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13/1/17

EL HIERRO CANDENTE PIEZA EN TRES ACTOS XAVIER VILLAURRUTIA


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EL HIERRO CANDENTE

PIEZA EN TRES ACTOS

XAVIER VILLAURRUTIA

PERSONAJES:
EDUARDO
ISABEL
ANTONIA
MARIANA
ROMÁN
JOSÉ
JORGE
En la ciudad de México. Hoy. En la sala de la casa de Eduardo
Primer acto: anochecer
Segundo y tercero: noche
ACTO PRIMERO
La sala de una familia mexicana de la clase media alta. Eduardo, el jefe de la familia, es un hombre que, más que a los negocios, ha dedicado su vida al estudio, a las investigaciones científicas. Su posición económica se lo ha permitido siempre, hasta el momento en que empieza esta acción dramática. La sala tiene el ambiente conservador –ligeramente afrancesado- del México de principios de siglo. Hay, también, algo de hermético y silencioso en ella. Se adivina que quienes la habitan tienen la costumbre del silencio, de la reserva y de la tranquilidad, al menos aparentes.
A la derecha, abajo, un corredor –o una puerta- conduce a las habitaciones. Otra puerta sin hojas, cubierta por cortinas pesadas, a la biblioteca, que es el ambiente particular de Eduardo. Al fondo se ve, a través de puertas encristaladas, parte del comedor. A la izquierda, la entrada al vestíbulo. Las ventanas del comedor y las del vestíbulo deben dejar ver el jardín que rodea la casa. Anoche.
Al levantarse el telón, José, de menos de treinta años y aspecto agradable, espera, nervioso, la llegada de alguien a quien ha hecho llamar, y cuya tardanza acentúa su inquietud. Por la biblioteca aparecerá Antonia, de veinticinco años, en traje de casa. Su dulzura y bondad sirven de corteza a una inteligencia que no gusta de mostrarse y a una energía de la que ella misma no conoce el alcance. Sus rasgos revelan que vive una vida interior seria e intensa.
ANTONIA.-(Entrando en la sala.) Creo que Jorge se equivocó y que, en vez de llamar a mi hermana...
JOSÉ.-(Interrumpiéndola) No, Antonia. Me permití llamar a usted. Quiero hablar con usted.
ANTONIA.-¿Así, con tanta formalidad?
JOSÉ.-Me había propuesto no mostrar lo que en este momento estoy sintiendo, y ya ve usted que, en un instante, usted se ha dado cuenta de que quiero hablarle seriamente.
ANTONIA.-¿Ha reñido usted con Mariana?
JOSÉ.-No; esta vez no.
ANTONIA.-Hace unos momentos, desde la biblioteca, me pareció oírla reír.
JOSÉ.-No conmigo, yo acabo de llegar.
ANTONIA.-Entonces, ¿no estaba usted aquí, con ella?
JOSÉ.-No, Antonia. Esta tarde no he hablado todavía con Mariana.
ANTONIA.-La verdad es que no comprendo, José.
JOSÉ.-Tiene usted razón. No he dicho todavía nada que la haga comprender por qué le pedí que viniera a hablar conmigo. (Se interrumpe. Pausa.)
ANTONIA.-(Dándole ánimo.) Trate usted de empezar a hacerlo, José. Lo escucho.
JOSÉ.-¿Sabe con quién estaba Mariana, aquí, cuando usted la oyó reír desde la biblioteca?
ANTONIA.-No. La verdad, no lo sé.
JOSÉ.-Con el señor Román.
ANTONIA.-(Con una sorpresa que reprime enseguida.) ¿Con mi tío?
JOSÉ.-Sí, Antonia. Al entrar en la casa, los vi en el jardín. No sé si Mariana me vio cuando entré, aunque más bien creo que no porque de otro modo... (Se interrumpe.)
ANTONIA.-Diga usted todo lo que se ha propuesto decirme, José.
JOSÉ.-(Continuando.) ...porque de otro modo, Mariana no habría seguido riendo en una forma que, le confieso a usted, me pareció odiosa. Probablemente el señor Román le contaba algo de tal manera cómico, o más bien, de tal manera intencionado, que provocó en Mariana una risa... no sé cómo decirlo...
ANTONIA.-¿Impropia de Mariana?
JOSÉ.-Eso es: impropia de una muchacha como debiera ser Mariana.
ANTONIA.-(Con reproche.) ¡Cuidado, José!
JOSÉ.-Perdóneme, Antonia, si he ido más allá de donde debo; si he ofendido, involuntariamente, a su hermana, pero es que...
ANTONIA.-No me diga más. Cuando se quiere a una persona, todo lo que difiere de la imagen que nos hemos formado de ella nos parece...
JOSÉ.-(Interrumpiendo.) ¿Usted misma lo ha dicho: impropio.
ANTONIA.-(Sonriendo.) ¿Y para decirme esto me ha pedido usted que viniera?
JOSÉ.-¿Le parece a usted poco?
ANTONIA.-Desde mi punto de vista de hermana de Mariana, sí.
JOSÉ.-¿Y no le parece bastante desde mi punto de vista?
ANTONIA.-(Sonriendo.) Sí, también.
JOSÉ.-Gracias, Antonia. Yo sé que en el fondo usted no aprueba el modo de ser del señor Román; ni esa desenvoltura que tiene para tratar a Mariana.
ANTONIA.-El modo de ser de mi tío es inevitable, y, por lo que toca a la desenvoltura que tiene en su trato con Mariana, no es Román el culpable, sino ella.
JOSÉ.-Tiene usted razón, Antonia, y acaba usted de darme la razón. Con usted, por ejemplo, el señor Román no es capaz de hablar de ciertas cosas.
ANTONIA.-El señor Román –como usted le dice- es capaz de hablar de todas las cosas, pero frente a esa capacidad de mi tío, existe el remedio de no prestarle atención, de no celebrarlo ni estimularlo. Mi tío es como un actor: necesita público y aplauso. Pero no es un actor exigente: se conforma con un solo espectador entusiasta.
JOSÉ.-Como Mariana.
ANTONIA.-Pero basta con que se sienta desoído para que enmudezca enseguida.
JOSÉ.-(Confidencial.) ¿Usted tampoco lo quiere?
ANTONIA.-El hecho de que usted confiese que no lo quiere no me obliga a ninguna complicidad con usted. No olvide que se trata nada menos que del primo de mi madre.
JOSÉ.-Otra vez le pido perdón, Antonia.
ANTONIA.-No ha cometido falta, José, Pero evíteme que yo las cometa.
JOSÉ.-Entonces, ¿cree usted que yo debo hablar con Marianita y decirle que no me gusta que le permita al Señor Román toda suerte de conversaciones?
ANTONIA.-Creo que debe usted hacerlo, pero, al mismo tiempo, temo que cualquier prohibición no haga sino estimular a Mariana.
JOSÉ.-¡Qué bien la conoce usted!
ANTONIA.-¿Se olvida usted de que somos hermanas?
JOSÉ.-Nadie lo diría. Son ustedes tan diversas.
ANTONIA.-¿Lo dice usted porque no tenemos los mismos defectos?
JOSÉ.-(Casi a su pesar.) Usted no tiene defectos, Antonia.
ANTONIA.-Mis defectos, José, son menos visibles, pero más enraizados, tal vez.
JOSÉ.-(Acercándose a Antonia.) A veces pienso que si en vez de conocer primero a Mariana...
ANTONIA.-(Interrumpiendo.) ¡Cuidado, José, está usted a punto de cometer, esta vez sí, una falta, una falta de tacto!
JOSÉ.-Es verdad, Antonia, es verdad. No sé lo que estoy diciendo.
Por la puerta del vestíbulo entran Mariana y Román. Mariana es bonita y vivaz –acaso demasiado-; tiene dos años menos que Antonia. Román es un hombre de unos cincuenta años, bien vestido –ahora de claro-, pulido e irónico. Se advierte que le gusta escucharse a sí mismo y hacerse escuchar. Otros rasgos de su carácter irán descubriéndose a su tiempo.
MARIANA.-(En el umbral.) ¿Qué has dicho, José?
JOSÉ.-Que no sé lo que estoy diciendo.
MARIANA.-Es no es una novedad.
ROMÁN:-¿Sabes, Mariana...? (Al mismo tiempo que saluda a Antonia y a José.) ¿Cómo estás, Antonia? ¿Cómo estás, José? ¿Sabes Mariana, que has dicho una frase de cínico?
MARIANA.-¿A qué hora llegaste, José? (A Román.) ¿Por qué de cínico? Confieso que, bien a bien, no sé lo que es un cínico.
ROMÁN.-El que se complace en decir la verdad.
MARIANA.-¿Entonces, todo el que dice la verdad es cínico?
ROMÁN.-No, querida, es un tonto. (Ríen Román y Mariana.)
MARIANA.-Ya veo que a ustedes no les hace gracia.
JOSÉ.-Si dijéramos la verdad, acabarían ustedes por llamarnos cínicos.
ANTONIA.-O tontos.
ROMÁN.-(Dirigiéndose a Antonia y acariciándola.) Así me gusta, Antonia. No importa que no siempre, o, más bien, que casi nunca estés de acuerdo conmigo, pero en tu manera de reaccionar, aun en contra de lo que te parece mal de mí, me reconozco. No puedes negar que eres digna sobrina de tu tío.
Antonia recibe con frialdad la caricia de Román. Éste no se inmuta, y volviéndose a Mariana, dirá.
¿Quieres decirle a Isabel que estoy aquí?
ANTONIA.-(En pie.) Yo iré a decírselo.
ROMÁN.-No, Antonia. Quédate un momento conmigo; no me des la impresión de que, las pocas veces que vengo a la casa de ustedes, me evitas con cualquier pretexto.
ANTONIA.-(Tomando asiento.) No tengo por qué.
ROMÁN.-Eso digo yo. Anda, Mariana, y que te acompañe José. Ya veo que necesita un poco de aire fresco, un paseo en el jardín. Ojalá que sea tan divertido para ti como el que acabamos de dar.
JOSÉ.-(Violento, desahogándose.) Sabe usted, Román. Yo quisiera prohibirle...
ROMÁN.-(Interrumpiéndole seca y enérgicamente.) ¡No siga! Ni usted está en edad para dar lecciones ni yo en edad de recibirlas. (Cambiando de tono.) Y, además, no creo que sea su intención halagarme haciéndome una escena de celos, a mí, que tengo edad suficiente para ser el padre de Mariana.
MARIANA.-(Riendo.) ¿Ya lo oyes, José? Vamos, ven conmigo, déjate de niñerías.
ANTONIA.-(A José, que ha quedado desconcertado, dulce pero enérgicamente.) Vaya usted, José, vaya usted con mariana.
JOSÉ.-Tiene usted razón, Antonia. Será lo mejor. Con permiso.
Sale Mariana seguida por José, por la derecha. Román los mira salir y luego ríe aguda y sostenidamente.
ANTONIA.-Es usted cruel.
ROMÁN.-¿Yo?
ANTONIA.-¿Quién más?
ROMÁN.-Es verdad que estando solos tú y yo. El único que merece el calificativo soy yo.
ANTONIA.-Es usted cruel y se complace en serlo.
ROMÁN.-Me divierte a veces; otras veces, me cansa.
ANTONIA.-Por eso, yo prefiero dejarlo solo.
ROMÁN.-¿Para que no me divierta?
ANTONIA.-No, para que descanse usted.
Román ríe ahora, en la misma forma, sólo que en sordina.
ROMÁN.-¿Lo ves, Antonia? No somos tan desemejantes. Hasta en la rapidez de tus respuestas, hasta en la manía de moralizar.
ANTONIA.-¿De moralizar?
ROMÁN.-Sí; de moralizar, Yo soy un moralista, a mi modo.
ANTONIA.-Esto es; al modo de usted. Mi padre le llamaría un inmoralista.
ROMÁN.-¿Me llamaría, o me llama?
ANTONIA.-(Reaccionando, rápidamente.) Mi padre y yo nunca hablamos de usted.
ROMÁN.-Lo dices como quien afirma: mi padre y yo no perdemos el tiempo. (Ríe ahora sin maldad.) No te culpo a ti, ni a tu padre... pero tampoco esperes que me culpe a mí mismo. (Transición después de breve pausa.) ¿Les dijo tu mamá que hoy vendría yo a verlos?
ANTONIA.-No. Al menos a mí no me dijo nada.
ROMÁN.-Es curioso. (A Antonia, ensimismada.) Le escribí varias cartas y no recibí respuesta; en la última le decía que iba yo a estar en la ciudad unos días; que hoy vendría a saludar a todos ustedes, y a que ella me respondiera de palabra lo que no me respondió por escrito. (Antonia no lo escuchaba.) Tu mamá nunca fue muy aficionada a escribir cartas ni en su juventud... por eso la disculpo ahora.
ANTONIA.-(Volviéndose en sí.) ¿Qué decía usted?
ROMÁN.-¿No me oías? (Sonriendo.) Creo que contigo habrá que cambiar de táctica: voy a escribirte unas cartas a ver si, por escrito, podemos conversar.
Por la puerta de la derecha entra la madre de Antonia, Isabel es una mujer todavía joven y hermosa; lo parecería más si no pusiera en el vestido y en los afeites un cuidado que empieza a ser excesivo.
