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23/1/21

LA RONDA. Arthur Schnitzler.












LA RONDA


Arthur Schnitzler


I

La prostituta y el soldado

(Al caer la noche. En el puente del Augarten).


(EI soldado se acerca silbando, camino del cuartel).


La prostituta.—Ven aquí, ángel mío.


(El soldado se gira un momento y luego sigue caminando.)


¿No te quiés venir conmigo?


El soldado.—¡Ah! ¿soy yo el ángel?


La prostituta.—¿Quién, si no? Anda, vente conmigo, que vivo aquí al lao.


El soldado.—No tengo tiempo. Me voy zumbando al cuartel.


La prostituta.—¡Ya tendrás tiempo para ir al cuartel! Conmigo vas a pasarlo mejor.


El soldado (acercándose a ella).— ¡Eso, seguro!


La prostituta.—¡Chist! ¡Que pué venir un guardia!


El soldado.—¡Qué gracia! ¿Un guardia a mí? ¡Yo también tengo mi arma!


La prostituta.—Anda... ven conmigo.


El soldado.—No, déjame en paz, que no tengo dinero.


La prostituta.—¡No te estoy pidiendo dinero!


El soldado (se detiene y se queda junto a una farola).—¿Que no

me pides dinero? A ver si vas a ser tú la...


La prostituta.—Yo sólo cobro a los civiles. Pero a los tíos

como tú no les cobro.


El soldado.—No, si va a resultar que eres ésa de la que me

ha hablado el Huber.


La prostituta.—No conozco a ningún Huber.


El soldado.—Tiés que serlo. ¿T'acuerdas? Del café de la Schiffgasse, os habéis marchado juntos.


La prostituta.—De'se cafe m'ido yo con tantos...


El soldado.—Bueno, venga, vamos.


La prostituta.—¿Qué, ahora con prisas?


El soldado.—¡Anda! ¿Pa' qué esperar? A las diez tengo que estar en el cuartel.


La prostituta.—¿Cuánto tiempo llevas de servicio?


El soldado.—¿Y a ti qué te importa? ¿vives lejos?


La prostituta.—Andando..., a unos diez minutos.


El soldado.—Demasiao lejos. Dame un beso.


La prostituta (besándole).—Si el tío me va, esto es lo que más

me gusta.


El soldado.—Y a mí... Pero no, no voy contigo. Me paece

mu' lejos.


La prostituta.—Oye, pues vente mañana por la tarde.


El soldado.—Está bien, dame tu dirección.


La prostituta.—Pero, ¿vas a venir?


El soldado.—¡Como te lo digo!


La prostituta.—Bueno. Y si mi casa te paece demasiao lejos,

¿por qué no lo hacemos ahí abajo? (señalando el Danubio).


El soldado.—Pero, ¿qué dices?


La prostituta.—Venga, que no se está mal. Además no pasa ni un alma


El soldado.—No sé... No me convence del todo.


La prostituta.—A mí sí. Ya verás cómo te convences. Anda, vente conmigo. Mañana... ¿quién sabe si no la habremos palmao?


El soldado.—Bueno, venga. Pero rápido, ¿eh?


La prostituta.—¡Ojo, que está muy oscuro y como te resbales, te vas al agua!


El soldado.—Eso sería lo mejor.


La prostituta.—Chst. Espera un poquito, que enseguida llegamos a un banco.


El soldado.—Te lo conoces bien, ¿eh?


La prostituta.—Ya me gustaría a mí tener un novio como tú.


El soldado.—Tendrías demasíaos celos.


La prostituta.—Eso lo arreglaba yo enseguía.


El soldado.—¡Ja!


La prostituta.—No tan alto, que de vez en cuando se deja caer por aquí un guardia. ¡Cualquiera diría que estamos en plena ciudad de Viena!


El soldado.—Hala, venga, aquí está bien.


La prostituta.—Pero, ¿qué te pasa? Como resbalemos, nos vamos al agua.


El soldado (agarrándola).—Venga. Ya.


La prostituta.—Oye, ¡quietecito!


El soldado.—¡No tengas miedo!


...................................................................................................


La prostituta.—¡Habría sido mejor en el banco!


El soldado.—¡Qué más da en un sitio o en otro! Venga, ¡aupa!


La prostituta.—Y ahora... ¿por qué tienes tanta prisa?


El soldado.—Porque tengo que irme al cuartel. Si no, llego tarde.


La prostituta.—A todo esto, ¿cómo te llamas?


El soldado.—¿Y a ti qué te importa cómo me llamo?


La prostituta.—Yo, Leocadia.


El soldado.—¡Jo, qué nombre! No lo había oído nunca.


La prostituta.—¡Eh, tú!


El soldado.—¿Qué quieres ahora?


La prostituta.—Pues que me des unas perrillas pa'l patrón.


El soldado.—Pero... ¿tú qué te crees, que soy un primo? ¡Abur, Leocadia!


La prostituta.—¡Chuloputas! ¡Gorrón! (El ya ha desaparecido.)




II


El soldado y la criada


(El Prater, tarde de domingo. Un camino que lleva de Wurstelprater hacia las oscuras alamedas del parque. Desc aquí se escucha todavía la algarabía musical del Wurstelprater. También los sones de una polca barata, el baile de los cinco cruceros, ejecutada por una banda. El soldado y l criada.)


La criada.—Pero, dígame, ¿por qué tié usté que marcharse?


(El soldad o ríe avergonzado, de manera estúpida.)


¡Ha sido tan divertido! Me gusta mucho el baile.


(El soldado la agarra por el talle.)


(La criada se deja hacer.) ¡Que ya no estamos bailando


¿Por qué me lleva usté tan agarrá?


El soldado.—¿Cómo se llama usté? ¿Kathi?


La criada.—¡Qué Kathi tendrá usté en la cabeza! El soldado.—Ya lo sé, mujer... Se llama usté Marie.


La criada.—Oiga, esto está muy oscuro. Me da miedo.


El soldado.—Si yo estoy aquí, no hay miedo que valga, que


pa' eso uno es lo que es.


La criada.—Pero, ¿aónde vamos por aquí? No se ve ni un

alma. Venga, vamos a dar la vuelta. ¡Está to' tan oscuro! El soldado (da una calada tan fuerte a su Virginia, que la punta

del mismo se pone incandescente).—¡A que ahora hay más luz!


Je, je. Ven pa' cá, tesorín.


La criada.—Pero, ¿qué hace? ¡Si llego a saber esto!


El soldado.—¡Que me zurzan si en el Swoboda había hoy

una más blandita que usté, Fráulein Marie!


La criada.—¿Ha probao usté con todas?


El soldado.—¡Hombre!, lo que se nota al bailar. ¡Y ya lo

creo que se nota! ¡Jo!


La criada.—Sí, pero con la rubia de cara torcida ha bailao


usté más que con una servidora.


El soldado.—¡Bah!, una vieja conocida de un amigo.


La criada.—¿Del cabo con el bigote enrollao?


El soldado.—¡Qué va! Del paisano ese que estaba en la

mesa con mi menda y que habla con voz aguardentosa. La criada.—¡Ah, sí! Ya sé. Un tipo bastante atrevió por

cierto.


El soldado.—Como ' haya tocao a usté, es que le doy pa'l

pelo. ¿Qué le ha hecho?


La criada.—En absoluto, pero m' he fijao cómo era con las

otras.


El soldado.—Dígame, Fráulein Marie...


La criada.—¡Cuidao, que me va a abrasar usté con el puro! El soldado.—¡ Oh, pajdon! ¿Podemos tratarnos de tú?


La criada.—¡Hombre, no es que nos conozcamos de siempre!


El soldado.—Pos muchos hay por ahí que ni s' aguantan y

con to' se tutean.


La criada.—La próxima vez cuando... ¡Pero... Herr Franz! El soldado.—Ya se sabe mi nombre, ¿eh?


La criada.— ¡Pero... Herr Franz!


El soldado.—Llámeme Franz, Fráulein Marie.


La criada.—Pero no sea tan atrevió... Pero, ¡pst! Si a alguien se le ocurriera venir...


El soldado.—Si a alguien se le ocurre venir, no verá ni un burro a tres pasos.


La criada.—Pero, ¡por Dios! ¿Aónde me quiere llevar?


El soldado.—¿Ve ésos? Están como nosotros.


La criada.—¿Dónde? No veo na.


El soldado.— Ahí, delante de nosotros.


La criada.—¿Por qué dice que están como nosotros?


El soldado.—Bueno, quiero decir que se gustan.


La criada.—Pero, ¡tenga cuidao! ¿Qué es eso? ¡Casi me mato!


El soldado.—Era la valla de protección del césped.


La criada.—No m'empuje, que me caigo.


El soldado.—No hable tan alto, por favor.


La criada.—Mire, que me pongo a gritar. Pero, ¿c'hace usté?... Pero...


El soldado.—Aquí no hay bicho viviente que pueda escucharla.


La criada.—Venga, ahora mismo nos volvemos aonde haya más gente.


El soldado.—Para esto no necesitamos gente, ¿no, Marie?, sólo necesitamos... ya me entiende.


La criada.—¡Pero Herr Franz, por amor de Dios! Mire, si llego... a saber... esto... ¡Oh... oh! ¡Sí... sí!


............................................................................................................El soldado (satisfecho).— ¡Joé!, otra vez... ¡Ah!


La criada.—... Así no puedo verte la cara.


El soldado.—... ¿Pa' qué quiés verme ahora la cara?


.......................................................................................................


El soldado.—Bueno, Fráulein Marie, ahí en el césped no

pué quedarse.


La criada.—Anda, Franz, ayúdame un poco.


El soldado.—¡Venga, arriba!


La criada.—¡Por amor de Dios, Franz!


El soldado.—Miá que la ha cogido con el Franz, ¿eh? La criada.—Eres un mal hombre, Franz.


El soldado.—Bueno, bueno. Venga, espera un rato.



La criada.—¿Por qué me sueltas ahora?


El soldado.—Digo yo que me podré encender un Virginia, ¿no?


La criada.—Está tan oscuro...


El soldado.—Ya se hará de día.


La criada.—Pero, dime al menos, ¿te gusto?


El soldado.— ¡Bué!, ¿es que no lo ha notao, Fráulein Marie?


La criada.—¿Aónde vamos?


El soldado.—Nos volvemos.


La criada.—Venga, no vayas tan aprisa.


El soldado.—¿Por qué no? No me gusta andar a oscuras.


La criada.—Franz, dime: ¿te gusto?


El soldado.—¡Pero... si acabo de decirte que me gustas!


La criada.—¿No quiés darme un besito?


El soldado (complaciente).—Toma... ¿Oyes? Ya se pué escuchar la música.


La criada.—¡A que te vas a bailar de nuevo!


El soldado.—¡Por supuesto, como esta mandao!


La criada.—¡Ya! ¿Sabes, Franz? Tengo que irme a casa. Me van a echar la bronca. Mi señorita es una... Si por ella fuera una estaría siempre en casa.


El soldado.—¡Bué, pos vete pa' casa!


La criada.—Había pensao que usté, Herr Franz, me acompañaría.


El soldado.—¡Qué dice! ¿Acompañarla a casa?


La criada.—¡Venga!, que es muy triste irse sola a casa...


El soldado.—¿Dónde vive usté?


La criada.—No está mu' lejos. En la Porzellangasse.


El soldado.—¿Tanto? ¡Jo!, pos hay un trecho... Pero es que toavía es mu' pronto... la noche es joven... hoy tengo mucho tiempo... Hasta las doce no tengo que estar en el cuartel. Me voy a bailar otro poco.


La criada.—Por supuesto, ya sé con quién, con la rubia de la cara torcida.


El soldado.—Pos no me parece que la tenga tan torcía.


La criada.—¡Qué malos son los hombres! Estoy segura que hace con toas lo mismo.


El soldado.—No exagere, sería demasiao.


La criada.—Franz, porfa', sólo hoy. Quéese conmigo.


El soldado.— Bien, de acuerdo. Pero podré bailar toavía un poco, ¿no?


La criada.—Hoy ya no quiero bailar con nadie más.


El soldado.—¡Ahí está!


La criada.—¿Quién?


El soldado.—¡El Swoboda! ¡Qué rápido hemos llegao! Siguen tocando lo mismo.... tararará tarará (canta)... Pos si me quiés esperar, te llevo a casa..., de lo contrario... ¡Abur!


La criada.—Venga, espero.


(Entran en la sala de baile.)


El soldado.—¿Sabe, Fráulein Marie? Una cervecita si que se pué tomar mientras tanto, ¿no? (Ofreciéndose a una rubia que pasa bailando con un chaval, en impecable alemán.) Señorita, ¿me lo concede?




III


La criada y el señorito


(Tarde calurosa de verano. Los padres han salido al campo. La cocinera tiene día libre. La criada escribe en la cocina una carta al soldado que ahora es su novio. Suena la campanilla en el cuarto del señorito. Ella se levanta y se dirige al cuarto del señorito. Este está echado en el diván, mientras juma y lee una novela francesa.)


La criada.—¿Llamaba el señorito?


El señorito.—¡Ah sí, Marie! Sí, he llamado, sí... ¿Qué quería decirle? ¡Ah, sí!, ya me acuerdo... exacto, las persianas, bájelas, Marie... Se está más fresco con las persianas bajadas...


(La criada va ala ventana y baja las persianas.)


(El señorito que sigue leyendo). Pero, ¿qué hace, Marie?, ¿no ve que ahora no veo nada y no puedo leer?


La criada.—¡El señorito siempre tan aplicado!


El señorito (que no da importancia a lo oído).—Bien, así está bien.


(La criada hace mutis. El señorito intenta seguir leyendo pero deja caer el libro, toca de nuevo la campanilla. La criada entra.)


Oiga, Marie... esto... ¿qué le iba a decir yo? Ah, ya... ¿hay un coñac en casa?


La criada.—Sí, pero estará bajo llave


El señorito.-Bueno ¿y quién tiene la llave?


La criada.—La llave la tendrá la Lini.


El señorito.-¿Y quién es la Lini.


La criada.—La cocinera, señorito Alfred


El señorito.-Bueno, pues dígaselo a la Lini.


La criada.—. Es que la Lini hoy tiene día libre.


El señorito -¡Aah!,


La criada - ¿Quire quizás el señorito que baje al café...?


El señorito -¡Bah!, no, déjelo, ya hace suficiente calor. No necesito un coñac. Sabe, Mane, tráigame un vaso de agua. St Marie... pero déjela correr, que salga bien fría.


(La criada se va. El señorito la sigue con la mirada. En la puerta ella se vuelve para mirarle y el señorito aparta la mirada)


La Criada abre el grifo y deja correr el agua. Mientras tanto va a su pequeño gabinete, se lava las manos, se atusa un poco ante el espejo y coloca los caracolillos. Después lleva el agua


(El señorito se incorpora un poco, la criada le pone el vaso en la mano mientras sus dedos se tocan.)


Bien gracias. Bueno, ¿qué quería decir yo? Preste atención: coloque de nuevo el vaso encima del platillo... (El se acuesta de nuevo y se estira.) ¿Que hora es?


La criada.—Las cinco, señorito.


El señorito.-¡Vaya, las cinco! Estamos bien.


(La criada hace mutis; en la puerta se gira; el señorito la ha seguido con la mirada; ella lo nota y sonríe, e/ señorito permanece un rato tumbado y de repente se incorpora. Se dirige a la puerta, vuelve sobre sus pasos y se echa en el diván. Intenta leer de nuevo. Pocos minutos después toca otra vez la capanilla. La criada aparece en la puerta con una gran sonrisa que no intenta disimular.)


