Baby boom en el Paraíso
Unipersonal
Premio María Teresa León para
Autoras Dramáticas 1995 (Madrid, España)
Se estrenó en San José el jueves 18
de abril de 1996 en la Sala Vargas Calvo, producida por el Teatro Nacional y
bajo la dirección de Xinia Sánchez. Ana
Istarú interpretó el papel de Ariana, por el cual se le concedió el Premio
Nacional a la Mejor Actriz Protagónica de dicho año.
(En
el escenario vacío, un diván).
ARIANA: Cuando quise quedar
embarazada me enfrenté con un serio problema: mis ciclos menstruales eran de
cuarenta días. Una mujer normal ovula cada veintiocho. Pero yo no. Mamá
Naturaleza decidió castigarme dándome un ciclo estrafalariamente largo, lo que
me equipara, entre mis colegas mamíferas, con las elefantas.
Durante mucho tiempo, cuando iba a la clínica a visitar a las mamás recién paridas, pasaba escalofriada frente a la sala de partos donde se había librado la cruenta carnicería, y más que ir a ver al bebé, iba a constatar cuál era el estado de la sobreviviente del Vietnam del quirófano.
Esta
percepción del parto empeoró con los cuentos que muchas señoras se complacen en
divulgar no más encuentran a una indefensa recién casada:
SEÑORA N°2: ¡Eso no es nada! Estefanía nació porque me la sacaron con fórceps. Pero no el médico. El conserje, que era físico‑culturista.
Como
podrán comprender, mi matriz estaba paralizada de terror. Me quedaban dos
opciones: o dilapidaba la mitad de nuestros ingresos en un psicólogo que me
restregara el sub‑consciente con potasa, o esperaba a que alguien me mandara
un bebé por correo. Como lo último era poco probable, opté por lo primero.
Llevé entonces una extensa terapia que acabó al mismo tiempo con mis traumas y
mi presupuesto. Por fin un día mi psicóloga me puso diez corrido en los sueños
que le llevaba de tarea a la sesión, y me incorporé al gremio de los
psicoanalizados, esa raza selecta fácilmente reconocible: andan mostrando sus
fotos de “antes y después del psicoanálisis” y su signo zodiacal es un diván.
ARIANA:
Señorita,
tráigame lo más escandaloso que tenga. ¡Esta noche yo a ese hombre lo mato!
Pero
esa noche la que estaba muerta era yo. Peor: los dos éramos un par de
cadáveres. Diego venía reventado de cansancio del trabajo.
DIEGO:
Ay, mi
amor. ¿Tiene que ser esta noche? Tuve un día de mierda en la oficina. No hace
más que joder.
ARIANA: ¿Quién?
DIEGO: Calígula. (Calígula
era el jefe de mi marido).
DIEGO:
Le está
dando duro la menopausia. Ay, no aguanto la espalda. Además hoy pasan el Real
Madrid‑Barcelona. No seás malita.
La
verdad es que yo tampoco estaba de ánimo. Esa tarde había tenido que pasar en
limpio, para el día siguiente, una traducción de la que dependían el pago de la
luz y el teléfono, la reparación de la lavadora y una salida al cine. Y justo
esa tarde a Toñita, mi máquina de escribir antediluviana, le dio un ataque de
dislexia.
ARIANA:
¡Toña,
no seás babosa! ¡Mirá lo que me estás escribiendo! A ver, a ver, a ver: “El
suscrito Fabrizio Sabatini, deseando suspender las transacciones ...”
TOÑA: El zuzcrito
Fabrizio Zabatini, dezeando zuzpender laz transaczionez...
ARIANA: ¡Ah, no, Toña!
¡Dejate de mates!
TOÑA: Lo ziento. Eztoy
canzada.
No
me quedó más que ir a casa de una amiga a arrebatarle la computadora.
AMIGA:
Ay,
Ariana, qué dicha que viniste. Me siento fatal. ¿Querés un chocolate?
ARIANA: Mujer, dejá de
comer que te estás poniendo como un tanque.
AMIGA: Es que no puedo
evitarlo. Ese hombre me está matando. ¿Sabés lo último que me hizo? Ay, comete
uno, que están deliciosos. Es un chocolate oscuro que se te va fundiendo en la
boca y vas encontrando unos pedacitos de turrón, y unas almendras que hasta
que crujen cuando las partís. ¡Cosa más rica! Si no querés de estos tengo unos
de cereza con licor.
ARIANA: Bueno, dame uno.
¿Pero qué te hizo?
AMIGA: Le compró un juego
de muebles carísimo a la mujer, con tocador incluido. Pura caoba. Casi me
muero. ¿Querés otro?
ARIANA: Es normal. Es su
esposa. No la va a dejar nunca, entendelo. Dame otro. ¡No, ya no me des más! ¡Y
vos, dejá de hartar!
AMIGA.
¡Es que
no puedo! ¡Estoy destrozada! Esta vez te juro
que lo fleto. ¡Que se quede con la vampira, qué
me importa! ¡Lo odio, lo detesto! ¡Uy, le arrancaría las vísceras con una
tenaza ardiente! ¿Te doy de los de
cereza?
ARIANA: No, ya no más.
Bueno, el último. Mirá, yo venía a ver si me podías prestar la computadora.
AMIGA: No puedo.
ARIANA: ¿Por qué?
AMIGA: La vendí.
ARIANA: ¿Te va mal?
AMIGA: Pues... pobrecito,
para ayudarle a pagar el juego de muebles.
Sólo
tenía dos opciones: o me iba a casa, o le pegaba. Como lo último era poco
cortés, opté por lo primero. Sin computadora, con el hígado ampollado por la
sobredosis de chocolate, empapada porque llovió y no llevaba sombrilla, para
colmo de males, casi llegando a casa, a un desgraciado se le va ocurriendo
tocarme el fondillo.
DESGRACIADO: Ay, mamacitica
rica.
ARIANA: Mire, hijueputa,
vaya chúpese a su abuela.
DESGRACIADO: ¡Ay, qué malcriada!
Llego
a casa con ganas de llorar, me siento gorda, fea y a punto de resfriarme. Y ahora
resulta que Diego prefiere ver al Real Madrid.
DIEGO: ¿Y es muy grave si
lo dejamos para mañana?
ARIANA: ¡Mi amor, es hoy!
Hoy estoy poniendo mi huevo. ¡No voy a cacarear para probártelo! Por una vez que vamos a hacer el amor como le
gusta al Papa.
DIEGO:
¿Qué?
ARIANA:
(Con
voz lasciva). Única y exclusivamente para la reproducción
de la especie.
Tomamos
valor y dos gin tonics. Me puse mi prenda mortal de encaje negro y
atravesándolo con una mirada a lo Theda Bara, ahí mismo me le puse peligrosa.
ARIANA:
(Con
voz grave). Negro...
