirosa! ¿De dónde vienes?
ANTÍGONA.- (Con una extraña sonrisa) Es cierto, todavía era de noche. Y yo era la única en todo el campo que pensaba que había llegado la mañana. Es maravilloso, nodriza. Hoy fui la primera que creyó en el día.
LA NODRIZA.- ¡Hazte la loca! ¡Hazte la loca! Ya conozco la historia. He sido muchacha antes que tú. Nada dócil, tampoco, pero cabeza dura como tú, no. ¿De dónde vienes, mala?
ANTÍGONA.- (Súbitamente grave) No. Mala no.
LA NODRIZA.- Tenías una cita. ¿No? Di que no, a ver.
ANTÍGONA.- (Dulcemente) Sí. Tenía una cita.
LA NODRIZA.- Tienes un enamorado.
ANTÍGONA.- (De un modo extraño, después de un silencio) Sí, pobre, sí, nodriza. Tengo un enamorado.
LA NODRIZA.- (Estalla) ¡Ah, muy bonito! ¡Muy bien! ¡Tú la hija de un rey! ¡Tómese un trabajo, tómese un trabajo para criarlas! Son todas iguales. Sin embargo, tú no eras como las demás, siempre emperifollándose delante del espejo, pintándose los labios, buscando que se fije ella. Cuántas veces me dije: "¡Dios mío, esta chica no es lo bastante coqueta! Siempre con el mismo vestido y mal peinada. Los muchachos sólo verán a Ismena con sus ricitos y sus cintas y tendré que cargar con ella''. Bueno, ¿Ves? ¡Eres como tu hermana, y peor todavía. ¡Hipócrita! ¿Quién es? ¿Un sinvergüenza, acaso? Un muchacho que no puedes presentar a tu familia diciendo: “Este es el hombre que yo quiero, deseo casarme con él” ¿Es así, eh, es así? Contesta descarada.
ANTÍGONA.- (Todavía con una sonrisa imperceptible) Sí, nodriza.
LA NODRIZA.- ¡Y dice que sí! ¡Misericordia! La cuidé desde pequeñita; prometí a su pobre madre que haría de ella una mujer honesta, y ahí está. Pero esto no va a quedar así, señorita. No soy más que tu nodriza y me tratas como a una vieja estúpida. ¡Está bien! Pero tu tío, tu tío Creón lo sabrá. ¡Te lo prometo!
ANTÍGONA.- (Un poco cansada de pronto) Si, nodriza, mi tío Creón lo sabrá. Déjame ahora.
LA NODRIZA.- Y verás lo que dice cuando sepa que te levantas de noche. ¿Y Hemón? ¿Y tu novio? ¡Porque está comprometida! Está comprometida y a las cuatro de la mañana deja la cama para ir a correrla con otro. Y después contesta que la dejen, no quiere que le digan nada. ¿Sabes que tendría que hacer yo? Pegarte como cuando eras pequeña.
ANTÍGONA.- Nana, no deberías gritar tanto. No deberías ser tan mala esta mañana.
LA NODRIZA.- ¡No gritar! ¡Encima, no debo gritar! Yo, que había prometido a tu madre… ¿Qué me diría si estuviera aquí? “¡Vieja estúpida, sí, vieja estúpida, que no has sabido conservarme pura a mi niña. Siempre gritando, haciendo de perro guardián, dando vueltas alrededor de ellas con abrigos para que no tomen frío o con yemas batidas para fortalecerlas; pero a las cuatro de la mañana duermes, vieja estúpida, duermes, tú que no puedes pegar los ojos, y la dejas escapar, marmota, y cuando llegas la cama está fría!”.” Eso me dirá tu madre allá arriba cuando yo llegue, y a mí me dará vergüenza, vergüenza hasta morir, si no estuviera muerta ya, y no podré hacer otra cosa que bajar la cabeza y contestar: “señora Yocasta, es cierto”.
ANTÍGONA.- No, nodriza. No llores más. Podrás mirar a mamá a la cara, cuando te encuentres con ella. Y te dirá: "Buenas días, nana, gracias por la pequeña Antígona. La has cuidado bien". Ella sabe por qué he salido esta mañana.
LA NODRIZA.- ¿No tienes un enamorado?
ANTÍGONA.- No, nana.
LA NODRIZA.- ¿Te burlas de mí, entonces? Ya ves, soy demasiado vieja. Eras mi preferida, a pesar de tu mal genio. Tu hermana era más suave, pero yo creí que tú me querías. Si me querías, me hubieras dicho la verdad. ¿Por qué estaba fría tu cama cuando fui a taparte?
ANTÍGONA.- No llores más, por favor, nana (La besa) Vamos, mi vieja manzanita colorada. ¿Recuerdas cuando te frotaba para que brillaras? Mi vieja manzanita toda arrugada. Que no corran tus lágrimas en todas las zanjitas, por tonterías como esta, por nada. Soy pura. No tengo otro enamorado que Hemón, mi prometido, te lo juro. También puedo jurarte, si lo quieres, que nunca tendré otro enamorado... Guarda tus lágrimas, guarda tus lágrimas, quizá las necesites todavía, nana. Cuando coloras así me vuelvo pequeña… Y no debo ser pequeña esta mañana. (Entra Ismena)
ISMENA.- ¿Ya estás levantada? Vengo de tu cuarto.
ANTÍGONA.- Sí, ya estoy levantada…
LA NODRIZA.- ¡Las dos, entonces!... ¿Las dos van a volverse locas y a levantarse antes que las criadas? ¿Les parece bien estar de pie por la mañana en ayunas, les parece propio de princesas? Ni siquiera están cubiertas. Pero si van a enfermar.
ANTÍGONA.- Déjanos, nodriza. No hace frío, te lo aseguro; ya estamos en verano. Vete a hacernos café. (Se ha sentado, súbitamente cansada) Quisiera un poco de café, por favor, nana. Me haría bien.
LA NODRIZA.- ¡Mi paloma! La cabeza le da vueltas porque está en ayunas, y yo aquí, como una idiota, en lugar de darle algo caliente. (Sale rápido)
ISMENA.- ¿Estás enferma?
ANTÍGONA.- No es nada. Un poco de fatiga. (Sonríe) Es que me levante temprano.
ISMENA.- Yo tampoco he dormido.
ANTÍGONA.- (Sigue sonriendo) Tienes que dormir. No estarás tan linda mañana.
ISMENA.- No te burles.
ANTÍGONA.- No me burlo. Hoy me tranquiliza que seas hermosa. De chica eso me hacía tan desdichada. ¿Te acuerdas? Te embadurnaba con tierra, te metía gusanos por el cuello. Una vez te até a un árbol y te corte el cabello, tu hermoso cabello... (Acaricia el cabello de Ismena) ¡Qué fácil ha de ser no pensar en tonterías con todas esas hermosas mechas lisas y bien ordenadas alrededor de la cabeza!
ISMENA.- (de improviso) ¿Por qué hablas de otra cosa?
ANTÍGONA.- (suavemente, sin dejar de acariciarle el pelo) No hablo de otra cosa…
ISMENA.- ¿Sabes? Lo he pensado bien, Antígona.
ANTÍGONA.- Sí.
ISMENA.- Lo he pensado bien toda la noche. Estás loca.
ANTÍGONA.- Sí.
ISMENA.- No podemos.
ANTÍGONA.- (Después de un silencio) ¿Por qué?
ISMENA.- Nos condenaría a muerte.
ANTÍGONA.- Por supuesto. Cada uno su papel. Él debe condenarnos a muerte, y nosotras debemos enterrar a nuestro hermano. Esos son los papeles. ¿Qué quieres que hagamos?
ISMENA.- Yo no quiero morir.
ANTÍGONA.- (Dulcemente) Yo tampoco hubiera querido morir.
ISMENA.- Escucha, he reflexionado toda la noche. Soy la mayor. Pienso mejor que tú. Tú aceptas en seguida lo que se te pasa por la cabeza, y paciencia si es una tontería. Yo soy más equilibrada. Yo reflexiono.
ANTÍGONA.- A veces no hay que reflexionar demasiado.
ISMENA.- Sí, Antígona. Es horrible, claro está, y yo también compadezco a mi hermano, pero comprendo un poco a nuestro tío.
ANTÍGONA.- Yo no quiero comprender un poco.
ISMENA.- Él es el rey, tiene que dar el ejemplo.
ANTÍGONA.- Yo no soy el rey. Yo no tengo que dar el ejemplo... La pequeña Antígona, la sucia bestia, la tozuda, la mala, hace lo que se le pasa por la cabeza, y después la meten en un rincón o en un agujero. Y lo tiene merecido. ¡Bastaba con que no desobedeciera!
ISMENA.- ¡Vamos! ¡Vamos!... Ya juntas las cejas, miras adelante y te largas sin escuchar a nadie. Escúchame. Tengo razón más a menudo que tú.
ANTÍGONA.- No quiero tener razón.
ISMENA.- ¡Trata de comprender por lo menos!
ANTÍGONA.- Comprender... Es la única palabra que tienen en la boca, todos ustedes, desde que era pequeña. Había que comprender que no se puede tocar el agua, el agua hermosa, fugitiva y fría, porque moja las losas, ni la tierra porque mancha los vestidos. ¡Había que comprender que no se debe comer todo a la vez, ni dar todo lo que se tiene en los bolsillos al mendigo, ni correr al viento hasta caer al suelo, ni beber cuando se tiene calor, ni bañarse cuando es demasiado temprano o demasiado tarde, pero no justo cuando se tienen ganas! Comprender. Siempre comprender. Yo no quiero comprender. Comprenderé cuando sea vieja. (Acaba despacito) Si llego a vieja. Ahora no.
ISMENA.- Él es más fuerte que nosotras, Antígona. Es el rey. Y todos piensan como él en la ciudad. Nos rodean millares y millares bullendo en todas las calles de Tebas.
ANTÍGONA.- No te escucho.
ISMENA.- Nos insultaran. Nos tomarán con sus mil brazos, con sus mil rostros y su única mirada. Nos escupirán a la cara. Y tendremos que avanzar en el carro en medio del odio de ellos, y su olor y sus risas nos seguirán hasta el suplicio. Y allí estarán los guardias con sus caras de imbéciles, congestionadas, sobre los cuellos rígidos, con sus grandes manos lavadas, con su mirada bovina y comprender que podrás gritar, tratar de hacerles entender y ellos como esclavos harán todo lo que les han dicho, escrupulosamente, sin saber si está bien o si está mal... ¿Y sufrir? Habrá que sufrir hasta el punto en que ya no es posible soportarlo; que tendrá que detenerse, pero sin embargo continúa y sigue subiendo, como una voz aguda… ¡Oh! No puedo, no puedo...