Oiga, Marie, esto... quería preguntarle... Hoy por la mañana ¿no estuvo el doctor Schüller en casa?


La CRIADA.-No, hoy por la mañana no vino nadie.


El señorito.—Pues es extraño. ¿Seguro que no estuvo el doctor Schüller? Pero, vamos a ver: ¿conoce usted al doctor Schüller?


La criada.—Por supuesto. Un señor alto de barba oscura.


El señorito.—Exacto. ¿Y dice que no ha venido?


La criada.—En absoluto. No ha venido nadie, señorito.


El señorito (decidido).—Marie, acerqúese.


La criada (se acerca).—Diga.


El señorito.—Más cerca... así... ¡Aah!... habría creído...


La criada.—¿Qué habría creído el señorito?


El señorito.—Habría creído... No, por la blusa... ¿De qué es la blusa?... Bueno, acérquese un poco, que no muerdo.


La criada (se acerca más).—¿Qué pasa con mi blusa? ¿No le gusta al señorito?


El señorito (la agarra por la blusa mientras tira de ella).—¿Azul? Es un azul muy bonito. (Con sencillez.) Usted va siempre muy bien vestida, Marie.


La criada.—Pero, señorito...


El señorito.—Bueno ¿qué pasa, se avergüenza? (Abre su blusa. Dándoselas de entendido.) Marie, tiene usted una piel muy blanca.


La criada.—El señorito me halaga.


El señorito (la besa en el pecho).—Esto no puede hacerle daño.


La criada.—Por supuesto que no.


El señorito.— Porque usted suspira. ¿Y por qué suspira?


La criada.—¡Ay!, señorito Alfred...


El señorito.—¡Qué zapatitos más monos tiene...!


La criada.—Pero... señorito... si alguien viniera...


El señorito.—¿Y quién va a venir ahora?


La criada.—Pero, señorito, es que con tanta luz...


El señorito.—Ante mí no tiene por qué avergonzarse. Cuando se es tan bonita como usted, ante nadie. ¡Santo cielo!, Marie, es usted... ¿sabe?, hasta sus cabellos huelen bien.


La criada.—Señorito Alfred...


El señorito.—No sea gazmoña, Marie... Ya la he visto en otras ocasiones. Hace unos días cuando llegué a casa por la noche y fui a tomar un poco de agua, la puerta de su cuarto estaba abierta... ¿sabe?


La criada (esconde su cara).—¡Santo Dios!, no podía suponerme que el señorito Alfred fuera tan perverso.


El señorito.—He visto mucho... esto ... y esto... y esto y... La criada.—Pero, señorito Alfred...


El señorito.—Ven aquí... así...


La criada.—Pero si ahora viniera alguien...


El señorito.—Escúcheme de una vez... no se abre y ya está.


(Alguien llama a la. puerta.)


El señorito.—¡Maldita sea! ¡Qué ruido mete el condenado!

A que ha llamado antes y no lo hemos oído...


La criada.—He estado muy atenta y no...


El señorito.—Bueno, pues vaya a mirar de una vez, por ¡a

mirilla.


La criada.—Señorito Alfred, es usted... no... es tan malo... El señorito.—Se lo ruego, vaya a ver.


(La criada se marcha. El señorito sube las persianas.)


La criada (entra de nuevo).— En todo caso ya se ha ido. Ahora no hay nadie. A lo mejor ha sido el doctor Schüller.


El señorito (se muestra negativamente afectado).—Bueno, está bien.

(La criada se le acerca.)


(Se desembaraza de ella.) Oiga, Marie... me voy al café. Si viniera el doctor Schüller...


LA criada.—Seguro que hoy ya no viene.


El señorito.—Si viniera el doctor Schüller, yo, yo... estoy en el café. (Se va al otro cuarto.)


La criada toma un puro de la mesa, se lo guarda y se va.)




IV


El señorito y la joven esposa


(Es por la tarde. Un salón amueblado con elegancia banal en una casa de la Schwindgasse).


(El señorito acaba de entrar y, sin quitarse todavía el sombrero y el abrigo, se pone a encender las velas. Después abre la puerta del cuarto de al ludo y lanza una mirada dentro. La luz de las velas del salón ilumina el suelo hasta un cama con doselete junto a la pared opuesta. De la chimenea del dormitorio se expande un resplandor rojizo sobre las cortinas del doselete. El señorito inspecciona también el dormitorio. Del entrepaño coge un spray y rocía los cojines de la cama con suaves chorros de perfume de violetas. Después recorre con el spray ambas habitaciones sin dejar de presionar sobre el pequeño fuelle de tal manera que pronto todo huele a perfume de violetas. Es entonces cuando se quita el sombrero y el abrigo. Se sienta en el sillón forrado de terciopelo azul, enciende un cigarrillo y se pone a fumar. Después de un rato se levanta de nuevo y comprueba que las contraventanas verdes están cerradas. De repente se va de nuevo al dormitorio, abre el cajón de la mesita de noche, tienta y encuentra una aguja de pelo de concha de tortuga. Busca un lugar para esconderla y finalmente se la mete en el bolso de su abrigo. A continuación abre el aparador del salón, coge un platillo de plata con una botella de coñac y dos copas de licor y lo coloca todo sobre la mesita.


Va de nuevo a su abrigo del que saca un paquetito. Lo abre y lo coloca junto al coñac, vuelve de nuevo al aparador, coge dos platos pequeños y cubiertos. Saca del paquetito una pieza de marrón glacé y lo come. Se sirve una copa de coñac que se bebe de un trago. Mira el reloj y se pone a pasear de arriba abajo. Delante del gran espejo de la pared se para un momento, se atusa un rato el pelo y el pequeño bigote con el peine de bolsillo. Va a la puerta que da al pasillo y escucha. No se mueve nada. De repente llaman a la puerta. El señorito se asusta. Se sienta en el sillón y sólo se incorpora cuando se abre la puerta y aparece la joven esposa.) (La joven esposa, con el tupido velo echado sobre la cara, cierra la puerta tras de sí, se queda un momento parada mientras se lleva la mano al corazón como si quisiera dominar una poderosa excitación.)


El señorito (se le acerca, toma su mano izquierday deposita un beso sobre el guante blanco con bordados negros. Después exclama dulcemente).—Se lo agradezco.


La joven esposa.—¡Alfred, Alfred!


El señorito.—Venga, querida señora, venga, Frau Emma. La joven esposa.—Déjeme un momento por favor... Se lo ruego, Alfred. (Ella todavía está junto a la puerta.)


(El señorito junto a ella, con su mano en la suya.)


¿Dónde estoy?


El señorito.—En mi casa.


La joven esposa.—Pues esta casa es terrible, Alfred. El señorito.—¿Por qué? Es una casa muy elegante.


La joven esposa.—Pero me he encontrado a dos señores por

la escalera.


El señorito.—¿Conocidos?


La joven esposa.—No lo sé. Es posible.


El señorito.—Pardon, señora... me supongo que conoce a

sus conocidos.


La joven esposa.—Es que no he visto nada.


El señorito.—Ni aunque fueran sus mejores amigos... no

habrían podido reconocerla. Yo mismo... si no supiera que

es usted ... Este velo...


La joven esposa.—¡Son dos!


El señorito.—¿No quiere pasar? Quítese por lo menos el

sombrero.


La joven esposa.—¡Pero qué ocurrencias tiene! Ya le dije que

cinco minutos... sólo cinco minutos, ni un minuto más...

se lo juro...


El señorito.—Bueno, por lo menos el velo. La joven esposa.—¡Son dos!


El señorito.—Bueno, pues los dos. Al menos podré verla. La joven esposa.—¿Me quiere, Alfred?


El señorito (profundamente conmovido).—Emma... ¿me lo

pregunta?


La joven esposa.—Hace tanto calor aquí...


El señorito.—Claro, como todavía tiene puesta su mantilla

de piel... Después se va a enfriar.


La joven esposa (pasa finalmente al cuarto, se deja caer en el sillón).— Estoy muerta de cansancio.


El señorito.—Permítame (le retira el velo, quita las agujas de su


sombrero y pone sombrero, aguja y velo aparte).


(La joven esposa le deja hacer.)


(El señorito se coloca de pie delante de ella, menea la cabeza.)


La joven esposa.—¿Qué le pasa?


El señorito.—Nunca había estado tan guapa.


La joven esposa.—¿Y eso?


El señorito.—Solo... solo con usted, Emma (se deja caer de rodillas junto al sillón, toma sus manos y las cubre de besos).


La joven esposa.—Y ahora... déjeme marchar de nuevo. Lo que me había pedido ya lo he hecho.


(El señorito hunde su cabeza en el regazo de ella.)


Me había prometido portarse bien.


El señorito.—Así es.


La joven esposa.—¡Una se asfixia en esta habitación!


El señorito (se levanta).—Todavía tiene puesta su mantilla. La Joven esposa.—Póngala junto a mi sombrero.


(El señorito toma su mantilla y la coloca igualmente sobre

el diván.)


Y ahora... ¡adiós!


El señorito.—¡Emma, Emma!


La joven esposa.— Ya hace tiempo que han pasado los cinco minutos


El señorito.—No ha pasado ni siquiera uno.


La joven esposa.— Alfred, dígame exactamente qué hora es.


El señorito.—Exactamente, la seis y cuarto.


La joven esposa.—Ya hace tiempo que debería estar en casa de mi hermana.


El señorito.—A su hermana la puede ver cuando quiera.


La joven esposa.—¡Dios mío!, Alfred, ¿por qué me ha inducido a esto?


El señorito.—Porque... la adoro.


La joven esposa.—¿A cuántas se lo habrá dicho ya?


El señorito.—Desde que la vi, a ninguna más.


La joven esposa.—¡Qué insensata soy! ¡Quién me lo habría podido decir... hace ocho días... ayer mismo!


El señorito.—Anteayer me ha prometido usted...


La joven esposa.—Me ha agobiado usted tanto... Pero yo no lo quería hacer. Pongo a Dios por testigo que... no quería hacerlo... Ayer mismo estaba firmemente decidida... ¿Sabe, Alfred, que ayer por la tarde le he escrito una larga carta?


El señorito.—Pues no la he recibido.


La joven esposa.—La he roto de nuevo. Debería habérsela mandado.


El señorito.—Es mejor así.


La joven esposa.—No, es una falta de vergüenza... por mi parte. Es que no sé lo que me pasa. Adieu, Alfred, déjeme marchar.


(El señorito la abraza y cubre su rostro de besos.)


Por favor... cumpla su palabra...


El señorito.—Uno más, un beso más.


La joven esposa.—El último (ella besa y ella contesta a su beso:


sus labios permanecen largo tiempo unidos).




EL señorito.—¿Puedo decirle algo, Emma? Ahora sé lo que es la felicidad.


(La joven esposa se deja caer en el sillón.)


(El señorito se sienta en el respaldo, rodea su cuello con su brazo.)


... O mejor dicho, ahora sé lo que puede ser la felicidad.


(La joven esposa lanza un profundo suspiro.) (El señorito la besa de nuevo.)


La joven esposa.—¡Alfred, Alfred! ¿qué está haciendo usted de mí?


El señorito.—¿Verdad que no se está tan mal aquí? Y además aquí estamos seguros. Es mucho más agradable que las citas al aire libre.


La joven esposa.—Por favor, eso, ni mentármelo.


El señorito.—Pues yo me acordaré siempre como de una experiencia maravillosa. Para mí, cada minuto que pueda pasar junto a usted es un bello recuerdo.


La joven esposa.—¿Se acuerda todavía del baile de los industriales?


El señorito.—¡Que si me acuerdo! Me senté junto a usted en la cena. Su marido con el champagne...


(La joven esposa le mira con ojos suplicantes.)


Sólo pretendía hablar del champagne. Dígame, Emma ¿no


quisiera tomar una copa de coñac?


La joven esposa.—Una gota. Pero déme antes un vaso de

agua.


El señorito.—Sí... ¿dónde está?... Ah, ya...


(La recién casada le sigue con la mirada.)


(El señorito vuelve con una jarra de agua y dos vasos.)


La joven esposa.—¿Dónde se había metido?


El señorito.—En el cuarto de al lado. (Le sirve una vaso de agua.)


La joven esposa.—Le quiero preguntar una cosa, Alfred, pero júreme que me dirá la verdad.


El señorito.—¡Se lo juro!


La joven esposa.—¿No ha estado alguna otra mujer antes en esta habitación?


El señorito.—Pero Emma... esta casa tiene ya más de veinte años.


La joven esposa.—Ya sabe usted a lo que me refiero, Alfred... Con usted, junto a usted.


El señorito.—¿Conmigo?, ¿aquí?... Emma. No es muy correcto que piense usted eso de mí.


La joven esposa.—Entonces, usted ha... como voy a... Pero no, prefiero no preguntárselo. Es mejor que no le pregunte. Yo misma soy la culpable. Después todo se paga.


El señorito.—Sí, ¿qué quiere? ¿qué le pasa? ¿qué es lo que se paga?


La joven esposa.—¡No, no, no! Más vale que no me dé cuenta... de lo contrario me moriría de vergüenza.


El señorito (con la jarra de agua en la mano, menea tristemente la cabeza).—Emma, si por lo menos pudiera imaginarse el daño que me hace...


(La joven esposa se sirve una copa de coñac.)


Le voy a decir una cosa, Emma. Si usted se avergüenza de estar aquí... si le soy tan indiferente., si no siente que para mí usted representa toda la felicidad del mundo... puede irse, si quiere.


La joven esposa.—Sí, eso es lo que voy a hacer.


El señorito (cogiéndole la mano).—Pero si usted presiente que yo no puedo vivir sin usted, que un beso en su mano significa para mí más que todo el cariño que todas las mujeres del mundo... Emma, yo no soy como tantos otros jóvenes que le hacen la corte... soy quizás demasiado ingenuo... yo, ¿cómo se lo diría?


La joven esposa.—Pero ¿quién me dice a mí que no es usted como los demás?


El señorito.—En ese caso no estaría usted aquí... pues usted no es como las otras mujeres.


La joven esposa.—¿Cómo lo sabe usted?


El señorito (se ha acercado al diván y se sienta junto a ella).—He pensado mucho en usted. Ya sé que es usted infeliz.


(La joven esposa contenta.)


La vida resulta tan vacía, tan fatua... y además... tan breve, tan condenadamente breve... Sólo hay una felicidad... encontrar una persona que te ame.


(La joven esposa toma una pera escarchada de la mesa y se la lleva a la boca.)


Déme la mitad. (Ella se la ofrece con los labios.)


La joven esposa (toma las manos del señorito que amenazan con extraviarse).—Pero... ¿qué hace, Alfred? ¿Es así como cumple su promesa?


El señorito (tragándose la pera; después, más decidido).—¡La vida es tan corta!


La joven esposa (débilmente).—Pero eso no es motivo para que...


El señorito (mecánicamente).—¡Oh, sí!


La joven esposa (más débilmente).—Mire, Alfred... usted me ha prometido portarse... Además, aquí hay mucha claridad.


El señorito.—Ven, ven, tú eres la única. (La levanta del diván.)


La joven esposa.—Pero ¿qué hace?


El señorito.—Ahí no hay tanta claridad.


La joven esposa.—Pero ¿es que hay más cuartos?


El señorito (tira de ella).—Y muy bonitos... y totalmente a oscuras.


La joven esposa.—Más vale que nos quedemos en éste.


