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25/11/14

Ocho monólogos. dARÍO FO Y FRANCA RAME












Ocho monólogos

Dario Fo
o Franca Rame


La mujer sola

(Elementos escenográficos: Dos puertas a ambos lados del escenario. Una da al lateral izquierdo; la de la dere­cha es la entrada al piso; la de la izquierda, la del dor­mitorio. La del fondo, la cocina. Hacia el proscenio, una mesa alargada sobre la que vernos: un teléfono, una plan­cha, una radio, una palangana, un cepillo. Delante de la mesa, un taburete. Un mueble aparador, sobre el que esiá una bandeja con esparadrapo, vendas, alcohol y pomadas. De la pared cuelga una escopeta de caza. Una silla. Es el cuarto de estar de una casa corriente. Entra una Mujer con una cesta de ropa para planchar. Lleva una bata muy escotada. La radio está puesta a todo volumen. Se asoma a una ventana imaginaria en el proscenio, y se sorprende agradablemente al ver a alguien en la casa de enfrente.)
Mujer (En voz alta, llamando la atención de la otra persona.)
Señora... ¡Señora!... Buenos días... Pero cuánto tiempo Lleva usted viviendo ahí, si ni me había dado cuenta de la mudanza..., no, qué va, creía que estaba deshabita­da. Pues me alegro mucho... (Grita.) ...que digo que me alegro mucho... ¿No me oye? Ah, claro, lleva usted razón, es la radio, ahora mismo la apago... Perdone, pero es que cuando estoy sola en casa o pongo la radio así de fuerte, o me entran ganas de morirme... En esa ha­bitación (va a la puerta de la izquierda) tengo siempre puesto el tocadiscos... (Abre la puerta, se oye la música.) ¿Lo ha oído? (Cierra.) En la cocina, el cassette... (Abre la puerta.) ¿Lo ha oído? (Cierra.) Así me siento aacompañadaen toda la casa. (Se acerca a la mesa y empieza a trabajar: cepilla una chaqueta, cose botones, etc.) No, en el dormitorio no, claro. Allí tengo el televisor, sí, siempre encendido. Sí, a todo volumen. Ahora están transmitiendo una misa cantada... en polaco, ¡caray con el idioma! ¡Idioma de papas! No hay quien lo entienda. Sí, también me gusta, yo mientras sea música..., el ruido me acompaña, sabe... Y usted, ¿cómo se las arregla para estar acompañada? Ah, tiene un hijo, qué suerte... Pero qué digo, estaré tonta, si yo también tengo un hijo..., mejor dicho, tengo dos. Es que con la emoción de char­lar con usted se me había olvidado uno..., pero no me acompañan, de eso nada. La nena porque es mayor, ya sabe, los amigos, las amigas..., en cambio, el niño está siempre conmigo, pero tampoco me hace compañía. Siempre está durmiendo. Hace caca, come y ronca... ¡como un viejo! Pero no me quejo, no, señora, yo en mi casa estoy divinamente. Como una reina. No me falta de nada, mi marido me lo compra todo. ¡Tengo de todo! Tengo..., pues ni yo misma lo sé, fíjese..., tengo frigo­rífico..., sí, ya sé que todo el mundo lo tiene, pero es que el mío hace hielo en cubitos, sabe... Tengo lavadora de veinticuatro programas. lava y seca, ¡si viera usted cómo seca! A veces tengo que volver a mojar toda la ropa para poder planchar de seca que esta, toda tiesa. Tengo olla exprés, batidora, picadora, licuadora, tritura­dora. Música en todas las habitaciones, ¿que más voy a querer? Después de todo, sólo soy una mujer. Ah, sí, tenía una por horas, pero salió corriendo. Después vino otra, y también huyó, todas las asistentas salen corrien­do de mi casa. ¿Cómo? No, qué va, no es por mí. (In­cómoda.) Es por mi cuñado... Sí, es que las tocaba. Las tocaba a todas en semejante lugar..., es que está en­fermo, sabe. ¿Morboso? Pues yo no sé si será morboso, yo lo que sé es que pretendía cada cosa de esas pobres chicas..., y ellas, claro, se negaban. ¿Usted qué haría si mientras limpia la casa le meten mano por debajo de la falda? ¡Y con una mano! Uy, señora, ¡si viera el pe­dazo de mano que tiene mi cuñado! Menos mal que sólo tiene una, que si no... Sí, un accidente... (Durante este diálogo se ha sentado frente a la ventana y cose mientras charla con la vecina.) Un accidente de coche, imagínese, tan joven, treinta años, y se rompió entero. Está escayo­lado de arriba abajo: sólo le han dejado un agujerito para respirar y comer, pero no habla, sólo masculla, no se le entiende nada. Los ojos le quedaron bien, así que no se los escayolaron..., se los han dejado al aire, y tam­bién la mano tocona, que también está sana, y también tiene sano... (Se interrumpe, confusa.) No sé cómo de­cirle..., es que aún no tenemos confianza, acabamos de conocernos como quien dice, y no quiero que piense mal de mí..., bueno, en fin..., que se ha quedado sano... allí. ¡Y cómo de sano, señora! ¡Demasiado! Siempre tiene ga­nas de... ya me entiende... Sí, eso sí, el pobre se dis­trae mucho. Lee una barbaridad, se mantiene informa­do..., revistas porno, sí, tiene el cuarto abarrotado de revistas guarronas, ya sabe, de esas con muchachas des­nudas, ¡en cada posturita! Yo creo que a esas pobres muchachas, después de hacerles las fotos, las escayolan igual que a mi cuñado..., si parecen anuncios de carni­cería, con esas piezas de carne ampliadas, a todo color. Yo cuando me tropieza con una de esas revistas, luego no puedo ni freír un filete, oiga, es que me da un asco... Así que, desde que se me han ido todas las asistentas, me ocupo yo de mi cuñado. Lo hago por mi marido, sabe..., después de todo es su hermano... ¡Pero qué dice! (Ofendida.) Claro que me respeta. Faltaría más. A mí me lo pide siempre. Antes de meterme mano me lo pide, sí señora. (Suena el teléfono.) Debe ser mi marido, siem­pre llama a esta hora. Perdone un momentito. (Contesta.) ¿Diga? ¿Cómo? Sí..., pero cómo... ¡Vete a tomar por culo, hijo de perra! (Cuelga con fuerza. Está furiosa. Mira a la vecina y le sonríe, como excusándose.) Perdone la palabrota, pero es que a veces no hay más remedio. (Vuel­ve a trabajar, nerviosa.) No, claro que no era mi marido, ¡estaría bueno! Pues no, no sé quién es... ¡Es un ma­níaco telefónico! Me llama una, dos, tres... mil veces al día..., me dice guarrerías, cada palabrota... que ni si­quiera vienen en el diccionario, que yo las he buscado, oiga, ¡y nada! ¿Enfermo? A mí qué me importa, con un enfermo en casa ya tengo de sobra, no voy a ser yo la enfermera de todos los guarros de la ciudad, ¿no le pa­rece? (Vuelve a sonar el teléfono.) ¡Ya estamos otra vez! No pienso ni dejarle hablar. (Descuelga.) ¡Oye tú, repug­nante!... (Cambia de tono.) Hola. (A la vecina, tapando el auricular.) Es mi marido. (Al teléfono.) No, cariño, si no iba por ni..., creía que era..., bueno, verás, resulta que hay un señor que siempre me está llamando, y pregunta por ti, y dice cada taco... terrible, no sabes bien... Está enfadadísimo contigo, dice que le debes dinero, así que yo, para asustarle, le he dicho lo de la policía. (Otro cambio de tono; asombrada.) Claro que estoy en casa. Antonio, te juro que estoy en casa, ¿dónde quieres que esté? ¿Qué número has marcado? ¡Pues si te contesto yo, dónde voy a estar, hombre de Dios! ¡Que no he sa­lido! ¿Cómo voy a salir, si me encierras con llave? (A la vecina.) Fíjese, señora, vaya elemento que tengo por ma­rido... (Al teléfono.) Oye..., no, no estoy hablando con nadie..., sí, he dicho «señora» porque a veces me llamo a mí misma «señora»... No, no hay nadie en casa... Sí, tu hermano sí que está, a dónde va a ir..., está en su cuarto viendo diapositivas... Sí, el niño está dormido..., sí, ya ha comido..., sí, ya ha hecho pis. (Molesta.) ¡Tu hermano también ha hecho pis! Adiós. Que no, que no, que estoy muy alegre, Antonio, y muy contenta. (Más y más nerviosa.) Estaba aquí, planchando y riéndome, de lo bien que lo paso. (Gritando.) ¡Estoy contentísima! (Cuelga. Grita con rabia al teléfono. Mira a la vecina, tensa y seria. Luego le sonríe en silencio. Ha recuperado el control.) ¿Ha visto? Tengo que mentirle. No, no sabe nada del maníaco telefónico..., ¡si se lo digo, me monta un cirio! Sí, ya sé que yo no tengo la culpa, pero es que él dice que si ellos llaman es porque notan que me pongo nerviosa, y entonces se excitan más y se masturban. Y que va a terminar por quitar el teléfono. Ya me deja encerrada en casa, prisionera. Por la mañana, cuan­do sale, me encierra... Sí, él hace la compra... (Plancha.) Bueno, llama de vez en cuando por si pasa algo. Pero qué quiere que pase en esta casa, si somos una familia muy tranquila... (De pronto deja de planchar. Mira ha­cia arriba, trata de taparse el escote: el pecho izquierdo con una servilleta, el derecho con la plancha. Grita.) ¡Que te estoy viendo, cerdo! (A la vecina.) Perdone un segundo. (Al mirón.) No te molestes en esconderte, que estoy viendo los prismáticos brillando al sol. (Se coloca la plancha sobre el pecho y la quita en seguida. A la vecina.) ¡Ay, Dios, que me he planchado un pecho! Us­ted no puede verlo, pero es allí..., en la ventana que está encima de la suya..., sólo me faltaba ese mirón..., no ve, una pobre mujer ni en su casa puede estar a gus­to..., en fin, cómoda, planchando, por culpa de ese ob­seso voy a tener que planchar con abrigo... (Al mirón, gritando.)  ¿Verdad?   ¡Y con pasamontañas!   ¡Y  con esquíes! Que ni sé esquiar, y luego me caigo y me rompo como mi cuñado, ¡hombre! (A la vecina.) ¿La policía? No, no, yo no la llamo. Porque mire usted, ¿sabe lo que pasa después? Que vienen, extienden el informe, quie­ren saber si yo estaba desnuda o vestida en mi casa, si es que provoqué al mirón con la danza del vientre, y para terminar, yo, sólo yo, acabo con una hermosa de­nuncia por actitud obscena en lugar privado, pero expues­to al público. ¿Qué le parece? Que no, que no, que pre­fiero arreglármelas yo sola. (Descuelga de la pared la escopeta de caza y apunta hacia el mirón, gritando.) ¡Mira que te mato! (Decepcionada.) Ha huido. En cuan­to ve la escopeta sale corriendo, ¡el muy cobarde! ¡Cerdo con prismáticos! (Deja la escopeta en la mesa.) ¿La he hecho reír? ¿Estoy loca? (Plancha.) Mejor loca que como estaba antes..., cada dos meses me tragaba un frasco de somníferos, todas las pastillas redondas que encontraba en el botiquín, hala, adentro..., hasta llegué a tomarme el jarabe de las lombrices de los niños... ¡por pura deses­peración! O a cortarme las venas, como hace tres meses. Sí, las venas..., mire, aún me quedan las cicatrices..., ¿las ve? (Le enseña las manos.) No, señora, lo lamento muchísimo, pero lo de las venas no puedo contárselo. Es una historia privada, y muy íntima además. No me siento con fuerzas..., nos conocemos muy poco. (Cambia de tono.) ¿Se la cuento? No, no. Bueno, a lo mejor me viene bien desahogarme un poquito. Pues verá..., es una historia muy triste. Fue por un muchacho... quince años menos que yo, y encima aparentaba menos aún..., tími­do, torpe..., dulce..., delicado..., ¡tanto, que hacer el amor con él hubiera sido como cometer un... un incesto! Pues yo lo cometí. ¿Qué? Pues el incesto. Hice el amor con e! chico, ¿y sabe lo peor de todo? Que no me daba nada de vergüenza..., todo lo contrario, me pasaba el día  entero cantando..., bueno, miento, por las noches lloraba... «Eres una depravada», me decía. (Se oyen bocinazos.) Perdone, es mi cuñado que me llama..., un se­gundo, que en seguida vuelvo. (Se asoma a la puerta de la izquierda.) ¿Qué quieres, querido? (Suena el teléfono; cierra la puerta y corre a contestar.) Diga. Qué pasa, Antonio... (A la vecina.) Es mi marido. Sí, sí, te oigo. ¿Que si viene quién? ¿El del dinero? (Para si misma.) Y ¿quién es el del dinero? Ah, el que se pasa la vida llamando... Bueno, pues qué le voy a hacer..., además estoy encerrada, no va entrar por la cerradura... Ah, que tengo que hacer como que no estoy en casa..., que apa­gue la radio, el tocadiscos, el televisor..., de acuerdo, como tú digas, a sus órdenes, mi amo y señor. Sabes lo que te digo, que aun voy a hacer algo más por ti. ¿Sa­bes lo que voy a hacer? Voy a ir al retrete, me meto en la taza del water, y luego tiro de la cadena, ¿te parece bien? ¡Anda, si encima se enfada! ¡Que te zurzan, gua­po! (Cuelga, furiosa.) Ha dicho que nada más llegar me va a inflar a tortas. ¿A mí? ¿Que si mi marido me pega? ¿A mí? Pues claro. (Vuelve a trabajar.) Pero dice que lo hace porque me quiere, ¡que me adora! Que soy como una niña, y él tiene que protegerme..., ¡y para proteger­me mejor, el primero en jorobarme es él! Me encierra en casa, me da de hostias, y luego pretende que hagamos el amor. Y le importa un bledo que a mí no me apetezca. Yo tengo que estar siempre dispuesta, a punto, como el Nescafé: lavada, perfumada, depilada, pintada, cálida, voluptuosa, sensual... ¡pero callada! Basta con que res­pire, y suelte de vez en cuando un gritito, para que él crea que me gusta. Y a mí, con mi marido, no me gusta nada. Bueno, es que no siento..., no consigo alcanzar... (Muy incómoda, no encuentra la palabra adecuada. La vecina se la sugiere.) Eso es..., esa palabra..., ¡es que hay que ver qué palabra! Yo nunca la digo. ¡Orgasmo! Me sueno a nombre de un bicho asqueroso..., un cruce de mandril con orangután. Como si lo leyera en el perió­dico, a toda plana: «Orgasmo adulto escapa del Circo Americano», o «Monja atacada en el zoo por orgasmo enloquecido.» O cuando dicen: «He alcanzado un orgas­mo», me recuerda a cuando después de una carrera tremenda consigues alcanzar el autobús en el último momen­to... (Ríe.) ¿A usted también le suena raro? ¡¡¡Or-gas-mo!!! ¡Vaya palabra! Con la de nombres que hay, no podrían llamarlo, qué sé yo, por ejemplo, silla..., así uno puede decir: «He alcanzado la silla.» Primero, no se com­prende que ha estado haciendo cosas feas, y segundo, si está cansado, pues se sienta y descansa. (Ríe divertida.) ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, perdone, pero es que con esto del orgasmo me he despistado... Pues eso, que yo con mi marido no siento nada, pero es que nada de nada, oiga. Mire cómo hago el amor con mi marido... (Cam­bia de tono.) Pero no se lo cuente a nadie, ¿eh? ¡Así! (Permaneciendo sentada, se cuadra como un soldado.) Y cuando termina, digo: «¡Descansen!» No, en voz alta no, que me pega, por dentro, yo siempre hablo por den­tro. «¡Descansen!» No sé por qué no siento nada. Quizás porque me siento... bloqueada..., me parece estar como... (No encuentra la definición adecuada. La vecina se la sugiere. Cambiando de tono.) ¡Eso! ¡Por qué habrá tar­dado tanto en venirse a vivir aquí! Si supiera el tiempo que me lo llevo pensando... y encima es una palabra fá­cil: «Utilizada.» Sí, utilizada, como la aspiradora, la licuadora, la cafetera... También será porque yo no he tenido muchas experiencias sexuales, sabe..., sólo dos..., una con mi marido, que no cuenta, y otra cuando era pequeña..., yo con diez años y él con doce. ¡Un inútil que ni se lo puede figurar! Espero que baya mejorado con la edad, pobre criatura... No sabíamos nada, sólo que los niños nacían de la tripa..., y yo no sentí nada, sólo un dolor terrible aquí. (Se señala la tripa.) Sí, aquí, en el ombligo, porque creíamos que era por ahí..., y él em­pujaba, empujaba..., tuve el ombligo inflamado una se­mana. Mi madre creyó que tenía otra vez varicela, la pobre... A mi marido nunca se lo he contado, porque igual va y después de diez años me monta un número: «¡Tú a callar! Y del ombligo, ¿qué? ¡Puta, más que puta!» No, no, yo callada como una ídem. Se lo conté al cura, eso sí. Me confesé, y me dijo que no volviera a hacerlo. Después crecí, y ya no tuve más experiencias con el sexo, porque la del ombligo no me había gustado nada. Luego ya me hice mayor, me eché novio, y las amigas me explicaron... El día de la boda estaba tan emocionada, que cantaba como una posesa... No, sin voz, por dentro..., yo todo lo hago por dentro... En la iglesia cantaba por dentro: «Ya llega el amor, oho, ohoooooo..., ya llega el amor...» (Cambia de tono.) Y el que llegó fue mi marido. Qué mal lo pasé la primera vez, señora. «Pero cómo», me preguntaba yo, «¿y esto es todo?» Ay, qué mal lo pasé la primera vez... y todas las otras... ¿Que si me informaba? ¿Y dónde? Lo que hice fue em­pezar a leer revistas de mujeres y descubrí una cosa. (Dándose importancia.) Descubrí que nosotras, las muje­res, tenemos puntos erógenos..., que son los puntos, las zonas de mayor sensibilidad al tacto del hombre... (De­cepcionada.) Ah, que usted ya lo sabía... Usted sabe mu­chas cosas, ¿verdad? ¡Y la de zonas que tenemos! En esa revista salía un dibujo de una mujer desnuda, por zonas..., ya sabe, como en esos carteles que hay en las carnicerías con la vaca en pedazos, como un mapa, y cada punto erógeno estaba pintado con colores muy chi­llones, según su sensibilidad. Pues yo, con mi marido, ni un punto erógeno. No sentía nada. Pero ya estaba resignada, porque creía que era así para todas las muje­res, hasta que conocí al chico. La cosa empezó así: mi hija mayor era mayor, y yo tenía menos trabajo, y le dije a mi marido: «Oye, que me he cansado de ser sólo ama de casa, quiero hacer algo intelectual, como apren­der inglés, por ejemplo, por si vamos a Inglaterra, que allí lo hablan mucho.» El me dijo: «Muy bien», y trajo a un joven universitario de veintiséis años que hablaba inglés a la perfección. Al cabo de unos veinte días me di cuenta de que el muchacho que sabía inglés estaba loco por mí... ¿Que cómo me di cuenta? Pues... si, por ejemplo, al decir un verbo yo le rozaba una mano, él se ponía colorado, temblaba y tartamudeaba, en inglés, cla­ro. No se le entendía nada. Yo no estaba acostumbrada a esos sentimientos tan espirituales, sólo conocía la manaza de mi cuñado, o las porquerías del maníaco tele­fónico, o la comodidad de mi marido. Entonces pensé: «¡Se acabó! ¡Estás cayendo en el pecado, basta con el inglés!» Pero el muchacho lo tomó fatal, me esperaba en la calle, yo le decía: «¡Vete, sal con una chica de tu edad, y olvídame, márchate!» Luego, un día, me hizo una cosa que me dejó completamente trastornada. Ya sabe que abajo, en la plaza, hay una pared muy alta. Sí, por donde pasa el tren..., bueno, pues bajo yo una mañana para ir a la compra, y casi me caigo redonda: en la pared ponía, con letras grandísimas, rojas. «Te amo María.-» Bueno, en realidad lo ponía en inglés, para que no se entendiera: «I love you María.» María soy yo, ¿sabe? Lo había escrito él, de noche, para mí..., seguro que se tuvo que subir a una escalera, porque las letras eran enormes. Me quedé de piedra en plena calle, casi me pilla un coche. Y qué hacía yo ahora..., estaba hecha un lio..., descubrir que un hombre me amaba tanto, a mí, que tengo dos hijos, un marido, y encima un cuñado. Me en­cerré en casa y deje de salir. Y para tranquilizarme em­pecé, a beber... vermut amargo, Femet, imagínese, me lo tragaba como una medicina. Me quedaba aquí dentro, con la radio cantando, el teléfono sonando, mi cuñadodando bocinazos... (Bocinazo.) Si antes lo digo... (Va a la derecha.) ¿Qué pasa? Anda, pórtate bien, que estoy hablando con una amiga... ¡Grosero!... Si supiera la pa­labrota que me está diciendo con la bocina... Mire usted, le juro que en cuanto le quiten la escayola lo tiro esca­lera abajo y lo vuelvo a romper emérito... Pues sí, bo­rracha, pero no como para caerme al suelo, sólo contentilla, y de pronto, un día, suena el timbre de la puerta. ¿Sabe quién era? Pues la madre del muchacho. ¡Ay, ma­dre, qué vergüenza! «Señora —me dijo—, no me lo tome a mal, pero estoy desesperada, mi hijo se está muriendo de amor por usted... No come, no duerme, no bebe... Sálvelo, señora, por lo menos venga a saludarle.» ¿Qué podía hacer yo? Al fin y al cabo, también soy madre..., así que cogí y me fui a su casa. El estaba en la cama, flaco, pálido, triste... En cuanto me vio se echó a llorar, yo también me eché a llorar, y la madre lo mismo. Luego la madre salió y nos quedamos solos. El me abrazó, yo le abracé. Después no sé qué pasó, cómo fue, pero, más o menos una hora más tarde, me dije: «¡Santo cielo, me está besando!» Y a él le dije: «Imposible, no podemos hacer el amor..., claro que tengo ganas, yo también te amo, pero tengo dos hijos, un marido y un cuñado.» En­tonces él saltó de la cama, desnudo..., qué desnudo es­taba, señora..., coge un cuchillo que tenía guardado, se lo planta en la garganta y dice: «O haces el amor con­migo o me mato ahora mismo.» Comprenderá usted que no soy una asesina. Así que me desnudé muy de prisa e hicimos el amor. Ay, señora, créame, fue tan dulce, tan tierno..., tendría que haberlo visto..., unos besos, unas caricias... Y así fue como descubrí que el amor no era lo que hacía con mi marido, él encima y yo debajo..., ¡como debajo de una apisonadora!, sino como..., como un salto muy grande, a cámara lenta. Y volví al día si­guiente, y al otro, y al otro, y todos los días después de los otros. Pero qué estará usted pensando..., es que es­taba enfermo el pobrecillo..., descubrí a mi edad algo que- yo creía que sólo pasaba en el cine... Entonces, al verme tan... distraída, mi marido pensó que me emborra­chaba, y cerró con llave el armario de las botellas, el muy estúpido... Luego empezó a sospechar, me hizo seguir, y un día que estaba yo en el dormitorio del muchacho, de pie, desnuda..., él también de pie, desnudo..., nos estábamos despidiendo, sabe..., se abre la puerta y entra mi marido, con abrigo. Cómo se ofendió, señora, empezó a gritar como un poseso, quería matarnos a los dos, pero mi marido —usted no lo conoce— sólo tiene dos ma­nos. Nos apretaba el cuello a los dos, pero no nos mo­ríamos. En eso entró la hermana —la del chico—, que también estaba desnuda porque se estaba duchando, y se asustó al oír los gritos, luego entró la madre, que por suerte iba vestida..., en fin, que aprovechando el follón yo salí corriendo, me encerré en el baño, y me corté las venas. Por suerte mi marido, que quería matarme él per­sonalmente, tiró abajo la puerta, y al ver tanta sangre se le pasaron las ganas de matarme... y le entraron ganas de salvarme, mire usted por dónde, si es que es más suyo, mi marido... Bueno, pues me llevaron al hospital, y luego me perdonó, pero me encerró en casa. Ya llevo un mes así. Claro, usted lo ha dicho, esto es secuestro de persona... Pero qué manía tiene usted con la policía, oiga, ¿no tendrá algún pariente en el Cuerpo? No pue­do llamar a la policía, ya se lo he dicho. Llegarían, se sabría lo del chico, mi marido y yo nos separaríamos, me quitarían a los niños..., a lo mejor me dejaban a mi cu­ñado.... que no, señora, si yo estoy divinamente así... No. señora... No, señora...



































