INVITACION A LEER

La fiesta de los disfraces, de Benjamín Gavarre. México.

  LA FIESTA DE LOS DISFRACES   de Benjamín Gavarre                                              El escenario es una gran habitación...

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9/1/17

CLOTILDE EN SU CASA. JORGE IBARGÜENGOITIA.

Clotilde en su casa
JORGE IBARGÜENGOITIA

Comedia en tres actos
PERSONAJES
CLOTILDE
30 años. Los mil cuidados que sus tías tuvieron de su virginidad han desarrollado una sexualidad sin límites, que está presente en el menor de sus movimientos y en su voz, que a veces suena como guitarra destemplada. Es una cursi. Se tiene en muy buen concepto en lo que a sexo se refiere. En sus momentos líricos se siente devoradora, pero es sólo un ama de casa con oportunidades.
ANTONIO
23 años. Está a punto de ser arquitecto, de los de saco de pana y camisa abierta, no de los de corbata de moñito. Como muchos arquitectos, se queda en dilettante; siempre preocupado del buen gusto y crítico acerbo de todo lo existente, pero incapaz de aportar una sola idea.
ROBERTO
35 años. Pertenece a esos grupos de jóvenes provincianos preocupados de lo cultural en los que la hostilidad del medio ha producido una vaga conciencia de apostolado. Su única característica intelectual es la indigestión. Desorientado en lo moral por la aparente oposición entre el arte moderno que es su credo y el catolicismo que es su raíz. Su mal gusto natural, excitado por un prurito de singularizarse, lo hace vestirse increíble mal.
NICOLOSA
60 años.
BERTA
65 años.



ESCENARIO ÚNICO
El costurero y la terraza en su casa de Clotilde.
El costurero, del lado derecho, amueblado con el viejo ajuar de bambú, un par de libreros atestados, una mesita con candeleros de cobre y otras chácharas, una cómoda antigua, un piano viejo vertical y una mecedora. En la pared, blanca, hay cuatro o cinco cuadros de familia; unos de los llamados populares mexicanos, y otros, académicos. Todo es del siglo pasado. Dos puertas de vidrios con visillos comunican a la derecha con el resto de la casa; a la izquierda con la terraza, que da a una calle fresnos. Invisible, al fondo, la entrada de la casa, separada de la terraza por una celosía de rombos verdes que ocupa el fondo del escenario y que sostiene una bugambilia con pocas flores. Del lado izquierdo del escenario hay un barandal de hierro calado muy porfiriano. En el centro de la terraza, un sofá de mimbre retorcido, pintado de blanco y para dos personas, dos sillas del mismo juego, una mesa muy ligera y dos macetas. El costurero, oscuro y apretado, contrasta con la terraza, brillante y espaciosa.
En una ciudad del centro de la República, la víspera y la fiesta de San Juan. Época actual.
Nota: La familia es de la clase media, con aspiraciones venidas al suelo.



ACTO PRIMERO
Son las once de la mañana.
La escena está desierta, luego, Antonio entra en la terraza saltando el barandal con naturalidad y conocimiento. Se acerca a la puerta del costurero, trata de ver si hay alguien adentro, duda por un instante y se dispone a salir por donde entró, pero cambia de opinión y, totalmente decidido, toca en el vidrio, espera, trata de ver si hay alguien adentro, toca más fuerte, nadie contesta, toca más y más fuerte – ahora parece ser un asunto de vida o muerte, nadie contesta y al golpear la puerta con el pie se cae el visillo. Clotilde entra por la derecha y pone sobre una silla la ropa que tiene en la mano. Ve al hombre, sonríe contenta, se ha tranquilizado y está jadeante. El encuentro es difícil para los dos. Ella trata de ocultar su alegría y él su excitación; esto lleva un momento en que ninguno puede hablar ni moverse; por fin, Antonio tiende la mano, que ella estrecho como si fuera muy poco para lo que esperaba.
CLOTILDE: (Falsete.) ¡Qué milagro! ¡Qué gusto de verte!
ANTONIO: ¡Hola!
CLOTILDE: ¿Cuándo llegaste?
ANTONIO: Anoche.
CLOTILDE: ¿Tú solo?
ANTONIO: Sí, Vine a negocio
CLOTILDE: ¡Qué formal!
ANTONIO: (Molesto.) Desde hace mucho que tengo negocios.
(Un momento de silencio. Él la contempla y ella se desvía para fijarse en el visillo caído.)
CLOTILDE: ¡Qué bárbaro!, por poco rompes la puerta. Tiraste mi visillo.
ANTONIO: No me abrían.
CLOTILDE: (Mientras arrima una silla a la puerta para subirse a colocar el visillo.) Estaba en la azotea tendiendo la ropa cuando oí unos trancazos y bajé muy asustada creyendo que...
ANTONIO: (Interrumpiendo nervioso.) ¿Está Roberto?
CLOTILDE: ¡Pero qué tonto eres!, ya sabes que nunca está en las mañanas.
ANTONIO: (Culpable.) Se me olvidó.
CLOTILDE: (Sube a la silla y compone el desperfecto. Educada.) ¿Qué me cuentas de nuevo?
ANTONIO: (Tomándola de la cintura para detenerla.) Nada.
CLOTILDE: (Soltándose.) ¿Por qué no habías vuelto?
ANTONIO: (Volviendo a tomarla). He tenido mucho trabajo.
CLOTILDE: Te esperábamos para el santo del niño. Matamos un guajolote y tuvimos una fiesta muy bonita. (Él la ayuda a bajar de la silla.) Mi marido quería hablarte por teléfono a México, pero... (Quedan frente a frente. Muy cerca)¡No! (Se zafa y va al barandal.)
ANTONIO: (Haciendo un esfuerzo por parecer natural. Yendo al barandal lentamente y viendo hacia fuera.) Me pidieron un afirma en la Tesorería, pensé que Roberto podría dármela. Por eso vine. (Viéndola.) Por una firma.
CLOTILDE: (Natural.) Si te urge mucho, ve a la imprenta. Le encuentras con seguridad.
ANTONIO: (Pasándole una mano por la cintura. Ella no se opone.) No me urge.
CLOTILDE: (Sin moverse.) Suéltame.
(Él no obedece y ella no insiste.)
ANTONIO: (Casual.) ¿No están las viejitas?
CLOTILDE: (Casual.) Mi tía Berta fue por el niño a la escuela y Nicolasa al mandado.
ANTONIO: (Acercándosele.) ¿Así que estás sola en la casa?
CLOTILDE: Y tengo mucho quehacer.
(Ven que alguien se acerca por la calle y se separan rápidamente. Antonio va junto a la puerta del costurero para no ser visto.)
CLOTILDE: Adiooos.
VOZ DE
MUJER: Adioos.
ANTONIO: Ven.
CLOTILDE: (Sonriendo.) No.
ANTONIO: Ven.
(Clotilde se acerca, lo toma de la mano y lo lleva, como un juguete, al sofá, lo sienta y ella se sienta junto.)
CLOTILDE: Quedamos en que no volvería a suceder.
ANTONIO: Ya lo sé.
CLOTILDE: Fui a confesarme y el padre me regaño mucho y me dijo cosas horribles.
ANTONIO: Ya lo sé. A mí también.
CLOTILDE: ¿Entonces por qué me provocas?
ANTONIO: Eso no lo sé. Me prometí no volver a verte. Muy solemnemente... pero aquí me tienes.
CLOTILDE: ¿Para qué vienes a esta s horas?
ANTONIO: Necesito la firma de tu marido...
CLOTILDE: (Reprochando.) Pero si ya sabes que nunca está en las mañanas.
ANTONIO: Te aseguro que vine a buscarlo, pero cuando toqué nadie me contestó y pensé que estarías sola y me dio tanto gusto que tuve que seguir tocando. No pude evitarlo.
CLOTILDE: (Sonriendo.) También a mí me gustó que vinieras. Pero no quiero que vuelva a suceder: luego me arrepiento mucho. Mejor vete.
ANTONIO: No quiero irme.
CLOTILDE: Entonces vamos a platicar.
ANTONIO: ¿De qué platicamos?
CLOTILDE: No tengo la menor idea.
ANTONIO: Dame una mano.
CLOTILDE: No. (Empieza a recitar metódicamente.) El guajolote lo compramos hace cinco meses, le dábamos maíz y migajón de pan; mi tía Berta, ya ves cómo es, discurrió darle jerez y compró una botella, pero nos la tomamos un día que tuvimos visitas; suéltame; así que le dábamos un poco de leche que sobraba y fue poniéndose muy gordo, y teníamos miedo de que se nos muriera en una epidemia que acabó con las gallinas, pero gracias a Dios no pasó nada y pesaba no sé cuántos kilos; suéltame; mi marido lo quería en mole, pero mi tía Berta se empeño en que lo hiciéramos al horno, relleno de manzanas y cacahuates y pan y como después de todo el guajolote era suyo, porque ella lo pagó, así lo hicimos. Le pedimos el horno prestado a Conchita Méndez y pasamos muchos trabajos, pero quedó muy bien; por favor: suéltame. (Enojada.) Toño, vete de mi casa.
ANTONIO: (Dueño de sí mismo.) Tienes razón. (De pie.) Bueno, nos vemos.
(Le da la mano que ella estrecha sin levantarse.)
CLOTILDE: ¿No quieres que le dé algún recado a mi marido?
ANTONIO: Dile que lo veo en la tarde.
CLOTILDE: ¿Aquí?
ANTONIO: Yo vengo.
CLOTILDE: ¿A qué hora?
ANTONIO: (Impaciente.) No sé, pero yo vengo.
CLOTILDE: No te desaparezcas. (Sin ironía.) Ya ves que le gusta mucho platicar contigo.
(Antonio va a responder, piensa, cambia de idea, agita la mano y sale por el costurero. Clotilde se levanta, estudia su mano derecha, ve que está temblando, sonríe y saluda a alguien que pasa por la calle.)
VOZ
DE MUJER: Adioos.
CLOTILDE: Adioos.
(Pausa muy corta. Se oye una puerta que se cierra.)
CLOTILDE: (A Antonio que está en la calle. Lenta.) Toño, estoy temblando.
ANTONIO: Yo también.
CLOTILDE: ¿No estás enojado?
ANTONIO: (Salta rápidamente a la terraza y se le enfrenta completamente decidido.) No.
CLOTILDE: (Indecisa.) Vete.
ANTONIO: (Cogiéndola de un brazo y llevándola al costurero.) Sería una idiotez irme, una pérdida de tiempo, no tiene caso, no volveremos a tener una oportunidad como ésta.
(En el costurero se besan.)
CLOTILDE: Pueden vernos.
ANTONIO: No me importa.
(Se besan.)
CLOTILDE: ¿Cómo quieres que me porte bien si...?
(Se besan. Cuando parece que todo irá sobre ruedas, súbitamente, de manera que cause sobresalto, se oye el grito de Berta.)
BERTA: (fuera.) ¡Clotilde!
(Se separan de un salto, muy alarmados.)
BERTA: (Desgañitándose, con voz nerviosa y muy rápida.) ¿Qué demonios esperas para abrirme?
CLOTILDE: (Quedo.) Mi tía Berta. (Arreglándose el pelo. Dueña de sí misma.) No nos dejan en paz. ¡Voy!
BERTA: Ábreme de una vez, por la Virgen Santísima.
(Sale por la derecha y Antonio, haciendo un prodigio de control se queda absorto en los libros que hay, mientras se arregla le camisa y se seca la boca.)
CLOTILDE: (Fuera de escena. Severa.) No te abría porque estaba platicando con Toño, que vino a buscar a mi marido.
BERTA: (fuera de escena. Extrañada.) ¿Toño? ¿El de Paquita? ¿Qué quiere?
CLOTILDE: (Entrando en escena. Indiferente.) Una firma. (A Antonio.) ¿Verdad?
BERTA:: (Que entra quitándose el chal.) ¡Toño, qué milagro verte por aquí! ¿No trajiste a tu mamá?
ANTONIO: (Con voz ronca.) No pudo venir.
BERTA: (Severa. A Clotilde.) ¿Ya le ofreciste dulce de almendra?
CLOTILDE: (Desganada.) No quiso.
BERTA: ¿De veras no quieres? Está muy sabroso.
ANTONIO: Gracias, Berta, acabo de desayunar.
BERTA: Debiste traer a tu mamá. Soñé con ella la semana pasada.
(Pasa a la terraza. Ellos dos se toman de la cintura sin ser vistos y la siguen. Durante los siguientes parlamentos Berta se sienta en una silla, ellos se recargan en el barandal, de espaldas a la calle y se toman de la mano sin que lo note la vieja.)
ANTONIO: ¿No me diga? ¿Cómo la soñó?
BERTA: Con un vestido, negro que tenía antes de que tú nacieras, precioso, de seda con la cintura muy baja como se usaba entonces. Tenía bordado un pajarito del lado izquierdo.
ANTONIO: (Ocupado con Clotilde.) ¿Sí?
BERTA: Y un sombrero de aquellos que les llamaban clochette, de una tela brillante: era elegantísima tu mamá. Recuerdo que tenía un vestido de noche lleno de encajes, se lo puso cuando se casaron los Méndez. Todo finísimo, de lo mejor. Europeo.
ANTONIO: (Manoseando distraídamente a Clotilde.) ¿Y así la soñó?
BERTA: Así. Me da mucho horror soñar a las gentes, porque es señal de que ya no volveré a verlas.
ANTONIO: (Sigue manoseando a Clotilde.) ¡Ay, Berta! (De buen humor.) ¡Qué pesimista!
BERTA: La muerte acecha.
(Antonio y Clotilde se sorprenden, saltan casi, imperceptiblemente, y luego se sientan él en el sofá y ella en una silla, muy seria.)
BERTA: (A Clotilde.) ¿No ha regresado Nicolsa del mercado?
CLOTILDE: (Juntando las manos sobre las piernas y estudiándose las uñas.) No, tía.
BERTA: Nicolasa, que es una tonta, pero que al fin y al cabo es mi hermana, va al mercado todos los días y siempre me despido de ella pensando que quizá no volveré a verla. Dime si no hay razón para estar preocupada: sale de aquí a las seis de la mañana, casi siempre a oscuras; es facilísimo que algún hombre, creyendo que lleva joyas o algún otro objeto de valor, le dé un garrotazo para robarla.