(El señorito ya con ella detrás de las puertas, en el dormitorio, empieza desabrocharle la cintura.)


Es usted tan... Dios mío, pero ¿qué está haciendo usted de mí? ¡Alfred!




El señorito.—Te adoro, Emma.


La joven esposa.—¡Ay, hijo!, espera por lo menos, no te


precipites... (débilmente). Vete... ya te llamaré.


El señorito.—Déjame, déjame. (Se trabuca.) De... deja...me...

ayudar...te. La joven esposa.—¡No me arranques todo, por favor!


El señorito.—¡Si no tienes corsé!


La joven esposa.—Nunca lo llevo. La Odilon tampoco


lleva. Pero me podías desabrochar los zapatos...


(El señorito le desabrocha los zapatos y besa sus pies.)


(La joven esposa se ha metido en la cama). ¡Uy, qué frío!


El señorito.—Enseguida te calentarás.


La joven esposa (riendo quedamente).—(Tú crees?


El señorito (visiblemente afectado, para sus adentros).—Eso se

lo podría haber guardado. (Se desnuda en la oscuridad.)


La joven esposa (cariñosamente).—Ven, anda.


El señorito (de nuevo de mejor humor).—Eso está hecho...


La joven esposa.—Huele tanto a violeta...


El señorito.—Eres tú misma... Sí... (Oliéndola.) Tú misma. La joven esposa.—¡Alfred, Alfred!


El señorito.—¡Emma!


.......................................................................................


El señorito.—Te quiero demasiado... sí... estoy como fuera de mí.


La joven esposa.—...


El señorito.—Todos los días me los paso fuera de mí... Estoy como ido. Me lo había supuesto.


La joven esposa.—No te lo tomes en serio.


El señorito.—Por supuesto. Es más que natural cuando...


La joven esposa.—No... no., estás nervioso. Cálmate un poco...


El señorito.—¿Conoces a Stendhal?


La joven esposa.—¿Stendhal? No me suena.


El señorito.—La Psychologie de l'amour.


La joven esposa.—No, ¿por qué me lo preguntas?


El señorito.—Hay una historia que viene mucho al caso


La joven esposa.—¿De qué historia se trata?


El señorito.—Se trata de una historia de oficiales de caballería.


La joven esposa.—¡Ah!


El señorito.—Todos ellos relatan sus aventuras amorosas. Cada uno afirma que con la mujer que más le ha... ¿entiendes?... que más apasionadamente ha... que más le... que más la ha... bueno, en pocas palabras: que a cada uno le ha pasado con esa mujer lo mismo que ahora a ti y a mí.


La joven esposa.—¡Ya!


El señorito.—Realmente es típico.


La joven esposa.—¡Ya!


El señorito.—Pero no acaba ahí la historia. Uno sólo afirma... que en toda su vida todavía no le ha sucedido, pero, añade Stendhal, era un fanfarrón más que sospechoso.


La joven esposa.—¡Ah!


El señorito.—Y sin embargo a uno le pone de mal humor, esto es lo peor del caso, por muy indiferente que sea.


La joven esposa.—Por supuesto. Pero, ¿sabes?... tú me habías prometido portarte bien.


El señorito.— Venga, no te rías, eso no mejora la situación.


La joven esposa.—¡Si no me río! Lo de Stendhal es realmente interesante. Siempre he pensado que sólo con los mayores... o con muy... ¿sabes?, con gente que ha vivido mucho...


El señorito.—¡Qué ocurrencias tienes! No tiene nada que ver. Mira, se me ha pasado contarte la historia más bonita de Stendhal. Hay uno de los oficiales de caballería que incluso llega a contar que durante tres... o incluso seis noches... no me acuerdo muy bien, ha estado con una mujer que había apetecido durante semanas... desirée... ¿entiendes?, y durante esas noches no han hecho nada más que llorar... ambos.


La joven esposa.—¿Ambos?


El señorito.—Así es. ¿Te extrañas? A mí me parece la cosa más natural... Cuando se quiere...


La joven esposa.—¡Pero habrá muchos que no lloren!


El señorito (nervioso).—Por supuesto, pero son excepción.


La joven esposa.—¡Ah! pensaba que Stendhal decía que todos los oficiales de caballería lloran en ocasiones semejantes.


El señorito.—¿Ves? Ya te estás burlando.


La joven esposa.—Pero... ¡qué ocurrencias tienes! No seas infantil, Alfred.


El señorito.—A veces, me pones nervioso... Tengo la impresión de que constantemente estás pensando en ello y me da vergüenza.


La joven esposa.—No pienso en absoluto en ello.


El señorito.—¡Sí! Si por lo menos estuviera convencido de que me amas...


La joven esposa.—¿Todavía quieres más pruebas?


El señorito.—¿Ves... siempre te estás burlando?


La joven esposa.—¿A qué viene eso? Anda, ven, cabeza de chorlito.


El señorito.—¡Ay!, sí, esto me gusta más.


La joven esposa.—¿Me quieres?


El señorito.—¡Soy tan feliz!


La joven esposa.—Pero no tienes por qué llorar tú también.


El señorito (apartándose de ella, muy irritado).—¿Ves?, ya estás con lo mismo. Te he pedido que...


La joven esposa.—Si sólo te digo que no llores...


El señorito.—Tú has dicho: no tienes por qué llorar tú también.


La joven esposa.—Estás nervioso, cariño.


El señorito.—Ya lo sé.


La joven esposa.—Pero no tienes por qué estarlo... Incluso me gusta que... que como buenos camaradas...


El señorito.—Ya empiezas de nuevo.


La joven esposa.—Pero es que ya no te acuerdas. Fue una de nuestras primeras conversaciones. Buenos camaradas, eso es lo que dijimos que íbamos a ser, nada más. ¡Ay!, fue tan bonito... Fue en casa de mi hermana, en enero, en el gran baile, durante la cuadrilla... Pero, ¡santo Dios!... ya debería haberme marchado... mi hermana me espera... ¿qué le voy a decir?... Adiós, Alfred.


El señorito.—¡Emma! ¿Así me quieres dejar?




LA joven esposa.—Sí, así.


EL señorito.—Cinco minutos más.


La joven esposa.—De acuerdo. Pero me tienes que prometer... no moverte... ¿De acuerdo? Voy a darte un beso de despedida.... Pst... quieto... he dicho que no te muevas. De lo contrario me levanto inmediatamente... Cariño... cariño...


El señorito.—Emma, mi ado...


.........................................................................................................


La joven esposa.—¡Alfred mío!


El señorito.—¡Contigo me siento en el cielo!


La joven esposa.—Pero ahora sí que tengo que irme.


El señorito.—Que espere un poco tu hermana.


La joven esposa.—Ahora me tengo que ir a casa. Para ir a casa de mi hermana ya es demasiado tarde. ¿Qué hora es exactamente?


El señorito.—¿Cómo quieres que lo adivine?


La joven esposa.—Pues mirando el reloj.


El señorito.—El reloj está en mi chaleco.


La joven esposa.—Pues levántate a buscarlo.


El señorito (se levanta de golpe).—Las ocho.


La joven esposa (se levanta precipitadamente).—¡Santo Dios!, rápido, Alfred, dame las medias. ¿Qué voy a decir yo ahora? Ya me estarán esperando en casa... ¡Las ocho!


El señorito.—¿Cuándo te puedo volver a ver?


La joven esposa.—Nunca más.


El señorito.—Emma, ya no me amas.


La joven esposa.—Precisamente por eso. Alcánzame los zapatos.


El señorito.—¿Nunca más? Aquí tienes los zapatos.


La joven esposa.—En mi bolso hay un abotonador. Te lo ruego, rápidamente...


El señorito.—Aquí lo tienes.


La joven esposa.—Alfred, esto nos puede costar a ti y a mí el cuello.


El señorito (profundamente afectado).—¿Por qué?


La joven esposa.—¿Qué le voy a decir cuando me pregunte: de dónde vienes?


El señorito.—De casa de tu hermana.


La joven esposa.—¡Si por lo menos pudiera mentir!


El señorito.—Bueno, no tienes más remedio que hacerlo.


La joven esposa.—Y todo por una persona así. Venga, ven... déjame que te dé otro beso (le abraza) y ahora..., déjame sola, vete al otro cuarto. No puedo vestirme si tú estás delante.


(El señorito va al salón donde se viste. Pica algo de la bandeja de dulces y bebe una copa de coñac.)

(pasado un momento lo llama). ¡Alfred!


El señorito.—¿Sí, tesoro?


La joven esposa.—Es mejor que no hayamos llorado.


El señorito (no sin cierto orgullo, riéndose).—¡Cómo se puede hablar con tanta frivolidad!


La joven esposa.—¿Qué pasará... cuando ahora nos encontremos en una reunión?


El señorito.—Casualmente... una vez... Seguro que no faltas mañana en casa de los Lobheimers.


La joven esposa.—Efectivamente. ¿Y tú?


El señorito.—Por supuesto. ¿Te podré pedir para un cotillón?


La joven esposa.—En ese caso no voy. ¿Qué te imaginas, que...? Yo podría... (aparece ya vestida en el salón y toma un pastelito de chocolate) desvanecerme.


El señorito.—Entonces mañana en casa de los Lobheimers, ¡estupendo!


La joven esposa.—¡No y no! Avisaré que no voy, seguro.


El señorito.—Bueno, pues pasado mañana... aquí.


La joven esposa.—¡Pero qué ocurrencias tienes!


El señorito.—A las seis.


La joven esposa.—Ahí en la esquina hay un puesto de coches de punto, ¿verdad?


El señorito.—Sí, todos los que quieras. Entonces pasado mañana aquí a las seis. Dime que sí, cariño.


La joven esposa.—Eso lo hablamos mañana en el cotillón.


El señorito (la abraza).—¡Eres un ángel!


La joven esposa.—¡Cuidado no me estropees el peinado!


El señorito.—Bueno, mañana en casa de los Lobheimers y pasado mañana en mis brazos.


La joven esposa.—¡Que te vaya bien!


El señorito (preocupado de repente).—¿Y qué le vas a decir hoy?


La joven esposa.—No me lo preguntes, por favor... será espantoso... ¿Por qué te querré tanto? Adiós. Sí me encuentro a alguien en las escaleras, esta vez sí que me muero.


(El señorito le besa de nuevo la mano.)


(La joven esposa hace mutis.)


El señorito (se queda solo. Después se sienta en el sofá. Esboza una sonrisa y se dice para sus adentros).—¡Por fin tengo un lío con una mujer decente!



V


LA JOVEN ESPOSA Y EL MARIDO


(Un dormitorio confortable. Son las diez y media de la noche. La mujer está leyendo en la cama. El marido, en bata, entra en ese momento en la alcoba.)


La joven esposa (sin levantar la vista).—¿Ya no trabajas?


El marido.—No. Hoy estoy muy cansado. Además...


La joven esposa.—¿Sí?


El marido.—De repente, ahí, en el escritorio, me he sentido solo. He sentido añoranza de ti.


La joven esposa (levanta la mirada).—¡No me digas!


El marido (se sienta junto a ella en la cama).—Por hoy ya no leas más. Te vas a matar los ojos.


La joven esposa (cierra el libro).—¿Qué tienes entonces?


El marido.—Nada, cariño. Que estoy enamorado de ti. Ya lo sabes.


La joven esposa.— A veces estoy a punto de olvidarlo.


El marido.—Es que a veces hay que olvidarlo.


La joven esposa.—¿Por qué?


El marido.—Porque, si no, el matrimonio sería algo incompleto. Sería... ¿cómo diría yo?, perdería su carácter sagrado.


La joven esposa.—¡Ah!, no sabía.


El marido.—Créeme, es así... Si en los cinco años que vivimos casados no hubiéramos olvidado a veces que estamos enamorados, a estas alturas ya no lo estaríamos.


La joven esposa.— Eso es demasiado alto para mí.


El marido.—La cosa es bien sencilla. Mira: nosotros hemos tenido quizás diez o doce épocas de enamoramiento... ¿No te ha pasado también a ti?


LA joven esposa.—¡Pues no las he contado!


EL marido.—Si hubiéramos agotado la primera hasta el final, si te hubiera entregado desde el principio mi pasión, nos habría pasado lo que a millones de parejas. Habríamos roto ya.


La joven esposa.— ¡Ah! ¿Eso piensas?


El marido.—Créeme, Emma, en los primeros días de nuestro matrimonio tenía miedo de que llegásemos a eso.


La joven esposa.— ¡Yo, también!


El marido.— ¿Ves?, ¿no ves como tengo razón? Por eso es conveniente que de vez en cuando vivamos... en buena amistad.


La joven esposa.—¡Aah!


El marido.—Y así podemos vivir nuevas lunas de miel, dado que nunca dejo que cada una de ellas...


La joven esposa.—Se extienda durante meses.


El marido.—¡Exacto!


La joven esposa.—Y ahora... parece entonces que de nuevo se ha acabado un período de buena amistad.


El marido (abrazándola tiernamente).—Podría ser así.


La joven esposa.—Pero, si en mi caso... ¿no fuera así?


El marido.—No es verdad... Eres el ser más inteligente y delicioso que existe. Soy muy feliz por haberte encontrado.


La joven esposa.—Vaya... ¡muy bonito!


El marido (que mientras tanto se ha acostado).—Para un hombre... que conoce un poco de mundo... Ven, apoya la cabeza en mi hombro... Que conoce un poco de mundo, decía, el matrimonio significa algo mucho más misterioso que para una joven muchacha de buena familia. Vosotras venís a nosotros... por lo menos hasta cierto punto puras y... Por eso tenéis una visión más clara de la esencia del amor.


La joven esposa (riéndose).—¡Oh!


El marido.—Es cierto. A nosotros, toda esa barahúnda de sucesos que a la fuerza nos vemos obligados a experimentar nos confunden y nos vuelven inseguros. Vosotras oís




muchas cosas y sabéis demasiadas y leéis incluso muchas más, pero un concepto exacto de eso que nosotros los hombres vivimos en la realidad no lo tenéis. A nosotros eso que comúnmente se llama amor se nos hace realmente te repugnante; pues ¿qué son en definitiva esas creaturas de las que dependemos?


La joven esposa.—¡Eso!, ¿qué clase de creaturas son?


El marido (la besa en la frente).—Pierde cuidado, cariño, que tú nunca has tenido que enfrentarte a semejante mundo. Por lo demás, la mayoría de las veces, son seres dignos de compasión... pero no tiremos la primera piedra sobre ellas...


La joven esposa.—Te ruego... esa conmiseración... No me parece que venga muy a propósito.


El marido (con dulzura tierna).—La merecen... Vosotras, hijas de buena familia, que podéis esperar bajo la protección de vuestros padres al hombre honrado que os lleve al matrimonio... vosotras no conocéis la miseria que a la mayoría de estas pobres creaturas las lanza en brazos del pecado.


La joven esposa.—¿Es así como de esa manera se venden todas ellas?


El marido.—Yo no diría eso. Y no me refiero sólo a la miseria material. Hay también, digamos, una miseria moral... una concepción defectuosa de lo que está permitido y especialmente de aquello que es noble.


La joven esposa.—Pero, ¿por qué van a ser dignas de compasión? A ellas les va bien.


El marido.—¡Qué ideas más extrañas tienes, cariño! No debes olvidar que esas creaturas están destinadas por la naturaleza a caer cada vez más profundamente. Y entonces no hay nadie que las pare.


La joven esposa (le hace carantoñas).—Al parecer caen con mucho gusto.