ANTÍGONA.- ¡Qué bien lo has pensado todo!
ISMENA.- Durante toda la noche. ¿Tú no?
ANTÍGONA.- Sí, por supuesto.
ISMENA.- Yo, ¿sabes? no soy tan valiente.
ANTÍGONA.- (Despacito) Yo tampoco. ¿Pero qué importa? (Hay un silencio; Ismena pregunta de improviso)
ISMENA.- ¿Así qué tú no tienes ganas de vivir?
ANTÍGONA.- (Murmura) Que no tengo ganas de vivir... (Y más despacito todavía, si es posible) ¿Quién se levantaba primero, por la mañana para sentir tan sólo el aire frío sobre la piel desnuda? ¿Quién se acostaba la última cuando no podía más de fatiga, para vivir otro poco de la noche? ¿Quién lloraba, de muy pequeña, pensando que había tantos animalitos, tantas briznas de hierba en el prado y que no era posible cargar con todos?
ISMENA.- (Con un súbito impulso hacia ella) Hermanita...
ANTÍGONA.- (Se yergue de nuevo y grita) ¡Ah, no! ¡Déjame! ¡No me acaricies! No nos pongamos a lloriquear juntas ahora. ¿Has reflexionado bien, dices? ¿Piensas que basta toda la ciudad aullando contra ti, piensas que bastan el dolor y el miedo de morir?
ISMENA.- (Baja la cabeza) Sí.
ANTÍGONA.- Utiliza tú esos pretextos.
ISMENA.- (Se lanza hacía ella) ¡Antígona! ¡Te lo suplico! Está bien para los hombres creer en las ideas y morir por ellas. Pero tú eres una mujer.
ANTÍGONA.- (Con los dientes apretados) Una mujer, sí. ¡Ya he llorado bastante por ser una mujer!
ISMENA.- Tienes la felicidad ahí delante, sólo te basta tender la mano. Estás comprometida, eres joven, eres linda...
ANTÍGONA.- (Sordamente) No, no soy linda.
ISMENA.- No linda como nosotras, pero de otro modo. Bien sabes que hacia ti se vuelven los granujas en la calle; que las chiquillas te miran pasar, súbitamente mudas, sin poder quitarte los ojos de encima hasta que doblas la esquina.
ANTÍGONA.- (con una sonrisita imperceptible) Los granujas, las chiquillas…
ISMENA.- (Después de una pausa) Y ¿Hemón, Antígona?
ANTÍGONA.- (Cerrada) Hablaré en seguida de Hemón... Hemón será en seguida asunto arreglado.
ISMENA.- Estás loca.
ANTÍGONA.- (Sonríe) Siempre me dijiste que estaba loca, por todo, desde siempre. Anda a acostarte de nuevo, Ismena... Ya es de día, ¿ves? Y de todos modos, no podría hacer nada. Mi hermano muerto está rodeado ahora de una guardia, exactamente como si hubiera conseguido llegar a rey. Anda a acostarte de nuevo. Estás pálida de fatiga.
ISMENA.- ¿Y tú?
ANTÍGONA.- Yo no tengo ganas de dormir... Pero te prometo que no me moveré de aquí antes de que despiertes. La nodriza me traerá de comer. Vete a dormir. Apenas sale el sol. Tienes los ojos pequeñitos de sueño. Anda...
ISMENA.- ¿Te convenceré, verdad? ¿Te convenceré? ¿Me dejarás que te hable de nuevo?
ANTÍGONA.- (Un poco cansada) Te dejaré hablarme, sí. Les dejaré a todos hablarme. Vete a dormir ahora, te lo ruego. No estarás tan linda mañana. (La mira salir con una sonrisita triste, luego cae súbitamente cansada sobre una silla) ¡Pobre Ismena!
LA NODRIZA.- (Entra) Toma, aquí tienes un buen café y unas rebanadas de pan, paloma mía. Come.
ANTÍGONA.- No tengo mucha hambre, nodriza.
LA NODRIZA.- Yo misma las tosté y les puse mantequilla como a ti te gustan.
ANTÍGONA.- Eres amable, nana. Solamente voy a beber un poco.
LA NODRIZA.- ¿Qué te duele?
ANTÍGONA.- Nada, nana. Pero abrígame igual, como cuando estaba enferma... Nana, más fuerte que la fiebre, más fuerte que la pesadilla, más fuerte que la sombra del ropero que ríe y se transforma hora a hora en la pared; más fuerte que los mil insectos del silencio que roen algo, en alguna parte, por la noche; más fuerte que la noche misma con su incomprensible ulular de loca; nana, más fuerte que la muerte. Dame la mano como cuando te quedabas al lado de mi cama.
LA NODRIZA.- ¿Qué tiene, mi palomita?
ANTÍGONA.- Nada, nana. Sólo que soy todavía un poco pequeña para todo esto. Pero tú eres la única que debe saberlo.
LA NODRIZA.- ¿Demasiado pequeña para qué?
ANTÍGONA.- Para nada, nana. Y además, estás aquí. Tengo tu buena mano que me salva de todo, siempre, bien lo sé. Quizá me salve todavía. Eres tan poderosa, nana.
LA NODRIZA.- ¿Qué quieres que haga por ti, mi niña?
ANTÍGONA.- Nada, nana. Sólo tu mano así en mi mejilla. (Se queda un momento con los ojos cerrados) Ya está, no tengo más miedo. Ni del ogro malo, ni del vendedor de arena, ni del viejo que pasa y se lleva a los niños… (Otro silencio; continua en otro tono) Nana, ¿sabes?, a Dulce, mi perra...
LA NODRIZA.- Sí.
ANTÍGONA.- vas a prometerme que no la gruñirás nunca más.
LA NODRIZA.- Un animal que lo ensucia todo con sus patas ¡No debería entrar en la casa!
ANTÍGONA.- Aunque lo ensucie todo. Prométemelo, nodriza.
LA NODRIZA.- ¿Entonces tendré que dejarla estropear todo sin decir nada?
ANTÍGONA.- Sí, nana.
LA NODRIZA.- ¡Ah! ¡Sería bonito!
ANTÍGONA.- Por favor, nana. Tú la quieres bien a Dulce, con su buena cabezota. Y además, en el fondo, te gusta mucho fregar. Serías muy desgraciada si todo estuviera limpio siempre. Por eso te lo pido; no la gruñas.
LA NODRIZA.- ¿Y si orina en las alfombras?
ANTÍGONA.- Prométeme que tampoco la gruñirás. Por favor, por favor, nana...
LA NODRIZA.- Te aprovechas porque estás mimosa... Está bien. Está bien. Limpiaremos sin decir nada. Y además, prométeme que le hablaras, que le hablaras muchas veces. (Se encoge de hombros) ¿Habrase visto? ¡Hablar a los animales!
ANTÍGONA.- Y justamente no como a un animal. Como a una verdadera persona, como me habrás visto hacerlo…
LA NODRIZA.- ¡Ah, eso no! ¡A mi edad, hacer epapel de idiota! ¿Pero por qué quieres que toda la casa hable con ese animal como lo haces tü?
ANTÍGONA.- (Despacito) Si yo, por cualquier razón, no pudiera hablarle más...
LA NODRIZA.- (No comprende) ¿No hablarle más, no hablarle más? ¿Por qué?
ANTÍGONA.- (Vuelve un poco la cabeza y luego agraga, con voz dura) Y si se pusiera demasiado triste, si a pesar de todo pareciera que sigue esperando, con la nariz debajo de la puerta, como cuando salgo, quizá fuese preferible hacerla matar, nana, sin que sufriera.
LA NODRIZA.- ¿Hacer matar, mi chiquita? ¿Hacer matar a tu perra? ¡Pero tú estás loca esta mañana!
ANTÍGONA.- No, nana. (Aparece Hemón) Ahí llega Hemón. Déjanos, nodriza. Y no olvides lo que me has jurado. (La nodriza sale. Antígona corre hacia Hemón) Perdóname, Hemón, por la discusión de anoche y por todo. Era yo la equivocada. Te ruego que me perdones.
HEMÓN.- Bien sabes que te había perdonado apenas cerraste de un golpe la puerta. Todavía estaba allí tu perfume y yo ya te había perdonado. (La tiene en los brazos, sonríe, la mira) ¿A quién le habías robado ese perfume?
ANTÍGONA.- A Ismena.
HEMÓN.- ¿Y la pintura de los labios, y los polvos, y el lindo vestido?
ANTÍGONA.- También.
HEMÓN.- ¿En honor de quien te habías puesto tan hermosa?
ANTÍGONA.- Te lo diré. (Se estrecha contra él un poco más) ¡Oh, querido qué tonta he sido! ¡Toda una noche desperdiciada! Una hermosa noche.
HEMÓN.- Tendremos otras noches, Antígona.
ANTÍGONA.- Tal vez no.
HEMÓN.- Y también otras disputas. La felicidad está llena de disputas.
ANTÍGONA.- La felicidad, sí... Escucha, Hemón.
HEMÓN.- Sí.
ANTÍGONA.- No te rías ahora. Ponte grave.
HEMÓN.- Estoy grave.
ANTÍGONA.- Y apriétame. Más fuerte de lo que nunca me apretaste. Que toda tu fuerza se imprima en mí.
HEMÓN.- Así. Con todas mis fuerzas.
ANTÍGONA.- (En un soplo) Está bien. (Permanece un instante sin decir nada; luego ella empieza, despacito) Escucha, Hemón.
HEMÓN.- Sí.
ANTÍGONA.- Quería decirte esta mañana... El chiquillo que hubiéramos tenido los dos...
HEMÓN.- Sí.
ANTÍGONA.- ¿Sabes? Lo hubiera defendido contra todo.
HEMÓN.- Sí, Antígona.
ANTÍGONA.- Lo hubiera estrechado tan fuerte que nunca habría tenido miedo, te lo juro. Ni de la noche que llega, ni de la angustia del pleno sol inmóvil, ni de las sombras… ¡Nuestro niño, Hemón! Hubiera tenido una mamá pequeñita y mal peinada, pero más segura que todas las verdaderas madres del mundo con sus verdaderos pechos y sus grandes delantales. Tú lo crees, ¿no es cierto?
HEMÓN.- Sí, amor mío.
ANTÍGONA.- ¿Y también crees, no es cierto, que hubieras tenido una verdadera mujer?
HEMÓN.- (Sujetándola) Tengo una verdadera mujer.
ANTÍGONA.- (Grita de pronto, acurrucada contra él) ¡Oh! ¿Tú me querías, Hemón, me querías, estás seguro, aquella noche?
