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4/9/14

EL ENFERMO IMAGINARIO. de MOLIÈRE



EL ENFERMO IMAGINARIO
MOLIÈRE

PERSONAJES DE LA COMEDIA


ARGAN, enfermo de aprensión.
BELISA, Segunda mujer de Argan.
ANGÉLICA, hija de Argan.
LUISA, hermana de Angélica.
BERALDo, hermano de Argan.
CLEONTE, enamorado de Angélica.
DIAFOIRUS, médico.
TOMÁS DIAFOIRUS, su hijo.
PURGON, médico de Argan.
FLEURANT, boticario.
BONAFÉ, notario.
ANTONIA, criada.

PERSONAJES DE LOS INTERMEDIOS
Del primer acto:
POLICHINELA.
UNA VIEJA.
VIOLINISTAS.
ALGUACILES, cantantes y bailarines.

Del segundo acto:
CUATRO GITANAS, Cantadoras.
GITANOS Y GITANAS, Cantantes y bailarines.

Del tercer acto:
TAPICEROS, bailarines.
EL PRESIDENTE DE LA FACULTAD DE MEDICINA.
DOCTORES.
ARGAN, bachiller.
BOTICARIOS, armados de morteros y manos para majar.
LAVATIVEROS.
CIRUJANOS.
La acción, en París, en 1673.



ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA
ARGAN, solo en su alcoba y sentado a una mesa, ajusta con guitones
las cuentas del boticario. Conversando consigo mismo, platica de este
modo:
ARGAN. -Tres y dos cinco, y cinco, diez, y diez más, veinte...
Tres y dos cinco. "Item, el día 24, una ayuda estimulante, preparatoria
y emoliente, para ablandar, humedecer y refrescar las entrañas del
señor." Lo que más me agrada de Fleurant, mi boticario, es su cortesía:
"Las entrañas del señor, seis reales." Pero eso no basta, amigo mío: a
más de correcto, es preciso ser razonable y no desplumar a los pacientes. ¡Seis reales por una lavativa!... Ya sabéis cuánto me satisface com-
placeros; pero como en ocasiones anteriores me las habéis cobrado a
cuatro reales, y en lenguaje de boticario cuando se dice veinte hay que
entender diez, pongamos dos reales... "Item, en el mismo día, según
prescripción, una buena ayuda detersiva, compuesta de catalicón doble,
ruibarbo, miel rosada y otros, para barrer, lavar y dejar limpio el bajo
vientre del señor, seis reales." Con su permiso, abonaremos sólo dos.
"Item, en el mismo día anochecido, un jarabe hepático, soporífero y
soñoliento, destinado a dormir al señor, siete reales." De esta partida no
me puedo quejar, porque, en efecto, dormí a pierna suelta... "Item, el
día 25, una excelente pócima purgante, corroborante, compuesta de
casis fresco, sen levantino y otros, según receta del señor Purgon, destinada a expulsar y evacuar, la bilis del señor, dieciocho reales." ¡Ah,
mi señor Fleurant, esto es ya una burla! Hay que tener consideración
con los enfermos, de los cuales vivís; y como el señor Purgon no os
habrá ordenado que pongáis dieciocho reales, cargaremos tan sólo
doce, si no os molesta. "Item, en el mismo día, una poción anodina y
astringente, para procurar reposo al señor, seis reales." Bien... "Item, el
día 26, una ayuda carminativa para expulsar las ventosidades del señor,
siete reales." Tres, señor Fleurant. "ltem, la misma ayuda, repetida por
la tarde, siete reales." Tres... "Item, el día 27, un preparado enérgico,
para estimular la expulsión y limpiar de males humores al señor, doce
reales." Doce... Celebro que hayáis razonado en esta ocasión. "Item, en
el día 28, una toma de suero clarificado y azucarado, para dulcificar,
lenificar, atemperar y refrescar la sangre del señor, veinte." Diez...
"Item, una poción cordial y preservativa, compuesta de doce gramos de
bezoar, jarabes de limón y granada y otras hierbas, según prescripción,
veinte reales." ¡Poco a poco, señor Fleurant!... ¡Abusando de este modo, no habrá nadie que quiera estar enfermo!... Conformaos con doce
reales... Tres y dos cinco, y cinco, diez, y diez, veinte... Doscientos
veintitrés reales, cuarenta céntimos y treinta maravedises. Resulta,
pues, que en el mes corriente he tomado... una, dos, tres, cuatro, cinco,
seis, siete, ocho y nueve medicinas; más una, dos, tres, cuatro, cinco,
seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce lavativas; mientras que en el
mes anterior fueron doce medicinas y veinte ayudas. ¡Ahora me explico por qué no me encuentro este mes tan bien como el pasado! Se lo
diré a Purgon para que me regularice el tratamiento... ¡A ver! Que se
lleven todo esto de aquí... ¿No hay nadie?... ¡Por más que digo, siempre me han de dejar solo!... ¡No hay manera de conseguir que estén en
su puesto! (Toca una campanilla.) Ellos que no atienden, y esta campanilla que no suena bastante... (Vuelve a tocar.) ¡Nada! (Toca.) ¡Están
sordos!... ¡Antonia! (Toca.) ¡Como si no llamara!... ¡Perros! ¡Granujas! (Toca de nuevo.) ¡Me da una rabia! (Deja la campanilla y grita.)
¡Tilín, tilín, tilín! ¡Pícaros de todos los diablos! ¿Es posible que abandonen de este modo a un pobre enfermo? ¡Tilín, tilín, tilín!... ¡Cabe
nada más lastimoso! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Dios mío, me dejan morir solo!
¡Tilín, tilín, tilín!

ESCENA II

ANTONIA (Entrando). - ¡Ya va!
ARGAN. - ¡Ah, perra!
ANTONIA (Fingiendo haberse dado un golpe en la frente).-
¡Malhayan vuestras impaciencias!... De tal modo la aturrulláis a una,
que a poco si me dejo los sesos en el quicio de un postigo.
ARGAN (Furioso) -¡Traidora!
ANTONIA (Sin dejar de quejarse Para interrumpirle e impedir
que grite). - ¡Ay!
ARGAN. - Hace...
ANTONIA. - ¡Ay!
ARGAN. - ¡Hace una hora...
ANTONIA. - ¡Ay, ay!
ARGAN. - ... que me has abandonado!
ANTONIA. - ¡Ay!
ARGAN. - ¡Calla, granuja, y déjame que te reprenda!
ANTONIA. - ¡Eso es!... Encima de lo que me he hecho...
ARGAN.- ¡Tú me has hecho a mi desgañitarme, carroña!
ANTONIA. - Y yo me he roto la cabeza; váyase una cosa por la otra. Estamos en paz.
ARGAN. - ¡Cómo, infame!
ANTONIA. - Si continuáis regañándome, lloro.
ARGAN. - ¡Abandonarme así!
ANTONIA (Insistiendo en su propósito de no dejarle hablar). -
¡Ay, ay, ay!
ARGAN. - ¡Lo que tú pretendes, perra!...
ANTONIA. - ¡Ay, ay!
ARGAN. ¿Pero no he de tener ni la satisfacción de reñirte?
ANTONIA. - ¡Reñid, reñid hasta que os hartéis!
ARGAN. - ¡Si no me dejas, ladrona! ¡Si me intérrumpes a cada palabra!
ANTONIA. - Si vos tenéis la satisfacción de reñir, ¿por qué no he de tener yo la de llorar? A cada uno lo suyo ¡Ay, ay!
ARGAN. - ¡Habrá que aguantarse!... Quítame esto, granuja, quítame esto. (Se levanta.) ¿Me ha hecho bastante operación la lavativa?
ANTONIA. - ¿La lavativa?
ARGAN. - Si. ¿He echado mucha bilis?
ANTONIA. - ¡A mí qué me importa! Eso no es cuenta mía; eso se queda para el señor Fleurant. Él es el que debe meter la nariz, ya que es
él quien cobra las ganancias.
ARGAN. - Que me tengan preparada una taza de caldo para tomarla con la poción que me toca ahora.
ANTONIA. - ¡Bien se divierten a vuestra costa los señores Fleurant y Purgon! Han encontrado una vaca y la ordeñan a gusto. Quisiera
yo saber qué enfermedad es la vuestra, que necesita de tantos remedios.
ARGAN. - ¡Calla, ignorante! ¿Quién eres tú para, criticar las
prescripciones de la medicina?. . . Ve a llamar a mi hija Angélica, que
tengo que hablarle.
ANTONIA.- Aquí viene. Parece que ha adivinado vuestros deseos.

ESCENA III
ARGAN, ANGÉLICA y ANTONIA

ARGAN. -Acércate, Angélica. Llegas a tiempo, que quiero hablarte.
ANGÉLICA. -Ya os escucho.
ARGAN (Corriendo a sentarse en el bacín). - Aguarda dame el
bastón. Vuelvo al instante.
ANTONIA (Riéndose de él). - ¡Corra, corra, señor! ¡Lo que nos
da que hacer el señor Fleurant!

ESCENA IV
ANGÉLICA y ANTONIA
ANGÉLICA (Mirándola lánguidamente y en tono confidencial). -
¡Antonia!
ANTONIA. - ¿Qué?
ANGÉLICA. - Mírame.
ANTONIA. -Ya os miro. ¿Qué hay?
ANGÉLICA. - ¡Antonia!
ANTONIA. - ¿Qué hay con tanto Antonia?
ANGÉLICA. - ¿No adivinas de lo que quiero hablarte?
ANTONIA. -Me figuro que será de vuestro pretendiente; hace
seis días que no habláis de otra cosa.
ANGÉLICA. -Pues si lo sabes, ¿por qué no te apresuras a hablarme de él y me ahorras la vergüenza de ser yo quien te saque la
conversación?
ANTONIA. -Si no me dais tiempo.
ANGÉLICA. -Es verdad. Te confieso que no me cansaría de hablar de él, y aprovecho
todas las ocasiones para abrirte mi corazón.
Dime, ¿repruebas tú mi enamoramiento?
ANTONIA. - Ya me guardaría.
ANGÉLICA. -¿Hago mal abandonándome a tan deliciosas emociones?
ANTONIA.- ¿Quién dice eso?
ANGÉLICA. -¿Tú crees que yo debiera mostrarme insensible a
las ternuras de su pasión?
ANTONIA. -De ningún modo.
ANGÉLICA. - ¿Y no te parece a ti, como a mí, que algo de pro-
videncial, algo... dispuesto así por el destino, en la forma imprevista de
conocernos?
ANTONIA. - Sí.
ANGÉLICA. -Y el hecho de tomar mi defensa sin conocerme,
¿no es digno de un caballero?
ANTONIA. - Sí.
ANGÉLICA. -De un hombre generoso.
ANTONIA. - Conformes.
ANGÉLICA. -¿Y la gallardía con que lo hizo?
ANTONIA. -Es cierto.
ANGÉLICA. -¿Y es o no un buen mozo?
ANTONIA. -Sí que lo es.
ANGÉLICA. - Arrogante.
ANTONIA. - Sin duda.
ANGÉLICA. - Que en sus palabras, como en sus actos, tiene una
distinción.
ANTONIA. - Seguramente.
ANGÉLICA. - ¿Y puede oírse lenguaje más apasionado que el
suyo?
ANTONIA. - Es verdad.
ANGÉLICA. - ¿Y hay nada más enojoso que este recluimiento en
que me tienen, privada de corresponder a los impulsos de esta mutua
pasión, que el cielo nos inspira?
ANTONIA. -Tenéis razón.
ANGÉLICA. -Pero ¿tú crees, Antonia, que me quiere tanto como
dice?
ANTONIA. -¡Cualquiera sabe! En cuestión de amores hay que
andar siempre con cautela, porque el fingimiento semeja mucho a la
verdad. Yo he visto algunos farsantes que lo remedan a maravilla.
ANGÉLICA. - ¿Qué estás diciendo, Antonia? Hablando como él
habla, ¿sería posible que mintiera?
ANTONIA. - De todos modos, bien pronto podréis salir de dudas.
En la carta de ayer os dice que está decidido a pedir vuestra mano; este
es el camino; esa es la prueba más palpable de la veracidad de sus
palabras.
ANGÉLICA. -Si me ha engañado, no volveré a creer jamás en
ningún hombre.
ANTONIA. -Ya vuelve vuestro padre.