El marido (dobrosamente afectado).—¿Cómo puedes hablar así, Emma? Aunque pienso en efecto que para una mujer decente no hay cosa más repugnante que alguien que no lo sea.


La joven esposa.— Por supuesto, Karl, por supuesto. Es lo que yo te he dicho. Venga, sígueme contando. Es tan interesante cuando hablas... Sígueme contando.




El marido.— ¿Qué quieres que te cuente?


La joven esposa.—Bueno... acerca de esas creaturas...


El marido.—¡Pero qué ocurrencias tienes!


La joven esposa.—Mira, ya te dije hace tiempo, ¿sabes?, al principio de todo... siempre te he rogado que me contaras algo de tu juventud.


El marido.—Pero, ¿por qué te interesa eso?


La joven esposa.— ¿No eres mi marido? ¿no es una injusticia que no sepa nada de tu pasado?


El marido.— No me considerarás tan carente de gusto como para... Basta, Emma. Eso es como una profanación.


La joven esposa.—Sí, pero, tú... ¿quién sabe a cuántas mujeres habrás tenido entre los brazos como me tienes a mí?


El marido.—No digas «mujeres»... Mujer eres tú.


La joven esposa.— Pero tienes que contestarme una pregunta... ¿no hay... no hay nada más en las lunas de miel?


El marido.—Tienes una manera de hablar... Piensa que eres madre... que nuestra hija está durmiendo ahí al lado.


La joven esposa (haciéndole carantoñas).—Pero también quisiera un niño.


El marido.—¡Emma!


La joven esposa.—Venga, no seas tan... por supuesto que soy tu esposa... pero quisiera ser también algo... tu amante.


El marido.—¿Que quisieras...?


La joven esposa.—Pero primero contesta a mi pregunta.


El marido (resignado).—Venga...


La joven esposa.—¿Hubo alguna mujer casada entre ellas?


El marido.—¿Y eso? ¿Cómo puedes pensar eso?


La joven esposa.—¡Ya sabes!


El marido (ligeramente intranquilo).—¿Y cómo se te ocurre preguntar eso?


La joven esposa.—Quisiera saber si... Es decir, que hay tales mujeres... lo sé perfectamente. Pero si tú...


El marido (serio).—¿Conoces alguna mujer así?


La joven esposa.— Bueno, ni yo misma lo sé.


El marido.—Entre tus amigas, ¿hay alguna mujer semejante?


La joven esposa.—Bueno, ¿cómo puedo afirmarlo o negarlo con certeza?


El marido.—Quizás alguna de tus amigas... ¡Las mujeres ha-




bláis tantos chismes cuando... estáis solas! ¿Te ha dicho al-guna...?


La joven esposa (con inseguridad).—¡No!


El marido.—¿De alguna de tus amigas tienes sospecha de que...?


La joven esposa.—Sospecha, sospecha...


El marido.—Parece que sí.


La joven esposa.—Por supuesto que no, Karl, con seguridad no. Cuando lo pienso... no tengo confianza en ninguna.


El marido.—¿En ninguna en absoluto?


La joven esposa.—En ninguna de mis amigas.


El marido.—Prométeme una cosa, Emma.


La joven esposa.—¿Qué?


El marido.—Que nunca tendrás relación con una mujer de

la que tengas la más mínima sospecha de que... de que ella

no ha llevado una vida impecable.

La joven esposa.—¿Te lo tengo que prometer?


El marido.—Yo ya sé que tú no buscarás el contacto con semejantes mujeres. Pero la casualidad podría disponer que tú... Es más, es muy frecuente que precisamente estas mujeres cuya fama no es la mejor, busquen la compañía de mujeres virtuosas, en parte para darse un poco de importancia, en parte por una cierta... como diría... por una cierta nostalgia de la virtud.


La joven esposa.— ¡Ah!, ¿sí...?


El marido.—Sí. Creo que es correcto lo que te he dicho. Es nostalgia de la virtud. Porque esas mujeres en el fondo son todas unas infelices, puedes creérmelo.


La joven esposa.—¿Por qué?


El marido.—¿Y me lo preguntas? ¿pero cómo me lo puedes preguntar, Emma? Imagínate qué vida llevan esas mujeres. Llena de mentiras, de maldad, de vulgaridad y llena de peligros.


La joven esposa.— Por supuesto. Tienes razón.


El marido.—En verdad... ellas pagan muy caro el pequeño trozo de felicidad... la pequeña porción de...


La joven esposa.— De placer...


El marido.—¿Por qué dices placer?, ¿cómo se te ocurre pronunciar la palabra placer?




LA joven esposa.—Bueno, algo tiene que haber... Si no, no lo harían.


El marido.—¡No es más que una... locura!


La joven esposa (pensativa).—¡Una locura!


El marido.—No, ni siquiera una locura. En todo caso... es algo que se paga muy caro. Eso es cierto.


La joven esposa.—Quiere decir que... tú lo has hecho alguna vez, ¿no?


El marido.—Sí, Emma. Es mi más triste recuerdo.


La joven esposa.— ¿Quién fue?, ¿la conozco?


El marido.—¡Pero qué ocurrencias tienes!


La joven esposa.—¿Hace mucho tiempo que pasó?, ¿fue mucho tiempo antes de conocerme?


El marido.—No me preguntes, te lo ruego. No me preguntes.


La joven esposa.—¡Pero Karl!


El marido.—Está muerta.


La joven esposa.—¿En serio?


El marido.—Sí... suena casi ridículo, pero tengo la sensación que casi todas esas mujeres mueren jóvenes.


La joven esposa.—¿La quisiste mucho?


El marido.—A las mentirosas no se las quiere.


La joven esposa.—¿Por qué?


El marido.—Una locura...


La joven esposa.—Consiguientemente...


El marido.—No hables más del asunto. Te lo suplico. Todo eso ya hace tiempo que pasó. Querer sólo he querido a una, y ésa eres tú. Sólo se quiere aquello que es puro y verdadero.


La joven esposa.—¡Karl!


El marido.—¡Oh, qué seguro, que bien se siente uno en unos brazos así! ¡Por qué no te habré conocido cuando éramos niños! Entonces no habría conocido a otras mujeres.


La joven esposa.—¡Karl!


El marido.—¡Qué guapa eres... guapísima... ven! (Apaga la luz.)


La joven esposa.—¿Sabes en qué he tenido que pensar hoy? El marido.—¿En qué, cariño?


La joven esposa.—En... en Venecia.


El marido.—La primera noche... .


La joven esposa.—Efectivamente... tan... tan...


El marido.—¿Qué? Dilo de una vez.


La joven esposa.—Tan ardientemente como entonces.., ha sido hoy.


El marido.—Sí, tan ardientemente.


La joven esposa.—¡Ah, si tú siempre...!


El marido (echándose en sus brazos).—¿ Cómo?


La joven esposa.— ¡Karl querido!


El marido.—¿Qué querías decir, si yo siempre...?


La joven esposa.—Entonces me daría cuenta de que me amas.


El marido.—Sí, pero tienes que saberlo también. No siempre se es el esposo amante. De vez en cuando uno debe salir a la vida hostil, hay que luchar y esforzarse. No lo olvides nunca, cariño. Todo tiene su época en el matrimonio... y eso es precisamente lo bonito. No hay muchos que después de cinco años... se acuerden de su Venecia.


La joven esposa.—Por supuesto.


El marido.—Y ahora... ¡buenas noches, cariño!


La joven esposa.—¡Buenas noches!


VI


El marido y la muchachita ingenua


(Un reservado en el Riedhof . Elegancia mesurada y cómoda. La estufa de gas está encendida. El marido y la muchachita ingenua.)


(En la mesa hay restos de comida, un merengue, fruta, queso. En las copas, vino blanco húngaro.) (El marido está fumando un habano reclinado en la esquina del diván.)


(La muchachita ingenua sentada junto a él en el sillón, apura con la cuchara la crema del merengue, que sorbe con fruición.)


El marido.—¿Te gusta?


La muchachita ingenua (sin hacerle mayor caso).—¡Oh!


El marido.—¿Quieres otro?


La muchachita ingenua.—No, ya he comido demasiado.


El marido.—Ya no tienes vino (le llena el vaso).


La muchachita ingenua.—¡No!, pero... Mire: lo voy a dejar


ahí, ¿eh? El marido.—¡Vaya!, otra vez con el usted.


La muchachita ingenua.—¡Uy! ¿Sabe? es que es tan difícil

acostumbrarse...


El marido.—¡Sabes!


La muchachita ingenua.—¿Qué?

El marido.—Dime «sabes tú», no «sabe usted». Ven, siéntate a mi lado.


La muchachita ingenua.—Enseguida... todavía no he acabado.


(El MARIDO se levanta, se sitúa detrás del sillón y abraza a ¡a muchacha, mientras vuelve su cabeza hacia el.)


Bueno, ¿qué pasa?


El ingenua (dándole un beso).—Es usted... ¡oh,


marido.—Quisiera un besito.


La muchachita pardon!'Eres un poco fresco.


El marido.—Bueno, ¡ahora se te ocurre!


La muchachita ingenua.—¡Oh, no! Ya se me había ocurrido


antes... ya en la calle. Usted tiene... ¡Oh!


El marido.—¡Tienes!


La muchachita ingenua.—Estarás pensando bien de mí...


El marido.—¿Por qué?


La muchachita ingenua.—Que me haya ido sin más con el

primero que se presenta a un reservado...


El marido.—Bueno, «sin más» no se puede decir.


La muchachita ingenua.—Pero es que tiene una manera tan


agradable de rogar...


El marido.—¿Tú crees?


La muchachita ingenua.—Y además, ¿qué hay de malo en

ello?


El marido.—¡Por supuesto!


La muchachita ingenua.—El que se pasee o el que...


El marido.—Además, hace mucho frío para pasear.


La muchachita ingenua.—Es verdad, hacía mucho frío.


El marido.—Pero aquí estamos calentitos, ¿no? (se sienta de

nuevo, abraza a la muchacha y la atrae a su lado).


La muchachita ingenua (débilmente).—Sí.


El marido.—Bueno, dime... ¿me habías echado el ojo antes?


La muchachita ingenua.—Por supuesto. Ya en la Singers-

trasse...


EL marido.—No me refiero a hoy. Ayer y anteayer y anteanteayer, cuando te he seguido.


La muchachita ingenua.—Bueno, la verdad es que me siguen muchos.


El marido.—Me lo supongo. Pero, ¿te habías fijado en mí?


ia muchachita ingenua.—¿Sabe?... ¡vaya, otra vez! ¿Sabes lo que me pasó hace poco? El marido de mi prima me ha seguido en la oscuridad sin darse cuenta de que era yo.


El marido.—¿Y te habló?


La muchachita ingenua.—Pero, ¿qué te piensas, que todos son tan frescos como tú?


El marido.—Bueno, a veces, sí.


La muchachita ingenua.—La verdad es que sí.


El marido.—Bueno, ¿y qué haces entonces?


La muchachita ingenua.—Nada. Con no responder...


El marido.—Hum..., pero a mí sí que me has respondido.


La muchachita ingenua.—Bueno, ¿y le ha molestado?


El marido (la besa ardientemente).—Tus labios saben a la nata.


La muchachita ingenua.—Al natural son también dulces.


El marido.—¿Eso te lo han dicho muchos?


La muchachita ingenua.—¡Muchos! ¡Pero qué te has creído!


El marido.—Bueno, por una vez, sé sincera. ¿Cuántos te han besado ya en la boca?


La muchachita ingenua.— ¿Para qué me lo preguntas, si no me vas a creer si te lo digo?


El marido.—¿Por qué no?


La muchachita ingenua.—Bueno, pues adivina.


El marido.—Digamos... Bueno, ¡pero no te enfades!


La muchachita ingenua.—¿Por qué me voy a enfadar?


El marido.—Bueno, pues calculo que unos veinte.


La muchachita ingenua (desembarazándose de él).—Bueno... ¿y por qué no cien de entrada?


El marido.—¡Bueno, sólo estaba adivinando!


La muchachita ingenua.— Pues no has acertado.


El marido.—Bueno, pues diez.


La muchachita ingenua (ofendida).—¡Por supuesto!, ¡como si una fuera por la calle y se dejara piropear por cualquiera y acto seguido se fuera a un reservado!




El marido.—No seas tan infantil. El que se vaya por la calle


o se esté sentado en un cuarto... Nosotros estamos ahora


en un restaurante. En cualquier momento puede venir el


camarero, no hay nada malo en ello.


La muchachita ingenua.—Es lo que he pensado yo.


El marido.—¿Habías estado ya alguna vez en un reservado? La muchachita ingenua.—Bueno, si te digo la verdad, sí. El marido.—¿Ves tú?, eso me gusta. Que por lo menos seas

sincera.


La muchachita ingenua.—Pero no como te piensas. Con una


amiga y su novio, este año durante el carnaval, una vez.


El marido.— No habría nada malo en que hubieras estado


con tu amigo.


La muchachita ingenua.—Por supuesto que no hubiera


sido un malheur. Pero no tengo amigo.


El marido.—¡Venga, corta!


La muchachita ingenua.—Te lo juro por mis muertos, no

tengo amigo.


El marido.—Pero no pretenderás que yo me...


La muchachita ingenua.—¿Qué?... No tengo novio, hace ya

más de medio año.


El marido.—¡Ah, vaya! Pero, antes... ¿quién era?


La muchachita ingenua.—¿Por qué se pone tan curioso? El marido.—Tengo curiosidad porque te quiero.


La muchachita ingenua.—¿De veras?


El marido.—Por supuesto. Ya lo habrás notado. Venga,


cuéntame (atrayéndola hacia sí, la aprieta).


La muchachita ingenua.—¿Qué quieres que te cuente?


El marido.—No te hagas de rogar tanto. Me gustaría saber

quién era.


La muchachita ingenua (riendo).—Bueno, pues un hombre. El marido.—Anda, venga ¿quién era?


La muchachita ingenua.—Un poco sí que se te parecía.


El marido.—¡Vaya!


La muchachita ingenua.—Si no te hubieras parecido tanto...


El marido.—¿Qué habría pasado?


La muchachita ingenua.—Bueno, no me preguntes más, ya

ves que...



El marido (comprendiendo).—Ah, claro, por eso has dejado que te hablara.


La muchachita ingenua.—Bueno. Pues sí.


El marido.—Ahora no sé si tengo que alegrarme o enfadarme.


La muchachita ingenua.—Bueno, en su lugar me alegraría.


El marido.—Sí... sí...


La muchachita ingenua.—Y al hablar también me recuerdas a él... y en el mirar


El marido.—¿Qué era él?


La muchachita ingenua.—No, los ojos.


El marido.—¿Cómo se llamaba?


La muchachita ingenua.—Bueno, no me mires así, te lo ruego.


(El marido la abraza, largo beso apasionado.) (La muchachita ingenua se levanta.)


El marido.—¿Por qué te quieres marchar?


La muchachita ingenua.—Ya es hora de que me vaya a casa.


El marido.—Quédate un poco más.


La muchachita ingenua.—No, tengo que irme a casa. ¿Qué crees que va a decir mi madre?


El marido.—¿Vives con tu madre?


La muchachita ingenua.—¡Por supuesto que vivo con mi madre! ¿Qué te has pensado?


El marido.—¡Ahá, con la madre! ¿Vivís solas?


La muchachita ingenua.—¡Sí, lo justo! Somos... cinco hermanos, cinco. Dos chicos y dos chicas más.


El marido.—Bueno, no te sientes tan lejos de mí. ¿Eres la mayor?


