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25/4/20

shaw juana

SANTA JUANA

George Bernard Shaw


ESCENA PRIMERA

Una hermosa mañana primaveral del año , junto al río Mota, entre Lorena y Champaña, en el castillo de Vaucouleurs.

El capitán ROBERTO DE BAUDRICOURT, caballero, militar, bien parecido y de aspecto enérgico, pero sin voluntad propia, trata de ocultar ese defecto del modo habitual en él. Vociferando terriblemente a su MAYORDOMO, un ser insignificante, enjuto de carnes, y pelo ralo, cuya edad puede oscilar entre los dieciocho y los cincuenta y cinco años; ese tipo de hombre que no puede envejecer porque nunca fue joven.

Ambos están en una sala de sillería soleada en la primera planta del castillo. Sentado a una maciza mesa de roble, en una silla del mismo estilo, el capitán deja ver su perfil izquierdo. El MAYORDOMO permanece erguido frente a él, si de erguida puede calificarse su timorata postura, al otro lado de la mesa. Tras él, abierta, una ventana del siglo X con parteluz. Cerca de ella, en el rincón, una torrecilla con una estrecha entrada arqueada que conduce a una escalera de caracol, que desciende hasta el patio. Bajo la mesa, un resistente taburete de cuatro patas, y bajo la ventana, un arca de madera.


ROBERTO. ¡No hay huevos! ¡No hay huevos! ¡Por todos los diablos! ¿Qué quieres decir con que no hay huevos?
MAYORDOMO. No es culpa mía, señor. Es la voluntad de Dios.
ROBERTO. Blasfemia. Dices que no hay huevos y culpas a tu Hacedor.
MAYORDOMO. ¿Qué puedo hacer, señor? Yo no puedo poner huevos.
ROBERTO. (Sarcástico.) ¡Vaya, vaya! ¡Encima te burlas! 
MAYORDOMO. No, señor, Dios es testigo. Todos tenemos que pasarnos sin huevos, al igual que vos. Las gallinas no quieren poner.
ROBERTO. En efecto. (Se levanta.) Ahora, escúchame.
MAYORDOMO. (Humilde.) Sí, señor.
ROBERTO. ¿Quién soy yo?
MAYORDOMO. ¿Quién sois vos, señor?
ROBERTO. (Acercándose a él.) Sí, ¿quién soy yo? ¿Soy Roberto, señor de Baudricourt y capitán de este castillo de Vaucouleurs o acaso soy un vaquero?
MAYORDOMO. ¡Ah!, señor, bien sabéis que sois más poderoso aquí que el mismo Rey.
ROBERTO. Precisamente. Y bien, ¿sabes quién eres tú?
MAYORDOMO. No soy nadie, señor, salvo que tengo el honor de ser vuestro mayordomo.
ROBERTO. (Adjetivo a adjetivo lo acorrala hacia la pared.) No sólo tienes el honor de ser mi mayordomo, sino el privilegio de ser el peor y el más incompetente, baboso, llorón, farfullador, charlatán e idiota de toda Francia. (Vuelve a la mesa a largos pasos.)
MAYORDOMO. (Encogiéndose sobre el arca.) Sí, señor; aun señor tan poderoso como vos debo parecer algo así.
ROBERTO. (Se vuelve.) Será culpa mía, ¿no?
MAYORDOMO. (Viene hacia él, sumiso.) Señor, siempre torcéis el sentido de mis más inocentes palabras.
ROBERTO. Tu cuello es lo que voy a torcer si te atreves a repetir cuando te pregunte cuántos huevos hay, que tú no puedes ponerlos.
MAYORDOMO. (Protestando.) Señor, señor...
ROBERTO. No, no, no. Nada de señor, señor, sino no señor, no señor. Mis tres gallinas de Berbería y la negra son las mejores ponedoras de Champaña. ¡Y tú vienes y me dices que no hay huevos! ¿Quién los robó? Dímelo antes de que te eche a patadas del castillo por mentir y
por vender mis bienes a los ladrones. Ayer faltaba leche también. No lo olvides.
MAYORDOMO. (Desesperado.) Lo se, señor. Lo sé demasiado bien. No hay leche, no
hay huevos, mañana no habrá nada.
ROBERTO. ¡Nada! Vas a robarme todo, ¿eh?
MAYORDOMO. No, señor, nadie roba nada, pero un maleficio pesa sobre nosotros,
estamos embrujados.
ROBERTO. No me vengas con ese cuento. Roberto de Baudricourt quema a las brujas y
ahorca a los ladrones. Vete y tráeme cuatro docenas de huevos y dos cántaros de leche a este cuarto antes de mediodía o si no, ¡que el cielo se apiade de tu alma! Te voy a enseñar a burlarte
de mí. (Vuelve a su asiento con aire de haber zanjado el asunto por fin.)
MAYORDOMO. Señor, os digo que no hay huevos. Ni los habrá, aunque me matéis,
mientras La Doncella esté a la puerta.
ROBERTO. ¡La Doncella! ¿Qué Doncella? ¿De qué hablas?
MAYORDOMO. La muchacha de Lorena, señor. De Domremy.
ROBERTO. (Se levanta con ira.) ¡Por todos los diablos! ¡Por todos los diablos!
¿Quieres decir que esa muchacha que tuvo la osadía de pedirme audiencia hace dos días, y a quien te ordené devolver a su padre con el mandado expreso de que le diera una buena paliza,
está todavía ahí?
MAYORDOMO. Le dije que se marchara, señor, pero no quiso.
ROBERTO. No te ordené decirle que se marchara, te dije que la echaras. Tienes
cincuenta hombres armados y una docena de imbéciles criados para cumplir mis órdenes.
¿Acaso le tienen miedo?
MAYORDOMO. Es tan decidida, señor...
ROBERTO. (Tomándole por, el cogote.) ¡Decidida! Mira, te voy a arrojar escaleras
abajo.
MAYORDOMO. No, señor, por favor.
ROBERTO. Bien, deténme entonces con tu decisión. Debe de ser bastante fácil:
cualquier mujercilla la tiene.
MAYORDOMO. (Colgando flácidamente de sus manos.) Señor, señor, no os
libraréis de ella por arrojarme a mí por la escalera. (ROBERTO lo deja caer. Se acurruca de
rodillas en el suelo, contempla señor.) Lo veis, señor, sois mucho más decidido que yo. Pero ella lo
es también.
ROBERTO. Lo que soy es mucho más fuerte que tú, estúpido.
MAYORDOMO. No, señor, no es eso; es vuestro fuerte carácter, señor. Ella es más débil
que nosotros; es sólo una chiquilla, pero no podemos hacerla marchar.
ROBERTO. Hatajo de canallas. Tenéis miedo de ella...
MAYORDOMO. (Se levanta cautelosamente.) No, señor; tenemos miedo de vos, pero
ella nos infunde valor. No parece estar asustada de nada. Quizá vos podáis atemorizarla, señor.
ROBERTO. (Inflexible,) Quizá, ¿dónde está ahora?
MAYORDOMO. Abajo en el patio, señor, hablando con los soldados como de costumbre.
Siempre está charlando con los soldados salvo cuando reza.

ROBERTO. Reza, ¡eh! Crees que reza, idiota. Conozco a esa clase de muchachas que
están siempre hablando con los soldados. Hablará conmigo un ratito. (Se acerca a la ventana y da
un fuerte grito.) ¡Eh! ¡Tú!
UNA VOZ DE MUCHACHA. (Vibrante, fuerte y áspera.) ¿Es a mí, señor?
ROBERTO. Sí, a ti.
LA voz. ¿Tú eres el capitán?
ROBERTO. Maldita descarada. Sí, soy el capitán. Sube inmediatamente. (A los soldados
del patio.) Vosotros, mostradle el camino. Deprisa. (Se retira de la ventana y vuelve a su sitio en
la mesa, donde se sienta con aire autoritario.)
MAYORDOMO. (En voz baja.) Quiere hacerse soldado. Quiere que le deis la ropa de
soldado, armadura, señor, y una espada; en serio. (Se escabulle detrás de ROBERTO.)
JUANA aparece en la entrada de la torrecilla. Es una campesina fuerte de diecisiete ó
dieciocho años, decentemente vestida de rojo, con una cara poco común, ojos muy separados y
saltones, como sucede frecuentemente con la gente imaginativa; nariz larga y bien formada, con
anchas ventanas; el labio superior pequeño; boca decidida, pero de labios abundantes, y barbilla
bonita, combativa. Se acerca animosamente a la mesa, encantada por haber logrado estar por fin
en presencia de Baudricourt, y esperanzada con respecto a los resultados. El ceño del capitán no
la detiene ni la asusta lo más mínimo. Su voz es normalmente cordial y zalamera, muy
confidencial, atractiva y muy de resistir.
JUANA. (Con una reverencia.) Buenos días, señor capitán.
Capitán, tenéis que darme caballo y armadura, y algunos soldados y enviarme a presencia
del Delfín. Estas son las órdenes de mi señor.
ROBERTO. (Ofendido.) ¡Las órdenes de tu señor! ¿Y quién diablos es tu señor? Vuelve
con él y dile que no soy ni duque ni par a sus órdenes. Yo soy el señor de Baudricourt y no
obedezco órdenes de nadie, salvo del rey.
JUANA. (Tranquilizadora.) Sí, señor, muy bien. Mi Señor es el rey del Cielo.
ROBERTO. Pero bueno, esta muchacha está loca. (Al MAYORDOMO.) ¿Por qué no me
lo dijiste, pedazo de alcornoque?
MAYORDOMO. No la enojéis, señor. Dadle lo que pide.
JUANA. (Impaciente, pero amable.) Todos dicen que estoy loca, señor, hasta que hablo
con ellos. Pero ya veréis que es la voluntad del Señor que hagáis lo que Él ha puesto en mi mente.
ROBERTO. La voluntad del Señor es que te devuelva a tu padre con órdenes de que te
encierre bajo llave y te saque esa locura que tienes dentro. ¿Qué tienes que decir a esto?
JUANA. Eso es lo que vos creéis, señor, pero encontraréis que todo sucede de un modo
diferente. También dijisteis que no me recibiríais y aquí estoy.
MAYORDOMO. (Suplicando.) Sí, señor, ya lo veis, señor.
ROBERTO. Mantén la boca cerrada.
MAYORDOMO. (Abatido.) Sí, señor.
ROBERTO. (A JUANA, con una amarga sensación de haber perdido confianza en sí
mismo.) De modo que ahora presumes que te haya recibido, ¿no?
JUANA. (Con dulzura.) Sí, señor.
ROBERTO. (Sintiendo que ha perdido terreno, junta los puños con firmeza sobre la
mesa e hincha pecho para impresionar y recobrarse de una sensación molesta y muy familiar.)
Ahora, escúchame. Voy a tratar de ser claro.
JUANA. (Va al grano.) De acuerdo, señor. El caballo cuesta dieciséis francos. Es
mucho dinero, pero puedo ahorrarlo en la armadura. Puedo encontrar una armadura de un
soldado que me quede bien; soy dura y no necesito una armadura bonita, hecha a medida, como
la que vos lleváis. No quiero tampoco muchos soldados; el Delfín me dará todo lo que necesite
para levantar el sitio de Orleáns.
ROBERTO. (Estupefacto.) ¡Para levantar el sitio de Orleáns!
JUANA. (Con sencillez.) Sí, señor, es lo que Dios me ordena hacer. Tres hombres serán
suficientes si son buenos y considerados conmigo. Han prometido acompañarme Polly y Jack
y...
ROBERTO. ¡Polly! Golfa indecente, ¿te atreves a llamar Polly en mi presencia al
caballero Beltrán de Poulengey?
JUANA. Sus amigos le llaman así, señor. No sabía que tuviera otro nombre; Jack...
ROBERTO. Ese será el señor Juan de Metz, supongo, ¿no?
JUANA. Sí, señor. Jack vendrá con mucho gusto: es un caballero muy amable, y me da
dinero para los pobres. Creo que Juan Godsave vendrá y Dick el arquero, y sus criados Juan de
Honecourt y Julián. No tendréis que preocuparos de nada, señor. Yo lo he preparado todo, sólo
tenéis que dar la orden.
ROBERTO. (Contemplándola asombrado y estupefacto.) ¡Que el diablo me lleve!




JUANA. (Con serena dulzura.) No, señor. Dios es misericordioso, y santa Catalina y
santa Margarita benditas, que me hablan todos los días (bosteza), intercederán por vos iréis al
paraíso, y seréis recordado para siempre como el primero que me ayudó.
ROBERTO. (Todavía confuso, pero cambiando de tono, pues intenta seguir una nueva
pista. Al MAYORDOMO.) ¿Es verdad lo del señor de Poulengey?
MAYORDOMO. (Con vehemencia.) Sí, señor, y lo del señor de Metz también. Los dos
quieren ir con ella.
ROBERTO. (Pensativo.) Mm. (Se acerca a la ventana y grita hacia el patio.) Eh,
vosotros, que venga el señor de Poulengey. (Se vuelve a JUANA.) Sal fuera y espera en el
patio.
JUANA. (Sonríe alegremente hacia él.) De acuerdo, señor. (Se va.)
ROBERTO. (Al MAYORDOMO.) Acompáñala, pedazo de inútil. No te alejes
demasiado y no la pierdas de vista. La llamaré más tarde.
MAYORDOMO. No lo olvidéis, señor; ¡por el amor de Dios! Pensad en esas gallinas,
las mejores ponedoras de Champaña, y...
ROBERTO. Y tú piensa en mi bota y mantén tu trasero fuera de su alcance.
(El MAYORDOMO se retira deprisa y tropieza en la puerta de frente con BELTRÁN
DE POULENGEY, un linfático caballero armado francés, de unos treinta y seis años, al servicio
del preboste general, muy despistado, casi nunca habla, excepto si se dirigen a él, y
entonces es lento y seco en sus respuestas; todo lo contrario de ROBERTO, arrogante, locuaz,
enérgico en apariencia, pero en realidad abúlico. El MAYORDOMO le deja paso y desaparece.
POULENGEY saluda y se pone firme mientras espera sus órdenes.)
ROBERTO. (En tono amistoso.) No, Polly, no se trata de un servicio, sino de una charla
amistosa. Siéntate. (Coro el empeine saca el taburete de debajo de la mesa.) (POULENGEY,
relajándose, entra en la sala, coloca el taburete entre la mesa y la ventana y se sienta, reflexivo.
ROBERTO, medio sentado en el extremo de la mesa, empieza la charla amistosa.)
ROBERTO. Escúchame, Polly, tengo que hablarte como un padre. ((POULENGEY le
mira serio por un momento, pero no dice nada.) . .
ROBERTO. Es acerca de esa muchacha por la que te interesas. Acabo de hablar con
ella. Primero: está loca; pero no importa. Segundo: no es campesina, sino burguesa. Y eso sí es
muy importante. Conozco bien a los de su clase. Su padre vino el año pasado a representar a su




pueblo en un pleito: es uno de sus notables. Un granjero. Pero no es noble, vive del dinero que
gana. Tampoco se trata, sin embargo, de un labrador o un artesano. Podría tener un pariente
jurista o clérigo. Esta clase de gente quizá no cuente mucho socialmente, pero puede dar
muchos disgustos a las autoridades. Es decir, a mí. Ahora bien, a ti sin duda te parece muy
fácil llevarte a la chica, engatusándola con la idea de que va a ver al Delfín. Pero si la metes en
jaleos, me puedes meter a mí en un buen lío. Al fin y al cabo, yo soy el señor de su padre y mi
deber es protegerla. Así que, amigos o no, Polly, te prohíbo que le pongas las manos encima.
POULENGEY. (Con gran énfasis.) Pensaría antes en hacer algo así con la Virgen
María que con esa chica.
ROBERTO. (Alejándose de la mesa.) Pero ella dice que tú, y Jack, y Dick os habéis
ofrecido a acompañarla. ¿Para qué? No me irás a decir que habéis tomado en serio esa locura
de ir a ver al Delfín.
POULENGEY. (Con parsimonia.) Hay algo extraño en ella. Ahí abajo, en el cuerpo de
guardia, algunos son muy mal hablados y peor pensados. Pues bien, nadie ha dicho una palabra
que pudiera ofenderla ni se ha metido con ella por ser mujer... Han dejado de jurar delante de
ella. Hay algo, algo. Quizá valga la pena intentarlo.
ROBERTO. Vamos, Polly, serénate. El sentido común nunca ha sido tu fuerte, pero
esto es demasiado. (Se retira disgustado.)
POULENGEY. (Sin inmutarse.) ¿De qué sirve el sentido común? Si tuviéramos algo de
sentido común, nos uniríamos al duque de Borgoña y al rey inglés. Tienen en su poder medio
país, todas las tierras al norte del Loira. Tienen París en sus manos, incluso este castillo; sabes
bien que tuvimos que rendirlo al duque de Bedford, y que sólo lo mantienes bajo palabra de
honor. El Delfín está en Chinon, como una rata acorralada, con la diferencia de que él no lucha.
Ni siquiera sabemos si es el Delfín; su madre dice que no y ella debería saberlo. Fíjate: ¡la reina
negando la legitimidad de su propio hijo!
ROBERTO. Bueno, ella casó a su hija con el rey inglés. ¿Puedes reprochárselo?
POULENGEY. Yo no reprocho nada a nadie. Pero gracias a ella, el Delfín está en la
miseria, y esto debemos tenerlo en cuenta también. Los ingleses tomarán Orleáns, el Bastardo
no podrá detenerlos.
ROBERTO. Venció a los ingleses hace dos años en Montargis. Yo estaba con él.




POÜLENGEY. Eso ya no importa. Ahora sus hombres están desmoralizados, y él no
puede hacer milagros. Te digo que nada puede salvar nuestra causa excepto un milagro.
ROBERTO. Eso de los milagros está bien, Polly. El único problema es que ya no suceden hoy
en día. POULENGEY. Eso creía yo. Pero ya no estoy tan seguro. (Se levanta y se pasea con
aire pensativo hacia la ventana.) En todo caso, a estas alturas no podemos dejar ningún resorte
por tocar. Hay algo en esa muchacha. .
ROBERTO. Crees que la muchacha puede hacer milagros, ¿verdad?
POULENGEY. Creo que la muchacha misma es ya un milagro. De todas formas, es la
última carta que nos queda. Mejor jugarla que abandonar la partida. (Se pasean hacia la
torrecilla.)
ROBERTO. (Vacilando.) ¿De veras crees eso?
POULENGEY. ¿Acaso nos queda algo más en que creer?
ROBERTO. (Yendo hacia él.) Mira, Polly, si estuvieras en mi lugar, ¿dejarías que una
muchacha así te sacara dieciséis francos para un caballo?
POULENGEY. Yo pagaré el caballo. ROBERTO. ¿De veras?
POULENGEY. Sí, apostaré por mis ideas. [ls
ROBERTO. ¿Vas a jugar la friolera de dieciséis francos por una causa perdida?
POULENGEY. No es un juego. ROBERTO. ¿Qué es, si no?
POULENGEY. Una certeza. Sus palabras y su ardiente fe en Dios me han inflamado.
ROBERTO. (Dejándolo por imposible.) ¡Estás tan loco como ella!
POULENGEY. (Obstinado.) Lo que necesitamos ahora son unos cuantos locos. ¡Mira a
dónde nos han conducido los cuerdos!
ROBERTO. (Su irresolución ahora vence totalmente su afectada decisión.) Me siento
como un gran imbécil. Bueno, si estás, tan seguro...
POULENGEY. Estoy lo suficientemente seguro como para llévarla a Chinon, a no ser
que tú me lo impidas.
ROBERTO. Eso no es justo. Quieres echar la responsabilidad sobre mis hombros.
POULENGEY. Decidas lo que decidas, tú serás el responsable.
ROBERTO. Sí, así es, ¿qué voy a decidir? No sabes lo difícil que me resulta. (Buscando
un recurso dilatorio, con la esperanza inconsciente de, que JUANA decida por él.) ¿Crees
que debo volver a verla?




POULENGEY. (Levantándose.) Sí. (Va hacia la ventana y grita.) ¡Juana!
VOZ DE JUANA. ¿Nos deja marchar, Polly?
POULENGEY. Entra. Sube. (Volviéndose hacia ROBERTO.) ¿Te dejo sólo con ella?
ROBERTO. No, quédate, y échame una mano. (POULENGEY se sienta en el arca.
ROBERTO vuelve a su sillón, pero sigue en pie, inflado para impresionar.
JUANA entra con muy buenas noticias.)
JUANA. Jack irá a medias en lo del caballo.
ROBERTO. ¡Estupendo! (Se sienta, desinflado.)
POULENGEY. (Serio.) Siéntate, Juana.
JUANA. (Un poco cortada, mirando a ROBERTO.) ¿Puedo?
ROBERTO. Haz lo que te mandan.
(JUANA hace una reverencia y se sienta en el taburete, entre los dos.
ROBERTO trata de ocultar su perplejidad adoptando un tono severo.)
ROBERTO. ¿Nombre?
JUANA. (En tono familiar.) En Lorena siempre me llaman Jenny. Aquí en Francia soy
Juana. Los soldados me llaman La Doncella.
ROBERTO. ¿Apellido?
JUANA. ¿Apellido? ¿Qué es eso? Mi padre se suele llamar a veces de Arco, pero yo no sé
nada. Ya visteis a mi padre. Él...
ROBERTO. Sí, sí, lo recuerdo. Eres de Domremy, en Lorena, según creo.
JUANA. Sí, pero, ¿eso qué importa? Todos hablamos francés.
ROBERTO. No hagas preguntas, limítate a contestarlas. ¿Edad?
JUANA. Diecisiete, o al menos eso me han dicho. Puede que sean diecinueve. No lo sé.
ROBERTO. ¿Qué quieres decir con que santa Catalina y santa Margarita te hablan todos
los días?
JUANA. Que me hablan, señor.
ROBERTO. ¿Cómo son?
JUANA. (De repente, obstinada.) No os diré nada; no me han dado permiso.
ROBERTO. ¿Pero las ves realmente, y hablan igual que yo estoy hablando ahora contigo?
JUANA. No, es algo diferente. No os lo puedo decir: no debéis preguntarme acerca de las
voces.




ROBERTO. ¿Voces?, ¿qué quieres decir?
JUANA. Oigo voces que me dicen lo que tengo que hacer. Vienen de Dios.
ROBERTO. Vienen de tu imaginación.
JUANA. Claro, así es como vienen todos los mensajes de Dios.
POULENGEY. Jaque mate.
ROBERTO. ¡Ni hablar! (A JUANA.) ¿Así que Dios te dice que tienes que levantar el sitio
de Orleáns?
JUANA. Y coronar al Delfín en la catedral de Reims.
ROBERTO. (Asombrado.) Coronar al Del... ¡Cielos!
JUANA. Y hacer que los ingleses abandonen Francia.
ROBERTO. (Sarcástico.) ¿Alguna cosita más?
ROBERTO. (Encantadora.) Por ahora no, gracias, señor.
ROBERTO. Supongo que crees que levantar un sitio es tan fácil como coger una vaca en
un prado. ¿Crees que ser soldado es un oficio cualquiera?
JUANA. No creo que sea muy difícil si Dios está de tu parte, y pones tu vida en sus
manos. Pero muchos soldados son unos inútiles.
ROBERTO. (Ceñudo.) ¡Inútiles! ¿Has visto pelear alguna vez a los soldados ingleses?
JUANA. Sólo son hombres. Dios los ha hecho iguales a nosotros, pero les dio su propio
país y su propia lengua, y no es su deseo que se adueñen de nuestro país y traten de hablar nuestra
lengua.
ROBERTO. ¿Quién te ha metido esas tonterías en la cabeza? ¿No sabes que los soldados
están sometidos a su señor feudal y no les debe importar ni a ellos ni a ti si es el duque de
Borgoña o el rey de Inglaterra o el de Francia? ¿Y qué tiene que ver su lengua en todo esto?
JUANA. Yo sólo sé una cosa. Todos estamos sometidos al Rey del cielo y Él nos dio nuestros
países y nuestras lenguas para que lo conserváramos. Si no fuera así, sería un asesinato matar a
un inglés en batalla y estaríais, señor, en peligro del fuego eterno. No debéis pensar en vuestro
deber hacia el señor feudal, sino en vuestro deber hacia Dios.
POULENGEY. No vale la pena seguir, Roberto, puede taparte la boca siempre que
quiera.
ROBERTO. ¿Sí? Ya lo veremos. (A JUANA.) No estamos hablando de Dios, estamos
hablando de asuntos prácticos. Te repito la pregunta. ¿Has visto alguna vez luchar a los soldados




ingleses? ¿Los has visto saquear, incendiar y convertir el campo en un desierto? ¿No has oído
historias del Príncipe Negro, que era más negro que el mismo diablo, o del padre del rey inglés?
JUANA. No tengas miedo, Roberto.
ROBERTO. Maldita sea, no tengo miedo. ¿Y quién te dio permiso para llamarme
Roberto?
JUANA. Con ese nombre te bautizaron. Los demás nombres son de tu padre, o de tus
hermanos o de cualquier otro.
ROBERTO. ¡Uf!
JUANA. Escúchame, señor. En Domrémy tuvimos que largarnos al pueblo de al lado para
escapar de los soldados ingleses. Tres de ellos quedaron atrás, heridos. Llegué a conocer a
aquellos tres pobres condenados bastante bien. No tenían ni la mitad de mi fuerza.
ROBERTO. ¿Sabes por qué los llaman condenados?
JUANA. No. Todo el mundo los llama así.
ROBERTO. Es porque siempre están pidiendo a Dios que condene sus almas. Eso es lo
que significa condenado en su lengua. ¿Qué te parece?
JUANA. Dios tendrá piedad de ellos y volverán a ser criaturas de Dios cuando regresen a
la tierra que Él les destinó y a la que fueron destinados. He oído las historias del Príncipe Negro.
Cuando pisó nuestro suelo, el diablo entró en él, e hizo de el un malvado. Pero en su tierra, en el
lugar que Dios hizo para él, era bueno. Siempre es así. Si yo fuera a Inglaterra, contra la voluntad
de Dios, a conquistarla, y tratara de vivir allí y hablar su lengua, el demonio me poseería y
cuando fuera vieja me estremecería al recordar las maldades que habría hecho.
ROBERTO. Tal vez. Pero cuanto más diablo fueras, mejor lucharías. Por eso, esos
condenados tomarán Orleáns y tú no podrás detenerlos, ni diez mil como tú.
JUANA. Mil como yo podrán detenerlos. Diez como yo podrán, si Dios está de nuestra
parte. (Se levanta impetuosamente y va hacia él, incapaz de permanecer sentada por más tiempo.)
No lo entendéis, señor. Nuestros soldados terminan siempre derrotados porque luchan sólo para
salvar el pellejo, y la forma más fácil de salvar el pellejo es salir corriendo. Nuestros nobles
sólo piensan en el dinero que van a ganar en los rescates: la cuestión no es matar o morir, sino

Goddams: Compuesto de 'God' (Dios y 'damn (condenar). Aludiría, por tanto, a aquéllos que dicen
imprecaciones. Pero aquí significa simplemente 'ingleses' y su origen habría que buscarlo en el francés antiguo, en
la palabra godon. Nosotros mantenemos el término 'condenados' para intentar seguir el juego de palabras que viene
a continuación, unas líneas m" adelante.




pagar o cobrar. Pero les enseñaré a luchar para que la voluntad de Dios se cumpla en Francia y
entonces arrearán a esos pobres condenados como a un rebaño de ovejas. Polly y tú viviréis
para ver el día en que ya no quede ningún soldado inglés en tierra francesa, y no habrá más que
un rey, no el rey feudal inglés, sino el rey francés por la gracia de Dios. ROBERTO. (A
POULENGEY.) Todo esto puede que no sea más que una tontería pero las tropas se lo pueden
tragar, aunque nada de lo que podemos decir parece empujarlos a pelear. ¡Incluso el Delfín
podría tragárselo! Y si consigue hacer luchar al Delfín, podrá conseguirlo de cualquiera.
POULENGEY. No perdemos nada con intentarlo, ¿no te parece? Esa muchacha tiene
algo...
ROBERTO. (Volviéndose a JUANA.) Ahora, escúchame y (con desesperación) no me
interrumpas mientras lo voy pensando.
JUANA. (Se deja caer sobre el taburete, como una niña obediente.) Sí, señor.
ROBERTO. Estas son las órdenes: tienes que ir a Chinon bajo la escolta de este
caballero y tres de sus amigos.
JUANA. (Radiante, entrecruza las manos.) ¡Oh, señor! Vuestra cabeza está rodeada de
luz, como la de un santo.
POULENGEY. ¿Cómo va a arreglárselas para llegar ante el rey?
ROBERTO. (Que ha intentado ver su aureola.) No lo sé. ¿Cómo se las arregló para
llegar a mí? Si el Delfín consigue impedir que se le acerque, vale más de lo que yo pensaba. (Se
levanta.) La enviaré a Chinon y puede decir que la he enviado yo. Y que sea lo que Dios quiera;
no puedo hacer más.
JUANA. ¿Y el vestido? ¿Puedo ponerme ropa de soldado, verdad, señor?
ROBERTO. Ponte lo que quieras, yo me lavo las manos.
JUANA. (Muy excitada por su éxito.) Vamos, Polly. (Sale como una exhalación.)
ROBERTO. (Da la mano a POULENGEY.) Adiós, viejo amigo. He apostado fuerte.
Pocos hombres lo habrían hecho. Pero como tú dices, esa muchacha tiene algo.
POULENGEY. Sí, tiene algo. Adiós. (Salen.)
(ROBERTO, que todavía duda si no habrá sido puesto en ridículo por una loca y de
clase inferior por añadidura, se rasca la cabeza y vuelve lentamente desde la puerta.) (EL
MAYORDOMO entra corriendo con una cesta.)
MAYORDOMO. ¡Señor, señor!




ROBERTO. ¿Qué pasa ahora?
MAYORDOMO. Las gallinas están poniendo como locas, señor. ¡Cinco docenas de
huevos!
ROBERTO. (Se estremece con una convulsión, se santigua y con los labios lívidos
dice.) ¡Dios del Cielo! (Alto, pero sin aliento.) Él nos la ha enviado.
ESCENA SEGUNDA
Chinon, en Turena. Un extremo de la sala del trono, en el castillo, separado por cortinas
para formar una antecámara. El ARZOBISPO DE REIMS, que ronda los cincuenta, un prelado
obeso, de aspecto nada eclesiástico en su figura salvo su imponente porte, y el lord chambelán,
señor de LA TREMOUILLE, monstruoso y arrogante pellejo de vino, esperan al Delfín. Hay una
puerta en la pared, a la derecha de ambos. La tarde del de marzo de ya está bastante
avanzada. El ARZOBISPO permanece en pie con dignidad, mientras el chambelán, a su
izquierda, bufa sin poder contener su mal humor.
LA TREMOUILLE. ¿Y por qué diablos nos tiene aquí el Delfín esperando tanto
tiempo? No se como podéis tener la paciencia de estar ahí como una estatua de piedra.
ARZOBISPO. Ya veis, soy arzobispo, y un arzobispo es algo así como una estatua. De
todas formas, tenéis que aprender a estar quieto y soportar a los tontos con paciencia. Además,
mi querido lord chambelán, el Delfín tiene el privilegio real de haceros esperar, ¿no?
LA TREMOUILLE. ¡Maldito sea el Delfín! Con perdón de vuestra reverencia, ¿sabéis
cuánto dinero me debe?
ARZOBISPO. Mucho más que a mí, no lo dudo, porque sois mucho más rico que yo.
Pero apostaría que os debe todo lo que os podéis permitir prestarle. Eso es justamente lo que
me debe a mí.
LA TREMOUILLE. ¡Veintisiete mil, ese fue el último sablazo! ¡La friolera de
veintisiete mil!
ARZOBISPO. ¿Y qué habrá sido de todo ese dinero? La ropa que lleva no se la daría yo
ni a un cura.
LA TREMOUILLE. Su comida consiste en un simple pollo o un trozo de carnero. Me
saca hasta el último real y no le luce por ninguna parte. (Aparece un PAJE en la puerta.) ¡Al fin!




PAJE. No, señor, no es su Majestad. Es el señor de Rais.
LA TREMOUILLE. ¡El joven Barbazul! ¿Por qué le anuncian?
PAJE. El capitán La Hire viene con el. Debe haber sucedido algo, creo.
(Gilles de Rais, un hombre joven, de veinticinco años, muy elegante y autosuficiente, y
que se permite la extravagancia de llevar una barbita rizada teñida de azul en una Corte bien
afeitada, entra. Trata de agradar, pero le falta gracia natural y no logra ser simpático. De hecho,
cuando once años más tarde, desafíe a la Iglesia, será acusado de tratar de obtener placeres por
medio de horribles crueldades y será ahorcado. De momento, sin embargo, no vislumbra la
posibilidad de morir en la horca. Se dirige con desenfado hacia el ARZOBISPO. El PAJE se
retira.)
BARBAZUL. Vuestro humilde corderillo, arzobispo. Buen día tengáis, monseñor.
¿Sabéis lo que le ha pasado a La Hire?
LA TREMOUILLE. Sus blasfemias, tal vez, lo han vuelto loco. BARBAZUL. No, justo
lo contrario. A Frank el Malhablado, el único que podía ganarle a blasfemar en toda Turena, le
dijo un soldado que no debía usar ese lenguaje cuando se está al borde de la muerte.
ARZOBISPO. Ni en ningún otro momento. ¿Pero acaso estaba Frank el Malhablado al
borde de la muerte?
BARBAZUL. Sí, acaba de caerse a un pozo y se ha ahogado. La Hire está tan asustado,
que está fuera de sí.
(Entra el capitán LA HIRE, un hombre de guerra que no tiene modales cortesanos sino de
cuartel, y bastante pronunciados.)
BARBAZUL. Acabo de contárselo al chambelán y al arzobispo. El arzobispo dice que
estás perdido.
LA HIRE. (Se aleja agrandes pasos de BARBAZUL y se planta entre el ARZOBISPO y
LA TREMOUILLE.) No tiene ninguna gracia. Es más grave de lo que pensábamos. No era un
soldado, sino un ángel vestido de soldado.
ARZOBISPO.
CHAMBELÁN. (A la vez.) ¡Un ángel!
BARBAZUL.
LA HIRE. Sí, un ángel. Ha venido desde Champaña con media docena de hombres
atravesando toda clase de obstáculos: borgoñones, ingleses, desertores, salteadores, y Dios




sabrá qué otras gentes, y no han tropezado con nadie, salvo con los campesinos. Conozco a uno
de los que la acompañan: Poulengey. Dice que ella es un ángel. Si vuelvo a soltar una
blasfemia en mi vida, que Dios condene mi alma al fuego eterno.
ARZOBISPO. Un principio muy piadoso, capitán. (BARBAZUL y LA TREMOUILLE
se ríen de él. Vuelve el PAJE.)
PAJE. Su Majestad.
(Al oír la vox, todos se ponen firmes de una manera mecánica. El Delfín, de veintiséis
años, en realidad CARLOS VII desde la muerte de su padre, pero no coronado aún, entra a través
de las cortinas con un papel en las manos. Es físicamente enclenque, y la moda imperante de ir
perfectamente afeitado y de esconder todo el pelo bajo una gorra o un tocado, tanto los hombres
como las mujeres, le confiere un aspecto todavía peor. Tiene ojos pequeños y estrechos, casi
juntos, una larga nariz que cuelga sobre su labio superior, grueso y corto, y la expresión de un
perrito acostumbrado a las patadas, pero incorregible e incontrolable. No es vulgar ni estúpido,
sin embargo, tiene un cierto desparpajo que le permite defenderse en la conversación. justamente
ahora está ilusionado como un niño con un juguete nuevo. Se acerca a la izquierda del
ARZOBISPO. BARBAZUL y LA HIRE se retiran hacia las cortinas.)
CARLOS. Ah, señor arzobispo, ¿sabéis lo que acaba de enviarme Roberto de
Baudricourt de Vaucouleurs?
ARZOBISPO. (Con desprecio.) No me interesan las últimas novedades en materia de
juguetería.
CARLOS. (Indignado.) No es un juguete. (Mohíno.) Sin embargo, puedo pasar muy bien
sin vuestro interés.
ARZOBISPO. Vuestra Alteza se ofende sin motivo.
CARLOS. Gracias. Siempre dispuesto a echar un sermón, ¿no es cierto?
LA TREMOUILLE. (Con dureza.) ¡Ya basta de refunfuñar! ¿Qué te traes entre manos?
CARLOS. ¿A ti que te importa?
LA TREMOUILLE. Me importa saber lo que pasa entre la guarnición de Vaucouleurs y
tú. (Le arranca el papel de l a mano del Delfín y comienza a leerlo con cierta dificultad,
siguiendo las palabras con el dedo y deletreando sílaba a sílaba.)
CARLOS. (Mortificado.) Todos vosotros creéis que podéis tratarme como os dé la gana
porque os debo dinero y porque no soy un buen guerrero. Pero por mis venas corre sangre real.




ARZOBISPO. Incluso eso se ha llegado a poner en duda, Alteza. Resulta difícil
reconocer en ti la grandeza de Carlos el Sabio.
CARLOS. No quiero volver a oír hablar de mi abuelo. Tan sabio fue que gastó toda la
sabiduría de la familia para cinco generaciones y me dejó a mí hecho un pobre tonto,
maltratado y vilipendiado por vosotros.
ARZOBISPO. Domínate, Alteza. Esos arranques de petulancia no son correctos.
CARLOS. ¡Otro sermón! Gracias. ¡Qué lástima que, aunque seáis Arzobispo no vengan
los santos y los ángeles a veros!
ARZOBISPO. ¿Qué quieres decir?
CARLOS. ¡Ajá! preguntádselo a ese fanfarrón. (Señala a LA TREMOUILLE.)
LA TREMOUILLE. (Furioso.) Mide tus palabras, ¿has oído? CARLOS. Sí, he oído. No
hace falta que grites. Todo el castillo lo ha podido oír. ¿Por qué no vas y les gritas a los
ingleses y los derrotas por mí?
LA TREMOUILLE. (Alzando el puño.) jovenzuelo...
CARLOS. (Corre a esconderse detrás del ARZOBISPO.) No levantes la mano contra
mí. Es delito de alta traición.
LA HIRE. Tranquilo, duque, tranquilo.
ARZOBISPO. (Resuelto.) Vamos, vamos. Así no se llega a ninguna parte. Lord
Chambelán, por favor, por favor, tenemos que guardar las formas. (Al Delfín.) Y tú, Alteza, si
no puedes gobernar tu reino, al menos trata de gobernarte a ti mismo.
CARLOS. ¡Y vuelta a los sermones! Gracias.
LA TREMOUII.LE. (Entregando el papel al ARZOBISPO.) ¡Eh! Leedme este maldito
escrito. Me ha calentado la cabeza y no puedo distinguir bien las letras.
CARLOS. (Se asoma por encima del hombro izquierdo de LA TREMOUILLE.) Yo te
lo leeré si quieres. Yo sé leer, ¿sabes?
Se trata de Carlos V (-), padre de Carlos VI, el 'Insensato' o el 'Bien Amado' y abuelo del
interlocutor del Arzobispo, Carlos VII, el 'Victorioso', después de su coronación por Juana de Arco. A su abuelo preferimos
seguir denominándole el 'Sabio', por mantener ciertos juegos de palabras utilizados por , a pesar de que
en ciertos textos en España se le suele conocer como Carlos V, el 'Prudente'.




LA TREMOUILLE. (Con gran desprecio, en absoluto afectado por el sarcasmo.) Sí, leer
es casi lo único que sabes. ¿Podéis descifrarlo, monseñor?
ARZOBISPO. Habría esperado más sentido común de De Baudricourt. Nos envía a una
campesina chiflada.
CARLOS. (Interrumpiendo.) No, nos envía una santa, un ángel. Y viene a verme a mí,
al rey, y no a vos', arzobispo, por muy venerable que seáis. Ella sí reconoce la sangre real. (Se
pavonea andando hacia las cortinas, entre
BARBAZUL y LA HIRE.)
ARZOBISPO. No podemos permitir que recibas a una campesina chiflada.
CARLOS. (Se vuelve.) Pero yo soy el rey y la recibiré.
LA TREMOUILLE. (Brutal.) Entonces no se le permitirá a ella que te vea.
CARLOS. Os digo que la recibiré. No daré mi brazo a torcer.
BARBAZUL. (Se ríe de él.) Malo. ¿Qué diría tu sabio abuelo?
CARLOS. Esto muestra precisamente tu ignorancia, Barbazul. Mi abuelo tenía una
santa que solía flotar en el aire mientras rezaba, y le decía todo lo que quería saber. Mi pobre
padre tuvo dos santos: María de Maillé y Gasque de Aviñón. Viene de familia y no me importa
lo que digaís, yo también voy a tener mi santa.
ARZOBISPO. Esa muchacha no es una santa. Ni siquiera es una mujer decente. No
viste ropas de mujer. Viste como un soldado y monta a caballo con los soldados. ¿Creéis que
una persona así puede ser admitida en la corte?
LA HIRE. Esperad. (Yendo hacia el ARZOBISPO.) ¿Dijisteis una joven con armadura,
como un soldado?
ARZOBISPO. Así la describe De Baudricourt.
LA HIRE. Pero, ¡por todos los diablos! ¡Oh! Que Dios me perdone, ¿qué es lo que
estaba diciendo? ¡Por la Virgen María y todos los santos! Seguro que es el ángel que mató a
Frank el Malhablado por blasfemar.
CARLOS. (Triunfal.) ¡Lo veis! ¡Un milagro!
LA HIRE. Puede fulminaros a todos si nos cruzamos con ella. Por el amor de Dios,
monseñor, tened cuidado con lo que hacéis.
ARZOBISPO. (Severo.) Tonterías. Nadie ha muerto. Un paria borracho que ha sido
reprendido cien veces por blasfemar, se cayó a un pozo y se ahogó. Una mera coincidencia.




LA HIRE. No se qué es una coincidencia. Lo único que sé es que está muerto y ella le
advirtió que iba a morir.
ARZOBISPO. Todos vamos a morir, capitán.
LA HIRE. (Se santigua.) Espero que no. (Se retira de la conversación.)
BARBAZUL. Podemos averiguar fácilmente si es un ángel o no. Cuando llegue, yo
fingiré que soy el Delfín, y veremos si es capaz de descubrirme.
CARLOS. Bien. Estoy de acuerdo. Si no es capaz de descubrir la sangre real, no quiero
tener nada que ver con ella.
ARZOBISPO. Hacer santos es tarea de la Iglesia. Dejad que De Baudricourt se ocupe
de sus propios asuntos y no trate de usurpar las funciones del sacerdote. Os digo que la
muchacha no será admitida aquí.
BARBAZUL. Pero monseñor...
ARZOBISPO. (Implacable.) Hablo en nombre de la Iglesia. (Al Delfín.) ¿Te atreves a
insistir?
CARLOS. (Intimidado, pero mohíno.) Si lo hacéis asunto de excomunión, no tengo
nada que decir, por supuesto. Pero no habéis acabado de leer la carta. De Baudricourt dice que
ella va a levantar el sitio de Orleáns y va a derrotar a los ingleses.
LA TREMOUILLE. ¡Tonterías!
CARLOS. ¿Acaso vas a salvar tú Orleáns con todas tus fanfarronerías?
LA TREMOUILLE. (Agresivo.) No me vuelvas a echar eso en cara, ¿has oído? He
luchado mucho más que tú en toda tu vida. Pero no puedo estar en todas partes. CARLOS. No
se puede hacer todo.
BARBAZUL. (Se interpone entre el ARZOBISPO y CARLOS.) Tienes a Jack Dunois
al mando de las tropas en Orleans: el bravo Dunois, el guapo Dunois, el maravilloso e invencible
Dunois, el preferido de las damas, el bello bastardo. ¿Hay alguna posibilidad de que
esta campesina pueda hacer lo que no ha podido el?
CARLOS. ¿Y por qué no levanta el sitio, entonces? LA TREMOUILLE. Tiene el viento
en contra. BARBAZUL. ¿Cómo puede perjudicarle el viento en Orleans? No está en el Canal.
LA HIRE. Está en el Loira, y los ingleses mantienen la cabeza de puente. Debe cruzar
en barco a sus soldados por el río, corriente arriba, si quiere sorprenderlos por la retaguardia.
Bien, pues no puede, porque ese maldito viento sopla en contra. Está cansado de pagar a los




sacerdotes para que pidan que sople el viento del oeste. Lo que necesita es un milagro. Decís
que lo que ella hizo con Frank el Malhablado no fue un milagro. No importa; acabó con Frank.
Si logra cambiar el viento para Dunois, puede que tampoco sea un milagro, pero puede acabar
con los ingleses. ¿Qué podemos perder con intentarlo? ARZOBISPO. (Que ha leído el final de
la carta y se ha vuelto más pensativo.) Es cierto que De Baudricourt parece extraordinariamente
impresionado.
LA HIRE. De Baudricourt será un asno, pero es ante todo un soldado. Y si cree que ella
puede vencer a los ingleses, el resto del ejército también lo creerá.
LA TREMOUILLE. (Al ARZOBISPO, que duda.) Dejad que lo hagan a su modo. Los
hombres de Dunois abandonarán la ciudad, aunque él no lo quiera, si alguien no les infunde
nuevos ánimos.
ARZOBISPO. La Iglesia debe someter a examen a esa muchacha antes de que se decida
cualquier cosa sobre ella. S i n embargo, ya que su Alteza así lo quiere, dejadla que venga a la
Corte.
LA HIRE. La buscaré y se lo diré. (Sale.)
CARLOS. Ven conmigo, Barbazul. Vamos a prepararlo todo para que no me reconozca.
Te harás pasar por mí. (Sale a través de las cortinas.)
BARBAZUL. ¡Hacerme pasar por tal cosa! ¡San Miguel Arcángel! (Sigue al Delfín.)
LA TREMOUILLE. Tengo curiosidad por ver si lo descubrirá. ARZOBISPO. Por
supuesto que sí.
L A TREMOUILLE. ¿Por qué? ¿Cómo lo va a saber? ARZOBISPO. Sabrá lo que saben
todos en Chinon, que el Delfín es el hombre de aspecto más miserable y peor vestido en toda la
Corte y que el hombre de barba azul es Gilles de Rais.
LA TREMOUILLE. No se me había ocurrido.
ARZOBISPO. No estás tan acostumbrado como yo a los milagros. Forman parte de mi
profesión.
L A TREMOUILLE. (Perplejo y un poco escandalizado.) Pero eso no será un milagro.
ARZOBISPO. (Con tranquilidad.) ¡Y por qué no! L A TREMOUILLE. ¿Qué es un
milagro?
ARZOBISPO. Un milagro, amigo mío, es un hecho que crea fe. Esa es la finalidad y la
naturaleza de los milagros. Pueden parecer formidables a los ojos de los que lo ven y muy




simples para quienes los realizan. Eso no importa: Si crean o confirman la fe, son verdaderos
milagros.
LA TREMOUILLE. ¿Incluso cuando son fraudes, queréis decir?
ARZOBISPO. El fraude engaña. Un acto que crea fe no engaña: por tanto no es un
fraude, sino un milagro.
LA TREMOUILLE. (Se rasca la cabeza, perplejo.) Bien, supongo que ya que sois
arzobispo debéis tener razón. Me parece un poco raro, la verdad. Pero no soy clérigo y no
entiendo de esas cosas.
ARZOBISPO. No sois clérigo, pero sois diplomático y soldado. ¿Podríais hacer que
vuestros ciudadanos pagaran impuestos de guerra o que los soldados sacrificaran sus vidas si
supieran lo que realmente sucede en vez de lo que les parece a ellos que sucede?
LA TREMOIJILLE. No. ¡Por San Pedro! Se armaría la gorda antes de la puesta del sol.
ARZOBISPO. ¿No sería bastante fácil decirles la verdad?
LA TREMOIJILLE. ¡Hombre, por Dios! no lo creerían.
ARZOBISPO. Pues bien, la iglesia tiene la misión de dirigir a los hombres para bien de
sus almas al igual que vosotros debéis dirigirlos para bien de sus cuerpos. Para conseguirlo, la
Iglesia tiene que hacer lo mismo que vosotros, nutrir su fe con poesía.
LA TREMOUILLE. Poesía. Yo lo llamaría patraña.
ARZOBISPO. Estarías equivocado, amigo mío. Las parábolas no son mentiras por el
hecho de que describan hechos que no han sucedido. Los milagros no son fraudes por el simple
hecho de que sean con frecuencia no digo siempre- muy simples e inocentes mañas por las que
el sacerdote fortifica la fe de su rebaño. Cuando la muchacha descubra al Delfín entre sus
cortesanos, para mí no será un milagro, porque sabré cómo lo ha hecho, y mi fe no aumentará:
Pero para los demás, si sienten el estremecimiento de lo sobrenatural, y olvidan su condición de
pecadores, sintiendo por un momento toda la gloria de Dios, será un milagro con todas las
bendiciones. Y verás que la misma muchacha será la más afectada de todos. Olvidará cómo lo
ha descubierto. Igual que tú, tal vez.
TREMOUILLE. Bien, ojalá fuera tan inteligente como para saber dónde empieza en vos
el arzobispo y dónde el zorro más astuto de Turena. Vamos o llegaremos tarde a la función y
quiero verla, sea milagro o no.