HEMÓN.- (La mece suavemente) ¿Qué noche?
ANTÍGONA.- ¿Estás segura de que en aquel baile, cuando viniste a buscarme a mi rincón, no te equivocaste de muchacha? ¿Estás seguro de que nunca lo lamentaste después, de que nunca pensaste, ni siquiera en el fondo de ti mismo, ni siquiera una vez, que no hubiera sido mejor pedir a Ismena?
HEMÓN.- ¡Tonta!
ANTÍGONA.- Me quieres, ¿verdad? ¿Me quieres como a una mujer? ¿Tus brazos que me estrechan no mienten? ¿no mienten tus grandes manos apoyadas en mi espalda, ni tú olor, ni este buen calor, ni esta gran confianza que me inunda cuando pongo la cabeza en el hueco de tu cuello?
HEMÓN.- Sí, Antígona. Te quiero como a una mujer.
ANTÍGONA.- ¡Oh! Estoy roja de vergüenza. Pero tengo que saberlo esta mañana. Dime la verdad, te lo ruego. Cuándo piensas que seré tuya, ¿sientes en medio de ti cómo un gran agujero que se ahonda, cómo algo que muere?
HEMÓN.- Sí, Antígona.
ANTÍGONA.- (En un soplo, después de una pausa) Yo siento eso. Y quería decirte que hubiera estado muy orgullosa de ser tu mujer, tu verdadera mujer, en quien hubieras apoyado tu mano, por la noche, al sentarte, sin pensar como en una cosa tuya.. (Se ha separado de él; adopta otro tono) Ya está. Ahora voy a decirte otras dos cosas. Y cuando las haya dicho tendrás que salir sin hacerme preguntas. Aunque te parezcan extraordinarias, aunque te hagan daño. Júramelo.
HEMÓN.- ¿Qué más vas a decirme?
ANTÍGONA.- Jura primero que saldrás sin decir nada. Sin mirarme siquiera. Si me quieres, júramelo, Hemón. (Lo mira con su pobre rostro trastornado) Ya ves cómo te lo pido, júramelo, por favor, Hemón… Es la última locura que tendrás que tolerarme.
HEMÓN.- (Después de una pausa) Te lo juro.
ANTÍGONA.- Gracias. Es esto. Primero lo de ayer. Tú me preguntabas hace un instante por qué había ido con un vestido de Ismena, con ese perfume y esa pintura en los labios. Era una tonta. No estaba segura de que desearas de verdad; hice todo eso para ser un poco más parecida a las otras mujeres, para que me desearas.
HEMÓN.- ¿Para eso?
ANTÍGONA.- Sí. Y te reíste y mi mal carácter fue más fuerte. (Agrega en voz más baja) Pero había ido a tu casa para que me poseyeras anoche, para ser tu mujer, para ser tu mujer antes. (Él retrocede, va a hablar; ella grita) Juraste que no me preguntarías por qué. ¡Me lo juraste, Hemón! (Dice en voz más baja, humildemente) Te lo suplico… Quería ser tu mujer a pesar de todo, porque te quiero así, mucho y -¡te haré daño, querido, perdóname!- porque nunca, nunca podré casarme contigo. (Él se ha quedado mudo de estupor; Antígona corre a la ventana, grita) ¡Hemón, me lo juraste! Vete, vete sin decir nada. Si hablas, si das un solo paso hacia mí, me tiro por esta ventana. Te lo juro. Te lo juro por la cabeza del chiquillo que los dos tuvimos en sueños, del único chiquillo que tendré nunca. Ahora vete, vete rápido. Lo sabrás mañana. Lo sabrás en seguida. (Concluye con tal desesperación, que Hemón obedece y se aleja.) Por favor, véte, Hémon. Es todo lo que puedes hacer todavía por mí, si me quieres. (Hemón ha salido. Antígona permanece inmóvil, de espaldas a la sala, luego cierra la ventana, va a sentarse en una sillita en medio de la escena, y dice despacito, como extrañamente sosegada) Ya está. Acabamos con Hemón, Antígona.
ISMENA.- (Entra llamando) ¡Antígona!... ¡Ah, estás ahí!
ANTÍGONA.- (Sin moverse) Sí, estoy aquí.
ISMENA.- No puedo dormir. Tenía miedo de que intentaras enterrarlo a pesar de la luz. Antígona, hermana mía, estamos todos a tu alrededor. Hemón, nana y yo, y Dulce, tu perra… Te queremos y estamos vivos, te necesitamos. Polínice ha muerto y no te quería. Siempre fue un extraño para nosotras, un mal hermano. Olvídalo Antígona, como él nos había olvidado. Deja que su dura sombra vague sin sepultura, eternamente, ya que es la ley de Creón. No intentes lo que está por encima de tus fuerzas. Siempre lo desafías todo, pero eres muy pequeña, Antígona. Quédate con nosotros, no vayas esta noche, te lo suplico.
ANTÍGONA.- (Se levanta con una extraña sonrisa en los labios; va a salir, suavemente, dice) Es demasiado tarde. Esta mañana venía de allí. (Sale. Ismena la sigue con un grito)
ISMENA.- ¡Antígona! (La sigue. Entra Creón con su paje)
CREÓN.- ¿Un guardia, dices? ¿Uno de los que vigilan el cadáver? Hazlo entrar. (El guardia entra. Es un bruto, por el momento está verde de miedo)
EL GUARDIA.- (Se presenta haciendo la venia) Guardia Jonás, de la Segunda Compañía.
CREÓN.- ¿Qué quieres?
EL GUARDIA.- esto jefe. Tiramos suertes para saber quién vendría. Y me tocó a mí. Por eso estoy aquí, señor. Vine porque pensamos que era preferible que uno solo explicara, y además porque no podíamos abandonar la guardia los tres. Estamos los tres del piquete de guardia, jefe, alrededor del cadáver.
CREÓN.- ¿Qué tienes que decirme?
EL GUARDIA.- Estamos los tres, señor. No estoy solo. Los otros son Durand y Boudousse, el guardia de primera clase.
CREÓN.- ¿Por qué no vino el de primera clase?
EL GUARDIA.- ¿Verdad, señor? Yo lo dije en seguida. El de primera clase es el que debe ir. Cuando no hay un oficial, el de primera clase es el responsable. Pero los otros dijeron que no y quisieron echarlo a la suerte. ¿Voy a buscar al de primera clase, señor?
CREÓN.- No. Habla tú, ya que estás aquí.
EL GUARDIA.- Tengo diecisiete años de servicio. Soy voluntario, obtuve una medalla y dos menciones. Estoy bien calificado, señor. Yo estoy siempre dispuesto. No conozco otra cosa que lo que me mandan. Mis superiores siempre dicen: "Con Jonás sé está tranquilo".
CREÓN.- Está bien. Habla. ¿De qué tienes miedo?
EL GUARDIA.- De acuerdo con el reglamento debía venir el de primera clase. Yo estoy propuesto para la primera clase, pero todavía no me han promovido. Debían ascenderme en junio.
CREÓN.- ¿Habla de una vez? Si sucedió algo, los tres son responsables. No pienses más quien debería estar aquí.
EL GUARDIA.- Bueno, pues esto, Jefe: el cadáver... ¡Sin embargo vigilábamos! Era el relevo de las dos, el más duro. Usted sabe lo que es, jefe, el momento en que va a terminar la noche. Ese plomo entre los ojos, la nuca que tira, y todas las sombras que se mueven y la niebla del amanecer que se levanta... ¡Ah! ¡Eligieron bien la hora!... Estábamos allí, hablábamos, hacíamos carreritas... ¡No dormíamos, jefe, podemos jurarle los tres que no dormíamos! Además, con el frío que hacía... De golpe yo miro el cadáver... Estábamos a dos pasos, pero yo lo miraba de vez en cuando a pesar de todo... Yo soy así, señor, soy meticuloso. Por eso mis superiores dicen: “Con Jonás...” (Un gesto de Creón lo detiene; grita de pronto) ¡Yo lo vi primero, jefe! Los otros se lo dirán, yo fui el que dio la primera voz de alarma.
CREÓN.- ¿Voz de alarma? ¿Por qué?
EL GUARDIA.- El cadáver, jefe, alguien lo había cubierto. ¡Oh! No gran cosa. No habían tenido tiempo con nosotros al lado. Solamente un poco de tierra... Pero, con todo, lo bastante para esconderlo de los cuervos.
CREÓN.- (Se le acerca) ¿Estás seguro de que no fue un animal que estuviera escarbando?
EL GUARDIA.- No, señor. Primero también nosotros esperamos que fuera eso. Pero le habían echado tierra encima. De acuerdo con los ritos. Fue alguien que sabía lo que estaba haciendo.
CREÓN.- ¿Quién se ha atrevido? ¿Quién ha sido tan loco para desafiar mi ley? ¿Encontraste huellas?
EL GUARDIA.- Nada, Jefe. Nada más que un paso más leve que el andar de un pájaro. Después, buscando mejor, el guardia Durand encontró más lejos una pala, una palita de niño muy vieja, toda oxidada. Pensamos que no podía ser un chico el que lo hizo. Pero el de primera clase la guardó para la investigación.
CREÓN.- (Un poco soñador) Un niño... La oposición aniquilada que sordamente va minándolo todo. Los amigos de Polínice con su oro bloqueado en Tebas, los jefes de la plebe hediendo a ajo, repentinamente aliados de los príncipes, y los sacerdotes tratando de pescar alguna cosita en medio de esto… ¡Un niño! Seguramente pensaron que sería más conmovedor. Ya estoy viendo al niño, con su facha de matón a sueldo y la palita cuidadosamente envuelta en papel bajo la ropa. A menos que hayan instruido a un niño de verdad, con frases… Una inocencia inestimable para el partido. Un muchachito pálido que escupirá delante de mis armas. Una preciosa sangre fresca en mis manos, doble ganga. (Se acerca al hombre) pero ellos tienen cómplices, y en mi guardia quizá... Escúchame bien…
EL GUARDIA.- jefe, ¡Se hizo todo lo debido! Durand se sentó una media hora porque le dolían los pies, pero yo, jefe, estuve siempre de pie. El de primera clase puede decírselo.
CREÓN.- ¿Con quién han hablado ya de este asunto?
EL GUARDIA.- Con nadie, jefe. Enseguida tiramos suertes y vine.
CREÓN.- Escúchame bien. Su guardia es doble. Despidan al relevo. Es orden mía. Quiero que ustedes sean los únicos junto al cadáver. Y ni una palabra. Son culpables de negligencia, de todos modos serán castigados. Pero si alguien habla, si corre por la ciudad el rumor de que el cadáver de Polínice ha sido cubierto, morirán los tres.