ESCENA V
ARGAN, ANGÉLICA y ANTONIA
ARGAN (Sentándose). -Ahora, hija mía, te voy a dar una noticia
que seguramente te tomará de nuevas. Me han pedido tu mano. ¿Qué
es eso?... ¿Te ríes? Bien mirado, no puede imaginarse noticia más halagüeña para una joven... ¡Oh, naturaleza! Ya veo bien claro que no
tengo para qué preguntarte si te quieres casar.
ANGÉLICA. - Mi único deseo es obedeceros, padre mío.
ARGAN. -Me complace esa sumisión. Hemos ultimado el asunto
y ya estás prometida.
ANGÉLICA. -Acataré a ojos cerrados vuestra voluntad, padre
mío.
ARGAN. -Tu madrastra pretendía que tú y Luisa, hermana menor, entrarais en un convento. Desde hace tiempo ese era su propósito.
ANTONIA. (Bajo) -¡Su razón tiene la muy bribona!
ARGAN. (Continuando.) -Por lo cual se negaba al ahora a autorizar este matrimonio; pero he logrado reducirla y dar mi palabra.
ANGÉLICA. -¡Cuánto tengo que agradecer a vuestras bondades,
padre mío!
ANTONIA. -Seguramente, ésta es la acción más cuerda de vuestra vida.
ARGAN. -Aun no conozco a tu futuro; pero me afirman que quedaré satisfecho y tú también.
ANGÉLICA. -Seguramente, padre mío.
ARGAN. -¿Cómo? ¿Tú le has visto?
ANGÉLICA. -Puesto que vuestro consentimiento me autoriza a
abriros mi corazón, no os ocultaré que hace seis días el azar nos puso
frente a frente, y que la petición que os han hecho es consecuencia de
una inclinación mutua, experimentada desde el primer instante.
ARGAN. -No me habían dicho nada, pero me alegro, porque más
vale que sea así. Según parece, se trata de un buen mozo.
ANGÉLICA. -Sí, padre mío.
ARGAN. -Arrogante.
ANGÉLICA. -Sí.
ARGAN. -De aspecto simpático.
ANGÉLICA. -Ya lo creo.
ARGAN. -De fisonomía franca.
ANGÉLICA. -Muy franca.
ARGAN. -Digno y juicioso.
ANGÉLICA. -Precisamente.
ARGAN. -Honrado.
ANGÉLICA. -Como el que más.
ARGAN. -Que habla el latín y el griego a maravilla.
ANGÉLICA. -Eso no lo sabía yo.
ARGAN. -Y que dentro de tres días será recibido de médico.
ANGÉLICA. -¿Médica, padre mío?
ARGAN. -Sí, ¿tampoco lo sabías?
ANGÉLICA. -No. ¿Quién os lo ha dicho?
ARGAN. -El señor Purgon.
ANGÉLICA. -¿Lo conoce el señor Purgon?
ARGAN. -¡Vaya una pregunta! No lo ha de conocer, si es su sobrino.
ANGÉLICA. -¿Cleonte sobrino de Purgon?
ARGAN. -¿Quién es ese Cleonte? Hablamos del joven que ha
pedido tu mano.
ANGÉLICA. -¡Claro!
ARGAN. -Que es sobrino del señor Purgon e hijo de su cuñado,
el señor Diafoirus, médico también. Ese joven se llama Tomás: Tomás
Diafoirus, y no Cleonte. Con él es con quien hemos acordado esta
mañana tu boda, entre el señor Purgon, Fleurant y yo. Mañana mismo
vendrá el padre a hacer la presentación de tu futuro. Pero ¡qué es eso?
¿Por qué pones esa cara de asombro?
ANGÉLICA. -Porque vos hablabais de una persona y yo me refería a otra.
ANTONIA. -¡Eso es una burla! Teniendo la fortuna que tenéis,
¡seríais capaz de casar a vuestra hija con un médico?
ARGAN. -¿Quién te mete a ti donde no te llaman, imprudente?
ANTONIA. -¡Calma! ¿Por qué no hemos de discutir sin acalora-
mientos? Hablemos tranquilamente. ¿Qué razones habeís tenido para
consentir ese matrimonio?
ARGAN. -La razón de que, encontrándome enfermo -porque yo
estoy enfermo-, quiero tener un hijo médico, pariente de médicos, para
que entre todos busquen remedios a mi enfermedad. Quiero tener en mi
familia el manantial de recursos que me es tan necesario; quien me
observe y me recete.
ANTONIA. -Eso es ponerse en razón. Cuando se discute pacíficamente, da gusto. Pero con la mano sobre el corazón, señor, ¿es ver-
dad que estáis enfermo?
ARGAN. -¡Cómo , granuja! ¿Qué si estoy enfermo?... ¿Si estoy
malo, insolente?
ANTONIA. -Conforme, señor; estáis malo. No vayamos a pe-
learnos por eso. Estáis muy malo, lo reconozco; mucho más malo de lo
que os podéis figurar, estamos de acuerdo. Pero vuestra hija, al casarse,
debe tener un marido para ella, y estando buena y sana, ¿qué necesidad
hay de casarla con un médico?
ARGAN. -Si el médico es para mí. Una buena hija debe sentirse
dichosa casándose con un hombre que pueda ser útil a la salud de su
padre.
ANTONIA. -¿ Me permitís, señor, que os dé un consejo leal?
ARGAN. - ¿Qué consejo es ése?
ANTONIA -No volváis a pensar en ese matrimonio.
ARGAN. -¿Por qué?
ANTONIA. -Porque vuestra hija no consentirá con él.
ARGAN. -¿Que no consentirá?
ANTONIA. -No.
ARGAN. -¿Mi hija?
ANTONIA. -Vuestra hija, que no quiere oír habla del señor Diafoirus, ni de su hijo, ni de ninguno de los Diafoirus que andan por el
mundo.
ARGAN. -Pues yo sí. Además, esa boda es un gran partido. El
señor Diafoirus no tiene más hijo ni heredero que ese; y el señor Purgon, que es soltero, lega en favor de ese matrimonio sus ocho mil duros
de renta.
ANTONIA. -¡La de gente que habrá matado para hacerse tan rico!
ARGAN. -Ocho mil duros de renta es una cantidad muy respetable; y unida al caudal del señor Diafoirus...
ANTONIA. -Sí, sí. Todo eso está muy bien; pero yo insisto, y os
lo vuelvo a repetir, en que le busquéis otro marido. No nació vuestra
hija para ser la señora de Diafoirus.
ARGAN. -¡Pues yo quiero que lo sea!
ANTONIA. - ¡Bah! ¡No digáis eso!
ARGAN. - ¡Cómo que no lo diga!
ANTONIA. -¡No!
ARGAN. -¿Y por qué no lo he de decir?
ANTONIA. -Porque pensarán que no sabéis lo que os decís.
ARGAN. -¡Que piensen lo que quieran; pero ella ha de cumplir la
palabra que yo he dado!
ANTONIA. -Estoy segura que no.
ARGAN. -La obligaré.
ANTONIA. -Será inútil.
ARGAN. -¡Pues se casará o la meteré en un convento!
ANTONIA. -¿Vos?
ARGAN. -¡Yo!
ANTONIA. -¡Bah!
ARGAN. -¿Qué es eso de ¡bah!?
ANTONIA. -Que no la meteréis en ningún convento.
ARGAN. -¿Que no la meteré en un convento?
ANTONIA. -No.
ARGAN. -¿Que no?
ANTONIA. -No.
ARGAN. -¡Esto sí que tiene gracia! De manera que, queriéndolo
yo mismo, no meteré a mi hija en un convento.
ANTONIA. -Os digo que no.
ARGAN. -¿Quién me lo iba a impedir?
ANTONIA. -Vos mismo.
ARGAN. -¿Yo?
ANTONIA. -Vos, que no podréis tener tan mal corazón.
ARGAN. -¡Pues lo tendré!
ANTONIA. -¡Esa es grilla!
ARGAN. -¡Yo no hablo en chanza!
ANTONIA. -Os entrará la ternura paternal.
ARGAN. -¡Pues no me entrará!
ANTONIA. -Un par de lagrimitas, echándoos los brazos al cuello,
y un "papaíto mío" dicho con requiebro, bastarán para desarmaros.
ARGAN. -Todo eso será inútil.
ANTONIA. -¿A que no?
ARGAN. -Te repito que no desistiré por nada.
ANTONIA. -¡Pamplinas!
ARGAN. -¡No me digas pamplinas!
ANTONIA. -Os conozco, señor, y sé que sos bueno por naturaleza.
ARGAN (Indignado.) - ¡Yo no soy bueno, y seré malo, cuando
me dé la gana!
ANTONIA. -No os encolericéis, señor. Acordaos de que estáis
enfermo.
ARGAN. -Le ordeno, terminantemente, que se disponga a casarse
con quien yo le diga.
ANTONIA. -Pues yo le prohibo en absoluto que lo haga.
ARGAN. -Pero, ¿en qué país vivimos? ¿Qué audacia es ésta de
atreverse una pícara de sirvienta a hablar de ese modo a su amo?
ANTONIA. -Cuando un amo no sabe lo que hace, una sirvienta
con juicio tiene derecho a enmendarle la plana.
ARGAN (Lanzándose sobre ella.) -¡Te voy a apabullar por insolente!
ANTONIA (Huyendo.) -¡Tengo la obligación de impedir que mis
señores se deshonren!
ARGAN (Iracundo, enarbola el bastón y corre tras ella, que se
escuda rodeando el sillón.) ¡Ven, ven, que yo te enseñaré a hablar!
ANTONIA (Dando vueltas alrededor del sillón.) -¡Me interesa
que no hagáis locuras!
ARGAN (Siempre tras ella.) -¡Perra!
ANTONIA. -No consentiré jamás en ese matrimonio.
ARGAN. -¡Trapacera!
ANTONIA. -No quiero que sea la mujer de ese Tomás Diafoirus.
ARGAN. -¡Carroña!
ANTONIA. -Y ella me hará más caso a mí que a vos.
ARGAN. -¡Angélica, sujétame a esa pícara!
ANGÉLICA. -¡Vamos, padre, que os vais a poner malo!
ARGAN. -¡Si no la sujetas te maldigo!
ANTONIA. -Y yo, si os obedece, la desheredo.
ARGAN (Dejándose caer en un sillón, rendido de correr tras
ella.) -¡Ay, no puedo más!... ¡Esto me costará la vida!


ESCENA VI
BELISA, ANGÉLICA, ANTONIA y ARGAN
ARGAN. -¡Ay, esposa mía, acércate!
BELISA. -¿Qué tienes, pobrecito mío?
ARGAN. -¡Socórreme!
BELISA. -¿Qué es eso? ¿Qué es lo que te pasa, hijito mío?
ARGAN. -¡Chacha mía!
BELISA. -Querido.
ARGAN. -Me han encolerizado.
BELISA. -¿De veras, maridín mío? ¿Y cómo ha sido eso, tesoro?
ARGAN. -¡Esa pillastre de Antonia, que cada día es más insolente!
BELISA. -No te excites.
ARGAN. -¡Me ha enrabiado, chachina!
BELISA. -Calma, hijo mío.
ARGAN. -Hace una hora que me lleva la contraria en todos mis
propósitos.
BELISA. -Vamos, vamos, cálmate.
ARGAN. -¡Y ha tenido la avilantez de decirme no estoy enfermo!
BELISA. -¡Qué impertinencia!
ARGAN. -Ya la Conoces, corazón mío.
BELISA. -Sí, entrañas; ha hecho muy mal.
ARGAN. -Esa pícara será la causa de mi muerte, amor mío.
BELISA. -¡Bah, bah!
ARGAN. -¡Por Su culpa tengo siempre el saco de la bilis rebosando!
BELISA. -No te enfurezcas de ese modo.
ARGAN. -Hace no sé el tiempo que te repito que le des la cuenta.
BELISA. -Por Dios, hijo mío; no hay sirviente que no tenga defectos, y muchas veces hay que soportarles lo malo en gracia de lo
bueno. Esta es hábil, cuidadosa, diligente y, sobre todo, fiel. Ya sabes
cuántas precauciones hay que tomar antes de admitir gente nueva.
¡Antonia!
ANTONIA. -Señora.
BELISA. -¿Por qué enojas a mi marido?
ANTONIA (Con acento dulce.) -¿Yo, señora? No me explico lo
que decís, porque no vive una más que para dar gusto, en todo al señor.
ARGAN. -¡La muy traidora!
ANTONIA. -Me decía que quiere casar a su hija con el hijo del
señor Diafoirus, y yo le contestaba que el partido es excelente; pero
que me parecía mejor que la metiera en un convento.
BELISA. -No hay motivos para que te enfades por eso; me parece
que tiene razón.
ARGAN. -¡No la creas, amor mío! ¡Es una malvada, que acaba de
decirme mil insolencias!
BELISA. -Te creo, amigo mío... Vamos, siéntate. Escucha, Antonia: si vuelves a enojar a mi marido, te planto en la calle... Tráeme su
capotón enguatado y las almohadas, que voy a acomodarle en su si-
llón... Estás no sé cómo. Toma; encasquétate bien el gorro hasta las
orejas, que no hay nada que acatarre tanto como el aire en los oídos.
ARGAN. -¡Cuánto tengo que agradecerte, chacha mía, por los
cuidados que te tomas conmigo!
BELISA. -(Acomodándole las almohadas.) -Levanta un poco que
te remeta bien. Una a cada lado, otra en la espalda y otra para que
reclines la cabeza.
ANTONIA. -(Dándole un almohadazo en la cabeza y escapando.) -Y ésta, para resguardaros del relente.
ARGAN. -(Levantándose iracundo y tirándole todas las almohadas a Antonia.) -¡Quieres asfixiarme, bribona!
BELISA. -¿Qué es eso? ¿Qué ocurre ahora?
ARGAN (Muy abatido, dejándose caer en el sillón.) -¡Ay, ay! ...
¡No puedo más!
BELISA. -¿ Por qué te exaltas de ese modo? Seguramente no ha
tenido intención de molestarte.
ARGAN. -Tú no conoces, amor mío, las truhanerías de esa malvada. . . Ha logrado sacarme de quicio, y tendré que tomar lo menos
ocho medicamentos y doce lavativas para reponerme.
BELISA. -Vamos, vamos, chiquito; sosiégate un poco.
ARGAN. -Tú eres mi único consuelo, vida mía.
BELISA. -¡Pobre hijito mío!
ARGAN. -Para recompensar tanta amorosa solicitud, ya te he dicho, corazón mío, que deseo hacer testamento.
BELISA. -¡Ay, querido mío; te ruego que no hablemos de eso!
De tal modo me horroriza esa idea, que la sola palabra testamento me
hace estremecer de angustia.
ARGAN. -Te dije que avisaras a tu notario.
BELISA. -Vino conmigo, y ahí aguarda.
ARGAN. -Hazle entrar, amor mío.
BELISA. -¡Ay! Cuando se ama de verdad a un marido, no se puede pensar en estas cosas.


ESCENA VII

EL NOTARIO, BELISA y ARGAN
ARGAN. -Adelante, señor Bonafé. Acercaos y tomad asiento, si
os place... Informado por mi mujer de vuestra honorabilidad y de la
buena amistad que le profesáis, le encargué que os hablara de cierto
testamento que quiero hacer.
BELISA. -¡Yo no soy capaz de hablar de eso!
EL NOTARIO. -La señora ya me ha puesto al corriente de vuestras intenciones y de los propósitos que os animan respecto a ella; pero
mi deber es advertiros de que no podéis dejarle nada en testamento.
ARGAN. -¿Y por qué?
EL NOTARIO. -Porque la costumbre se opone. Si estuviéramos
en un país de leyes escritas podría hacerse; pero en París, como en casi
todos los países rutinarios, donde la costumbre hace ley, es imposible;
la disposición sería nula. Todos los anticipos que puedan hacerse entre
un hombre y una mujer, coyundados por legítimo matrimonio, se consideran como mutuas dádivas hechas en vida; pero, aun en este caso, es
condición precisa que no haya hijos de por medio, ya sean de los cónyuges o de uno de ellos habido en matrimonio anterior.
ARGAN. -¡Pues es una costumbre de verdad cargante que un marido no pueda dejar nada a una esposa que lo ama tiernamente y que se
desvive en atenciones! Quisiera consultar a mi abogado para ver qué
solución me da.
EL NOTARIO. -¡Dejaos de abogados, que suelen ser gentes meticulosas y que consideran como un crimen el testar contrariamente a lo
instituido! Todo se les vuelve dificultades e ignoran los recovecos de la
conciencia. Hay otras personas a quienes consultar que son más acomodaticias, que tienen expedientes para deslizarse bordeando la ley y
dándole validez a lo que no se considera como lícito; gentes que saben
allanar dificultades y encuentran medios de eludir la costumbre por
cualquier procedimiento indirecto. Si no se pudiera hacer esto, ¿dónde
iríamos a parar? Es preciso dar facilidades; de otro modo no haríamos
nada y habría que dejar el oficio.
ARGAN. -Mi mujer me había dicho, señor, que erais hombre há-
bil y muy docto. Decidme qué es lo que puedo hacer para dejarle a ella
mis bienes, saltando por encima de los derechos de mis hijos.
EL NOTARIO. -¿Qué podéis hacer?... Pues elegir, sigilosamente,
entre los amigos de vuestra esposa y dejar a uno de ellos, cumpliendo
con todos los requisitos legales, una parte de vuestra fortuna; este ami-
go, más tarde, hará entrega del legado a la señora. Podéis también
contraer un número considerable de deudas y atenciones, no sospecho-
sas, en favor de unos fingidos acreedores, que darán sus nombres por
complacer a vuestra esposa, y a la cual harán entrega de un documento
privado declarando este extremo. Podéis, por último, entregarle en vida
cantidades en metálico o en valores al portador.
BELISA. -Dios mío, no te atormentes por esto. Si tú llegaras a
faltarme, hijo mío, yo no podría seguir en el mundo.
ARGAN. -¡Vida mía!
BELISA. -Sí, querido; si tengo la desgracia de perderte...
ARGAN. -¡Querida esposa!
BELISA. -La vida no tendrá ya para mí ningún interés.
ARGAN. -¡Amor mío!
BELISA. -Seguiría tus pasos para hacerte ver toda mi ternura.
ARGAN. -¡Me partes el corazón, chacha mía! ... ¡Cálmate, te lo
suplico!
EL NOTARIO. -Vuestras lágrimas son extemporáneas; no hemos
llegado aún a esos extremos.
ARGAN. -Si notario, mi mayor pesadumbre será el no haber te-
nido un hijo tuyo. Purgon me ofreció que él me haría tener uno.
EL NOTARIO. -Aún pudiera ocurrir.
ARGAN. -Es preciso hacer ese testamento, amor mío, en la forma
que nos ha indicado el señor; pero, por precaución, quiero entregarte
veinte mil francos en oro, que tengo escondidos en mi alcoba, y dos
letras aceptadas, una por Damon y otra por Gerante.
BELISA. -No, no; no tomaré nada... ¿Cuánto dices que tienes en
la alcoba?
ARGAN. -Veinte mil francos, amor mío.
BELISA. -No hablemos de intereses, te lo ruego ... Y ¿ de cuánto
son las letras?
ARGAN. -Una de cuatro mil francos y otra de seis mil.
BELISA. -Todos los bienes de este mundo no valen lo que tú.
EL NOTARIO. -¿Procedemos a redactar el testamento?A
ARGAN. -Sí, señor. Pero mejor será que nos vayamos a mi des-
pacho. ¿Quieres ayudarme, amor mío?
BELISA. -Vamos, hijito.

