ISRAFEL
Abelardo
Castillo
Drama
en dos actos y dos tabernas,
sobre
la vida de Edgar Poe
PERSONAJES
EDGAR
POE
VIRGINIA
CLEMM, su prima, luego su esposa.
MUDDIE
(María Clemm), madre de Virginia y tía de Poe.
GEORGES
LIPPARD
UN
CADETE DE OFICINA
EL
TABERNERO
THOMAS
BOLLING
MISTER
KENNEDY
AMIGO
1
AMIGO
2
AMIGO
3
TÍO
NILSON
SEÑORA
GRAHAM
DAMA
ZENOBIA
RUFUS
GRISWOLD
RUFIÁN
EL
ESCRIBIENTE
MARINERO
EL
POLÍTICO
OBRERO
DE LA CONSTRUCCIÓN 1
OBRERO
DE LA CONSTRUCCIÓN 2
UN
CABALLERO DE NEGRO.
ESCENARIOS
PRIMERA
TABERNA
Una
posada en las afueras de Richmond. Nochebuena de 1826. Un poco antes
de la medianoche.
ACTO
I
Casa
de María Clemm, en Baltimore, al atardecer. Ocho años después.
ACTO
II
1.
Cuarto de Lippard: un ruinoso cobertizo de extramuros en Filadelfia,
entre el atardecer y la noche. Ocho años más tarde, 1843.
2.
Casa de Poe, en Filadelfia, un año antes, por la tarde.
3.
Interior de la Casa Blanca, en Washington, por la mañana. A
principios de 1843.
ÚLTIMA
TABERNA
Una
posada exactamente igual a la de Richmond. En Baltimore, la noche del
2 de octubre de 1849.
IN
TABERNA
RICHMOND,
1826
Una
posada del sur de los Estados Unidos, a la que Edgar Poe ha ido a
refugiarse después de una terrible disputa con su tutor. Lo acompaña
su amigo Thomas Bolling. Los dos, a juzgar por sus ropas y modales,
pertenecen a la «Juventud Dorada» de Virginia. Educados al sur de
la línea Mason-Dixon, es fácil advertir en ellos —muy
especialmente en Edgar— una doble influencia: la de lord Byron,
lectura obligada y modelo físico de la época, y la de la mammy
negra: alguna ancha nodriza de color que, no hace demasiado tiempo,
los durmiera cantándoles la nana del duende robador de niños, el
negro del levitón de azufre o el decapitado del camino. Edgar tiene
dieciocho años. Físicamente, pese a no ser en modo alguno
corpulento, supera a los muchachos de su edad. De mediana estatura,
delgado, delicadamente hermoso, asombra que prevalezca entre una
juventud cuyas supremacías suelen argumentarse a puñetazos. Traduce
lenguas clásicas con la misma facilidad que versifica en ellas;
estudia flores, dibuja y canta. De golpe, sin embargo, se arroja de
cabeza al James y, durante horas, nada contra la corriente su versión
del Helesponto; las niñas sureñas, en la orilla, se asustan, lo
admiran y lo aman. Tres años atrás ha escrito To Helen, uno de sus
poemas más perfectos. Lo dedica a la madre de un condiscípulo:
ella, después de volverse loca, ha muerto. Desde entonces comenzará
a murmurar «Leonora». Recién llegado de la Universidad de
Jefferson —borracheras, barajas, pistoletazos—, trae con él las
únicas cosas para las que no hace falta el dinero de un tutor: el
más brillante promedio, su orgullo y un destino irreparable. Todavía
es un poco personaje de Byron, pero ya empieza a identificarse
consigo mismo. Lo han visto rondar tumbas. Lo han visto emborracharse
brutalmente, como si se odiara. Nadie advertirá entonces el drama
íntimo, su desgarrada urgencia de felicidad. Borracho, queda de él
una imagen más fácil, más inmortal. La del Poeta Maldito, que
arquetipo para la historia.
ESCENARIO
El
interior de la taberna es rústico, extravagante y sombrío. A la
izquierda, oblicuamente emplazado, un mostrador de irregulares
perspectivas. Detrás, un estante; botellas con etiquetas de todos
los colores. La entrada de la taberna está ubicada al fondo, hacia
la derecha; es una puerta vaivén, baja, oculta por un tintineante
cortinado hecho con cordones de metal retorcido. De los anchos
travesaños que, entrecruzándose, apuntalan el techo, cuelga alguna
lámpara tiznada y macilenta. En el centro de la escena, sentados
ante una mesa de toscas y gruesas tablas, aparecen EDGAR y THOMAS.
Detrás del mostrador, adormecido, el TABERNERO. Sólo se ven de él
sus gigantescos hombros y su cabeza poderosa, totalmente rapada, que
apoya sobre los brazos; permanecerá en esta misma actitud, inmóvil,
suceda lo que suceda. EDGAR, en quien la embriaguez, exteriormente,
NO se distingue de la más absoluta sobriedad, irá emborrachándose
hacia adentro; cada nuevo trago (y esto se advertirá a lo largo de
toda la obra) ejerce sobre su exaltado temperamento el efecto de un
estallido. Una especie de hiperlucidez fulminante, inmediata. Lo
menos parecido a una borrachera. Su voz es grave, honda perfectamente
modulada.
La
acción transcurre en las afueras de Richmond, en la Nochebuena de
1826.
ESCENA
PRIMERA
EDGAR
y THOMAS,— aparte, dormitando, el TABERNERO
EDGAR.—
Lo dicho: mi tutor es un cochino. Eso. Un escocés tacaño y cochino.
(Imitando la severidad de su tutor.) Edgar, me dice, no tienes en
absoluto sentido de la realidad. Y qué es para él «la realidad»:
sus plantaciones de tabaco, sus esclavos negros y sus dólares. Oh,
sus dólares. ¡Sus mágicos, maravillosos, prodigiosos dólares, con
los que puedes comprar todo lo que existe! (Pausa.) Pero no. Para lo
que yo quiero, no sirven los dólares. (Confidente.) Te contaré un
secreto: yo quiero lo que no existe. (Bebe.)
THOMAS.—
Entendido, entendido. Pero no puedes pasar la Nochebuena fuera de tu
casa.
EDGAR.—
Mi casa, dices. ¿Qué casa? (Grandilocuente.) La casa de Míster
John Allan, el acaudalado plantador de Richmond. ¡El generoso John
Allan! ¡El que me hizo el honor de recibirme en su casa, por
caridad, cuando quedé huérfano…! Filantropía que se esmera en
recordar cada vez que puede.
THOMAS.—
Como quieras. Pero es mejor que vuelvas. Plantar a todos los
invitados, sin decir siquiera buenas noches, fue una torpeza. (EDGAR
lo mira inexpresivo—, THOMAS prosigue, conciliador.) Además, está
la señora Francés de por medio.
EDGAR
(cambiando su actitud).— Sí. Eso es lo único que me preocupa.
(Agresivo.) Lo único. (Con ternura, y luego torvamente.) Pobre mamá
Francés… A veces pienso de qué modo se las ingenió el viejo para
casarse con una mujer así.
THOMAS
(suspirando).— Eres injusto con él. Esta misma noche te acaba de
demostrar…
EDGAR
(cortante, con terco desprecio).— ¡Que es un infame escocés,
abominable y mezquino…! Me odia.
THOMAS.—
O mejor: tú no lo quieres. Te vas, golpeando puertas, el mismo día
que, con bombos y platillos, se dispone a dar una fiesta en tu honor.
EDGAR.—
¿Fiesta? ¿A eso le llamas fiesta? Qué mal conoces al viejo. Eso no
es una fiesta: es una trampa. (Cambiando de tono.) ¡El bueno de
Mister Allan celebra el regreso del Hijo Pródigo! ¡Venid a ver
cuánto ama Mister Allan al díscolo Edgar Poe…! Pero, ¿no viste?
¿No viste que ha invitado a todos mis compañeros de la Universidad?
Quiere humillarme.
THOMAS.—
Concedamos que tu conducta en Jefferson…
EDGAR.—
Concedido. Contraje deudas, sí. Me emborraché, a veces. Y qué.
¿Sabes? Mientras estuve allá no me envió un solo centavo. No. No
entiendes lo que significa eso. En un lugar como aquél no basta ser
un alumno brillante; debes ponerte a la altura de las circunstancias,
si no quieres que te miren como a un gusano. ¿Te has sentido gusano
alguna vez? Yo, sí. Cuando uno de aquellos mequetrefes, me decía:
«Edgar Allan, ¿tampoco esta noche vienes a la taberna?», yo me
sentía gusano. No comprendes, ¿verdad? No comprendes que jugar a
los naipes o pagarse una prostituta sea más importante que tener
talento. Yo tampoco lo comprendo. (Bebe. Una pequeña pausa.) Dime,
has escuchado alguna vez que digan de ti: es un pobre diablo, el hijo
de una cómica, vive de la caridad de un matrimonio rico, y, quién
sabe, su pelo es demasiado negro y su cutis tiene un color extraño:
puede que también sea mestizo.
THOMAS.—
Tonterías. (Con cierta aprensión.) ¡Mestizo tú!
EDGAR.—
Tonterías, no. (Tomándolo de las manos. Violento.) ¡Mírame!
(THOMAS obedece, un tanto rígido.) Ahí lo tienes. Si Edgar Poe
fuera mestizo, su amigo Thomas saldría corriendo por esa puerta,
Eres un auténtico caballero sureño. (Suelta sus manos.) También
los he oído decir: «No, el sabio Edgar no nos acompaña: tiene que
estudiar para que su tutor esté orgulloso de él, y le deje su
herencia…». Y ahora están allí, en «mi» tiesta.
THOMAS.—
Todo lo exageras. Pero el caso es que deberías volver.
EDGAR.—
Nunca más. Volver significa oír cuchicheos a tu espalda. Risitas
cómplices. Gente que murmura: Elmira no ha venido… ¡Por supuesto!
¡Cómo iba a venir Elmira, si, mientras yo estaba en Jefferson, su
padre y mi tutor se encargaban de casarla con el acaudalado Míster
Shelton! (Bebe.) Lo bueno del alcohol es que lo embriaga a uno.
THOMAS.—
Deja eso. Para lo que otros necesitan una botella, tú tienes de
sobra con dos vasos.
EDGAR.—
La primera mujer que amé duerme bajo la tierra; la segunda, bajo
Míster Shelton. (Ríe.) Bajo los dólares de Míster Shelton. ¿No
es gracioso? Míster Shelton, el Becerro de Oro, me ha robado la
novia. ¿No es gracioso? (Repentinamente sombrío.) Oye: creo que voy
a matarlo.
THOMAS.—
Eddie, Eddie…
EDGAR.—
Tienes razón. Lo que voy a hacer es suicidarme.
THOMAS.—
¡Edgar!
EDGAR.—
¿Tampoco? Entonces, voy a emborracharme. (Bebe.)
THOMAS.—
Supongo que ahora será imposible llevarte allá.
EDGAR.—
Celebro que seas inteligente. La inteligencia es una gran virtud.
Algún día valdrá tanto como el dólar.
Aparecen
en la puerta tres amigos. Visten con elegancia. Jóvenes de la misma
edad de Poe, divertidos por naturaleza, ahora, visiblemente
achispados por el alcohol. Hablan desde la puerta.
ESCENA
SEGUNDA
Los
mismos. Tres amigos
AMIGO
1.— ¡Ecce Homo! ¿No les decía, camaradas? ¡Lo reconozco por su
jacintina melena y el romántico porte de su cabeza!
AMIGO
2 (poniendo una mano sobre las cejas).— Y el que lo acompaña, ¿no
es el Reverendo Thomas?
AMIGO
3.— Y eso que hay entre ambos, ¿no se parece ostensiblemente a una
botella?
TODOS.—
¡Es una botella!
Se
precipitan sobre la mesa. Con gran batahola arriman sillas, etcétera.
AMIGO
2.— Caballero Edgar Poe, saludo en usted al más grande poeta
norteamericano… que frecuenta este infame tugurio. (Risas. A EDGAR,
no le ha hecho gracia; THOMAS no disimula hallarse molesto.) ¡A ver,
patrón, despierta, que ha llegado la alegría! (EL TABERNERO
permanece inmóvil.) ¡Es menester que traigas ginebra, muchísima
ginebra, ríos de ginebra…!
AMIGO
3.— ¡Mares de ginebra!
AMIGO
1.— ¡Océanos de ginebra! ¡Pues vamos a brindar por la juventud
errática que huye de las fiestas burguesas y se refugia en las
tabernas!
EDGAR
(refiriéndose al TABERNERO; habla casi gravemente, sin ironía).—
Déjenlo dormir. Despertar a un hombre que sueña es tan sacrílego
como violar un sepulcro.
AMIGO
3.— ¡Anotadlo! ¡Anotadlo! ¡No permitáis que se pierda tan bella
imagen!
AMIGO
2.— Tan lapidaria imagen.
AMIGO
1.— Tan siniestra imagen. Nuestro amigo, el bardo, acaba de tomar
contacto con el más allá. Cuéntanos alguna historia horrible,
Eddie.
THOMAS.—
Déjenlo.
AMIGO
2.— Algún cuento de muerte. Algo que nos haga olvidar la vida.
EDGAR.—
Al padre Thomas le disgustan mis desvaríos macabros. (Raro. Con
repentina seriedad.) Me recuerdas a William Wilson.
AMIGO
1.— William Wilson. Ese no es de Richmond.
EDGAR
(siempre extraño) Oh, no Lo conocí en la Universidad. (Bebe.)
THOMAS.—
No sigas bebiendo. Te hará daño.
EDGAR.—
«In taberna cuando sumus, non curamus quid sit humus».
Apenas
dicho esto, los amigos lo repetirán, pero en otro tono, y seguirán
recitando, cantando casi, el resto del poema. El ritmo, percutido con
los puños sobre la mesa, recordará la obsesiva música de Carmina
Burana, e irá creciendo hasta alcanzar el frenesí de un aquelarre.
THOMAS y EDGAR no se unirán al canto. EL TABERNERO sigue en la misma
posición.
In
taberna cuando sumus
non
curamus quid sit humus,
sed
ad ludum properamus
cui
semper insudamus.
Bibit
hera, bibit herus,
bibit
miles, bibit clerus,
bibit
ille, bibit illa,
bibit
servus cum ancilla,
bibit
velox, bibit piger,
bibit
albus, bibit niger,
bibit
constans, bibit vagus,
bibit
rudis, bibit magus.
AMIGO
1 (señalando a EDGAR en actitud de brindis).— ¡Bebe el mago!
AMIGO
3.— Bebe el Diablo.
AMIGO
2 (recibe la botella y la pasa a THOMAS, quien, resignado, acepta).—
¡Bebe el fraile!
Aplausos,
risas, brindis; todo en la mayor confusión.
THOMAS
(cuando vuelve la calma).— Y bien, a qué han venido.
AMIGO
3.— A rescatarlo de tus consejos.
THOMAS.—
Hablo en serio.
EDGAR.—
Thomas siempre habla en serio. (A THOMAS, con reprimida violencia.)
¿Quieres saber a qué han venido? Yo te lo digo. Han venido, por
encargo de mamá Francés, a devolverme a la trampa. Pero yo no iré.
AMIGO
1.— Míster Allan se pondrá furioso.
AMIGO
2.— Tus compañeros de la Universidad pensarán…
EDGAR
(estallando).— ¡He dicho que no iré! (Se pone de pie, y apoyando
las manos sobre la mesa, inclina el cuerpo hasta quedar con su rostro
casi al nivel de los demás.) Y pueden decirle a Míster Allan, y a
mis compañeros de la Universidad, que se pudran.
Tambaleante,
va hacia el mostrador.
AMIGO
3.— Esta vez es grave. ¿Sabe lo de Elmira? (THOMAS asiente.)
Entonces, no vuelve.
AMIGO
2.— Esta noche escribirá algún poema e irá a recitarlo sobre la
tumba de Helena. Oigan, ¿se han fijado que todas las mujeres de las
que se enamora…?
THOMAS.—
Se parecen.
AMIGO
1.— Todas tienen algo de moribundas…
THOMAS.—
Cállate. Y ahora, váyanse. Digan allá que no lo han encontrado.
Ellos
se resisten. THOMAS, pese a las protestas, los conduce hasta la
puerta. EDGAR, que estaba bebiendo junto al mostrador, se da vuelta.
EDGAR.—
¡Y díganle al cochino escocés que no les disputaré la herencia a
sus bastardos!
THOMAS
(empujando a los otros).— Digan que no lo han encontrado.
Salen,
incluso THOMAS. Pausa, EDGAR sigue junto al mostrador. Vuelve a
entrar el AMIGO 1. Recoge la botella de la mesa y habla desde la
puerta.
AMIGO
1 (con acento declamatorio).— ¡Oye, tabernero! ¡Tú que conoces
la verdad, pues la escuchas a diario en boca de tantos iluminados;
iluminado tú mismo, puesto que también te emborrachas! ¡Tú,
elegido entre los hombres para infundirles el Espíritu del Cristal!
¡Dios tú mismo! Acoge a nuestro hermano Poe, estámpale en la
frente tu símbolo divino, hazlo tu hijo predilecto y guíalo desde
hoy… (El AMIGO 1 desaparece de la puerta, arrastrado por los otros;
desde afuera aún se le oye gritar.) ¡Hasta la plutónica Taberna de
la borrachera definitiva!
EL
TABERNERO ha levantado la cabeza, EDGAR está junto a él. Se miran
fijamente. Por un instante, la escena adquiere una fantástica
grandeza; pero, de inmediato, el rostro del TABERNERO recobra la
atónita expresión de la ebriedad, y, apoyando la cabeza sobre los
brazos, queda otra vez dormido.
