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18/4/20

TAMERLÁN EL GRANDE de Christopher Marlowe PARTE SEGUNDA



TAMERLÁN EL GRANDE

de Christopher Marlowe


PARTE SEGUNDA




PERSONAJES


TARMERLÁN, rey de Persia

CALIFAS
AMIRAS             hijos suyos
CELEBINO

THERIDAMAS, rey de Argel.
TECHELLES, rey de Fez.
USUMCASANE,   rey   de   Marruecos.
ORCANES, rey de Anatolia
REY DE TREBISONDA
REY DE SIRIA
REY DE JERUSALÉN 
REY DE AMASIA
GAZELO, virrey de Byron
URIBASSA
SEGISMUNDO, rey de Hungría

FEDERICO    señores de Buda
BALDUINO       y Bohemia

CALAPINO, hijo de Bayaceto y prisionero de Tamerlán
ALMEDA, Su guardián
GOBERNADOR DE BABILONIA
CAPITÁN DE BALSERA
Su HIJO
OTRO CAPITÁN
MÁXIMO, PERDICÁS, médicos, señores, ciudadanos, mensajeros y criados
ZENÓCRATA, mujer de Tamerlán
OLIMPIA, mujer del capitán de Balsera
Concubinas turcas






PRÓLOGO


  La general buena acogida con que fue «Tamerlán» recibido cuando últimamente se presentó en escena, han hecho a nuestro poeta escribir su segunda parte, en la que la muerte siega los progresos de la pompa de aquel guerrero y el criminal destino abate todos sus triunfos. Y lo que fue de la bella Zenócrata, con el sacrificio de ciudades con que celebró él su triste funeral, se desarrollarán aquí por extenso.



ACTO PRIMERO


ESCENA PRIMERA


ORCANES, rey de Anatolia, GAZELO, virrey de Byron, URIBASSA y su gente, con tambores y trompetas
 


ORCANES. —- Egregios virreyes de las panes orientales, nombrados por orden del gran Bayaceto y del sagrado señor y poderoso Calapino, que vive en Egipto, prisionero de ese esclavo que encerró a su padre en una jaula de hierro: hemos andado ya desde la bella Anatolia doscientas leguas, y en las orillas del Danubio nuestra belicosa hueste, hasta los dientes armada, espera a Segismundo, rey de Hungría, que con nosotros se avistará para pactar una tregua. ¿Parlamentamos, pues, con el cristiano o cruzamos el río y le damos batalla?
BYRON. —- Rey de Anatolia, hagamos la paz. Saciados estamos de sangre cristiana y tenemos un enemigo mayor contra quien pelear; el orgulloso Tamerlán, que en Asia, junto a las fuentes del Guyron, fija sus pies vencedores y se propone arrasar Turquía. Contra él, señor, debemos dirigir nuestro poder.
URIBASSA. — Además, el rey Segismundo, aparte de su ejército de recios húngaros, trae otras gentes de la cristiandad, como eslavones, jinetes alemanes, daneses y otros que con lanzas, alabardas y homicidas hachas pueden poner en peligro lo que nos cabe conservar con seguridad.
ORCANES. — Aunque desde el más septentrional paralelo, partiendo de la vasta Groenlandia (bañada por el mar helado, y habitada por altos y rudos hombres, tan gigantescos como el enorme Polifemo), millones de soldados cruzasen la línea ártica trayendo su refuerzo a las armas de Europa, nuestras hojas turcas segarían sus gargantas y harían de esta pradera un sangriento pantano. El Danubio llevaría hacia Trebisonda, en sus olas escarlata, como marciales presentes a nuestros amigos de nuestro país, los cadáveres de los cristianos. Y el Mediterráneo, do el Danubio desemboca, sería, por esta batalla, llamado el Mar Sangriento. Los erráticos marineros de la orgullosa Italia hallarían montones de cristianos que irían a chocar a montones contra sus grandes barcos mercantes, y veríamos a Europa, cabalgando sobre su toro, colmada de las riquezas y tesoros del mundo, apearse y vestir crespones de duelo.
BYRON. —- Con todo, fuerte Orcanes, lugarteniente del mundo, ya que Tamerlán ha juntado todos sus hombres y marcha desde El Cairo hacia el norte, para, pasando por Alejandría y las ciudades fronterizas, conquistar nuestra tierra, conveniente es tratar de paz con Segismundo, el rey de Hungría, y reservar nuestras fuerzas para los empeñados asaltos que el orgulloso Tamerlán prepara a Anatolia.
ORCANES. —- Virrey de Byron, discretamente has hablado, porque si se perdiera mi reino, centro de nuestro imperio, toda Turquía se perdería; y por ello los cristianos tendrán la paz. Eslavones, jinetes alemanes y daneses, no debéis esto a Orcanes, sino al gran Tamerlán, porque, a no haberle la fortuna hecho tan grande, nosotros habríamos levantado griegos, albaneses, sicilianos, judíos, árabes, tracios y bitinios en número que, suficiente para devorar a Segismundo, con sus cortas fuerzas, aun resultará escaso para chocar con Tamerlán. Porque éste trae a campaña un mundo de gentes, desde los de Escitia a los de la playa oriental de la India, donde el airado Lantchidol bate con sus fuertes golpes las regiones que marino alguno ha podido descubrir. Toda Asia está en armas por Tamerlán, desde el centro del fiero trópico de Cáncer a Amazonia, bajo el de Capricornio, y más allá, hasta el Archipiélago, toda África está en armas también por Tamerlán. Por lo tanto, virreyes, preciso es tener paz con los cristianos.


ESCENA II


Entran SEGISMUNDO, FEDERICO, BALDUINO y su séquito, con
tambores y trompetas


SEGISMUNDO. — Orcanes, según te prometieron nuestros emisarios, nosotros, con nuestros pares, hemos cruzado la corriente del Danubio para tratar de amistosa paz o mortífera guerra. Elige lo que quieras, porque, como los romanos hacían, yo te obsequio con una espada desnuda. Si la guerra quieres, blande ante mí su hoja, mas si prefieres la paz, devuélveme el arma y yo la envainaré, para confirmar lo mismo.
ORCANES. — Calma, Segismundo. ¿Acaso olvidas que yo soy el que hizo estremecerse a cañonazos los muros de Viena, forzándolos a danzar sobre el continente como cuando la maciza substancia de la tierra tiembla en torno al centro de los cielos? ¿Olvidas que envié una lluvia de dardos, mezclados con tiros de pólvora y hierro, tan espesa que tú mismo, entonces conde Palatino, más el rey de Bohemia y el duque de Austria, enviasteis heraldos que, arrodillados, en nombre vuestro me pidieron tregua? ¿Olvidas que para hacerme levantar el sitio se enviaron a mi tienda carretadas de oro con el cuño del águila augusta que lleva en sus alas los terribles rayos de Júpiter? ¿Cómo, pensando en eso, puedes ofrecerme la guerra?
 SEGISMUNDO. — Viena estaba sitiada y yo era conde Palatino, mas ahora soy rey y lo que hicimos fue en una extremidad. Pero ahora, Orcanes, contempla mi hueste regia, que oculta esas llanuras y parece tan vasta y extensa como el desierto de Arabia a los que la miran desde la majestuosa torre de Bagdeth, o como el mar al viajero que escala los nevados Apeninos. Dime, pues, si debo rebajarme tanto como para tratar de paz con el rey de Anatolia.
BYRON. — Reyes de Anatolia y de Hungría, hemos venido de Turquía para confirmar una alianza y no para desafiaros a combate. Una plática amistosa puede conveniros a entrambos.
FEDERICO. — De Europa venimos nosotros con el mismo intento, mas si vuestro general lo rechaza o escarnece, plantadas están nuestras tiendas y nuestros hombres preparados para cargaros en cuanto mováis los pies.
ORCANES. —- Lo mismo estamos nosotros, pero si Segismundo habla como amigo y no impone condiciones, aquí tiene su espada. Ratifiqúese la paz en las condiciones antes especificadas según consejo de nuestros embajadores.
SEGISMUNDO. — Envaino, pues, y te tiendo la mano; y no desenvainaré ni haré armas contra ti ni ninguno de tus confederados, sino que mientras viva tendré tregua contigo.
ORCANES. — Confirma eso, Segismundo, jurándolo ante el cielo y por tu Cristo.
SEGISMUNDO.- Por el que creó al mundo y salvó mi alma, siendo hijo de Dios y de una doncella, esto es, por el dulce Jesucristo, solemnemente aseguro y prometo guardar esta paz inviolable.
ORCANES. — Por el santo Mahoma, amigo de Dios, cuyo santo Alcorán entre nosotros permanece, y cuyo glorioso cuerpo, cuando dejó el mundo, cerrado en un ataúd se elevó en el aire y pendió sobre el techo del majestuoso templo de La Meca, juro que guardaré esta tregua inviolada. De estas condiciones y juramentos solemnes, firmados por nuestra mano, guarde cada uno una copia como testimonio memorable de este acuerdo. Y ahora, Segismundo, si cualquier rey cristiano amenaza los límites de tu reino, manda aviso a Orcanes de Anatolia recordándole esta alianza pactada junto al Danubio, y ellos, temblorosos, tocarán velozmente retirada; que así de temido soy entre todas las naciones.
  SEGISMUNDO. — Pues si cualquier potentado o rey pagano invade Anatolia, Segismundo enviará cien mil jinetes aguerridos y los respaldará con los fuertes lanceros de Alemania, que son el nervio del poder imperial.
ORCANES. —- Gracias te doy, Segismundo, pero cuando guerreo, toda el Asia Menor, África y Grecia siguen mi estandarte y mis retumbantes tambores. Ea, venid y hagamos festín en nuestras tiendas, que yo despacharé de aquí el grueso de mi ejército a la bella Anatolia y a Trebisonda para combatir con el orgulloso Tamerlán. Amigo Segismundo y pares de Hungría, venid, y comed y holguémonos, y luego partiremos a nuestros territorios.

(Mutis.)



ESCENA III


CALAPINO y ALMEDA, su guardián


CALAPINO. —- Apacible Almeda, compadece el triste destino de Calapino, hijo de Bayaceto, nacido para monarca del mundo occidental y aquí retenido por el cruel Tamerlán.
ALMEDA. —- Señor, os compadezco y de todo corazón desearía vuestra libertad, pero aquel cuya ira significa la muerte, mi soberano señor, el renombrado Tamerlán, prohíbe daros más libertad de la que tenéis.
CALAPINO. — ¡Ah! si yo pudiera con mis palabras pintar la mitad de lo que efectuaría con mis hechos, sé que tú partirías de aquí conmigo.
ALMEDA. — No, ni por toda África. No lo intentéis.
CALAPINO. —- Escúchame, gentil Almeda.
ALMEDA. —- No habléis de eso por favor, señor.
CALAPINO. —- Desde El Cairo corre...
ALMEDA. — Osdigo que no habléis de eso, señor.
CALAPINO. — Un poco más, gentil Almeda.
ALMEDA. — Bien, señor: ¿qué?
CALAPINO. — Desde El Cairo corre el Darotas hasta la bahía de Alejandría, donde está anclada una galera turca de mi flota real esperando mi llegada a la orilla del río, en espera de que por algún medio logre yo huir. En cuanto yo pase a bordo nos haremos a la vela, Mediterráneo adelante, y por entre las islas de Creta y Chipre en breve llegaremos al mar de Turquía. Allí verás más de cien reyes acogiendo, arrodillados, mi llegada. Entre tantas coronas de bruñido oro, escoge la que quieras, porque todas están a tu disposición. Graciosamente te daré mil galeras en que bogan esclavos cristianos, las cuales, atravesando el estrecho, capturarán los barcos que a las costas de España llegan cargados de oro de la rica América. Allí te atenderán vírgenes griegas diestras en la música y los amorosos cantos, bellas como la doncella que Pigmalión esculpió en marfil y el amable lo metamorfoseó. Negros desnudos arrastrarán tu carro y cuando pases en triunfo por las calles, el suelo que hollen tus ruedas estará tapizado de alfombras turcas, mientras ricas telas penderán de las paredes; que tal lujo merecerá el recreo de tus principescos ojos. Un ciento de bajaes vestidos de tela carmesí cabalgará ante ti sobre berberiscos corceles, y te cubrirá un dosel engastado de piedras preciosas, brillante como el hermoso velo que todo el mundo cubre cuando Febo, dejando este hemisferio, desciende a los Antípodas. Y más que esto tendrás, que no todo acierto a decirte.
ALMEDA. —- ¿A qué distancia decís que está la galera?
CALAPINO. — Pues, apacible Almeda, apenas a media legua de aquí.
ALMEDA. — ¿Y no nos verán llegar a ella?
CALAPINO. — Entre la oquedad de una montaña y el corvo saliente de un promontorio rocoso, arrolladas las
velas y abatidos los palos, espera tan oculta que nadie puede avistarla.
ALMEDA. — Bien me parece, pero decidme, señor; si yo os permitiere partir, ¿cumpliríais vuestra palabra? ¿Me haríais rey a cambio de mis servicios?
CALAPINO. — Como soy el emperador Calapino y por la mano de Mahoma te juro, que serás coronado rey y compañero mío.
ALMEDA. — Entonces os juro, como me llamo Almeda y soy vuestro guardián en nombre de Tamerlán el Grande (pues ese es el título que tengo aún), que, aunque él envíe mil hombres armados para estorbar esta grandiosa empresa, me aventuraré a hacer salir ¿Vuestra Gracia y a no traeros acá de nuevo.
CALAPINO. —- Gracias, gentil Almeda, y apresurémonos. El tiempo pasa y no nos conviene retardarnos.
ALMEDA. — Cuando queráis, señor. Estoy presto.
CALAPINO. —- Pues adelante y adiós, maldito Tamerlán. Ahora vengaré la muerte de mi padre.

(Salen.)



ESCENA IV


TAMERLÁN, ZENÓCRATA y sus tres hijos, CALIFAS, AMIRAS y CELEBINO. Tambores y trompetas.


TAMERLÁN. —- Espléndida Zenócrata, hermoso ojo del mundo, cuyos rayos iluminan las lámparas de los cielos, cuyo maravilloso talante parece limpiar el aire de nubes y vestirlo de túnica de cristal, quiero que descanses aquí, en las planicies de Larissa, donde confinan Turquía y Egipto, entre tus hijos, que serán emperadores y cada uno de los cuales ha de mandar en un mundo.
ZENÓCRATA. —- Dulce Tamerlán, ¿cuándo dejarás las armas y salvarás de heridas tu sagrada persona, huyendo de los peligrosos lances de la guerra?
TAMERLÁN. — Cuando el cielo deje de girar sobre ambos polos y cuando el suelo que mis soldados huellan se eleve hasta los cuernos de la luna; pero antes no, mi dulce Zenócrata. Permanece, pues, descansada como reina gentil, llena de majestad y pompa, y que mis hijos, más preciosos para mis ojos que cuantos ricos reinos he sometido, contemplen, colocados a tus lados, la faz de su madre. Mas paréceme que sus aspectos son afables y no marciales cual compete a los hijos de Tamerlán. El aire y el agua, que en uno se simbolizan, señalan su falta de valor y de ingenio. Claro es su cabello como la leche y blando como el plumón, cuando debiera ser áspero como las cerdas de los puercoespines y negro como el azabache y duro como el hierro o el acero. Harto delicados son para las guerras. Hechos están sus dedos para tañer el laúd, sus brazos para ceñir los cuellos de las damas y sus piernas para bailar y hacer cabriolas en el aire. Pensaría que son bastardos antes que hijos míos si no fuera porque sé que nacieron de tu vientre, nunca contemplado por otro hombre que por Tamerlán.
ZENÓCRATA. — Mi gracioso señor, es que se parecen a su madre, pero cuando crezcan el victorioso corazón de su padre tendrán. No ha mucho ese gentil mozo, el menor de los tres, cabalgó un recio corcel escita, hízolo trotar por el coso y tornólo manso como un guante, frenándolo y haciéndolo caracolear de modo tal que temí que le derribara.
TAMERLÁN. —- ¡Bien hecho, muchacho! Tú tendrás escudo y lanza, armadura probada, yelmo, caballo y mandoble, y yo te enseñaré a cargar a tus enemigos y a correr indemne entre las mortíferas picas. Y si te place ir a las guerras y seguirme, rey serás hecho y reinarás conmigo, encerrando emperadores en jaulas de hierro. Si excedes el mérito de tus hermanos mayores y más completa virtud que en ellos luces en ti, antes que ellos serás rey y tu simiente coronada saldrá del útero de su madre.
CELEBINO. — Sí, padre, y si vivo me veréis tener bajo mí tantos reyes como vos y marchar con tal multitud de hombres, que el mundo entero temblará a su vista.
 