ESCENA VIII
ANGÉLICA Y ANTONIA
ANTONIA. -Están con un notario y les he oído hablar de testa-
mento. Vuestra madrastra no se duerme; seguramente ha urdido alguna
maquinación contra vuestros dineros y ha complicado en ella a vuestro
padre.
ANGÉLICA. -Que disponga de todos sus bienes como quiera,
con tal que no disponga de mi corazón. Ya has visto las violencias que
le amenazan; no me abandones, en este trance, por Dios te lo pido.
ANTONIA .-¿Abandonaros yo? Antes la muerte. Vuestra ma-
drastra me ha honrado haciéndome su confidente e interesándome en
sus manejos; pero yo, que no le tengo el menor apego, trabajaré por
cuentavuestra. Dejadme hacer a mí, que he de recurrir a todo por servi-
ros; y, para poder hacerlo con más eficacia, cambiaré de puntería,
ocultando el interés que tengo por vos y fingiendo ponerme de parte de
vuestro padre y de vuestra madrastra.
ANGÉLICA. -Procura poner del matrimonio que han acordado.
ANTONIA. -No tengo más persona de quién echar mano que del
viejo usurero Polichinela, mi pretendiente; me bastarán cuatro palabras
tiernas, que emplearé a gusto para serviros. Hoy, ya es tarde; pero
mañana, muy temprano, le mandaré llamar y se volverá loco de...
BELISA. -¡Antonia!
ANTONIA. -Me llaman. Buenas noches, y confiad en mí.
(La decoración cambia, representando ahora una calle.


FIN DEL PRIMER ACTO

PRIMER INTERMEDIO
Es de noche, y POLICHINELA viene a dar serenata a su amada. Le
interrumpen, primeramente, los violinistas, contra los cuales monta en
cólera, y después, la patrulla compuesta de músicos y danzantes.
POLICHINELA. -;Oh, amor, amor, amor, amor!... ¿Qué diablos
de fantasías se te han metido en la cabeza, desdichado Polichinela?
Abandonas tu negocio y olvidas completamente todas tus atenciones.
No comes apenas si bebes, pasas las noches en claro, y todo esto ¿por
qué? ... Por una dragona, una verdadera dragona; una diablesa, que te
rechaza y que se burla de cuanto le digas. Pero es inútil razonar sobre
este punto, pues eres tú, Amor, quien lo ordena, y es necesario enloquecer, como les ha sucedido a tantos otros. Verdaderamente, no es
esto lo que mejor le cuadra a un hombre de mis años; pero... ¿qué le
vamos a hacer? La indiscreción no depende de nuestra voluntad, y un
viejo puede perder la cabeza de igual modo que un mozalbete... Voy a
ver si logro amansar un tanto a mi tigresa dándole serenata. En ocasiones, no hay nada tan conmovedor como un amante que se llega a la
puerta de la adorada y le canta sus dolencias a los goznes y los cerrojos. He aquí con qué acompañar mi voz. ¡Oh noche, querida noche;
lleva mis cuitas amorosas hasta el mismo lecho de mi inflexible!
(Canta.)
Notte e di v'amo e v'adoro.
Cerco un sí per mio ristoro;
ma si voy dite di no,
bell'ingrata, io moriró.
Fra la speranza
s'afflige il cuore,
in lontananza consuma l'ore;
sí dolce inganno
che mi figura
breve l'affanno,
ahi, troppo dura!
Cosi per tropp'amar languisco e muoro.
Notte e dí v'amo... etc.
Se non dormite,
almen pensate
alle ferite
ch'al cuor mi fate;
deh! almen fingete
per mio conforto,
se m'uccidete,
d'aver il torto:
vostra pietá mi scemera'il martoro.
Notte e dí v'amo... etc.
(Aparece en la ventana una vieja, que le con burlas.)
Zerbinetti, ch'ogn'hor con finti sguardi,
mentiti desiri,
fallaci sospiri,
accenti buggiardi,
di fede vi pregiate,
ah! che non m'ingannati.
Che gia so per prova,
ch'in voi non si trova
costanza né fede.
Oh! quanto é pazza colei che vi crede.
Quei sguardi languidi
non m'innamorano,
quei sospir fervidi
piú non m'infiammano;
Credet'a me
che gia so per prova
ch'in voi non si trova
costanza né fede;
Oh, quanto é pazza colei che vi crede!
(Los violines comienzan a tocar.)
POLICHINELA. -¿Qué impertinente armonía ésta, que viene a
interrumpir mi voz?
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Por vida de!... ¡Callen esos violines! Dejad
que lamente a mis anchas las crueldades de mi inexorable.
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Silencio os digo! Soy yo quien desea cantar.
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Pecie a tal!
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Hola!
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Ay, ay, ay!
(Violines.)
POLICHINELA. -¿Es vaya?
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Oh, qué zahurda!
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Que el diablo os lleve!
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Maldita Sea!
(Violines.)
POLICHINELA. -¿No os Callaréis?... ¡Por vida de Dios!
(Violines.)
POLICHINELA. -¿Aún más?
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Mala peste de violines!
(Violines.)
POLICHINELA. -¡Vaya Una musiquita imbécil!
(Violines.)
POLICHINELA. -(Canta, remedando a los violines, para burlar-
se de ellos.) La, la, la, la, la.
(Violines.)
POLICHINELA. - La, la, la, la, la.
(Violines.)
POLICHINELA. -La, la, la, la, la.
(Violines.)
POLICHINELA. -La, la, la, la, la.
(Violines.)
POLICHINELA. -La, la, la, la, la.
(Violines.)
POLICHINELA. -(Con el laud en la mano, haciendo como si
punteara en él, pero imitando con la boca el sonido.) Plin, plan, plun,
plin... De veras que esto es muy divertido. Continúen, señores violi-
nistas, porque me agrada extraordinariamente. Vamos, sigan tocando...
Al fin, los he hecho callar. La música ésta acostumbra a no hacer nunca
lo que se le pide. ¡Volvamos a lo nuestro! Antes de comenzar el canto,
conviene preludiar algunas tocatas para ponerse a tono. Plan, plan,
plan... Plin, plin, plin... Mal tiempo para afinar el laúd. Plin, plin, plin.
plin, plan. plan, plan. Con la humedad que hace se aflojan las cuerdas.
plin, plan... Siento ruido. Pongamos el laúd contra la pared.
(Pasa una ronda de alguaciles, que acude al ruido, y pregunta
cantando.).
LA RONDA. -¿ Quién va? ¿ Quién va?
POLICHINELA. -(Muy quedo.) ¿Qué diablos es esto?¿Estará de
moda hablar cantando?
LA RONDA. -¿Quién va?... ¿Quién va?... ¿ Quién va?...
POLICHINELA, -(Aterrado.) ¡Yo, yo, yo!
LA RONDA. -¿Quién va?.. ¿Quién va, pregunto?
POLICHINELA. -Os respondo que yo.
LA RONDA. -Y ¿quién eres tú?
POLICHINELA. -¡Yo, yo, yo, yo, yo, yo!
LA RONDA. -¡Di tu nombre!
POLICHINELA. -(Echándolas de bravo.) Me llamo... ¡que os
ahorquen!
LA RONDA. -
¡A mí!... ¡Venid! ... ¡Aquí!
¡Prended al insolente
que nos contesta así!
BAILABLE
(Entra la patrulla de músicos y danzantes, que en la obscuridad
finge buscar a Polichinela.)
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -¿Quién va?
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -¿Quiénes son éstos pícaros?
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -¡Eh!
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -¡Hola!... ¡Mis lacayos, mis gentes!
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -¡Tendré que matarlos!
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -¡Acribillarlos!
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -¡Tumbarlos!
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -¡Los de Champaña, Poitevin, Picardía; vascos,
bretones!...
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -¡Dadme mi mosquete!
(Tocan y bailan.)
POLICHINELA. -(Hace como si disparara.) ¡Pum! (Todos los
que componen la patrulla se echan a tierra, escabulléndose luego.)
POLICHINELA. -(Riendo con mofa.) ¡Ja, ja, ja! ¿Los he aterra-
do! ¡Vaya unos imbéciles; se asustan de mí, que estoy muerto de mie-
do!... Indudablemente, no hay como coger la vez; si yo no me las doy
de gran señor y me las hecho de bravo, me aspan!... ¡Ja, ja, ja!
(Los ALGUACILES, que se han aproximado y lo escuchan, le
echan mano.)
LA RONDA. -¿Venid, que ya es nuestro!... ¡Vamos, traed luces!
BAILABLE
(Los ALGUACILES entran con linternas.)
ALGUACILES. -¡Ah, bribón, traidor, granuja!... ¡Temerario, im-
prudente, merodeador, ahorcado!... ¿Querías asustarnos?
POLICHINELA. -¡Es que estoy bebido, señores!
ALGUACILES. -¡No te valdrán excusas!... Para que aprendas, ¡a
la cárcel!... ¡Vamos, a la cárcel!
POLICHINELA. -¡Señores, que no soy un ladrón!
ALGUACILES. -¡A la cárcel!
POLICHINELA. -Pero ¿qué he hecho yo?
ALGUACILES. -¡Vamos andando! ¡A la cárcel!
POLICHINELA. -¡Déjenme marchar!
ALGUACILES. -¡No!
POLICHINELA. -Os lo ruego.
ALGUACILES. -¡No!
POLICHINELA. -¡Por favor!
ALGUACILES. -¡Qué no!
POLICHINELA. -¡Señores!
ALGUACILES. -¡No, no y no!
POLICHINELA. -¡Por caridad!
ALGUACILES. -¡No!
POLICHINELA. -¡En nombre del cielo!
ALGUACILES. -¡No!
POLICHINELA. -¡Piedad!
ALGUACILES. -¡No, no y no! Es preciso que aprendas. ¡A la
cárcel!
POLICHINELA. -¿No habrá nada que pueda enterneceros?
ALGUACILES. -Es fácil conmovernos, porque tenemos un cora-
zón más humano de lo que se cree. Dadnos buenamente seis luises para
echar un trago y os dejamos marchar.
POLICHINELA. -Créanme, señores; les aseguro que no llevo ni
un céntimo encima.
ALGUACILES. -Pues elegid entre seis luises, treinta cocas o do-
ce palos.
POLICHINELA. -Si no hay otro remedio, prefiero las cocas.
ALGUACILES. - Preparaos, y llevad bien la cuenta.
BAILABLE
(Los ALGUACILES bailan, y al compás de la danza le van dando
cocas.)
POLICHINELA. -Uno y dos, tres y cuatro, cinco y seis, siete y
ocho, nueve y diez, once y doce, trece y catorce y quince. . .
ALGUACILES. -¡Alto, que ha hecho trampa!... Volvamos a em-
pezar.
POLICHINELA. -¡Bueno está ya, señores, que tengo la cabeza
hecha una breva!... ¡Preferibles son los palos!
ALGUACILES. -Está bien. Si al señor le agradan más los palos,
estamos dispuestos a complacerle.
BAILABLE
(Bailan y al compás de la danza le apalean.)
POLICHINELA. -Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, ¡ay!... ¡ay!...
¡ay!... ¡No puedo aguantar más!... Ahí van, señores, los seis luises.
ALGUACILES. -¡Hombre más honrado!... ¡Alma más noble!
Quedaos con Dios, señor... Adiós, señor Polichinela.
POLICHINELA. -Buenas noches.
ALGUACILES. -Quedaos con Dios, señor... Adiós, señor Poli-
chinela.
POLICHINELA. -Servidor.
ALGUACILES. -Quedaos con Dios, señor... Adiós, señor.
POLICHINELA. -Hasta la vista.
(Los ALGUACILES bailan, haciendo sonar el dinero.)

FIN DEL PRIMER INTERMEDIO

ACTO SEGUNDO

ESCENA PRIMERA
ANTONIA y CLEONTE
ANTONIA. -¿Qué desea el señor?
CLEONTE. -¿Lo que deseo?
ANTONIA. -¡Ah, sois vos!... ¡Qué sorpresa! ¿Qué venís a hacer
aquí?
CLEONTE. -A saber cuál es mi destino; a hablar con Angélica; a
consultar los sentimientos de su corazón y conocer su propósito sobre
ese matrimonio fatal de que me ha advertido.
ANTONIA. -Sí; pero no es tan fácil hablar con la señorita. Es
preciso idear una treta, porque ya sabéis la estrecha vigilancia en que
vive, sin que se le permita salir, ni hablar con nadie. Sólo en obsequio a
una anciana tía se le concedió aquella vez ir al teatro, donde la cono-
cisteis; y Dios nos libre de hablar de esa aventura.
CLEONTE. -Por eso mismo no he querido venir aquí como
Cleonte, sino como amigo del maestro de música de Angélica, al que
he podido convencer de que me ceda su puesto.
ANTONIA. -Aquí llega el padre. Retiraos a un lado, que voy a
anunciarle la visita.

ESCENA II
ARGAN, ANTONIA y CLEONTE
ARGAN (Consigo mismo, muy perplejo). -El médico me ha or-
denado que pasee todas las mañanas, aquí mismo, en mi alcoba, de acá
para allá, doce veces a un lado y doce al otro; pero se me olvidó pre-
guntarle si los paseos deben ser a lo largo o a lo ancho de la habitación.
ANTONIA. -Señor... Ahí está...
ARGAN. -¡Habla bajo, pécora! Me aturdes el cerebro, sin tener
en cuenta que a los enfermos no se les puede gritar.
ANTONIA. -Quería advertiros de que...
ARGAN. -¡Que hables bajo, te digo!
ANTONIA. -Señor... (Gesticula como si hablara.)
ARGAN. -¿Qué?
ANTONIA. -Os decía... (Hace como si hablara.)
ARGAN. -Pero ¿qué es lo que dices?
ANTONIA (Alto).-Digo que hay ahí un hombre que quiere hablar
con el señor.
ARGAN. -Que pase.
(ANTONIA hace señas a CLEONTE para que se acerque.)
CLEONTE. -Señor...
ANTONIA (Con zumba). -No habléis tan alto, que le retiemblan
los sesos al señor.
CLEONTE. -Celebro el encontraros levantado y ver que estáis
mejor.
ANTONIA (Fingiendo indignación). -¿Quién os ha dicho que
está mejor? No es cierto: el señor sigue mal.
CLEONTE. -He oído decir que el señor estaba más aliviado, y a
juzgar por el semblante...
ANTONIA. -¿Qué queréis decir con eso del semblante? El señor
tiene muy mala cara, y es una impertinencia decir que está mejor. Nun-
ca estuvo tan mal como ahora.
ARGAN. -Tiene razón.
ANTONIA. -Anda, duerme, come y bebe como todo el mundo;
pero, a pesar de eso, está muy mal.
ARGAN. -Es verdad.
CLEONTE. -Lo lamento, señor... Yo venía de parte del maestro
de música de vuestra hija, que se ha visto precisado a marchar al cam-
po por unos días; y, como tenemos una gran amistad, me ha rogado que
continuase las lecciones, temeroso de que, al interrumpirlas, pueda
olvidar vuestra hija lo que ya ha aprendido.
ARGAN. -Perfectamente. Llama a Angélica.
ANTONIA. -Será mejor que el señor vaya a buscarla a su alcoba.
ARGAN. -No, dile que venga.
ANTONIA. -Les conviene cierto recogimiento para dar la lec-
ción.
ARGAN. -No.
ANTONIA. -Además, que os van a aturdir, y en el estado en que
estáis, lo peor es que os carguen la cabeza.
ARGAN. -Te digo que no. La música me deleita y me encontraré
muy a gusto... Aquí viene ella. Ve a ver si mi mujer se ha levantado.