La madre pasota

(El interior de una iglesia. En el centro del escenario, casi en corbata, un confesionario. Entra una mujer ves­tida de manera estrafalaria, entre hippy y agitanada. Avanza cautelosa, como si la persiguieran.)
La madre que los parió, vaya panda de cabrones..., mira que seguirme basta la iglesia... ¿Dónde me escondo yo ahora? En la sacristía. ¿Y dónde estará la sacristía? ¿A este lado del coro o al otro? (Sigue tratando de es­conderse.) Ahí vienen dos más, si es que me tienen ro­deada... ¡El confesionario! Ya está, me esconderé en el confesionario. (Mira en el confesionario.) Vaya por Dios, está ocupado. Hay un cura dentro. Dichosos curas, si es que te los encuentras en todas partes... Bueno, pues me confesaré, qué se le va a hacer. (Se arrodilla.) A ver si los carabineros se atreven a interrumpir un sacramento. (Se arrodilla en el lado izquierdo.) Padre, padre, confiéseme. ¡Padre! Coño, se ha dormido. Padre, padre, despierte... (Golpea en la rejilla con los nudillos.) ¡Ya era hora! Quiero confesarme, y rápido, si es posible. ¿Cómo que no es posible? ¿Y eso por qué? ¿Aún sigue dormido? Bueno, pues vamos a hablar un rato, así se espabila. ¿Cómo? Eso sí que no lo había oído yo nunca. Un cura que antes de confesar quiere ir al bar a tomarse un café... No, oiga, usted no se mueve de aquí, o le monto un nú­mero de padre y muy señor mío... Tengo todo el dere­cho de confesarme. ¡Pago religiosamente mis impuestos! ¡Pues claro que tiene que ver! A ver si nos aclaramos: la nuestra es una religión de Estado, y si no me equivo­co, el que les paga el sueldo es el Estado, es decir, nos­otros, los contribuyentes. Así que exijo que mi religión de Estado me confiese. Vamos, padre, confiéseme..., que siento cómo me invade una ola de fe... Animo, padre, que cuando acabemos le invito a un café en el bar, ¿vale? ¿Empezamos? Vamos allá. ¿Cómo? ¿La última vez que me he confesado? Deje que piense un momento... Claro que soy creyente, qué se ha creído... No sé de qué iba a estar yo aquí de no serlo... Soy creyente, practicante; ferviente, ¡todo! Pues... hace veinte años, la última vez que me confesé fue hace veinte años, el día de mi boda. Sí, en la iglesia. ¡Una ceremonia preciosa! La verdad es que yo no quería casarme por la Iglesia, pero lo hice por no darle un disgusto a la madre de mi novio, que era muy creyente la mujer... No, si yo también soy creyente, pero también soy comunista... Sí, comunista creyente. No teísta, ni atea, ni antiatea: soy marxista guión leni­nista, tolomaica, apostólica, ¡eurocomunista! Sí, padre, estoy de acuerdo, no se puede decir que he sido muy practicante: veinte años sin confesarme, lo confieso, es una pasada. Pero nunca he dejado de hacer mi autocrí­tica, por lo menos una vez por semana, en la célula de mi partido. ¿Que no es lo mismo? Bueno, no insisto. Si usted lo dice... ¡Empezamos? Sí, estoy lista. (Se pone en pie, solemne.) Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que... (Se interrumpe.) ¿Qué he hecho? Ah, sí, tiene razón, es que me he confundido... Perdone, padre, es la costumbre de los procesos, sabe... (Se sienta cómodamente en el escalón del confesionario.) Pues sí, me han procesado unas cuantas veces... (Saca el punto y se pone a tejer.) Pues... por resistencia reiterada a la autoridad, robo con destreza..., ¡que tampoco era para tanto, si me dejé trincar! Digo yo que más bien sería robo con torpe­za, vamos..., ¿no le parece? No, no soy una ladrona ha­bitual. Lo hago así, de vez en cuando, en broma. Pero en cambio sí aplico lo de la autorreducción... ¡Es tan bonito! ¿Que no sabe lo que es? Pues mire, el caso es que vamos treinta-cuarenta-cincuenta mujeres de un ba­rrio al supermercado a hacer la compra. «¿Cuánto es?» «Cien mil liras.» «¡De eso nada, nosotras sólo pagamos cincuenta mil! Autorreducción del cincuenta por ciento, porque ustedes ya ganan bastante con el cincuenta por ciento que les queda.» (Asombrada.) ¿Que es pecado, pa­dre? ¿Pecado mortal? ¿Y la inflación, entonces? Bue­no, de todos modos ya está hecho. Usted vaya tomando nota de mis pecados y luego me da la penitencia, y en paz... Claro que tengo familia, un marido y un hijo. No, ellos no roban. No, ya no vivo en casa. Pues donde puedo... Lo sé, lo sé, como esposa y como madre no soy lo que se dice un dechado de virtudes, pero si me he vuelto una desastrada ha sido precisamente porque antes era un auténtico «modelo de virtudes». Yo para estar junto a mi hijo, para poderlo educar personalmente, hasta he llegado a dejar el trabajo. Y eso que la colocación me gustaba. Era jefa de departamento, y también estaba en el sindicato. A mi hijo lo he crecido como si fuera el Niño Jesús. Y yo me sentía como la Virgen María..., y mi marido... ¡San José, el buey y el burro todos jun­tos! Luego creció y fue al colegio, y se metió por medio la maldita política..., sí, cuando estaba en bachillerato, ya sabe, encierros, manifestaciones, enfrentamientos con la policía... Una vez me vino a casa hecho un cristo el pobre..., ay, perdone, padre..., bueno, que estaba todo ensangrentado el angelito...  Yo me desmayé del susto, padre. Y desde ese día, siempre que tardaba me ponía enferma del susto. Oía una sirena, y ¡zas!, se me paraba el corazón. «¡Es mi hijo, es mi hijo!» Ay, padre, usted no sabe lo que es ser madre, padre... ¡Y encima, madre de un extremista de izquierdas! Luego, en casa, este niño nos lo cuestionaba todo, a mí y a mi marido. Porque sabe, padre, nosotros somos del Partido Comunista, militantes practicantes. Los epítetos más cariñosos que nos decía eran: «¡Revisionistas, socialdemócratas, oportunis­tas, sacristanes de izquierdas!» Imagínese qué disgusto. Pero lo que nos ponía enfermos de rabia era los versitos sarcásticos que nos sacaba, metiéndose con el partido y con los líderes. ¡Nos daba una rabia! Me provocaba, ¿comprende? «¿Dónde vas ahora?» No, padre, a usted no era, si casi no le conozco, cómo voy a tutearle... Era a mi hijo: «¿Donde vas ahora?» «Salgo con mis compañeros.» «¿Es que nosotros, tu padre y tu madre, no somos tus compañeros?» «No, vosotros sois la familia.» Y me lanzaba esa familia como sí me echase encima un montón de... Perdone, padre. «No, vosotros no sois com­pañeros —le contestaba yo—, sólo sois una banda, unos sinvergüenzas, unos delincuentes, eso es lo que sois.» «No, sinvergüenzas sois vosotros, que le laméis el culo a la Democracia Cristiana.» Y a mí y a mi marido, ¿compren­de, padre? Y luego pegaba un portazo, y a la calle. Fí­jese, padre, que llegué al extremo de ir a las manifesta­ciones de los extremistas. Sí, porque no podía soportar quedarme en casa, esperando que que me lo trajeran muerto. Así que yo también me iba, y me quedaba unos pasos detrás de él, y le controlaba sin que me viera... Lo más terrible era que para no llamar la atención yo tenía que gritar las mismas consignas que ellos. Y mientras fueran insultos a los fachas no pasaba nada... Pero cuando a mí, que soy del PCI, me tocaba gritar a voz en cuello cosas contra la Democracia Cristiana, ay, señor..., ¡me ponía mala! Y encima marchar, correr. (Se pone de pie y camina como si estuviera en una manifestación,, pasan­do al lado izquierdo del confesionario.) Y cada vez que... (Se da cuenta de que el confesor cree que sigue en el otro lado, y golpea en la rejilla.) Estoy aquí, padre. (Se sienta.) No, padre, no estoy inquieta, es que estaba ha­ciéndole la manifestación. Y cada vez que gritaba esas consignas, decía, me encontraba con uno de rni célula, mirándome, hasta el secretario, que estaba ahí en la acera mirando, y que al verme y oírme gritar esas cosas, se hacía rápidamente la señal de la hoz y el martillo. (La hace.) Así que me expulsaron del Partido. ¡Y todo por amor de madre, padre! Anda que no me ha fastidiado a mí el amor... No se enamore, padre, hágame caso... Una vez, en una manifestación, que yo me había informado antes: «¿Cómo es la mani de mañana, compañeros?» «¡Pacífica!» Así que yo me vestí de manifestación pací­fica: zapatos con unos tacones así de altos, faldita ajus­tada... ¡Hacía años que no se veía una carga de la policía como aquélla! Nos perseguían todos: policías, carabine­ros..., yo creo que también estaban los guardias fronte­rizos a caballo, y los suizos del papa... Y yo, a correr con esos tacones que si me llego a caer se me rompen todos los fémures que tengo... y para correr mejor me subí la falda hasta arriba..., ¡y todos los policías detrás de mí! Yo les gritaba: «¿Qué queréis? ¡Marchaos!» Je­sús qué carrera..., lo menos me hice cincuenta y cuatro kilómetros, a toda mecha. Me sentía fatal, sudaba, se me salía el corazón del pecho... ¡Tenía los ovarios en las pestañas! (El cura la regaña.) Ya, claro, «no se dice, no se dice», ya me gustaría verle a mí, padre... ¿Ha corri­do alguna vez con tacones? (Reanuda el relato.) ¡Un humazo! Botes de humo, tiros, gases lacrimógenos, bom­bas de mano, cócteles molotov... y yo encima había perdido a mi hijo, y le llamaba: «Hijo, hijo mío...» Me contestaban todos los hijos de otras madres... De pronto veo a mi hijo, al otro lado de la calle, en manos de un carabinero que le estaba pegando con la bandolera en su carita blanca... ¡Lo vi todo rojo! Lancé el grito del coyote, crucé la calle entre los botes de humo que me pasaban rozando la cabeza, agarré al carabinero del casco y le clavé los dientes en la oreja..., ¡que si no llegan sus compañeros a quitármelo me lo como vivo! ¿Que no se hace? ¡Pero oiga, padre, es que era mí hijo! Lo he hecho yo, enterito. Tardé nueve meses en confeccionarlo, y se lo hice todo: dos ojos, veinte dedos, todos los dien­tes, y ese carabinero me lo estaba rompiendo en cinco minutos... Así que mi hijo logró escapar, pero yo no. Me dieron una manta de palos y me llevaron a la cárcel. ¡Me hicieron un proceso que no acababa nunca! El par­tido que le sacaron a esa oreja, padre. Y eso que no valía nada, era una oreja de lo más normal. El presidente del tribunal, con una voz terrible, me decía: «¡Usted ha ata­cado la oreja del Estado!» Lo que yo pasé, padre. Y todo por amor a mi hijo. Cómo me ha fastidiado a mí el amor, padre... Mi matrimonio, sin ir más lejos, fue un matri­monio por amor. (Inspirada.) Cómo amaba a mi marido, padre, cómo le amaba... (cambia de tono) ... antes de ca­sarme con él... No, no, después también... Pero es que luego pusimos casa y ahí empezaron las primeras hos... (se interrumpe y busca otra alabra) ...las primeras in­comprensiones ideológicas... Yo no estaba de acuerdo con el comportamiento ideológico-social-moral-político-doméstico de mi marido. Pues sí, porque yo también tra­bajaba ocho horas como él, con una diferencia fundamen­tal: que cuando volvíamos a casa, yo seguía trabajando: lavar, planchar, hacer las camas, la comida... ¡y él no! El se sentaba en la butaca, y ¡zas!... (Mima que enciende la tele.) Dieciocho cuarenta y cinco: Programa para niños. ¡Heidi! «Oye, que yo no trago. Yo también me paso el día trabajando —le decía yo—, y estoy tan cansada como tú. ¿Quién habrá dicho que la liberación de la mujer comienza cuando conquista el derecho a un trabajo remu­nerado? Yo me he conquistado un trabajo remunerado, pero ¿quién me remunera a mí el trabajo de la casa? ¡Nunca se ha hecho nadie cargo de él en mi lugar! ¡Na­die! Bonita liberación de la mujer: ¡con el matrimonio he conquistado dos trabajos!» Además, mi marido tenía asma. Era una cosa nerviosa. Cuando yo estaba hasta los..., ya me entiende, padre..., y no podía más: «Lo dejo todo», gritaba yo, y entonces él, ¡plaff!, le daba la crisis. (Imita el jadeo de un asmático.) Ahaha, ahaha, tie­so como un bacalao, ya ni respiraba... Ahahahaha... ¡Qué sustos me pegaba! «No, querido, que no te dejo, no te preocupes. ¡Me quedaré siempre contigo!» Según yo le iba tranquilizando, se le pasaba la crisis, y yo, otra vez en la trampa. Luego, para terminar de arreglarlo, me quedé embarazada... No, padre, claro que no lo tomé como una desgracia..., si le quise yo a este hijo... ¡Es­taba tan contenta de estar embarazada! Tan contenta, padre..., ¡nueve meses vomitando! Siempre en la cama, por miedo a perderlo. Y hablaba conmigo misma, con voz sublimada, entre vómito y vómito: «¡Este hijo cam­biará mi vida! —me decía a mí misma—. ¿Qué es una mujer si no es madre? ¡Ni siquiera mujer, sólo es una hembra!» Ay que ver, lo gilipollas que era..., ay, per­done, padre, quería decir que yo era muy..., ¡bueno, us­ted mismo, padre! Sí, ya llego a los pecados..., pero es que sabe, como no le haga un poco de preámbulo, a lo mejor usted luego lo interpreta mal. Está bien, de acuer­do, me lo salto todo y llegamos a hace dos años. Hace dos años, descubro que mi hijo se droga. Y yo qué sabía si era blanda o dura, a mí me bastó con oír la palabra «droga» ¡y casi me muero! «;Es un depravado, un antisocial, un monstruo! —gritaba yo, desesperada. ¿En qué me habré equivocado?» Y mi marido: «Ahahaha, ahahaha...» Y mi hijo, y sus amigos y amiguitas: «¡No te pases, vieja, que una cosa es meterse heroína, que mata, y otra liarse un canuto de vez en cuando!» Y yo, con mi dedo de madre estirado, como señalando: «No estoy de acuerdo. Drogarse es una elección ideológica, si no lo dejas te echo de casa, a ti, a tus compañeros de banda y a tus putitas!» Y él: «¿Cómo has dicho? Has ofen­dido a mis amigas. ¡Me voy!» «¿Dónde vas a ir? —de­cía yo—. ¿A casa de la abuela?» «¡No, me voy!» Yo quieta, impasible. «Pues vete, rico, qué quieres que me importe... —y el corazón patapam, patapam—. A ver cuántos días aguantas, tres como mucho, y luego volve­rás aquí, con tu mamá.» Pasa una semana, no aparece. Yo ni dormía, ni comía, y mi marido a lo suyo: «Ahaha­ha, ahahaha.» Yo iba a buscarle a todas partes, a las escuelas ocupadas, a las casas ocupadas. Nadie quería de­cirme nada. Claro, yo era una madre, símbolo de la re­presión: ¡silencio absoluto! «¿Con que éstos no me hablan porque soy una madre? Pues les voy a fastidiar..., me voy a disfrazar. ¿De qué? De hippy.» Sí, de hippy, padre. ¿Que qué son los hippies? Son esos chicos que fuman hierba... y mangan, y no curran..., que se lo montan bien. ¿No ha entendido, padre? Bueno, pues ya se lo ex­plicare otro día. Bueno, el caso es que yo como hippy estaba un poco carroza. «Me vestiré de gitana, las gitanas no tienen edad», me dije. Así que me fui a un mercadillo de ropa usada, descabalada, de esa oriental made in Italy, y me organicé un atuendo completo: sandalias sirias, fal­da marroquí, chaqueta india, pañuelo griego de los gran­des almacenes, me pinté los ojos de violeta, me planté un confeti rojo en la frente, me tapé un colmillo con una cápsula de oro de mi hermana, que se le cayó de un estornudo hace tres años, sortijas, collares, pendientes... Con todo eso encima me fui a una comuna hippy, hombres y mujeres más algún que otro mendigo de adorno. Entro (va con paso majestuoso al otro lado del confesio­nario) como un árbol de Navidad..., ¡me sonaba todo el cuerpo! (Llama a la rejilla.) Estoy aquí, padre..., ¡esté más atento, hombre de Dios! Así que entro... ¡y nadie se vuelve a mirarme! Me siento, muy tranquila, dejo mis cosas y hago que duermo. En el momento oportuno saco un frasquito con un potingue que había preparado yo misma: aguarrás, aceite de hígado de bacalao, estiércol de caballo muy picadito, alcohol puro, yodo, un poco de pasta de dientes para darle color, y unas gotitas de limón que nunca vienen mal... Empiezo a olerlo poniendo los ojos en blanco, en el éxtasis de la droga. A los pocos mi­nutos todos los hippies se sientan a mi lado: «¿Qué ha­ces?» «Me drogo.» «¿Y eso qué es?» «Una cosa muy dura.» «¿Nos dejas probar?» «Cuidado, que no quiero muertos.» Ellos se metían el frasquito por la nariz hasta el cerebro, diciendo: «¡Qué demasiaooo!» Era por la pas­ta de dientes, que coloca mucho... Pobres muchachos, qué poco cuesta atontarlos... «¿Quién eres? ¿De dónde vie­nes?» De golpe yo me había vuelto interesante. La de historias que me inventé, padre... «Soy de madre india, padre gitano..., vengo del sur..., vivo de hacer brujerías y leer las cartas y las estrellas... Me alimento exclusiva­mente de sangre de gallinas y de gatos recién degollados, porque soy una bruja.» No me creyeron, pero les caí bien, y me quedé con ellos. ¿Mi hijo? ¿Y quién le había visto? Sólo una vez, de lejos, en un concierto de rock. «Ahora le cojo», me dije. Voy a acercarme a donde esta­ba, y en ese momento se ponen todos como locos, salen corriendo, queman el equipo, el escenario, el cantante... La policía carga..., ¿a quién se imagina que trincaron primero? ¡Bravo! Tal es así que cuando me pusieron las esposas les dije: «¡Hombre, menos mal que habéis veni­do, ya estaba preocupada!» Me llevaran a la cárcel, como siempre, pero me soltaron en seguida, y a los tres días, porque yo no tenía nada que ver con el incendio. Salgo y me veo un montón de gente: compañeras, pasotas, in­dios metropolitanos, feministas, que avanzan hacia mí... Gritaban, cantaban, me abrazaban..., hasta llevaban una pancarta que decía: «¡Mamá bruja en libertad!» Era una autentica fiesta, padre. ¡Qué emoción! No sabía que tenía tantos amigos... Yo no había hecho nada por ellos, me querían por mí misma. Se adelanta una chica con una gallina viva en la mano, y me dice: «Tómate este café caliente.» Y así empecé a vivir con estos muchachos, y escuchaba lo que hablaban... Al principio no entendía nada, pero luego sí, decían:
«¡Lo personal es político! ¡Hay que gestionar la propia sexualidad!» Sí, sexualidad, padre. «Vivir la vida, disfrutar. ¡La imaginación al poder! ¡Rechazar la ideología del trabajo!» (Canta en gregoriano.)
«El trabajo libera al hombre
estaba escrito en el muro de un campo
de concentración alemán.»
¿No le gusta el gregoriano?... Sí, padre, ya voy... (Se arrodilla.) Sí, le escucho. (Repite lo que le va diciendo el confesor.) He caído en un abismo..., un abismo infer­nal..., en el desorden moral... ¡Y en cambio es necesa­rio el orden!, ¿verdad, padre? ¡El orden! ¡La consigna! ¡La regla! ¡El reglamento! «.¡La chica ha tenido la regla!» Llevo toda la vida oyendo la misma canción.
(Se pone en pie, de cara al público, autoritaria.)