No
sé si se han dado cuenta, pero cuando queremos ponernos interesantes agarramos
una voz grave de barítono en celo.
ARIANA: Negro...
DIEGO: ¿Qué, mi amor?
ARIANA: (Pausa). Dios mío, qué rara me siento.
Es estúpido, pero me da vergüenza. Es como si nos estuvieran viendo papá,
mamá y mi psicóloga, y el delegado de la Guardia Rural.
DIEGO: Ay, Ariana,
concentrate. Pensá en otra cosa.
ARIANA: ¿En qué?
DIEGO: Yo qué sé. Pensá en
futbol.
ARIANA: No seás tonto.
Bueno...
DIEGO: ¿Qué?
ARIANA: No sé, estoy
emocionada. Te quiero tanto, Diego.
DIEGO: ¿Y?
ARIANA: (Sensual).
Nada. Sólo eso. ¿Vamos?
DIEGO: Vamos.
ARIANA: ¿Te das cuenta de
que estamos haciendo un bebé?
(Se oye el inicio del himno nacional
y Ariana se pone inmediatamente de pie, en posición de firme).
DIEGO: ¡Ah, no, esto es demasiado! ¡Si te me ponés
así durante el embarazo lo que vamos a tener es un hijo único!
ARIANA:
¡Está
bien, está bien! ¡Esta vez me concentro de verdad! Voy a pensar .... voy a
pensar en nuestra primera vez. ¿Te
acordás? Casi te arranco los botones de la camisa con los dientes. Desnudo te
veías precioso.
DIEGO: ¿Ah, sí? ¿Y qué te
hice?
ARIANA: Todo. (Con los
ojos cerrados). Me besaste...
DIEGO: ¿Así?
ARIANA: Sí... Así.... Ay... (Abre los
ojos).
DIEGO: ¿En qué estás
pensando?
ARIANA: No sé si la cuna va
a caber en este cuarto.
DIEGO: ¡Ah, no! Renuncio.
Que el bebé te lo haga un hare‑krisna. Yo me voy. Maldita sea, ya deben de ir
por el segundo tiempo.
ARIANA:
¡No,
Diego, no seás pesado! ¡Es hoy, ayudame! Te juro que si no, lloro sin parar
hasta la próxima ovulación.
DIEGO:
¿Empezar
otra vez? Ya estoy con la bandera a media asta.
ARIANA:
Tranquilo,
yo me encargo de eso. (Peligrosísima).
Vení, que te voy a comer entero, hombre delicioso. Mhm... Dejame
olerte. Esta es la loba que te va a morder, rico de mi corazón.
DIEGO: ¡Ariana!
ARIANA: ¡Diego!
DIEGO: ¡Ariana!
ARIANA:
¡Diego! (Tocan
la puerta. Casi llorando). ¡Ah! ¡Lo
mato! ¡Lo mato! ¡Al que sea lo mato!
DIEGO: ¿Dónde vas?
ARIANA: ¡A rajarle el alma
al que está ahí afuera! ¡Y vos quedate como estás! (Abriendo). ¿Qué
quiere? ¡Ay, Martín! ¡Sos vos! ¿Qué pasó?
MARTíN: (Con afectación). Hola, darling. Venía a ver si me
regalabas un poquito de nuez moscada, porque, ve qué bruto, fui al super‑super
¿y acaso me acordé de comprar?
ARIANA: (Conteniendo a
duras penas la ira). Martín,
yo sé que para vos es difícil de comprender, pero resulta que hoy estoy ovulando,
y no te puedo atender.
MARTíN: ¿Que estás qué?
ARIANA: (Revienta). ¡Ovulando!
MARTíN: ¡Ay, qué horror!, ¿y te duele mucho? Pobrecita, ¡qué
espanto! Sí, sí, me imagino. ¡Perdoná, mi amor, me voy! ¡Uy, qué cosa más
horrible!
Ese mes, por supuesto, no quedé
embarazada.
DIEGO: ¡Ariana! ¡Hola! Ya
llegué.
ARIANA: Hola, mi amor.
DIEGO: ¿Cómo te va? ¿Y qué?
¿No te ha venido?
ARIANA: No, sí. Ya me vino.
DIEGO: Ah...
ARIANA: No importa. Acordate
que el doctor dijo que era normal durar hasta más de un año.
DIEGO: Bueno. Qué dicha que
lo estás tomando así, tan maduramente; nunca me imaginé.
ARIANA: Ya ves lo poco que
me conocés. Me siento perfectamente bien. (Estalla en un llanto histérico).
Al mes siguiente tuve un atraso. Me
hice el examen de laboratorio. El día del resultado marqué temblando el número
de teléfono:
ARIANA: Aló, ¿sí? Llamo por
el examen de embarazo de la señora Morelli. Sí, soy yo. Muchas gracias. (Llora
histéricamente).
Al mes siguiente, ni siquiera tuve
atraso. (Llora más fuerte).
Pero... Al mes siguiente:
ARIANA: Es por el examen de la señora
Morelli. ¿Ah, sí? ¿De veras? (Llora. Luego ríe). ¡Estoy embarazada! (Se oye una música
atronadora, estilo Queen. Ariana baila).
Sí. Estaba feliz, radiante. El pecho se
me infló a lo Sofía Loren. Caminaba por la calle mirando con aire de perdonavidas
a los varones, esos pobres seres inferiores y rudimentarios, desprovistos de
útero. Yo, en cambio, valía por dos. Y comía por dos. Y vomitaba por tres,
porque me fue feísimo con las náuseas de los primeros meses.
Al fin tenía un embarazo entero para mí
sola. Bueno. Fui un poco optimista. Lo de “para mí sola” duró apenas hasta que
mi familia política se enteró de la buena nueva.
Es
tan insólito ese nombre de “familia política”. Política, ¿por qué? Que
yo sepa uno no vota para elegir a su suegra. Aunque sería muy práctico. Es tan
difícil hacer coincidir a un buen marido, (esa especie de por sí en vías de
extinción), con una suegra risueña, tolerante, de avanzada, que te trata en
forma solidaria y no te ve como si fueras la mugre competencia que viene a
arrebatarle al bebito de su corazón. Eso sin contar lo que puede ser el séquito
de cuñadas, cuñados, concuños, abuelos, tíos abuelos, primos primeros,
segundos, terceros, postizos, ahijados, sobrinos, compadres, y con un poco de
suerte hasta la madrina tiene viva tu media naranja. Así no se vale. Te casás
con un estadio lleno de gente. En vez de anillo de matrimonio deberían ponerte
una rueda de Chicago.
Para
hacer comparaciones esclarecedoras: en francés se llama a la familia política,
la “belle‑famille”, la bella familia. Hipocritones, estos franceses. Son unos
sobalevas. No en balde el francés es el idioma de la diplomacia y de la cortesía
palaciega. Suegro se dice: “beau‑père”, o sea: bello padre. Suegra: “belle‑mère”,
bella madre. Aclaro: “mère”, así, pelado, es madre. La de una, por supuesto.