ISABEL.-(Saludando a Román con amabilidad ligeramente insincera.) ¡Es un verdadero milagro! ¿Cómo estás?
ROMÁN.-¿Qué quieres que te diga? Estoy bien. Envejeciendo un poco... por ti y por mí.
ISABEL.-Supongo que debo darte las gracias. (Tomando asiento, y con un tono natural.) ¿Pasarás una temporada en México?
ROMÁN.-Sólo unos días, unos cuantos días. Pero esto ya lo sabes... por mi última carta.
ISABEL.-Es verdad... me decías. Y, a propósito...
ROMÁN.-Supongo que no vas a disculparme ahora. Ya sé que nadie tiempo para contestar cartas, y que yo soy el único que lo tiene para escribirles.
ISABEL.-Cada vez más lacónicas.
ROMÁN.-Tanto que estaban a punto de convertirse en telegramas.
ISABEL.-(Cambiando el giro de la conversación. A Antonia.) ¿Llegó tu padre?
ANTONIA.-No, creo que no, a pesar de que ya era tiempo.
ISABEL.-A lo mejor entró directamente por la biblioteca. ¿Quieres ir a ver, y, si está, quieres decirle que tenemos visita?
ROMÁN.-Hace tiempo que no saludo a Eduardo personalmente. Y como no tenía noticias de ninguno de ustedes, hasta pensé escribirle.
Antonia sale, en este momento, por la puerta de la biblioteca. Isabel la mira salir y sólo en ese momento hablará con nerviosidad, a media voz. Román también adoptará, enseguida, el mismo tono de voz, pero acentuará una frialdad irónica y segura.
ISABEL.-Supongo que no le habrás escrito a Eduardo.
ROMÁN.-No. Preferí venir a hablar contigo... y solamente...
ISABEL.-¿En último caso?
ROMÁN.-Exacto, exacto.
ISABEL.-¿Te atreverías?
ROMÁN.-...en último caso. ¿No te has atrevido tú a dejarme sin respuesta?
ISABEL.-Es que... deberías comprender... que no es posible.
ROMÁN.-Hasta ahora lo ha sido.
ISABEL.-Pero “ahora” es imposible.
ROMÁN.-Siempre habías tenido manera de no emplear esa palabra “imposible”; parecía que no figuraba en tu vocabulario.
ISABEL.-Pero ahora la digo.
ROMÁN.-¿Tienes ahora un nuevo plan, un plan de –digamos- resistencia?
ISABEL.-Bien sabes que no tengo ningún plan; que no soy capaz de tenerlo; que siempre lo he resuelto todo por mi cuenta, y ciegamente.
ROMÁN.-Y resolverlo todo por tu cuenta ¿no te parece un plan? Confiesa que has decidido cambiar de táctica, y dime cuál es. (Pausa.) ¿No respondes? Está bien. Te ayudaré. Dices que antes resolvías todo ciegamente. Supongo que ahora has decidido abrir los ojos.
ISABEL.-No es que haya decidido abrir los ojos, lo que sucede es que la realidad me los ha abierto. Nunca debí ceder... y ahora aunque quisiera...
ROMÁN.-(Completando.) No puedes seguir cediendo.
ISABEL.-Eso es.
ROMÁN.-Y no obstante, cuando se ha dado un primer paso es una pendiente, no sólo es difícil sino peligroso detenerse.
ISABEL.-¡Canalla!
ROMÁN.-Hasta ahora hemos evitado las palabras malsonantes. No vas a dar, tú, otro primer paso.
ISABEL.-No es cuestión de palabras. Las palabras no nacen solas. He dicho lo que siento.
ROMÁN.-Y yo siento mucho que lo digas. (Ríe, y luego acercándose.) Vamos, Isabel. Responde claramente: ¿Por qué ahora ya no es posible? Di algo. Por ejemplo... ¿Vas a decirme que, de acuerdo con tu esposo...?
ISABEL.-(Vivamente, Con firmeza.) Eduardo nunca ha estado de acuerdo conmigo en esto. Ni siquiera lo sabe.
ROMÁN.-Sobre eso tenía mis dudas; pero, al oírte hablar así, mis dudas se han desvanecido.
ISABEL.-Te lo juro.
ROMÁN.-No necesitas jurarlo. Eres más exacta para expresarte de lo que tú misma supondes. Dices que nuestro asunto lo resolvías ciegamente. (Deteniendo un ademán de Isabel.) Déjame terminar. Y que lo resolvías siempre por tu cuenta, ¿no es eso? Ahora has abierto los ojos. Y, por lo visto, tu cuenta está agotada. (Pausa.) Todavía queda un remedio.
ISABEL.-(Con temor incontenible.) ¿No querrás decir que vas a informar a Eduardo?
ROMÁN.-No, Isabel. No voy a informar de nada a Eduardo.
Camina unos pasos lejos de ella, pero luego volviéndose rápidamente.
Eres tú la que va a hacerlo.
ISABEL.-(Con energía.) Te equivocas.
ROMÁN.-Piénsalo bien, y verás que, si no lo haces, serás tú la que se equivoque.
Cambiando súbitamente el tono frío y pausado por uno más enfático, y elevando la voz.
Te aseguro que el clima de la ciudad de México ha cambiado en razón directa del aumento de la población. Lo incomprensible es que, en vez de hacer más calor, como sería natural en vista del mayor número de habitantes, ahora hace más frío. (Sonriendo.) ¿No será por la afluencia de extranjeros.?
Por la biblioteca aparecen Eduardo y Antonia. Desde el umbral, escucha las últimas frases de Román. Avanza Eduardo hacia su esposa y Román. Se ve a Antonia dudar si quedarse o salir: al fin decide salir por la derecha. Eduardo tiene cerca de cuarenta y cinco años. Es el tipo del hombre inteligente, sobrio y mensurado. Toda su vida interior se asoma por sus ojos bondadosos, toda su bondad está presente en su acento humano, subrayando naturalmente por sus ademanes pausados.
EDUARDO.-¿Cómo está, Román? (Sonriendo.) Siento no haber oído completa esa teoría sobre la influencia de los extranjeros en el clima de la ciudad de México.
ROMÁN.-(Sonriendo.) No valía la pena. Era una teoría improbable. Aunque no imposible. ¿Cómo está usted, Eduardo?
EDUARDO.-Un poco fatigado. Estos últimos días no he dormido bien.
ISABEL.-Di que casi no has dormido y estarás en lo justo. Hace dos noches oigo tus pasos en tu recámara, oigo que no cesan hasta el amanecer. Y creo que Antonia...
EDUARDO.-(Interrumpiendo vivamente.) ¿Antonia se ha dado cuenta?
ISABEL.-Sí.
EDUARDO.-¿Te preguntó algo?
ISABEL.-Sí.
EDUARDO.-¿Qué le dijiste?
ISABEL.-Que, probablemente, tenías insomnio.
EDUARDO.-No lo habrá creído, y va a preocuparse.
ROMÁN.-Antonia es siempre la misma: el reverso de Mariana. Desde que llegué no la he visto sonreír ni un instante siquiera.
EDUARDO.-A veces pienso que esa criatura tiene un sentido más que todos nosotros: el sentido de la adivinación. Hace un momento, en la biblioteca, me miró de un modo... como si supiera.
ISABEL.-(Rápida, nerviosamente.) Como si supiera ¿qué?
EDUARDO.-Que mis negocios anda mal. Y, sin embargo, yo no le dicho una sola palabra.
ROMÁN.-(Con ironía apenas perceptible.) Ese sentido más no es sólo de Antonia, Eduardo. Tampoco Isabel me ha dicho una sola palabra, y le aseguro a usted que yo, por su actitud, había adivinado también algo de eso.
ISABEL.-(Reaccionando, a Eduardo.) ¡Nada le he dicho a Román! No tenía por que decirle nada.
EDUARDO.-(Suavemente.) Pero tampoco tenías por qué ocultarle nada. (A Román, con humana sencillez.) He hecho malos, muy malos negocios. Eso es todo. Cometí el error de pensar que entre un proyecto perfectamente calculado y su ejecución no había ese abismo que sólo los hombres de negocios saben prever o anular.
ROMÁN.-Nunca pensé que usted...
EDUARDO.-Tampoco yo debí pensarlo.
ROMÁN.-Los hombres de negocios y los poetas se parecen... en que también se nace hombre de negocios como se nace poeta. (Intencionado.) Yo, por ejemplo, tengo una idea tan clara de mis limitaciones, que dejo que los negocios, aun los que, por reflejo, me favorecen, y los versos los hagan los demás.
EDUARDO.-(Sonríe y luego.) Lo cierto es que he tenido que vender mi casa del centro. Y, lo que es más doloroso, he hipotecado esta casa. ¡No sabe usted lo que esto significa para mí! Mis hijas no lo saben.
ISABEL.-(Vivamente.) No deben saberlo.
EDUARDO.-Tienes razón, Isabel. No deben saberlo, pero no por mantenerlas en la ignorancia de la verdad, sino por que no todo está perdido y yo tengo esperanza.
ROMÁN.-(En un tono de consolación.) ¿Has oído, Isabel? No todo está perdido.
EDUARDO.-(Acercándose a Isabel.) Román tiene razón. Algo nos queda, tú lo sabes. Y yo necesito, ahora más que nunca de tu serenidad, de tu aplomo.
ROMAN.-(Acercándose a Isabel.) ¿Lo oyes? Valor, Isabel. Sería la primera vez que te viera desmayar.
ISABEL.-(Irguiéndose.) Te aseguro. Román, que no desmayaré.
El grupo se deshace. Hay una pausa. Luego, Eduardo mirando su reloj.
EDUARDO.-Espero que cenará usted con nosotros. Ya Isabel le habrá perdido que nos acompañe.
ISABEL.-Sólo que Román tiene un compromiso esta noche.
ROMÁN.-Gracias, Eduardo, por su invitación. En efecto, tengo una cita, pero puesto que voy a pasar unos días aquí, vendré a cenar con ustedes cualquiera de estas noches.
EDUARDO.-Que sea mañana.
ROMÁN.-Eso es, mañana. (Despidiéndose.) Hasta mañana, Isabel.
Eduardo acompaña a Román hasta el vestíbulo. Se oirá decir a Román distintamente.
Créame usted que lo siento, Eduardo. Y confío en que usted sabrá rehacerse.
EDUARDO.-Hasta mañana.
Isabel se ha quedado, mientras tanto, inmóvil, con los ojos fijos en un punto invisible delante de sí. Vuelve Eduardo hasta el lugar en que está Isabel y la mira. Ella no se da cuenta. Eduardo mueve la cabeza compasivamente. Va a decirle algo. No se lo dice. Mira el reloj. Se acerca luego a Isabel y con un tono de voz que quiere aparecer tranquilo.
EDUARDO.-Ya es hora de la cena, Isabel.
ISABEL.-(Volviendo a la realidad.) Tienes razón.
EDUARDO.-Voy a llamar a mis hijas. (Se dirige hacia la derecha.)
ISABEL.-(Deteniéndolo con la voz.) ¡Eduardo!
EDUARDO.-Dime, Isabel.
ISABEL.-Espera. No las llames, todavía.
EDUARDO.-¿Qué pasa, Isabel? ¿Qué tienes?
ISABEL:-Espera. Tengo algo que decirte. (Eduardo se acerca desconcertado por el acento de Isabel.)
EDUARDO.-Di lo que tengas que decir.
Isabel.-¿No te sorprende que Román haya venido hoy, después de una ausencia de tanto tiempo?
EDUARDO.-Por eso mismo no me sorprende. Ya era tiempo de que viniera. Hace más de seis meses que no lo veíamos. Y después de todo... (Se interrumpe.)
ISABEL.-Tiene derecho: ¿no era eso lo que ibas a decir?
EDUARDO.-Eso es, y tú lo sabes mejor que yo. Lo que me sorprende no es que Román haya venido a vernos, sino que me hagas esas preguntas. Ya sabes todo lo que tengo que dominarme cuando Román viene a la casa, pero, al mismo tiempo... no puedo impedirle que venga. ¡Y hasta le agradezco que sus visitas sean tan distantes las unas de las otras!
ISABEL.-¿Sabes a qué ha venido hoy Román?
EDUARDO.-A lo que viene siempre.
ISABEL.-No a lo que viene siempre; no a lo que tú crees que ha venido siempre.
EDUARDO.-Estás diciendo a medias algo, Isabel; algo que no sé por qué no dices de una vez.
ISABEL.-(Después de breve pausa.) Román vino a pedirme dinero.
EDUARDO.-¡Qué!
ISABEL.-Como lo oyes. Román necesita dinero.
EDUARDO.-Por fortuna, con lo que ha sabido del estado de mis negocios, me ha evitado tener que inventar una excusa para negarle un préstamo que, un ningún caso...
ISABEL.-(Interrumpiendo.) Román no pide dinero prestado.
EDUARDO.-¿Qué quieres decir?
ISABEL.-Román pide dinero, simplemente.
EDUARDO.-No ahora que no lo tengo, sino tampoco antes, ni nunca, le habría dado dinero, tú lo sabes.
ISABEL.-Sí, lo sé. Pero ahora...
EDUARDO.-¿Ahora qué? Acaba de una vez.
ISABEL:-Ahora lo exige.
EDUARDO.-¿Pero qué estás diciendo, Isabel?