La muchachita ingenua.—No, soy la segunda. La mayor es la Kathi; trabaja en una floristería; después voy yo.


El marido.—¿Y qué haces?


La muchachita ingenua.—Bueno, ayudo en casa.


El marido.—¿Siempre?


La muchachita ingenua.—Alguien tiene que quedarse...


El marido.—Por supuesto. ¿Y qué dices a tu madre cuando... llegas tan tarde?


La muchachita ingenua.—Es raro que llegue tarde.


El marido.—Por ejemplo hoy, si te pregunta tu madre...


La muchachita ingenua.—Por supuesto que me lo pregunta. Ya puedo tener cuidado que siempre que llego tarde, se despierta.


El marido.—Y entonces ¿qué le dices?


La muchachita ingenua.—Bueno, le diré que he estado en el teatro.


El marido.—¿Y se lo cree?


La muchachita ingenua.—Bueno, ¿por qué no se lo va a creer? Voy muy a menudo al teatro. Sin ir más lejos, el domingo pasado estuve en la ópera con mi amiga y su novio y mi hermano mayor.


El marido.—¿Y cómo consigues las entradas?


La muchachita ingenua.—Mi hermano... que es peluquero.


El marido.—¿Ah, sí? ¿Es que los peluqueros...? A no ser que sea peluquero del teatro...


La muchachita ingenua.—Pero, vamos a ver: ¿por qué me preguntas tanto?


El marido.—Porque me interesa. ¿Y qué es tu otro hermano?


La muchachita ingenua.—Va todavía a la escuela. Quiere ser maestro. ¡Fíjate!


El marido.—Y después tienes un hermana pequeña.


La muchachita ingenua.—Sí, es todavía un pispajo, pero ya hay que vigilarla. No te puedes dar una idea de cómo se corrompen las chicas en la escuela. ¿Qué te crees? Hace unos días la sorprendí en un rendezvous.


El marido.—¿Sí?


La muchachita ingenua.—¡Fíjate! Con un chaval de la clase que vive enfrente, a las siete y media; estaban paseando en la Strozzigasse. ¡Qué pispajo!


El marido.—¿Y qué has hecho tú?


La muchachita ingenua.—Bueno, pues se ha llevado una...


El marido.—¿Tan rígida eres?


La muchachita ingenua.—Entonces, ¿qué te crees tú? La

mayor está en la tienda, la madre no hace otra cosa que rezongar... todo recae sobre mí.


El marido.—¡Santo cielo, eres deliciosa! (la besa y se pone más tierno). Tú también me recuerdas a alguien.


La muchachita ingenua.—¿Sí?, ¿a quién?


El marido.—Hace ya tiempo... un tiempo... Bueno, en mi juventud. Venga, bebe, cariño.


La muchachita ingenua.—Bueno, ¿y tú?, ¿cuántos años tienes? Además, no sé ni como te llamas.


El marido.—Karl.


La muchachita ingenua.—¡No me digas! ¿Que te llamas Karl?


El marido.—¿También se llamaba Karl?


La muchachita ingenua.—No es posible, esto si que es una coincidencia, esto es... No, los ojos... la mirada... (menéala cabeza).


El marido.—¿Y quién era? Todavía no me lo has dicho.


La muchachita ingenua.—Un hombre malo, eso es cierto, porque, de lo contrario, no me habría dejado plantada.


El marido.—¿Le has querido mucho?


La muchachita ingenua.—Por supuesto que le he querido mucho.


El marido.—Ya sé, era teniente.


La muchachita ingenua.—No era militar. No le han aceptado. Su padre tiene una casa en la... Pero ¿por qué quieres saber todo esto?


El marido (la besa).—En realidad tus ojos son más bien grises. Al principio he pensado que eran negros.


La muchachita ingenua.—Bueno, ¿es que no te gustan?


(El marido la besa en los ojos.)


No, no, eso no, que no lo soporto... ¡Oh, no, por Dios! ¡Oh! Deja que me levante... sólo un rato... te lo suplico.


El marido (cada vez más tierno).—Anda, no.


La muchachita ingenua.—Te lo suplico, Karl.


El marido.—¿Cuántos años tienes... dieciocho, no?


La muchachita ingenua.—Diecinueve cumplidos.


El marido.—Diecinueve... ¿y yo?



La muchachita ingenua.—Tú debes de tener treinta.


El marido.—Y algunos más... pero... mejor no hablar de eso.


La muchachita ingenua.—Él también tenía treinta y dos cuando le conocí.


El marido.—¿Cuánto tiempo hace de eso?


La muchachita ingenua.—Ya ni me acuerdo... El vino debía de tener algo.


El marido.—¿Sí? ¿Por qué?


La muchachita ingenua.—Estoy completamente... ¿sabes?... Todo me da vueltas.


El marido.—Arrímate bien a mí. Así... (la estrecha contra sí y se pone cada vez más tierno. Ella le deja hacer sin oponer resistencia). Te voy a decir algo, tesoro, ahora podíamos irnos...


La muchachita ingenua.—Sí, a casa.


El marido.—¡Hombre!, no exactamente.


La muchachita ingenua.—Pero ¿qué te has creído?... No, no. No voy a ninguna parte. ¿Te has supuesto que...?


El marido.—Bueno, escúchame, cariño. La próxima vez que nos encontremos, ¿sabes?, lo vamos a preparar todo de tal manera que... (se deja caer al suelo, y reposa su cabeza en su seno). ¡Ay, qué bien se está, qué bien se está así!


La muchachita ingenua.— Pero ¿qué haces? (ella le besa los cabellos). Oye, en el vino debía de haber algo... Tengo tanto sueño... ¿Qué pasará si no puedo levantarme? Pero... pero... Karl, ¡mira que si entra alguien...! Te lo pido por favor... el camarero.


El marido.—En la vida... entra aquí... un camarero...


..................................................................................................


(La muchachita ingenua está reclinada con los ojos cerrados en la esquina del diván.)


El marido (pasea de una parte a otra de la habitación después de encenderse un cigarro. Largo silencio. La sigue observando largo tiempo. Para sí).—¿Quién sabe qué clase de persona será? ¡Caramba! Ha sido demasiado rápido... y no muy prudente por mi parte. ¡Hum!


La muchachita ingenua (sin abrirlos ojos).—En el vino debía de haber algo.




El marido.—¿Porqué?


La muchachita ingenua.—Porque de lo contrario...


El marido.—Pero ¿por qué echas la culpa al vino?


La muchachita ingenua.— ¿Dónde estás?, ¿por qué estás tan lejos? Ven más cerca.


(El marido se acerca y se sienta.)


Bueno, dime si te gusto.


El marido.—Eso ya sabes que... (se interrumpe de repente). Por

supuesto.


La muchachita ingenua.—¿Sabes?... es tan... Venga, dime la


verdad ¿qué había en el vino?


El marido.—Pero, ¿qué crees?, ¿que soy un envenenador

profesional?


La muchachita ingenua.— Sí. Mira, no lo entiendo. Yo no


soy así... Nos conocemos sólo desde hace... Tú, yo no soy

así... ¡Por Dios!, si piensas eso de mí...


El marido.— Pero, ¿por qué te preocupas? Yo no pienso

nada malo de ti. Sólo pienso que me quieres.


La muchachita ingenua.—Sí.


El marido.—En todo caso, cuando dos personas jóvenes se


encuentran solas en una habitación para cenar y se bebe

un poco... no hace falta que haya nada en el vino.


La muchachita ingenua.—Sólo lo había dicho así...


El marido.—Sí, ¿por qué lo habías dicho?


La muchachita ingenua (algo testaruda).—Me había avergonzado un poco...


El marido.—Es ridículo. No tienes el menor motivo. Tanto

más cuanto te recuerdo a tu primer amante.


La muchachita ingenua.—Sí.


El marido.—Al primero. Ahora me interesaría saber quiénes

fueron los otros.


La muchachita ingenua.—No hubo ninguno más.


El marido.—Eso no es verdad, no puede ser verdad.


La muchachita ingenua.—Venga, por favor, no me martirices.


El marido.—¿Quieres un cigarrillo?


La muchachita ingenua.—No, muchas gracias.


El marido.—¿Sabes qué hora es?


La muchachita ingenua.—¿Por qué me lo preguntas?


El marido.—Las once y media.


La muchachita ingenua.—¡Ah! ¿sí?


El marido.—¿Y la mamá? Ya está acostumbrada, ¿no?


La muchachita ingenua.—¿Qué pasa, que ya me quieres mandar a casa?


El marido.—Eso era lo que querías hacer antes tú misma.


La muchachita ingenua.—Venga, ¡cómo has cambiado! ¿Qué es lo que te he hecho yo ahora?

El marido.—Pero, cariño, ¿que qué me has hecho? ¡qué ocurrencias tienes! ¿Qué te pasa?


La muchachita ingenua.—Y sólo ha sido tu mirada, santo cielo porque, si no, ya hace tiempo que... son muchos los que me han pedido que vaya con ellos al reservado...


El marido.—Bueno, ¿quieres que otra vez...? Cualquier día de éstos aquí... o en cualquier otro sitio.


La muchachita ingenua.—No lo sé.


El marido.—¿Qué significa de nuevo: no lo sé?


La muchachita ingenua.—Bueno, si me preguntas...


El marido.—Venga, ¿cuándo? Ante todo quisiera aclararte que no vivo en Viena. De vez en cuando vengo para un par de días.


La muchachita ingenua.—¡Venga, corta! ¿Que no eres vienes...?


El marido.—Soy vienes, pero ahora vivo fuera.


La muchachita ingenua.—¿Dónde?


El marido.—Bueno, eso no importa.


La muchachita ingenua.—Venga, no tengas miedo, yo no voy a ir a buscarte


El marido.—Bueno, si te divierte, puedes venir. En Graz.


La muchachita ingenua.—¿En serio?


El marido.—Sí, ¿de qué te extrañas?


La muchachita ingenua.—Estás casado, ¿no?


El marido.—¿Cómo se te ocurre eso?


La muchachita ingenua.—Bueno, ha sido eso, una ocurrencia.


El marido.—¿Y no te molestaría...?


La muchachita ingenua.—Bueno, preferiría que fueras soltero. Pero ya se ve que estás casado.


El marido.—Bueno, pero dime: ¿por qué me preguntas eso?


La muchachita ingenua.—Cuando alguien dice que no vive en Viena y que no tiene tiempo...


El marido.—Bueno, pues no es nada del otro mundo.


La muchachita ingenua.—No me lo creo.


El marido.—Además, no quieres tener la mala conciencia de haber inducido a la infidelidad a un hombre casado.


La muchachita ingenua.—Bueno, estoy segura de que tu mujer hace lo mismo que tú.


El marido (soliviantado).—Oye, eso no te lo consiento. Tales observaciones...


La muchachita ingenua.—Creía que no tenías mujer...


El marido.—La tenga o no, no se hacen semejantes observaciones (se levanta).


La muchachita ingenua.—Bueno, Karl... Karl..., no te enfades ¿qué te pasa? Mira, no sabía realmente que estuvieras casado. Sólo he hablado por hablar. Venga, sé bueno.


El marido (vuelve tras unos segundos a ella).—Realmente sois unas creaturas extrañas, vosotras... las hembras. (Se pone de nuevo tierno a su lado.)


La muchachita ingenua.—No... te vayas... es ya tan tarde...


El marido.—Bueno, ahora escúchame. Vamos a hablar en serio. Yo quisiera verte más veces, con frecuencia.


La muchachita ingenua.—¿De veras?


El marido.—Pero para ello es necesario... que me pueda fiar de ti. Yo no puedo estar vigilándote.


La muchachita ingenua.—Puedo vigilarme perfectamente yo sola.


El marido.—Tú eres... bueno, no se puede decir que no tengas experiencia... pero eres joven... y los hombres en general son unos sinvergüenzas.


La muchachita ingenua.—¡Anda!


El marido.—Y no lo digo sólo en sentido moral. Ya me entiendes...


La muchachita ingenua.—Bueno, pero, ¿qué te has creído tú de mí?


El Marido.—Pues bien, si quieres quererme... a mí... podre-mos arreglarlo... aunque viva en Graz. Aquí, donde en cada momento puede entrar cualquiera, no es el sitio más adecuado.


(La muchachita ingenua se le acurruca.)


La próxima vez nos veremos en cualquier otra parte.


La muchachita ingenua.—De acuerdo.


El marido.—Donde nadie nos moleste.


La muchachita ingenua.—De acuerdo.


El marido (la abraza con pasión).—Lo demás lo hablamos de camino a casa. (Se levanta, abre la puerta.)


Camarero..., ¡ La cuenta!




VII


La muchachita ingenua y el poeta


(Una habitación pequeña, decorada con gusto y discreción. Cortinas que dejan el cuarto casi oscuro. Estores rojos y gran escritorio en el que hay en gran desorden papeles y libros. Un pianino junto a la pared. La muchachita ingenua y el poeta. Entran en ese momento en la habitación. El poeta cierra la puerta con llave.)


El poeta.—Bueno, tesoro, ya estamos (la besa).


La muchachita ingenua (con sombrero y mantilla).—¡Ay, qué bonito! Aunque ver... no se ve mucho.


El poeta.—Tienes que acostumbrar esos ojazos a la oscuridad... esos lindos ojos (la besa en los ojos).


La muchachita ingenua.—Para eso estos lindos ojos no tendrán tiempo.


El poeta.—¿Por qué?


La muchachita ingenua.—Porque sólo me voy a quedar un minuto.


El poeta.—Por lo menos te quitarás el sombrero... ¿no?


La muchachita ingenua.—Por un minuto...


El poeta (coge el alfiler de su sombrero y le quita el sombrero).—Y la mantilla...


La muchachita ingenua.—Pero, ¿qué quieres? Me tengo que marchar enseguida.


El poeta.—Pero descansarás un poco... Nos hemos dado un paseo de tres horas.


La muchachita ingenua.—Sí, en coche.


El poeta.—Para volver a casa, pero junto al arroyo, en Weid.-ling, nos hemos dado un paseo de tres horas. Venga siéntate tranquila, cariño... donde quieras. Aquí junto al escritorio... mejor no, ahí no estás muy cómoda. Siéntate junto al diván. Así (la aprieta contra el diván). Ahí, y la cabe-cita en el cojín.


La muchachita ingenua (riéndose).—¡Pero si no estoy cansada...!


El poeta.—Eso te lo crees tú. Así... Además, aunque no tengas sueño, puedes dormir. Voy a quedarme quieto. Si quieres, te puedo cantar una nana para que duermas... mía, naturalmente (se acerca al pianino).


La muchachita ingenua.—¿Tuya?


El poeta.—Sí.


La muchachita ingenua.—Creía que eras doctor.


El poeta.—¿Y eso? Te he dicho que soy escritor.


La muchachita ingenua.—Todos los escritores son doctores.


El poeta.—No, no todos. Yo por ejemplo no soy doctor. Pero, ¿cómo piensas eso?


La muchachita ingenua.—Porque acabas de decirme que lo que tocas es tuyo.


El poeta.—Bueno... puede ser que no sea mío. Es lo mismo. ¿Sí? Por lo demás, da igual quién lo haya escrito. Eso sí, debe ser bonito, ¿no?


La muchachita ingenua.—Por supuesto... tiene que ser bonito... Eso es lo que importa.


El poeta.—¿Sabes qué he querido decir?


La muchachita ingenua.—¿Con qué?


El poeta.—Con lo que acabo de decirte.


La muchachita ingenua (somnolienta).—Por supuesto.