ESCENA III
ARGAN, ANGÉLICA y CLEONTE
ARGAN. -Ven acá, hija mía. Tu maestro de música ha tenido que
ausentarse y envía a este amigo en su lugar.
ANGÉLICA. -¡Cielos!
ARGAN.- ¿Qué es eso? ¿De qué te sorprendes?
ANGÉLICA. -Es que...
ARGAN. -¿Qué?
ANGÉLICA. -Una extraña coincidencia.
ARGAN. -¿Cuál?
ANGÉLICA. -Esta misma noche, soñando, me encontraba en el
trance más arriesgado, y, de improviso, apareció un caballero entera-
mente idéntico a este señor. Yo le pedí socorro y él, acudiendo en mi
ayuda, me libertó del peligro. Figuraos mi sorpresa al encontrar ahora
aquí a la persona con quien he estado soñando toda la noche.
CLEONTE. -Feliz ocurrencia la de ocupar vuestro pensamiento,
ya en sueños ya en vigilia; pero mi dicha sería mucho mayor si al en-
contraros en verdadero trance me juzgarais digno de socorreros. No
habría peligro al que no me arriesgara...

ESCENA IV
ANTONIA, CLEONTE, ANGÉLICA Y ARGAN
ANTONIA ( Entrando y con zumba). -Señor, me vuelvo atrás de
todo lo que os dije ayer y me pongo de vuestra parte. Ahí están el señor
Diafoirus y su hijo, que vienen a saludaros. ¡Vaya si vais a enyernar
bien! No hay joven más lucido ni más inteligente en el mundo. No ha
dicho más que dos palabras y ya me ha hecho tilín; vuestra hija va a
quedar encantada.
ARGAN (A CLEONTE, que hace intención de salir). -No os mar-
chéis. Caso a mi hija, y he aquí que le traen a su futuro esposo, al que
aún no conoce.
CLEONTE. -Me honráis demasiado, señor, haciéndome testigo
de esta escena.
ARGAN. -Él es hijo de un médico afamado. Espero que dentro de
cuatro días celebraremos la boda.
CLEONTE. -Muy bien.
ARGAN. -Avisad a vuestro amigo, el maestro de música, para
que no falte a la ceremonia.
CLEONTE. -No faltará.
ARGAN. -Y a vos también os ruego que asistáis.
CLEONTE. -Honradísimo.
ANTONIA. -Preparaos, que ya están aquí.

ESCENA V
DICHOS, DIAFOIRUS y TOMÁS DIAFOIRUS
ARGAN (Llevándose la mano al gorro, pero sin quitárselo). -
Perdonad, pero tengo prohibido descubrirme. Vos, que sois del oficio,
conoceréis las razones.
DIAFOIRUS. -Nuestra presencia debe proporcionar alivio y no
incomodidad al enfermo.
ARGAN. -Acepto... (Hablan los dos a un tiempo, interrumpiéndose el uno al otro a cada palabra, lo que ocasiona un
verdadero galimatías.)
DIAFOIRUS. -Venimos...
ARGAN. -Con regocijo...
DIAFOIRUS. -Mi hijo Tomás y yo...
ARGAN. -El honor que me hacéis...
DIAFOIRUS. -A testimoniaros...
ARGAN. -Y hubiera deseado...
DIAFOIRUS. -El regocijo que experimentamos...
ARGAN. -Ir a visitaros...
DIAFOIRUS. -Por la merced que nos habéis hecho...
ARGAN. -Para expresaros mi reconocimiento...
DIAFOIRUS. -Accediendo a recibirnos...
ARGAN. -Pero ya sabéis vos...
DIAFOIRUS. -Y honrándonos...
ARGAN. -Lo que es un pobre enfermo...
DIAFOIRUS. -Con esta unión...
ARGAN. -Y que ha de conformarse...
DIAFOIRUS. -Queremos hacer constar de igual modo...
ARGAN. -Con deciros ahora...
DIAFOIRUS. -Que en aquello que dependa de nuestro oficio...
ARGAN. -Que no perderá ocasión ...
DIAFOIRUS. -Como en todo momento...
ARGAN. -De daros a conocer...
DIAFOIRUS. -Estaremos Solícitos...
ARGAN. -Su adhesión...
DIAFOIRUS. -A expresaros nuestro celo. (Se vuelve a su hijo y le
dice.) Avanza tú ahora, Tomás, y presenta tus homenajes.
TOMÁS (Es un grandísimo necio, patarroso, que lo hace todo a
destiempo.) -¿No es por el padre por quien debo empezar?
DIAFOIRUS. - Sí.
TOMÁS. -Señor: Aquí llego a saludar, reconocer, amar y reve-
renciar a un segundo padre. Pero a un segundo padre al cual, me atrevo
a declararlo, soy más deudor que al primero. El primero me ha engen-
drado; vos me habéis elegido. Aquél me acogió por obligación; vos me
adoptáis graciosamente. Lo que recibí del primero fué obra de la mate-
ria; lo que de vos recibo es acto de la voluntad; y por ser las facultades
espirituales tan superiores a las materiales, tanto más os debo y tanto
más aprecio esta futura unión, por la cual vengo ahora a expresaros
anticipadamente mis más humildes y rendidos respetos.
ANTONIA. -¡Bendito sea el colegio de donde salen estos hom-
bres!
TOMÁS. -¿He estado bien, padre?
DIAFOIRUS. -¡Optimo!
ARGAN (A ANGÉLICA.) -Vamos, saluda al señor.
TOMÁS (A DIAFOIRUS.) -¿Debo besarle la mano?
DIAFOIRUS. -Sí, Sí.
TOMÁS (A ANGÉLICA.) -Señora: Con justicia os ha concedido
el cielo el título de madre, puesto que...
ARGAN. -Esa no es mi mujer, es mi hija.
TOMÁS. -Pues ¿dónde está?
ARGAN. -Vendrá ahora.
TOMÁS (A DIAFOIRUS.) -¿Aguardo a que venga?
DIAFOIRUS. -Saluda a la hija.
TOMÁS. -Señorita: Así como de la estatua de Memnón salían
sonidos armoniosos al ser iluminada por los rayos del sol, de igual
manera me siento yo animado de un dulce transporte al recibir los
resplandores de vuestra belleza. Y del mismo modo que, según obser-
van los naturalistas, la flor llamada heliotropo gira sin cesar hacia el
astro del día, así mi corazón desde ahora girará de continuo atraído por
el fulgor de vuestros ojos adorables, que son mi único polo... Permitid,
señorita, que deposite en el altar de vuestros encantos la ofrenda de
este corazón, que ni alienta ni ambiciona otra gloria que la de ser,
mientras viva, vuestro muy humilde, muy obediente y muy fiel servi-
dor y marido.
ANTONIA (En chanza). -¡Ya merece la pena quemarse las pesta-
ñas estudiando y poder decir luego cosas tan lindas!
ARGAN (A CLEONTE). -¿ Qué decís vos de esto?
CLEONTE. -Que estoy maravillado de oír al señor, y que si es
tan buen médico como orador notable, dará gusto enfermar para ser
asistido por él.
ANTONIA. -Seguramente. Si sus curaciones son como sus dis-
cursos, será cosa de pasmo.
ARGAN. -Vaya, acérquenme mi butaca, y sentémonos todos. Tú
aquí, hija mía. (A DIAFOIRUS.) Os doy la enhorabuena por tener tal
hijo; ya veis cómo todos le admiran.
DIAFOIRUS. -Señor: No es porque sea mi hijo, pero tengo moti-
vos sobrados para estar orgulloso. Todo el que le conoce habla de él
como de un joven que no tiene pero. Nunca tuvo la imaginación viva,
ni esa fogosidad que se echa de ver en algunos; pero por eso mismo
auguré siempre que sería juicioso, cualidad indispensable para el ejer-
cicio de nuestra profesión. De pequeño, jamás se le tuvo por un mu-
chacho listo y despejado, como suele decirse: de carácter dulce,
apacible y taciturno, no se le vio nunca entretenido en esas múltiples
distracciones que se llaman juegos infantiles. A los nueve años aun no
conocía las letras, y costó Dios y ayuda enseñarle a leer... "¡Bien! -me
decía yo-; los árboles tardíos son los que dan mejores frutos. Por costar
más trabajo grabar en el mármol que escribir en la arena, son más du-
raderos los caracteres. Esta lentitud de comprensión, esta escasez ima-
ginativa son síntomas de buen juicio en el porvenir". Sus primeros años
de colegio fueron muy duros; pero su obstinación supo vencer todas las
dificultades, haciéndose lenguas sus profesores en elogio de su cons-
tancia y asiduidad en el trabajo... Al fin, a fuerza de batir en el yunque,
ganó brillantemente su licenciatura; y puedo decir, sin envanecerme,
que en las controversias suscitadas en nuestro colegio, desde hace dos
años, ninguno armó tanto ruido como él. Es un discutidor formidable,
que no deja pasar proposición sin llevar la contraria; y conservando su
frialdad en la disputa, aferrado como un turco a sus principios, no cede
jamás en sus opiniones y lleva el razonamiento hasta los límites más
recónditos de la lógica. Pero sobre todas sus cualidades la que más me
agrada es que, guiándose de mi ejemplo, sigue ciegamente los princi-
pios de la escuela antigua, sin que haya querido discutir ni prestar
atención a esos pretendidos adelantos y experiencias de nuestro siglo,
tales como la circulación de la sangre y otras divagaciones de igual ca-
libre.
TOMÁS (Sacando un enorme mamotreto que ofrece a
ANGÉLICA.) -He aquí la tesis sostenida por mí contra los partidarios
de la circulación. Con la venia de vuestro padre, os la ofrezco como
primicia de mi ingenio.
ANGÉLICA. -¿Para qué quiero yo eso si no entiendo jota?
ANTONIA. -Dádmelo, dádmelo a mí, que recortaré la orla y la
pondré en mi cuarto.
TOMÁS. -Igualmente con permiso de vuestro padre, os invito a
que asistáis uno de estos días a la disección de una mujer. Es un es-
pectáculo muy entretenido y en el que tengo que actuar.
ANTONIA. -Debe ser divertidísimo. Hay quien lleva al teatro a
su dama; pero invitarla a una disección es mucho más galante.
DIAFOIRUS. -Por lo demás, en lo que respecta a las cualidades
que se requieren para el matrimonio y la propagación de la especie,
puedo aseguraros que, según las reglas del arte, está a pedir de boca;
posee en un grado loable la virtud prolífica, y su temperamento es
justamente el que se requiere para engendrar y procrear hijos fuertes.
ARGAN. -¿Y no entra en vuestros cálculos el irlo introduciendo
en la corte y obtenerle una plaza de medico?
DIAFOIRUS. -Si he de deciros la verdad, nuestra profesión al la-
do de esa gente grande es muy desairada. Yo he preferido siempre vivir
del público. Es más cómodo, más independiente y de menos responsa-
bilidad, porque nadie viene a pedirnos cuentas; y con tal que se ob-
serven las reglas del arte, no hay que inquietarse por los resultados. En
cambio, asistiendo a esos señorones, siempre se está en vilo, porque
apenas caen enfermos quieren decididamente que el médico los cure.
ANTONIA. -¡Vaya una gracia! ¡Se necesita ser impertinente para
pretender que lo cure el médico! Los médicos no son para eso; los
médicos no tienen más misión que la de recetar y cobrar; el curarse o
no, es cuenta del enfermo.
DIAFOIRUS. -¡Claro está! Uno no tiene más obligación que la de
seguir el formulario.
ARGAN (A CLEONTE). -Haced un poco de música para que los
señores oigan a mi hija.
CLEONTE. -Aguardaba vuestro mandato; pero ya había yo pen-
sado, para hacer más agradable esta reunión, que cantáramos algunos
pasajes de una obra nueva, recientísima. (Dando unos papeles a
ANGÉLICA.) Tomad vuestro papel.
ANGÉLICA. -¿Yo?
CLEONTE (Bajo, a ANGÉLICA). - Os ruego que accedáis y que
me dejéis explicaros la escena que va os arepresentar. Yo tengo poca
voz, pero la suficiente para que me escuchen y acompañaros sin de-
sentonar.
ARGAN. -¿Son bonitos los versos?
CLEONTE. -Se trata de una improvisación hecha en prosa rimada
a modo de verso libre, con objeto de que los personajes expresen más
espontáneamente su pasión.
ARGAN. -Está bien. Ya escuchamos.
CLEONTE. -Un pastor explica a su adorada todo el proceso de su
amor, desde el instante en que se conocieron, luego ambos, haciendo la
situación suya, se replican cantando. He aquí el asunto. A un pastor
que asiste al espectáculo vienen a distraerle de su atención unas pala-
bras violentas que escucha a su lado. Se vuelve, y viendo a un bárbaro
que insulta brutalmente a una pastora, toma la defensa del sexo al que
todos los hombres deben homenaje. Primeramente aplica al grosero él
castigo que merece su insolencia; después, acudiendo al lado de la
pastora, descubre los ojos más lindos que jamás se hayan visto, ver-
tiendo las lágrimas más bellas del mundo. "Pero ¿es posible -se dice -
que haya alguien capaz de ofender a semejante criatura? ... ¿Qué
inhumano salvaje no se estremecería ante estas lágrimas?" El pastor
procura contenerlas, y de tal modo la amable pastora agradece su soli-
citud; con tal encanto, tan tierna y apasionadamente, que el pastor no
puede resistir, y cada palabra, cada mirada es un dardo inflamado que
penetra en su corazón. "¿Hay algo que pueda merecer tal reconoci-
miento? -dice él-. ¿Y qué no haría yo..., qué servicios y a qué peligros
no me arrojara por merecer un solo instante la atención de alma tan
generosa?"... El espectáculo transcurre sin que él le preste la menor
atención, y sólo al terminar encuentra que ha sido demasiado breve,
pues ha de separarse de ella... Esta primera entrevista, estos solos mo-
mentos, producen en su corazón la violencia de un amor alimentado
por los años. Hace los imposibles por volver a verla; pero como la
vigilancia en que ella vive se lo impide, se resuelve a pedir su mano y
obtiene de ella el consentimiento para hacerlo, a la par que le advierte
de que su padre ha concertado su matrimonio con otro, y que todo está
ya dispuesto para la ceremonia. ¡Juzgad qué golpe tan cruel para el
corazón de aquel triste pastor!.. Un sufrimiento moral le aniquila, y no
pudiendo soportar la idea de ver a la que ama en brazos de otro, su
amor desesperado le hace imaginar una trama con que introducirse en
casa de la pastora para conocer sus sentimientos y escuchar de sus
labios cuál es el destino que le aguarda. Al llegar, ve los temidos pre-
parativos y conoce al indigno rival que el capricho de un padre opone a
las ternezas de su amor. Ve a ese rival ridículo, triunfante al lado de su
amable pastora y poseído como el que ha hecho una conquista. Esta
presencia le llena de tal cólera que apenas puede dominarse; mira dolo-
rosamente a la que ama, y por respeto a ella y a la presencia del padre,
guarda silencio, expresándose sólo con los ojos, hasta que, al fin, no
pudiendo contener los transportes de su pasión, habla así:
(Canta.)
Mi sufrir, bella Filis,
es excesivo sufrir.
Este duro silencio rompamos
y nuestro pecho abramos.
Mi destino mostradme:
¿vivir debo o morir?
ANGÉLICA
Ya me veis, Tirsis, triste y melancólica
ante los desposorios
que tanto os acongojan.
Abro al cielo los ojos,
os miro,
suspiro...
¿qué más puedo decir?
ARGAN. -¡Demonio! ¿Quién podía sospechar tales habilidades
en mi hija?
CLEONTE
¡Oh, bella Filis!
¿Sería tan dichoso,
Tirsis enamorado,
que hueco hubiera hallado
en vuestro corazón?
ANGÉLICA
A tal punto llegados,
defenderme no puedo,
Tirsis, os idolatro.
CLEONTE
¡Oh, frases de esperanza suma!
¿Las he oído bien?
Repetidlas y cesen ya mis dudas.
ANGÉLICA. -Te adoro.
CLEONTE. -Otra vez, por favor.
ANGÉLICA. -Te adoro.
CLEONTE. -Repetidlo cien veces, no os canséis.
ANGÉLICA
Te adoro, sí, te adoro, te adoro,
Tirsis, te adoro.
CLEONTE
Dioses y reyes que contempláis
a vuestros pies la tierra,
¿podríais comparar
con mi dicha la vuestra?
Mas, ¡oh, Filis!, este éxtasis,
la idea de un rival
viene a turbar.
ANGÉLICA
Más que a la muerte mi alma lo detesta
y, lo mismo que a vos,
su vista me atormenta.
CLEONTE
Pero una promesa
paternal os obliga.
ANGÉLICA
Antes morir que consentir,
antes morir.
ARGAN. -Y ¿qué dice a todo esto el padre?
CLEONTE. -Nada.
ARGAN. -¡Valiente majadero, soportar tanta pertinencias sin de-
cir palabra!
CLEONTE. -¡Ay, amor mío!
ARGAN. -¡Basta, basta ya!... ¡La tal comedia es escandalosa! Ese
pastor Tirsis es un impertinente, y la pastora Filis, que habla de ese
modo delante de su padre, es una impúdica. A ver esos papeles... ¡Ya,
ya! ¿Dónde está aquí la letra que habéis cantado? Aquí no hay más que
música.
CLEONTE. -Pero ¿no sabéis, señor, que se ha inventado hace po-
co el medio de escribir letras con los mismos signos de la música?
ARGAN. -Está bien... Para serviros, señor mío. Hasta la vista. Y
maldita la falta que nos hacía conocer una obra tan impertinente.
CLEONTE. -Creí que os divertiría.
ARGAN. -Las majaderías no divierten nunca... Aquí está ya mi
esposa.