Ah, no, pero esa no es “belle”, no merece ni siquiera el modesto adjetivo de
agraciada, corronga, en última instancia, pasable. No, no, no: la mamá de una
es por definición fea como un boxeador retirado, y por eso se precisa la
diferencia.
Ya
me imagino yo tratando a mi suegra de “bella madre”:
‑ Bella madre, ¡qué sorpresa! Pase
adelante, por favor.
‑
Bella madre, ¿tendría la bondad de pasarme las bellas papas que están detrás
del bello pollo?
Ah,
porque todo es bello tal y bello cual. Yo soy la bella hija, bello hermano mi
cuñado, mi cuñada bella hermana. En fin, un dechado de hermosura, garbo y
donaire, que el Tica Linda, a la par, es una chancleta vieja.
Me
pregunta una vez un francés, para mi vergüenza, por qué se decía en
español “familia política”. —Y...
Bueno, -le digo yo, tratando de dejar sin mácula el honor de la lengua de
Cervantes‑ porque en español tenemos una visión más realista y profunda, diría
yo incluso filosófica de la cuestión, y se intenta con el término evidenciar
los aspectos coincidentes con esa área del quehacer humano: quien dice familia
política, dice rencilla, intriga, componenda, manipulación, lucha por el
poder, traición, chantaje, campaña de desprestigio—.
A
ver si esto no es campaña de desprestigio: llegamos a casa de mi suegra a la
cena en honor a los genes que aportó Diego a mi embrión, y me dice la bella
bruta de mi bella cuñada:
CUÑADA: ¡Ay, Ariana, qué dicha! ¡Ya yo estaba convencida
de que eras estéril!
Miré
a la sangre’chancho pensando que en todo caso, ¿por qué yo? Si eso creía, bien
se le podría haber ocurrido que el estéril era Diego.
CUÑADA: ¿Y qué nombre le
van a poner?
No
tuve tiempo de contestar. Irrumpió con fuerza descomunal en la conversación el
ferrocarril sin freno de mi suegra.
SUEGRA: ¡Por Dios! ¡Qué pregunta! Seguro querrán que
se llame Diego, como el padre. Claro, hay otros nombres en la familia:
Bertoldo, Leovigildo. ¿Diego Pánfilo? Bien podría ser un nombre compuesto. A mí
me encanta: Diego Pánfilo, para que lleve también el de su abuelo, que Dios me
tenga con salud en su santa gloria. ¿Qué te parece, Dieguito? ¿Verdad que
suena? Diego Pánfilo: apenas para un embajador. Y ahora que lo pienso: no se
lerdeen. Vayan buscando campo en el kinder de un buen colegio, porque esta
criatura mejor que maneje el inglés rapidito. Hay que pensar en que después se
va a sacar título a los Estados Unidos. Hoy día sin eso nada se hace. ¡Saliera
de verdad como Pánfilo, pelito claro! En casa más de uno tenía los ojos verdes,
así que quién quita. ¡Tan divinos los mocosos rubios! Dieguito era castaño
claro, lo que pasa es que después se le oscureció.
“Dieguito”,
como si mi marido no fuera ya un mamífero macho adulto en edad de reproducción.
Me tenía podrida con lo de rubiecito. ¿Cuál rubiecito si yo soy morena como una
gitana cordobesa y mi abuela no nació en Austria sino en el Llano de Alajuela?
Además, ni tan blancos que eran ellos. Puras ínfulas. Los tales rubios que
tenían eran unos primos medio enjuagados, descendientes de un cura tútile que
se brincó la cerca. Además, a mí, lo que me gusta son los morenos, dicho sea
esto sin el menor asomo de racismo. Hay gente que es blanca y es muy buena
persona.
SUEGRA: Dieguito, mi amor,
Diego Pánfilo, ¿qué te parece?
DIEGO:
Ay,
mamá, hay tiempo para ver eso. Ariana apenas tiene un cuarto de hora de
embarazo.
SUEGRA:
¡Diego!
DIEGO: Y bien puede ser una chiquita.
SUEGRA:
¡No!
¡No! ¡No les he dicho: va a ser varón! Me lo dijo mi astrólogo. ¡Estoy chocha
de la felicidad! Más lindo así, empezar con el varoncito. No sé, una chiquita
no hace tanta gracia.
Sentí en ese momento unos deseos
inefables de parir trillizas. ¿Cuál, trillizas? Matarla con una nieta negra,
que le saliera bohemia, atea, trotskista; peor aún: saltimbanqui. Que
sucumbiera en la vida licenciosa y disipada de la farándula, para bochorno de
la familia.
Confieso que reconsideré lo de negra.
No habría dejado muy bien parada mi fidelidad al juramento conyugal.
Luego me dije: pobre bebé. No es más
grande que un grano de arroz y ya mi suegra está decidiendo desde el color del
pelo hasta de qué manera le van a doler los callos, y yo en cómo vengarme
arreándole con la criatura por la cabeza. Me aterré con mis propios
pensamientos. Para levantarme el ánimo,
me dice mi cuñada:
CUÑADA: Mujer, yo te
entiendo si has pasado tanto tiempo sin hijos. Vas a ver el calvario que es el
embarazo: empezás con náuseas, pero eso no es nada. No podés asolearte, porque
se te mancha la cara que ni con cloro. Te salen unas estrías espantosas, las
piernas se las come la celulitis, te dan hemorroides, várices, palpitaciones,
mareos, ganas de escupir, cansancio, te hinchás como una medusa y los pechos se
te caen en un guindo sin fondo del que no vuelven a subir jamás.
Me quedé muda. Yo, que era una joven
bastante apetitosa y con un sex‑appeal aceptable, iba a convertirme por obra y
gracia de esa maldición bíblica en la hermana melliza del hombre elefante.
No era mi cuñada la que hablaba: la que
tronaba era la voz colérica de un Jehová enardecido, que agarrando a Eva de las
mechas, la llevaba guindando del cuero cabelludo hasta el vestíbulo del
Paraíso, para ponerla de patitas en la calle por putona y por cochina, y por
haber incitado a Adán a reproducir la especie, no a través del método
tradicional y socialmente aceptado, es decir: qué sé yo, valiéndose de
costillas o figuritas de barro, sino haciendo una cosa puerquísima que no les
puedo ni contar.
De
ahí el famoso “Parirás a tus hijos con el sudor de tu frente”. No, ¿cómo era?