Hop hop, todos en orden, nana nanita.

¡Quistos atentos correctos y callados!
Ale hop, de pie, sentados, limpitos.
Abrigados, en orden de dos en dos.
Cómete la papilla, tómate la teta,
la caca, la chichita, a momir!
¡Nana nanita, tu mamá es bonita! ¡El papá es muy bueno!
¡Orden! Los niños a un lado, las niñas al otro.
Los niños hacen pipí de pie.
¡Las niñas se sientan!
¡Todos sentados en el orinalito!
¡La caquita es igual para todos!
La caquita no se toca.
¡No se juega con la caquita!
¡La caquita es caca! ¡No se toca la caca!
(Habla con el tono imaginario de un niño a su iz­quierda.)
¡Fuera las manitas del pipí! ¡El pipí no se toca! No se juega con el pipí! (Con voz lánguida, aflautada.) El pajarito... (Se dirige a una niña imaginaria a su de­recha, de pronto severa.) ¡La Conchita!


Los niños no tocan el pipí,

¡porque el pipí es caca!
¡Los niños no tocan a las niñas,
porque las niñas son caca y pun!
¿Y sabe lo que le digo, padre? Escúcheme bien porque no quiero que me malinterprete, hay algo que tengo muy claro: ¡el amor es desorden! La vida, la libertad, la fan­tasía son desorden, respecto al orden que nos quieren dar ustedes, padre. Hacer el amor por el amor sin tantas superestructuras, noviazgo, dote, etc. «Querido: mis pa­dres...» ¡Hacer el amor por el amor es maravilloso! Le digo que es maravilloso, pruébelo, padre. Yo he hecho el amor con un chico del que ya no recuerdo ni el nombre, pero recuerdo sus ojos, su nariz, su boca y sus pala­bras, recuerdo sus manos y las cosas que me decía mien­tras hacíamos el amor: «¡Dios! ¡La Virgen! ¡Qué bien estoy! Como si estuviera en el Paraíso...» Y eso que era ateo el chico... ¿Que estoy perdida? ¿Y si le dijese que todo lo contrario, que por fin me he encontrado? Que me he liberado, ¡y estoy feliz! Y que no tengo nin­gunas ganas de volver atrás, con mi familia. Se lo he di­cho incluso a mi hijo. Sí, vino a buscarme, él me encon­tró en seguida. Iba muy bien vestido, limpito, su pelo cortado, su corbata. «He vuelto a casa, mamá. Estoy har­to de esta vida de desastre. He sentado cabeza. Ya no fumo. He encontrado trabajo, y me importan un bledo las manifestaciones. Papá también ha sentado cabeza. Jue­ga al tenis, ya no tiene asma, se ha echado una novia, pero si vuelves a casa la deja en seguida. ¡Vuelve a casa, mamá! (Mima como si vomitara.) ¡Me puse enferma! Sí, porque de pronto me dio como un flash. Me vi allí, en mi casa, con todos los follones, la compra, las camisas que planchar, sin un minuto para mí misma... ¡Pero si hasta para leer el periódico me tenía que meter en el water! «No, hijo mío, no me siento con fuerzas... Aún no estoy preparada..., tienes que comprender...» «Pero ¿no te da vergüenza? ¡Si vas hecha un adefesio!» «Sí, tienes razón. Encontraré un trabajo, pequeño, de media jornada, que me dé para comer y dormir. Quiero pasar el resto de mi tiempo con mi gente..., regalar todo lo que llevo dentro, porque estoy llena de cosas bonitas..., tomar lo que la gente quiera darme..., las experiencias... Quiero hablar, reír, cantar... Quiero mirar el cielo... ¿Sabes, hijo mío, que el cielo es azul? Yo ni lo sabía... No quiero, no vuelvo a casa, aunque me mandéis los ca­rabineros a buscarme.). Y me los mandaron. Sí, padre, mi hijo y mi marido han puesto una denuncia por abandono del techo conyugal. Imagínese, padre, que los carabineros han tenido el valor de seguirme hasta la iglesia, hay que ver cómo son... ¿Cómo que dónde están? Pues ahí, junto a la sacristía, ¿no los ve? Pero ¿qué hace, padre? Padre, no los llame..., ¿se ha vuelto loco? ¿Y el secreto de confesión? (Corre a coger su bolso.) No puede ha­cerme esto, padre..., ¡cállese! (Se dirige corriendo a la salida.) No, no quiero volver a casa con los carabineros. (Mima que la cogen y le ponen las esposas.) Está bien, vamos, después de todo soy mayor de edad, y sólo yo puedo decidir mi vida. (Se para de golpe y se vuelve hacia el confesionario. Grita.) ¡Cura espía, cura espía, ¡no eres hijo de María!




