ESCENA VI
BELISA, ARGAN, ANTONIA, ANGÉLICA, DIAFOIRUS
y TOMÁS
ARGAN. -Amor mío, te presento al hijo del señor Diafoirus.
TOMAS (Comienza una salutación que traía aprendida; pero se
le va la memoria y se corta). -Señora: Con justicia os han concedido
los cielos el nombre que tan claramente luce en vuestro rostro y que...
BELISA. -Encantada de conoceros.
TOMÁS. -Que tan claramente puede leerse en vuestro rostro...
puede leerse en vuestro rostro. . . Vuestra interrupción, señora, me ha
hecho perder el hilo.
DIAFOIRUS (A su hijo). -Reserva el discurso para otra ocasión.
ARGAN. -Hubiéramos deseado verte antes.
ANTONIA. -¡Lo que os habéis perdido, señora!...
¡El segundo padre, la estatua de Memnón, la flor llamada heliotropo!...
ARGAN. -Vamos, hija mía. Enlaza tu mano a la del señor y dale
tu palabra de esposa.
ANGÉLICA. -¡Padre!
ARGAN. -¡Padre! ¿Qué quiere decir eso?
ANGÉLICA. -Os ruego, por favor, que no precipitéis las cosas.
Concedednos el tiempo necesario para que nos lleguemos a conocer y
para que nazca entre nosotros la inclinación indispensable en toda
unión.
TOMÁS. -En mí ya nació, señorita, y por mi parte no hay nada
que aguardar.
ANGÉLICA. -Si vos sois tan súbito, a mi no me sucede lo mismo; y os confieso que vuestros méritos aún no han logrado hacer una
gran impresión en mi alma.
ARGAN. -¡Bah, bah! Todo esto vendrá con el matrimonio.
ANGÉLICA. -Dadme tiempo, padre mío, os lo ruego. El matri-
monio es una cadena a la cual no se debe ligar nadie violentamente; y
si el señor es un hombre honrado, no debe aceptar por esposa a una
mujer que se uniría a él por la fuerza.
TOMÁS. -Nego consequentiam. Señorita, yo puedo ser un hom-
bre honrado y aceptaros de manos de vuestro padre.
ANGÉLICA. -Mal camino para hacerse amar el de la violencia.
TOMÁS. -Señorita, las antiguas historias nos cuentan que era
costumbre raptar de la casa paterna a la joven con la cual se iba a con-
traer matrimonio, precisamente para que no pareciera que se entregaba
voluntariamente en brazos de un hombre.
ANGÉLICA. -Los antiguos, señor, eran los antiguos, y nosotros
somos gentes de ahora; de una época en que no son necesarios esos
subterfugios, porque cuando un marido nos agrada sabemos aproximarnos a él sin que se nos obligue. Tened, pues, paciencia, y si me
amáis, mis deseos deben ser también vuestros.
TOMÁS. -Siempre que no se opongan a las intenciones de mi
amor.
ANGÉLICA. -Y ¿qué mayor prueba de amor que la de someterse
a la voluntad de quien se ama?
TOMÁS. -Distingo, señorita: en aquello que no se refiera a la po-
sesión, concedo; pero en lo que le concierne, nego.
ANTONIA. -¡Así se razona! (A ANGÉLICA.) El señor, sale aho-
ra, vivito y coleando, de la escuela, y siempre tendrá una réplica para
quedar encima. ¿A qué viene, esa resistencia y por qué renunciáis a la
gloria de uniros con el cuerpo facultativo?
BELISA. -Acaso haya por medio otra inclinación.
ANGÉLICA. -Si la hubiera, sería de tal naturaleza que la razón y
la honestidad podrían autorizarla.
ARGAN. -¡Por lo visto, yo no soy más que un monigote!
BELISA. -Yo, en tu caso, hijo mío, no la obligaría a casarse, y...
ya sabría yo lo que hacer con ella.
ANGÉLICA. -Comprendo lo que queréis decir, señora, y conozco
vuestras caritativas intenciones respecto a mí; pero acaso vuestros
deseos no se realicen.
BELISA. -Lo creo; las jovencitas de hoy, muy juiciosas y recata-
das, se burlan de la sumisión y obediencia que se debe a los padres.
Eso estaba bien en otros tiempos.
ANGÉLICA. -Los deberes de hija tienen un límite, señora, y no
hay razón ni ley alguna que obligue a obedecer en todo ciegamente.
BELISA. -Eso quiere decir que no es que desdeñes el matrimonio, sino que quieres elegir un marido a tu gusto.
ANGÉLICA. -Y Si mi padre no quiere dármelo, al menos que no
me obligue a casarme con quien no puedo amar.
ARGAN. -Perdonad esta escena, señores.
ANGÉLICA. -Cada cual lleva sus intenciones al casarse. Yo, que
no quiero un marido sino para amarle de veras y hacer de él el objeto
de mi vida, tengo que tomar mis precauciones. Hay quien se casa para
libertarse de la tutela paterna y campar a su gusto; hay también, señora,
quien hace del matrimonio un comercio, y quien se casa únicamente
por los beneficios, enriqueciéndose a la muerte del marido y pasando,
sin escrúpulos, de uno a otro sin más fin que expoliarlos.
BELISA. -Estás muy habladora... ¿ Qué es lo que quieres decir
con todo ese discurso?
ANGÉLICA. -¿Qué he de querer decir más de lo que he dicho.?
BELISA. -¡Eres de una estupidez insoportable!
ANGÉLICA. -Si lo que pretendéis es obligarme a que os conteste
una insolencia, os advierto que no lo vais a lograr.
BELISA. -¡Hay mayor impertinente!
ANGÉLICA. -Favor que me hacéis.
BELISA. -Tienes una presunción y un orgullo tan ridículos que
da lástima.
ANGÉLICA. -Todo cuanto digáis será inútil, porque no he de
abandonar mi discreción; y para que no os quede la esperanza de lo-
grarlo, me voy.
ARGAN (A Angélica, que va a salir.) -Escúchame bien: o te ca-
sas con el señor dentro de cuatro días o entras en un convento. (A Beli-
sa.) No te sofoques, que ya le ajustaré las cuentas.
BELISA. -Siendo mucho dejarte, hijo mío, pero tengo que salir a
un asunto que no admite excusa. Volveré corriendo.
ARGAN. -Anda, amor mío; y de camino pásate por casa del nota-
rio y dale prisa para que haga lo que ya sabes.
BELISA. -Adiós, chiquitín.
ARGAN. -Adiós, chacha... He aquí una mujer que me adora hasta
lo increíble.
DIAFOIRUS. -Con vuestro permiso nos retiramos.
ARGAN. -Antes os ruego que me digáis cómo estoy.
DIAFOIRUS (Tomándole el pulso.) Vamos, Tomás, tómale la
otra mano y veamos si sabes hacer un diagnóstico por el pulso. ¿Quid
dicis?
TOMÁS. -Dico que el pulso del señor es el pulso de un hombre
que no está bueno.
DIAFOIRUS. -Bien.
TOMÁS. -Que está duriúsculo, por no decir duro.
DIAFOIRUS. -Muy bien.
TOMÁS. -Agitado.
DIAFOIRUS. -Bien.
TOMÁS. -Un poco desigual.
DIAFOIRUS. -Óptimo.
TOMÁS. -Lo cual produce una intemperancia en el parénquima
esplénico; es decir, en el bazo.
DIAFOIRUS. -Muy bien.
ARGAN. -No. Purgon dice que mi enfermedad está en el hígado.
DIAFOIRUS. -¡Claro! Quien dice parénquima, lo mismo dice hí-
gado que bazo, a causa de la estrecha simpatía que los une, ya por el
vaso breve, por el píloro y, frecuentemente, por los conductos colido-
cos. Os habrá prescripto, sin duda, que comáis mucho asado.
ARGAN. -No; nada más que cocido.
DIAFOIRUS. -Sí.... asado y cocido vienen a ser lo mismo. Todas
las prescripciones están muy atinadas. No podíais haber caído en mejo-
res manos.
ARGAN. -Y decidme, señor: ¿cuántos gramos de sal deben
echarse en un huevo?
DIAFOIRUS. -Seis, ocho, diez...; siempre números pares; al re-
vés que en los medicamentos, que siempre son impares.
ARGAN. -Hasta la vista, señor.

ESCENA VII
ARGAN y BELISA
BELISA. -Hijo mío, vengo, antes de marcharme, a prevenirte una
cosa. Ahora mismo, al pasar por delante de su alcoba, he visto a Angé-
lica con un hombre que ha huido al verme.
ARGAN. -¡Mi hija con un hombre!
BELISA. -Sí. Luisa estaba con ellos y te lo podrá contar todo.
ARGAN. -Mándamela aquí, amor mío. ¡La muy sinvergüenza!...
¡Ahora me explico su negativa!

ESCENA VIII
ARGAN y LUISA
LUISA. -¿Qué queréis, papá?
ARGAN. -Ven acá. Acércate. Levanta los ojos y írame a la cara. ¿A ver?
LUISA. -¿Qué, papá?
ARGAN. -¿No tienes nada que contarme?
LUISA. -Os contaré, para entreteneros, el cuento de la piel del
burro o la fábula del cuervo y la zorra, que he aprendido hace poco.
ARGAN. -No es eso lo que quiero.
LUISA. -¿Qué es entonces?
ARGAN. -De sobra sabes tú, granuja, a lo que me refiero.
LUISA. -No sé.
ARGAN.-¿Es esta tu manera de obedecerme?
LUISA. -¿En qué?
ARGAN. -¿No te encargué que vinieras inmediatamente a con-
tarme todo lo que vieras?
LUISA. -Sí, papá.
ARGAN. -¿Y lo has hecho?
LUISA. -Sí, papá. Cuando he visto algo, he venido a contároslo.
ARGAN. -Y hoy, ¿no has visto nada?
LUISA. -No, papá.
ARGAN. -¿No?
LUISA. -No, papá.
ARGAN. -¿Seguro?
LUISA. -Seguro.
ARGAN. -Está bien; yo te haré que veas algo. (Coge unas disciplinas)
LUISA. -¡Papá, papá!
ARGAN. -¡Farsante!... ¿No quieres decirme que has visto a un
hombre en la alcoba de tu hermana?
LUISA. -¡Papá!
ARGAN. -Yo te enseñaré a mentir.
LUISA. -(Echándose a los pies de su padre.) Perdón, papá, per-
dón. Mi hermana me rogó que no os dijera nada; pero yo os lo contaré
todo.
ARGAN. -Primero te tengo que azotar por haberme mentido;
después, ya veremos.
LUISA. -¡Perdón, papá!
ARGAN. -No.
LUISA. -¡No me azotes, papaíto!
ARGAN. -Ahora lo verás.
LUISA. -¡Por Dios, papá!
ARGAN. - (Sujetándola para zurrarle.)¡Vamos, vamos!
LUISA. -¡Me habéis herido!... ¡Me muero! (Cae, haciéndose la
muerta.)
ARGAN. -¿ Qué es esto?... ¡Luisa!... ¡Luisa!... ¡Dios mío! ¡Luisa,
hija mía!.. ¡Ah, desventurado, que acabas de matar a tu hija! ¿Qué has
hecho, miserable? ¡Malditas disciplinas!... ¡Hija mía, Luisa!
LUISA. -No lloréis, papá, que no estoy muerta del todo.
ARGAN. -¡Hay mayor trapacería!... Te perdono por esta vez, pe-
ro me has de contar lo que has visto.
LUISA. -Sí, papá.
ARGAN. -Mucho ojo conmigo, porque este meñique lo sabe to-
do, y si mientes me lo advertirá.
LUISA. -Pero no le digáis a mi hermana que yo os he contado.
ARGAN. -No.
LUISA. -Pues estando yo en el cuarto de Angélica ha llegado un
hombre.
ARGAN. -¿Y qué?
LUISA. -Le pregunté qué deseaba y me dijo que era el maestro de
canto.
ARGAN. -¡Huy, huy, huy! ¡Ya hemos cogido la hebra!... ¿Qué
más?
LUISA. -A poco ha venido mi hermana.
ARGAN. -¿Y qué?
LUISA. -Angélica le ha dicho: "¡Salid, salis, salid de aquí! ¡Por
Dios, salid, salid o causaréis mi desesperación!"
ARGAN. -Sigue.
LUISA. -Él no quería marcharse.
ARGAN. -¿Qué le decía?
LUISA. -¡Yo no sé cuántas cosas!
ARGAN. -¿Y qué más?
LUISA. -Seguía hablando: que por aquí, que por allá; que la
amaba y que era la criatura más bella del mundo.
ARGAN. -¿Y qué más?
LUISA. -Que se puso de rodillas.
ARGAN. -¿Y después?
LUISA. -Que le besó las manos.
ARGAN. -¿Y después?
LUISA. -Que viendo llegar a mi madrastra, huyó.
ARGAN. -¿Y nada más?
LUISA. -Nada más, papá.
ARGAN. -Mi meñique quiere decirme algo. (Se mete el dedo en
el oído.) Aguarda... ¡Sí, sí! Lo ves: dice que has visto algo más y no
quieres contármelo.
LUISA. -¡Pues es un embustero vuestro meñique!
ARGAN. -¡Cuidado!
LUISA. -No le hagáis caso, que miente; os lo aseguro.
ARGAN. -Bien, bien; ya veremos. Márchate y ten mucho ojo...
¡Cuántos quebraderos de cabeza! No le dejan a uno tiempo ni para
pensar en sus enfermedades... ¡No puedo más! (Se deja caer en su
sillón.)