¿Con el sudor de tu qué? En fin. Y hablando de otra cosa: ¿acaso Adán no
envejece?, me pregunto yo. ¿Por qué tengo que quedar perfecta como perrita
nueva? ¿Acaso me gano la vida como modelo de fotografía a color? El cuerpo,
hasta donde yo entiendo, es para usarlo. Es ese libro en blanco en el que la
vida va anotando los acontecimientos, empezando por el ombligo, que es donde
firma tu mamá. Y bueno, sí, después del parto es muy probable que escriba:
pasó un bebé por este cuerpo porque este cuerpo fue amado. ¿Y qué? Y repito:
¿acaso los hombres no envejecen? Está bien, lo admito: el cambio tal vez no es
tan rápido. Pero a Adán inevitablemente se le cae el pelo, echa panza, se le
aflojan los coquetos ovillitos de lana de las nalgas, se pone gordo o se pone
flaco, le salen canas, arrugas y verrugas, y todo el mundo lo encuentra muy
normal. ¿Entonces? Yo no me iba a privar de un bebé por un pellejo menos o un
pellejo más.
Volviendo
a nuestra cena, ahí no acabaron las maldiciones familiares. Mi cuñadito, con
el tono profético del Oráculo de Delfos, reveló a Diego las desgracias a que
nos arrastraba el nacimiento de nuestro
primogénito:
CUÑADO:
Ay, mae,
qué embarcada. Lo van a tallar: ya no se puede ir de pelón. Y olvídese que va a
dormir en quién sabe qué reguero de meses. N'hombre, no sea bárbaro.
Para
cambiar de tema y bajar mi nivel de adrenalina, conté que ya tenía prevista la
clínica en la que iba a abrirme como un
paquete de regalo para ofrecerles el heredero.
SUEGRA:
¿Cómo,
una clínica privada? Pero si eso es un infierno de plata. ¿En qué cabeza
cabe? ¡Achará! Mejor invertir ese dinero, qué disparate.
Luego
de mi delicado proceso de despetrificación de terror ante el parto, de mis
cinco años de psicoanálisis, de mi disciplinada consulta a feministas,
enfermeras, amigas, psicólogos y parientes sobre cuál era el mejor ginecólogo
del país, di por fin con la persona indicada.
Para que me atendiera debía dar a luz en una clínica cara pero segura,
con buen equipo, dedicada exclusivamente a atender nacimientos, libre por lo
tanto de enfermedades intrahospitalarias. Pero era un disparate.
¿Por
qué la mayoría de la gente puede proclamar impunemente y sin el menor rubor la
frivolidad de que se compró un equipazo de sonido, o cambió de carro, o se fue
para Cancún, y no recibe por ello la menor censura? En cambio, cuando se trata del momento más
importante en la vida de un ser humano, como lo es el nacimiento, ah, no, ahí
no. Andate a parir al caño, como una gata.
Burguesa, igualada, pretenciosa, vagabunda, pero si le sale al marido
más cara que una querida, qué relajo. Para la seguridad física y emocional de
parturienta y parido, para eso no hay plata. Por suerte Diego estaba de mi
lado. Pero ya yo había alcanzado el
límite de mi tolerancia y estaba harta de sentirme tan sólo el envase en el que
chapoteaba el bebé. Todos habían ya dispuesto de mi cuerpo, mi embarazo, mi
hijo, su sexo, su nombre, su educación y su vocación, y si me distraía un poco,
dispondrían hasta de mis nietos.
Por
fin, mi suegra cayó en la cuenta de que, no más fuera por puro formulismo,
debía preguntarme mi opinión.
SUEGRA: Ariana, ¿y usted ha
pensado en algún nombre para el bebé?
ARIANA:
Caín,
señora. Y si es niña, Lucifer.
Llegó el día del
primer ultrasonido. Diego y yo vimos conmovidos en la pantalla una
especie de frijol que pedaleaba y caía rodando lentamente en el tibio líquido
amniótico.
(Se escucha un sonido de agua, más bien el de
un ambiente sub‑acuático).
Era
un astronauta en miniatura. Yo, Ariana Morelli, tenía un astronauta un poco
borracho paseando en bicicleta por mi cuerpo.
Pero
el día en que realmente conocí a mi bebé fue cuando el ginecólogo me hizo
escuchar cómo le latía el corazón.
DOCTOR:
Mhm,
vamos a ver si no se nos mueve mucho este bebé. Quedate quieta, criatura, que
no agarro nada. Ah, ahí está.
(Se escucha el latido del corazón del
bebé, que va muy deprisa).
ARIANA: (Luego de una larga pausa,
conmovida). Hola, bebé.
BEBÉ: Hola, mamá. (El escenario queda a
oscuras. Se escucha la voz en off de Ariana).
ARIANA:
(Susurrando). Voy por una selva y veo una manada
de elefantes. Entonces me acerco y aparece uno precioso, blanco. Es un bebé, un
elefante bebé. Yo me doy cuenta de que es mío, mi hijo, y de pronto ya no estoy
en la selva, sino que estoy en la cama de mis padres, con mi elefante, y entra
tío Fernando y me dice: —¡Claro, ¿cuándo no?, usted como siempre haciendo las
cosas distinto de los demás! Sólo a usted se le ocurre parir un elefante: Pero a mí no me importa. Es mi bebé y
yo lo adoro. Lo que realmente me preocupa es que se dé cuenta de que me pesa
mucho y casi no puedo respirar. Yo disimulo lo más que puedo. Me da miedo que
piense que lo rechazo. Es tan grande que siento que me aplasta. Bebé, me falta
el aire. Me ahogo, me ahogo...
(La escena se
ilumina y Ariana sigue acostada en el
diván, con el mismo vestido, pero en estado avanzado de gravidez).
No puedo respirar. ¡Aire! (Despierta).
¿Qué hora es? Ay, cómo he dormido.
(Se levanta. Se mira
el perfil en un espejo imaginario. Saca una prenda de vestir de un armario
también invisible. Se la prueba por encima de la que lleva puesta y la rechaza
con gesto de desagrado. Saca más ropa y repite la acción. Saca más prendas y
repite el gesto cada vez más velozmente, con creciente frustración, hasta que
estalla y arranca todos los vestidos del armario con violencia, esparciéndolos
por el cuarto. Se sienta a sollozar).
DIEGO: Ariana, llegué.
¿Estás lista para salir? (Ariana llora en voz alta). ¡Ay, no!
¿Ahora qué? (Pausa). ¿Qué pasó aquí?
ARIANA: El armario me
agredió. Entonces lo maté.
DIEGO: Ya veo. Otra crisis porque te sentís
fea.
ARIANA: Yo no me siento fea.
(Llora). Me siento horrible.
DIEGO: Mi amor,
estás preciosa. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo para que me creás?