El despertar

(En el espacio escénico están situados los siguientes elementos: una cama de matrimonio, una mesilla con lámpara y despertador, una cómoda, una mesa, una cocina de gas, un frigorífico, un fregadero, etc.; y una cuna con un muñeco. En la cama duermen un hombre y una mu­jer; ella está soñando en voz alta, como si tuviera una pesadilla.)
Tres piezas, una soldadura, un golpe de taladro..., dos tuercas, una soldadura, un golpe de sierra... (Grita.) ¡Dios mío, me he cortado los dedos! Mis dedos..., voy a recogerlos, que al patrón no le gusta, dice que no quie­re ver desorden... (Se despierta de golpe: sigue bajo el efecto de la pesadilla.) Mis dedos... (Se mira la mano.) Si los tengo..., ¡he soñado! Tiene gracia la cosa, ahora resulta que trabajo hasta soñando..., como si no me bas­tara con la fábrica... ¿Qué hora será? (Mira el desperta­dor.) ¿Las seis y media? (Se levanta rápidamente y se pone las zapatillas y la bata.) Ese maldito trasto no ha sonado. Madre mía, con lo tarde que es. (Corre a la cuna y coge al niño.) Animo, nene, que ya empieza nuestro día. (Se dirige a la mesa junto al fregadero.) Despierta, ratoncito de tu mamá, que nos vamos. Te has vuelto a mear, y no hace ni tres horas que te mudé, meón, más que meón. ¡Con la prisa que tengo! Tenemos que correr a la guardería, que como lleguemos después de las siete la hermana nos manda a casita, menuda es. (Desnuda al muñeco.) Ahora mamá te lava el culete... (abre el grifo) ...con agua calentita..., qué va, si no hay agua caliente..., qué te apuestas que el despistado de tu padre se ha de­jado el calentador desenchufado. (Coge al niño en bra­zos y va al fregadero.) Vamos a lavarte la carita, calla, no llores que despiertas a papá..., vamos a dejarle que duer­ma media horita más, vaya suerte, que luego tiene que sa­lir corriendo a lo Sandokan: aaaaaaahaaahaaa... (se da cuenta de que está gritando, repite el grito en voz baja) ...aaahaha..., corre al autobús, al tren, y hala, a la fábri­ca... (deja al niño en la mesa y lo seca con una toalla) .. .a la cadena de montaje, a hacer gimnasia como un mono amaestrado... (realiza los movimientos de la cadena de montaje): un dos tres... (Ríe.) Ja, ja, cómo se ríe mi niño, te gusta mamá haciendo el monito, ¿eh? Ahora te seco bien... (coge un tarro de talco) ...una rociadita... (horrorizada se da cuenta del error) ...¡de queso rallado! Pero ¿quién me habrá puesto el queso rallado en el sitio del talco? Hay que ver qué desorden. Espera que lo re­coja..., como para tirarlo, con lo caro que está... (Mima que recoge el queso del culito del muñeco.) ¡El culito de mi nene ya está limpito (Viste rápidamente al niño.) De prisa, de prisa, meoncete mío..., ¡ya estás, listo! ¿Qué hora es? ¡Dios mío, qué tarde! Quédate quietecito un momento que mamá también se va a lavar un poco. (Va al fregadero, abre el grifo, mimando que se jabona las manos y la cara. Canta.) Lux, el jabón de las estrellas... Lux, el jabón de..., ¡maldición, si no sale agua! ¡Une familia como ésta, que vive en una casa como ésta, con otras trescientas familias como ésta! ¡Y todas se lavan a la misma hora! ¿Y con qué me lavo yo ahora? ¡Coño! Lo que pica el Lux ese en el ojo... (Coge una toalla y se quita el jabón.) Bueno, va me lavaré luego, total, para quien me va a mirar a mí... (Se peina rápidamente.) No me miran, pero me huelen. Me echaré un poco de spray. (Coge un bote de spray.) Vaya invento más bueno esto del spray. (Se echa.) Caray, cómo escuece. ¿Qué me he puesto? (Lee en el bote.) Barniz para radiadores. ¡Ten­go el sohaco de plata! ¿Y ahora cómo me lo quito? Lo haré en la fábrica, con el disolvente. (Se viste rápidamen­te; recoge al niño, lo envuelve en una manta y se dirige a la puerta.) ¡Rápido, vamos, de prisa, a correr! Las seis y cuarenta..., lo hemos conseguido. Ahora cogemos el bolso de mamá..., la chaqueta de mamá... (Va hacia la puerta; se para en seco.) ¿Y la llave? ¿Dónde está la llave? ¡Todas las mañanas el mismo número de la llave! Tengo que ponerme a buscar la dichosa llave con los mi­nutos contados... (Rebusca frenética en los bolsillos; mira a su alrededor.) Calma, tranquilidad, no perdamos los nervios. Tratemos de recordar todo lo que hice anoche. Vamos a ver: llegué a casa, y Luis no estaba. Abrí la puerta. El niño estaba en el brazo derecho de mamá, el bolso y la llave en el izquierdo de mamá. El bolso lo dejo ahí... (Señala la mesa.) El niño, a la cuna. Vuelvo a salir. Cojo la bolsa de la compra, con la llave en la mano..., la botella de leche bajo el brazo..., entro en casa..., dejo el bolso ahí..., la leche al frigorífico... ¿Qué te apuestas que dejé la llave en el frigorífico? (Va al fri­gorífico y lo abre.) Pues no..., ni tampoco en la huevera, ni en la mantequillera..., ni siquiera metí la leche, ya ves..., pero para compensar metí el detergente con limón para la lavadora... Claro, ya se sabe: ¡los limones al fri­gorífico, que se estropean! Estoy loca. Igual he metido la leche en la lavadora... (Mira.) No está, menos mal... ¿Dónde la habré dejado? En el fuego..., sí, claro, para la papilla del niño..., o sea, que para tener las manos libres para abrir el cartón, me metí la llave entre los dientes... y nunca sabré por qué me metí la llave entre tos dientes en lugar de dejarla sobre la mesa. Luego en­cendí el fuego..., a ver: la leche para el niño está en el fuego, enciendo al niño, quiero decir, enciendo la leche..., ¡enciendo el gas! Dejo la leche a que hierva y me voy a mudar al niño..., a quitarle los pañales. (Va a la cuna, mima iodo lo que va diciendo.) Cojo al niño, lo pongo sobre la mesa..., un momento, no, con el niño en brazos voy al armario y saco la bañerita, con la llave entre los dientes... dejo aquí la bañerita, busco al niño... ¡El niño no está! ¡He perdido al niño! ¿Dónde he metido al niño? (Corre a todos los muebles que va nombrando, abrien­do y cerrando rápidamente las puertas.) En el frigorífi­co .., en la lavadora..., ¡en el armario! ¡Había metido al niño en el armario! Suerte que empezó a llorar, o a saber cuándo le hubiera encontrado..., pobrecito mío! Me asusté tanto, que tuve que correr a por un vaso de agua... (Se para en seco. Traga saliva, asustada.) ¿A que me tragué la llave? Claro, si la tenía entre los dientes... No, no puedo habérmela tragado..., mi llave tiene un aguje­ro, y me habría pasado toda la noche silbando, y mi Luis me habría montado un número... ¿Dónde metí la llave? Tranquila, no perdamos la calma. Cojo la bañerita, la lleno de agua caliente, cojo el bicarbonato (coge un bote), que yo siempre le echo dos cucharaditas de bicarbonato: el baño de mi niño... ¿A ver si está aquí? (Mira en el bote.) ¡Azúcar! ¿Quién ha metido el azúcar en el bote del bicarbonato? (Mira en otro bote.) ¿Y bicarbonato en el del azúcar? ¡Cuántos días llevaré bañando al niño con azúcar! Claro, ahora comprendo por qué la hermana de la guardería el otro día me dijo: «Tengo que dejar ai niño siempre encerrado, que en cuanto lo saco al patio se me llena de moscas y avispas el angelito...» Pobre nene mío... Y Luis, la que me montó por el café..., ¡claro, le había echado bicarbonato! Soltaba cada eructo, el pobre... ¿Y la llave, dónde he metido la llave? Pero qué tonta..., sí está todo mal, todo mal. Nunca llegué a sa­carla de la cerradura..., claro, cuando estaba bañando al niño oí a Luis hurgando en la cerradura, porque yo al entrar abrí la puerta, y luego la volví a cerrar, así que el no podía abrirla..., y venga hurgar y venga hurgar, y soltaba cada taco el hombre...
Saqué la llave de la puerta, y él entró..., gritaba como un desesperado, yo tenía la llave en la mano, estoy se­gura..., me planté delante y se la metí entre los ojos, que casi le saco uno..., y le dije: «Me he dejado la llave en la cerradura, ¡qué pasa! ¡Mátame si quieres, mujericida!» «Déjame en paz —me dice él—, si no estoy cabreado por la llave. Es por ese condenado tren, que ha traído un retraso de una hora..., ¡hora y media para veinte kilómetros! Y ese tiempo a mí no me lo paga el patrón..., ni me paga el viaje de ida, ni el de vuelta, ni tampoco me paga el autobús. ¡Y son viajes que hago por él, no por turismo!»
«¿Y te cabreas conmigo? —le digo yo, con la llave en la mano—. Además que ya no se dice patrón, sino "mul­tinacional''. ¡Ahora somos libres! El patrón multinacional te roba tus horas de viaje y te cabreas..., pero en cambio no te cabreas por las horas que me roba a mí..., a mí, que además de trabajar ocho horas como una bestia para él, ¡soy tu criada, y gratis! ¡Para él, para el multinacio­nal!» Y mientras tanto le iba dando la papilla al niño. (Va a la cuna.) Lo cogí en brazos... (Coge al muñeco en brazos y busca en la cuna.) No se me habrá caído aquí... ¡Ay madre, que ha vuelto a mearse! Lo sabía. Ay, y encima se ha hecho caca, el muy guarro. ¿Pero cómo ten­go que decirte que tienes que hacerte caca en la guarde­ría? (Va a la mesa junio al fregadero.) La tienes que ha­cer a las siete y cinco, para que te cambie la hermana. (Mientras habla desnuda rápidamente al niño.) ¿Qué hora es? Ay, Dios mío, qué tarde, que no llego..., cagón, mira lo que has hecho..., ¡y además no entiendo cómo con un culo tan pequeño se puede hacer una caca tan gorda! (Mientras lava al niño vuelve a hablar dirigiéndo­se a Luis.) «A la familia, a esta sagrada familia, se la han inventado precisamente para que todos los que como tú estáis sonados por la neura de los ritmos bestiales de trabajo, encontréis en nosotras, vuestras santas espo­sas, criadas para todo, un colchón en el que desahoga­ros.» (Ha terminado de lavar al muñeco, lo seca y lo vuel­ve a vestir.) Nosotros os recargamos para él, gratis. Para que al día siguiente estéis dispuestos a volver al trabajo bien relajados, para producir mejor para él, el multina­cional. ¡Es Dios padre en persona! El crea el milagro económico, luego el contramilagro, después la inflación, más tarde la crisis galopante, a continuación la crisis al trote..., la caída de la moneda, el eurodólar, el petrodólar..., luego abre los brazos y grita: «¿Qué puedo hacer? ¡Es el destino!» Luis se ríe. «Vaya, ahora resulta que tengo una mujer feminista radical, y yo sin enterarme... ¿Desde cuándo vas a reuniones de feministas?» «Oye, es­túpido —digo yo—, que no necesito ir a reuniones de feministas para comprender que esta vida que llevamos es una auténtica mierda. Trabajamos como burros, y nun­ca tenemos un minuto para charlar, un ratito para nos­otros. ¿Acaso me preguntas alguna vez: "¿Estás cansa­da? ¿Quieres que te eche una mano?"? ¿Quién guisa? Yo. ¿Quién friega? Yo. ¿Quién hace la compra? Yo. ¿Quién las pasa moradas para llegar a final de mes? ¡Yo, yo, yo! ¡Pues yo también trabajo, por si no lo sabes! ¿Quién te lava los calcetines? Yo. ¿Cuántas veces me has lavado tú. las medias? ¿Y esto es el matrimonio? Yo quiero vivir contigo, no cohabitar contigo. Quiero poder hablar contigo. ¿Es que nunca se te ocurre que yo también puedo tener problemas? ¡Me vale que tus proble­mas sean los míos, pero también quisiera que los míos fueran tuyos, y no sólo los tuyos míos, y los míos siem­pre míos! Yo quiero hablar contigo..., pero cuando vuel­ves del trabajo te vas a dormir. Por las noches: ¡la tele! Los domingos: ¡partido! ¡Total, para ver a veintidós gi-lipollas en bragas, que se dan patadas alrededor de una pelota, con otro retrasado mental también en bragas, pero con pito y chaqueta, para más inri!» Y Luis, cianótico, ofendido como si le hubiera mentado a su madre, rne dice: «¡Sabrás tú de deporte!» ¡Que no era en absoluto la respuesta adecuada! Me puse como una fiera, grité como una loca. ¡Lo saqué todo a relucir! Yo gritaba, él gritaba... e iba subiendo el tono de lo que nos decía­mos... hasta que yo salté: «Pues si esto es el matrimo­nio, quiere decirse que he cometido un error.» Cogí al error en brazos... (coge al niño y se dirige a la puerta) ...y me fui hacia la calle. Y estoy segura de que en ese momento tenía la llave en la mano, porque abrí la puer­ta. Luis se me acercó..., tenía una cara el pobre, estaba blanco, blanco, y hecho polvo... Yo nunca había hecho una escena semejante, y no iba en broma, se había dado cuenta... Me mete en casa: «Vamos, no te pongas así. espera...» «¡Déjame!» «¡Hablemos, primero hablemos, luego si quieres te marchas, pero antes hablemos... ¿Dón­de dejas la dialéctica?» Luego me empuja hacia la (in­dica la cama) «dialéctica»..., me hace sentar, y me dice que sí, que yo tenía razón..., pero que él estaba acostum­brado a su mamá..., que creía que yo también era como su mamá..., que se había equivocado, que tenía que cambiar..., en fin, se hizo la famosa «autocrítica». Pero tan bien, tan bien la hizo, que yo lloraba... Y cuanto más se autocriticaba, más lloraba yo, y él, dale a la autocrítica..., ¡qué bonito era llorar anoche! ¿Y la llave? (Se acuerda de pronto.) Claro..., me la cogió el del bolsillo de la chaqueta... y se la guardó en el bolsillo... (Busca en la chaqueta.) ¡Aquí están, la mía y la suya! ¿Qué hora es? Las siete menos diez..., aún llegamos. Vamos, chiquitín, que lo conseguimos. (Coge al niño en brazos mientras se mueve frenética.) El niño de mamá, la chaqueta de mamá, el bolso de mamá... (Va a salir: se para en seco.) El bono del autobús. (Deja al niño en la mesa.) Espera, déjame buscar el bono, que si el auto­bús viene lleno tengo que dejarte en el suelo y te aplas­tan. .. (Busca en el bolso.) Aquí está... (Lo mira distraí­da.) ¿Seis agujeros? Pero qué día es hoy... (Mira el ca­lendario colgado de la pared. Se queda perpleja. Coge al niño en brazos. Casi sin voz dice:) ¡Domingo! (Grita.) ¡Domingo! (Al niño.) ¿Y no me dices nada? ¡Es do­mingo! Esto es cosa de locos, quería irme a trabajar has­ta en domingo. ¡Estoy loca! Es domingo. (Cantando.) El domingo no se trabaja y se duerme hasta tarde... ¡A la cama, nene, a la cama! ¡A dormir! (Coloca al niño en la cama de matrimonio y avanza a corbata.) Quiero so­ñar con un mundo en el que todos los días sean domin­go... ¡Una vida entera de domingos! Qué maravilla... ¡Ha estallado el domingo eterno! Ya no existen los otros días de la semana... El lunes colgado, el jueves fusilado, el viernes triturado... Todos los días son domingo... ¡A dormir, nene! (Corre a la cama y se mete bajo las saba­nea.) ¡A dormir! ¡Y como vuelva a soñar que trabajo, me estrangulo yo sola! ¡A dormir! (En las últimas palabras se tapa con las sábanas, también la cabeza.)






