ARZOBISPO. (Le detiene un momento.) No pienses que soy amante de los caminos
tortuosos. Un nuevo espíritu está surgiendo en el hombre: estamos en los albores de una época
más libre. Si fuera un simple monje y no tuviera que guiar a los hombres, buscaría la paz para
mi espíritu en Aristóteles y en Pitágoras antes que en los santos y sus milagros.
LA TREMOUILLE. ¿Y quién diablos era Pitágoras?
ARZOBISPO. Un sabio que sostuvo que la Tierra era redonda y que giraba alrededor
del sol.
LA TREMOUILLE. ¡Qué tontería más grande! ¿No tenía ojos en la cara?
(Salen juntos a través de las cortinas, que, al ser descorridas, dejan ver la sala del trono en
toda su amplitud, con la corte reunida. A la derecha hay dos tronos sobre un estrado.
BARBAZUL permanece en pie, adoptando una pose teatral sobre el estrado, representando el
papel del rey, y, como los demás cortesanos, divirtiéndose claramente con le broma. Detrás del
estrado hay un arco en la pared cubierto con una cortina; pero la puerta principal, vigilada por
hombres armados, está al otro extremo de la sala. Los 'cortesanos, en dos filas, dejan un pasillo
libre. CARLOS está es ese pasillo, en medio de la sala. LA HIRE está a su derecha. El
ARZOBISPO, a su izquierda, ha ocupado su lugar W otro lado del estrado; LA TREMOUILLE,
está al otro lado. Le DUQUESA DE LA TREMOUILLE, que finge ser la reina, ocupa el trono
de la esposa del rey acompañada por un grupo de damas, situadas detrás del ARZOBISPO. La
conversación de los cortesanos es tan ruidosa que nadie se percata de la presencia del PAJE en la
puerta.)
PAJE. El duque de... (Nadie escucha.) El duque de... (La conversación continúa.
Indignado por la imposibilidad de hacerse oír, arrebata la alabarda al soldado más próximo
y golpea el suelo con ella. Cesa la conversación y todos le miran en silencio.) El duque de
Vendone presenta La Doncella Juana a Su Majestad.
CARLOS. (Poniendo el dedo en los labios.) ¡Ssh! (Se esconde detrás del cortesano
más próximo, asomándose para ver lo que pasa.)
BARBAZUL. (Majestuoso.) Que se acerque al trono. (JUANA, con vestimenta de
soldado, con el pelo corto, que le cae, tupido, sobre el rostro, es introducida por un noble
retraído y silencioso de quien ella se separa para detenerse y mirar ansiosamente en busca
del Delfín.)
DUQUESA. (A la dama más próxima.) ¡Ay! ¡Querida! ¡Vaya pelos!




(Todas las damas estallan en irreprimibles carcajadas.)
BARBAZUL. (Tratando de no reírse, mueve la mano en desaprobación del jolgorio.)
Ssh, ssh. ¡Señoras! ¡Señoras!
JUANA. (Sin inmutarse.) Llevo el pelo así porque soy un soldado. ¿Dónde está el
Delfín?
(Una risa ahogada corre por la corte al avanzar ella hacia el estrado.)
BARBAZUL. (Condescendiente.) Estás en presencia del Delfín.
(JUANA le mira escéptica, por un momento, explorándole minuciosamente de arriba
abajo para asegurarse. Silencio sepulcral; todos la observan. La alegría empieza a dibujarse
en el rostro de JUANA.)
JUANA. Vamos, Barbazul. A mí no me vas a engañar. ¿Dónde está el Delfín? (Una
risotada estalla mientras Gilles, con un gesto de rendición, se une a la risa y salta desde el
estrado junto a LA TREMOUILLE. JUANA, con amplia sonrisa, también, se vuelve y busca
entre la fila de cortesanos, se mete de pronto entre ellos y saca a CARLOS del brazo.)
UANA. (Le suelta y le hace una pequeña reverencia.) Gentil Delfín, me envían a ti
para echar a los ingleses de Orleans y de Francia y para coronarte rey en la catedral de Reims,
donde se corona a todos los auténticos reyes de Francia.
CARLOS. (Triunfante, a la Corte.) Ya lo veis todos, distingue la sangre real. ¿Quién
se atreve a decir ahora que no soy hijo de mi padre? (A JUANA.) Pero si quieres coronarme en
Reims, tienes que hablar con el Arzobispo, no conmigo. Aquí está. (Está de pie, tras ella.)
JUANA. (Se vuelve en seguida, sobrecogida de emoción.) ¡Oh, mi señor! (Cae de
rodillas a sus pies, e inclina la cabeza, sin atreverse a mirar hacia arriba.) Monseñor, sólo
soy una pobre campesina, y vos estáis lleno de la santidad y la gloria de Dios, pero me ungiréis
y me daréis la bendición, ¿verdad?
BARBAZUL. (Susurra a LA TREMOUILLE.) El viejo zorro se ruboriza.
LA T REMOUILLE. ¡Otro milagro!
ARZOBISPO. (Conmovido, pone la mano sobre su cabeza.) Hija, estás enamorada de
la religión.
JUANA. (Perpleja, le mira.) ¿De veras? Nunca se me habla ocurrido. ¿Hay algo malo
en ello?
OBISPO. No hay nada malo, hija mía. Pero es un peligro.
J




JUANA. (Se levanta y su rostro irradia un resplandor de imprudente alegría.)
Siempre hay peligro, salvo en el cielo. Monseñor, me habéis dado tanta fuerza, tanto valor...
Debe ser tan maravilloso ser arzobispo.
(Sonrisas generalizadas de la Corte, incluso risitas sofocadas)
ARZOBISPO. (Se incorpora, susceptible.) Caballeros, la fe de esta doncella es una
censura a vuestra frivolidad. Yo, Señor, no soy digno, pero vuestro regocijo es pecado mortal.
(Agachan la cabeza. Silencio sepulcral.)
BARBAZUL. Señor, nos reíamos de ella, no de vuestra eminencia.
ARZOBISPO. ¿Cómo? ¡No os reíais de mí, sino de su fe! Gilles de Rais, esta doncella
profetizó que el blasfemo moriría ahogado en su propio pecado.
JUANA. (Afligida.) ¡No!
ARZOBISPO. (Le manda callar con un gesto.) Ahora te profetizo yo que serás
ahorcado por los tuyos si no aprendes cuándo es hora de reír y cuándo de rezar.
BARBAZUL. Señor, acepto el reproche. Lo siento; no puedo decir más. Pero si
profetizáis que seré ahorcado no podré ya nunca más resistir la tentación, porque siempre me diré
que de ahorcarme, me ahorquen por algo. (Los cortesanos se animan de nuevo con esto.
Nuevas risas ahogadas.)
JUANA. (Escandalizada.) Eres frívolo, Barbazul, y desvergonzado. Contestar así al
arzobispo...
LA HIRE. (Con una gran risotada.) ¡Bien dicho, muchacha! ¡Bien dicho!
JUANA. (Impaciente, al ARZOBISPO.) Monseñor, ¿por qué no echáis a todos estos
tontos para que pueda hablar a solas con el Delfín?
LA TREMOUILLE. (De buen humor.) Sé captar una indirecta. (Saluda, gira sobre sus
talones y se va.)
ARZOBISPO. Vamos, caballeros. La Doncella viene con la bendición de Dios y debe ser
obedecida.
(Los cortesanos salen, unos por el arco, otros por el lado opuesto. El ARZOBISPO
sale por la puerta, seguido por la DUQUESA y LA TREMOUILLE. Al pasar el ARZOBISPO,
JUANA cae a sus pies, y besa el borde de su vestidura con fervor. Él mueve la cabeza

Efectivamente, Gilles de Rais, Barbazul (-), iba a ser detenido en por un tribunal eclesiástico por
herejía y condenado a muerte por un tribunal civil




instintivamente en señal de protesta, se recoge el vestido apartándolo de ella y sale. JUANA
sigue de rodillas, interponiéndose en el camino de la DUQUESA.)
DUQUESA. (Fríamente.) Me dejas pasar, ¿por favor?
JUANA. (Se levanta con agilidad y se echa hacia atrás.) Perdón, señora; claro que sí.
(La DUQUESA pasa; JUANA la sigue con la mirada y luego susurra al Delfín.)
JUANA. ¿Es la reina?
CARLOS. No, pero ella cree que sí.
JUANA. (Mirando de nuevo hacia la DUQUESA.) ¡Ooooh! (Su admiración por la
figura de la dama, vestida, de forma tan suntuosa, no es del todo de cumplido.)
LA TREMOUILLE. (Muy malhumorado.) Ruego a Vuestra Alteza que no se burle de mi
esposa.
JUANA. (Al Delfín.) ¿Quién es ese viejo gruñón?
CARLOS. El duque de La Tremouille.
JUANA. ¿A qué se dedica?
CARLOS. Se cree el comandante en Jefe del Ejército. Y siempre que encuentro un amigo
de verdad, me lo mata.
JUANA. ¿Por qué se lo permites?
CARLOS. (Se mueve malhumorado hacia la parte de la sala donde está el trono, para
escapar de su campo magnético.) ¿Cómo puedo evitarlo? Me maneja, todos me manejan.
JUANA. ¿Tienes miedo?
CARLOS. Sí, tengo miedo. Y no vale la pena echarme un sermón por eso. Todo esto está
muy bien para esos hombrachones con su armadura, demasiado pesada para mí, Y sus espadas,
que a duras penas logro levantar, y su musculatura, y sus gritos, y su mal humor. Les gusta
luchar: muchos de ellos se comportan de forma ridícula cuando no están luchando. Yo, en
cambio, soy tranquilo y discreto, no me gusta matar gente, sólo quiero que me dejen en paz y
divertirme a mi manera. Nunca pedí ser rey, me lo echaron encima. Por eso, si me vas a
decir: «Hijo de san Luís empuña la espada de tus antepasados y guíanos a la victoria», no
gastes saliva, porque no puedo hacerlo. No he nacido para eso. Y punto.
JUANA. (Mordaz y autoritaria.) ¡Tonterías! Al principio a todos nos pasa lo mismo.
Pero yo te daré valor.




CARLOS. Pero yo no quiero que me des valor, lo que quiero es dormir en una cama
mullida y no vivir en un continuo terror de ser asesinado o herido. Dales valor a los demás y
que se harten a pelear, pero, a mí, déjame tranquilo.
JUANA. Es inútil, Charlie, debes aceptar lo que Dios te ha encomendado. Si no
consigues llegar a ser rey, serás un mendigo, porque, ¿acaso vales para otra cosa? ¡Vamos!
Deja que te vea sentado en el trono. Lo he deseado tanto...
CARLOS. ¿De qué vale sentarse en el trono cuando son los demás los que dan las
ordenes? En fin (se sienta en el trono, componiendo una lastimosa figura), aquí tienes al rey.
Hártate de ver a este pobre diablo.
JUANA. Todavía no eres rey, muchacho, sino Delfín. No te dejes llevar por los que te
rodean. El hábito no hace al monje. Conozco al pueblo: al pueblo llano que te da el pan de
cada día, y te digo que nunca considerará rey de Francia a un hombre que no haya sido antes
ungido con el santo óleo y no haya sido consagrado y coronado en la catedral de Reims. Y
necesitas además ropa nueva, Charlie. ¿Por qué la reina no cuida de ti como es debido?
CARLOS. Somos demasiado pobres. Ella necesita todo el dinero que tenemos para
vestirse. Además me gusta que vista con elegancia. Y me importa muy poco cómo voy yo. Yo
no tengo arreglo, vaya como vaya.
JUANA. Tienes virtudes, Charlie, pero no las propias de un rey.
CARLOS. Veremos. No soy tan tonto como parece. Tengo los ojos abiertos, y puedo
decirte que un buen tratado vale más que diez buenas batallas. Esos hombres aficionados a las
guerras pierden en los tratados lo que ganan en las batallas. Si consiguiéramos firmar un
tratado, los ingleses, estoy seguro, se llevarían la peor parte, pues valen más para pelear que
para pensar.
JUANA. Si los ingleses vencen, serán ellos los que harán el tratado y entonces, ¡que
Dios se apiade de Francia! Quieras o no, tienes que luchar, Charlie. Yo iré delante para darte
ánimo. Debemos armarnos de valor en ambas manos y rogar a Dios a dos manos también.
CARLOS. (Baja del trono y cruza de nuevo la sala para huir de su insistencia
envolvente.) Para de hablar de Dios y de rezos. No puedo soportar a la gente que se pasa el
día rezando. ¿No es suficiente castigo cuando es de obligación?
JUANA. (Con lástima.) Pobre niño, nunca has rezado en tu vida. Tengo que enseñarte
desde el principio.




CARLOS. No soy ningún niño, soy una persona adulta y soy padre, y no quiero que me
enseñen nada más.
JUANA. Sí, tienes un hijo pequeño, que será Luís XI cuando mueras. ¿No lucharás
siquiera por él?
CARLOS. No, es un niño horrible. Me odia. Odia a todo el mundo, el muy egoísta. No
quiero ni oír hablar de niños. No quiero ser padre, ni tampoco quiero ser hijo, sobre todo hijo
de san Luís. No quiero ser ninguna de esas tosas maravillosas de las que todos vosotros tenéis
llena la cabeza, quiero ser simplemente lo que soy. Y ahora, ¿por qué no te metes en tus
propios asuntos y me dejas en paz?
JUANA. (De nuevo, desdeñosa.) Ocuparte de tus asuntos es como ocuparte sólo de tu
propio cuerpo: es la manera más segura de caer enfermo. ¿Cuál es mi deber? Ayudar a mi
madre en casa. ¿Cuál es el tuyo? Acariciar perros falderos y chupar barritas de azúcar.
Mierda, basura. Te digo que lo que tenemos que hacer no es asunto nuestro, sino de Dios.
Tengo un mensaje de Dios para ti; tienes que escucharme aunque al oírlo se te rompa el
corazón del susto.
CARLOS. No quiero mensajes. ¿Pero puedes desvelarme algún secreto? ¿Puedes hacer
curas milagrosas? ¿Puedes convertir el plomo en oro o cosas por el estilo?
JUANA. Puedo convertirte en rey en la catedral de Reims, y este es un milagro que
llevará cierto trabajo, me temo.
CARLOS. Si vamos a Reims para la coronación, Ana necesitará vestidos nuevos. Y no
podemos permitirnos ese lujo. Yo voy muy bien así.
JUANA. ¿Así? ¿Así como estás? Peor que el más pobre de los pastores de mi padre. No
serás dueño legal de tus tierras de Francia hasta que no hayas sido consagrado.
CARLOS. Pero no seré nunca dueño legal de mi propia tierra de ninguna manera.
¿Acaso la consagración pagará mis hipotecas? He empeñado mi última parcela al Arzobispo y a
ese otro gordo bravucón. Incluso a Barbazul le debo dinero.
JUANA. (Seria.) Charlie, yo vengo del campo y conseguí mi fuerza trabajando la tierra
y te digo que la tierra es tuya para que la gobiernes y mantengas en ella la paz de Dios, y no
para que la empeñes como empeñaría una madre borracha las ropas de sus hijos. Y vengo de
Dios para decirte que te arrodilles en la catedral y le ofrezcas solemnemente el reino a Él por
los siglos de los siglos y llegarás a ser el Rey más poderoso del mundo, siendo Su mayordomo




y Su ministro, Su soldado y Su siervo. Hasta el polvo de Francia se volverá sagrado, los soldados
franceses serán soldados de Dios. Los duques rebeldes serán rebeldes contra Dios; los
ingleses caerán de rodillas y pedirán que les dejen volver en paz a su verdadero hogar.
¿Prefieres aún ser un pequeño judas y traicionarme a mí y a Aquél que me ha enviado?
CARLOS. (Atraído al fin.) Si tuviera valor...
JUANA. Yo lo tengo, lo tengo y lo tendré en nombre de Dios. ¿Estás conmigo o estás
contra mí?
CARLOS. (Entusiasmado.) Me arriesgaré. Te advierto que no resistiré, pero me
arriesgaré. Ya verás. (Corre hacia la puerta principal y grita.) ¡Eh! Volved todos. (A JUANA,
mientras vuelve hacia el arco opuesto.) ¿Te importaría quedarte aquí y no dejar que me
asusten? (A través del arco.) Venid, venid. Que venga toda la corte. (Se sienta en el trono
mientras todos vuelven deprisa a ocupar sus posiciones anteriores, charlando y visiblemente extrañados.)
Ahora, se va a armar, pero no importa; eh, ahí va. (Al paje.) Manda callar, tú,
animal.
PAJE. (Coge una alabarda como la vez anterior y golpea con ella varias veces.) Silencio
para su Majestad el Rey. El Rey va a hablar. (Terminante.) ¿Quieren callarse de una vez?
(Silencio.)
CARLOS. (Se levanta.) He entregado el mando del ejército a La Doncella. La Doncella
puede hacer lo que quiera con él. (Se baja del estrado.) (Estupor general. LA HIRE encantado,
golpea con el guante su muslera de acero.) LA TREMOUILLE. (Se vuelve amenazante hacia
CARLOS.) ¿Qué significa esto? El comandante en jefe del ejército soy YO.
(JUANA pone rápidamente su mano en el hombro de CARLOS cuando éste empieza a
retroceder instintivamente. CARLOS, con un grotesco esfuerzo que culmina en un gesto
extravagante, chasca sus dedos en la cara del Chambelán.) JUANA. Esta es la respuesta, viejo
gruñón. (Esgrime su espada de repente, al darse cuenta de que su momento ha llegado.) ¿Quién
está con Dios y con Su Doncella? ¿Quién viene a Orleans conmigo?
LA HIRE. (Entusiasmado, desenvainando también.) ¡Con Dios y con Su Doncella! ¡A
Orleans!
TODOS LOS CABALLEROS. (Siguen a su guía con entusiasmo.) ¡A Orleans!
(JUANA, radiante, cae de rodillas dando gracias a Dios. Todos se arrodillan, excepto el
ARZOBISPO, que les da su bendición y LA TREMOUILLE, que se desploma, maldiciendo.)




ESCENA TERCERA
Orleans, de abril de . DUNOIS, de veintiséis años, se pasea arriba y abajo en
una pequeña superficie de tierra en la orilla sur del plateado Loira, desde donde se domina un
largo tramo del río en ambas direcciones. Ha dejado su lanza clavada con una banderola que
ondea movida por un fuerte viento del este. Junto a ella reposa su escudo con la banda de
izquierda a derecha. Tiene en sus manos el bastón de mando. Es un hombre de complexión fuerte
y lleva su armadura con soltura. Su amplia frente y su barbilla puntiaguda dan a su rostro una
forma de triángulo equilátero, marcado por los años de servicio y la responsabilidad. Tiene la
expresión de un hombre de buen carácter y capaz, sin presunción ni ilusiones tontas. Su PAJE
está sentado en el suelo, los codos en las rodillas, las mejillas sobre los puños, mirando
ociosamente al agua. Está anocheciendo ya, y ambos, hombre y muchacho, parecen
impresionados por el encanto del Loira.
DUNOIS. (Se detiene un momento para echar un viztazo a la ondulante banderola y
mueve la cabeza, cansino, antes de reanudar su paseo.) Maldito: inmutable cuando te quiero
versátil, versátil cuando te quiero inmutable, viento del oeste sobre el plateado Loira... ¿Qué rima
con Loira? (Vuelve a mirar a la banderola, y la amenaza con el puño.) Cambia, te maldigo,
cambia. Pedazo de puta inglesa, cambia al oeste, al oeste, te lo ordeno. (Con un gruñido reanuda
su marcha en silencio, pero pronto empieza de nuevo.) Oh, viento del oeste, viento veleidoso,
viento testarudo, viento afeminado, viento falso sobre el agua, ¿no volverás a soplar?
PAJE. (Salta a sus pies.) Mirad, allí, allí va.
DUNOIS. (Sobresaltado por la visión, ansioso.) ¿Dónde? ¿Quién? ¿La Doncella?
PAJE. No, el martín pescador. Como un relámpago azul. Se metió en aquel matorral.
DUNOIS. (Furioso y decepcionado.) ¿Eso es todo? Maldito estúpido, me dan ganas de
tirarte al río.
PAJE. (Sin inmutarse, pues conoce a su señor.) Qué bonito, ese destello azul. Mirad, ahí
va el otro.
DUNOIS. (Corriendo ilusionado hacia el borde del río.) ¿Dónde? ¿Dónde?
PAJE. (Señala.) Pasando los juncos. DUNOIS. (Encantado.) Ya veo. (Siguen el vuelo
hasta que el pájaro se refugia.)
PAJE. Me reñisteis ayer porque no os avisé a tiempo de verlos.




DUNOIS. Sabías que estaba esperando a La Doncella cuando diste ese grito. Ya te daré
yo la próxima vez para que grites por algo.
PAJE. ¿No son maravillosos? Ojalá pudiéramos cogerlos.
DUNOIS. Que te pesque yo tratando de cogerlos y te meto un mes en una jaula de hierro,
para que aprendas lo que es estar enjaulado. Eres un antipático.
(El PAJE se ríe y se acurruca como antes.)
DUNOIS. (Paseándose.) Pájaro azul, pájaro alado, si tu amigo soy, pon el viento al otro
lado. No, ¡qué mal rima! El que por ti ha pecado. Eso está mejor, pero no tiene sentido. (Se
percata de que está junto al PAJE.) ¡Antipático muchacho! (Se aparta de él.) Virgen María, la
del manto azul, como el martín pescador. ¿Vas a negarme el viento del oeste?
DNA VOZ DE CENTINELA AL OESTE. Alto, ¿quién va?
VOZ DE JUANA. La Doncella.
DUNOIS. Dejadla pasar. Aquí. ¡Doncella! ¡A mí!
(JUANA, con una espléndida armadura, entra precipitadamente en medio de un
estallido de entusiasmo. El viento cesa, y la banderola cuelga fláccida de la lanza, pero
DUNOIS está demasiado pendiente de JUANA para darse cuenta.) JUANA. (Con rudeza.)
¿Eres el Bastardo de Orleáns?
DUNOIS. (Frío y seco, señalando a su escudo.) Ya ves la banda de mi escudo a la
izquierda. ¿Eres Juana, la Doncella?
JUANA. Claro.
DUNOIS. ¿Dónde están tus tropas?
JUANA. Millas atrás. Me han engañado. Me han traído a la orilla equivocada del río.
DUNOIS. Yo se lo ordené.
JUANA. ¿Por qué se lo ordenaste? Los ingleses están en la otra orilla.
DUNOIS. Los ingleses están en las dos orillas.
JUANA. Pero Orleans está en la otra orilla. Allí es donde tenemos que enfrentarnos a los
ingleses. ¿Cómo vamos a cruzar el río?
DUNOIS. (Escueto.) Hay un puente.
Bend sinister: Figura heráldica formada por dos líneas paralelas, pero en sentido opuesto a la dirección
normal; es decir, de izquierda (arriba) a derecha (abajo). Es uno de los supuestos signos de bastardía.




JUANA. ¡En nombre de Dios! Corramos a cruzar el puente y caigamos sobre ellos.
DUNOIS. Parece fácil, pero no se puede.
JUANA. ¿Quién lo dice?
DUIVOIS. Yo, y cabezas más maduras y sensatas que yo son de la misma opinión.
JUANA. (Rotunda.) Entonces todas esas cabezas maduras y sensatas están llenas de
serrín; te han puesto en ridículo y quieren ponerme a mí también, trayéndome a la orilla
equivocada del río. ¿No sabes que te traigo mejor ayuda de la que nunca ha tenido un general o
una ciudad?
DUNOIS. (Con paciencia.) ¿La tuya?
JUANA. No, la ayuda y el consejo del rey del Cielo. ¿Por dónde se va al puente?
DUNOIS. Ten paciencia, Doncella.
JUANA. ¿Acaso estamos para paciencia? El enemigo está a nuestras puertas, y henos aquí
de brazos cruzados. ¿Por qué no estás luchando? Escúchame, yo te quitaré el miedo. YO...
DUNOIS. (Ríe cordialmente y le hace un gesto con la mano desentendiéndose del
asunto.) No, no, muchacha, si me quitaras el miedo, sería un buen caballero para un libro de
historias, pero un mal jefe del ejército. Vamos, deja que haga de ti un buen soldado. (La lleva a
la orilla del agua.) ¿Ves aquellos dos fortines al final del puente, los grandes?
JUANA. Sí, ¿son nuestros o de los ingleses?
DUNOIS. Cállate y escúchame. Si estuviera yo en cualquiera de esos fortines tan sólo con
diez hombres, podría defenderlo frente a todo un ejército. Los ingleses tienen diez veces más
soldados en esos fuertes para defenderlos contra nosotros.
JUANA. No pueden defenderlos contra Dios. La tierra sobre la que están los fortines no
se la dio Dios, la han robado. Él nos la dio a nosotros. Voy a tomar esos fortines.
DUNOIS. ¿Tú sola?
JUANA. Nuestros hombres los tomarán. Yo los dirigiré.
DUNOIS. Nadie te seguirá.
JUANA. No miraré atrás para ver si alguien me sigue o no.
DUNOIS. (Reconoce su temple y le da una palmada en el hombro.) Bien. Tienes madera
de soldado. Estás enamorada de la guerra.
JUANA. (Sorprendida.) El arzobispo me dijo que estaba enamorada de la religión.




DUNOIS. Yo también, Dios me perdone, estoy algo enamorado de la guerra, la zorra de
ella. Soy como un hombre con dos mujeres. ¿Quieres ser tú como una mujer con dos maridos?
JUANA. (Confidencial.) Nunca tendré marido. Un hombre en Toul inició acciones
legales contra mí porque decía que yo había roto una promesa de matrimonio, pero yo nunca
me comprometí con él. Soy un soldado. No quiero que me consideren una mujer. No llevaré
ropas de mujer. No me interesan las cosas que interesan a las mujeres. Sueñan con amantes y
con dinero. Yo sueño con dirigir un ataque y colocar los cañones. Tus soldados no saben
usarlos; creéis que podéis ganar batallas sólo con mucho ruido y humo.
DUNOIS. (Se encoge de hombros.) Cierto. La mitad de las veces la artillería es más un
estorbo que una ayuda.
JUANA. Así es, chico, pero no puedes luchar contra murallas de piedra con caballos:
necesitas la artillería y cuanto más pesada, mejor.
DUNOIS. (Sonríe ante su familiaridad y la imita.) Así es, chica, pero un buen corazón y
una escala firme saltarán el muro más resistente.
JUANA. Yo seré la primera en subir la escala cuando lleguemos al fuerte. Bastardo, te
reto a que me sigas.
DUNOIS. No debes retar a un oficial de mando, Juana; sólo a los oficiales de compañía
se les permite porfiar en exhibiciones de valor personal. Además, debes saber que te he
recibido como santa, no como soldado. Tengo bastantes cabezas locas a mis órdenes, si
valieran para algo.
JUANA. No soy una cabeza loca, soy una sierva de Dios. Mi espada es sagrada: la
encontré detrás del altar en la iglesia de Santa Catalina, donde Dios la había escondido para mí,
y no puedo luchar con ella. Mi corazón está lleno de valor, no de ira. Yo guiaré y vuestros
hombres me seguirán; es todo lo que puedo hacer. Pero debo hacerlo, tú no me lo impedirás.
DUNOIS. Todo a su tiempo. Nuestros hombres no pueden tomar esos fuertes con un
simple paseo por el puente. Tienen que acercarse por el agua, y atacar a los ingleses por la
retaguardia.
JUANA. (Se acentúa su sentido militar.) Entonces construye balsas y pon cañones en
ellas, y ordena a tus hombres que crucen hacia nosotros.
DUNOIS. Las balsas están preparadas y los hombres embarcados. Pero tienen que
esperar a Dios.




UANA. ¿Qué quieres decir? Es Dios quien les espera a ellos.
DUNOIS. Entonces, que nos mande viento favorable. Mis barcas están corriente abajo y
no pueden subir en contra del viento y en contra de la corriente. Tenemos que esperar hasta que
Dios cambie el viento. Ven, te llevaré a la iglesia.
JUANA. No. Me gusta la iglesia, pero los ingleses no cederán a los rezos; no entienden
más lenguaje que el de los golpes y las cuchilladas. No iré a la iglesia hasta que los hayamos
derrotado.
DUNOIS. Tienes que ir, tengo para ti una misión importante.
JUANA. ¿Qué misión?
DUNOIS. Rezar por el viento del oeste. Yo ya he rezado, y he donado dos candelabros
de plata, pero mis ruegos no han sido atendidos. Los tuyos pueden serlo, eres joven e inocente.
JUANA. Sí, tienes razón. Rezaré, se lo pediré a santa Catalina, ella hará que Dios me de
el viento del oeste. Rápido: muéstrame el camino de la Iglesia.
PAJE. (Estornuda con estruendo.) ¡Atch-chis! JUANA. ¡Jesús! Vamos, bastardo.
(Se van. El PAJE se levanta para seguirlos. Levanta el es`: cardo y va a coger la lanza
también cuando repara en la banderola, que ahora ondea hacia el este.)
PAJE. (Deja caer el escudo y los llama entusiasmado.) ¡Señor! ¡Señor! ¡Señorita!
DUNOIS. (Corre hacia atrás.) ¿Qué pasa? ¿El martín pescador? (Lo busca con ansiedad
sobre el río.)
JUANA. (Se une a ellos.) ¡Un martín pescador! ¿Dónde?
PAJE. No, el viento, el viento, el viento. (Señala la banderola.) Es lo que me hizo
estornudar.
DUNOIS. (Mira la banderola.) El viento ha cambiado. (Se santigua.) Dios ha hablado.
(Se arrodilla y alarga su bastón a JUANA.) Desde ahora te concedo el mando del ejército del
rey. Yo seré tu soldado.
PAJE. (Mira río abajo.) Las barcas han salido ya. Marchan corriente arriba como si nada.
DUNOIS. (Se levanta.) Ahora a los fuertes. Me retaste a seguirte. Yo te reto a que tomes
el mando.
JUANA. (Estalla en lágrimas y echa sus brazos alrededor de DUNOIS, y le besa en
ambas mejillas.) Dunois, querido compañero de armas, ayúdame. Mis ojos están empañados de
lágrimas. Pon mi pie en la escala y grita: «Arriba, Juana.
J




DUNOIS. (La aparta.) No te preocupes por las lágrimas: guíate por los resplandores de
las armas.
JUANA. (En un arrebato de valor.) ¡Ah!
DUNOIS. (La arrastra con él.) ¡Por Dios y por san Dionisio! PAJE. (Chillando.) ¡La
Doncella! ¡La Doncella! ¡Dios y La Doncella! ¡Hurra! (Recoge el escudo y la lanza y va brincando
tras ellos, loco de alegría.)
ESCENA CUARTA
Una tienda en el campamento inglés. Un CAPELLÁN inglés, con cuello de toro, de unos
cincuenta años, está sentado en un 'taburete junto a una mesa, escribiendo afanosamente. Al otro
lado de la mesa un NOBLE imponente, de unos cuarenta y seis años, está sentado en una silla
muy elegante, pasando las hojas de un Libro de las Horas con ilustraciones. El NOBLE se lo
está pasando bien: el CAPELLÁN lucha por contener la ira oculta. A la izquierda del NOBLE
hay un taburete de cuero, desocupado. La mesa está a su derecha.
NOBLE. Esto es lo que yo llamo un trabajo de artesanía. No hay nada en el mundo tan
exquisito como un libro bien hecho, con las columnas, de preciosa escritura negra, bien
colocadas, con hermosas cenefas y con ilustraciones artísticamente grabadas. Pero en estos
tiempos en vez de ojear los libros, la gente los lee. Esas listas de pedidos de tocino y salvado que
estás emborronando, podrían ser también un libro.
CAPELLÁN. Debo decir, señor, que tomáis muy a la ligera nuestra actual situación.
Demasiado quizás.
NOBLE. (Arrogante.) ¿Qué es lo que pasa?
CAPELLÁN. Lo que pasa, señor, es que nosotros, los ingleses, hemos sido
derrotados.
NOBLE. Eso ocurre a veces, sabéis. Sólo en los libros de Historia y en las baladas el
enemigo sale siempre derrotado
CAPELLÁN... Pero estamos sufriendo derrota tras derrota. Primero Orleáns...
NOBLE (Con asco.) ¡Bah! ¡Bah! Orleans.

Conjunto de libros litúrgicos de rezos para clérigos y religiosos. Existe uno para cada tiempo litúrgico del año
eclesiástico: adviento y navidad, tiempo ordinario, cuaresma y tiempo pascual. Asimismo, cada día los rezos litúrgicos
comprenden cuatro partes: laúdes, tercia, vísperas y completas.




CAPELLAN Sé lo que me vais a decir, señor: que fue un caso claro de brujería y
encantamiento. Pero nos siguen venciendo: en Jargeau, en Meung y en Beaugency pasó lo
mismo que en Orleans. Y ahora en Patay ha sido una carnicería, y han hecho prisionero a Sir
John Talbot. (Tira la pluma casi llorando.) Me duele, señor, me duele en el alma. No soporto
ver cómo mis compatriotas son derrotados por un puñado de extranjeros.
NOBLE. Sois inglés, ¿no?
CAPELLÁN. En realidad, no, señor: sin embargo, al igual que vuestra señoría, nací en
Inglaterra. Y eso ya supone una diferencia.
NOBLE... Estáis atado a la tierra, ¿eh?
CAPELLÁN. A vuestra señoría le gusta ironizar a mi costa: vuestra posición
privilegiada os permite hacerlo con impunidad. Pero vuestra señoría sabe de sobra que yo no
estoy atado a mi tierra de una manera vulgar, como un siervo. No obstante, tengo mis
sentimientos (con agitación creciente); y no me avergüenzo; y (se levanta impetuoso
precipitadamente) por Dios, que si esto continua así, mando al diablo la sotana, y yo mismo
tomare las; armas, y estrangularé a esa maldita bruja con mis propt
as manos.
%ir [
NOBLE. (Riéndose de él de buena fe.) Eso es lo que tendréis que hacer, capellán, si no
encontramos nada mejor. Pero ahora no. Todavía no.
(El CAPELLÁN vuelve a sentarse, malhumorado.) NOBLE. (Alegre.) No debería
preocuparme demasiado por la bruja, ¿sabéis? He peregrinado a Tierra Santa, y los Poderes
del Cielo, por su propio bien, no creo que permítiesen que fuera vencido por una hechicera de
aldea. Pero el Bastardo de Orleans es un hueso duro de roer; él también estuvo en Tierra
Santa. Tenemos los mismos méritos, por lo que se ve.
"CAPELLÁN. Sólo es un francés, señor.
NOBLE. ¡Un francés! ¿De dónde habéis sacado esa expresión? ¿Acaso los
borgoñones, los bretones, los picardos y los gascones quieren empezar a llamarse franceses,
John Talbot, Primer Conde de Shrewsbury (-). Antes de trasladarse a Francia había servido en
las campañas de Gales e Irlanda. Tomó parte en el sitio de Orleans en . Fue nombrado mariscal de Francia por el
rey Enrique VI. En decidió atacar la fortaleza de Castillón sin esperar a la artillería y murió en el intento. Esta
fue la última allá de la Guerra de los Cien Años. A partir de esa derrota, los ingleses tuvieron que ir
abandonando todas sus posesiones en suelo francés.




como nuestros compatriotas empiezan a llamarse ingleses? Hablan de Francia e Inglaterra
como si fuesen sus países. ¡Fijaos, suyos! ¿Qué será de vos y de mí si esa forma de pensar se
pone de moda?
CAPELLÁN. ¿Por qué, señor? ¿Acaso nos puede perjudicar? NOBLE. No se puede
servir a dos señores. Si esta canción de servir a su país se extiende entre ellos, adiós a la autoridad
del señor feudal, y adiós a la autoridad de la Iglesia, es decir, adiós a vos y a mí.
CAPELLÁN. Creo que soy un fiel servidor de la Iglesia; y además sólo seis parientes
míos están delante de mí para ocupar la baronía de Stogumber, creada por Guillermo el
Conquistador. Pero, ¿es suficiente motivo como para que me quede cruzado de brazos viendo
cómo los ingleses son vencidos por un bastardo francés y por una bruja de la cochina
Champaña?
NOBLE. Tranquilo, capellán, tranquilo: quemaremos a la bruja y derrotaremos al
Bastardo, a su debido tiempo. Es más, estoy esperando al obispo de Beauvais, para preparar
la quema. Él ha sido expulsado de su diócesis por los seguidores de la bruja.
CAPELLÁN. Primero tendréis que atraparla, señor.
NOBLE. O comprarla. Ofreceré una recompensa digna de un rey.
CAPELLÁN. ¡Una recompensa de rey! ¡Por esa zorra! NOBLE. Hay que dejar un buen
margen. Alguien, del bando de Carlos, la venderá a los borgoñones, y los borgoñones nos la
venderán a nosotros; pero es probable que haya tres o cuatro intermediarios, que esperan sus
pequeñas comisiones.
CAPELLÁN. ¡Monstruoso! Esos truhanes de judíos: siempre se meten por medio cada
vez que el dinero cambia de manos. Si de mí dependiera, no dejaría un solo judío vivo en
toda la Cristiandad.
NOBLE. ¿Por qué? Los judíos, normalmente, ofrecen seguridad. Te hacen pagar, pero
te entregan la mercancía. Por lo que yo he visto, los únicos que quieren algo a cambio de
nada son invariablemente cristianos.
(Aparece un PAJE.)
PAJE. Su ilustrísima el obispo de Beauvais: Monseñor Cauchon.
(CAUCHON, de unos sesenta años, entra.
El PAJE se retira. (Los dos ingleses se levantan.)




NOBLE. (Con efusiva cortesía.) Mi querido señor obispo, ¡qué alegría que haya
venido! Permitid que me presente: Ricardo de Beauchamp, conde de Warwick, a su servicio.
CAUCHON. La fama de vuestra señoría me es bien conocida. WARWICK. El
reverendo John de Stogumber.
CAPELLÁN. (Con poca sinceridad.) John Bowyer Spenser Neville de Stogumber, a su
servicio, monseñor: bachiller en Teología y Guardián del sello privado de su Eminencia el
Cardenal de Winchester.
WARWICK. (A CAUCHON.) Le llamáis el cardenal de Inglaterra, según creo. Tío de
nuestro rey.
CAUCHON. Señor John de Stogumber: siempre he sido buen amigo de Su Eminencia.
(Extiende la mano al capellán, que besa su anillo.)
WARWICK. Hacedme el honor de tomar asiento. (Cede su asiento a CAUCHON,
poniéndole en la presidencia de la mesa.)
(CAUCHON acepta el sitio de honor con una solemne inclinación. WARWICK toma el
taburete de piel con descuido, y se sienta en su sitio anterior. El CAPELLÁN vuelve a su silla.
Aunque WARWICK ha ocupado el segundo lugar en calculada deferencia hacia el
obispo, toma sin embargo las riendas, como algo natural, e inicia el diálogo. Mantiene todavía
un tono cordial y expansivo pero la voz experimenta un giro perceptible, que significa que está
entrando en tema.)
WARWICK. Bien, señor obispo, nos encontráis en uno de nuestros momentos más
desafortunados. Carlos va a ser coronado en Reims por esa joven de Lorena, y, no quiero
engañaros ni halagar vuestra vanidad, no podemos evitarlo. Supongo que esto cambiará
mucho la posición de Carlos.
CAUCHON. Sin duda. Es la jugada maestra de la Doncella.
CAPELLÁN. (Agitado de nuevo.) No hemos sido derrotados limpiamente, monseñor.
No se puede derrotar a un inglés limpiamente.
(CAUCHON alza ligeramente las cejas y vuelve a recomponer su semblante en
seguida.)
WARWICK. Aquí, nuestro amigo, cree que la joven es una hechicera. Supongo que el
deber de vuestra ilustrísima sería denunciarla a la Inquisición, y hacerla quemar por esa
ofensa.




CAUCHON. Si la capturaran en mi diócesis: sí.
WARWICK. (Nota que empiezan a entenderse muy bien.) ,- Exacto. Entonces supongo
que no hay la menor duda de que se trata de una hechicera.
CAPELLÁN. En absoluto: es una bruja redomada. []
WARWICK. (Reprueba amablemente su interrupción.) A quien estamos pidiendo
opinión es al obispo, Messire John.
CAUCHON. No sólo debemos tener en cuenta nuestras opiniones, sino las opiniones,
o prejuicios si prefieren, de todo un tribunal francés.
WARWICK. (Corrige.) Un tribunal católico, señor.
CAUCHON. Los tribunales católicos están compuestos por mortales, como cualquier
otro tribunal, por sagradas que sean sus funciones y su inspiración. Y si los hombres son
franceses, como la nueva moda los llama, me temo que el simple hecho de que un ejército
inglés haya sido derrotado por uno francés no les convencerá de que hay hechicería por
medio.
CAPELLÁN. ¿Qué? ¿Ni siquiera cuándo el mismísimo Sir John Talbot ha sido
derrotado por una zorra de las cunetas de Lorena?
CAUCHON. Sir John Talbot, todos lo sabemos, es un soldado fiero y terrible,
Messire; pero todavía está por demostrar que sea un general capacitado. Y aunque os recreéis
en decir que ha sido derrotado por esa muchacha, algunos estamos dispuestos a concederle
algo de mérito a Dunois.
CAPELLÁN. (Despreciativo.) ¡El Bastardo de Orleans! CAUCHON. Permitid que os
recuerde...
WARWICK. (Se interpone.) Sé lo que vais a decir, monseñor. Que Dunois me venció
en Montargis.
CAUCHON. (Hace una reverencia.) Eso es prueba evidente de que el señor Dunois es
sin duda un general muy capaz. WARWICK. Vuestra señoría es la flor y nata de la cortesía.

Messire: Aunque se trata de una forma histórica que ya no se utiliza en francés, hemos preferido mantener el
original empleado por . Históricamente 'Messire' representaría el nominativo, mientras 'Monsieur
representaría el acusativo. Es un título honorífico aplicado a nombres de gentes de alto rango social. Su
equivalente en español -aunque tampoco se utiliza ya- sería 'micer'. En los casos en que en el original inglés
aparece 'Master hemos preferido traducir por 'Maese , cuya procedencia es común, del latín 'Magíster .




Admito, por nuestra parte, que Talbot es un simple gallo de pelea, y que probablemente le
esté bien empleado que le cogieran en Patay.
CAPELLÁN. (Se burla.) Señor, en Orleans una flecha inglesa atravesó la garganta de
esa mujer, y la oyeron llorar de dolor como un chiquillo. Era una herida de muerte; pero
siguió luchando todo el día, y cuando nuestros hombres habían rechazado todos sus ataques
como verdaderos ingleses, ella vino sola hacia la muralla de la fortaleza con un estandarte
blanco en la mano; y nuestros hombres quedaron paralizados, sin poder disparar, ni golpear;
mientras tanto los franceses cayeron sobre ellos y los empujaron hacia el puente, que
comenzó a arder y se hundió bajo sus pies, cayendo todos al río, donde se ahogaron casi
todos. ¿Fue esto fruto de la estrategia de Dunois? ¿O eran las llamas del infierno, conjuradas
por brujería?
WARWICK. Sabréis perdonar la vehemencia de Messire John, señor; pero ha
expuesto nuestro punto de vista Dunois es un buen capitán, lo admitimos, pero, ¿por qué no
pudo hacer nada hasta que vino la bruja?
CAUCHON. No niego que algún poder sobrenatural estuviera de su parte. Pero los
nombres que llevaba escritos ese estandarte blanco no eran los de Satán y Belcebú, sino los
benditos nombres de Nuestro Señor y su Santa Madre. Y vuestro comandante, el que se ahogó
-Clazda creo que se llamaba...
VARWICK. Glasdale. Sir William Glasdale.
CAUCHON. Glas-dell, gracias. No era un santo, precisamente; y muchos de nuestros
hombres piensan que se ahogó por blasfemar contra la Doncella.
WARWICK. (Aparecen señales de duda.) ¿Qué se puede de, decir de todo esto?
¿Acaso os ha convertido la Doncella?
CAUCHON. Si lo hubiera hecho, ya me hubiera cuidado de no ponerme a vuestro
alcance.
ARWICK. (Excusándose.) ¡Mi señor!
CAUCHON. Si el demonio está manejando a esa chica, y yo í b creo...
WICK. (Se reasegura.) ¿Habéis oído, Messire John? Ya sabía yo que vuestra señoría no
podía fallarnos. Perdonad mi interrupción. Continuad.
CAUCHON. Si es así, puedo asegurar que el diablo se propone ir más lejos de lo que
suponéis.