ISABEL.-Que ahora lo exige, y que ahora no es posible darle dinero.
EDUARDO.-(Resistiéndose a creer lo que oye.) ¡Estoy aquí, frente a ti, mirándote, Isabel, y no quiero pensar si quiera...! (Transición.) ¡Pero si no es posible! Si nunca antes me había pedido dinero.
ISABEL.-Es verdad, no te ha pedido dinero a ti.
EDUARDO.-Pero a ti sí, ¿no es eso?
ISABEL.-Sí, Eduardo. Y no es cosa de ahora. Cada dos, cada tres meses, coincidiendo con sus visitas, Román me ha pedido varias cantidades.
EDUARDO.-¿Qué tú le has dado?
ISABEL.-Sí, Eduardo
EDUARDO.-¡Y sin decirme, nada nunca!
ISABEL.-Sin decirte nada, precisamente para evitarte...
EDUARDO.-(Interrumpiendo.) ¿Qué es lo que pensabas evitarme? ¿El dolor de una situación como ésta?
ISABEL.-Eso, desde luego. Pero, sobre todo, para evitarte que se lo negaras.
EDUARDO.-¡Qué estas diciendo! ¡No te comprendo!
ISABEL.-Porque en el caso de que se le hubiera negado, Román habría exigido. (Dolorosamente.) Y tú mismo, hace un momento, has dicho que, después de todo, tiene derecho.
Al oír estas palabras, la cólera de Eduardo se apaga de pronto. Pero, en un último destello, preguntará.
EDUARDO.-¿Qué tiene derecho al dinero?
ISABEL.-No al dinero, pero, por encima de eso...
EDUARDO.-(Interrumpiendo.) Espera, Isabel. (Dándose serenidad al pretender dársela a Isabel.) Espera. Comprende que, si seguimos hablado así, enloquecemos.
Transición.
¿Dices que les has dado dinero?
ISABEL.-Sí, Eduardo. En un principio, cuando Román pedía en un tono de súplica, el dinero que tú me dabas para mis gastos personales; pero luego... no sé cómo decírtelo...
EDUARDO.-¡Y, no obstante, debes decírmelo todo! ¿Y luego?
ISABEL.-En los últimos meses, cuando empezó a exigir (con voz sorda y pensada.), les he ido dando el dinero que me diste a guardar.
EDUARDO.-(Como alguien que recibe un golpe brutal.) ¿Comprendes lo que has hecho, Isabel?
ISABEL.-Comprendo que hice lo que no tenía derecho de hacer.
EDUARDO.-¡Comprendes que has dispuesto a mis espaldas de un depósito que te confié en el momento en que el vértigo de los negocios me había arrastrado! ¡Comprendes que eso era lo único que podía salvarme y salvarnos a todos!
ISABEL.-Román exigía... Román exige.
EDUARDO.-(Irguiéndose justiciero.) ¿Y yo no tengo derecho a exigirte, a pedirte cuentas, no del dinero, que al fin y al cabo es como el otro, el que se me ha ido de las manos, sino a pedirte cuentas de mi confianza, de mi seguridad en ti? ¿No comprendes que, por evitarme un dolor, me has causado otro irremediable? Y que de hoy en adelante ya no podré verte sino con los ojos con que miro ahora.
En ese momento, Mariana y Antonia llegarán por la puerta de las habitaciones. Mariana, que ha oído la frase final, se vuelve a Antonia y con marcada ironía le dirá.
MARIANA.-Creo, Antonia, que hemos llegado demasiado tarde para impedir demasiado pronto para que terminara esta escena familiar.
ANTONIA.-(A Mariana, dándose cuenta de que Eduardo e Isabel, al verlas llegar, se han apartado y guardan un penoso silencio.) ¡Por qué hablas así! ¡Por qué lo dices, Mariana! ¡Qué bien se conoce que has estado hablando con Román y que te ha contagiado!
MARIANA.-¡Nada tiene que ver Román con estas escenas! (Luego, al ver que Isabel se enjuga el llanto, yendo hacia ella.) ¿Qué tienes, mamá? ¿Qué ha pasado?
ISABEL.-Nada, hija mía, nada.
EDUARDO.-(Con firme reproche.) ¿Vas a ocultarles, como siempre, lo que pasa entre nosotros? ¿Vas a seguir tratando de ocultarles la realidad que, estoy seguro, ellas presienten? Tampoco ahora vas a decirles...
ISABEL.-(En pie.) ¡Eduardo! ¿Qué vas a decirles? ¡Piensa lo que vas a decir!
Al oír a Isabel, Antonia se ha acercado, sobrecogida, a Eduardo, de modo que una de las hijas quedará con Isabel y la otra con Eduardo, en dos grupos definidos.
ANTONIA.-(A Eduardo.) Di lo que quieras. Cualquier cosa que sea, Mariana y yo sabremos comprender, resistir a cualquier cosa.
MARIANA.-Creo que, esta vez, Antonia tiene razón.
ISABEL.-¡Cuidado, Eduardo, cuidado!
EDUARDO.-(Va a decirlo todo, pero, de pronto, haciendo un esfuerzo, sólo dirá parte de su pensamiento.) No crees, Isabel, que tienen derecho a saber que estamos, que estoy arruinado; que he perdido todo o casi todo lo que tenía, y que de hoy en adelante tendremos que llevar una vida de privaciones, de... (Se interrumpe.)
ANTONIA.-¿Eso es todo?
MARIANA.-¿Te parece poco?
ANTONIA.-Si eso es todo, no sólo me parece poco, sino que siento un alivio... Después de todo...
MARIANA.-(Cortante, a Antonia.) Al paso que vas, acabarás por decir que estás contenta de que estemos arruinados, y que apruebas sus malos negocios y que...
ISABEL.-(Interrumpiendo.) ¿No oyes, Eduardo? Eso era justamente lo que yo quería evitar.
EDUARDO.-¿Y piensas que callando las dificultades, éstas desaparecen? ¡Qué bien caro nos ha costado la hipocresía, la simulación, el falso orgullo! (Dulcemente, a Antonia.) Ya sabía que tú comprenderías.
MARIANA.-(A Eduardo, con rencor.) Pero que yo no comprendería, ¿no es eso? ¿Lo oyes, mamá? (A Eduardo.) ¡Yo también comprendo, porque no se necesita sino un poco de inteligencia para comprender!
ANTONIA.-(A Eduardo, tratando de dulcificar a Mariana.) Mariana ha comprendido y también sabrá resistir a todo lo que venga.
MARIANA.-¡De eso no estoy segura! Más bien dicho, estoy segura de que no resistiré. (Con maldad.) Tu caso es distinto: tú no tienes otro camino que el de resistir; yo puedo seguir el mío: yo puedo casarme.
ANTONIA.-¿Casarte... con José?
MARIANA.-¿Con quién, entonces?
ANTONIA.-Pero si en todo este tiempo no has hecho más que demostrarle que no lo quieres; si me lo has dicho en todos los tonos; si él mismo... (Se interrumpe.)
MARIANA.-¿Vas a decir que José te ha dicho que yo no lo quiero? Y aunque eso fuera verdad, qué importa, ¡mientras él me quiera! (Irónica.) ¿O también te dijo que no me quiere?
ANTONIA.-No, nada de eso me ha dicho. Por el contrario...
MARIANA.-¿Entonces, por qué no había de casarme? Ya ven que una cosa es comprender y otra resistir. Yo no tengo calma de heroína ni de mártir, pero tampoco de hipócrita.
EDUARDO.-(A Mariana, con toda energía.) ¡Te quieres callar! Eres injusta con tu hermana.
MARIANA.-¿Por qué digo lo que siento? Si ella tuviera novio, también se casaría cuanto antes, para evitar todas estas cosas y las que vengan después.
Antonia se ha alejado y se la verá empequeñecida, deshecha, lejos del grupo.
EDUARDO.-(Encarándose con Mariana, enérgicamente.) ¡No es verdad lo que dices! ¡Tú sabes que no es verdad! Antonia es diferente.
MARIANA.-Eso es, diferente. ¡Antonia es como tú! ¡Yo soy como mamá!
Abriendo las puertas que conducen al comedor, después de haber encendido las luces de éste momentos antes, aparece Jorge, el criado. Al oír las palabras de Mariana, se detiene un instante, indeciso. Y sólo después de que el silencio se ha hecho, cuando todos advierten su presencia, hablará.
JORGE.-(Desde el umbral.) Cuando guste la señora.
ISABEL.-(Rehaciéndose, irguiéndose.) Puede usted quitar un cubierto, Jorge. No voy a cenar.
Jorge se dispone a salir.
MARIANA.-Yo tampoco, Jorge.
Jorge se detiene al oír a Mariana y, sin volverse, saldrá después de oírla. Se le verá después quitar, en efecto, uno o dos cubiertos de la mesa. Mientras tanto Isabel se dirige, en silencio, a sus habitaciones.
EDUARDO.-Quédate, Isabel.
ISABEL.-No puedo, no podría quedarme.
MARIANA.-Te acompaño, mamá.
Salen Isabel y Mariana por la derecha. Eduardo y Antonia han quedado solos, alejados el uno del otro. Tímidamente. Eduardo vuelve la cara hacia Antonia que, con la cabeza baja, sufre en silencio. Eduardo mueve lentamente la cabeza, lamentando la situación. Se dirige al lugar donde está Antonia. Ésta no se mueve. Eduardo acaricia los cabellos de Antonia. Vuelve ésta los ojos hacia él.
EDUARDO.-¡Antonia! (Va a decirle algo.)
ANTONIA.-¿Qué?
EDUARDO.-(Dulcemente.) No sé. No sé qué decirte.
ANTONIA.-No es preciso que me digas nada. (Eduardo sonríe con tristeza reflexiva: asiente con la cabeza, y luego.)
EDUARDO.-Vamos, hija mía.
ANTONIA.-(Poniéndose en pie.) Vamos.
Y ambos se dirigirán lentamente al comedor, siguiendo cada uno el hilo de sus pensamientos. Y hasta que hayan entrado en el comedor y ocupado su puesto en la mesa, no caerá lentamente el

T E L Ó N

ACTO SEGUNDO

La misma sala, unos días después, por la tarde.
Se oye en el vestíbulo la voz de Jorge, el criado, preguntar a José.
JORGE.-¿Quiere usted darme su abrigo, señor?
JOSÉ.-Gracias, Jorge. No es necesario. Hágame el favor de avisar a la señorita Mariana que estoy aquí. Vamos a salir enseguida.
JORGE.-Con todo gusto.
José entra seguido de Jorge, que atraviesa la sala en dirección a la puerta de la derecha que da a las habitaciones. Sale. José va directamente al sofá, y enciende un cigarrillo. Está vestido de etiqueta y conserva el abrigo puesto. Pausa. Por la biblioteca, entra, vestida con una sencilla bata blanca, Antonia. Se dirigirá al sofá y antes de llegar, pensando que es Eduardo quien lo ocupa, dirá muy naturalmente.
ANTONIA.-Me pidió Mariana que te avisara que esta noche cenará fuera de casa, con José.
JOSE.-(Poniéndose en pie, y volviéndose hacia ella.) En efecto. Mariana cenará esta noche conmigo.
ANTONIA.-(Sorprendida y divertida.) ¡Qué torpe soy!
Ambos ríen.
JOSÉ.-Nada de eso.
ANTONIA.-Imagínese que en vez de venir a dar a mi padre un simple recado, le hubiera dado, por ejemplo, una opinión acerca de usted.
JOSÉ.-Eso me habría gustado mucho más
ANTONIA.-¿Hasta en el caso de que fuera desfavorable?
JOSÉ.-De cualquier modo sería una opinión, un juicio auténtico de usted acerca de mí. El menos vanidoso de los hombres quisiera saber, en un momento dado, aun a costa de todos los riesgos, lo que piensan de él sinceramente algunas personas, sobre todo aquellas que prefieren reservarse su opinión.
ANTONIA.-(Sonriendo.) Y somos: ¿usted, el menos vanidoso de los hombres; y yo, la más reservada de las mujeres?
JOSÉ.-No tome a broma lo que le digo, Antonia. Justamente al entrar en la sala, en el momento en que me quedé solo, pensaba en usted. (Hay un leve movimiento de Antonia, desviando la cara que tenía vuelta hacia José.) Desde hace unos días, entre Mariana y yo han sucedido cosas... imprevistas. Mariana es o parece ser otra. El cambio es tan grande que, la verdad, no ha dejado de inquietarme. Le juro que al llegar pensé pedir a Jorge que, antes de llamar a Mariana, la llamara a usted.
ANTONIA.-Como hace unos días.
JOSÉ.-Sólo que ahora se trata no de apariencia sino de realidades, y, ¿porqué no decirlo?, ahora se trata de algo que me importa mucho. (Pausa en que se advertirá que José busca las palabras.) Dígame, Antonia, ¿cree usted que yo deba casarme con Mariana? (Antonia no responde.) ¿Cree usted que yo podré hacerla feliz? (Pausa.) Respóndame, se lo ruego, como si yo no estuviera presente, como si usted se hubiera hecho a sí misma esas preguntas.
ANTONIA.-(Después de una pausa.) Creo que usted puede hacerla dichosa.
JOSÉ.-Ésa es la respuesta a la segunda de mis preguntas, pero... ¿a la primera?: ¿cree usted que debo casarme con Mariana?