ANTONIO: Ay, Berta, ¿quién va a pensar que la pobre Nicolasa lleva joyas a las seis de la mañana?
CLOTILDE: Todo el mundo nos conoce y sabe que no tenemos ni un centavo.
BERTA: Bueno, supón que no le den un garrotazo para robarla a esas horas, en que casi no hay luz; es fácil que alguno que no le vea la cara, se imagine que es joven y no fea y entonces el garrotazo se lo da para violarla.
ANTONIO: Sólo un ciego.
BERTA: Bueno, Entonces no le dan garrotazo, pero de todos modos puede matarla un camión.
CLOTILDE: (Impaciente.) Ay, tía, ya no estés hablando de eso. (A Antonio.) ¿No quieres ver unos canarios que tengo en el patio?
BERTA: Pero que ocurrencias, muchacha, a Toño no le interesan los canarios. Además estamos platicando. ¿Verdad, Toño?
ANTONIO: Sí.
BERTA: (Prosiguiendo.) Y tu marido corre el mismo riesgo de morir violentamente. Fíjate, Toño: va a las cantinas y el día menos pensado lo encuentran muerto en el excusado del casino, como pasó con mi tío Julián.
CLOTILDE: (Que se ha levantado, dirigiéndose a Antonio.) EN la cocina hay dulce de almendra. (Con intención.) ¿No vienes a probarlo?
(Antonio se levanta muy contento.)
BERTA: Ya dijo que no quiere. No lo molestes. (Antonio está indeciso.) ¿Verdad que no quieres?
ANTONIO: Gracias, Berta, no.
BERTA: (A Clotilde.) Ya que te paraste, tráeme la ropa del niño que voy a remendar.
(Clotilde sale malhumorada, de la cómoda del costurero saca la ropa durante los siguientes parlamentos.)
BERTA: (Confidencial.) Esta muchacha es muy trabajadora. No se parece a su mamá que era una floja de marca. ¡El pobre de mi hermano Enrique sufrió tanto con ella! ¡Teníamos miedo de que saliera a su mamá, pero no! Salió a nosotras, gracias a Dios.
ANTONIO: Modestia aparte.
BERTA: La pobre ha tenido muy mala suerte: Roberto, el marido, tiene ese librero lleno de libros modernos. Algo terrible. No sé cómo no le da vergüenza con el peligro inminente de que alguien los vea, o lo que es peor, los lea. Además de inmorales son horribles. ¡Las cosas más extrañas que puedas imaginarte! Pero además de eso, Roberto es un haragán, muy mal educado y lo peor de todo es... (con voz sorda) que bebe.
ANTONIO: Te aseguro que es una persona excelente. No debes quejarte.
BERTA: Todos los días me le acerco disimuladamente y siempre apesta a vino. Me parece un vicio espantoso.
ANTONIO: Roberto no es borracho ni mucho menos.
BERTA: Me cuenta que no tiene dinero y yo sé que todos los días va al café de don Lupe: Así que hay dos posibilidades: primera, es un gorrón; segunda: es un mentiroso.
CLOTILDE: (Que oyó lo último. Dándole con violencia la ropa.) Tía, por favor no te metas en lo que no te importa.
BERTA: Claro que me importa. Estoy manteniéndolos.
ANTONIO: Nadie tiene la culpa de ser tan pobre.
CLOTILDE: Me da mucho coraje que tenga que decirle a todo el mundo que mi marido es borracho, mal educado y haragán. A ti no le hace, porque eres de confianza y ya lo sabes de todos modos. Pero los demás no tienen por qué enterarse.
BERTA: Tengo que platicar de mis cosa.
CLOTILDE: No son tuyas, son mías.
ANTONIO: Sí, Berta; Clotilde tiene razón. Además, Roberto es mi amigo y no me gusta que hablen mal de él.
CLOTILDE: ¿Verdad?
BERTA: Está engañando a toda la familia. Me da doscientos pesos al mes y dice que no tiene ni un centavo más. El otro día registré sus pantalones y tenía un billete de veinte pesos. Dime si no ha de darme coraje.
ANTONIO: ¿Es pecado tener veinte pesos?
CLOTILDE: Y lo peor del caso es que se quedó con el billete, y como Roberto no lo encontraba, tuve que pedirle prestado para devolvérselo, porque me da pena que se dé cuenta de que en mi familia roban.
BERTA: (Ofendida.) No me faltes al respeto.
ANTONIO: Restitución o condenación.
BERTA: ¿De remate resulté ladrona?
ANTONIO: Sí.
BERTA: ¡Vaya! (Cose frenéticamente y en silencio.)
CLOTILDE: (A Antonio.) ¿No quieres ver unos gatitos lindísimos recién nacidos? Están en la azotea.
BERTA: A Toño no le interesan los gatos.
ANTONIO: (Feliz.) Como no. Me encantan.
(Salen Antonio y Clotilde casi corriendo. Berta queda un momento sola, luego entra Nicolasa, muy cansada.)
BERTA: ¿Ya llegaste?
NICOLASA: ¿No estás viéndome?
BERTA: ¿No te atropellaron?
NICOLASA: ¿Me falta alguna pierna? (Se deja caer en el sofá.)
BERTA: ¿Cuánto gastaste?
NICOLASA: ¿Cuánto quieres que me haya gastado si sólo me diste tres pesos?
BERTA: ¿Y te los acabaste?
NICOLASA: Completamente.
BERTA: Entre tú y el sinvergüenza del marido de Clotilde van a dejarme en la calle.
NICOLASA: (Secándose la frente.) Me fui caminando hasta el Santuario, nunca me había parecido tan lejos. Es la edad. Siento las piernas como si fueran botas de minero... muy pesadas. Yo no sé que será de nosotras el día que no podamos caminar. No podemos pagar una criada. Desde que murió Jobita.
BERTA: Jobita era una santa. Le dábamos tres pesos cada ocho días y los gastaba en fruta que nos regalaba.
NICOLASA: Lo que más me cansa es lavar ropa. Y el hijo de Clotilde es un puerco.
BERTA: Ni Pirrín era tan cochino.
NICOLASA: Y eso que era perro.
BERTA: Y que estaba relajado el pobrecito.
NICOLASA: Están poniendo un templete para los danzantes del día de San Juan. Están locos. Gastan dinero para traer a los danzantes. Deberían poner un ballet o algo elegante. El lago de los cisnes, La danza de las horas.
BERTA: Aquí está Toño.
NICOLASA: (Alarmada.) ¿El de Paquita?
BERTA: Se ha descompuesto mucho. ¿Te acuerdas qué lindo era de chiquito? Color de rosita.
NICOLASA: ¿En dónde está?
BERTA: En la azotea.
NICOLASA: (De pie.) ¿Y Clotilde?
BERTA: Con él. Lo llevó a que viera los gatitos.
NICOLASA: (Saliendo rápidamente.) ¡Gatitos!
(Berta sola en escena, por unos momentos. Nicolasa regresa.)
NICOLASA: Ya les dije que se bajaran.
BERTA: ¿Por qué?
NICOLASA: No es bueno dejarlos solos en la azotea. Las Gutiérrez estaban asomadas al balcón viendo para acá. Quiera Dios que Clotilde baje primero.
BERTA: ¿Por qué?
NICOLASA: En la escalera de caracol se le ven las piernas.
BERTA: Con voltearse para otro lado.
NICOLASA: ¿Quién va a querer voltear para otro lado?
BERTA: Eres muy tonta Nicolasa. ¿Cómo puedes pensar que un muchacho de las mejores familias de aquí sea capaz de verle las piernas a Clotilde que es una mujer casada y madre de familia?
NICOLASA: (Viendo a su hermana por un momento. Con intención.) Realmente. Debo ser una tonta.
(Entran Clotilde y Antonio de mal humor.)
BERTA: Dígame: ¿quién subió primero la escalera?
CLOTILDE: ¿Cuál escalera?
BERTA: El caracol.
CLOTILDE: Yo ¿por qué?
BERTA: ¿Y tú para dónde ibas viendo?
ANTONIO: (Precavido.) Los escalones, Berta, para no caerme.
BERTA: ¿Y quién bajo primero?
ANTONIO: Yo, Berta.
BERTA: ¿Y para dónde ibas volteando?
NICOLASA: ¡Por amor de Dios! ¡Cállate! (Para cambiar la conversación.) ¿Ya no te acuerdas de cuando íbamos a las cañada?
BERTA: ¿Por qué cambias de conversación? Fuiste tú la que vino a decirme que...
NICOLASA: (Interrumpiendo.) Después de los aguaceros, cuando eras muy chico, te llevábamos a que te bañaras en los charcos que quedaban entre las peñas. Siempre fuiste muy sano y nunca te enfermaste.
BERTA: Cuando cumpliste cuatro años, nos invitaron a cenar. Nos dieron pastel de coco. Blandito, esponjadito, bofito, como una espuma. La cosa más deliciosa.
CLOTILDE: Tenías las piernas muy blancas y gordas. Como si fueran croquetas. ¡Hermosas!
ANTONIO: (A Clotilde.) ¡No seas imbécil!
BERTA: (Olfateando.) ¡Estoy oliendo a gas! (A Clotilde.) ¡No sabes prender la estufa! El día menos pensado vamos a volar en pedazos.
(Sale corriendo seguida de Nicolasa. Nicolasa se detiene y regresa.)
NICOLASA: (A Antonio.) Ten mucho cuidado: ésta siempre fue llevada de la mala. Cuando era chiquita, hicimos el sacrificio de comprar el piano y pagar maestra. Estudió dos años. Así que tocaba que era primor. Nosotras pensábamos que si Dios no le daba un marido, podría ganarse la vida honestamente; y si se lo daba, le alegraría el espíritu con su música. Bueno, pues nunca abre el piano. Ya se le olvidó lo que sabía, solo toca cuando está nerviosa y... mírala.
CLOTILDE: (Estudiándose.) ¿Qué tengo de malo?
(Nicolasa sale. Clotilde espera a que salga, corre a cerciorarse de que no hay peligro, cierra la puerta de la derecha y llama a Antonio que entra muy tranquilo, con las manos en las bolsa. Ella le pone los brazos al cuello.)
ANTONIO: (Desprendiéndose.) Ya no. Acuérdate que Nicolasa es una fisgona.
CLOTILDE: (Ofendida.) Bueno. (Cruzando a la terraza indiferente.) ¿Qué horas podrán ser?
ANTONIO: (Agarrándola del pelo.) Once Y veinte.
CLOTILDE: (Enojada.) Suéltame. (Se zafa y corre a la terraza.)
(Antonio coge un libro y hace que lee. Ella regresa muy natural.)
CLOTILDE: (Sofisticada, hablando en falsete.) ¿Qué te parece la casa que han hecho enfrente?, tú que vas a ser arquitecto.
ANTONIO: Los materiales son bonitos, pero es muy pesada. Le falta unidad. No está bien ligada. Es una falsedad arquitectónica.
CLOTILDE: (Como si fuera a decir algo ingenioso.) Le digo a mi marido que esos barandales parecen... no sé qué, - pero son rarísimos. Lo demás no es tan feo.
ANTONIO: (Tomando una decisión.) Ya me voy.
(Él le toma la cara entre las manos y ella no se opone. Se quedan contemplando un rato. Mientras esto pasa en el costurero, Roberto salta el barandal con una liebre muerta en la mano, es gordo y le cuesta trabajo moverse. Pausadamente, de puntas casi, se acerca al costurero, contento porque trae una liebre, la mira satisfecho, sonriendo hasta que llega a la puerta y sorprende a Toño con las manos en la cara de su mujer.)
ROBERTO: (Alarmado.) ¿Qué pasa?
(Los otros pegan un brinco, separándose. Antonio se talla las manos en el saco, culpable.)
CLOTILDE: (Dueña de sí misma y muy severa.) ¡Qué bárbaro eres! Nos has dado un susto horrible. Por poco haces que Toño me saque un ojo.
ROBERTO: (Extrañado.) ¿Toño? ¿Por qué?
(Antonio intenta explicar, turbado y muy culpable, ella interrumpe. Fresca como una lechuga.)
CLOTILDE: (Severa.) Está sacándome una basura que tengo en un ojo. (Parpadeando.) Creo que ya se me salió. (A Roberto.) ¡Qué bárbaro! ¡Qué susto nos has dado!
ANTONIO: ¡Qué bruto eres, mano! (Tentándose el corazón.) Si fuera cardíaco me hubiera muerto.
ROBERTO: (Reservado.) ¿Cuándo llegaste?
ANTONIO: Anoche.
CLOTILDE: Fue a buscarte a la imprenta en la mañana pero le dijeron que no estabas.
ROBERTO: (Culpable, Rascándose las narices.) Tuve que salir a una diligencia.
CLOTILDE: ¡Fuiste al casino!
ROBERTO: (Ofendido.) No es cierto. Fui a la Presidencia Municipal.
CLOTILDE: (A Antonio.) Desde las once de las mañana está en el casino.
ROBERTO: (Evasivo.) ¿Hay vacaciones en ala Universidad?
ANTONIO: Hay huelga.
ROBERTO: (Ponderando.) ¡Vaya!
ANTONIO: Me pidieron una firma en la Tesorería y vine a que me hicieras el favor.
ROBERTO: (Vago.) Como no. Como no.
CLOTILDE: (Para aflojar la tensión.) ¿Qué me trajiste?
ROBERTO: (Recordando la liebre. Mostrándola.) Mira, ¿Qué te parece?
CLOTILDE: (Arrobada.) ¡Divina!
ROBERTO: (Satisfecho. Con Antonio.) ¿Qué tal?
ANTONIO: (Estudiándola.) Está muerta.
ROBERTO: (Desilusionado.) Por supuesto.
CLOTILDE: ¿La llevó tu compadre?
ROBERTO: Sí. (Explicando.) Un muchacho de la sierra que es mi compadre y que cada vez que baja me trae algo.
CLOTILDE: El otro día trajo unas güilotas riquísimas.
ROBERTO: (En tono confidencial.) Me he fijado que esto de comer algo de carne silvestre de vez en cuando eleva el nivel de vida.
ANTONIO: Claro.
ROBERTO: A las viejitas no les gusta, pero a nosotros sí, ¿verdad Rorris? (Besándola efusivamente.)
CLOTILDE: (Dejándose hacer. Fría.) ¡No me digas Rorris!