ESCENA
TERCERA
EDGAR,
aparte, el TABERNERO
EDGAR
(recoge una botella y, con una última mirada al TABERNERO, vuelve
hacia la mesa. Antes de llegar se detiene súbitamente. Queda allí,
balanceándose y mirando con hosquedad hacia la puerta, donde, sin
que nadie entre en la taberna, las cortinas, tintineantes, se han
movido).— ¡Tú…! (Pausa larga, durante la cual parece seguir con
la vista los movimientos de alguien muy odiado. Después,
relajándose, como aceptando la situación, susurra.) Tú. Has vuelto
a encontrarme, ¿eh…? Está visto que no voy a poder huir de tus
ojos. De tus grises ojos. (Se sienta. El otro, a juzgar por la mirada
de EDGAR, está en una mesa próxima.) Sabía que estabas cerca.
¿Quieres beber…? Ah, no, perdona. Tú no bebes. Tú sólo me
miras. Tanto peor: lo haré yo por ti. (Bebe; luego, con violencia.)
¡Mírame!
¡Mírame
cuanto gustes! Vigílame. Entiendo, entiendo… Por eso te odio. Y,
por eso, algún día voy a matarte. (Bebe.) ¡Qué! ¿Te desagrada?
También te desagradaba que jugase y me emborrachase allá, en la
Universidad… A ti te desagrada todo lo que está mal. Sí, igual
que a mí: en eso también nos parecemos. Nos parecemos en muchas
cosas. (Pausa.) Escucha: he resuelto ser un gran poeta. El más
grande poeta norteamericano… (Ha recalcado agresivamente esto
último; ahora amenaza en voz muy baja.) Y no sonrías. (Cambiando de
tono.) ¿Sabes? Hace un momento han dicho: «el más grande poeta
norteamericano… que concurre a este tugurio infecto». Eso han
dicho. ¡Y yo me reí…! Debí aplastarle la cara con una botella…
Por lo tanto, he decidido ser un gran poeta. Abandono todo: mi casa,
las plantaciones del mugriento escocés, a mamá Francés. Todo. A
Elmira también. Sí, sí, comprendo; a ti no se te puede engañar, a
los otros, sí, pero a ti no. Y bien. La señorita Elmira no me
quiere. (Divertido.) ¡Ha preferido al Becerro de Oro! (Bebe. Con
gravedad.) Eso también está mal. (Pensativo.) Estoy por descubrir
que el dinero y la muerte se parecen. Acaban corrompiendo a la gente.
Con el dinero se puede comprar todo, por eso corrompe. Y no está
bien, oyes: ¡no está bien…! Pero hay algo que no se puede
comprar. Lo que yo necesito, no. (Agresivo.) ¿Quieres que te diga lo
que yo necesito? (Ríe, turbado, como si acabara de olvidarse.) No
sé. (De pronto.) Alas. Sí, por ejemplo, eso, tener alas. ¿Nunca
has querido volar? (Con desprecio.) No, claro que no. Tú estás
pegado a la tierra… Es en lo único que no nos parecemos… Cuando
te mate voy a poder volar. (Lo ha dicho con tono entre perplejo y
maravillado, como quien descubre, de pronto, una verdad simple y
deslumbrante. Pausa larga. POE, como al principio, va siguiendo con
la mirada los movimientos de alguien, que ahora se aleja. Las
cortinas vuelven a mecerse, tintineantes; EDGAR, con el cuerpo sobre
la mesa y el brazo extendido hacia la salida, le apunta con el dedo,
amenazador.) ¡Cuando te mate voy a poder volar…! (Se aferra a los
bordes de la mesa, y, llamando, grita.) ¡William Wilson! (Entra
THOMAS).
ESCENA
CUARTA
EDGAR
y THOMAS,— el TABERNERO
THOMAS.—
¡Edgar…!
EDGAR.—
Ah, tú. ¿De dónde demonios sales?
THOMAS
(acercándose, visiblemente impresionado por el aspecto de Edgar).—
Los acompañé hasta el cruce. Pero, qué te ocurre. A ti habría que
preguntarte de dónde sales.
EDGAR.—
De aquí. (Ha señalado el pico de la botella. Ahora parece
preocupado.) En el camino… ¿no te cruzaste con nadie?
THOMAS
(advertido).— No. Con quién podría haberme cruzado.
EDGAR.—
Con un íntimo, muy íntimo, amigo mío.
THOMAS.—
William Wilson.
EDGAR
(sobresaltado).— ¿Cómo lo sabes?
THOMAS.—
Lo llamabas. A gritos… Pero no, no me he cruzado con nadie, Edgar…
No podía cruzarme con nadie, porque aquí, ¿oyes?, aquí no había
nadie.
EDGAR.—
¡Qué sabes tú de eso! Siempre hay, alrededor de los hombres, más
cosas de las que se pueden ver. (Confidente.) Algunos, sí las vemos.
Se
sirve un vaso. THOMAS lo detiene.
THOMAS.—
Deja eso. No sé a qué extremos…
EDGAR.—
Tú también dices: ¡Edgar, pobrecito, no tienes el menor sentido de
la realidad! Cierto. Las únicas realidades están en los sueños. La
mentira, ¿entiendes?, es lo que hace soportable el mundo. Quién
sabe… a veces pienso que los hombres llegarán a la Luna.
THOMAS.—
No permitiré que sigas este juego.
EDGAR
(desafiante).— A la Luna, sí. Pero, mientras tanto, ¿qué podemos
hacer sino mentir? Anótalo. Las mentiras de hoy serán las
realidades del futuro. (Exageradamente.) ¡Brindo por la mentira,
madre de todas las realidades bellas! (THOMAS sacude la cabeza;
EDGAR, de un trago, bebe su vaso. De pronto, a lo lejos, se escucha
la primera campanada de la Nochebuena, EDGAR, excitadísimo, perdido
ya el control, se ha puesto de pie. A medida que habla van sonando,
nítidas, las doce campanadas.) ¡Despierta, tabernero!; te cambio tu
sueño por una mentira. ¡Abre los ojos lagañosos, viejo buey!
Brindemos por Jesús de Galilea, que acaba de nacer en un pesebre,
para bien del hombre. No importa que sea mentira: es bello.
¡Despierta, demonio! ¿No entiendes la fábula? A la humanidad le
hace falta magia; sólo puede salvarla un niño. (Ha llegado al
mostrador. Sacude al TABERNERO por los hombros.) ¡Escucha las
campanas! Un muchachito tramposo nos juega la mala pasada de
mentirnos la Felicidad Eterna. (Pausa. El TABERNERO levanta la
cabeza—, EDGAR lo tiene tomado por los hombros, con ambos brazos
extendidos. Se miran fijamente. THOMAS, en segundo plano, inmóvil,
ya pretérito, no participa de la escena. Cuando las campanas dejan
de escucharse, EDGAR, tal vez refiriéndose a sí mismo, tal vez a
Cristo, murmura.) Acaba de nacer tu hijo, tabernero…
El
TABERNERO, con lentitud, apoya una de sus manos sobre la de POE, como
protegiéndolo, casi tiernamente. THOMAS se ha marchado. Mientras
siguen mirándose, la escena va quedando a oscuras.
TELÓN
PRIMER
ACTO
BALTIMORE,
1835
Casa
de Muddie (María Clemm), tía de Edgar y madre de Virginia. Han
pasado casi nueve años desde la escena en la primera taberna.
Durante ese período, Poe ha sido foguista de un barco carbonero,
soldado, vagabundo y poeta. En Boston publica su primer libro de
versos, Tamerlan —ningún periódico lo comenta; nadie lo compra—;
se enrola luego en el ejército de los Estados Unidos (mayo de 1827);
regresa a Richmond dos años más tarde, y, sin poder ver por última
vez a mamá Frances, que ha muerto (será enterrada junto a la tumba
de Helena), ingresa en la Academia Militar de West Point. En febrero
de 1831 se reúne el Consejo General de Guerra; Edgar A. Poe, el
inculpado, no asiste a misa, desobedece órdenes, se fuga de los
cuarteles. Declina defenderse y es expulsado. Viaja a Baltimore.
Allí, en casa de Muddie, conoce a una niña de mirada increíble: se
llama Virginia y es su prima. Más tarde él la llamará Eleonora,
Ligeia, Berenice, Eulalia, se casará con ella y la amará como a
ninguna otra mujer en el mundo; poco después la nombrará Ulalume, y
en su último poema, Anabel Lee. Virginia, que en 1835 tiene catorce
años, es una muchachita de encantador aspecto; sin embargo ya se
advierten en ella —en el brillo de sus ojos, en el color de sus
mejillas, en algún subrepticio acceso de tos que trata de ocultar—
los primeros síntomas de su enfermedad. Bellísima, trivial,
enamorada secretamente de su primo, Virginia responde exactamente a
este párrafo del propio Poe: «Tenía la belleza de los serafines,
pues era una niña sin artificio, e inocente como la breve vida que
había pasado entre las flores. Ninguna astucia cubría el fervor del
amor que animaba su corazón.» En la época de su estada en
Baltimore, Edgar ya posee los rasgos característicos —tanto
físicos como psicológicos— que lo individualizarán durante toda
su vida. Arrogante hasta la soberbia, tumultuoso, contradictorio, cae
en la depresión o se remonta a la hipérbole con la misma insensata
violencia, sin transiciones. En su casa, sin embargo, es alegre y
cariñoso como un chico, esto último (la infantil ternura que siente
por Muddie y por Virginia) ha de tomarse como detalle fundamental
para fijar su carácter. Muddie es una mujer fuerte, sufrida. Ama a
Edgar y a la pequeña Virginia con sentimiento egoísta, excluyente.
Sin ser bella, posee una íntima nobleza; algo espiritual, profundo,
que la personaliza. De pronto es sólo una mujer, desolada o
puerilmente alegre por sus hijos; de pronto, apenas con un gesto,
tendrá toda la autoridad de una matrona. Hay en Muddie algo
inexplicable y poderoso: matriarcal. O quizá, maternal, simplemente.
ESCENARIO
Interior
de la casa. Sala pobremente amueblada. Sillones, una mesita, algún
estante con libros. Se advierte gran pulcritud, pero no frialdad ni
orden excesivo; hay —en su justo término— ese desorden íntimo,
cálido, humano, que transforma a una casa en hogar. No obstante, la
atmósfera de la habitación sugiere algo irreal. El color de los
muebles es oscuro; la iluminación, pobre. Algún pesado cortinaje o
tal vez la encuadernación de los volúmenes insinúan esa idea
fantástica, antes mencionada; la sensación de estar ante una
estampa; ante un grabado minucioso, melancólico, de libro antiguo. A
la izquierda, un pequeño pasillo, en el que desemboca una escalera.
De ésta se ven solamente parte de la balaustrada y unos cuantos
peldaños. Un corredor, a la derecha, comunica con la puerta de
acceso a la casa.
MUDDIE
y NILSON en escena. En el piso superior se oyen voces y risas.
Atardece.
Aún no se han encendido los quinqués.
ESCENA
PRIMERA
MUDDIE
y NILSON
MUDDIE.—
Ahí los tienes. ¿Oyes…? Edgar y la alegría entraron juntos en
esta casa. (Se sienta. Comienza a coser.)
NILSON.—
Eso es cierto, sí.
MUDDIE.—
Creo que Virginia no podría vivir sin él. (NILSON la mira con
cierta aprensión; actúa como quien, queriendo decir algo, no
encuentra el modo.) Pues, sí. Juegan, ríen. Él le habla a veces
durante horas, de lo que escribe, de sus proyectos… (Sonríe con
bondad.) Y cuando discuten… Son dos criaturas.
NILSON.—
María… (Su voz ha sido extraña; ella levanta la mirada,
interrogante.) De Edgar quiero hablarte.
MUDDIE.—
Y bien.
NILSON.—
Yo sé perfectamente cuánto quieres a tu sobrino.
MUDDIE.—
Casi tanto como a mi hija.
NILSON.—
Lo sé. Y sé el apego que Virginia siente por él. (Se sienta.) De
eso quiero hablarte. Virginia es realmente una criatura. A su edad,
cualquier mala influencia…
MUDDIE
(alertada, con rigidez).— No entiendo.
NILSON.—
El caso es que se murmuran ciertas cosas por ahí. La conducta
pública de Edgar, digo.
MUDDIE.—
Conozco a la gente. En lo que respecta a esta casa, y a mi hija,
Eddie nunca les ha dado el menor motivo de escándalo.
NILSON.—
Yo también conozco a la gente. (De pie, paseándose.) Pero, además,
conozco al muchacho. Y desde antes que viniera a Baltimore. Tú lo
sabes: su comportamiento… no siempre ha sido el que uno esperaría
de un joven con su inteligencia. Hace ocho años, cuando se escapó
de Richmond, cometió la primera tontería. Y hasta una injusticia.
No lo niegues. Pudo haber sido un gran abogado, condiciones no le
faltaban, y Míster Allan no le hubiese negado su apoyo. Pudo haber
sido un próspero comerciante.
MUDDIE.—
No. No creo que pudo haberlo sido.
NILSON
(hace un gesto.).— Su carácter. Comprendo. (Habla sin saña;
expone hechos, simplemente. Sus palabras son las de un hombre
sensato; razonablemente piensa que un poeta no lo es.) Pero el
carácter, mujer, es un artículo de lujo. Ya ves. Cuando pudo ser un
verdadero militar, un militar de carrera, qué resultó: su expulsión
de West Point, un libro de versos… Y el propósito de alistarse
como voluntario, en Polonia. ¿Entiendes esto? Sus actitudes, a
veces, son desconcertantes.
MUDDIE.—
Él decía que los polacos luchaban por su libertad.
NILSON.—
¡Digno de Lord Byron! Perfecto. Pero Polonia está muy lejos: la
realidad está cerca. Y la realidad es ésta: el escocés acaba de
morir sin dejarle un solo centavo. Edgar no es un lord. Siempre se
comportó como si despreciara el buen sentido.
MUDDIE.—
Allan hizo cosas peores que dejarlo en la miseria. Tú no comprendes.
NILSON.—
Ay, María. Yo no comprendo, es cierto. Pero yo no comprendo cómo se
las arregla ese muchacho para ganarse el corazón de las mujeres.
MUDDIE.—
Sufre.
NILSON.—
Lo sé, lo sé. Es como si la fatalidad… Sus padres, luego aquella
Helena, de la que se figuraba estar enamorado, después, la pobre
Francés… Oh, no creas, no creas: yo también lo quiero. Pero no
soy ciego. Hay algo en él que me preocupa. (Pausa. Luego, sombrío.)
No debiera decirlo en tu presencia, pero su familia y la bebida…
MUDDIE.—
¡No la nombres!
NILSON
(imponiéndose).— Su padre, su hermano; su hermano Henry, ahí
tienes. Estaba lleno de posibilidades hermosas. Tal vez no fuera ni
la mitad de bueno que Edgar, pero era un muchacho bello, capaz. Y
murió quemado por la tuberculosis, bebiendo hasta matarse.
MUDDIE.—
¡Cállate…! No, en mi Eddie no se repetirá…
NILSON.—
Entonces, es cierto que…
MUDDIE.—
No. (Turbada.) No sé. Es cuando sale por ahí, con sus amigos.
Beberá un poco, como todos. Es joven, es sano.
NILSON.—
Tiene veintiséis años; no es un niño. Y sus amistades, bueno; eso
es lo que se murmura. En cuanto a la salud… No sólo el cuerpo
puede estar enfermo. (La interrumpe con un gesto.) Esas historias que
escribe, por ejemplo: esas historias horribles, de personajes
maniáticos, extraviados… ¡Oh, no sé!
MUDDIE
(forzadamente).— Esas historias, como dices, algún día lo harán
famoso. (Cambiando de tono con rapidez.) Acaba de ganar un concurso,
pobre hijo mío. (Con pueril vanidad.) Uno de los jurados lo invitó
a su casa.
NILSON.—
Entre tú y Virginia me lo han contado diez veces. Sólo que Virginia
agregó algo más. Cuando Míster Kennedy lo invitó a comer, Edgar
tuvo que escribirle, negándose. Pues no tenía ropa que ponerse. (La
mira rectamente. Pausa.)
MUDDIE.—
Míster Kennedy supo comprender, vino él mismo. Nos ha ayudado
tanto.
NILSON.—
Es muy probable, sí. De eso también quería hablarte. Fuera de esas
historias, que lo harán famoso y que ganan concursos, ¿no ha
intentado…?
MUDDIE.—
Trabajar.
NILSON.—
Sí.
MUDDIE.—
Nunca he visto a nadie más empeñado en vivir de su trabajo. Escribe
día y noche, va a las redacciones, habla con gente. Desea tanto
tener una revista propia.
NILSON.—
Lo sé. Pero no hablo de eso sino de un empleo. Algo seguro; algo que
también sirva para ayudarte a ti.
MUDDIE.—
Hace cuatro años que Edgar vive en esta casa, desde entonces, no ha
hecho otra cosa que ayudarme. Su sola presencia me ayuda. (Con
entusiasmo.) Estamos esperando noticias acerca de un cuento que mandó
a una revista. El dice que puede ser muy importante. (NILSON ha
sacudido la cabeza, pero sin violencia. MUDDIE, que lo advirtió,
suspira.) Y bien, por si quieres saberlo: sí, ha intentado trabajar.
Él no me lo ha dicho, pero sé que le ha pedido un puesto de maestro
a Míster Kennedy.
NILSON.—
Bueno, bueno, se diría que lo lamentas. De todos modos, eso ya es
otra cosa. (Sonríe.) No tengo nada más que decir. (Consulta su
reloj.) Ya es hora de que me vaya.
Cuando
NILSON está por salir, se oye, en el piso superior, un gran tumulto.
Risas de EDGAR y la voz enojada de VIRGINIA. Un portazo y por la
escalera de la izquierda aparece la chica. Es una encantadora
muchachita. Alegre, infantil, la armonía de sus proporciones la ha
convertido prematuramente en mujer. Sus ojos, de un prodigioso color
violeta, asombradamente grandes, son el detalle característico de su
rostro.
ESCENA
SEGUNDA
Los
mismos; VIRGINIA
VIRGINIA
(a MUDDIE).— Puedes ir a ver cómo sigue tu sobrino, pues acabo de
tirarle uno de sus enormes libracos por la cabeza. (Reparando en
Nilson, quien, igual que Muddie, sonríe divertido.) ¡Oh, perdón!
No sabía que todavía estaba aquí, tío.