EL GUARDIA.- (Vocifera) ¡Nadie habló, jefe, se lo juro! Pero yo estoy aquí y quizá los otros ya se lo han dicho al relevo... (Suda profusamente, tartajea) Jefe, tengo dos hijos, uno de ellos está muy pequeño. Usted será testigo de que yo estaba aquí, jefe, cuando me juzgue el consejo de guerra. ¡Yo estaba aquí, con usted! ¡Tengo un testigo! ¡Si alguien habló, serán los otros, no yo! ¡Yo tengo un testigo!
CREÓN.- Vete rápido. Si nadie lo sabe, vivirás. (El guardia sale corriendo. Creón permanece mudo un instante. Murmura) Un niño... (Toma al pequeño paje por el hombro) Ven, pequeño. Ahora tenemos que ir a contar todo esto... Y después empezará una buena tarea. ¿Tú morirías, por mí? ¿Crees que irías con tu palita? (El chico lo mira. Creón sale con él, acariciándole la cabeza) Sí, por supuesto, tú también irías en seguida... (Se le oye suspirar mientras sale) Un niño... (Han salido. Entra El Coro)
EL CORO.- Y ya está. Ahora el resorte está tenso. No tiene más que romperse solo. Eso es lo cómodo en la tragedia. Uno da el empujoncito para que empiece a andar, una breve mirada a una mujer que pasa y alza los brazos en la calle, un deseo de honor en una hermosa mañana, al despertar, como si fuera algo comestible, una pregunta demás que nos planteamos una noche… Eso es todo. Después basta dejarlo. Nos quedamos tranquilos. La cosa marcha sola. La máquina es precisa; está siempre bien aceitada. La muerte, la traición, la desesperanza están ahí, bien preparadas: los estallidos, las tormentas, los silencios, todos los silencios: silencio cuando el brazo del verdugo se levanta al fin; silencio al principio, cuando los dos amantes están desnudos uno frente al otro por primera vez, sin atreverse a hacer un movimiento, en el cuarto a oscuras; silencio cuando los gritos de la multitud estallan en torno al vencedor, como en un film cuando el sonido se traba, todas las bocas abiertas de las que nada sale, todo ese clamor que es solo una imagen, y el vencedor, vencido ya, solo en medio de un silencio.
La tragedia es limpia. Es tranquilizadora, es segura... En el drama, con sus traidores, la perfidia encarnizada, la inocencia perseguida, los vengadores, las almas nobles, los destellos de esperanza, resulta espantoso morir, como un accidente. Quizá hubiera sido posible salvarse; el muchacho bueno tal vez hubiera podido llegar a tiempo con la policía. En la tragedia hay tranquilidad. En primer lugar todos son iguales. ¡Todos inocentes, en una palabra! No es porque haya uno que mata y otro que muere. Eso es cuestión de reparto.
Y además, sobretodo, la tragedia es tranquilizadora porque se sabe que no hay más esperanza, la cochina esperanza; porque se sabe que uno ha caído en la trampa, que al fin ha caído en la trampa como una rata, con todo el cielo sobre la espalda, y que no queda más que vociferar -no gemir, no, no quejarse- gritar a voz en cuello lo que se tenía que decir, lo que nunca se había dicho ni se sabía siquiera aún. Y para nada; para decírselo a uno mismo, para saberlo uno.
En el drama el hombre lucha porque espera salir de él. Es innoble, utilitario. Esto es gratuito, en cambio. Para reyes. ¡Y por último nada queda por intentar! (Entra Antígona, empujada por guardias) Ahora empieza. Han detenido a la pequeña Antígona. La pequeña Antígona podrá ser ella misma por primera vez. (El Coro desaparece mientras los guardias empujan a Antígona a escena)
EL GUARDIA.- (Que ha recobrado todo el aplomo) ¡Vamos, vamos, nada de historias! Se explicará usted delante del jefe. Yo no conozco otra cosa que la consigna. Lo que usted tenía que hacer allí, no quiero saberlo. Todo el mundo tiene excusas. Si habría que escuchar a las gentes, si hubiera que comprender, estaríamos listos. ¡Vamos, vamos! ¡Sujétenla, ustedes, y nada de historias! ¡No quiero saber lo que tiene que decir!
ANTÍGONA.- Diles que me suelten, con esas manos sucias me hacen daño.
EL GUARDIA.- ¿Manos sucias? Podría ser cortés, señorita... Yo soy cortés.
ANTÍGONA.- Diles que me suelten. Soy hija de Edipo, soy Antígona. No me escapare.
EL GUARDIA.- ¡La hija de Edipo, sí! Las rameras que recoge la guardia nocturna también dicen que tenga cuidado, que son buenas amigas del Jefe de policía. (Se ríen)
ANTÍGONA.- Acepto morir, pero no que me toquen.
EL GUARDIA.- Y los cadáveres y la tierra, ¿no te da miedo tocarlos? Dices "esas manos sucias". Mira un poco las tuyas. (Antígona mira con una sonrisita sus manos sujetas por las esposas. Están llenas de tierra) ¿Perdiste la pala? ¿Tuviste que volver a hacerlo con las uñas, la segunda vez? ¡Ah! ¡Qué audacia! Me vuelvo de espaldas un segundo, te pido un chicote y listo, en lo que tardé en metérmelo en la boca, en lo que tarde para dar las gracias, ya estabas ahí, escarbando como una pequeña hiena. ¡Y en pleno día! (A los otros) ¡Y cómo luchaba, la zorra, cuando quise apresarla! ¡Quería saltarme a los ojos! ¡Gritaba que tenía que terminar!... ¡Es una loca, si!
EL SEGUNDO GUARDIA.- Yo detuve a otra loca el otro día. Andaba mostrando el trasero a la gente.
EL GUARDIA.- ¡Boudousse, la comilona que haremos los tres para festejar esto!
EL SEGUNDO GUARDIA.- En la taberna. Allí es bueno el vino.
EL TERCER GUARDIA.- Tenemos franco el domingo. ¿Y si lleváramos a las mujeres?
EL GUARDIA.- No, nosotros solos, para divertirnos... Con las mujeres siempre hay historias, y además los mocosos que quieren orinar. ¿Boudousse? ¡Hace un rato, nadie creía que íbamos a tener ganas de bromear así!
EL SEGUNDO GUARDIA.- Quizá nos den una recompensa.
EL GUARDIA. - Puede ser, si es importante.
EL TERCER GUARDIA.- A Flanchard, el de la tercera, cuando pesco al incendiario, el mes pasado, le dieron paga doble.
EL SEGUNDO GUARDIA.- ¡Ah, no digas! Si nos dan paga doble propongo que en lugar de ir a la Taberna vayamos al Palacio Árabe.
EL GUARDIA.- ¿A beber? ¿Estás loco? Te venden la botella al doble en el Palacio. Para hacer el amor, de acuerdo. Escuchen lo que voy a decirles: primero vamos a la Taberna, nos atracamos como es debido y después al Palacio. Dime, Boudousse, ¿te acuerdas de la gorda del Palacio?
EL SEGUNDO GUARDIA.- ¡Ah, qué borracho estabas aquel día!
EL TERCER GUARDIA.- Pero si nos dan doble sueldo, nuestras mujeres lo sabrán. Si esto se arregla, quizá nos feliciten públicamente.
EL GUARDIA.- En ese caso, veremos. La juerga es otra cosa. Si hay una ceremonia en el patio del cuartel, como para las condecoraciones, también irán las mujeres y los chicos.
EL SEGUNDO GUARDIA.- Sí pero habrá que encargar la lista de platos con anticipación.
ANTÍGONA.- (Suavemente) Quisiera sentarme un poco, por favor.
EL GUARDIA.- (Después de reflexionar) Está bien, que se siente. Pero no la suelten. (Creón entra. El Guardia vocifera en seguida) ¡Atención!
CREÓN.- (Se detiene, sorprendido) Suelten a esa muchacha. ¿Que pasa?
EL GUARDIA.- Es el piquete de guardia, jefe. Vine con los camaradas.
CREÓN.- ¿Quién cuida el cadáver?
EL GUARDIA. - Llamamos al relevo, jefe.
CREÓN.- ¡Yo te había dicho que lo despidieras! ¡Te había dicho que no dijeras nada!
EL GUARDIA.- Nadie dijo nada, jefe. Pero como detuvimos a ésta, pensamos que era mejor venir. Esta vez no tiramos a suerte preferimos venir los tres.
CREÓN.- ¡Imbéciles! (A Antígona) ¿Dónde te detuvieron?
EL GUARDIA.- Cerca del cadáver, jefe.
CREÓN.- ¿Qué hacías junto al cadáver de tú hermano? ¿Sabías que prohibí acercársele.
EL GUARDIA.- ¿Pregunta que hacía, jefe? Por eso la traemos. Estaba escarbando la tierra con las manos. Estaba cubriéndolo otra vez.
CREÓN.- ¿Sabes lo que estás diciendo?
EL GUARDIA.- Señor, puede preguntárselo a ellos. Habían limpiado el cadáver cuando volví; pero como hace calor empezó a oler, nos subimos a una pequeña altura, no lejos, para estar al viento. Pensamos que en pleno día no corríamos ningún riesgo. Sin embargo, decidimos, para estar más seguros, que siempre habría uno de los tres mirándolo. Pero a mediodía, en pleno sol, y además con el olor que subía desde que amainara el viento era como un mazazo. Por más que abriera los ojos era inútil, el aire temblaba como gelatina, yo ya no veía. Voy al camarada a pedirle el odre para soportarlo... ¡Y en lo que tarde en llevármelo a la boca, en lo que tarde en darle las gracias, me vuelvo y allí estaba ella en pleno día! Escarbando. Debía pensar que era imposible le no verla. Y cuando vio que yo la corría, ¿cree que se detuvo, que trato de escapar? No. Continúo con todas las fuerzas tan rápido como podía, como si no me viera llegar. Y cuando la atrapé, luchaba como una diablesa, quería seguir, me gritaba que la dejara, que el cadáver no estaba cubierto todavía…
CREÓN.- (A Antígona) ¿Es cierto?
ANTÍGONA.- Sí, es cierto.
EL GUARDIA.- Volvimos a desenterrar el cadáver, como es debido. Después dejamos al relevo, sin decir una palabra, y vinimos a traérsela, señor. Eso es todo.
CREÓN.- ¿Y anoche, la primera vez, fuiste tú también?