WARWICK. ¿De verdad? ¿Y en qué sentido? Oíd esto, Messire John.
CAUCHON. Si el diablo quisiera condenar a una campesina, ¿creéis que para una tarea
tan sencilla necesitaría ganar media docena de batallas? No, señores: cualquier diablo de
pacotilla podría llevar a buen término la tarea de condenar a esa muchacha. El Príncipe de las
Tinieblas no se rebaja a esas naderías. Cuando arremete, arremete contra la Iglesia Católica,
cuyo reino es todo el mundo espiritual. Cuando él condena, condena a todas las almas del
género humano. Contra tan terribles designios la Iglesia está siempre en guardia. Y por lo que
veo, esta muchacha es un instrumento de estos designios. Está inspirada, pero con inspiración
diabólica.
CAPELLÁN. Os dije que era una bruja.
CAUCHON. (Furioso.) ¡No es una bruja! Es una hereje.
CAPELLÁN. ¿Cuál es la diferencia?
CAUCHON. ¿Vos, un clérigo, me lo preguntáis? Los ingleses tenéis la cabeza
embotada. Todas esas cosas que vos llamáis brujería tienen una explicación natural. Los milagros
de la muchacha no engañarían ni a un chiquillo. Ni ella misma afirma que sean milagros.
¿Qué prueban sus victorias sino que tiene la cabeza mejor puesta sobre los hombros que
vuestro blasfemo Glass-dell y que ese perro rabioso de Talbot, que el valor que produce la fe,
aun siendo falsa, siempre sobrepasará el valor que proviene de la ira?
CAPELLÁN. (Le cuesta trabajo creer lo que oye.) ¿Compara su señoría a Sir John
Talbolt, tres veces gobernador de Irlanda, con un perro rabioso?
WARWICK. No sería correcto por vuestra parte, Messire John, puesto que estáis a seis
pasos de una baronía. Pero como yo soy conde, y Talbot es sólo un caballero, sí puedo
permitirme aceptar esa comparación. (Al obispo.) Señor: retiro todo lo dicho con respecto a lo
de la brujería. A pesar de todo, hay que quemar a esa mujer.
CAUCHON. No puedo quemarla. La Iglesia no puede quitar la vida. Mi primer deber es
buscar la salvación de esa muchacha.
WARWICK. No lo dudo. Pero lo cierto es que de vez en cuando quemáis gente, ¿no?
CAUCHON. No. Cuando la Iglesia separa a algún hereje obstinado como si cortase una
rama muerta del árbol de la vida, el hereje es entregado al brazo secular. La Iglesia no
interviene en lo que el brazo secular pueda creer conveniente.




WARWICK. Precisamente. Y yo seré el brazo secular en este caso. Bien, monseñor,
entregadme vuestra rama muerta y yo me encargaré de que el fuego esté listo. Si vos respondéis
de la parte de la Iglesia, yo responderé del brazo secular.
CAUCHON. (Con ira reprimida.) Yo no respondo de nada. Los grandes señores sois
muy dados a tratar a la Iglesia de acuerdo a vuestras conveniencias políticas.
WARWICK. (Sonriente y conciliador.) No en Inglaterra, os lo aseguro.
CAUCHON. En Inglaterra más que en ningún otro sitio. No, señor, el alma de esta
campesina tiene tanto valor como la vuestra o la de vuestro rey ante el trono de Dios; y mi
primer deber es salvarla. No consentiré que vuestra señoría me sonría como si yo estuviera
repitiendo una sarta de palabras vacías, y hubiéramos llegado ya al acuerdo de entregaros a la
muchacha. Yo no soy un simple obispo político: mi fe es para mí lo que vuestro honor es para
vos; y si hubiera un solo resquicio por el que esta hija de Dios pudiera salvarse, la guiaría hacia
el.
CAPELLÁN. (Se levanta lleno de furia.) ¡Sois un traidor!
CAUCHON. (Se levanta de un salto.) Mentís, capellán. (Tiembla de ira.) Si os atrevéis a
hacer lo que ha hecho esa mujer, anteponer vuestro país a la Santa Madre Iglesia, iréis a la
hoguera con ella.
CAPELLÁN. Señor, he ido demasiado lejos, yo... (Se sienta con gesto sumiso.)
WARWICK. (Que se levanta receloso.) Señor: os pido perdón por la palabra usada por
Messire John de Stogumber. En Inglaterra no significa lo mismo que en Francia. En vuestra
lengua traidor quiere decir traicionero: se refiere a alguien pérfido, alevoso y desleal. En
nuestro país simplemente se refiere a alguien que no se entrega por entero a nuestros intereses
nacionales.
CAUCHON. Lo siento, no lo entendí bien. (Se deja caer en la silla con dignidad.)
WARWICK. (Se vuelve a sentar, aliviado.) Ahora debo ser yo el que pida perdón si ha
parecido que me he tomado la quema de esa muchacha demasiado a la ligera. Cuando uno ha
visto campos y campos quemados una y otra vez como simple trámite en la rutina militar, a uno
se le endurece el corazón. Si no fuera así uno se podría volver loco. Yo por lo menos sí me
volvería. ¿Podría aventurarme a suponer que también vuestra señoría, que sin duda ha tenido
que ver quemar a tantos herejes, se ha visto obligado a tomar desde un punto de vista profesional,
digamos, lo que de otro modo sería un incidente horrible?




CAUCHON. Sí, es un deber muy doloroso: es más, como habéis dicho, algo horrible.
Pero no es nada comparado con el horror de la herejía. No pienso en el cuerpo de esa
muchacha, que sufrirá tan sólo unos minutos, y que tiene que morir de todos modos, de una
forma más o menos dolorosa. Pienso en su alma, que podría sufrir por toda la eternidad.
WARWICK. Por eso mismo; y Dios quiera que su alma pueda salvarse. Pero en la
práctica lo que nos interesa es ver cómo podemos salvar su alma sin salvar su cuerpo. Porque
debemos afrontarlo, monseñor: si el culto de la doncella continúa, nuestra causa está perdida.
CAPELLÁN. (Su voz rota, como la de un hombre que hubiera estado llorando.) ¿Puedo
hablar, señor? WARWICK. En verdad, Messire John, preferiría que no lo hicierais, a no ser que
sepáis controlaros.
CAPELLÁN. Es sólo esto. Puede que me equivoque, pero la doncella está llena de
falsedad: se hace pasar por una devota. Sus oraciones y sus confesiones no tienen fin. ¿Cómo
puede ser acusada de herejía si cumple todos los preceptos propios de una hija fiel de la
Iglesia?
CAUCHON. (Estalla.) ¡¡¡Una hija fiel de la Iglesia!!! El mismo Papa no se atrevería a
vanagloriarse de lo que ella afirma. Se comporta como si ella misma fuese la Iglesia. Lleva el
mensaje de Dios a Carlos; y la Iglesia tiene que mantenerse al margen. Ella le coronará en la
catedral de Reims, ¡ella, no la Iglesia! Envía cartas al rey de Inglaterra dándole la orden divina
de que vuelva a su isla so pena de castigo divino, ¡que ella misma ejecutará! Permitidme que os
recuerde que el mal nacido Mahoma, el anticristo, ya escribía ese tipo de cartas. ¿Acaso se ha
acordado alguna vez de la Iglesia en sus palabras? Nunca. Sólo de Dios y de ella misma.
WARWICK. ¿Qué otra cosa podéis esperar? ¡Una pordiosera a caballo! Está
trastornada.
CAUCHON. ¿Quién la ha trastornado? ¡El demonio! Y para una gran empresa: está
extendiendo esta herejía por toda la Tierra. Un tal Hus, quemado hace tan sólo treinta años en

beggar on horseback. hace referencia al viejo proverbio que reza así: Kset a beggar on horseback, and he'll ride
to the devil (Poned a un mendigo a caballo y cabalgará hasta el infierno).
Jan Hus (-). Fue ordenado sacerdote y nombrado Rector de la Universidad de Praga. Gracias a sus dotes
de predicador se convirtió en uno de los pioneros de la Reforma de la Iglesia. En Constanza fue juzgado, declarado
hereje y condenado a la hoguera.




Constanza, infectó toda Bohemia con esta herejía. Un hombre llamado Wcleef, un cura
ordenado, extendió esta pestilencia por Inglaterra; y para vuestra vergüenza le dejasteis morir
en su lecho. También tenemos gente de esa calaña aquí en Francia: conozco a esa raza.
Es cancerosa: si no se corta, se extirpa y se quema, no cesará hasta que haya llevado a
todo el cuerpo de la sociedad al pecado y a la corrupción, a la desolación y a la ruina. De este
modo, un camellero árabe e echó a Cristo y a su iglesia fuera de Jerusalén, y asoló todo a
su paso, como una bestia salvaje, hasta que se interpusieron los Pirineos y la misericordia
divina entre Francia y la condenación. Pero, ¿qué hizo ese camellero al principio, sino lo que
está haciendo ahora esta pastora? Él oía la voz del Arcángel san Gabriel: ella oye las voces de
santa Catalina, de santa Margarita y de san Miguel Arcángel. Él se declaró el enviado de
Dios, y escribía cartas en nombre de Dios a los reyes de la Tierra. Ella escribe a diario a los
palacios. Ya no hay que pedir la intercesión de la Madre de Dios, sino de Juana la Doncella.
¿Qué será del mundo si la sabiduría, el conocimiento y la experiencia de la Iglesia, si sus
concilios de sabios, venerables y píos varones, son arrojados a la basura por cualquier ignorante
gañán o cualquier ordeñadora de vacas, a la que el diablo puede incitar con la
monstruosa soberbia de creerse directamente inspirada por el Cielo? Sería un mundo de
sangre, de furia, de desolación, en el que cada hombre lucharía por sí mismo: al final, un
mundo hundido de nuevo en la barbarie. De momento sólo tenemos a Mahoma y a sus
incautos, a Juana y a los suyos; pero, ¿qué sucederá cuando cada muchacha se crea Juana y
cada hombre Mahoma? Se me estremecen los huesos cuando lo pienso. He luchado contra
esto toda mi vida; y lucharé hasta el final; le perdonaría a esta muchacha todos sus pecados
menos éste, porque es un pecado contra el Espíritu Santo; y si no se retracta ante el mundo
entero postrada de hinojos, si no somete hasta el último ápice de su alma a la Iglesia, irá a la
hoguera, si algún día cae en mis manos.
WARWICK. (Sin impresionarse.) Os afecta mucho, como es natural.
CAUCHON. ¿A vos no?

La grafía del nombre trata de imitar la pronunciación de Cauchon. Se trata de John Wycliffe (-). Criticó
con dureza las posesiones terrenales de la Iglesia. El Papa Gregorio XI pidió su arresto en , pero éste no se llevó
a cabo, dado que gozaba del favor del rey inglés. A Partir de comenzó un ataque sistemático a las creencias y
prácticas de la Iglesia. Sus puntos de vista fueron propagados por un grupo conocido por el nombre de 'Lolardos'.
Sus obras fueron condenadas por un Sínodo de Londres en y sus escritos prohibidos en Oxford. La muerte, que
le sobrevino dos años más tarde, lo libró, posiblemente, de la hoguera.
Mahoma.




WARWICK. Yo soy un soldado, no un hombre de iglesia. Como peregrino conocí algo
a los musulmanes. No son tan malos como me habían hecho creer. En algunos aspectos su
conducta es mejor que la nuestra.
CAUCHON. (Molesto.) Lo había notado antes. Los hombres van al este a convertir
infieles, y los infieles les pervierten a ellos. El cruzado vuelve medio sarraceno. Por no
mencionar el hecho de que todos los ingleses nacen herejes.
CAPELLÁN. ¡Los ingleses herejes!! (Apela a WARWICK.) Señor: ¿tenemos que
soportar esto? Vuestra señoría está fuera de sí. ¿Cómo pueden ser herejías las creencias de un
inglés? Es una contradicción en sus propios términos.
CAUCHON. Le absuelvo, capellán, por su ignorancia supina. El aire inglés no es
bueno para criar teólogos.
WARWICK. No hablaríais así si nos oyerais discutir de religión. Siento que penséis
que soy un hereje o un zoquete, porque, como hombre que ha viajado, sé que los seguidores
de Mahoma profesan gran respeto a Nuestro Señor, y están más dispuestos a perdonar a san
Pedro por haber sido un pescador, que vuestra señoría a Mahoma por haber sido un
camellero. Pero, qué os parece si proseguimos sin fanatismos.
CAUCHON. Cuando alguien llama fanatismo al celo de la Iglesia ya se a qué
atenerme.
WARWICK. Sólo son puntos de vista distintos sobre el mismo asunto.
CAUCHON. (Con ironía agria.) ¡Sólo puntos de vista! ¡Sólo!
WARWICK. Señor obispo, no pretendo contradeciros. Convenceréis a la Iglesia; pero
tenéis que convencer a los nobles también... Desde mi punto de vista hay algo mucho más
importante contra la Doncella que lo que vos tan contundentemente habéis expuesto. Para ser
sincero, no creo que la muchacha llegue a ser otro Mahoma, y sustituya a la Iglesia por una
gran herejía. Creo que exageráis en eso. Pero, ¿os habéis dado cuenta de que en sus cartas,
propone a todos los reyes de Europa, como ya ha hecho con Carlos, un cambio que hundiría
toda la estructura social de la Cristiandad?
CAUCHON. Hundiría a la Iglesia, ya os lo he dicho.
WARWICK. (Cuya paciencia se está acabando.) Señor: tratad de olvidar a la Iglesia por
un momento y recordad que también hay instituciones temporales en el mundo, además de
espirituales. Yo, y mis pares, representamos a la Aristocracia Feudal como vos representáis a la




Iglesia. Somos el poder temporal. Bien, ¿no veis cómo las ideas de esta muchacha van contra
nuestros intereses?
CAUCHON. ¿Cómo pueden perjudicaros sus ideas de una manera distinta a como nos
perjudican a los demás, es decir, a través de su ataque a la Iglesia?
WARWICK. Su idea es que los reyes deberían dar sus reinos a Dios, y luego reinar como
sus administradores.
CAUCHON. (Sin interés.) Bastante sensato desde un punto de vista teológico, señor. Pero
al rey no debería preocuparle, siempre que le permitan reinar. Es una abstracción, una forma de
expresarse.
WARWICK. De ninguna manera. Es un hábil truco para suprimir a la aristocracia, y hacer
del rey señor único y absoluto. El rey, en vez de ser el primero entre iguales, pasa a ser el señor. Es
algo que no podemos permitir, llamar a un hombre señor. En teoría recibimos nuestras tierras y las
dignidades del rey, pues debe haber una piedra angular en la bóveda de la sociedad; pero en la practica
nosotros tenemos nuestras tierras en nuestras manos, y las defendemos con nuestras propias
armas, y las de nuestros vasallos. Ahora, según la doctrina de la Doncella, el rey tomaría nuestras
tierras, ¡nuestras tierras!, y se las regalaría a Dios; y Dios las cedería todas en propiedad al rey.
CAUCHON. ¿Acaso tenéis que temer eso? Después de todo, vosotros sois quienes
nombráis al rey. York o Lancaster en Inglaterra. Lancaster o Valois en Francia: reinan según
vuestro capricho.
WARWICK. Sí, pero sólo en tanto en cuanto el pueblo dependa de su señor feudal, y
considere al rey sólo como un espectáculo de feria, que no es dueño de nada más que del camino
que es de todos. Si los ojos y el corazón de las gentes se vuelven hacia el rey, y si a sus ojos sus
señores se convierten en meros siervos del rey, el rey nos doblegará a su voluntad uno por uno; y
entonces, ¿qué seremos sino cortesanos para adornar sus salones?
CAUCHON. Todavía no tenéis por qué asustaros, señor. Algunos hombres nacen para
reyes y otros para estadistas. Los dos raramente coinciden en una persona. ¿Dónde encontraría el
rey consejeros para planear y llevar a cabo su política?
WARWICK. (Con una sonrisa no muy amigable.) Quizás en la Iglesia, señor.
(CAUCHON con la misma sonrisa agria encoge los hombros y no le contradice.)
WARWICK. Suprimid a los barones y los cardenales harán las cosas a su antojo.




CAUCHON. (Conciliatorio, deja su tono polémico.) Señor, no derrotaremos a la
Doncella si nos enfrentamos el uno con el otro. Se muy bien que hay un ansia de poder en el
mundo, y sé que mientras dure, habrá luchas entre el emperador y el papa, entre los duques y los
cardenales, entre los barones y los reyes. El diablo nos divide y es él quien gobierna. Veo que vos
no sois demasiado amigo de la Iglesia, sois antes que nada un conde, lo mismo que yo antes que
nada un clérigo. Pero, ¿no podemos olvidas nuestras diferencias a la vista de un enemigo común?
Ahora veo que en vuestra mente no está el que la muchacha jamás haya mencionado a la Iglesia, y
que sólo piense en Dios y en ella misma, sino que nunca haya mencionado a la nobleza, y que
piense sólo en el rey y en ella misma.
WARWICK. Exacto, pero estas dos ideas de la muchacha son una en el fondo. Va mucho
más allá. Es la protesta del alma individual contra la interferencia del sacerdote o el noble entre el
individuo y su Dios. Si tuviese que darle un nombre, me atrevería a llamarlo protestantismo.
CAUCHON. (Le mira con dureza.) Lo entendéis maravillosamente, señor. Escarbad en
un inglés y encontraréis un protestante.
WARWICK. (Juega a la cortesía.) Creo que vos no estáis del todo exento de simpatía
hacia la herejía secular de la Doncella. Os invito a que le pongáis un nombre a eso.
CAUCHON. Me malinterpretais. No siento ninguna simpatía hacia las pretensiones políticas
de esa muchacha. Pero, como sacerdote, he llegado a conocer la mente del pueblo llano; y allí
podríais encontrar una idea más peligrosa aún. Sólo puedo expresarla con frases tales como:
«Francia para los franceses», «Inglaterra para los ingleses», «Italia para los italianos»,
«España para los españoles», etc. Es a veces la vida tan difícil y amarga para el pueblo
campesino que me extraña que esta campesina pueda extender la idea de «la aldea para sus
aldeanos». Pero puede y lo hará. Cuando ella amenaza a los ingleses con echarlos de Francia,
piensa sin duda en toda la extensión de tierras en que se habla francés. Para ella, la gente que
habla francés constituye lo que las Sagradas Escrituras llaman una nación. Podéis llamar a
este aspecto de la herejía nacionalismo, no puedo encontrarle mejor nombre. Sólo puedo
deciros que es anticatólico y anticristiano; pues la Iglesia Católica reconoce un solo reino, el
de Cristo. Dividid ese reino en naciones y destronaréis a Cristo. Destronad a Cristo y, ¿quién
se interpondrá entre la espada y nuestras gargantas? El mundo perecerá en un caos de guerras.




WARWICK. Bien, si vos quemáis a la protestante, yo quemaré a la nacionalista,
aunque quizá en esto Messire John no esté demasiado de acuerdo conmigo. Le gusta demasiado
el lema de «Inglaterra para los ingleses».
CAPELLÁN. En realidad eso de «Inglaterra para los ingleses» se da por entendido: es
simple ley natural. Pero esta mujer niega a Inglaterra sus legítimas conquistas, otorgadas por
Dios por nuestra peculiar capacidad para gobernar a razas menos civilizadas, por su propio
bien. No comprendo lo que sus señorías entienden por protestante y nacionalista: sois
demasiado sabios y sutiles para un simple clérigo como yo. Pero mi sentido común me dice
que esa mujer es una rebelde; y eso me basta. Se rebela contra la naturaleza usando ropas de
hombre, y luchando. Se rebela contra la Iglesia usurpando la divina autoridad del papa. Se
rebela contra Dios con su pecaminosa alianza con el diablo y sus espíritus malignos en contra
de nuestros ejércitos. Y todas estas rebeliones son excusas para su gran rebelión contra
Inglaterra. Y eso no se puede tolerar. ¡Que muera! ¡Que la quemen! ¡No permitamos que
infecte a todo el rebaño! Conviene que una mujer muera en bien del pueblo.
WARWICK. (Se levanta.) Señoría, creo que estamos de acuerdo.
CAUCHON. (Se levanta también, pero protestando.) Yo no pondré en peligro mi alma.
Haré respetar la justicia de la Iglesia. Lucharé hasta el final para conseguir la salvación de
esta mujer.
WARWICK. Lo siento por la pobre muchacha. Odio estas medidas tan rigurosas. Si
puedo se las ahorraré. CAPELLÁN. (Implacable.) La quemaría con mis propias manos.
CAUCHON. (Le bendice.) ¡Sancta simplicitas! !
ESCENA QUINTA
En el deambulatorio de la catedral de Reims, cerca de la puerta de la sacristía. Una
columna sostiene una de las estaciones del Vía crucis. El órgano acompaña a la gente que sale,
ya acabada la coronación. JUANA está arrodillada rezando ante la estación. Está vestida con
mucha elegancia; pero todavía con ropa de hombre. El órgano cesa cuando DUNOIS, también
espléndidamente ataviado, entra en el deambulatorio desde la sacristía.
DUNOIS. ¡Vamos, Juana! Ya has rezado bastante. Después de lo que has llorado vas a
coger frío si te quedas más tiempo ahí. Ya se acabó: la catedral está vacía; y las calles llenas de




gente; requieren la presencia de la Doncella. Les hemos dicho que estás aquí sola rezando; pero
quieren volver a verte.
JUANA. No, que todos los honores sean hoy para el Rey. DUNOIS. Lo único que hace
es estropear el espectáculo, pobre diablo. No, Juana: tú le has coronado y tienes que seguir
hasta el final.
(JUANA sacude la cabeza, reticente.)
DUNOIS. (La levanta.) ¡Vamos, mujer! Sólo es cuestión de un par de horas. Esto es
mejor que el puente de Orleans, ¿eh?
JUANA. ¡Oh! ¡Querido Dunois! ¡Como me gustaría estar otra vez en el puente de
Orleans! Aquello sí era vida. DUNOIS. Sí, y también muerte para algunos de los nuestros.
JUANA. ¿No es extraño, Jack? Soy tan cobarde: no puedo explicar eI miedo que siento
antes de una batalla; pero la vida es tan gris después, cuando ya no hay peligro: ¡es tan gris!
DUNOIS. Debes aprender a ser moderada en la guerra, tal y como lo eres en la comida
y en la bebida, mi pequeña santa.
JUANA. Querido Jack: creo que me quieres como un soldado quiere a sus camaradas.
DUNOIS. Lo necesitas, pobre criatura de Dios. No tienes muchos amigos en la corte.
JUANA. ¿Por qué me odian todos estos cortesanos, caballeros y eclesiásticos? ¿Qué les
he hecho? No he pedido nada para mí salvo que mi pueblo no pague impuestos, porque no
podemos pagar impuestos de guerra. Les he traído buena suerte y la victoria; los he puesto en el
buen camino cuando estaban haciendo toda clase de tonterías: he coronado a Carlos y le he
hecho un rey de verdad; y todos los honores que reparte a ellos van. Entonces, ¿por qué no me
quieren?
DUNOIS. (Animándola.) ¡Inocente! ¿Esperas que los estúpidos te quieran por ponerlos
en evidencia? ¿Acaso quieren los militares chochos a los capitanes jóvenes y victoriosos que
los sustituyen? ¿Acaso quieren los políticos ambiciosos a los arribistas que les quitan sus
asientos? ¿Les gusta a los arzobispos ser relegados de sus altares, incluso aunque sea por
santos? Yo mismo debería estar celoso de ti, si fuera lo suficientemente ambicioso.
JUANA. Eres lo mejor que tenemos, Jack, el único amigo que tengo entre todos estos
nobles. Apostaría que tu madre era de pueblo. Volveré al campo cuando haya tomado París.
DUNOIS. No estoy muy seguro de que te dejen tomar París.
JUANA. (Sobresaltada-) ¡¡¿Qué?!!




DUNOIS. Habría tomado yo París antes de todo esto, si los demás lo hubiesen querido.
Creo que algunos de ellos preferirían que París te tomara a ti. Así que, ten cuidado.
JUANA. Jack: el mundo es demasiado malo conmigo. Si los ingleses y los borgoñones
no acaban conmigo, lo harán los franceses. Sólo mis voces me mantienen en pie. Por eso tuve
que escaparme a escondidas para rezar aquí sola después de la coronación. Te diré algo, Jack,
son las campanas las que me traen mis voces. Pero no hoy, cuando tocaban todas. Hoy no
hacían más que ruidos. Pero aquí en este rincón, donde las campanas llegan directamente del
cielo, y los ecos perduran, o en los campos, donde llegan desde lo lejos a través de la quietud
de la campiña, sí oigo mis voces. (El reloj de la catedral da los cuartos.) ¡Escucha! (en
éxtasis) ¿No oyes?: «Querida-hija-de Dios», exactamente como tú me llamas. A la media dirán:
«Sé valiente, continúa.» A los tres cuartos dirán: «Yo soy tu ayuda.» Pero es a la hora en
punto cuando la campana grande canta: «Dios salvará Francia»: es entonces cuando santa
Margarita y santa Catalina e incluso el mismo san Miguel dicen cosas que no puedo saber todavía.
Entonces. ¡Oh!, entonces...
DUNOIS. (La interrumpe con cortesía pero nada convencido.) Entonces, Juana,
oiremos lo que queramos en el repique de las campanas. Me preocupas cuando hablas de tus
voces: pensaría que estás un poco chalada si no me hubiera dado cuenta de que tienes razones
de peso para hacer lo que haces, aunque te oiga decir a la gente que lo único que haces es
obedecer a santa Catalina.
JUANA. (De mal humor.) Tengo que darte razones porque no crees en mis voces. Pero
las voces vienen primero, y las razones después. Y tú puedes creer lo que quieras. DUNOIS.
¿Estás enfadada, Juana?
JUANA. Sí. (sonríe) No, contigo no. Ojalá fueras uno de los niños de mi pueblo.
DUNOIS. ¿Para qué?
JUANA. Para poder arrullarte.
DUNOIS. Después de todo tienes algo de mujer.
JUANA. No, ni un pelo. Soy un soldado y nada más. Los soldados arrullan a los niños
siempre que pueden. DUNOIS. Sí, es verdad. (Ríe.)
(El rey CARLOS, que ha estado quitándose los ropajes de la ceremonia, sale de la
sacristía con BÁRBAZUL a su izquierda y LA HIRE a su derecha, JUANA se esconde
detrás de la columna. DUNOIS queda entre CARLOS y LA HIRE.)




DUNOIS. Bien, por fin su majestad es un monarca consagrado. ¿Qué? ¿Qué se siente?
CARLOS. No volvería a pasar por ello ni para ser emperador del sol y de la luna. ¡Qué
ropajes más pesados! Creía que me caía cuando me echaron encima la corona Y el famoso óleo
sagrado, del que tanto me habían hablado, estaba rancio. ¡Puf! El arzobispo estará medio
muerto: sus ropajes deben de pesar una tonelada; todavía lo están desvistiendo en la sacristía.
DUNOIS. (Seco.) Su majestad debería usar armadura más a menudo. Así os
acostumbraríais a las ropas pesadas. CARLOS. ¡Otra vez la misma canción! Bueno: no pienso
ponerme armadura: luchar no es mi oficio. ¿Dónde está la Doncella?
JUANA. (Se adelante entre CARLOS y BARBAZUL, y cae arrodillada.) Señor, ya os
he hecho rey: he terminado mi trabajo. Me vuelvo a casa de mi padre.
CARLOS. (Sorprendido pero aliviado.) ¿De verdad? Eso está muy bien.
(JUANA se levanta muy desalentada.)
CARLOS. (Continúa, sin hacer caso.) Una vida muy saludable. Ya sabes.
DUNOIS. Pero muy gris.
BARBAZUL. Te van a picar las enaguas después de tanto tiempo sin usarlas.
LA HIRE. Echarás de menos la lucha, es un mal vicio, pero sublime, y el más difícil de
dejar.
CARLOS. (Ansioso.) Sin embargo, no te obligamos .a que te quedes si quieres
marcharte.
JUANA. (Agria.) Se que a ninguno de vosotros os importa que me vaya. (Da la
espalda a CARLOS y se acerca a DUNOIS y LA HIRE, con quienes congenia mejor.)
LA HIRE. Bueno, así podré maldecir cuando quiera. Pero a veces te echaré de menos.
JUANA. La Hire, a pesar de tus pecados y palabrotas nos encontraremos en el cielo;
porque te quiero tanto como a Pitou, mi viejo perro pastor. Pitou podría matar a un lobo. Tú
matarás a los lobos ingleses mientras no vuelvan a su país y se conviertan en fieles corderos de
Dios, ¿verdad?
LA HIRE. Tú y yo juntos: sí.
JUANA. No, yo voy a durar poco. Un año desde que empezó esto.
TODOS. ¡¡¿Qué?!!
JUANA. Lo sé, lo presiento.
DUNOIS. ¡¡Qué disparate!!




JUANA. Jack, ¿crees que serás capaz de echarlos?
DUNOIS. (Con tranquila convicción.) Sí, los echaré. Nos derrotaban porque nosotros
pensábamos que las batallas eran torneos, y mercados de rescates. Hacíamos el bobo mientras
los ingleses se tomaban la guerra en serio. Pero he aprendido la lección y les he tomado la
medida. Ellos no tienen raíces aquí. Los he derrotado antes y los volveré a derrotar.
JUANA. No serás cruel con ellos, ¿verdad, Jack?
DUNOIS. Los ingleses no cederán a tratos tiernos. No fuimos nosotros los que
empezamos.
JUANA. (De repente.) Jack: tomemos París antes de que me vaya.
CARLOS. (Aterrorizado.) ¡Oh!, no, no. Perderemos todo lo que hemos ganado. ¡Basta
de luchar! Podríamos hacer un tratado ventajoso con el Duque de Borgoña.
JUANA. ¡Un tratado! (Golpea el suelo con el pie con impaciencia.)
CARLOS. Bueno, y ¿por qué no? Ahora he sido coronado y consagrado... ¡Ah, ese
aceite!
(El ARZOBISPO sale de la sacristía y se une al grupo entre BARBAZUL y CARLOS.)
CARLOS. Arzobispo, la Doncella quiere empezar de nuevo la lucha.
ARZOBISPO. Pero, ¿acaso la habíamos dejado?, ¿estamos en paz?
CARLOS. No, supongo que no; pero debemos conformarnos con lo que hemos
conseguido. Hagamos un tratado. Nuestra suerte es demasiado buena para que dure; y estamos
a tiempo de parar antes de que cambie.
JUANA. ¡Suerte! Dios ha luchado con nosotros. ¡Y lo llama suerte! ¡Y vas a parar la
lucha cuando todavía hay ingleses en la tierra sagrada de nuestra querida Francia!
ARZOBISPO. (Severo.) Doncella, el rey se dirigía a mí, no a ti. Te propasas. Te
propasas muy a menudo.
JUANA. (Descarada y bastante brusca.) Entonces hablad vos, y decidle que no es
deseo de Dios que suelte su mano del arado.
ARZOBISPO. Si yo no prodigo el nombre de Dios como tú es porque interpreto su
voluntad con la autoridad de la Iglesia y la de mi oficio sagrado. Cuando llegaste, tú la
respetabas, y no te atrevías a hablar como ahora hablas. Llegaste vestida con la virtud de la
humildad; y plugo a Dios bendecir tus esfuerzos, te has manchado con el pecado de la soberbia.
La vieja tragedia griega está surgiendo entre nosotros. Es el castigo de la soberbia.




CARLOS. Sí, se cree que sabe más que nadie.
JUANA. (Afligida, pero ingenuamente incapaz de ver el efecto que está produciendo.)
Pero es verdad que sé más que vosotros. Y no soy soberbia: nunca hablo a no ser que sepa que
tengo razón.
BARBAZUL. (Exclaman juntos.) ja, ja
CARLOS. ¡Eso es!
ARZOBISPO. ¿Cómo sabes que tienes razón? JUANA. Siempre lo sé. Mis voces...
CARLOS. ¡Oh! Tus voces, tus voces. ¿Por qué las voces no me llegan a mí? Yo soy el
rey, no tú.
JUANA. Claro que os llegan, pero no las queréis oír. Vos nunca os habéis sentado en el
campo a escucharlas. Cuando suena el ángelus vos os santiguais y se acabó; pero si lo rezarais
de corazón, y escucharais el eco de las campanas después de que dejan de tocar, oiríais las
voces tan bien como yo. (Le da la espalda bruscamente.) Pero, ¿qué voces necesitáis para que
os digan lo que el herrero puede deciros?: que el hierro se debe trabajar mientras esté al rojo.
Os digo que debemos lanzarnos sobre Compiegne y liberarla como liberamos Orleans.
Entonces, París abrirá sus puertas, y si no las echaremos abajo. ¿De qué sirve una corona sin
capital?
LA HIRE. Eso es lo que yo digo. Las echaremos abajo como si fueran de paja. ¿Qué
dices, Bastardo?
DUNOIS. Si nuestras balas de cañón estuvieran tan calientes como tu cabeza, y
tuviéramos suficientes, conquistaríamos la Tierra, no haya duda. Las agallas y el ímpetu son
buenos siervos en la guerra, pero malos señores. Hemos caído en manos de los ingleses
siempre que nos hemos fiado de ellos. Nunca sabemos cuándo nos derrotan: ese es nuestro
gran error.
JUANA. Nunca sabéis cuándo vencéis: ese es un error todavía peor. Tendré que
regalaros espejos para convenceros de que los ingleses no os han cortado las narices. Estaríais
aún sitiados, vosotros y vuestros consejos de guerra, si no os hubiese hecho atacar. Deberíais
atacar siempre; y si aguantáis lo suficiente, el enemigo se rendirá antes. No sabéis cómo
empezar la batalla; y no sabéis cómo usar vuestros cañones. Y yo sí.
(Se agazapa entre las banderas, con las piernas cruzadas, poniendo cara mohína.)
DUNOIS. Sé lo que piensas de nosotros, General.




JUANA. Eso no importa, Jack. Diles lo que piensas de mí.
DUNOIS. Pienso que Dios estaba de tu parte, porque no he olvidado cómo cambió el
viento, y cómo cambiaron nuestros corazones cuando viniste. Y por mi honor que no negaré
que con tu signo vencimos. Pero como soldado te digo que no todos los días Dios es siervo de
un hombre, y tampoco de una doncella. Si te lo mereces, Él te sacará, de vez en cuando, de
las garras de la muerte, y te pondrá en pie; pero eso es todo: una vez en pie tienes que luchar
con todas tus fuerzas y toda tu astucia. Pues Él tiene que ser justo también con tu enemigo, no
lo olvides. Bien, Él nos puso en pie a todos gracias a ti en Orleans, y la gloria que nos
proporcionó nos ha hecho llegar, a través de otras victorias, aquí, a la coronación. Pero si nos
seguimos fiando de eso y dejamos para Dios el trabajo que nos corresponde a nosotros,
seremos derrotados; y nos estará bien empleado.
JUANA. Pero...
DUNOIS. ¡Sh! No he terminado. Que nadie piense que nuestras victorias se ganaron
sin táctica. Rey Carlos: no habéis dicho nada de mi cometido en esta campaña durante la
coronación; y no me quejo porque la gente seguirá a la Doncella y sus milagros y no el
trabajo duro del Bastardo, que buscó tropas y alimentos. Pero sé con exactitud cuánto hizo
Dios por nosotros por medio de la Doncella, y cuánto dejó encomendado a mi propio talento;
y te aseguro que tu hora de los milagros ha pasado ya, y de ahora en adelante el que mejor
mueva las piezas ganará la guerra -si la suerte está de su parte.
JUANA. ¡Ah! Si la suerte, si la suerte. (Se levanta impetuosa.) Te digo, bastardo, que
tu arte de la guerra no vale para nada, porque tus caballeros no son buenos para la lucha de
verdad. La guerra es sólo un juego para ellos, como la pelota y sus otros juegos: se dedican a
hacer reglas de lo que se puede hacer y de lo que no se puede hacer, amontonan armaduras
sobre sus pobres caballos y sobre ellos mismos para protegerse de las flechas; y cuando se
caen no son capaces de levantarse, y tienen que esperar a que sus escuderos vengan y los
levanten para fijar el rescate con el hombre que los ha derribado del caballo. ¿No os dais
cuenta de que todo eso está pasado de moda? ¿De qué valen las armaduras contra la pólvora?
Y aunque sirvieran de algo, ¿creéis que los hombres que están luchando por Francia y por
Dios dejarán de luchar para regatear rescates, de los que viven más de la mitad de vuestros
caballeros? No, lucharán para vencer; y pondrán sus vidas en manos de Dios, cuando entren
en batalla, como hago yo. El pueblo llano entiende esto perfectamente. Ellos no pueden




comprar armaduras ni pagar rescates, pero me siguen medio desnudos a las trincheras, suben
escalas y traspasan murallas. Para ellos este es el lema: «O mi vida o la tuya, y que Dios reparta
suerte.» Puedes mover la cabeza, Jack; y Barbazul puede retorcer su barba de chivo y hacer
muecas con la nariz, ¡pero recordad el día en que vuestros caballeros y capitanes rehusaron
seguirme para tomar Orleans! Cerrasteis vuestras puertas para que no saliera; y fue el pueblo
llano el que me siguió, y forzó las puertas y os mostró el camino para luchar en serio.
BARBAZUL. (Ofendido.) No contenta con ser la Papisa Juana, quiere ser también César y
Alejandro Magno.
ARZOBISPO. La soberbia tendrá su castigo, Juana.
JUANA. ¿Qué importa si es soberbia o no? ¿No es verdad? ¿No es de sentido común?
LA HIRE. Es verdad. La mitad de nosotros tenemos miedo de que nos rompan nuestras
preciosas narices; y a la otra mitad lo único que les preocupa es pagar sus hipotecas. Dejemos
que lo haga a su manera, Dunois: ella no lo sabe todo, pero ha elegido el camino correcto.
Luchar ya no es lo que era; y aquellos que menos saben del asunto a menudo son los que más
partido le sacan.
DUNOIS. Ya lo sé. Yo no lucho a la antigua: he aprendido la lección de Agincourt, de
Poitiers y de Crecy. Sé cuántas vidas puede costar cada uno de mis movimientos. Si el
movimiento merece la pena, lo realizo y pago ese precio. Pero Juana nunca piensa en el precio:
avanza y se encomienda a Dios: cree que tiene a Dios en el bolsillo. Hasta ahora ha tenido
superioridad numérica y ha vencido. Pero conozco a Juana y se que un día avanzará cuando
tenga diez hombres para hacer el trabajo de cien. Y entonces verá que Dios está del lado de los
grandes batallones. Será capturada por el enemigo, y el afortunado que la capture recibirá
dieciséis mil libras del conde de Uarek.
JUANA. (Halagada.) ¡Dieciséis mil libras! Eh, amigo, ¿han ofrecido eso por mí? No
puede haber tanto dinero en el mundo.
DUNOIS. Sí lo hay, en Inglaterra. Y ahora, decidme, ¿quién de vosotros moverá un solo
dedo para salvar a Juana cuando los ingleses la tengan en sus manos? Hablo, en principio, por
el ejército. Al día siguiente de que haya sido derribada de su caballo por un inglés o un borgoñón
y éste no caiga fulminado, al día siguiente de que ella haya sido encerrada en un calabozo,
y barrotes y cerrojos no cedan al toque de un ángel del señor: el día en que el enemigo se de




cuenta de que es tan vulnerable como yo, y no más invencible, su vida tendrá menos valor que
la de cualquiera de nuestros soldados; y yo no arriesgaré la vida de nadie por mucho que la
aprecie como compañera de armas.
JUANA. No te culpo, Jack: tienes razón. No valdré la vida de un soldado si Dios
permite que me derroten; pero Francia tal vez piense que yo valgo ese rescate después de lo que
Dios ha hecho por Francia gracias a mi intercesión.
CARLOS. Te advierto que no tengo dinero, y esta coronación, de la que eres la única
culpable, me ha costado el último céntimo que puedo pedir prestado.
JUANA. La Iglesia es más rica que tú: confío en la Iglesia. ARZOBISPO. Mujer: te
arrastrarán por las calles y te quemarán como a una bruja.
JUANA. (Corre hacia él.) ¡Oh!, señor, no digáis eso. Es imposible. ¡Yo una bruja!
ARZOBISPO. Cauchon conoce su oficio. La Universidad de París ha quemado a una
mujer por decir que lo que tú has hecho está bien hecho y se atenía a la voluntad de Dios.
JUANA. (Desconcertada.) Pero, ¿por qué?, ¿qué sentido tiene? Lo que he hecho se
atiene a la voluntad de Dios. No han podido haber quemado a una mujer por decir la verdad.
ARZOBISPO. Pues la han quemado.
JUANA. Pero vos sabéis que decía la verdad. Vos no permitiríais que me quemaran.
ARZOBISPO. ¿Cómo podría impedírselo?
JUANA. Hablaríais en nombre de la Iglesia. Sois un príncipe poderoso de la Iglesia y
con vuestra bendición iré segura a cualquier sitio.
ARZOBISPO. No te bendeciré mientras seas soberbia y desobediente.
JUANA. ¿Por qué continuáis diciendo esas cosas? Yo no soy soberbia, ni desobediente.
Soy una pobre muchacha y tan ignorante que no se distinguir la A de la ¿Cómo puedo ser
soberbia? Y, ¿cómo podéis decir que soy desobediente si siempre obedezco a mis voces,
porque vienen de Dios?
ARZOBISPO. La voz de Dios en la Tierra es la voz de la Iglesia Militante; y todas las
voces que oyes son ecos de tu propia terquedad.
JUANA. ¡No es verdad!
ARZOBISPO. (Se pone rojo de ira.) Te atreves a decirle al arzobispo en su propia
catedral que miente; ¡y todavía afirmas que no eres desobediente y soberbia!
Trascripción deformada de Warwick, que trata de imitar la forma en que pronunciaría ese nombre un francés.




JUANA. Nunca dije que mintierais. Fuisteis vos el que dijo que mis voces mentían.
¿Cuándo han mentido? Si no queréis creer en ellas, incluso si son el eco de mi propio sentido
común, ¿no aciertan siempre?, y ¿no se equivocan siempre vuestros consejos terrenales?
ARZOBISPO. (Indignado.) Es una pérdida de tiempo reprenderte.
CARLOS. Siempre volvemos a lo mismo. Ella tiene razón y todos los demás estamos
equivocados.
ARZOBISPO. Escucha mi última advertencia. Si te condenas por anteponer tu criterio
personal a las instrucciones de tus directores espirituales, la Iglesia te repudiará, y te dejará en
las manos del destino que tu presunción te traiga. El bastardo te ha dicho que si persistes en
anteponer tu vanidad militar sobre los consejos de tus jefes superiores...
DUNOIS. (Le interrumpe.) Para decirlo con claridad, si intentas liberar la guarnición de
Compiegne sin la misma superioridad numérica que tenías en Orleans...
ARZOBISPO. El ejército te repudiará y no te rescatará. Y Su Majestad el Rey ya te ha
dicho que el trono no tiene recursos para pagar el rescate.
CARLOS. Ni un céntimo.
ARZOBISPO. Estás sola, completamente sola, confiada a tu arrogancia, a tu propia
ignorancia, a tu propia terca presunción, a tu propia impiedad de ocultar todos estos pecados
bajo el pretexto de la confianza en Dios. Cuando salgas por estas puertas hacia la luz del día, la
multitud te aclamará. Te traerán a sus hijos y a sus inválidos para que los cures: besarán tus
manos y tus pies, y harán cualquier cosa, pobres almas inocentes, para trastornarte y volverte
loca con esa autosuficiencia que te está llevando a la destrucción. Pero no estarás por ello
menos sola: ellos no pueden salvarte. Nosotros, y sólo nosotros, podemos interponernos entre
tu cuerpo y la hoguera en la que nuestros enemigos han quemado a esa pobre mujer en París.
JUANA. (Mira al cielo.) Tengo mejores amigos y mejores consejos que los vuestros.
ARZOBISPO. Ya veo que estoy hablando en vano a un corazón de piedra. Rechazas
nuestra protección, y estás decidida a ponernos a todos contra ti. Así que, en el futuro, te las
arreglarás por tu cuenta, y si fracasas, Dios se apiade de tu alma.
DUNOIS. Es verdad, Juana. Hazle caso.
JUANA. Dónde estaríais todos ahora si yo hubiera hecho caso a ese tipo de verdad. No
hay ayuda, ni consejo, en ninguno de vosotros. Sí, estoy sola en la Tierra: siempre he estado
sola. Mi padre dijo a mis hermanos que me ahogaran si no me quedaba a cuidar las ovejas,




mientras Francia estaba herida de muerte: Francia podía perecer con tal de que nuestros
corderos estuvieran a salvo. Pensé entonces que Francia tendría amigos en la corte de su rey; y
sólo encuentro lobos luchando por los despojos de su cuerpo destrozado. Pensé que Dios
tendría amigos en todas partes, porque Él es amigo de todos; y en mi ingenuidad creí que
vosotros, los que ahora me rechazáis, seríais fortalezas que me protegeríais de todo mal. Pero
ahora he aprendido mucho; y no hay nada de malo en ser más sabio. No penséis que vais, a
amedrentarme diciéndome que estoy sola. Francia está sola y Dios está solo; ¿y qué es mi soledad
comparada con la de mi país o la de mi Dios? Ahora comprendo que la soledad de Dios es su
fortaleza: ¿qué sería de Él si escuchase vuestros envidiosos y mezquinos consejos? Mi soledad
será también mi fortaleza; es mejor estar sola con Dios: su amistad no me fallará, ni su consejo,
ni su amor. En Su Fortaleza me apoyaré, me apoyaré, y me apoyaré hasta la muerte. Saldré ahora
con el pueblo, y dejaré que el amor de sus ojos me conforte de vuestro odio. Todos os alegraréis
de que me quemen; pero si paso por el fuego, a través de este fuego pasaré a sus corazones por
los siglos de los siglos. Así que: ¡Dios me asista!
(Se va. Ellos se quedan mirándola, en silencio taciturno, durante un instante, GILLES
DE RAIS se mesa la barba.)
BARBAZUL. Es una mujer imposible. No me cae mal del todo. Pero, ¿qué se puede
hacer con un temperamento así?
DUNOIS. Pongo a Dios por testigo de que si cayera al Loira me tiraría detrás a sacarla
con armadura y todo. Pero si hace el loco en Compiegne, y la capturan, tendré que dejarla a su
suerte.
LA HIRE. En ese caso que me encadenen; porque si no, la seguiría hasta el infierno
cuando su espíritu estalla en ella de esa manera.
ARZOBISPO. También turba mi juicio: hay un peligroso poder de atracción en sus
arrebatos. Pero la trampilla empieza a abrirse bajo sus pies; y para bien, o para mal, no podemos
detenerla.
CARLOS. ¡Ojalá que al menos se pudiera estar quieta, o se marchara a casa!
(La siguen, deprimidos.)