NILSON.—
¿Qué sucede? Discutieron.
VIRGINIA
(indecisa al principio; luego alzándose de hombros y como para sí
misma).— Bah. Si unas cuantas bobaliconas andan locas por él, no
seré yo quien lo impida.
NILSON
(mientras MUDDIE, sin prestar atención, se levanta a encender un
quinqué).— A ver, cuéntanos qué ocurre. (Lo ha dicho con
interés, ya no sonríe.)
VIRGINIA.—
Que «el poeta egresado de West Point» —¡egresado!—, como lo
llaman a Eddie las muchachas, quería que Virginia (se ha señalado a
sí misma con importancia) fuese a llevarle un madrigal a no sé qué
señorita encopetada.
Y
Virginia le ha tirado un libro por la cabeza.
NILSON.—
De modo que ya no quieres hacer de Cupido.
VIRGINIA.—
¡Por supuesto que no! Eso estaba bien cuando yo tenía diez años,
pero ahora, ¡no señor! Una vez —cuando me acuerdo lo mataría—
me hizo conseguirle un rulo, de la estúpida ésa…
MUDDIE.—
Virginia.
VIRGINIA.—
Claro que sí.
NILSON
(siempre con interés, casi preocupado y mirando furtivamente a
MUDDIE).— De quién hablas, veamos.
VIRGINIA
(con graciosa afectación; frunciendo los labios).— De la señorita
Mary Deveraux. (Conteniendo la risa.) Pero terminó armando un lío.
MUDDIE
(sin darle demasiada importancia, pero un poco tensa).— Niña, no
creo que a tío Nilson le interesen esas cosas.
NILSON.—
Te equivocas. Vamos a ver, Virginia, ¿de qué «lío» se trata?
Cuéntame.
VIRGINIA.—
Cuando ellos se pelearon, porque Eddie no la quería —cómo iba a
querer a una mojigata toda llena de moñitos—, él publicó un
poema, tratándola de voluble y coqueta. La familia de ella se
ofendió mucho.
NILSON.—
Bueno, no es para menos. (Mirando a MUDDIE, que trata de aparecer
indiferente.) Aunque, conociendo a Edgar, eso no me parece tan grave.
VIRGINIA.—
¡Es que no terminó allí!
MUDDIE.—
Vete a seguir jugando. Al tío Nilson se le hará tarde.
NILSON.—
Deja, tengo tiempo. Y, ¿dónde terminó?
VIRGINIA.—
En la tienda del tío de Mary. Eddie recibió de él una carta
insultante. Entonces compró una fusta y lo molió a palos.
MUDDIE
sacude la cabeza, desalentada.
NILSON
(a MUDDIE, en voz baja).— Bien, esto ya es otro asunto.
VIRGINIA.—
La esposa del hombre, y sus dos hijos, trataron de echar a Edgar de
la tienda, y, tirón va tirón viene, le rompieron toda la levita.
(MUDDIE y NILSON se miran largamente; la actitud de la mujer es
orgullosa, casi desafiante.) Y entonces, Edgar, con la levita
destrozada, seguido de una multitud, llegó a la casa de Mary, gritó
a todo el mundo y, cuando ella vino, él le arrojó la fusta a sus
pies, diciendo (imita el presunto gesto grandilocuente de POE):
«Toma, aquí te regalo esto». Dice mamá que cualquier caballero
sureño hubiese hecho otro tanto. (Pausa.)
MUDDIE.—
Puedo agregar que eso ocurrió el año pasado, y que nunca ha vuelto
a repetirse nada parecido. Es impulsivo, cierto, pero eso no cambia
en absoluto mi opinión: tiene un corazón maravilloso.
VIRGINIA,
sin entender qué ocurre a su alrededor, parece preguntar: «¿Dije
algo inconveniente para Edgar?». NILSON desvía la mirada y observa
a VIRGINIA.
NILSON.—
Y tú, Virginia, qué opinión tienes de tu primo Eddie.
VIRGINIA
(a quien la pregunta le parece perfectamente absurda).— Para mí
también tiene un corazón maravilloso. Todo en él es maravilloso.
(Turbada por lo que ha dicho. Con rapidez.) Me está enseñando
francés, y también me enseñará a tocar el arpa.
La
voz de POE, llamándola desde lo alto, corta una pausa embarazosa.
VIRGINIA, indecisa, mira a su madre. El llamado se repite, y MUDDIE,
con un gesto, la autoriza a abandonar la sala. Sin esperar más, pero
evidentemente turbada, VIRGINIA corre escaleras arriba.
ESCENA
TERCERA
MUDDIE
y NILSON
MUDDIE
(como desafiándolo a hablar).— Y, entonces…
NILSON.—
María…
MUDDIE.—
Sí.
NILSON.—
Esto es un poco más grave.
MUDDIE.—
Lo de los fustazos y la levita, dices.
NILSON.—
No. No me refiero al episodio de María Devereaux. Me refiero al
episodio de Virginia Clemm. (MUDDIE trata de no demostrar su
tensión.) Pues quiero creer que, como madre, aún no comprendes lo
que ocurre en tu casa.
MUDDIE
(a la defensiva).— Y qué es «lo que ocurre».
NILSON.—
Tu hija está enamorada del muchacho.
MUDDIE.—
Y bien.
NILSON.—
¿Eso es todo lo que dice? ¡Y bien…! ¿Pero no te das cuenta de lo
que puede pasar?
MUDDIE.—
Nada grave.
NILSON.—
María, tu proceder…
MUDDIE.—
Nadie mejor que yo para juzgar mi proceder. Se trata de mi hija. Y de
Edgar. ¿Crees que le permitiría quedarse un solo minuto más en
esta casa, junto a Virginia, si no supiera que…? Además, nadie ha
dicho que él se fijase en ella.
NILSON.—
Pero, ¡supongamos que lo haga!
MUDDIE.—
Si él se fijara en Virginia, pasaría lo que pasa entre la gente
honesta. Tú lo sabes: uno se enamora y se casa.
NILSON.—
¡Justamente! Pero, se diría que lo apruebas…
MUDDIE.—
¿Y si te dijera que sí? ¿Acaso no depende de ello la felicidad de
mi hija? Y mi propia felicidad. Y algo más, ¿sabes? La salvación
de Edgar. ¿Quieres creerlo? Me siento madre de los dos.
NILSON.—
No lo digas… (Confuso.) Hay algo turbador en tus palabras. Hacen
pensar… (Estuvo por decir «en un incesto»: tal vez lo ha dicho.)
MUDDIE
(de pie, con majestad).— ¡Nilson…!
NILSON.—
Perdona, perdona, te lo suplico. Es que tú misma lo sugeriste.
(Tratando de contenerse.) De todos modos, ¿olvidas que Virginia
tiene catorce años?
MUDDIE.—
Lo sé perfectamente. Todavía no los ha cumplido.
NILSON
(molesto).— No entiendo, no entiendo. (De pronto.) ¡Ah, no! El
concepto que la gente se ha formado de Edgar, no coincide con el
tuyo. Con honestidad te lo digo: yo no dejaría a una niña en manos
de un hombre como él. Sus inclinaciones…
MUDDIE.—
¡Ya basta! Me ofendes. No permitiré que, en esta casa, se diga una
sola palabra más en ese tono. Ya lo sabes.
NILSON
hace un gesto que significa: «Está bien, está bien: pero sigo sin
entender». Pequeña pausa, muy tensa. Llaman a la puerta. MUDDIE,
algo rígida, toma el quinqué y sale por la derecha. La luz ha
disminuido. NILSON, sentado, se pasa una mano por la barbilla. En la
escalera, aparece EDGAR.
ESCENA
CUARTA
NILSON
— EDGAR
EDGAR.—
Qué sucede. Me pareció escuchar… ¿Y madre?
NILSON.—
Fue a atender la puerta.
EDGAR.—
¿Discutían ustedes?
NILSON.—
No. Era un simple cambio de opiniones. Quiero hacerte una pregunta.
EDGAR.—
Sí.
NILSON.—
A qué aspiras en la vida.
EDGAR.—
Haces preguntas importantes. Te lo diré. Quisiera tener una revista
propia. Y, además, aspiro a ser inmortal.
A
veces, también me gustaría volar.
NILSON.—
Te he preguntado en serio.
EDGAR.—
Y yo te he respondido en serio.
Vuelve
la luz. Entra MUDDIE, acompañada por KENNEDY. La mujer parece haber
olvidado lo ocurrido; deja el quinqué en cualquier sitio y,
radiante, se acerca a EDGAR; tomándolo de la mano, lo mira con
ternura, maravillada. Toda la escena que sigue es confusa.
ESCENA
QUINTA
Los
mismos; MUDDIE y KENNEDY
EDGAR.—
¡Kennedy! (Mirando a MUDDIE, sonríe turbado.) Pero, ¿qué pasa
aquí?
NILSON
(se ha puesto de pie. Mientras tanto, EDGAR, sigue mirando perplejo a
la señora CLEMM).— Ah, el famoso Míster Kennedy. (Le tiende la
mano.) Me han hablado mucho de usted. (KENNEDY, con un gesto, explica
que son exagera dones.)
MUDDIE
(a KENNEDY, anhelante).— Dígalo.
KENNEDY.—
Bueno… (Con misterio; divertido.) Lo diré de golpe, pues tengo una
cita importante. (Mira el reloj.) Y me queda poco tiempo. (Pausa. Sin
el menor apuro, saca una carta del bolsillo.)
EDGAR.—
Diga usted, ¡bendito sea! (Empezando a comprender.) Acaso,
¿Berenice…?
KENNEDY.—
Exacto.
EDGAR.—
¡Dios Santo! ¡Madre!, ¿no te lo decía yo? (La abraza, hace un
grotesco paso de baile.) ¡Dios Santo!
KENNEDY.—
Además, el director quiere conocerte. Me ha pedido tus datos. Le he
escrito una carta que te hace justicia. Además…
EDGAR.—
¿Quién quiere saber más? ¡Oh, Muddie! (La besa.) ¿Lo oyes?
(Llamando.) ¡Virginia! (Va hacia la escalera.) ¡Dios Santo! Soy
feliz, y me siento enfermo, muy enfermo… ¡Virginia! (Empieza a
subir.) Perdóneme, Míster Kennedy. Le beso las manos. A todos…
¡Virginia!
Desaparece.
KENNEDY sonríe; se ha quedado con la carta en la mano y sacude la
cabeza. MUDDIE, aparte, se acerca disimuladamente un pañuelo a los
ojos. NILSON, evidentemente, se siente tan fuera del juego como un
cuerdo en un manicomio.
ESCENA
SEXTA
NILSON
y KENNEDY, MUDDIE aparte, y luego, EDGAR y VIRGINIA
KENNEDY.—
Loco soñador…
NILSON.—
Creo haber entendido algo acerca de un director. ¿De qué escuela se
trata?
KENNEDY.—
¿Escuela? ¿Qué escue…? ¡Ah!, el puesto de maestro, dice usted.
No. No es eso, afortunadamente.
NILSON.—
Afortunadamente.
KENNEDY.—
Edgar no tiene carácter para maestro. Ni tampoco hay muchas
posibilidades. (Con entusiasmo.) Se trata de una revista: El
Mensajero, de Richmond. Publicarán un cuento suyo. Berenice. (A
MUDDIE) A propósito, aquí tengo la carta de White, el director,
léala usted, señora Clemm.
MUDDIE,
aún no repuesta, se acerca, toma la carta y va a sentarse aparte. Al
hacerlo, se ha llevado el quinqué. NILSON y KENNEDY quedan en la
semipenumbra. El pasillo de la escalera, en cambio, está iluminado,
lo mismo que la figura abstraída de MUDDIE. Se acentúa la atmósfera
irreal, antes advertida.
NILSON.—
Se trataba de un cuento.
KENNEDY.—
Lo malo es que Edgar siempre exagera demasiado.
NILSON.—
Quiere decir que, económicamente, esta publicación…
KENNEDY.—
Por ahora, no. (Mira a la ausente MUDDIE.) Y lo siento. (Optimista.)
De todos modos, es un buen comienzo. White ha quedado muy
impresionado por la historia.
NILSON.—
No lo dudo.
KENNEDY.—
Está realmente aterrado. (Sonríe. Pausa.) La imaginación de Edgar
es prodigiosa, casi anormal. A veces pienso que la utiliza como un
caparazón, como una rebeldía, contra este país, este siglo…
NILSON
(con cierta aspereza).— Este país, este siglo, son el progreso,
Míster Kennedy.
KENNEDY.—
Los hombres como Poe, también son el progreso. No necesitan plantar
tiendas o colonizar tierras a balazos. Vienen a contrabalancear el
sistema. (Con ironía.) La realidad, de otro modo, sería un paraíso
de mercachifles.
NILSON.—
Creo entender por qué lo aman a usted en esta casa.
KENNEDY.—
César y Dios ya tienen su moneda. Alguien debe pagar tributo a los
demonios. Poe, es de ésos. Berenice, por ejemplo: es algo tan
descabellado, tan atrevido, que casi repugna la imaginación, sin
embargo, es bello.
NILSON.—
Se entusiasma usted.
KENNEDY.—
¿Si me entusiasmo? ¡Es lo más sobrecogedor que he leído en mi
vida! En manos de un escritor común, no hubiera pasado de ser un
relato horrendo, o escandaloso.
NILSON.—
Escandaloso, también.
KENNEDY.—
Los protagonistas son primos hermanos.
NILSON
(súbitamente interesado).— Continúe.
KENNEDY.—
Verá… (En ese instante aparecen en la escalera, iluminados, EDGAR
y VIRGINIA; se detienen allí al oír la voz de KENNEDY; éste y
NILSON no los advierten. MUDDIE, en la claridad de la derecha,
continúa ausente. El conjunto tiene la inmovilidad de una pintura.
Los movimientos de la pareja, adecuados a ciertas palabras del
relato, serán, pues, muy lentos, pero sin exageración. KENNEDY
prosigue.) Él es un soñador. Un hombre melancólico y extraño que
ha vivido siempre en soledad, dedicado a lecturas y meditaciones
extravagantes. Un monómano. Incapaz de abandonar un proyecto, por
espantoso que sea, una vez que lo ha concebido. Berenice es su
antítesis: una muchachita graciosa, pueril, traviesa.
NILSON.—
Casi una niña.
KENNEDY.—
Exacto. El amor entre ellos adquiere un carácter poco menos que
monstruoso; porque Berenice enferma, y recién entonces él comienza
a amarla… (En la escalera, VIRGINIA se ha llevado un pañuelo a los
labios, evitando toser; sin notarlo, EDGAR la toma de la mano.) Sabe
que va a morir. Sin embargo, se diría que, justamente, lo que ama en
ella es la idea de la muerte. Una noche, estando él en su gabinete,
entra Berenice. Y aquí comienza lo terrible, lo genial. (En la
escalera, al escuchar estas palabras, EDGAR se ha dado vuelta y mira
a VIRGINIA. Ambos sonríen. Luego, POE se queda serio, contemplando
la sonrisa de VIRGINIA.) …Porque Berenice, sonríe. Y él se
obsesiona con aquella sonrisa, con los dientes de aquella sonrisa.
NILSON.—
¡Gran Dios!
KENNEDY
(mientras EDGAR y VIRGINIA terminan de bajar el tramo de la escalera
y quedan fuera de la vista).— Y esa sonrisa lo persigue día y
noche. Torturado, se encierra en su cuarto, sin poder olvidar la
blancura de aquellos dientes. Por fin, un grito lo arranca de su
obsesión. Berenice ha muerto. Después de enterrar a su esposa,
vuelve al gabinete. A su lado, sobre la mesa, una cajita llama su
atención; pero ya no recuerda su significado. Entonces se oye otro
grito. Entra un sirviente y cuenta, con horror, que Berenice no ha
muerto. Fue enterrada viva y han hallado su cuerpo, aún amortajado,
fuera de la tumba violada, con el rostro deshecho.
EDGAR
(entrando de improviso, con el cabello revuelto y la ropa en
desorden).— Lanzando un grito salté hacia la mesa y agarré la
caja que había sobre ella. Pero no tuve fuerza para abrirla y, en mi
temblor, cayó pesadamente al suelo. De ella, con ruido tintineante,
se escaparon algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con
treinta y dos piecitas blancas, marfilinas, perfectas, que se
esparcieron por el suelo, aquí y allá. (Con calma.) Eran los
dientes de Berenice, que yo le había arrancado en su tumba.
VIRGINIA
(entra).— ¡Muy bien! ¡Muy bien!
Ante
la estupefacción aterrada de NILSON y KENNEDY, ríe a coro con
EDGAR. MUDDIE, que también está de pie ahora, sólo murmura: «Hijo,
hijo», y moviendo la cabeza, acerca la luz.
EDGAR
(arreglándose parsimoniosamente la ropa).— Ese es el final de mi
cuento. Lo corregí tres veces.
NILSON.—
Tienes un sentido muy raro de lo que es el humor.
KENNEDY.—
En eso estamos de acuerdo. (Consulta su reloj.) Pero, ¡bendito sea!
Qué tarde se ha hecho… (MUDDIE le devuelve la carta.) No. Déjesela
a Edgar. (EDGAR y VIRGINIA se disputan la lectura.) Debo irme. Buenas
noches.
NILSON.—
Yo también me voy.
Salen.
MUDDIE los acompaña. Se oye aún la voz de KENNEDY; dice:
«Espantoso, ¿verdad?». Y luego, la de NILSON: «Quiero hablarte,
María».
ESCENA
SÉPTIMA
EDGAR
y VIRGINIA
Se
disputan la carta, la esconden, se persiguen, etcétera. De pronto,
ella se detiene. Llevándose el pañuelo a la boca trata de no toser,
pero no puede evitarlo; se muerde los labios.
EDGAR.—
¡Sissy!
VIRGINIA.—
No es nada. (Él la mira casi con espanto.) ¡No es nada, te digo! Es
la excitación.
EDGAR.—
Has tosido.
VIRGINIA.—
Vean qué inteligente.