ROBERTO: (Con Antonio.) ¿Por qué no te vienes a comer mañana?
CLOTILDE: ¡Tengo una receta magnífica!
ANTONIO: Si me invitan...
ROBERTO: (Que va poniéndose marital. Pasando una mano por la cintura a su mujer.) Mañana es día de San Juan, habrá danzas en el parque, desde aquí podemos verlas. Pasa por mí a la imprenta y como a las doce nos compramos una botellita de vino.
ANTONIO: (Entusiasmado.) ¡Zas! ¡Yo la compro!
ROBERTO: ¿Verdad Rorris? (Pellizcándole las narices.)
CLOTILDE: (Sorbiendo.) ¡Lindo! Podemos invitar a las Chabelas.
ANTONIO
Y ROBERTO: No.
CLOTILDE: Yo decía, para corresponder.
ROBERTO: Son detestables, que se vayan al diablo.
CLOTILDE: Son Un par de melindrosos. Voy a sacar esto. (Sale con la liebre.)
(Hay un momento de silencio mientras Roberto se quita el saco. Tiene una camisa de colores muy fuertes.)
ROBERTO: Qué bueno que viniste, porque se me han ocurrido una serie de cosas que quiero platicar contigo. A ver qué te parecen.
(Antonio le pasa una mano por el hombro y salen a la terraza, se sientan cómodos, viendo el paisaje.)
ROBERTO: (Prosigue. Mueve las manos como si fueran cucharas de albañil.) Tengo un proyecto que pienso que dará muy buenos resultados: se trata de fundar una asociación que se llamará: Liga de Información Anti Yanqui.
ANTONIO: (Extrañado.) ¿Por qué Anti Yanqui.
ROBERTO: Se trata de esto: escribes un panfleto sobre cualquier tema: por ejemplo el Pacto de Aguas, y allí dices: Ese pacto fue perjudicial para México por esto, (enumerando con los dedos) por esto y por esto. Y la mala fe de los yanquis se demuestra por esto, por esto y por esto. Y la mala fe de los yanquis se demuestra por esto, y por esto y por esto. Y les mandas una copia a cada socio, que a su vez te mandan, digamos, cinco pesos al año, y que tendrán derecho a una credencial. ¿Qué te parece?
ANTONIO: No entiendo para qué sirve.
ROBERTO: (Inseguro.) Para fomentar la nacionalidad.
ANTONIO: (Levantándose preocupado, con las manos en las bolsas, paseando.) Pero ése no es el modo.
ROBERTO: (Más seguro.) Yo pensaba que ayudaría a contrarrestar las malas influencias. ¿No crees que podría tener éxito?
ANTONIO: Son métodos muy provincianos.
ROBERTO: (Molesto.) ¿Provincianos?
ANTONIO: De pueblo.
ROBERTO: (Desilusionado.) Yo tenía muchas esperanzas en el proyecto. Hasta económicas. De cada cinco pesos me quedarían a mí como tres cincuenta.
ANTONIO: No tiene caso hacer una cosa así. ¿Para qué quieres fomentar una enemistad?
ROBERTO: (Solemne.) Lo que quiero es provocar una inquietud.
ANTONIO: Llevamos cuarenta años de inquietudes y no hacemos nada.
ROBERTO: (Meditando con un dedo en los labios.) Espérame. Puede que tenga compostura.
(Una pausa. Roberto medita angustiosamente y Antonio contempla el paisaje. Brillante.)
ROBERTO: Se me ocurre una modificación al plan: ¿qué te parece si en vez de ser una liga de Información Anti Yanqui, se hace una liga de Información Pro – Yanqui?
ANTONIO: (Ante un casos perdido.) Me parece una idea genial.
ROBERTO: ¿Verdad? (Pausa.) En vez de hablar del Pacto de Aguas puedo hablar de... (Pensando vertiginosamente.)
ANTONIO: La pesca del camarón.
ROBERTO: No, pero sí de la Doctrina de Monroe. (Dudando.) Es atacable, pero se podría encontrar algo. Y entonces se provocaría una inquietud, pero constructiva. ¿No crees?
ANTONIO: Me parece muy buena idea. Mañana empiezas y yo soy el primero en suscribirme
ROBERTO: Tampoco es para que te burles.
ANTONIO: No me burlo.
ROBERTO: Yo sabía que no iba a gustarte. (Transición.) Tengo otra idea que quiero explicarte: publicar en mi periódico, que como ya sabes se llama La Tumba de Juárez, una sección con las opiniones de las gentes importantes de la ciudad, por ejemplo: (hace la seña amplia de un encabezado) Lo que opina el gobernador sobre la guerra de Indochina..
ANTONIO: (Solemne.) “Es una matanza”
ROBERTO: (Inseguro.) Bueno, es un ejemplo mal escogido, supón que sea sobre la bomba atómica.
ANTONIO: (Solemne.) “Es un arma mortífera”
ROBERTO: ¿Te parece una tontería?
ANTONIO: (Irónico. Le quita un periódico. Lee:) “Terrible aguacero se abatió sobre esta ciudad” ¡Qué notición” ¿Cómo lo averiguaste?
ROBERTO: (Arrebatándole el periódico.) ¡Qué sangrón eres! Me echaste a perder mis planes.
ANTONIO: (Vehemente.) No creo que a nadie le importe lo que piense el gobernador de ningún asunto.
ROBERTO: (Vehemente.) Es lo que más coraje me da: que siempre tienes razón.
ANTONIO: Es que, de veras, no creo que...
ROBERTO: (Interrumpiendo.) Ya sé. Y es cierto. Y me da coraje. Y no lo voy a hacer. Y me arruinaste. Y lo peor es... que eres un escuincle que no sabe nada de nada... y que quiere darme clases de periodismo, a mí, que... tengo cinco años en el oficio.
ANTONIO: Pero es que son cinco años de hablar de fiestas de quince años, de coronaciones de reinas y de aguaceros.
ROBEWRTO: ¿Qué demonios quieres que reporte si no pasa nada?
ANTONIO: Entonces vete a un lugar en que si pasen cosas o no publiques periódicos.
ROBERTO: ¡No puedo salir de aquí!
ANTONIO: ¿Por qué?
ROBERTO: (Paseándose.) Porque ya tengo intereses. Soy muy popular. ¿No te has fijado?
ANTONIO: No
ROBERTO: Bueno, pues soy muy popular.
ANTONIO: ¿Eres el ídolo de las multitudes?
ROBERTO: No, pero me respetan. Todos los cantineros me conocen, me hacen las “cubas” como saben que me gustan; las botanas que me caen bien; parece que no importa, pero es de primera necesidad. En otra parte no tendría eso.
ANTONIO: ¿Y por las botanas te quedas en este pueblo rabón?
ROBERTO: (Enojado.) No es pueblo rabón. (Explicativo.) Es una capital de estado y viene gente muy importante. (Inseguro.) Además tengo raíces: mis libros y mi máquina de escribir.
ANTONIO: Muy hondas raíces.
ROBERTO: Prácticamente soy dueño de un periódico.
ANTONIO: Que no habla más que de fiestas de quince años.
ROBERTO: Cuando se me ocurre algo interesante me lo tiras al suelo.
ANTONIO: Es que de veras no creo que a nadie le...
ROBERTO: (Irrumpiendo.) ¡Ya! (Pausa corta en que Roberto se pasea y el otro ve el paisaje. Pensativo. Para justificarse.) Hay algo más que me detiene: las viejitas, las tías de mi mujer, nos han tomado un gran cariño, sobre todo a mi hijo. Yo sé que el día que nos vayamos sería un golpe terrible para ellas, no sólo en la cosa económica, porque yo les paso una fuerte mensualidad, sino en lo moral.... porque somos su único aliciente. Antes de que nosotros viniéramos no tenían más que los gatos y los perros.
ANTONIO: (Que se ha levantado y le da de palmadas en la espalda. Muy sinceramente.) Ya lo sé. No puedes salir de aquí, no debes salir de aquí. Lo digo sólo por molestarte. ¿Qué quieres? Me encanta molestarte.
ROBERTO: (En el barandal.) Además, es un buen lugar para vivir. (Estudiando los hierros como si fuera una cárcel.)
ANTONIO: Procura hacer algo importante.
ROBERTO: Hace diez años que busco qué es lo importante. (Perplejo.) Y no lo encuentro. (Tranquilo.) Algún día será.
ANTONIO: (Mirándolo.) Claro.
ROBERTO: ¿Tú me crees? ¿No?
ANTONIO: No mucho
ROBERTO: ¿No crees que algún día llegue a ser alguien?
ANTONIO: Es posible. Pero no probable.
ROBERTO: (Comprendiendo.) Puede que tengas razón.
CLOTILDE: (Entra por la derecha y cruza la terraza. Falsete.) ¡Ay qué compungidos!
(Ellos como si despertaran.)
ANTONIO: Oye, dile a tu mujer que no sea cursi.
ROBERTO: (En guasa.) ¿Qué puede pedírsele? Con esta educación retrógrada. (Le pasa a su mujer un brazo por el cuello y le pone un “candado”.) Cuando nos casamos quise cultivarla, pero fue un trabajo inútil.
CLOTILDE: (Zafándose, sin enfadarse.) Suéltame, panzón.
ROBERTO: (Enumerando con los dedos.) La llevé a conciertos, la llevé al teatro, le compré libros, nada. Como a una pared.
CLOTILDE: (Falsete.) Me llevaba a casa de unos amigos, tú, a oír música que es muy clásica, tú y él se aburría y luego me echaba la culpa.
ROBERTO: (Cargado de razones.) No es cierto, no es cierto. ¿Por qué dices esa mentiras?
CLOTILDE: ¿No te dormiste el día que fuimos a casa del Chato Bustamante?
ROBERTO: (Culpable.) Pero eso es distinto.
CLOTILDE: Roncó.
ROBERTO: Pero no fue por la música. Es que el Chato Bustamante es un tipo de este calibre: pone en el tocadiscos cuatro sinfonías de Beethoven y nadie puede hablar hasta que se acaban y de vez en cuando te pregunta: (imitando, solemne) ¿qué te parece este contracanto? ¿Te fijaste qué bonito contracanto? Este contracanto se parece al otro, pero no es igual. ¡Claro que me dormí!
CLOTILDE: Y yo le daba de codazos y no despertaba. ¡Pasé una vergüenza! Todos lo notaron.
ANTONIO: ¿Volvieron a invitarlos?
CLOTILDE: Sí, pero éste se negó diciendo que yo tenía jaqueca.
ROBERTO: Es que fue infernal.
ANTONIO: No le eches la culpa a tu mujer.
CLOTILDE. Nunca me dan jaquecas.
ROBERTO: La llevé al teatro, habló toda la función con la de junto. Le compré libros; me dijo que los había leído y ni siquiera cortó las páginas. La llevé a una exposición de pintura: le gustó lo único horrible que había en todo el salón.
CLOTILDE: Es que lo moderno es ¡tan raro!
ROBERTO: Es de la edad de piedra.
ANTONIO: Tú eres un mal maestro.
ROBERTO: Es tapada. Tiene cultura porfiriana.
CLOTILDE: (Viendo las barrigas.) Deberías aprender a Toño, que no tiene barriga. Y lávate los dientes, mi vida. Hueles a mezcal.
ROBERTO: ¡Mira con lo que viene saliendo! ¡Qué lata! Es un caso perdido. Platiquen de lo que puedan. No me tarde. (Sale por la derecha.)
CLOTILDE: Mi marido es muy limpio. No le gusta olerme.
ANTONIO: (Jalándola del pelo.) Muy limpio.
CLOTILDE: ¡Suéltame! (De mal humor.) ¿Por qué tiene que estar manoseándome todo el mundo?
ANTONIO: Es que no sirves para otra cosa.
CLOTILDE: (Ofendida.) Sé cocinar perfectamente.
ANTONIO: Ya lo sé. Te lo decía de guasa.
(Se sientan en el sofá.)
CLOTILDE: (Melancólica, íntima.) Toda mi vida me ha sucedido lo mismo. Todos me manosean. Salgo a la calle y desde los albañiles hasta el doctor Méndez quieren pellizcarme.
ANTONIO: (Pellizcándola.) Debes sufrir muchísimo.
CLOTILDE: (Sin inmutarse.) El otro día Ticho el sonso, que se para afuera de la parroquia a pedir limosna, me dio una nalgada. Me dio mucho sentimiento y lloré toda la noche.
ANTONIO: (Besándole una mano.) ¡Pobrecita!
CLOTILDE: Yo no sé por qué (Dramática.) Debe ser el destino.
ANTONIO: (Soltándole la mano.) ¡Qué mujer tan cursi, Dios mío!
CLOTILDE: Es que no entiendes mi sensibilidad. Ningún hombre puede entenderla.
ANTONIO: (Quejumbroso.) Clotilde, por favor, cállate. Mejor vamos a darnos de besos. (Trata de besarla.)
CLOTILDE: (Impaciente.) Pero qué lata. Si ya habíamos quedado en que no íbamos a hacer nada malo.
ANTONIO: (En serio.) Tienes razón.
CLOTILDE: Roberto dijo que platicáramos.
ANTONIO: Y empezaste con que todo el mundo te daba de nalgadas.
CLOTILDE: (Haciendo un esfuerzo mental.) Entonces te diré cómo pienso hacer la liebre: con alcaparras.
ANTONIO: (Altivo.) No me importa.
CLOTILDE: Entonces cuéntame algo.
ANTONIO: ¿Conoces las leyes de Newton?
CLOTILDE: ¿Cuáles son?
ANTONIO: Son tres. No me las sé en orden pero sé que son tres. La primera. Pon mucha atención. Es así: Todo cuerpo que esté en moviendo uniforme y rectilíneo no puede modificarlo sin la inversión de una fuerza extraña. (Ella lo sigue atentamente.) La segunda es que a toda acción corresponde una reacción de igual magnitud pero de sentido contrario. (Ella sigue atenta.) Y la otra no sé si de Newton, pero es muy buena, vas a ver: Los cuerpos sufren entre sí una atracción que está en razón inversa del cuadrado de la distancia y en razón directa de las masas.
CLOTILDE: (Levantándose.) ¡Ay qué baboso! Yo creía que estabas hablando en serio. Voy por mi casta de costura. (Pasa al costurero, coge su canasto para luego regresar. Mientras cose.) Cuéntame otra cosa, tú que eres muy culto.