ANTÍGONA.- Sí, fui yo. Con la palita de hierro que nos servía para hacer castillos de arena en la playa. Era justamente la pala de Polínice. Había grabado su nombre en el mango con un cuchillo. Por eso la deje a su lado. Pero ellos se la llevaron. Entonces la segunda vez tuve que hacerlo con las manos.
EL GUARDIA.- Parecía un bicho escarbando. Tanto que al primer golpe de vista, con el aire caliente que temblaba, el compañero dijo: "No, hombre, es un animal". “¿Te parece?” dije yo, “es demasiado fino para ser un animal. Es una mujer”.
CREÓN.- Está bien. Se les pedirá un informe dentro de un rato. Por el momento, déjenme solo con ella. (Al paje) Lleva a esos hombres al lado, hijo mío. Y que permanezcan incomunicados hasta que yo vaya a verlos.
EL GUARDIA.- ¿Le pongo las esposas, señor?
CREÓN.- No. (Los guardias salen, precedidos por el pequeño paje Creón y Antígona solos) ¿Hablaste de tú proyecto con alguien?
ANTÍGONA.- No.
CREÓN.- ¿Encontraste a alguien en el camino?
ANTÍGONA.- No, a nadie.
CREÓN.- ¿Estás bien segura?
ANTÍGONA.- Sí.
CREÓN.- Entonces, escucha: vas a volver a tu cuarto, te acostaras, dirás que estás enferma, que no saliste desde ayer. Tu nodriza dirá lo mismo. Yo haré desaparecer a esos tres hombres.
ANTÍGONA.- ¿Por qué? Usted sabe que volveré a hacerlo.
CREÓN.- ¿Por qué intentaste enterrar a tu hermano?
ANTÍGONA.- (Suavemente) Tenía que hacerlo.
CREÓN.- Yo lo había prohibido.
ANTÍGONA.- tenía que hacerlo a pesar de todo. Los que no son enterrados vagan eternamente y nunca encuentran reposo. Si mi hermano vivo hubiese vuelto molido después de una larga cacería, yo le hubiera quitado los zapatos, le hubiera dado de comer y le habría preparado la cama... Hoy Polínice concluyó la cacería. Vuelve a la casa donde mi padre, mi madre, y Eteocles, lo esperan. Tiene derecho al descanso.
CREÓN.- Era un rebelde, un traidor, tú lo sabías.
ANTÍGONA.- Era mi hermano.
CREÓN.- ¿Escuchaste la proclama del edicto en las esquinas? ¿Leíste el edicto en todas las paredes de la ciudad?
ANTÍGONA.- Sí.
CREÓN.- ¿Sabías la suerte prometida a cualquiera que se atreviese a tributarle honores fúnebres?
ANTÍGONA.- Sí, lo sabía.
CREÓN.- Tal vez creíste que por ser hija de Edipo, la hija del orgullo de Edipo, era bastante para estar por encima de la ley.
ANTÍGONA.- No. No creí eso.
CREÓN.- ¡La ley ha sido hecha antes que nada ti Antígona; La ley ha sido hecha antes que nada para las hijas de los reyes!
ANTÍGONA.- Si hubiese sido una criada que lavaba la vajilla cuando oí leer el edicto, me hubiera secado el agua grasienta de las manos y hubiera salido en delantal para ir a enterrar a mi hermano.
CREÓN.- No es cierto. Si hubieses sido una criada, sabrías que ibas a morir y te hubieras quedado en casa llorando a tu hermano. Pero tú te sabes de sangre real, sobrina mía y prometida de mi hijo y que, ocurriera lo que ocurriese, no me atrevería a condenarte a morir.
ANTÍGONA.- Se equivoca usted... Estaba segura de que, al contrario, usted me condenaría a morir.
CREÓN.- (La mira y murmura de pronto) El orgullo de Edipo. Eres el orgullo de Edipo, si, ahora que lo encuentro en el fondo de tus ojos, te creo. Seguramente pensaste que te condenaría a morir. ¡La muerte te parece un fin muy natural para ti, orgullosa! También lo era para tu padre –no digo la felicidad, ni se trata de eso- la desgracia humana era demasiado poco, lo humano les estorba en la familia... necesitan una conversación íntima con el destino y la muerte. Y de matar al padre, y acostarse con la madre, averiguarlo todo después ávidamente, palabra por palabra. Que brebaje, ¿eh? Y con qué avidez se lo bebe cuando uno se llama Edipo o Antígona. Y lo más sencillo, reventarse los ojos e ir a mendigar con los hijos por los caminos... Pues no. Esos tiempos se acabaron para Tebas. Tebas tiene derecho ahora a un príncipe sin historia.
Yo me llamo solamente Creón, gracias a Dios. Tengo los dos pies puestos en la tierra, las dos manos metidas en los bolsillos, y ya que soy rey, he resuelto, con menos ambición que tu padre, dedicarme sencillamente a hacer un poco menos absurdo, si es posible, el orden de este mundo.
Ni siquiera es una aventura, es un oficio de todos los días y no siempre divertido, como todos los oficios. Pero ya que estoy aquí para desempeñarlo lo haré… Y si mañana un mensajero mugriento baja desde el seno de las montañas para anunciarme que tampoco está seguro de mi nacimiento, le rogaré sencillamente que se vuelva al lugar de donde vino y por tan cosa no iré a provocar a tu tía ni me pondré a confrontar fechas. Los reyes tienen otra cosa que hacer que dramas personales, hijita. (Se le acerca y la toma del brazo) Así que escúchame bien. Eres Antígona, eres hija de Edipo, bien, pero tienes veinte años y no hace mucho todavía todo esto se hubiera arreglado con un par de bofetadas. (La mira sonriente) ¡Condenarte a morir! ¡No te has mirado, pajarito! Eres demasiado flaca. Mejor engorda un poco, para dar un niño robusto a Hemón. Tebas lo necesita más que tu muerte.
Volverás a tu cuarto enseguida, harás lo que te dije y te callaras. Yo me encargo del silencio de los otros. ¡Vamos, anda! Y no me fulmines así con tu mirada. Me tomas por un bruto, claro está, y has de pensar que soy decididamente prosaico. Pero te quiero bien a pesar de tu maldito carácter. No olvides que yo te regale la primera muñeca, no hace tanto tiempo. (Antígona no responde. Va a salir. Creón la detiene) ¡Antígona! Por esa puerta no se va a tu cuarto. ¿Adónde vas por ahí? (Se detiene, le responde suavemente) Usted lo sabe... (Un silencio. Se miran de nuevo de pie uno frente al otro)
CREÓN.- ¿A qué juego estás jugando?
ANTÍGONA.- No estoy jugando.
CREÓN.- ¿Pero no comprendes que si alguien más de esos tres brutos se entera de lo que has hecho, me veré obligado a condenarte a morir? Si te callas ahora, si renuncias a esta locura, tengo una posibilidad de salvarte. Pero ya no la tendré dentro de cinco minutos. ¿Entiendes?
ANTÍGONA.- Debo ir a enterrar a mi hermano, porque esos hombres lo han descubierto.
CREÓN.- ¿Irás a repetir ese gesto absurdo? Hay otra guardia alrededor del cuerpo de Polinice y aunque consigas cubrirlo otra vez, volverán a limpiar su cadáver, bien lo sabes. ¿Qué conseguirás? Solo ensangrentarte las uñas y hacerte prender.
ANTÍGONA.- Lo sé. Pero por lo menos puedo intentarlo. Es preciso hacer lo que se puede.
CREÓN.- ¿Así qué tú crees de verdad en ese entierro según los ritos? ¿Crees en la sombra de tu hermano condenada a andar siempre errante si no se arroja sobre el cadáver un poco de tierra con la fórmula del sacerdote? ¿No oíste recitar la fórmula a los sacerdotes de Tebas? ¿Viste esas pobres caras de funcionarios fatigados que abrevian los movimientos, se tragan las palabras y terminan apresuradamente con un muerto para seguir con otro antes de la comida de mediodía?
ANTÍGONA.- Si, los he visto.
CREÓN.- ¿Y no has pensado que si estuviese acostada en el cajón, una persona a quien quieres de verdad, no te pondrías a aullar de pronto, y a gritarles que se callaran y que se fueran?
ANTÍGONA.- Sí, lo he pensado.
CREÓN.- Y ahora corres peligro de muerte porque negué a tu hermano ese pasaporte irrisorio, ese chapurreo en serie sobre sus despojos, esa pantomima que te avergonzaría y mortificaría si la hubieras representado. ¡Es absurdo!
ANTÍGONA.- Sí. Es absurdo.
CREÓN.- Entonces, ¿por qué adoptas esa actitud? ¿Para los demás, para los que creen? o ¿Para alzarlos contra mí?
ANTÍGONA.- No.
CREÓN.- ¿Para quién entonces?
ANTÍGONA.- Para nadie. Para mí.
CREÓN.- (La mira en silencio) ¿Así que tienes ganas de morir? Ya pareces una pequeña presa de caza.
ANTÍGONA.- No se enternezca conmigo. Haga como yo. Haga lo que tiene que hacer. Pero si es usted un ser humano, hágalo enseguida. Es todo lo que le pido. No tendré coraje eternamente, es cierto.
CREÓN.- (Se acerca) Quiero salvarte, Antígona.
ANTÍGONA.- Usted es el rey, todo lo puede, pero eso no puede hacerlo.
CREÓN.- ¿Te parece?
ANTÍGONA.- Ni salvarme, ni impedirme hacer lo que quiero.
CREÓN.- ¡Orgullosa! ¡Pequeña Edipo!
ANTÍGONA.- Lo único que puede hacer es condenarme a morir.
CREÓN.- ¿Y si te hago torturar?
ANTÍGONA.- ¿Para qué? Para que llore, para que pida gracia, para que jure todo lo que quieran y ¿vuelva a hacerlo otra vez cuando ya no me duela?
CREÓN.- (Le aprieta el brazo) Te aprovechas demasiado, pequeña peste... Porque ves en mis ojos algo que vacila, por eso te burlas, atacas mientras puedes. ¿Adónde quieres ir, pequeña furia?
ANTÍGONA.- Suélteme. Me lastima el brazo con su mano.
CREÓN.- (Apretando más fuerte) No. Yo soy el más fuerte, así también me aprovecho.
ANTÍGONA.- (Lanza un gritito) ¡Ay!
CREÓN.- Tal vez es lo que debiera hacerte después de todo, sencillamente, torcerte la muñeca, tirarte del pelo como se hace con las mujeres en los juegos. (Se pone grave, le dice muy cerca) Soy tu tío, claro está, pero no samos cariñosos en la familia. ¿No te parece curioso, este rey que te escucha y que lo puede todo, tomándose tanta molestia intentando impedir tu muerte, a pesar de todo?