ANTONIA.-(Después de una pausa.) Creo que debe casarse con Mariana, puesto que usted puede hacerla feliz.
JOSÉ.-Me responde usted pensando, sobre todo, en Mariana, ¿no es verdad?
ANTONIA.-Si he de ser absolutamente sincera, le diré qué, en efecto, al responderle pensaba sobre todo en ella.
JOSÉ.-¿Pero no en mí?
ANTONIA.-Pide usted demasiado, José. Yo sólo quiero la dicha de mi hermana, y puesto que usted puede hacerla feliz...
JOSÉ.-(Con cierto arrebato.) Pero usted también sabe que si yo le preguntara abiertamente, si usted cree que Mariana puede hacerme feliz, usted respondería...
ANTONIA.-(Interrumpiéndolo.) Nada respondería a esa pregunta. Y puesto que estamos haciendo suposiciones, le ruego, que olvide que me ha hecho esa pregunta.
JOSÉ.-(Apenado.) Tiene usted razón, Antonia. (Pero luego enardeciéndose hasta decir su verdadero pensamiento.) Siempre tiene usted razón, Antonia. ¡Pero yo también tengo derecho saber si yo la tengo, si usted siente como yo, en lo más hondo de su ser, y por motivos semejantes a lo míos, que ese matrimonio puede ser un error, un fracaso!
ANTONIA.-No quiero saber cuáles son esos motivos, y me prohibo pensar que el matrimonio entre ustedes puede ser... lo que ha dicho usted.
JOSÉ.-(Desarmando al oír la seguridad de Antonia.) Nunca debí hablarle así, Antonia. Perdóneme. Ni por un momento debí olvidar que se trata de su hermana.
ANTONIA.-(Con melancolía.) Eso es, José. ¡Ya ve usted que yo no lo he olvidado!
JOSÉ.-(Es un último esfuerzo.) ¿Y no podría usted olvidarlo? ¿Ni siquiera por un momento?
ANTONIA.-Ni por un momento, José.
Se hace un silencio, Luego, por la puerta de las habitaciones, entrará Mariana. Viene vestida con un traje oscuro, de noche. Su alegre presencia contrasta con la actitud meditabunda de Antonia y José. Pero en un instante se dará cuenta de que ambos han estado hablando algo que los ha hecho enmudecer. Después de mirarlos alternativamente, hablará con ironía.
MARIANA.-A ustedes no se les puede preguntar de qué hablan, sino por qué no hablan.
José se vuelve hacia ella, desconcertado. No sabe qué responder. Contrastando con la turbación de José, Antonia hablará con toda su presencia de ánimo.
ANTONIA.-Te diré lo que quieres saber, Mariana. Te diré de qué hemos hablado. Desde luego, de lo que estás pensando: de ti; José me preguntaba si yo creía que él puede hacerte feliz.
MARIANA.-Y tú, naturalmente, le respondiste... (Se interrumpe.)
ANTONIA.-Dígalo usted, José. Ya ve que Mariana no parece estar segura de lo que pudo ser mi respuesta.
JOSÉ.-(A Mariana.) Me respondió lo que tú habrías contestando en lugar de Antonia.
MARIANA.-(Con rencor e ironía.) Para mí, no es fácil ponerme en su lugar.
JOSÉ.-Antonia está segura de que yo puedo hacerte feliz.
MARIANA.-¿Y no crees que eres tú y no ella quien debe contestar esa pregunta?
ANTONIA.-Tienes razón, Mariana.
MARIANA.-(A José, sin volverse a Antonia.) ¿Entonces? (José no contesta.)
ANTONIA.-Debes comprender que eso que ahora te parece una duda no es sino la prueba de su amor por ti, de un amor que te ha demostrado tantas veces.
MARIANA.-(Interrumpiéndola.) Lo que no comprendo es que tú pongas más interés en contestarme, en convencerme, que él mismo. Pero no es de él de quien dudo, ni de su amor... (Va a seguir hablando, pero luego cambia de idea.) Creo que perdemos el tiempo hablando de esas cosas sin objeto. (Luego, volviendo sobre su paso.) ¿Te ha dicho José que dentro de quince días nos casaremos?
Antonia no responde. Mariana sonríe despectiva. Luego, con un movimiento desdeñoso de cabeza, preguntará a José, en un tono seguro y frívolo.
Ya es hora de que nos vayamos, ¿verdad?
JOSÉ.-Sí, ya es hora.
MARIANA.-(Se ha alejado, volviéndose.) ¿Le diste mi recado a papá?
ANTONIA.-No, porque todavía no ha llegado.
MARIANA.-No te molestes. Ya le avisé a mamá.
JOSÉ.-(Teniendo la mano a Antonia.) Buenas noches, Antonia.
ANTONIA.-(Le tenderá la mano, lo mirará a la cara, y después, dulcemente.) Adiós, José.
Mariana, que ha visto la despedida, tomará del brazo a José. Ambos saldrán por la izquierda. Todavía se oye reír a Mariana en el vestíbulo. Antonia reacciona leve, dolorosamente a la risa. Luego se levantará, dará unos pasos, encenderá una lámpara. Volverá a sentarse. Sus ojos siguen una idea fija. Por la puerta de la izquierda aparecerá Jorge.
JORGE.-(Nervioso. A media voz.) Señorita.
ANTONIA.-(Volviendo de su concentración.) ¿Diga, Jorge?
JORGE.-(Acercándose.) El señor Román.
ANTONIA.-(En pie, súbitamente.) ¿No le dijo usted que no hay nadie? ¿No le dijo mi padre que tampoco esta noche estamos para nadie?
JORGE.-Los otros días que ha venido el señor Román se lo dije, pero ahora...
ANTONIA.-(Ávidamente.) ¿Ahora?
JORGE.-El señor Román se adelantó a decirme que era inútil que yo le dijera que no había nadie, porque la señorita Mariana, a quien encontró en la puerta, le aseguró que, cuando menos, usted estaba aquí.
ANTONIA.-Está bien, Jorge. Dígale... (y va a dar un pretexto, una excusa para no recibir a Román, cuando en la puerta del vestíbulo aparece Román completando la frase.)
ROMÁN.-Dígale que pase.
ANTONIA.-Eso es, que pase.
Jorge, que no se ha vuelto al oír la voz de Román, no saldrá hasta después de la frase de Antonia. Al pasar junto a Roman, éste le otorgará el sombrero, pero Jorge fingirá no ver el ademán de Román, y saldrá por el vestíbulo. Román no entrará en la sala hasta el momento en que Jorge haya salido. Conservara el sombrero en la mano, y lo verá ostensiblemente.
ROMÁN.-Quise envitarte decir una mentira, Antonia. Por eso me tomé la libertad de entrar: una libertad que, por lo demás, nunca me había sido negada en esta casa. (Antonia no se mueve.) ¿Sabes la razón por la que Eduardo e Isabel dieron consigna de “no estar en casa” para mí? (Antonia no responde.) ¿Te gustaría saberla?
ANTONIA.-No soy curiosa. Y puesto que esa razón existe y no me la han dicho...
ROMÁN.-¿No te la han dicho?
ANTONIA.-No.
ROMÁN.-Eso es, eso es. (Al mismo tiempo que deja el sombrero que lleva en la mano, sobre una mesa.) Y ahora, querida Antonia, puesto que el criado no me ha recogido el sombrero, creo que tampoco debo esperar a que el amo me invite a sentarme. (Se sienta.) ¿Quieres hacerme el favor de sentarse? (Después de un instante, Antonia toma asiento.) Eso es. Así me encuentro más a gusto. (Pausa en la que enciende un cigarrillo.) ¿De veras no te han dicho las razones –si así pueden llamarse- por las que ya no soy bien recibido o, para ser más exacto, por los que ya no soy recibido en tu casa?
ANTONIA.-(Con firmeza.) Le he dicho a usted que no.
ROMÁN.-¿Y no te sorprende que no te hayan informado?
ANTONIA.-No me sorprende. Creo que los padres tienen derecho a ocultar a sus hijos los que los hijos no tienen por qué saber.
ROMÁN.-¿Derecho, dices? ¿Derecho u obligación?
ANTONIA.-No sé lo que quiere usted insinuar.
ROMÁN.-¿Te gustaría saber lo que quiero insinuar?
ANTONIA.-Le he dicho a usted que no soy curiosa.
ROMÁN.-Ya entiendo, ya. Tus padres te han enseñado a no ser curiosa. Eso forma parte de un sistema de educación muy hermético, muy mexicano. A veces, me complazco en pensar que las familias de nuestra clase están concebidas como una figura geométrica perfecta, como un círculo. Yo, por ejemplo, a pesar de ser el primo hermano de tu madre, desde que ella se casó con Eduardo ya no pertenezco a ese círculo que, por lo visto, acaban de cerrar definitivamente para mí. ¿Definitivamente?
ANTONIA.-No sé.
ROMÁN.-(Poniéndose en pie. Con acento que empieza a ser sincero.) ¿Me creerás, Antonia, si te digo que lo único que lamento de esta separación, que puede ser definitiva, es no haber despertado en ti, durante todo el tiempo en que se me dio la impresión de que yo formaba parte del círculo de familia, la menor simpatía?
ANTONIA.-No sé por qué dice usted eso.
ROMÁN.-Pero no lo niegas, ¿verdad? ¿No será porque desde niña te educaron cuidadosamente no para cultivar una simpatía hacia mí, sino a la inversa?
ANTONIA.-Ni mi padre ni mi madre han hecho algo semejante a lo que usted dice.
ROMÁN.-¿Quieres decir que nunca te hablaron de mí, ni bien ni mal, cuando eras niña?
ANTONIA.-Eso es precisamente: ni bien ni mal.
ROMÁN.-Ésa es también una forma de la educación. Por lo visto, sólo te enseñaron, digamos, a ignorar, a ignorarme.
ANTONIA.-¿Y no cree usted que la simpatía es cosa que ni se enseña ni se aprende?
ROMÁN:-Tal vez pueda no enseñarse, tal vez pueda no aprenderse, pero de lo que sí estoy seguro es de que sí puede, por medios artificiales, adormecerse, retardarse. Hay formas de educación que son como una droga. A veces pienso que, si en vez de enseñarte a ignorarme, te hubieran enseñado a conocerme, aun tal como soy, con todos mis defectos, los míos, no sólo los que me atribuyen, tú y yo pudiéramos ser... otra cosa y no lo que somos. Pudiéramos ser, por ejemplo... dos buenos camaradas. (Pausa.) Hay algo en ti que yo admiro y envidio, algo que no tienen ni tu madre ni Mariana; algo que yo tenía a tu edad, y que, de haberlo sabido conservar limpiamente, me habría salvado de ser lo que soy ahora: la apariencia y sólo la apariencia de un hombre. Tú misma no sabes qué es lo que admiro, lo que envidio de ti.
ANTONIA.-No sé.
ROMÁN.-Tu capacidad de reserva, tu suficiencia. Pareces bastarte a ti misma y no querer ser más de lo que eres. Imagino que aun cuando sufres, porque tú no sabes, tal vez, pero adivinas o presientes lo que pasa a tu alrededor, en esta casa, tu sufrimiento es tan tuyo que casi no es un sufrimiento, y que lo que a otros ablanda o destruye, a ti te mantiene en pie, como una estatua. (Antonia ha ido poniéndose en pie durante la réplica de Román, y lo habrá oído erguida, inmutable.) Otra que no fueras tú, a tu edad, al oírme hablar como te estoy hablando, estaría nerviosa, o encogida, o temerosa; tú en cambio...
ANTONIA.-(Con voz blanca.) No tengo por qué estar nerviosa ni encogida; y a nada tengo que temer.
ROMÁN.-¡Lo ves, Antonia! ¡Me estás dando la razón!
ANTONIA.-No he querido darle la razón.
ROMÁN.-Eso es lo que te admiro, Antonia, eso es lo que te envidio. A tu edad, yo era como tú eres. Luego, no sé si te importe saberlo, consentí en renunciar a algo. ¡Consentir! ¡Renunciar! (Pausa.) Si yo pudiera darte un consejo, Antonia, sería éste: no renuncies a lo que amas, no consientas, ni por piedad siquiera, ceder lo que es tuyo, lo que tú sabes que debe ser tuyo. Empezamos por consentir, por ceder, y acabamos por envilecernos.
ANTONIA.-No entiendo lo que me dice, no sé en qué sentido me lo dice.
ROMÁN.-(Vivamente.) Lo entenderás si te digo que antes de casarse con Eduardo, tu madre era mi novia.
ANTONIA.-Ya lo sabía. Nunca nos ocultaron eso.
ROMÁN.-(Enardeciéndose.) Pero estoy seguro de que no sabes que yo renuncié a casarme con ella; yo consentí en que Eduardo se casara con ella. (Una pausa. Luego, volviéndose súbitamente a Antonia.) ¿Lo sabías?
ANTONIA.-(Con un ligero temblor en la voz.) No, no lo sabía.
ROMÁN.-¿Y ahora, comprendes?
ANTONIA.-(Imponiéndose nuevamente su voluntad.) ¡Ahora, no quiero comprender! (Pero se volverá, al momento en que Isabel entra por la puerta de la derecha y con voz de niña que pide apoyo, dirá.) ¡Mamá!