TAMERLÁN. — Esas palabras me tranquilizan; hijo mío eres. Y cuando yo, viejo ya, no pueda sostener las armas, tú serás el azote y terror del mundo.
AMIRAS. —- ¿Por qué no puedo yo, señor, ser tan terror y azote del mundo como él?
TAMERLÁN. — Todos seréis azote y terror del mundo, o no seríais hijos de Tamerlán.
CALIFAS. — Pero mientras mis hermanos llevan las armas, señor, permíteme acompañar a mi graciosa madre. Ellos se bastan para conquistar el mundo y vos habéis ganado bastante para que yo lo retenga.
TAMERLÁN. —- Bastardo mancebo, nacido de los riñones de algún cobarde, y no descendiente del gran Tamerlán, de cuantas provincias he sometido no poseerás un palmo si no te muestras valeroso e invencible. Porque quien llevará la corona de Persia será quien tenga en la frente más cicatrices y en el pecho más heridas, el que, en su ira, centellas despida por los ojos, y en las arrugas de su entrecejo albergue venganza, guerra, muerte y crueldad. Porque en un campo de batalla cuya superficie cubierta esté con un líquido velo purpúreo y salpicada de los sesos de los hombres muertos, será adelantado mi regio trono y quien ocuparlo quisiere habrá de llegar a él sumergido hasta la barbilla en sangre.
ZENÓCRATA. —- Eso ásperos discursos, señor, a vuestros egregios hijos, harán desmayar en sus ánimos antes de que prueben las hirientes conturbaciones que la dura guerra comporta.
CELEBINO. — No, señora, que esos discursos son idóneos para nosotros, porque si ese trono flotara en un mar de sangre, yo haría armar un barco para alcanzarlo antes de perder el título de rey.
AMIRAS. — Y yo avanzaría nadando a través de lagos de sangre, o haría con los cadáveres un puente, cuyas arcadas formasen huesos de turcos, antes que perder el título de rey.
TAMERLÁN. —- Bien, gentiles muchachos, ambos seréis emperadores y extenderéis de este a oeste vuestras vencedoras armas. Y en cuanto a ti, si ostentar quisieses corona, cuando nos veamos con el lugarteniente turco y con todos sus virreyes, arráncale la corona de la cabeza y hiéndele el cráneo con tu espada.
CALIFAS. — Si un hombre le sujeta, yo le abriré en canal con mi espada.
TAMERLAN. — Pues procura sujetarle y abrirle tú, o yo te abriré a ti, porque vamos a marchar contra los turcos sin demora. Theridamas, Techelles y Casane han prometido reunirse conmigo en las llanuras de Larissa con huestes para acometer la turba de los turcos, porque yo he jurado por el santo Mahoma hacer de Turquía parte de mi imperio. ¡Ah, suenan las trompetas! Zenócrata, ya vienen.
               


ESCENA V


Entran THERIDAMAS y su cortejo, con tambores y trompetas
 

TAMERLÁN. —- Bien venido seas, Theridamas, rey de Argel.
THERIDAMAS. — Grande y poderoso Tamerlán, señor mío, archimonarca del mundo, aquí a tus pies ofrezco, en prenda de afección, mi corona y cuanto puedo.
TAMERLÁN. —- Gracias, buen Theridamas.
THERIDAMAS. — Bajo mis pendones marchan diez mil griegos, y de Argel y las ciudades de África fronterizas, hasta cuarenta mil valientes hombres de armas; y todos han jurado saquear a Anatolia. Quinientos bergantines se han hecho a la vela para serviros en el mar, los cuales, zarpando desde Argel a Trípoli, velozmente arribarán a Anatolia y destruirán los castillos costeros.
TAMERLAN. — Bien dicho, Argel. Recibe tu corona de nuevo.
          

ESCENA VI


Entran TECHELLES y USUMCASANE juntos


TAMERLAN. —- Bien venidos seáis, reyes de Marruecos y Fez.
USUMCASANE. —- Magnífico y sin par Tamerlán, yo y mi vecino el rey de Fez traemos, para ayudarte en tu expedición contra los turcos, cien mil expertos soldados, porque desde Azamor a Túnez, cerca del mar, toda Berbería ha sido despoblada para servirte y todos los hombres que en armas me siguen, a la vez que mi corona, gustoso te ofrezco.
TAMERLAN. —- Gracias, rey de Marruecos. Toma tu corona de nuevo.
TECHELLES.— Poderoso Tamerlán, nuestro dios terrenal, cuyo aspecto hace temblar este inferior mundo, te ofrezco la corona de Fez y una hueste de aguerridos moros, cuyas caras, negras como el carbón, harán retirarse, aterrados, a sus enemigos. Con ellos quiero ayudarte en armas contra los turcos, pues mis hombres serían capaces de perforar los tenebrosos círculos infernales contra las aviesas furias, aunque éstas desplegaran sus fieras banderas y millones de sus fuentes espíritus atormentadores. Desde la recia Tesella hasta Biledull toda Berbería se ha despoblado para servirte.
TAMERLÁN. — Gracias, rey de Fez; toma tu corona de nuevo. Vuestra presencia, queridos amigos y compañeros reales, me llena de rebosante júbilo. Si las puertas cristalinas de la alta mansión corte de Júpiter se abrieran de par en par y yo penetrase por ellas para ver la condición y majestad de los cielos, no experimentaría con eso más delite que con vuestra vista. Ahora banquetearemos en estas llanuras y después marcharemos contra los turcos en más número que las gotas de lluvia cuando Bóreas desgarra un millón de henchidas nubes. Y el orgulloso Orcanes de Anatolia, con todos sus virreyes, quedará tan atemorizado, que aunque las piedras, como cuando el diluvio de Deucalión, en hombres se convirtiesen, serían vencidas. Tanto derrame haremos de sangre turca, que Júpiter enviará su alado mensajero para mandarme envainar la espada y dejar el campo. El sol, incapaz de contemplar tal estrago, esconderá la cabeza en el húmedo regazo de Thetis y dejará sus caballos para que cargue con ellos el gentil Bootes, porque la mitad del mundo perecerá en esta lucha. Pero ahora, amigos míos, permitidme que os pregunte cómo habéis pasado el tiempo de vuestra ausencia.
USUMCASANE. —- Señor, los hombres de guerra de Berbería han marchado durante cuatrocientas leguas, con las armaduras ceñidas, y han combatido durante más de quince meses. Porque cuando os dejamos en la corte del Soldán, sometimos la meridional Galacia y toda la tierra hasta la costa de España y señoreamos el estrecho de Gibraltar y a las Canarias hicimos llamarnos señores y reyes. Con todo, nunca mis hombres tuvieron un día de asueto y no han cesado de guerrear y hacer vigorosos rebatos, por lo que debes dejarlos reposar un tanto, señor. TAMERLÁN. — A fe, Casane, que no les negaré reposo.
TECHELLES. —- Yo he marchado siguiendo el río Nilo hasta Machda, donde vive el potente sacerdote cristiano llamado Juan el Grande, que viste una túnica blanca como la leche; y su triple mitra le tomé por fuerza y le hice jurar obediencia a mi corona. Desde allí avancé hasta Cazates, donde se me enfrentaron las amazonas, con las cuales, por ser mujeres, pacté un convenio, y con todo mi poder marché hasta Zanzíbar, zona occidental de África donde contemplé el etiópico mar y sus ríos y lagos, pero ni hombre ni niño en toda la tierra. Encaminéme, pues, a Manico donde planté sin asistencia mi campo, y por la costa de Byather llegué a Cubar, donde moran los negros y, esto conquistado, me apresuré hacia Nubia. Allí saqueé Borno, residencia del rey, y encadenado le conduje a Damasco, donde tomé descanso. TAMERLAN.- Bien hecho, Techelles. ¿Qué dice Theridamas?
THERIDAMAS. — Yo dejé los confines y los límites de África y viajé hacia Europa, donde, por el río Tyros, sometí Stoka, Podolia y Codemia. Crucé después el mar y llegué a Oblia y a la Selva Negra, donde los diablos danzan y, a pesar de ellos, prendíla fuego. Desde allí crucé el golfo que los habitantes de la costa llaman Mar Mayor. Mas, con todo, mis soldados no se tomarán descanso hasta que Anatolia yazga a vuestros pies.
  TAMERLAN.- Entonces triunfaremos, festejaremos y nos alegraremos. A los cocineros daremos pensiones para proveernos de viandas y de todas las golosinas del mundo. Lachrima Christi y vino de Calabria beberán en colmados recipientes los soldados comunes y hasta, cuando hayamos vencido, líquido oro mezclado con coral y perlas de oriente. Ea, vamos al festín y holguémonos entre tanto.

(Mutis.)






ACTO II


ESCENA PRIMERA


SEGISMUNDO, FEDERICO y BALDUINO, con su séquito.
 

SEGISMUNDO. — Señores míos de Buda y Bohemia, ¿qué movimiento inflama vuestros pensamientos y tan súbitamente os impele a las armas?
FEDERICO. — De seguro recuerda Vuestra Majestad cuan cruel matanza y efusión de sangre cristiana hicieron los turcos y paganos últimamente entre la ciudad de Zula y el Danubio. Recordadlo cómo avanzaron a través de Varna y Bulgaria y llegaron hasta casi los mismos muros de Roma; y aun no ha mucho que causaron mortandad en nuestro campo. Más ahora que Vuestra Majestad tiene las ventajas del tiempo y el poder, conviene que se vengue de esos infieles. Vuestra Alteza conoce que la amenaza de Tamerlán, que infunde el terror en todos los corazones turcos, ha hecho que Anatolia retire casi todo su ejército, alineado contra nuestro poder entre Cuteya y los Montes Orminios, enviándolo a Belgasar, Acantha, Antioquía y Cesárea, para ayudar a los reyes de Siria y Jerusalén. Aprovechemos la ventaja, señor, y caigamos de improviso sobre los que quedan para que, con la fortuna de su desastre, de tal modo amedrentemos a la tropa pagana que nunca intente hacer guerra contra los cristianos.
SEGISMUNDO. —- ¿Acaso no recuerda Vuestra Gracia el pacto que no ha mucho hicimos con el rey Orcanes, confirmándolo con juramento y cláusulas de paz y haciendo a Cristo testigo de nuestro compromiso? Traición y violencia contra lo que profesamos sería hacer la guerra.
BALDUINO. —- No importa, señor; que con tales infieles no hay por qué guardar fe ni religión sincera. No nos obligan a cumplir nada las santas leyes de la cristiandad, porque la fe que ellos profanamente nos prestan, por necesaria política, no nos garantiza nada, de modo que nuestro compromiso con ellos no debe estorbar nuestra libertad de pelear victoriosamente.
SEGISMUNDO. — Aunque confieso que los juramentos que hacen fortalecen muy poco nuestra seguridad, el hecho de que ellos falten a su fe, honor y religión no debe inclinarnos a efectuar lo mismo. Nuestras palabras son sólidas y han de consumarse religiosa, justa e inviolablemente.
FEDERICO. — Crea Vuestra Gracia que es supersticioso tan estrictamente atenerse a promesa dispensada y que no debemos perder la oportunidad que nos da Dios de vengar la sangre cristiana y de aniquilar su vil y blasfemo paganismo. Tal hicieron Saúl, Balaam y los restantes que no quisieron matar y maldecir cuando Dios lo mandaba, y de cierto que la venganza del Muy Alto y el poder de su brazo temible castigará con rigor nuestros pecadores corazones si desdeñamos esta ofrecida victoria.
SEGISMUNDO. —- Pues al arma, señores, y sin demora dad orden de marcha a nuestra hueste, para asaltar a los paganos y tomar la victoria que nuestro Dios nos da.

(Salen.)
           




ESCENA II


ORCANES, GAZELO y URIBASSA, con su gente
 

ORCANES. — Gazelo, Uribassa y todos, ahora partiremos de los eminentes Montes Orminios hacia la bella Anatolia, donde nuestros vecinos reyes esperan nuestro poder y real presencia para chocar con el cruel Tamerlán que en Larissa despliega una grandiosa hueste y con el estruendo de sus arreos marciales hace temblar los corazones de los hombres y de los cielos.
BYRON. —- Más nosotros haremos que se estremezcan sus fibras con el mayor poderío que hasta ahora haya conocido su orgullo. Un centenar de reyes nos ofrecerán sus armas y cien mil subditos cada uno nos presentarán. Por lo cual, aunque un chubasco de hirientes centellas se desprendieran de las entrañas de las nubes y sobre nuestras cabezas cayeran espesas como el granizo parcialmente ayudando a ese escita soberbio, aún nuestro valor y nuestros acerados yelmos y nuestro más que infinito número de hombres, podrían resistirle y vencerle.
URIBASSA. —- Yo pienso cuan contento estará el rey cristiano de nuestra tregua, ya que antes no podía menos de aterrorizarle el incontrovertible poder de nuestras huestes.

(Entra un mensajero.)


MENSAJERO. — ¡Arma, temido soberano y nobles señores! El traidor ejército de los cristianos, aprovechando vuestro debilitado poder, marcha sobre nosotros, resuelto a quitarnos las vidas.
ORCANES. — ¡Traidores, villanos, malditos cristianos! ¿No han sido las cláusulas de la paz y otros solemnes pactos confirmados por ellos en nombre de su Cristo y nosotros en el de Mahoma?
  BYRON. —- ¡Infierno y confusión sobre las cabezas de quienes cometen traición semejante y en tan poco tienen a su profeta Cristo!
ORCANES. — ¿Es posible que haya tal engaño en cristianos y traición en el carnal corazón de los hombres cuya forma simboliza la del más alto Dios? Si hay un Cristo, según dicen los cristianos, ellos con sus pactos al Cristo niegan, porque si él es hijo del eterno Jove, y tiene poder en su brazo extendido y es celoso de su nombre y honor como lo es nuestro santo profeta Mahoma, vea estos papeles que acreditan nuestro sacrificio y el perjurio de su secuaz. Ábrete, pues, brillante velo de Cintia, un paso desde el imperial firmamento donde Él alto se asienta y nunca se duerme, ni en lugar alguno es circunscribible, puesto que llena todos los continentes con la infusión singular de su vigor sagrado, y haz que Él, con su infinito poder y pureza, contemple y vengue el perjurio de ese traidor. Y si eres Cristo, tenido por omnipotente y demuestras ser un perfecto Dios, digno de la adoración de todos los corazones fieles, vénganos del alma de ese traidor y haz que las pequeñas fuerzas que he dejado tras mí, harto tenues para defender nuestras vidas inocentes, basten para derrotar y confundir a la insincera fuerza de esos falsos cristianos. ¡A las armas, señores, y exclamemos que, en nombre de Cristo, si Cristo hay, la victoria ha de ser nuestra!