El poeta (se incorpora, se acerca a ella y h acaricia los cabellos).—No has entendido ni palabra.


La muchachita ingenua.—¡Bueno, que no soy tan tonta!


El poeta.—Por supuesto que eres tontita. Pero precisamente por eso te quiero. ¡Ah, es tan bonito cuando sois un poco tontitas! Quiero decir en la manera como lo eres tú.


La muchachita ingenua.—Pero bueno: ¡me estás insultando!


El poeta.—¡Ángel, pequeñina! A que sí, a que se está bien acostada en la alfombra persa?


La muchachita ingenua.—Sí. Venga ¿no querías tocarme algo al piano?


EL poeta.—No, prefiero estar junto a ti (la acaricia).


La muchachita ingenua.—Venga, ¿no podrías dar un poco de luz?


El poeta.—En absoluto... esta penumbra es muy beneficiosa. Hoy hemos estado todo el santo día bañados por los rayos del sol. Ahora, por así decirlo, hemos salido del baño y nos ponemos... la penumbra como si fuera un albornoz (se ríe). ¡Ah, no! Hay que decirlo de otra manera... ¿No crees?


La muchachita ingenua.—No sé.


El poeta (separándose un poco de ella).—¡Divina, esta estupidez! (Toma un cuaderno y escribe un par de palabras.)


La muchachita ingenua.—¿Qué haces? (volviéndose hacia él). ¿Qué estás apuntando?


El poeta (quedamente).—Baño, penumbra, albornoz... así (guarda el cuaderno. Más alto). Nada... ahora dime, tesoro, ¿no quieres comer o beber algo?


La muchachita ingenua.—Sed no tengo, pero sí hambre.


El poeta.—Hum... habría sido mejor que tuvieras sed. En casa tengo coñac, pero comida tendría que ir a comprarla.


La muchachita ingenua.—¿No puedes encargarla?


El poeta.—Es un poco difícil, mi sirvienta ya se ha ido... Bueno, espera... voy yo mismo... ¿qué quieres?


La muchachita ingenua.—No merece la pena, dentro de un rato me voy a ir a casa.


El poeta.—Eso ni hablar, tesoro. Pero te voy a decir algo: cuando marchemos nos vamos a cenar juntos.


La muchachita ingenua.—No, para eso no tengo tiempo. Y además, ¿adonde íbamos a ir? Podría vernos algún conocido.


El poeta.—¿Tienes tantos conocidos?


La muchachita ingenua.—Con que nos vea uno sólo, ya tenemos el lío.


El poeta.—¿A qué lío te refieres?


La muchachita ingenua.—¿Tú qué te piensas si mi madre se entera?


El poeta.—Podemos ir a algún sitio donde nadie nos vea. Hay restaurantes con habitaciones privadas.


La muchachita ingenua (cantando).—Sí, «cena en la chambre separée».


El poeta.—¿Has estado ya alguna vez en una chambre separée?


La muchachita ingenua.—Si quieres que te diga la verdad, sí.


El poeta.-—¿Quién fue el dichoso mortal?


La muchachita ingenua.—¡Oh, no es como te lo piensas! Estuve con una amiga mía y su novio. Me llevaron con ellos.


El poeta.—Bueno, no esperarás que me crea eso.


La muchachita ingenua.—No tienes por qué creértelo.


El poeta (acercándose).—¿Te has puesto colorada? Ya no se ve nada. Apenas vislumbro tus rasgos (le pasa la mano por la mejilla). Pero incluso así te reconozco.


La muchachita ingenua.—Bueno, ten cuidado no me vayas a confundir con alguna otra.


El poeta.—Es extraño, pero ya no me acuerdo de qué aspecto tienes.


La muchachita ingenua.—¡Oh, muchas gracias!


El poeta (serio).—Oye, es casi terrible, no te imagino... En cierto sentido ya te he olvidado. Si por lo menos me pudiera acordar del tono de tu voz... que estuvieras... Al mismo tiempo cerca y lejos.


La muchachita ingenua.—Pero bueno, ¿qué dices?


El poeta.—Nada, cariño, nada. ¿Dónde están tus labios?


La muchachita ingenua.—¿No prefieres dar la luz?


El poeta.—No... (se pone muy tierno). Dime si me quieres.


La muchachita ingenua.—Mucho... mucho.


El poeta.—¿Has querido a alguien como me quieres a mí?


La muchachita ingenua.—Ya te he dicho que no.


El poeta.—Pero... (suspira).


La muchachita ingenua.—Era mi novio...


El poeta.— Me gustaría que no pensaras ahora en él.


La muchachita ingenua.— Bueno... pero, ¿qué haces? Mira...


El poeta.—También podíamos imaginamos que estamos en

un palacio en la India.


La muchachita ingenua.—Estoy seguro que allí no son tan

malos como tú.


El poeta.—¡Qué estúpido! Es divino... ¡Ah, si supieras lo


que significas para mí!


La muchachita ingenua.—Sí.


El poeta.—Deja de separarte... que no te hago nada... por el

momento.


La muchachita ingenua.—Es que me haces daño con el

corsé.


El poeta (con naturalidad).—Pues quítatelo.


La muchachita ingenua.—Bueno, pero por eso no vayas a

ser malo.


El poeta.—En absoluto.


(La muchachita ingenua se levanta y se quita en la oscuridad el corsé.)


(El poeta mientras tanto se ha sentado en el diván.) Oye, ¿no te interesa cómo me llamo?


La muchachita ingenua.—Bueno, ¿cómo te llamas?


El poeta.—No te voy a decir cómo me llamo, sino cómo me hago llamar.


La muchachita ingenua.—¿Qué diferencia hay?


El poeta.—Bueno, pues cómo me llamo como escritor...


La muchachita ingenua.—¡Ay!, ¿no escribes bajo tu nombre real?


(El poeta se acerca a ella.)


Bueno... no, venga. El poeta.—El aroma que le embriaga a uno ¡Qué dulce!


(Besa sus pechos.)


La muchachita ingenua.—¡No me rasgues la camisa!


El poeta.—Fuera con eso... todo eso sobra.


La muchachita ingenua.—¡Pero Roberto...!


El poeta.—Y ahora ven a nuestro palacio indio.


La muchachita ingenua.—Pero antes dime si me quieres.


El poeta.— ¡Pero si te adoro! (La besa ardientemente.) Te adoro... sí... mi tesoro... mi primavera... mi...


La muchachita ingenua.—Robert... Robert...


........................................................................................................


El poeta.—Ha sido una felicidad celestial... Me llamo...


La muchachita ingenua.—Roberto, Roberto.


El poeta.—Me hago llamar Biebitz.


La muchachita ingenua.—¿Por qué te llamas Biebitz?


El poeta.—No me llamo Biebitz... Me hago llamar así... no

has oído este nombre.


La muchachita ingenua.—No.


El poeta.—Entonces ¿no conoces el nombre Biebitz? ¡Ah,

divino! ¿De veras? ¿Estás diciendo que no lo conoces, no

es así?


La muchachita ingenua.—Te digo que no lo he oído.


El poeta.—¿No vas nunca al teatro?


La muchachita ingenua.—Sí, hace poco estuve con un...

¿sabes?, con el tío de mi amiga y mi amiga hemos ido a la

ópera a ver la Cavalkria.


El poeta.—Hum, entonces ¿no vas al Burgtheater?.


La muchachita ingenua.—Para ahí no me dan las entradas


gratis.


El poeta.—La próxima vez te mandaré una entrada.


La muchachita ingenua.—¡Ay, sí! Pero no te olvides. Para

algo divertido.


El poeta.—¡Vaya!... para algo divertido... ¿No puede ser para

algo triste?


La muchachita ingenua.—Hombre, no me gusta.


El poeta.—¿Aunque sea una obra mía?


La muchachita ingenua.—¡Venga ya!... ¿una obra tuya?

¿que escribes para el teatro?


El poeta.—Permíteme que encienda la luz. Todavía no te he

visto, desde que eres mi amante, ¡ángel! (Enciende una

vela.)


La muchachita ingenua.—¡Oye, que me da vergüenza!


Dame por lo menos una manta.


El poeta.—Más tarde. (El se acerca con la luz hacia ella,y la observa largamente.)


La muchachita ingenua (se cubre la cara con las manos).—¡Venga, Roberto!


El poeta.— Eras bella, eras la belleza, eres quizás la naturaleza misma, eres la santa sencillez.


La muchachita ingenua.—¡Ay, que me salpicas con la vela! ¡Mira que atención me prestas!


El poeta (aparta la vela).—Tú eres lo que desde hace tiempo estoy buscando. Tú sólo me amas a mí, tú me amarías aunque fuera un empleado de mercería. Eso hace bien. Quiero confesarte que sigo sin poder quitarme de la cabeza una sospecha. Dime sinceramente ¿ni te has supuesto que yo podía ser Biebitz?


La muchachita ingenua.—¡Pero bueno, que no sé lo que quieres de mí! No conozco a ningún Biebitz.


El poeta.—¡Lo que es la fama! Bueno, olvida lo que te he dicho, olvida incluso el nombre que te he dicho. Para ti soy Robert y quiero seguir siéndolo. Sólo estaba bromeando. Yo no soy escritor, soy empleado y por la tarde toco el piano con un grupo de canción popular.


La muchachita ingenua.—Bueno, ahora soy yo la que no te conozco... No. ¿Y por qué me miras así? Bueno, ¿qué pasa? ¿qué tienes?


El poeta.— Es extraño. Lo que nunca me ha pasado, tesoro, estoy a punto de llorar. Tú me comprendes profundamente. Vamos a seguir juntos, sí. Nos vamos a querer mucho.


La muchachita ingenua.—Oye, ¿es verdad eso del grupo de canción popular?


El poeta.—Sí, pero no me preguntes más. Si me quieres, no me preguntes más. Dime, ¿podrías tomar libre dos semanas enteras?


La muchachita ingenua.—¿Qué quiere decir eso de totalmente libre?


El poeta.—Bueno, pues... fuera de casa.


La muchachita ingenua.—¡¡Pero bueno!! ¿Cómo piensas que voy a poder?, ¿qué diría mi madre? Además sin mí en casa todo iría patas arriba.


El poeta.—Es que me había imaginado poder estar contigo

solo, en alguna parte, en soledad, fuera, vivir un par de semanas en el bosque, en la naturaleza... Y entonces, un día, adiós... separarnos sin saber hacia dónde.


La muchachita ingenua.—Y ahora ¿te pones a hablar de decimos adiós? Y yo que me había supuesto que me querías.


El poeta.—Precisamente por eso (se inclina hacia ella y la besa en la frente). ¡Tú, dulce creatura!


La muchachita ingenua.—Oye, abrázame un poco, que me quedo fría.


El poeta.—Ya es hora de que te vistas. Espera, te voy a encender un par de velas más.


(La muchachita ingenua se incorpora. Sin mirar.)


No. (Junto a la ventana.) Dime, cariño, ¿eres feliz?


La muchachita ingenua.—¿Qué quieres decir?


El poeta.—Quiero decir que si en general eres feliz.


La muchachita ingenua.—¡Hombre!, podrían irme mejor las cosas.


El poeta.—No me estás entendiendo. De tu situación doméstica ya me has hablado suficientemente. Ya sé que no eres una princesa. Pero, dejando aparte todo eso, cuando te sientes vivir sencillamente... ¿sientes que estás viva?


La muchachita ingenua.—Venga, ¿no tienes un peine?


El poeta (va a la mesa del tocador, le da un peine mientras la observa).—¡Santo cielo! ¡qué guapa estás!


La muchachita ingenua.— Bueno... ¿verdad que sí?


El poeta.—Espera, quédate así... voy a buscar algo para la cena y...


La muchachita ingenua.—Pero es que es muy tarde.


El poeta.—¡Si ni siquiera son las nueve!


La muchachita ingenua.—Venga, sé bueno, de lo contrario tengo que darme prisa.


El poeta.—¿Cuándo nos veremos entonces?


La muchachita ingenua.—Bueno, ¿cuándo quieres que nos veamos?


El poeta.—¿Mañana?


La muchachita ingenua.—¿Qué día es mañana?


El poeta.—Sábado.


La muchachita ingenua.—¡Oy!, no puedo. Mañana tengo que ir con mi hermana a casa del tutor.


El poeta.—Bueno, pues el domingo... hum... domingo... el domingo... te lo voy a explicar. Yo no soy Biebitz, pero Biebitz es mi amigo. Te lo voy a presentar una día; te enviaré una entrada y después paso a recogerte a la salida del teatro. Y tú me dirás si te ha gustado la pieza, ¿vale?


La muchachita ingenua.—Ahora vienes de nuevo con la historia de Biebitz... Me estás volviendo loca.


El poeta.—Sólo te conoceré realmente, cuando sepa lo que has sentido en esa obra.


La muchachita ingenua.—Bueno, ya estoy lista.


El poeta.—Vamos, tesoro (hacen mutis).



VIII


El poeta y la actriz


(Habitación en una fonda. Es una tarde de primavera, la luna encima de los prados y las colinas. Gran silencio. Entran el poeta y la actriz. Al entrar se apaga la luz que el poeta tiene en la mano.)


El poeta.—¡Uy!...


La actriz.—¿Qué ha pasado?


El poeta.—La luz. ¡Pero no la necesitamos! Mira, es totalmente de día. ¡Maravilloso!


(La Actriz de repente junta las manos y se inclina cerca de la ventana.)


¿Qué te ocurre?


(La Actriz permanece callada. El poeta va hacia ella.)


¿Pero qué haces?


La Actriz (enfadada).—¿No lo ves?, ¡estoy rezando!


El poeta.—¿Tú crees en Dios?


La Actriz.—Por supuesto, ¿qué te piensas, que soy una canalla?


El poeta.—¡Ah, vaya!


La actriz.—Acércate y arrodíllate a mi lado. Alguna vez podrías rezar tú también. No se te van a caer los anillos.


(El poeta se arrodilla a su lado y la abraza.)


¡Calavera! (Se levanta.) ¿Y sabes también a quién he rezado?


El poeta.—A Dios, me imagino.


La actriz (con mucha soma).—¡Por supuesto! Tú eres a quien he rezado.


El poeta.—¿Por qué entonces has mirado por la ventana?


La actriz.—Dime mejor adonde me has traído, ¡seductor!


El poeta.—Pero, hija, ¡si ha sido idea tuya! Eras tú la que querías venir al campo, y precisamente aquí.


La actriz.—Y bien, ¿no tengo razón?


El poeta.—Por supuesto, es maravilloso. Cuando uno piensa que estamos a dos horas de Viena... ¡Qué soledad, qué paisaje!


La actriz.—¿Qué?, a que aquí sí que podrías escribir bien. Si tuvieras talento, claro.


El poeta.—¿Ya has estado aquí antes?


La actriz.—¿Que si he estado aquí antes? Pues claro. ¡He vivido varios años!


El poeta.—¿Con quién?


La actriz.—Pues, con Fritz por supuesto.


El poeta.—¡Ah, ya!


La actriz.—Es que lo adoraba.


El poeta.—Eso ya me lo has dicho.


La actriz.—Por favor, si te aburro me voy.


El poeta.—¿Tú aburrirme?... Ni te imaginas lo que significas para mí... Tú ya eres un mundo... Tú eres lo divino, el genio... Tú eres... eres sencillamente la santa simplicidad-Sí, tú... Pero no deberías hablar ahora de Fritz.


La actriz.—Sí, realmente, ha sido una confusión. ¡Venga!