Isabel se dirigirá a ella y leerá, en los ojos muy abiertos de Antonia, aun más allá de lo que las palabras de Román han dejado impreso en ellos, y preguntará angustiada a Antonia primero y luego, enérgica, a Román.
ISABEL.-¿Qué te ha dicho?... ¿Qué le has dicho?
ANTONIA.-(Dueña otra vez de sí misma, por la presencia de la madre.) Nada que no supiera ya.
Isabel respira aliviada. Luego, tomando el brazo de Antonia.
ISABEL.-¿Quieres dejarme hablar a solas con Román? (Luego, enfrentándose a éste.) Si Eduardo y yo no hemos querido recibirte en estos días, es para evitar decirte con palabras lo que te hemos dicho negándote la entrada a esta casa.
En ese momento saldrá Antonia por la biblioteca, a la izquierda.
ROMÁN:-Es posible que haya cometido un error más viniendo a una casa en que han cerrado las puertas... (Antonia ha salido. A media voz silbante, Román, continuará.) Pero cuando se han cometido tantos errores, uno más, tú lo sabes, ya no significa nada.
ISABEL.-(Angustiada.) ¿Qué le has dicho a Antonia?
ROMÁN.-Acabas de oírlo de su boca: “nada que no supiera ya”.
ISABEL.-Espero que no habrás sido tan vil diciéndole que yo contribuí a la ruina de Eduardo, dándote el dinero que me había confiado.
ROMÁN.-No se lo he dicho. Pero no sé por qué estoy casi seguro de que Antonia lo ha adivinado.
ISABEL.-(Con terror.) ¡Qué estás diciendo!
ROMÁN.-¡Eres su madre y no la conoces! Al entrar aquí y no encontrarlos a ustedes, sentí un impulso de decirle todo, ¡todo!, ¿comprendes? (Hay un gesto de expectación de Isabel.) Pero, tranquilízate: hay en Antonia algo superior, algo que detiene y que infunde respeto. (Humanizándole.) Y le hablé como nunca antes le había hablado. Y hasta llegué a sentir...
ISABEL.-¿Piedad de ella?
ROMÁN.-¡Por el contrario, admiración! (Quitándose un pensamiento que ha pasado por su mente, y volviendo a ser el de siempre.) Pero no divaguemos: ¿Qué han pensado ustedes, además de cerrarme las puertas de la casa? Eso no resuelve el problema: lo aplaza, simplemente. Supongo que, al fin, le habrás dicho a Eduardo que necesito dinero.
ISABEL.-Sí.
ROMÁN.-¿Y qué ha pensado hacer?
ISABEL.-Eduardo te lo habría negado si lo tuviera; ahora que no lo tiene, qué quieres que piense, qué quieres que haga.
ROMÁN.-Pero tú sí lo tienes; tienes un dinero que él te dio a guardar. Ayer lo dijo delante de los dos.
ISABEL.-(Lentamente.) Lo tenía. Es el dinero que te he dado.
Román queda un instante como petrificado.
ROMÁN.-¿Quieres decir...? ¿Y Eduardo sabe que has dispuesto de ese dinero?
ISABEL.-Tuve que decirle la verdad. Ya comprenderás, si todavía eres capaz de comprender, que no tengo cara para mirar a Eduardo de frente.
ROMÁN.-(Con ironía amarga.) Nunca has podido verlo de frente. Isabel.
ISABEL.-Es posible, pero antes no parecía darme cuenta de que no podía verlo a la cara. Ahora comprendo...
ROMÁN.-¿Qué es lo que comprendes?
ISABEL.-Que nunca debí darte ese dinero; que desde el primer día en que me exigiste...
ROMÁN.-(Interrumpiendo, irónico.) El primer día, te supliqué.
ISABEL.-Desde el primer día debí decirle todo a Eduardo.
ROMÁN.-Él me habría dado el dinero.
ISABEL.-¡Quién sabe! Tal vez, sí. Pero yo he traicionado a un hombre que toda su vida, sin una pregunta, sin un reproche, ha creído, ha confiado en mí.
ROMÁN.-(Burlándose.) ¡Acabarás por decirme que has descubierto que lo quieres!
ISABEL.-Debí respetarlo siempre.
ROMÁN.-¿Porqué cubrió tu falta? ¿O bien porque te dio la comodidad, la riqueza, el nombre que perseguías?
ISABEL.-(Suplicando.) No digas, por favor.
ROMÁN.-Tienes razón; es inútil seguir.
ISABEL.-¡Todo es inútil: mí arrepentimiento tanto como tus exigencias! (Con temor.) Esta casa se derrumba sobre todos nosotros, y por culpa nuestra. Mariana, que lo ha comprendido, se casará dentro de unos días con José.
ROMÁN.-(Sorprendido.) Con José, ¡Mariana no quiere a José! Estoy seguro; me lo dijo la última vez que estuve aquí.
ISABEL.-Mariana se casará con José, eso es todo.
ROMÁN.-(Cínicamente.) ¡Y pensar que Mariana acabará por querer a su esposo!
ISABEL.-¿Por qué lo dices?
ROMÁN.-Porque se casará con él., odiándolo.
ISABEL.-Mariana no podría vivir en los escombros de esta casa.
ROMÁN.-Mariana no hace más que imitarte.
ISABEL.-(Sin oír la alusión irónica.) Y yo no seguiré más tiempo al lado de Eduardo.
ROMÁN.-(Con desprecio.) ¿Y hasta ahora que Eduardo está arruinado, te das cuenta de que no puedes seguir a su lado?
ISABEL.-He visto en los ojos de Eduardo, por primera vez, un reproche, un rencor imborrable. ¡No quiero hacer insoportable su vida!
ROMÁN.-Ni la tuya tampoco. (Con infinito desprecio.) Te conozco, Isabel.
Isabel sufrirá en silencio el último latigazo de Román. Por la puerta del vestíbulo entra Eduardo. Al ver a Román, se detendrá un instante, sorprendido primero, colérico después.
EDUARDO.-¡Di órdenes de que no lo recibieran! ¡Pensé que eso bastaría para que no pusiera usted un pie en esta casa!
ROMÁN.-(Con toda calma.) Yo tenía que venir por una respuesta.
EDUARDO.-¡Salga! ¡Salga de aquí¡
ROMÁN.-(En la misma forma, sin oírlo.) Sólo que, por lo que Isabel me ha dicho, me quedaré sin respuesta, por lo pronto.
EDUARDO.-(Gritando casi.) ¡Le digo a usted que salga!
ROMÁN.-Creo que en este caso no es preciso gritar; sobre todo cuando se corre el peligro de que alguien se entere.
EDUARDO.-(Bajando la voz.) ¡Salga usted de aquí!
ROMÁN.-¡Ve usted...! ¡Ve usted cómo ha adoptado el tono de voz conveniente para todos!
EDUARDO.-(Después de una pausa, a Isabel.) ¿Le has dicho que ni ahora que no lo tengo, ni antes, habría yo accedido?
ISABEL.-Se lo dije.
ROMÁN.-Y casi con las mismas palabras.
EDUARDO.-¿Entonces?
ROMÁN.-Eso es lo que yo pregunto: ¿entonces? (Otra pausa.) Hemos caído en un círculo vicioso: ustedes se niegan y yo insisto. No obstante, pienso que debe existir alguna solución.
EDUARDO.-Ninguna. Antes de que yo supiera nada del chantaje...
ROMÁN.-(Interrumpiéndolo, irónico.) No emplee usted esa palabra: es un neologismo.
EDUARDO.-Antes de que supiera nada del chantaje de que ha hecho usted víctima a mi esposa, usted supo que yo estaba, que estoy arruinado. E imagino que Isabel le habrá dicho que hasta el último centavo del depósito que le confié ha ido a parar a manos de usted.
ROMÁN.-También me lo dijo.
EDUARDO.-Y, sin embargo, parece que no le bastó haber destruido, y acaso para siempre, la confianza que deposité en Isabel desde el momento en que me casé con ella.
ROMÁN.-Ese es un problema doméstico que no me atañe directamente. Pero le aseguro que, todo el tiempo, procuré evitar cualquier ruptura entre ustedes.
EDUARDO.-Porque en eso se basaba la perfidia de usted.
ROMÁN.-Tal vez. Pero, sobre todo, porque no me interesa destruir. No olvide usted que, al renunciar a Isabel, yo acepté voluntariamente que se creara eso que usted llama “la confianza entre ustedes”. Si ahora esa confianza se ha roto, créame que lo lamento.
EDUARDO.-(Gritando.) ¡Qué me importa que lo lamente usted o no! ¡Si yo acepté casarme con Isabel fue a cambio del silencio de usted!
ROMÁN.-No soy yo el que grita, ni el que rompe su compromiso. Por el contrario, todo lo que hice fue tan “silencioso”, que usted mismo no se había dado cuenta hasta ahora.
ISABEL.-(A Román, suplicando.) ¿Pero no comprendes que todo esto es inútil; que ahora ya no es posible nada; que ahora que nada tenemos, ya nada puedes pedir?
ROMÁN.-(Seca, enérgica, despiadadamente.) ¿Nada? (Pausa.) ¿Están seguros de que nada puedo pedir?
Isabel y Eduardo quedan paralizados al oír las frases de Román. Débilmente se oye decir a Isabel.
ISABEL.-Nada.
ROMÁN.-(Después de una pausa, con voz firme.) ¿Y mi hija?
EDUARDO.-(Con profunda cólera concentrada.) ¿Qué quiere decir? ¡Usted renunció a ella!
ROMÁN.-¡Es verdad, yo renuncié a ella! Renuncié ciegamente, tácitamente.
ISABEL:-¡Lo ves! ¡Tú mismo lo confiesas!
ROMÁN.-(Con un desdén profundo y sincero.) ¿Pero ustedes creen que se puede renunciar a un sentimiento?
EDUARDO.-¡No hable usted de lo que no conoce!
ROMÁN.-Renunciar y callar no quiere decir desconocer o dejar de sentir. ¡Que saben ustedes! (A Eduardo.) ¿Qué sabe usted del tormento de renunciar a lo que se tiene derecho? Aquí estoy, frente a ustedes, ¿y qué soy a sus ojos? ¡Un cínico, un explotador! ¿No es eso? Pues bien, sí, soy un cínico, un explotador. ¿Y por qué? Por haber renunciado a lo que no es posible renunciar. No soy más que la ruina moral de un hombre. Pero. ¿sólo yo tengo la culpa de serlo? Y ustedes ¿no son mis cómplices?
EDUARDO.-¡Usted aceptó!
ROMÁN.-¡Pero ustedes propusieron! (A Isabel.) ¡Niégalo ahora, Isabel!
ISABEL.-(Vendida.) No puedo negarlo.
ROMÁN.-(A Eduardo.) ¡Lo ve usted!
ISABEL.-(A Román.) Pero si todo fue con consentimiento. ¡Tú aceptaste!
ROMÁN.-Tampoco puedo negarlo.
EDUARDO.-(Febril.) Aceptó usted sin condiciones, sin limitaciones. Aceptó usted para siempre.
ROMÁN.-(Como para sí.) Eso es: acepté para siempre. ¡Para siempre! Eso es lo que me he repetido todos los días, a todas horas, por espacio de años y años: “he renunciado a mi hija”, “para siempre”. (Dolorosamente.) ¡Pero no comprenden lo que este yerro ha significado para mí; lo que este yerro candente ha hecho de mí!
Ramón se deja caer, abatido, en un sillón. Hay una pausa larga en que ninguno se atreve a mirar siquiera a los demás. Después, Eduardo se adelanta hacia Román, y con voz serena, que contrasta con la que ha usado durante todo el tiempo en que ha hablado Román, dirá humana y sencillamente.
EDUARDO.-Creo que si entonces no calculamos todo el mal que íbamos a hacernos con nuestro yerro –y conste que yo no me excluyo, porque también yo me siento culpable-, creo que, ahora, lo menos que podemos hacer es preservarla a ella, librarla de un golpe que no sabemos qué consecuencias puede tener.
ROMÁN.-(Después de una pausa, alzando la frente, que tiene entre las manos.) Nunca, hasta ahora, pensé decirle nada a ella.
ISABEL.-Es verdad.
EDUARDO.-(Temeroso y, al mismo tiempo, adelante.) ¿Pero... y ahora?
ROMÁN.-Ahora... (después de una pausa en que Eduardo e Isabel lo miran con expectación)... tampoco le diré nada.
Pausa larga. Luego, con el mismo humano tono de voz, y tratando de no herir a Román, Eduardo dirá pausadamente.
EDUARDO.-No sé si usted lo sabe, pero Isabel y yo vamos a separarnos. (Román se vuelve a mirarlo.) A separarnos sin ruido ni escándalo. En cuanto Mariana se case, Isabel se irá a vivir con ella. No he necesitado pedírselo. Es algo resuelto ya. Tal vez alejándonos todos, evitaremos no sólo seguir haciéndonos daño, sino llegar a hacerlo a quien a quien no tiene la menor culpa. (Pausa.) En cuanto a usted... (Se interrumpe.)
ROMÁN.-¿En cuanto a mí?
EDUARDO.-(Con súplica serena.) ¡Si usted pudiera alejarse!... salir de la ciudad... salir de México...