(Rumor de batalla. Sale Segismundo herido.)


SEGISMUNDO. — Toda la hueste cristiana está derrotada y Dios desde lo alto ha castigado mi maldecido y odioso perjurio. ¡Oh, justo y terrible castigador de pecados, haz que el deshonor de los dolores que siento en esta mi mortal y harto bien merecida herida, termine mi penitencia con mi repentina muerte! Y haz que esta muerte, siquiera muera yo en pecado, engendre una segunda vida de eterna clemencia.
(Entran Orcanes, Gazelo, Uribassa y otros.)
  ORCANES. — En su sangre se revuelcan ahora los cristianos y o Cristo o Mahoma han sido favorecedores míos.
BYRON. — Ved ahí al perjuro y traidor húngaro, ensangrentado y exánime por su villanía.
ORCANES. —- Sea ahora su bárbaro cuerpo la presa de bestias y aves y todos los vientos murmuren, a través de todas las hojas de los insensibles árboles, la odiosidad de su pecado. Ahora arderá su alma en los ríos del Tártaro y se nutrirá del fatídico árbol del infierno, ese Zoaco, de acibarado fruto, plantado en medio del fuego, donde ostenta, como Flora en su pompa, frutos como cabezas de condenados demonios. Los diablos allí, con cadenas de inextinguible llama, conducirán su alma a través del ardiente golfo de Orco, de dolor en dolor eternamente mudando. ¿Qué dices tú ahora, Gazelo, viendo con cuánta justicia apelamos a su Cristo y el poder de éste, que aquí aparece tan claro como los rayos de Cintia a la vista más despejada?
GAZELO. — Esta es la fortuna de la guerra, señor, cuyo poder a menudo se acredita de milagroso.
ORCANES. — Con todo, yo en mis pensamientos honraré a Cristo, sin por eso injuriar a Mahoma, porque su poder ha intervenido en esta victoria nuestra. Y puesto que este infiel ha ultrajado su fe y muerto como traidor al cielo y a la tierra, haremos que su cuerpo quede expuesto aquí para que las aves de rapiña devoren en estas llanuras su cuerpo. Encárgate de ello, Uribassa.

(Uribassa sale.)


URIBASSA. —- Lo haré, señor.
ORCANES. — Y ahora, Gazelo, apresurémonos a reunir-nos con nuestro ejército y nuestros hermanos de Jerusalén, Siria, Trebisonda y Amasia, y felizmente, con anatolios cuencos pletóricos de griego vino, celebremos nuestra feliz victoria y trágico sino de nuestro enemigo.

(Salen.)


ESCENA III


Córrese el telón y aparece ZENÓCRATA yacente en su lecho.
TAMERLAN está a su lado y tres MÉDICOS preparan pociones.
Están presentes THERIDAMAS, TECHELLES, USUMCASANE y los
tres hijos de Zenócrata.


TAMERLAN. — Negra es la belleza del más brillante día. La dorada redondez del eterno fuego del cielo que cabrillea, gloriosa, sobre las olas de plata, necesita ahora combustible que inflame sus rayos y, desgraciado y débil, ciñe sus sienes con amenazadora nube, presto a obscurecer la tierra con interminable noche. Zenócrata, que a él le daba luz y vida y cuyos ojos fuego despedían desde sus cuencas de marfil, templando todas las almas con vivo color, ahora, por la malignidad de los enojados cielos, cuyos celos rival no admiten, yace a punto de exhalar el postrer aliento, ya ofuscada con las infernales nieblas de la muerte. Acudan los ángeles a las murallas del cielo cual centinelas que adviertan las almas inmortales que deben acoger a la divina Zenócrata. Apolo, Cintia y las perennes lámparas que gentilmente alumbran este aborrecible mundo, han dejado de brillar y cubren el cielo para acoger a la divina Zenócrata. Las cristalinas fuentes cuyo sabor ilumina con su visión eterna los ojos refinados, como plata esmaltada corren por el paraíso para acoger a la divina Zenócrata. Los querubines y santos serafines que cantan y tocan ante el Rey de Reyes, usan todas sus voces y sus instrumentos para acoger a la divina Zenócrata. Y en esta dulce y curiosa armonía el dios que entona esta música a nuestras almas tiende la mano, con majestad suma para acoger a la divina Zenócrata. Así un sacro éxtasis lleve mis pensamientos al palacio imperial de los cielos, y así sea mi vida tan breve para mí como los días de la dulce Zenócrata. Médicos, ¿en nada la favorece vuestra medicina?
MÉDICO PRIMERO. — Pronto lo percibirá Vuestra Majestad, porque si esta crisis pasa, lo peor habrá pasado.
TAMERLAN. — Dime, mi bella Zenócrata: ¿cómo te encuentras?
ZENOCRATA. —- Me encuentro, señor, como otras emperatrices cuando, habiendo esta carne frágil y transitoria absorbido la medida de aire vital que nutre el cuerpo durante su predeterminada salud, caen en forzado y necesario cambio.
TAMERLAN. — Así cambio tal no transforme nunca a mi amor, en cuyo dulce ser reposa mi vida y cuya celestial presencia, embellecida por la salud, da luz a Febo y a las estrellas fijas, cuya ausencia hace al sol y a la luna tan opacos como cuando, oponiéndose por un diámetro mismo, ascienden sus órbitas sobre la cabeza de la serpiente o descienden a su arrastrante cola. Vive aún, amor mío, y conserva así mi vida, o, si mueres, sé tú misma autora de mi muerte.
ZENÓCRATA. — Vivid vos, señor. ¡Vivid, soberano mío! Antes se disuelvan los fieros elementos y su reino hagan en el cielo que consentir que esta tierra vil sepulte a Vuestra Majestad. Porque si yo sospechase que mi muerte sería la vuestra, el consuelo de mi felicidad futura y la esperanza de hallar a Vuestra Alteza en los cielos, convirtiéndose en desesperación, quebrantarían mi maltrecho pecho y la furia confundiría mi presente descanso. Dejadme morir a mí, mi amor, dejadme morir y con amor y paciencia sobrellevad vuestra amada vida, porque vuestra congoja y furia dañan mi segunda existencia. Dejadme besaros, señor, antes de morir, que quiero morir besando a mi señor. Mas, pues que mi vida se alarga un tanto, dejadme despedirme de mis amados hijos y de todos mis magnates, cuya verdadera nobleza merece mis últimas memorias. Dulces hijos, adiós; pareceos a mí en vuestra muerte y en vuestra vida a la excelencia de vuestro padre. Haced tocar música y mi crisis cesará, señor.

(Mandan tocar la música.)
 

TAMERLÁN. — Furias soberbias e intolerables accesos que osáis atormentar el cuerpo de mi amada y azotar al azote del inmortal Dios: las esferas do Cupido suele asentarse ciñendo el mundo de maravillas y amor, ahora colmadas están de pálida y lúgubre muerte, cuyos dardos hieren el centro mismo de mi alma. Su sagrada belleza había encantado el cielo y, de haber vivido antes del sitio de Troya, Elena, cuya belleza congregó a los griegos a las armas y condujo a mil naves a Tenedos, no habría sido nombrada en «La Ilíada» y el nombre de Zenócrata figuraría en todos esos versos. Y si los lascivos poetas por cuyo nacimiento fue reputada Roma, la hubiesen dirigido una mirada, no habrían nombrado a Lesbia ni a Corina, sino que Zenócrata hubiera sido argumento' de todos sus epigramas y elegías.

(Suena la música y Zenócrata muere.)
 
¿Cómo? ¿Ha muerto? Techelles, desenfunda tu espada y taja en dos mitades la tierra, para que descendamos a sus cavernas infernales, a fin de asir a las fatales hermanas por el cabello y arrojarlas del infierno a los triples abismos, por haberse llevado a mi bella Zenócrata. Casane y Theridamas, ¡a las armas! Levantad cureñas altas como las nubes y romped a cañonazos la armazón del cielo. Batid el brillante palacio del sol y arruinad todo el firmamento estrellado, porque Jove, enamorado, me ha arrebatado mi amor para convertirlo en la majestuosa reina de los cielos. Ahora que algún dios te tiene entre los brazos, brindándote néctar y ambrosía, mírame, divina Zenócrata, enrabiado, impaciente, desesperado y loco, quebrando mi lanza acerada, con la que rompía los quicios mohosos del tiempo de Jano, dejando libres la muerte y la tiránica guerra para que marcharan a mi lado bajo mi sangriento estandarte. Y, si es que compadeces a Tamerlán el Grande, desciende del cielo y torna a vivir conmigo.
THERIDAMAS. —- ¡Ah, mi buen señor, paciencia, que ella ha muerto y todos esos tronantes cañones no pueden devolverle la vida! Si de algo sirviesen las palabras, nuestra voz desgarraría el aire; si las lágrimas, nuestros ojos regarían toda la tierra; si el dolor, nuestros asesinados corazones verterían abundancia de sangre. Pero nada vale de nada, porque ella ha muerto, señor.
  TAMERLÁN. —- ¡Porque ella ha muerto! Tus palabras perforan mi alma. No hables más, mi tierno Theridamas. Aunque ella haya muerto dejadme pensar que aún vive y nutre mi mente, que por falta de ella sucumbe. Doquiera que tu alma esté, tú permanecerás conmigo, embalsamada con casia, mirra y ámbar gris. No te rodeará plomo, sino una lámina de oro y no te enterrarán mientras yo no muera. Entonces, en tumba tan rica como la de Mausoleo, ambos descansaremos, con un epitafio tan sólo, escrito en tantas lenguas como reinos he conquistado con mi espada. Esta maldita ciudad yo consumiré con fuego, porque ella me ha privado de tu amor. Las casas al arder parecerán vestirse de luto y aquí mismo haré erigir tu estatua y ante ella desfilaré con mis tropas en duelo, doblegadas y languidecientes por Zenócrata.

(Cae el telón.)





ACTO III


ESCENA PRIMERA


Entran el rey de TREBISONDA y el de SIRIA, llevando uno una espada y el otro un cetro. Siguen ORCANES, rey de Anatolia, y el de JERUSALÉN, con la corona imperial. Vienen luego CALAPINO y tras él otros magnates y ALMEDA. Orcanes y Jerusalén coronan a Calapino y el otro rey le entrega el cetro


ORCANES.— Calapino Ciricelibes, también llamado Cibelio, hijo y directo heredero del difunto y poderoso emperador Bayaceto, por la ayuda de Dios y su amigo Mahoma, te hacemos emperador de Anatolia, Jerusalén, Trebisonda, Amasia, Siria, Tracia, Iliria, Carmonia y todos los ciento treinta y dos reinos tributarios de tu difunto padre... ¡Viva Calapino, emperador de Turquía!
CALAPINO. —- Tres veces dignos reyes de Anatolia y todos los demás, yo pagaré vuestras regias gentilezas con todos los beneficios que mi imperio produzca. Y si estuviesen las fibras del imperial asiento tan fuertes y bien trabadas como cuando Bayaceto, mi regio señor y padre, ocupaba el trono, habiendo sido desmembradas por su maldecido destino, pronto veríais a ese bandido escita, soberbio rey usurpador de Persia, rendirnos tal honor y supremacía al vengar nosotros los entuertos hechos a mi padre, que el mundo entero borraría nuestra indignidad del libro de las viles infamias. No tengo duda alguna de que vuestros reales cuidados habrán tomado provisiones contra ese maldito enemigo, para que el heredero del poderoso Bayaceto (emperador tan honrado por sus virtudes) reviva el espíritu de los verdaderos corazones turcos en dolorida memoria de la afrenta de mi padre. No hemos de abrigar la menor duda de que la orgullosa fortuna, seguidora por tanto tiempo de la marcial espada del poderoso Tamerlán, ahora, confirmando su antigua inconstancia, elevará nuestro honor a gran pináculo merced a este fuerte y afortunado encuentro. Porque, pues el cielo facilitó mi escape de todas las crueldades que sufría mi alma, merced a los amistosos recursos de este mi guardián, ello indica que Jove, asaz compadecido de nuestras angustias, diluviará venturas sobre nuestras cabezas, humillando el orgullo del maldito Tamerlán.
OPCANES. —- Yo tengo aquí cien mil hombres en armas, algunos de los cuales, vencedores del perjuro cristiano cuando eran un puñado contra una poderosa hueste, se consideran en suficiente número para beber los ríos Nilo y Eufrates y con su poderío ganar el mundo.
JERUSALÉN. —- Otros tantos traigo yo de Jerusalén, Judea, Gazza y los límites de Ascalonia. Y ellos, sobre el Monte Sinaí, con sus banderas desplegadas, se parecen a las en parte coloridas nubes de los cielos cuando anuncian buen tiempo al avecinarse la mañana.
TREBISONDA. — Los mismos traigo yo de Trebisonda, Quío, Famastro y Amasia, a orillas del Grande Mar, más los de Riso, Sancina y las ciudades fronterizas que tocan los extremos del famoso Eufrates. Su valor está inflamado con las llamas que los maldecidos escitas han prendido en sus ciudades y prometen quemar el cruel corazón del tirano.
SIRIA. — De Siria traigo yo setenta mil fuertes hombres, tomados de Aleppo, Soldino, Trípoli y de mi ciudad de Damasco. Con ellos marcho en socorro de los reyes mis vecinos, todos unidos contra Tamerlán, a quien traeremos cautivo a los pies de Vuestra Alteza.
ORCANES. — Nuestra batalla, entonces, ordenemos, según nuestra antigua costumbre, en forma de media luna, cuyos cuernos lanzarán al maculado aire los emponzoñados sesos de ese orgulloso escita.
CALAPINO. —- Mis nobles señores, para este mi amigo, que de la esclavitud de mi adversario me ha libertado, paréceme oportuna y honrosa recompensa, según le he prometido, nombrarle rey; que sé que, cuando menos, es caballero.
ALMEDA. — Nada importa eso, señor, para ser rey, porque Tamerlán salió de la nada.
JERUSALÉN. — Vuestra Majestad puede elegir idóneo tiempo para cumplir plenamente vuestra promesa, porque para Vuestra Majestad dar un reino no es nada.
CALAPINO. —- En breve, pues, cumpliré mi promesa, Almeda.
ALMEDA. —- Lo agradezco a Vuestra Majestad.

(Salen.)



ESCENA II


TAMERLÁN con USUMCASANE y sus tres hijos. Cuatro llevan el
ataúd de ZENÓCRATA y los tambores redoblan una marcha
fúnebre. La ciudad arde.