EDGAR
(bruscamente).— No te burles. Has tosido…
VIRGINIA.—
¡Te digo que no es nada! Y no me mires así. Voy a pensar que soy un
fenómeno de la naturaleza porque he tosido. Ni que hubiese ladrado.
EDGAR.—
Eres tonta.
VIRGINIA.—
Ven. (Toma sus manos. Camina hacia atrás y se sienta en uno de los
sillones. EDGAR a sus pies, en el suelo.) Vamos a ver, cuéntame qué
harás cuando tengas mucho dinero.
EDGAR
(aún parece preocupado: pero se repone, dispuesto a proseguir el
juego, como quien ahuyenta un mal pensamiento).— Compraré una
casa. Una casa enorme, en una colina. Un castillo. A él iremos a
vivir tú, nuestra madre y yo. Fundaré una revista. Además,
compraré libros. Muchos libros. (VIRGINIA lo mira fijamente.) Y
antes compraré un arpa, un arpa para ti. (Incómodo.) ¿Por qué me
miras?
VIRGINIA.—
Porque eres bueno. Sigue.
EDGAR.—
Y compraré… No puedo seguir si me miras.
VIRGINIA.—
Entonces, eres un gran mentiroso.
EDGAR.—
No entiendo nada.
VIRGINIA.—
Porque tú dices que, si yo no estoy cerca, no puedes inventar
historias.
EDGAR.—
Es distinto. Cuando escribo no veo tus ojos.
VIRGINIA.—
Y qué tienen mis ojos.
EDGAR.—
Son grandes. Enormes como los de la gacela de la tribu…
VIRGINIA.—…
que vive en el valle de Nourjahad. Ya lo sé. Ese cuento se llama
Ligeia. ¿No puedes inventar algo para mí?
EDGAR.—
¡Si los ojos de Ligeia son tus ojos!
VIRGINIA.—
¿Y cómo son mis ojos?
EDGAR.—
Como dos grandes violetas transparentes. Son bellos.
VIRGINIA.—
Tú lo dices en broma. Pero a mí me lo han dicho, y en serio.
EDGAR.—
Qué bien. Y quién te lo ha dicho.
VIRGINIA.—
Alguien.
EDGAR
(con cierto recelo).— Tú no tienes ningún alguien.
VIRGINIA.—…«¿Quién
eres tú, que así, envuelto en la noche, sorprendes de tal modo mis
secretos?»
Esto
lo ha dicho recitando. Poe, aceptando este nuevo juego, la imita.
EDGAR.—
«No sé cómo decirte con un nombre quién soy. Mi nombre, santa
adorada, me es odioso por ser para ti un enemigo…»
VIRGINIA.—
«Todavía no han libado mis oídos cien palabras de esa lengua, y
conozco ya el acento. ¿No eres tú Romeo, y Montesco?»
EDGAR.—
«Ni uno ni otro, hermosa doncella, si los dos te desagradan.»
VIRGINIA.—
«Y dime: ¿cómo has llegado hasta aquí, y para qué? Las tapias
del jardín son altas y difíciles de escalar, y el sitio de muerte,
considerando quién eres, si alguno de mis parientes te descubriera.»
EDGAR.—
«Con ligeras alas de amor franqueé estos muros, pues no hay cerca
de piedra capaz de atajar el amor; y lo que el amor puede hacer,
aquello, el amor se atreve a intentar. Por lo tanto, tus parientes no
me importan.»
VIRGINIA.—
«¡Te asesinarán si te encuentran!»
EDGAR.—
«¡Ay! Más peligro veo en tus ojos que en veinte espadas de ellos.»
(Toma su mano.) «Mírame tan sólo con agrado…» (Ella lo mira y
EDGAR se interrumpe. Pausa. Cambiando de tono.) Tú no tienes ningún
alguien.
VIRGINIA
(divertida).— ¡Así no sigue! Romeo le dice… (Pausa.) ¿Y por
qué no puedo tenerlo? ¿Acaso soy fea?
EDGAR.—
Al contrario. Eres muy bonita. Pero muy pequeña para… (Recapacita
en lo que ha dicho.) Muy bonita. Oye, eres muy bonita. (Suelta su
mano.)
VIRGINIA.—
¿Por qué me sueltas la mano?
EDGAR.—
Por nada.
VIRGINIA.—
Además, no soy tan pequeña. ¡Ahí tienes! Julieta se casó a mi
edad. ¿Nunca has pensado que alguien puede enamorarse de mí y
pedirme en matrimonio?
EDGAR.—
¡No! ¡Maldito sea…!
VIRGINIA.—
¡Eddie…!
EDGAR.—
Oye, Sissy…
VIRGINIA.—
Qué.
EDGAR.—
Nada.
VIRGINIA.—
Algo ibas a decir.
EDGAR.—
Iba a decir que no te casaras nunca. (Vehemente.) No quiero que me
dejes.
VIRGINIA.—
Cuando corres detrás de las muchachas, alborotando toda la ciudad,
no pareces tan desvalido.
EDGAR.—Virginia.
(Le toma las manos.)
VIRGINIA
(un poco retraída).— Sí…
EDGAR
(con seriedad, sin mirarla; casi hoscamente).— ¿Quién es alguien?
VIRGINIA
(volviendo a jugar).— Es un caballero. Quiero decir: todo un
caballero. Joven. Hermoso. (Retira sus manos y comienza a hacer la
descripción del propio EDGAR, quien no da señales de advertirlo;
por el contrario, su rostro, que ella no ve, adquiere gradualmente
una expresión de profundo terror.) No es muy alto: como tú. Nunca
he visto otra frente tan amplia como la suya, ni una cabeza más
noble. Siempre la lleva erguida. Su cabello es negro, negro como las
alas del cuervo. Tiene unos increíbles ojos grises, penetrantes…
EDGAR
(a media voz, roncamente).— Su nombre.
VIRGINIA.—
William Wilson.
EDGAR
se ha levantado de un salto. Toma a la aterrada VIRGINIA por los
hombros y la hace poner de pie.
EDGAR.—
¡Mientes!
VIRGINIA.—
¡Eddie!
EDGAR
(amenazante).— Di que mientes.
VIRGINIA.—
Me haces daño… (Lo ha dicho simplemente, ya sin temor. EDGAR la
suelta en el acto y, volviendo la espalda, se lleva una mano a la
cara. Hay en la voz de VIRGINIA una suave tristeza: habla y lo mira
como si hubiera crecido.) Eras tú, tonto. Eras tú. Lo leí entre
tus papeles, y se te parecía tanto…
EDGAR
(torturado; sin violencia).— Déjame solo. Déjame solo, por el
amor de Dios.
VIRGINIA,
al escuchar esto, pierde su valor; vuelve a ser una criatura. A punto
de llorar, echa a correr por la escalera.
ESCENA
OCTAVA
EDGAR,
después MUDDIE
EDGAR
(deja caer, sin fuerzas, lentamente, los brazos. Está casi frente a
un espejo, pero no lo mira. Habla con voz opaca, y, por momentos,
mueve los labios sin emitir sonido).— William Wilson… (Pausa.
Lucha con todas sus facultades por mantener la cordura.) Es que…
¿ahora vendrás aunque yo no esté borracho…? Tus grises ojos,
William Wilson. (Sin verse, se está mirando en el espejo. Habla con
odio.) A Virginia no. ¡A ella sí que no…! (Ha reparado en su
propia imagen. Claramente ahora, pregunta.) ¿William Wilson?
Ruido
de puerta. Entra MUDDIE. POE, con gran esfuerzo, consigue
controlarse. Se retira del espejo.
MUDDIE.—
¡Edgar!
EDGAR.—
Tú, madrecita… No. No te asustes. (Ríe con nerviosidad.) Me
pareció, ¿sabes?, me pareció que estaba a punto de descubrir algo,
una cosa. No sé. Lo he olvidado. ¿Por qué me miras? Ya pasó. Fue
como un mareo. (Larga pausa en la que EDGAR trata de evitar los ojos
de MUDDIE.) ¿Y Nilson?
MUDDIE
(sin contestar de inmediato, lo observa; al fin, parece más
tranquila).— Se ha marchado. Escucha; pero antes, siéntate. (EDGAR
obedece; el tono de MUDDIE le ha causado extrañeza.) Nilson quiere
llevarse a Virginia.
EDGAR
(nuevamente exaltado).— Pero, ¿qué dices?
MUDDIE.—
Piensa llevársela por un tiempo. Piensa…
EDGAR.—
¡No!
MUDDIE.—
Piensa que ella estará mejor…
EDGAR.—
¡No! (Con desconfianza.) Muddie, ¿qué me ocultas? ¡Muddie! ¿Es
que Virginia…? ¡No! Virginia está perfectamente. Virginia nunca
tuvo nada, ¿me oyes? (Llamando.) ¡Virginia!
MUDDIE.—
¡Edgar! pero, ¿qué tienes?
EDGAR
(se ha puesto de pie).— ¡Virginia!
MUDDIE.—
No se trata de su salud. Nilson cree…
EDGAR.—
No me interesa.
VIRGINIA
aparece en la escalera. EDGAR la mira como si de ello dependiera su
vida.
MUDDIE.—
Escucha…
EDGAR
(sin apartar los ojos de la chica).— No me interesa. (Avanza hacia
el centro de la sala; lentamente, estira su brazo. VIRGINIA, como
hipnotizada por ese gesto, viene a su encuentro. La voz de EDGAR es
terrible; la pregunta que hará, es, tal vez, un secreto desafío a
la locura.) Sissy… ¿Hablabas de mí? ¿Me juras que hablabas de
mí…? (Ella asiente. Sus ojos, fijos en los de POE, parecen
responder: «Y de quién, si no». MuDDIE está de pie; EDGAR se
vuelve hacia ella. Habla con voz perfectamente normal.) Madre: quiero
que Virginia sea mi esposa.
TELÓN
SEGUNDO
ACTO
FILADELFIA,
1843
Poe
llega a Filadelfia en 1838. Richmond y Nueva York, antes, también lo
habían visto llegar, tomar respiro y proseguir su égira
desesperada, siempre acompañado por dos mujeres mágicas: una de
ellas es su madre, o su tía, o su suegra; y la otra —nadie
comprende bien esto—, su hermana pequeña, o su prima, o su novia.
Ella asombrosamente explica ser la señora Poe, sonríe y tiene ojos
color de violetas. Pero hay también un cuarto personaje, que,
pertinaz, lo sigue a todas partes: la miseria. Entonces comienza el
más memorable período de las letras americanas, porque Poe necesita
comer, y escribe; a capotazos, como quien trata de ahuyentar lo
irreparable: la tos de Sissy, ahí, tabique por medio. Virginia tiene
ahora veintiún años. Apenas se diferencia de la muchacha que, en
1835, correteaba por la casa de Baltimore, sin embargo, se ha operado
en ella un cambio fundamental, secreto: hay en su rostro cierta
resignada serenidad, cierta grave belleza que oscuramente prefigura
la muerte. Edgar ha cumplido treinta y cuatro años. Larga melena,
pañuelo de tres vueltas alrededor del cuello, chaleco prendido en el
primer botón, es, cada día que pasa, más exacto a sí mismo. Se
halla en la plenitud de su fuerza creadora. Mientras tanto, como no
tiene zapatos que ponerse, Muddie irá a golpear por él la puerta de
las redacciones, y a Poe ya no le bastará ser el más grande
escritor de su tiempo; de pronto no es nada más que un marido
frustrado, un hombre que no puede mantener a su familia. Entonces
pierde el ritmo. Él lo advierte, acaso, en algún temblor
subrepticio de sus manos: se está volviendo loco. Muddie lo
encontrará una noche, en los bosques de Jersey City, dialogando con
los árboles. «Durante esos arranques de absoluta inconsciencia, yo
bebía… sólo Dios sabe cuán a menudo o en qué medida.
Corrientemente mis amigos atribuyen la locura a la bebida, más bien
que la bebida a la locura». Hay que comer, hay que escribir. Es
necesario emborracharse ferozmente, de un trago, y recuperar el
tropezante equilibrio. Al otro día volverá a sentarse ante su
escritorio de redactor. Gana un dólar diario.
ESCENARIO
Dividido
en tres planos. Primero: INTERIOR DE LA CASA DE POE. Sobre el nivel
del escenario, a la derecha. Apenas se diferencia, en atmósfera, del
descripto en el primer acto, y, aunque menor que éste, será, tanto
en tamaño como en moblaje, el más importante de los tres. Tiene dos
puertas, una comunica con las demás dependencias de la casa, y, la
otra, con el exterior. Una ventana grande con persiana y algún
mueble cargado de libros, un sillón, algunas sillas, una pequeña
mesa y un arpa, ésta en un lugar prominente, completan el pobre
decorado.
Segundo:
INTERIOR DE LA CASA BLANCA, en Washington. Un pasillo, con puertas de
oficina a ambos lados, tres y tres. Emplazado al centro, atrás, se
proyecta largamente hacia el fondo.
Tercero:
EL CUARTO DE LIPPARD. Está ubicado al frente, sobre la izquierda.
Muy escuetamente sugerido: una mesa, libros, un ventanuco sin
vidrios, es cuanto se ve. Sobre la mesa, en el suelo, entre los
libros, botellas de toda especie. Una de ellas hace las veces de
candelabro. El cuarto, en general, da la idea de ser un cobertizo.
Pertenece a una ruinosa covacha de las afueras de Filadelfia y sirve
de guarida a bohemios y vagabundos. Al levantarse el telón, sólo
está iluminado el cuarto de Lippard. En escena, GEORGES LIPPARD y
RUFUS GRISWOLD. El primero, escritor de novelas negras, bebedor
empedernido y gran amigo de Poe, es un tipo singular. De fogoso
temperamento, su aspecto exterior, descuidado pero bello, es del más
acabado romanticismo. Está ebrio desde hace varios días, conserva,
sin embargo, su lucidez. RUFUS GRISWOLD, escritorzuelo de ínfima
categoría, es un resentido sin talento. Exteriormente revela, aunque
sin concesión al tipo folletinesco del malvado, sus bajas
cualidades. Ex pastor dedicado a la literatura, aún conserva algo de
clérigo: cierto aspecto jesuítico, villano. Es el Rufus Griswold
que, nombrado por Poe su albacea testamentario, cometió contra su
memoria lo que alguien llamaría «una infamia inmortal».
Baudelaire, refiriéndose al discurso leído por aquél en la tumba
de Poe, escribió: «¡No existe, pues, en América, una ley que
prohíba a los perros la entrada en los cementerios!».
El
cuarto permanecerá iluminado durante todo el acto. LIPPARD, siempre
en escena. De tanto en tanto, sacará la vela que tapa la botella, y
echará un formidable trago.
ESCENA
PRIMERA
LIPPARD
y GRISWOLD, después EDGAR
GRISWOLD.—
Me marcho. Ya no vendrá.
LIPPARD.—
Lo habrá detenido algún fantasma por el camino. O algún bandolero.
Estos arrabales están llenos de ambas cosas.
GRISWOLD.—
Yo tengo otra idea acerca de qué pudo haberlo detenido.
LIPPARD.—
¡Narices! ¿Tú también tienes ideas, Rufus Griswold? ¿Y qué
ideas son ésas?
GRISWOLD.—
Hay demasiadas tabernas en Filadelfia. Tú lo sabes. Lippard.— ¡Que
si lo sé! Las conozco a todas. Las más bellas, las más sórdidas,
y las mejor provistas tabernas del País de las Tabernas, ¡están en
Filadelfia! (Secamente.) Eres un infame.
GRISWOLD.—
Como quieras. Pero te digo que si continúa así, perderá su puesto
en el Giaham. Un redactor borracho no es lo más indicado para una
revista.
LIPPARD.—
En cambio, tú, Rufus, sí eres el hombre indicado. ¡No lo niegues!
Eso piensas. Te sobran motivos para odiarlo: el talento siempre es
chocante.
GRISWOLD.—
Su talento. Lo tiene, sí. Me apena que lo desperdicie en resolver
problemas de criptografía. (Con sorna.) ¡Ha lanzado un desafío al
mundo! ¡Se atreve a resolver cualquier frase en clave, en siete
idiomas! «Lo que el genio humano cifra, puede ser resuelto por el
genio humano.» Se siente un semidiós.
LIPPARD.—
Eso apena, tienes razón. Apena que, siendo el mejor escritor del
país, se queme la inteligencia jugando a los acertijos, para no
morirse de hambre. También apena que, hasta la fecha, los haya
resuelto a todos. Lo odias, dilo.
GRISWOLD.—
Estás borracho. (Con intención.) Y tú no tienes excusas.
LIPPARD.—
Es cierto: no las tengo. ¿Sabes?, cuando uno es sólo el Hombre de
la Multitud, un mero animal de la especie, carne pura, entonces no
tiene excusas. Como tú, como yo. Nosotros sólo tenemos biografía:
nuestros actos son los que cuentan. Los Diez Mandamientos están
hechos para ti y para mí… ¡Pero ellos! Cuando el día del Juicio
se les pregunte: «Y ustedes, ¿qué han hecho?», ellos mostrarán
la Capilla Medicea, o la Virgen de las Rocas. O un soneto. Y al Buen
Dios ya no le importará cómo se han portado. Te contaré un
secreto: prefiero ser Shakespeare —debiera ponerme de pie al
nombrarlo, pero estoy demasiado borracho—, prefiero ser
Shakespeare, y tener el esfínter roto, a ser virgen llamándome
Georges Lippard.
GRISWOLD.—
Sin duda estás borracho. Pero no me refería a esa clase de excusa,
suponiendo que el genio sirva de excusa a la anormalidad.
LIPPARD.—
El genio es, por sí mismo, una anormalidad.
GRISWOLD.—
Yo no hablaba de su genio, sino de Virginia, su mujer. La enfermedad
de ella es su excusa; se embriaga para olvidar que está tísica:
eso, al menos, trata de hacer suponer… A propósito: cuántos años
hace que se casaron.
LIPPARD.—
Seis, me ha dicho.