ANTONIO: (Cogiéndose el pescuezo.) Siento algo que me quema la garganta.
CLOTILDE: ¿Quieres carbonato?
ANTONIO: (Desesperado.) No, tonta, es la pasión.
CLOTILDE: No empieces con chistes.
ANTONIO: Clotilde, tlac, tlac, (Chasqueando la lengua.) ¿Por qué no hacemos algo interesante?
CLOTILDE: (Tratando de abrir el canasto.) Porque es pecado.
ANTONIO: ¿Cómo sabes?
Clotilde: Todo lo interesante es pecado. ¿No sabías?
ANTONIO: (Apoyando la cara en los puños.) ¡Qué vida más perra! Mi única afición.
CLOTILDE: (Forcejeando con el canasto.) Hay que portarse bien aunque le cueste a uno trabajo. Es más mérito, ¿no crees?
ANTONIO: Sí, Bueno, espero que sí. Creo que sí.
CLOTILDE: No puedo abrir este canasto, por favor ayúdame.
ANTONIO: (Coge el canasto e intenta abrirlo.) Necesitas del apoyo del hombre. (Puja un poco.) De varios hombres.
CLOTILDE: Creo que eres más inútil que mi marido. Presta.
(Antonio le da la canasta y ella hace otra lucha infructuosa. Jalan los dos juntos, luego cada uno. Todo inútil. De repente se abre con mucha facilidad y les da risa. Luego, un poco en broma, Antonio pinta con un dedo, como si él aire fuera un pizarrón y escribe algo, que por supuesto, Clotilde no entiende da señales con la cabeza, él le toma la mano y repite lo que escribió. Ella empieza a sonreír conforme capta.)
CLOTILDE: ¡Ay Toño! ¡Qué bárbaro! (Ella, a su vez, escribe en el aire algo que Antonio no entiende. Ella lo guía y él sigue sin entender. Ella repite la escritura y por fin se desesperada y le dice impaciente.) Que si vienes mañana a las once.
ANTONIO: Quién te entiende con esa ortografía.
CLOTILDE: (Mona.) ¿Vienes?
ANTONIO: (Pegando un brinco.) ¡Claro! Es la mejor noticia desde Waterloo. (Recordando.) Pero quedé en ir por tu marido a las doce.
CLOTILDE: A las once no hay nadie aquí. Luego irás por él.
(Por toda respuesta él la besa en el momento en que Roberto entra por la derecha y le asombra el silencio. Con la cara llena de dudas se acerca sin hacer el menor ruido. No alcanza a ver el beso, pero Antonio tiene a Clotilde por los hombros. Al entrar Roberto, hacen un movimiento imperceptible para separarse y se quedan sin comentarios. Actuar lento y preciso hasta el final.)
ROBERTO: ¿Otra basura en el ojo?
ANTONIO: (Muy tranquilo.) No. ¿Por qué?
ROBERTO: (Dudando.) Estaban muy callados.
CLOTILDE: No tenemos nada de que hablar.
ANTONIO: Tienes que cultivarla, le platiqué de las leyes de Newton y se aburrió.
(Roberto se sienta en silencio. Enojado.)
ANTONIO: (De pie. Un poco cortado.) Creo que ya me voy.
ROBERTO: ¿Te vas?
CLOTILDE: ¿No te quedas a comer?
ANTONIO: No puedo, tengo que ver a alguien... Bueno, mano, adiós.
ROBERTO: Nos vemos.
ANTONIO: En la imprenta, ¿a qué horas?
(Clotilde, sin ser vista por Roberto, escribe en el aire once, sin que Antonio mueva un músculo.)
ROBERTO: A las once. ¿No?
ANTONIO: Compraré una botella de vino. ¿Tinto?
ROBERTO: Sequito.
ANTONIO: Bueno, entonces a las doce con una botella de tinto seco. (Clotilde pone once con los dedos.) ¿Correcto?
ROBERTO
Y CLOTILDE: Correcto.
(Antonio se despide de mano y sale por el barandal, del mismo modo que como entró. Clotilde lo ve irse y Roberto hace que lee el periódico.)
CLOTILDE: (Viendo alejarse a Antonio.) Deberías aprender de Toño, no tiene barriga.
(Roberto se levanta lento y dobla el periódico cuidadosamente, se asoma y ve alejarse a su amigo.)
ROBERTO: (Tranquilo. Con intención.) ¿Te fijaste en una cosa? Vino por una firma, estuvo aquí media hora... y se le olvidó pedírmela.
Clotilde lo mira de frente, un poco atemorizada por primera vez. Roberto sonríe un poco, mientras cae lento el
TELON



ACTO SEGUNDO
Al levantarse el telón, la escena está desierta. Es un día mucho más amueblado que el anterior. Suenan once campanadas en una iglesia cercana. Roberto entra por la derecha, cruza el costurero y llega a la terraza, se sienta en una silla y saluda de vez en cuando a los que pasan por la calle. Lleva camisa de pijama, pantalón de calle, zapatos y una cachucha de quesadilla. Sus movimientos son lentos, como de costumbre, pero determinados y muy pensados. Su tranquilidad es innatural. Entra Clotilde con la camisa y el saco de su marido, conteniendo su nerviosidad.
CLOTILDE: Son las once, mi vida.
ROBERTO: Las oí. (Saludando a la calle.) Adioos.
CLOTILDE: (A la calle.) Adioos. (A Roberto.) ¿No vas a trabajar?
ROBERTO: Estoy pensando que por ser día de San Juan podría, con mucha facilidad, no ir.
CLOTILDE: (Alarmada.) ¿Y dejas plantado a Toño?
ROBERTO: Puedo hablarle por teléfono al hotel.
CLOTILDE: Pues háblale pronto diciéndole que no vas a salir.
ROBERTO: Pero, mi vida, ¿cómo quieres que le hable si todavía no decido si ir o no a la imprenta?
CLOTILDE: Pues decídete pronto.
ROBERTO: No hay ninguna prisa. (Con intención.) ¿Quieres que me vaya?
CLOTILDE: (Alerta. Conteniéndose.) ¿Yo? ¿Por qué había de querer que te fueras?
ROBERTO: (Perdiendo.) Te pregunto... Puedes tener alguna razón.
CLOTILDE: Estás loco. Me da lo mismo. (Pone la camisa y el saco sobre la silla y se recarga en el barandal, viendo hacia fuera. Pausa corta.)
ROBERTO: (Preocupado.) ¿Estás enojada?
CLOTILDE: (Indiferente) ¿Yo? No.
ROBERTO: (Enojado.) Dime por qué quieres que me vaya.
CLOTILDE: (Impaciente.) Dije que me daba igual.
ROBERTO: (Se levanta y la ve de frente.) Pero quieres que me vaya. Se te ve en la cara.
CLOTILDE: ¿A mí?
ROBERTO: (Impaciente.) ¡Claro!
CLOTILDE: Bueno. Sí, quiero que te vayas. ¿Ya estás contento?
ROBERTO: (Dudando.) Me daría mucho coraje.
CLOTILDE: ¿Qué cosa?
ROBERTO: (Dolorido.) Que quisieras que me fuera.
CLOTILDE: (Conmovida.) No quiero que te vayas.
ROBERTO: ¿Por qué me traes mi camisa?
CLOTILDE: Para que no te molestes en ir a buscarla.
ROBERTO: ¿No te importa que me queda?
CLOTILDE: (Otra vez impaciente.) Roberto, pareces vieja.
ROBERTO: ¿Cómo demonios?
CLOTILDE: Has estado molestándome toda la tarde, toda la noche y toda la mañana.
ROBERTO: No es cierto.
CLOTILDE. Me preguntaste diez veces si tenía basuras en los ojos.
ROBERTO: (Agresivo.) ¿Y las tuviste?
CLOTILDE: No tuve nada. Y si quiero que te vayas porque ya no te aguanto.
ROBERTO: Atrévete a correrme.
CLOTILDE: ¡Lárgate!
ROBERTO: (Dolido.) ¿Cómo puedes ser así?
CLOTILDE: ¡Ay Roberto! ¿Qué te pasa?
ROBERTO: (Con intención.) ¿No sabes?
CLOTILDE: (La inocencia en persona.)¿Cómo quieres que sepa si tú no me dices?
ROBERTO: (Dudando.) Me imaginé que sabría
CLOTILDE: (En ofensiva.) Dímelo.
ROBERTO: (Evasivo. A la calle.) Adioos.
CLOTILDE: (Impaciente.) Adioos. (Cambio insistente.) Dímelo.
ROBERTO: (Dándose por vencido.) No me pasa nada. (Poniéndose la camisa.) Ya me voy.
CLOTILDE: (Indiferente.) Bueno. (Viendo hacia fuera.)
Roberto se abotona la camisa. Duda y luego se acerca, le pasa la mano en la cintura.)
ROBERTO: No quiero que esto se quede así.
CLOTILDE: Pero, mi vida, has estado insoportable.
ROBERTO: (Un poco impaciente.) Por eso, quiero que me perdones.
CLOTILDE: (Sencilla y hueca.) Sí, mi vida, te perdono.
ROBERTO: (Impaciente.) Quiero que pongamos esto en claro de una buena vez.
CLOTILDE: ¿Qué cosa?
ROBERTO: ¿Qué estabas haciendo ayer con Toño?
CLOTILDE: (Inocente.) ¿A qué horas?
ROBERTO: Cuando los encontré en el sofá.
CLOTILDE: (Piensa. Luego.) Me ayudó a abrir mi canasto de costura.
ROBERTO: No es cierto. Qué mentiras. No es posible.
(En silencio, Clotilde va por el canasto y se lo entrega para que haga la prueba. Él forcejea un rato, mientras ella mira al frente, digna, con los brazos cruzados.)
ROBERTO: (Entregándole el canasto sin abrir. Arrepentido.) Perdóname.
CLOTILDE: (Agresiva.) Ahora dime tú: ¿qué pensaste que estuviéramos haciendo?
ROBERTO: (Evasivo a la calle.) Adioos.
CLOTILDE: Adioos. (Insistente.) ¿Qué pensaste que estuviéramos haciendo?
ROBERTO: No supe. Te tenía de los hombros.
CLOTILDE: No es cierto. Lo soñaste.
ROBERTO: (Mordiéndose una uña.) Es posible.
CLOTILDE: Llevamos seis años de casados. ¿Cuándo te di motivos de queja?
ROBERTO: (Rápido.) La vez del güero Gutiérrez.
CLOTILDE: (En terreno falso.) Bueno, pero quitando eso, no ha pasado nada en seis años. No tienes derecho a dudar de mí.
ROBERTO: Realmente.
CLOTILDE: Tú me conoces bien y sabes que yo no soy capaz de una cosa de esas.
ROBERTO: (Pensando rápidamente.) ¿De qué cosa?
CLOTILDE: (En su trampa.) De una cosa... de ésas.
ROBERTO: M... Mira...
CLOTILDE: (Ofendida.) Pero entonces estaba yo más joven, y además era contigo. Ahora es diferente. (Heroica.) Estamos casados y yo tengo un hijo a quien educar y a quien darle buen ejemplo.
ROBERTO: Tienes razón. (Besándola.) Perdóname. Fue una estupidez mía.
CLOTILDE: (Besándolo.) Yo sé que esas dudas son porque me quieres. Y porque eres muy tonto.
ROBERTO: Es verdad. Pero ya voy a componerme, te prometo que no volverá a suceder.
(Ella le pone el saco para que sea más rápido. Él lo nota.)
ROBERTO: Te digo que quieres que me vaya.
CLOTILDE: No empieces otra vez.
(Roberto salta el barandal ayudado por Clotilde que lo empuja de las nalgas para que salga más aprisa.)
CLOTILDE: (Con voz sorda que se oye en todo el teatro.) Mi marido sospecha.
ANTONIO: (Desde abajo y con voz sorda.) ¿Qué dices?
CLOTILDE: (mismo juego.) Que mi marido sospecha.
ANTONIO: (Saltando el barandal. Mismo juego.) No oigo nada.
CLOTILDE: (Casi gritando.) ¡Que mi marido sospecha!
ANTONIO: (Sincero.) ¡Pobre tipo!
CLOTILDE: Estuvo moliéndome toda la mañana.
ANTONIO: (Tomándola de la cintura y besándola.) Debe sufrir mucho.
CLOTILDE: Suéltame.
ANTONIO: (Asombrado.) ¿Entonces qué? ¿No va a pasar nada?
CLOTILDE: Te digo que mi marido sospecha.
ANTONIO: Bueno, y ¿qué le vamos a hacer?
(Corre al costurero y el otro la sigue.)
CLOTILDE: Date cuenta que esto es terrible para una mujer casada y con hijo.
ANTONIO: No empieces con necedades.
CLOTILDE: (Frente a frente.) No es necedad, es algo importante para mí.
ANTONIO: (Entusiasmado.) Para mí también y además: suavísimo.
CLOTILDE: Toño, no seas payaso. Te digo que Roberto lo sabe todo.
ANTONIO: ¿Qué quieres que haga? ¿Que me ponga a llorar?
CLOTILDE: No. Pero cuando menos estate quieto.
ANTONIO: No puedo estarme quieto contigo aquí.
CLOTILDE: Entonces vete.
ANTONIO: (Da media vuelta y luego cambia de opinión.) ¿Ya te diste cuenta de que no hay derecho?
CLOTILDE: No hay, pero ¿quieres que me corran de la casa?
ANTONIO: Realmente no me importa.
CLOTILDE: Toño, tenemos que portarnos bien. Aunque sea sólo por un día. (Viéndolo a la cara.) Sólo por hoy.
ANTONIO: (Malhumorado.) Ya me voy.
CLOTILDE: (Dudando.) Quédate un rato. Luego vas por Roberto.
ANTONIO: ¿Platicando?
CLOTILDE: Conmigo.
ANTONIO: No. Eso sí que no.
CLOTILDE: ¿Quieres jugar damas chinas?
ANTONIO: Me voy.
CLOTILDE: Por favor, no me dejes sola.
ANTONIO: Mira, decídete: ¿quieres o no quieres?
CLOTILDE: (Decidida.) Quiero que juegues damas chinas conmigo.
ANTONIO: (Vencido.) Bueno.
CLOTILDE: Vas ver cómo nos divertimos mucho. (Se inclina para sacar el tablero de la cómoda, mientras Antonio la ve triste y hambriento.) Deben estar llenas de polvo, hace mucho que no jugamos.