ANTÍGONA.- (Una pausa) Aprieta usted demasiado, ahora ni siquiera me duele. Ya no tengo brazo.
CREÓN.- (La mira y la suelta con una sonrisita. Murmura) Dios sabe que tengo otras cosas que hacer hoy, pero con todo perderé el tiempo necesario para salvarte, pequeña peste. (La obliga a sentarse. Se quita, la chaqueta, avanza hacia ella, pesado, poderoso, en mangas de camisa) No quiero dejarte morir por un lío político. Vales más que eso.
Porque tu Polínice, esa sombra vagabunda y ese cuerpo que se descompone entre sus guardia y todo ese patetismo que te inflama no es más que un lío político. ¿Crees que no me asquea tanto como a ti esa carne que se pudre al sol? Por la noche, cuando el viento viene del mar, se la huele en el palacio. Me da nauseas. Sin embargo, ni siquiera cerraré la ventana. Pero para que los brutos a quienes gobierno comprendan, el cadáver de Polínice tiene que apestar toda la ciudad durante un mes.
ANTÍGONA.- ¡Es usted detestable!
CREÓN.- Si hijita. El oficio lo exige. Lo que puede discutirse es si hay que hacerlo o no. Pero de hacerlo tiene que ser así.
ANTÍGONA.- ¿Por qué lo hace?
CREÓN.- Una mañana me desperté siendo rey de Tebas. Y Dios sabe que había otras cosas en la vida que me gustaban más que ser poderoso...
ANTÍGONA.- ¡Debía decir que no, entonces!
CREÓN.- Podía hacerlo. Pero me sentí de golpe como un obrero que rechaza un trabajo. No me pareció honrado. Dije sí.
ANTÍGONA.- Lo siento por usted. ¡Yo no dije sí! Yo todavía puedo decir que “no” a todo lo que no me gusta y ser mi único juez. Y usted con su corona, con sus guardias, con su pompa, solo puede hacerme morir, porque dijo sí.
CREÓN.- Escúchame…
ANTÍGONA.- Si quiero puedo escucharlo. Usted dijo que sí. Usted no tiene nada más de que enterarme. Yo sí. Está ahí bebiéndose mis lágrimas. Y si no llama a los guardias, es para escucharme hasta el final.
CREÓN.- ¡Me diviertes!
ANTÍGONA.- No. Le doy miedo. Por eso trata de salvarme. A pesar de todo sería más cómodo conservar una pequeña Antígona viva y muda en este palacio. Es usted demasiado sensible para ser un buen tirano. Eso es todo. Pero sin embargo me hará morir dentro de un instante, usted lo sabe, y por eso tiene miedo. Es feo un hombre que tiene miedo.
CREÓN.- (Sordamente) Sí, tengo miedo de verme obligado a hacerte matar si te obstinas. Y no quisiera hacerlo.
ANTÍGONA.- Y sin embargo usted ahora me hará matar sin quererlo. ¡Y eso es ser rey!
CREÓN.- ¡Sí, es eso!
ANTÍGONA.- ¡Pobre Creón! A pesar de mis uñas rotas y llenas de tierra y de los moretones que sus guardias me hicieron en los brazos, a pesar del miedo que me retuerce las entrañas, yo soy reina.
CREÓN.- Entonces, ten lástima de mí, vive. El cadáver de tu hermano, es un precio suficiente para que el orden reine en Tebas. Mi hijo te quiere. Ya he pagado bastante. No me obligues a pagar contigo también.
ANTÍGONA.- No. Usted dijo que sí. ¡Ahora nunca dejará de pagar!
CREÓN.- (La sacude de pronto fuera de sí) ¡Pero Dios mío! ¡Trata de comprender un minuto tú también, niña idiota! Tiene que haber quienes digan que sí. Tiene que haber quienes gobiernen la barca. ¿Lo comprendes?
ANTÍGONA.- No, no quiero comprender. Eso está bien para usted. Estoy aquí para decirle que no y para morir.
CREÓN.- ¡Es fácil decir que no!
ANTÍGONA.- No siempre.
CREÓN.- Para decir que sí, hay que sudar y arremangarse, tomar la vida con las manos y meterse en ella hasta los codos. Es fácil decir que no aunque haya que morir. Basta con no moverse y esperar.
ANTÍGONA.- Sería demasiado cobarde. (Un silencio)
CREÓN.- ¿Me desprecias, verdad? (Ella no contesta. Creón continúa como para sí) Es curioso. A menudo he imaginado este diálogo con un hombrecito pálido que hubiera intentado matarme y de quien no podría obtener nada más que desprecio. Pero no pensaba que sería contigo y por algo tan tonto... (Se toma la cabeza entre las manos. Está extenuado) Pero escúchame por última vez. ¿Sabes por qué vas a morir, Antígona? ¿Sabes al pie de qué historia sórdida vas a firmar con tu nombre ensangrentado para siempre?
ANTÍGONA.- ¿Qué historia?
CREÓN.- La de Eteocles y Polínice, la de tus hermanos. Nadie la sabe en Tebas, salvo yo. Y me parece que tú, esta mañana, también tienes derecho a saberla. (Reflexiona un instante. Comienza sordamente sin mirar a Antígona) ¿Qué recuerdas de tus hermanos? ¿Dos compañeros de juego que seguramente te despreciaban, cuchicheando siempre al oído para hacerte rabiar y que te rompían las muñecas?
ANTÍGONA.- Eran grandes...
CREÓN.- Después, los oías golpear la puerta cuando volvían, veías llorar a tu madre y pasaban delante de ti, tambaleantes, oliendo a vino.
ANTÍGONA.- Una vez me escondí detrás de una puerta; era a la mañana, acabábamos de levantarnos y ellos volvían. ¡Polínice me vio, estaba muy pálido, con los ojos brillantes, y tan hermoso con su traje de gala! Me dijo: "Vaya, ¿estás ahí?" Y me dio una gran flor de papel que había traído de la fiesta.
CREÓN.- Y tú conservaste esa flor, ¿verdad?
ANTÍGONA.- (Se estremece) ¿Quién se lo dijo?
CREÓN.- Pobre Antígona, con tu flor de cotillón ¿Sabes quien era tu hermano?
ANTÍGONA.- ¡Sabía que usted iba a hablarme mal de él!
CREÓN.- ¡Un pobre juerguista imbécil, un carnicero duro y sin alma, un brutito que sólo servía para gastar dinero en los bares. Una vez, tu padre acababa de negarle una fuerte suma que había perdido en el juego; se puso colérico y le levantó la mano gritando una palabra infame.
ANTÍGONA.- ¡Eso no es cierto!
CREÓN.- ¡Su puño de bruto voló a la cara de tu padre! Era doloroso. Tu padre estaba sentado a su mesa con la cabeza en las manos. Sangraba. Lloraba. Y en un sillón Polínice, bromeaba.
ANTÍGONA.- (Casi suplicante) ¡Eso no es cierto!
CREÓN.- Acuérdate, tú tenías doce años. No lo vieron durante mucho tiempo. ¿Es cierto no?
ANTÍGONA.- (Sordamente) Si, es cierto.
CREÓN.- Después... tu padre calló y Polínice se alistó en el ejército argivo. Entonces empezó contra tu padre una cacería infame, contra aquel viejo que no quería morir ni dejar el reino. Los atentados se sucedían y los matones que atrapábamos, siempre acababan por confesar que habían recibido dinero de él. Pero no sólo de él. Y eso es lo que quiero que sepas. Ayer hice grandiosos funerales a Eteocles. Es ahora un héroe y un santo para Tebas. Yo también pronuncie un discurso. Todos los sacerdotes de Tebas en pleno con la cara de circunstancias y los honores militares. Era preciso. Como te imaginarás, no podía darme el lujo de tener un crápula en cada bando. Eteocles, ese premio a la virtud, no valía más que Polínice. El buen hijo también había intentado hacer asesinar a su padre, el príncipe leal también había decidido vender a Tebas al mejor postor. Sí, ¿te parece gracioso? Pero tenía que convertir en héroe a uno de ellos. Entonces mande buscar sus cadáveres. Los encontraron abrazados, por primera vez en su vida. Se habían ensartado mutuamente y después la carga de la caballería argiva les paso por encima. Hice recoger a uno de los cuerpos, el menos estropeado de los dos, para los funerales nacionales, y di orden de que se dejara podrir el otro donde estaba... Ni siquiera sé cuál. Y te aseguro que me da lo mismo. (Hay un largo silencio)
ANTÍGONA.- ¿Por qué me contó eso? (Creón se levanta, se pone la chaqueta)
CREÓN.- ¿Era preferible dejarte morir por esa pobre historia?
ANTÍGONA.- Tal vez. Yo creía.
CREÓN.- ¿Qué vas a hacer, ahora?
ANTÍGONA.- (Se levanta como una sonámbula) Voy a subir a mi cuarto.
CREÓN.- No te quedes mucho tiempo sola. Busca a Hemón. Y cásate.
ANTÍGONA.- (En un soplo) Sí.
CREÓN.- Olvida todo lo que dije. Tienes toda la vida por delante. Tienes ese tesoro todavía.
ANTÍGONA.- Sí.
CREÓN.- ¡Y tú ibas a derrocharlo! Te comprendo, yo hubiera hecho lo mismo a los veinte años. Por eso bebía tus palabras. Escuchaba desde el fondo del tiempo a un joven Creón flaco y pálido como tú y que sólo pensaba en darlo todo también... Cásate pronto, Antígona. La vida no es lo que tú crees. Es un agua que los jóvenes dejan correr sin saberlo entre los dedos abiertos. Mañana cuando pronuncie el próximo discurso delante del sepulcro de Eteocles, no me escuches, no será cierto. Sólo es cierto, lo que no se dice... Tú también lo sabrás, demasiado tarde; la vida es un libro que amamos, un niño que juega a tus pies, una herramienta que uno sujeta bien en la mano, un banco para descansar a la noche delante de casa. Antígona, sé feliz.
ANTÍGONA.- (Murmura, con la mirada un poco perdida) Feliz...
CREÓN.- Una pobre palabra, ¿verdad?
ANTÍGONA.- (Despacito) ¿Cómo será mi felicidad? ¿En qué mujer feliz se convertirá la pequeña Antígona? ¿Qué mezquindades tendrá que hacer día a día, para arrancar con los dientes su pedacito de felicidad? Dígame, ¿a quien deberá mentir, a quien sonreír, a quien venderse?
CREÓN.- (Se encoge de hombros) Estas loca, cállate.
ANTÍGONA.- ¡No, no me callaré! Quiero saber cómo me las arreglaré para ser feliz, para vivir.