Todas tenemos la misma historia

(En el centro del escenario vacio, una tarima sobre la que está tumbada una mujer. Luz baja. Habla la mujer.)
No, no, por favor..,, por favor, estáte quieto..., así no me dejas ni respirar... Espera... Claro que rne gusta hacer el amor, pero con un poco más de..., ¿cómo diría yo?... ¡Que me estás aplastando! Quítate..., ¡basta! Me estás mojando la cara... ¡No, en la oreja no! Sí que me gusta, pero es que pareces una Moulinex, con esa len­gua... Oye, ¿pero cuántas manos tienes? Déjame respi­rar... ¡Que te levantes te digo! (Se incorpora lentamen­te, como quitándose de encima el peso del cuerpo del hombre. Se sienta frente al público.) ¡Por fin! Estoy em­papada en sudor. ¿Para ti esto es hacer el amor? Sí, claro que me gusta, pero preferiría que hubiera algo más de sentimiento... ¡No estoy hablando de sentimentalis­mo! Cómo no, ya sabía que me saldrías con lo de que soy una cursi romántica y antigua...
Claro que me apetece hacer el amor, pero a ver si en­tiendes que no soy una de esas maquinitas que les metes unos duros y se les encienden las luces, tun tun trin toc toc... ¡drin! Mira, yo, si no se me trata bien, me bloqueo,  ¿comprendes?  ¿Seta posible que si una no se coloca de inmediato en una postura cómoda, falda y bra­gas fuera, piernas abiertas y bien estiradas, se vuelve una estúpida acomplejada, con los traumas del honor y del pudor, inculcados por una educación reaccionaria-imperialista-capitalista-masónica-católica-conformista-y austrohúngara? ¿Que soy pedante? Y una tía pedante os pone muy nerviosos, ¿verdad? Es mejor la mema de risita eró­tica... (Ríe por lo bajo, en plan erótico-tirado.) ¡Venga, hombre, no te cabrees! No, no estoy ofendida. Está bien, hagamos el amor... (Vuelve a tumbarse de perfil al pú­blico.) Y pensar que cuando quieres sabes ser tan dul­ce..., ¡casi humano! ¡Y un auténtico compañero! (Lán­guida, con voz soñadora.) Contigo puedo hablar de cosas que normalmente no sé ni decir... Cosas incluso inteli­gentes..., eso es, ¡tú consigues que me sienta inteligente! Contigo me realizo... Y además, tú no vienes conmigo sólo porque te gusta cómo hago el amor..., y además, después te quedas conmigo, y yo hablo, y tú me escu­chas... (más y más lánguida) ...y yo te escucho.., ha­blas, hablas, y yo... (Se comprende que está a punto de tener un orgasmo por el tono de voz.) ...y yo... (Cam­bia de tono: de pronto, realista y aterrada.) Por favor, para... ¡que me quedo embarazada! (Implorante.) ...para un momento... (Perentoria.) ¡¡¡quieto!!! (El hombre por fin se ha parado.) Tengo que decirte algo importan­te. No me he tomado la píldora... No, es que ya no la tomo, porque me sienta mal, se me ponen unas tetas como la cúpula de San Pedro... Está bien, sigamos, pero por favor ten cuidado... No olvides lo que ocurrió aque­lla vez..., ¡cómo lo pasé de mal! (Cambia de tono.) Sí, ya sé que tú también lo pasaste fatal, pero yo más, si no te importa. Sigamos, pero tú ten cuidado... (Vuelven a hacer el amor. Se queda unos segundos inmóvil, en silencio con los ojos abiertos, luego empieza a mover nerviosa un pie en el suelo. Mira a su compañero imaginario y le susurra con voz llena de aprensión.) ¡Ten cui­dado! (Con otro tono.) ¡¡¡Que tengas cuidado!!! (Moles­ta.) ¡Que no, que no puedo! Esto del embarazo me ha helado la sangre en las venas... ¿El diafragma? Sí, lo uso, pero tú no me habías dicho que hoy..., además, esa goma en la tripa no me gusta nada, me da mucha gri­ma..., me parece como si tuviera chicle en el vientre. (El hombre se separa. Ella se sienta, dolida, frente al público.) ¿Te has cortado? ¡Pues lo siento mucho! Tie­ne gracia, yo no quiero quedarme embarazada y él se corta. (Con rabia.) ¿Y tú eres un compañero? ¡Por favor! ¿Sabes qué clase de compañero eres? Un compañero de la polla. Oh, yes. Porque razonas con ella. Ella es tu compañero. Es ella la que sigue siendo católica-imperialista-plutócrata-masónica-reprirnida. Mírala bien, y verás como lleva en la cabeza el birrete de cardenal. ¡Con gra­dos de general y un hermoso lazo fascista! ¡Sí, señor, fascista! (Indignada.) ¡Grosero! (Está a punto de llorar.) No has debido decirme eso... (Llora.) Mira que decirme que pienso con el útero... Claro que lloro, porque me has ofendido... (Se echa, como si el hombre la hubiese empujado con fuerza.) ¿Pero esto qué es, yo lloro y tú te excitas? Sí..., sí... (Llena de amor.) Yo también .te quiero. Ya sé que tú no tienes la culpa... La culpa es de la sociedad, del egoísmo, de la explotación, del imperia­lismo... (cada vez más lánguida) ...de las multinaciona­les... (Cambia de tono.) Pero... ¡qué haces! ¡¡¡Para..., para!!! (Se deja caer como sin vida, sin tono, con voz plana.) No te has parado. (Desesperada.) ¡Estoy embara­zada! (Aparta al hombre.) Estoy embarazada... (Gritan­do.) ¡¡¡Estoy embarazada!!!
(Cambio de luz: de muy apagada a violenta. La mujer se sienta en el borde opuesto al del hombre antes. Aho­ra se encuentra en una consulta médica. Habla con una comadrona.) Si, señora, estoy embarazada... de casi tres meses..., sí, señora, ya me he hecho los análisis... Sí, señora, ya me tumbo... (Lo hace.) Por favor, tenga cui­dado. Sí, ya sé que no duele, que sólo es una visita de exploración, pero es que estoy un poco nerviosa..., ya sabe, aquí no estamos muy preparadas... Pues sí, ya he tenido un aborto, hace tiempo. Sin anestesia, ni parcial ni total, despierta..., fue horrible. ¡Qué dolor! Pero lo peor de todo fue cómo me trataban..., ¡como a una puta! Y ni siquiera podía gritar de dolor. «Calla —me decían—, ¡has pecado, ahora paga!» (Cambia de tono.) Y vaya si pagué... (Indica con los dedos que también con dinero.) Ahora este aborto (se sienta) quiero hacerlo como es debido. No quiero sufrir, anestesia total. ¡Quiero dor­mir! No quiero sentir lo más mínimo..., no quiero saber nada..., ni siquiera el día en que me lo harán... Ustedes me duermen una semana antes, y luego con calma, cuan­do les venga bien... (Cambia de tono.) ¿Un millón? ¿Un millón de liras? Han subido los precios, ¿no? Sí, ya me doy cuenta, el anestesista, el riesgo... (Cambia de tono.) ¿Un millón? ¡Ya sé, señora, que está la Ley! Por eso vengo. Ni le cuento las vueltas que he tenido que dar para encontrar a un médico que me hiciera el certificado de aborto, un hospital que me metiera en la lista... Por fin me mandan llamar, entro: ¡todos ellos objetaban! Tan sólo un médico practicaba abortos, y estaba agotado, el pobre..., todos los demás objetaban... Objetaban las en­fermeras, los analistas, el cocinero..., ¡ése el que más! Que de no ser por las mujeres que habían ocupado la planta, nos hubiéramos muerto de hambre... Luego vino la policía, agarró a las chicas, las sacó de allí... Yo me asusté, y me dije: «Con esta Ley, mi hijo acabará na­ciendo con veinticuatro años y el servicio militar cumpli­do, ya en la lista de parados, y preparado para emigrar a Alemania! Me lo voy a hacer clandestino...» (Cambia de tono.) ¡Un millón!   ¿Ahora comprendo por qué los ginecólogos objetan..., ni que fueran tontos! A millón por objeción... ¡y se hacen millonarios con nuestra piel! (Se levanta, decidida.) No, señora, he pensado que no me lo voy a hacer. No, no es por el dinero, que me lo podrían prestar... Es que no pienso aceptar el chantaje. Hay una Ley, ¡pues respétenla ustedes!
(Cambia de tono: reflexiva.) Me lo quedo..., me lo quedo... (En parte para sus adentros y en parte para la comadrona.) Al fin y al cabo, un hijo nunca viene mal. (Decidida, por fin.) Me realizo..., ¡eso es, me realizo! (Grita.) ¡Me realizo! (Se sube a la tarima, de espaldas al público.) ¡¡¡Maternidad, maternidad!!! Tercer mes, cuarto mes, quinto mes. (Se vuelve al público.) El pecho crece, el vientre crece... ¡Adelante con los ejercicios de gimna­sia preparatoria para una buena gestación! ¡Un, dos, tres, cuatro! Respiración de perro (la hace), aha, aha, aha..., más fuerte. (Respira más de prisa.) Me mareo... (Se des­maya unos segundos.) Qué náuseas, Dios mío... ¡Oohh, se mueve! (Se sienta cara al público.) ¡El niño se mueve! Es como... un aleteo. (Extasiada.) Qué cosa tan dulce... (Cambia de tono.) Un helado..., quiero un helado... ¡con espaguettis y chorizo! (Tono profesional de una coma­drona que le habla.) Grito agudo con el abdomen: aah. Más profundo: aah. (Se queda quieta. Lentamente se tumba en el centro de la tarima. Con la cabeza vuelta hacia el público.) Ya está, ya estamos... Sí, señora, me echo... Sí, señora, estoy tranquila... Sí, señora, respira­ción de perro..., ah, ah... Sí, ya empujo..., ay Dios, qué mala estoy..., ay, ay... (Grita de dolor.) No puedo más, hagan algo..., ay, ay... ¿Dónde está él? ¿Fuera? ¿Y qué hace? (Cambia de tono.) ¡Fuma, porque está nervioso! (Se sienta, volviéndose hacia el público.) Pobre, está ner­vioso..., está tenso. ¿Y no podía haber estado un poco más tenso antes, cuando me dejó embarazada? (Se dirige directamente a las mujeres entre el público.) No sé qué pensaréis vosotras, pero a mí eso del embarazo de la mu­jer «siempre», y del hombre «nunca», me sienta fatal. ¡No puedo con ello, lo contesto! Lo tengo clavado en la cabeza: hasta sueño con ello por las noches. He soñado que mi hombre tema tetas, unas tetas hermosas, grandes, redondas. Yo quería palpárselas un poco, y él: «¡Déja­me!», y rne explicó que era un hembro, un hombre-hembro, que es una raza especial de hombres..., que si tienen relaciones sexuales con una mujer sin haber tomado an­ticonceptivos, se quedan embarazados. (Se vuelve a la de­recha como dirigiéndose a su compañero. Mima que le toca el pecho.) ¡Pot, pot! Qué guapo eres..., anda, écha­te... (Se tumba como si estuviera encima del hombre.) Anda, desnúdate que tengo que hablar contigo. ¿Qué te ocurre? Estás nervioso, tenso... ¿Has tomado la pildora? ¿No? ¡No importa! Yo te quiero igual, cielo. Pero no te preocupes, que ya tendré yo cuidado..., no importa que no te hayas tomado la pildora. Si te quedas emba­razado, yo te organizo el aborto, clandestino, pero con anestesia total, y corro con todos los gastos. (Apremian­te.) Anda, vamos a hacer el amor, venga, no importa si te quedas preñado: ¡el hombre se realiza sólo si es ma­dre! (Grita.) ¡Madre! ¡Madreee! (Cambia de postura y se tumba.) ¡Ha nacido! ¡Ha nacido! (Se sienta mirando ha­cia la izquierda. Esperanzada.) ¿Es niño? (Decepciona­da.) ¿No?... (Aterrada.) ¿Pues qué es? (Mima lo que va diciendo. Ahora es la comadrona.) Plaf plaf, azotitos al niño. ¡Llora! ¡Ua ua! Corte del cordón umbilical: ¡chas! ¡Nudo! ¡Inmersión en agua calentita: plaf plaf...! Fría: ¡plaf plaf! Pesar: cuatro kilos escasos. (Vuelve a ser la madre. La niña está ahora en sus rodillas.) Qué guapa es mi niña... Darle el pecho. ¡Inyección! Vacuna. Otra inyección. Perita. ¡Plaff, cuánta caquita! Vómito. Darle el pecho. Vitaminas. Potitos. Guapa, nena, cómo se ríe. No llores. Echa el aire. Toma los juguetes. Qué bonitos: ¡chin, chin, chin! No, al suelo no, nena mala. Toma la papilla. No se escupe. ¡No se tira la cuchara al suelo! Ahm, qué rica está la papilla de la niña. No vomites. ¡Mala! Crece, crece, nenita guapa de tu mamá. Ponte aquí, que te voy a contar un cuento muy bonito. (Durante el cuento se mueve y cambia de voz según el personaje que esté interpretando.)
Pues érase una vez una niña muy guapa, que tenía una muñeca preciosa. Bueno, en realidad la muñeca no era preciosa, porque estaba sucia, pelona, y era de trapo, pero a la niña le gustaba mucho. Y la niña le hablaba, y la muñeca le contestaba. Sólo que la muñeca contes­taba con unas palabrotas terribles, que la niña aprendía y luego repetía. «¿Quién te ba enseñado esas palabrotas tan feas?», le preguntaba su mamá. «¡Mi muñeca», decía la niña. «Eres una mentirosa, las muñecas no dicen pala­brotas. Son los chicazos los que las enseñan.» «Que no, que es la muñeca. Anda, muñeca, dile una palabrota a mi mamá.» Y la muñeca, que hacía todo lo que le pedía la niña, porque la quería mucho, decía unos tacos tre­mendos: «hostia puta, cojones, la madre que me parió, me cago en..., ¡culo!, ¡cu-lo, cu-lo, cu-lo!» ¡Uyyy! La mamá, roja de ira, arranca la muñeca de manos de la niña, abre la ventana, y zas, la tira al prado a un montón de basura. «Mamá mala, mamá mala», dice la niña, y co­rre al prado, pero en ese momento pasa un gatazo rojo, que coge la muñeca entre los dientes y se la lleva al bos­que. Sin dejar de llorar, la pobre niña echa a correr de­trás del gato. Y busca buscando, camina caminando, se pierde en el bosque. Es de noche, y el bosque se ha con­vertido en una selva inmensa. De pronto, a lo lejos, la niña ve una lucecita... Era un enanito subido a una seta, que hacía un pis fluorescente. «Enanito, ¿has visto a un gatazo rojo que Llevaba en la boca una muñeca de trapo que dice palabrotas?» «Ahí está», dice el enano soltando un chorro de pis sobre el gato, que cae al suelo ful­minado... Ya se sabe que el pis de enano es un veneno tremendo para los gatos. «¡Gracias, gracias!», grita la niña, abrazando a su muñeca empapada en pis. «¿Quién es ese tonto del culo —grita la muñeca—, ese mariconazo de mierda que ha matado a mi gatazo rojo que yo le quería tanto, que me pegaba y me dejaba el culo como un tomate, me hacía trabajar, me hacía guarrerías pero a mí me gustaba tanto? Me tenía de criada, yo lloraba y sufría, pero me gustaba aún más, porque me hacía sen­tir una mujer, ¡y tenía a mi macho! Y ahora, sin mi gatazo, enano bastardo cara de culo, ¿qué hago?» «Uy cómo me gusta esta muñeca tan mal hablada —dice el enano—. ¡Voy a casarme con ella!» «De eso nada, me casaré yo con ella», dice una voz terrible que sale de la oscuridad del bosque...» ¿Quién era? ¡Un lobo tremen­do, con unos dientes así de largos! «Yo me casaré con ella.» «No quiero —dice la muñeca, llorando—, no quie­ro a ese maricón de lobo.» «Pero si soy ingeniero elec­trónico, convertido en lobo por las malas artes de una bruja malvada. Y si esta niña virgen me besa en la fren­te, me convertiré en un joven ejecutivo, buena presencia, sensible y cariñoso, ofrécese para amistad afectuosa.» Entonces la niña besa al lobo, y... ¡zas!, aparece el in­geniero guapísimo, que de la alegría se tira un pedo tre­mendo en plena cara de! enano, que cae redondo al suelo. Es sabido que los pedos de ingeniero son venenosísimos para los enanos. Al verlo, la niña se enamora del inge­niero: «¡Oh qué guapo, qué guapo!» Y el ingeniero, como había pasado mucho tiempo y la niña había crecido..., le habían salido esas cosas redondas que las mujeres tienen por delante y por detrás. ., que los ingenieros se vuelven locos por esas cosas redondas..., ¡por algo eligen esa facultad! «Me lo he pensado mejor», dice, «ya no me caso con la muñeca, sino con la niña de las tetitas pimpantes y el culito redondo». Así que se casaron y vivie­ron eternamente felices. Al día siguiente, la muñeca dice: «¡Asamblea, asamblea! ¡Queridos novios de mierda! ¡Ya está bien, eternamente felices! Estoy hasta los cojones de veros morreándoos todo el día, y a mí me margináis. Y encima él se larga a electronizar, y tú te quedas llo­riqueando hasta que vuelve por la noche, ¡te tumba en la cama, y hala! Y por la mañana, lo mismo, que pone el despertador, ¡y otra vez igual! Y también después de comer, que es malísimo para la digestión.» «Pero es que yo soy muy feliz —dice la niña-mujercita que tenía la tripita hinchadica—, ¡estoy tan enamorada!» «No me vengas con paridas —dice la muñeca de trapo—, "¡Soy feliz!”, pero si en mi vida he visto una gilipollas tan triste como tú. Gilipollas, sí, como yo cuando estaba con el gatazo rojo... Pero es que además tú, con el electró­nico, lo tienes aún peor. No te pega, pero te deja todo el día aquí sola, no te dirige la palabra, ¿no te das cuenta de que es aún peor, tarada?» «Oye, asquerosa muñeca de trapo —gritó el ingeniero buena presencia—, ¡o dejas de lavarle el coco a mi mujer, o te tiro a la taza del water!» «Muy bueno lo tuyo —contestó la muñeca, muy chula y muy basta—., ¡pero al water te vas tú a cagar!» ¡Le dijo eso a un electrónico! «De acuerdo, iré al water, pero contigo, para limpiarme el trasero.» Y sin pensár­selo dos veces, el ingeniero electrónico coge la muñeca de trapo y se encierra en el -water. «¡No, por favor, no lo hagas, maridito mío, no le hagas eso a mi muñeca, pobrecilla, abre!» «No pienso abrir, tengo los pantalo­nes bajados y ahora misino voy a limpiarme el trase­ro.» Entonces se oyó un terrible alarido del ingeniero: «¡Ahahahahab!», un