TAMERLÁN. —- Ea, quemad los torreones de esa ciudad maldita, inflamad hasta las más altas regiones del aire y prended montones de exhalaciones que, fieros meteoros, presagien a los habitantes la destrucción y la muerte. Sobre mi cenit pende una quemadora estrella que durará hasta que se disuelvan los cielos y que, nutrida con nuevos suministros de terrenas heces, amenaza con muerte y hambre a esta tierra. Dragones voladores, rayos, temerosos truenos, caed sobre estas bellas llanuras, ennegrecedlas como la isla donde las furias se esconden, y asemejadlas a Leteo, Estigia y Flegetón, porque ha muerto mi amada Zenócrata.
CALIFAS. — En esta columna, en honra de ella erigida, escrito está en árabe, griego y hebreo: «Esta ciudad fue quemada por Tamerlán el Grande; prohíbese al mundo reedificarla».
AMIRAS. —- Y aquí se colocará esta estela fúnebre donde se entrelazan las armas de Egipto y de Persia para significar que fue ella princesa de nacimiento y esposa del monarca de Oriente.
CELEBINO. — Esta lápida será el registro de todas sus
Perfecciones y virtudes.
TAMERLÁN. — Y aquí el retrato de Zenócrata mostrará su belleza, del mundo admirada. Dulce pintura de la divina Zenócrata, aquí colgada harás que te miren los dioses del cielo y que las estrellas del arco meridional, siempre fijas en él y nunca vistas por quienes no pasaron el centro de latitud, como peregrinas viajen a nuestro hemisferio para tan sólo mirar a Zenócrata. Tú no embellecerás las llanuras de Larissa, sino que permanecerás entre el círculo de mis brazos y en todas las ciudades y castillos que sitie campearás en mi real tienda. Y cuando en batalla campal me mida, tú ejercerás tal influjo en mis huestes cual si Belona, diosa de la guerra, lanzase espadas desnudas y sulfúreas balas de fuego sobre la cabeza de nuestros enemigos. Y ahora, señores, adelantad vuestras lanzas de nuevo; basta ya de disgusto, mi tierno Casane; no os lamentéis más, mancebos, que esta ciudad se dolerá por siempre viéndose reducida a cenizas por la muerte de vuestra madre.
CALIFAS. — Aunque por ella hubiese llorado yo un mar de lágrimas, no habría aliviado la pena que siento.
AMIRAS. —- Como esta ciudad está mi corazón consumido por la aflicción y disgusto de la muerte de nuestra
madre.
CELEBINO. —- La muerte de nuestra madre me atenaza la mente y la pena me impide articular discursos.
TAMERLÁN. — Dejemos eso ahora, muchachos, y escuchadme, porque quiero enseñaros los rudimentos de la guerra. Quiero que aprendáis a dormir en el suelo, que marchéis con la armadura a través de mojados pantanos, que soportéis el quemante calor y el glacial frío, el hambre y la sed, razonables inherencias de la guerra. Después aprenderéis a escalar los muros de un castillo, asediar un fuerte, minar un poblado y hacer ciudades enteras volar
por el aire. Luego veréis el modo de reforzar a vuestros hombres, de determinar, según los terrenos, qué dispositivo os conviene mejor, por cuál lado de una fortaleza en estrella podréis más llanamente asaltar sus ángulos, intensificando el ataque por donde más recio se necesite. Los fosos que hagáis han de ser profundos, las contraescarpas empinadas y angostas, los muros altos y anchos, los baluartes y parapetos grandes y fuertes, con baterías y espesos contrafuertes y espacio, dentro, para alojar seis mil hombres. Ha de haber fosos secretos, contraminas y salidas encubiertas para defender el foso. También se requieren glacis y caminos cubiertos para esquivar los tiros de las baterías sobre los baluartes, parapetos para esconder a los mosqueteros, casamatas para montar la artillería pesada, y veintenas de piezas que por todos los flancos puedan barrer las cortinas exteriores del fuerte y desmontar los cañones del adversario, acribillar al enemigo e impedirle abrir brecha en la muralla. Una vez esto aprendido para servir en tierra, con sencillas y fáciles demostraciones, os enseñaré cómo hacer desecar el agua para pasar a pie enjuto lagos, lagunas, ríos profundos, ensenadas, caletas y mares pequeños, creando en las embravecidas olas fortalezas protegidas por las concavidades de alguna monstruosa roca, e inexpugnables por la naturaleza del lugar. Cuando esto sepáis hacer seréis soldados y dignos hijos de Tamerlán el Grande.
CALIFAS. — Señor, eso es peligroso de hacer y podemos ser muertos o heridos mientras aprendemos.
TAMERLÁN. — Villano, ¿eres tú hijo de Tamerlán y temes morir o que con un mandoble te abran en la carne una ancha herida? ¿Acaso puedes afrontar una descarga artillera, y una hilera de picas revueltas con caballos y tiros, ni ver arrancados miembros lanzados a lo alto a los cielos, colgando en el espacio tan espesos como motas de sol, y no sabes, cobarde, enfrentarte con eso sin temor a la muerte? ¿No has visto a mis jinetes cargar al enemigo, heridos a tiros en los brazos, acuchillados en las manos, tiñendo su lanza con su fluyente sangre, y, sin embargo, holgándose por la noche en mi tienda, llenando sus venas vacías con alegre vino que, una vez digerido, conviértese en sangre encarnada? ¿Abandonarías el campo por temor a las heridas? Mira a tu padre, que ha vencido reyes y con su hueste marchado en torno a la tierra, y está, sin embargo, limpio de cicatrices y falto de heridas. No perdió en la guerra una gota de sangre, más ved cómo hiere su carne para enseñaros. (Se da un tajo en el brazo.) Nada es una herida, por profunda que sea. La sangre es el rico ropaje del dios de las armas. Ahora parezco un soldado y esta herida me da tanta gracia y majestad como si un trono de oro esmaltado, incrustado de diamantes, zafiros, rubíes y las más bellas perlas de la rica India estuviese aquí levantado bajo un dosel y yo me sentase en él, atuendado con la maciza vestidura que adornaba al potentado africano a quien atado hice entrar en los muros de Damasco. Venid, mancebos, y tentad con los dedos esta herida y lavaos las manos con mi sangre, mientras yo lo contemplo sonriendo. ¿Qué pensáis ahora, mozos, de una herida?
CALIFAS. — Yo no sé qué pensar; me horroriza verla.
CELEBINO. — Eso no es nada; hazme una herida, padre.
AMIRAS. — Y a mí otra, señor.
TAMERLÁN. — Venid, amigo; dadme vuestro brazo.
CELEBINO. — Aquí, padre, y cortad con denuedo, según hicisteis con vos.
TAMERLAN. — Baste con que oses afrontar una herida. No perderás, hijo, una gota de sangre hasta que hallemos al ejército de los turcos. Entonces atacad desesperadamente los más espesos escuadrones, sin temer a los golpes, las sangrientas heridas ni la muerte; y que el incendio de Larissa, mi belicoso discurso y mi herida os enseñen, muchachos, a tener el ánimo valeroso propio de los que siguen al gran Tamerlán... Ven acá, Usumcasane, y marchemos en busca de Techelles y Theridamas, a los que hemos destacado para quemar las aldeas, las ciudades y las torres de esos execrables turcos y perseguir a ese cobarde fugitivo y al maldecido traidor Almeda hasta que con fuego y espada le acorralemos.
USUMCASANE. — Anhelo desgarrarle las entrañas con mi espada, puesto que traicionado ha a mi gracioso soberano ese maldito y condenado traidor Almeda.
TAMERLÁN. — Y veamos si el cobarde Calapino osa levantar armas contra mi poder, para hollar yo su cuello cautivo y dejar tamañita la esclavitud de su padre.

(Salen.)
      


ESCENA III


TECHELLES, THERIDAMAS y su gente
 

THERIDAMAS. — Marchando hacia el norte después de separarnos de Tamerlán, hemos llegado a la frontera de Siria, y aquí está Balsera, su principal baluarte, que contiene todos los tesoros del país.
TECHELLES. — Traigamos, pues, nuestra artillería ligera, y pongamos en la trinchera basiliscos, pedreros, falconetes y culebrinas, hasta colmar los fosos con el cascote de la ancha brecha de los muros y entrar y apoderarnos de todo el oro. ¿Qué os parece, soldados? ¿Hablo bien?
SOLDADOS. — Sí, señor, sí; vayamos a ello.
THERIDAMAS. — Empero, esperemos un tanto y toquemos a parlamento, que acaso lo logremos todo sin violencia cuando se sepa que dos reyes amigos de Tamerlán se asientan ante las murallas con tan poderosa fuerza.

(Se toca llamada. Entra un capitán con su mujer e hijo.)


CAPITÁN. —- ¿Qué queréis, señor?
THERIDAMAS. —- Capitán, que nos entreguéis vuestra fortaleza.
CAPITÁN. — ¿A vosotros? ¿Me creéis temeroso de mandarla?
TECHELLES. — No, capitán, sino temeroso de tu vida si resistes a los amigos de Tamerlán.
THERIDAMAS.- Los zapadores argelinos de África, incluso ante las bocas de los cañones, alzarán una colina de tierra y fajinas más altas que tu fuerte y, por encima de tus glacis y caminos cubiertos, lanzarán sobre los parapetos de tu fuerte descargas de artillería hasta que se abra brecha. Llenaráse con el cascote la trinchera toda y cuando entremos en la ciudad, ni el cielo mismo te rescatará a ti, ni a tu esposa y familia.
TECHELLES. —- Capitán, nuestros moros cortarán las cañerías de plomo que os surten de agua potable a tus hombres y a ti, y en la trinchera permanecerán ante los muros de tu castillo para que no pueda seros traída vitualla alguna. No tendréis otra salida que perecer; y por tanto, capitán, ríndete por las buenas.
CAPITÁN. —- Aunque vosotros, los amigos de Tamerlán, fueseis amigos del propio Mahoma, no me rendiré. Haced lo que queráis, alzad colinas, batid, atrincheraos y minad, cortad el agua y los convoyes, que estoy resuelto a luchar. Así, adiós.

(Sale.)
 

THERIDAMAS. —- ¡Aquí, zapadores, y donde pongo esta estaca cavad la trinchera con las dimensiones que os prescribí! Apilad la tierra hacia los muros del castillo para que, hasta que yo pueda defenderos, trabajéis a cubierto, de suerte que pocos o ninguno perezcáis por sus tiros.
ZAPADORES. —- Bien, señor.

(Salen.)


TECHELLES. —- Cien jinetes recorrerán la llanura para vigilar las fuerzas que acudan en socorro de la plaza. Tú y yo, Theridamas, atrincheraremos nuestros hombres y con nuestros instrumentos mediremos la altura y distancia del castillo a la trinchera para poder saber si nuestra artillería disparará rasamente contra los muros.
THERIDAMAS. — Atendamos luego a que nuestras piezas sean puestas en la trinchera en batería y montemos gabiones de seis pies de anchura para proteger a nuestros artilleros del fuego de mosquete. Entre ellos nuestras piezas dispararán de firme y los cascotes de la brecha, el humo, el polvo y el fuego, más sus ecos y los gritos de los soldados, ensordecerán el aire y nublarán el cielo cristalino.
TECHELLES. — Trompetas y tambores: tocad a rebato. ¡Ánimo, soldados, que la plaza es vuestra!

(Salen.)
            

ESCENA IV

Entran el CAPITÁN con su mujer OLIMPIA y su hijo
 

OLIMPIA. — Vamos, mi señor, y apresurémonos fuera de aquí por el pasadizo que conduce más allá del enemigo, pues ninguna esperanza queda de salvar esta fortaleza vencida.
CAPITÁN. — Una mortífera bala, atravesándome el costado, se ha alojado junto a mi corazón. Sé que no puedo vivir, porque siento traspasado mi hígado y porque todas mis venas, principio y nutrición de todas mis partes, están desgarradas y rotas y todas mis entrañas bañadas en la sangre que brota de sus orificios. ¡Adiós, dulce mujer y dulce hijo, adiós, que muero!
OLIMPIA. — Muerte, ¿has partido acaso, puesto que vivimos nosotros? Vuelve acá, dulce muerte y a los dos agobíanos. Termina en un instante nuestros días y que un solo sepulcro contenga nuestros cuerpos. Muerte, ¿por qué no vienes? Ea, muerte adusta, despliega tus alas sombrías y lleva nuestras almas adonde la de él ya se encuentra. ¿Estás, dulce hijo, dispuesto a morir? Esos bárbaros escitas, llenos de crueldad, y los moros, que nunca la piedad han conocido, nos harán pedazos, nos pondrán en la rueda, o inventarán torturas aún peores. Muere, pues, a manos de tu madre, que te ama y suavemente herirá tu garganta marfilina, librándote prestamente de vida y dolor.
HIJO. — Madre, mátame tú o me mataré yo mismo. ¿Piensas que puedo vivir viendo muerto a mí padre? Dame tu puñal, madre mía, o mátame tú, para que los escitas no me tiranicen. Hiéreme, madre amada, que quiero reunirme a mi padre.

(Su madre le apuñala.)
 

OLIMPIA. —- ¡Ah, sagrado Mahoma, si esto es pecado, impetra clemencia del Dios de los cielos y purifica mi alma antes de llegar a ti!

(Entran Theridamas, Techelles y todo su séquito.)


THERIDAMAS. —- ¡Cómo, señora! ¿Qué hacéis?
OLIMPIA. —- Matarme, como he matado a mi hijo, cuyo cuerpo, con el de su padre, he quemado ya para que los crueles escitas no lo desmembren.
TECHELLES. — Valerosamente hiciste y como buena esposa de soldado. Nosotros te llevaremos a Tamerlán el Grande, que, cuando conozca cuan resuelta eres, te casará con un virrey o rey.
OLIMPIA. —- Mi difunto señor era para mí más querido que cualquier virrey, rey o emperador, y por su amor terminaré mis días.
THERIDAMAS. — Vamos, señora, ven con nosotros a Tamerlán y verás a un hombre mayor que Mahoma, y en cuya apariencia hay más majestad que en la cóncava superficie del vasto palacio de Jove, el imperial orbe en cuya brillante bóveda se asientan Cintia, como gentil Thetis de cristalina túnica vestida. Él es quien atropella con los pies la fortuna y hace del poderoso dios de las armas su esclavo; él es aquel a quien la muerte y las fatídicas hermanas sirven con las espadas desnudas y ropones escarlata; él ante quien, montada a lomos de un león, lleva Rhamnusia su casco cubierto de sangre, abriéndole camino con los sesos de los hombres difuntos; él a cuyo lado las aviesas furias galopan aullando cuando él las manda arrasar el mundo; él sobre cuyo cenit, de vaporoso aire ataviada, con sus alas de águila unidas sobre su pecho plumado, campea la Fama tocando sus áureas trompetas que de los contrarios polos a la recta línea que mide la gloriosa estructura del cielo, la reputación del magno Tamerlán difunden. A ese, bella dama, verán tus ojos. Ven.
OLIMPIA. — Tened piedad de las lastimeras lágrimas de una mujer que humildemente os pide de rodillas que arrojéis su cuerpo a la ardiente llama que devora las carnes de su esposo y su hijo.
TECHELLES.— Antes, señora, nos consumirá el fuego a nosotros que consentir en abrasar rostro tan bello como el tuyo, al formar el cual ha mostrado Natura más pericia que cuando dio forma al caos eterno, sacando de él las brillantes lámparas de los cielos.
THERIDAMAS. —- Señora, tan prendado estoy de vos, que habéis de venir con nosotros. No hay remedio.
OLIMPIA. — Llevadme, pues, donde queráis; no me importa. ¡Y así el final de ese maldecido viaje sea el fin también de mi maldecida vida!
TECHELLES. — No, señora, sino el principio de vuestro júbilo. Venid, pues, de buen grado.
THERIDAMAS. —- Soldados, vayamos en busca del general, que a esta sazón ya está en Anatolia, presto para cargar al ejército de los turcos. El oro, plata y perlas que se encuentren al registrar este fuerte, divídanse en partes
 iguales. Esta señora recibirá dos veces más de lo que se halle, y ello saldrá de los cofres de nuestra tesorería.
(Salen.)