ESCENA SEXTA
Ruán, de mayo de . Una gran sala de piedra en el castillo, dispuesta para un
juicio, pero no se trata de un proceso judicial ordinario. El tribunal está constituido por la corte
episcopal y cuenta con la participación de la Inquisición. Este es el motivo de que se hayan
instalado dos sillones elevados, uno al lado de otro, para el OBISPO y para el INQUISIDOR,
que serán los jueces. Filas de sillas, dispuestas en abanico, parten desde aquellas dos, formando
un ángulo obtuso y están destinadas a los canónigos, a los doctores en derecho y en teología y a
los frailes dominicos, que harán las veces de asesores. En el ángulo hay una mesa para los
escribientes, con taburetes. También hay un taburete pesado y tosco para el prisionero. Todo
esto está en la parte anterior de la sala; al fondo una fila de arcos deja ver el patio. El tribunal
se resguarda de la intemperie por biombos y cortinas.
Mirando la gran sala desde el medio de la parte anterior, las sillas del jurado y la mesa
de los escribientes queda a la derecha. El taburete del prisionero queda a la izquierda. A la
derecha y a la izquierda hay una puerta con forma de arco. Es una espléndida y luminosa
mañana de Mayo.
WARWICK entra por la puerta, que está en el lado del jurado, seguido de su PAJE.
PAJE. (Con descaro.) Supongo que su señoría se dará cuenta de que aquí no pintamos
nada. Este es un tribunal eclesiástico y nosotros sólo somos el brazo secular.
WARWICK. Lo sé perfectamente. ¿Importaría a tu insolencia buscarme al obispo de
Beauvais y sugerirle que venga a cambiar impresiones conmigo antes de que empiece el juicio,
si lo tiene a bien?
PAJE. (Se pone en marcha.) Sí, señor.
WARWICK. Y procura cuidar tus modales. No se te ocurra llamarle Pedro el Pío.
PAJE. No lo haré señor. Seré amable con él, porque cuando hagan entrar a la Doncella
se le presentará una papeleta muy peliaguda a nuestro amigo Pedro el Pío. (CAUCHON entra
por la misma puerta acompañado de un fraile dominico y de un canónigo que trae un escrito.)
PAJE. Su Ilustrísima el Reverendísimo Señor Obispo de Beauvais y otros dos reverendos
caballeros.
WARWICK. Sal fuera y procura que nadie nos interrumpa.
PAJE. Sí Señor. (Se va con aire satisfecho.)




CAUCHON. Un buen día, Señor.
WARWICK. Buen día para vos Ilustrísima. Creo que no he tenido el placer de haber
sido presentado a vuestros amigos.
CAUCHON. (Presenta al monje que está a su derecha.) Este es Fray Juan Lemaitre, de
la orden de santo Domingo. Es el representante del Inquisidor General contra las perversas
herejías en Francia. Fray Juan: El Conde de Warwick.
WARWICK. Es muy grato conoceros, Reverencia. Por desgracia no tenemos Inquisidor
en Inglaterra, aunque bien lo echamos en falta, sobre todo en circunstancias como la presente.
(El INQUISIDOR sonríe condescendiente y hace una reverencia. Es un hombre algo
anciano, bondadoso, pero tiene evidentes reservas de autoridad y firmeza.)
CAUCHON. (Presenta al canónigo que está a su izquierda.) Este señor es el señor
canónigo Juan d'Estivet, del Cabildo de Bayeux. Actuará como Promotor.
WARWICK. ¿Promotor?
CAUCHON. En derecho civil se le llamaría Fiscal
WARWICK. ¡Ah!, fiscal, ya entiendo, ya. Encantado de conocerle, canónigo.
(D'ESTIVET hace una reverencia. Es un hombre que se aproxima a la madurez, de finos
modales, pero esconde un carácter taimado bajo ese barniz.)
WARWICK. ¿Puedo preguntar en qué punto se encuentra actualmente el proceso? Ya
hace más de nueve meses que la Doncella fue capturada en Compiegne por los borgoñones.
Hace cuatro meses que yo la compré a los borgoñones por una sabrosa cantidad, con el solo
propósito de que respondiera ante la justicia. Hace casi tres meses que os la entregué a vos,
señor Obispo, como sospechosa de herejía. ¿Se me permitiría sugerir que os tomáis un tiempo
desmedido para decidir sobre un asunto tan claro? ¿Es que no va a terminar nunca este juicio?
INQUISIDOR. (Sonríe.) Todavía no ha comenzado, señor.
WARWICK. ¡Todavía no ha comenzado! Pero ¿cómo es posible, si lleváis once
semanas con este asunto?
CAUCHON. No hemos estado cruzados de brazos, señor. Hemos hecho quince
interrogatorios a la Doncella: seis públicos y nueve privados.

La figura del Promotor en los procedimientos de los tribunales eclesiásticos la crea el Papa Inocencio III, en el
Concilio Lateranense de . pero no es hasta finales del siglo XIII o principios del XIV cuando el oficio de
Promotor de justicia se establece de una manera fija. Se le encomendó la inquisición de los delitos y la tutela de los
derechos fiscales.




INQUISIDOR. (Sin dejar de sonreír paciente.) Yo, señor, sólo he estado presente en dos
de estos interrogatorios. El asunto ha estado sólo en manos del tribunal episcopal y el Santo
Oficio no ha intervenido. Pero he decidido ya unirme yo mismo -es decir, la Santa Inquisición
al tribunal episcopal. En un principio no creí que se tratara de un caso de herejía. Me parecía un
asunto político y que la Doncella era una prisionera de guerra. Pero después de haber asistido a
dos interrogatorios debo admitir que éste parece uno de los casos más graves de herejía que he
conocido. Por consiguiente, todo está ya en orden y esta misma mañana se reanudará el
proceso. (Se dirige a las sillas de los jueces.)
CAUCHON. En este preciso momento, con la venia de su señoría.
WARWICK. (Afable.) Bien, esta es una buena noticia, caballeros. Les seré franco:
nuestra paciencia estaba empezando a agotarse.
CAUCHON. Eso es lo que pude deducir de las amenazas de vuestros soldados de ahogar
a aquellos de los nuestros que prestaran ayuda a la Doncella.
WARWICK. ¡Por Dios!, estoy seguro de que sus intenciones siempre fueron amistosas
hacia vos, señor.
CAUCHON. (Con severidad.) Eso espero. Estoy decidido a garantizar a esta mujer un
juicio justo. La justicia de la Iglesia no es una farsa, señor.
INQUISIDOR. (Vuelve.) Jamás he visto interrogatorio más justo que éste, señor. La
Doncella no necesitará abogado defensor, será juzgada por sus amigos más fieles, todos
ardientemente empeñados en salvar su alma de la perdición.
D'ESTIVET. Señor, yo soy el Promotor y me ha correspondido el penoso deber de
presentar la acusación contra la muchacha, pero, creedme, dejaría mi puesto ahora mismo para
apresurarme a defenderla, si no supiera que hombres muy superiores a mí en saber y piedad, en
elocuencia y capacidad de persuasión han sido enviados para disuadirla y explicarle el peligro
que corre y cuán fácil resultaría evitarlo. (De pronto se desata en una perorata grandilocuente,
ante el disgusto de CAUCHON y el INQUISIDOR, que hasta ahora le han escuchado con
gesto de aprobación paternal.) No ha faltado, sin embargo, quien se ha atrevido a decir que
actuábamos movidos por el odio, pero Dios es testigo de que miente. ¿Acaso la hemos
torturado? No. ¿Hemos cesado un momento de exhortarla, de implorarle que se apiade de sí
misma, de animarla a que vuelva al seno de la Iglesia, como una oveja descarriada, pero
querida? ¿Es que no hemos...




CAUCHON. (Le interrumpe con sequedad.) Tened cuidado, canónigo. Todo lo que
decís es cierto, pero si hacéis que su señoría llegue a creerlo no podré responder de vuestra
vida, y a duras penas de la mía.
WARWICK. (Desaprueba, quitándole importancia, pero sin negarlo lo más mínimo.)
Ay señor, sois muy duro con nosotros, pobres ingleses; nosotros desde luego no compartimos
vuestro piadoso deseo de salvar a la Doncella, es más, os diré con franqueza que su muerte es
una necesidad política que lamento, pero que no puedo evitar. Si la Iglesia la deja libre...
CAUCHON. (Confiera y amenazante arrogancia.) Si la Iglesia la deja libre, ay de aquél
que ose ponerle un solo dedo encima, aunque sea el mismísimo emperador. La Iglesia no está
sujeta a las necesidades políticas, señor. INQUISIDOR. (Se interpone suavemente.) No debéis
atormentaros por el resultado, señor. Tenéis un aliado invencible en este asunto, alguien que
está mucho más decidido que vos a llevarla a la hoguera.
WARWICK. ¿Puedo preguntar quién es ese aliado tan oportuno?
INQUISIDOR. La Doncella misma. Sólo si la amordazáis podréis evitar que ella misma
se declare culpable diez veces cada vez que abre la boca.
D'ESTIVET. Eso es totalmente cierto, señor. Se me ponen los pelos de punta, cuando
oigo a una criatura tan joven proferir tales blasfemias.
WARWICK. Bueno, entonces haced todo lo que podáis por salvarla, si estáis tan
seguros de que será en vano. (Mira con dureza a CAUCHON.) Sentiría mucho tener que actuar
sin la bendición de la Iglesia.
CAUCHON. (Con mezcla de admiración cínica y de desprecio.) ¡Y todavía dicen que
los ingleses son unos hipócritas! Defendéis vuestros intereses señor, incluso a costa de poner en
peligro vuestra alma. No puedo sino admirar tanta abnegación, pero yo no me atrevería a ir tan
lejos. Yo temo la condenación eterna.
WARWICK. Si temiéramos algo no podríamos gobernar Inglaterra, señor. ¿Queréis que
haga pasar a vuestra gente?
CAUCHON. Sería muy amable por vuestra parte que os retiraseis y permitierais que el
tribunal se reúna. (WARWICK se vuelve sobre sus talones y sale por el patio. CAUCHON
toma asiento en una de las sillas judiciales; D'ESTIVET se sienta en la mesa del
escribiente y empieza a estudiar su escrito.)




CAUCHON. (Como quien no quiere la cosa, mientras se pone cómodo.) ¡Qué
canallas son estos nobles ingleses!
INQUISIDOR. (Tomando asiento en la otra silla judicial a la izquierda de
Cauchon.) El poder temporal siempre hace de los hombres unos canallas. No están preparados
para el trabajo y no tienen la Sucesión Apostólica. Nuestros propios nobles son iguales.
(Los ASESORES del Obispo entran apresuradamente en la sala; a la cabeza vienen
el CAPELLÁN de Stogumber y el canónigo de COURCELLES, un joven sacerdote de unos
treinta años. Los escribientes se sientan a la mesa, dejando una silla vacante enfrente de
D'ESTIVET. Algunos ASESORES toman asiento; otros permanecen de pie charlando,
esperando a que comience formalmente la vista. DE STOGUMBER, ofendido y obstinado
no toma asiento, tampoco lo hace el canónigo, que se queda de pie a su derecha.)
CAUCHON. Buenos días, Maese Stogumber. (Al INQUISIDOR.) El capellán del
Cardenal de Inglaterra.
CAPELLÁN. (Le corrige.) De Winchester, señor. Debo formular una protesta, señor.
CAUCHON. Lo hacéis muy a menudo.
CAPELLÁN. No falta quien me respalde, señor. Aquí está Maese de Courcelles,
canónigo de París, que me apoya en mi protesta.
CAUCHON. Está bien, ¿de qué se trata?
CAPELLÁN. (Mohíno.) Hablad vos Maese Courcelles, pues, según parece, yo no gozo
de la confianza de su señoría. (Se sienta muy enojado a la derecha de CAUCHON.)
COURCELLES. Señor, nos ha costado mucho trabajo redactar las acusaciones sobre sesenta y
cuatro cargos. Ahora se nos comunica que este número ha sido reducido sin consultarnos.
INQUISIDOR. Maese Courcelles, yo he sido el culpable. Estoy abrumado de
admiración por el celo con que habéis redactado vuestros sesenta y cuatro cargos, pero a la hora
de acusar a un hereje, como en todo en la vida, no conviene excederse. Además debéis recordar
que no todos los miembros del tribunal son tan sutiles y profundos como vos, y que lo que a
vos, por vuestra sabiduría, puede parecer razonable, a ellos tal vez les parezca disparatado. Por
todo ello he creído conveniente reducir vuestros sesenta y cuatro artículos a doce.
COURCELLES. (Estupefacto.) ¡¡A doce!!
INQUISIDOR. Con doce, creedme, bastarán para vuestro propósito.




CAPELLÁN. Pero así, algunas de las cuestiones más importantes han quedado
reducidas a casi nada. Por ejemplo, la Doncella ha tenido el atrevimiento de afirmar que las
bienaventuradas santa Margarita y santa Catalina y el arcángel san Miguel le hablaban en
francés, y ésta es una cuestión vital.
INQUISIDOR. ¿Vos sin duda pensáis que debieran haber hablado en latín?, ¿verdad?
CAUCHON. No, está convencido de que deberían haber hablado en inglés.
CAPELLÁN. Por supuesto, señor.
INQUISIDOR. Bien, como todos estamos de acuerdo, creo, en que las voces que oye la
Doncella salen de la boca de espíritus malignos, -tentándola para su condenación, pienso que
no sería halagador para vos, Maese de Stogumber, ni para el Rey de Inglaterra, dar por sentado
que la lengua materna del diablo sea el inglés. Así que pasemos esto por alto. De todas formas
estas cuestiones no han sido del todo suprimidas de los doce artículos. Os ruego que toméis
asiento señorías y manos a la obra. (Se sientan todos los que todavía no lo habían hecho.)
CAPELLÁN. Quiero que conste mi protesta. Eso es todo.
COURCELLES. Me cuesta admitir que todo nuestro trabajo haya sido en balde. Este es
sólo otro ejemplo de la diabólica influencia que esta mujer ejerce sobre el tribunal. (Toma
asiento a la derecha del capellán.)
CAUCHON. ¿Insinuáis acaso que yo estoy bajo influencia diabólica?
COURCELLES. No, señor, no estoy insinuando nada. Pero me parece que aquí hay una
conspiración para echar tierra sobre el hecho de que la Doncella robó el caballo del Obispo de
Senlis.
CAUCHON. (Se contiene con dificultad.) Eso no es un tribunal policial. ¿Vamos a
perder el tiempo con estas pamplinas?
COURCELLES. (Se levanta indignado.) Señor, ¿cómo os atrevéis a llamar pamplina al
caballo del Obispo?
INQUISIDOR. (Suave.) Maese de Courcelles: la Doncella alega haber pagado
religiosamente el caballo del Obispo y que si el Obispo no recibió el dinero la culpa no fue
suya. Como eso muy bien puede ser cierto, es un cargo del cual la Doncella bien puede salir
absuelta con facilidad.




COURCELLES. Tal vez, si se tratara de un caballo cualquiera, pero tratándose del
caballo del obispo, ¿cómo se puede permitir que sea absuelta? (Vuelve a sentarse, perplejo y
descorazonado.)
INQUISIDOR. Me permito sugerirle, con el debido respeto, que si persistimos en juzgar
a la Doncella por cosas insignificantes seguramente tendremos que declararla inocente, y se nos
puede escapar de la principal y gravísima acusación de herejía, cargo en el que ella parece
dispuesta a confirmar su propia culpabilidad. Os suplico, por tanto, que no mencionéis cuando
la Doncella sea traída ante nosotros asuntos tales como: robos de caballos, danzas alrededor de
árboles mágicos con los niños de su aldea, rezos ante pozos encantados y otro montón de cosas
que habéis estado investigando con admirable diligencia antes de mi llegada. No hay en toda
Francia una sola muchacha de aldea a quien no pudierais acusar de tales cosas: todas bailan
alrededor de árboles encantados y rezan ante pozos mágicos. Alguna de ellas le robaría el
caballo al mismísimo Papa, si tuviera la oportunidad. Herejía, caballeros, herejía es el cargo
que debemos juzgar. Detectar y suprimir herejías es mi oficio: estoy aquí en calidad de
Inquisidor, no como un magistrado ordinario. Ceñíos a la herejía, caballeros, y dejad a un lado
todo lo demás.
CAUCHON. Debo confesar que hemos hecho averiguaciones en su aldea y no hemos
encontrado nada serio contra ella.
CAPELLÁN Y COURCELLES (Se levantan y vociferan a la vez ) Nada serio Sr
¡Cómo!, el árbol embrujado no ...
CAUCHON. (Fuera de sí.) ¡Silencio!, caballeros, hablad de uno en uno.
(COURCELLES se desploma en su asiento, intimidado.)
CAPELLÁN. (Se vuelve a sentar de mala gana.) Eso fue lo que nos dijo la Doncella el
viernes pasado.
CAUCHON. Deberíais haber seguido su consejo, señor. Cuando digo «nada serio»
quiero decir nada de lo que considerarían serio hombres de la suficiente talla intelectual como
para dirigir una investigación de este tipo. Estoy de acuerdo con mi colega el Inquisidor en que
es el cargo de herejía el que debemos juzgar.
LADVENU. (Un dominico joven de figura esbelta y ascética, que está sentado a la
derecha de COURCELLES.) ¿Tan peligrosa es la herejía de la muchacha? ¿No será simplemente
fruto de su ingenuidad? Muchos santos han llegado tan lejos como Juana.




INQUISIDOR. (Se desprende de sus modales delicados y comienza a hablar con
solemnidad.) Fray Martín: si hubierais visto todo lo que yo he visto sobre herejías, no las
tomaríais tan a la ligera, ni siquiera en sus orígenes tan aparentemente inocentes, e incluso
adorables y piadosos. La herejía surge en gentes que tienen toda la apariencia de ser mejores
que sus vecinos. Una muchacha dulce y piadosa, o un joven que ha seguido el mandamiento del
Señor de entregar todas sus riquezas a los pobres y abrazar una vida de pobreza y austeridad, de
humildad y caridad, puede ser el fundador de una herejía que destruya a la vez a la Iglesia y al
Imperio, si no es extirpada sin piedad a tiempo. Los archivos de la Santa Inquisición están
llenos de ejemplos que no nos atrevemos a sacar a la luz, porque van más allá de lo que
hombres honestos y mujeres inocentes pueden creer; ahora bien, todos ellos empezaron siendo
santa simplicidad. Lo he visto cientos de veces. Fijaos en esto que os voy a decir: la mujer que
se desprende de sus ropas y se viste con las de un hombre es como el hombre que arroja su traje
de pieles finas y se viste como Juan el Bautista: les seguirán, de la misma forma que la noche
sigue al día, bandadas de mujeres histéricas y hombres que querrán ir completamente desnudos.
Cuando las doncellas ya no quieran casarse ni tomar votos, y los hombres rechacen el
sacramento del matrimonio, pretendiendo que su lujuria es inspiración divina, entonces, tan
cierto como que el verano sucede a la primavera, lo que comenzó siendo poligamia terminará
en incesto. Las herejías parecen al principio inocentes, incluso loables, pero desembocan en un
horror de maldades tan monstruosas y antinaturales que incluso los más compasivos de
vosotros, si hubierais visto el horror que yo he visto, clamaríais contra la misericordia con la
que la Iglesia los trata. Durante doscientos años el Santo Oficio ha luchado contra esas locuras
diabólicas, y por ello sabe que las herejías surgen siempre de personas engreídas e ignorantes
que imponen su propia opinión contra la Santa Madre Iglesia y se erigen en los verdaderos
intérpretes de la voluntad de Dios. No debéis caer en el error frecuente de tomar a estos inocentones
por unos farsantes hipócritas. Ellos creen con toda sinceridad y honestidad que los
dictámenes diabólicos son inspiración divina. Por tanto, debéis permanecer en guardia contra
vuestra natural compasión. Todos sois, espero, hombres misericordiosos. ¿Cómo se explica si
no que hayáis entregado vuestras vidas al servicio de nuestro dulce Salvador? Vais a
encontraros con una muchacha piadosa y casta, porque he de confesaros, caballeros, que las
acusaciones de nuestros amigos los ingleses no están refrendadas por prueba alguna; mientras
que hay abundantes testimonios de que sus excesos han sido excesos de religión y caridad, y no




excesos mundanos o lascivos. No se trata de una de esas muchachas cuyos rasgos duros delatan
dureza de corazón y cuyo mirar descarado y conducta obscena las condenan antes de ser acusadas.
La soberbia diabólica que la ha puesto en este trance no ha dejado huella en su
semblante. Por extraño que os parezca tampoco ha dejado huellas en su carácter, si
exceptuamos esos detalles concretos en los que reside su soberbia; encontraréis una soberbia
diabólica y una natural humildad conviviendo una junto a la otra en la misma alma. Por tanto,
estad en guardia. Que Dios no permita que mis palabras vayan a endurecer vuestros corazones;
porque si la condenamos su castigo será tan grande que perderíamos toda esperanza de
compasión divina, si hubiéramos albergado en nuestros corazones un ápice de mala fe contra
ella. Pero si aborrecéis la crueldad -y si hay aquí alguien que no la aborrezca, le ordeno en bien
de su alma que abandone este tribunal- digo, si aborrecéis la crueldad, recordad que nada hay
tan cruel, por las consecuencias que trae, como tolerar una herejía. Recordad también que
ningún tribunal de justicia puede ser tan cruel como lo sería el pueblo llano con aquellos que
fueran sospechosos de herejía. El hereje en manos del Santo Oficio está a salvo de toda
violencia, tiene asegurado un juicio justo y no sufrirá el castigo de la muerte, aun siendo
culpable, si se arrepiente de sus pecados. Innumerables vidas de herejes se han salvado merced
a que el Santo Oficio los ha librado de las manos del pueblo, o porque el pueblo los ha
entregado sabiendo que el Santo Oficio se ocuparía de ellos. Antes de que existiera el Santo
Oficio, incluso hoy día, cuando sus miembros no andan cerca, el pobre desgraciado sospechoso
de herejía, tal vez debido a la ignorancia, es injustamente lapidado, desgarrado miembro a
miembro, ahogado, quemado en su casa junto a sus hijos inocentes, sin juicio, sin confesión, y
sin entierro o enterrado como un perro: todos estos actos son odiosos a los ojos de Dios y
crueles a los ojos de los hombres. Caballeros, yo soy compasivo, tanto por naturaleza como por
imposición de mi oficio, y aunque el trabajo que me veo obligado a realizar puede parecer cruel
a aquellos que no saben cuánto más cruel sería no cumplir con el deber, yo mismo iría gustoso
a la hoguera, si no supiera que se trata de un acto justo, necesario y, en definitiva,
esencialmente misericordioso. Os pido que actuéis en este juicio con esa convicción. La ira es
mala consejera: desechad la ira. La compasión puede ser incluso peor: desechad la compasión.
Pero no desechéis la misericordia. Tened presente sólo que lo primero es la justicia. ¿Tenéis
algo que decir, señor, antes de que se inicie el juicio?




CAUCHON. Habéis hablado por mí y os habéis expresado mejor de lo que yo hubiera
podido hacerlo. No veo cómo ningún hombre en su sano juicio podría estar en desacuerdo con
una sola de las palabras que habéis pronunciado. Pero quiero añadir algo. Las descarnadas
herejías de las que nos habéis hablado son horribles, pero su horror es semejante al de la peste
negra: hace estragos un tiempo y luego se extingue, porque los hombres cuerdos y sensatos no
se dejan seducir por la desnudez, el incesto, la poligamia y otras cosas semejantes. Pero en
estos tiempos nos enfrentamos en toda Europa a una herejía que se extiende entre hombres no
precisamente débiles de carácter ni cortos de inteligencia; por el contrario, cuanto más
inteligentes, más se obstinan en su herejía. No está desacreditada esta herejía por extremismos
desmesurados, ni corrompida por los pecados de la carne; sin embargo, también en este caso el
libre albedrío individual de un mortal descarriado pone en entredicho la reconocida sabiduría y
experiencia de la Santa Madre Iglesia. Los sólidos cimientos de la Cristiandad Católica no
temblarán jamás ante los desmanes de locos desnudos o los pecados de Moab y Amón; pero
puede ser traicionada desde adentro y conducida a la ruina y la desolación por esta gran herejía
con el comandante en jefe del Ejercito ingles llama Protestantismo
ASESORES. (Susurran.) ¡Protestantismo! ¿Y eso qué es? ¿Qué quiere decir el Obispo?
¿Una nueva herejía? El Comandante en jefe inglés ha dicho. ¿Has oído hablar alguna vez del
Protestantismo?, etc.
CAUCHON. (Continúa.) A propósito, ¿qué medidas preventivas ha tomado el conde de
Warwick, como brazo secular, en caso de que la Doncella se muestre obstinada y el pueblo se
compadezca de ella?
CAPELLÁN. No tengáis miedo en ese sentido, señor. El conde tiene ochocientos
hombres armados a la puerta. No se nos escapará de entre las manos a los ingleses, aunque toda
la ciudad se ponga de su parte.
CAUCHON. (Indignado.) ¿No vais a añadir, quiera Dios que se arrepienta y purgue su
pecado?
CAPELLÁN. No me parece que eso sea excesivamente importante ahora, pero estoy de
acuerdo con su señoría, por supuesto.
Moab: Hijo de Lot. Sus seguidores fueron excluidos de la comunidad judía y declarados enemigos de
Dios por el profeta Isaías. Amón: Deidad egipcia. Rey de los dioses.
.




CAUCHON. (Lo deja por imposible y se encoge de hombros con desprecio.) Se abre la
sesión.
INQUISIDOR. Que entre la acusada.
LADVENU. (Llama.) La acusada, que entre.
(JUANA, con cadenas en los tobillos, entra por la puerta de arco situada detrás del
taburete de la prisionera custodiada por un retén de soldados ingleses. Con ellos vienen el
verdugo y sus ayudantes. La conducen al asiento del prisionero y se colocan detrás, después de
haberle quitado las cadenas. Ella lleva un vestido negro de paje. El largo tiempo que ha estado
encarcelada y la tensión de los interrogatorios han dejado huella en ella, pero su vitalidad
permanece intacta. Se coloca frente al tribunal sin arredrarse ante la ceremoniosa solemnidad
de la que hacen gala, sin duda para impresionarla.)
INQUISIDOR. (Con amabilidad.) Siéntate; Juana. (Ella toma asiento en el taburete del
prisionero.) Estás muy pálida hoy, ¿no te encuentras bien?
JUANA. Agradezco vuestro interés. Estoy bastante bien. El Obispo me envió algunas
carpas y no me sentaron bien.
CAUCHON. Lo siento, les dije que procuraran que fueran frescas.
JUANA. Ya sé que pretendíais ser amable conmigo, pero ese tipo de pescado no me
sienta bien. Los ingleses pensaron que tratabais de envenenarme...
CAUCHON. ¡Cómo! (A la vez.
CAPELLÁN. No, señor.
JUANA. (Continúa.) Ellos prefieren que yo sea quemada por bruja; y me -
enviaron su
médico para que me curara, pero le prohibieron sangrarme, porque la gente supersticiosa piensa
que los hechizos de una bruja desaparecen si le sacan sangre, así que se limitó a insultarme.
¿Por qué me dejáis en manos de los ingleses? Yo debería estar en manos de la Iglesia. ¿Por qué
tengo que estar encadenada a un tronco? ¿Tenéis miedo de que me escape volando?
D'ESTIVET. (Con severidad.) Mujer, no es a ti a quien corresponde hacer preguntas.
Somos nosotros los que debemos preguntarte a ti.
COURCELLES. ¿Acaso no trataste de escapar saltando de la torre, desde unos veinte
metros, cuando te quitamos las cadenas? Si no puedes volar, ¿cómo es que todavía estás viva?
JUANA. Entonces será que la torre no era tan alta. Ha ido creciendo día a día desde que
vosotros empezasteis a hacerme preguntas sobre ella.




D'ESTIVET. ¿Por qué saltaste desde la torre?
JUANA. ¿Cómo sabéis que salté?
D'ESTIVET. Te encontraron tendida en el foso. ¿Por qué abandonaste la torre?
JUANA. ¿Por qué motivo abandonaría cualquiera una prisión, si pudiera?
D'ESTIVET. Claro que sí, y esa no fue la primera vez. Cuando se deja la puerta de una
jaula abierta el pájaro sale volando.
D'ESTIVET. (Se levanta.) Eso es una confesión de herejía. Pido al tribunal que tome
nota de esto.
JUANA. Herejía, dice. ¿Soy una hereje por tratar de escapar de la cárcel?
D'ESTIVET. Sin duda: si estás en manos de la Iglesia e intentas deliberadamente salir
de sus manos estás desertando de la Iglesia; y eso es herejía.
JUANA. Eso es una solemne majadería. Nadie sería tan tonto como para creerse eso.
D'ESTIVET. Ya lo oís, señor, cómo soy injuriado por esta mujer, mientras cumplo con
mi deber. (Se sienta indignado.)
CAUCHON. Ya te he advertido otras veces, Juana, que no te beneficia nada contestar
con impertinencias. JUANA. Pero es que no me decís más que insensateces. Yo seré razonable,
si sus señorías lo son.
INQUISIDOR. (Se interpone.) Esto no se ajusta al reglamento. Olvidáis, señor
Promotor, que la sesión aún no ha comenzado formalmente. El interrogatorio comenzará después
de que ella haya jurado sobre los evangelios decir toda la verdad.
JUANA. Vos siempre me decís lo mismo. Ya os he dicho una y mil veces que os diré
todo lo que pueda interesar a este tribunal, pero no puedo deciros toda la verdad: Dios no
permite que se diga toda la verdad. No lo quereís entender. Hay un viejo proverbio que dice:
por la boca muere el pez. Estoy harta ya de esta discusión: ya lo hemos discutido nueve veces.
He jurado todo lo jurable y ya no juraré más.
COURCELLES. Señor: debería ser sometida a tortura. INQUISIDOR. ¿Oyes Juana?
Eso es lo que se hace con los obstinados. Piensa antes de contestar. ¿Le han enseñado los
instrumentos?
VERDUGO. Están listos, señor. Ya los ha visto.
JUANA. Aunque me desgarréis miembro a miembro hasta separarme el alma del
cuerpo, no me sacaréis nada más, aparte de lo que ya os he dicho. ¿Qué más os puedo decir que




vosotros podáis entender? Además, yo no puedo soportar el dolor y si me hacéis daño diré lo
que sea con tal de evitar el dolor. Pero después me volvería atrás, así que, ¿de qué os serviría?
LADVENU. Hay mucho de cierto en eso. Deberíamos proceder con misericordia.
COURCELLES. Pero es costumbre utilizar la tortura.
INQUISIDOR. No debe ser aplicada por capricho. Si la acusada confiesa
voluntariamente, su uso es injustificado.
COURCELLES. Pero esto es una irregularidad, y además, no es normal. Y ella se niega
a prestar juramento.
LADVENU. (Con repugnancia.) Parece que queréis torturar a la muchacha por mero
placer.
COURCELLES. (Desconcertado.) No se trata de placer. Es la ley, la costumbre. Se
hace siempre.
INQUISIDOR. No es cierto, señor, salvo cuando los interrogatorios están en manos de
gente que desconoce su función legal.
COURCELLES. Pero esa mujer es una hereje. Os aseguro que se hace siempre.
CAUCHON. (Con resolución.) Hoy no se hará, si no es necesario. Y no se hable más.
No consentiré que se diga por ahí que hemos fallado sobre unas confesiones arrancadas por la
fuerza. Hemos enviado a nuestros mejores predicadores y doctores a exhortar e implorar a esta
mujer para que salve su alma y su cuerpo de las llamas, no vamos a enviar un verdugo que la
arroje a ellas.
COURCELLES. Su señoría es sin duda misericordioso, pero es una grave
responsabilidad apartarse de los procedimientos acostumbrados.
JUANA. Sois un idiota, señor canónigo. Hacer lo mismo que se hizo la última vez es
vuestra norma, ¿verdad?
COURCELLES. (Se levanta.) Impertinente. ¿Cómo te atreves a llamarme idiota?
INQUISIDOR. Paciencia, Maese, paciencia. Me temo que pronto podréis vengaros con
creces.
COURCELLES. (En un susurro.) Me ha llamado idiota. (Se sienta disgustado.)
INQUISIDOR. Mientras tanto no nos dejemos impresionar por la vulgaridad de la
lengua de una pastora.




JUANA. No, no soy ninguna pastora, aunque he ayudado con las ovejas como todo el
mundo. Podría hacer las labores de la casa -hilar o tejer- tan bien como cualquier mujer de
Ruán.
INQUISIDOR. Éste no es momento para la vanidad, Juana. Estás en un grave peligro.
JUANA. Ya lo se. ¿Y no he sido castigada ya por mi vanidad? Si no hubiera llevado en
batalla aquella elegante capa dorada como una tonta, aquel soldado borgoñón jamás me hubiera
derribado del caballo y ahora no estaría aquí.
CAPELLÁN. Si eres tan buena en las labores del hogar, ¿por qué no te quedaste en
casa?
JUANA. Muchas mujeres pueden hacer eso, pero no hay nadie que pueda hacer este
trabajo.
CAUCHON. Vamos, vamos, estamos perdiendo el tiempo con frivolidades. Juana, voy
a hacerte una pregunta muy en serio. Ten cuidado con la respuesta, pues tu vida y tu salvación
están en juego. ¿Aceptarás la sentencia de la Iglesia de Dios en la tierra, sea buena o mala,
cuando se pronuncie sobre todo lo que has dicho y hecho? Y sobre todo, en lo referente a las
obras y palabras que te imputa el Promotor en este juicio, ¿someterás tu caso a la inspirada y
sapientísima interpretación de la Iglesia Militante?
JUANA. Yo soy una hija fiel de la Iglesia. Obedeceré a la Iglesia.
CAUCHON. (Se inclina hacia adelante esperanzado.) ¿De verdad?
JUANA. Siempre y cuando no mande algo imposible. (CAUCHON se reclina de nuevo
dando un profundo suspiro.
El INQUISIDOR contrae los labios y frunce el entrecejo. LADVENU mueve la
cabeza con lástima.)
D'ESTIVET. Imputa a la Iglesia el error y la insensatez de mandar algo imposible.
JUANA. Si me ordenáis declarar que todo lo que he visto y hecho, y que todas las
revelaciones y visiones que he tenido no venían de Dios, entonces, eso es imposible. No declararé
eso por nada del mundo. Jamás me volveré atrás de lo que Dios quiso que yo hiciera, y cumpliré
lo que Él ha mandado o mande, pese a quien pese. Eso es lo que quiero decir con imposible. Y en
caso de que la Iglesia me ordene hacer cualquier cosa contraria al mandato de Dios, no cederé,
sea lo que sea.




ASESORES. (Perplejos e indignados.) Cómo, la Iglesia en contra de Dios. ¿Qué está
diciendo? Herejía manifiesta. Esto es excesivo, etc., etc.
D'ESTIVET. (Tira su escrito.) Señor, ¿necesitáis alguna prueba más?
CAUCHON. Mujer has dicho bastante como para quemar a diez herejes. ¿Es que no vas a
hacer caso? ¿No quieres entender?
INQUISIDOR. Si la Iglesia Militante te asegura que tus revelaciones y visiones son obra
del Demonio para conducirte a la perdición eterna, ¿no crees que la Iglesia es más sabia que tú?
JUANA. Creo que Dios es más sabio que yo, y obedeceré todos sus mandatos. Todo lo
que vosotros llamáis mis delitos, os aseguro que los hice por orden divina: no puedo decir otra
cosa, y si alguna autoridad de la Iglesia dice lo contrario no me importa, sólo haré caso a Dios,
cuyos mandatos obedezco siempre.
LADVENU. (Le suplica con apremio.) No sabes lo que estás diciendo hija. ¿Es que
quieres suicidarte? Escucha. ¿No crees que estás sujeta a la autoridad de la Iglesia de Dios en la
tierra?
JUANA. Sí. ¿Lo he negado acaso?
LADVENU. Bien, ¿acaso no significa eso que estás sujeta a la autoridad del Santo Padre,
el Papa, a los Cardenales, a los Arzobispos y Obispos, aquí representados por su señoría?
JUANA. Es a Dios a quien hay que servir primero. D'ESTIVET. Entonces, ¿esas voces te
ordenan que no te sometas a la Iglesia Militante?
JUANA. Las voces no me mandan desobedecer a la iglesia, pero es a Dios a quien hay
que servir primero.
CAUCHON. ¿Y eres tú, no la Iglesia, quien debe juzgar? JUANA. Con qué juicio voy a
juzgar sino con el mío.
ASESORES. (Escandalizados.) ¡Oh! (No encuentran palabras.)
CAUCHON. Tus propias palabras te condenan. Hemos luchado por tu salvación hasta
casi caer nosotros mismos en el pecado; te hemos abierto la puerta de par en par y nos la has
cerrado en la cara y en la cara de Dios. ¿Te atreves a afirmar todavía, después de todo lo que has
dicho, que estás en gracia de Dios?
JUANA. ¡Si no lo estoy, que Dios me conduzca a ella, y si lo estoy, que Dios me
conserve en ella!
LADVENU. Esa es una buena respuesta, señor.




COURCELLES. ¿Acaso estabas en gracia de Dios cuando robaste el caballo del Obispo?
CAUCHON. (Se levanta enfurecido.) Al diablo el caballo del Obispo y vos también.
Estamos aquí para juzgar un caso de herejía y en cuanto nos acercamos al fondo de la cuestión
algún idiota que no entiende más que de caballos lo echa todo a perder. (Temblando de ira, se
sienta de nuevo.)
INQUISIDOR. Caballeros, caballeros, discutiendo estos asuntos sin importancia os
convertís en los mejores abogados de la Doncella. No me sorprende que su señoría se haya
enfadado con vos. ¿Qué tiene que decir el señor Promotor? ¿Es partidario de considerar estas
minucias?
D'ESTIVET. Mi oficio me obliga a considerarlo todo, pero si ella misma se confiesa
culpable de una herejía que la condenará forzosamente a la excomunión, ¿qué importancia puede
tener que sea culpable de ofensas que la exponen a castigos menores? Sin embargo, con el debido
respeto, debo recalcar la gravedad de dos horribles y blasfemos delitos que ella no niega.
Primero: mantiene relaciones con espíritus del mal y es por tanto una bruja. Segundo: viste ropas
de hombre, lo cual es indecente, abominable y antinatural, y a pesar de nuestras más honestas
recomendaciones y súplicas se niega a cambiarlas, incluso para recibir el Santo Sacramento.
JUANA. ¿Es la bienaventurada santa Catalina un espíritu del mal?, ¿y santa Margarita?,
¿o el arcángel san Miguel?
COURCELLES. ¿Y tú cómo sabes que el espíritu que se te aparece es un arcángel? ¿No
es verdad que se te aparece desnudo?
JUANA. ¿Creéis que Dios no tiene para comprarle ropas? (Los ASESORES no pueden
contener una sonrisa, sobre todo porque el chiste se ha hecho a costa de COURCELLES.)
LADVENU. Bien dicho, Juana.
INQUISIDOR. Es en efecto una buena respuesta. Pero ningún espíritu del mal sería tan
ingenuo como para aparecerse ante una muchacha de forma escandalosa, si lo que intenta es
que ella lo tome por un mensajero del Altísimo. Juana, la Iglesia te dice que esas apariciones
tuyas son demonios que buscan la perdición de tu alma. ¿Aceptas este dictado de la Iglesia?
JUANA. Yo acepto al mensajero de Dios. ¿Cómo podría un fiel creyente de la Iglesia
rechazarlo?
CAUCHON. ¡Ah!, miserable mujer, te lo pregunto de nuevo, ¿sabes lo que estás
diciendo?




INQUISIDOR. Lucháis en vano por su alma contra el diablo, señor: no quiere salvarse.
Volviendo al tema de la vestimenta. Por última vez, ¿te quitarás esas ropas indecentes y te
pondrás algo más apropiado a tu condición de mujer?
JUANA. No, de ninguna manera.
D'ESTIVET. (Salta de repente.) Pecado de desobediencia, señor.
JUANA. (Con pena.) Pero mis voces me dicen que vista de soldado.
LADVENU. Juana, Juana, ¿no es eso prueba de que las voces son voces de espíritus del
mal? ¿Puedes darnos una buena razón por la que un ángel de Dios daría un consejo tan
desvergonzado?
JUANA. Pues claro, es de sentido común. Yo era un soldado y vivía entre soldados.
Ahora soy un prisionero vigilado por soldados. Si vistiera como una mujer me considerarían
una mujer, y entonces, ¿qué sería de mí? Si visto de soldado me considerarán un soldado y
podré vivir con ellos como si estuviera en casa con mis hermanos. Por eso santa Catalina me
dice que no debo vestir de mujer hasta que ella me dé permiso.
COURCELLES. ¿Y cuándo será eso?
JUANA. Cuando me saquéis de entre las manos de los soldados ingleses. Ya os he dicho
que debería estar en manos de la Iglesia y no abandonada día y noche con cuatro soldados
ingleses del conde de Warwick. ¿Queréis que viva con ellos en enaguas?
LADVENU. Señor, lo que dice, bien lo sabe Dios, está mal y es escandaloso, pero tiene
sentido; al menos todo el sentido de que puede esperarse de una simple campesina.
JUANA. Si en el campo fuéramos tan ingenuos como sus señorías lo son en sus palacios
y cortes, pronto no habría trigo para haceros pan.
CAUCHON. Así es como os agradece que intentéis salvarla, Fray Martín.
LADVENU. Juana, todos estamos tratando de salvarte, su señoría quiere salvarte, el
Inquisidor no podría ser más justo ni aunque fueras su propia hija. Pero te ciega la soberbia y
una excesiva confianza en ti misma.
JUANA. ¿Por qué decís eso? No me dicho nada malo. No lo entiendo.
INQUISIDOR. El bendito san Atanasio ya dijo en su credo que aquellos que no
entienden se condenan. No basta con ser ingenuo. Ni siquiera basta con ser lo que los ingenuos
llaman bueno. La simplicidad de una mente de pocas luces no es mejor que la simplicidad de
una bestia.




JUANA. Permitid que os diga que hay mucha sabiduría en la simplicidad de una bestia,
y a veces mucha estupidez en la sabiduría de los eruditos.
LADVENU. Ya lo sabemos, Juana, no somos tan tontos como tú nos crees. Intenta
vencer la tentación de contestarnos con impertinencias. ¿Ves aquel hombre que está detrás de
ti? (Señala al verdugo.)
JUANA. (Se vuelve y mira al hombre.) ¿Es el torturador? Pero, el obispo dijo que no
me iban a torturar.
LADVENU. No serás torturada porque has confesado ya todo lo necesario para
condenarte. Ese hombre no sólo tortura, es también el verdugo. Verdugo, contesta a mis
preguntas para que la Doncella se entere. ¿Estás preparado para quemar a un hereje hoy
mismo?
VERDUGO. Sí, señor.
LADVENU. ¿Está ya lista la hoguera?
VERDUGO. Lo está. En la plaza del mercado. Los ingleses la han hecho tan grande que
no podré acercarme a ella para hacerle la muerte más fácil. Será una muerte muy cruel.
JUANA. (Horrorizada.) No me iréis a quemar, ¿verdad?
INQUISIDOR. Por fin te das cuenta.
LADVENU. Hay ochocientos soldados ingleses esperando para llevarte a la plaza del
mercado en cuanto la sentencia de excomunión haya sido pronunciada por los jueces. Faltan
unos minutos para que llegue ese momento. JUANA. (Mira a su alrededor con desesperación
en busca de socorro.) ¡Dios mío!
LADVENU. No desesperes Juana. La Iglesia es misericordiosa. Aún puedes salvarte.
JUANA. (Esperanzada.) Sí, mis voces me prometieron que no sería quemada. Santa
Catalina me ordenó que fuera valiente.
CAUCHON. Mujer, ¿estás loca? ¿Todavía no te has dado cuenta de que tus voces te han
engañado?
JUANA. No puede ser, eso es imposible.
CAUCHON. ¡Imposible! Te han conducido directamente a la excomunión y a la
hoguera que está esperándote ahí fuera.
LADVENU. (Insistiendo en este punto.) ¿Han cumplido alguna de sus promesas desde
que te apresaron en Compiegne? El Demonio te ha traicionado. La Iglesia te tiende sus brazos.




JUANA. (Se desmorona.) Es verdad, es verdad, mis voces me han engañado. Los
demonios se han burlado de mí; he perdido la fe. He sido imprudente y temeraria, pero sólo un
loco se metería por su propio pie en el fuego. Dios que me dio el sentido común no puede
querer que yo haga eso.
LADVENU. ¡Loado sea el señor, que te ha salvado en el último instante! (Se apresura
hacia el asiento vacante en la mesa de los escribientes, alcanza un papel y se pone a
escribir con apremio.)
CAUCHON. ¡Amén!
JUANA. ¿Qué tengo que hacer?
CAUCHON. Deberás firmar un acta solemne de retractación de tu herejía.
JUANA. ¿Firmar? Eso quiere decir escribir mi nombre. No sé escribir.
CAUCHON. Has firmado muchas cartas antes.
JUANA. Sí, pero me sujetaban la mano y guiaban la pluma. Sé hacer la rúbrica.
CAPELLÁN. (Que ha estado escuchando con alarma e indignación crecientes.)
Señor, ¿vais a permitir que se nos escape?
INQUISIDOR. La ley debe seguir su curso, Maese de Stogumber, y vos conocéis la ley.
CAPELLÁN. (Se levanta rojo de ira.) Lo que sé es que un francés no tiene fidelidad.
(Murmullo que él acalla con voces.) Lo que sé es lo que dirá el Cardenal de Winchester,
cuando se entere de esto. Lo que yo se es lo que diré el conde de Warwick, cuando sepa que
queréis traicionarle. Hay ochocientos hombres a las puertas que se encargarán de que esta
abominable bruja sea quemada, aun en contra de vuestra voluntad.
ASESORES. (Entretanto.) ¿Qué es esto? ¿Qué ha dicho? ¡Nos acusa de traición! Esto
es intolerable. Que los franceses no tenemos fidelidad. ¿has oído eso? ¿Quién se cree que es?
¿Es así como son los religiosos ingleses? Debe estar loco o borracho, etc., etc.
INQUISIDOR. (Se levanta.) Silencio, por favor; caballeros, por favor, silencio. Señor
capellán, pensad un momento en vuestro sagrado oficio, lo que sois y dónde estáis. Os ordeno
que os sentéis.
CAPELLÁN. (Se cruza de brazos tercamente, el rostro convulso.) ¡No quiero sentarme!
CAUCHON. Señor Inquisidor, este hombre me ha llamado traidor en mi propia cara, y
no es la primera vez que lo hace.