ANTONIO: ¿No te das cuenta que estamos haciendo una estupidez?
CLOTILDE: Claro que me doy cuenta, pero no nos queda otro remedio.
ANTONIO: No hay nadie en casa.
CLOTILDE: No puedo engañar a Roberto, lo quiero mucho.
ANTONIO: ¡Qué escrúpulos te salieron!
CLOTILDE: Además es pecado.
ANTONIO: No seas fúnebre. Yo no puedo ni pensar en eso.
CLOTILDE: Fíjate que yo tampoco. Pero luego siento remordimientos.
ANTONIO: Yo también, pero me los aguanto...
CLOTILDE: (Impaciente.) Toño, ya no estamos hablando de eso. Tú vienes a visitarme, yo saco el tablero y jugamos damas chinas.
(Las pone sobre una mesa chica y se sientan uno de cada lado.)
ANTONIO: ¿Cuáles quieres? ¿Las rojas o las blancas?
CLOTILDE: Blancas, siempre me han gustado las blancas. ¿A ti no?
ANTONIO: Me gustan como sea. (Acomodándolas.) Clotilde, estamos perdiendo el tiempo.
CLOTILDE: Ay, Toño, me da mucha pena que estés aburrido, pero ¿qué le vamos a hacer?
ANTONIO: No... si no me quejo.
CLOTILDE: (Sin ironía.) A mí me encantaría hacer algo por divertirme. Pero no pude ser, ya te digo.
ANTONIO: (Dándole palmadas en una rodilla.) No se apure. Ya ve que yo de todos modos la quiero mucho.
CLOTILDE: ¡Qué bueno!
ANTONIO: ¿Qué cosa?
CLOTILDE: Que no estás enojado. Pensé que ibas a enojarte conmigo.
ANTONIO: No tenía por qué, me da gusto que seas tan virtuosa.
CLOTILDE: (Halagada.) ¿Te parezco virtuosa?
ANTONIO: (Dudando.) Poquito.
CLOTILDE: (Emocionada.) Nunca lo habías dicho.
ANTONIO: No lo habías merecido. Tú sales.
(Ella mueve. Él estudia el tablero y ella lo ve a él.)
CLOTILDE: Toño, hablando de otra cosa, ¿duermes en cama ancha?
ANTONIO: (Extrañado.) ¿Por qué?
CLOTILDE: No sé. Curiosidad. Me gustaría conocer tu cuarto.
ANTONIO: Cama angosta.
CLOTILDE: ¿No tenías curiosidad de conocer mi recámara?
ANTONIO: Mucha, pero me la he aguantado. El hombre puede aguantar esas cosas.
CLOTILDE: ¿De qué color es la colcha?
ANTONIO: Gris. Tú vas.
(Ella juega después de estudiar el tablero y, mientras él lo estudia a él.)
CLOTILDE: Tienes el pelo chino. No me había dado cuenta.
ANTONIO: Tú vas. (Ella estudia el tablero.) Tú tienes las piernas blancas, blancas.
CLOTILDE: (Cubriéndose las rodillas con la falda.) No empieces.
ANTONIO: Nadas feas. Tira.
(Ella obedece. Quedan, por un momento, absortos en el juego. Roberto salta el barandal y con las peores intenciones se acerca de puntas a la puerta y se detiene a oír, sin ver ni ser visto. Antonio tamborilea con un dedo sobre la mesa y Roberto se llena de angustia.)
CLOTILDE: (Hablando del juego.) ¡Cómo eres!
(Roberto escucha más atento, triunfante y angustiado, convencido de que los sorprendió con las manos en la masa y prepara una entrada especular, digna de Mefistófeles, creyendo causar gran sensación. De un salto cae al centro de la habitación y los otros aparentan no sorprenderse. Roberto se queda perplejo ante su acto fallido.)
ANTONIO: (Con la atención fija en el juego.) ¡Hola!
CLOTILDE: ¡Mi gordo!
(Roberto saluda con la mano y se pone a ver estúpidamente el juego.)
ANTONIO: (Después de tirar.) ¿No quedamos de vernos a las doce?
CLOTILDE: ¿Siempre no fuiste a la imprenta?
ROBERTO: (Culpable.) Cambie de idea.
CLOTILDE: Acabando de irte llegó Toño. Le dije: lástima de que no lo encuentres, acaba de salir en este instante.
ROBERTO: ¿Ah, sí?
ANTONIO: Había mucha gente y vine a dar la vuelta. Pasé y vi a tu mujer y me metí. (A Clotilde.) ¿Quieres seguir jugando?
CLOTILDE: (Afectada.) Te aburre jugar conmigo, ¿verdad? Ya lo he notado. ¿Quieres platicar con tu amigo? (A Roberto.) ¿Qué te pasa, mi vida? Estás serio.
ROBERTO: (Mohino.) Nada. (Se quita el saco.)
CLOTILDE: (A Antonio.) Ha estado de mal humor desde ayer a estas horas. (A Roberto.) ¿No estarás estreñido, mi gordo?
ROBERTO: (Furibundo.) No.
CLOTILDE: (Explicando.) Es de muy buen carácter de por sí; yo no sé qué estará pasándole.
ROBERTO: Nada.
CLOTILDE: (De pie besando a su marido.) ¡Qué hermoso!
ANTONIO: (Molesto,) Hazme el favor de no decirle hermoso al macaco de tu marido.
(Apolíneo, Roberto ve el paisaje.)
CLOTILDE: (Tierna.) Es lindo, parece un elefante recién nacido.
ROBERTO: Vete a guisar tu liebre.
CLOTILDE: (Afectada, saliendo.) Los dejo.
(Los hombres quedan un momento en silencio molesto. Roberto saca unos cigarros y enciende uno; Antonio no sabe qué hacer.)
ANTONIO: (Para conversar.) Bueno y ¿qué te has hecho?
ROBERTO: (Sin verlo de frente. Ocupado con su saco.) Observar.
ANTONIO: (Riendo nervioso y viniendo al tablero.) ¿Muy científico?
ROBERTO: Científico no. Pero si no me doy cuenta de ciertas cosas, me friegan.
ANTONIO: (Serio, sin ocultarse.) ¿Quién te friega?
ROBERTO: Tengo que saber todo lo que pasas en mi casa. No puedo confiarle nada a nadie.
ANTONIO: No tienes de quien desconfiar. Tu mujer es muy seria; las viejitas son una lata, pero no creo que quieran tomarte el pelo; tienes buenos amigos: yo, por ejemplo; en las cantinas saben hacerte las “cubas” como te gustan. No tienes que desconfiar de nadie.
ROBERTO: (Viéndolo intensamente.) Puede que tengas razón.
ANTONIO: ¿Ya ves? Pensando las cosas con calma todo es mejor.
ROBERTO: ¿Tu crees?
ANTONIO: Naturalmente, sólo que a ti gusta hacer el mártir.
ROBERTO: (Mártir.) he tenido una vida bastante amarga. Tú no entiendes de eso porque has sido un hombre afortunado. Pero yo; trabajo desde los doce años, no pude terminar mi carrera y tengo que mantener a mi mujer, a mi hijo y a las viejitas.
ROBERTO: No estoy haciéndome nada. (Enérgico.) Tengo desconfianza, eso es todo.
ANTONIO: (De pie. Pasándole un brazo por los hombros.) No es buen sistema.
(Salen a la terraza juntos.)
ROBERTO: ¿Cuál?
ANTONIO: Desconfiar.
ROBERTO: (Con intención.) ¿Por qué?
ANTONIO: Te llevas una vida pera. La gente que quiera tomarte el pelo lo hace de todos modos. Hay cosas que más vale ignorar.
ROBERTO: ¿Cuáles?
Antonio: (Despreocupado.) Te voy a poner un ejemplo: supón un tipo al que su mejor está poniéndole los cuernos. ¿No crees tú que es mejor que no se entere de nada?
ROBERTO: (Casi yéndose de espaldas.) ¿por qué dices eso?
ANTONIO: Es un ejemplo.
ROBERTO: (Insistente.) ¿Qué quieres decir con eso?
ANTONIO: (Paciente.) Te pregunté qué hacías, me dijiste que observar, te dije que era mal sistema y te puse un ejemplo. No tienes por qué sacar conclusiones estúpidas.
ROBERTO: ¿Cuáles conclusiones?
ANTONIO: Estás pensado algo, ¿no? Bueno. Pues no es cierto.
ROBERTO: (Lo estudia un momento. Perplejo. Duda y cambia de rumbo. Enojado.) Me cae mal la gente que piensa que nada es malo mientras nadie se entere.
ANTONIO: (Tranquilo.) A mí también. Me gustan las cartas sobre la mesa.
ROBERTO: (Inspecciona a su amigo un momento y se desconcierta por su tranquilidad. Viendo al frente.) No entiendo nada.
(Se sientan.)
ANTONIO: (Meditando. Como si hubiera llegado a una conclusión.) ¿Sabes? Hablando de cartas sobre la mesa; quiero decirte una cosa.
ROBERTO: (Sin aire.) ¿Qué cosa?
ANTONIO: Es una confesión que quiero hacerte.
ROBERTO: (Asombrado.) ¿A mí?
ANTONIO: Creo que te la debo... hasta cierto punto... No tengo obligación de hacértela, pero entre amigos hay cosas que deben estar claras. ¿No crees?
ROBERTO: (Angustiado.) Desde luego.
ANTONIO: Puede que sea mejor no decirte nada.
ROBERTO: (Impaciente.) Ahora me dices.
ANTONIO: No te dará gusto, te lo advierto.
ROBERTO: (Suplicante.) Por favor, di.
ANTONIO: Te advierto que es bastante desagradable.
ROBERTO: (Tomando aliento.) ¿Es algo de mi mujer?
ANTONIO: (Pausa.) Sí.
ROBERTO: (Preparándose para lo peor.) Ya dilo.
ANTONIO: A Clotilde la conozco desde hace mucho. Yo tendría unos seis años, ella unos doce. Y ya desde entonces me gustaba mucho. Era monísima. Se subía a los árboles y yo me paraba abajo para verla, porque se le veían las piernas. Me imagino que ella se daba cuenta y lo hacía a propósito.
ROBERTO: Ya mejor no sigas.
ANTONIO: Es conveniente poner estos asuntos en claro. ¿No crees? Paladinamente te confieso: siempre me gustó Clotilde.
ROBERTO: Ahora es mi mujer.
ANTONIO: Yo la conozco desde mucho antes que tú.
ROBERTO: (Enojado.) ¿Y eso qué tiene que ver?
ANTONIO: Ya ves cómo estás enojándote. Mejor ya no te digo.
ROBERTO: Cuéntalo.
ANTONIO: Pues nada, que se me antoja mucho.
ROBERTO: ¿Clotilde?
ANTONIO: Sí, ¿Sabes una cosa? Pues que sigue antojándoseme.
ROBERTO: ¿Clotilde?
ANTONIO: Ayer nada menos, tenía yo muy malas intenciones.
ROBERTO: ¿Y Clotilde?
ANTONIO: Hice todo lo posible.
ROBERTO: Cuéntame el final.
ANTONIO: No paso nada, porque ella es muy seria.
ROBERTO: (Mártir.) Y luego por qué me siento mártir.
ANTONIO: Deberías estar orgulloso de tener una mujer tan decente.
ROBERTO: Y tan buenos amigos.
ANTONIO: Estoy arrepentidísimo. Tengo una pena espantosa. Fue una acción de muy mal amigo. Pero... ¿no podrás perdonarme? (Pausa. Se ven las caras, no enojados, perplejos, luego voltean para distintos lados.) Si no llegan los danzantes pronto va a caer un aguacero que va a echar a perder todo.
ROBERTO: No me importa.
ANTONIO: ¿Estás enojado?
ROBERTO: Tengo razones. ¿No?
ANTONIO: ¿Crees que si hubiera pasado algo seria yo capaz de hablar de esto?
ROBERTO: (Dudando.) No.
ANTONIO: ¿O que te lo diría si tuviera intenciones de llevar adelante el asunto?
ROBERTO: (Más tranquilo.) No.
ANTONIO: Entonces. ¿Me perdonas?
ROBERTO: Creo que no me queda más remedio.
(Se dan la mano.)
ANTONIO: (Sincero.) Caray, mano, me siento mucho más tranquilo.
ROBERTO: (Tranquilo.) Yo también. (Inseguro.) ¿De veras te rechazo?
ANTONIO: Con mucha energía.
ROBERTO: Entonces hay algo que quiero confesarte. Yo estaba sospechando todo esto.
ANTONIO: ¡No!
ROBERTO: Sí. Precisamente, regresé para ver si los encontraba haciendo algo malo.
ANTONIO: (Desilusionado.) ¿De veras?
ROBERTO: (Culpable.) Sí. ¿Podrás perdonarme?
ANTONIO: Es horrible.
ROBERTO: Sí. Fue obedecer a mis más bajas pasiones. ¿Me perdonas?
ANTONIO: Creo que te comprendo.
(Se estrechan la mano emocionados.)
ROBERTO: (Dándole un golpe en la rodilla. Ya en confianza.) Me quedé pensando en lo que platicábamos ayer.
ANTONIO: ¿Qué cosa?
ROBERTO: Eso de morirse antes de hacer algo.
ANTONIO: (Aburrido.) Realmente no era tan importante.
ROBERTO: Sí es importante. Yo no quiero morirme siendo un idiota.
ANTONIO: Pues eres un idiota.
ROBERTO: (Picado.) Pero soy mejor que la mayoría de las gentes de Aquí: tengo preocupaciones culturales.
ANTONIO: Claro.
ROBERTO: Pero hace diez años habíamos aquí una serie de gentes con las mismas preocupaciones: parecía que íbamos a ser algo grande; estábamos bien dotados, éramos muy inteligentes... bueno... y éramos muchos. ¿Qué pasó? Los que iban a ser escritores, se quedaron en notarios, los pintores son empleados de gobierno y el que más prometía vende seguros de vida. Sólo quedamos dos: uno está muriéndose de hambre en México y yo dirijo un periódico que dice: “La deliciosa Conchita Aranda cumplió quince años ayer y tuvo misa en la parroquia y un pastel abominable en la noche; lucía hermoso vestido fucsia... etc.”
ANTONIO: Puedes irte a México.