ESCENA V


CALAPINO, ORCANES, JERUSALÉN, TREBISONDA, SIRIA,
ALMEDA y su gente. (Entra un mensajero)
 

MENSAJERO.— Renombrado emperador, poderoso Calapino, gran lugarteniente de Dios en el mundo todo, sabed que en Aleppo está Tamerlán, el rey de Persia, con una hueste de hombres, más numerosa que las temblantes frondas del bosque de Ida, donde los sabuesos de Vuestra Alteza con grandes ladridos persiguen a los heridos ciervos. Propónese Tamerlán atacar Anatolia, incendiar la ciudad y dominar la tierra.
CALAPINO. — Mi real ejército es tan grande como el suyo, porque desde los límites de Frigia al mar que baña a Chipre con sus salobres olas, cubrimos los montes, valles y llanuras. Virreyes y pares de Turquía: luchad como hombres y que vuestras espadas destrocen a Tamerlán, sus hijos, sus capitanes y sus partidarios. ¡Por Mahoma que no ha de sobrevivir ni uno de ellos! El campo donde nuestra batalla se libre para siempre se llamará sepulcro de los persas en memoria de nuestra victoria.
ORCANES. — El que a sí mismo se llama azote de Júpiter, emperador del mundo y dios de la tierra, concluirá ahora las militares ventajas que se propone y de cabeza irá al lago del infierno donde legiones de diablos, de que ha de morir sabedores y de que ello ha de ocurrir en Anatolia, a manos de Vuestra Alteza, ya aprestan sus tizones de inextinguible fuego, tendiendo sus monstruosas zarpas, rechinando los dientes y haciendo guardia a las puertas para retener su alma.
CALAPINO. — Decidme, virreyes, el número de vuestros hombres y en cuánto se computa mi real ejército.
JERUSALÉN. — De Palestina y Jerusalén han venido otros sesenta mil combatientes hebreos desde la última vez que hablamos de esto a Vuestra Majestad.
ORCANES. — Y del desierto de Arabia y las fronteras de esa hermosa tierra cuyas bellas metrópolis reedificó el noble Semíramis, han venido otros cuarenta mil guerreros de a pie y a caballo desde la última vez que los enumeramos a Vuestra Majestad.
TREBISONDA. —- De Trebisonda, en Asia la Menor, han venido, entre turcos naturalizados y recios bitinios, más de cincuenta mil hombres, que no conocen, peleando, lo que es la retirada, ni nunca regresan sino con la victoria; y esto desde la última vez que los contamos a Vuestra Majestad.
SIRIA. — Entre sirios de Halla y otras ciudades vecinas de la tierra de Vuestra Majestad han venido diez mil caballos y treinta mil infantes desde la última vez que los enumeramos, de suene que el ejército real se calcula en seiscientos mil valerosos combatientes.
CALAPINO. — ¡Bienvenido seas entonces, Tamerlán, a tu muerte! Ea, poderosos virreyes, vayamos al campo, sepulcro de los persas, y sacrifiquemos montañas de exánimes hombres a Mahoma, quien ahora, con Júpiter, abre el firmamento para ver la matanza de sus enemigos.

(Entran Tamerlán con sus tres hijos, Usumcasane y otros.)
 

TAMERLÁN. — Mira, Casane, qué grupo de reyes, agrupados como si estuviesen diciéndose adivinanzas.
USUMCASANE. — Vuestra presencia, señor, les hace palidecer. Dijérase que los infelices consideran su muerte muy próxima.
TAMERLÁN. — Y así es, Casane, puesto que estoy aquí. Mas yo salvaré sus vidas para hacerlos esclavos. Ea, reyezuelos de Turquía, aquí he venido, como Héctor fue al campo griego para desafiar el orgullo de Grecia y poner su belicosa persona a la vista del fiero Aquiles, rival de su fama. Cierto que os honro con la semejanza, porque si yo, cual Héctor hizo a Aquiles (el más digno caballero que nunca blandiera espada), os desafiara a combate a todos vosotros, temerosamente lo rehusaríais y huiríais de mi guante como de un escorpión.
ORCANES. —- Tú, temeroso de la poca fuerza de tu ejército, quisieras compensarla con singular combate, pero, hijo de pastor, mal nacido Tamerlán, piensa en tu fin y en que esta espada desgarrará tu garganta.
TAMERLÁN. — Villano, el nacimiento de ese hijo de pastor lo presidieron los cielos con prósperos auspicios, a los que se unieron las estrellas entre sí opuestas, que nunca se encontrarán hasta la disolución del mundo y que no se proponen hacer otro conquistador tan famoso como el potente Tamerlán, para tormento tuyo y de Calapino, quien, como un rufián fugitivo, sobornó a ese villano esclavo, a ese perro turco, haciéndole falsear la fe debida a su soberano; mas pronto maldeciréis el nacimiento de Tamerlán.
CALAPINO. —- No te burles, soberbio escita, que ahora vengaré las viles ofensas inferidas a mi padre y a mí.
JERUSALÉN. — Por Mahoma que le encadenaremos y bogará, con los cristianos, en un bergantín, y por las islas griegas andará robando y expoliando, con lo que vuelto habrá a su prístino oficio. Paréceme que el esclavo hará portentoso ladrón.
CALAPINO. —- No así, que cuando la batalla termine celebraremos consejo para inventar alguna pena que veje más que ninguna su cuerpo y su alma.
TAMERLÁN. —- Señor Calapino, yo os colgaré al cuello alguna carga que os embarace el huir de nuevo y me evite la molestia de venir a recobraros. Pero vos, virrey, veréis un bocado en vuestra boca y con arreos de caballo tiraréis de mi coche, siendo incitado con látigos de alambre. Yo os enseñaré a comer en el pesebre y dormiréis en el suelo de un establo.
ORCANES. —- Antes de eso, Tamerlán, te arrodillarás ante nosotros y humildemente nos pedirás la vida.
TREBISONDA. — Los soldados comunes de nuestra poderosa hueste te traerán atado a la tienda de nuestro general.
SIRIA. — Sí, que todos hemos jurado tu muerte o encadenarte al castigo de tormentos eternos.
TAMERLAN. —- Bien, señores, alimentaos, que en breve tendréis que hacer un largo viaje.
CELEBINO. —- Ved, padre, cómo Almeda el carcelero nos mira.
TAMERLAN. — Villano, traidor, condenado fugitivo, yo te haré desear que la tierra te hubiese tragado. ¿No ves tu muerte en mis enojadas miradas? Ve, villano, y tírate desde una roca o rájate las entrañas y sácate el corazón para apaciguar mi cólera, porque si no te torturaré quemando tu odiosa carne con hierros candentes y gotas de derretido plomo, mientras todas sus coyunturas serán hechas pedazos bajo la rueda. Porque, si vives, ningún elemento podrá librarte de la cólera de Tamerlán.
CALAPINO. —-  Pues a despecho de ti será rey. Ven, Almeda, y recibe esta corona con que te hago rey de Ariadán, a orillas del mar Rojo, junto a La Meca.
ORCANES. —- Ea, toma la corona, hombre.
ALMEDA. — Señor, ¿me permitís tomarla?
CALAPINO. — ¿Cómo? ¿Licencia le pides? ¡Tómala!
TAMERLÁN. — Tómala, hombre, toma tu corona y media docena encima. Mas ahora que eres rey habrás de llevar armas.
CALAPINO. —- Sí; y tu cabeza figurará en sus blasones.
TAMERLAN. — Mejor sería que colgara un manojo de llaves en su estandarte para recordarle que era carcelero; para que, cuando yo le capture, le pueda saltar los sesos con ellas, y para que con ellas os encierre en la cuadra donde vengáis jadeando de arrastrar mi carro.
TREBISONDA. —- ¡Fuera y al campo, para matar al villano!
TAMERLAN. —- Preparad látigos, amigos, y acercad mi carro a mi tienda; que al final de la batalla pienso recorrer en triunfo el campo.

(Entran Theridamas, Techelles y su gente.)

¿Cómo estáis, reyes míos? Aquí hay unos seres horríficos que harán erizarse vuestros cabellos y os forzarán a deponer a sus pies vuestras coronas. Bienvenidos seáis, Theridamas y Techelles. ¿Veis ese bergante y sabéis quién es ese rey?
THERIDAMAS. — Sí, señor; era el guardián de Calapino.
TAMERLAN. —- Pues ahora es rey. Fíjate en él, Theridamas, cuando combatamos, a no ser que esconda su corona como aquel insensato rey de Persia.
SIRIA. —- Yo te garantizo, Tamerlán, que no se verá sometido a tal brete.
TAMERLAN. — No lo sabéis, señor. Y ahora, compañeros y queridos amigos míos, luchad, como siempre, cual vencedores, que la gloría de este venturoso día será vuestra. Mi férreo aspecto hará que la victoria, volando entre nuestros ejércitos, descienda sobre mí cargada de laureles para coronarnos a todos.
TECHELLES. — Ya sonrío pensando que, cuando esta batalla se libre y la rica Anatolia sea nuestra, nuestros hombres sudarán de lo lindo, cargados con perlas y tesoros a la espalda.
TAMERLAN. — Todos seréis príncipes inmediatamente. Ea, turcos, a luchar, o entregadnos la victoria.
 ORCANES. — No, que nos mediremos contigo, Tamerlán, esclavo.

(Salen.)







ACTO IV


ESCENA PRIMERA


Toque de alarma. AMIRAS y CELEBINO salen de la tienda donde CALIFAS queda dormido
 

AMIRAS. — Ahora en su gloria brillan las doradas coronas de esos orgullosos turcos, como otros tantos soles capaces de abatir la majestad de los cielos. Sigamos, hermano, la espada de nuestro padre, que se mueve con furia más acelerada que nuestros pensamientos, aniquilando ejércitos con sus vencedoras alas.
CELEBINO. —- Hagamos salir a nuestro perezoso hermano de la tienda, porque si mi padre le echa de menos en el campo, la ira encendida en el horno de su pecho enviará a su corazón un rayo mortífero.
AMIRAS. — ¡Eh, hermano! ¿Tan dado eres al sueño que no puedes dejarlo cuando los tambores y los crepitantes cañones de nuestros enemigos preparan nuestra ruina y la de nuestro padre?
CALIFAS. — ¡Quitad, locos! Mi padre no me necesita, ni a fe que a vosotros tampoco; que no se os juzgará otra cosa que valerosamente infantiles y no varonilmente prudentes. Aunque la mitad de nuestro ejército se durmiera como yo, mi padre se bastaría para amedrentar al enemigo. Deshonráis su majestad pensando que de algo puede servirle vuestra ayuda.
AMIRAS. — ¿ Osarás estar ausente de la pelea sabiendo que tu padre aborrece tu cobardía y a menudo te ha reprendido por no estar en el campo cuando él, en lo más recio de la pelea, carga a nuestros enemigos, mientras nosotros debemos manchar nuestras impolutas espadas?
CALIFAS. — Ya sé, amigo, lo que es matar a un hombre y sé que luego me remordería la conciencia. Yo no encuentro placer en ser homicida, ni me place pagar la sed con sangre mientras haya vino.
CELEBINO. —- ¡Oh, cobarde mozo! Aunque no sea más que por vergüenza, sal al campo. Tú deshonras la masculinidad y a tu casa.
CALIFAS. — Anda, chicuelo, vete y pelea tú por los dos, o llévate también a mi hermano a la contienda, para probar a ser émulos de Mane. Tanto me alegrará saber que los dos habéis ganado en la batalla honor a espuertas y dejado en el campo vuestros menudos cadáveres, como si siguiera en vuestra compañía.
AMIRAS. — ¿Entonces no vienes?
CALIFAS. — Tú lo has dicho.
AMIRAS.— Si todos los majestuosos montes de Zona Mundi, que se alzan en el corazón de la Tartaria, se trocaran en perlas y me los ofreciesen a trueque de quedarme, no osaría desafiar la furia de mi padre cuando, vencedor de esos altaneros ejércitos, venga y halle que su hijo no puede participar en los honores que quiere otorgarnos.
CALIFAS. — Aplícate tú al honor como yo a mi comodidad, que mi prudencia excusa mi cobardía. ¡Ya iré a batalla antes de lo que quiera! (Toque de clarín. Amiras y Celebino salen corriendo.) Menudean las balas por el lado hacia el que corren. Si yo fuera y matara un millar de hombres, también correría el riesgo de ser recompensado con una bala y hallarme entonces más lejos que los que no combaten. También podría no recibir mal ni bien, o recibir más mal que bien. De modo que no me curo de ello ni por la corona de mi padre. Jugaré a los naipes. ¡Perdicás!

(Entra Perdicás.)


PERDICAS. — Aquí estoy, señor.
CALIFAS. — Ven a jugar a las cartas para matar el tiempo.
PERDICÁS. — Bien, señor, pero ¿qué nos jugaremos?
CALIFAS. — Nos jugaremos quién ha de besar el primero a la más bella de las concubinas turcas cuando mi padre venza.
PERDICAS. — A fe que concuerdo.

(Juegan.)
 

CALIFAS. — Dicen que soy un cobarde, Perdicás, más temo tan poco sus clarinadas, sus espadas y sus cañones como podría temer a una dama desnuda que, envuelta en una malla de oro, se la quitara por temor a que la temiese y viniera a la cama conmigo.
PERDICAS. — Tal temor, señor, no os haría retiraros.
CALIFAS. — Quisiera que mi padre me pusiera en primera línea de una batalla de esas para probar mi valor.
(Toque de rebato.) ¡Qué tumulto meten! Creo que deben haber causado ya algún estrago.

(Entran en la tienda. Llegan Tamerlán, Tberidamas, Techelles, Usumcasane, Amiras y Celebino conduciendo a los reyes turcos.)
 