ROMÁN.-(Con absoluta sinceridad.) ¿Me creería usted si le dijera que, como una liberación de lo que ha llegado a ser toda esta mentira, lo había pensado? ¡Si le dijera que la última vez que pedí... era sólo para eso! ¿Me creería usted?
EDUARDO.-Lo creo, Román. (Pausa en que Román e Isabel siguen el curso de su pensamiento.) No quiero ser mal interpretando, no quiero otra cosa –entiéndeme usted- que preservar de todo esto a quien no tiene por qué sentirse manchada ni humillada, pero... si usted quisiera...
ROMÁN.-(Cómo a pesar suyo, reaccionando con violencia. De pie.) ¿Qué nuevo pacto va usted a proponerme?
EDUARDO.-(Sereno.) ¡Ninguno, si así lo toma!
ROMÁN.-(Después de una pausa.) Está bien. Diga, diga usted.
EDUARDO.-Si usted quisiera... (Luego, rápidamente.) Esta casa está hipotecada, usted lo sabe, pero aún puedo venderla rápidamente, en unos días, y obtener libres, unos cuantos miles de pesos. Si usted quisiera...
ROMÁN.-(Con reflexión amarga.) ¡Ahora es usted el que ofrece ¡ ¡Ahora es usted el que cede!
EDUARDO.-¡Pero tenga presente no cedería si usted mismo no hubiera confesado, hace un momento, que tenía decidido alejarse!
ROMÁN.-Es verdad. (Pausa. Luego, admitiendo.) Si eso que usted propone puede todavía detenernos... acepto.
EDUARDO.-(Confortado.) Gracias. Dentro de treinta días estaré en condiciones de cumplir lo que ahora le ofrezco.
Apartando las cortinas de la biblioteca, aparece, de pronto, Antonia. Se le ve en la cara la sorpresa de algo que acaba de descubrir. Cohibida, no entrará en la sala, pero desde el umbral dirá nerviosamente.
ANTONIA.-(En una exclamación.) ¡Papá!
Simultáneamente, al oír la exclamación de Antonia, Román y Eduardo se volverán, sorprendidos, hacia ella, mientras Isabel parece hundirse en sí misma. Eduardo, que ha visto primero a Antonia y luego se ha vuelto a ver a Román, sin volverse a Antonia y sin perder de vista a Román, preguntará.
Eduardo.-¿Qué pasa, hija?
ANTONIA.-(Entrando en la sala.) ¡Es Mariana, Mariana que acaba de bajar de un coche! ¡Viene sola! La vi cruzar rápidamente el jardín, nerviosa, alterada.
EDUARDO.-¡Qué estás diciendo! ¡Mariana, a esta horas!
ISABEL.-(Rápidamente.) No tuve tiempo de decirte que Mariana había salido a cenar con José.
EDUARDO.-(Sorprendido.) ¿Y cómo es que viene sola?
Por el vestíbulo entrará, en ese momento, rápidamente, Mariana. Llega, en efecto, alterada, nerviosa. Lleva el abrigo sobre los hombros. Al verla, Isabel irá directamente a su encuentro, mientras Eduardo la interroga.
ISABEL.-Mariana, ¡hija mía!
EDUARDO.-¿Qué te sucede?
MARIANA.-(Alejando a Isabel.) No es nada, nada.
ISABEL.-¿Por qué no ha venido contigo José? (Mariana no contesta.)
EDUARDO.-¿Por qué no contestas? ¡Qué ha sucedido!
MARIANA.-No es nada, nada de importancia. José y yo reñimos por cosas que no valen la pena, y yo preferí regresar sola a la casa. Eso es todo.
Antonia se dirige hacia su hermana y la toma suavemente por los brazos, como para consolarla.
ANTONIA.-No será nada serio, Mariana. Estoy segura.
MARIANA.-(Deshaciéndose de Antonia, cortante.) También yo estoy segura de que no será nada serio. No te preocupes, no quiero que te preocupes. (A los demás.) Y ahora prefiero estar sola, voy a mi cuarto. (Y se dirigirá hacia la derecha.)
ISABEL.-Espera. Voy contigo, mariana.
Isabel saldrá detrás de Mariana, que no se ha detenido al oírla, por la derecha. Hay una pausa incómoda, Román y Eduardo se miran un instante, y luego, sin palabras, rehuyen las miradas. Antonia va a hablar, a pedir a Román que los deje solos, pero no se atreve.
ROMÁN.-(Acercándose a Antonia.) No hace falta que me pidas nada, Antonia. Sin duda ustedes querrán acompañar a Mariana, hablar con ella.
ANTONIA.-Sí, Román.
ROMÁN.-Nada más natural. (Da la mano a Antonia y luego.) Buenas noches, Antonia.
ANTONIA.-Buenas noches.
ROMÁN.-(A Eduardo, mirándolo a los ojos.) Buenas noches, Eduardo.
EDUARDO.-Dentro de treinta días... ¿Volverá usted, entonces.?
ROMÁN.-(Afirmando con un movimiento de cabeza, dirá después.) Volveré dentro treinta días.
EDUARDO.-Eso es. Buenas noches, Román... (En un tono de sincera gratitud.) Buenas noches... y gracias.
Román toma un sombrero y sale por el vestíbulo. Antonia ha visto fija y alternativamente a Eduardo y a Román y, sólo cuando éste ha salido, hablará angustiada.
ANTONIA.-¡No comprendo! ¡Cada vez comprendo menos!
EDUARDO.-(Tímidamente.) ¿Qué es lo que no comprendes?
ANTONIA.-Se le ha negado a Román la entrada a la casa, no sé por qué razón; y ahora acabo de oír que, al despedirte, en un tono de sinceridad, le has dado las gracias. (Anhelante.) ¿Por qué le has dado las gracias? ¡Por qué!
EDUARDO.-(Yendo hacia ella. Acariciándole el cabello.) Tal vez porque Román no es tan mala persona como parece. O, mejor dicho, porque Román no es una mala persona.
ANTONIA.-(Sorprendida.) ¡Nunca antes habías hecho un juicio acerca de Román!
EDUARDO.-(Alejándose de Antonia, conturbado.) Acaso porque no lo había conocido, antes de hoy, tal como es. Tal y como somos todos los hombres: buenos y malos a un solo tiempo. Acaso porque, antes de hoy, no lo había juzgado sino como lo juzgan todos –tú misma, tal vez-, por sola apariencia.
ANTONIA.-(A quien las palabras de Eduardo le descubren que ella siente algo semejante.) Es posible, es posible, porque yo también descubrí que Román es algo más de lo que más de lo que aparenta ser. Esta noche, cuando entró en la casa sin permiso de nadie, nos quedamos solos...
EDUARDO.-(Con inquietud que trata en vano de refrenar.) ¿Dices que se quedaron solos?
ANTONIA.-Nada tiene de particular. Mamá estaba en su cuarto, y llegó después.
EDUARDO.-¿De qué hablaron, Antonia.?
ANTONIA.-No podría repetirte exactamente de qué hablamos, porque, después de las primeras palabras que me dirigió, ya no era el sentido de lo que me decía -¡lo que hablaba era tan oscuro, tan confuso para mí!-, sino el tono de su voz, lo que me hizo pensar que estaba frente a otra persona. Román parecía transfigurado. Por primera vez, parecía un ser humano y sincero. Llegó un momento en que, precisamente por eso, porque Román parecía otro, sentí no sé si angustia o piedad de él, o ambas cosas... no sé. Y ahora que tú, después de no recibirlo en ti casa, al encontrarlo aquí le has dado las gracias...
EDUARDO.-Si le di las gracias fue porque las merecía. Acabo de decirte que fuimos injustos con él.
ANTONIA.-¡No puedo creer que tú llegues a ser injusto con nadie! Por eso me resisto a pensar que hayas sido injusto con él.
EDUARDO.-(Acercándosele.) Lo que sucede, Antonia es que el cariño que me tienes te ciega. No puedes verme tal y como soy, ¡tal deleznable a veces como el ser humano más deleznable! ¡Reconozco que fui injusto con Román!
ANTONIA.-Injusto, ¿por qué? (Eduardo no responde y vuelve a alejarse de Antonia, que lo mira fijamente. Después de una pausa, lentamente, dolorosamente, angustiada siempre.) Necesito decirte que siento aquí (tocándose el pecho), dentro de mí y fuera de mí, un vacío, una angustia, un temor de algo que no sé lo que es. (Breve pausa.) No comprendo lo que está pasando entre ustedes y Román; entre mi madre y tú. (Pausa.) Te digo que no comprendo y que sufro al no comprender... ¡y tú no me respondes!... ¿Por qué?... ¿Por qué, siempre me confías todo a mí, y muchas veces antes que a mi madre, por qué ahora que te digo que no comprendo y que sufro porque no comprendo, no me dices nada? (Pausa. Eduardo, abatido, no responde. Antonia acercándose a Eduardo.) Desde hace unos días mi madre no me mira a los ojos. ¡Y ya has visto que, hace unos momentos, cuando quise consolar a Mariana, me apartó de sí, me contestó con violencia... Y ahora... –¡pero no es posible!- y ahora tú... ¿Por qué no me respondes? (Con angustia cada vez más dolorosa y profunda.) ¿Soy culpable de algo que yo misma desconozco?... (Gritando.) ¿Por qué no me contestas? ¿Por qué no me miras?
EDUARDO.-(Que ha estado ocultando la cara, se descubre y rápidamente, de pie, amorosamente dolido.) Mírame a la cara, Antonia, hija mía.
ANTONIA.-(Con dolorosa sorpresa.) ¡Estás llorando!
EDUARDO.-(Febrilmente.) ¡Mírame a la cara, y dime si todavía puedes pensar que eres culpable de algo! ¡Si, por el contrario, es tu inocencia, es tu ignorancia de toda maldad lo que me hace llorar!
ANTONIA.-¡No llores, por favor!
EDUARDO.-Te veo dudar, Antonia, y debatirte en tu angustia... Te oigo preguntar y seguir preguntando... y, sin embargo, no tengo, otra respuesta que dar a tus preguntas.
Eduardo se aleja de Antonia y cae, llorando, en una silla. Antonia queda un instante paralizada, desconcertada. Luego, se acerca a Eduardo y, abrazándolo con infinita ternura, le dirá, mientras su voz se rompe en un llanto angustiado.
ANTONIA.-¡No preguntaré más! ¡No preguntaré! Pero ¡no llores! ¡No llores! ¡No quiero verte llorar!

T E L Ó N

ACTO TERCERO

La misma sala. Treinta días después. La sala aparece vacía un instante. Después, por la puerta de la biblioteca, aparece Eduardo. Trae un cheque en una mano y un sobre en la otra. Al entrar en la sala, se le verá ponerlo dentro del sobre, en el momento en que, por la izquierda, llega Antonia con una bata oscura. Al verla, Eduardo, con un movimiento rápido, guarda el sobre en la bolsa del pecho. Antonia ha visto el ademán de Eduardo, pero no hace alusión a ello. Durante la primera escena Antonia y Eduardo hablarán, entre pausas llenas de ternura contenida, con gran dulzura y sin tristeza casi, de lo que van a tener que abandonar. Por el contrario, ha una especie de alegría melancólica en lo que sienten y expresan.
ANTONIA.-(Pregunta con sencillez.) ¿Se fue el corredor?
EDUARDO.-Sí, hija, Hace un instante.
ANTONIA.-Dime: ¿Todo está listo?
EDUARDO.-Todo. A fines de semana tomarán posesión de la casa. Parece ser que al nuevo dueño le ha gustado todo o casi todo, así como está, y que no hará reformas, ¿sabes? Nuestro sucesor no es un hombre cualquiera; por el contrario, es un hombre de estudio; es uno de esos políticos de su país –es centroamericano, creo- a quienes por temor o por consideración, o por ambas cosas, su gobierno destierra decorosamente, asignándole un cargo diplomático. El corredor me dijo que la biblioteca le había parecido excelente.
ANTONIA.-(Con leve melancolía.) ¿No te duele dejar, sobre todas las cosas, tus libros?
EDUARDO.-(Sonriendo.) Sí y no.
ANTONIA.-Comprendo el sí, pero ¿por qué no?
EDUARDO.-¿No has pensado, Antonia, que la propiedad de los libros –como la propiedad de todas las cosas- acaba por pesar en nosotros- ¿Hay un egoísmo en retener la compañía silenciosa de los libros, cuando, por el contrario, esos amigos invisibles deberían servir no sólo a su dueño -–los tratamos como si fueran esclavos-, sino a más y más personas. ¡Cuántos de esos libros nos han confiado a ti y a mí su secreto! ¡Cuántos otros ya no pueden decirnos más de lo que nos han dicho! Y, puesto que su misión es precisamente ésa, ¿por qué no dejar que digan a otros su secreto?
ANTONIA.-Creo que tienes razón. Sin embargo... hay algunos...
EDUARDO.-(Acercándose sonriendo.) Ya sé lo que vas a decir... hay algunas que, por más que lo sepamos de memoria, sería doloroso dejar. También he pensado en ello. (Tomándole las manos.) Y tengo autorización de hacer un lote, un pequeño lote, digamos, dos docenas de libros. Tú escogerás la tuya; yo tengo, mentalmente, escogida la mía.
ANTONIA.-Creo que yo también. Gracias porque has pensado también en mí. (Hay una pausa. Luego, pensando en el retrato del padre de Eduardo que estará colocado sobre la chimenea.) ¿Y... el retrato del abuelo?