Diego
tenía una paciencia extraordinaria para consolarme y aliviar mi maltrecha
autoestima, bastante dañada por los kilos de más que llevaba encima, producto
no tanto del crecimiento del bebé, como de un hambre de antropófago que se me
soltó con el embarazo, y que me hacía devorar cantidades industriales de
cereales, pastas, carnes frías, pastelitos dulces, pastelitos salados,
chocolates, bocadillos de atún, bandejas de mango cele, buñuelos, rosquillas,
panes dulces, bizcochos, pescados al ajillo, maní garapiñado, zapallitos
rellenos, picadillos de verdura, fresas con crema dulce, tamal asado, pollos,
crepas, papas, pastelitos dulces, lengua en salsa, pastelitos dulces, pastelitos
salados, sandía en trozos, pastelitos salados, pastelitos dulces y pastelitos.
DIEGO: Mi amor, estás preciosa, de veras.
Dejá de sufrir. Me encanta verte con esa pancita.
Diego
realmente tenía una paciencia extraordinaria para consolarme y aliviar mi
maltrecha autoestima.
DIEGO: (Furioso). ¡Mi amor, te digo que estás
preciosa!
Bueno,
hasta una paciencia extraordinaria tiene sus límites.
DIEGO:
No, mi
cielo, si no estoy enojado. Si no querés salir, no salgamos. Nos quedamos en
casa, muñequita. ¿Ah? Vení, que Diego te quiere mucho, bebé, vení. Así, ¿ves?
Mhm. Sí. Mejor nos quedamos en la camita. Mira, mirá cómo me ponés. ¿Conque
fea, eh?
ARIANA:
Tonto.
Está bien. Nos quedamos. (Tiene el gesto de recibir las caricias de Diego). Precioso. ¿Por qué me gustás tanto? No,
no, así no. Me siento incómoda. (Cambia de posición). No, no, así
tampoco; es que me oprime los pulmones. Esperate. (Busca una posición
distinta). Así. Ya. (Pausa).
Ay, no, Diego, no puedo. Siento que el bebé está aquí y nos está viendo.
DIEGO:
¡Otra
vez! ¡No puede ser! ¡Por dicha son sólo nueve meses! ¡Tú que eres poderoso,
ayúdame, Freud! ¿Sabés qué vamos a hacer? Sí, el bebé está aquí en el cuarto y
nos está viendo. ¡Hola, bebé! ¡Yo soy papá! Entonces agarramos al bebé y
delicadamente lo metemos en el armario, cerramos la puerta así, y bebé ya se
durmió y no va a oír ni ver nada que no permita la censura. ¿De acuerdo?
ARIANA: De acuerdo.
DIEGO: Muy bien. ¿En dónde
estábamos? Ah, sí. Mhm. Por fin solos.
ARIANA:
Diego...
DIEGO:
¿Ahora
qué?
ARIANA:
Es que
el bebé no hace más que patear.
(Oscuridad
total. Voz de Ariana en off).
Entonces
estoy pariendo en el consultorio del doctor, y lo que sale de mí es una
sardina, una sardina de esas de lata, y el doctor la mira con mucho desprecio,
coge una galleta de soda, la pone encima y está a punto de botarla a la basura.
Entonces yo me levanto furiosa y se la quito, y le digo: —Será una sardina,
doctor, pero es mi hijo.—
(Se
ilumina de nuevo el escenario).
Diego
y yo asistimos al segundo ultrasonido asustados y contentos, como quien va a
una cita de enamorados. El médico insistió en hacernos creer que aquel conjunto
movedizo de parchones indescifrables en la pantalla era nuestro hijo, con tanta
convicción que al final incluso empecé a encontrarle cierto parecido con Diego. Paralizados de
emoción y al borde las lágrimas escuchábamos enternecidos el retrato de nuestro
hijo:
DOCTOR:
Diámetro
biparietal: 55 milímetros. Largo femoral: 43 milímetros. Diámetro abdominal:
57. Estructuras cerebrales normales. Corazón en su sitio, con cuatro cavidades.
Dos riñones lumbares, vejiga en repleción. Útero normal.
No,
son mentiras, no dijo “útero normal”, porque si lo hubiera dicho ahí mismo le
protagonizo un ataque de histeria. Estábamos decididos a tener nuestro parto a
la antigua, y saber el sexo del bebé le hubiera quitado todo suspenso.
DOCTOR: Dos riñones
lumbares, vejiga en repleción. Líquido amniótico de abundancia normal. Placenta
posterior.
Estaba
el doctor en lo de la placenta, cuando de pronto vimos claro y nítido a
nuestro bebé, que nos observaba casi igual de asombrado que nosotros. Se
hubiera dicho que estábamos a la distancia de una llamada telefónica.
(Sonido
sub-acuático).
ARIANA: ¿Aló, bebé? Bebé,
soy mamá.
BEBÉ:
Sí, ya
sé. ¿Y ese quién es?
ARIANA: ¿Este? Este es
Diego, mi hijo. No, mi papá. ¡No, no! Tu papá.
BEBÉ: Ah, sí, es esa voz
que huele a tabaco.
ARIANA: ¡Eso! ¡Eso!
¡Exactamente!
BEBÉ: ¿Podrías preguntarle si puede oír
algo que no sea Metallica o Led Zeppellin?
ARIANA: Por supuesto, mi
amor. ¡Diego, decile algo!
DIEGO:
¿Qué le
digo? ¡No sé! ¿Aló, bebé? Eh... Hola... Muy bonitos tus riñones. Te estamos
esperando. Tu cuna no cabe en el cuarto, pero vamos a sacar mi escritorio, no
importa.
ARIANA: No seás bruto, no
le digás eso. (Arrebatándole el teléfono. Conmovida). ¿Bebé? ¿Estás ahí?
Todavía no lo puedo creer. Sí, estás ahí porque te movés. Primero como si alguien me hubiera regado por
dentro una copa de champán. Después fue como la cola de un pez. Ahora son unos
coletazos de sirena que ni te cuento. Además están ahí esos huesitos de pájaro
en la pantalla. Bebé: espero que seás indulgente con nosotros. Es la primera
vez que seremos padres y todavía no sé si calificamos para el puesto. Tal vez
seamos torpes y nos equivoquemos. Hay que tener paciencia con dos papás sin
estrenar. Te mando un beso. Te quiero para siempre.
BEBÉ:
¿Mamá?
ARIANA: ¿Sí?
BEBÉ:
Por
favor, no comás tanto ajo.
Nuestra
siguiente cita sería la más íntima, la más dulce, la más carnal y memorable. íbamos a sufrir nuestra primera
separación. Yo iba a perder mi status de señora en estado interesante para
convertirme simplemente en una señora con sobrepeso. Había llegado la hora de
dar a luz.
Siempre
me ha turbado un poco esta expresión: “dar a luz”. Es cierto que “parir” es un poco brutal. Te hace sentir que la
acción se desarrolla en un establo, te llega un olor a estiércol y la banda
sonora son mugidos. Por otra parte, ese cuento de “mejorarse” es más bien medio
espantoso. Por favor, es un bebé, no una
gangrena.
Volviendo
a lo de “dar a luz”, es cierto que de la oscuridad tibiecita y relajante del
seno materno, entregás a tu criatura a una violenta explosión de luz, y al
contacto áspero, inconsistente y frío del aire. Peor aún, al vacío.