TAMERLAN. — Ya veis, esclavos, que mis hijos han doblegado vuestro orgullo, haciéndoos inclinar la cerviz como ovejas ante la cuchilla. Traedlos acá, hijos míos, y decidme si las guerras no son cosas en que pueden ilustrarse los dioses y estimular nuestros espíritus con el deseo de adiestrarnos en las armas y la caballería.
AMIRAS. —- Señor, deja libres a estos reyes para que reúnan más fuerzas contra nuestro poder. ¿Qué podrán decir entonces, si no lo consiguen, sino que tenemos incomparable fuerza y magnanimidad?
TAMERLAN. — No, no, Amiras, no tientes así la fortuna. Sustenta tu valor con provisiones frescas y no con rancios y pasados enemigos. Mas ¿dónde está ese cobarde y villano, que no hijo mío, que traiciona mi nombre y mi majestad? (Entra en la tienda y lo saca.) Imagen de la pereza, retrato del esclavo, escarnio e irrisión de mi renombre, ¿cómo puede mi corazón, tan inflamado como mis ojos, herido por la afrenta y muerto por el descontento, albergar algún pensamiento que impida a mi mano ejecutar militar justicia sobre tu alma malhadada?
THERIDAMAS. — Con todo, pido a Vuestra Majestad que le perdonéis.
TECHELLES Y USUMCASANE. — Todos nosotros imploramos el perdón de Vuestra Alteza.
TAMERLAN. — ¡Callad, viles e indignos soldados! ¿No conocéis aún la ley de las armas?
AMIRAS. — Señor, perdónale por esta vez, y en adelante le haremos salir a batalla.
TAMERLAN. — Escuchad, muchachos, y yo os enseñaré lo que son las armas y lo que la necesidad de las guerras exige. ¡Oh, Samarcanda, donde vi la luz y me encendí en el fuego de mi carne marcial! Sonrójate, sonrójate, bella ciudad, porque tu honor está maculado y afrentada tu naturaleza, de modo tal que nunca el río Jaertis, que te besa con amor profundo, podrá lavar la mancha de tu frente. Ea, Júpiter, recibe otra vez la débil alma de este mozo, alma que no sirve de adecuada esencia para una materia como la carne de Tamerlan. Porque ésta exige un espíritu incorpóreo hecho del mismo molde de que tú saliste, y eso es lo que me hace valiente, orgulloso, ambicioso, presto a alzar mi poder hasta contra tu trono para mover las girantes esferas de los cielos, puesto que ya la tierra y su región aérea no pueden contener los estados de Tamerlan. (Apuñala a Califas.) Por Mahoma, tu poderoso amigo, juro que al enviar a un vástago mío tal alma, creada de las toscas heces de la tierra y del desecho y residuo de los elementos, sin valor, fuerza ni talento, sino sólo con locura, pereza y condenada desidia formada, te has procurado mayor enemigo que el que te arrojaba montes a la cabeza, estremeciendo la carga que Atlas poderoso soporta, mientras tú tembloroso te escondías en el aire, vistiéndote de negra nube para no ser visto. Y aun vosotros, perros sarnosos de Asia, que no veis la fuerza de Tamerlan aunque brille tanto como el sol brilla, ahora habéis de sentir de Tamerlan la fuerza y ver cómo, por su supremacía, marca la diferencia entre él mismo y vosotros.
ORCANES. — Tú muestras la diferencia que hay entre nosotros y tú con tu bárbara y maldita tiranía.
JERUSALÉN. — Tus victorias han sido tan violentas que pronto el cielo, cargado de los meteoros de fuego y sangre que han formado tus tiranías, sangre y fuego verterá sobre tu cabeza y sus ardientes gotas perforarán tu reblandecido cerebro y con nuestra sangre vengará nuestra sangre en ti.
TAMERLAN. — Villanos, ese terror y esa tiranía (si reputáis tiranía la justicia de la guerra) que yo ejecuto, me son dictados desde arriba para humillar el orgullo de aquellos que el cielo aborrece. No he sido hecho archimonarca del mundo y coronado y ungido por la mano de Júpiter, por actos de liberalidad ni de nobleza. Pero pues ostento nombre mayor, como es ser azote de Dios y terror del mundo, a mi mismo me debo aplicar esos términos en guerra, en sangre, en muerte, en crueldad, infiriendo a los villanos que resistirme osan, el golpe del poder de la eterna majestad del cielo. Theridamas, Techelles y Casane, saquead las tiendas y pabellones de estos orgullosos turcos y tomadles sus concubinas para que ellas entierren a este afeminado mozo; que no debe ningún soldado raso manchar sus dedos varoniles con tan desmayado doncel. Traed luego a mi tienda esas rameras turcas y yo dispondré de ellas a mi guisa. Entre tanto, lleváoslo.
SOLDADOS. — Lo haremos, señor.

(Salen con el cuerpo de Califas.)


JERUSALÉN. — ¡Oh, condenado monstruo, o más bien demonio del infierno, aunque las crueldades de éstos no son parejas a las tuyas, ni en ellas late tan acerbo odio!
ORCANES. — Vengadnos de esto, Radamanto y Eaco, y haced que vuestros odios, extendiéndose en sus penas, expelan el odio con que él envenena nuestras almas.
TREBISONDA. — No dé nunca la luz virtud a sus ojos, cuyo aspecto, compuesto de furia y de fuego, tan inflexibles afecciones envía a mi corazón.
SIRIA. — ¡Así nunca espíritu, vena o arteria sustenten la maldecida substancia de ese corazón cruel, sino que, precisando húmeda y remordida sangre, se seque de congoja y consuma de ardor!
TAMERLÁN. — Ladrad, perros, que yo frenaré vuestras lenguas con bozal más apretado que de bruñido acero, hasta los conductos de vuestras odiosas gargantas. Sí, que con las penas que os infligirá mi rigor, yo haré que vuestros gemidos repercutan en toda la tierra, difundiendo los tormentos que habéis de sufrir. Y cuando una manada de robustos toros de Cimbria galope detrás de vuestras perdidas mujeres y, en la furia de su persecución, llene el aire de turbulentos mugidos, yo, con máquinas hasta hoy no probadas, conquistaré, saquearé y completamente destruiré vuestras ciudades y vuestros palacios dorados, cuyas llamas, alzándose hasta las nubes, incensarán a los cielos y harán derretirse las estrellas cual si fuesen las lágrimas que Mahoma vertiera por la humillación del orgullo de su país. Y, hasta que por visión o palabra yo escuche decir al inmortal Júpiter: «Basta, Tamerlán», seguiré siendo el terror del mundo, haciendo que los meteoros que, cual hombres armados, se ven marchar hacia las torres del cielo, corran, vacilantes, por el firmamento y quiebren en el aire sus ardientes lanzas en honor de mis maravillosas victorias. Ea, llevad a éstos a mi pabellón.

(Salen.)



ESCENA II

OLIMPIA, sola


OLIMPIA. — Infortunada Olimpia, cuyos llorosos ojos desde tu llegada aquí no han contemplado el sol, siempre encerrados en el angosto recinto de una tienda, bañando con lágrimas tus mejillas y tornándote pálida como la muerte: ingéniate algún medio de quitarte la vida antes que ceder a ese aborrecido galanteo que sólo puede mirar a deshonrarte. Y puesto que esta tierra, bañada con tus saladas lágrimas, no te proporciona hierbas ponzoñosas, ni hay en este aire, agitado por tus suspiros, contagiosos olores ni vapores que te infecten, ni tienes espada con qué matarte, haz que tu invención te busque instrumento.

(Entra Tberidamas.)
 

THERIDAMAS. —- Bien hallada, Olimpia. Te buscaba en mi tienda, pero viéndola obscura y tenebrosa, sin que tu belleza estuviese para iluminarla, enfurecido corrí los campos buscándote, presumiendo que el amoroso Júpiter había enviado a su hijo, el alígero Hermes, para conducirte fuera de aquí. Mas ahora que te encuentro y mi temor se disipa, dime, Olimpia, si accederás a mis deseos.
OLIMPIA. — La muerte de mi señor y marido y la de mi hijo, con quienes he enterrado todas mis afecciones, me impiden tener un pensamiento que tienda al amor, y sólo medito en la muerte, que es idóneo tema para un alma pensativa.
THERIDAMAS. — Compadece, Olimpia, a aquel en quien tu belleza obra con fuerza mayor que Cintia sobre los húmedos desiertos, porque cuando te veo mi alegría s< colma y refluye tan pronto como te separas de mí.
OLIMPIA. — Compadéceme, señor, y, desenvainando tu espada, abre camino a mi conturbado espíritu que anhela salir de su prisión para unirse a mi esposo y a mi amado hijo.
THERIDAMAS. —- ¿No puedes hablar sino de tu marido y tu hijo? Dejemos eso, amor mío, y escúchame. Tú serás la majestuosa reina del hermoso Argel, vestirás costosas telas de macizo oro y sobre las torres marmóreas de mi corte reinarás como Venus sobre su trono reinara, viendo satisfechos todos los deseos de tus egregios ojos, mientras yo, arrojando las armas, permaneceré contigo, consagrando mi vida a dulces discursos de amor.
OLIMPIA. — No son gratos a mis oídos esos discursos, sino aquellos todos cuyos párrafos terminan y comienzan con muerte. Ni aun a trueque de ser emperatriz podría amar.
THERIDAMAS. — Bien, señora, si nada os persuade, de otros medios usaré para doblegaros. Tal es la súbita furia de mi amor que habré de ser complacido y vos de ceder. Venid a la tienda como antes.
OLIMPIA. — Teneos, buen señor, y si mi honor conserváis yo daré a Vuestra Gracia un presente de tal precio como todo el mundo no pudiera proporcionar semejante.
THERIDAMAS. —- ¿Y que es?
OLIMPIA. — Un ungüento que un sagaz alquimista destiló del más puro de los bálsamos y de los más simples extractos de todos los minerales, y en el cual la esencial forma de la marmórea piedra, temperada por la ciencia metafísica, y mágicas palabras de las bocas de los espíritus, es tal que si ungís con ello vuestra tierna piel, no habrá pistola, lanza ni espada que puedan perforar vuestra carne.
THERIDAMAS. — ¿Tan palpablemente, señora, queréis mofaros de mí?
OLIMPIA. — Para probároslo me ungiré la garganta. Dadme una cuchillada y, mirando el arma, veréis cómo sale de rebote al golpe.
THERIDAMAS. — ¿Por qué no disteis ese ungüento a vuestro marido, si tan precioso es y si le amabais tanto?
OLIMPIA. — Era mi propósito, señor, hacerlo así, pero me lo impidió su repentina muerte. Y como presente y fácil prueba de que no miento, ensayad en mí lo que os digo.
THERIDAMAS. —- Lo haré, Olimpia, y tendré lo que me ofrecéis por el más preciado don del mundo oriental.

(Olimpia se unge la garganta.)
 

OLIMPIA. — Ahora herid, señor, y reparad en que si el golpe es fuerte, se tornará roma la punta de vuestra arma.
THERIDAMAS. —- Ya está, Olimpia. (La hiere.) ¿Cómo? ¡La he matado! ¡Villano, mátate a ti mismo! Quiebra esta arma con que has matado a tu amor, arma en que los rabinos de esta edad podrían encontrar tan maravillosos milagros como en la teoría del mundo. Ahora el infierno es mejor que el elíseo, porque una luminaria mayor que el gran ojo de los cielos, del que las estrellas toman prestada luz, va errante por su negra circunferencia. Y las almas condenadas están libres de penas y todas las furias la mirarán a ella. El infernal Dis cortejará a mi amor, inventando para ella máscaras y majestuosos disfraces y abriendo las puertas de su rico tesoro para que se huelgue esta diosa de castidad, cuyo cuerpo será enterrado con toda la pompa que puedan proporcionar los tesoros de mí reino.

(Sale con ella en brazos.)



ESCENA III


TAMERLAN, arrastrado en su carro por TREBISONDA y SlRIA, que llevan bocado en la boca. Empuña Tamerlán riendas en la mano izquierda y en la derecha un látigo con que los azota. TECHELLES, THERIDAMAS, USUMCASANE, AMIRAS, CELEBINO, ORCANES, rey de Anatolia y JERUSALÉN. Estos dos van conducidos por cinco o seis soldados rasos
 

TAMERLAN. —- ¡Hola, cebones rocines de Asia! ¿No podéis andar más que veinte millas al día cuando tenéis tan soberbio carro a vuestras grupas y auriga tal como el gran Tamerlán? ¿Y no sabéis marchar más que desde Asfaltis, donde os vencí, a Byron, donde así os honro? El caballo que arrastra el dorado ojo de los cielos y sopla por sus narices la mañana, luciendo su altivo porte por encima de las nubes, no se siente tan honrado por quien le conduce como vosotros, esclavos, por el poderoso Tamerlán. Los recios corceles que Alcides el tracio domaba, y nutría con carne humana el rey Egeo, haciéndolos desenfrenarse para que conociesen su fuerza no fueron sometidos por valor más divino que vosotros por este invencible brazo mío. Para haceros más fieros e idóneos a mis apetitos, seréis alimentados con carne cruda y chorreante sangre y beberéis en cubos el más fuerte de los moscateles. Si con ello podéis vivir, vivid y arrastrad mi carro con más rapidez que las volanderas nubes. Si no, morid como bestias inútiles presa de los negros y fatídicos cuervos. Así seré el azote de Júpiter el altísimo y veré reflejada en mí la dignidad de su majestad y nombre.
AMIRAS. — Dame, señor, carro que yo guíe y sea arrastrado por otros dos reyes que no hacen nada.
TAMERLAN. —- Tu mocedad, hijo mío, te impide ese lujo. Esos otros tendrán que tirar de mi carro mañana, mientras estos dos reposan.
ORCANES. —- ¡Oh, tú, el que avasallaste toda la tierra y eres rey tan absoluto como Júpiter, ven como hiciste en la fructífera Sicilia para humillar todas las glorias de la tierra y como cuando, tomando a la bella Proserpina, gozaste el fruto del jardín de Ceres, amándola, honrándola y haciéndola tu reina. Ven y odia, afrenta y somete a este orgulloso detentador de tu poder; ven furiosamente y rebaja su soberbia lanzándole al más hondo de los infiernos.
THERIDAMAS. —- Habrá Vuestra Majestad de poner bocados a éstos para embridar sus lenguas ofensivas y maldicientes que, como potros sin desbravar aún, asoman por la abertura de sus odiosas bocas, excediendo con mucho sus prefijados límites.
TECHELLES. —- Les romperemos los bordes de las bocas y a sus coceantes potros les arrancaremos de sus pastos.
USUMCASANE. —- Ya Vuestra Majestad ha encontrado el mejor de los modos para impedir que esas lenguas, cual potrancos de percherón, blasfemen.
CELEBINO. —- ¿Cómo no habláis vos, señor rey?
JERUSALÉN. — Cruel mozuelo, retoño de los riñones de un tirano, pronto comienzas, cual tu maldecido padre, a practicar maldades y acerbas tiranías.
TAMERLAN. —- Sí, turco, porque te digo que ese mozo llegará a tener más pompa que ésta y saqueará los reinos que no haya yo expoliado, si Júpiter, considerando la tierra indigna de mí, me lleva a competir con la bella Aldebarán, por encima de la triple esfera celeste, antes de que yo venga a todo el triple mundo. Ea, traedme ahora las concubinas turcas, que las tengo en predilección por el entierro que han hecho de mi hijo frustrado. (Son traídas las concubinas.) ¿Dónde están mis soldados comunes, los que pelearon como leones en las llanuras de Asfaltis?
SOLDADOS. — Aquí, señor.
TAMERLAN. —- ¡Hola, magníficos soldados, tomad cada uno una reina, que reinas son las concubinas de reyes! Tomadlas, repartíoslas y sus joyas también, y que os sirvan a todos por oportuno turno.
SOLDADOS. — Os lo agradecemos, majestad.
TAMERLAN. — Os advierto que no os peleéis por satisfacer vuestra lujuria, porque el que así lo haga morirá.
ORCANES. — Injurioso tirano, ¿quieres escarnecer la ominosa fortuna de tu victoria ejercitando sobre mujeres inocentes la violencia de la lascivia de tus soldados?
TAMERLAN. — Pues entonces, esclavos, ¿por qué no vivís con continencia, en vez de enfrentaros a mí con enjambres de putas tras vuestros perezosos talones?
CONCUBINAS. — Compadécenos, señor, y salva nuestro honor.
TAMERLAN. — ¿Qué hacéis, villanos, que no os lleváis vuestro botín?

(Salen los soldados con las mujeres.)