ROBERTO: ¿Qué posibilidades crees que tenga de mantenerme en México?
ANTONIO: En México se mantiene cualquier idiota: mira, yo conozco un tipo ; por cierto que su mujer le pone los cuernos...
(Se queda helado, sin poder seguir, Roberto está como golpeado.)
ROBERTO: ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
ANTONIO: Nada. Absolutamente nada.
ROBERTO: (Persiguiéndolo.) Sígueme contando.
ANTONIO: Nada.
(Pausa.)
ROBERTO: (Furioso, pero contenido.) No entiendo por qué me platicaste de tu amigo al que le ponían los cuernos.
ANTONIO: Era para decirte que cualquier gente se mantiene en México.
ROBERTO: ¿Aunque sean tan tarugos que les pongan los cuernos?
ANTONIO: (Para no ofenderlo.) No dije eso: los cuernos se los han puesto a personas muy inteligentes.
ROBERTO: ¿A Sócrates?
ANTONIO: ¿Estaba casado?
ROBERTO: No sé. Pero sigue platicándome de tu amigo al que le pusieron los cuernos.
ANTONIO: Nada más era un ejemplo.
ROBERTO: Ah, vaya.
(Alguien pasa por la calle y ellos saludan con la mano.)
ROBERTO: (Contenido) Como te decía, me revienta la gente que cree que lo que hace no tiene nada de malo mientras nadie se entere.
(Antonio no contesta. Ve el paisaje.)
ROBERTO: Hay que observar. Y sobre todo, no tenerle confianza a nadie. ¿Sigues creyendo que es un mal sistema?
ANTONIO: Claro.
(Silencio. Clotilde entra por la derecha muy contenta.)
CLOTILDE: La liebre está ¡hermosa!
ANTONIO: Dile a tu mujer que no sea tan cursi.
CLOTILDE: (A Roberto.) Esa camisa es horrible, mi vida. (Sin contestar, Roberto, desafiante, la toma y se la sienta en las rodillas, ella se ríe divertida y Antonio no mueve una pestaña. La besa. Sin mal humor.) No seas meloso. ¿Qué va a decir Toño?
ROBERTO: Que diga lo que quiera.
(Roberto besa a Clotilde en la boca.)
ANTONIO: (De pie. Descompuesto.) Creo que voy a comprar el vino.
CLOTILDE: Hay en la tienda de enfrente.
ROBERTO: (Irónico.) No te vayas, hombre, va a ponerse bueno.
ANTONIO: (Impaciente.) Además tengo que hablar por teléfono.
(Es claro que lo que quiere es salir. Salta el barandal y desaparece.)
CLOTILDE: No te tardes.
(Solos.)
ROBERTO: (Enojado.) Eres una mugre.
CLOTILDE: (Sorprendida.) ¿Por qué?
ROBERTO: Eres capaz de cualquier cosa.
CLOTILDE: ¿De qué?
ROBERTO: ¿No sabes?
CLOTILD: (Cauta.) No.
ROBERTO: Tu amigo confesó.
CLOTILDE: ¿Qué cosa?
ROBERTO: No te hagas la tonta.
CLOTILDE: Es que no sé de qué estás hablando.
ROBERTO: Que ayer trató de hacerte el amor.
CLOTILDE: (Inocente.) ¿A mí?
ROBERTOP: ¡Ahora tratas de ocultarlo!
CLOTILDE: Es que no me di cuenta.
ROBERTO: ¡Pobrecita! ¡Tan inocente!
CLOTILDE: Yo no tengo la culpa de no ser mal pensada.
ROBERTO: ¿Entonces no es cierto que lo rechazaste?
CLOTILDE: Sí es cierto... (Corrigiendo.) Digo, no lo rechacé porque no me di cuenta.
ROBERTO: ¿Por qué me dijo que lo rechazaste?
CLOTILDE: ¿Cómo voy a saber?
ROBERTO: Estás engañándome desde que tenías doce años.
CLOTILDE: ¿Yo?
ROBERTO: Me dijo que te subía a los árboles y se te veían las piernas.
CLOTILDE: Pues no es cierto. Además siempre usaba calzones.
ROBERTO: Creo que me da más coraje que me tomes el pelo a que te acuestes con quien sea.
(Clotilde lo ve un momento sin saber qué contestar. Decide cambiar de táctica.)
CLOTILDE: (Bajando los ojos.) Si eres capaz de pensar eso de mí.
ROBERTO: Tardé seis años en darme cuenta, y lo que más rabia me da es que te he sido completamente fiel. Desde que nos casamos no he visto más mujer que tú. No me dejabas beber porque me hinchaba, no me dejabas comer porque engordaba, no me dejabas fumas porque apestaba y yo imbécil, obedeciendo como un borrego. Y tú...
CLOTILDE: (Tranquila.) Mira, mi conciencia está tranquila y es lo único que me importa. Tú puedes pensar lo que te dé la gana.
ROBERTO: (Despechado.) Me hice hacer ejercicios de encierro.
CLOTILDE: (Enfrentándole.) Mira, Roberto, no sigas insultándome porque te pego.
ROBERTO: ¿Tú? ¿Pegarme a mí?
(Clotilde le da una sonora bofetada que lo hace tambalearse, luego lo detiene y cuando está ya firme intenta golpearla, ella se hace a un lado, él se tropieza con una silla y sé va de boca, elegantemente. La escena debe ser tan fluida que no dé impresión de violencia. Clotilde se agacha y lo atiende.)
ROBERTO
Y CLOTILDE: (Sonrientes.) Adioos.
ROBERTO: ¿Por qué me hiciste eso?
CLOTILDE: Porque estabas muy grosero conmigo.
ROBERTO: Digo: ¿por qué me engañaste?
CLOTILDE: (Casi convencida de lo que está diciendo.) Pero si nunca te he engañado, mi vida. Será bueno que hagas unas sentadillas porque estás muy aguado.
ROBERTO: (Mártir.) Yo sé que no te he dado una vida divertida, pero no fue mi voluntad: siempre que tenía dinero me iba contigo al cine.
CLOTILDE: Nunca me quejé de eso.
ROBERTO: Sé que no soy una lumbrera, pero soy más inteligente que la mayoría de los hombres de este pueblo.
CLOTILDE: Nunca dije que fueras tonto.
ROBERTO: Si me visto mal es porque tengo mal gusto.
CLOTILDE: Nunca me ha importado
ROBERTO: Soy feo, pero tengo cierto sex - appeal, como tú me lo has hecho notar en varias ocasiones.
CLOTILDE: Sí.
ROBERTO: Entonces: ¿por qué me engañas? Por otra parte, si querías salir más seguido, me lo hubieras dicho, yo hubiera hecho lo imposible por sacarte de aquí.
CLOTILDE: No necesito salir. Siempre me he divertido mucho en mi casa.
ROBERTO: (Furioso de repente.) De eso ya me di cuenta.
CLOTILDE: (Indiferente) No me importa lo que pienses.
ROBERTO: (Suplicante.) Dime por qué me engañas... ¿Por qué?... ¿Por qué? (Transición.) Lo que me revienta es que me hayas hecho ir a los ejercicios de encierro.
CLOTILDE: Pues te hacían mucha falta.
ROBERTO: (Paseándose y golpeándose la cabeza.) ¡Estúpido de mí!
CLOTILDE: Mira, Roberto, te perdono que pienses esas cosas horribles de mí; pero, por favor, no estés dando lata.
ROBERTO: (Furioso.) ¡Me perdonas!
CLOTILDE: Porque sé que eres un pobre tonto que no entiende nada. Y un mal pensado, además.
ROBERTO: ¡Sólo eso me faltaba! ¡Que me perdones!
CLOTILDE: Pues a poco crees que soy yo la que va a pedir perdón. Estás haciéndome una gran injusticia.
VOZ
DE BERTA: ¡Clotilde! ¿Qué demonios esperas para abrirme? Hace media hora que estoy gritando y nadie me hace caso.
(Roberto abre la boca para hablar.)
CLOTILDE: (Decidida.) ¡Cállate! (Grito.) Voy.
(Clotilde sale y Roberto se deja caer en una silla, jadeante. Berta entra, seguida de Clotilde.)
BERTA: Me encontré a Toño y me dijo que... (Se detiene al ver a Roberto) ¿No fue a trabajar? ¿No se da cuenta de la situación en que estamos? Entienda que yo estoy gastando de mi capital doscientos pesos al mes. Doscientos pesos al mes. Y usted allí sentado en una silla. ¿No le da vergüenza?
ROBERTO: (De pie. Avergonzado.) Es día de San Juan.
BERTA: ¿Y usted cree que eso lo autoriza...?
ROBERTO: (Firme.) Mire, Berta, acabo de descubrir algo importantísimo y no estoy para discutir tonterías.
BERTA: (Perpleja ante el desplante.) ¿Tonterías?
ROBERTO: (En falso.) No quise decir eso...
CLOTILDE: Tía, no le hagas caso, está muy nervioso por una cosa que pasó en el periódico
BERTA: (Digna.) ¿Qué cosa?
ROBERTO: Bertita, por favor, perdóneme, no quise ofenderla.
BERTA: Tenga más cuidado al contestarme, y me hace el favor de que cuando vaya por el niño a la escuela no lo deje cruzar la calle solo, como el otro día. Me parece muy peligroso.
ROBERTO: Sí, Berta, tiene usted razón. (Duda y luego, decidido.) Es mi hijo, aunque nadie lo crea, y yo le cruzo las calles como me da la gana. Y usted, métase en lo que le importe. (Viendo para otro lado.)
(Las mujeres se quedan heladas. Él se faja los pantalones.)
CLOTILDE: No te fijes, tía.
BERTA: (Digna. Dando media vuelta.) No tiene la culpa el indio, sino el que lo hace compadre.
ROBERTO: ¿Qué quiere decir con eso?
BERTA: (Frente a frente.) Que es usted un me – dio – pe – lo.
ROBERTO: Y su sobrina... (Señalando.) Ésa: es de – la – ca –lle.
CLOTILD: ¡Roberto!
(Berta se queda muda como si se le hubiera caído el mundo encima. Luego sale caminando lentamente, mientras los otros la miran en silencio, muy asustados.)
CLOTILDE: Eres bruto como tú solo.
ROBERTO: (Culpable.) ¿Qué querías que hiciera?
CLOTILDE: Callarte la boca. No tenía por que enterarse.
ROBERTO: ¿Entonces es cierto?
CLOTILDE: ¿Qué cosa?
ROBERTO: ¿Me engañaste o no?
CLOTILDE: (Impaciente.) ¡Claro que es cierto!
(Pausa. Él la ve. Ella ve el paisaje.)
ROBERTO: (Balbuceante.) ¿Por qué?
CLOTILDE: (Duda .Luego, impaciente.) ¡Mírate en el espejo!
(Sin responder, Roberto va al costurero, se acerca al espejo, se estudia atentamente y regresa. Ella ve el paisaje.)
ROBERTO: No entiendo.
(Pausa.)
CLOTILDE: Yo tampoco, Roberto. No me preguntes porque no lo sé.
ROBERTO: (Blanco.) Me arruinaste. (Se sienta en el sofá muy decaído.)
CLOTILDE: (Se acerca y lo toma de las manos.) No pude evitarlo. (Él no contesta.) Es que debo ser muy mala.
ROBERTO: Eres una imbécil.
CLOTILDE: (Ofendida.) ¿Por qué?
ROBERTO: (Severo.) Echas todo a perder y no sabes ni por qué.
CLOTILDE: Sí sé: tuve muchas ganas...
ROBERTO: (Apartándose.) Valiente cosa.
CLOTILDE: ...De salir un poco de la monotonía.
ROBERTO: (Furioso.) En la variación está el gusto.
CLOTILDE: ¡Pues sí!
ROBERTO: (Estallando.) Pero, estúpida, ¿no te das cuenta de que ya no podremos vivir juntos?
CLOTILDE. (Asustada.) ¿Por qué no?
ROBERTO. Porque esto nunca te lo perdonaré. ¿Me oyes? Nunca.
CLOTILDE: (Digna.) ¡Pues qué tonto!
ROBERTO: (Violento.) Y esta escenita: ¡menos!
CLOTILDE: ¡Cállate porque van a oírnos!
ROBERTO: (Quedo.) No me importa.
CLOTILDE: (Apurada.) ¿De veras no vas a perdonarme?
ROBERTO: No.
CLOTILDE: ¿Aunque te lo pida de rodillas? (Se arrodilla.)
ROBERTO: (Digno.) No.
CLOTILDE. (Sentándose.) Pues no me importa que no me perdones.
ROBERTO: (Rabiando.) Debería matarte.
CLOTILD. ¡Atrévete!
ROBERTO: Debería matarlos a los dos.
(Antonio, tranquilo, salta el barandal en ese momento.)
ROBERTO: (Turbado. Luego cortés.) ¡Hola! Toño, ¿qué tal? ¿Cómo estás, eh?
ANTONIIO: (Viendo de uno a otro.) ¿Qué pasa?
CLOTILDE: Nada, ¿pOr qué?
ANTONIO: Yo creí.
ROBERTO: (Despreocupado.) ¿Trajiste el vino?
ANTONIO: Dos botellas.
(Pausa.)
ROBERTO: ¿Seco?
ANTONIO: Bastante.
ROBERTO: Bueno.
(Pausa.)
CLOTILDE: Voy a ver la liebre.
ANTONIO: (A Roberto.) Vamos a ver la liebre. ¿No?
(Salen en fila india Clotilde, Antonio y Roberto a ver la liebre. Roberto empuja a Antonio y ocupa lugar para proteger la retaguardia de su mujer. La escena queda sola `por un momento y luego las viejitas Berta y Nicolasa entran por la derecha.)
BERTA:
¡Qué bueno que llegaste! ¡Acaba de suceder algo terrible! El haragán del marido de Clotilde me insultó y luego la insultó a ella. Dijo que yo me metía en lo que no me importaba y luego que Clotilde era... dijo que era de la calle.
NICOLASA:
(Sentándose lentamente en una silla. Oyendo algo terrible largamente esperado.) ¿Dijo eso?
BERTA:
Lo que me dijo a mí ni le hace. Pero lo otro... No podemos tolerar estas cosas en nuestra casa.
NICOLASA:
¿Está muy enojado?