ESCENA IX
ARGAN y BERALDO
BERALDO. -¡Hola, hermano! ¿Cómo te va?
ARGAN. -¡Muy Mal!
BERALDO. -¿Cómo es eso?
ARGAN. -Tengo una debilidad y un decaimiento increíbles.
BERALDO. -¡Vaya por Dios!
ARGAN. -¡Ni para hablar tengo fuerzas!
BERALDO. -Venía a proponerte un gran partido para mi sobrina
Angélica.
ARGAN. -(Exaltado y levantándose del sillón.) ¡No me hables de
esa bribona!... ¡Es una pícara, impertinente y desvergonzada, a la que
encerraré en un convento antes de cuarenta y ocho horas!
BERALDO. -¡Esto va bien! Veo que recuperas las fuerzas y que
mi vista te da ánimos. Ya hablaremos de eso luego. Ahora vamos a
distraernos; eso te quitará el enojo y dispondrá tu ánimo para lo que
hemos de tratar después. Me he tropezado con una comparsa de gitanos
disfrazados de moros que bailan y cantan, y persuadido de que vas a
divertirte, lo que vale tanto como una receta de Purgon, la he hecho
venir... ¡Vamos!


FIN DEL SEGUNDO ACTO

SEGUNDO INTERMEDIO

BERALDO, para distraer a su hermano, da entrada a una comparsa
de gitanos y gitanas, disfrazados de moros, que cantan y bailan.
GITANAS. -Aprovechad la primavera
de vuestros años juveniles
y consagraos a sus ternezas.
Los más seductores placeres,
sin el llamear del amor
no tienen bastante atractivo
para llenar mi corazón.
Aprovechad la primavera
de vuestros años juveniles
y consagraos a sus ternezas.
No perdáis sus instantes;
a la belleza
la borra el tiempo,
y presto acude
la edad de hielo,
que trueca los placeres en tristezas.
Aprovechad la primavera
de vuestros años juveniles
y consagraos a sus ternezas.
(Danzan todos, haciendo saltar a unos monos que traen con
ellos.)
FIN DEL SEGUNDO INTERMEDIO


ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
ARGAN, BERALDO y ANTONIA
BERALDO. -¿Qué te ha parecido? ¿No es esto más saludable que
un purgante?... Es necesario que hablemos unos momentos mano a
mano.
ARGAN. -Aguarda, que ahora vuelvo.
ANTONIA. -Tomad... Ya se os olvidaba que no podéis andar sin
apoyaros en el bastón.
ARGAN. -Es verdad.

ESCENA II
BERALDO y ANTONIA
ANTONIA. -Por Dios, no abandonéis a vuestra sobrina.
BERALDO. -Haré cuanto pueda por el logro de sus deseos.
ANTONIA. -Es preciso impedir ese proyecto extravagante que se
le ha metido en la cabeza a vuestro hermano. Yo había pensado que
metiendo por medio otro médico que desacreditara al señor Purgon
adelantaríamos mucho; pero como no tenemos de quién echar mano, he
inventado una trama que yo misma voy a representar.
BERALDO. -¿Tú?
ANTONIA. -Una farsa que acaso dé buen resultado. Vos trabajad
por vuestra parte y yo por la mía. Ya vuelve.

ESCENA III
ARGAN y BERALDO
BERALDO. -Ante todo, te ruego que me oigas con calma y sin
que se te vaya el santo al cielo.
ARGAN. -Conforme.
BERALDO. -Que respondas acorde y sin exaltación a mis pala-
bras.
ARGAN. -Sí.
BERALDO. -Y que discurras sobre el asunto que vamos a tratar
sin apasionamiento.
ARGAN. -Sí; pero basta ya de preámbulo.
BERALDO. -¿Cómo es que teniendo una buena fortuna y una
sola hija -porque la otra es aún muy pequeña- quieres encerrarla en un
convento?
ARGAN. -Porque, siendo yo el cabeza de familia, puedo hacer
con ella lo que me dé la gana.
BERALDO. -Y ¿no obedecerá más bien a deseos de tu mujer?
¿No es ella la que te aconseja que te separes de tus hijas? Claro está
que ella lo hace con la mejor intención y con el deseo de que sean dos
excelentes religiosas.
ARGAN. -¡Ya apareció aquello! Ya salió a relucir esa pobre mu-
jer, a la que no puede ver nadie y a la que se culpa de todo.
BERALDO. -No es eso. No hablemos más de ella; ella es una
mujer bonísima, animada de las mejores intenciones para los tuyos,
llena de desinterés, que te ama tiernamente y que ha demostrado un
afecto inconcebible hacia tus hijos; todo eso es exacto. No hablemos
más de ella, y volvamos a tratar de tu hija. ¿Cuál es tu intención al
desear casarla con el hijo de un médico?
ARGAN. -Tener el yerno que necesito.
BERALDO. -Por eso a ella no le conviene, sobre todo presentán-
dosele un partido mucho más ventajoso.
ARGAN. -Para mí el más ventajoso es éste.
BERALDO. -Pero el marido ¿es para ella o para ti?
ARGAN. -Para los dos; quiero tener en la familia las personas
que me son necesarias.
BERALDO. -Según eso, si Luisa fuera mayor la casarías con un
farmacéutico.
ARGAN. -¿Y por qué no?
BERALDO. -Pero ¿es posible que te emperres en vivir zarandea-
do por médicos y boticarios y que quieras estar enfermo en contra de la
opinión de todos y de tu misma naturaleza?
ARGAN. -¿Qué me quieres decir con eso?
BERALDO. -Quiero decirte que no conozco hombre más sano
que tú y que no quisiera más que tener una constitución como la tuya.
La prueba más palpable de lo bueno que estás y de que tienes un organismo perfectamente sano es que, a pesar de todo lo que has hecho, no
has conseguido quebrantar lo saludable de tu naturaleza ni has reventa-
do con tanta medicina.
ARGAN. -¡Gracias a ellas vivo, querido hermano! Y mil veces
me ha repetido el señor Purgon que soy hombre muerto con que deje
de atenderme nada más de tres días.
BERALDO. -Pues si no pones coto, tanto te atenderá que te en-
viará al otro mundo.
ARGAN. -Seamos razonables, hermano mío... ¿Tú no crees en la
medicina?
BERALDO. -No. Ni veo la necesidad de creer en ella para estar
sano.
ARGAN. -¡Cómo!... ¿Tú no tienes por verdadera una cosa esta-
blecida en todo el mundo y sancionada por los siglos?
BERALDO. -Lejos de creerla verdadera, te diré que la considero
como una de las más desatinadas locuras que cultivan los hombres. Y
si estudiamos la cuestión desde un punto de vista filosófico, creo que
no hay farsa más ridícula que la de un hombre que se empeña en curar
a otro.
ARGAN. -Y ¿por qué no ha de poder un hombre curar a otro?
BERALDO. -Por la sencilla razón de que, hasta el presente, los
resortes de nuestra máquina son un misterio en el que los hombres no
ven gota; el velo que la naturaleza ha puesto ante nuestros ojos es de-
masiado tupido para que podamos penetrarlo.
ARGAN. -Según eso, los médicos no saben nada.
BERALDO. -Sí, saben; saben lo más florido de las humanidades;
saben hablar lucidamente en latín; saben decir en griego el nombre de
todas las enfermedades, su definición y clasificación...; de lo único que
no saben una palabra es de curar.
ARGAN. -Pero estarás conforme, al menos, en que de esta mate-
ria los médicos saben más que nosotros.
BERALDO. -Saben lo que acabo de decirte, que maldito sí sirve
para nada. Todas las excelencias de ese arte se reducen a un pomposo
galimatías y una engañosa locuacidad que da palabras por razones y
promesas por hechos.
ARGAN. -Pues hay personas tan hábiles y cultas como tú que
cuando se encuentran mal llaman a un médico.
BERALDO. -Síntoma de la flaqueza humana, no de la efectividad
de ese arte.
ARGAN. -Pero los médicos no tienen más remedio que creer en
él, puesto que lo emplean en ellos mismos.
BERALDO. -Es que entre ellos los hay que participan de ese
mismo error popular del cual se aprovechan, y los hay también que, sin
creer en él, lo explotan. Tu señor Purgon, por ejemplo, es un hombre
poco agudo: un médico de pies a cabeza, que cree en las reglas de su
arte más que en las demostraciones matemáticas y que no admite discusión sobre ellas. Para él, la medicina no tiene punto obscuro, ni dudoso, ni complicado; impetuoso en sus apreciaciones, con una
confianza inquebrantable y una brutalidad falta de sentido común y de
raciocinio, suministra purgantes y sangrías a trochemoche, sin que
haya nada que le detenga... Haga lo que haga, él no imagina que pueda
perjudicarte nunca; con la mejor buena fe del mundo te manda al ce-
menterio y, al matarte, no hace ni más ni menos que lo que hizo con su
mujer y con sus hijos y lo que llegado el caso, haría consigo propio.
ARGAN. -Le tienes malquerencia al señor Purgon; pero tú dirás
qué es lo que debe hacer uno cuando está enfermo.
BERALDO. -Nada.
ARGAN. -¿Nada?
BERALDO. -Nada... Guardar reposo y dejar que la misma natu-
raleza, paulatinamente, se desembarace de los trastornos que la han
prendido. Nuestra inquietud, nuestra impaciencia es lo que lo echa todo
a perder; y puede decirse que la mayoría de las criaturas mueren de los
remedios que les han suministrado y no de las enfermedades.
ARGAN. -Convendrás en que hay una porción de cosas que pueden ayudar a la naturaleza.
BERALDO. -Ideas en las que nos agrada refugiarnos. En todas
las épocas han germinado entre los hombres una cantidad de fantasías
en las que todo el mundo ha creído porque eran halagüeñas, y lo lastimoso es que no fueran ciertas. Cuando un médico habla de ayudar, de
socorrer, de aliviar a la naturaleza; cuando dice de quitarle lo que le
sobra o de suministrarle lo que le falta; de restablecer la facilidad de
sus funciones; de limpiar la sangre; de atemperar las entrañas y el cerebro; de reducir el bazo, normalizar el pecho, reparar el hígado, fortificar el corazón; restablecer y conservar el calor natural...; de secretos,
en fin, para prolongar la vida, no hace precisamente más que narrar la
novela de la medicina, dentro de la verdad y de la experiencia, no encontramos comprobación ninguna; es, como esos sueños deliciosos que
no dejan al despertar más que la tristeza de haber creído en ellos.
ARGAN. -En resumen: toda la ciencia de este mundo está encerrada en tu mollera, y tú sabes más que todos los grandes médicos de
nuestro siglo.
BERALDO. -Tus grandes médicos tienen dos personalidades: si
los oyes hablar, es la gente más lista del mundo; pero si los ves hacer,
no hay hombres más ignorantes que ellos.
ARGAN. -¡Ya, ya! Veo que eres doctísimo; pero celebrarla que
se hallara presente alguno de esos señores para que rebatiera tus razonamientos.
BERALDO. -Yo no me dedico a combatir la medicina. Buenas o
malas, cada uno tiene sus ideas, y cuanto te he dicho ha sido en el seno
de la intimidad y con el propósito de sacarte de tu error. Ahora, para
distraerte, te llevaría a ver una comedia de Molière precisamente sobre
este tema.
ARGAN. -¡Valiente impertinente está el tal Molière!... ¡Me pare-
ce de muy mal gusto hacer chacota de gente tan respetable como los
médicos!
BERALDO. -No es de los médicos, sino de lo ridículo de la medicina.
ARGAN. -Y ¿quién le manda a él inspeccionar la medicina? Es
una necedad y una inconveniencia burlarse de las visitas y de las pres-
cripciones y elegir un cuerpo de personas tan venerables para sacarle a
escena.
BERALDO. -¿Qué ha de sacar más que las diversas profesiones
del hombre? ¿No sacan diariamente a reyes y princesas, que han naci-
do en tan buenos pañales como los médicos?
ARGAN. -¡Por vida del diablo, que si yo fuera médico me venga-
ría de su impertinencia dejándole morir, sin auxilios cuando estuviera
malo! ¡Aunque lo pidiera por Dios, no le recetaría la más leve sangría
ni el más ligero purgante! "¡Revienta ahí, y aprende a no burlarte de la
Facultad!", le diría yo.
BERALDO. -¿Tan indignado estás con él?
ARGAN. -Sí, porque es un imprudente; y si los médicos proce-
dieran con cordura, harían lo que yo he dicho.
BERALDO. -Él será más cuerdo que los médicos, porque no los
llamará nunca.
ARGAN. -Peor para él, si se priva de sus remedios y recursos.
BERALDO. -Tiene sus razones para hacerlo, porque él sostiene
que sólo las personas muy vigorosas y robustas pueden resistir a un
tiempo los remedios y la enfermedad. Por su parte, él no tiene aguantes
más que para soportar la enfermedad.
ARGAN. -¡Vaya una razón estúpida! No hablemos más de ese
individuo, porque se me irrita la bilis y acabaré teniendo un ataque.
BERALDO. -Pues cambiemos de conversación... Respecto a lo
de tu hija, no está bien que por un ligero altercado tomes una resolución tan violenta como la de encerrarla en un convento. Al elegirles un
marido no debemos obedecer ciegamente al mandato de nuestros pre-
juicios; debemos conceder algo a la inclinación de nuestras hijas,
puesto que de eso depende la felicidad de una unión que ha de durar
toda la vida.