JERUSALÉN. —- ¡Oh, implacable e infernal crueldad!
TAMERLAN. —- ¡Salvar su honor! Largo tiempo han esperado para saber lo que el honor significaba.
THERIDAMAS. —- Parece, señor, que se proponían vencernos para convertirnos en juguete de sus prostitutas.
TAMERLAN. —- Pues ahora ellos serán juguete nuestro y con sus prostitutas retozarán nuestros soldados rasos. Que se diviertan bien con su botín en tanto que preparamos nuestra marcha a Babilonia, que será nuestra próxima expedición.
TECHELLES. —- No estemos ociosos, señor, y aprestémonos a conquistar esa ciudad.
TAMERLAN. —- Lo haremos, Techelles. Adelante, caballos. Acoquinaos, reyes de la gran Asia, y temblad cuando oigáis restallar este látigo que abate ciudades y domina coronas, añadiendo sus riquezas y tesoros a mis almacenes. El Mar Euxino, al norte de Anatolia, el Mediterráneo al oeste, el Caspio al este y al sur el Golfo Arábigo, aportarán los marciales trofeos que con nosotros llevaremos a Persia. Haremos luego que mi Samarcanda nativa, cuyo señorial asiento bañan las olas de cristal del Jaertis, sea famosa en los más remotos continentes, porque allí construiré mi palacio real, cuyas brillantes torres ofuscarán a los cielos y mandarán al infierno la fama de la torre de Ilion. Por las calles, con tropeles de reyes vencidos, cabalgaré con una armadura cual el sol dorada y en mi yelmo campeará un triple penacho incrustado de diamantes que centellearán en el aire advirtiendo que soy el emperador de los tres mundos. Y será como un almendrero, alto en la cima del majestuoso y siempre verde Selino, primorosamente adornado con flores más blancas que la frente de Herycina y cuyos tiernos capullos temblarán de continuo a cada leve céfiro que del cielo emane. Entonces, como el real hijo de Saturno cuando en su coche brillante, ceñido de fuego, es arrastrado por egregias águilas por el sendero de luciente cristal enlosado y engastado de estrellas, mientras todos los dioses contemplan su pompa, en mi carro caminaremos por las calles de Samarcanda hasta que mi alma, separándose de esta carne, ascienda la vía láctea y a él le encuentre allí... ¡A Babilonia, señores, a Babilonia!

(Salen.)





ACTO V


ESCENA PRIMERA

El GOBERNADOR DE BABILONIA y MÁXIMO sobre las murallas,
con otros



GOBERNADOR. —- ¿Qué dices, Máximo?
MAXIMO. — Señor, la brecha practicada por el enemigo es prenda segura de nuestra derrota y poca esperanza queda de salvar nuestras vidas o librar nuestra ciudad de las manos del vencedor. Icemos, pues, señor, banderas pidiendo humildemente parlamento y satisfagamos así del pueblo las generales súplicas, para que la intolerable ira de Tamerlán sea refrenada por nuestra sumisión.
GOBERNADOR. —- Villano, ¿más aprecias tu vida de esclavo que el honor de tu patria y el de tu nombre? ¿No son mi vida y condición y la ciudad y bienestar de mi país tan caros para mí como para ti lo que más estimes? ¿No podemos esperar, a pesar de nuestros maltrechos muros, vivir en seguridad y rechazar las enemigas fuerzas, cuando este nuestro famoso lago Asfaltites nos proporciona nuevos materiales de muros con todo lo que cae en su líquida substancia, y materiales más recios que las puertas del infierno y la muerte? ¿Qué flaqueza puede hacer desmayar nuestro denuedo cuando así defendidos estamos contra nuestro enemigo, sin deber tener otro terror que el de su amenazadora apariencia?

(Entra un ciudadano y se arrodilla ante el Gobernador.)


CIUDADANO. — Señor, vos que siempre hicisteis actos de clemencia, procurad ahora la salvación de nuestras vidas alzando banderas de parlamento para que Tamerlán, compadeciendo nuestra congoja, nos trate como benigno conquistador. Aunque éste sea el día postrero de su espantoso sitio, en el cual ya no perdonará niños ni hombres, con todo hay aquí cristianos de Georgia, cuya condición siempre él ha compadecido, y ellos conseguirán su perdón si Vuestra Gracia los envía.
GOBERNADOR. —- ¡Cómo se ve asediada mi alma! ¡Oh eterna ciudad de Babilonia, ahora llena de fugitivos, débiles de corazón, que así imploran su afrenta y servidumbre!

(Entra otro ciudadano.)


OTRO. — Señor, si queréis granjearos nuestros corazones, entregad la ciudad y salvad a nuestras mujeres e hijos, pues si no yo me arrojaré desde lo alto de los muros o de otro modo violento pondré fin a mi vida antes que sufrir la cólera de Tamerlán.
GOBERNADOR. — ¡Villanos, cobardes, traidores a nuestro Estado! ¡Así, caídos en tierra, penetréis hasta el fondo del infierno y legiones de atormentadores espíritus hostiguen vuestros pechos de esclavos con continuas penas! Mas no os atenderé, ni la ciudad se rendirá mientras en mi pecho aliente la vida.

(Entran Theridamas y Techelles, con soldados.)


THERIDAMAS. —- Oye, desesperado gobernador de Babilonia: para salvar tu vida y evitarnos algún trabajo, entréganos la ciudad si no quieres verte a ello forzado con torturas más refinadas que las que nunca sufriera traidor alguno.
GOBERNADOR. — Tirano, el traidor lo eres tú y yo me defenderé muy a tu pesar. Ea, mandad a los soldados defender los muros.
TECHELLES. —- Cede, loco gobernador, que te ofrecemos más de lo que nunca hemos hecho a tan orgullosos esclavos cuando osaron resistir nuestro tercer día de sitio. Prestos nos ves a dar el último asalto y tras eso no habrá más parlamento.
GOBERNADOR. —- Atacad sin vacilar, que nunca cederemos.

(Toque de ataque. Las tropas escalan el muro. Entran Tamerlán,
Usumcasane, Amiras, Celebino, etc., con los dos reyes tirando del
carro, a más de los otros dos no enjaezados.)


TAMERLAN. —- Los majestuosos edificios de la gran Babilonia, cuyos grandiosos pilares, más altos que las nubes, servían de guía a los marinos en el mar, han sido arrasados por la fuerza de los cañones y ahora llenan la boca del lago Asfaltites, sirviéndonos de puente hasta las derruidas murallas. Donde Belo, Nino y Alejandro Magno entraron en triunfo, triunfa Tamerlán, las ruedas de cuyo carro han quebrado los huesos asirios, mientras lo arrastran reyes, pisando cadáveres. Y por donde la bella Semíramis fue cortejada por los reyes y pares de Asia, marchan ahora mis soldados, y en las calles, donde hermosas damas asirías han andado con tan rica pompa como Saturnia, ahora, entre furiosas palabras y con contraídos rostros, mis jinetes blandan sus implacables armas. (Entran Theridamas y Techelles trayendo al gobernador de Babilonia.) ¿Quién es ése, señores?
THERIDAMAS. — ES el obstinado gobernador de Babilonia, que nos ha dado el trabajo de tomar la ciudad, tan livianamente a Vuestra Majestad apreciando.
TAMERLÁN. — Atad al villano, que le haremos pender de cadenas sobre las ruinas de esta conquistada ciudad. Señor, la vista de nuestros pabellones bermejos, más amenazadores que si la región que se halla bajo el elemento del fuego estuviese llena de cometas e incandescentes estrellas, cuyas abrasadoras colas alcanzasen la tierra, no os amedrentó, ni os asusté yo mismo, airado mensajero del poderoso Júpiter, ni mi espada, que ha barrido a todos los reyes de la tierra, pudo persuadiros a someteros, sino que cerrasteis las puertas. Mas os digo, villano, que si yo tocase las herrumbrosas puertas del infierno, el can Cerbero, de la triple cabeza, aullaría para hacer al negro Júpiter arrodillarse ante mí. Y he aquí que a pesar de haberte enviado descargas, no he tomado la ciudad sino abriendo brecha.
GOBERNADOR. —- Si mi cuerpo pudiese haber cubierto la brecha no habrías entrado nunca, cruel Tamerlán. Y ni tus pabellones bermejos me harían ceder, ni tú mismo, espanto de los más encumbrados, porque pueden haberse derruido los muros de mi ciudad, mas mi corazón no tiembla ni desfallece mi denuedo.
TAMERLÁN. — Ahora lo haremos desfallecer. Suspendedle con cadenas de las murallas y que mis soldados tiren al blanco sobre él.
GOBERNADOR. — Monstruo vil, aborto del infierno y del infierno enviado para tiranizar la tierra, haz lo que quieras, que ni la muerte, ni Tamerlán, ni torturas, ni dolores, pueden aterrorizar mi impávida mente. TAMERLÁN. — ¡Ea, arriba con él y acribilladle!
GOBERNADOR. — Más sabe, Tamerlán, que en el lago Asfaltites se esconde más oro que pueda valer Babilonia. Allí lo oculté cuando la ciudad fue asediada, y si salvas mi vida te lo daré.
TAMERLÁN. — ¿De suerte que, a pesar de vuestro valor, queréis salvar la vida? ¿Dónde está eso?
GOBERNADOR. — En una oquedad de la ribera opuesta, frente a la puerta occidental de Babilonia.
TAMERLÁN. — Id vosotros y coged ese oro y ejecutad lo demás. Llevaos a éste de aquí y no le dejéis seguir hablando. Parece que he rebajado algo vuestro orgullo. Una vez hecho esto marcharemos de Babilonia y a gran prisa tornaremos a Persia. Esos corceles míos están medio rendidos y jadeantes. Desenganchadlos y traedme caballos nuevos. Y, puesto que ya han hecho cuanto han podido para honrarme, ahorcad a los dos.
TREBISONDA. —- ¡Vil tirano, bárbaro y sanguinario Tamerlán!

TAMERLÁN. — Lleváoslos, Theridamas, y que los despachen.
THERIDAMAS. — Lo haré, señor.

(Sale con Trebisonda y Siria.)
 

TAMERLÁN. — Vamos, virreyes de Asia, trabajad un poco como trabajaron vuestros compañeros.
ORCANES. — Antes tu caballo escita desgarrará nuestros miembros que nosotros hayamos de arrastrar tu carro y, como viles esclavos, humillar nuestras almas señoriales a tal ruin e ignominiosa servidumbre.
JERUSALÉN. —- Prefiero que me prestes tu arma, Tamerlán, para hundírmela en el pecho. Mil muertes no atormentarían nuestros corazones como ese pensamiento hiere nuestras almas.
AMIRAS. — Si no los embridáis pronto, seguirán hablando, señor.
TAMERLÁN. — Embridadlos, pues, y traedme mi carro.

(Los embridan. El Gobernador de Babilonia aparece colgando de
las murallas. Entra Theridamas.)


AMIRAS. —- Ved, señor, cuan bien el capitán cuelga.
TAMERLÁN. — Muy bien, en efecto, muchacho. Tirad vos primero, señor, y después los restantes.
THERIDAMAS. — Principiaré. (Dispara.)
GOBERNADOR. — Salvad mi vida y que esta herida calme la furia del gran Tamerlán.
TAMERLÁN. —- No, aunque todo el lago Asfaltites fuera de líquido oro y ello se me ofreciera como rescate de tu vida, habrías de perecer. Hundidle tantas balas en la carne como hay brechas en los muros de la ciudad. Luego atad a los burgueses de pies y manos y tiradlos al lago de cabeza. Aquí habitarán persas y tártaros y, para dominar la ciudad, construiré una ciudadela para la que toda el África sometida al rey persa me pagará tributo en Babilonia.
TECHELLES. —- ¿Qué hacemos con sus mujeres e hijos, señor?
TAMERLÁN. —- Ahogadlos a todos, Techelles, mujeres y niños. Que no quede en la ciudad un solo babilónico.
TECHELLES. —- Lo haré. Venid, soldados.

(Sale.)
 
TAMERLAN. —- Ahora, Casane, ¿dónde está el Alcorán turco y todos los montones de libros supersticiosos encontrados en los templos de ese Mahoma a quien yo tenía por un Dios? Quiero que se quemen.
USUMCASANE. — Aquí están, señor.
TAMERLAN. — Bien. Encendamos un fuego. (Lo encienden.) Ya veo que en vano adoran los hombres a Mahoma. Mi espada ha enviado millones de turcos al infierno, matando a sus sacerdotes, parientes y amigos, y sin embargo vivo y Mahoma no me ha tocado. Hay un Dios, colmado de vengadora ira, del que emanan el trueno y el rayo; y yo su azote soy y le obedezco. ¡Al fuego con ellos, Casane! (Tiran los libros al fuego.) Ahora, Mahoma, si tienes poder alguno, desciende aquí y opera un milagro. No eres digno de ser adorado, puesto que consientes que ardan los escritos que contienen el compendio de tu religión. ¿Por qué no envías un furioso remolino que eleve el Alcorán a tu trono, para que sepan los hombres que te sientas junto a Dios mismo, o por qué no haces descender la venganza sobre la cabeza de Tamerlán que contra su majestad blande su espada y que lanza a la hoguera tus necias leyes? Ea, soldados: Mahoma está en el infierno y no puede oír la voz de Tamerlán. Búscaos, pues, otro ídolo que adorar, aparte del Dios que está en los cielos, pues no hay otro dios que Él.

(Entra Techelles.)
 
TECHELLES. — He cumplido, señor, la voluntad de Vuestra Alteza. Millares de hombres ahogados en el Asfaltites, han hecho el agua desbordar las orillas, y los peces, ahitos de carne humana, sorprendidos nadan entre las olas como cuando absorben asafétida, lo que les hace salir a la superficie, buscando aire.
TAMERLAN. — Entonces, amigos y señores, ¿qué nos queda que hacer sino dejar guarnición suficiente y partir para Persia, a fin de triunfar tras de nuestras victorias?
THERIDAMAS. —- Sí señor, vayamos de prisa hacia Persia y quitemos de las murallas a ese capitán para ponerlo en alguna elevada colina.
TAMERLAN. — Sí, hacedlo, soldados. No, esperad, que me siento repentinamente mal.
TECHELLES. —- ¿Quién osa hacer mal a Tamerlán?
TAMERLAN. — No lo sé, Techelles: algo que no conozco. Pero sabed, vasallos, que, sea lo que fuere, ni enfermedad ni muerte me vencerán jamás.

(Salen.)
              