Ante esta consternante situación, el
único consuelo posible para el bebé, ese pobre inquilino desalojado, es emitir
su primera protesta ciudadana, preferiblemente en el tímpano del galeno, y
aferrarse como un náufrago a esa simpática protuberancia materna conocida por
el nombre de glándula mamaria, mama, pecho o seno, y que puede recibir también
nombres más ordinarios según el grado de represión del hablante. Restablecido el contacto íntimo con la
madre, hundida su cabecita en ese inmenso almohadón de leche, casi borracho de
gozo y satisfacción, el bebé comienza a comprender que la vida extra‑uterina
tiene sus gratificaciones. La dolce vita, la vida color de rosa, la vida
muelle, ¿de dónde vienen todas esas expresiones? ¿A qué hacen referencia? Al
pecho materno, por supuesto. No son más que una metáfora. ¿Cómo negarle
entonces al recién nacido esa fuente inagotable de placer que es el pezón? No
olvidemos que los pechos están destinados, en primer lugar, al bebé. Cualquier
otro usuario no es más que un usurpador, un mero accidente fruto del deseo de
esparcimiento de la madre. Al niño, lo que es del niño. No es que quiera hacer
proselitismo, pero ¿se imaginan la violencia que significa para el nuevo
habitante encontrar, en lugar de ese edén de carne dulce, la pelotudez de un
chupón de plástico? ¿Ese cilindro baboso que remata en la tristeza sin nombre
de una chupeta? Por piedad, mamarse un chupón es como mascarse una llanta para
sacarle el jugo. Eso sin contar lo que se ahorra, con la lactancia materna, en
leches industriales, visitas al pediatra, crisis de cólicos, gastritis,
diarreas, ataques de asma, valium para los padres, visitas futuras al dentista,
visitas futuras al alergólogo y visitas futuras al psicólogo. Porque es
cierto: si más madres se hubieran decidido, pecho en ristre, a amamantar por
largo tiempo a nuestros conciudadanos, no andaríamos todos con la psique
descorrida, tratando de ahogar la pena del destete metiéndonos dosis elevadas
de alcohol, cafeína, nicotina, anfetaminas, cocaína y no sé qué más cochinadas,
en cuanto hueco tenemos en el cuerpo. Y la verdad es que, ¡claro que quiero
hacer proselitismo! Es más, procedo inmediatamente a fundar la primera célula
clandestina del Frente Rómulo y Remo de Lactación Nacional. (Gritando
consignas). ¡únete, madre! ¡únete, madre! ¡únete, madre! ¡Pecho libre o morir! ¡Pecho o muerte!
¡Venceremos! ¡En la basura enterraremos los biberones enemigos! (Suena un
teléfono).
ARIANA: ¡Aló! Aló, ¿sí? Ah, ¿qué tal?
¿No te importaría llamarme más tarde? Estoy fundando una organización de
masas. ¿El bebé? Pues... no sé, estamos esperando que nazca para afiliarlo. (Comprendiendo
la pregunta). ¡Ah! Ah, no, todavía no. Diego te avisa. Gracias. Un beso,
chao.
Es cierto. Como les decía en un
principio, había llegado ya la fecha del parto calculada por el médico. (Suena
de nuevo el teléfono). Disculpen.
ARIANA: ¿Aló? ¿Cómo está
usted? Muy fina en llamar. No, figúrese que no, todavía nada. ¿Usted cree?
Mejor le consulto al doctor, tiene razón. Gusto en oírla, hasta luego.
Los últimos días fueron terribles, por
el acoso de amigos y parientes que casi te hacían sentir culpable por no
abrirte como una esclusa para dejar
salir de una buena vez por todas a tu primogénito. (Suena el teléfono).
ARIANA: ¿Aló, sí? No,
todavía no, ve qué vergüenza. Pero te juro que estamos haciendo lo posible. No,
si me subo la cuesta de la Luz doce veces al día. He andado en jeep, brinco
suiza, bailo “Pedro Navaja” a cuatro patas en la sala. Ya no sé qué más
hacer. Bueno, ahí te aviso, chao.
La situación era estresante. (Suena
el teléfono).
ARIANA: ¿Aló, sí? Ay, no, todavía no. Discúlpeme, por favor, se lo
ruego. ¡Qué congoja! Soy una mala madre, ya lo sé. Perdóneme, por favor. Diga
que me perdona, ¡diga que me perdona! Gracias, mil gracias.
Me fui volando adonde el doctor.
DOCTOR:
(Poniéndose
el guante para hacer un tacto). Vamos a ver cómo está este cuello...
El
doctor tenía que constatar si el cuello de mi matriz ya estaba suave, o si
seguía cerrado y duro con la ferocidad de un candado. El cuello de la matriz
viene siendo como unos labios cerrados en posición de beso, así, (hace el
gesto) de unos tres a cuatro centímetros, que funciona como un cerrojo y
evita que el niño se salga durante el embarazo, pero, para que el parto tenga
lugar, tiene que abrirse, borrarse, desaparecer. Eso era lo que el doctor
investigaba en mis entrañas, con el gesto sabio de quien palpa una manga para
ver si está madura. A estas alturas del embarazo ya estaba yo transformada en
la versión humana de Moby Dick. Y cuando el doctor hundió sus dedos en mi
vientre, sentí lo que sintió la ballena cuando se tragó a Jonás.
DOCTOR:
Ay,
m'hijita. Este cuello está fatal.
Eso
quería decir que no sólo no se había borrado, sino que estaba más bembón que un
alérgico besando un camarón. El doctor me dio el fin de semana de plazo para
parir. Si no, iba a tener que provocar el parto. Regresé a casa desesperada:
un cuello duro, para mí, era sinónimo de cesárea. Esa tarde bailé, dando saltos mortales y llorando a moco tendido,
los mambos de Pérez Prado y La Noche en el Monte Calvo de Mussorgsky. Diego me
tranquilizó como pudo y por fin nos dormimos. A eso de las dos de la mañana me
despertó un temblor. Al poco rato volvió a temblar, y ahí caí en la cuenta de
que el epicentro del movimiento telúrico era mi panza. Aquella cosa que dolía
como los diablos era una contracción. El bebé venía en camino, la labor había
comenzado. Pero yo sabía que mi cuello estaba más tieso que un tostel de cuatro
días y ni amarrada me iban a llevar a la clínica. Bueno, tal vez se me
pasaban los dolores. Pero cada vez que me venía una contracción sentía como si
Aníbal y su ejército de elefantes acorazados transitaran por mi barriga. Sólo
me quedaban dos opciones: o despertaba a Diego y lo dejaba convencerme de que
nos fuéramos, o me aguantaba. Como lo último era imposible, opté por lo
primero.
ARIANA: Diego, Diego...