alarido electrónico. ¿Qué es lo que había ocurrido? Que la muñeca, mientras él se limpia­ba..., ¡zas!, se le metió dentro, con su cabecita, y sólo le asomaban los pies. «Ayúdame, esposa mía, que ha ocurrido una desgracia. Esa muñeca malvada se me ha me­tido por el trasero..., ¡sácamela!» «Ya tiro. ., ¡pero no sale!» «¡Ayyy, qué dolor! Me siento morir..., ¡es como si estuviera pariendo! ¡Socorro! ¡Llama a la comadrona!» La niña-mujer obedece y va a avisar a la comadrona. No hace más que abrir la puerta de la casa..., las vías del Señor ya se sabe que son infinitas..., que por ahí pasaba precisamente una comadrona, con un mandil que ponía «Comadrona», pero al revés, como en las ambulancias. «Pase, señora comadrona, el cielo la envía, tengo un problema de familia...» Cuando la comadrona vio el trasero del electrónico, preguntó: «¿Es su marido?» «Sí.» «Par­to difícil, viene de nalgas.» Y le entró tanta risa, que, como a todas las mujeres, (al público) ya sabéis lo que nos pasa cuando nos entra la risa floja... (Grita.) «¡Que me meo! Soy comadrona, sí, pero estoy embrujada, y hago muchísimo pis... ¡Socorro! No quiero hacer un de­sastre..., inundaciones... ¡No quiero muertos! Déme un cubo.» Le dan un cubo, y hace todo su pis, muy digna. «Déselo a su marido para que se lo beba. Es pis embru­jado. Le ayudará a evacuar.» El ingeniero: «En esta casa os habéis vuelto locas, si pensáis que me voy a beber el pis de una comadrona a la que ni siquiera conozco.» «Pues yo te la presento.» «¡No! ¡No quiero conocerla!» «Pero es que tienes que evacuar...» «Es verdad, de acuer­do, pero añádele un poco de vermut, vino dulce, dos hue­vos batidos... Qué rico, prueba, está muy rico, ¿no que­réis?» «No, tómatelo tú...» Y él, venga beber... y el vientre se le hincha, se le hincha, y ¡buml, estalla. Y no quedó del ingeniero ni el rotring que llevaba siempre en el bolsillo. En cambio la muñeca estaba enterita, y se reía como una loca. «¿Has visto —le dijo a su amiga la niña crecidita—, pedazo de estúpida? Ahora ya eres libre, dueña de tu cuerpo, de tus elecciones, de ti mis­ma, eres ¡¡¡libreee!!! Vamos.» La niña crecidita aprieta muy fuerte conta su pecho a su muñeca, y poco a poco la muñeca desaparece dentro de su corazón. Ahora la niña crecidita está sola, en un camino muy largo,, muy largo... Caminando, caminando, llega a un árbol muy grande, y debajo del árbol hay muchas niñas creciditas como ella, que la reciben con mucha alegría. «Siéntate —le dicen—, ven con nosotras, nos estamos contando cada una su historia. Empieza tú», le dicen a una rubita. Y la rubita empieza: «Yo cuando era pequeña tenía una muñeca de trapo que decía palabrotas.» «Ja ja —se ríen en coro todas las niñas creciditas—, qué gracia, quién lo hubiera dicho. Tenemos todas la misma historia..., todas: la misma historia que contar.»
(Oscuro - música - canción.)
SI, ME GUSTAS TU
«Sí, me gustas tú,
me gusta el amor contigo,
pero no me quiero preñar,
no, ese hijo no sería para ti,
lo tengo que hacer para el patrón,
para que me lo pueda utilizar
de cansancio entristecer
y hasta a la guerra enviar.
Sólo para él lo tengo que cuidar
alimentar,
de las lombrices y de la tos curar.
Sí, me gustas tú,
me gusta el amor contigo,
y ese hijo lo quiero tener.
No, ese hijo no será para ti,
lo quiero tener para el patrón,
de luchas, de rabia lo quiero alimentar
sólo de rojo lo quiero vestir,
en vino y blasfemias lo quiero mojar
con canciones bastardas lo quiero acunar
¡y armado contra el patrón lo quiero luego enviar!»
Monólogo de la puta en el manicomio
(En una silla metálica está sentada una mujer. Tiene un casco en la cabeza, un micrófono ante la boca y una serie de cables que de sus tobillos y muñecas van a un aparato lleno de válvulas y luces que se apagan y encien­den intermitentemente.)
Sí, sí, doctora, la oigo perfectamente. No se preocupe, estoy relajada, sólo que con tanto cable me siento como un robot..., o más bien como si estuviera en la silla eléc­trica, es que impresiona mucho, ¿sabe? Oiga, doctora, ¿no sería mejor que viniese usted a sentarse aquí, a mi lado, en lugar de quedarse ahí arriba, que parece que está en la cabina de un avión? Es que me cuesta mucho contar ciertas cosas si no tengo a nadie a quien mirar a la cara... mientras hablo..., ¡así me siento como den­tro de un cohete espacial! Pero de todos modos le diré la verdad, que yo no me dejo condicionar. ¿No puede? ¿Tiene que estar ahí controlando las máquinas?... Está bien, si no puede... ¿Por dónde empiezo? ¿Por cuando incendiamos la casa del industrial? ¿No?... ¿Prostitu­ta?... ¿Que cuándo empecé? Oiga, doctora, esa palabra no me gusta natía..., prostituta, prefiero decir puta, me­jor las cosas claras, ¿no le parece?
De acuerdo, sí, ya comprendo. Mi primera experiencia sexual. La primera... No la recuerdo, recuerdo la segun­da... Pues no, la primera no la recuerdo porque era demasiado pequeña..., me la contó mi madre durante una escena con mi padre, y así me enteré de que él, mi pa­dre, había tratado de violarme..., pero yo no me acuer­do... No, nada de traumas, yo quería a mi padre. La se­gunda vez... sí, ésa... ya se la he contado. Sí, con un chico en un prado detrás de mi casa. La hierba estaba mojada, y yo tenía el trasero helado. El estaba como loco. Tenía trece años, y yo doce, para ambos era la primera vez que hacíamos esas cosas, sólo sabíamos que los niños nacen de la tripa. No, nada, no sentí nada. Sí, recuerdo que me dolió mucho el ombligo, sí, el ombligo, porque creíamos que el amor se hacía por ahí... y él empujaba con su chisme. Ya le he dicho que estaba como loco, a mí se me inflamó muchísimo el ombligo. Si supiera... Sí, ya sé lo que es la sexualidad, faltaría más, figúrese, doctora... No soy tan boba como parezco... Me he in­formado: he leído muchísimo sobre la sexualidad, incluso libros científicos. Así descubrí que las mujeres tenemos puntos erógenos, se dice así, ¿verdad, doctora? Eróge-nos..., tenemos puntos erógenos por todo el cuerpo... Para mí fue una revelación, yo no me imaginaba que los puntos sensibles eróticos de la mujer fueran tantos: en­contré un libro con un dibujo de una mujer desnuda di­vidida en zonas..., sí, como esos dibujos en los paneles que cuelgan en las carnicerías, con una vaca pintada por regiones..., igual que el mapa de Italia, con las provin­cias y los pueblos. Y cada zona del cuerpo de la mujer, en ese libro estaba pintada con colores diferentes, según su sensibilidad más o menos fuerte el tacto del hombre, bueno, cuando se tocan. Por ejemplo, estaba la zona del lomo, aquí, pintada de rojo..., que significa máxima sen­sibilidad. Luego la parte de aquí, detrás del cuello, de morado, sabe, esa parte que llaman el morrillo, luego la espalda, que es el solomillo, llena de pintitas color na­ranja. Y más abajo la cadera, y la tapa..., que es el no va más... Especial, casi como la parte de la paletilla..., que parece ser que si uno sabe tratarla bien, ¡la paletilla produce un estremecimiento erótico que no se puede aguantar!... Casi como si le tocan a una el rosbif, que en realidad es el músculo «sartorio» o transversal..., ¡que viene a ser la parte interior de la pata!
¿Ha visto, doctora, todo lo que sé? ¡Lo sé todo sobre la sexualidad de la mujer! Sí, lo sé todo, pero soy tonta, peor: una idiota, casi retrasada mental... Si no lo digo por decir, doctora, es que a veces se me cruzan los ca­bles..., y usted lo sabe..., de pronto ya no entiendo nada, y luego hago cosas que después no recuerdo... Pues lo sé porque luego me lo cuentan. Que qué me cuen­tan... Pero, doctora, si ya se lo he dicho..., ah, que no importa, que tengo que volver a contárselo. Claro, por la maquinita ésa que graba... Ay madre, que me ha dado un calambre, aquí... ¿No es nada? ¿No me asarán, viva, verdad? Sí, ya cuento. Bueno, pues los demás me dicen que cuando me da eso me desnudo, y bailo desnuda, y me follan desnuda... ¿No se dice? ¿Pues cómo se dice? ¿«Que me poseen»?... Pues eso, ¡primero me poseen y luego me follan! Sí, sí, sigamos. ¿Quién? ¿Cuántos? ¿Dónde? No sé, no me acuerdo. Yo sé que cuando me despierto aquí en el manicomio, que me han atiborrado de sedantes y me he pasado dos días seguidos durmien­do, me duele todo el cuerpo. Como si me hubieran dado una paliza tremenda..., y seguro que ha sido así..., ¡por­que suelo tener todo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Has­ta en la cara! Yo qué sé, la policía que me ha recogido dice que me he caído. No, nunca hay testigos. Cuando llega la policía, que luego me trae al manicomio, nunca hay nadie..., o de haber alguien, acaba de llegar..., o pasaba por allí. Además, a nadie le importa..., yo soy una puta, ¿no? Una puta que de vez en cuando tiene una crisis, y se pone corno loca. Si no me quejo, doctora. Además, ya lo dicen todos: ¿qué es una puta? ¡Es una que ha dado con el truco para vivir bien sin currar! Pues yo bien que he currado, sabe. Trabajé de criada, y me follaban. Luego trabajé en una fábrica, y allí lo mismo... ¡Peor para ti si dejas que te follen, será que te gusta..., gilipollas! ¡Pues no, no me gusta! Sí, ya lo sé, es dema­siado fácil..., es muy cómodo echarles toda la culpa a los cabrones de los hombres..., acusar a la sociedad... Ya me lo decía mi madre: «Si una chica quiere ser hon­rada, no hay manera, antes deja que la maten.» Y en efecto, yo he dejado que me mataran..., ocho horas en la fábrica más las horas extra..., y ahí fue donde empecé a tener las crisis. La primera la tuve en la fábrica: lle­vaba una semana con sofocos..., me mareaba..., pero la «jefa» decía que era cuento, que quería pasarme de lista para que me dieran la baja. Así que, dale que dale, acabé explotando. Rompí los cristales con un carrito, volqué los cubos de colorantes..., ¡me llené de pintura! Y lue­go me han contado que empecé a bailar desnuda en los pasillos... ¡Sí, hice un «strip-tease» en los despachos de la dirección, con los empleados riéndose y aplaudiendo, los muy cabrones! No, yo no me daba cuenta de nada. Sí, cuando salí del «Neuro» me internaron aquí, en el manicomio. Y cuando salí del manicomio, ya no tenía trabajo... Me habían despedido. Oiga, doctora, usted pue­de pensar lo que quiera, pero le juro que no me gusta nada lo de ser puta. Mire, nunca me he encontrado con una colega que dijera: «¡Qué bonito es esto de ser puta!» No, todas dicen: «Voy a ahorrar un poco con este oficio de mierda, y luego me retiro, pongo un comercio, un estanco... con mí Hombre.» Que si fuese verdad, todos los estancos de Italia los llevarían las putas.
Una doctora de aquí, del reparto quince, una que pa­rece una cría, que nos hemos hecho amigas porque yo le cuento todo... y ella escribe..., me ha explicado que cuando me pongo como loca es por mi complejo de culpa, que no soporto la idea de ser una puta. Que tengo tur­baciones..., ¿y qué cono son las turbaciones? Yo de esas cosas no entiendo mucho, pero le juro, doctora, y pueden decir que estoy loca, que yo en la fábrica estaba muy a gusto. Me mataba a trabajar, pero estaba con otras mu­jeres. Había un estruendo horrible, hacía un calor de desmayo, la peste de los disolventes te daba un dolor de cabeza que no se podía aguantar, y la mala leche de la vigilanta..., y me dirá, ¿pues qué es lo que te gustaba de toda esa mierda? Pues el respeto que sentía por mí misma... Mire, doctora, ¿sabe lo que le digo? Si una no ha sido puta, no puede entender lo que significa per­derse el respeto a una misma. Lo peor de este oficio es que te hace sentir como una cosa con un agujero y las piernas y el culo y las tetas y una boca y nada más..., no tienes nada más. Y si una está metida en la mierda, ¿qué hace? Trata de nadar, de no notar la peste..., y buscas a alguien que te suba a la barca, en excursión de placer..., y casi te parece que te estás vengando: «¿Quieres follar, pedazo de mierda? ¿Quién te crees que eres porque tienes dos duros? Pues entonces paga. ¡Folla y paga! Yo no estoy. Tú resoplas encima de mí, pero yo no estoy. Hago como que estoy, pero he salido. ¡Estás follando a una muerta, imbécil!»
El caso es que en esos momentos yo he salido de ver­dad..., es ahí cuando me pongo como loca..., y me des­madro y bailo desnuda..., y tú y tus amigos por fin os desmadráis, me pegáis..., os abalanzáis sobre mí, cinco o seis, os desahogáis, hijos de puta..., os sale todo el odio bastardo hacia nosotras las mujeres. Ahora os sen­tís realmente hombres..., unos bastardos con clase. Pero yo recordé muy bien al bastardo con clase que me hizo la faena la última vez. Es un tipo conocido, con cochazo de la empresa, despacho de primera, dos secretarias, y amigos con clase, tan cerdos como él. Yo hice como si nada, y luego me dejé caer, como por casualidad, por el bar que está debajo de su oficina a la hora del cierre, que él siempre está ahí, puntual como el telediario. Me lo monté en plan tontita alegre, de sonrisa fácil, dispues­ta, arreglada y perfumada de bidet. Había otros de su pandilla que me querían ligar, y él se apuntó a la carre­ra, y yo dejé que ganara. «¡El caballero se ha ganado el polvo: Enhorabuena, caballero.» Derrochando satisfac­ción, como un gallito, me saca del bar guiñando el ojo a los perdedores. Subimos a su despacho con dormitorio adosado, y él empieza su jugada como si estuviera ro­deado por todos los del bar mirando golosos y gritándo­le: «Qué bárbaro, eres un fenómeno, vaya toro...» Pare­cía como si tuviera plumas hasta en el culo, luego se duer­me como un tronco. Yo me visto y me llevo todo lo que pillo: la chequera, las llaves del coche, de la oficina, del ascensor, de la casa, del garaje, de la motora, de la caja fuerte, el pasaporte, el permiso de conducir, el carnet del club, el del círculo de cazadores, el de amigos de la Cruz Roja, de la Democracia Cristiana..., todo, hasta una con­decoración que tenía colgada de un cuadro sobre el escri­torio, entre un retrato del Papa y otro del presidente. Y me vine corriendo al manicomio. Dije que estaba a punto de tener una crisis y que me internaran... Ah, se me olvidaba que, antes de salir, le dejé una nota en el escritorio: «Si quieres encontrarme estaré en el manico­mio, en urgencias.» El bastardo con clase llamó por telé­fono a la portería, donde estaba de guardia una enfermera que estaba al tanto de todo: «¡Ah, qué bien! ¿Así. que se ha aprovechado usted de una enferma?» Vino con su abogado, pero al abogado le echaron. Quería hablar conmigo en privado, pero yo dije que no, que si quería ha­blarme que viniera a la sala común, con todas las otras enfermas presentes. Y cuando entró, que parecía un gu­sano en remojo..., le hicimos el proceso.
Tuvo que contar todo lo que me había hecho diez días antes, junto con sus amigos tan bastardos como él. Tem­blaba..., tartamudeaba y lloraba. «Y ahora se lo contamos a la prensa. ¡Lo hemos grabado todo en un magnetofón!» Le dio un ataque..., casi se queda en el sitio, parecía un cerdo colgado de un gancho. Luego le devolvimos sus cosas y enviamos la cinta a la prensa.
El se estuvo moviendo como un desesperado, a saber a quién recurrió, el caso es que nadie publicó ni una sola línea de esta asquerosa historia.
Cinco días más tarde yo salía del portal para volver a casa y vi que me seguía un coche... Empecé a correr, pero al llegar a la esquina se bajaron dos tipos del coche y empezaron a propinarme tal paliza, que de no ser por dos enfermeros del manicomio que habían visto la escena desde la portería, es que ni lo cuento. Me llevaron a la Casa de Socorro más muerta que viva.
Luego mis compañeras del manicomio me llevaron a nuestra sala. Lloraban todas..., no de pena, sino de ra­bia... «¡Maldita sea! —lloraban—, será posible que nos­otras siempre tengamos que cobrar, dejarnos joder, pegar, y encima tengamos que callarnos... Pero algo tenemos que hacerle a ese bastardo...» «No sirve de nada —decía la doctora joven—, vengarse no sirve de nada... Sólo con la lucha organizada, compañeras, con la política, se puede ganar, no con la venganza.» «¿Y quién piensa en venganzas?», decían todas. Nosotras queremos realizar precisamente un gesto político.
La noche siguiente se declaró un incendio en la ciudad. El edificio donde está la oficina del bastardo se quemó entero. «Incendio provocado», dijo la televisión. «Gesto político», dijo una de las enfermas. «¡Gesto político!», contestaron todas las demás. La doctora joven se quedó un buen rato callada..., luego dijo a su vez: «Sí, gesto po­lítico.»