CAPELLÁN. Es que sois un traidor. Todos sois unos traidores. En todo el juicio no
habéis hecho más que suplicarle de rodillas a esta maldita bruja que se retracte.
INQUISIDOR. (Toma de nuevo asiento plácidamente.) Si no queréis sentaros, quedaos
de pie. Eso es todo.
CAPELLÁN. ¡No quiero quedarme de pie! (Se deja caer de nuevo en su silla.)
LADVENU. (Se levanta con el papel en la mano.) Señor, aquí está el acta de
retractación para que la firme la Doncella.
CAUCHON. Leédsela.
JUANA. No se moleste. Firmaré.
INQUISIDOR. Mujer, debes saber lo que vas a firmar. Leédsela fray Martín. Silencio
todo el mundo.
LADVENU. (Lee en voz baja.) «Yo, Juana, más conocida por el sobrenombre de la
Doncella, miserable pecadora, confieso que he pecado gravemente. He simulado tener revelaciones
de Dios, de los ángeles y de los santos, y he rechazado con obstinación las
advertencias de la Iglesia de que se trataban de tentaciones del demonio. He blasfemado de
forma reprobable al vestir ropas indecentes, contrarias a las Sagradas Escrituras y a los
preceptos de la Santa Madre Iglesia. También me he cortado el pelo al estilo de los hombres,
rechazando los deberes propios de las mujeres que las hacen gratas al cielo. He empuñado la
espada, llegando incluso a derramar sangre humana, he incitado -
a los hombres a que se maten
unos a otros y he invocado a espíritus malignos para engañarlos y he atribuido de forma
blasfema y obstinada estos pecados a Dios Todopoderoso. Me confieso culpable del pecado de
sedición, del pecado de idolatría, del pecado de desobediencia, del pecado de soberbia y del
pecado de herejía. De todos estos pecados ahora reniego, abjuro y me retracto, dándoos
humildemente las gracias Doctores y Maestros que me habéis devuelto a la senda de la verdad
y a la gracia de Nuestro Señor. Nunca más caeré en estos errores y permaneceré por siempre en
sagrada comunión con la Santa Madre Iglesia, y en obediencia a nuestro Santo Padre el Papa de
Roma. Todo esto juro por Dios Omnipotente y por los Santos Evangelios, en testimonio de lo
cual firmo con mi nombre este acta de retractación.»
INQUISIDOR. ¿Lo entiendes Juana?
JUANA. (Sin mostrar interés.) Está muy claro, señor.
INQUISIDOR. ¿Y es verdad?




JUANA. Lo será. Si no lo fuera la hoguera no estaría en la plaza del mercado,
esperándome.
LADVENU. (Coge la pluma y un libro y se va apresuradamente hacia ella, temiendo
que diga algo que vuelva a comprometerla.) Ven hija, déjame que te guíe la mano. Coge la
pluma. (La coge y empiezan a escribir usando el libro a modo de mesa.) J.U.A.N.A. Así.
Ahora haz la rúbrica tú.
JUANA. (Hace la rúbrica y devuelve la pluma, atormentada por la rebelión de su alma
contra su mente y su cuerpo.) Aquí tenéis. Ya está.
LADVENU. (Pone de nuevo la pluma en la mesa y pasa el acta de retractación a
CAUCHON con una reverencia.) Loado sea el Señor, hermanos, porque la oveja descarriada ha
vuelto al redil, y el pastor se alegra más por ella que por los otros noventa y nueve justos.
(Vuelve a su asiento.)
INQUISIDOR. (Toma el papel de CAUCHON.) Por esta acta te declaramos libre del
peligro en que te hallabas. (Tira el papel sobre la mesa.)
JUANA. Os doy las gracias.
INQUISIDOR. Pero como has pecado de presunción contra Dios y contra la Santa
Madre Iglesia, y para que puedas arrepentirte de tus errores en solitaria contemplación y
permanezcas protegida de nuevas tentaciones, nosotros, por el bien de tu alma y para que la
penitencia pueda limpiar tus pecados y te conduzca por fin purificada ante el trono de la gracia
divina, te condenamos a comer el pan de la amargura y a beber el agua de la aflicción en
cadena perpetua en la tierra.
JUANA. (Se levanta llena de consternación y rabia.) ¡Cadena perpetua! ¿Entonces no
me vais a dejar en libertad?
LADVENU. (Ligeramente sorprendido.) ¿Dejarte en libertad, hija, después de todas
esas maldades? ¿Estás soñando?
JUANA. Dame ese escrito. (Corre hacia la mesa, arrebata el papel y lo rompe en
pedazos.) Encended vuestra hoguera, eso es mucho mejor que pasar toda mi vida encerrada en
un agujero como una rata. Mis voces tenían razón.
LADVENU. Juana! Juana!
JUANA. Sí, ya me habían dicho que estabais locos (la palabra es recibida como una
gran ofensa) y que no debía hacer caso de vuestras bonitas palabras, ni fiarme de vuestra




caridad. Me prometisteis la vida, pero mentisteis (exclamaciones de indignación). Creéis que la
vida consiste en no estar completamente muerto. No me asusta tener que comer pan y beber
agua: el pan me basta para vivir, ¿cuándo he pedido algo más? No es una desgracia beber agua,
si el agua es clara. El pan no es para mí amargura ni el agua aflicción. Pero encerrarme, privada
de la luz del cielo y de la vista de los campos y las flores; encadenar mis pies para que nunca
más pueda cabalgar junto a los soldados o subir a las colinas; hacerme respirar en esa oscuridad
húmeda y asquerosa y alejarme de todo aquello que podría acercarme al amor de Dios, mientras
vuestra maldad y locura me empujan a odiarle, todo esto es peor que aquel horno de la Biblia
que fue encendido siete veces. Podría pasar sin mi caballo de guerra, podría arrastrarme por ahí
en una falda, soportaría que los estandartes, las trompetas, los caballeros y los soldados pasaran
de largo dejándome atrás como a otra mujer cualquiera, con tal de oír el viento meciéndose en
las ramas de los árboles, las alondras a la luz del sol, los balidos de los corderos en el saludable
frío de la mañana y las benditas campanas de la iglesia que me envían con suave aleteo las
voces de los ángeles flotando en el viento. Sin estas cosas no podría vivir, y al querer apartarme
a mí o a cualquier otro ser humano de estas cosas me demostráis que vuestro consejo procede
del diablo y que el mío proviene de Dios.
ASESORES. (Muy conmocionados.) ¡Blasfemia! ¡Blasfemia! Está poseída. Ha dicho
que nuestro consejo procede del diablo y que el suyo proviene de Dios. ¡Monstruoso! El
demonio está entre nosotros, etc., etc.
D'ESTIVET. (Grita a voces por encima del estrépito.) Es una hereje reincidente,
obstinada e incorregible y, en consecuencia, no es digna de la misericordia que hemos mostrado
hacia ella. Pido para ella la excomunión.
CAPELLÁN. (Al verdugo.) Enciende tu fuego, amigo. A la hoguera con ella.
(El VERDUGO y sus ayudantes salen apresuradamente por el patio.)
LADVENU. Ah muchacha, eres perversa. Si tu consejo viniera de Dios, ¿no te libertaría
Él mismo?
JUANA. Los caminos del Señor no son vuestros caminos. Él desea que vaya a su seno
pasando por el fuego; porque yo soy su hija y no sois dignos de que yo viva entre vosotros. No
tengo más que decir.
(Los soldados la prenden.)
CAUCHON. (Se levanta.) Todavía no.




(Espera. Silencio absoluto.
CAUCHON se vuelve hacia el INQUISIDOR con una mirada interrogativa. El
INQUISIDOR asiente con la cabeza. Se levantan con solemnidad y entonan la sentencia como
si fuera una antífona.)
CAUCHON. Decretamos que eres una hereje reincidente.
INQUISIDOR. Apartada del seno de la Iglesia.
CAUCHON. Desgajada de su cuerpo.
INQUISIDOR. Infectada con la lepra de la herejía.
CAUCHON. Discípula de Satanás.
INQUISIDOR. Declaramos que debes ser excomulgada.
CAUCHON. Y ahora te arrojamos, te separamos y te abandonamos en manos del brazo
secular.
INQUISIDOR. Aconsejando a dicho brazo secular que se modere en lo referente a tu
muerte y a la división de tus miembros. (Se vuelve a sentar.)
CAUCHON. Y que nuestro hermano fray Martín te administre el sacramento de la
penitencia, si hubiese una señal inequívoca de arrepentimiento en ti.
CAPELLÁN. Al fuego con la bruja. (Corre hacia ella y ayuda a los soldados a
sacarla fuera a empujones.)
(Se llevan a JUANA por el patio. Los asesores se levantan en desorden y siguen a
los soldados, todos menos
LADVENU que oculta la cara entre las manos.)
CAUCHON. (Levantándose de nuevo al ir a sentarse.) No, no y no. Esto es una
irregularidad. El representante del brazo secular debería estar aquí para recibirla de nuestras
propias manos.
INQUISIDOR. (También en pie de nuevo.) Ese hombre es un idiota incorregible.
CAUCHON. Fray Martín, encárguese de que todo se haga de acuerdo con la ley.
LADVENU. Mi sitio está al lado de ella, señor. Ejerced vos vuestra propia autoridad.
(Sale apresuradamente.)
CAUCHON. Estos ingleses son imposibles. La quieren arrojar directamente al fuego.
¡Mirad!




(Señala al patio, en el que se ve ahora el resplandor y los parpadeos de las llamas
que enrojecen la luz de este día de mayo. Sólo el OBISPO y el INQUISIDOR permanecen
en la sala.)
CAUCHON. (Se vuelve para irse.) Tenemos que impedirlo.
INQUISIDOR. (Con calma.) Sí, pero sin precipitarnos, Monseñor.
CAUCHON. (Se para.) Pero no podemos perder ni un instante.
INQUISIDOR. Hemos procedido de forma estrictamente legal. Si los ingleses deciden
tomar el camino equivocado no es asunto nuestro corregirlo. Un pequeño defecto de forma en
los trámites puede ser muy útil en el futuro, nunca se sabe. Y, además, cuanto antes termine
todo, mejor para la pobre muchacha.
CAUCHON. (Se relaja.) Eso sí es verdad. Pero supongo que deberemos presenciar la
consumación de este horrible acto.
INQUISIDOR. Uno llega acostumbrarse a esto. Todo es cuestión de hábito. Yo estoy
acostumbrado al fuego: es muy rápido. Pero es horrible ver cómo una joven e inocente criatura
es aplastada por dos potencias tan poderosas: La Iglesia y la Ley.
CAUCHON. ¡La llamáis inocente!
INQUISIDOR. Bueno, hasta cierto punto es inocente. ¿Qué sabe ella de la Iglesia y de
la Ley? No ha entendido ni una sola palabra de lo que decíamos. Los ignorantes son los que
sufren. Vamos, o llegaremos tarde.
CAUCHON. (Le acompaña.) No me importaría llegar tarde, yo no estoy tan
acostumbrado como vos.
(Están saliendo cuando entra WARWICK, que se encuentra con ellos.)
WARWICK. Perdón. ¿Interrumpo? Pensé que todo había terminado ya. (Hace amago
de irse.)
CAUCHON. No os vayáis, señor. Todo ha terminado.
INQUISIDOR. La ejecución no es cosa nuestra, señor, pero es conveniente que
presenciemos el final. Así, que, con vuestro permiso... (Hace una reverencia y sale por el
patio.)
CAUCHON. Existen ciertas dudas sobre la estricta observancia de las normas legales
por parte de vuestra gente, señor.




WARWICK. Según he oído también existen ciertas dudas sobre vuestra autoridad en
esta ciudad, Monseñor. Esta no es vuestra diócesis. De todas formas si vos respondéis de eso,
yo responderé de todo lo demás.
CAUCHON. Es ante Dios ante quien ambos deberemos responder. Buenos días, señor.
WARWICK. Buenos días a vos, Monseñor.
(Se miran el uno al otro unos instantes sin ocultar su hostilidad, después
CAUCHON sigue al INQUISIDOR en su salida.
WARWICK mira alrededor. Al encontrarse solo llama a su ayudante.)
WARWICK. ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? (Silencio.) ¡Vamos, vamos! (Silencio.) ¡Hola!
Brian, granuja, ¿dónde estás? (Silencio.) ¡Guardia! (Silencio.) Se han ido todos a ver la
hoguera, incluso ese muchacho.
(El silencio es roto por alaridos y sollozos frenéticos.)
WARWICK. ¿Qué diablos sucede?
(El CAPELLÁN entra desde el patio, tambaleándose, como un loco, la cara cubierta
de lágrimas, haciendo los ruidos lastimeros que WARWICK acaba de oír. Tropieza con el
taburete del acusado y se arroja en él con angustiosos sollozos.)
WARWICK. (Va hacia él y le da unas palmadas en el hombro.) ¿Qué os pasa Maese
John? ¿Qué es lo que ocurre?
CAPELLÁN. (Aferrándose a su mano.) Señor, señor, en nombre de Cristo rezad por
mi alma culpable y desgraciada.
WARWICK. (Le tranquiliza.) Sí, claro, desde luego que lo haré; calmaos, tranquilo.
CAPELLÁN. (Lloriquea tristemente.) No soy una mala persona, señor.
WARWICK. No, no. Claro que no.
CAPELLÁN. No quise hacer ningún daño. No sabía que era así.
WARWICK. (Se pone severo.) Ah, entonces lo habéis visto, ¿ no?
CAPELLÁN. No sabía lo que hacía. Soy un loco fanático y me condenaré para toda la
eternidad
WARWICK. ¡Tonterías! Es muy penoso, sin duda, pero no fue culpa vuestra.
CAPELLÁN. (Se lamenta.) Yo lo permitía Si lo hubiera sabido la habría arrancado de
sus manos. Vos no podéis imaginarlo, no lo habéis visto. Es tan fácil hablar cuando no se sabe.
Se vuelve uno loco con palabras, uno mismo se condena porque resulta agradable echar leña al




fuego de su propia cólera, pero cuando al fin uno ve claro y se da cuenta de lo que ha hecho,
entonces se le nubla a uno la vista, el aire le sofoca, el corazón se le rompe, y entonces,
entonces es cuando se... (Se deja caer de rodillas.) ¡Dios mío, aparta de mí esta visión!
¡Cristo, líbrame de este fuego que me consume! ¡Ella te llamó en medio del sufrimiento: Jesús!
¡Jesús! ¡Jesús! Ella está ahora en tu seno y yo en el infierno para siempre.
WARWICK. Tira de él para ponerlo en pie.) Vamos, vamos, hombre, serenaos. Si
no, toda la ciudad hablará de esto. (Lo echa en una silla de la mesa con brusquedad.)
Si no tenéis valor para presenciar estas cosas, ¿por qué no hacéis como yo y os
mantenéis alejado?
CAPELLÁN. (Desconcertado y sumiso.) Pidió una cruz. Un soldado le dio dos palos
atados. ¡Gracias a Dios que era ingles! Yo pude habérsela dado, pero no lo hice, soy un
cobarde, un perro rabioso, un loco. Menos mal que él también era inglés.
WARWICK. ¡El muy idiota! Si le llegan a echar mano los curas lo habrían quemado a
él también.
CAPELLÁN. (Sacudido por una convulsión.) Algunos se burlaban de ella; se hubieran
reído del mismísimo Jesucristo; eran franceses, señor; estoy seguro de que eran franceses.
WARWICK. Callad. Alguien viene. Controlaos.
(LADVENU vuelve por el patio y se coloca a la derecha de WARWICK; lleva una
cruz de obispo que ha cogido en una iglesia. Mantiene una actitud grave y tranquila.)
[]
WWARWICK. Según parece todo ha terminado ya, fray Martín.
LADVENU. (Enigmático.) No lo sabemos, señor. Puede que sólo acabe de empezar.
WARWICK. ¿Qué queréis decir?
LADVENU. Cogí esta cruz en la iglesia para que ella pudiera verla hasta el final: sólo
tenía un par de palos que estrechaba contra su pecho. Cuando el fuego llegó hasta donde
estábamos nosotros y ella se dio cuenta de que si yo permanecía allí mostrándole la cruz me
quemaría, me pidió que me alejara para ponerme a salvo. Señor, una muchacha que piensa en
el peligro del prójimo en tales momentos no puede estar inspirada por el diablo. Cuando tuve
que apartarla cruz de su vista ella alzó la mirada al cielo. No creo que los cielos estuvieran
vacíos. Creo firmemente que entonces se le apareció nuestro Salvador en toda su gloria y
esplendor. Pronunció su nombre y expiró. Éste no ha sido el fin para ella, sino el principio.




WARWICK. Me temo que esto produciría un cierto mal efecto en la gente.
LADVENU. Lo produjo, en algunos, señor. Oí risas. Y perdonadme que os lo diga,
pero creo y espero que fueran risas inglesas.
CAPELLÁN. (Se levanta con frenesí.) No. No lo eran. Sólo había allí un inglés que
deshonró a su patria; y ese fue el perro rabioso de Stogumber. (Sale corriendo como un
salvaje, gritando.) Que lo torturen, que lo quemen. Yo iré a rezar ante sus cenizas. Soy peor
que judas: me ahorcaré.
WARWICK. Rápido, Fray Martín, seguidle, va a hacer una locura. id tras él, deprisa.
(LADVENU yate apresuradamente mientras WARWICK lo apremia. El VERDUGO
entra por la puerta que está detrás de las sillas de los jueces y WARWICK, al volver, se encuentra
cara a cara con él.)
WARWICK. Bien muchacho, ¿y tú, quién eres? []
VERDUGO. (Con dignidad.) No soy ningún muchacho, señor. Soy el Verdugo Mayor
de Ruán; se traca de una profesión altamente cualificada. He venido para decirle a su señoría
que vuestras órdenes han sido cumplidas.
WARWICK. Os suplico que me perdonéis, señor Verdugo Mayor; me encargaré de
que no salgáis perdiendo al no tener reliquias que vender. Tengo vuestra palabra de que no ha
quedado nada, ni un hueso, ni una uña, ni un pelo, ¿verdad?
VERDUGO. Su corazón no ardía, señor, pero todo lo que quedó ha sido arrojado al
fondo del río. Esto es lo Ultimo que oiréis de ella.
WARWICK. (Con una sonrisa irónica, pensando en lo que le había dicho LADVENU.)
¿Lo último? ¡Mmmm!, ya veremos.
EPILOCO
Una noche de junio de ; una de esas desapacibles noches de viento racheado, con
innumerables descargas eléctricas, después de muchos días de calor. El rey CARLOS VII de
Francia, antes delfín de Juana, ahora Carlos el Victorioso, de cincuenta y un años de edad, está
en la cama de uno de sus castillos reales. La cama, sobre un estrado de dos peldaños, está a un
lado de la habitación para no tapar una alta ventana ojival que hay en el medio. El dosel tiene
bordado el escudo real. Salvo el dosel y los enormes almohadones, no hay nada que marque id
separación entre la cama y un ancho canapé con ropas de cama y una cenefa. De esta forma, el
ocupante está totalmente a la vista.




CARLOS no duerme, está leyendo en la cama, más bien mirando las estampas del
Boccaccio, de Fouquet, con las rodillas dobladas a modo de mesa de lectura. A lado de la cama,
a su izquierda hay una pequeña mesa con un cuadro de la Virgen, alumbrada por velas de cera
decoradas. Las paredes están cubiertas de arriba a abajo por cortinas pintadas que la corriente
mueve de cuando en cuando. A primera vista, los tonos predominantes, rojos y amarillos, de esos
cuadros colgantes asemejan llamas de fuego cuando sus dobleces ondean al viento.
La puerta está a la izquierda de CARLOS, pero enfrente de él, cerca de la esquina más
alejada. En la cama, al alcance de su mano, hay una enorme carraca, elegantemente diseñada y
vistosamente pintada.
CARLOS pasa una hoja. Un reloj lejano da la media hora con suavidad. CARLOS
cierra el libro con un golpe seco; lo tira a un lado, agarra la carraca y la agita enérgicamente
produciendo un traqueteo ensordecedor. Entra LADVENU, veinticinco años más viejo, de porte
austero y extraño, y llevando todavía la cruz de Ruán. CARLOS evidentemente no lo esperaba a
él porque salta de la cama por el lado opuesto a la puerta.
CARLOS. ¿Quién eres? ¿Dónde está mi ayuda de cámara? ¿Qué quieres?
LADVENU. (Con solemnidad.) Os traigo noticias reconfortantes. Alegraos Majestad;
vuestra sangre y vuestra corona han quedado libres de toda mancha.
CARLOS. ¿De qué me estás hablando? ¿Quién eres tú? LADVENU. Soy fray Martín.
CARLOS. Y, con todos los respetos, ¿quién demonios es fray Martín?
LADVENU. Yo sostenía esta cruz cuando la Doncella pereció entre las llamas.
Veinticinco años han pasado desde entonces, casi diez mil días. Y cada uno de esos días he
rogado a Dios que hiciera justicia con su hija aquí en la tierra como ya lo ha hecho en el cielo.
CARLOS. (Tranquilizado, se sienta al pie de la cama.) Ah, ya. Ahora recuerdo. He oído
hablar de ti. Estás obsesionado con la Doncella. ¿Has estado presente en el juicio? LADVENU.
Sí, presté testimonio.
CARLOS. ¿Ha terminado? LADVENU. Ha terminado. CARLOS. ¿De forma
satisfactoria? LADVENU. Los caminos del Señor son inescrutables. CARLOS. ¿Cómo así?
LADVENU. En el juicio que llevó a la santa a la hoguera por bruja y hechicera se dijo
la verdad, se cumplió la ley, se tuvo más misericordia de la acostumbrada. No se cometió
ningún agravio salvo el último y horrible de la sentencia y la condena despiadada a la hoguera.
En este juicio de ahora ha habido perjurios vergonzosos, corruptelas en el tribunal, calumnias a




los muertos que cumplieron con su deber como buenamente entendieron, evasiones cobardes de
las preguntas, testimonios sin fundamento que no creería ni un niño. Sin embargo, a pesar de
estas ofensas a la justicia, de estas difamaciones a la Iglesia, de esta orgía de mentiras y
locura, la verdad ha salido a la luz en todo su esplendor. El vestido inmaculado de la
inocencia ha sido lavado de la inmundicia de los leños de la hoguera. La vida santa ha sido
santificada, el corazón leal que sobrevivió a las llamas ha sido consagrado; una gran mentira
ha sido silenciada para siempre, y un gran agravio se ha reparado ante los ojos de los
hombres.
CARLOS. Querido amigo, puesto que nadie puede volver a decir que fui coronado por
una bruja y hereje, no pondré objeción alguna sobre cómo se ha resuelto el asunto. Tampoco
Juana las hubiera puesto con tal de que al final todo saliese bien. No era de ese tipo de
personas; yo la conocía bien. Entonces, ¿ha sido completamente rehabilitada? Ya dejé claro
que no había que andarse con tonterías en este asunto.
LADVENU. Se ha declarado solemnemente que sus jueces estaban llenos de
corrupción, de engaño, de fraude y de mala fe. Las cuatro, mentira.
CARLOS. Lo de menos es que sean mentira: sus jueces están muertos.
LADVENU. La sentencia ha sido retirada, rota, anulada, considerada inexistente y
privada de toda validez y efecto. CARLOS. Muy bien; así que ahora nadie puede poner en
duda mi consagración, ¿no es cierto?
LADVENU. Vuestra coronación es ahora tan sagrada como la de Carlomagno o la del
mismo rey David.
CARLOS. (Se levanta.) Excelente. Piensa en lo que eso significa para mí.
LADVENU. ¡Pienso en lo que eso significa para ella! CARLOS. Imposible; ninguno
de nosotros supo jamás lo que las cosas significaban para ella. Era distinta a todos, y ahora
tiene que ocuparse de sí misma, donde quiera que esté, porque desde luego yo no podré
ocuparme de ella, y tú tampoco, lo creas o no: no eres tan importante. Pero voy a decirte algo
sobre ella. Si pudieras devolverle la vida, la volverían a quemar otra vez al cabo de unos
meses, a pesar de la veneración que ahora sienten por ella. Y tú estarías otra vez ante ella
mostrándole la cruz, igual que antes. Así pues, (se santigua) dejémosla descansar y tú y yo
ocupémonos de nuestros propios asuntos sin meternos en los suyos.




LADVENU. ¡Quiera Dios que ella siempre permanezca en mí y yo en ella! (Se vuelve
y sale con paso largo, igual que entró, diciendo.) De aquí en adelante la senda de mi vida
evitará los palacios y las conversaciones con los reyes.
CARLOS. (Le sigue hacia la puerta y le grita.) ¡Buen provecho te haga, santo varón!
(Vuelve al centro de la habitación donde se para y se dice en tono burlón.) ¡Vaya tipo más
gracioso! ¿Cómo entraría? ¿Dónde estarán mis servidores? (Se dirige a la cama, impaciente y
agita la carraca. Un golpe de aire entra por la puerta abierta y mueve las cortinas con fuerza.
Las velas se apagan. En la oscuridad llama.) ¡Eh! ¡Hola! Que venga alguien a cerrar las
ventanas: el viento está revolviéndolo todo. (La luz de un relámpago ilumina la ventana ojival
y se recorta en ella una silueta.) ¿Quién anda ahí? ¿Quién eres? ¡Socorro, que me matan! (Un
trueno. Se mete de un salto en la cama, escondiéndose bajo la ropa.)
VOZ DE JUANA. Tranquilo, Charlie, tranquilo. ¿Por qué armas ese escándalo? Nadie
te puede oír. Estás dormido. (Apenas la podemos ver al lado de la cama, en la pálida luz
verdosa.)
CARLOS. (Se asoma por debajo de la ropa.) Juana, ¿eres un espíritu, Juana?
JUANA. Ni siquiera eso, muchacho. ¿Cómo va a tener espíritu una pobre muchacha
quemada en la hoguera? No soy más que el sueño que estás soñando. (Aumenta la luz; cuando
él se incorpora para sentarse ya se les puede ver a los dos claramente.) Pareces más viejo,
muchacho. CARLOS. Soy más viejo. ¿De verdad estoy dormido?
JUANA. Estás dormido sobre tu estúpido libro. CARLOS. ¡Qué gracia!
JUANA. No tiene tanta gracia como el que yo esté muerta, ¿verdad?
[]
CARLOS. ¿De verdad estás muerta?
JUANA. Todo lo muerta que se puede estar, muchacho. Estoy fuera del cuerpo.
CARLOS. ¡Quién lo iba a decir! ¿Te dolió mucho? JUANA. ¿El qué?
CARLOS. Cuando te quemaron.
JUANA. ¡Ah, eso! No me acuerdo muy bien. Creo que al principio sí, pero después todo
empezó a dar vueltas y no recobré el conocimiento hasta que me libré de mi cuerpo. Pero tú no
vayas a ir por ahí jugando con fuego creyendo que no te va a hacer daño. ¿Cómo te ha ido desde
entonces?




CARLOS. Bah, no me puedo quejar. ¿Sabes?, incluso dirijo personalmente el ejército y
gano batallas. Bajo a las trincheras, cubierto de barro y sangre, subo escalas bajo una lluvia de
piedras y pez caliente. Igualito que tú.
JUANA. ¡No me digas! O sea que hice de ti un hombre después de todo, ¿eh, Charlie?
CARLOS. Ahora soy Carlos el Victorioso. Tuve que ser valiente si quería seguir tu
ejemplo. Además, Inés me ha infundido valor también.
JUANA. Inés, ¿quién es Inés?
JUANA. Inés Sorel, la mujer de la que me enamoré. Sueño con ella a menudo. Nunca
había soñado contigo antes. JUANA. ¿Está muerta también, como yo?
CARLOS. Sí, pero no era como tú. Era muy hermosa. JUANA. (Se ríe de buena gana.)
Ja, ja..., yo no era precisamente una belleza. Siempre fui tosca: un soldado raso. Podría haber
sido un hombre. Lástima no haberlo sido. No os habría dado tantos quebraderos de cabeza.
Pero yo era una idealista que siempre miraba al cielo y para mí la gloria de Dios estaba por
encima de todo; y, de todas formas, hombre o mujer os habría dado quebraderos de cabeza
igual, mientras hubierais estado metidos en el fango. Bueno, ahora cuéntame lo que ha pasado
desde que tus sabios no tuvieron nada mejor que hacer que reducirme a un puñado de cenizas.
CARLOS. Tu madre y tus hermanos apelaron al tribunal con el fin de obtener la
revisión de tu causa. Y los tribunales han declarado que los jueces estaban llenos de corrupción,
engaño, fraude y mala fe.
JUANA. Ellos, no. Pero si fue la panda de pobres diablos más honesta que jamás han
llevado a alguien a la hoguera.
CARLOS. La sentencia ha sido retirada, rota, anulada, declarada nula, inexistente, sin
efecto ni validez.
JUANA. De todas formas me quemaron. ¿Acaso me pueden desquemar?
CARLOS. Si pudieran, se lo pensarían dos veces antes de hacerlo; pero han decretado
que se coloque una hermosa cruz en el lugar en el que estuvo la hoguera, para perpetuar tu
recuerdo y para tu salvación.

Inés Sorel (-). Conocida también como 'dame de Beauté, por la propiedad que Carlos VII le había dado
en Beaute-sur-Marne. Tuvo gran influencia sobre el rey y se dice que murió envenenada.




JUANA. Son mi recuerdo y mi salvación los que santifican la cruz, no la cruz la que
santifica mi recuerdo y mi salvación. (Se aleja, olvidándose de él.) Sobreviviré a esa cruz,
porque cuando los hombres ya hayan olvidado dónde estuvo Ruan yo aún seré recordada.
CARLOS. La misma de siempre: tú y tu arrogancia. Creo que yo bien me merezco una
palabra de agradecimiento por haber conseguido que se haya hecho justicia al fin. CAUCHON.
(Aparece en la ventana, entre ellos dos.) ¡Mentiroso!
CARLOS. ¡Muchas gracias!
JUANA. ¡Pero bueno, si es Pedro Cauchon! ¿Cómo estás Pedro? ¿Qué suerte has
corrido desde que me quemasteis? CAUCHON. Ninguna. Reniego de la justicia de los hombres.
No es la justicia de Dios.
JUANA. ¿Todavía sigues soñando con la justicia, Pedro? ¡Mira lo que ha hecho la
justicia conmigo! Pero, cuentame: ¿qué ha sido de ti?, ¿estás vivo o muerto?
CAUCHON. Muerto, deshonrado. Me persiguieron más allá de la tumba. Excomulgaron
mi cuerpo muerto, lo desenterraron y lo arrojaron a una cloaca.
[]
DUNOIS. ¿Qué infame trovador te enseñó esos versos tan malos?
SOLDADO. Ningún trovador. Los inventamos nosotros mismos en las marchas.
Nosotros no éramos de clase noble ni trovadores. Se podría decir que es música que sale del
alma del pueblo. Ran, tan, rataplán. Cerdo va y rataplán. Oh, san rataplán. Coge el rabo y
rataplán. Oh, mi Mary Ann. No quieren decir nada, pero te animan en las marchas. Vuestro
seguro servidor, damas y caballeros, ¿no pedíais un santo?
JUANA. ¿Tú eres santo?
SOLDADO. Sí, señora, venido directamente de los infiernos. DUNOIS. ¡Un santo, y del
infierno!
SOLDADO. Así es, noble capitán. Tengo el día libre. Lo tengo todos los años. Ese es
mi premio por mi única buena acción.
CAUCHON. ¡Desgraciado! ¿En todos los días de tu vida sólo hiciste una buena acción?
SOLDADO. La verdad es que ni me enteré; me salió sin pensarlo. Pero me apuntaron el
tanto.
CARLOS. ¿Y qué fue lo que hiciste?
SOLDADO. Bueno, en realidad, la cosa más tonta del mundo. Yo...




JUANA. (Le interrumpe mientras se dirige hacia la cama, donde se sienta, al lado de
CARLOS.) Ató un par de palos y se los dio a una muchacha que estaban a punto de quemar.
SOLDADO. Eso es, ¿y a ti quién te lo dijo?
JUANA. Eso es lo de menos. ¿La reconocerías si la volvieras a ver?
SOLDADO. No. ¡Hay tantas chicas!, y todas esperan que las recuerdes como si fueran
las únicas en el mundo. Aquella debía ser de primera, porque me dan un día libre al año por
ella; or ella-
así que, hasta las doce en punto, soy un santo, a su servicio, nobles caballeros y
adorables damas. CARLOS. ¿Y después de las doce?
SOLDADO. Después de las doce, vuelta al único sitio que hay para los de mi calaña.
[]
JUANA. (Se levanta.) ¡Otra vez allí! ¡Tú! ¡El que dio la cruz a la muchacha!
SOLDADO. (Se disculpa por su conducta poco militar.) Bueno, es que ella me la pidió,
y como la iban a quemar. Tenía tanto derecho ella a una cruz como ellos, y ellos tenían un
montón. Era su funeral, no el de ellos. ¿Qué mal hacía con dársela?
JUANA. No te lo reprocho, hombre. Pero no puedo soportar que estés sufriendo en el
infierno.
SOLDADO. (Con desenfado.) No es tan malo. Estaba acostumbrado a pasarlo peor.
CARLOS. ¿Cómo?, ¿peor que en el infierno?
SOLDADO. Quince años de servicio en las guerras francesas. Comparado con aquello,
el infierno es una delicia. (JUANA alza los brazos y se refugia bajo un cuadro de la
Virgen, huyendo de la desesperación de la humanidad.) SOLDADO. (Continuando.) La
verdad es que no me va mal. El día libre al principio se me hacía monótono, como un domingo
lluvioso. Ahora no me importa tanto. Me dicen que puedo tomarme todos los que quiera.
CARLOS. ¿Cómo es el infierno?
SOLDADO. No lo encontraréis tan malo, señor. Es divertido. Es como estar siempre
borracho, pero sin los problemas y gastos que acarrea el beber. Además; compañía de la más
selecta: emperadores, papas y reyes, y todo tipo de gente. Se burlan de mí por haber dado la
cruz a aquella belleza; pero no me importa, les paro los pies diciendo que si ella no hubiera
tenido más derecho a la cruz que ellos, estaría donde ellos están ahora. Eso los deja mudos, sí.
Todo lo que hacen es rechinar los dientes, al estilo del infierno; y yo me río, y empiezo a cantar
el viejo sonsonete: Ran, ran, rata... ¡Hola! ¿Quién llama?




(Escuchan, se oyen golpes suaves y persistentes.) CARLOS. Adelante.
[]
(Se abre la puerta y entra un anciano .sacerdote, de pelo blanco, encorvado, con una
sonrisa tonta, pero benévola, y trota hacia JUANA.)
EL RECIÉN LLEGADO. Perdonadme, gentiles señoras y señores. No quisiera molestar.
Tan sólo soy un pobre, viejo e inofensivo párroco inglés. En otros tiempos capellán del
Cardenal, mi señor de Winchester. John de Stogumber a vuestro servicio. (Les mira,
interrogante.) ¿Decíais algo? Estoy un poco sordo, por desgracia. También un poco... -bueno,
quizás no siempre en mi sano juicio; pero, bueno, sólo es una pequeña aldea de gente sencilla...
Y yo me basto, allí me quieren; y puedo hacer algún bien. Estoy bien relacionado y ellos son
indulgentes.
JUANA. ¡Pobre viejo John! ¿Cómo habéis llegado a esta situación?
STOGUMBER. Les digo a mis fieles que tienen que tener mucho cuidado. Les digo: «si
pudierais ver lo que pensáis, pensaríais de otro modo. Os llevaríais una gran sorpresa; una gran
sorpresa». Y ellos contestan: «Sí, padre, sabemos que sois un hombre bueno, incapaz de matar
una mosca.» Eso me consuela. Porque yo no soy cruel por naturaleza. ¿Sabéis?
SOLDADO. ¿Quién dijo que lo fuerais?
STOGUMBER. Bueno, la verdad es que una vez hice algo muy cruel, porque no sabía lo
que era la crueldad. No la había visto nunca, ¿sabéis? Esa es la clave: tienes que verlo, y
entonces serás redimido y salvado.
CAUCHON. ¿No te bastaron los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo?
STOGUMBER. No, no en absoluto. Los había visto en los cuadros, había leído sobre
ellos en los libros, y me habían conmovido mucho. Pero no sirvió de nada: no fue Nuestro
Señor quien me redimió, sino una joven a la que vi quemar con mis propios ojos. Fue
horroroso, lo más horroroso. Pero me salvó. Desde entonces soy un hombre distinto, aunque a
veces un poco fuera de mis cabales.
CAUCHON. Entonces, ¿tiene que morir un nuevo Cristo cada cierto tiempo para salvar
a todos aquellos que no tienen imaginación?
JUANA. Si he logrado salvar a todos aquellos con los que él hubiera sido cruel, si no lo
hubiera sido antes conmigo, no fui quemada inútilmente, ¿no?




STOGUMBER. ¡Oh! No. No eras tú. Mi vista ya no es buena, no puedo distinguir tus
rasgos: pero no eres ella. ¡Claro que no! De ella sólo quedaron las cenizas. Ella murió, ella
murió y desapareció y desapareció.
VERDUGO. (Se adelanta desde detrás de las cortinas de la cama, a la derecha de
CARLOS. La cama los separa.) Está más viva que tú, anciano. Su corazón no quería arder y no
se hundía. Yo era un maestro en mi oficio: mejor que el maestro de Toulouse; pero no pude
matar a la Doncella. Ella sigue viva y muy viva.
WARWICK. (Sale por entre las cortinas de la cama y se coloca a la derecha de
JUANA.) Señora, mi enhorabuena por tu rehabilitación. Creo que te debo una disculpa.
JUANA. No tiene la menor importancia.
WARWICK. (Amable.) La quema fue un asunto puramente político, no había ningún
sentimiento personal contra ti, te lo aseguro.
JUANA. No te guardo rencor.
WARWICK. Muy amable por tu parte al recibirme así: un toque de verdadera
distinción. Pero debo insistir en disculparme. La verdad es que estas necesidades políticas a
{- veces resultan errores políticos; y éste fue un error garrafal; porque tu espíritu
nos conquistó, a pesar de nuestros leños. La historia me recordará gracias a ti, aunque quizás
los incidentes que nos han puesto en relación fueran tal vez un poquito desafortunados.
JUANA. Quizás un poquito, simpático caballero. WARWICK. Aun así, cuando te hagan
santa, me deberás a mí tu aureola, como este afortunado rey te debe a ti su corona.
JUANA. (Le da la espalda.) Yo no deberé nada a ningún hombre: debo todo al espíritu
de Dios, que estaba en mí. Pero, ¡yo una santa! ¿Qué dirían santa Margarita y santa Catalina si
les colocaran a una campesina a su lado? []
(Un CABALLERO con aspecto de clérigo, con levita negra y pantalones, y con
sombrero alto, al estilo de , aparece de repente ante ellos en la esquina, a su derecha. Todos
se le quedan mirando. Luego estallan en risotadas incontrolables.)
CABALLERO. ¿A qué se debe este jolgorio, caballeros? WARWICK. Le felicito por
haberse inventado un traje tan sumamente cómico.
CABALLERO. No lo entiendo. Son ustedes los que llevan traje de disfraz: yo voy
vestido correctamente.
DUNOIS. Todos los trajes son disfraces, salvo nuestra propia piel. ¿No?




CABALLERO. Con vuestro permiso: estoy aquí para tratar asuntos serios, no puedo
perder el tiempo en discusiones frívolas. (Saca un papel y adopta una postura fría y formal.)
He sido enviado para anunciarles que Juana de Arco, conocida como la Doncella, habiendo
sido objeto de una investigación que inició el Obispo de Orleans... JUANA. (Interrumpe.) ¡Ah!
Todavía me recuerdan en Orleans.
CABALLERO. (Enfático, para remarcar su indignación por la interrupción.) ... el
Obispo de Orleans para pedir que la susodicha Juana de Arco sea canonizada santa... JUANA.
(Interrumpe de nuevo.) Pero si yo nunca pedí tal cosa.
CABALLERO. (Como antes.) La Iglesia ha examinado la petición exhaustivamente,
siguiendo el curso legal, y habiendo elevado a la susodicha Juana a las categorías de Venerable
y Beata...
JUANA. (Ríe entre dientes.) ¡Yo, Venerable!
CABALLERO. Ha declarado finalmente que está dotada de virtudes heroicas y que
estuvo favorecida por revelaciones divinas, y llama a la Venerable y Beata Juana a formar parte
de la comunión de la Iglesia Triunfante como Santa Juana.
JUANA. (Sobrecogida.) ¡Santa Juana!
CABALLERO. Cada de mayo, aniversario de la muerte de la susodicha hija
predilecta de Dios, en cada Iglesia Católica se celebrará un oficio especial, hasta el fin de los
tiempos, en su memoria; y se permitirá dedicarle una capilla, y colocar una imagen suya en el
altar de cada Iglesia; y se permitirá y se animará a los fieles a arrodillarse y a dirigir sus
plegarias al Trono de Dios por su mediación.
JUANA. ¡No! La santa debe arrodillarse. (Cae de rodillas, todavía sobrecogida.)
CABALLERO. (Levanta el papel y se retira hacia el verdugo.) Dado en la Basílica
Vaticana a de mayo de . DUNOIS. (Levanta a JUANA.) ¡Media hora para quemarte,
querida santa, y cuatro siglos para descubrir la verdad sobre ti!
STOGUMBER. Señor: fui un tiempo capellán del Cardenal de Winchester. Siempre le
llamaban el Cardenal de Inglaterra. Sería una gran satisfacción para mí y para mi maestro ver
una bonita estatua dedicada a la doncella en la Catedral de Winchester. ¿Creéis que la pondrán?
CABALLERO. Como el edificio está temporalmente en manos de la herejía anglicana, no
puedo darle una respuesta. (Una visión de la estatua en la Catedral de Winchester aparece a
través de la ventana.)




¡Mirad! ¡Mirad! Eso es Winchester.
JUANA. ¿Y esa imagen soy yo? Yo siempre estaba más firme sobre mis pies.
(La visión se desvanece.)
CABALLERO. Me han pedido las autoridades temporales de Francia que haga constar
que la proliferación de estatuas de la Doncella puede convertirse en un obstáculo serio para el
tráfico. Lo digo como cortesía a las mencionadas autoridades, pero debo aclarar que desde el
punto de vista de la Iglesia el caballo de la Doncella no es mayor obstáculo para el tráfico que
cualquier otro caballo.
JUANA. ¡Vaya! Me alegro de que no se hayan olvidado de mi caballo.
(Aparece una visión de la estatua que está delante de la Catedral de Reims.)
JUANA. ¿Soy yo también esa cosita tan graciosa?
CARLOS. Esa es la Catedral de Reims, donde me coronaste. Debes ser tú.
JUANA. ¿Quién ha roto mi espada? Mi espada nunca se ha roto. Es la espada de Francia.
DUNOIS. No importa. Las espadas pueden arreglarse. Tu alma está entera y tú eres el alma
de Francia.
(La visión se desvanece. Aparecen el ARZOBISPO y el INQUISIDOR a la derecha y a la
izquierda de CAUCHON respectivamente.)
JUANA. Mi espada no ha terminado aún de conquistar: la espada que nunca dio un golpe.
Aunque los hombres destruyeron mi cuerpo, he visto a Dios en mi alma. CAUCHON. (Se arrodilla
ante ella.) Las muchachas en los campos te glorifican, porque tú has levantado sus ojos; y han visto
que no hay nada entre ellas y el cielo. DUNOIS. (Se arrodilla ante ella.) Los soldados moribundos
te glorifican, porque tú eres un escudo de gloria entre ellos y el juicio Final.
ARZOBISPO. (Se arrodilla ante ella.) Los príncipes de la Iglesia te glorifican, porque has
redimido la fe que sus frivolidades habían hundido en el fango.
WARWICK. (Se arrodilla ante ella.) Los astutos consejeros te glorifican, porque tú has
cortado las cuerdas en las que ellos habían enredado su alma.
STOGUMBER. (Se arrodilla ante ella.) Los viejos necios en el lecho de su muerte te
glorifican, porque sus pecados contra ti se convierten en bendiciones.
INQUISIDOR. (Se arrodilla ante ella.) Los jueces en la ceguera y en la servidumbre de la
ley te glorifican, porque tú has devuelto la vista y la libertad a sus almas vivas. SOLDADO. (Se




arrodilla ante ella.) Los malvados que están fuera del infierno te glorifican, porque les has enseñado
que el fuego que no se apaga es el fuego sagrado.
[
VERDUGO. (Se arrodilla ante ella.) Los torturadores y verdugos te glorifican, porque les
has mostrado que sus manos son inocentes de la muerte del alma.
CARLOS. (Se arrodilla ante ella.) Los débiles te glorifican, porque has echado sobre ti las
cargas heroicas demasiado pesadas para ellos.
JUANA. ¡Ay de mí si todos los hombres me glorifican! Os recuerdo que soy una santa y que
los santos pueden haces milagros. Y ahora, decidme, ¿debo levantarme de entre los muertos y volver
a la vida?
(Una repentina oscuridad ensombrece las paredes y todos saltan consternados. Sólo
pueden verse las figuras y la cama.)
JUANA. ¡Qué! ¿Debo ser quemada otra vez? ¿Ninguno de vosotros está preparado para
recibirme?
CAUCHON. El hereje siempre está mejor muerto. Y los ojos de los hombres no saben
distinguir entre herejes y santos. Déjalos en paz. (Sale como entró.)
DUNOIS. Perdónanos Juana: todavía no somos lo suficientemente buenos para ti. Me vuelvo
a la cama. (También se va.)
WARWICK. Sentimos sinceramente nuestro pequeño error; pero las necesidades políticas,
aunque ocasionalmente erróneas, mandan; si me disculpas... (Se escabulle discretamente.)
ARZOBISPO. Tu regreso no me convertiría en el hombre que tú pensaste que era. Todo lo
que puedo decir es que aunque no me atrevo a bendecirte, espero que un día pueda gozar de tu
bendición. Mientras tanto, sin embargo... (Se va.)
INQUISIDOR. Yo, que estoy ya entre los muertos, testifiqué aquel día en favor de tu
inocencia. Pero no veo cómo se podría prescindir de la Inquisición en determinadas circunstancias.
Por tanto... (Se va.)
STOGUMBER. No vuelvas, no debes volver. Quiero morir en paz. ¡Danos paz, oh, Señor!
(Se va.)
CABALLERO. La posibilidad de tu resurrección no estaba contemplada en el reciente
proceso de canonización. Debo volver a Roma para recibir nuevas instrucciones. (Hace una
reverencia formal y se va.)