GRISWOLD.—
¡Seis años…! Ahora me explico cómo, una mujer tan encantadora,
pudo enamorarse de él. Sería impúber,
LIPPARD.—
¿Anduviste tú por sus algodones? Oye, Rufus: nunca te muerdas la
lengua. Caerías muerto en el acto, envenenado. Pero tienes razón,
también apena que haya encontrado una esposa como Virginia… ¡el
eterno ideal de los poetas! Ni mujer, ni niña. Una ondina; una
imaginería de amapolas. Una moribunda. Si no conociera el carácter
de Edgar, me enamoraría de ella. (Saca la vela de la botella y echa
un trago.) ¡Brindo por la belleza efímera!
GRISWOLD.—
Tú brindarías por mí, pese a que me odias.
LIPPARD.—
¿Odiarte? No te lo mereces. Eres una consecuencia de la Democracia:
un número triste. Te desprecio, apenas.
GRISWOLD.—
Poe no opina lo mismo. (Despreocupadamente.) Me ha pedido que sea su
albacea testamentario. (Ambiguo.) Deja su inmortalidad en mis manos.
(Mira largamente a LIPPARD y sonríe.)
LIPPARD.—
Tienes nombre de villano: Rufus.
GRISWOLD.—
Debo irme. Dile a Poe que otro día me contará su «aventura» en
Washington. (Ha recalcado con cierta malevolencia esto último.
Ahora, extrañado, pregunta.) ¿No tenías un espejo aquí?
LIPPARD,—
Lo tenía. (Divertido, señalando las botellas.) Vidrio por vidrio,
prefiero éstas… Fue una sugerencia de Poe, Odia los espejos.
GRISWOLD
— Es natural. Uno se ve en ellos.
LIPPARD.—
«Non omnis moriar!», lo dijo Horacio. Tú tampoco morirás entero,
lo digo yo. (El otro lo mira sorprendido.) A las víboras les
sobrevive la piel.
GRISWOLD.—
Ahórcate. (Sale.)
LIPPARD.—
¡Después que tú, Iscariote! Serías capaz de jurar sobre mi tumba
que fui abstemio. (LIPPARD se queda solo. Destapa la botella y bebe
un largo trago. Sonriendo, murmura.) Beber o no beber: ¡he ahí el
dilema…!
Pausa.
Entona, con destemplada y grave voz, alguna canción de escabrosa
truculencia. Momentos después entra EDGAR. Está sobrio.
EDGAR.—
¡Salud!, deleznable temulento. Tus mugidos se escuchan desde el
infierno.
LIPPARD.—
¿Cómo lo sabes?
EDGAR
(sin énfasis).— Vengo de allá. (Se sienta.)
LIPPARD.—
Ahora me explico tu tardanza.
EDGAR.—
Las ratas, los asesinos y los borrachos que tropecé en la escalera
no me dejaban llegar. ¿Cómo puedes vivir en esta casa?
LIPPARD.—
Di más bien cómo puedo vivir.
EDGAR.—
Lo sospecho. (Alza una botella.) ¿Cuántas semanas hace que estás
en tan buena compañía?
LIPPARD.—
Lo ignoro. De todos modos, no recuerdo haber estado sobrio nunca en
mi vida. ¿Sabes?: tuve una madre tan borracha que mi primera orgía
fue tomar la teta. Y tú, ¡Caballero de la Templanza!, ¿cuántos
minutos llevas en ese vergonzoso estado de continencia?
EDGAR.—
No volveré a beber.
LIPPARD.—
Me asqueas. ¡Traicionas a nuestros antepasados! Embriagarse, para un
anglosajón, es una cuestión racial. ¿Olvidas que somos el pueblo
más alcohólico de la Tierra? Aquellos bárbaros, que ingerían
calaveras de miel fermentada, te contemplan con lástima. (Pausa.)
Menos mal que mientes.
EDGAR.—
Es cierto: miento. (Bebe.) Pero, al menos, yo recuerdo cuándo
empecé. Empecé el 20 de enero de 1842…
Se
apaga la luz. Sólo queda LIPPARD, iluminado por la vela. Vuelve a
encenderse en el cuarto de POE.
ESCENA
SEGUNDA
EDGAR
y MUDDIE: después VIRGINIA y dos DAMAS. Es de día.
EDGAR
(entrando: viene de la calle).— ¡Virginia…! ¡Muddie…! ¡Seré
aduanero…! ¡Tendré mi revista propia! ¡El Presidente de la
República será mi mecenas!
MUDDIE
(sale del interior).— ¿Qué estás diciendo?
EDGAR.—
Escucha. Pero mejor, siéntate. ¡Siéntate, digo! ¿Sabes quién es
el Presidente de la República?
MUDDIE.—
JohnTyler. Pero…
EDGAR.—
¿Y sabes que su hijo se llama Robert? ¿Y que Robert Tyler admira a
Edgar Poe? ¿Y que de esa admiración puede surgir un puesto de
recaudador de aduanas y una revista que se llamará…?
MUDDIE
(con leve tono de reproche).— Qué dices, hijo.
EDGAR.—
Lo que oyes. Iré a la mismísima Casa Blanca. ¿Comprendes? ¡A la
mismísima Casa Blanca! (MUDDIE sacude la cabeza, pero luego, a
medida que POE atropelladamente habla, comienza a maravillarse.) El
Presidente se ha interesado por mí. ¿No entiendes el milagro? ¡Oh,
madre, madrecita! Tendré mi revista. Un tal Clarke invertirá sus
dólares en ella: en Washington lo han dispuesto todo. (Llamando.)
¡Virginia…! Mientras tanto seré recaudador de aduanas. ¿Parece
absurdo?: ¡es absurdo!, pero permite vivir y deja tiempo.
¡Escribiré, madre, escribiré hasta que mi nombre se estrelle
contra el cielo! En Washington haré suscripciones, ¡cientos, miles
de suscripciones: suscribiré a todos los ministros, a todos los
escribientes, al edecán, a los secretarios, a la Primera Dama, a los
porteros…!
MUDDIE.—
¡Jesús me ampare! Tu ropa. Es necesario preparar tu ropa… Ay,
pero cómo no me has avisado con tiempo. No puedes ir vestido así.
Habrá que recurrir… Pero, ¿a quién?
EDGAR.—
Bueno… en realidad, no hay tanto apuro. En fin: no es, digamos, tan
inmediato.
MUDDIE.—
Edgar…
EDGAR.—
Madre, madrecita: lo importante es que es cierto. Esta vez, sí,
¿entiendes? Podremos vivir en otra casa, donde haya luz, aire.
(Llamando.) ¡Virginia…! No tendré que escribir más en una
revista ajena, a capricho de un patrón imbécil. Nadie volverá a
engordar con mi talento. ¡Recogeré a todos los poetas hambrientos
de América, y les pagaré sus versos como nunca se imaginó nadie…!
MUDDIE
(con ternura casi dolorida).— Eddie, Eddie…
EDGAR.—
Esto no fracasará, Muddie. Esto no puede fracasar… Pero, ¿y
Virginia?
MUDDIE.—
Ha salido a dar su paseo; ya tendría que estar aquí. (Mira por la
ventana.) Ahí la tienes.
EDGAR
(acercándose).— Una de esas mujeres, ¿no es la señora Graham?
MUDDIE.—
Sí.
EDGAR.—
No me gusta que salga con ella.
MUDDIE.—
Es la esposa de tu patrón, Edgar.
EDGAR.—
Por eso. Virginia, vestida como una huérfana, y ese espantapájaros,
con aires de gran dama. Y con mi dinero.
MUDDIE.—
Eddie…
EDGAR.—
Con mi dinero, sí. Con el dinero que gana su marido a mi costa. A
costa de mi cerebro. ¡Resolver criptogramas! ¡Lapidar a cuanto
poetastro y chupatintas anda suelto por allí! (Cambiando de tono.)
Madre: tengo miedo.
MUDDIE.—
No hables así. Eres el crítico más grande de los Estados Unidos:
todo el mundo lo dice. Eres temido, eres respetado.
EDGAR
(secamente).— Soy un pordiosero. ¿Hasta cuándo puede ser
respetado un pordiosero? (Anhelante.) Yo no nací para esto. Yo
quería ser poeta, madre.
MUDDIE.—
Lo eres. El mejor de todos.
EDGAR
(se rehace. Murmura amenazante).— Algún día…
Pausa.
Entra VIRGINIA, cuya encantadora sencillez hace resaltar la serenidad
que ahora tiene su belleza: con ella, las dos DAMAS; visten con
extrema elegancia.
VIRGINIA
(dirigiéndose derechamente a POE).— Ha sido un paseo maravilloso.
Mira: las he juntado para ti.
Le
da un ramito de violetas, acercando su frente a los labios de él.
SRA.
GRAHAM.— Lo mimas demasiado. (A la otra DAMA, que está junto a
MUDDIE.) ¿Quieres creerlo, Zenobia? Lo espera todos los días…
DAMA
(amaneradísima).— ¡Con un ramillo…! ¡Es tan romántica la
juventud! (Mientras la SRA. GRAHAM saluda a MUDDIE.) Ah, Míster Poe,
Míster Poe… (Ríe con aturdimiento.) Siempre he pensado que los
poetas, como los colibríes, debieran alimentarse con zumo de flores.
(Con tono entre estúpido e intencionado.) Libando hoy aquí, mañana
allá…
EDGAR.—
¡Bellísima imagen! (Con leve ironía.) Y, además, resultaría más
barato que un buen guiso, ¿verdad, madre?
DAMA.—
¡Bromista!
MUDDIE
(sonríe forzadamente).— Pero, tomen asiento. Deben estar
fatigadas.
EDGAR
(a VIRGINIA).— ¿Y tú? (Ella hace un gesto negativo.)
DAMA.—
¿Lo ves? (Con afectado reproche.) Nadie pensaría que ese dulce
palomillo es el nocturno búho de los aterradores cuentos.
SRA.
GRAHAM.— Mi esposo me ha dicho que su último relato, Míster Poe,
es aún más impresionante que los anteriores.
EDGAR.—
Debe serlo, sí. Me ha aumentado medio dólar.
MUDDIE.—
Edgar… Virginia y yo, digo, prepararemos algo para las señoras.
(Con intención.) Mientras tanto, ¿quieres tú ser cortés con
ellas…? Ven, hija. (MUDDIE y VIRGINIA salen. Pausa.)
DAMA.—
Desfallezco de un deseo, Míster Poe.
EDGAR.—
Diga usted, señora.
DAMA.—
Quisiera saber cómo pudo ocurrírsele a usted esa escena de Arthur
Gordon Pym.
EDGAR.—
La de antropofagia.
DAMA.—
¡Qué horror! Sí.
EDGAR.—
Pues, verá… (Larga pausa. El tono de POE será deliberadamente
escalofriante. Se está burlando de ellas.) Fue una noche de hace
diez años, tal vez, algo más. Yo era cadete en West Point. Era una
noche helada, tenebrosa, de tormenta. Una noche especial. En nuestro
cuarto, el 28 del Cuartel Sud, la botella de ginebra estaba vacía;
se hizo una cuestión de honor salir a buscar otra, para lo cual, y
como ocurre en Gordon Pym, propuse tirar la suerte de las pajitas…
Éramos cuatro. La suerte recayó sobre mi compañero de habitación…
con él salí, al toque de retreta, llevando —aún lo recuerdo—
mi última manta. Pasados los límites del cuartel, nos separamos; él
siguió solo: yo me quedé a la espera, merodeando por las
inmediaciones, bajo la llovizna… No sé por qué, acaso un
presentimiento, pero aquella noche el camino se me antojó más
áspero, más sombrío que nunca… Cuando mi amigo regresó de la
cantina —el dueño era un viejo extraño, (Benny se llamaba)—,
cuando regresó, digo, trayendo la botella, traía además las ropas
ensangrentadas y algo, algo horrible, sanguinolento, colgado de su
mano. Algo como una cabeza. (Pausa. Las DAMAS han hecho un gesto.)
Corrí a mi cuarto y fingí enfrascarme en la lectura de un libro. Él
llegó después. Venía bamboleante, desencajado… (Dramático.) Y
yo lo sabía. Lo sabía todo.
DAMAs.—
¿Qué es lo que sabía?
EDGAR.—
Lo que había sucedido. No obstante, pregunté: «¡Dios mío!, ¿qué
es lo que ha sucedido?». Y él, en medio del horror de todos,
gritaba furiosamente: «El viejo… ¡El viejo!». Pero no se refería
a Benny: hablaba —y yo lo sabía— del viejo… Perdonen que omita
su nombre.
DAMA.—
¡Siga usted, por favor!
EDGAR.—
«¿Qué hay con el viejo?», pregunté. Él me respondió: «¡Que
ya no volverá a interponerse en mi camino!». Y, al decirlo, sacó
de entre sus ropas un largo cuchillo. «Lo maté».
DAMAs.—
¡Oh!
EDGAR.—
«¡Disparates!», alcancé a murmurar. Y él, ¡ah!, yo sabía su
respuesta, gritó: «Imaginaba que no me creerían: por eso he traído
su cabeza. Aquí está.» Y la arrojó sobre la única vela que había
en el cuarto. (Silencio. Las DAMAS están petrificadas.) Cuando
volvimos a encender la luz, uno de nuestros compañeros se había
tirado por la ventana; el otro parecía muerto en vida.
(Despreocupadamente.) Después, y de ahí surgió la escena de Gordon
Pym, nos comimos la cabeza del viejo.
DAMA
(cubriéndose la boca).— ¡Ah!
SRA.
GRAHAM.— Pero… ¡oh…!
EDGAR
las mira, inexpresivo. No agrega una palabra: se tiene la incómoda
impresión de que no ha hablado nunca. Las mujeres al fin parecen
resucitar. Inquietas risitas, sofocaciones, aleteos de pañuelos o
abanicos.
SRA.
GRAHAM.— Aún siento escalofríos.
DAMA.—
¡Qué hombre, Dios mío! Se diría que una casi siente placer al
escucharlo.
EDGAR.—
Es placer. (Con tono muy equívoco.) El placer que toda mujer siente
al liberar sus demonios.
SRA.
GRAHAM.— ¡Dice usted cada cosa!
DAMA.—
Parece un diablillo que quisiera perdernos.
EDGAR.—
Todos llevamos dentro un diablillo. Usted, y usted… El diablillo de
lo perverso. Lo que usted llamó escalofrío no es otra cosa que la
caricia del diablillo: nuestra perversidad, a flor de piel. Un duende
corcovado, que nos obliga a escuchar lo que nos turba, y a hacer lo
que no debiéramos. Las mujeres saben bien eso.
SRA.
GRAHAM (evidentemente confusa).— ¿Lo escuchas, Zenobia?
DAMA
(mirándolo bobamente).— Se me eriza la piel.
EDGAR.—
El terror que eriza la piel, ya lo he dicho, es como un contacto
sutil… con lo prohibido. Con lo impensable. (Toma las manos de
ambas mujeres, que no se resisten. Sensualmente.) El contacto con
unos dedos fríos, comprometedores. La urgente revelación de eso que
permanecía sumergido en nuestras almas. (Con sequedad.) El
presentimiento de la muerte.
Suelta
sus manos. Pausa azorada de las DAMAS, al cabo de la cual entran
VIRGINIA y MUDDIE. Ésta trae una pequeña bandeja con un juego de
té. Todo vuelve a ser normal. Las DAMAS sonríen, algo
desconcertadas aún.
VIRGINIA.—
Madre me ha contado que irás…
EDGAR.—
Después hablaremos de eso. (Con ternura.) Tú y yo, solos.
MUDDIE
(a la SRA. GRAHAM).—¿Mucho té? (Inocentemente.) Su esposo ha
aumentado el tiraje de la revista, ¿no es verdad?
SRA.
GRAHAM.— Sí. Dice que, de seguir así, llegará a cincuenta mil
ejemplares.
MUDDIE.—
Cuando mi Eddie empezó en ella —¿más azúcar?— eran muchos
menos, ¿no?
SRA.
GRAHAM.— Está bien, gracias. ¡Oh, sí! Muchos menos.
EDGAR.—
Yo te informaré, madre. (Leyendo un periódico que ha sacado de
entre unos papeles.) «Los editores de ninguna revista, sea en
América o en Europa, se sentaron a fin de año a contemplar el
progreso de su labor con más satisfacción que nosotros ahora.» (La
SRA. GRAHAM asiente con la cabeza, halagada.) «Nunca periódico
alguno presenció el mismo aumento. Etcétera.»
SRA.
GRAHAM.— Con justicia le digo que es obra suya.
EDGAR.—
El artículo, también; lo redacté yo.
MUDDIE
(sirviendo a la DAMA y luego de mirar con reconvención a EDGAR).—
Pienso en su esposo; digo, en caso de que todo siga marchando bien…
SRA.
GRAHAM.— Hablaré con él, no se preocupe. (Sonríe.) Claro que
usted sabe, hay tanto gasto. El diagramado, las colaboraciones…
EDGAR.—
Tiene razón, madre. (Siempre en tono casual, informativo.) Drake y
Halleck, que en paz descansen, han escrito los versos más estúpidos
de nuestro idioma. Sin embargo, Virginia podría vestirse con lo que
cuesta uno de sus libros. (A las DAMAS). Y yo conozco un autor vivo
al que no se le puede pagar lo que merece. ¿Saben ustedes por qué?
Porque tiene demasiado talento. Eso le han dicho, al menos. Su
estilo, sus ideas, están por encima de lo que se puede permitir una
revista leída por norteamericanos.
DAMA.—
¡Qué horror!
SRA.
GRAHAM.— ¿Lo conoce mi marido?
EDGAR.—
Lo ve todos los días. Soy yo.
DAMA
(mientras MUDDIE y la SRA. GRAHAM parecen un tanto azoradas).—
Siempre ocurre así. Mire usted que Nathaniel Hawthorne… (De
pronto.) ¡Usted! (Se cubre la boca.)
EDGAR
(jocoso).— Pero tendré estatua, no se preocupen. Hawthorne
también. La estatua es el sueldo atrasado que la Humanidad paga al
genio.
Todos
ríen, aliviados.
VIRGINIA
(tomando la tetera de manos de MUDDIE. Dispuesta a servir a POE).—
¿Quieres?