ESCENA IV
ARGAN, BERALDO y FLEURANT, que llega armado de una lavativa.
ARGAN. -(A Beraldo.) Con tu permiso.
BERALDO. -¡Cómo!... ¿Qué vas a hacer?
ARGAN. -No es más que un ligero lavado. Cuestión de un instante.
BERALDO. -¡Vaya una broma! ¿ Pero es que no puedes pasar un
momento sin lavados y sin medicinas? ¡Deja eso para otra ocasión y
estate aquí tranquilo!
ARGAN. -Hasta la noche o hasta mañana, señor Fleurant.
FLEURANT (A Beraldo.) -¿Quién sois vos para oponeros a las
prescripciones de la medicina e impedir que el señor tome su ayuda?
¡Es un atrevimiento bastante necio!
BERALDO. -¡Ande, ande!... Ya se ve que no estáis acostumbrado
a hablar con la gente mirándole a la cara.
FLEURANT. -¡Eso es burlarse de la medicina y hacerme a mí
perder el tiempo! Yo no he venido aquí sino en el cumplimiento de mi
deber y portador de una receta en regla; pero ahora mismo voy a notificar al señor Purgon que se me ha impedido cumplir sus órdenes y ejecutar mis funciones. ¡Ya veréis vos, ya veréis!... (Se marcha.)
ARGAN. -¡Tú, tendrás la culpa del desastre que se me avecina!
BERALDO. -¿Desastre por no tomar la ayuda recetada por Pur-
gon?... Te vuelvo a repetir otra vez: ¿no habrá manera de curarte de la
enfermedad de los médicos y de vivir bajo un continuo chaparrón de
recetas?
ARGAN. -Hablas como un hombre que está sano; si estuvieras en
mi lugar usarías otro lenguaje. Es muy cómodo perorar contra la medi-
cina cuando se está bueno.
BERALDO. -Pero ¿cuál es tu enfermedad?
ARGAN. -Conseguirás sacarme de mis casillas. ¡Ojalá tuvieras tú
lo que yo tengo; ya veríamos si entonces te burlabas como ahora! ¡Ah!
Aquí viene el señor Purgon.
ESCENA V
ARGAN, BERALDO, PURGON y ANTONIA
PURGON. -Abajo, en el mismo portal, acaban de comunicarme muy
sabrosas nuevas. Me han dicho que hay aquí quien se burla de mis
prescripciones y que se han dejado de tomar los remedios que yo había
ordenado.
ARGAN. -Señor, es que. .
PURGON. -¡Hay mayor atrevimiento y más extraña rebeldía que
la del enfermo contra su médico!
ANTONIA. -¡Eso es espantoso!
PURGON. -¡Una ayuda que yo mismo me había tomado el tra-
bajo de preparar!
ARGAN. -¡Yo no he sido!
PURGON. -Formulada y manipulada con todas las reglas del arte.
ANTONIA. -¡Ha hecho muy mal!
PURGON. -Y que debía producir un efecto maravilloso en el in-
testino.
ARGAN. -Mi hermano...
PURGON.-¡Rechazada despreciativamente!
ARGAN. -Ha sido él.
PURGON. -¡Es un proceder deleznable!
ANTONIA. -¡Claro que sí!
PURGON. -¡Un terrible atentado a la Medicina!
ARGAN. -Es que...
PURGON. -¡Un crimen de lesa Facultad para el que no hay casti-
go bastante!
ANTONIA. -Tenéis razón.
PURGON. -Desde ahora mismo quedan rotas nuestras relaciones.
ARGAN. -¡Si ha sido mi hermano!
PURGON. -No quiero más trato con vos.
ANTONIA. -Haréis divinamente.
PURGON. -Y para que no quede lazo alguno entre nosotros, ved
lo que hago con la donación que mi sobrino, deseoso de favorecer el
proyectado matrimonio.
ARGAN. -Ha sido mi hermano el causante de todo.
PURGON. -¡Despreciar mi lavativa!
PURGON. -Ya estaríais bueno.
ANTONIA. -Lo merece.
PURGON. -Os hubiera dejado limpio, haciéndoos evacuar por
completo todos los malos humores.
ARGAN. -¡Ay, hermano mío!
PURGON. -Nada más que con una docena de medicinas os hu-
biera hecho variar totalmente el saco.
ANTONIA. -Es indigno de vuestra atención.
PURGON. -Pero puesto que no queréis que os cure...
ARGAN. -¡Yo no he tenido la culpa!
PURGON. -Puesto que os habéis substraído a la obediencia que
el enfermo debe a su médico...
ANTONIA. -Eso pide venganza.
PURGON. -Puesto que os habéis declarado en rebeldía contra mi
tratamiento...
ARGAN. -¡De ningún modo!
PURGON. -Vengo a declaraos que os abandono a vuestra pobre
constitución, a la intemperancia de vuestras entrañas, a la corrupción
de vuestra sangre, a la acidez de vuestra bilis y a vuestros humores.
ANTONIA. -¡Muy bien hecho!
ARGAN. -¡Dios mío!
PURGON. -¡Antes de cuatro días habréis llegado a una situación
incurable!
ARGAN. -¡Misericordia!
PURGON. -¡Caeréis en la bradipepsia.!
ARGAN. -(Suplicante.) ¡Señor Purgon!
PURGON. -De la bradipepsia, en la dispepsia.
ARGAN. -¡Señor Purgon!
PURGON. -De la dispepsia, en la enteritis.
ARGAN. -¡Señor Purgon!
PURGON. -De la enteritis, en la disentería.
ARGAN. -¡Señor Purgon!
PURGON. -De la disentería, en la hidropesía.
ARGAN. -¡Señor Purgon!
PURGON. -De la hidropesía, en la extinción de la vida, a lo que
os habrá conducido vuestra locura. (Sale.)


ESCENA VI
ARGAN y BERALDO
ARGAN. -¡Ay, Dios mío, estoy muerto!... ¡Me has matado, hermano!
BERALDO. -¿Por qué?
ARGAN. -¡No puedo más! ¡Ya siento la venganza de la medicina!
BERALDO. -Tú estás loco, y, por muchas razones, no quisiera
que te vieran de este modo. Tranquilízate un poco, te lo ruego; vuelve
en ti y no te dejes llevar de la imaginación
ARGAN. -¡Ya has oído con qué horribles enfermedades me ame-
naza!
BERALDO. -¡Qué inocente eres!
ARGAN. -Dice que antes de cuatro días ya no tendré cura.
BERALDO. -Y ¿qué importa que lo diga? ¿Es un oráculo quien
te ha hablado? Cualquiera que te escuche creerá que Purgon tiene en
sus manos el hilo de tu vida, y que con un poder sobrenatural te la
puede alargar o acortar a su antojo. Recapacita en que tu vida está en ti
mismo, y en que las amenazas de Purgon son tan inútiles como sus
medicinas. Se te presenta una magnífica coyuntura para librarte de los
médicos, y sí has nacido con tan contrario sino que no puedes pasarte
sin ellos, te será fácil encontrar otro con el cual corras menos peligro.
ARGAN. - Es que éste, conocía perfectamente mi temperamento
y la manera de conducírmelo.
BERALDO. -Habrá que convencerse de que eres un maniático
que lo ve todo de un modo extravagante.


ESCENA VII
ANTONIA, ARGAN y BERALDO
ANTONIA. -Señor, hay ahí un médico que desea veros.
ARGAN. ¿Quién es ese médico?
ANTONIA. El médico de la medicina.
ARGAN. -Te pregunto quién es.
ANTONIA. -No lo conozco; pero se me parece a mí como se pa-
recen dos gotas de agua. Si no estuviera tan segura de la honradez de
mi madre, creería que es un hermanito con el que me ha obsequiado
después de la muerte de mi padre.
ARGAN. -Hazle pasar.
BERALDO. -Las cosas te salen a pedir de boca; te abandona un
médico y se te presenta otro.
ARGAN. -Temo que me has acarreado una desgracia.
BERALDO. -¿Otra vez piensas en eso?
ARGAN. -Tengo sobre mi corazón todas esas enfermedades que
no conocía y que...


ESCENA VIII
ANTONIA, de médico; ARGAN y BERALDO
ANTONIA. -¡Señor!... Permitid que venga a visitaros y a ofrece-
ros mis humildes servicios para todas las sangrías y lavativas de que
tengáis necesidad.
ARGAN. -Muy agradecido, señor. ¡Juraría que es Antonia en persona!
ANTONIA. -Perdonad un instante; se me ha olvidado darle algunas órdenes a mi criado. Vuelvo al momento. (Sale.)
ARGAN. -¿No dirías que es Antonia?
BERALDO. -La semejanza es muy grande; pero no es la primera
vez que esto se ha visto, y la historia está llena de casos semejantes.
Son caprichos de la Naturaleza.
ARGAN. -Me sorprende y...


ESCENA IX
ANTONIA, ARGAN y BERALDO
ANTONIA.(Que se ha quitado el traje de médico tan rápidamente, que nadie creería que fué ella la que apareció antes). - ¿Qué
manda el señor?
ARGAN. -¡Cómo!
ANTONIA. - ¿No me había llamado el señor?
ARGAN. -Aguarda aquí para que veas cómo se te parece ese médico.
ANTONIA (Saliendo). -Es cierto, señor; lo he visto ahora abajo.
ARGAN. -Si no los veo juntos no lo creo.
BERALDO. -Yo he leído casos sorprendentes sobre estas semejanzas, y en nuestra misma época hemos visto algún caso que ha traído
revuelto a todo el mundo.
ARGAN. -Yo me hubiera engañado en esta ocasión. Juraría que
es la misma persona.


ESCENA X
ANTONIA, de médico; ARGAN y BERALDO
ANTONIA. -Perdonadme, señor.
ARGAN. -¡Es admirable!
ANTONIA. -No juzguéis mal de mi curiosidad por ver a un en-
fermo tan ilustre como vos. Vuestra reputación, que se extiende por
todas partes, excusa la libertad que me he tomado.
ARGAN. -Servidor vuestro, señor mío.
ANTONIA. -Veo que me observáis muy atentamente, ¿Qué edad
creéis que tengo?
ARGAN. -Todo lo más, veintiséis o veintisiete años.
ANTONIA. -¡Ja, ja, ja, ja, ja! Tengo noventa años.
ARGAN. -¿Noventa años?
ANTONIA. -Sí, señor. Los secretos de mi arte han conservado de
este modo mi lozanía y mi vigor.
ARGAN. -¡Por vida de!... ¡Vaya un jovencito de noventa años!
ANTONIA. -Soy médico ambulante, que va de pueblo en pueblo,
de ciudad en ciudad, buscando materiales para sus estudios: enfermos
dignos de ocupar mi atención y de emplear en ellos los grandes secretos de la medicina, descubiertos por mí. Tengo a menos distraerme en
menudencias, en enfermedades vulgares, en bagatelas como reumatismos, fluxiones, fiebres, vapores y jaquecas... Yo busco enfermedades
verdaderamente importantes: grandes fiebres continuas, con trastornos cerebrales; buenos tabardillos, grandes pestes, hidropesías ya forma-
das, pleuresías con inflamación de pecho... ; esas son las enfermedades
que a mí me gustan y en las que triunfo. Ojalá tuvierais vos, señor,
todas estas enfermedades que acabo de nombraros y os hallarais abandonado de todos los médicos, desahuciado, en la agonía, para poderos
demostrar las excelencias de mis remedios y el placer que experimentaría siéndoos útil.
ARGAN. -Os agradezco en extremo vuestras bondades.
ANTONIA. -Dadme la mano... ¿Quién es vuestro médico?
ARGAN. -El señor Purgon.
ANTONIA. -En mis anotaciones sobre las eminencias médicas no
figura ese nombre. Según él, ¿qué enfermedad tenéis?
ARGAN. -El dice que es el hígado; pero otros afirman que el bazo.
ANTONIA. -Son unos ignorantes. Vuestro padecimiento está en
el pulmón.
ARGAN. -Justamente, el pulmón.
ANTONIA. -Sí. ¿Qué es lo que sentís?
ARGAN. -De cuando en cuando, dolor de cabeza.
ANTONIA. - Justamente, el pulmón.
ARGAN. -Con frecuencia se me figura que tengo un velo ante los
ojos.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -A veces noto un desfallecimiento de corazón.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -Y una laxitud en todo el cuerpo.
ANTONIA. -El pulmón.
ARGAN. -También suelen darme dolores en el vientre, como si
tuviera cólico.
ANTONIA. -El pulmón... ¿Coméis con apetito?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón. ¿Os agrada beber un poco de vino?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón. ¿Sentís cierto sopor después de la comida y os dormís dulcemente?
ARGAN. -Sí, señor.
ANTONIA. -El pulmón y nada más que el pulmón; estoy seguro.
¿Qué plan de alimentación os habían puesto?
ARGAN. -Potajes.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Caza.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Ternera.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Caldos.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Huevos frescos.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y por la noche, ciruelas para aligerar el vientre.
ANTONIA. -¡Ignorantes!
ARGAN. -Y, sobre todo, beber el vino muy aguado.
ANTONIA. -¡Ignorantus, ignoranto, ignorantum! El vino se debe
beber puro; y para espesar la sangre, que la tenéis muy líquida, es pre-
ciso comer buey viejo, cerdo cebado, queso de Holanda, harina de
arroz y de avena, castañas y obleas para aglutinar... Vuestro médico es
un animal. Yo os enviaré un discípulo mío, y yo mismo vendré de
cuando en cuando a veros, mientras esté aquí.
ARGAN. -¡Cuánto os lo agradeceré!
ANTONIA. -¿Qué demonios hacéis con ese brazo?
ARGAN. -¿ Cuál?
ANTONIA. -Si yo estuviera en vuestro pellejo, ahora mismo me
haría cortar ese brazo.
ARGAN. -¿Por qué?
ANTONIA. -¿No estáis viendo que se lleva para sí todo el ali-
mento y no deja que se nutra el otro?
ARGAN. -Sí, pero este brazo me hace falta...
ANTONIA. -También si estuviera en vuestro caso me haría saltar
el ojo derecho.
ARGAN. -¿Saltarme un ojo?
ANTONIA. -¿No os dais cuenta de que perjudica al otro y le roba
su alimento- Creedme: que os lo salten lo antes posible y veréis mucho
más claro con el ojo izquierdo.
ARGAN. -No corre prisa.
ANTONIA. -Adiós, siento teneros que dejar tan pronto, pero de-
bo asistir a una consulta interesantísima que tenemos ahora sobre un
hombre que murió ayer.
ARGAN. -¿Sobre un hombre que murió ayer?
ANTONIA. -Sí. Vamos a estudiar qué es lo que se debía haber
hecho para curarlo. Hasta la vista. (Sale.)
BERALDO. -Parece muy inteligente este médico.
ARGAN. -Demasiado radical.
BERALDO. -Todos los grandes médicos son así.
ARGAN. -¡Eso de cortarme un brazo y de saltarme un ojo para
que el otro vea mejor!... Prefiero que sigan como están. ¡Bonito reme-
dio, dejarme manco y tuerto!


ESCENA XI
ANTONIA, ARGAN y BERALDO
ANTONIA (Dentro.) - ¡Vaya, vaya, que no estoy para bromas!
¡Para serviros!...(Entra.)
ARGAN. -¿Qué era eso?
ANTONIA. -Vuestro médico, señor, que quería a todo trance to-
marme el pulso...
ARGAN. -¡Pero es posible, a los noventa años!
BERALDO. -Y ahora, querido hermano, puesto que el señor Pur-
gon ha tarifado contigo, ¿quieres que hablemos de la colocación de tu
hija?
ARGAN. -No. Estoy decidido a meterla en un convento por ha-
berse opuesto a mi voluntad. Veo claramente que hay unos amoríos de
por medio, y ella no lo sabe, pero he tenido conocimiento de cierta
entrevista secreta...
BERALDO. -¿Y qué? ¿Qué importa que exista una inclinación si
no ha de conducir a otro fin que al del matrimonio?
ARGAN. -He resuelto que sea religiosa.
BERALDO. -¿Deseas complacer a alguien?
ARGAN. -Ya sé por dónde vas. Como le tienes ojeriza, crees que
es mi mujer...
BERALDO. -Sí. Y puesto que es mejor hablar a cara descubierta,
te confieso que es a tu mujer a quien aludo. Tan intolerable como tu
obstinación en las enfermedades es la obcecación que padeces por ella,
hasta el extremo de no ver los lazos que te tiende.
ANTONIA. -¡No habléis así de la señora! Es una mujer de la que
nadie puede decir nada: franca, amante de su esposo...
ARGAN. -Pregúntale si es o no cariñosa.
ANTONIA. -Cierto.
ARGAN. -Y el interés que se toma por mi padecimiento.
ANTONIA. -¡Seguro!
ARGAN.- Y los cuidados y trabajos que soporta por mí.
ANTONIA. -Es la verdad... (A BERALDO.) ¿Queréis que os con-
venza y os haga ver ahora mismo cómo la señora quiere al señor? (A
ARGAN.) ¿Queréis, señor, que lo desengañemos, dejándole con tres
palmos de narices?
ARGAN. -¿ Cómo?
ANTONIA. -La señora volverá dentro de un instante, tumbaos
ahí, haciéndoos el muerto, y veréis su desolación cuando yo le dé la
noticia.
ARGAN. -Muy bien pensado.
ANTONIA. -Pero no vayáis a prolongar mucho tiempo su deses-
peración, porque podría costarle la vida.
ARGAN. -Déjame amí.
ANTONIA (A BERALDO). -Escondeos en ese rincón.
ARGAN. -¿Habrá algún peligro en hacerse el muerto?...
ANTONIA. Ninguno... Tumbaos ahí. (Bajo.) Ya veréis cómo le
vamos a dar en la cabeza a vuestro hermano... ¡Ya está ahí la señora!
¡Que lo hagáis bien!...