CREÓN.- ¿Amas a Hemón?
ANTÍGONA.- Sí. Amo a un Hemón fuerte y joven; a un Hemón exigente y fiel como yo. Pero si la vida, la felicidad de la que usted habla, han de pasar por él con su desgaste, si ha de convertirse a mi lado en el señor Hemón, si ha de aprender a decir que sí, entonces ya no amo a Hemón.
CREÓN.- No sabes lo que dices.
ANTÍGONA.- Si, sé lo que digo; es usted el que ya no me oye... Ahora le hablo desde muy lejos, desde un reino donde no puede entrar con su prudencia. (Se ríe) ¡Ah! ¡Me río, Creón, me río porque lo veo de golpe a sus quince años! Con el mismo aire de impotencia y creyendo que todo lo puede.
CREÓN.- (La sacude) ¿Te callarás de una vez?
ANTÍGONA.- ¿Por qué quieres hacerme callar? Sabes que tengo razón, pero no lo confesarás nunca porque estás defendiendo tu felicidad en este momento como una fiera.
CREÓN.- ¡La tuya y la mía, imbécil!
ANTÍGONA.- ¡Ustedes me dan asco con su felicidad! Con su pequeña vida que hay que amar cueste lo que cueste. Yo lo quiero todo, enseguida y completo, y si no, me niego. Hoy quiero estar segura de todo y que sea tan hermoso como cuando era pequeña, o morir.
CREÓN.- ¡Ya está, empiezas como tu padre!
ANTÍGONA.- Sí. Somos de los que plantean las preguntas hasta el fin. Hasta que no quede sin estrangular la más pequeña posibilidad de esperanza. ¡Somos de los que saltan encima de la esperanza, de su querida esperanza, de su sucia esperanza!
CREÓN.- ¡Cállate! ¡Te pones fea gritando esas palabras!
ANTÍGONA.- ¡Sí, soy fea! Son indignos estos gritos, ¿verdad? Estos sobresaltos, esta lucha de mercaderes. Papá sólo fue hermoso después, cuando estuvo seguro de que ya nada podía salvarlo, cuando todo había terminado. ¡Le bastó cerrar los ojos para no ver nada más! ¡Ustedes son los feos, con sus pobres caras de candidatos a la felicidad! Hasta los más hermosos tienen algo de feo en la comisura del ojo o de la boca. ¡Tienen caras de cocineros!
CREÓN.- (Le estruja el brazo) ¡Te ordeno que te calles!
ANTÍGONA.- ¿Crees que puedes ordenarme algo?
CREÓN.- La antesala está llena de gente. ¿Quieres condenarte? Te oirán.
ANTÍGONA.- ¡Abre las puertas! ¡Que me oigan!
ISMENA.- (Lanzando un grito) ¡Antígona!
ANTÍGONA.- ¿Qué quieres tú ahora?
ISMENA.- ¡Antígona, perdóname! Antígona, ya ves, estoy aquí, tengo coraje. Ahora, iré contigo.
ANTÍGONA.- ¿Adónde vendrás conmigo?
ISMENA.- ¡Si la condena a muerte, tendrá que condenarme a mí también!
ANTÍGONA.- ¡Ah, no! Ahora no. Yo sola. No te figures que vendrás a morir conmigo. ¡Sería demasiado fácil!
ISMENA.- No quiero vivir sí tú mueres, no quiero quedarme sin ti.
ANTÍGONA.- Tú has elegido la vida y yo la muerte. Había que ir esta mañana, en cuatro patas en la noche. ¡Tenías que escarbar la tierra con las uñas mientras ellos estaban cerca y dejarte apresar como una ladrona!
ISMENA.- ¡Bueno, pues iré mañana!
ANTÍGONA.- ¿La oyes, Creón? Ella también. Quién sabe si otros no se contagiarán al escucharme. ¿Qué esperas para llamar a los guardias? Vamos, Creón, un poco de coraje, no es más que un mal rato. ¡Vamos, cocinero, ya no hay más remedio!
CREÓN.- (Grita de pronto) ¡Guardias! (Los guardias aparecen en seguida) Llévensela.
ANTÍGONA.- (Con un grito de alivio) ¡Por fin, Creón! (Los guardias se lanzan sobre ella y la llevan. Ismena sale gritando tras ella)
ISMENA.- ¡Antígona! ¡Antígona! (Creón se ha quedarlo solo. EL coro entra se le acerca)
EL CORO.- Estás loco, Creón. ¿Qué has hecho?
CREÓN.- (Mirando a lo lejos) Tenía que morir.
EL CORO.- ¡No dejes morir a Antígona, Creón! Todos llevaremos esa llaga en el costado durante siglos.
CREÓN.- Ella era la que quería morir. Ninguno de nosotros tenía bastante fuerza para convencerla de que viviera. Ahora lo comprendo. Quizá ni ella misma lo sabía, Polínice era sólo un pretexto. Lo que importaba para ella era negarse a vivir.
EL CORO.- Es una niña, Creón.
CREÓN.- ¿Qué quieres que haga por ella? ¿Condenarla a vivir?
HEMÓN.- (Entra gritando) ¡Padre!
CREÓN.- (Corre hacia él, lo besa) Olvídala, Hemón; olvídala hijo mío.
HEMÓN.- Estás loco, padre. Suéltame.
CREÓN.- (Lo sujeta más fuerte) Lo he intentado todo para- salvarla, Hemón. Lo he intentado todo, te lo juro. No te quiere. Hubiera podido vivir. Pero prefirió su locura y la muerte.
HEMÓN.- (Grita, tratando de librarse de su brazo) ¡Padre, no dejes que esos hombres la lleven!
CREÓN.- Ya habló. Toda Tebas sabe ahora lo que hizo. Me veo obligado a hacerla morir.
HEMÓN.- (Se arranca de sus brazos) ¡Suéltame! (Un silencio. Están uno frente al otro. Se miran)
EL CORO.- (Se acerca) ¿No se puede tramar algo, decir que está loca, encerrarla?
CREÓN.- Dirán que no es cierto. Que la salvo porque iba a ser la mujer de mi hijo. No puedo.
EL CORO.- ¿No se puede ganar tiempo, hacerla escapar ahora?
CREÓN.- La multitud ya lo sabe, aúlla alrededor del palacio. No puedo.
HEMÓN.- Padre, la multitud no es nada. Tú eres el amo.
CREÓN.- Soy el amo antes de la ley. No después.
HEMÓN.- Padre, soy tu hijo, no puedes dejar que se la lleven.
CREÓN.- Sí. Valor hijo mío. Antígona no quiere vivir más. Antígona ya nos ha abandonado a todos.
HEMÓN.- ¿Crees que yo podré vivir sin ella? ¿Crees que aceptaré esta vida? Todos los días, de la mañana a la noche, sin ella. ¿Y tu agitación, tu charla, tu vacío, sin ella?
CREÓN.- Tendrás que aceptar, Hemón. Cada uno de nosotros tiene un día, más o menos triste, más o menos lejano en que debe aceptar ser un hombre. Para ti, ha llegado ese día... Cuando hayas cruzado ese umbral dentro de un instante, todo habrá acabado.
HEMÓN.- (Retrocede un poco y dice despacito) Ya se acabó.
CREÓN.- No me juzgues, Hemón. No me juzgues tú también.
HEMÓN.- (Lo mira y dice) Aquella gran fuerza y aquel coraje, aquel dios gigante que me levantaba en sus brazos y me salvaba de los monstruos y las sombras, ¿eras tú?
CREÓN.- (Humildemente) Sí, Hemón.
HEMÓN.- Todos aquellos cuidados, todo aquel orgullo, todos aquellos libros llenos de héroes, ¿eran para llegar a esto? ¿Para llegar a ser un hombre, como tú dices, y muy contento de vivir?
CREÓN.- Sí, Hemón.
HEMÓN.- (Grita de pronto como un niño, arrojándose en sus brazos) ¡Padre, no es cierto! ¡No eres tú! No estamos los dos al pie de este muro donde sólo cabe decir que sí. Todavía eres poderoso, como cuando yo era niño. ¡Te lo suplico, padre! Que yo te admire, que siga admirándote. Estoy demasiado solo y el mundo queda demasiado desnudo si no puedo admirarte más.
CREÓN.- (Lo aparta de sí) Estamos solos, Hemón. El mundo está desnudo. Mírame, esto es convertirse en un hombre: ver un día, de frente, el rostro del padre.
HEMÓN.- (Retrocede gritando) ¡Antígona, Antígona! ¡Socorro! (Sale corriendo)
EL CORO.- (Se acerca a Creón) Creón, salió como un loco.
CREÓN.- (Mira a lo lejos, inmóvil) Sí. Pobrecito, la quiere.
EL CORO.- Creón, hay que hacer algo.
CREÓN.- No puedo hacer nada más.
EL CORO. - Se ha marchado, herido de muerte.
CREÓN.- (Sordamente) Sí, estamos todos heridos de muerte. (Antígona entra en la habitación, empujada por los guardias, detrás de la cual se adivina a la multitud que grita)
EL GUARDIA. - ¡Señor, invaden el palacio!
ANTÍGONA.- ¡Creón, no quiero ver más sus rostros, no quiero oír más sus gritos, no quiero ver más a nadie! Ahora tienes mi muerte, ya basta.
CREÓN.- (Sale gritando a los guardias) ¡Guardias en las puertas! ¡Que desalojen el palacio! ¡Tú quédate con ella! (Los guardias salen con el coro. Antígona se queda sola con el primer guardia. Lo mira)
ANTÍGONA.- (Dice de pronto) Así que eres tú.
EL GUARDIA.- ¿Yo qué?
ANTÍGONA.- Mi última cara de hombre. Déjame mirarte.
EL GUARDIA.- (Se aparta, molesto) Vamos, vamos.
ANTÍGONA.- ¿Tú fuiste el que me detuvo esta mañana?
EL GUARDIA.- Sí, yo.
ANTÍGONA.- Me lastimaste. No necesitabas lastimarme. ¿Acaso parecía que quería escaparme?
EL GUARDIA.- ¡Vamos, vamos, nada de historias! Si no fuera usted, yo sería el que muriese.
ANTÍGONA.- ¿Cuántos años tienes?
EL GUARDIA - Treinta y nueve.
ANTÍGONA.- ¿Tienes hijos?
EL GUARDIA.- Sí, dos.
ANTÍGONA.- ¿Los quieres?
EL GUARDIA.- Eso no le interesa. (Comienza a caminar por la habitación; por un rato no se oye más que sus pasos)
ANTÍGONA.- (Pregunta muy humilde) ¿Hace mucho que usted es guardia?