La violación

(N. del A.: El siguiente texto está sacado de un testimonio aparecido en Quotidiano Donna. Nosotros lo hemos trasladado a forma teatral respetando su contenido,)
No me muevo, no grito, no tengo voz
Hay una radio sonando. Pero la oigo sólo después de un rato.
Sólo después de un rato me doy cuenta de que hay al­guien que canta.
Sí, es una radio. Música ligera: amor cielo estrellas corazón dulce amor...
Me han clavado en la espalda una rodilla, sólo una, como si el que está detrás de mí tuviera la otra apoyada en el suelo. Con sus manos sujeta fuertemente las mías, retorciéndome hacia atrás.
Sobre todo la izquierda.
No sé por qué. De pronto pienso que puede que sea zurdo.
No entiendo nada de lo que me está pasando.
Siento la angustia del que está a punto de perder la razón.
La voz..., la palabra.
Tomo consciencia de las cosas, con increíble lentitud...
¡Dios mío, qué confusión!
¿Cómo he subido a esta furgoneta? ¿He levantado yo las piernas una tras otra, empujada por ellos, o me han subido en volandas?
No lo sé.
El corazón, que me late con tanta fuerza contra las costillas, me impide razonar. Estoy obsesionada por estos golpes bestiales en el vientre, y por el dolor de la mano izquierda, que se está volviendo insoportable. ¿Por qué me la retuercen tanto? Yo no intento ningún movi­miento.
Estoy como congelada.
Ahora el que está detrás de mí ya no me clava en la espalda su rodilla. Se ha puesto más cómodo..., se ha sentado, y me sujeta entre sus piernas. Por detrás, como hacían antes, cuando les quitaban las amígdalas a los niños.
Esa es la imagen que acude a mi mente.
No me muevo, no grito, estoy sin voz..., no compren­do que me ocurre.
La radio canta, no demasiado fuerte.
¿Por qué la música?  ¿Por qué ahora la han bajado?
Quizás porque no grito.
Además del que me sujeta, hay otros tres.
Los miro: no hay mucha luz. Ni demasiado espacio. Quizás por eso me tienen medio tumbada.
Los noto tranquilos. Seguros. Se encienden un pitillo.
¿Qué quiere decir? ¿Fuman? ¿Ahora? ¿Y por qué me sujetan así?
Va a ocurrir algo... Respiro a fondo... dos, tres veces.
No, no me despejo. No comprendo. Sólo tengo miedo. Ahora uno se me acerca, otro se sienta en el lado izquier­do. El  tercero se pone en cuclillas a mi derecha. Veo brillar la brasa de los cigarrillos. Respiran profundamen­te. Están muy cerca.
Sí, va a ocurrir algo. Lo siento.
El que me sujeta por detrás tensa todos sus músculos. Los siento alrededor de mi cuerpo. No ha aumentado la presión. Sólo ha tensado los músculos, como para estar preparado a sujetarme más fuerte.
El primero que se había movido se coloca entre mis piernas.
De rodillas. Me las abre. Es un movimiento preciso. Que parece sincronizado con el que está detrás de mí, porque en seguida sus pies se colocan sobre mis piernas abiertas. Para sujetarlas. Llevo pantalones. ¿Por qué me abren las piernas con los pantalones puestos? Me siento peor que si estuviera desnuda.
De esta sensación me distrae algo que al principio no logro situar..., es un calor, primero tenue, luego más fuerte, hasta hacerse insoportable, en el pecho.
Una punta de quemazón. Ahora comprendo por qué fumaban. Los cigarrillos: a través del jersey, hasta llegar a la piel. Me pregunto qué debería hacer una persona en estos casos. Yo no consigo hacer nada, ni hablar, ni llo­rar. Me siento como proyectada hacia fuera, asomada a una ventana, obligada a mirar algo horrible. El que está en cuclillas a mi derecha enciende los pitillos, da dos caladas y se los pasa al que está entre mis piernas. Se consumen pronto. El olor a lana quemada debe molestar a los cuatro: con una cuchilla me cortan el jersey por delante, a lo largo, y después el sujetador. También me cortan la piel en la superficie. En el examen médico me­dirán veintiún centímetros. El que está entre mis piernas, de rodillas, me coge los pechos con las manos —las sien­to heladas sobre las quemaduras—. Me abren la cremalle­ra de los pantalones y entre todos me los quitan:  un solo zapato, una sola pierna. Trato de concentrarme en el ruido del camión.
El que me sujeta por detrás se está excitando, siento cómo se restriega contra mí. El que está entre mis piernas ahora me penetra. Me entran ganas de vomitar. Tengo que permanecer tranquila, tranquila. «Muévete, puta, haz­me gozar.» Yo me concentro en las palabras de las can­ciones; mi corazón se está rompiendo, no quiero salir de la confusión en que me encuentro. No quiero com­prender, no entiendo ninguna palabra, no conozco ningún idioma.
Otro cigarrillo. «¡Muévete!  Puta.» Soy de piedra.
Ahora me ha penetrado otro, sus golpes son aún más decididos.
Siento un gran dolor: la cuchilla que ha servido para cortar el jersey se desliza varias veces por mi cara. No siento si me corta o no. «Muévete, puta. Tienes que ha­cerme gozar.» La sangre me resbala de las mejillas a las orejas. Ahora es el turno del tercero. Es horrible sentir cómo gozan dentro de ti semejantes bestias. «Me estoy muriendo», logro decir, «estoy enferma del corazón». Me creen, no me creen, discuten. «Que se baje — no — sí», una bofetada entre ellos. Me aplastan un cigarrillo en el cuello, aquí, hasta que se apaga. Ahí creo que por fin me desmayé.
Siento que se mueven. El que me sujetaba por la es­palda me viste con movimientos precisos, sin torpezas. Es él quien me viste, yo valgo para poco. Es el único que no se ha desvestido, es decir, que no se ha abierto los pantalones. Está nervioso y descontento por no haber «jodido»; se queja como un niño despechado, siento sus prisas, su miedo. No sabe cómo arreglárselas con el jer­sey cortado, y me mete los dos jirones por los pantalones.
La carrera por la ciudad se detiene justo el tiempo de que yo baje.
Me encuentro en la calle, sujeto con la mano derecha la chaqueta cerrada sobre mis pechos desnudos. Está casi oscuro, ¿dónde estoy? Plantas, verde, prado. Estoy en el parque.
Me apoyo a una planta, me siento mal, creo que voy a desmayarme, no sólo por el dolor físico, en el cuerpo, sino por el asco, la humillación, por los mil escupitajos que he recibido en el cerebro, por el esperma que siento salir y resbalar.
Me dejo caer al suelo. Apoyo la cabeza en el árbol, y me doy cuenta de que hasta el pelo me hace daño. Sí, es verdad, me sujetaban la cabeza, tirándome del pelo.
¿Qué hago? Me miro las manos que me he pasado por la cara, están manchadas de sangre. Me levanto, camino al azar. El cuello de la chaqueta levantado deja fuera sólo mis ojos.
Camino, doy vueltas...
Sin darme cuenta me encuentro ante una comisaría.
Apoyada en la pared de la casa de enfrente me la que­do mirando un buen rato.
Pienso en lo que me espera si entro.
Veo sus caras.
Me lo pienso una y otra vez.
Luego me decido.
Vuelvo a casa.
Los denunciaré mañana.