El poeta.—Menos mal que lo reconoces.


La actriz.—Ven aquí, ¡dame un beso!


(El poeta la besa.)


Bueno, pero ahora nos damos las buenas noches, ¿eh?

¡Adiós, tesoro!

El poeta.—¿En qué sentido?


La actriz.—¡Pues que quiero dormir!


El poeta.—Sí, por supuesto, pero ¿por qué me das las buenas noches?, ¿dónde paso yo la noche?




La actriz.—Seguro que en esta casa hay más habitaciones.


El poeta.—Pero es que las otras no me importan absolutamente nada. Bueno, voy a dar la luz, ¿te parece?


La actriz.—Sí.


El poeta (enciende la luz que está sobre la mesilla de noche).—¡ Qué habitación más hermosa... y qué piadosa es la gente aquí. Todo está lleno de imágenes de santos... Sería interesante vivir un periodo entre esta gente... es otro mundo. En el fondo sabemos tan poco de los otros...


La actriz.-—No digas tonterías y alcánzame la bolsa de la mesa.


El poeta.—¡Aquí la tienes, amor!


(La actriz saca de la bolsita una imagen pequeña enmarcada y la pone en la mesilla de noche.)


¿Qué es esto?


La actriz.—Una virgen.


El poeta.—¿La llevas siempre contigo?


La actriz.—¡Por supuesto! Es mi talismán. Y ahora vete, Ro-bert.


El poeta.—Pero, ¿qué broma es ésa? ¿no tenía que ayudarte?


La actriz.—No, ahora tienes que irte.


El poeta.—¿Y cuándo tengo que volver?


La actriz.—.En diez minutos.


El poeta (la besa).—Hasta luego.


La actriz.—¿Adonde vas?


El poeta.—Voy a estar paseando delante de la ventana. Me gusta pasear de noche. Así tengo mejores ocurrencias. Y acerca de ti... embriagado de tu nostalgia... por así decirlo, de tu arte.


La actriz.—Hablas como un idiota...


El poeta (dolido).—Hay mujeres que quizás hablarían... como un poeta.


La actriz.—Bueno, venga, vete ya. Pero no te líes con la camarera.


(El poeta sale.)




(La actriz se desnuda. Escucha cómo el poeta baja la escalera de madera, y oye sus pasos debajo de la ventana. Se acerca, una vez desvestida, a la ventana, mira hacia abajo, él está allí; le llama en voz baja.) ¡Ven!


(El poeta sube rápidamente y se precipita hacia ella, que mientras tanto se ha metido en la cama y ha apagado la luz. El cierra la puerta con llave.)


Bueno, ahora te sientas a mi lado y me cuentas algo.


El poeta (se sienta junto a ella en la cama).—¿Quieres que cierre la ventana?, ¿no tienes frío?


La actriz.—¡En absoluto!


El poeta.—¿Qué quieres que te cuente?


La actriz.—Bueno, pues, dime a quién estás siendo infiel en este momento.


El poeta.—¡Lástima que no lo sea todavía!


La actriz.—Bueno, consuélate, yo también estoy engañando a alguien.


El poeta.—Me lo puedo imaginar.


La actriz.—Bueno ¿y quién te supones que es?


El poeta.—Bueno, nena, de eso no tengo ni idea.


La actriz.—Pues adivina.


El poeta.—Vamos a ver... pues, a tu director.


La actriz.—Querido, no soy una corista.


El poeta.—Bueno, pensaba que...


La actriz.—Adivina otra vez.


El poeta.—Pues... a un colega... a Benno.


La actriz.—Bueno, si a ése ni siquiera le gustan las mujeres... ¿no lo sabes? ¡Ése hombre tiene un lío con su cartero!


El poeta.—¡ No me digas!


La actriz.—¡Bueno, mejor será que me des un beso!


(El poeta la estrecha entre sus brazos.)


Pero ¿qué haces? El poeta.—No me martirices tanto. La actriz.—Escucha, Robert, te voy a hacer una propuesta.


Métete conmigo en la cama. El poeta.—¡Aceptado!


La actriz.—¡Ven rápido, rápido!


El poeta.—Si... de mí dependiera, ya hace tiempo que estaba dentro. ¿Oyes?


La actriz.—¿Qué tengo que oír?


El poeta.—Cómo cantan lo grillos.


La actriz.—Tú estás loco, cariño, aquí no hay grillos.


El poeta.—Pero, ¿es que no los oyes?


La actriz.—Venga, ven de una vez.


El poeta.—Aquí estoy. (Apretándose.)


La actriz.—Bien, ahora estáte quieto... Pst... no te muevas.


El poeta.—¿Qué te pasa ahora?


La actriz.—¿Querrías tener un lío conmigo?


El poeta.—De eso deberías haberte dado cuenta ya.


La actriz.—Bueno, eso es lo que querrían muchos.


El poeta.—Pero no hay duda de que ahora estoy en una situación muy favorable.


La actriz.—Entonces ¡ven, mi grillito! Desde ahora te voy a llamar grillo.


El poeta.—Bien...


La actriz.—Dime de una vez, ¿a quién crees que estoy engañando?


El poeta.—¿A quién?... Quizás a mí...


La actriz.—Ay, chavalín, tú estás mal de la cabeza.


El poeta.—O a alguien... a quien ni tú misma has visto nunca... a alguien a quien no conoces, a alguien que está previsto para ti y a quien nunca podrás encontrar.


La actriz.—Te ruego, no hables tan estúpidamente como si fuera un cuento.


El poeta.—¿No es extraño que tú también...? Y con todo se podría creer... Pero no. Sería robarte lo mejor, si uno quisiera... Venga, ven... ven...


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La actriz.—Esto es más bonito que actuar en dramas estúpidos... ¿no te parece?


El poeta.—Hombre, me imagino que a veces tendrás que actuar en dramas más sensatos, ¿no?


La actriz.—¡Mira que eres arrogante! Estoy segura de que te refieres a los tuyos.


El poeta.—Exacto.


La actriz (seria).—La verdad es que es una pieza magnífica. El poeta.—¡Menos mal!


La actriz.—Sí, ¡eres un gran genio, Robert!


El poeta.—A propósito, ¿me podrías decir por qué cancelaste tu actuación anteayer? No te pasaba nada.


La actriz.—Es que quería enfadarte.


El poeta.—¿Y por qué? ¿qué te he hecho yo?


La actriz.—Has estado arrogante.


El poeta.-- ¿Yo?


La actriz.—Todos en el teatro opinan lo mismo.


El poeta.—¿Ah, sí?


La actriz.—Pero les dije: Este hombre tiene por supuesto el derecho a ser arrogante.


El poeta.—¿Y los otros qué respondieron?


La actriz.—¿Y por qué tenía que responderme algo la gente? No hablo con nadie.


El poeta.—¡Ahá!


La actriz.—Es que les gustaría envenenarme. Pero no lo consiguen.


El poeta.—No pienses ahora en los otros. Alégrate de que estemos aquí y dime más bien que me quieres.


La actriz.—Pero ¿qué más pruebas quieres?


El poeta.—Esto no se puede probar de ninguna manera.


La actriz.—¡Esto sí que es bueno! ¿Qué más quieres?


El poeta.—¿A cuántos has dado pruebas de esta especie?... ¿has querido a todos?


La actriz.—¡No, por Dios! Sólo he querido a uno.


El poeta (abrazándola).—A mí...


La actriz.—¡Fritz!


El poeta.—Me llamo Robert. ¿Qué es lo que significo para ti, cuando ahora me estás llamando Fritz?


La actriz.—Eres un capricho.


El poeta.—No está mal saberlo.


La actriz.—Bueno ¿y no te gusta?


El poeta.—¿Y por qué me iba a gustar?


La actriz.—Hombre, creo que tienes motivo.


El poeta.—¡Ah, por eso!


La actriz.—Por supuesto, grillito mío, que estás más pálido... Bueno, ¿cómo va lo del canto?, ¿siguen cantando?


El poeta.—Ininterrumpidamente. ¿No los oyes?


La actriz.—Por supuesto, los oigo. Pero son ranas, chavalín.


El poeta.—Te equivocas, las ranas croan.


La actriz.—Por supuesto que croan.


El poeta.—Pero en este caso no croan, nena. Cantan.


La actriz.—Eres lo más tozudo que nunca he conocido. Dame un beso, ranita mía.


El poeta.—Por favor, no me llames así. Me pones de los nervios.


La actriz.—Pues, ¿cómo quieres que te llame?


El poeta.—Tengo un nombre: Robert.


La actriz.—¡Bueno!, es estúpido.


El poeta.—Te ruego que me llames por mi nombre.


La actriz.—Bueno, Robert, dame un beso... Ah! (Ella le besa.) ¿Estás ya contento ranita? Ja, ja, ja.


El poeta.—¿Me permites que encienda un cigarrillo?


La actriz.—Dame uno. (Coge una pitillera de la mesilla de noche, saca dos cigarrillos, los enciende y le da uno a ella.) A todo esto no me has dicho nada sobre mi actuación de ayer.


El poeta.—¿Qué actuación?


La actriz.—¡Bueno!


El poeta.—¡Ah, ya! Ayer no estuve en el teatro.


La actriz.—Te estás burlando.


El poeta.—En absoluto. Como anteayer habías cancelado tu actuación, me supuse que ayer no estarías todavía en plena posesión de tus fuerzas y por eso pensé que era mejor no ir.


La actriz.—Pues te has perdido una gran cosa.


El poeta.—¡Ah!


La actriz.—Estuve sensacional.


El público se quedó pálido.


El poeta.—¿Te has fijado en eso?


La actriz.—Benno me dijo: «nena, has estado divina».


El poeta.—¡Vaya, y anteayer tan enferma!


La actriz.—Efectivamente, lo estaba. ¿Y sabes por qué? Por nostalgia de ti.


El poeta.—Antes me has dicho que me querías enfadar y que por eso cancelaste tu actuación.


La actriz.—Pero ¿qué sabrás tú de mi amor por ti? A ti te da lo mismo. Y me he pasado toda la noche con fiebre. Con cuarenta de fiebre.


El poeta.—Para un capricho es ya demasiado.


La actriz.—Y a esto lo llamas capricho. Me muero de amor


por ti y lo llamas un capricho...


El poeta.—¿Y Fritz?


La actriz.—Fritz... no me hables de ese galeote.


IX


La actriz y el conde


(El dormitorio de la actriz. Amueblado suntuosamente. Son las doce del mediodía, las persianas todavía están bajadas, una candela arde en la mesilla de noche, la actriz todavía está tumbada en su cama con dosel. Sobre la colcha hay numerosos periódicos. Entra el conde con el uniforme de capitán de caballería de los dragones. Se queda parado en la puerta.)


La actriz.—¡Ah, el señor conde!


El conde.—Tengo permiso de la señora mamá, si no, no hubiera...


La actriz.—Por favor, acérquese.


El conde.—Beso su mano. Perdón, cuando se entra de la calle... apenas veo nada. Bueno... aquí estamos bien. (Aliado de la cama.) Beso su mano.


La actriz.—Tome asiento, señor conde.


El conde.—Me dijo la señora mamá que la señorita se encuentra indispuesta... Espero que no sea nada serio.


La actriz.—¿Nada serio? He estado al borde de la muerte.


El conde.—¡Por Dios!, ¿cómo es posible?


La actriz.—De cualquier forma es muy amable por su parte, tomarse la molestia de visitarme.


El conde.—¡Al borde de la muerte! Y ayer por la tarde usted todavía estaba actuando como una diosa.


La actriz.—Realmente fue un gran triunfo.


El conde.—¡Magnífico!... La gente estaba entusiasmada. Y yo, no quiero decirle.


La actriz.—Le agradezco sus preciosas flores.


El conde.—Por favor, señorita.


La actriz (indicando con los ojos un gran cesto de flores, puesto encima de una mesita junto a la ventana).—Ahí están.


El conde.—Ayer prácticamente la cubrieron de flores y ramos.


La actriz.—Aún está todo en mi camerino. Sólo me traje a casa su cesto.


El conde (le besa la mano).—¡Qué amable de su parte!


(La actriz de repente coge la de él y la besa.)


Pero, señorita...


La actriz.—No se asuste, señor conde, esto no le obliga a nada en absoluto.


El conde.—Es usted un ser extraño... casi se podría decir que enigmático. (Pausa.)


La actriz.—Es que la señorita Birken es más fácil de adivinar.


El conde.—Sí, la pequeña Birken no supone ningún problema, pero... en fin, la conozco sólo de manera superficial.


La actriz.—¡Ya!


El conde.—Puede creerme. Pero usted es un problema. Por eso siempre he tenido un deseo ardiente. Ciertamente me he perdido un gran placer, siendo ayer... la primera vez que la he visto actuar.


La actriz.—¿Es posible?


El conde.—Sí. Mire usted, señorita, lo del teatro es tan complicado... Estoy acostumbrado a cenar tarde... y cuando llego, ha pasado lo mejor. ¿No es cierto?


La actriz.—Pues desde ahora cenará más pronto.


El conde.—Sí, también he pensado ya en eso. O nada. El cenar realmente no es un placer.


La actriz.—¿Pero qué placer conoce usted, joven carcamal?


El conde.—¡Eso es lo que a veces me pregunto! Pero no soy un carcamal. Tiene que haber otra razón.


La actriz.—¿Usted cree?


El conde.—Claro. El Lolo, por ejemplo, dice que soy un filósofo. ¿Sabe, señorita?, él opina que pienso demasiado.




La actriz.—Sí, pensar, eso es lo malo.


El conde.—Tengo demasiado tiempo, por eso pienso tanto. Por favor, señorita, escúcheme: he pensado que, si me trasladasen a Viena, sería mejor. Aquí hay diversión, estímulo. Aunque en el fondo no es distinto que allí.


La actriz.—¿Dónde es allí?


El conde.—Allí, allí abajo, ¿sabe, señorita? en Hungría, en esos puebluchos, donde he estado acuartelado la mayoría del tiempo.


La actriz.—Y usted, ¿qué ha hecho en Hungría?


El conde.—Pues, como yo digo, señorita, el servicio.


La actriz.—Y entonces ¿por qué se ha quedado tanto tiempo en Hungría?


El conde.—Pues... eso es lo que pasa.


La actriz.—Uno tiene que volverse loco.


El conde.—¿Y eso por qué? Realmente hay más cosas que hacer que aquí, ¿sabe usted, señorita? Instruir reclutas, hacer remonta... y además el sitio tampoco resulta tan malo como se dice. Es algo muy hermoso, la llanura, y una puesta de sol... Es una pena que no sea pintor, a veces he pensado que si fuese pintor, lo pintaría. Hemos tenido uno en el regimiento, el joven Splany, que ha sabido hacerlo. Pero ¡qué historias más aburridas le estoy contando, señorita!


La actriz.—No, por favor, me estoy divirtiendo soberanamente.


El conde.—¿Sabe, señorita?, con usted se puede charlar, esto ya me lo había dicho el Lolo, y es algo que uno encuentra raras veces.


La actriz.—Pues sí, en Hungría.


El conde.—¡Y en Viena lo mismo! Los hombres son iguales en todos los sitios; donde hay más, más grande resulta el gentío, ésta es la única diferencia. Dígame, señorita, realmente, ¿le gusta la gente?


La actriz.—¿¿Gustarme?? ¡La odio! ¡No quiero ni verla! Yo nunca veo a nadie. Estoy siempre sola, nadie entra en esta casa.