BERTA:
Parece. Debe estar loco. Es un pelado
NICOLASA:
(Tomando una decisión) ¿Sabes qué es lo peor?
BERTA
Pensando. ¡Está loco furioso!
NICOLASA
Que lo de Clotilde es verdad.
BERTA
Perpleja. ¿Es de la calle?
NICOLASA
Casi.
BERTA
¡Virgen Santa! Pero ¿a qué horas? Si se pasa el día en la cocina.
NICOLASA
Precisamente fue en la cocina.
BERTA
Perpleja. ¿De mi casa?
NICOLASA
Sí, Berta, pero tú no te das cuenta de nada de lo que pasa más allá de tus narices.
BERTA
Intrigada. ¿Metía hombres por el jardín?
NICOLASA
No, Berta, por la puerta principal.
BERTA
Rápida. ¡El lechero! Siempre me lo imaginé.
NICOLASA
Toño.
BERTA
Incrédula. Pero si es de muy buena familia.
NICOLASA
Pues fue Toño.
BERTA
¿Estás segura? t;
NICOLASA
Yo los vi. Me asomé. Quedan pensando un rato.
BERTA
¿Tendremos que correrla?
NICOLASA
Yo creo que no.
BERTA
No. ¿Verdad? ¿Corremos al marido?
NICOLASA
Por favor: piensa en serio. Pausa. Calculando. Para no errar, el único camino seguro es no darnos por enteradas de nada.
BERTA
Creerán que somos muy tontas.
NICOLASA
Debemos serlo.
BERTA
Ofendida. ¿Tontas?
NICOLASA
Muy tontas.
Entran Roberto y Antonio.
ANTONIO
Alegre. La liebre está quedando riquísima.
BERTA
Seria. No nos gusta la liebre..
ROBERTO
Si quieren voy a comprarles unos bistecitos.
BERTA
No queremos.
NICOLASA
Seria. Traje retazo y voy a hacer un caldo.
BERTA
Para nosotras dos.
NTONIO
Pero ¿qué les pasa?
BERTA y NICOLASA
Que no nos gusta la liebre.
ANTONIO
Hay vino.
BERTA
No queremos vino.
ROBERTO
Haciéndole una seña. ¡Déjalas!
ANTONIO
Les compré unos chocolates. ¿Quieren que los traiga? Los dejé en la cocina.
BERTA y NICOLASA
¡Ni lo mande Dios!
ANTONIO
Pero ¿qué les pasa?
BERTA
Nada. Nicolasa. vámonos.
Se ponen de pie, dan flanco derecho y salen de escena. Los dos hombres quedan solos sin saber qué decir.
ANTONIO
Parece que va a llover.
ANTONIO
Van a mojarse los que fueron a la fiesta.
ROBERTO
Sí.
Pausa.
ANTONIO
Tomando una decisión. ¿Qué te traes?
ROBERTO
Nada. Que me caen muy gordos los hipócritas.
ANTONIO
¿Yo soy un hipócrita? Tú también lo eres.
ROBERTO
Ofendido. ¿Yo?
ANTONIO
Cuando llegué, estabas diciéndole a Clotilde que ibas a matarme, a matarnos y a ver... Aquí estamos hablando del tiempo.
ROBERTO
No valen la pena. Me dan tanto asco que no valen la pena.
ANTONIO
¿Entonces siempre no vas a matarnos?
ROBERTO
No.
ANTONIO
Gracias, mano.
ROBERTO
No me faltan ganas.
ANTONIO
Viéndole a la cara. Dándole una palmada en la rodilla. Te comprendo. Te comprendo muy bien.
ROBERTO
Alejándose. Violento. Pero no me importa. Te aseguro que no me importa. No me importa nada. Nada, ¿sabes? Nada.
ANTONIO
Me alegro mucho. Era lo queme preocupaba.
ROBERTO
¿Yo? ¿Pensaron mucho en mí? Pobres tontos, yo lo sabía.
ANTONIO
¿Lo sabías?
ROBERTO
Era un acuerdo tácito entre mi mujer y yo. ¿No te platicó de eso?
ANTONIO
No. Pero me parece altamente inmoral.
ROBERTO
Eres buen juez.
ANTONIO
De pie, violento. Vete al diablo. Cómete tu liebre y guarda tu mujer con candado. No vuelvo a pararme en tu casa.
ROBERTO
Enfrentándose. Harás muy bien. Y llévate tu mugre de vino.
ANTONIO
Me parece muy buena idea. Se dirige violento a la derecha.
ROBERTO
Interponiéndose. Un momento. ¿Tú crees que voy a dejarte solo con mi mujer en la cocina?
ANTONIO
¿No dices que no te importa?
ROBERTO
Pues no me importa.
ANTONIO
Entonces, déjame pasar.
ROBERTO
Inseguro. ¿Por qué quieres ir a la cocina?
ANTONIO
Calmado. Por el vino. Sincero. Te aseguro que nada más por el vino.
ROBERTO
Quitándose. Vé por lo que quieras.
ANTONIO
Sin moverse. Roberto... Caray... Yo quisiera que, caray, perdóname, mano. Fue un lío. No pudimos evitarlo... Te aseguro que no volverá a suceder.
ROBERTO
Viendo hacia otro lado. Recoge tu vino.
ANTONIO
Yendo hacia la puerta. Desistiendo. Bueno. Sale.
Roberto se pasea un momento, para enfriarse. El otro regresa con el vino.
ANTONIO
De todos modos quiero pedirte perdón.
ROBERTO
Viéndole a la cara. Yo sé que ninguno tuvo la culpa, pero estoy muy ofendido.
ANTONIO
Tienes toda la razón.
ROBERTO
Adiós, mano.
ANTONIO
Que te vaya bien. Se dispone a salir saltando el barandal.
ROBERTO
Ayer querías una firma. Si te hace falta, puedo dártela.
ANTONIO
No hubo necesidad. Gracias de todos modos. Pone un pie sobre el barandal.
ROBERTO
Si necesitas algo, ya sabes dónde buscarme. Cualquier cosa que…Decidido. No te vayas. Antonio se detiene. Quédate a comer.
ANTONIO
Contento. ¿De veras? ¿Quieres que me quede?
ROBERTO
Ocultando su emoción. ¿Crees que voy a dejar ir el vino así como así? Le quita la botella.
ANTONIO
Muy emocionado. Gracias. No tienes idea de lo horrible que hubiera sido para mí irme en esa forma.
ROBERTO
Dueño de sí mismo. No hablemos de cosas desagradables. Señalando. Mira, ya van a empezar las danzas.
ANTONIO
Y el aguacero, ¿como si nada hubiera pasado?
ROBERTO
Como si casi nada.
Se estrechan la mano, emocionados.
ROBERTO
A mí estas cosas no me espantan. ¿Crees que tengo un criterio estrecho? Tampoco soy un chiquito. Soy un hombre de mundo. Soy un hombre moderno. Además, tengo preocupaciones culturales. Puedo entenderlos errores. Mártir. Aunque sea mi mujer, y mi mejor amigo. Yo creí que era mi mejor amigo. También creí que mi mujer... Quédate a comer.
Se sientan en el sofá viendo al frente. Entra Clotilde muy distraída.
CLOTILDE
Me urgen dos cosas para la comida.
ROBERTO
En el momento en que va a empezar el aguacero.
CLOTILDE
Sin inmutarse. Pan y unas alcaparras.
ROBERTO
No, chiquita, las alcaparras son hasta el puente. Son como seis cuadras.
CLOTILDE
Pues no le hace. Jueguen un volado a ver quién es el que tiene que ir hasta el puente. Lento. Hasta el telón.
ANTONIO
Vamos los dos.
Roberto la ve. Lo ve. Calcula. Duda y se decide. Saca una moneda. Muy solemne porque sabe que es la prueba de fuego.
ROBERTO
El que pierda va por las alcaparras. Lanza la moneda.
ANTONIO
Solemne. Águila.
Se acercan a ver el resultado.
ROBERTO
Me tocaron alcaparras. Coge su saco y se prepara a salir con gran solemnidad.
CLOTILDE
Un botecito chico, para que no cueste mucho.
ANTONIO
A Roberto. Si quieres te acompaño.
ROBERTO
Con intención. Mirándolo fijamente. No tiene caso. Espero que no haya necesidad.
Salen. Clotilde va a la terraza a verlos irse. Va al piano y toca la gavota Pavlova, muy impaciente. Antonio, con una bolsa de pan, salta el barandal y llega corriendo al costurero. Clotilde suspende la gavota. Antonio riega los bolillos por el suelo, Clotilde se levanta temblando, Antonio la mira sin acercarse.
CLOTILDE
Mis tías... están en la cocina.
Antonio da un paso hacia ella mientras cae el
Telón
Acto Tercero
Los bolillos están aún en el suelo. Ha pasado poco tiempo, Antonio entra precipitadamente, desarreglado y muy alarmado. Se detiene ante el espejo para componer los desperfectos, bebe un vaso de agua con mano temblorosa. Entra Clotilde.
CLOTILDE
Dramática. Alzando los ojos. Dios mío, perdóname. ¡Soy una puerca! A Antonio, componiéndose el pelo. Vidita, recoge los bolillos, ¿quieres? Porque si viene mi marido nos "cacha". Se estudia en el espejo.
ANTONIO
Imitándola. Ay, tú "nos cacha". ¡Qué mujer más cursi!
CLOTILDE
¡Qué bárbaro eres, me rompiste un botón!
ANTONIO
Recogiendo los bolillos. Bueno; pero qué concha la tuya. ¿No te das cuenta de la trascendencia del pecado que acabamos de cometer?
CLOTILDE
Absorta en el espejo. Si te digo que estoy -¡muerta de arrepentimiento! Volviéndose a él. ¿Cómo estoy? ¿Notas algo anormal?
ANTONIO
Nada. ¿Cómo estoy yo?
LOTILDE
Tienes los labios muy colorados. ¿Te los pinté o así los tienes?
Antonio se para alarmado y se ve en el espejo.
ANTONIO
Frotándose la boca. Me los pintaste. ¡Qué puntada!
CLOTILDE
. ¿Dónde será bueno comer? ¿Qué te parece si ponemos la mesa en la terraza?
ANTONIO ¿Cómo estoy?
CLOTILDE
Tienes la boca hinchada. Dime pronto: ¿comemos en la terraza?
ANTONIO
Frotándose la boca. Bueno. Donde te dé la gana.
CLOTILDE
Porque tengo un mantelito precioso, propio para picnics, y desde aquí podemos ver las danzas.
ANTONIO
Escandalizado. ¡Qué mujer tan frívola! ¿No ves que si llega Roberto y me encuentra con la boca hinchada va a comprenderlo todo? ¿Cómo estoy?
CLOTILDE
Ya se te hinchó más. Por favor, vidita, saca esa silla, ¿quieres?
ANTONIO
Mira, nada de vidita. ¿Quieres?
CLOTILDE
¡Qué melindroso! Cada uno toma una silla y la saca a la terraza. Ojalá que aquél no se dé cuenta, tú, porque si no, va a ser una lata. Se emborracha, tú, y luego anda contando que es por el sentimiento que le da que yo lo engañe. ¿Tú crees? Son puras mentiras; lo que pasa es que le encanta la copa. Se vale de cualquier pretexto. Si le suben el sueldo, se emborracha; si se lo bajan, se emborracha; si le pagan, se emborracha; si no le...
ANTONIO
Ronco. No hables de Roberto.
CLOTILDE
Falta una silla. ¿Quieres traerla?
Antonio la trae. Ella va al barandal y ve hacia afuera.
CLOTILDE
Esta sensibilidad que yo tengo no me deja en paz, tú.
ANTONIO
¿Sensibilidad? ¿Cuál?
CLOTILDE
Pero qué tonto eres, ¿no te habías dado cuenta de que yo soy muy sensible?
ANTONIO
Mira, están dándome unas ganas de pegarte...
CLOTILDE
¡Qué chocante! Ya no puede una decir materialmente nada. Saca de la cómoda el mantel y lo coloca en la mesa durante los siguientes parlamentos. ¿Estás enojado conmigo?
ANTONIO
Enojado. No. ¿Por qué?
CLOTILDE
Te noto muy serio. ¿No te gustó?
ANTONIO
Por lo que más quieras: no hablemos de eso.
CLOTILDE
Ahora sí. Ya después de esto nos corregimos y nunca lo volveremos a hacer. ¿Verdad?
ANTONIO
Sincero. Nunca. Yo no sé cómo nos atrevimos. Daría cualquier cosa por no haberlo hecho. Fue como... como pisotear su amistad.
CLOTILDE
Pobrecito. Lo besa en la boca y él responde. Se separan. ¿Qué horas podrán ser?
ANTONIO
Jalándola del pelo. No tengo la menor idea.
CLOTILDE
Severa. No empieces. Siempre eres igual. No sabes dominarte. No me toques.
ANTONIO
Dándose palmadas en el pechoy respirando hondo. ¿Cómo tengo los labios?
CLOTILDE Hinchadísimos.
Entra Berta, tambaleante, con un libro en la mano.
BERTA
Con una mano en la frente. ¡Virgen Santísima! ¡Qué cosas acabo de leer! ¡Éstas no son Las mil y una noches que nos leía mi mamá cuando éramos chicas! A Clotilde. Yo no sé cómo Roberto se atreve a tener estos libros en una casa decente. A Antonio. ¿Qué crees que me sucedió? Me recosté un poco; dije: voy a reposar un rato; y para esparcimiento sano, me llevé un libro. ¿Dónde iba a imaginarme que el sinvergüenza éste iba a tener semejantes porquerías en mi casa? Pues me acosté, tú... Tentándose la cabeza. Yo creo que hasta tengo calentura. ¿Qué te pasó en la boca, Toño?
ANTONIO
Tengo estomatitis.
BERTA
¿Y eso qué es?
ANTONIO .
Una especie de escorbuto.
BERTA
¿Es contagioso?
ANTONIO
No. Es una deficiencia de vitamina C.
BERTA
A Clotilde. Ten cuidado de lavar muy bien los cubiertos de este hombre, no sea que vaya a pegársele al niño.
CLOTILDE
Tía, habíamos pensado que sería conveniente comer en la terraza, para ver las danzas desde aquí.
BERTA
Están locos. Nicolasa y yo no comeremos liebre, porque sabe a orines, como decía mi papacito, que en paz descanse.