VERDUGO. Como maestro en mi profesión debo tener siempre presentes las
obligaciones que ésta conlleva. Y, después de todo, mi primer deber es para con mi mujer y mis
hijos. Necesito tiempo para pensarlo. (Se va.) CARLOS. ¡Pobre Juana! Todos han huido de ti
excepto este pobre diablo que tiene que estar de vuelta en el infierno a las doce. ¿Y qué puedo
hacer yo, sino seguir el ejemplo de Jacques Dunois y volverme a la cama también? (Así lo
hace.)
JUANA. (Triste.) Buenas noches, Charlie.
CARLOS. (Masculla entre las almohadas.) ... noches. (Se duerme, la oscuridad
envuelve la cama.)
JUANA. (Al soldado.) Y tú, el único que me ha permanecido fiel, ¿qué consuelo
guardas a Santa Juana? SOLDADO. Bien, ¿qué valen juntos todos estos reyes, capitanes,
obispos, juristas y demás ralea? Primero dejan a uno en la cuneta para que te desangres vivo; y
luego, los encuentras allí abajo, a pesar de todos esos aires que se dan: lo que yo digo es que
uno tiene el mismo derecho que ellos a mantener sus propias opiniones, y quizás más. (Se
prepara para dar un discurso sobre el tema.) Bueno, lo que pasa es lo siguiente. Si... (Se oye la
primera campanada de la media noche suavemente en una campana lejana.) Tienes que
perdonarme: una cita urgente... (se va de puntillas.)
(Los últimos rayos se convierten en un haz de luz blanca que desciende sobre JUANA.
Continúan las campanadas.)
JUANA. ¡Oh, Dios!, que creaste este mundo maravilloso, ¿cuándo estará preparado
para recibir a tus santos? ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?
TELÓN








III




WARWICK. (Que se levanta receloso.) Señor: os pido perdón por la palabra usada por
Messire John de Stogumber. En Inglaterra no significa lo mismo que en Francia. En vuestra
lengua traidor quiere decir traicionero: se refiere a alguien pérfido, alevoso y desleal. En
nuestro país simplemente se refiere a alguien que no se entrega por entero a nuestros intereses
nacionales.
CAUCHON. Lo siento, no lo entendí bien. (Se deja caer en la silla con dignidad.)
WARWICK. (Se vuelve a sentar, aliviado.) Ahora debo ser yo el que pida perdón si ha
parecido que me he tomado la quema de esa muchacha demasiado a la ligera. Cuando uno ha
visto campos y campos quemados una y otra vez como simple trámite en la rutina militar, a uno
se le endurece el corazón. Si no fuera así uno se podría volver loco. Yo por lo menos sí me
volvería. ¿Podría aventurarme a suponer que también vuestra señoría, que sin duda ha tenido
que ver quemar a tantos herejes, se ha visto obligado a tomar desde un punto de vista profesional,
digamos, lo que de otro modo sería un incidente horrible?
CAUCHON. Sí, es un deber muy doloroso: es más, como habéis dicho, algo horrible.
Pero no es nada comparado con el horror de la herejía. No pienso en el cuerpo de esa
muchacha, que sufrirá tan sólo unos minutos, y que tiene que morir de todos modos, de una
forma más o menos dolorosa. Pienso en su alma, que podría sufrir por toda la eternidad.
WARWICK. Por eso mismo; y Dios quiera que su alma pueda salvarse. Pero en la
práctica lo que nos interesa es ver cómo podemos salvar su alma sin salvar su cuerpo. Porque
debemos afrontarlo, monseñor: si el culto de la doncella continúa, nuestra causa está perdida.
CAPELLÁN. (Su voz rota, como la de un hombre que hubiera estado llorando.)
¿Puedo hablar, señor? WARWICK. En verdad, Messire John, preferiría que no lo hicierais, a no
ser que sepáis controlaros.




CAPELLÁN. Es sólo esto. Puede que me equivoque, pero la doncella está llena de
falsedad: se hace pasar por una devota. Sus oraciones y sus confesiones no tienen fin. ¿Cómo
puede ser acusada de herejía si cumple todos los preceptos propios de una hija fiel de la
Iglesia?
CAUCHON. (Estalla.) ¡¡¡Una hija fiel de la Iglesia!!! El mismo Papa no se atrevería a
vanagloriarse de lo que ella afirma. Se comporta como si ella misma fuese la Iglesia. Lleva el
mensaje de Dios a Carlos; y la Iglesia tiene que mantenerse al margen. Ella le coronará en la
catedral de Reims, ¡ella, no la Iglesia! Envía cartas al rey de Inglaterra dándole la orden divina
de que vuelva a su isla so pena de castigo divino, ¡que ella misma ejecutará! Permitidme que os
recuerde que el mal nacido Mahoma, el anticristo, ya escribía ese tipo de cartas. ¿Acaso se ha
acordado alguna vez de la Iglesia en sus palabras? Nunca. Sólo de Dios y de ella misma.
WARWICK. ¿Qué otra cosa podéis esperar? ¡Una pordiosera a caballo!∗
Está
trastornada.
CAUCHON. ¿Quién la ha trastornado? ¡El demonio! Y para tina gran empresa: está
extendiendo esta herejía por toda la Tierra. Un tal Hus ∴
, quemado hace tan sólo treinta años en
Constanza, infectó toda Bohemia con esta herejía. Un hombre llamado Wcleef•
, un cura
ordenado, extendió esta pestilencia por Inglaterra; y para vuestra vergüenza le dejasteis morir
en su lecho. También tenemos gente de esa calaña aquí en Francia: conozco a esa raza.
Es cancerosa: si no se corta, se extirpa y se quema, no cesará hasta que haya llevado a
todo el cuerpo de la sociedad al pecado y a la corrupción, a la desolación y a la ruina. De este
modo, un camellero árabe echó a Cristo y a su iglesia fuera de Jerusalén, y asoló todo a su
paso, como una bestia salvaje, hasta que se interpusieron los Pirineos y la misericordia divina

∗ A beggar on horseback: hace referencia al viejo proverbio que reza así: Set a beggar on
horseback, and he'll ride to the devil (Poned a un mendigo a caballo y cabalgará hasta el infierno).
∴ Jan Hus (-). Fue ordenado sacerdote y nombrado Rector de la Universidad de Praga. Gracias a sus dotes de
predicador se convirtió en uno de los pioneros de la Reforma de la Iglesia. En Constanza fue juzgado, declarado hereje
y condenado a la hoguera. •
La grafía del nombre trata de imitar la pronunciación de Cauchon. e trata de John Wycliffe (-).
Criticó con dureza las posesiones terrenales de la Iglesia. El Papa Gregorio XI pidió su arresto en , éste no se
llevó a cabo, dado que gozaba del favor del rey inglés. A partir de comenzó un ataque sistemático a las
creencias y prácticas de la Iglesia. Sus puntos de vista fueron propagados por un grupo conocido por el nombre de
'Lolardos'. Sus obras fueron condenadas por un Sínodo de Londres en y sus escritos prohibidos en Oxford. La
muerte, le sobrevino dos años más tarde, lo libró, posiblemente, de la hoguera.




entre Francia y la condenación. Pero, ¿qué hizo ese camellero al principio, sino lo que está
haciendo ahora esta pastora? Él oía la voz del Arcángel san Gabriel: ella oye las voces de
santa Catalina, de santa Margarita y de san Miguel Arcángel. Él se declaró el enviado de
Dios, y escribía cartas en nombre de Dios a los reyes de la Tierra. Ella escribe a diario a los
palacios. Ya no hay que pedir la intercesión de la Madre de Dios, sino de Juana la Doncella.
¿Qué será del mundo si la sabiduría, el conocimiento y la experiencia de la Iglesia, si sus
concilios de sabios, venerables y píos varones, son arrojados a la basura por cualquier ignorante
gañán o cualquier ordeñadora de vacas, a la que el diablo puede incitar con la
monstruosa soberbia de creerse directamente inspirada por el Cielo? Sería un mundo de
sangre, de furia, de desolación, en el que cada hombre lucharía por sí mismo: al final, un
mundo hundido de nuevo en la barbarie. De momento sólo tenemos a Mahoma y a sus
incautos, a Juana y a los suyos; pero, ¿qué sucederá cuando cada muchacha se crea Juana y
cada hombre Mahoma? Se me estremecen los huesos cuando lo pienso. He luchado contra
esto toda mi vida; y lucharé hasta el final; le perdonaría a esta muchacha todos sus pecados
menos éste, porque es un pecado contra el Espíritu Santo; y si no se retracta ante el mundo
entero postrada de hinojos, si no somete hasta el último ápice de su alma a la Iglesia, irá a la
hoguera, si algún día cae en mis manos.
WARWICK. (Sin impresionarse.) Os afecta mucho, como es natural.
CAUCHON. ¿A vos no?
WARWICK. Yo soy un soldado, no un hombre de iglesia. Corno peregrino conocí
algo a los musulmanes. No son tan malos como me habían hecho creer. En algunos aspectos
su conducta es mejor que la nuestra.
CAUCHON. (Molesto.) Lo había notado antes. Los hombres van al este a convertir
infieles, y los infieles les pervierten a ellos. El cruzado vuelve medio sarraceno. Por no
mencionar el hecho de que todos los ingleses nacen herejes.
CAPELLÁN. ¡¡Los ingleses herejes!! (Apela a WARWICK.) Señor: ¿tenemos que
soportar esto? Vuestra señoría está fuera de sí. ¿Cómo pueden ser herejías las creencias de un
inglés? Es una contradicción en sus propios términos.
CAUCHON. Le absuelvo, capellán, por su ignorancia supina. El aire inglés no es
bueno para criar teólogos.




WARWICK. No hablaríais así si nos oyerais discutir de religión. Siento que penséis
que soy un hereje o un zoquete, porque, como hombre que ha viajado, sé que los seguidores
de Mahoma profesan gran respeto a Nuestro Señor, y están más dispuestos a perdonar a san
Pedro por haber sido un pescador, que vuestra señoría a Mahoma por haber sido un
camellero. Pero, qué os parece ~ si proseguimos sin fanatismos.
' UCHON. Cuando alguien llama fanatismo al celo de la Iglesia ya sé a qué
atenerme.
WARWICK. Sólo son puntos de vista distintos sobre el mismo asunto.
CAUCHON. (Con ironía agria.) ¡Sólo puntos de vista! ¡Sólo!
WARWICK. Señor obispo, no pretendo contradeciros. Convenceréis a la Iglesia; pero
tenéis que convencer a los nobles también... Desde mi punto de vista hay algo mucho ` más
importante contra la Doncella que lo que vos tan contundentemente habéis expuesto. Para ser
sincero, no creo que la muchacha llegue a ser otro Mahoma, y sustituya a la Iglesia por una
gran herejía. Creo que exageráis en eso. Pero, ¿os habéis dado cuenta de que en sus cartas,
propone a todos los reyes de Europa, como ya ha hecho con Carlos, un cambio que hundiría
toda la estructura social de la Cristiandad?
CAUCHON. Hundiría a la Iglesia, ya,
os lo he dicho.
WARWICK. (Cuya paciencia se está acabando.) Señor: tratad de olvidar a la Iglesia
por un momento y recordad que también hay instituciones temporales en el mundo, además de
espirituales. Yo, y mis pares, representamos a la Aristocracia Feudal como vos representáis a la
Iglesia. Somos el poder temporal. Bien, ¿no veis cómo las ideas de esta muchacha van contra
nuestros intereses?
CAUCHON. ¿Cómo pueden perjudicaros sus ideas de una manera distinta a como nos
perjudican a los demás, es decir, a través de su ataque a la Iglesia?
WARCHIN. Su idea es que los reyes deberían dar sus reinos a Dios, y luego reinar
como sus administradores.
CAUCHON. (Sin interés.) Bastante sensato desde un punto de vista teológico, señor.
Pero al rey no debería preocuparle, siempre que le permitan reinar. Es una abstracción una
forma de expresarse.
WARWICK. De ninguna manera. Es un hábil truco para suprimir a la aristocracia, y
hacer del rey señor único y absoluto. El rey, en vez de ser el primero entre iguales, Pasa a ser el




señor. Es algo que no podemos permitir, llamar a un hombre señor. En teoría recibimos
nuestras tierras y las dignidades del rey, pues debe haber una piedra angular en la bóveda de la
sociedad; pero en la practica nosotros tenemos nuestras tierras en nuestras manos, y las
defendemos con nuestras propias armas, y las de nuestros vasallos. Ahora, según la doctrina de
la Doncella, el rey tomaría nuestras tierras, ¡nuestras tierras!, Y se las regalaría a Dios; y Dios
las cedería todas en propiedad al rey.
CAUCHON. ¿Acaso tenéis que temer eso? Después de todo, vosotros sois quienes
nombráis al rey. York o Lancaster en Inglaterra. Lancaster o Valois en Francia: reinan según
vuestro capricho.
WARWICK. Sí, pero sólo en tanto en cuanto el pueblo dependa de su señor feudal, y
considere al rey sólo como un espectáculo de feria, que no es dueño de nada más que del
camino que es de todos. Si los ojos y el corazón de las gentes se vuelven hacia el rey, y si a sus
ojos sus señores se convierten en meros siervos del rey, el rey nos doblegará a su voluntad uno
por uno; y entonces, ¿qué seremos sino cortesanos para adornar sus salones?
CAUCHON. Todavía no tenéis por qué asustaros, señor. Algunos hombres nacen para
reyes y otros para estadistas. Los dos raramente coinciden en una persona. ¿Dónde encontraría
el rey consejeros para planear y llevar a cabo su política?
WARWICK. (Con una sonrisa no muy amigable.) Quizás en la Iglesia, señor.
(CAUCHON con la misma sonrisa agria encoge los hombros y no le contradice.)
WARWICK. Suprimid a los barones y los cardenales harán las cosas a su antojo.
CAUCHON. (Conciliatorio, deja su tono polémico.) Señor, no derrotaremos a la
Doncella si nos enfrentamos el uno con el otro. Se muy bien que hay un ansia de poder en el
mundo, y se que mientras dure, habrá luchas entre el emperador y el papa, entre los duques y
los cardenales, entre los barones y los reyes. El diablo nos divide y es él quien gobierna. Veo
que vos no sois demasiado amigo de la Iglesia, sois antes que nada un conde, lo mismo que yo
antes que nada un clérigo. Pero, ¿no podemos olvidar nuestras diferencias a la vista de un
enemigo común? Ahora veo que en vuestra mente no está el que la muchacha jamás haya
mencionado ala Iglesia, y que sólo piense en Dios y en ella misma, sino que nunca haya
mencionado a la nobleza, y que piense sólo en el rey y en ella misma.
. WARWICK. Exacto, pero estas dos ideas de la muchacha son una en el fondo. Va
mucho más allá. Es la protesta del alma individual contra la interferencia del sacerdote el




noble entre el individuo y su Dios. Si tuviese que darle un nombre, me atrevería a llamarlo
protestantismo.
CAUCHON. (Le mira con dureza.) Lo entendéis maravillosamente, señor. Escarbad en
un inglés y encontraréis un protestante.
WARWICK. (Juega a la cortesía.) Creo que vos no estáis del todo exento de simpatía
hacia la herejía secular de la Doncella. Os invito a que le pongáis un nombre a eso.
CAUCHON. Me malinterpretáis. No siento ninguna simpatía hacia las pretensiones políticas de
esa muchacha. Pero, como sacerdote, he llegado a conocer la mente del pueblo llano; y allí
podríais encontrar una idea más peligrosa aún. Sólo puedo expresarla con frases tales como:
«Francia para los franceses», «Inglaterra para los ingleses», «Italia para los italianos», «España
para los españoles», etc. Es a veces la vida tan difícil y amarga para el pueblo campesino que
me extraña que esta campesina pueda extender la idea de «la aldea para sus aldeanos». Pero
puede y lo hará. Cuando ella amenaza a los ingleses con echarlos de Francia, piensa sin duda en
toda la extensión de tierras en que se habla francés. Para ella, la gente que habla francés
constituye lo que las Sagradas Escrituras llaman una nación. Podéis llamar a este aspecto de la
herejía nacionalismo, no puedo encontrarle mejor nombre. Sólo puedo deciros que es
anticatólico y anticristiano; pues la Iglesia Católica reconoce un solo reino, el de Cristo.
Dividid ese reino en naciones y destronaréis a Cristo. Destronad a Cristo y, ¿quién se interpondrá
entre la espada y nuestras gargantas? El mundo perecerá en un caos de guerras.
WARWICK. Bien, si vos quemáis a la protestante, yo que maté a la nacionalista,
aunque quizá en esto Messire John no esté demasiado de acuerdo conmigo. Le gusta demasiado
el lema de «Inglaterra para los ingleses».
CAPELLÁN. En realidad eso de «Inglaterra para los ingleses» se da por entendido: es
simple ley natural. Pero esta mujer niega a Inglaterra sus legítimas conquistas, otorgadas por
Dios por nuestra peculiar capacidad para gobernar a razas menos civilizadas, por su propio
bien. No comprendo lo que sus señorías entienden por protestante y nacionalista: sois
demasiado sabios y sutiles para un Simple clérigo como yo. Pero mi sentido común me dice
que esa mujer es una rebelde; y eso me basta. Se rebela contra la naturaleza usando ropas de
hombre, y luchando. Se rebela contra la Iglesia usurpando la divina autoridad del papa. Se
rebela contra Dios con su pecaminosa alianza con el diablo y sus espíritus malignos en contra
de nuestros ejércitos. Y todas estas rebeliones son excusas para su gran rebelión contra




Inglaterra. Y eso no se puede tolerar. ¡Que muera! ¡Que la quemen! ¡No permitamos que
infecte a todo el rebaño! Conviene que una mujer muera en bien del pueblo.
'WARWIK. (Se levanta.) Señoría, creo que estamos de acuerdo.
CAUCHON. (Se levanta también, pero protestando.) Yo no pondré en peligro mi
alma. Haré respetar la justicia de la Iglesia. Lucharé hasta el final para conseguir la salvación
de esta mujer.
WARWICK. Lo siento por la pobre muchacha. Odio estas medidas tan rigurosas. Si
puedo se las ahorraré.
CAPELLÁN. (Implacable.) La quemaría con mis propias manos.
CAUCHON. (Le bendice.) ¡Sancta simplicitas!
ESCENA QUINTA
En el deambulatorio de la catedral de Reims, cerca de la puerta de la Sacristía. Una
columna sostiene una de las estaciones del Vía crucis. El órgano acompaña a la gente que sale,
ya acabada la coronación. JUANA está arrodillada rezando ante la estación. Está vestida con
mucha elegancia; pero todavía con ropa de hombre. El órgano cesa cuando DUNOIS, también
espléndidamente ataviado, entra en el deambulatorio desde la sacristía.
DUNOIS. ¡Vamos, Juana! Ya has rezado bastante. Después de lo que has llorado vas a
coger frío si te quedas más tiempo ahí. Ya se acabó: la catedral está vacía; y las calles llenas de
gente; requieren la presencia de la Doncella. Les hemos dicho que estás aquí sola rezando; pero
quieren volver a verte.
JUANA. No, que todos los honores sean hoy para el Rey. DUNOIS. Lo único que hace
es estropear el espectáculo, pobre diablo. No, Juana: tú le has coronado y tienes que seguir
hasta el final.
(JUANA sacude la cabeza, reticente.)
DUNOIS. (La levanta.) ¡Vamos, mujer! Sólo es cuestión de un par de horas. Esto es
mejor que el puente de Orleans, ¿eh?
JUANA. ¡Oh! ¡Querido Dunois! ¡Como me gustaría estar otra vez en el puente de
Orleans! Aquello sí era vida.
DUNOIS. Sí, y también muerte para algunos de los nuestros.




ANA. ¿No es extraño, Jack? Soy tan cobarde: no puedo explicar el miedo que siento
antes de una batalla; pero la vida es tan gris después, cuando ya no hay peligro: ¡es tan gris!
MNOIS. Debes aprender a ser moderada en la guerra, tal - y como lo eres en la comida
y en la bebida, mi pequeña santa.
JUANA. Querido Jack: creo que me quieres como un soldado quiere a sus camaradas.
DUNOIS Lo necesitas, pobre criatura de Dios. No tienes muchos amigos en la corte.
ANA. ¿Por qué me odian todos estos cortesanos, caballeros y eclesiásticos? ¿Qué les he
hecho? No he pedido riada para mí salvo que mi pueblo no pague impuestos, porque no
podemos pagar impuestos de guerra. Les he traído buena suerte y la victoria; los he puesto en el
buen camino cuando estaban haciendo toda clase de tonterías he coronado a Carlos y le he
hecho un rey de verdad; y todos los honores que reparte a ellos van. Entonces, ¿por qué no me
quieren?
UNOIS. (Animándola.) ¡Inocente! ¿Esperas que los estúpidos te quieran por ponerlos en
evidencia? ¿Acaso quieren los militares chochos a los capitanes jóvenes y victoriosos que los
sustituyen? ¿Acaso quieren los políticos ambiciosos a los arribistas que les quitan sus asientos?
¿Les gusta a los arzobispos ser relegados de sus altares, incluso aunque sea por santos? Yo
mismo debería estar celoso de ti, si fuera lo suficientemente ambicioso.
JUANA. Eres lo mejor que tenemos, Jack, el único amigo que tengo entre todos estos
nobles. Apostaría que tu madre era de pueblo. Volveré al campo cuando haya tomado París.
`DUNOIS. No estoy muy seguro de que te dejen tomar París. —
JUANA. (Sobresaltada-) ¡¡¿Qué?!!
DUNOIS. Habría tomado yo París antes de todo esto, si los demás lo hubiesen querido.
Creo que algunos de ellos preferirían que París te tomara a ti. Así que, ten cuidado.
«JUANA. Jack: el mundo es demasiado malo conmigo. Si los ingleses y los borgoñones
no acaban conmigo, lo harán los franceses. Sólo mis voces me mantienen en pie. Por eso tuve
que escaparme a escondidas para rezar aquí sola F después de la coronación. Te diré algo, Jack,
son las campanas las que me traen mis voces. Pero no hoy, cuando tocaban todas. Hoy no hacían
más que ruidos. Pero aquí en este rincón, donde las campanas llegan directamente del cielo, y los
ecos perduran, o en los campos, donde llegan desde lo lejos a través de la quietud de la campiña,
sí oigo mis voces. (El reloj de la catedral da los cuartos.) ¡Escucha! (en éxtasis) ¿No oyes?:
«Querida-hija-de Dios», exactamente como tú me llamas. A la media dirán: «Sé valiente,




continúa.» A los tres cuartos dirán: «Yo soy tu ayuda.» Pero es a la hora en punto cuando la
campana grande canta: «Dios salvará Francia»: es entonces cuando santa Margarita y santa
Catalina e incluso el mismo san Miguel dicen cosas que no puedo saber todavía. Entonces. ¡Oh!,
entonces...
DUNOIS. (La interrumpe con cortesía pero nada convencido.) Entonces, Juana, oiremos
lo que queramos en el repique de las campanas. Me preocupas cuando hablas de tus voces:
pensaría que estás un poco chalada si no me hubiera dado cuenta de que tienes razones de peso
para hacer lo que haces, aunque te oiga decir a la gente que lo único que haces es obedecer a
santa Catalina.
JUANA. (De mal humor.) Tengo que darte razones porque no crees en mis voces. Pero
las voces vienen primero, y las razones después. Y tú puedes creer lo que quieras. DUNOIS.
¿Estás enfadada, Juana?
JUANA. Sí. (sonríe) No, contigo no. Ojalá fueras uno de los niños de mi pueblo.
DUNOIS. ¿Para qué?
JUANA. Para poder arrullarte.
DUNOIS. Después de todo tienes algo de mujer.
JUANA. No, ni un pelo. Soy un soldado y nada más. Los soldados arrullan a los niños
siempre que pueden. DUNOIS. Sí, es verdad. (Ríe.)
(El rey CARLOS, que ha estado quitándose los ropajes de la ceremonia, sale de la
sacristía con BÁRBAZUL a su izquierda y LA HIRE a su derecha, JUANA se esconde detrás,
de la columna. DUNOIS queda entre CARLOS y LA HIRE.) PUNOIS. Bien, por fin su
majestad es un monarca consagrado. ¿Qué? ¿Qué se siente?
CARLOS. No volvería a pasar por ello ni para ser emperador del sol y de la luna. ¡Qué
ropajes más pesados! Creía que me caía cuando me echaron encima la corona. Y el famoso óleo
sagrado, del que tanto me habían hablado, estaba rancio. ¡Puf! El arzobispo estará medio muerto:
sus ropajes deben de pesar una tonelada; todavía lo están desvistiendo en la sacristía.
NOIS. (Seco.) Su majestad debería usar armadura más a menudo. Así os
acostumbraríais a las ropas pesadas. ¡Otra vez la misma canción! Bueno: no pienso ponerme
armadura: luchar no es mi oficio. ¿Dónde está la Doncella?
JUANA. (Se adelante entre CARLOS y BARBAZUL, y cae arrodillada.) Señor, ya os he
hecho rey: he terminado mi trabajo. Me vuelvo a casa de mi padre.




CARLOS. (Sorprendido pero aliviado.) ¿De verdad? Eso está muy bien.
(JUANA se levanta muy desalentada.)
CARLOS. (Continúa, sin hacer caso.) Una vida muy saludable. Ya sabes.
DUNOIS. Pero muy gris.
OARBAZUL. Te van a picar las enaguas después de tanto tiempo sin usarlas.
LA HIRE. Echarás de menos la lucha, es un mal vicio, pero sublime, y el más difícil de
dejar.
CARLOS. (Ansioso.) Sin embargo, no te obligamos .a que te quedes si quieres marcharte.
JUANA. (Agria.) Sé que a ninguno de vosotros os importa que me vaya. (Da la espalda a
CARLOS y se acerca a DUNOIS y LA HIRE, con quienes congenia mejor.)
HIRE. Bueno, así podré maldecir cuando quiera. Pero a veces te echaré de menos.
JUANA. La Hire, a pesar de tus pecados y palabrotas nos encontraremos en el cielo;
porque te quiero tanto como a Pitou, mi viejo perro pastor. Pitou podría matar a un lobo. Tú
matarás a los lobos ingleses mientras no vuelvan a su país y se conviertan en fieles corderos de
Dios, ¿verdad?
LA HIRE. Tú y yo juntos: sí.
JUANA. No, yo voy a durar poco. Un año desde que empezó esto.
TODOS. ¡¡¿Qué?!! JUANA. Lo sé, lo presiento. DUNOIS. ¡¡Qué disparate!!
JUANA. Jack, ¿crees que serás capaz de echarlos?
DUNOIS. (Con tranquila convicción.) Sí, los echaré. Nos derrotaban porque nosotros
pensábamos que las batallas eran torneos, y mercados de rescates. Hacíamos el bobo mientras
los ingleses se tomaban la guerra en serio. Pero he aprendido la lección y les he tomado la
medida. Ellos no tienen raíces aquí. Los he derrotado antes y los volveré a derrotar.
JUANA. No serás cruel con ellos, ¿verdad, Jack?
DUNOIS. Los ingleses no cederán a tratos tiernos. No fuimos nosotros los que
empezamos.
JUANA. (De repente.) Jack: tomemos París antes de que me vaya.
CARLOS. (Aterrorizado.) ¡Oh!, no, no. Perderemos todo lo que hemos ganado. ¡Basta
de luchar! Podríamos hacer un tratado ventajoso con el Duque de Borgoña.
JUANA. ¡Un tratado! (Golpea el suelo con el pie con impaciencia.)




CARLOS. Bueno, y ¿por qué no? Ahora he sido coronado y consagrado... ¡Ah, ese
aceite!
(El ARZOBISPO sale de la sacristía y se une al grupo entre BARBAZUL y CARLOS.)
CARLOS. Arzobispo, la Doncella quiere empezar de nuevo la lucha.
ARZOBISPO. Pero, ¿acaso la habíamos dejado?, ¿estamos en paz?
CARLOS. No, supongo que no; pero debemos conformarnos con lo que hemos
conseguido. Hagamos un tratado. Nuestra suerte es demasiado buena para que dure; y estamos
a tiempo de parar antes de que cambie.
JUANA. ¡Suerte! Dios ha luchado con nosotros. ¡Y lo llama suerte! ¡Y vas a parar la
lucha cuando todavía hay ingleses en la tierra sagrada de nuestra querida Francia!
ARZOBISPO. (Severo.) Doncella, el rey se dirigía a mí, no a ti. Te propasas. Te
propasas muy a menudo.
JUANA. (Descarada y bastante brusca.) Entonces hablad vos, y decidle que no es
deseo de Dios que suelte su mano del arado.
ARZOBISPO. Si yo no prodigo el nombre de Dios como tú, es porque interpreto su
voluntad con la autoridad de la Iglesia y la de mi oficio sagrado. Cuando llegaste, tú la ;-
respetabas, y no te atrevías a hablar como ahora hablas. Llegaste vestida con la virtud de la
humildad; y plugo a Dios bendecir tus esfuerzos, te has manchado con el pecado de la soberbia.
La vieja tragedia griega está surgiendo entre nosotros. Es el castigo de la soberbia.
CARLOS. Sí, se cree que sabe más que nadie.
JUANA. (Afligida, pero ingenuamente incapaz de ver el efecto que está produciendo.)
Pero es verdad que sé más que vosotros. Y no soy soberbia: nunca hablo a no ser que sepa que
tengo razón.
BARBAZUL. (Exclaman juntos.) Ja, ja! CARLOS. ¡Eso es!
ARZOBISPO ¿Cómo sabes que tienes razón? JUANA. Siempre lo sé. Mis voces...
!CARLOS. ¡Oh! Tus voces, tus voces. ¿Por qué las voces no me llegan a mí? Yo soy el
rey, no tú.
JUANA. Claro que os llegan, pero no las queréis oír. Vos nunca os habéis sentado en el
campo a escucharlas. Cuando suena el ángelus vos os santiguais y se acabó; pero si lo rezarais
de corazón, y escucharais el eco de las campanas después de que dejan de tocar, oiríais las
voces tan bien como yo. (Le da la espalda bruscamente.) Pero, ¿qué voces necesitáis para que




os digan lo que el herrero puede deciros?: que el hierro se debe trabajar mientras esté al rojo.
Os digo que debemos lanzarnos sobre Compiegne y liberarla como liberamos Orleans.
Entonces, París abrirá sus puertas, y si no las echaremos abajo. ¿De qué sirve una corona sin
capital?
LA HIRE. Eso es lo que yo digo. Las echaremos abajo como si fueran de paja. ¿Qué
dices, Bastardo?
DUNOIS. Si nuestras balas de cañón estuvieran tan calientes como tu cabeza, y
tuviéramos suficientes, conquistaríamos la Tierra, no haya duda. Las agallas y el ímpetu son
buenos siervos en la guerra, pero malos señores. Hemos caído en manos de los ingleses
siempre que nos hemos fiado de ellos. Nunca sabemos cuándo nos derrotan: ese es nuestro
gran error.
JUANA. Nunca sabéis cuándo vencéis: ese es un error todavía peor. Tendré que
regalaros espejos para convenceros de que los ingleses no os han cortado las narices. Estaríais
aún sitiados, vosotros y vuestros consejos de guerra, si no os hubiese hecho atacar. Deberíais
atacar siempre; y si aguantáis lo suficiente, el enemigo se tenderá antes. No sabéis cómo
empezar la batalla; y no sabéis cómo usar vuestros cañones. Y yo sí.
(Se agazapa entre las banderas, con las piernas cruzadas, poniendo cara mohína.)
DUNOIS. Se lo que piensas de nosotros, General.
JUANA. Eso no importa, Jack. Diles lo que piensas de mí. DUNOIS. Pienso que Dios
estaba de tu parte, porque no he olvidado cómo cambió el viento, y cómo cambiaron nuestros
corazones cuando viniste. Y por mi honor que no negaré que con tu signo vencimos. Pero
como soldado te digo que no todos los días Dios es siervo de un hombre, y tampoco de una
doncella. Si te lo mereces, Él te sacará, de vez en cuando, de las garras de la muerte, y te
pondrá en pie; pero eso es todo: una vez en pie tienes que luchar con todas tus fuerzas y toda
tu astucia. Pues Él tiene que ser justo también con tu enemigo, no lo olvides. Bien, Él nos
puso en pie a todos gracias a ti en Orleans, y la gloria que nos proporcionó nos ha hecho
llegar, a través de otras victorias, aquí, a la coronación. Pero si nos seguimos fiando de eso y
dejamos para Dios el trabajo que nos corresponde a nosotros, seremos derrotados; y nos
estará bien empleado.
JUANA. Pero...




DUNOIS ¡Sh! No he terminado. Que nadie piense que nuestras victorias se ganaron
sin táctica. Rey Carlos: no habéis dicho nada de mi cometido en esta campaña durante la
coronación; y no me quejo porque la gente seguirá a la Doncella y sus milagros y no el
trabajo duro del Bastardo, que buscó tropas y alimentos. Pero sé con ~` exactitud cuánto hizo
Dios por nosotros por medio de la Doncella, y cuánto dejó encomendado a mi propio talento;
y te aseguro que tu hora de los milagros ha pasado ya, y de ahora en adelante el que mejor
mueva las piezas ganará la guerra -si la suerte está de su parte.
JUANA. ¡Ah! Si la suerte, si la suerte. (Se levanta impetuosa.) Te digo, bastardo, que
tu arte de la guerra no vale para nada, porque tus caballeros no son buenos para la ducha de
verdad. La guerra es sólo un juego para ellos, como la pelota y sus otros juegos: se dedican a
hacer reglas de lo que se puede hacer y de lo que no se puede hacer, amontonan armaduras
sobre sus pobres caballos y sobre ellos mismos para protegerse de las flechas; y cuando se
caen no son capaces de levantarse, y tienen que esperar a que sus escuderos vengan y los
levanten para fijar el rescate con el hombre que los ha derribado ' del caballo. ¿No os dais
cuenta de que todo eso está pasado de moda? ¿De qué valen las armaduras contra la pólvora?
Y aunque sirvieran de algo, ¿creéis que los hombres que están luchando por Francia y por
Dios dejarán de luchar para regatear rescates, de los que viven más de la mitad de vuestros
caballeros? No, lucharán "{ para vencer; y pondrán sus vidas en manos de Dios, cuando
entren en batalla, como hago yo. El pueblo llano entiende esto perfectamente. Ellos no
pueden comprar armaduras ni pagar rescates, pero me siguen medio desnudos a las trincheras,
suben escalas y traspasan murallas. Para ellos este es el lema: KO mi vida o la tuya, y que Dios
reparta suerte.» Puedes mover la cabeza, Jack, y Barbazul puede retorcer su barba de chivo y
hacer muecas con la nariz, ¡pero recordad el día en que vuestros caballeros y capitanes
rehusaron seguirme para tomar Orleans! Cerrasteis vuestras puertas para que no saliera; y fue el
pueblo llano el que me siguió, y forzó las puertas y os mostró el camino para luchar en serio.
BARBAZUL. (Ofendido.) No contenta con ser la Papisa Juana, quiere ser también
César y Alejandro Magno. ARZOBISPO. La soberbia tendrá su castigo, Juana.
JUANA. ¿Qué importa si es soberbia o no? ¿No es verdad? ¿No es de sentido común?
LA HIRE. Es verdad. La mitad de nosotros tenemos miedo de que nos rompan nuestras
preciosas narices; y a la otra mitad lo único que les preocupa es pagar sus hipotecas. Dejemos
que lo haga a su manera, Dunois: ella no lo sabe todo, pero ha elegido el camino correcto.




Luchar ya no es lo que era; y aquellos que menos saben del asunto a menudo son los que más
partido le sacan.
DUNOIS. Ya lo sé. Yo no lucho a la antigua: he aprendido la lección de Agincourt, de
Poitiers y de Crecy. Sé cuántas vidas puede costar cada uno de mis movimientos. Si el
movimiento merece la pena, lo realizo y pago ese precio. Pero Juana nunca piensa en el precio:
avanza y se encomienda a Dios: cree que tiene a Dios en el bolsillo. Hasta ahora ha tenido
superioridad numérica y ha vencido. Pero conozco a Juana y sé que un día avanzará cuando
tenga diez hombres para hacer el trabajo de cien. Y entonces verá que Dios está del lado de los
grandes batallones. Será capturada por el enemigo, y el afortunado que la capture recibirá
dieciséis mil libras del conde de Uarek•
.
JUANA. (Halagada.) ¡Dieciséis mil libras! Eh, amigo, ¿han ofrecido eso por mí? No
puede haber tanto dinero en el mundo.
DUNOIS. Si lo hay, en Inglaterra. Y ahora, decidme, ¿quién de vosotros moverá un solo
dedo para salvar a Juana cuando los ingleses la tengan en sus manos? Hablo, en principio, por
el ejército. Al día siguiente de que haya sido derribada de su caballo por un inglés o un borgoñón
y éste no caiga fulminado, al día siguiente de que ella haya sido encerrada en un calabozo,
y barrotes y cerrojos no cedan al toque de un ángel del señor: el día en que el enemigo se de
cuenta de que es tan vulnerable como yo, y no más invencible, su vida tendrá menos valor que
la de cualquiera de nuestros soldados; y yo no arriesgaré la vida de nadie por mucho que la
aprecie como compañera de armas.
JUANA. No te culpo, Jack: tienes razón. No valdré la vida de un soldado si Dios
permite que me derroten; pero Francia tal vez piense que yo valgo ese rescate después de lo
que Dios ha hecho por Francia gracias a mi intercesión.
CARLOS. Te advierto que no tengo dinero, y esta coronación, de la que eres la única
culpable, me ha costado el último céntimo que puedo pedir prestado.
JUANA. La Iglesia es más rica que tú: confío en la Iglesia.
ARZOBISPO. Mujer: te arrastrarán por las calles y te quemarán como a una bruja.
JUANA. (Corre hacia él.) ¡Oh!, señor, no digáis eso. Es imposible. ¡Yo una bruja!
ARZOBISPO. Cauchon conoce su oficio. La Universidad de París ha quemado a una
mujer por decir que lo que tú has hecho está bien hecho y se atenía a la voluntad de Dios.




JUANA. (Desconcertada.) Pero, ¿por qué?, ¿qué sentido tiene? Lo que he hecho se
atiene a la voluntad de Dios. No han podido haber quemado a una mujer por decir la verdad.
ARZOBISPO. Pues la han quemado.
JUANA. Pero vos sabéis que decía la verdad. Vos no permitiríais que me quemaran.
ARZOBISPO. ¿Cómo podría impedírselo?
JUANA. Hablaríais en nombre de la Iglesia. Sois un príncipe poderoso de la Iglesia y
con vuestra bendición iré segura a cualquier sitio.
ARZOBISPO. No te bendeciré mientras seas soberbia y desobediente.
JUANA. ¿Por qué continuáis diciendo esas cosas? Yo no soy soberbia, ni desobediente.
Soy una pobre muchacha y tan ignorante que no se distinguir la A de la ¿Cómo puedo ser
soberbia? Y, ¿cómo podéis decir que soy desobediente si siempre obedezco a mis voces,
porque vienen de Dios?
ARZOBISPO. La voz de Dios en la Tierra es la voz de la Iglesia Militante; y todas las
voces que oyes son ecos de tu propia terquedad.
JUANA. ¡No es verdad!
ARZOBISPO. (Se pone rojo de ira.) Te atreves a decirle al arzobispo en su propia
catedral que miente; ¡y todavía afirmas que no eres desobediente y soberbia!
JUANA. Nunca dije que mintierais. Fuisteis vos el que dijo que mis voces mentían.
¿Cuándo han mentido? Si no queréis creer en ellas, incluso si son el eco de mi propio sentido
común, ¿no aciertan siempre?, y ¿no se equivocan siempre vuestros consejos terrenales?
ARZOBISPO. (Indignado.) Es una pérdida de tiempo reprenderte.
CARLOS. Siempre volvemos a lo mismo. Ella tiene razón I y todos los demás estamos
equivocados.
ARZOBISPO. Escucha mi última advertencia. Si te condenas por anteponer tu criterio
personal a las instrucciones de tus directores espirituales, la Iglesia te repudiará, y te dejará en
las manos del destino que tu presunción te traiga. El bastardo te ha dicho que si persistes en
anteponer tu vanidad militar sobre los consejos de tus jefes superiores...
DUNOIS. (Le interrumpe.) Para decirlo con claridad, si intentas liberar la guarnición de
Compiegne sin la misma superioridad numérica que tenías en Orleans...
Trascripción deformada de Warwick, que trata de imitar la forma en que pronunciaría ese nombre un francés.




ARZOBISPO. El ejército te repudiará y no te rescatará. Y Su Majestad el Rey ya te ha
dicho que el trono no tiene recursos para pagar el rescate.
CARLOS. Ni un céntimo.
OBISPO. Estás sola, completamente sola, confiada a tu arrogancia, a tu propia
ignorancia, a tu propia terca presunción, a tu propia impiedad de ocultar todos estos pecados
bajo el pretexto de la confianza en Dios. Cuando salgas por estas puertas hacia la luz del día, la
multitud te aclamará. Te traerán a sus hijos y a sus inválidos para que los cures: besarán tus
manos y tus pies, y harán cualquier cosa, pobres almas inocentes, para trastornarte y volverte
loca con esa autosuficiencia que te está llevando '' a la destrucción. Pero no estarás por ello
menos sola: `:ellos no pueden salvarte. Nosotros, y sólo nosotros, podemos interponernos entre
tu cuerpo y la hoguera en la que nuestros enemigos han quemado a esa pobre mujer :; en París.
ANA. (Mira al cielo.) Tengo mejores amigos y mejores consejos que los vuestros.
ZOBISPO. Ya veo que estoy hablando en vano a un corazón de piedra. Rechazas nuestra
protección, y estás decidida a ponernos a todos contra ti. Así que, en el futuro, te las arreglarás
por tu cuenta, y si fracasas, Dios se apiade de tu alma.
UNOIS. Es verdad, Juana. Hazle caso.
JUANA. Dónde estaríais todos ahora si yo hubiera hecho caso a ese tipo de verdad. No
hay ayuda, ni consejo, en ninguno de vosotros. Sí, estoy sola en la Tierra: siempre he estado
sola. Mi padre dijo a mis hermanos que me ahogaran si no me quedaba a cuidar las ovejas,
mientras Francia estaba herida de muerte: Francia podía perecer con tal de que nuestros
corderos estuvieran a salvo. Pensé entonces que Francia tendría amigos en la corte de su rey; y
sólo encuentro lobos luchando por los despojos de su cuerpo destrozado. Pensé que Dios
tendría amigos en todas partes, porque Él es amigo de todos; y en mi ingenuidad creí que
vosotros, los que ahora me rechazáis, seríais fortalezas que me protegeríais de todo mal. Pero
ahora he aprendido mucho; y no hay nada de malo en ser más sabio. No penséis que vais a
amedrentarme diciéndome que estoy sola. Francia está sola y Dios está solo; ¿y qué es mi
soledad comparada con la de mi país o la de mi Dios? Ahora comprendo que la soledad de Dios
es su fortaleza: ¿qué sería de Él si escuchase vuestros envidiosos y mezquinos consejos? Mi
soledad será también mi fortaleza; es mejor estar sola con Dios: su amistad no me fallará, ni su
consejo, ni su amor. En Su Fortaleza me apoyaré, me apoyaré, y me apoyaré hasta la muerte.
Saldré ahora con el pueblo, y dejaré que el amor de sus ojos me conforte de vuestro odio.




Todos os alegraréis de que me quemen; pero si paso por el fuego, a través de este fuego pasaré
a sus corazones por los siglos de los siglos. Así que: ¡Dios me asista!
(Se va. Ellos se quedan mirándola, en silencio taciturno, durante un instante, GILLES
DE RAIS se mesa la barba.) BARBAZUL. Es una mujer imposible. No me cae mal del todo.
Pero, ¿qué se puede hacer con un temperamento así?
DUNOIS. Pongo a Dios por testigo de que si cayera al Loira me tiraría detrás a sacarla
con armadura y todo. Pero si hace el loco en Compiegne, y la capturan, tendré que dejarla a su
suerte.
LA HIRE. En ese caso que me encadenen; porque si no, la seguiría hasta el infierno
cuando su espíritu estalla en ella de esa manera.
ARZOBISPO. También turba mi juicio: hay un peligroso poder de atracción en sus
arrebatos. Pero la trampilla empieza a abrirse bajo sus pies; y para bien, o para mal, no
podemos detenerla.
CARLOS. ¡Ojalá que al menos se pudiera estar quieta, o se marchara a casa!
(IQ siguen, deprimidos.)
ESCENA SEXTA
Ruán, de mayo de . Una gran sala de piedra en el castillo, dispuesta para un
juicio, pero no se trata de un proceso judicial ordinario. El tribunal está constituido por `;: la
corte episcopal y cuenta con la participación de la Inquisición. Este es el motivo de que se hayan
instalado dos sillones elevados, uno al lado de otro, para el OBISPO y para .'' el INQUISIDOR,
que serán los jueces. Filas de sillas, después, tas en abanico, parten desde aquellas dos,
formando un án- guío obtuso y están destinadas a los canónigos, a los doctores en derecho y en
teología y a los frailes dominicos, que harán las veces de asesores. En el ángulo hay una mesa
para los escribientes, con taburetes. También hay un taburete pesado y tosco para el prisionero.
Todo esto está en la parte anterior de la sala; al fondo una fila de arcos deja ver el patio. El
tribunal se resguarda de la intemperie por biombos y cortinas.
Mirando la gran sala desde el medio de la parte anterior, las sillas del jurado y la mesa
de los escribientes queda a la derecha. El taburete del prisionero queda a la izquierda. A la
derecha y a la izquierda hay una puerta con `- forma de arco. Es una espléndida y luminosa
mañana de mayo.