EDGAR,
con disimulo, levanta la tapa, y viendo que el té no alcanza,
sonríe.
EDGAR.—
No. Sírvete… Yo seguiré el consejo de Madame Zenobia.
DAMA.—
¿Mi consejo?
EDGAR.—
Me comeré las violetas de Virginia.
DAMA.—
Se burla de mí, diablejo… Pero lo perdono. Con una condición:
quisiera que la pequeña cantase algo. Sé que lo hace divinamente.
EDGAR
(repentinamente molesto).— Si no está muy fatigada… ¿Quieres,
Sissy?
VIRGINIA.—
Si tú lo deseas…
SRA.
GRAHAM.— ¡Claro que lo desea, queridita! Y tocarás el arpa
también. ¿Verdad? (A la DAMA). Se acompaña como un ángel.
VIRGINIA.—
Edgar me ha enseñado.
VIRGINIA
se levanta y va hacia el arpa tomada de la mano de POE.
MUDDIE.—
No saben ustedes cuántas noches en vela ha pasado mi Eddie para
poder comprarla… Pobrecitos hijos míos.
DAMA
— ¡Qué románticos! (Suspira.) Aún parecen novios.
Una
breve introducción de arpa, que recuerda el murmullo del agua, y
VIRGINIA canta: su voz es pequeña pero dulce, y notablemente
expresiva. EDGAR, sentado a sus pies, la escucha con expresión
sombría.
VIRGINIA.—
La
niña fue por el agua,
aire
y alhelí sus labios.
Salió
a buscar lunas frías
que
se han perdido en el lago.
Príncipe
Hamlet de sombra:
¿qué
buscas, llora, llorando?
—A
la niña que cantaba,
cisne
de espuma y de nardo.
Entre
guirnaldas de orquídeas
dicen,
ay, que la encontraron.
Dormía
bajo la Luna
un
sueño de algas sin pájaros.
De
pronto, al llegar a una nota aguda, la voz de VIRGINIA se quiebra y,
ante la alarma de todos, se lleva un pañuelo a los labios. Mira
aterrada a EDGAR, quien, poniéndose de pie, la toma por la cintura
mientras ella trata de ocultar su rostro. MUDDIE está junto a ellos.
Las DAMAS, que también se han levantado, son detenidas por un gesto
—o tal vez una mirada— de POE. MUDDIE sale de la habitación
llevándose a VIRGINIA. EDGAR, tenso, se queda apoyado largo rato con
las manos en los marcos de la puerta, mirando hacia el lugar por el
que acaban de salir, como si estuviera por echar a correr detrás de
ellas. Las DAMAS, a su espalda, se miran consternadas, sin atinar a
moverse. EDGAR se vuelve lentamente; su rostro tiene la dureza
inexpresiva de una máscara.
SRA.
GRAHAM.— ¿Ocurre algo?
EDGAR.—
No. Nada importante. (Se desplaza con movimientos medidos, lerdos; su
calma es exasperante. Va hacia un mueble, toma una botella y sirve un
vaso. Lo hace con naturalidad, sin violencia. Aún no bebe. Habla con
voz normal.) Por la prosperidad del Graham. Por que puedan ustedes
sentarse, cada año, a contemplar satisfechos el progreso.
SRA.
GRAHAM.— Míster Poe…
EDGAR.—
Mientras yo me siento a redactar artículos, diariamente, por un
dólar y medio cada día. (Alza la mano suavemente, como para no ser
interrumpido. Luego, con la punta de los dedos, toma una de las
cintas del traje de la SRA. GRAHAM. El ademán es casi delicado.)
¡Hermoso vestido! Mi madre y mi mujer cosen sus propias ropas, y
también ropas ajenas. (A la otra DAMA). Usted lo dijo: «siempre
ocurre así». (Bebe con tranquilidad.) Ahora tendrán que marcharse.
Ya hemos narrado historias, hemos cantado, y ahora tendrán que
marcharse. (A media voz.) Fuera de aquí.
SRA.
GRAHAM.— Míster Poe… Pero, ¿qué ocurre?
EDGAR.—
Nada. Una hemoptisis. Nada del otro mundo: mi mujer se ha vuelto
tuberculosa.
DAMA.—
¡Oh! Habrá que buscar un médico. (EDGAR la mira con ferocidad.)
EDGAR.—
¡Fuera de aquí, mamarracho! ¡A los enfermos de esta casa no puede
Curarlos un médico! Aquí se muere uno de miseria.
Se
apaga la luz. Sólo queda LIPPARD, apenas alumbrado por su vela;
cuando el cuarto se ilumina totalmente. POE está junto a él, como
al principio.
ESCENA
TERCERA
EDGAR
y LIPPARD
LIPPARD.—
«¡Fuera de aquí, mamarracho!» Eso estuvo bueno, ¿sabes? (El
gesto de POE es torvo, y ahora, también, el tono de LIPPARD.) Y
ella, ¿cómo sigue?
EDGAR.—
Muriéndose. (Pausa. Bebe largamente. Cambiando con brusquedad de
tono.) ¿Y el maldito Fray Medardo?
LIPPARD.—
¿Griswold? Acaba de bajar al mismo sitio de donde vienes. Se ha ido
al infierno. (Pausa.) Oye: ¿es cierto que has pensado hacerlo tu
albacea…? (EDGAR asiente.) ¡Estás loco! ¡Te odia!
EDGAR.—
Justamente. Él me hará justicia. Dirá: fue un miserable.
(Violento.) Un hombre que no puede mantener a su familia, ¿sabes?,
es un miserable.
LIPPARD.—
Cuéntame de Washington.
EDGAR.—
Un miserable degenerado que se emborracha como un cerdo mientras su
mujer se muere. (Con extravío.) ¿Crees en augurios?
LIPPARD.—
Háblame de la Casa Blanca.
EDGAR.—
¿Crees o no crees?
LIPPARD.—
Verás. Cuando sueño con whisky, sí.
EDGAR.—
Yo sueño con cuervos. Un cuervo, de ojos centelleantes y alas
majestuosas.
LIPPARD.—
¡Mátalo a botellazos! (Bebe.) ¡No hay criatura, con plumas o sin
ellas, que resista eso! (Le pasa la botella.) Y vamos, cuenta cómo
te las arreglaste en Washington. Cómo es la democrática jeta de
nuestro presidente.
EDGAR.—
No la vi.
LIPPARD.—
Malo, malo. Cuando ataca a la vista…
EDGAR.—
No es eso. No llegué a hablar con él. Antes hubo una recepción,
¿comprendes? (Pausa.) Dow, un tal Dow, fue el encargado de hacerme
los honores. Le decían: Dow «el bullanguero».
LIPPARD.—
Un tipo como quien dice apropiado, ¿eh? ¡Cuáquero, sin duda…!
Debiste haberme llevado contigo. Dow el bullanguero… ¡Ja!
EDGAR.—
Me forzaron a beber oporto. Yo no quería, lo juro. Meses y meses
cuidándome, y me forzaron a beber oporto. Después, no sé. Estuve a
punto de batirme a duelo con los fantásticos mostachos de un
caballero español. Y alguien tuvo una idea: para reanimarme, me
dieron a beber ron.
LIPPARD.—
Envidio tus amistades.
EDGAR.—
Al día siguiente anduve merodeando por la Casa Blanca.
LIPPARD.—
Con la capa vuelta del revés.
EDGAR.—
¿Cómo lo sabes?
LIPPARD
(mientras la luz decrece).— Ya casi es célebre.
LIPPARD,
siempre visible a la claridad de la vela, queda solo. Comienza a
iluminarse el pasillo de la Casa Blanca.
ESCENA
CUARTA
EDGAR;
después El escribiente y El cadete
POE,
algo tambaleante pero con gran dignidad, viene avanzando desde el
fondo de pasillo. Trae bastón y una enorme carpeta bajo el brazo.
Los escribientes que, a cada llamado de POE, salen de las oficinas
ubicadas tres y tres, a ambos lados de la galería, son idénticos;
es decir, el mismo. Visten camisa rayada; la manga, sujeta con una
liga, y almohadillas en el codo; son calvos e insignificantes. EDGAR,
cautamente, llama a la primera puerta del fondo, a la izquierda.
ESCRIBIENTE.—
Buenos días.
EDGAR.—
Buenos días, caballero. Soy Edgar Poe, de Filadelfia. Se trata de
una revista, la suscripción a una revista literaria. Colaborarán en
ella…
ESCRIBIENTE.—
Por escrito, en papel oficio sellado.
Cierra
la puerta. EDGAR se encoge de hombros; llega a la segunda oficina y
golpea, menos cautamente que la vez anterior.
ESCRIBIENTE.—
Buenos días.
EDGAR.—
Edgar Allan Poe. Buenos días. He sido director de diversas
publicaciones literarias, y al presente redacto el Graham Magazine de
Filadelfia. El caso es que estoy buscando suscripciones para una
futura revista. El profesor Lowell, Nathaniel Hawthorne…
ESCRIBIENTE.—
Por escrito, en papel oficio sellado.
Cierra
la puerta. POE, frunciendo el entrecejo, se queda mirándola. Amaga
volver a golpear, pero se dirige a la tercera oficina. Resueltamente,
llama.
ESCRIBIENTE.—
Buenos días.
EDGAR.—
Soy Edgar Allan Poe Arnold, nieto del general David Poe, que combatió
junto a Lafayette por la independencia de los Estados Unidos.
ESCRIBIENTE.—
Para pensiones a militares retirados debe dirigirse al segundo piso.
Allí le informarán. (Cierra la puerta.)
EDGAR
(a la puerta cerrada).— ¡Y he venido a Washington a entrevistarme
con el Presidente para conseguir un puesto de recaudador de aduanas!
Diagonalmente
cruza la galería y se detiene ante la primera oficina de la otra
pared, al fondo de la escena. Golpea violentamente.
ESCRIBIENTE.—
Buenos días.
EDGAR.—
Escucha, cretino; soy el cuentista más grande de los Estados Unidos,
y quiero tener una revista propia. Y no me digas que necesito un
papel sellado, porque te ahorco.
ESCRIBIENTE.—
No sé de qué me habla, señor.
EDGAR.—
Hablo de mí. ¿Sabes quién soy?
ESCRIBIENTE.—
Creo haber oído…
EDGAR.—
El más grande cuentista de los Estados Unidos. ¡Del mundo! Pero
necesito comer. En mi casa todos necesitan comer.
ESCRIBIENTE.—
Lo siento; sin embargo…
EDGAR.—
¿Debo dirigirme al segundo piso? ¿O al sótano? ¿O al cielo? ¿Hay
que pedirle audiencia a Tyler? ¿O a Dios? ¿Quién distribuye la
ración en este cochino planeta? ¿Cómo hay que hacer para llegar a
recaudador de aduanas, siquiera?
ESCRIBIENTE.—
Para asuntos aduaneros, el trámite…
Poe,
plantándole la mano en la cabeza, lo empuja hacia adentro, y él
mismo cierra la puerta. Se para en mitad del pasillo, deja la carpeta
en el suelo y da vuelta del revés su capa. Saca del bolsillo trasero
de su pantalón una botella y bebe. Golpea la otra puerta.
ESCRIBIENTE.—
Buenos… (Se interrumpe al advertir el estado del poeta.)
EDGAR
(con calma).— Presumiblemente desciendo del abominable Benedict
Arnold, el más tenebroso traidor a la patria; el que en 1780 entregó
la fortaleza de West Point a los ingleses. De todos modos, el
Presidente de los Estados Unidos me ha prometido una entrevista.
Mientras tanto, y por hacer algo, he pensado suscribirte a una
revista literaria que no existe, que nunca existió, que no existirá
jamás. ¿Qué me cuentas?
ESCRIBIENTE.—
Yo creo, mister…
EDGAR.—
¡Mister Cristo! Tú crees que Mister Cristo está borracho, ¿verdad?
Pero no, ¡está loco! ¿No estás viendo que llevo puesta la capa
del revés? ¿No sientes mi mirada de maniático? (Confidente.) Todos
estamos locos.
ESCRIBIENTE.—
Debo prevenirle, caballero…
EDGAR.—
¡Prevenirme! ¿Prevenirme qué? ¿Que aún no se ha abierto el
Registro de los Locos? Pues bien. Yo vengo a la Casa Blanca a
inaugurar la locura. Anota: Edgar El Mesías; profesión: aprendiz de
milagrero; estado: loco. (Reflexionando.) Hay muchas maneras,
¿sabes?, muchas maneras de ser Cristo… (El ESCRIBIENTE, espantado,
cierra la puerta. EDGAR grita.) ¡Hay muchas maneras de ser Cristo!
Se
detiene, indeciso, ante la última oficina; parece dispuesto a
golpear, luego renuncia. Cuando está a punto de marcharse, la puerta
se abre sola. Sale del interior un joven cadete de escribanía. Casi
un niño, se diferencia notablemente de los anteriores: apenas puede
dar crédito a sus ojos maravillados. Se miran un instante.
CADETE.—
¿Usted no es…? ¡Pero, claro que es usted! ¡He visto su retrato
en los periódicos!
EDGAR
(desconfiado).— ¿Dices que me conoces?
CADETE.—
¡Cómo no conocerlo! He leído todos sus cuentos. Usted es… ¡usted
es admirable!
EDGAR
(agresivo).— Nómbrame.
CADETE.—
Poe, Edgar Poe.
EDGAR.—
Y me conoces…
CADETE.—
¡Quién no conoce a Edgar Poe! Sé todas sus anécdotas… aquella
vez que adivinó cómo terminaría la novela que Dickens no había
acabado de escribir… ¿Es cierto que él le preguntó si usted
tenía tratos con el Diablo?
EDGAR.—
Es cierto.
CADETE.—
¿Y el crimen de María Roger? Ése también lo descubrió usted.
Dicen que la verdad era igual a la que Dupin adivinó en su cuento. Y
el jugador de ajedrez de Maelzel.
EDGAR.—
Y el viaje a la Luna…
CADETE.—
¡Y el Escarabajo de Oro!
EDGAR.—
Y aquél del hombre perseguido…
EDGAR
(con extraña sequedad).— Ése no.
CADETE.—
Sí, y que una noche se encuentra con el otro, con el perseguidor.
EDGAR.—
¡No se encuentra!
CADETE.—
Se encuentra, y lo mata. Y recién entonces comprende.
EDGAR
(interrumpiéndolo).— William Wilson.
CADETE.—
¡Ése! Después que lo leí no podía dormir. ¡Y El Gato Negro!
¿Cómo hace para que todo parezca tan real?
EDGAR.—A
veces… miento.
CADETE.—
¡Y sus poemas! Nunca leí nada igual.
EDGAR.—
Mis poemas. ¿También conoces mis poemas?
CADETE.—
Los aprendo de memoria. Yo… yo escribo versos. (Apresuradamente.)
Son muy torpes, claro. Pero algún día… ¿Sabe?, yo quiero ser
como usted: un gran poeta.
EDGAR.—
Más grande… ¡Escucha…! Fundaré una revista. Una hermosa
revista. (Con ansiedad.) Quieres… ¿quieres enterarte? (Abre
nerviosamente la carpeta.)
CADETE.—
Oh, sí…
EDGAR.—
¡Escucha! (Al decir esto, POE se ha puesto de espalda, como si
buscara la luz. Comienza a leer; su voz, pese a lo impersonal del
texto, o tal vez por eso, es de un desgarrado patetismo: voz de
hombre que, fracasado, sueña el más hermoso sueño de su vida.
Miente, lo sabe, pero se justifica ante un semejante. Lee
pausadamente.) «En el primer número, el director iniciará la
publicación de una obra en la que ha estado trabajando toda su vida…
Todas las ramas de las Bellas Artes, y el teatro, y la crítica,
tendrán cabida en ella…» (Leyendo, el bastón colgado de su brazo
y la carpeta abierta, avanza hacia el fondo de la galería. Su figura
es casi chaplinesca. La luz comienza a decrecer.) «Ya se han hecho
los arreglos convenientes en nuestro país y en el mundo entero…»
Ha
llegado al extremo del pasillo y la escena —salvo por la vela de
LIPPARD— está a oscuras. Su voz sigue oyéndose. A medida que el
cuarto de LIPPARD se ilumina, POE entra en él, no trae la carpeta ni
el bastón, pero hay «continuidad» entre ambas escenas —una
especie de coda musical—: es como si, realmente, volviese de la
Casa Blanca.
Voz
de EDGAR y luego EDGAR.— «… el Presidente de la República,
destacados hombres públicos, nos ha prometido su apoyo. En todas las
materias está asegurada la colaboración más efectiva… (ha
llegado a la mesa; sentándose, dice las últimas palabras)… el más
grande ilustrador de Filadelfia…»
Deja
caer la cabeza sobre los brazos. Solloza. Larga pausa.
ESCENA
QUINTA
LIPPARD
y EDGAR
LIPPARD.—
¡Nada más bello que un poeta en la miseria! Menesteroso que sueñas,
¡brinda conmigo! (Pausa.) No. El aguardiente te pone trágico. No
sirve para ti. Oye… yo conozco algo. (Se da vuelta en su silla y
busca entre los libros. EDGAR sigue en la misma actitud. LIPPARD
apoya ahora los codos sobre la mesa; aprieta algo en un puño, la
otra mano, extendida, sostiene un pequeña tableta del tamaño de una
nuez, haschich. Sus movimientos son casi los de un prestidigitador.)…
¡El antiguo secreto de los Escitas…! (Sopla sobre la tableta y
mira hacia arriba, como quien sigue las evoluciones del humo.) ¡El
vapor alucinante…! Bangie se llama, pero también se llama Teriaki.
Y se llama sueño. Los árabes felices lo nombran a media voz:
Madjud, y significa Imposible. Híncale el diente y verás: tiene el
sabor dulzón del almizcle, pero es el alma venenosa del cáñamo
florido… ¡Mira! El misterio.
EDGAR
(levantando a medias la cabeza, hace un gesto de rechazo
despreciativo).— Es poco. Eso yo puedo hacerlo solo.