EDUARDO.-Ya me extrañaba que no preguntaras por el retrato. (Con melancolía.) Ha contemplado, desde allí, dicha y tristeza...
ANTONIA.-(Siguiendo el mismo pensamiento.) Nos ha mirado con esos ojos de los retratos, que nos siguen en cualquier lugar donde estemos...
EDUARDO.-(Continuando.)... vigilando, presidiendo nuestras vidas. (Dulcemente.) Pierde cuidado, Antonia, también mi padre saldrá con nosotros de aquí.
Antonia se reclina en el hombro de Eduardo. Hay otra pausa.
¿Sientes mucha tristeza de tener que dejar todo esto?
ANTONIA.-No, no mucha. (Luego, confiado su verdadero pensamiento.) Estoy mintiendo, sería más justo decir que siento algo que no es tristeza, algo como un alivio, como un alivio triste, si tú quieres, pero como un alivio.
EDUARDO.-También yo lo siento, hija mía. Al fin y al cabo, tú y yo somos fuertes, pero somos... no quiero decir resignados, sino, más bien, orgullosos, de un orgullo que si no desafía tampoco teme la privación ni la pobreza, ¡con tal de salvar lo más íntimo, lo más nuestro! (Transición.) Pero no hablemos más de esto.
ANTONIA.-Tienes razón; cuando se piensa y se siente lo mismo sobre las mismas cosas, no hace falta hablar. (Se besan casi alegremente. Pausa. Luego, Antonia se separa y con la alegría pintada en el rostro dirá.) Ayer estuve toda la tarde con Mariana, en su casa.
EDUARDO.-¿Cómo esta? ¿Qué te dijo?
ANTONIA.-¡Tantas cosas! Mariana ha cambiado, y a favor suyo, Creo que el matrimonio la ha dejado feliz. Además, toda aquellas nubes que había juntado para no verme o para verme a su capricho, han desaparecido ya. ¡Me ha dado toda la razón!
EDUARDO.-¿En qué?
ANTONIA.-Un día le dije que José la haría dichosa; que José era uno de esos hombres que, en todos los casos, podrían todo su empeño en hacer dichosa a la persona que aman.
Pausa.
EDUARDO.-¿Tú querías a José, verdad?
ANTONIA.-Creo que no es posible ser indiferente a alguien como él. Bien a bien, no sé si lo quería. Tal vez pude haber llegado a quererlo. Pero sí sé que habría hecho cualquier cosa por no mediar entre Mariana y él.
EDUARDO.-¿La habrías hecho, o la hiciste?
ANTONIA.-(Pausa.) Supongamos que la hice. (Otra pausa.)
EDUARDO.-Y José... ¿Llegó a decirte, alguna vez, que te quería?
ANTONIA.-Sí. A su manera... con medias palabras. José creía quererme, pero sobre todo quería querer, dar su amor a alguien; y sólo cuando Mariana, por su carácter, rechazaba esa devoción, esa entrega amorosa de José, dudaba de todo, de Mariana, de sí mismo. Por eso riñeron la noche en que Mariana volvió sola a la casa. Pero Mariana sintió que había ido demasiado lejos; que podía perder a José para siempre, y buscó la reconciliación. Y ya lo ves, ahora que Mariana ha comprendido a José, son dichosos.
EDUARDO.-No te digo que eres buena, hija mía, porque sería bien poco. Pero también me parece poco decirte que eres la inteligencia misma.
ANTONIA.-(Sonriendo.) Entonces no me digas nada, y habrás acertado.
Se abrazan. Un silencio.
EDUARDO.-¡Es curioso!...
ANTONIA.-¿Qué es lo que te parece curioso?
EDUARDO.-Todo, hasta estos derrumbes, tiene una compensación: nunca antes de ahora habíamos hablado tú y yo larga y sencillamente, como no suelen hacerlo padres e hijos.
ANTONIA.-Es verdad, es verdad. (Se abrazan.)
Por la puerta del vestíbulo aparece Jorge. Se detiene un instante, avanza después.
JORGE.-(A Eduardo.) El señor Román pregunta si puede pasar a verlo.
Involuntariamente, Eduardo se lleva la mano a la bolsa del pecho en que ha guardado el sobre. Ambos se han puesto en pie, Antonia, lentamente, refrenando una inconsciente turbación.
EDUARDO.-¿Por qué no lo hizo usted pasar?
JORGE.-El señor Román insistió en que yo viniera a anunciarlo.
EDUARDO.-Está bien. (Va a decir algo, pero, cambiando de idea, se vuelve hacia Antonia.) Le di una cita a Román, para hoy.
ANTONIA.-Sí, delante de mí, hace un mes.
EDUARDO.-(A Jorge.) Dígale usted que pase.
Jorge se dirige hacia la puerta del vestíbulo. Antonia hablará rápidamente.
ANTONIA.-(A Eduardo.) Un momento. (Jorge se detiene, sin volverse.) Preferiría no ver a Román esta noche.
EDUARDO.-Como quieras.
ANTONIA.-Voy a mi cuarto.
EDUARDO.-En cuanto se vaya Román, te llamaré.
Antonia sonríe a Eduardo y sale por la derecha. Eduardo la mira salir, y sólo después dirá a Jorge.
Dígale usted que pase.
JORGE.-(Volviéndose.) Está bien, señor.
EDUARDO.-Y luego puede usted ir a acostarse, si quiere.
JORGE.-Gracias, señor. Muy buenas noches.
EDUARDO.-Hasta mañana. Jorge.
Sale Jorge por la izquierda. Eduardo espera, de frente al vestíbulo, la entrada de Román. Y quedará sorprendido al verlo llegar, porque Román no parece ser el mismo. Lleva la misma ropa que el acto anterior, sólo que arrugada, y el abrigo, que lleva puesto, desabotonado y abierto, y hasta el sombrero, que trae en las manos, da la impresión de que ha sido oprimido, arrugado por las manos febriles de su dueño. Momentos después de que Román entra en la sala, Jorge apagará las luces del vestíbulo, de modo que en la sala no quedarán sino las luces de las dos lámparas, y un haz de luz de noche clara que entrará por el jardín, a través de las ventanas del vestíbulo.
ROMÁN.-Ya veo que se ha dado usted cuenta, enseguida, de cómo vengo. (Mirándose el abrigo y el traje.) No ha podido ocultar su asombro. Tiene usted razón... En estos días, y contra mi costumbre, me he descuidado un poco; no he dormido mucho, y, también... he bebido. (Ante un movimiento de malestar de Eduardo.) Hoy no he bebido, no.
EDUARDO.-(Con el ademán, primero; luego con la voz.) Tome asiento, Román.
Román se sienta a la izquierda junto a la pequeña mesa que está cerca de la chimenea.
ROMÁN.-(Sincera, gravemente.) Durante estos treinta días me propuse no pensar en muchas cosas. Llegué a no pensar en algunas. Pero nunca perdí de vista que hoy debía venir a ver a usted, como convinimos.
EDUARDO.-(Después de tomar asiento, a la derecha.) También durante estos treinta días, aquí han sucedido cosas.
ROMÁN.-¿Buenas o malas?
EDUARDO.-Buenas, algunas... Inevitables, otras (Pausa.) Mariana se casó con José hace tres semanas.
ROMÁN.-Ya lo sabía. Alguien... no recuerdo quien... me lo dijo... no sé dónde, una de estas noches.
EDUARDO.-Y apenas volvieron de su viaje de bodas, Isabel se fue a vivir con ellos.
ROMÁN.-(Sin ironía.) Eso no lo sabía, pero no me sorprende. Tanto usted como ella me dijeron que esta separación era algo resuelto ya.
Pausa.
EDUARDO.-Creo que debo decirle también que la operación de venta de esta casa quedó concluida. Antonia y yo hemos encontrado ya una casa pequeña, en las afueras de la ciudad, adonde nos cambiaremos en estos días. Estoy, pues, en condiciones de cumplir lo prometido.
Eduardo saca el sobre que contiene el cheque y va a dárselo; pero, en ese momento, Román, que ha visto el movimiento, vuelve la cara y, pretextando encontrar la botella de licor que hay sobre la pequeña mesa, preguntará.
ROMÁN.-¿Me permite usted? (Y sin esperar respuesta, se sirve una copa que apure una sola vez. Hay un silencio incómodo.)
EDUARDO.-Le decía a usted...
ROMÁN.-(Completando lo que no va a repetir Eduardo.) Que Antonia y usted se iban a vivir fuera de la ciudad.
EDUARDO.-Exactamente. Y que, puesto que...
ROMÁN.-(Cortando el pensamiento de Eduardo para imponer el suyo.) ¡Antonia no ha querido verme!, ¿no es verdad?
EDUARDO.-¿Por qué piensa usted eso? Antonia...
ROMÁN.-(Poniéndose en pie,) ¡Un momento, Eduardo! He venido, hablar con usted, por última vez quizás. He venido a hablar con usted por última vez. Me propongo hablar claramente y espero que usted haga lo mismo.
EDUARDO.-No sé hablar de otro modo; no sé hablar sino claramente.
ROMÁN.-Entonces, ¿por qué no contestó a mi pregunta?
EDUARDO.-¿Acerca de si Antonia no quiso verlo ahora mismo?
ROMÁN.-Sí. (Pausa en que se verá a Eduardo incierto.) Para dar lugar a que Antonia estuviera o no presente en nuestra entrevista, me hice anunciar, como no es mi costumbre en esta casa. Antonia estaba con usted, ¿no es eso?
EDUARDO.-Antonia estaba conmigo.
ROMÁN.-Y usted... ¿no le pidió que lo dejara solo, para recibirme?
EDUARDO.- Nada le pedí.
ROMÁN.-¿Eso quiere decir que Antonia prefirió no estar presente?
EDUARDO.-Antonia está rendida. Imagine usted la serie de emociones que ha experimentado en estos días.
ROMÁN.-Puesto que así fue, y puesto que yo no la culpo, no es necesario que la disculpe usted.
EDUARDO.-(Con firmeza.) Yo dejé a Antonia en libertad de estar o no presente.
ROMÁN.-Está bien. Sólo quería estar seguro de que usted no había influido en ella.
EDUARDO.-Comprenderá usted que en momentos como éste y sabiendo que usted va a alejarse de aquí, yo no tenía derecho a impedir que se despidiera de ella.
ROMÁN.-(Con amargura.) Es verdad, no tenía usted derecho. (Eduardo sufre al oír la frase, pero se contiene. Pausa en que Román se oprime las sienes con las manos. Transición.) También decía usted que se halla en condiciones de cumplir lo que prometió hace un mes.
EDUARDO.-(Después de mirar el sobre.) Aquí está un cheque por la mayor cantidad que pude reunir. Bien sé que no es mucho.
ROMÁN.-En eso estamos de acuerdo.
EDUARDO.-Creo que debemos dejar las ironías fuera de esta conversación.
ROMÁN.-Es verdad.
EDUARDO.-(Tendiéndole el sobre.) Aquí está.
Lentamente Román toma el sobre, pero no lo mira; en cambio, no pierde de vista a Eduardo, que tampoco le quita los ojos. Román va a guardar el sobre, pero luego, cambiando de idea, mirándolo ahora, golpea el sobre pausadamente, en su mano.
ROMÁN.-Esto significa...
EDUARDO.-(Enérgicamente.) Usted sabe lo que significa.
ROMÁN.-Acaba usted de decir que debemos dejar las ironías fuera de nuestra conversación.
EDUARDO.- Sí.
ROMÁN.-¿Y no le parece a usted que ésta es la más cruel, la más despiadada de las ironías?
EDUARDO.-Los dos estuvimos de acuerdo en que ésta era la única solución.
ROMÁN.-¡La única para usted!
EDUARDO.-¡Sugerida por usted y propuesta...
ROMÁN.-¡Por usted!
EDUARDO.-Porque pensé que usted quería, como yo quiero, resolverlo todo sin herir mortalmente a esa criatura.
ROMÁN.-Durante todos estos días he tratado de alejarme de aquí, de salir de México, de no volver a poner un pie en esta casa; es una palabra, de olvidar, He usado todos los medios. ¡No he podido! (Deja el sobre en un lugar visible, sobre la mesa.) ¿Y usted sabe por qué no he podido?
EDUARDO.-Usted dirá.
ROMÁN.-(Febril.) Porque el hecho de partir, con la ayuda de usted o sin su ayuda, era una solución para usted y para mí, pero sólo una solución provisional, porque ¡quién nos dice que, más tarde o más pronto, nuestra conciencia no nos va a echar en cara que hemos pensado en nosotros, en nosotros solamente!
EDUARDO.-(Atónito.) ¡Adónde va usted a parar!
ROMÁN.-¡Pero no se da usted cuenta de que hemos pensado en Antonia, desde fuera, como se piensa en un objeto que podemos dejar o no en un sitio, según nuestra voluntad! ¡Y de que no somos nosotros –ni usted ni yo- quienes debemos decidir! ¡Que es ella, Antonia, la que debe decidir!
EDUARDO.-¡Eso es impensable!