WARWICK entra por la puerta, que está en el lado del jurado, seguido de su PAJE.
PAJE. (Con descaro.) Supongo que su señoría se dará cuenta de que aquí no pintamos
nada. Este es un tribunal eclesiástico y nosotros sólo somos el brazo secular.
WARWICK. Lo se perfectamente. ¿Importaría a tu insolencia buscarme al obispo de
Beauvais y sugerirle que venga a cambiar impresiones conmigo antes de que empiece el juicio,
si lo tiene a bien?
PAJE. (Se pone en marcha.) Sí, señor.
WARWICK. Y procura cuidar tus modales. No se te ocurra llamarle Pedro el Pío.
PAJE. No lo haré señor. Seré amable con él, porque cuando hagan entrar a la Doncella
se le presentará una papeleta muy peliaguda a nuestro amigo Pedro el Pío. (CAUCHON entra
por la misma puerta acompañado de un fraile dominico y de un canónigo que trae un
escrito.)
PAJE. Su Ilustrísima el Reverendísimo Señor Obispo de Beauvais y otros dos
reverendos caballeros.
WARWICK. Sal fuera y procura que nadie nos interrumpa.
PAJE. Sí Señor. (Se va con aire satisfecho.)
CAUCHON. Un buen día, Señor.
WARWICK. Buen día para vos Ilustrísima. Creo que no he tenido el placer de haber
sido presentado a vuestros amigos.
CAUCHON. (Presenta al monje que está a su derecha.) Este es Fray Juan Lemaitre, de
la orden de santo Domingo. Es el representante del Inquisidor General contra las perversas
herejías en Francia. Fray Juan: El Conde de Warwick.
WARWICK. Es muy grato conoceros, Reverencia. Por desgracia no tenemos Inquisidor
en Inglaterra, aunque bien lo echamos en falta, sobre todo en circunstancias como la presente.
(El INQUISIDOR sonríe condescendiente y hace una reverencia. Es un hombre algo
anciano, bondadoso, pero tiene evidentes reservas de autoridad y firmeza.)
CAUCHON. (Presenta al canónigo que está a su izquierda.
) Este señor es el señor
canónigo Juan d'Estivet, del Cabildo de Bayeux. Actuará como Promotor.
WARWICK. ¿Promotor?




CAUCHON. En derecho civil se le llamaría Fiscal∗
. WARWICK. ¡Ah!, fiscal, ya
entiendo, ya. Encantado de conocerle, canónigo.
(D'ESTIVET hace una reverencia. Es un hombre que se aproxima a la madurez, de
finos modales, pero esconde un carácter taimado bajo ese barniz.)
WARWICK. ¿Puedo preguntar en qué punto se encuentra actualmente el proceso? Ya
hace más de nueve meses que la Doncella fue capturada en Compiegne por los borgoñones.
Hace cuatro meses que yo la compré a los borgoñones por una sabrosa cantidad, con el solo
propósito de que respondiera ante la justicia. Hace casi tres meses que os la entregué a vos,
señor Obispo, como sospechosa de herejía. ¿Se me permitiría sugerir que os tomáis un tiempo
desmedido para decidir sobre un asunto tan claro? ¿Es que no va a terminar nunca este juicio?
INQUISIDOR. (Sonríe.) Todavía no ha comenzado, señor.
WARWICK. ¡Todavía no ha comenzado! Pero ¿cómo es posible, si lleváis once
semanas con este asunto?
CAUCHON. No hemos estado cruzados de brazos, señor. Hemos hecho quince
interrogatorios a la Doncella: seis públicos y nueve privados.
INQUISIDOR. (Sin dejar de sonreír paciente.) Yo, señor, sólo he estado presente en
dos de estos interrogatorios. El asunto ha estado sólo en manos del tribunal episcopal y el Santo
Oficio no ha intervenido. Pero he decidido ya unirme yo mismo -es decir, la Santa Inquisición
al tribunal episcopal. En un principio no creí que se tratara de un caso de herejía. Me parecía
un asunto político Y que la Doncella era una prisionera de guerra. Pero después de haber
asistido a dos interrogatorios debo admitir que éste parece uno de los casos más graves de herejía
que he conocido. Por consiguiente, todo está ya en orden y esta misma mañana se reanudará
el proceso. (Se dio ge a las sillas de los jueces.)
CAUCHON. En este preciso momento, con la venia de su señoría.
WARWICK. (Afable.) Bien, esta es una buena noticia, caballeros. Les seré franco: nuestra
paciencia estaba empezando a agotarse.
CAUCHON Es o que pude deducir de las amenazas de vuestros soldados de ahogar a
aquellos de los nuestros estros que prestaran ayuda a la Doncella.

La figura del Promotor en los procedimientos de los tribunales eclesiásticos le crea el Papa Inocencio III, en el
Concilio Lateranense de . pero no es hasta finales del siglo XIII o principios del XIV cuando el oficio promotor de
justicia se establece de una manera fija. Se le encomendó inquisición de los delitos y la tutela de los derechos fiscales.




WARWIK Por Dios, estoy seguro de que sus intenciones siempre fueron amistosas hacia
vos, señor.
CAUCHON (Con severidad.) Eso espero. Estoy decidido a garantizar a esta mujer un
juicio justo. La justicia de la iglesia no es una farsa, señor.
INQUISIDOR (Vuelve.) Jamás he visto interrogatorio más justo que éste, señor. La Doncella
no necesitará abogado Señor, será juzgada por sus amigos más fieles, todos ardientemente
empeñados en salvar su alma de la perdición
D’ESTIVET. Señor, yo soy el Promotor y me ha correspondido el penoso deber de
presentar la acusación contra la muchacha, pero, creedme, dejaría mi puesto ahora mismo para
apresurarme a defenderla, si no supiera que hombres muy superiores a mí en saber y piedad, en
elocuencia y capacidad de persuasión han sido enviados para disuadirla y explicarle el peligro
que corre y cuan fácil resultaría evitarlo. (De pronto se desata en una perorata grandilocuente,
ante el disgusto de CAUCHON y el INQUISIDOR, que hasta ahora le han escuchado con gesto
de aprobación paternal.) No ha faltado, sin embargo, quien se ha atrevido a decir que actuábamos
movidos por el odio, pero Dios es testigo de que miente. ¿Acaso la hemos torturado? No.
¿Hemos cesado un momento de exhortarla, de implorarle que se apiade de sí misma, de animarla
a que vuelva al seno de la Iglesia, como una oveja descarriada, pero querida? ¿Es que no hemos...
CAUCHON. (Le interrumpe con sequedad.) Tened cuidado, canónigo. Todo lo que decís
es cierto, pero si hacéis que su señoría llegue a creerlo no podré responder de vuestra vida, y a
duras penas de la mía.
WARWICK. (Desaprueba, quitándole importancia, pero sin negarlo lo más mínimo.) Ay
señor, sois muy duro con nosotros, pobres ingleses; nosotros desde luego no compartimos vuestro
piadoso deseo de salvar a la Doncella, es más, os diré con franqueza que su muerte es una necesidad
política que lamento, pero que no puedo evitar. Si la Iglesia la deja libre...
CAUCHON. (Con fiera y amenazante arrogancia.) Si la Iglesia la deja libre, ay de aquél
que ose ponerle un solo dedo encima, aunque sea el mismísimo emperador. La Iglesia no está
sujeta a las necesidades políticas, señor.
INQUISIDOR. (Se interpone suavemente.) No debéis atormentaros por el resultado,
señor. Tenéis un aliado invencible en este asunto, alguien que está mucho más decidido que vos a
llevarla a la hoguera.
WARWICK. ¿Puedo preguntar quién es ese aliado tan oportuno?




INQUISIDOR. La Doncella misma. Sólo si la amordazáis podréis evitar que ella misma
se declare culpable diez veces cada vez que abre la boca.
D'ESTIVET. Eso es totalmente cierto, señor. Se me ponen los pelos de punta, cuando
oigo a una criatura tan joven proferir tales blasfemias.
WARWICK. Bueno, entonces haced todo lo que podáis por salvarla, si estáis tan seguros
de que será en vano. (Mira con dureza a CAUCHON.) Sentiría mucho tener que actuar sin la
bendición de la Iglesia.
CAUCHON. (Con mezcla de admiración cínica y de desprecio.) ¡Y todavía dicen que los
ingleses son unos hipócritas! Defendéis vuestros intereses señor, incluso a costa de poner en
peligro vuestra alma. No puedo sino admirar tanta abnegación, pero yo no me atrevería a ir tan
lejos. Yo temo la condenación eterna.
WARWICK. Si temiéramos algo no podríamos gobernar Inglaterra, señor. ¿Queréis que
haga pasar a vuestra gente?
CAUCHON. Sería muy amable por vuestra parte que os retiraseis y permitierais que el
tribunal se reúna. (WARWICK se vuelve sobre sus talones y sale por el patio.
CAUCHON toma asiento en una de las sillas judiciales; D'ESTIVET se sienta en la
mesa del escribiente y empieza a estudiar su escrito.)
CAUCHON. (Como quien no quiere la cosa, mientras se pone cómodo.) ¡Qué
canallas son estos nobles ingleses!
INQUISIDOR. (Tomando asiento en la otra silla judicial a la izquierda de Cauchon.)
El poder temporal siempre hace de los hombres unos canallas. No están preparados para el
trabajo y no tienen la Sucesión Apostólica. Nuestros propios nobles son iguales.
(Los ASESORES del Obispo entran apresuradamente en la sala; a la cabeza vienen
el CAPELLÁN de Stogumber y el canónigo de COURCELLES, un joven sacerdote de unos
treinta años. Los escribientes se sientan a la mesa, dejando una silla vacante enfrente de
D'ESTIVET. Algunos ASESORES toman asiento; otros permanecen de pie charlando,
esperando a que comience formalmente la vista. DE STOGUMBER, ofendido y obstinado
no toma asiento, tampoco lo hace el canónigo, que se queda de pie a su derecha.)
CAUCHON. Buenos días, Maese Stogumber. (Al INQUIDOR.) El capellán del
Cardenal de Inglaterra.
CAPELLÁN. (Le corrige.) De Winchester, señor. Debo formular una protesta, señor.




CAUCHON. Lo hacéis muy a menudo.
CAPELLÁN. No falta quien me respalde, señor. Aquí está Maese de Courcelles,
canónigo de París, que me apoya en mi protesta.
CAUCHON. Está bien, ¿de qué se trata?
CAPELLÁN. (Mohíno.) Hablad vos Maese Courcelles, pues, según parece, yo no gozo
de la confianza de su señoría. (Se sienta muy enojado a la derecha de CAUCHON.)
COURCELLES. Señor, nos ha costado mucho trabajo redactar las acusaciones sobre
sesenta y cuatro cargos. Ahora se nos comunica que este número ha sido reducido sin
consultarnos.
INQUISIDOR. Maese Courcelles, yo he sido el culpable. Estoy abrumado de
admiración por el celo con que habéis redactado vuestros sesenta y cuatro cargos, pero a la hora
de acusar a un hereje, como en todo en la vida, no conviene excederse. Además debéis recordar
que no todos los miembros del tribunal son tan sutiles y profundos como vos, y que lo que a
vos, por vuestra sabiduría, puede parecer razonable, a ellos tal vez les parezca disparatado. Por
todo ello he creído conveniente reducir vuestros sesenta y cuatro artículos a doce.
COURCELLES. (Estupefacto.) ¡¡A doce!!
INQUISIDOR. Con doce, creedme, bastarán para vuestro propósito.
CAPELLÁN. Pero así, algunas de las cuestiones más importantes han quedado
reducidas a casi nada. Por ejemplo, la Doncella ha tenido el atrevimiento de afirmar que las
bienaventuradas santa Margarita y santa Catalina y el arcángel san Miguel le hablaban en
francés, y ésta es una cuestión vital.
INQUISIDOR. ¿Vos sin duda pensáis que debieran haber hablado en latín?, ¿verdad?
CAUCHON. No, está convencido de que deberían haber hablado en inglés.
CAPELLÁN. Por supuesto, señor.
INQUISIDOR. Bien, como todos estamos de acuerdo, creo, en que las voces que oye la
Doncella salen de la boca de espíritus malignos, -tentándola para su condenación, pienso que
no sería halagador para vos, Maese de Stogumber, ni para el Rey de Inglaterra, dar por sentado
que la lengua materna del diablo sea el inglés. Así que pasemos esto por alto. De todas formas
estas cuestiones no han sido del todo suprimidas de los doce artículos. Os ruego que toméis
asiento señorías y manos a la obra.
(Se sientan todos los que todavía no lo habían hecho.)




CAPELLÁN. Quiero que conste mi protesta. Eso es todo.
COURCELLES. Me cuesta admitir que todo nuestro trabajo haya sido en balde. Este es
sólo otro ejemplo de la diabólica influencia que esta mujer ejerce sobre el tribunal. (Toma
asiento a la derecha del capellán.)
CAUCHON. ¿Insinuáis acaso que yo estoy bajo influencia diabólica?
COURCELLES. No, señor, no estoy insinuando nada. Pero me parece que aquí hay una
conspiración para echar tierra sobre el hecho de que la Doncella robó el caballo del Obispo de
Senlis.
CAUCHON. (Se contiene con dificultad.) Eso no es un tribunal policial. ¿Vamos a
perder el tiempo con estas pamplinas?
COURCELLES. (Se levanta indignado.) Señor, ¿cómo os atrevéis a llamar pamplina al
caballo del Obispo? INQUISIDOR. (Suave.) Maese de Courcelles: la Doncella alega haber
pagado religiosamente el caballo del Obispo y que si el Obispo no recibió el dinero la culpa no
fue suya. Como eso muy bien puede ser cierto, es un cargo del cual la Doncella bien puede salir
absuelta con facilidad. COURCELLES. Tal vez, si se tratara de un caballo cualquiera, pero
tratándose del caballo del obispo, ¿cómo -se puede permitir que sea absuelta? (Vuelve a
sentarse, perplejo y descorazonado.)
INQUISIDOR. Me permito sugerirle, con el debido respeto, que si persistimos en juzgar
a la Doncella por cosas insignificantes seguramente tendremos que declararla inocente, y se nos
puede escapar de la principal y gravísima acusación de herejía, cargo en el que ella parece
dispuesta a confirmar su propia culpabilidad. Os suplico, por tanto, que no mencionéis cuando
la Doncella sea traída ante nosotros asuntos tales como: robos de caballos, danzas alrededor de
árboles mágicos con los niños de su aldea, rezos ante pozos encantados y otro montón de cosas
que habéis estado investigando con admirable diligencia antes de mi llegada. No hay en toda
Francia una sola muchacha de aldea a quien no pudierais acusar de tales cosas: todas bailan
alrededor de árboles encantados y rezan ante pozos mágicos. Alguna de ellas le robaría el
caballo al mismísimo Papa, si tuviera la oportunidad. Herejía, caballeros, herejía es el cargo
que debemos juzgar. Detectar y suprimir herejías es mi oficio: estoy aquí en calidad de
Inquisidor, no como un magistrado ordinario. Ceñíos a la herejía, caballeros, y dejad a un lado
todo lo demás.




CAUCHON. Debo confesar que hemos hecho averiguaciones en su aldea y no hemos
encontrado nada serio contra ella.
CAPELLÁN. COURCELLES (Se levantan y vociferan a la vez.)
Nada serio, señor... ¡Cómo!, el árbol embrujado no
CAUCHON. (Fuera de sí.) ¡Silencio!, caballeros, hablad de uno en uno.
(COURCELLES se desploma en su asiento, intimidado.)
CAPELLÁN. (Se vuelve a sentar de mala gana.) Eso fue lo que nos dijo la Doncella el
viernes pasado.
CAUCHON. Deberíais haber seguido su consejo, señor. Cuando digo «nada serio»
quiero decir nada de lo que considerarían serio hombres de la suficiente talla intelectual como
para dirigir una investigación de este tipo. Estoy de acuerdo con mi colega el Inquisidor en que
es el cargo de herejía el que debemos juzgar.
LADVENU. (Un dominico joven de figura esbelta y ascética, que está sentado a la
derecha de COURCELLES.) ¿Tan peligrosa es la herejía de la muchacha? ¿No será simplemente
fruto de su ingenuidad? Muchos santos han llegado tan lejos como Juana.
INQUISIDOR. (Se desprende de sus modales delicados y comienza a hablar con
solemnidad.) Fray Martín: si hubierais visto todo lo que yo he visto sobre herejías, no las
tomaríais tan a la ligera, ni siquiera en sus orígenes tan aparentemente inocentes, e incluso
adorables y piadosos. La herejía surge en gentes que tienen toda la apariencia de ser mejores
que sus vecinos. Una muchacha dulce y piadosa, o un joven que ha seguido el mandamiento del
Señor de entregar todas sus riquezas a los pobres y abrazar una vida de pobreza y austeridad, de
humildad y caridad, puede ser el fundador de una herejía que destruya a la vez a la Iglesia y al
Imperio, si no es extirpada sin piedad a tiempo. Los archivos de la Santa Inquisición están
llenos de ejemplos que no nos atrevemos a sacar a la luz, porque van más allá de lo que
hombres honestos y mujeres inocentes pueden creer; ahora bien, todos ellos empezaron siendo
santa simplicidad. Lo he visto cientos de veces. Fijaos en esto que os voy a decir: la mujer que
se desprende de sus ropas y se viste con las de un hombre es como el hombre que arroja su traje
de pieles finas y se viste como Juan el Bautista: les seguirán, de la misma forma que la noche
sigue al día, bandadas de mujeres histéricas y hombres que querrán ir completamente desnudos.
Cuando las doncellas ya no quieran casarse ni tomar votos, y los hombres rechacen el
sacramento del matrimonio, pretendiendo que su lujuria es inspiración divina, entonces, tan




cierto como que el verano sucede a la primavera, lo que comenzó siendo poligamia terminará
en incesto. Las herejías parecen al principio inocentes, incluso loables, pero desembocan en un
horror de maldades tan monstruosas y antinaturales que incluso los más compasivos de
vosotros, si hubierais visto el horror que yo he visto, clamaríais contra la misericordia con la
que la Iglesia los trata. Durante doscientos años el Santo Oficio ha luchado contra esas locuras
diabólicas, y por ello sabe que las herejías surgen siempre de personas engreídas e ignorantes
que imponen su propia opinión contra la Santa Madre Iglesia y se erigen en los verdaderos
intérpretes de la voluntad de Dios. No debéis caer en el error frecuente de tomar a estos inocentones
por unos farsantes hipócritas. Ellos creen con toda sinceridad y honestidad que los
dictámenes diabólicos son inspiración divina. Por tanto, debéis permanecer en guardia contra
vuestra natural compasión. Todos sois, espero, hombres misericordiosos. ¿Cómo se explica si
no que hayáis entregado vuestras vidas al servicio de nuestro dulce Salvador? Vais a
encontraros con una muchacha piadosa y casta, porque he de confesaros, caballeros, que las
acusaciones de nuestros amigos los ingleses no están refrendadas por prueba alguna; mientras
que hay abundantes testimonios de que sus excesos han sido excesos de religión y caridad, y no
excesos mundanos o lascivos. No se trata de una de esas muchachas cuyos rasgos duros delatan
dureza de corazón y cuyo mirar descarado y conducta obscena las condenan antes de ser acusadas.
La soberbia diabólica que la ha puesto en este trance no ha dejado huella en su
semblante. Por extraño que os parezca tampoco ha dejado huellas en su carácter, si
exceptuamos esos detalles concretos en los que reside su soberbia; encontraréis una soberbia
diabólica y una natural humildad conviviéndo una junto a la otra en la misma alma. Por tanto,
esta en guardia. Que Dios no permita que mis palabras vayan a endurecer vuestros corazones;
porque si la condenamos su castigo será tan grande que perderíamos toda esperanza de
compasión divina, si hubiéramos albergado en nuestros corazones un ápice de mala fe contra
ella. Pero si aborrecéis la crueldad -y si hay aquí alguien que no la aborrezca, le ordeno en bien
de su alma que abandone este tribunal- digo, si aborrecéis la crueldad, recordad que nada hay
tan cruel, por las consecuencias que trae, como tolerar una herejía.
Recordad también que ningún tribunal de justicia puede ser tan cruel como lo
sería el pueblo llano con aquellos que fueran sospechosos de herejía. El hereje en manos del
Santo Oficio está a salvo de toda violencia, tiene asegurado un juicio justo y no sufrirá el
castigo de la muerte, aun siendo culpable, si se arrepiente de sus pecados. Innumerables vidas




de herejes se han salvado merced a que el Santo Oficio los ha librado de las manos del pueblo,
o porque el pueblo' los ha entregado sabiendo que el Santo Oficio se ocuparía de ellos. Antes
de que existiera el Santo Oficio, incluso hoy día, cuando sus miembros no andan cerca, el pobre
desgraciado sospechoso de herejía, tal vez debido a la ignorancia, es injustamente lapidado,
desgarrado miembro a miembro, ahogado, quemado en su casa junto a sus hijos inocentes, sin
juicio, sin confesión, y sin entierro o enterrado como un perro: todos estos actos son odiosos a
los ojos de Dios y crueles a los ojos de los hombres. Caballeros, yo soy compasivo, tanto por
naturaleza como por imposición de mi oficio, y aunque el trabajo que me veo obligado a
realizar puede parecer cruel a aquellos que no saben cuánto más cruel sería no cumplir con el
deber, yo mismo iría gustoso a la hoguera, si no supiera que se trata de un acto justo, necesario
y, en definitiva, esencialmente misericordioso. Os pido que actuéis en este juicio con esa
convicción. La ira es mala consejera: desechad la ira. La compasión puede ser incluso peor:
desechad la compasión. Pero no desechéis la misericordia. Tened presente sólo que lo primero
es la justicia. ¿Tenéis algo que decir, señor, antes de que se inicie el juicio?
CAUCHON. Habéis hablado por mí y os habéis expresado mejor de lo que yo hubiera
podido hacerlo. No veo cómo ningún hombre en su sano juicio podría estar en desacuerdo con
una sola de las palabras que habéis pronunciado. Pero quiero añadir algo. Las descarnadas
herejías de las que nos habéis hablado son horribles, pero su horror es semejante al de la peste
negra: hace estragos un tiempo y luego se extingue, porque los hombres cuerdos y sensatos no
se dejan seducir por la desnudez, el incesto, la poligamia y otras cosas semejantes. Pero en
estos tiempos nos enfrentamos en toda Europa a una herejía que se extiende entre hombres no
precisamente débiles de carácter ni cortos de inteligencia; por el contrario, cuanto más
inteligentes, más se obstinan en su herejía. No está desacreditada esta herejía por extremismos
desmesurados, ni corrompida por los pecados de la carne; sin embargo, también en este caso el
libre albedrío individual de un mortal descarriado pone en entredicho la reconocida sabiduría y
experiencia de la Santa Madre Iglesia. Los sólidos cimientos de la Cristiandad Católica no
temblarán jamás ante los desmanes de locos desnudos o los pecados de Moab y Anión•
; pero
Moab: Hijo de Lot. Sus seguidores fueron excluidos de la comunidad; judía y declarados enemigos de
Dios por el profeta Isaías. Amón: Deidad egipcia. Rey de los dioses.




puede ser la traicionada desde dentro y conducida a la ruina y la desolación por esta gran
herejía que el Comandante en jefe, del ejército inglés llama Protestantismo.
ASESORES. (Susurran.) ¡Protestantismo! ¿Y eso qué es? ¿Qué quiere decir el Obispo?
¿Una nueva herejía? El Comandante en jefe inglés ha dicho. ¿Has oído hablar alguna vez del
Protestantismo?, etc.
CAUCHON. (Continúa.) A propósito, ¿qué medidas preventivas ha tomado el conde de
Warwick, como brazo secular, en caso de que la Doncella se muestre obstinada y el pueblo se
compadezca de ella?
CAPELLÁN. No tengáis miedo en ese sentido, señor. El conde tiene ochocientos
hombres armados a la puerta. No se nos escapará de entre las manos a los ingleses, aunque toda
la ciudad se ponga de su parte.
CAUCHON. (Indignado.) ¿No vais a añadir, quiera Dios que se arrepienta y purgue su
pecado?
CAPELLÁN. No me parece que eso sea excesivamente importante ahora, pero estoy de
acuerdo con su señoría, por supuesto.
CAUCHON. (Lo deja por imposible y se encoge de hombros con desprecio.) Se abre
la sesión. INQUISIDOR. Que entre la acusada.
LADVENU. (Llama.) La acusada, que entre.
(JUANA, con cadenas en los tobillos, entra por la puerta de arco situada detrás del
taburete de la prisionera custodiada por un retén de soldados ingleses. Con ellos vienen el
verdugo y sus ayudantes. La conducen al asiento del prisionero y se colocan detrás,
después de haberle quitado las cadenas. Ella lleva un vestido negro de paje. El largo tiempo
que ha estado encarcelada y la tensión de los interrogatorios han dejado huella en ella,
pero su vitalidad permanece intacta. Se coloca frente al tribunal sin arredrarse ante la
ceremoniosa solemnidad de la que hacen gala, sin duda para impresionarla.)
INQUISIDOR. (Con amabilidad.) Siéntate, Juana. (Ella toma asiento en el
taburete del prisionero.) Estás muy pálida hoy, ¿no te encuentras bien?
JUANA. Agradezco vuestro interés. Estoy bastante bien. El Obispo me envió algunas
carpas y no me sentaron bien.
CAUCHON. Lo siento, les dije que procuraran que fueran frescas.




JUANA. Ya sé que pretendíais ser amable conmigo, pero ese tipo de pescado no me
sienta bien. Los ingleses pensaron que tratabais de envenenarme...
CAUCHON. (A la vez.)¡Cómo!
CAPELLÁN. No, señor.
JUANA. (Continúa.) Ellos prefieren que yo sea quemada por bruja; y me enviaron su
médico para que me curara, pero le prohibieron sangrarme, porque la gente supersticiosa piensa
que los hechizos de una bruja desaparecen si le sacan sangre, así que se limitó a insultarme. ¿Por
qué me dejáis en manos de los ingleses? Yo debería estar en manos de la Iglesia. ¿Por qué tengo
que estar encadenada a un tronco? ¿Tenéis miedo de que me escape volando?
D'ESTIVET. (Con severidad.) Mujer, no es a ti a quien corresponde hacer preguntas.
Somos nosotros los que debemos preguntarte a ti.
COURCELLES. ¿Acaso no trataste de escapar saltando de la torre, desde unos veinte
metros, cuando te quitamos las cadenas? Si no puedes volar, ¿cómo es que todavía estás viva?
JUANA. Entonces será que la torre no era tan alta. Ha ido creciendo día a día desde-que
vosotros empezasteis a hacerme preguntas sobre ella.
D'ESTIVET. ¿Por qué saltaste desde la torre?
JUANA. ¿Cómo sabéis que salté?
D'ESTIVET. Te encontraron tendida en el foso. ¿Por qué abandonaste la torre?
JUANA. ¿Por qué motivo abandonaría cualquiera una prisión, si pudiera?
D'ESTIVET. Claro que sí, y esa no fue la primera vez. Cuando se deja la puerta de una
jaula abierta el pájaro sale volando.
D'ESTIVET. (Se levanta.) Eso es una confesión de herejía. Pido al tribunal que tome nota
de esto.
JUANA. Herejía, dice. ¿Soy una hereje por tratar de escapar de la cárcel?
D'ESTIVET. Sin duda: si estás en manos de la Iglesia e in` tenlas deliberadamente salir
de sus manos estás desertando de la Iglesia; y eso es herejía.
JUANA. Eso es una solemne majadería. Nadie sería tan tonto como para creerse eso.
D'ESTIVET. Ya lo oís, señor, cómo soy injuriado por esta ' mujer, mientras cumplo con
mi deber. (Se sienta indignado.)
CAUCHON. Ya te he advertida otras veces, Juana, que no te beneficia nada contestar con
impertinencias.




JUANA. Pero es que no me decís más que insensateces. Yo seré razonable, si sus señorías
lo son.
INQUISIDOR. (Se interpone.) Esto no se ajusta al reglamento. Olvidáis, señor Promotor,
que la sesión aún no ha comenzado formalmente. El interrogatorio comenzará después de que ella
haya jurado sobre los evangelios decir toda la verdad.
JUANA. Vos siempre me decís lo mismo. Ya os he dicho una y mil veces que os diré
todo lo que pueda interesar a este tribunal, pero no puedo deciros toda la verdad: Dios no permite
que se diga toda la verdad. No lo queréis entender. Hay un viejo proverbio que dice: por la boca
muere el pez. Estoy harta ya de esta discusión: ya lo hemos discutido nueve veces. He jurado
todo lo jurable y ya no juraré más.
COURCELLES. Señor: debería ser sometida a tortura.
INQUISIDOR. ¿Oyes Juana? Eso es lo que se hace con los obstinados. Piensa antes de
contestar. ¿Le han enseñado los instrumentos?
VERDUGO. Están listos, señor. Ya los ha visto.
JUANA. Aunque me desgarréis miembro a miembro hasta separarme el alma del cuerpo,
no me sacaréis nada más, aparte de lo que ya os he dicho. ¿Qué más os puedo decir que
vosotros podáis entender? Además, yo no puedo soportar el dolor y si me hacéis daño diré lo
que sea con tal de evitar el dolor. Pero después me volvería atrás, así que, ¿de qué os
serviría?
LADVENU. Hay mucho de cierto en eso. Deberíamos proceder con misericordia.
COURCELLES. Pero es costumbre utilizar la tortura. INQUISIDOR. No debe ser
aplicada por capricho. Si la acusada confiesa voluntariamente, su uso es injustificado.
COURCELLES. Pero esto es una irregularidad, y además, no es normal. Y ella se niega a
prestar juramento.
LADVENU. (Con repugnancia.) Parece que queréis torturar a la muchacha por mero
placer.
COURCELLES. (Desconcertado.) No se trata de placer. Es la ley, la costumbre. Se
hace siempre.
INQUISIDOR. No es cierto, señor, salvo cuando los interrogatorios están en manos de
gente que desconoce su función legal.
COURCELLES. Pero esa mujer es una hereje. Os aseguro que se hace siempre.




CAUCHON. (Con resolución.) Hoy no se hará, si no es necesario. Y no se hable más.
No consentiré que se diga por ahí que hemos fallado sobre unas confesiones arrancadas por la
fuerza. Hemos enviado a nuestros mejores predicadores y doctores a exhortar e implorar a
esta mujer para que salve su alma y su cuerpo de las llamas, no vamos a enviar un verdugo
que la arroje a ellas.
COURCELLES. Su señoría es sin duda misericordioso, pero es una grave
responsabilidad apartarse de los procedimientos acostumbrados.
JUANA. Sois un idiota, señor canónigo. Hacer lo mismo que se hizo la última vez es
vuestra norma, ¿verdad? COURCELLES. (Se levanta.) Impertinente. ¿Cómo te atreves a
llamarme idiota?
INQUISIDOR. Paciencia, Maese, paciencia. Me temo que pronto podréis vengaros con
creces.
COURCELLES. (En un susurro.) Me ha llamado idiota. (Se sienta disgustado.)
INQUISIDOR. Mientras tanto no nos dejemos impresionar por la vulgaridad de la
lengua de una pastora.
JUANA. No, no soy ninguna pastora, aunque he ayudado Y con las ovejas como
todo el mundo. Podría hacer las labores de la casa -hilar o tejer- tan bien como cualquier
mujer de Ruán.
INQUISIDOR. Éste no es momento para la vanidad, Juana. Estás en un grave peligro.
JUANA. Ya lo sé. ¿Y no he sido castigada ya por mi vanidad? Si no hubiera llevado
en batalla aquella elegante capa dorada como una tonta, aquel soldado borgoñón jamás me
hubiera derribado del caballo y ahora no estaba aquí.
CAPELLÁN. Si eres tan buena en las labores del hogar, ¿por qué no te quedaste en
casa?
JUANA. Muchas mujeres pueden hacer eso, pero no hay nadie que pueda hacer este
trabajo.
CAUCHON. Vamos, vamos, estamos perdiendo el tiempo con frivolidades. Juana, voy
a hacerte una pregunta muy en serio. Ten cuidado con la respuesta, pues tu vida y tu
salvación están en juego. ¿Aceptarás la sentencia de la Iglesia de Dios en la tierra, sea buena
o mala, cuando se pronuncie sobre todo lo que has dicho y hecho? Y sobre todo, en lo




referente a las obras y palabras que te imputa el Promotor en este juicio, ¿someterás tu caso a
la inspirada y sapientísima interpretación de la Iglesia Militante?
JUANA. Yo soy una hija fiel de la Iglesia. Obedeceré a la Iglesia.
CAUCHON. (Se inclina hacia adelante esperanzado.) ¿De verdad?
JUANA. Siempre y cuando no mande algo imposible. (CAUCHON se reclina de nuevo
dando un profundo sus,,. piro.
El INQUISIDOR contrae los labios y frunce el entrecejo. LADVENU mueve la cabeza
con lastima.)
D'ESTIVET. Imputa a la Iglesia el error y la insensatez de mandar algo imposible.
JUANA. Si me ordenáis declarar que todo lo que he visto y hecho, y que todas las
revelaciones y visiones que he tenido no venían de Dios, entonces, eso es imposible. No declararé
eso por nada del mundo. Jamás me volveré atrás de lo que Dios quiso que yo hiciera, y cumpliré
lo que Él ha mandado o mande, pese a quien pese. Eso es lo que quiero decir con imposible. Y en
caso de que la Iglesia me ordene hacer cualquier cosa contraria al mandato de Dios, no cederé,
sea lo que sea.
ASESORES. (Perplejos e indignados.) Cómo, la Iglesia en contra de Dios. ¿Qué está
diciendo? Herejía manifiesta. Esto es excesivo, etc.
D'ESTIVET. (Tira su escrito.) Señor, ¿necesitáis alguna prueba más?
CAUCHON. Mujer has dicho bastante como para quemar a diez herejes. ¿Es que no vas a
hacer caso? ¿No quieres entender?
INQUISIDOR. Si la Iglesia Militante te asegura que tus revelaciones y visiones son obra
del Demonio para conducirte a la perdición eterna, ¿no crees que la Iglesia es más sabia que tú?
JUANA. Creo que Dios es más sabio que yo, y obedeceré todos sus mandatos. Todo lo
que vosotros llamáis mis delitos, os aseguro que los hice por orden divina: no puedo decir otra
cosa, y si alguna autoridad de la Iglesia dice lo contrario no me importa, sólo haré caso a Dios,
cuyos mandatos obedezco siempre.
LADVENU. (Le suplica con apremio.) No sabes lo que estás diciendo hija. ¿Es que
quieres suicidarte? Escucha. ¿No crees que estás sujeta a la autoridad de la Iglesia de Dios en la
tierra?
JUANA. Sí. ¿Lo he negado acaso?




LADVENU. Bien, ¿acaso no significa eso que estás sujeta a la autoridad del Santo Padre,
el Papa, a los Cardenales, a los Arzobispos y Obispos, aquí representados por su señoría?
JUANA. Es a Dios a quien hay que servir primero.
D'ESTIVET. Entonces, ¿esas voces te ordenan que no te sometas a la Iglesia Militante?
JUANA. Las voces no me mandan desobedecer a la iglesia, pero es a Dios a quien hay
que servir primero.
CAUCHON. ¿Y eres tú, no la Iglesia, quien debe juzgar? JUANA. Con qué juicio voy a
juzgar sino con el mío.
ASESORES. (Escandalizados.) ¡Oh! (No encuentran palabras.)
CAUCHON. Tus propias palabras te condenan. Hemos luchado por tu salvación hasta
casi caer nosotros mismos en el pecado; te hemos abierto la puerta de par en par y nos la has
cerrado en la cara y en la cara de Dios. ¿Te atreves a afirmar todavía, después de todo lo que has
dicho, que estás en gracia de Dios?
JUANA. ¡Si no lo estoy, que Dios me conduzca a ella, y si lo estoy, que Dios me
conserve en ella!
LADVENU. Esa es una buena respuesta, señor.
COURCELLES. ¿Acaso estabas en gracia de Dios cuando robaste el caballo del Obispo?
CAUCHON. (Se levanta enfurecido.) Al diablo el caballo del Obispo y vos también.
Estamos aquí para juzgar un caso de herejía y en cuanto nos acercamos al fondo de la cuestión
algún idiota que no entiende más que de caballos lo echa todo a perder. (Temblando de ira, se
sienta de nuevo.)
INQUISIDOR. Caballeros, caballeros, discutiendo estos asuntos sin importancia os
convertís en los mejores abogados de la Doncella. No me sorprende que su señoría se haya
enfadado con vos. ¿Qué tiene que decir el señor Promotor? ¿Es partidario de considerar estas
minucias?
D'ESTIVET. Mi oficio me obliga a considerarlo todo, pero si ella misma se confiesa
culpable de una herejía que la condenará forzosamente a la excomunión, ¿qué importancia puede
tener que sea culpable de ofensas que la exponen a castigos menores? Sin embargo, con el debido
respeto, debo recalcar la gravedad de dos horribles y blasfemos delitos que ella no niega.
Primero: mantiene relaciones con espíritus del mal y es por tanto una bruja. Segundo: viste ropas




de hombre, lo cual es indecente, abominable y antinatural, y a pesar de nuestras más honestas
recomendaciones y súplicas ,se niega a cambiarlas, incluso para recibir el Santo Sacramento.
JUANA. ¿Es la bienaventurada santa Catalina un espíritu del mal?, ¿y santa Margarita?,
¿o el arcángel san Miguel?
COURCELLES. ¿Y tú cómo sabes que el espíritu que se te aparece es un arcángel? ¿No
es verdad que se te aparece desnudo?
JUANA. ¿Creéis que Dios no tiene para comprarle ropas?
(Los ASESORES no pueden contener una sonrisa, sobre todo porque el chiste se ha
hecho a costa de COURCELLES.)
LADVENU. Bien dicho, Juana.
INQUISIDOR. Es en efecto una buena respuesta. Pero ningún espíritu del mal sería tan
ingenuo como para aparecerse ante una muchacha de forma escandalosa, si lo que intenta es
que ella lo tome por un mensajero del Altísimo. Juana, la Iglesia te dice que esas apariciones
tuyas son demonios que buscan la perdición de tu alma. ¿Aceptas este dictado de la Iglesia?
JUANA. Yo acepto al mensajero de Dios. ¿Cómo podría un fiel creyente de la Iglesia
rechazarlo?
CAUCHON. ¡Ah!, miserable mujer, te lo pregunto de nuevo, ¿sabes lo que estás
diciendo?
INQUISIDOR. Lucháis en vano por su alma contra el diablo, señor: no quiere salvarse.
Volviendo al tema de la vestimenta. Por última vez, ¿te quitarás esas ropas indecentes y te
pondrás algo más apropiado a tu condición de mujer?
JUANA. No, de ninguna manera.
D'ESTIVET. (Salta de repente.) Pecado de desobediencia, señor.
JUANA. (Con pena.) Pero mis voces me dicen que vista de soldado.
LADVENU. Juana, Juana, ¿no es eso prueba de que las voces son voces de espíritus del
mal? ¿Puedes darnos una I buena razón por la que un ángel de Dios daría un consejo tan
desvergonzado?
JUANA. Pues claro, es de sentido común. Yo era un soldado y vivía entre soldados.
Ahora soy un prisionero vigilado por soldados. Si vistiera como una mujer me considerarían
una mujer, y entonces, ¿qué sería de mí? Si visto de soldado me considerarán un soldado y




podré vivir con ellos como si estuviera en casa con mis hermanos. Por eso santa Catalina me
dice que no debo vestir de mujer hasta que ella me dé permiso.
COURCELLES. ¿Y cuándo será eso?
JUANA. Cuando me saquéis de entre las manos de los soldados ingleses. Ya os he
dicho que debería estar en manos de la Iglesia y no abandonada día y noche con cuatro
soldados ingleses del conde de Warwick. ¿Queréis que viva con ellos en enaguas?
LADVENU. Señor, lo que dice, bien lo sabe Dios, está mal y es escandaloso, pero tiene
sentido; al menos todo el sentido de que puede esperarse de una simple campesina.
JUANA. Si en el campo fuéramos tan ingenuos como sus señorías lo son en sus palacios
y cortes, pronto no habría trigo para haceros pan.
CAUCHON. Así es como os agradece que intentéis salvarla, Fray Martín.
LADVENU. Juana, todos estamos tratando de salvarte, su señoría quiere salvarte, el
Inquisidor no podría ser más justo ni aunque fueras su propia hija. Pero te ciega la soberbia y
una excesiva confianza en ti misma.
JUANA. ¿Por qué decís eso? No me dicho nada malo. No lo entiendo.
INQUISIDOR. El bendito san Atanasio ya dijo en su credo que aquellos que no
entienden se condenan. No basta con ser ingenuo. Ni siquiera basta con ser lo que los ingenuos
llaman bueno. La simplicidad de una mente de pocas luces no es mejor que la simplicidad de
una bestia.
JUANA. Permitid que os diga que hay mucha sabiduría en la simplicidad de una bestia,
y a veces mucha estupidez en la sabiduría de los eruditos.
ILADVENU. Ya lo sabemos, Juana, no somos tan tontos como tú nos crees. Intenta
vencer la tentación de contestarnos con impertinencias. ¿Ves aquel hombre que está detrás de
ti? (Señala al verdugo.)
JUANA. (Se vuelve y mira al hombre.) ¿Es el torturador? Pero, el obispo dijo que no
me iban a torturar. LADVENU. No serás torturada porque has confesado ya todo lo necesario
para condenarte. Ese hombre no sólo tortura, es también el verdugo. Verdugo, contesta a mis
preguntas para que la Doncella se entere. ¿Estás preparado para quemar a un hereje hoy
mismo? VERDUGO. Sí, señor.
LADVENU. ¿Está ya lista la hoguera?




VERDUGO. Lo está. En la plaza del mercado. Los ingleses la han hecho tan grande que
no podré acercarme a ella para hacerle la muerte más fácil. Será una muerte muy cruel.
JUANA. (Horrorizada.) No me iréis a quemar, ¿verdad? INQUISIDOR. Por fin te das
cuenta.
LADVENU. Hay ochocientos soldados ingleses esperando para llevarte a la plaza del
mercado en cuanto la sentencia de excomunión haya sido pronunciada por los jueces. Faltan
unos minutos para que llegue ese momento.
JUANA. (Mira a su alrededor con desesperación en busca de socorro.) ¡Dios mío!
LADVENU. No desesperes Juana. La Iglesia es misericordiosa. Aún puedes salvarte.
JUANA. (Esperanzada.) Sí, mis voces me prometieron que no sería quemada. Santa
Catalina me ordenó que fuera valiente.
CAUCHON. Mujer, ¿estás loca? ¿Todavía no te has dado cuenta de que tus voces te han
engañado?
JUANA. No puede ser, eso es imposible.
CAUCHON. ¡Imposible! Te han conducido directamente a la excomunión y a la
hoguera que está esperándote ahí fuera.
LADVENU. (Insistiendo en este punto.) ¿Han cumplido alguna de sus promesas desde
que te apresaron en Compiegne? El Demonio te ha traicionado. La Iglesia te tiende sus brazos.
JUANA. (Se desmorona.) Es verdad, es verdad, mis voces me han engañado. Los
demonios se han burlado de mí; he perdido la fe. He sido imprudente y temeraria, pero sólo un
loco se metería por su propio pie en el fuego Dios que me dio el sentido común no puede
querer que ' a. . . yo haga eso.
LADVENU. ¡Loado sea el señor, que te ha salvado en el último instante! (Se apresura
hacia el asiento vacante en la mesa de los escribientes, alcanza un papel y se pone a
escribir con apremio.)
CAUCHON. ¡Amén!
JUANA. ¿Qué tengo que hacer?
CAUCHON. Deberás firmar un acta solemne de retractación de tu herejía.
JUANA. ¿Firmar? Eso quiere decir escribir mi nombre. No sé escribir.
CAUCHON. Has firmado muchas cartas antes.
.JUANA. Sí, pero me sujetaban la mano y guiaban la pluma. Sé hacer la rúbrica.




CAPELLÁN. (Que ha estado escuchando con alarma e indignación crecientes.)
Señor, ¿vais a permitir que se nos escape?
INQUISIDOR. La ley debe seguir su curso, Maese de Stogumber, y vos conocéis la ley.
CAPELLÁN. (Se levanta rojo de ira.) Lo que sé es que un francés no tiene fidelidad.
(Murmullo que él acalla con voces.) Lo que sé es lo que dirá el Cardenal de Winchester,
cuando se entere de esto. Lo que yo se es lo que diré el conde de Warwick, cuando sepa que
queréis traicionarle. Hay ochocientos hombres a las puertas que se encargarán de que esta
abominable bruja sea quemada, aun en contra de vuestra voluntad.
ASESORES(Entretanto.) ¿Qué es esto? ¿Qué ha dicho? ¡Nos acusa de traición! Esto es
intolerable. Que los franceses no tenemos fidelidad. ¿has oído eso? ¿Quién se cree que es? ¿Es
así como son los religiosos ingleses? Debe estar loco o borracho, etc., etc.
INQUISIDOR. (Se levanta.) Silencio, por favor; caballeros, por favor, silencio. Señor
capellán, pensad un momento en vuestro sagrado oficio, lo que sois y dónde estáis. Os ordeno
que os sentéis.
CAPELLÁN. (Se cruza de brazos tercamente, el rostro convulso.) ¡No quiero sentarme!
CAUCHON. Señor Inquisidor, este hombre me ha llamado traidor en mi propia cara, y
no es la primera vez que lo hace.
CAPELLÁN. Es que sois un traidor. Todos sois unos traidores. En todo el juicio no
habéis hecho más que suplicarle de rodillas a esta maldita bruja que se retracte.
INQUISIDOR. (Toma de nuevo asiento plácidamente.) Si no queréis sentaros, quedaos
de pie. Eso es todo. CAPELLÁN. ¡No quiero quedarme de pie! (Se deja caer de nuevo en su
silla.)
LADVENU. (Se levanta con el papel en la mano.) Señor, aquí está el acta de
retractación para que la firme la Doncella.
CAUCHON. Leédsela.
JUANA. No se moleste. Firmaré.
INQUISIDOR. Mujer, debes saber lo que vas a firmar. Leédsela fray Martín. Silencio
todo el mundo.
LADVENU. (Lee en voz baja.) «Yo, Juana, más conocida por el sobrenombre de la
Doncella, miserable pecadora, confieso que he pecado gravemente. He simulado tener revelaciones
de Dios, de los ángeles y de los santos, y he rechazado con obstinación las




advertencias de la Iglesia de que se trataban de tentaciones del demonio. He blasfemado de
forma reprobable al vestir ropas indecentes, contrarias a las Sagradas Escrituras y a los
preceptos de la Santa Madre Iglesia. También me he cortado el pelo al estilo de los hombres,
rechazando los deberes propios de las mujeres que las hacen gratas al cielo. He empuñado la
espada, llegando incluso a derramar sangre humana, he incitado a los hombres a que se maten
unos a otros y he invocado a espíritus malignos para engañarlos y he atribuido de forma
blasfema y obstinada estos pecados a Dios Todopoderoso. Me confieso culpable del pecado de
sedición, del pecado de idolatría, del pecado de desobediencia, del pecado de soberbia y del
pecado de herejía. De todos estos pecados ahora reniego, abjuro y me retracto, dándoos
humildemente las gracias Doctores y Maestros que me habéis devuelto a la senda de la verdad a
la gracia de Nuestro Señor. Nunca más caeré en estos errores y permaneceré por siempre en
sagrada comunión con la Santa Madre Iglesia, y en obediencia a nuestro Santo Padre el Papa de
Roma. Todo esto juro por Dios Omnipotente y por los Santos Evangelios, en testimonio de lo
cual firmo con mi nombre este acta de retractación.»
INQUISIDOR. ¿Lo entiendes Juana?
JUANA. (Sin mostrar interés.) Está muy claro, señor.
INQUISIDOR. ¿Y es verdad?
JUANA. Lo será. Si no lo fuera la hoguera no estaría en la plaza del mercado,
esperándome.
LADVENU. (Coge la pluma y un libro y se va apresuradamente hacia ella, temiendo
que diga algo que vuelva a comprometerla.) Ven hija, déjame que te guíe la mano. Coge la
pluma. (La coge y empiezan a escribir usando el libro a modo de mesa.) J.U.A.N.A. Así. Ahora
haz la rúbrica tú.
JUANA. (Hace la rúbrica y devuelve la pluma, atormentada por la rebelión de su alma
contra su mente y su cuerpo.) Aquí tenéis. Ya está.
LADVENU. (Pone de nuevo la pluma en la mesa y pasa el acta de retractación a
CAUCHON con una reverencia.) Loado sea el Señor, hermanos, porque la oveja descarriada ha
vuelto al redil, y el pastor se alegra más por ella que por los otros noventa y nueve justos.
(Vuelve a su asiento.)
INQUISIDOR. (Toma el papel de CAUCHON.) Por esta acta te declaramos libre del
peligro en que te hallabas. (Tira el papel sobre la mesa.)