LIPPARD
(sonríe. Acerca su mano al rostro de POE, como tentándolo, y luego
la cierra de improviso; abre lentamente el otro puño: sobre la palma
hay un diminuto frasquito de opio).— ¿Y esto? El zumo enloquecedor
de las adormideras verdes, ¡el espíritu de las rojas amapolas! Y se
parece a una botella. ¡Mira! Pero no entorpece la razón como el
aguardiente. Es la pequeña botella del naufragio, portadora de todos
los mensajes… (Mirando a través de ella.) El caleidoscopio de
todos los prodigios. ¡Bebe! Y sentirás cómo te crecen las alas que
escondes bajo el pellejo…
EDGAR.—
¿Alas?
LIPPARD.—
Y te remontarás lejos, por encima de los tabacales y los
presidentes, las aduanas y los escritorios de redacción; los
collares de las damas bobas y los pañuelos ensangrentados de las
moribundas.
EDGAR.—
Calla…
LIPPARD.—
¡Bebe!
EDGAR.—
¿Y después?
LIPPARD.—
La abyección, la locura, y la muerte.
EDGAR
se ha puesto de pie; al aceptar el opio, su mano y la de LIPPARD
quedan juntas un instante, estrechadas, como sellando un pacto.
Después, tambaleante, se marcha. LIPPARD queda solo. Canturrea en
voz baja, destapa una vez más el improvisado candelabro y bebe
largamente. La vela se ha apagado.
TELÓN
IN
TABERNA
BALTIMORE,
1849
La
parábola trágica de Poe, comenzada 22 años antes en Richmond, ha
terminado. El Cuervo, publicado en 1845 (y por el que recibió cinco
dólares), le ha hecho conocer un excitante más enloquecedor que el
opio: la celebridad en vida. Pero, como el de las drogas, su efecto
fue corto y brutal. Dos años después muere Virginia; el capote
militar de Poe y su gran gata de angora —Catherine— fueron las
únicas cobijas de la moribunda. A partir de este momento, Poe se
identifica con los personajes culpables y torturados de sus
historias. Se embriagará a muerte, con láudano, pero no podrá
olvidar que, según cree, ha matado a Sissy. María Clemm es la única
que consigue calmar los feroces arrebatos del poeta. En ese estado
acaba su vertiginoso poema cosmogónico, Eureka dicta alguna
conferencia (ante auditorios que no lo escuchan, pues esperan que
recite El Cuervo), escribe todavía unos versos memorables o se
atraganta de opio, para matarse. El 30 de junio de 1849 ve por última
vez a Muddie. Después —nadie sabe cómo— llega a Filadelfia.
Entra corriendo en la redacción de una revista; asegura que quieren
asesinarlo, más tarde cuenta que un fantasma, en el que reconoció a
Virginia, impidió que lo matasen. Escribe a Muddie: «… Sólo nos
resta morir juntos. De nada sirve ahora razonar conmigo, debo morir.
Desde que completé Eureka no tengo deseo alguno de vivir. Nada más
puedo hacer. Sería hermoso vivir por usted, pero debemos morir
juntos. Para mí usted ha sido todo, todo…». Es el fin. Sus
últimos días se precipitan en un frenético apuro por morirse. Como
si quisiera acabar prolijamente su autodestrucción, sella el trato
con Griswold: él lo representará ante la posteridad. Deja dos
poemas, For Annie —dedicado a una de las tantas mujeres que dijo
amar, y, acaso, a la única que quiso realmente después de la muerte
de su esposa—, y su evocación inmortal de Virginia: la balada de
Annabel Lee. El 27 de septiembre, en perfecto estado de sobriedad,
abandona Richmond, ciudad a la que había llegado como quien cierra
un ciclo. Seis días después —se ignora qué pasó en ellos—,
aparece en Baltimore. Es el 2 de octubre de 1849. Hay elecciones.
Sujetos de la más baja estofa recorren la ciudad emborrachando a
cuanto miserable sirva para emitir un voto.
ESCENARIO
El
mismo de la primera taberna. Un gran espejo del tamaño de un hombre
es lo único que lo diferencia de aquélla. El TABERNERO, dormitando
tras el mostrador, es también el mismo. Junto al espejo, un
CABALLERO DE NEGRO. Estos dos personajes serán nada más que una
vaga presencia. Durante todo el acto permanecerán inmóviles y en
segundo plano, cuando la luz caiga sobre la taberna, ellos seguirán
en penumbras. En escena, EDGAR, el MARINERO y el RUFIÁN.
Al
levantarse el telón, el escenario está casi a oscuras. No se ve la
taberna; no estamos quizá, en ella. La luz de una lámpara cae
cenital sobre la figura de POE, quien, sentado, recita la última
estancia de El Cuervo: sólo se lo ve a él. Por un momento, la
escena tiene algo de intemporal y una casi religiosa gravedad; de
algún modo, debería poder sugerir que esto no ocurre ahora, ya
ocurrió, y está como ligado a la última escena del acto anterior.
La ilusión dura un instante. De inmediato, en una mesa cercana,
aparecen el MARINERO y el RUFIÁN, y, al iluminarse del todo el
escenario, se advierten las viejas ropas de EDGAR y su miserable
estado físico. No ha envejecido, pero tiene cuarenta años. Es igual
al POE de la primera taberna, al de la casa de MUDDIE, al que pactó
con LIPPARD, y al mismo tiempo ya ni siquiera es POE. Apenas quedan
jirones de su antigua nobleza, sólo su frente erguida, algún
momentáneo relámpago de orgullo. El que aparece ahora, es,
exactamente, un hombre que ha escrito esta carta: «He llegado aquí
con dos dólares, de los cuales le envío uno. Por Dios, madre,
¿volveremos a encontrarnos? Si le es posible, venga. Mis ropas se
hallan en estado miserable, y yo me siento tan mal… Escríbame,
madrecita… No lo olvide. Que Dios la bendiga siempre».
ESCENA
PRIMERA
EDGAR,
— después el MARINERO y el RUFIÁN. Aparte, en segundo plano: el
TABERNERO y un CABALLERO DE NEGRO
EDGAR.—
… Dijo
el Cuervo: nunca más.
Y
aún el Cuervo, inmóvil, calla:
quieto
se halla, mudo se halla
en
mi puerta, junto al mármol
donde
Palas, blanca, está.
Y
en sus ojos, torvo abismo,
sueña,
sueña el Diablo mismo
y
su negra sombra tiembla
sobre
el suelo, fantasmal,
y
mi alma de esa sombra,
negra
sombra, siempre sombra,
¡no
ha de alzarse, nunca más!
La
luz, lentamente, ha ido creciendo hasta ser normal en el centro de la
escena. El Marinero cambia con el Rufián una mirada de profundo
tedio. Su voz es destemplada y chocante.
MARINERO.—
Los muchachos prefieren canciones de otro estilo. (Reanimándose.)
¡Vamos…! No sabes esa que dice (canta):
Mi
pequeña Kattie,
soy
tu marinero;
te
arriaré los trapos
como
a mi velero…
Ríe
a carcajadas.
RUFIÁN.—
¿Qué modales son esos? (A EDGAR, que permanece en actitud hosca y
extraviada.) Créemelo: eso vale. Te lo digo yo… A ver, patrón:
¡whisky para el poeta…! Arrímate, bardo. (EDGAR lo mira.) ¡Que
te arrimes, hombre!
EDGAR,
sin levantarse, acerca su silla. Observa con fijeza al Marinero;
luego, habla abruptamente.
EDGAR.—
A ti no te ha gustado, ¿verdad…? Te lo agradezco.
El
RUFIÁN se ríe, divertido.
MARINERO
(al RUFIÁN, con resentimiento).— Apostaría a que tampoco
entendiste ni media palabra. ¡Un cuervo que habla! (A EDGAR). ¿Y
has dicho que «eso» le gustaba a la gente?
EDGAR
(sin énfasis).— ¿Quieres creerlo?: acabas de escuchar el poema
más bello de la lengua inglesa.
RUFIÁN
(con un guiño).— ¿Oíste?
MARINERO.—
¡Esto hay que celebrarlo! (Se levanta y va hacia el mostrador, donde
el TABERNERO, en penumbras, permanece impasible. Regresa con la
botella.) A ése no hay graznido que lo despierte. (Se sienta.) ¡A
tu salud!
EDGAR.—
Hasta él tuvo que reconocerlo. (Respondiendo a la tácita pregunta
de los otros.) Griswold.
RUFIÁN.—
¿Griswold?
MARINERO.—
Yo conocí un Griswold, en Providence… Era dueño de una cadena de
prostíbulos. Un día se enamoró de la mismísima Santa Inés;
entonces quiso regenerarse, lo vendió todo y se hizo más puritano
que el reverendo Mather. Pobre tipo. Murió el año pasado: Santa
Inés le contagió una sífilis. (Ríe.)
RUFIÁN.—
Discúlpalo. Es un cerdo.
EDGAR.—
El Griswold que yo digo, también es un cerdo. Pero está vivo…
(Con repentino extravío, sonriendo.) Lo nombré mi albacea.
(Hoscamente.) Es de la gavilla.
RUFIÁN.—
¿De la gavilla?
EDGAR.—
¡Chist…! La gavilla que me persigue. (Temeroso.) Tú no eres de la
gavilla, ¿verdad? (Los otros se miran furtivamente, con sorna.
EDGAR, olvidando su propia pregunta, continúa.) ¡Ellos me acosan!,
pero los he despistado. (Confidente.) Acabo de afeitarme el bigote…
(Sonríe.)
MARINERO
— ¡Por mi madre que eres astuto…! Y dime, tu chica, Leonora…
EDGAR.—
¿Leonora?
MARINERO.—
La del verso, hombre.
EDGAR.—
No se llamaba Leonora: se llamaba Virginia.
El
MARINERO hace un gesto.
RUFIÁN.—
Cosas de poetas. Tú no entiendes.
MARINERO.—
Ah… Y cómo era ella, ¿eh? (Codeando a POE). Cuenta.
EDGAR.—
Tan hermosa que tu sucia imaginación no lo entendería. (Secamente.)
Yo la maté.
MARINERO
(después de una azorada pausa).— ¡Mierda! Así que… (Al
RUFIÁN.) ¿Oíste? Igual que Wilkie. (A EDGAR.) Willcie McCarthy:
encontró a su dama acostada con otro, y la limpió. El gato alcanzó
a escabullirse por la ventana, ¡desnudo! (Ríe.) Pero se encontraron
en el mismo calabozo: el otro estaba preso por andar en cueros,
corriendo por la calle… Terminaron siendo los mejores amigos del
mundo. Wilkie dice: si cada cornudo matara a su mujer, acabaríamos
con la inmunda especie humana en menos de un siglo… ¡Y fíjate que
es cierto! Wilkie…
EDGAR
(interrumpiéndolo, pero sin ira).— Quieres cerrar esa maloliente
cloaca…
RUFIÁN.—
Eso, cállate. El caballero parece nervioso. (A EDGAR, que permanece
fuera del juego.) A ver, cuéntame: ¿cómo la sacaste?
MARINERO.—
A Wilkie le salió barata. (Señalando al RUFIÁN.) Gracias a él,
¿sabes?, tiene amigos influyentes, arriba. Veinte años a la sombra;
uno detrás del otro. ¿Y tú?
EDGAR
(con amargo sarcasmo).— Yo soy el Condenado Vitalicio. Cadena
perpetua; siempre a la sombra.
MARINERO.—
¿Andas prófugo?
RUFIÁN.—
Eso es serio.
EDGAR.—
¿Prófugo? ¡Prófugo, dices! Todos somos prófugos: los prófugos
de la luz. Aquí no sirven tus amigos del gobierno. Dios nos ha
condenado. (Violento.) ¿Entiendes? No entiendes.
Ellos
se miran sin comprender; el MARINERO se encoge de hombros.
MARINERO.—
Al menos explícanos por qué la mataste.
EDGAR.—
¿No te lo he dicho?: era hermosa. Todo lo que es hermoso debe morir
pronto; de lo contrario, envejece. La vejez es horrible, pero no hay
nada tan espantoso como la vejez de lo que fue bello. Por eso la
maté.
MARINERO.—
Dices que…
EDGAR.—
¡No, imbécil! ¡Se murió tísica: se murió de pobreza, de hambre
y de frío (al RUFIÁN), se murió porque tus amigos, los de la Casa
Blanca, no quieren recaudadores de aduana borrachos! (Agotado por el
estallido: tomándolo de las manos.) Escucha: yo no quería beber…
Meses y meses cuidándome, y me obligaron… (Alucinadamente.) Eran
los de la gavilla. Me ataron a un palo y me daban ron. Y se reían.
Entonces ella se murió. (Pausa.) De vergüenza.
Ruidos
fuera. Entran el Político y dos Obreros de la construcción.
ESCENA
SEGUNDA
Los
mismos, el POLÍTICO y dos OBREROS
POLÍTICO
(ampuloso).— ¡Salud en la Democracia a todo el mundo! (El Marinero
y el Rufián se han puesto de pie, olvidándose de Edgar, que con la
cabeza apoyada en los brazos ha quedado solo en la mesa. Servilmente
rodean al Político, saludan a los Obreros, etcétera) ¡A ver,
patrón! ¡Whisky para estos ciudadanos! ¡La Nación corre con los
gastos! (El Marinero y los Obreros van hacia el mostrador; allí se
quedan bebiendo. El Rufián y el Político se sientan aparte.) ¿Y?,
¿cómo marcha eso?
RUFIÁN.—
Todo en orden, senador.
POLÍTICO.—
Futuro senador. Y con los votos de toda la gente, mañana. No lo
olvides.
Siguen
hablando en voz baja. El OBRERO 1, desde el mostrador, señala a
EDGAR.
OBRERO
1.— ¿Y ése? (El MARINERO hace un gesto: «Es un chiflado».) ¡Eh,
muchacho!, ¡resucita, que ha llegado el Gremio de la Construcción!
OBRERO
2.— ¡Paso al Progreso, camarada! (Se acerca.) Camina, a dormir la
mona a un banco de la plaza.
EDGAR
(levantando la cabeza).— Te equivocas. No estoy borracho.
OBRERO
1.— Pídele disculpas, el señor es un caballero: sólo está
ebrio. (Risas.)
EDGAR.—
También te equivocas. No soy un caballero.
OBRERO
2.— Eres una dama, entonces. (Acercándose.) ¿Viaja de incógnito,
madam? (Se apoya en la mesa y mira amenazante a EDGAR, que responde
con igual gesto. Pausa. Al MARINERO, que siempre permanecerá en la
semipenumbra del mostrador.) Oye: dile a tu amigo, el de la melena,
quiénes somos.
OBRERO
1.— Somos los Obreros de la Construcción. Eso somos.
OBRERO
2.— El senador dijo: «los hombres que harán este país». Eso
dijo.
EDGAR.—
Yo también fui de tu gremio.
OBRERO
1 (sentándose).— ¿Tú?
OBRERO
2 (ídem).— ¿Con ese esqueleto?
EDGAR.—
Todos los hombres pueden llegar a ser Obreros de la Construcción.
OBRERO
1.— ¿Y a qué Sindicato perteneces?
EDGAR.—
Al mismo de ustedes (ellos se miran, extrañados); al de los
miserables borrachos que festejan su condenación en las tabernas.
OBRERO
2.— ¡Mira que…!
POLÍTICO
(desde la otra mesa).— ¿Qué pasa ahí, muchachos? Vamos, vamos:
nada de líos esta noche.
OBRERO
1.— Acá hay uno que tiene la lengua áspera.
OBRERO
2.— Es un espía. O un anarquista. Eso es.
POLÍTICO
(mirando preocupado a EDGAR).— ¿Eres de ésos…? No. No lo eres.
¿Cómo te llamas?
EDGAR
(sin énfasis).— Jesucristo. ¿Y tú?
OBRERO
2.— ¡Eh!, ¡no faltes el respeto!
POLÍTICO
(parece turbado; pero se rehace de inmediato).— Déjalo que me
tutee: la Democracia, es la Democracia. Beban. ¡Bebamos todos!
(Pausa. Con tono tribunicio.) ¡Y qué importa cómo se llame! Ha
pasado la época de los nombres; ahora sólo cuenta la Nación. (Se
pone de pie. Mientras habla, el rostro de POE, que sonreía irónico,
irá transfigurándose hasta adquirir una expresión de espantada
perplejidad.) El año pasado, México tuvo que entregarnos
California, junto con Nuevo México y Arizona: ¿es una casualidad
que en California estén los yacimientos de oro más ricos del
Continente? No. Es el cumplimiento irrevocable de aquella profecía
de Jefferson: ¡el Destino Manifiesto de la patria! Ya somos —¡ya
lo somos!— una única persona, múltiple, democrática, anónima:
Norteamérica. ¿Y quién es Norteamérica? (Pausa.) Todos. (A
EDGAR.) Nadie. ¡Qué importan los nombres! (Enfático.) ¡Han
quedado disueltos, como gotas pequeñas, en la ola colosal de la
Democracia!
TODOS
(menos EDGAR).— ¡Bravo! Así se habla. ¡Viva el senador de
Baltimore! ¡Vivan los americanos sin nombre!
Aplausos,
etc. El POLÍTICO vuelve a sentarse junto al RUFIÁN.
MARINERO
(acercándose).— Qué tal. Ése habla mejor que tu cuervo, ¿eh?
(Se sienta.) ¡Eh!, baja de la Luna, compañero.
EDGAR.—
Eso que ha dicho; eso que ha dicho de los nombres, ¿lo has oído? (A
los OBREROS.) Ustedes, ¿lo han oído? (Ellos se miran, estupefactos.
Pausa. EDGAR bebe largamente. Sonríe ahora.) ¿La Luna? Has hablado
de la Luna. Escúchame… ustedes también. Oigan.
Sigue
hablando en voz baja.
POLÍTICO.—
¿Quién dijiste que es?
RUFIÁN.—
Uno que está listo. Llegó a Baltimore hace tres días; desde
entonces, vive a láudano. Parece que lo trastornó la muerte de la
mujer, y de la madre, una tal Muddie. (Divertido.) ¡Hoy lo hemos
hecho recitar! (Imitando la grave voz de POE.) «¡Never-more!»