ESCENA II

Entran CALAPINO y AMASIA, un CAPITAN y el séquito


CALAPINO. —- Rey de Amasia, nuestra poderosa hueste marcha al Asia Mayor, donde los ríos Eufrates y Tigris raudamente corren. Allí contemplaremos la gran Babilonia, por el lago Asfaltites circundada, donde está Tamerlán con todo su ejército, sin duda débil y cansado por los trabajos del sitio. Prestos nos hallaremos para chocar con él antes de que su hueste salga en pleno de Babilonia y así vengaremos nuestras últimas graves pérdidas, si Dios o Mahoma nos ayudan.
AMASIA. — Yo no dudo, señor, de que le venceremos. Al monstruo que ha bebido un mar de sangre y aún abre más la boca para apagar su sed, nuestras turcas espadas le enviarán al inferno y su cadáver vil, que fuera arrastrado por belicosos reyes, devorarán las aves de rapiña, sin que nunca sepulcro honre a ese mal nacido Tamerlán.
CALAPINO. — Cuando recuerdo la esclavitud de mis padres, su muerte cruel y mi propio cautiverio, a más de la sumisión de mis virreyes a Tamerlán, pienso que soportaría mil muertes para vengarme de tantas villanías. ¡Ah, sagrado Mahoma, tú que has visto morir tantos millones de turcos a manos de Tamerlán, reinos asolados, bellas ciudades saqueadas y asoladas y una sola hueste dejada para servirte, ayuda a tu obediente servidor Calapino y hazle, después de tantos reveses, triunfar del maldecido Tamerlán!
AMASIA. — No temáis, señor, que veo al gran Mahoma, de nubes de púrpura vestido y llevando en la cabeza una guirnalda más brillante que la corona de Apolo, marchar por el aire con hombres armados para unirse a vos contra Tamerlán. Renombrado general, poderoso Calapino, aunque Dios mismo y el santo Mahoma en persona resistiesen a vuestro poder, vos, con vuestra fuerte hueste, podríais atacarlos a todos y hacer arrodillarse al soberbio Tamerlán para que os pidiera merced de rodillas.
CALAPINO. — Capitán, la fuerza de Tamerlán es grande, su fortuna mayor y sus victorias, con las que tanto ha hecho desfallecer al mundo, son capaces de desanimar al más arriscado. Pero cuando el orgullo de Cintia llega a su colmo, vuelve a disiparse, y así espero que ocurra, porque tenemos aquí los hombres escogidos de más de veinte reinos. No hay sacerdote, labrador o mercader que se haya quedado en su casa. Toda Turquía está en armas por Calapino, y nunca abandonaremos el campo hasta que él o yo seamos vencidos. Esta es la hora que debe eternizarme por vencer al tirano del mundo. Vamos, soldados, prestos a esperarle y si le hallamos fuera de su campo, o si a él ha retornado de nuevo, ataquémosle, seguros de la victoria.
(Salen.)
             
ESCENA III

Entran THERIDAMAS, TECHELLES y USUMCASANE
 

THERIDAMAS. — Llorad, cielos, y desvaneceos en líquidas lágrimas; caed, estrellas que presidisteis su nacimiento, y convocad a todas las luminarias de los cielos para que, lanzando a la tierra sus inútiles fuegos, esparzan su débil influencia en el aire. Encubrid vuestra belleza con eternas nubes, porque el infierno y las tinieblas alzan sus tiendas negras como la pez, y la muerte, con ejércitos de cimerios espíritus, da batalla al corazón de Tamerlán. Para acreditar vuestro prometido amor, vuestras sagradas virtudes derramad sobre su trono y haced de su condición un honor para los cielos que cobardemente asaltan, invisibles, su alma y amenazan vencer a nuestro soberano. Porque, si él muere, sus glorias perderán su lustre y la tierra, abatiéndose, dirá que el infierno se ha situado en el cielo.
TECHELLES. — ¡Oh, potencias que domináis los terrenos asientos y guiáis la maciza substancia de la tierra! Si queréis conservar vuestra santidad y con vuestras soberanas condiciones instruir vuestros pensamientos, no seáis inconscientes ni desidiosas de vuestra fama, ni aceptéis la carga de las alegrías del enemigo, triunfando en la caída de Tamerlán, a quien vosotras favorecisteis. Porque, pues su nacimiento, vida, salud y majestad fueron tan singularmente bendecidas y gobernadas por los cielos, así los cielos honrarán, hasta que los cielos se disuelvan, su nacimiento, vida, salud y majestad.
USUMCASANE. — Cielos, sonrojaos si perdéis el honor de vuestro nombre y si veis vuestro escabel puesto sobre vuestra cabeza. Que en vuestros pechos altivos no entre la mezquindad de haber perdido vuestra excelencia, de ver los diablos montados en tronos angélicos y hundidos en los lagos del infierno los ángeles. Y si piensan los diablos que ha terminado su penoso exilio y que es su fuerza tan potente como la de Júpiter, por lo que alzan armas contra vuestros Estados, hacedles sentir la fuerza de Tamerlán, instrumento y clave de la majestad vuestra y mucho mayor que aquella que ellos quieren someter. Porque si muere quedará empañada vuestra gloria, y la tierra, abatiéndose, dirá que el infierno se ha situado en el cielo:

(Entra Tamerlán arrastrado por los reyes cautivos. Le acompañan
Amiras, Celebino y médicos.)


TAMERLÁN. — ¿Qué osado dios atormenta mi cuerpo así y trata de vencer al poderoso Tamerlán? ¿Hará la enfermedad probar que es solo un hombre quien ha sido llamado terror del mundo? Techelles y todos, venid y amenazad con vuestras espadas al que aflige mi alma con su mano. Ea, marchemos contra los poderes del cielo y colguemos en el firmamento negras flámulas para anunciar la matanza de los dioses. ¿Qué haré, amigos? No puedo sostenerme. Venid, que vamos a hacer la guerra a los dioses que así envidian la salud de Tamerlán.
THERIDAMAS. — Dejad, señor, esas impacientes palabras que agravan el peligro de vuestra enfermedad.
TAMERLÁN. — ¿Quieres que plácidamente languidezca en mi congoja? No, tocad los tambores y, en venganza de esto, cargad, lanza en mano, y herid el pecho de aquel cuyos hombros sustentan el eje del mundo. Porque si yo perezco, se desvanecerán cielo y tierra. Theridamas, corre a la corte de Júpiter y dile que mande a Apolo para que me cure, si no quiere que yo mismo vaya a buscarle.
TECHELLES. —- Calma, señor, que este acceso cesará, pues no puede durar por lo violento.
TAMERLÁN. — ¡No durará, Techelles! No, porque moriré. Ved, ved a mi esclava, la fea y monstruosa muerte, estremecida y temblorosa por el temor, apuntándome con su dardo homicida, huyendo a cada mirada que la dirijo, para, cuando aparto la vista, acercarse de nuevo. Ea, fuera, villana, y espérame en el campo, que allí mis soldados y yo cargaremos tu barca con las almas de miles de mutilados cadáveres. ¡Miradla cómo corre! Pero no, que ya vuelve de nuevo. Marchemos, Techelles, y cansemos a la muerte, cargándola de almas que llevar al infierno.
MÉDICO. — Beba esta poción Vuestra Majestad, que ella abatirá la furia de vuestro acceso y hará que os gobiernen más benignos espíritus.
TAMERLÁN. — Decidme: ¿qué pensáis de mi enfermedad?
MÉDICO PRIMERO. —- Vuestra orina e hipóstasis, que he examinado, son espesas y obscuras, lo que hace grave vuestro peligro. Vuestras venas rebosan accidental calor y la humedad de vuestra sangre se ha secando. El húmedo y calor radicales, que algunos sostienen que no son mera parte de los elementos, sino una substancia más divina y pura, están casi extinguidos y borrados. Y su falta, siendo ellos causa de la vida, comportan vuestra muerte. Además, señor, este día es crítico y peligroso para afecciones como la vuestra. Vuestras arterias, que a lo largo de las venas conducen los vitales espíritus que el corazón engendra, están secas y sin jugo, lo que el alma, que por esos conductos se agita, no puede soportar sin que valgan los remedios del arte. Con todo, si Vuestra Majestad sale de este día, sin duda os podréis recobrar pronto.
TAMERLÁN. — Entonces confortaré todas mis partes vitales y viviré, a despecho de la muerte, más de este día.

(Suena un toque de alarma. Entra un mensajero.)


MENSAJERO. — Señor, el joven Calapino, que ha poco huyó de Vuestra Majestad, ha reunido un nuevo ejército y, sabedor de vuestra ausencia del campo, al presente se dirige contra nosotros.
TAMERLÁN. — Ya veis, médicos míos, que Júpiter me envía oportuna medicina para curar mis dolores. Mi aspecto hará huir al enemigo y, si puedo seguirlo, no quedará, de todo el poder de ese villano, ni uno vivo para emprender nueva lucha.
USUMCASANE. —- Celebro, señor, eso, porque Vuestra Alteza es tan fuerte que el enemigo no soportará vuestra real presencia, lo cual bastará para hacerle desmayar.
TAMERLAN. — Lo sé, Casane. Ea, esclavos, tirad. A despecho de la muerte iré a mostrar la cara.

(Clarinada. Tamerlán sale y vuelve con los demás.)
 

TAMERLAN. — Los cobardes villanos han huido temerosos, como estivales vapores desvanecidos por el sol; y aun, si hubiera podido perseguirlos, Calapino sería mi esclavo de nuevo. Pero bien percibo que mi marcial esfuerzo se desvanece y en vano forcejeo contra las potencias que quieren investirme de un trono más alto. Muy alto, sí, para esta despreciable tierra. Dadme acá un mapa, que quiero ver lo que me queda por conquistar del mundo, para que mis hijos puedan conquistarlo. (Le traen un mapa.) Aquí yo comencé a marchar contra Persia, a lo largo de Armenia y el Mar Caspio, y fui de aquí a Bitinia, donde apresé al turco y a su gran emperatriz. Luego marché a Egipto y Arabia y llegué no lejos de Alejandría, donde se juntan los mares Mediterráneo y Rojo, que distan entre sí menos de cien leguas. Me proponía abrir entre los dos un canal para que los hombres pudiesen navegar rápidamente hasta la India. Llegué a Nubia y las cercanías del lago de Borno y a lo largo del etiópico mar, cortando el trópico de Capricornio, conquisté toda la tierra hasta Zanzíbar. Luego, por el norte de África, llegué al fin a Grecia y de allí a Asia, en donde permanecí contra mi voluntad. Aquí está Escitia, donde comencé, habiendo luego recorrido cinco mil leguas. Mirad, muchachos, y ved qué parte del mundo queda acá, al oeste, pasada la línea de Cáncer donde se levanta este terreno globo, mientras el sol, declinando de nuestra vista, comienza el día en nuestros antípodas. ¿Y he de morir dejando eso inconquistado? Aquí, hijos míos, están las minas de oro, e inestimables drogas y piedras preciosas que valen más que toda Asia y el resto del mundo. Y desde el Polo Artártico hacia el este se encuentra una tierra que nunca fue descrita, donde hay montes de perlas que brillan tan hermosas como las luminarias que embellecen el cielo. ¿Y he de morir dejando eso inconquistado? Más vosotros, gentiles mancebos, haréis, a despecho de la muerte, lo que la muerte prohíbe a mi vida.
AMIRAS. — ¡Ay, señor! ¿Cómo nuestros sangrantes corazones, heridos y quebrantados por la congoja de Vuestra Alteza, pueden retener un pensamiento alegre o una chispa de vida? Vuestra alma daba esencia a nuestras ruines personas cuya materia dimana de vuestra carne.
CELEBINO. — Vuestro dolor desgarra nuestras almas y no pensamos en sobreviviros, ya que por vuestras vidas conservamos las nuestras.
TAMERLÁN. — Pero, hijos, mi persona no suficientemente fuerte para sostener el fiero espíritu que contiene, ha de partir dejando sus señales por iguales porciones en vuestros pechos. Mi carne, dividida en vuestras preciosas formas, conservará mi espíritu, aunque yo muera, y vivirá inmortalmente en vuestra simiente. Vamos, quitadme de aquí, que quiero abdicar mi puesto y mi título a mi hijo. Toma mi flagelo y mi imperial corona y monta en mi regio carro para que te pueda coronar antes de morir. Ayudadme, señores, a hacer mi último movimiento.
THERIDAMAS. — Horrible cambio, señor, que ensombrece nuestros pensamientos más que la ruina de nuestras propias almas.
TAMERLAN. — Siéntate, hijo, que quiero ver cómo te cuadra la majestad de tu padre.

(Le coronan.)
 

AMIRAS. — ¡Con qué pétreo pecho gozaría el aliento vital y carga de mi alma si no se resolviese en angustias ahora que los mortificados rasgos de mi cuerpo presiden los movimientos de mi corazón, robándome la alegría de cualquier dignidad! ¡Oh, padre! Si los despiertos oídos de la muerte y el infierno se cierran a mis plegarias y los rencorosos espíritus de los cielos niegan a mi alma el goce de su alegría, ¿cómo puedo impeler mis aborrecibles pies contra las internas potencias de mi corazón para llevar una vida en la que sólo anhelaré morir y para ostentar en vano una desplaciente soberanía?
TAMERLÁN. — No dejes que tu amor exceda a tu honor, hijo, ni ofusque tu mente con una magnanimidad que noblemente debe plegarse a la necesidad. Álzate, muchacho, y con esas riendas de seda embrida los acerados vientres de esos caballos.
THERIDAMAS. —- Señor, obedeced a Su Majestad, pues que la necesidad y el destino lo mandan.
AMIRAS. — El cielo es testigo de con cuan quebrantado corazón y condenado espíritu asciendo a este puesto, sintiendo en mi alma, antes de la muerte de mi padre, sus congojas y su abrasadora agonía.
TAMERLÁN. —- Toma ahora el ataúd de la bella Zenócrata y, mandándola colocar junto a mi lecho de muerte, haz que participe en mi sepelio
USUMCASANE. — ¿No siente Vuestra Majestad ningún alivio, ni pueden nuestros corazones, que lloran lágrimas de sangre, disfrutar la esperanza de que sanéis?
TAMERLÁN. —- No, Casane. El monarca de la tierra, monstruo sin ojos que atormenta mi alma, viendo las lágrimas que vertéis por mí siente aumentada su crueldad.
TECHELLES. — ¡Así algún dios oponga su santo poder a la cólera y tiranía de la muerte para que su sed de lágrimas y su inextinguido odio pueda volverse contra ella misma!

(Traen el ataúd.)


TAMERLÁN.— Ahora, ojos míos, disfrutad de vuestro último beneficio y cuando mi alma reciba la virtud de vuestra vista atravesad el ataúd y las láminas de oro y satisfaced vuestros anhelos con un cielo de alegría. Reina, hijo mío: azota y domina a esos esclavos y rige mi carro con la mano de tu padre. Tan preciosa es la carga que has de llevar como aquella que el loco hijo de Climeno llevó cuando las mejillas de marfil de Febe quedaron abrasadas y toda la tierra, como el Etna, respiraba fuego. Mírate en su ejemplo y de él aprende a gobernar un trono tan peligroso como el suyo. Porque si en tu cuerpo no anidan pensamientos tan puros y fieros como los rayos de Piteo, la naturaleza de esos soberbios y rebeldes rocines cogerá la ocasión por el más tenue cabello y despedazado te arrojará, como a Hipólito, de roca en roca, todas más empinadas y agudas que los acantilados del Caspio. La naturaleza de tu carro no admite guía de carácter más bajo que yo, como el celeste carro no permite menos que el orgullo de Faetón. Adiós, hijos míos; mis queridos amigos, adiós. Mi cuerpo se angustia y mi alma llora viendo vuestros dulces desees privados de mi compañía, porque Tamerlán, el azote de Dios, ha de morir.
  AMIRAS.- Júntense cielos y tierra y hagan terminar todas las cosas, porque la tierra ha consumido el orgullo de todos sus frutos y los cielos extinguido su más escogido fuego viviente. Que cielos y tierra su muerte prematura deploren, porque nunca cuanto ellos valen podrá igualarse a él.
 
 FIN 
DE LA SEGUNDA PARTE DE 
TAMERLÁN, EL GRANDE,
DE CHRISTOPHER MARLOWE