CLOTILDE
A Antonio. Vente, yo traeré los platos y tú los vasos.
Clotilde y Antonio van a la puerta.
BERTA
Háganme favor de no ir a la cocina juntos y sin chaperón.
CLOTILDE
No tengas cuidado, tía, él me espera en el gallinero.
BERTA
A Antonio. Mejor espérala aquí afuera, Toño.
CLOTILDE
Es que yo no puedo con todo.
BERTA
Pues entonces pon cuidado a que las Gutiérrez no estén viendo para acá.
CLOTILDE
Sí, tía.
BERTA
Porque son gente muy chismosa. Y su perro se comió una gata que teníamos, que era una belleza: la Blanca. Blanca, blanca.
Entra Nicolasa.
NICOLASA
Berta, ¿qué crees? Se acercan. En tono discreto. ¿Te acuerdas de lo que te platiqué?
BERTA
Pensando. Mmm.. . Sí:
NICOLASA
¿De Clotilde?
BERTA
Más segura. Sí.
NICOLASA
¿Y de Toño?
BERTA
No me lo platiques otra vez, ¿eh?
NICOLASA
Pues volvió a suceder hace un momento.
BERTA
Definitivamente, esta niña salió a su mamá.
NICOLASA
Es necesario que le digas algo.
BERTA
Y tú saliste a mi tía Conchita, porque no se te escapa nada.
NICOLASA
A la defensiva. Tengo cierta obligación de velar por la virtud de Clotilde, como tú la tienes de llamarle la atención, diciéndole que eso no está bien hecho y que nos haga el favor de corregirse, porque en la familia siempre fuimos de lo más virtuosos, sobre todo en lo que a la castidad se refiere.
BERTA
Ah, no. Eso sí que no. Yo no le digo nada. No estoy enterada de nada. No sé si son mentiras tuyas. Si tú quieres, diles.
NICOLASA
Yo no les digo nada, porque tú eres la mayor.
BERTA
Cuando murió el pobrecito de Enrique, que en paz descanse, te la entregó a ti, no a mí. Dijo que la cuidaras.
NICOLASA
Y la cuidé cuando era chiquita; yo la bañaba y todo eso, pero ahora es distinto. Ya está crecida. En cambio, tú eres la dueña de la casa, porque está a tu nombre, y por lo tanto, la responsable de todos los pecados que se cometan aquí. Y si no la regañas, te vas al infierno.
BERTA
Atrapada. No me voy a ninguna parte.
Entran Clotilde y Toño.
NICOLASA
Niña: Berta tiene algo muy importante que decirte. Toño, voltéate para otro lado.
Antonio y Clotilde se asustan.
CLOTILDE
Estoy muy ocupada, porque vamos a comer en la terraza.
BERTA
Pon la mesa, pon la mesa; no te preocupes.
NICOLASA
Yo ayudo a Toño, mientras ustedes dos hablan.
BERTA
Tengo que consultar a un sacerdote.
CLOTILDE
No tienes que consultar a nadie, ahora me lo dices.
Ante lo inevitable, Berta y Clotilde se encierran en el costurero y Antonio y Nicolasa ponen una mesa para tres en la terraza.
CLOTILDE
¿Qué era lo que tenías que decirme?
BERTA
Yo no tenía que decirte nada, sino que la estúpida de Nicolasa mi hermana está empeñada...
CLOTILDE
Segura. Tía, por favor, dime lo que sea.
BERTA
Tomando una decisión. Mira, yo, aquí, en esta casa, soy, como si dijéramos, la directora espiritual. La responsable; y hay ciertas cosas que no me parecen bien; por ejemplo, no me parece bien que el poltrón de tu marido vaya al café de don Lupe. Tampoco me parece que llegue apestando a mezcal, ni que nos cuente que gana mucho dinero, ni que deje al niño cruzar la calle, ni que le huelan mal los pies. Todos los pecados que se cometen en esta casa, yo tengo que supervisarlos, porque, si no, me voy al infierno. ¿No te parece?
CLOTILDE
Tía, dime lo que sea, pronto, porque tengo mucho quehacer.
BERTA
No me grite, muchacha malcriada. La verdad es que voy a traer al padre Panchito para que te haga un exorcismo y se te salgan los demonios que tienes en el cuerpo, porque eso que andas haciendo a cada rato con este muchacho Toño es de gente muy mal educada.
BERTA
Más respeto, ¡malcriada!
OTILDE
Por favor, no te metas en lo que no te importa.
BERTA
¿Cómo que no me importa? En la familia nunca se había dado un caso tan penoso.
CLOTILDE
¿No? ¿Y lo de la tía Pepa con don Hilarión?
BERTA
Eso fue muy distinto; niña; la tía Pepa era violinista y don Hilarión tocaba el chelo.
CLOTILDE
Pues yo toco el piano. Abre el piano y se sienta en el teclado con estruendo.
NICOLASA
Abriendo la puerta muy alarmada. ¿Qué pasa?
CLOTILDE
Nada.
BERTA
Derrotada. Ve a sacar la liebre de la lumbre porque ya debe de estarse quemando.
CLOTILDE
Ya la quité desde hace un rato.
BERTA
Bueno, entonces ve a poner la mesa.
NICOLASA
Ya está puesta.
BERTA
Con la mano en el pecho. Estoy sintiéndome muy mal. A Nicolasa. ¿Y tú? ¿Qué esperas para darme un tequila? ¿No ves que me desvanezco? Va y se sienta en una silla en la terraza. Antonio le da aire con su pañuelo, Clotilde sale y trae una botella y vaso; Nicolasa las sales inglesas. Berta se aprieta las narices y se toma un vaso de tequila. Yo, esto, materialmente, sólo como medicina lo tomo, porque es una bebida que sabe a rayos.
ANTONIO
Que ha estado muy cortado. Si quieren, me voy.
NICOLASA
Sería mejor, Toño.
CLOTILDE
No te vayas, mi marido te invitó a comer.
BERTA
¿Qué esperas para darme otro tequila? Ves que estoy…Roberto aparece triunfal. Todos lo miran en silencio.
ROBERTO
Haciendo un sonido de trompeta. Levantando el frasco de alcaparras. Taratatá, tataaaaaaa. Alejandro el conquistador. Silencio. Desconcertado. ¿Qué pasa? Silencio. Viendo la bragueta, por si la tiene desabrochada. ¿Qué pasó?
Silencio. Roberto mira a Antonio; éste sostiene la mirada un momento, luego baja los ojos. Roberto suelta los brazos, muy desalentado.
NICOLASA
Con voz ronca. Clotilde, pregúntale a Roberto si no quiere una copita de tequila. Clotilde la sirve y se la entrega. Roberto la coge y los ve a todos sin saber qué hacer. ¿No quiere sentarse, Roberto? A Clotilde. Arrímale una silla.
ROBERTO
Gracias. Se sienta. Se para al ver que nadie se sienta. Bebe. Pausa.
NICOLASA
De modo que sí encontró alcaparras.
ROBERTO
Sí. Silencio. Roberto parece tomar una determinación. Se sirve otra copa de tequila, la bebe de un trago; se sirve otra más, la bebe desafiante, se sirve otra y se sienta con lujo de fuerza.
ROBERTO
¿Qué me cuentan de nuevo?... ¿Y de bueno?... ¿Nada?... ¿Qué hicieron mientras yo me fui?... ¿eh?... Platíquenme. ¿Se divirtieron mucho ose aburrieron?... ¿No me extrañaron?... ¿Jugaron damas chinas o le espulgaste los ojos a mi mujer?
BERTA
Ya me voy.
ROBERTO
Tomándola del brazo. Espérese Bertita. No se vaya. Ahora estoy sintiéndome muy identificado con usted, porque nosotros dos somos aquí los tontos.
BERTA
Mire, ni soy tonta, ni me meto en sus líos.
ROBERTO
Ya sé que a usted le molesta que yo beba. Pero quiero que presencie, con toda claridad y paso por paso, el proceso completo de una borrachera... de rabia.
BERTA
Usted se emborracha y verá cómo le va. Y es una falta de educación beber delante de señoras.
NICOLASA
¡Cállate! No le hagas caso, Roberto.
BERTA
¿Y vamos a aguantar que éste se beba el tequila delante de nosotras?
Roberto se toma otra copa y da unos pasos. Se oyen a lo lejos los acordes de una banda.
ROBERTO ¡La música de fondo! ¡Qué cosa más bonita! ¡Qué conmovedor! ¿Lo hicieron a ritmo de vals?
NICOLASA
Pusimos la mesa en la terraza para que puedan ver las danzas y oír la música mientras se comen la liebre. Porque Clotilde sabe que a usted le gusta todo eso y nada más está velándole el pensamiento...
CLOTILDE
A la hora que tú quieras comer, me avisas, mi vida.
ROBERTO
Mi vida, mi vida. No me estorben. Necesito emborracharme antes. A Antonio. Y tú que dijiste que en este pueblo rabón no pasaba nada. Salucita. Se toma otra copa. De pie. Señoras y señores: Tengo el gusto de comunicarles que por primera vez en mi puerca vida me doy cuenta de que algo sensacional está pasando ante mis ojos.
Por primera vez ¿eh?
NICOLASA
¡Qué ocurrente es usted! ¡Qué puerca vida ni qué nada, si usted es rete limpio!
ROBERTO
Sin hacer caso. Yo, que soy el periodista estrella de La Tumba de Juárez, órgano bimestral, descubro por primera vez la noticia. Hace el gesto amplio de un gran encabezado. "Lo que opina Toño de Clotilde". ¿Qué opinas Toño? Pausa. Gesto con fastidio. No lo digas, ya lo sé. Lo sabemos todos. Y yo soy el afortunado mortal que duerme con ella todas las noches. Nicolasa nos ha visto de vez en cuando. ¿Verdad, Nicolasa? No se ofenda. Haga lo que quiera, pero no se ofenda. Después de todo, la vigilancia es una profesión como otra cualquiera. Toma otra copa.
BERTA
Yo ya me voy. Se levanta muy impresionante, pero como nadie le hace caso se queda después de pensarlo mejor.
ROBERTO
Toño, ¿nunca te ha pasado una cosa así? Es muy fea. Ojalá que nunca te pase. A nadie se lo deseo. Ni al presidente municipal, vaya.
NICOLASA
Explicativa, a Toño. El presidente municipal es Pepe del Hoyo. Roberto le tomó muy mala voluntad desde que pavimentó el camino viejo.
ROBERTO
Estás viviendo con una gente años y años. Crees que la conoces al derecho y al revés y de repente te salen con esto. Así que no. No la conocías. No se te había ocurrido que lo mismo que hace contigo puede hacerlo con cualquier otro. Y a lo mejor es capaz de inventar una suerte completamente nueva.
NICOLASA
Roberto, por favor, no hable con tanta claridad.
ROBERTO
¡Silencio! ¿No se da cuenta de que está echando a perder mi discurso?
BERTA
Pero ¡qué falta de respeto!
ROBERTO
Si mi discurso no le gusta, se me va, y si no... chirrín. Posiblemente les haya resultado un fiasco, pero yo tengo obligación de imaginármelo precioso. Y esta imaginación va a molestarme hasta que me pudra. Es mi única propiedad. Aparte de mi máquina de escribir y de mis libros; mi infierno particular. Bebe. Hipo. Cada vez que me venga en gana, sufriré pensando en lo que gozaron ustedes dos. Pausa. Y a lo mejor ni gozaron. A lo mejor fue un fiasco; pero a mí no me importa. Yo tengo mi infierno particular. Pausa. Mi in-fier-no par-ti-cu-lar. ¡Qué poético! ¡Qué bruto! A ti, Toñito, en tu puerca vida se te ocurre algo así. Pausa. A las viejitas. Qué friega nos acomodaron, ¿verdad, muchachas? Bebe. Ustedes, las pobres de ustedes, con su educación porfiriana. Refinada. Miren. La refinada... Pausa. ¿Ven estas ojeras? ¿De qué creen que me han salido? ¡De llorar! ¡Me paso las noches llorando; y el colchón amanece empapado con mis lágrimas... ! No es cierto. ¿Qué necesidad hay de contar mentiras? Hipo. No es cierto que llore todas las noches. El colchón amanece empapado porque el niño se orina. No son mis lágrimas. Sería estúpido que llorara. Es lo peor. Ni siquiera estoy triste. Tengo asco. Nada más. Se tapa los ojos. Pausa. Sería muy bonito que yo tuviera fuerza para abandonarte. Irme muy lejos. Solo. Sin ti, ni las viejas y el niño. Solo. Poder morirme de hambre sin que nadie me moleste. Tranquilo. Escribir mis memorias. Y atormentarme tres veces al día. Estudiando a Antonio. Si tuviera fuerza para matar a mi mejor amigo; tener fuerza para agarrarlo de los pies y azotarlo contra un muro de piedra, hasta que la cabeza le quedará. hecha cisco. Toma a Antonio de una mano y de un pie, intenta levantarlo sin éxito. Hace un gesto de fastidio y abandona su intento. Si tuviera fuerza para sentir rabia. Y romper todas las sillas de esta casa. Agarra una silla y hace un esfuerzo supremo por romperla, sin conseguirlo. Dejándola. Me da miedo astillarme: Da unos pasos, se vuelve a la familia. En vista de las circunstancias, no me queda otro remedio que aguantarme. A Berta. A usted, Berta, le aguantaré que me diga exactamente cómo es que debo cruzar a mi hijo la calle. A Nicolasa. Usted, Nicolasa, podrá asomarse a mi recámara a cualquier hora del día o de la noche y ver qué es lo que estoy haciendo con mi mujer. A Clotilde. Si repites o no repites, es cuestión que no me importa, a mí ya me partiste, ¿sabes? Y tú Toño, cada vez que te haga falta una firma, puedes venir a pedírmela a la hora que sabes que no estoy. De cualquier manera, te guardaré el más terrible de los rencores, y ojalá y te pudras. Pero pronto. Da un paso hacia el costurero y se detiene. Sí. Aquí estoy. Aunque me hayan engañado. Aunque me vuelvan a engañar. Aunque me pateen y todos se rían de mí. Aunque me obliguen a lavarme los dientes, aunque me manden a ejercicios de encierro, aunque me molesten las viejas histéricas. Aquí me quedo y de aquí nadie me saca y me aguanto las consecuencias... Transición. Con permiso. Voy al baño.
Al mutis,
Telón