ESCENA XII
BELISA, ANTONIA, ARGAN y BERALDO
ANTONIA (Llorando). -¡Ay, Dios mío, qué desgracia tan gran-
de!
BELISA. -¿Qué es eso, Antonia?
ANTONIA. -¡Ay, señora!
BELISA. -¿Qué pasa?
ANTONIA. -¡Vuestro esposo ha muerto!
BELISA. -¿Mi marido ha muerto?
ANTONIA. -Sí. El pobre ya es cadáver.
BELISA. -¿Estás segura?
ANTONIA. -¡Y tan segura!... Todavía no conoce nadie el acci-
dente, porque estaba yo sola; ha muerto en mis brazos... Vedle, vedle
difunto.
BELISA. -¡Loado sea Dios, y qué carga más pesada se me quita
de encima!... Pero ¿a qué viene el afligirse de ese modo?
ANTONIA. -Yo creía que había que llorar.
BELISA. -¡No vale la pena, que no es tan gran cosa lo que se ha
perdido! ¿Quieres decirme para qué servía este hombre?... Para mo-
lestar a todo el mundo con sus lavativas y sus drogas. Siempre sucio,
tosiendo, estornudando y moqueando a cada instante; agrio, enojoso,
de mal humor y no dejando vivir a nadie ni de día ni de noche...
ANTONIA. -¡Vaya una oración fúnebre!
BELISA. -Ahora es preciso que secundes mis planes, que yo te
compensaré si me ayudas. Puesto que, afortunadamente, todavía no
conoce nadie la noticia, vamos a llevarle a su cama y a ocultar su muerte hasta que yo haya terminado lo que me interesa. Hay dinero y
papeles de los que quiero apoderarme, porque creo que es razón que yo
los disfrute, habiéndole sacrificado los mejores años de mi vida. Ven
acá. Primero cojamos las llaves.
ARGAN (Incorporándose bruscamente). -¡Poco a poco!
BELISA (Llena de espanto). -¡Ah!
ARGAN. -¿Era ésta vuestra manera de amar, señora esposa?
ANTONIA. -¡El difunto está vivo!
ARGAN (A BELISA, que se marcha). -Celebro haber conocido
vuestra estimación y escuchado el panegírico que de mí habéis hecho:
es una sabia advertencia que me servirá de enseñanza para el porvenir.
BERALDO (Saliendo de su escondite). -¿Te has convencido?
ANTONIA. -¿Quién iba a pensar esto? Pero aquí llega vuesta hija; volveos a tender y veamos cómo recibe la noticia de vuestra muerte.
Ya que estáis en ello, conviene continuar la prueba y enteraros de có-
mo os quieren en vuestra casa.


ESCENA XIII
ANGÉLICA, ARGAN, ANTONIA y BERALDO
ANTONIA (Llorando). -¡Dios mío, qué desgracia!... ¡Qué día
más desdichado!
ANGÉLICA. -¿Qué tienes, Antonia? ¿Qué te pasa?
ANTONIA. -¡Tengo que daros una noticia muy amarga!
ANGÉLICA. -¿Qué?
ANTONIA.-¡Vuestro padre ha muerto!
ANGÉLICA. -¡Muerto mi padre, Antonia!
ANTONIA. -¡Sí!... ¡Vedlo!... Le dió un desvanecimiento, y ahora
mismo acaba de morir.
ANGÉLICA. -¡Qué terrible infortunio. Dios mío!... ¡Quién me
iba a decir que iba a perder a mi padre, que era lo único que me queda-
ba en el mundo, y que lo iba a perder en un momento en que se hallaba irritado conmigo!... ¡Qué será ahora de mí, ni qué consuelo podré ha-
llar para tan grande pérdida!
ESCENA XIV
CLEONTE, ANGÉLICA, ARGAN, ANTONIA y BERALDO
CLEONTE. -¿Qué tenéis, Angélica? ¿Por qué lloráis?
ANGÉLICA. -¡Lloro porque acabo de perder lo más grande que
puede perderse en la vida! ¡Lo más querido! ¡Lloro la muerte de mi
padre!
CLEONTE. ¡Qué catástrofe! ¡Qué suceso tan inesperado!... Ha-
biéndole rogado a vuestro tío que intercediera en mi favor, venía ahora
a presentarme a él para rogarle, con todos los respetos, que me concediera tu mano.
ANGÉLICA. -No hablemos más de nada, Cleonte, y olvidemos
toda idea de matrimonio. Después de esta desgracia, no quiero pertenecer al mundo; renuncio a él para siempre... ¡Sí, padre querido! Si antes
me resistí a vuestros deseos, quiero seguirlos ahora y reparar de este
modo la pesadumbre que os causé y de la que ahora me acuso. Aceptad, padre mío, mi promesa y dejad que os abrace para testimoniaros
mi ternura.
ARGAN (Incorporase). -¡Hija mía!
ANGÉLICA (Aterrada). -¡Ah!
ARGAN. -¡Ven! ¡No temas! Tú sí eres de mi sangre; mi verdade-
ra hija, cuya bondad me enorgullece.
ANGÉLICA. -¡Qué agradable sorpresa, padre mío! Y ya que, pa-
ra dicha mía, vuelvo a veros, dejad que me eche a vuestras plantas y
que os suplique que, si no estáis dispuesto a favorecer los impulsos de
mi corazón, si no queréis darme a Cleonte por esposo, al menos, os lo
ruego, no me obliguéis a casarme con otro. Es la única gracia que os pido.
CLEONTE (Echándose a los pies de ARGAN). -Dejaos enternecer, señor, por sus ruegos y por los míos, y no queráis contrariar los
transportes de nuestra mutua inclinación.
BERALDO. -¿Te opondrás aún?
ANTONIA. -¿ Permaneceréis insensible a tanto amor?
ARGAN. -Que se haga médico y consentiré en el matrimonio.
Haceos médico y os entrego mi hija.
CLEONTE. -Con mucho gusto, señor. Si es esa la condición para
llegar a ser vuestro yerno, yo me haré médico, y boticario también, si
os agrada. ¡Qué no haría yo por lograr a mi Angélica!
BERALDO. -Se me ocurre una cosa, hermano. ¿Por qué no te ha-
ces médico tú también? Esa sería la mejor solución, porque entonces lo
tendrías todo en tu mano.
ANTONIA. -Es verdad. Ese sería el mejor medio de curaros; no
hay enfermedad tan osada que se atreva a jugársela a un médico.
ARGAN. -¿Os burláis de mí? ¿Estoy yo en edad de ponerme a
estudiar?
BERALDO. -¿Estudiar? La mayoría de los médicos no saben lo
que tú.
ARGAN. -¿Y el latín? ¿Y el conocimiento de las enfermedades y
de su medicación?
BERALDO. -En el instante de vestir los manteos y calarte el bi-
rrete te lo sabes todo.
ARGAN. -Pero ¿con sólo vestir los hábitos se sabe medicina?
BERALDO. -¡Claro!... Con una toga y un bonete, todo charlatán
resulta un sabio, y los mayores desatinos se admiten como cosa razo-
nable.
ANTONIA. -Además, con esas barbas ya tenéis la mitad del ca-
mino ganado; unas buenas barbas hacen a un médico.
CLEONTE. -Y en último caso, aquí estoy yo dispuesto a todo.
BERALDO. -¿Quieres que despachemos ahora mismo?
ARGAN. -¿Ahora mismo?
BERALDO. -Y aquí, en tu misma casa.
ARGAN. -¿En mi casa?
BERALDO. -Sí. Yo tengo amigos en la Facultad que vendrán al
instante para que celebremos la ceremonia en la sala. Además, no te
costará nada.
ARGAN. -¿Qué hacer?
BERALDO. -Te aleccionan en cuatro palabras y te dan por es-
crito el discurso que debes pronunciar. Mientras tú te vistes con más
decencia, yo voy a avisarles.
ARGAN. -Pues vamos.
ANTONIA. -¿Qué es lo que pretendéis?
BERALDO. -Que nos divirtamos un rato. Los comediantes han
concertado una mascarada parodiando la recepción de un médico;
propongo que nosotros tomemos también parte en la farsa y que mi
hermano represente el papel principal.
ANGÉLICA. -Me parece demasiada burla.
BERALDO. -Más que burlarnos, es ponernos a tonó con sus chi-
fladuras y, aparte de que esto quedará entre nosotros, encargándonos
cada uno de un papel, nos daremos mutuamente la broma; el Carnaval
nos autoriza. Vamos a prepararlo todo.
CLEONTE (A ANGÉLICA). -¿Consientes?
ANGÉLICA. -Puesto que mi tío nos autoriza...
FIN DEL ACTO TERCERO


INTERMEDIO TERCERO
(Consiste este intermedio en una ceremonia en la cual, entre recitados,
cantos y danzas, se hace la proclamación de un médico).
BAILABLE
(Entran una porción de tapiceros, que siempre a compás, dispo-
nen la sala y colocan bancos. Después hace su entrada la asamblea,
compuesta de ocho lavativeros, seis boticarios, veintidos doctores y el
individuo que ha de ser admitido; ocho cirujanos que bailan y dos que
cantan. Cada uno ocupa un puesto en el salón, según su categoría.)
PRAESES
Savantissimi doctores,
Medicinae profesores,
Qui hic assemblati estis,
Et vos, altri Messiores,
Setentiarum Facultatis
Fideles executores,
Chirurgiani et apothicari,
Atque tota compania aussi,
Non possum, docti Confreri,
Eu moi satis admirari
Qualis bona inventio
Est medici professio;
Quam bella chosa est et bene trovata,
Medicina illa benedicta,
Quae, suo nomine solo,
Suprenanti miraculo,
Depuis si longo tempore,
Facit a gogo vivere
Tant de gens omni genere.
Per totam terram videmus
Grandam vogam ubi sumus,
Et quod grandes et petiti
Sunt de nobis infatuti;
Totus mundus, currens ad nostros remedios,
Nos regardat sicut deos,
Et nostris ordonnancús
Principes et reges soumissos videtis.
Donque il est nostrae sapientiae,
Boni sensus atque prudentiae,
De fortement travaillare
A nos bene conservare
In tali credito, voga et honore,
Et prandere gardam a non recevere
In nostro docto corpore
Quam personas capabiles,
Et totas dignas remplire
Has placas honorabilis.
C'est pour cela que nunc convocatiestis,
Et credo quod trovabitis
Dignam materiam medici
In savanti homine que voici,
Lequel, in chosis omnibus,
Dono ad interrogandum
Et a fond examinandum
Vostris capacitatibus.
PRIMUS DOCTOR
Si mihi licenciam dat dominus praeses,
Et tanti docti doctores,
Et asistantes illustres,
Tres savanti bacheliero,
Quem estimo et honoro,
Domandabo causam et rationen quare
Opium facit dormire.
BACHELIERUS
Mihi a docto doctore
Domandatur causam et rationem quare
Opium facit dormire?
A quoi respondeo:
Quia est in co
Virtus dormitiva,
Cujus est natura
Sensus assoupire.
CHORUS
Bene, bene, bene, bene, respondere:
Dignus, dignus est entrare
In nostro docto corpore.
Bene, bene respondere.
SECUNDUS DOCTOR
Cum permissione domini praesidis,
Doctissimae Facultatis,
Et totius his nostris actis
Companiae assistantis,
Domandabo tibi, docte bacheliere,
Quae sut remedia,
Quae in maladia
Ditte hidropisia
Convenit facere.
BACHELIERUS
Clisterium donare,
Postea seignare,
Ensuitta purgare.
CHORUS
Bene, bene, bene, bene respondere:
Dignus, dignus est entrare
In nostro, docto corpore.
TERCIUS DOCTOR
Si bonum semblatur domino presidi,
Doctissimae Facultati
Et companiae praesenti,
Domandabo tibi, docti, bachellere,
Quam remedia eticis,
Pulmonicis atque asmatícis,
Trovas a propos facere.
BACHELIERUS
Clisterium, donare,
Postea seignare,
Ensuitta, purgare.
CHORUS
Bene, bene, bene, bene respondere:
Dignus, dignus est entrare
In nostro docto corpore.
CUARTUS DOCTOR
Super illas maladias,
Doctus bachelierus dixit maravillas,
Mais, si non ennuyo dominum praesidem,
Doctissimam Facultatem,
Et totam honorabilem
Companiam ecoutatem,
Faciam illi unara questionem:
Dez hiero maladus unus
Tombavit in meas manus;
Haber grandem fievramum redoublamentis.
Grandam dolorem capitis,
Et grandum malum au. coste,
Cum granda difficultate.
Et pena a repirare; Veillas mihi dire,
Docte, bachiliere, Quid illi facere?
BACHELIERUS
Clisterium donare,
Postea seignare,
Ensuitta purgare.
QUINTUS DOCTOR
Mais sí maladia,
Opinatia Non vult se garire,
Quid illi facere?
BACHELIERUS
Clisterium donare,
Postea seignare,
Ensuitta purgare,
Resignare, repurgare, et reclisterisáre.
CHORUS
Bene, bene, bene, bene respondere:
Dignus, dignus est entrare
In nostro docto corpore.
PRAESES
Juras gardare statuta
Per Facultatem praescripta,
Cum sensu et jugeamento?
BACHELIERUS
Juro.
PRAESES
Essere in omnibus
Cunsultationibus
Ancieni aviso.
Aut bono,
Aut mauvaiso?
BACHELIERUS
Juro.
PRAESES
De non, jamais te servire
De remedúa aucunis,
Quam de ceux seulement de Facultatis;
Maladus dú il crevare
Et muori de suo malo?
BACHELIERUS
Juro.
PRAESES
Ego, cum isto honeto
Venerabill et docto,
Dono tibi et concedo
Virtutem et puissanciam.
Medicandi,
Purgandi,
Signandi,
Pergandi
Taillandi
Cupandi,
Et occidendi
Impune per totam terram.
BAILABLE
(Todos los médicos y boticarios, danzando, vienen a hacer una
reverencia al nuevo médico.)
BACHELIERUS
Grandes doctores doctrinae,
De la rhubarbe et du sene,
Ce serait sans douta a moi chosa fol'a,
Inepta et ridícula,
Si falloibam me engageare
Vobis louangeas donare,
Et eutreprennoibam adjoutare
Des lumieras au soleillo
Et des etoilas au cielo,
Des ondas á Foceano
Et des rosas au printanno
Agreate quavee uno moto,
Pro toto remercimento,
Randam gratiam corpori tamaocti
Vobis, vobis deveo
Bien plus qu'a naturae et qu'a patri meo:
Natura et patre meus
Hominem me habent factum;
Mais vos me, ce qui est bien plus,
Avetis factum medicum,
Honor, favor, et gratia,
Qui in hoc corde qui voila,
Imprimant ressentimenta
Qui dureront in secula.
CHORUS
Vivat, vivat, vivat, vivat, cent fois vivat,
Novus doctor, qui tambene parlat!
Mille, mille annis, et manget, et bibat,
El seignet, et tuat!
BAILABLE
(Todos los cirujanos y boticarios cantan y bailan al son de sus
instrumentos, batiendo palmas a compás y machacando en los morte-
ros.)
CHIRURGUS
Puisse toti il voir doctas
Suas ordonnancias
Omnium chirurgorum.
Et apotiquarum
Remplire boutiquas.
CHORUS
Vivat, vivat, vivat, vivat, cent fois vivat,
Novus doctor, qui tam bene parlat!
Mille, mille annis, et manget, et bibat,
El seignet, et tuat!
CHIRURGUS
Puisse toti anni
Lui essere boni
El favorabiles,
En n'habere jamais
Quam pestas, verolas,
Feivras, pluresias
Fluxius de sang et dissenterias.
CHORUS
Vivat, vivat, vivat, vivat, cent fois vivat,
Novus doctor, qui tam bene parlat!
Mille, mille annis, et manget, et bibat,
El seignet, et tuat!
ÚLTIMO BAILABLE
(La comitiva de médicos, cirujanos y boticartos, colocados según
su categoría, desfila ceremoniosamente.)
FIN