ROMÁN.-Y, no obstante, usted lo ha pensado también, estoy seguro, como le he pensado yo angustiosamente todos estos días. ¿Y quién nos dice que un día –el día en que a pesar de todos nuestros cuidados llegue a saberlo- Antonia no nos pedirá cuentas? Entonces, ella no le perdonará a usted haberle ocultando ni a mí no haberle mostrado, aun a pesar de todos los riesgos, la verdad desnuda (Eduardo no responde. Pausa.) ¡Ve usted cómo frente a esto no tiene nada que decir! ¡Para ser justos, verdaderamente justos, como usted quisiera ser, como yo creo que debemos ser en este caso, es preciso ser crueles!
EDUARDO.-Es que no debemos ser crueles con Antonia.
ROMÁN.-Pero debemos ser justos con ella... y con nosotros. No hay otro remedio. ¡Llámela usted! Antonia es fuerte. Sabrá resistir. Sabrá comprender.
Se ve dudar a Eduardo un instante. Luego, en una decisión sobrehumana.
EDUARDO.-Pero conste que usted lo ha querido y no yo. Voy a llamarla. Espere. (Eduardo sale por la derecha rápidamente, y a lo mejor a lo lejos se le oirá decir.) ¡Antonia! ¡Antonia! ¿Quieres bajar un momento?
Mientras tanto, nervioso, angustiado, Román no sabe qué hacer. Hay un momento en que se dirige a la mesa donde está el licor. Descubre el sobre. Lo toma y lo hace pedazos. Vuelve Eduardo a la sala en el momento en que Román, al verlo, deja caer los fragmentos del sobre. Los dos hombres rehuyen las miradas. Román se coloca en un área de sombra. Pausa.
Antonia llega pensando que Román se ha despedido ya. Quedará sorprendida al verlo en la sombra, donde permanecerá durante todo el diálogo entre Eduardo y Antonia.
ANTONIA.-¿Se fue Román?
EDUARDO.-No, Antonia, aquí está.
ANTONIA.-(Venciendo su asombro.) Buenas noches, Román.
ROMÁN.-(A media voz.) Buenas noches.
EDUARDO.-Román quiere hablar contigo; hablar a solas contigo.
ANTONIA.-(Sorprendida.) ¿A solas? ¿De qué quiere hablarme a solas? (Pausa.) ¿Qué tiene que decirme que tú no puedas oír?
EDUARDO.-Román me ha “pedidor” hablar contigo a solas. Y yo no puedo negarme...
ANTONIA.-¡Que no puedes negarte! No comprendo.
EDUARDO.-No trates de comprender ahora. No soy yo quien trata de hacerte comprender.
ANTONIA.-¿Entonces...?
Antonia retrocede. Eduardo, al verla retroceder, se le acerca amorosamente.
EDUARDO.-Bien sabes, Antonia, que no he podido, que no he tenido valor para desvanecer tus dudas y que para responder a tus preguntas no he tenido palabras.
ANTONIA.-(Dulcemente.) Ya ves que no he preguntado más; que no querido saber más (enérgica, mirando a Román.); ¡que nunca nada quiero saber!
EDUARDO.-Es verdad, Antonia. Y, sin embargo, es inevitable que lo sepas todo, aun lo que no quiere saber. No quiero que nazca aquí (llevándose las manos a la frente) el remordimiento de haber impedido que hables a solas con Román. Y digo, a solas porque yo no resistiría oírlo. Y, no obstante, Antonia, eres tú la que debes estar preparada para resistir.
ANTONIA.-Y tú, que confiesas no poder resistir, ¿no vas a evitar que yo...?
EDUARDO.-(Ininterrumpidamente.) Si lo evitara, no me lo perdonaría jamás.
ANTONIA.-¿Quién, Román?
EDUARDO.-Román, desde luego. Pero en este momento no pensaba en él, pensaba en mí; en que hemos llegado a un punto en que yo mismo no me lo perdonaría.
ANTONIA.-(Con energía, dominando el temblor que, a medida que oye las palabras de Eduardo, se apodera de ella.) ¿Y si yo te dijera que me niego a hablar con él?
EDUARDO.-(Con la más dolorosa humildad.) Entonces, yo te rogaría, Antonia, te rogaría que lo oyeras.
ANTONIA.-(Con angustia mortal.) ¡No sé lo que pasa, no sé lo que te pasa, pero debe ser algo más fuerte que tú mismo, más fuerte que el amor que me tienes, para que llegues al extremo de imponerme una voluntad que no parece ser la tuya¡
EDUARDO.-¡No quisiera que fuera mi voluntad! ¡Pero es inevitable! Román me ha pedido hablar contigo. Si a pesar de todas las apariencias no lo creyera justo, no por mí, sino por él, ¿crees que yo te rogaría? Óyelo, Antonia, te lo ruego.
ANTONIA.-¡No quiero que ruegues!
EDUARDO.-¡Entonces, si no quieres que enloquezca, dime de qué modo puedo lograr que lo oigas!
ANTONIA.-(Después de una pausa tensa.) Sólo hay un medio. Eres mi padre; exígelo.
EDUARDO.-(Deshecho, agotado.) ...Pues bien, sí, Antonia, todavía puedo exigir: te lo exijo.
ANTONIA.-(Después de otra pausa.) Está bien. Déjanos solos.
Sale Eduardo por la biblioteca, un silencio hueco se tiende entre los dos. Antonia lo rompe.
ANTONIA.-¡Ya estará usted contento de verlo sufrir!
ROMÁN.-No me lo propuse.
ANTONIA.-Pero lo ha logrado usted.
ROMÁN.-(Saliendo del área de sombra.) También tú lo has hecho sufrir.
ANTONIA.-¡Dios sabe que ha sido necesario! Dios sabe que ha sido para impedirle que rogara, que se humillara ante mí, como se ha humillado ante usted. Yo obedecí; eso es todo.
ROMÁN.-Y, sin embargo... (Se interrumpe.)
ANTONIA.-Acabe usted de decir de una vez lo que está pensando.
ROMÁN.-...Eduardo no tiene derecho alguno a mandar en ti, a exigir nada de ti.
ANTONIA.-(Como una fiera acosada y herida.) ¡Que no tiene derecho! ¿Y por qué no? ¡Dígalo usted! ¡Dígalo antes de que yo misma lo diga; porque ya no puedo guardar dentro de mí lo que siento, lo que siento, lo que no quisiera sentir ni pensar!
ROMÁN.-Porque Eduardo no es tu padre.
ANTONIA.-(Recibe como una descarga la afirmación de Román. Luego, para sí misma.) ¡Eso era, Dios mío... eso era!
ROMÁN.-(Atónito.) ¿Lo sabías?
ANTONIA.-(Sin oírlo.) Eso era lo que, sin yo saberlo, crecía en mí como un dolor material. Eso era lo que me hacía caminar a tientas, dentro y fuera de mí, ciega de angustia, de indecisión. Eso crea, ¡Dios mío! (Luego irguiéndose, afirmándose.) ¡Pero ahora ya no dudo! Ahora ya lo sé y estoy libre de indecisiones. ¡Ahora soy libre!
ROMÁN.-(Atónito al ver el cambio de Antonia.) ¿Libre de qué?
ANTONIA.-¡Hasta hace un momento estaba presa dentro de mí, pero ahora soy libre, y tengo en mis manos el más extraordinario privilegio que un ser humano puede tener; que ningún ser humano puede nunca tener!
ROMÁN.-(Desconcertado ante las palabras sobrehumanas de Antonia.) ¡Qué estás diciendo!
ANTONIA.-¡Ahora estoy en libertad de escoger mi propio padre!
ROMÁN.-(Sobrecogido ante la verdad desnuda que le presenta Antonia.) Tienes razón, Antonia. Ahora puedes decidir.
ANTONIA.-¡Ya he decidido!
Román se acerca anhelante, pero se encuentra a Antonia, muda, erguida, sin dureza, pero también sin que la duda la haga temblar. Román se humilla y dolorosamente, sin convencimiento.
ROMÁN.-Eres cruel.
ANTONIA.-Si lo soy, tengo a quien heredarlo.
ROMÁN.-(Con una última esperanza.) ¿A mí?
ANTONIA.-A mi madre.
ROMÁN.-¿Con eso quieres decir que para ti no soy más que un extraño?
ANTONIA.-(Con un ligero temblor doloroso en la voz.) ¡Qué más quisiera yo –qué quisiéramos todos- que usted fuera eso, un extraño, y sólo eso!
ROMÁN.-Pero... ¿no dudas?...
ANTONIA.-(En un doloroso reproche.) Usted no dudó en abandonarme antes y después de que yo naciera.
ROMÁN.-¿No tienes piedad de mí?
ANTONIA.-(Reconviniendo más que acusando.) No tuvo usted piedad de mí durante tantos años; no la tuvo usted hace unos momentos, ahora mismo, de él, ni de mí.
ROMÁN.-Yo no podría seguir viviendo... Ya no podía vivir ocultando la verdad que ardía en mis entrañas.
ANTONIA.-(Enigmática.) Ahora podrá usted vivir.
ROMÁN.-Se ha dicho, al fin, la verdad, fue también por ti.
ANTONIA.-Pero, sobre todo, por usted. Porque la verdad no le cabía en el pecho. Porque, al fin, no fue usted más grande que su silencio y su dolor. (Refiriéndose a Eduardo.) Él en cambio, ha sabido guardarla. ¡La guarda todavía! ¿Comprende usted por qué no dudo ahora?
Román busca apoyo en un sillón, y se deja caer abatido, inerme. Antonia continúa, suavizando cada vez más la voz y la intención.
Un día, por un momento, dejé de sentirlo extraño: el día en que comprendí que así como yo alimentaba una angustia de algo desconocido, usted alimentaba un sufrimiento; que usted guardaba un secreto. Entonces yo no sabía cuál era ese secreto.
ROMÁN.-¡Tú eres mi secreto!
ANTONIA.-Pero usted no supo o no pudo guardarme llevarme contigo.
Román llora en silencio. Al verlo llorar, Antonia se hace cada vez más dulce en su voz.
Y ese mismo día me dio usted un consejo, el único, pero inolvidable: “No renuncies a lo que amas; no consientas, ni por piedad siquiera, en que te arrebaten lo que es tuyo, lo que debe ser tuyo”.
ROMÁN.-(Admirando, transportado.) ¡Estás hablando con la voz de mi sangre!
ANTONIA.-Es verdad. ¡Y esa voz seguirá hablando si me ayudas a guardarla, pura, intacta, como salió de tu corazón, como resonó en mis oídos aquel día, como ha resonado a los tuyos, como resonará siempre si la dejas conmigo, pura intacta.
Hay una pausa en la que en la lucha interior de Román ha vencido, imponiéndose, la voz de Antonia que es, también, la voz de su sangre. Román se pone en pie. Mira a Antonia a los ojos. Antonia espera.
ROMÁN.-(Bajando la cabeza.) Adiós, Antonia.
ANTONIA.-Pero no así, con los ojos bajos y la frente humillada... sino con la frente alta y los ojos abiertos... (Román alza la cabeza y mira a Antonia.) ¡Así!
ROMÁN.-Gracias, Antonia.
ANTONIA.-No, Román. (Con ternura infinita.) ¡No me des las gracias! ¡Ahora podremos vivir, gracias a ti!
Román abraza y besa rápida, estrechamente a Antonia, y sale por el vestíbulo. Antonia queda inmóvil hasta que se oye una puerta que se cierra. Va Antonia a primer término y se hunde en sus propios pensamientos. Por la puerta de la biblioteca entra Eduardo. Imaginemos lo que siente al creer que la sala está desierta. ¡Pero se resiste a creerlo! Se vuelve y descubre a Antonia: entonces, con una exclamación que es un alivio infinito.
EDUARDO.-¡Antonia!
ANTONIA.-(Saliendo de sus pensamientos, suavemente.) Aquí estoy.
EDUARDO.-¿Se fue Román?...
No espera la respuesta. Se acerca a Antonio, como no se atreve a hacerlo de frente, por la espalda.
Por un instante... pensé que... ¡Dios mío!... ¡Cómo pude pensarlo!... ¡Y, sin embargo, tenía que pensarlo!... ¡Tenía por qué pensarlo!
ANTONIA.-No te atormentes, no te atormentes más.
EDUARDO.-(Continuando su idea.) Mientras hablabas con él... yo, allí, en la biblioteca, esperaba... esperaba... Y cuando oí que alguien salía... esperé aún... porque aún tenía esperanza... Esperé a que volvieras a buscarme... y como no volvías...
ANTONIA.-(En un reproche que es también un consuelo imponderable.) ¿Por qué había de volver a buscarte si ni por un momento me separé de ti?
EDUARDO.-(Con alegría infinita.) ¡Antonia! (Va hacia ella y la abraza. Pero luego vuelve, a pesar suyo, a preguntar.) ¿Román... te dijo todo?
ANTONIA.-Todo lo que yo había entrevisto, adivinado a través de tus lágrimas. (Atrayéndolo a sí.) Aquella noche era yo la que interrogaba. ¿Recuerdas? Ahora que estamos juntos, como nunca antes, no dudes, no preguntes. Ahora, sencillamente, estrechándome contra tu corazón, para que yo lo oiga latir por vez primera sin miedo ni zozobra, dime: “Antonia, hija mía.”
Y Eduardo y Antonia se abrazan, por primera vez sin sombra de temor, sin sombra de duda, mientras cae, lento, el


T E L Ó N