Despertate, mi amor. Quiero que me midás el tiempo (la interrumpe una contracción) entre contracción y contracción. ¡Diego!
DIEGO: ¿Mhm?
ARIANA: Tomá el reloj. Yo no
puedo. ¡Ay! (Diego ronca). ¡Diego!
DIEGO:
Sí, sí,
sí. Estoy midiendo, estoy midiendo.
ARIANA:
¿Cómo,
si ni siquiera te he avisado cuándo... ?
(Nueva contracción) ¡Ya!
¡Ya! ¿Te fijaste cuándo comenzó?
DIEGO: (Dormido). Claro, claro.
ARIANA:
No sé
qué hacer. (Pensando). Diego, ¿al fin qué nombre le vamos a poner? ¿En
qué quedamos? ¡Ahí viene, ahí viene! (Nueva contracción).
DIEGO:
Maradona.
ARIANA:
¿Cómo,
Maradona? ¿Estás loco? ¿Cuánto tiempo pasó entre las dos contracciones? ¡Diego!
DIEGO: ¿Qué pasa? ¿Por qué me despertaste?
ARIANA:
¿No
tomaste el tiempo?
DIEGO:
¿Cuál
tiempo? Yo estaba muy contento pegándome una mejenga con Maradona.
ARIANA: ¡Diego, tu hijo
está a punto de nacer y o me llevás a la clínica o te estrenás como partero! (Nueva
contracción).
DIEGO: Bueno, bueno, aguantate. (Mirando el
reloj). ¡Las tres de la mañana! ¡Qué
bebé más madrugón! ¡Y pensar que después de la mejenga nos íbamos a echar un
pool! (Ariana grita de dolor. Diego, reaccionando). ¡Dios mío, esta va a parir!
ARIANA: ¡Sí, y mejor que no
sea en tu carro!
DIEGO: ¿En mi carro?
¡Aguantate, mi amor, aguantate! ¡Cerrá bien esas piernas!
ARIANA: Tengo miedo de que
se me reviente la fuente.
DIEGO: ¿La fuente? ¿Ariana, estás loca? ¡No me hagás eso! ¡Acabamos de cambiar la tapicería de los asientos!
ARIANA: (Soportando el
dolor). No te preocupés, si siento que voy a parir, lo hago por la
ventana. (Fuerte). ¿Nos vamos, sí
o no?
Cuando
por fin llegamos a la clínica nos recibió una enfermera matusalénica de aspecto
siniestro.
ENFERMERA: ¿Es usted primípara?
Parecía que la había contratado
Hitchcock.
ENFERMERA: ¿Es usted primípara
o multípara?
ARIANA: ¿Yo? Soy... tipo 0 positivo... Señora, creo
que me equivoqué. Debe de ser una falsa alarma. Diego, ¿nos vamos a casa?
ENFERMERA: Eso lo decido yo.
Acuéstese ahí y abra las piernas. ¿Es su primer embarazo?
ARIANA:
Sí.
ENFERMERA:
Se nota.
(A Diego). Ud. siéntese ahí y procure no hablar. No entiendo yo estas
modas de dejar que los maridos vengan a estorbar. Ábrase más, señora. Igual va
a tener que abrirse, dentro de poco, más de lo que se imagina. (Hace el
tacto).
ARIANA:
(Angustiada).
Estoy
muy preocupada porque ayer el doctor me encontró el cuello muy duro. ¿Usted
cómo lo siente? ¿Se habrá suavizado?
ENFERMERA: (Solemne). Sólo Dios puede
suavizar un cuello.
DIEGO: Pues ojalá que esté
despierto.
ARIANA:
¿Pero
está suave o no?
ENFERMERA:
Señora,
su cuello está suave, con tres centímetros de dilatación, y usted se encuentra
en franca labor de parto.
ARIANA:
Pero,
¿cómo?, si el manual del curso decía que primero tenía que perder el tapón
mucoso...
Para
los solteros o parejas sin hijos: “Tapón mucoso: sustancia de aspecto
gelatinoso, levemente rosácea, que mantiene el útero sellado durante el último
período del embarazo, constituyéndose en una excelente barrera contra
numerosos microbios, y cuya expulsión precede de 24 a 48 horas el parto.” No
entendieron nada, ¿verdad? No importa, ya les tocará.
ENFERMERA: ¿Su tapón mucoso?
Aquí está. (Muestra su mano enguantada).
ARIANA: ¿O sea que el bebé ya va a nacer? ¡Diego,
dame la mano!
DIEGO:
¡Mi
amor!
ENFERMERA: Disculpen que los
interrumpa, palomitos, pero debo conducir a la señora al cuarto de labor. Me
imagino que el señor también va a dilatar... Síganme.
Me
instalé como mejor pude en ese cuarto de nombre tan solemne. Siguiendo
fielmente todos los consejos propuestos en el curso pre‑natal, había traído
conmigo música clásica barroca para relajarme, y la fotografía de una rosa a
medio abrir, en la cual debía inspirarme y concentrarme con la intensidad de un budista zen dilatando su
útero. Estaba en lo mejor de las contracciones cuando reapareció Boris Karlof.
ENFERMERA: (Haciendo el
tacto). ¡Esto es un espanto! ¡Este
bebé está que ya se sale! ¡Nos vamos ya para la sala de partos!
ARIANA: Pero, ¿cómo?, si el
manual dice que la labor dura varias horas.
ENFERMERA: El problema es que
el bebé no leyó el manual. Pónganse esta ropa y síganme.
La
tal ropa era una colección de bolsas de chorrear café tamaño gigante, de un
color verde suicida, con la que parecíamos un par de lelos disfrazados de
guantes de cocina. Me empezó a entrar angustia: ¿qué iba a pensar nuestro bebé?
—Dios mío, ¡me tocaron dos dementes bajo fianza! —
ENFERMERA: ¿Va a venir o la
reemplaza su marido?
Me
llevó en maratónica hasta la sala de partos. Conforme atravesábamos la clínica
se nos unían enfermeras, el pediatra, el anestesista que pedí por si las
moscas, todos vestidos como un comando anti‑terrorista de jubilados. El médico
nos esperaba sentado en la escalerilla de la mesa de partos.
DOCTOR: (Bostezando y
leyendo el periódico). ¡Sea bárbaro!
¡Qué mal jugaron estos chapas de la Sele!
ENFERMERA: Aquí está la
primeriza, doctor.
DOCTOR: ¿Quíubo, negrita?
Acuésteseme ahí. ¡Tres a cero, no le digo! Quieta, m'hija, que vamos a romper
esa fuente.