POLÍTICO.—
¿Crees que podrá ir al comicio?
RUFIÁN.—
Descuide, patrón. Mañana, Baltimore también cumplirá su Destino
Manifiesto.
POLÍTICO.—
Si Dios quiere, si Dios quiere.
Risas
en la otra mesa.
MARINERO.—
Eh, señor senador: oiga esto.
OBRERO
1.— ¡Nos está contando cómo se puede ir a la Luna!
POLÍTICO
(al RUFIÁN).— Esto no me gusta. (Cambiando de tono.) ¿Y para qué
quieres ir a la Luna?
EDGAR
(sin ironía, torvamente).— Para fundar una revista literaria.
(Risas.)
POLÍTICO.—
¡Gran idea! ¡Gran idea! (Al RUFIÁN.) Al de la Luna, mejor le
quitas los documentos; alguno votará por él. (Poniéndose de pie,
dispuesto a marcharse.) También iremos a la Luna, algún día.
EDGAR
(mirándolo con despectiva insolencia; sin disimular su sarcasmo).—
Te creo, sí. A clausurar mi revista.
OBRERO
2.— A ver si te callas.
RUFIÁN.—
¿Sabes con quién estás hablando?
EDGAR.—
Y él, ¿lo sabe? (Se ha puesto de pie, arrogante, enfrenta al
POLÍTICO. Repentinamente, su rostro se demuda.) ¡Ahora entiendo…!
Eres de la gavilla. Querían saber mi nombre; querían emborracharme
para que te lo dijera.
POLÍTICO
(al RUFIÁN).— No quiero escándalos. A los muchachos te los llevas
en seguida.
Los
otros, entre divertidos y asustados, han ido poniéndose de pie; el
POLÍTICO va hacia la puerta. Allí lo detiene la voz de POE.
EDGAR.—
¡Ahora entiendo! Tú eres el buen Thomas, y el honesto tío Nilson,
y los estúpidos empleados de la Casa Blanca, y el infame Griswold…
¡Eres muchedumbre! El Hombre de la Muchedumbre.
A
una señal del RUFIÁN, lo sujetan.
POLÍTICO.—
Sin lastimarlo. (Al Rufián.) Sólo los documentos.
(Sale.)
EDGAR.—
¡Te reconozco bajo este nuevo disfraz! ¡Hombre de la Multitud!
¡Vuelve! Conmigo no podrás: yo soy único.
Los
Obreros, regocijados, sujetándolo por los hombros, lo obligan a
sentarse.
ESCENA
TERCERA
Los
mismos, menos el Político
RUFIÁN.—
Cálmate.
EDGAR.—
Yo soy único.
RUFIÁN.—
De acuerdo, pero cálmate.
EDGAR.—
Se han confabulado para asesinarme… ¡Suéltenme!
RUFIÁN.—
Nadie te causará el menor daño. Somos gentes de paz.
EDGAR.—
Mientes.
RUFIÁN.—
Es la verdad, suéltenlo. (Ellos obedecen; el RUFIÁN se sienta y le
alcanza un vaso de whisky.) Toma, bébetelo. Y ustedes, muchachos, a
seguir la fiesta.
Los
otros tres, riendo, van hacia el mostrador. EDGAR, desconfiado al
principio, se ha tranquilizado después de beber.
EDGAR.—
Lo desenmascaré a tiempo. (Ríe.) ¿Viste cómo huyó?
RUFIÁN.—
¿Desde cuándo te persiguen?
EDGAR
(nuevamente desconfiado).— ¿Tú eres mi amigo? (El otro asiente;
EDGAR prosigue en voz baja.) Desde pequeño. Me despertaba a plena
noche, sintiendo una mano helada sobre la cara. Eran ellos. Ahora han
vuelto. (Con odio.) William Wilson los envía. Siempre sabe dónde
encontrarme… Volvieron cuando murió Virginia. (Alucinado.) ¡Al
principio era terrible! Llegaban furtivos, hasta mi cama, dando
brincos… Muddie tenía que tomarme de la mano, para que yo pudiera
dormir, como a los niños. (Cambiando de tono.) El miedo nos vuelve
niños. Por eso yo les enseñé a los hombres a tener miedo. (En
secreto.) Para que se vuelvan niños. (De pronto.) Muddie también ha
muerto.
RUFIÁN.—
Y ella, ¿no veía a los de la gavilla?
EDGAR
(extrañado).— Tienes razón: ella no los veía. (Pausa.) Si ella
estuviera conmigo, tampoco yo los vería. Oye, ¿no sabes dónde
puedo encontrarla?
RUFIÁN.—
Dices que ha muerto.
EDGAR.—
¿Dije eso? Es extraño; por momentos, todo se confunde. (Violento.)
¿Y te he dicho también que lo mataré algún día?
RUFIÁN.—
A quién.
EDGAR.—
A William Wilson.
RUFIÁN.—
Te meterán en la cárcel.
EDGAR.—
Tú no entiendes… (Confidente.) Nadie podrá encontrarme después…
Ni la gavilla, ni los gendarmes. Yo estuve preso una vez: en
Moyamensing. (Con extravío.) Virginia vino; se acercó al parapeto,
vestida de blanco. De no haber oído lo que ella dijo, hubiera sido
mi fin.
RUFIÁN.—
Tengo una idea: dame tus documentos.
EDGAR
(sobresaltado).— ¿Para qué los quieres…? No.
RUFIÁN.—
Sé razonable, hombre. Si te hallan los documentos encima, te
reconocerán. (Pausa.) Y te matarán.
EDGAR.—
Eres un gran tipo. (Le da los documentos.) Toma.
RUFIÁN
(los guarda sin mirarlos. En voz alta).— ¡A ver, muchachos, el
último brindis por la Democracia!
MARINERO.—
¡Viva la gran Democracia Norteamericana!
OBREROs.—
¡Viva!
Beben,
se acercan: ya están completamente borrachos.
MARINERO.—
¡Viva el poeta nacional!
Dando
vivas, rodean a EDGAR.
OBRERO
1.— Pero, entonces, éste es Francis Scot Kay, el autor del Himno.
(Destempladamente, comienzan a cantar el Himno.)
RUFIÁN.—
Bueno, bueno. Ya es bastante. Ahora tenemos que marcharnos. (A
EDGAR.) Tú puedes quedarte. Bebe cuanto quieras.
EDGAR
(asustado).— Me dejarás solo…
MARINERO.—
Que antes termine de contar su viaje a la Luna.
OBRERO
2.— ¡Eso, que lo cuente!
OBRERO
1.— ¿Cómo dijiste que se llamará la revista?
EDGAR.—
Nunca lo dije. (Bebe.)
RUFIÁN.—
¿Y por qué irás a editarla a la Luna?
EDGAR.—
Porque es imposible.
OBRERO
1.— ¡Un brindis por el Caballero de la Luna!
OBRERO
2.— ¡Y otro por tu revista!
MARINERO.—
¡Y el último por Santa Rita, patrona de lo imposible!
Brindan
y beben con grandes carcajadas; el RUFIÁN los llama con un gesto:
«Ya basta, muchachos; vamos». Se alejan, riendo, hacia la salida.
EDGAR.—
No quiero quedarme solo. (Tambaleante, se levanta y corre detrás de
ellos.) ¡Llévenme! (Tomando al Rufián de sus ropas.) Estar solo es
como estar muerto.
RUFIÁN
(con un guiño).— Llévenlo a dar un paseo. (Sale.)
ESCENA
CUARTA
Los
mismos, menos el RUFIÁN
OBRERO
2.— ¿Juras que quieres venir a dar una vuelta con nosotros?
EDGAR.—
Te lo juro. No me dejen.
MARINERO
(acercándose por detrás, lo toma del brazo, de tal modo que ambos
quedan mirando hacia direcciones opuestas; luego, mientras habla casi
cantando, le hará dar un giro completo. Al soltarlo, hacen lo
propio, alternativamente, cada uno de los OBREROS. El grotesco baile
tiene algo de diabólico ritual).— A dar una vuelta, entonces.
¡Vamos! ¡Arriba esas piernas! Ritmo, muchacho, ritmo que no bailas
solo. (Lo suelta.)
OBRERO
1 (girando con EDGAR).— ¡Eso, que no bailas solo! ¡No hay que
perder el paso! ¡Hay que bailar a compás!
MARINERO.—
Dijo el Cuervo: ¡nunca más!
El
Obrero 1 suelta a Poe.
OBRERO
2 (girando).— Rápido, camarada. ¡Síguenos!
OBRERO
1.— ¡Él no puede! ¡Él es único!
OBRERO
2 (siempre girando).— ¡Abre bien las alas, entonces, que te
dejamos en la Luna!
Lo
deja libre, de golpe; EDGAR da una torpe voltereta, y, mientras ellos
salen riendo a carcajadas, cae pesadamente al suelo. Larga pausa. La
luz va extendiéndose por la escena, salvo en el plano donde aún
permanece, inmóvil, el CABALLERO DE NEGRO. El TABERNERO ha levantado
ahora la cabeza.
ESCENA
QUINTA
EDGAR
y el TABERNERO
EDGAR
(después de una larga transición. Habla desde el suelo, sin reparar
aún en el TABERNERO).— ¿Qué es esto…? ¿La Luna? (Ríe.)
¡También en la Luna hay tabernas…! Si lo supiera Lippard. (Pausa.
Trata de levantarse, pero no lo consigue. Ha advertido la presencia
del TABERNERO. Se miran fijamente.) ¿Tú…? (Con violencia.) ¿Qué
haces tú en la Luna?
TABERNERO
(su voz es profunda e impersonal).— No estamos en la Luna. Estamos
en Baltimore. Y, que yo sepa, no te has movido de aquí en todo el
día.
EDGAR
(siempre desde el suelo).— No estamos en la Luna… Da lo mismo.
(Cambiando abruptamente de tono.) En todo el día, has dicho. ¡En
toda la vida! No me he movido de aquí en toda la vida. (Ríe.)
¿Sabes…? He descubierto que todas las tabernas del mundo son
iguales. Son la misma. (Seriamente.) Y tú también eres el mismo…
debe ser un símbolo, ¿entiendes?
TABERNERO.—
Entiendo.
EDGAR.—
Esto también es un símbolo. (A carcajadas.) ¡Me han tirado a la
basura! (Agresivo.) ¿Has visto muchos como yo?
TABERNERO.—
Siempre era el mismo.
EDGAR.—
¡Mientes! Yo no me parezco a nadie.
TABERNERO.—
¿Quién eres?
EDGAR.—
A ti puedo decírtelo. (Intenta ponerse de pie, sin lograrlo.) Creo
que estoy borracho. Muy borracho. Aquella noche también lo estaba.
(Con brusquedad.) ¿Te acuerdas?
TABERNERO.—
No.
EDGAR.—
Aquella noche, cuando prometí ser el poeta más grande de los
Estados Unidos. (Se incorpora, desafiante.) Aquí me tienes.
TABERNERO.—
No sé de qué hablas.
EDGAR.—
¡Sí lo sabes! Fue en este mismo tugurio… Tugurio infecto; eso
dijeron. O infame tugurio. Una noche de hace veinte años. (Titubea.)
¿O fue en Richmond…? (Súbitamente aterrado, se aparta del
mostrador.) ¡Echa a esos inmundos bichos! (El TABERNERO lo mira
impasible.) ¿Quieres hacerme creer que no los ves? Mira… allí,
entre las botellas… (El TABERNERO, lentamente, se da vuelta.
Pausa.) Se han ido. Tenían los ojitos rojos y brillantes.
TABERNERO.—
Estás enfermo.
EDGAR.—
Sí. Tengo una fiebre extraña: se llama vida. (Violentamente.)
Mátame, tabernero.
TABERNERO.—
No.
EDGAR.—
Temes a los gendarmes. (Pausa.) Yo estuve en la cárcel, hace poco.
En Moyamensing. Junto a las murallas había un caldero… donde
ardían espíritus. Un gendarme me preguntó: «¿Quieres tomar una
copa?». Pero Virginia me había prevenido que no lo hiciera; de
aceptar… «¡Bebe!», me susurraban, y trajeron a Muddie, mi madre,
para torturarme y estrujar mi corazón… «¡Bebe!», y le amputaban
los pies, y luego las piernas hasta las rodillas… «¡Bebe!», sus
muslos, sus caderas… (Cubriéndose la cara.) ¡Basta!
TABERNERO.—
Estás loco.
EDGAR.—
Loco… (Reflexiona.) Loco, has dicho. Alguien dijo una vez: la
abyección, la locura…
TABERNERO.—
Y la muerte.
EDGAR.—
¿Cómo lo sabes…? ¡De nuevo tus ratas! ¡Échalas! (Pausa; ya no
las ve. De pronto.) ¡Ahora comprendo! Tú no eres el tabernero.
(Pausa.) Tú eres Dios.
TABERNERO.—
¿Lo crees?
EDGAR.—
¡Escucha! Si fueras Dios… ¿me perdonarías?
El
TABERNERO ha llenado un vaso. Luego, con gesto que tal vez recuerda
vagamente el de poner algo en el platillo de una balanza, lo apoya
sobre el mostrador junto a POE. Se miran con fijeza.
TABERNERO.—
Toma.
EDGAR
(después de una brevísima pausa; como aceptando, pasivamente, sin
defenderse, una decisión adversa e irrevocable. Habla con
melancólico sarcasmo).— El poema más bello de la lengua inglesa.
Eso dijeron… ¡Fuera, inmundo! (Con irritación, ha hecho ademán
de apartar algo molesto de su rostro: un ademán rápido, mecánico,
como pensando en otra cosa.) Browning, en Londres, se aterró al
escucharlo; esta carta lo dice… ¿Sabes?, hubo quien debió sacar
de su estudio un busto de Palas (ríe a media voz, con infantil
picardía): al atardecer, no podía soportarlo. (Con orgullo.) He
horrorizado al mundo. (Cambiando de tono.) Toma, lee esta carta…
TABERNERO.—
No.
EDGAR
(receloso).— No me crees. Piensas que miento, ¿verdad? Pues, mira.
(Saca de sus bolsillos recortes de periódicos que va poniendo sobre
el mostrador.) ¡Este soy yo! ¡Y éste! En Richmond, y en Lowell, y
en Filadelfia. En el Liceo de Boston…, en la Sociedad Histórica de
Nueva York… ¡Edgar Poe! ¡Lee!
TABERNERO.—
Tú tampoco tienes nombre ahora. El senador lo dijo.
EDGAR.—
¡No!
TABERNERO.—
Ya nadie tiene nombre.
EDGAR.—
Entonces… me han engañado. ¡No! Yo soy… (Se interrumpe; señala
hacia la puerta de la taberna, por la que acaba de pasar la silueta
de un hombre.) ¡Rufus Griswold…! Mira, ahí va uno que dará
testimonio de mí. (Tambaleante, va hacia la salida; allí se
detiene. Recuperando de pronto su serena arrogancia, mira al
Tabernero con naturalidad.) Me odia; pero él sabe quién soy. Me
odia por mi grandeza. (Llamando, con repentina desesperación.)
¡Griswold…! (Sale.)
ESCENA
SEXTA
Largo
silencio. El TABERNERO sonríe, luego ríe por lo bajo, largamente;
su risa es grave, impersonal, tan equívoca como su voz, como él
mismo. El CABALLERO DE NEGRO, siempre de espaldas junto al espejo,
sigue inmóvil; su figura, ahora, se percibe con mayor nitidez. La
risa del TABERNERO se apaga gradualmente. Acaso, sólo fue la
carcajada estúpida, y sin alegría, de un borracho. Entra EDGAR,
derrotado; ha perdido totalmente el juicio.
EDGAR.—
No era Griswold. (Riendo.) ¡Ni siquiera Griswold…! Era mi amigo,
el que me invitó a su mesa… (Extiende la mano.) Me ha dado un
dólar. «Bébetelo y déjame en paz», dijo… La Democracia acaba
de indemnizar al poeta grande de los Estados Unidos. Me han robado el
nombre, pero me dieron una bella moneda de oro. Brilla, es hermosa…
(Sin miedo, con asco, hace un gesto, como de espantar algo.) Fuera,
bicharraco repugnante… Su fulgor los atrae. (Llamando.) ¡Virginia!
Nos han regalado un sol pequeñito. ¿Lo quieres? No lo quieres; es
demasiado pequeñito… Escucha, tabernero, tengo una hermosa moneda
dorada (con desprecio): te compro el mundo. ¡Fuera, bichos…! O
no…; suéltalos. Deja en libertad a tus animales. (Agachándose.)
Ven, ratita, ven… ¡Huele…! (Arroja el dólar lejos, hacia el
público.) Mira, Virginia, mira. Ratas, cientos de ratas, miles de
ratas. ¡Mira cómo la persiguen! Todas las ratas del mundo, detrás
de una moneda. Se muerden, mira, se despedazan. ¡Eso! ¡Así!
Hinqúense el diente. ¡Bravo! (Con horror.) ¡Échalas, tabernero,
se devoran vivas! (Con súbita calma.) Déjalas. (Ríe en voz baja.
Larga pausa.) Sólo ha quedado el dólar, intacto, sin dueño. (Se
acerca a la mesa del CABALLERO DE NEGRO.) ¿Entiendes? Es mi última
historia de horror. La última fábula de Edgar Poe… (Con
brutalidad.) ¡A ti te hablo! (El otro parece no oír, EDGAR,
lentamente, tiende la mano sobre él, y tomándolo por el hombro, lo
hace dar vuelta. El rostro del hombre es idéntico al de Poe. Éste,
con un alarido de triunfo, exclama): ¡William Wilson! (Ambos están
ahora de pie, enfrentados. Durante un brevísimo instante, parecen
desafiarse. EDGAR, buscando tras de sí, amenazante, una botella, se
da vuelta y tantea entre las mesas. El otro, con lentitud, abandona
la taberna. EDGAR no lo advierte. Ha quedado solo, frente al espejo.
Blandiendo la botella, la arroja contra el cristal y grita): ¡Puedo
volar, William Wilson!
TELÓN