JUANA. Os doy las gracias.
INQUISIDOR. Pero como has pecado de presunción contra Dios y contra la Santa
Madre Iglesia, y para que puedas arrepentirte de tus errores en solitaria contemplación y
permanezcas protegida de nuevas tentaciones, nosotros, por el bien de tu alma y para que la
penitencia pueda limpiar tus pecados y te conduzca por fin purificada ante el trono de la gracia
divina, te condenamos a comer el pan de la amargura y a beber el agua de la aflicción en
cadena perpetua en la tierra.
JUANA. (Se levanta llena de consternación y rabia.) ¡Cadena perpetua! ¿Entonces no
me vais a dejar en libertad?
LADVENU. (Ligeramente sorprendido.) ¿Dejarte en libertad, hija, después de todas
esas maldades? ¿Estás soñando?
JUANA. Dame ese escrito. (Corre hacia la mesa, arrebata el papel y lo rompe en
pedazos.) Encended vuestra hoguera, eso es mucho mejor que pasar toda mi vida encerrada en
un agujero como una rata. Mis voces tenían razón.
LADVENU. Juana! Juana!
JUANA. Sí, ya me habían dicho que estabais locos (la palabra es recibida como una
gran ofensa) y que no debía hacer caso de vuestras bonitas palabras, ni fiarme de vuestra
caridad. Me prometisteis la vida, pero mentisteis (exclamaciones de indignación). Creéis que la
vida consiste en no estar completamente muerto. No me asusta tener que comer pan y beber
agua: el pan me basta para vivir, ¿cuándo he pedido algo más? No es una desgracia beber agua,
si el agua es clara. El pan no es para mí amargura ni el agua aflicción. Pero encerrarme, privada
de la luz del cielo y de la vista de los campos y las flores; encadenar mis pies para que nunca
más pueda cabalgar junto a los soldados o subir a las colinas; hacerme respirar en esa oscuridad
húmeda y asquerosa y alejarme de todo aquello que podría acercarme al amor de Dios, mientras
vuestra maldad y locura me empujan a odiarle, todo esto es peor que aquel horno de la Biblia
que fue encendido siete veces. Podría pasar sin mi caballo de guerra, podría arrastrarme por ahí
en una falda, soportaría que los estandartes, las trompetas, los caballeros y los soldados pasaran
de largo dejándome atrás como a otra mujer cualquiera, con tal de oír el viento meciéndose en
las ramas de los árboles, las alondras a la luz del sol, los balidos de los corderos en el saludable
frío de la mañana y las benditas campanas de la iglesia que me envían con suave aleteo las
voces de los ángeles flotando en el viento. Sin estas cosas no podría vivir, y al querer apartarme




a mí o a cualquier otro ser humano de estas cosas me demostráis que vuestro consejo procede
del diablo y que el mío proviene de Dios.
ASESORES. (Muy conmocionados.) ¡Blasfemia! ¡Blasfemia! Está poseída. Ha dicho
que nuestro consejo procede del diablo y que el suyo proviene de Dios. ¡Monstruoso! El `'
demonio está entre nosotros, etc., etc.
D'ESTIVET. (Grita a voces por encima del estrépito.) Es una hereje reincidente,
obstinada e incorregible y, en consecuencia, no es digna de la misericordia que hemos mostrado
hacia ella. Pido para ella la excomunión.
CAPELLÁN. (Al verdugo.) Enciende tu fuego, amigo. A la hoguera con ella.
(El VERDUGO y sus ayudantes salen apresuradamente °; por el patio.)
LADVENU. Ah muchacha, eres perversa. Si tu consejo viniera de Dios, ¿no te libertaría
Él mismo?
JUANA. Los caminos del Señor no son vuestros caminos. Él desea que vaya a su seno
pasando por el fuego; porque yo soy su hija y no sois dignos de que yo viva entre vosotros. No
tengo más que decir.
(Los soldados la prenden.)
CAUCHON. (Se levanta.) Todavía no.
(Espera. Silencio absoluto. CAUCHON se vuelve hacia el INQUISIDOR con una mirada
interrogativa.
El INQUISIDOR asiente con la cabeza. Se levantan con solemnidad y entonan la
sentencia como si fuera una antífona.)
CAUCHON. Decretamos que eres una hereje reincidente.
INQUISIDOR. Apartada del seno de la Iglesia.
CAUCHON. Desgajada de su cuerpo.
INQUISIDOR. Infectada con la lepra de la herejía.
CAUCHON. Discípula de Satanás.
INQUISIDOR. Declaramos que debes ser excomulgada.
CAUCHON. Y ahora te arrojamos, te separamos y te abandonamos en manos del brazo
secular.
INQUISIDOR. Aconsejando a dicho brazo secular que se modere en lo referente a tu
muerte y a la división de tus miembros. (Se vuelve a sentar.)




CAUCHON. Y que nuestro hermano fray Martín te administre el sacramento de la
penitencia, si hubiese una señal inequívoca de arrepentimiento en ti.
CAPELLÁN. Al fuego con la bruja. (Corre hacia ella y ayuda a los soldados a
sacarla fuera a empujones.)
(Se llevan a JUANA por el patio. Los asesores se levantan en desorden y siguen a
los soldados, todos menos LADVENU que oculta la cara entre las manos.)
CAUCHON. (Levantándose de nuevo al ir a sentarse.) No, no y no. Esto es una
irregularidad. El representante del brazo secular debería estar aquí para recibirla de nuestras
propias manos.
INQUISIDOR. (También en pie de nuevo.) Ese hombre es un idiota incorregible.
CAUCHON. Fray Martín, encárguese de que todo se haga de acuerdo con la ley.
LADVENU. Mi sitio está al lado de ella, señor. Ejerced vos vuestra propia autoridad.
(Sale apresuradamente.)
CAUCHON. Estos ingleses son imposibles. La quieren arrojar directamente al fuego.
¡Mirad!
(Señala al patio, en el que se ve ahora el resplandor y los parpadeos de las llamas
que enrojecen la luz de este día de mayo. Sólo el OBISPO y el INQUISIDOR permanecen en
la rala.)
CAUCHON. (Se vuelve para irse.) Tenemos que impedirlo. INQUISIDOR. (Con
calma.) Sí, pero sin precipitarnos, Monseñor.
CAUCHON. (Se para.) Pero no podemos perder ni un instante.
INQUISIDOR. Hemos procedido de forma estrictamente legal. Si los ingleses deciden
tomar el camino equivocado no es asunto nuestro corregirlos. Un pequeño defecto de forma
en los trámites puede ser muy útil en el futuro, nunca se sabe. Y, además, cuanto antes
termine todo, mejor para la pobre muchacha.
CAUCHON. (Se relaja.) Eso sí es verdad. Pero supongo que deberemos presenciar la
consumación de este horrible acto.
INQUISIDOR. Uno llega acostumbrarse a esto. Todo es cuestión de hábito. Yo estoy
acostumbrado al fuego: es muy rápido. Pero es horrible ver cómo una joven e inocente
criatura es aplastada por dos potencias tan poderosas: La Iglesia y la Ley.
CAUCHON. ¡La llamáis inocente!




INQUISIDOR. Bueno, hasta cierto punto es inocente. ¿Qué sabe ella de la Iglesia y de
la Ley? No ha entendido ni una sola palabra de lo que decíamos. Los ignorantes son los que
sufren. Vamos, o llegaremos tarde.
CAUCHON. (Le acompaña.) No me importaría llegar tarde, yo no estoy tan
acostumbrado como vos.
(Están saliendo cuando entra WARWICK, que se encuentra con ellos.)
WARWICK. Perdón. ¿Interrumpo? Pensé que todo había terminado ya. (Hace amago
de irse.)
CAUCHON. No os vayáis, señor. Todo ha terminado. INQUISIDOR. La ejecución no
es cosa nuestra, señor, pero es conveniente que presenciemos el final. Así, que, con vuestro
permiso... (Hace una rerencia y sale por el patio.)
CAUCHON. Existen ciertas dudas sobre la estricta observancia de las normas legales
por parte de vuestra gente, señor.
WARWICK. Según he oído también existen ciertas dudas sobre vuestra autoridad en
esta ciudad, Monseñor. Esta no es vuestra diócesis. De todas formas si vos respondéis de eso,
yo responderé de todo lo demás.
CAUCHON. Es ante Dios ante quien ambos deberemos responder. Buenos días, señor.
WARWICK. Buenos días a vos, Monseñor.
(Se miran el uno al otro unos instantes sin ocultar su hostilidad, después
CAUCHON sigue al INQUISIDOR en su salida. WARWICK mira alrededor. Al
encontrarse solo llama a su ayudante.)
WARWICK. ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? (Silencio.) ¡Vamos, vamos! (Silencio.) ¡Hola!
Brian, granuja, ¿dónde estás? (Silencio.) ¡Guardia! (Silencio.) Se han ido todos a ver la
hoguera, incluso ese muchacho.
(El silencio es roto por alaridos y sollozos frenéticos.)
WARWICK. ¿Qué diablos sucede?
(El CAPELLÁN entra desde el patio, tambaleándose, como un loco, la cara cubierta
de lágrimas, haciendo los ruidos lastimeros que WARWICK acaba de oír. Tropieza con el
taburete del acusado y se arroja en él con angustiosos sollozos.)
WARWICK. (Va hacia él y le da unas palmadas en el hombro.) ¿Qué os pasa Maese
John? ¿Qué es lo que ocurre?




CAPELLÁN. (Aferrándose a su mano.) Señor, señor, en nombre de Cristo rezad por
mi alma culpable y desgraciada.
WARWICK. (Le tranquiliza.) Sí, claro, desde luego que lo haré; calmaos, tranquilo.
CAPELLÁN. (Lloriquea tristemente.) No soy una mala persona, señor.
WARWICK. No, no. Claro que no.
CAPELLÁN. No quise hacer ningún daño. No sabía que era así.
WARWICK. (Se pone severo.) Ah, entonces lo habéis visto, ¿no?
CAPELLÁN. No sabía lo que hacía. Soy un loco fanático y me condenaré para toda la
eternidad
WARWICK. ¡Tonterías! Es muy penoso, sin duda, pero no fue culpa vuestra.
CAPELLÁN. (Se lamenta.) Yo lo permitía Si lo hubiera sabido la habría arrancado de
sus manos. Vos no podéis imaginarlo, no lo habéis visto. Es tan fácil hablar cuando no se sabe.
Se vuelve uno loco con palabras, uno mismo se condena porque resulta agradable echar leña al
fuego de su propia cólera, pero cuando al fin uno ve claro y se da cuenta de lo que ha hecho,
entonces se le nubla a uno la vista, el aire le sofoca, el corazón se le rompe, y entonces,
entonces es cuando se... (Se deja caer de rodillas.) ¡Dios mío, aparta de mí esta visión!
¡Cristo, líbrame de este fuego que me consume! Ella te llamó en medio del sufrimiento:
¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! Ella está ahora en tu seno y yo en el infierno para siempre.
WARWICK. Tira de él para ponerlo en pie.) Vamos, vamos, hombre, serenaos. Si
no, toda la ciudad hablará de esto. (Lo echa en una silla de la mesa con brusquedad.)
Si no tenéis valor para presenciar estas cosas, ¿por qué no hacéis como yo y os
mantenéis alejado?
CAPELLÁN. (Desconcertado y sumiso.) Pidió una cruz. Un soldado le dio dos palos
atados. ¡Gracias a Dios que era ingles! Yo pude habérsela dado, pero no lo hice, soy un
cobarde, un perro rabioso, un loco. Menos mal que él también era inglés.
WARWICK. ¡El muy idiota! Si le llegan a echar mano los curas lo habrían quemado a
él también.
CAPELLÁN. (Sacudido por una convulsión.) Algunos se burlaban de ella; se hubieran
reído del mismísimo Jesucristo; eran franceses, señor; estoy seguro de que eran franceses.
WARWICK. Callad. Alguien viene. Controlaos.




(LADVENU vuelve por el patio y se coloca a la derecha de WARWICK; lleva una
cruz de obispo que ha cogido en una iglesia. Mantiene una actitud grave y tranquila.)
WWARWICK. Según parece todo ha terminado ya, fray Martín.
LADVENU. (Enigmático.) No lo sabemos, señor. Puede que sólo acabe de empezar.
WARWICK. ¿Qué queréis decir?
LADVENU. Cogí esta cruz en la iglesia para que ella pudiera verla hasta el final: sólo
tenía un par de palos que estrechaba contra su pecho. Cuando el fuego llegó hasta donde
estábamos nosotros y ella se dio cuenta de que si yo permanecía allí mostrándole la cruz me
quemaría, me pidió que me alejara para ponerme a salvo. Señor, una muchacha que piensa en
el peligro del prójimo en tales momentos no puede estar inspirada por el diablo. Cuando tuve
que apartarla cruz de su vista ella alzó la mirada al cielo. No creo que los cielos estuvieran
vacíos. Creo firmemente que entonces se le apareció nuestro Salvador en toda su gloria y
esplendor. Pronunció su nombre y expiró. Éste no ha sido el fin para ella, sino el principio.
WARWICK. Me temo que esto produciría un cierto mal efecto en la gente.
LADVENU. Lo produjo, en algunos, señor. Oí risas. Y perdonadme que os lo diga,
pero creo y espero que fueran risas inglesas.
CAPELLÁN. (Se levanta con frenesí.) No. No lo eran. Sólo había allí un inglés que
deshonró a su patria; y ese fue el perro rabioso de Stogumber. (Sale corriendo como un
salvaje, gritando.) Que lo torturen, que lo quemen. Yo iré a rezar ante sus cenizas. Soy peor
que judas: me ahorcaré.
WARWICK. Rápido, Fray Martín, seguidle, va a hacer una locura. id tras él, deprisa.
(LADVENU yate apresuradamente mientras WARWICK lo apremia. El VERDUGO
entra por la puerta que está detrás de las sillas de los jueces y WARWICK, al volver, se
encuentra cara a cara con él.)
WARWICK. Bien muchacho, ¿y tú, quién eres?
VERDUGO. (Con dignidad.) No soy ningún muchacho, señor. Soy el Verdugo Mayor
de Ruán; se traca de una profesión altamente cualificada. He venido para decirle a su señoría
que vuestras órdenes han sido cumplidas.
WARWICK. Os suplico que me perdonéis, señor Verdugo Mayor; me encargaré de
que no salgáis perdiendo al no tener reliquias que vender. Tengo vuestra palabra de que no ha
quedado nada, ni un hueso, ni una uña, ni un pelo, ¿verdad?




VERDUGO. Su corazón no ardía, señor, pero todo lo que quedó ha sido arrojado al
fondo del río. Esto es lo Ultimo que oiréis de ella.
WARWICK. (Con una sonrisa irónica, pensando en lo que le había dicho LADVENU.)
¿Lo último? ¡Mmmm!, ya veremos.
EPILOCO
Una noche de junio de ; una de esas desapacibles noches de viento racheado, con
innumerables descargas eléctricas, después de muchos días de calor. El rey CARLOS VII de
Francia, antes delfín de Juana, ahora Carlos el Victorioso, de cincuenta y un años de edad, está
en la cama de uno de sus castillos reales. La cama, sobre un estrado de dos peldaños, está a un
lado de la habitación para no tapar una alta ventana ojival que hay en el medio. El dosel tiene
bordado el escudo real. Salvo el dosel y los enormes almohadones, no hay nada que marque id
separación entre la cama y un ancho canapé con ropas de cama y una cenefa. De esta forma, el
ocupante está totalmente a la vista.
CARLOS no duerme, está leyendo en la cama, más bien mirando las estampas del
Boccaccio, de Fouquet, con las rodillas dobladas a modo de mesa de lectura. A lado de la cama,
a su izquierda hay una pequeña mesa con un cuadro de la Virgen, alumbrada por velas de cera
decoradas. Las paredes están cubiertas de arriba a abajo por cortinas pintadas que la corriente
mueve de cuando en cuando. A primera vista, los tonos predominantes, rojos y amarillos, de esos
cuadros colgantes asemejan llamas de fuego cuando sus dobleces ondean al viento.
La puerta está a la izquierda de CARLOS, pero enfrente de él, cerca de la esquina más
alejada. En la cama, al alcance de su mano, hay una enorme carraca, elegantemente diseñada y
vistosamente pintada.
CARLOS pasa una hoja. Un reloj lejano da la media hora con suavidad. CARLOS
cierra el libro con un golpe seco; lo tira a un lado, agarra la carraca y la agita enérgicamente
produciendo un traqueteo ensordecedor. Entra LADVENU, veinticinco años más viejo, de porte
austero y extraño, y llevando todavía la cruz de Ruán. CARLOS evidentemente no lo esperaba a
él porque salta de la cama por el lado opuesto a la puerta.
CARLOS. ¿Quién eres? ¿Dónde está mi ayuda de cámara? ¿Qué quieres?
LADVENU. (Con solemnidad.) Os traigo noticias reconfortantes. Alegraos Majestad;
vuestra sangre y vuestra corona han quedado libres de toda mancha.




CARLOS. ¿De qué me estás hablando? ¿Quién eres tú?
LADVENU. Soy fray Martín.
CARLOS. Y, con todos los respetos, ¿quién demonios es fray Martín?
LADVENU. Yo sostenía esta cruz cuando la Doncella pereció entre las llamas.
Veinticinco años han pasado desde entonces, casi diez mil días. Y cada uno de esos días he
rogado a Dios que hiciera justicia con su hija aquí en la tierra como ya lo ha hecho en el cielo.
CARLOS. (Tranquilizado, se sienta al pie de la cama.) Ah, ya. Ahora recuerdo. He oído
hablar de ti. Estás obsesionado con la Doncella. ¿Has estado presente en el juicio? LADVENU.
Sí, presté testimonio.
CARLOS. ¿Ha terminado?
LADVENU. Ha terminado.
CARLOS. ¿De forma satisfactoria?
LADVENU. Los caminos del Señor son inescrutables.
CARLOS. ¿Cómo así?
LADVENU. En el juicio que llevó a la santa a la hoguera por bruja y hechicera se dijo
la verdad, se cumplió la ley, se tuvo más misericordia de la acostumbrada. No se cometió
ningún agravio salvo el último y horrible de la sentencia y la condena despiadada a la hoguera.
En este juicio de ahora ha habido perjurios vergonzosos, corruptelas en el tribunal, calumnias a
los muertos que cumplieron con su deber como buenamente entendieron, evasiones cobardes de
las preguntas, testimonios sin fundamento que no creería ni un niño. Sin embargo, a pesar de
estas ofensas a la justicia, de estas difamaciones a la Iglesia, de esta orgía de mentiras y
locura, la verdad ha salido a la luz en todo su esplendor. El vestido inmaculado de la
inocencia ha sido lavado de la inmundicia de los leños de la hoguera. La vida santa ha sido
santificada, el corazón leal que sobrevivió a las llamas ha sido consagrado; una gran mentira
ha sido silenciada para siempre, y un gran agravio se ha reparado ante los ojos de los
hombres.
CARLOS. Querido amigo, puesto que nadie puede volver a decir que fui coronado por
una bruja y hereje, no pondré objeción alguna sobre cómo se ha resuelto el asunto. Tampoco
Juana las hubiera puesto con tal de que al final todo saliese bien. No era de ese tipo de
personas; yo la conocía bien. Entonces, ¿ha sido completamente rehabilitada? Ya dejé claro
que no había que andarse con tonterías en este asunto.




LADVENU. Se ha declarado solemnemente que sus jueces estaban llenos de
corrupción, de engaño, de fraude y de mala fe. Las cuatro, mentira.
CARLOS. Lo de menos es que sean mentira: sus jueces están muertos.
LADVENU. La sentencia ha sido retirada, rota, anulada, considerada inexistente y
privada de toda validez y efecto.
CARLOS. Muy bien; así que ahora nadie puede poner en duda mi consagración, ¿no
es cierto?
LADVENU. Vuestra coronación es ahora tan sagrada como la de Carlomagno o la del
mismo rey David.
CARLOS. (Se levanta.) Excelente. Piensa en lo que eso significa para mí.
LADVENU. ¡Pienso en lo que eso significa para ella!
CARLOS. Imposible; ninguno de nosotros supo jamás lo que las cosas significaban
para ella. Era distinta a todos, y ahora tiene que ocuparse de sí misma, donde quiera que esté,
porque desde luego yo no podré ocuparme de ella, y tú tampoco, lo creas o no: no eres tan
importante. Pero voy a decirte algo sobre ella. Si pudieras devolverle la vida, la volverían a
quemar otra vez al cabo de unos meses, a pesar de la veneración que ahora sienten por ella. Y
tú estarías otra vez ante ella mostrándole la cruz, igual que antes. Así pues, (se santigua)
dejémosla descansar y tú y yo ocupémonos de nuestros propios asuntos sin meternos en los
suyos.
LADVENU. ¡Quiera Dios que ella siempre permanezca en mí y yo en ella! (Se vuelve
y sale con paso largo, igual que entró, diciendo.) De aquí en adelante la senda de mi vida
evitará los palacios y las conversaciones con los reyes.
CARLOS. (Le sigue hacia la puerta y le grita.) ¡Buen provecho te haga, santo varón!
(Vuelve al centro de la habitación donde se para y se dice en tono burlón.) ¡Vaya tipo más
gracioso! ¿Cómo entraría? ¿Dónde estarán mis servidores? (Se dirige a la cama, impaciente y
agita la carraca. Un golpe de aire entra por la puerta abierta y mueve las cortinas con fuerza.
Las velas se apagan. En la oscuridad llama.) ¡Eh! ¡Hola! Que venga alguien a cerrar las
ventanas: el viento está revolviéndolo todo. (La luz de un relámpago ilumina la ventana ojival
y se recorta en ella una silueta.) ¿Quién anda ahí? ¿Quién eres? ¡Socorro, que me matan! (Un
trueno. Se mete de un salto en la cama, escondiéndose bajo la ropa.)




VOZ DE JUANA. Tranquilo, Charlie, tranquilo. ¿Por qué armas ese escándalo? Nadie
te puede oír. Estás dormido. (Apenas la podemos ver al lado de la cama, en la pálida luz
verdosa.)
CARLOS. (Se asoma por debajo de la ropa.) Juana, ¿eres un espíritu, Juana?
JUANA. Ni siquiera eso, muchacho. ¿Cómo va a tener espíritu una pobre muchacha
quemada en la hoguera? No soy más que el sueño que estás soñando. (Aumenta la luz; cuando
él se incorpora para sentarse ya se les puede ver a los dos claramente.) Pareces más viejo,
muchacho. CARLOS. Soy más viejo. ¿De verdad estoy dormido?
JUANA. Estás dormido sobre tu estúpido libro.
CARLOS. ¡Qué gracia!
JUANA. No tiene tanta gracia como el que yo esté muerta, ¿verdad?
CARLOS. ¿De verdad estás muerta?
JUANA. Todo lo muerta que se puede estar, muchacho. Estoy fuera del cuerpo.
CARLOS. ¡Quién lo iba a decir! ¿Te dolió mucho?
JUANA. ¿El qué?
CARLOS. Cuando te quemaron.
JUANA. ¡Ah, eso! No me acuerdo muy bien. Creo que al principio sí, pero después todo
empezó a dar vueltas y no recobré el conocimiento hasta que me libré de mi cuerpo. Pero tú no
vayas a ir por ahí jugando con fuego creyendo que no te va a hacer daño. ¿Cómo te ha ido desde
entonces?
CARLOS. Bah, no me puedo quejar. ¿Sabes?, incluso dirijo personalmente el ejército y
gano batallas. Bajo a las trincheras, cubierto de barro y sangre, subo escalas bajo una lluvia de
piedras y pez caliente. Igualito que tú.
JUANA. ¡No me digas! O sea que hice de ti un hombre después de todo, ¿eh, Charlie?
CARLOS. Ahora soy Carlos el Victorioso. Tuve que ser valiente si quería seguir tu
ejemplo. Además, Inés me ha infundido valor también.
JUANA. Inés, ¿quién es Inés?
JUANA. Inés Sorel, la mujer de la que me enamoré. Sueño con ella a menudo. Nunca
había soñado contigo antes. JUANA. ¿Está muerta también, como yo?

Inés Sorel (-). Conocida también como 'dame de Beauté, por la propiedad que Carlos VII le había dado
en Beaute-sur-Marne. Tuvo gran influencia sobre el rey y se dice que murió envenenada.




CARLOS. Sí, pero no era como tú. Era muy hermosa.
JUANA. (Se ríe de buena gana.)¡ Ja, ja...!, yo no era precisamente una belleza. Siempre
fui tosca: un soldado raso. Podría haber sido un hombre. Lástima no haberlo sido. No os habría
dado tantos quebraderos de cabeza. Pero yo era una idealista que siempre miraba al cielo y para
mí la gloria de Dios estaba por encima de todo; y, de todas formas, hombre o mujer os habría
dado quebraderos de cabeza igual, mientras hubierais estado metidos en el fango. Bueno, ahora
cuéntame lo que ha pasado desde que tus sabios no tuvieron nada mejor que hacer que reducirme
a un puñado de cenizas.
CARLOS. Tu madre y tus hermanos apelaron al tribunal con el fin de obtener la
revisión de tu causa. Y los tribunales han declarado que los jueces estaban llenos de corrupción,
engaño, fraude y mala fe.
JUANA. Ellos, no. Pero si fue la panda de pobres diablos más honesta que jamás han
llevado a alguien a la hoguera.
CARLOS. La sentencia ha sido retirada, rota, anulada, declarada nula, inexistente, sin
efecto ni validez.
JUANA. De todas formas me quemaron. ¿Acaso me pueden desquemar?
CARLOS. Si pudieran, se lo pensarían dos veces antes de hacerlo; pero han decretado
que se coloque una hermosa cruz en el lugar en el que estuvo la hoguera, para perpetuar tu
recuerdo y para tu salvación.
JUANA. Son mi recuerdo y mi salvación los que santifican la cruz, no la cruz la que
santifica mi recuerdo y mi salvación. (Se aleja, olvidándose de él.) Sobreviviré a esa cruz,
porque cuando los hombres ya hayan olvidado dónde estuvo Ruan yo aún seré recordada.
CARLOS. La misma de siempre: tú y tu arrogancia. Creo que yo bien me merezco una
palabra de agradecimiento por haber conseguido que se haya hecho justicia al fin.
CAUCHON. (Aparece en la ventana, entre ellos dos.) ¡Mentiroso!
CARLOS. ¡Muchas gracias!
JUANA. ¡Pero bueno, si es Pedro Cauchon! ¿Cómo estás Pedro? ¿Qué suerte has
corrido desde que me quemasteis?
CAUCHON. Ninguna. Reniego de la justicia de los hombres. No es la justicia de Dios.
JUANA. ¿Todavía sigues soñando con la justicia, Pedro? ¡Mira lo que ha hecho la
justicia conmigo! Pero, cuentame: ¿qué ha sido de ti?, ¿estás vivo o muerto?




CAUCHON. Muerto, deshonrado. Me persiguieron más allá de la tumba. Excomulgaron
mi cuerpo muerto, lo desenterraron y lo arrojaron a una cloaca.
DUNOIS. ¿Qué infame trovador te enseñó esos versos tan malos?
SOLDADO. Ningún trovador. Los inventamos nosotros mismos en las marchas.
Nosotros no éramos de clase noble ni trovadores. Se podría decir que es música que sale del
alma del pueblo. Ran, tan, rataplán. Cerdo va y rataplán. Oh, san rataplán. Coge el rabo y
rataplán. Oh, mi Mary Ann. No quieren decir nada, pero te animan en las marchas. Vuestro
seguro servidor, damas y caballeros, ¿no pedíais un santo?
JUANA. ¿Tú eres santo?
SOLDADO. Sí, señora, venido directamente de los infiernos. DUNOIS. ¡Un santo, y del
infierno!
SOLDADO. Así es, noble capitán. Tengo el día libre. Lo tengo todos los años. Ese es
mi premio por mi única buena acción.
CAUCHON. ¡Desgraciado! ¿En todos los días de tu vida sólo hiciste una buena acción?
SOLDADO. La verdad es que ni me enteré; me salió sin pensarlo. Pero me apuntaron el
tanto.
CARLOS. ¿Y qué fue lo que hiciste?
SOLDADO. Bueno, en realidad, la cosa más tonta del mundo. Yo...
JUANA. (Le interrumpe mientras se dirige hacia la cama, donde se sienta, al lado de
CARLOS.) Ató un par de palos y se los dio a una muchacha que estaban a punto de quemar.
SOLDADO. Eso es, ¿y a ti quién te lo dijo?
JUANA. Eso es lo de menos. ¿La reconocerías si la volvieras a ver?
SOLDADO. No. ¡Hay tantas chicas!, y todas esperan que las recuerdes como si fueran
las únicas en el mundo. Aquella debía ser de primera, porque me dan un día libre al año por
ella; por ella así que, hasta las doce en punto, soy un santo, a su servicio, nobles caballeros y
adorables damas.
CARLOS. ¿Y después de las doce?
SOLDADO. Después de las doce, vuelta al único sitio que hay para los de mi calaña.
JUANA. (Se levanta.) ¡Otra vez allí! ¡Tú! ¡El que dio la cruz a la muchacha!




SOLDADO. (Se disculpa por su conducta poco militar.) Bueno, es que ella me la pidió,
y como la iban a quemar. Tenía tanto derecho ella a una cruz como ellos, y ellos tenían un
montón. Era su funeral, no el de ellos. ¿Qué mal hacía con dársela?
JUANA. No te lo reprocho, hombre. Pero no puedo soportar que estés sufriendo en el
infierno.
SOLDADO. (Con desenfado.) No es tan malo. Estaba acostumbrado a pasarlo peor.
CARLOS. ¿Cómo?, ¿peor que en el infierno?
SOLDADO. Quince años de servicio en las guerras francesas. Comparado con aquello,
el infierno es una delicia. (JUANA alza los brazos y se refugia bajo un cuadro de la
Virgen, huyendo de la desesperación de la humanidad.)
SOLDADO. (Continuando.) La verdad es que no me va mal. El día libre al principio se
me hacía monótono, como un domingo lluvioso. Ahora no me importa tanto. Me dicen que
puedo tomarme todos los que quiera.
CARLOS. ¿Cómo es el infierno?
SOLDADO. No lo encontraréis tan malo, señor. Es divertido. Es como estar siempre
borracho, pero sin los problemas y gastos que acarrea el beber. Además; compañía de la más
selecta: emperadores, papas y reyes, y todo tipo de gente. Se burlan de mí por haber dado la
cruz a aquella belleza; pero no me importa, les paro los pies diciendo que si ella no hubiera
tenido más derecho a la cruz que ellos, estaría donde ellos están ahora. Eso los deja mudos, sí.
Todo lo que hacen es rechinar los dientes, al estilo del infierno; y yo me río, y empiezo a cantar
el viejo sonsonete: Ran, ran, rata... ¡Hola! ¿Quién llama?
(Escuchan, se oyen golpes suaves y persistentes.)
CARLOS. Adelante.
(Se abre la puerta y entra un anciano .sacerdote, de pelo blanco, encorvado, con una
sonrisa tonta, pero benévola, y trota hacia JUANA.)
EL RECIÉN LLEGADO. Perdonadme, gentiles señoras y señores. No quisiera molestar.
Tan sólo soy un pobre, viejo e inofensivo párroco inglés. En otros tiempos capellán del
Cardenal, mi señor de Winchester. John de Stogumber a vuestro servicio. (Les mira,
interrogante.) ¿Decíais algo? Estoy un poco sordo, por desgracia. También un poco... -bueno,
quizás no siempre en mi sano juicio; pero, bueno, sólo es una pequeña aldea de gente sencilla...




Y yo me basto, allí me quieren; y puedo hacer algún bien. Estoy bien relacionado y ellos son
indulgentes.
JUANA. ¡Pobre viejo John! ¿Cómo habéis llegado a esta situación?
STOGUMBER. Les digo a mis fieles que tienen que tener mucho cuidado. Les digo: «si
pudierais ver lo que pensáis, pensaríais de otro modo. Os llevaríais una gran sorpresa; una gran
sorpresa». Y ellos contestan: «Sí, padre, sabemos que sois un hombre bueno, incapaz de matar
una mosca.» Eso me consuela. Porque yo no soy cruel por naturaleza. ¿Sabéis?
SOLDADO. ¿Quién dijo que lo fuerais?
STOGUMBER. Bueno, la verdad es que una vez hice algo muy cruel, porque no sabía lo
que era la crueldad. No la había visto nunca, ¿sabéis? Esa es la clave: tienes que verlo, y
entonces serás redimido y salvado.
CAUCHON. ¿No te bastaron los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo?
STOGUMBER. No, no en absoluto. Los había visto en los cuadros, había leído sobre
ellos en los libros, y me habían conmovido mucho. Pero no sirvió de nada: no fue Nuestro
Señor quien me redimió, sino una joven a la que vi quemar con mis propios ojos. Fue
horroroso, lo más horroroso. Pero me salvó. Desde entonces soy un hombre distinto, aunque a
veces un poco fuera de mis cabales.
CAUCHON. Entonces, ¿tiene que morir un nuevo Cristo cada cierto tiempo para salvar
a todos aquellos que no tienen imaginación?
JUANA. Si he logrado salvar a todos aquellos con los que él hubiera sido cruel, si no lo
hubiera sido antes conmigo, no fui quemada inútilmente, ¿no?
STOGUMBER. ¡Oh! No. No eras tú. Mi vista ya no es buena, no puedo distinguir tus
rasgos: pero no eres ella. ¡Claro que no! De ella sólo quedaron las cenizas. Ella murió, ella
murió y desapareció y desapareció.
VERDUGO. (Se adelanta desde detrás de las cortinas de la cama, a la derecha de
CARLOS. La cama los separa.) Está más viva que tú, anciano. Su corazón no quería arder y no
se hundía. Yo era un maestro en mi oficio: mejor que el maestro de Toulouse; pero no pude
matar a la Doncella. Ella sigue viva y muy viva.
WARWICK. (Sale por entre las cortinas de la cama y se coloca a la derecha de
JUANA.) Señora, mi enhorabuena por tu rehabilitación. Creo que te debo una disculpa.
JUANA. No tiene la menor importancia.




WARWICK. (Amable.) La quema fue un asunto puramente político, no había ningún
sentimiento personal contra ti, te lo aseguro.
JUANA. No te guardo rencor.
WARWICK. Muy amable por tu parte al recibirme así: un toque de verdadera distinción.
Pero debo insistir en disculparme. La verdad es que estas necesidades políticas a veces resultan
errores políticos; y éste fue un error garrafal; porque tu espíritu nos conquistó, a pesar de nuestros
leños. La historia me recordará gracias a ti, aunque quizás los incidentes que nos han
puesto en relación fueran tal vez un poquito desafortunados.
JUANA. Quizás un poquito, simpático caballero. WARWICK. Aun así, cuando te hagan
santa, me deberás a mí tu aureola, como este afortunado rey te debe a ti su corona.
JUANA. (Le da la espalda.) Yo no deberé nada a ningún hombre: debo todo al espíritu
de Dios, que estaba en mí. Pero, ¡yo una santa! ¿Qué dirían santa Margarita y santa Catalina si
les colocaran a una campesina a su lado? (Un CABALLERO con aspecto de clérigo, con levita
negra y pantalones, y con sombrero alto, al estilo de , aparece de repente ante ellos en la
esquina, a su derecha. Todos se le quedan mirando. Luego estallan en risotadas
incontrolables.)
CABALLERO. ¿A qué se debe este jolgorio, caballeros? WARWICK. Le felicito por
haberse inventado un traje tan sumamente cómico.
CABALLERO. No lo entiendo. Son ustedes los que llevan traje de disfraz: yo voy
vestido correctamente.
DUNOIS. Todos los trajes son disfraces, salvo nuestra propia piel. ¿No?
CABALLERO. Con vuestro permiso: estoy aquí para tratar asuntos serios, no puedo
perder el tiempo en discusiones frívolas. (Saca un papel y adopta una postura fría y formal.)
He sido enviado para anunciarles que Juana de Arco, conocida como la Doncella, habiendo
sido objeto de una investigación que inició el Obispo de Orleans... JUANA. (Interrumpe.) ¡Ah!
Todavía me recuerdan en Orleans.
CABALLERO. (Enfático, para remarcar su indignación por la interrupción.) ... el
Obispo de Orleans para pedir que la susodicha Juana de Arco sea canonizada santa...
JUANA. (Interrumpe de nuevo.) Pero si yo nunca pedí tal cosa.




CABALLERO. (Como antes.) La Iglesia ha examinado la petición exhaustivamente,
siguiendo el curso legal, y habiendo elevado a la susodicha Juana a las categorías de Venerable
y Beata...
JUANA. (Ríe entre dientes.) ¡Yo, Venerable!
CABALLERO. Ha declarado finalmente que está dotada de virtudes heroicas y que
estuvo favorecida por revelaciones divinas, y llama a la Venerable y Beata Juana a formar parte
de la comunión de la Iglesia Triunfante como Santa Juana.
JUANA. (Sobrecogida.) ¡Santa Juana!
CABALLERO. Cada de mayo, aniversario de la muerte de la susodicha hija
predilecta de Dios, en cada Iglesia Católica se celebrará un oficio especial, hasta el fin de los
tiempos, en su memoria; y se permitirá dedicarle una capilla, y colocar una imagen suya en el
altar de cada Iglesia; y se permitirá y se animará a los fieles a arrodillarse y a dirigir sus
plegarias al Trono de Dios por su mediación.
JUANA. ¡No! La santa debe arrodillarse. (Cae de rodillas, todavía sobrecogida.)
CABALLERO. (Levanta el papel y se retira hacia el verdugo.) Dado en la Basílica
Vaticana a de mayo de . DUNOIS. (Levanta a JUANA.) ¡Media hora para quemarte,
querida santa, y cuatro siglos para descubrir la verdad sobre ti!
STOGUMBER. Señor: fui un tiempo capellán del Cardenal de Winchester. Siempre le
llamaban el Cardenal de Inglaterra. Sería una gran satisfacción para mí y para mi maestro ver
una bonita estatua dedicada a la doncella en la Catedral de Winchester. ¿Creéis que la pondrán?
CABALLERO. Como el edificio está temporalmente en manos de la herejía anglicana, no
puedo darle una respuesta. (Una visión de la estatua en la Catedral de Winchester aparece a
través de la ventana.) ¡Mirad! ¡Mirad! Eso es Winchester.
JUANA. ¿Y esa imagen soy yo? Yo siempre estaba más firme sobre mis pies.
(La visión se desvanece.)
CABALLERO. Me han pedido las autoridades temporales de Francia que haga constar
que la proliferación de estatuas de la Doncella puede convertirse en un obstáculo serio para el
tráfico. Lo digo como cortesía a las mencionadas autoridades, pero debo aclarar que desde el
punto de vista de la Iglesia el caballo de la Doncella no es mayor obstáculo para el tráfico que
cualquier otro caballo. JUANA. ¡Vaya! Me alegro de que no se hayan olvidado de mi caballo.
(Aparece una visión de la estatua que está delante de la Catedral de Reims.)




JUANA. ¿Soy yo también esa cosita tan graciosa?
CARLOS. Esa es la Catedral de Reims, donde me coronaste. Debes ser tú.
JUANA. ¿Quién ha roto mi espada? Mi espada nunca se ha roto. Es la espada de Francia.
DUNOIS. No importa. Las espadas pueden arreglarse. Tu alma está entera y tú eres el alma
de Francia.
(La visión se desvanece. Aparecen el ARZOBISPO y el INQUISIDOR a la derecha y a la
izquierda de CAUCHON respectivamente.)
JUANA. Mi espada no ha terminado aún de conquistar: la espada que nunca dio un golpe.
Aunque los hombres destruyeron mi cuerpo, he visto a Dios en mi alma. CAUCHON. (Se arrodilla
ante ella.) Las muchachas en los campos te glorifican, porque tú has levantado sus ojos; y han visto
que no hay nada entre ellas y el cielo.
DUNOIS. (Se arrodilla ante ella.) Los soldados moribundos te glorifican, porque tú eres un
escudo de gloria entre ellos y el juicio Final.
ARZOBISPO. (Se arrodilla ante ella.) Los príncipes de la Iglesia te glorifican, porque has
redimido la fe que sus frivolidades habían hundido en el fango.
WARWICK. (Se arrodilla ante ella.) Los astutos consejeros te glorifican, porque tú has
cortado las cuerdas en las que ellos habían enredado su alma.
STOGUMBER. (Se arrodilla ante ella.) Los viejos necios en el lecho de su muerte te
glorifican, porque sus pecados contra ti se convierten en bendiciones.
INQUISIDOR. (Se arrodilla ante ella.) Los jueces en la ceguera y en la servidumbre de la
ley te glorifican, porque tú has devuelto la vista y la libertad a sus almas vivas.
SOLDADO. (Se arrodilla ante ella.) Los malvados que están fuera del infierno te glorifican,
porque les has enseñado que el fuego que no se apaga es el fuego sagrado.
VERDUGO. (Se arrodilla ante ella.) Los torturadores y verdugos te glorifican, porque les
has mostrado que sus manos son inocentes de la muerte del alma.
CARLOS. (Se arrodilla ante ella.) Los débiles te glorifican, porque has echado sobre ti las
cargas heroicas demasiado pesadas para ellos.
JUANA. ¡Ay de mí si todos los hombres me glorifican! Os recuerdo que soy una santa y que
los santos pueden haces milagros. Y ahora, decidme, ¿debo levantarme de entre los muertos y volver
a la vida?




(Una repentina oscuridad ensombrece las paredes y todos saltan consternados. Sólo
pueden verse las figuras y la cama.)
JUANA. ¡Qué! ¿Debo ser quemada otra vez? ¿Ninguno de vosotros está preparado para
recibirme?
CAUCHON. El hereje siempre está mejor muerto. Y los ojos de los hombres no saben
distinguir entre herejes y santos. Déjalos en paz. (Sale como entró.)
DUNOIS. Perdónanos Juana: todavía no somos lo suficientemente buenos para ti. Me vuelvo
a la cama. (También se va.)
WARWICK. Sentimos sinceramente nuestro pequeño error; pero las necesidades políticas,
aunque ocasionalmente erróneas, mandan; si me disculpas... (Se escabulle discretamente.)
ARZOBISPO. Tu regreso no me convertiría en el hombre que tú pensaste que era. Todo lo
que puedo decir es que aunque no me atrevo a bendecirte, espero que un día pueda gozar de tu
bendición. Mientras tanto, sin embargo... (Se va.)
INQUISIDOR. Yo, que estoy ya entre los muertos, testifiqué aquel día en favor de tu
inocencia. Pero no veo cómo se podría prescindir de la Inquisición en determinadas circunstancias.
Por tanto... (Se va.)
STOGUMBER. No vuelvas, no debes volver. Quiero morir en paz. ¡Danos paz, oh, Señor!
(Se va.)
CABALLERO. La posibilidad de tu resurrección no estaba contemplada en el reciente
proceso de canonización. Debo volver a Roma para recibir nuevas instrucciones. (Hace una
reverencia formal y se va.)
VERDUGO. Como maestro en mi profesión debo tener siempre presentes las
obligaciones que ésta conlleva. Y, después de todo, mi primer deber es para con mi mujer y mis
hijos. Necesito tiempo para pensarlo. (Se va.)
CARLOS. ¡Pobre Juana! Todos han huido de ti excepto este pobre diablo que tiene que
estar de vuelta en el infierno a las doce. ¿Y qué puedo hacer yo, sino seguir el ejemplo de
Jacques Dunois y volverme a la cama también? (Así lo hace.)
JUANA. (Triste.) Buenas noches, Charlie.
CARLOS. (Masculla entre las almohadas.)... noches. (Se duerme, la oscuridad envuelve
la cama.)




JUANA. (Al soldado.) Y tú, el único que me ha permanecido fiel, ¿qué consuelo
guardas a Santa Juana?
SOLDADO. Bien, ¿qué valen juntos todos estos reyes, capitanes, obispos, juristas y
demás ralea? Primero dejan a uno en la cuneta para que te desangres vivo; y luego, los
encuentras allí abajo, a pesar de todos esos aires que se dan: lo que yo digo es que uno tiene el
mismo derecho que ellos a mantener sus propias opiniones, y quizás más. (Se prepara para dar
un discurso sobre el tema.) Bueno, lo que pasa es lo siguiente. Si... (Se oye la primera campanada
de la media noche suavemente en una campana lejana.) Tienes que perdonarme: una
cita urgente... (se va de puntillas.)
(Los últimos rayos se convierten en un haz de luz blanca que desciende sobre JUANA.
Continúan las campanadas.)
JUANA. ¡Oh, Dios!, que creaste este mundo maravilloso, ¿cuándo estará preparado
para recibir a tus santos? ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?

TELÓN