EL GUARDIA.- Después de la guerra. Era sargento. Me reenganché.
ANTÍGONA.- ¿Hay que ser sargento para ser guardia?
EL GUARDIA.- En principio, sí. Sargento o haber seguido el curso especial.
ANTÍGONA.- (Le dice de pronto) Escucha...
EL GUARDIA.- Sí.
ANTÍGONA.- Voy a morir dentro de un rato. (El guardia no responde. Sigue caminando) ¿Tú crees que duele morir?
EL GUARDIA.- No puedo decírselo. Durante la guerra, los que tenían heridas en el vientre, sufrían. A mí nunca me hirieron. Y en cierto sentido eso me perjudicó en los ascensos.
ANTÍGONA.- ¿Cómo van a hacerme morir?
EL GUARDIA.- No sé. Creo haber oído que para no manchar la ciudad con su sangre, la iban a tapiar en un pozo.
ANTÍGONA.- ¿Viva?
EL GUARDIA.- Sí. (Un silencio. El guardia saca un cigarrillo)
ANTÍGONA.- ¡Oh, tumba! ¡Oh, lecho nupcial! ¡Oh, morada subterránea!... (Parece pequeñita en medio de la gran habitación desnuda. Se diría que tiene un poco de frío. Se rodea con sus brazos. Murmura) Completamente sola...
EL GUARDIA.- En las cavernas del Hades a las puertas de la ciudad. A pleno sol. Una buena faena para los que estén de turno.
ANTÍGONA.- (Murmura, súbitamente cansada) Dos animales.
EL GUARDIA.- ¿Dos animales qué?
ANTÍGONA.- Dos animales se apretarían uno contra el otro para darse calor. Yo estoy completamente sola.
EL GUARDIA.- Si necesita algo, es diferente. Yo puede llamar.
ANTÍGONA.- No. Sólo quisiera que entregaras una carta a una persona cuando yo haya muerto.
EL GUARDIA.- ¿Una carta?
ANTÍGONA.- Una carta que escribiré.
EL GUARDIA.- ¡Ah, eso no! ¡Nada de historias! ¡Una carta! ¡Con las cosas que sale!
ANTÍGONA.- Te daré este anillo si aceptas.
EL GUARDIA.- ¿Es de oro?
ANTÍGONA.- Sí. Es de oro.
EL GUARDIA.- ¿Sabes? Si me registran, consejo de guerra para mí. ¿A usted le da lo mismo? (Mira otra vez el anillo) Lo que puedo hacer, si quiere, es escribir en mi libreta lo que usted quiera decir. Después arrancaré la página. Con mi letra, ¿no es lo mismo?
ANTÍGONA.- (Cierra los ojos; murmura con un pobre rictus) Tu letra... (Se estremece ligeramente) Todo esto es demasiado feo.
EL GUARDIA.- (Ofendido, hace ademán de devolver el anillo) Mire, si usted no quiere, yo...
ANTÍGONA.- Sí. Guárdate el anillo y escribe. Pero rápido... Tengo miedo de que no haya tiempo... Escribe: "Querido mío...".
EL GUARDIA.- (Que ha sacado la libreta y chupa la mina del lápiz) ¿Es para su amiguito?
ANTÍGONA.- "Querido mío: quise morir y quizá no me quieras más... "
EL GUARDIA.- (Repite lerdamente mientras escribe) “Querido mío: quise morir y quizá no me quieras más..."
ANTÍGONA.- "Creón tenía razón; es terrible; ahora, junto a este hombre, ya no sé por qué muero. Tengo miedo...".
EL GUARDIA.- (Luchando con el dictado) "Creón tenía razón, es terrible...".
ANTÍGONA.- Ah, Hemón, nuestro hijo. Ahora comprendo lo sencillo que era vivir...
EL GUARDIA.- (Se detiene) Eh, va usted demasiado rápido. ¡Cómo quiere que escriba!
ANTÍGONA.- ¿Por dónde andabas?
EL GUARDIA.- (Relee) "Es terrible ahora junto a este hombre..."
ANTÍGONA.- "Ya no sé por qué muero."
EL GUARDIA.- (Escribe chupando la mina) Nunca se sabe por qué se muere.
ANTÍGONA.- (Continúa) "Tengo miedo..." (Se detiene. De pronto se yergue) No. Tacha todo eso. Es preferible que nunca lo sepa nadie. Pon solamente: "Perdón."
EL GUARDIA.- Entonces tacho el final y pongo perdón en cambio.
ANTÍGONA.- Sí. "Perdón, querido. Sin la pequeña Antígona todos hubieran estado muy tranquilos. Te quiero..."
EL GUARDIA.- “Te quiero...” ¿Eso es todo?
ANTÍGONA.- Sí, eso es todo.
EL GUARDIA.- Es una carta curiosa.
ANTÍGONA.- Sí, es una carta curiosa.
EL GUARDIA.- ¿Y a quién va dirigida? (En ese momento se abre la puerta. Aparecen los otros guardias. Antígona se levanta, los mira, mira al primer guardia, que, erguido detrás de ella, se guarda el anillo y acomoda la libreta con aire de importancia... Ve la mirada de Antígona. Grita para darse ánimos) ¡Vamos! ¡Basta de historias! (Antígona sonríe compasivamente. Baja la cabeza. Va sin decir una palabra hacia los otros guardias. Salen todos)
EL CORO.- (Aparece) ¡Bueno! Se acabó con Antígona. Ahora se acerca el turno de Creón.
EL MENSAJERO.- (Irrumpe gritando) ¡La reina! ¿Dónde está la reina?
EL CORO.- ¿Para qué la quieres? ¿Qué tienes que decirle?
EL MENSAJERO.- Acababan de arrojar a Antígona al pozo. Todavía no habían terminado de empujar las últimas piedras, cuando todos oyen quejas que salen de pronto de la tumba. Todos callan y escuchan, no es la voz de Antígona. Es una queja nueva que sale de las profundidades del pozo. Todos miran a Creón, y él, que fue el primero en adivinar, él que ya lo sabe antes que los otros, lanza de pronto un alarido como un lobo: "¡Quiten las piedras! ¡Quiten las piedras!" Los esclavos se arrojan sobre los bloques amontonados, y entre ellos, el rey sudoroso, con las manos sangrantes.
Las piedras se mueven al fin. Antígona está en el fondo de la tumba colgada de los hilos de su cinturón, de los hilos azules, de los hilos verdes, de los hilos rojos que le hacen como un collar de novia, y Hemón de rodillas, sosteniéndola en sus brazos, se queja con el rostro hundido en su regazo.
Mueven otro bloque y Creón puede bajar al fin. Se ven sus cabellos en la oscuridad, en el fondo del pozo. Trata de incorporar a Hemón, le suplica. Hemón no lo oye. De pronto se incorpora, mira a su padre sin decir nada, después le escupe a la cara y saca la espada. Hemón lo mira con ojos de niño. Mira al viejo que tiembla en el otro extremo de la caverna y sin decir nada se hunde la espada en el vientre y se tiende junto a Antígona, besándola en medio de un inmenso charco rojo.
CREÓN.- (Entra con su paje) ¡Los hice acostar, por fin, uno junto al otro! Ahora están limpios, descansados. Están sólo un poco pálidos, pero tan tranquilos. Dos amantes después de la primera noche. Ellos han terminado.
EL CORO.- Tú no, Creón. Todavía te queda algo por saber. Eurídice, la reina, tu mujer...
CREÓN.- Una buena mujer que siempre habla de su jardín, de sus dulces, de sus tejidos, de sus eternos tejidos para los pobres. Es curiosa la eterna necesidad de prendas tejidas que tienen los pobres. Parecería que sólo necesitan prendas tejidas...
EL CORO.- Los pobres de Tebas tendrán frío este invierno, Creón. Al enterarse de la muerte de su hijo, la reina dejó las agujas después de terminar la vuelta; pausadamente, como todo lo que hace. Y después pasó a su cuarto, a su cuarto con olor a lavanda, con carpetitas bordadas y marcos de felpa, para cortarse la garganta, Creón. Ahora está tendida en una de las camitas gemelas pasadas de moda, en el mismo lugar donde la viste de muchacha una noche, y con la misma sonrisa, apenas un poco más triste. Y si no hubiera esa gran mancha roja en las sábanas alrededor de su cuello, podría creerse que duerme
CREÓN.- Ella también. Todos duermen. Está bien. La jornada ha sido dura. (Una pausa. Dice sordamente) Será bueno dormir.
EL CORO.- Ahora estás completamente solo, Creón.
CREÓN.- Completamente solo, sí. (Un silencio. Apoya la mano en el hombro del paje) Pequeño...
EL PAJE.- ¿Señor?
CREÓN.- Voy a decírtelo a ti. Los otros no lo saben; uno está aquí, delante de la tarea, y no puede cruzarse de brazos. Dicen que es una cochina faena, pero si uno no la hace, ¿quién lo hará?
EL PAJE.- No sé, señor.
CREÓN.- Claro está, no lo sabes. ¡Tienes suerte! No habría que saber nunca. Se tarda en llegar a grande, ¿verdad?
EL PAJE.- ¡Oh, sí, señor!
CREÓN.- Estás loco, pequeño. No habría que llegar nunca a grande. (Se oye la hora a lo lejos; murmura) Las cinco. ¿Qué tenemos hoy a las cinco?
EL PAJE.- Consejo, señor.
CREÓN.- Bueno, pues si tenemos consejo, pequeño, podemos ir andando. (Salen, Creón apoyándose en el paje)
EL CORO.- (Se adelanta) Y es así. Sin la pequeña Antígona, es cierto, todos hubieran estado muy tranquilos. Pero ahora se acabó. A pesar de todo, están tranquilos. Todos los que tenían que morir han muerto. Los que creían una cosa, y los que creían lo contrario, y aun los que no creían nada y se vieron envueltos en el asunto sin comprender nada. Muertos semejantes, todos, bien rígidos, bien inútiles, bien podridos. Y los que viven todavía comenzarán despacito a olvidarlos y a confundir sus nombres. Se acabó.
Antígona está calmada ahora, jamás sabremos de qué fiebre. Su deber le ha sido perdonado. Un gran sosiego triste cae sobre Tebas y sobre el palacio vacío donde Creón empezará a esperar la muerte. (Mientras hablaba, los guardias han entrado. Se instalan en un banco, con la botella de vino tinto al lado, el sombrero hacia atrás, y empiezan una partida de cartas) No quedan más que los guardias. A ellos todo esto les da lo mismo. Continúan jugando a las cartas...
(Mientras los guardias juegan cae rápidamente el)
TELÓN