Yo, Ulrike, grito...

Nombre: Ulrike. Apellido: Meinhof. Sexo: femenino. Edad: cuarenta y un años.
Sí, estoy casada. Dos hijos, nacidos con parto cesáreo.
Sí, separada de mi marido. Profesión: periodista. Na­cionalidad: alemana. Llevo más de cuatro años encerra­da en una cárcel moderna de un Estada moderno.
¿Delito? Atentado a la propiedad privada y a las leyes que defienden dicha propiedad y el consiguiente derecho de los propietarios a ampliar en demasía la propiedad de todo.
Todo: incluyendo nuestro cerebro, nuestros pensamien­tos, nuestras palabras, nuestros gestos, nuestros senti­mientos, nuestro trabajo y nuestro amor. En resumen, toda nuestra vida.
Por eso habéis decidido eliminarme, amos del Estado de Derecho. Vuestra ley es realmente igual para todos, menos para aquellos que no estén de acuerdo con vuestras leyes sagradas. Habéis llevado a la mujer a su máxima emancipación: en efecto, aun siendo una mujer, me cas­tigáis exactamente como a un hombre.
Os lo agradezco. Me habéis gratificado con la más dura de todas las prisiones: aséptica, helada, como un depósito de cadáveres, y me aplicáis la más criminal de las torturas, es decir, «la privación de lo sensorial».
Qué expresión tan elegante para decir que me habéis sepultado en un panteón de silencio. Un silencio blanco; blanca es la celda, blancas las paredes, blancas las rendi­jas, de esmalte blanco la puerta, la mesa, la silla y la cama, por no hablar del water.
La luz de neón es blanca, siempre encendida: de día y de noche.
¿Pero cuál es el día, y cuál la noche? ¿Cómo pue­do saberlo? A través de la ventana se filtra siempre ía misma luz blanca. Una luz falsa, como es falsa la ven­tana y falso el tiempo que me habéis borrado, pintán­domelo de blanco.
Silencio. Silencio fuera, ni un sonido, un ruido, una voz. Del pasillo no se oyen pasos, ni puertas que se abren o se cierran. ¡Nada! Todo es silencio y blanco. Silencio en mi cerebro, tan blanco como el techo. Blanca es mi voz si intento hablar.
Blanca es mi saliva que se me reseca en las comisuras de los labios. Silencio y blanco en mis ojos, en el estóma­go, en el vientre que se me hincha de vacío. Me encuen­tro suspendida como en un acuario, flotando en el si­lencio, como un pez japonés sin aletas. Constante sen­sación de vómito. El cerebro se me despega del cráneo como a cámara lenta vagando por el agua de luz en la habitación. Todo mí cuerpo es de polvo disuelto como un detergente en la espantosa lavadora: lo recojo.... lo amontono..., me recompongo... ¡No! ¡No! Tengo que resistir..., no lograréis hacerme enloquecer... ¡Tengo que pensar! ¡Pensar! Entonces pienso..., pienso en vosotros que me mantenéis en esta tortura: os veo agolpados con la nariz aplastada contra el gran cristal de este acuario donde me habéis dejado flotando, y me observáis con interés. Disfrutáis con el espectáculo...  Teméis que yo sepa resistir... Teméis que otros como yo y mis compa­ñeros vuelvan a tratar de estropearos ese hermoso mun­do que os habéis inventado. Es grotesco, a mí me priváis de todo color, y fuera vuestro mundo húmedo y gris lo habéis repintado con colores chillones, para que nadie se dé cuenta, y obligáis a la gente a consumir todo de co­lorines: habéis pintado de rojo chillón los zumos de frambuesa, y qué importa si producen cáncer, de naranja brillante los aperitivos. Obligáis a los niños a que tra­guen verde esmeralda y amarillo cromo, llenáis de colo­rantes venenosos la mantequilla y la mermelada. Inclu­so pintáis a vuestras mujeres como payasos enloqueci­dos: rosa fresa en las mejillas, azul añil y violeta en los párpados, y rojo bermellón en los labios, y las uñas pin­tadas con todos los colores imposibles del carnaval: oro y plata, verde y naranja y hasta azul cobalto.
a mí me obligáis al blanco para que mi cerebro se resquebraje y estalle en mil confetis: los confetis de vuestro carnaval, de vuestro Parque de Atracciones del miedo. Sí, hacéis gala de una gran seguridad, pero es tan sólo el gran miedo lo que os vuelve tan crueles y demen­tes. Por eso necesitáis continuamente barracas y estruen­dos, tantos neones de colores por todas partes y escapa­rates y sonidos y estrépito, y la radio y el hilo musical siempre encendido por todas partes en vuestros grandes almacenes, en las casas, en el coche, en el bar, incluso en la cama cuando hacéis el amor. A mí me imponéis el miedo del silencio... porque os aterra la duda de que éste vuestro no sea el mejor de los mundos..., sino el peor: el más sórdido.
me habéis encerrado en el acuario sólo porque... No, no estoy de acuerdo con vuestra vida. No, no quiero ser una de vuestras mujeres confeccionadas y envueltas en celofán. No quiero ser una presencia tierna con risitas y sonrisas estúpidamente seductoras en vuestra mesa del sábado noche en un restaurante con menú variado y exó­tico y con fondo de música idiota por hilo musical. Y te­ner que esforzarme por estar en parte triste y pensativa y en parte loca e imprevisible y después tonta e infan­til y luego maternal y puta y luego al minuto tener que reírme pudorosa en falsete tras de una de vuestras inevi­tables ordinarieces,
Oh, se oye un roce suave: se abre la puerta, aparece una carcelera, me mira como si yo no existiera, como si fuese transparente. No dice ni una palabra, lleva en la mano una bandeja con la comida. La deja sobre la mesa y se va. Otra vez silencio.
¿Qué me han traído de comer? Hamburguesa. Un vaso de zumo de pomelo. Verdura cocida, una manzana. Y además se preocupan por si se me pasa por la cabeza suicidarme. En efecto, el plato es de cartón, el vaso es de cartón. No hay ni cuchillo ni tenedor, sólo una cucha­ra de plástico blando, que parece goma. No, no quieren que yo decida eliminarme. Son ellos los que tienen que decidir. Cuando llegue el momento adecuado se ocuparán personalmente, me darán la orden de suicidarme y puesto que en esta celda no hay barrotes en la ventana de los que poder colgar una sábana y una correa, ellos me echarán una mano..., o incluso más de una mano. Un trabajito lim­pio. Tan limpio como esta socialdemocracia, que se dis­pone a matarme... dentro de un orden.
Nadie escuchará un grito mío, ni un lamento..., todo en silencio, con discreción, para no molestar los sueños serenos de los ciudadanos felices de este país limpio... y ordenado.
Dormid, dormid, gentes bien cebadas y atónitas de mi Alemania, y también vosotros de Europa, gentes sen­satas, ¡dormid serenos como muertos! Mi grito no puede despertaros... No se despiertan los habitantes de un ce­menterio.
Los únicos que sentirán crecer el odio y la rabia, lo sé, serán aquellos que sudan y revientan en la sala de máquinas de vuestro gran navío: los emigrantes turcos, españoles, italianos, griegos, árabes y las mujeres, todas las mujeres que han comprendido su condición de some­tidas, humilladas y explotadas, ellas comprenderán tam­bién por qué me encuentro aquí, y por qué este Estado ha decidido matarme..., exactamente como a una bruja en el tiempo de las brujas. Y se convencerán, si no lo han hecho ya, de que el de hoy sigue siendo tiempo de brujas para el poder. Y que las brujas deben estar en los tela­res, en las máquinas, en las prensas, en la cadena de montaje, en el ruido, en el estrépito, en los chirridos..., plaff..., tritritri..., blam..., tritritri, vuum, vuum... ¡Prensa! ¡Blamm! El torno frufrufru..., el motor popo-po..., las calderas ploch ploch ploch...
¡Qué hermoso es el ruido, el estruendo, el estrépito! Ja ja, lo habéis inventado, vosotros los amos, para vues­tro provecho..., y yo me aprovecho. ¡Basta de silencio! Me hago los ruidos yo sola. Prensa: flutts..., el torno: frufrufru..., las calderas: ploch ploch ploch..., ¡el gas! ¡Se sale el gas! Hace toser: ¡achrf achrf achrf!
La cadena: va el ritmo va con los tiempos ritmo, plaf pochh sblam bengh tramp pungh sgnaf strump tuh tuh frr frr...
¡Basta! ¡Basta! ¡Parad las máquinas, silencio!... Qué hermoso es el silencio, gracias, carceleros, por darme este placer extraordinario del silencio... absoluto..., oh, cómo lo saboreo, cómo lo disfruto..., escuchad qué dulce, qué reparador es..., estoy en el Paraíso... Carceleros, jueces, políticos, os he burlado..., jamás lograréis volverme loca, tendréis que matarme estando sana..., en perfecta salud mental y espiritual..., y todos comprenderán, sabrán con certeza que sois unos asesinos, un gobierno, un Estado de asesinos.
Ya os veo correr para ocultar mi cadáver, impedir la entrada a mis abogados... No, a Ulrike Meinhof no se la puede ver... Sí, se ha ahorcado. No, no pueden pre­senciar la autopsia. Nadie. Sólo nuestro peritos de Esta­do, que ya han decretado... La Meinhof se ha ahorcado. Pero no hay señales de estrangulamiento en el cuello..., ningún color cianótico en el cuello..., ¡pero en cambio hay cardenales por todo su cuerpo! ¡Apártense, circulen, no miren! Se prohíbe sacar fotos, se prohíbe pedir un peritaje particular, se prohíbe examinar mi cadáver. Se prohíbe. Se prohíbe pensar, imaginar, hablar, escribir, se prohíbe todo. ¡Sí, se prohíbe todo!
Pero jamás podréis prohibirnos que nos riamos de vues­tra necedad, la clásica necedad de todo asesino.
Pesada como una montaña es mi muerte..., ¡cien mil y cien mil y cien mil brazos de mujeres han levantado esta inmensa montaña y os la arrojarán encima con una terri­ble carcajada!
Una madre
Necesito no sólo vuestra atención, sino sobre todo vuestra imaginación. Imaginad que estáis sentados a la mesa, comiendo, y escuchando el telediario, y de pronto apa­rece en la pantalla una foto tamaño carnet, y una voz que dice: «Uno de los terroristas capturados tras el ase­sinato»..., nombre y apellidos..., «despiadado criminal que ha perpetrado horribles delitos». Aparece la foto en el televisor: «¡Dios mío!», ¡es alguien a quien conocéis! Y antes de que os dé tiempo de reflexionar: ¡zas!, os estalla el cerebro... «¡Es él!»..., el corazón se detiene de golpe: «¡Dios! ¡Dios! ¡No es posible!»... Y no es alguien a quien conocéis de casualidad, no sé, el hijo de una vecina, por ejemplo... ¡No! ¡Es vuestro hijo! Es vuestro hijo. Os estoy hablando a vosotros..., «vues­tro» hijo.
¿Es absurdo? ¿No puede ser?
¿Por qué? ¿No tenéis un hijo?
Un hermano entonces..., una hermana... Imagináos­lo..., sí, él..., ella..., sí..., ¡terrorista!
Ni se os pasaba por la cabeza. Ni una sospecha.
Y no hay esperanza..., posibilidad de error..., una equivocación... No: capturado con las manos en la ma­sa..., hay pruebas..., lo han cogido en un enfremamiento armado..., con una pistola en la mano..., ha disparado... y ha herido de gravedad a un agente.
Imaginad..., imaginad...
¿No lo conseguís? ¿No puede ser? ¿Es demasiado ab­surdo? Claro..., vuestro hijo, vuestro hermano..., ¡impo­sible! Lo veis todos los días, habláis con él..., conocéis sus ideas.
Además, con ese carácter que tiene, no le haría daño a una mosca. Estaba en contra de toda violencia..., que­ría ser objetor de conciencia...
Eso es precisamente lo que yo seguía repitiendo siem­pre que veía en la tele la cara de uno de esos muchachos detenidos:  ¡Mi hijo no será jamás, jamás uno de ellos!
Y en cambio... el chico al que estáis viendo en vues­tro televisor, con su cara de buena persona, es mi hijo. Sí, mi hijo: veinticuatro años... Yo lo he hecho, lo he parido, lo he amamantado. No con biberón, sino con mi pecho, de mis pezones..., aunque mis amigas me lo des­aconsejaban, me decían que se me iban a estropear los pechos...
Porque yo pensaba: ¿y si de mayor me sale anor­mal..., diferente..., y es por culpa de la carencia afectiva causada por la falta de teta? ¿Los celos del pezón?
Muchas madres no lo saben, pero yo sí. Yo me lo leí todo durante el embarazo: no debes negarle a un niño el roce de tu piel con la suya..., los mimos, la voz..., la presencia constante (no opresiva), constante... Y cuando descubrí, leyendo esos textos, que el niño necesita jugar con su caquita..., sí, que si no luego tiene traumas..., y también con el pis..., porque lo descarga de toda vio­lencia..., pues yo le dejé hacerlo.
Lo dice también Laverghue en su ensayo El periodo fecal: «Dejad que el niño pruebe su caca, que se la res­triegue por la cara..., se acostumbrará a lo que recibirá de los demás cuando sea mayor.» Yo a mi niño lo he tenido en la cuna lo menos posible..., le he dejado que rompiera platos y vasos, como decía la pediatra, le he dejado que jugara con su caquita siempre que ha que­rido..., y sin embargo se ha convertido en una persona violenta. Y no se ha conformado con entrar a formar parte de una banda de delincuentes, quemar un auto­car..., pegar a algún viandante a bastonazos..., violar a alguna muchacha, así, para desahogarse..., que los jueguetes son muy comprensivos con esas cosas... ¡No, se ha convertido en un terrorista!
Pero ¿cómo ha podido ocurrir?... ¿Qué ha pasado? Quiero entender... Me paso noches enteras recordando toda nuestra vida... Vuelvo a verlo todo, como en una pe­lícula... Nosotros somos demócratas, y mi hijo ha crecido con nuestras ideas... Sí, en el colegio se metió en polí­tica, la contestación juvenil..., las manifestaciones... Por su dormitorio han desfilado los posters de todos los mitos de aquellos años, Mao, el Che, Ho Chi Min... Recuer­do un poster grande, lo habéis visto todos: una mucha­cha vietnamita apunta con su metralleta a un gigantesco piloto americano con los brazos en alto. ¡La niña que vence a Goliat!
¡Entonces se puede hacer lo imposible!
Qué claro estaba todo entonces: a un lado los buenos pobres, pero de ideología correcta: ¡en primer lugar siem­pre el hombre, la justicia y la libertad!
Al otro los malvados, prepotentes y ávidos, fuertes pero podridos, que siempre ponen en primer lugar la máquina y el beneficio.
¡Ellos son el mal!
¡El mal pierde, el bien triunfa! ¡Está cloro!
¡Retórica! ¡Populismo triunfalista! Sí, yo también lo pienso...
¡Claro que ahora es fácil comentar que entonces empezáramos!
¿Vosotros lo habíais entendido?
¿Todos?
¿Sabíais que nos dejábamos llevar demasiado por la pasión? ¡Una masa de idealistas, con el mito del héroe!
¡Solidaridad! ¡Generosidad! ¡Colectividad!
¿Vosotros, todos, habíais previsto ya entonces que nos íbamos a estrellar con esos conceptos? ¡Pues qué suerte! ¡Enhorabuena!
Pero perdonad..., no me convence del todo..., porque precisamente hace unos días, ciertos discursos que se bur­laban del sesenta y ocho..., del triunfalismo..., de las chorradas que, es verdad, hicimos..., se los he oído hacer a un tipo..., un conocido intelectual, ¡uno de esos que siempre lo han entendido todo antes que nadie! «El se­senta y ocho fue una enorme estupidez..., todos como pequeños Lenin..., jugando a la revolución.»
Luego cayó en mis manos una foto suya, del intelec­tual, con su casco en la cabeza, su anorak, una barra en las manos, en el servicio de orden de la Universidad Es­tatal de Milán.
Ahora dirige un programa cultural en el tercer canal: «Gastronomía», donde nos enseña a hacer albóndigas.
A propósito de servicio de orden..., ¿os acordáis de las manifestaciones? Quisiera tener aquí un proyector, para que vierais alguna manifestación de las de enton­ces..., porque se nos ha olvidado a todos cómo eran..., así veríais cuántos éramos..., el entusiasmo, la fuerza..., las banderas rojas..., los puños alzados...
¿Y los funerales? Cuando caía uno de nuestros com­pañeros... Tensión, emoción y rabia..., los ataúdes trans­portados en brazos sin que nos avergonzáramos de llorar.
Pero las consignas que gritábamos en esos momen­tos..., ¿las gritábamos así, sólo para asustar a las viejecitas y a los comerciantes..., o bien éramos conscientes de lo que decíamos?
Cosas como para acabar en la cárcel... ¡ahora!
¿Estabais también vosotros, no?
¿O no estabais?
Pensad que puedo gastaros la broma de traeros real­mente un proyector, y plantificaros ante los ojos una her­mosa manifestación, con sus enfrentamientos, sus pedra­das... ¡y mucho más!, ocurrida aquí, precisamente en vuestra ciudad.
Y podríais encontraros con alguna cara conocida...
¡Puede que la vuestra!
Tranquilos, tranquilos... No, no puedo gastaros esa broma..., porque en cuanto empiece a proyectar, como por arte de magia, aparece un juez que me secuestra la película..., monta en un sí es no es una hermosa encues­ta..., emite uno, dos, cien mandatos de captura..., ¡y el proceso dentro de cuatro años!
jY yo quedo como la típica espía búlgura tan soco­rrida!
Pero él... ¿dónde, cuándo empezó? Porque nosotros hablábamos, discutíamos... De acuerdo, no siempre com­prendíamos..., a veces había unas broncas tremendas.
Un día llega a casa con un chico y me dice: «Mamá, te importa si Aldo —así se llamaba el chico— se queda unos días con nosotros...» Yo qué iba a decir, si nues­tra casa ha sido siempre como un puerto de mar. Pero después le hago unas preguntas..., él me contesta con vaguedades..., el chico, Aldo, se ha marchado de casa de sus padres porque teme que le vayan a buscar allí con una orden de captura. Han detenido a unos compañeros suyos, con los que había trabajado políticamente hace años.
«¡Te aseguro, mamá, que él no tiene nada que ver!»
«Pues entonces yo, en su lugar, me iría corriendo a ver al juez con un abogado, y le contaría de pe a pa cómo están las cosas.»
El se echa a reír, como si le hubiera contado el chiste más gracioso de los últimos veinte años.
«Pero ¿en qué mundo vives, mamá? Es como si lo es­tuviera viendo ya en la prensa: Joven —veinticuatro años, nombre y apellido— se presenta espontáneamen­te; el juez lo besa con ternura en la frente y lo envía de inmediato a la cárcel de máxima seguridad que esté más lejos.»
«No es cierto —estás generalizando—, hay montones de jueces honrados. Claro que si uno tiene algo que ocultar...»'
¡Cómo se me habrá escapado esa expresión tan desafor­tunada! Tuvimos una bronca.
«No, querida mamá..., la verdad es que tú también te has pasado al grupo de los de las manos limpias. Los Pon­do Pilatos de esta hermosa sociedad de ciudadanos con­gelados. No os mancháis las manos, porque las tenéis siempre puestas sobre las nalgas, ¡para protegeros el culo!»
«¡No te pongas grosero!»
«De acuerdo, seré más elegante: primera regla, sospe­char de todo y de todos. Mejor quedarse al margen. Echarse a un lado. ¿Garantismo? ¿Derechos civiles? De­jémoslo correr... Te acabas metiendo en líos... Te ponen en seguida etiquetas... ¡Quietos! Todos al suelo... Este gobierno de gelatina ha logrado inculcaros la psicosis del apestado. Sí, como en la Edad Media, que cuando alguien se moría de peste... los emparedaban a todos vivos..., parientes, amigos, incluso gente de paso, en la misma habitación que el muerto. Esta es vuestra lógica... No, yo no quiero que me empareden vivo el poco tiempo que me queda por vivir en este planeta de mierda..., ¡quie­ro hacer algo, a toda costa!»
Eso es..., puede que fuera ahí... Está claro..., pensán­dolo ahora..., ante la evidencia de los hechos..., hoy me doy cuenta de que ese «¡a toda costa!» tenía un signifi­cado..., aunque entonces me pareció algo retórico. ¡A toda costa!
Un psicólogo de moda me diría seguramente: «Su hijo lleva en su interior el terror a la oscuridad. ¡Ha resuelto la angustia de no ser nadie lanzándose a la acción vio­lenta, impactante, espectacular!»
A ellos en el fondo les da igual.
¡Pero yo me vuelvo loca! Me siento como un buzón donde todos introducen postales, mensajes. Todos los días escucho la televisión, leo la prensa, hablo con la gente..., la poca que aún me saluda... Todos quieren convencer­me de que en el cerebro de mi hijo ha anidado un cáncer terrible. Que es una especie de endemoniado...
Quieren convencerme de que la idea de la lucha ar­mada ha brotado en él como una seta venenosa, sin que nadie le haya dado un empujón..., le haya echado una mano... Poco a poco, día tras día, él solo se ha hecho brotar las alas del ángel vengador, y se ha lanzado a ha­cer justicia en nombre del pueblo impotente, adormeci­do... ¡y estúpido! ¡El solo!
No. Yo, sin arrogancia..., pido, exijo respeto a mi in­teligencia.
¿Cómo es posible que nadie entre nosotros, vosotros, ellos... se sienta mínimamente responsable?
¡Nadie!
La culpa es de las malas lecturas...
¡Lenin mal digerido!
¿Y los procesos-farsa que han durado docenas de años, tapando masacres de cientos de muertos? Como las de Piazza Fontana, Brescia, Bolonia, y el tren Italicus...
Corrupciones en cadena...
¡Injusticias por todas partes!
Despidos masivos... Miles de obreros a la calle... Mi­les de jóvenes marginados..., ¡criminalizados!
Basta..., basta... ¡Qué aburrimiento! Son cosas que nos sabemos de memoria... ¿Es que nos vamos a mon­tar un mitin, a estas alturas?
¡Sííií!
Perdonad..., perdonadme..., me incomoda la incomo­didad que os he creado. Perdonadme.
Puedo incluso adivinar lo que estáis pensando...
«Pobre mujer..., hay que comprenderla..., es una ma­dre..., no se le puede pedir que haga discursos raciona­les, políticos... en el estado en que está. Hay que dejar que se desahogue, pobre mujer...»
¡No! Nada de «pobre mujer», no me gusta. Cambie­mos de clave. Dejemos lo de mi hijo, y hablemos de otro muchacho, un amigo de mi hijo.
Un chico racional, metido en política de manera con­creta.
Se droga. En plan duro. Heroína. Estaba a punto de acabar la carrera de ingeniero. Trabajaba ya con su pa­dre, que también es ingeniero, y tiene una empresa bien encauzada..., de pronto... ¡estalló! ¿Queréis explicarme qué le ha ocurrido? ¿Lecturas equivocadas de Lenin también en este caso? Se inyecta dos gramos de heroína por día. Lo llaman chutes... Y su padre, el ingeniero, cuando el chico tiene el mono, para evitar que se mate con material cortado, o que trafique, que robe..., coge el coche y se va a buscarle la droga... Conoce a todos los camellos del barrio...
Hace dos meses le detuvieron por llevar droga. ¡Al in­geniero! Le ha dado absolutamente igual... Y pensar que antes él y su mujer eran dos personas que se hubieran dejado matar por el buen nombre y el honor... ¡Y ahora nada! Son dos guiñapos humanos, sin moral, sin princi­pios, ¡esclavos del hijo drogadicto!
Antes de descubrir que tengo un hijo terrorista, yo pen­saba: «Yo en su lugar, es que a un hijo como ése lo ato a una silla, ¡lo encadeno! Antes lo mato. Le pego un martillazo en la cabeza..., ¡qué es eso de ir a buscarle la droga! La culpa es de ellos, de los padres, son dema­siado blandos. Le han educado metido en algodones, sin espina dorsal.»
Hace unos días hablé con su madre. Yo le contaba mi desesperación, ella a mí la suya.
«Sabe lo que le digo —me dice—, que la envidio... Usted por lo menos tiene un hijo que cree en algo. El mío sólo cree en el agujero que se hace con la jeringa.»
«Pero qué está diciendo, es horrible... Mi hijo cree en una utopía demencia!, dispara, mata..., ¡su hijo sólo se hace daño a sí mismo, no mata a nadie!»
«¿Usted cree? ¿Mi marido y yo le parecemos acaso personas aún vivas? Por supuesto, nadie detiene a mi hijo por habernos eliminado... Mírenos: dos larvas hu­manas. A veces pienso en cuando lo llevaba en mi vien­tre..., ojalá se hubiese muerto..., un aborto..., ¡maldito!»
Me dijo exactamente eso, con una voz dura, de cristal. «¡Maldito!»
«¡Yo también, se lo juro..., si pensase en tener otro hijo..., ¡antes lo estrangulo!»
¡Qué bastardos los que han inventado el mito de la madre!
He ido a ver a mí hijo a Cerdeña. Cárcel especial, mo­derna..., ¡yo iba con una rabia en el cuerpo! Pero muy decidida: ni una sola lágrima me verá en los ojos mi hijo. ¡Ni una! Es más, le diré: «Te está bien empleado, imbé­cil, fanático..., ¡ya te habrás realizado, por fin!»
¿Ni emoción, ni piedad? Nada. Y antes me fui aposta a ver el cadáver expuesto de uno de los policías asesina­dos por los «compañeros» de mi hijo.
Sí, fui a la cámara ardiente. Porque si uno no mira de cerca, no toca, no siente, luego resulta demasiado cómo­do quejarse.
Llegué a la cárcel. Llevaba un paquete con la ropa y la comida. Me lo rechaz2aron: artículo 90. Había otros parientes, que insistían, madres, mujeres de terroristas. Una se peleó con un guardia: «No se dice terrorista..., ¡mi hijo es un combatiente comunista!»
Me cabreé tanto que casi la pego.
Luego a ella la echaron, a pesar de que tenía permiso del juez, No entendí bien por qué... su hijo estaba allí, ella tenia permiso, pero no hubo manera.
Tuvo que volverse a casa, a la península, al Norte.
También echaron a otros cuatro parientes: a sus hijos o maridos, no recuerdo bien, los habían trasladado a otra prisión..., nadie sabía cuál.
Por suerte yo tenía todo en regla, y mi hijo seguía allí, Me dejaron pasar.
Me llevan a una habitación. Entra una mujer, la ins­pectora.
«Desnúdese», me dice.
«¿Por qué?»
«Registro anal y vaginal. Artículo 90.»
«Perdone, pero yo he leído el reglamento, y me consta que eso ahora está prohibido... Además antes me han he­cho pasar por el detector de metales, y el coloquio es con cristal. Esto es una vergüenza..., una violencia...»'
«Artículo 90. Si quiere ver a su hijo, éstas son las órdenes,»
Me sentí realmente como un animal..., me entraron ga­nas de largarme.
«Luego los denuncio...», pensaba..., «escribo a la prensa...».
Pero me entró la risa.
A ver qué periódico va a escribir algo sobre mí, sobre lo que estoy pasando... Soy la madre de un terrorista. El sesenta y cinco por ciento de los italianos está a favor de la pena de muerte. Abrí las piernas y la dejé hacer.
«Meta el bolso en este armarito. Quítese las horquillas del pelo. La cadena, el reloj, los cigarrillos... Cierre y guárdese la llave. Pase.»
Pasillos, verjas, llaves..., verjas, llaves..., jamás había visto tantos barrotes juntos... Por fin me encontré en una sala muy grande, partida por la mitad, hasta el te­cho, por un cristal grueso. El cristal estaba dividido, a cada metro, por barrotes de hierro verticales que delimi­taban tu espacio..., parientes, hombres y mujeres apiña­dos frente a su metro de cristal, y al otro lado los dete­nidos... Todos gritaban, a ambos lados, para que se les oyera..., no había micrófonos..., un follón increíble, como en el andén de una estación.
Dónde está mi hijo: disculpe..., perdone.,.
En seguida comprendo dónde está.
Está en ese metro de cristal vacío.
Allá voy.
Ahí está. Tengo que mirarle una y otra vez... Le re­conozco por el jersey que lleva, más que por la cara... hinchada..., con cardenales en los ojos..., las manos en los bolsillos, no las sacó nunca..., luego comprendí por qué. Se las habían machacado, a él y a otros ciento doce, antes de un traslado. Esboza apenas un gesto de saludo...
¿Y éste es mi hijo? Dios..., Dios..., ¿cuántos años le van a caer? Veinte..., treinta... Pues entonces, ¿por qué «todo esto»?
Por qué no los matan en seguida... cuando los cogen: ¡pam!, un tiro en la cabeza...'
|Ah! Que no se puede... Estamos en un país demo­crático.
Por lo menos en la forma.
Pues entonces, mejor los alemanes, que a sus terroris­tas los han matado a todos en Stammheim...
¿Ese es mi hijo? El que está tras el cristal... También cuando nació lo vi por primera vez tras un cristal, con los otros recién nacidos. Miro a mi hijo, y lo sigo viendo de pequeño —me cuesta pensar en él como un hombre.
También en sueños, lo sigo viendo como un niño.
Hace unas noches soñé que lo llevaban al proceso. Avanzaba por la sala del tribunal entre dos policías que lo llevaban de la mano, uno a cada lado... Era como cuan­do tenía cinco años, no más.
Me vio, esbozó una sonrisa... y luego se echó a llo­rar: una crisis de gritos y sollozos, que no podía frenar.
El juez me llamó:
«Señora, cójalo en brazos, a ver si se tranquiliza.»
Los guardias lo levantan. Me siento estrechada fuerte­mente por dos bracitos.
El juez me pide que me siente en la silla de los testi­gos, ante el micrófono...
«Vuélvalo hacia mí, señora, tengo que interrogarle. Y consiga que deje de llorar, o no tendré más remedio que suspender el proceso.»
Le acaricio suavemente, le doy golpéenos en la espal­da... El niño va espaciando sus sollozos.
«Tiene que colaborar, señora.»
«¿Yo?»
«Sí, usted también, pero sobre todo su hijo... Convén­zale de que colabore. Debe decir todo lo que sepa..., por poco que sea. Seremos comprensivos, en atención a su joven edad. Basta con que nos dé algunos nombres..., unas señas. ¡Que se arrepienta, en resumen!»
«¿Mi hijo, un arrepentido?»
«Claro. Mire Fioroni, Sándalo, que había cometido unos crímenes atroces, ¿recuerda?..., como colaboraron con la justicia los hemos dejado en libertad. Ahora son felices, contentos, ricos... ¡en el extranjero!»
«Pero es que mi hijo llevaba poco tiempo en las Bri­gadas Rojas, señor juez... Ustedes también lo han dicho...  Lo detuvieron precisamente en su primera ac­ción...»
«¡Exactamente! Pero hay que decir que eso se vuelve en su contra. Por desgracia, su hijo no era nadie. Verá, hoy en día saca ventaja de la ley de arrepentidos pre­cisamente quien organizó personalmente las bandas ar­madas.
Quien enroló a los combatientes.
Quien los armó.
Quien ordenó sobre qué pierna, sobre qué cabeza dis­parar.
Piense en Savasta, diecisiete homicidios..., ¡y cómo se ha arrepentido! Ha denunciado a doscientos cuarenta.
Lo sabía todo. ¡El lo había organizado todo!
Dentro de dos años quedará en libertad.
Cuando entra en la sala del tribunal, los carabineros se ponen firmes. Y nosotros, los jueces, nos ponemos en pie, en señal de respeto. ¡Casi le cantamos el himno na­cional!
Pero volvamos a su chico. Tendremos en cuenta su buena voluntad
Queremos ayudarle. Mire, ésta es una lista de nom­bres... No importa si no los conoce a todos personal­mente..., basta con que los haya oído nombrar..., y si no está demasiado seguro... ¡no importa!
Los detenemos, y luego, en el proceso..., ¡ya vere­mos!»
«¿Cómo que en el proceso ya veremos?... Eso signi­fica meter en la cárcel a unos inocentes..., montar un es­cándalo...»
Digo «escándalo», y es como si hubiese dicho una pa­labra mágica.
De golpe, en el sueño, empieza a salir humo del banco de los jueces.
«¿Qué pasa? ¿Un atentado?»
«¡No, calma! Sólo es vapor..., son las válvulas de des­carga de los radiadores.»
«¡Socorro! ¡No veo a mi hijo!»
Los carabineros salen de la nube y se me echan encima.
«Señora, ¿dónde está el detenido-niño? Usted es res­ponsable, ¡lo tenía bajo su custodia!»
Busco con la mano bajo el nivel' de la niebla:
«¡Aquí está! ¡Ya lo tengo, señor juez!»
Pero si éste no es mi hijo... Es el muchacho droga­do..., ¡y está sangrando! Tiene todo el cuerpo lleno de quemaduras... ¿Qué ha ocurrido?
«Me han torturado.
¡Me han quemado hasta los testículos!
Quiero presentar denuncia contra cinco policías!»
«¡Calla!  |Es mi hijo!
¡Ya lo tengo, señor juez!
He capturado a mi hijo.
He hecho mi deber como ciudadana democrática que confía en las instituciones.
¡Oh! Lo siento...
¡Lo he apretado demasiado!
¡Lo he estrangulado!
¡¡Está muerto!!»