El
“vamos a romper esa fuente” significó que, sembrada como un aerolito en media
mesa de partos, tuve que poner los pies en una especie de estribos, que me
separaban ampliamente las piernas, dejando al descubierto y en perspectiva de
cinemascope mi indefenso sexo, delante de tanta gente que veía por primera vez
en mi vida, que probablemente no volvería a ver, y que retendrían de mí únicamente
esa faceta de mi personalidad. La fuente se rompió, efectivamente,
transformándome en un florero volcado sobre un mantel. Y ahí, sí. Ahí empezó la
emoción. Las contracciones tomaron un ritmo devastador de película de Chuck
Norris. Por suerte entre una y otra había una especie de recreo. De pronto yo
decía: “cortis, estoy ten”, y no sentía nada. Pero cuando recomenzaba el dolor
se iba haciendo tan contundente que me entraron ganas de gritar como una horda
de mohicanos.
Pero
no me atrevía. Digamos que no me sentía en confianza. Toda esa gente, la
enfermera paleolítica empeñada en demostrarme su indiscutible superioridad, me
tenían muy inhibida. Traté de encontrar un modo digno, discreto y elegante de
gritar. Visualicé a la reina de Inglaterra
en las mismas circunstancias, y emití unos escuetos alaridos,
más británicos que otra cosa.
ARIANA: (Grita
solemnemente con voz grave y monocorde). Ay. Ay. Aaaay.
La
dignidad no me duró mucho porque para mi absoluto asombro la enfermera se subió
encima mío, como si yo fuera un caballito de las fiestas de Zapote, y aferrada
como un alpinista a mi barriga, empezó a empujar para sacar al bebé. A mí nadie
me había avisado. No sabía si reírme, echarme a llorar o demandarlos. La María
Seca gigante empujaba como si yo fuera un carro varado y no me quedó más
remedio que recurrir al socorro celestial:
ARIANA: ¡Ayúdame, Santa
Juana, tú que eres fuerte, tú que eres poderosa!
(Grita).
DIEGO:
¡Ariana,
los ejercicios de respiración! ¡Hacé el jadeo! ¡Hacé el jadeo, así: (Lo
hace).
ARIANA: (Con dolores). ¡No jodás! ¿Cuál respiración? (Grita).
En ese momento el médico dijo:
DOCTOR:
¡Ya
viene!
Y
toda la afición me dejó sola en el campo, Diego incluido. Se pasaron del lado
del bebé. Hasta la tarántula se bajó del caballo y fue a ver qué pasaba entre
mis dos piernas desparramadas. El piquete, (o episiotomía), cuya sola idea
tanto miedo me había producido, ni siquiera lo sentí, porque el doctor lo hizo
justo cuando yo estaba entretenidísima sorteándome una contracción de madre, y
si me di cuenta de que me lo hicieron fue porque vi a Diego adquirir un
tono más verde que el de su uniforme, y caer en brazos de la María Seca.
Llegó
el momento de pujar. La contracción comenzaba como una ola que se encrespa y
desde la playa el médico agitaba banderitas, me aplaudía, daba pasos de
porrista. El pediatra, el anestesista (que total no vino a nada, porque fue
parto natural), le hacían coro, tocaban pitos, tiraban confetti con las
enfermeras.
TODOS: (En off). ¡Puje! ¡Puje! ¡Puje! ¡Eh! (Gritos de regocijo.
Cantos de apoyo de hinchas de fútbol).
ARIANA: (En medio de la
algarabía). Bebé, tenés que
ayudarme. Apurate a salir, que te están esperando.
BEBÉ:
(Gritando).
¡Sí,
mamá! ¡Yo también estoy empujando!
ARIANA:
¡Listo,
mi amor, que ahí viene! (Puja).
TODOS:
¡Puje!
¡Puje! ¡Puje! (En crescendo). ¡Ahí viene! ¡Ahí viene! ¡Ahí viene! ¡Ahí
viene! ¡Ahí viene! (Gritos de triunfo).
¡Eh!
(Bombetas
y música de samba).
Al
fin nació mi bebé, y el ginecólogo obstetra me entregó un paquetito rosado que
pegaba gritos en miniatura. En ese momento, nunca se supo de dónde, llegó un
vendaval fuertísimo, bíblico, (se escucha el vendaval y la música de samba
se aminora hasta desaparecer), que
se llevó volando por los aires sillas, cortinas, instrumentos, al anestesista,
a los otros médicos. Rodaban de un lado para otro las enfermeras, tratando de
aferrarse a las paredes, pero las paredes también comenzaron a volar. La
clínica entera despegó y no quedó nada. (Oscuridad casi total. Luz sólo
sobre Ariana). Una inmensa llanura,
y en el medio de ella, como si fuera un barco encallado, yo sobre mi mesa de
partos, aquella cosa que berreaba, brillante como un delfín, y Diego,
cayéndosele las lágrimas, con un león de felpa atorado en la garganta. Miré a
la criatura. Gritaba, chirriaba de indignación, cerrando unos puños del tamaño
de una moneda. Le vi el pelito de juguete, el culito flaco de anfibio, la
carita de sabio tibetano llorando de hipo. Le puse entre los labios el
chorrete dulce que me salía del pecho, y botando al suelo mi corazón como una
cartera vacía, enamorada en forma irremisible desde entonces y para siempre,
por fin le dije:
ARIANA: Hola, Valentina.
(Oscuro total).
Ana
Istarú
Actriz, poetisa y dramaturga, nace en San José
de Costa Rica en 1960. De la mano de su padre penetra en el mundo de las letras
y junto a su madre conoce la pasión del teatro.
Obtiene
el bachillerato en Artes dramáticas con énfasis en Actuación en la Universidad
de Costa Rica en 1981. Labora como actriz teatral, desempeñando roles
protagónicos en obras tanto clásicas como contemporáneas. Obtiene en 1980 el
Premio Nacional a la Actriz debutante, en 1997 a la Mejor Actriz Protagónica y
el Premio Ancora de Teatro 1999-2000.
Su obra
poética, que abarca 6 poemarios, ha sido recogida en numerosas antologías
americanas y europeas. Su libro más conocido "La estación de fiebre",
ha sido vertido al francés y publicado en París. Cuenta también con
traducciones parciales al inglés, alemán, italiano y holandés.
Como
dramaturga ha obtenido dos premios internacionales en España: el María Teresa
León para Autoras Dramáticas 1995, convocado por la Asociación de Directores de
Escena, en Madrid, y el Premio Hermanos Machado de Teatro 1999 del Ayuntamiento
de Sevilla.
Sus
obras se han montado en Costa Rica, España, México y Estados Unidos, en versión
inglesa.Se le concedió en 1990 la beca de creación artística de la Fundación
John Simon Guggenheim.
Algunos de sus poemarios son: "La muerte
y otros efímeros agravios" (1989), "La estación de fiebre"
(1983) "Verbo madre" (1995).Cuenta, en su obra dramática, con las
obras "El vuelo de la grulla"(1984) , "Madre nuestra que estás
en la tierra" (1988), "Baby boom en el paraíso" (1996) y
"Hombres en escabeche" (2000).