El conde.—Mire, es exactamente lo que pensaba, que en realidad es una misántropa. En el arte eso tiene que pasar




a menudo. Así, en las altas esferas... pues, lo tiene bien. ¡Usted al menos sabe por qué vive!


La actriz.—¿Quién le ha dicho eso? ¡No tengo ni idea de por qué estoy viviendo!


El conde.—¡Por favor, señorita! Usted es famosa, célebre...


La actriz.—¿Es acaso una suerte?


El conde.—¿Suerte? ¡Por favor, señorita! La suerte no existe. Sobre todo aquellas cosas de las que más se habla, no existen... por ejemplo, el amor. Así es.


La actriz.—En eso, por supuesto, tiene razón.


El conde.—Placer... borrachera... en realidad no hay nada que se pueda afirmar... con certeza. En este momento estoy disfrutando... bien, yo sé que disfruto. O estoy ebrio, vale. Esto también es seguro. Y cuando ha pasado, pues bueno ha pasado.


La actriz (con ampulosidad).—¡Ha pasado!


El conde.—Pero hasta que uno no... ¿cómo podría decirlo? Hasta que uno no se entrega al momento, es decir, se piensa en el después o en el antes, pues... la cosa termina en seguida. Después... es triste... Antes es incierto... En una palabra... uno no hace más que dar palos de ciego. ¿No tengo razón?


La actriz (asiente con grandes ojos).—Por supuesto, ha captado el sentido.


El conde.—Y verá, señorita, una vez que uno tiene claro esto, le da absolutamente lo mismo vivir en Viene, en la puszta o en Steinamanger. Mire, por ejemplo... ¿dónde puedo dejar mi gorra?... Bien, gracias... ¿De qué estábamos hablando?


La actriz.—De Steinamanger.


El conde.—Exacto. Pues, como decía, la diferencia no es grande. El que por la tarde esté sentado en el casino o en el club, eso es absolutamente lo mismo.


La actriz.—¿Y cómo le va en cuestiones amorosas?


El conde.—Si se cree en ello, siempre hay alguien que te quiera.


La actriz.—Como, por ejemplo, la señorita Birken.


El conde.—De veras, señorita, no sé por qué siempre sale a relucir en sus palabras la pequeña Birken.


La actriz.—Porque es su amante.


El conde.—¿Quién dice tal cosa?


La actriz.—Todo el mundo lo sabe.


El conde.—Menos yo, ¡qué extraño!


La actriz.—¡Se ha batido en duelo por ella!


El conde.—Tal vez me han herido de muerte y no me he dado cuenta.


La actriz.—Bien, señor conde, es usted un caballero. Siéntese más cerca.


El conde.—Con su permiso.


La actriz.—Aquí. (Lo atrae hacia sí y pasa la mano por sus cabellos.) Estaba segura de que hoy vendría.


El conde.—¿Yeso?


La actriz.—Ya lo supe ayer en el teatro.


El conde.—¿Me vio desde el escenario?


La actriz.—¡Pero hombre! ¿No se ha dado cuenta de que actué sólo para usted?


El conde.—¿Cómo es posible?


La actriz.—¡Sentí que flotaba cuando le he visto sentado en primera fila!


El conde.—¿Flotar?, ¿por mí? No imaginé que me hubiera observado.


La actriz.—Con su distinción puede desesperar a cualquiera.


El conde.—Bueno señorita...


La actriz.—¡«Sí, señorita»!... Quítese al menos su sable.


El conde.—Con su permiso. (Se lo quita, lo apoya en la cama.)


La actriz.—Y dame un beso de una vez.


(El conde la besa, ella no le suelta.)


Hubiera sido mejor no haberte visto nunca.


El conde.—¡Es mucho mejor así!


La actriz.—¡Señor conde, deja tanta pose!


El conde.—¿Yo... por qué?


La actriz.—¿Sabe usted qué felices serían algunos si pudieran estar en su lugar?


El conde.—Soy muy feliz.


La actriz.—Bueno, creo que no existe la felicidad. ¿Por qué

me miras así? ¡Creo que usted me tiene miedo, señor conde!


El conde.—Ya le he dicho, señorita, que es usted un problema.


La actriz.—¡Ah, déjame en paz con al filosofía... ven aquí! Y ahora pídeme lo que quieras... puedes obtener todo lo que desees. Eres demasiado guapo.


El conde.—Bien, le pido su permiso (besando su mano) para poder volver esta tarde.


La actriz.—Esta tarde... es que tengo que actuar.


El conde.—Después del teatro.


La actriz.—¿Y no quiere ninguna otra cosa?


El conde.—Todo lo demás se lo pediré después del teatro.


La actriz (ofendida).—Pues ya puedes seguir pidiendo mucho tiempo, miserable petulante.


El conde.—Pues mire usted... mejor, mira: hasta ahora hemos sido tan sinceros uno con el otro... Me parece que todo esto estaría mucho más hermoso por la tarde, después del teatro... más acogedor que ahora... tengo la impresión de que en cualquier momento se podría abrir la puerta...


La actriz.—No se abre desde afuera.


El conde.—Mira, creo que de antemano no se tendría que echar a perder tan a la ligera lo que posiblemente pudiera ser muy hermoso.


La actriz.—¡Posiblemente!


El conde.—¡Por la mañana, si le soy sincero, me parece horroroso el amor!


La actriz.—¡Bueno! Es lo más loco que jamás me haya ocurrido.


El conde.—No estoy hablando de cualquier mujer... al fin y al cabo generalmente es lo mismo. Pero mujeres como tú... no. Me puedes llamar loco cien veces... Pero mujeres como tú... no se toman antes del desayuno. Bueno, así... sabes... así...


La actriz.—¡Dios, qué dulce eres!


El conde.—Comprendes lo que he dicho, ¿verdad? Me lo imagino de esta manera.


La actriz.—Bien, ¿cómo te lo imaginas?


El conde.—Pienso que... te espero después del teatro en un coche, luego nos vamos juntos a algún buen sitio a cenar.


La actriz.—Yo no soy la señorita Birken.


El conde.—No he dicho eso. Me parece que para todo se necesita buen humor. Siempre una cena me pone de buen humor. Lo más hermoso es cuando se vuelve de cenar a casa, juntos en el coche, y luego...


La actriz.—¿Luego qué?


El conde.—Bueno luego... eso depende de cómo se desarrollen las cosas.


La actriz.—Siéntate más cerca. Más cerca.


El conde (sentándose sobre la cama).—Debo decir que de los cojines sale una especie de... ¿es reseda, no?


La actriz.—¿Hace mucho calor aquí, no te parece?


(El conde se inclina y besa su cuello.)


¡Oh, señor conde, esto va en contra de su programa! El conde.—¿Quién ha dicho eso? Yo no tengo ningún programa.


(La actriz, atrayéndole hacia sí.)


Hace verdaderamente mucho calor aquí. La actriz.—¿Tú crees? Y tan oscuro como si fuese de noche... (Le atrae hacia sí.) Es la tarde... la noche... Si hay demasiada luz para ti, cierra los ojos. ¡Ven...! ¡Ven...!


(El conde no opone resistencia.)


La actriz.—Bueno, ¿qué pasa ahora con el buen humor, petulante?


El conde.—Eres un pequeño diablo.


La actriz.—¿Qué expresión es ésa?


El conde.—Bueno, pues un ángel.


La actriz.—¡Menudo actor podrías ser! ¡De verdad que conoces a las mujeres! ¿Y sabes qué voy a hacer ahora?


El conde.—¿Qué?


La actriz.—Voy a decirte que no quiero verte nunca más.


El conde.—Pero, ¿por qué?


La actriz.—No, no. ¡Eres demasiado peligroso para mí! Vuelves loca a cualquier hembra. Ahora de pronto estás delante de mí como si no hubiese pasado nada...


El conde.—Pero...


La actriz.—Permítame recordarle, señor conde, que acabo de ser su amante.


El conde.—¡Nunca lo olvidaré!


La actriz.—¿Y qué pasa con lo de esta tarde?


El conde.—¿A qué te refieres?


La actriz.—Pues, ¿no querías esperarme después del teatro?


El conde.—Sí, claro, por ejemplo, pasado mañana.


La actriz.—¿Qué significa eso de pasado mañana? Habíamos hablado de hoy.


El conde.—Eso no tendría sentido.


La actriz.—¡Vejestorio!


El conde.—No me malinterpretes. Yo pienso en algo mayor, en... ¿cómo podría decirlo? en lo concerniente al alma...


La actriz.—¿A mí qué me importa tu alma?


El conde.—Créeme, ella es parte de esto. No considero correcto, que se pueda separar una cosa de otra esto de tal manera.


La actriz.—Déjame en paz con tu filosofía. Si buscase eso, leería un libro.


El conde.—De los libros nunca se aprende nada.


La actriz.—¡Esto sí que es verdad! Por eso tienes que esperarme esta noche. Por lo que respecta al alma ya nos pondremos de acuerdo, ¡canalla!


El conde.—Pues si me permites, entonces yo con mi coche...


La actriz.—Me esperarás aquí en mi piso... después del teatro.


El conde.—Por supuesto. (Se ciñe el sable.)


La actriz.—¿Qué estás haciendo?


El conde.—Creo que ya es hora de irme. Para una visita de cumplido me he quedado un poco más de la cuenta.


La actriz.—Bueno, esta tarde no tiene que ser una visita de cumplido.


El conde.—¿Tú crees?


La actriz.—De eso me ocuparé yo. Y ahora dame otro beso mi pequeño filósofo. Así, seductor, criaturita, explotador turón... tú... (Después de haberle besado apasionadamente varias veces, se lo quita apasionadamente de encima.) ¡Señor conde, ha sido para mí un gran honor!


El conde.—¡Beso su mano, señorita! (Cerca de la puerta.) Hasta la vista.


La actriz.—¡Adiós, Steinmanger!



X


EL CONDE Y LA PROSTITUTA


(Amanece, alrededor de las seis. Un cuarto de una sola ventana decorado con cierta modestia; las persianas, amarillentas y sucias están bajadas. Las cortinas de un color verdoso están gastadas. Una cómoda encima de la cual hay unas fotografías y un sombrero de mujer de poco valor y que choca por su mal gusto. Detrás del espejo, unos abanicos japoneses también de poco valor. En la mesa, cubierta con un mantel protector de color rojo, hay una lámpara de petróleo encendida que despide un débil olor a quemado, con una pantalla amarilla de papel; aliado una jarra con restos de cerveza y un vaso medio vacío. En el suelo, en desorden, unos vestidos de mujer que denotan que alguien se ha desprendido de ellos con precipitación. En la cama, durmiendo, la prostituta, que respira tranquilamente. Tumbado en el diván, completamente vestido, el conde, en gabán, el sombrero aliado de la cabecera del diván, en el suelo.)


El conde (empieza a moverse, se frota los ojos, se levanta rápidamente, se queda sentado y mira a su alrededor).—¡Uy, cómo es que...! ¡Ah, sí!... He subido con esa mujer a su casa... (Se levanta rápidamente, ve la cama de ella.)


Ahí está tumbada... ¡Las cosas que le pueden pasar a uno a mi edad! No me acuerdo de nada, no sé si me han subido... No, si he visto... yo llego a esta habitación... sí... en este momento todavía estaba despierto o me he despertado en ese momento... ¿o... es sólo que esta habitación me recuerda algo?...

Válgame Dios... Claro... ayer por la tarde lo he visto... (Mira el reloj.) ¡Jo!, ayer... hace unas horas... Sabía que tenía que pasar algo... lo he presentido... Ayer, cuando empecé a beber, he sentido que... ¿Y qué ha pasado después?... Pues nada... ¿O hay algo...? Santo Dios... hacía... hacía diez años que no me había pasado una cosa igual... En pocas palabras, estaba borracho. Si por lo menos supiese cuándo me la cogí... ¡Ah, sí!, ya me acuerdo, cuando entré en el café de prostitutas con el Lolo y... No, no... Nos hemos ido del Sachen.. y después durante el camino ya ha... Sí, cierto, iba en el coche con el Lolo... Bueno, ¿para qué me voy a quebrar la cabeza? ¡Si da lo mismo! Vamos a ver cómo salimos. (Se levanta. La lámpara se tambalea.) ¡Ah!, mira la durmiente. ¡Sí que tiene un sueño tranquilo! No sé nada de nada. De todas maneras le voy a dejar el dinero en la mesilla... y ¡hasta la vista!... (Separa delante de ella, la mira un rato largo.) ¡Si no supiese quién es! (Se fija en ella largamente.) Yo he conocido a muchas mujeres, que ni durmiendo tenían un aspecto tan virtuoso. ¡Válgame Dios!... el Lolo diría de nuevo que estoy filosofando, pero es verdad; también él nos hace a todos iguales, me parece; como su señora hermana, la muerte... Bueno, sólo quería saber si... Bueno, tendría que acordarme... No, no, en seguida me he tirado aquí en el diván... y no ha pasado nada... Es increíble cómo se parecen todas las mujeres... Bueno, venga... (Hace ademán de irse.) Sí, efectivamente. (Coge la cartera y está sacando un billete.)


La prostituta (se despierta).—Bueno, pero... ¿tan de madrugada, quién es? (Le reconoce.) ¡Hola, muchachito!


El conde.—Buenos días. ¿Has dormido bien?


La prostituta (se despereza).—Ah, ven aquí. Dame un besito.


El conde (se inclina hacia ella, se lo piensa y se aleja de nuevo).—Estaba para irme en este momento...


La prostituta.—¿Irte?


El conde.—En realidad, ya era hora.


La prostituta.—¿Así que quieres irte?


El conde (con cierto embarazo).—Pues sí.


La prostituta.—Pues, hala; y que vuelvas otra vez.


El conde.—Sí, adiós. ¿No quieres darme la manita?




(La prostituta saca la mano de la almohada.)


(El conde coge la mano, la besa automáticamente, se da cuenta, se ríe.) Como a una princesa. Por lo demás, si uno...


La prostituta.—¿Por qué me miras de esa manera?


El conde.—Si uno se fija sólo en la cabecita, como ahora... Al despertarse todas parecen tan inocentes... Santo cielo, lo que uno podría pensar, si no oliera tanto a petróleo...


La prostituta.—Sí, con la lámpara siempre es una calamidad.


El conde.—¿Qué edad tienes en realidad?


La prostituta.—¿Pues, tú qué crees?


El conde.—Veinticuatro.


La prostituta.—¡Bueno!


El conde.—¿Eres mayor?


La prostituta.—¡No llego ni a los veinte?


El conde.—¿Y cuánto tiempo llevas...?


La prostituta.—Hace ya un año que estoy en el negocio.


El conde.—Has empezado bien temprano.


La prostituta.—Mejor temprano que tarde.


El conde (se sienta en la cama).—Dime sólo una cosa, ¿eres feliz?


La prostituta.—¿Qué?


El conde.—Quiero decir, ¿estás bien?


La prostituta.—¡Bah!, yo estoy siempre bien.


El conde.—¿Ah, sí? Di, nunca se te ha ocurrido que podrías hacer otra cosa? Podrías tener por ejemplo un amante.


La prostituta.—¿Crees que no tengo ninguno?


El conde.—Sí, esto lo sé... pero me estoy refiriendo a alguien... ¿sabes? a alguien que te mantenga para que no tengas que irte con cualquiera.


La prostituta.—Yo, no es que me vaya con cualquiera. Gracias a Dios, no lo necesito, me los escojo.


(El conde mira a su alrededor.)


(La prostituta se da cuenta.) El próximo mes nos mudamos

a la ciudad, a la Spiegelgasse.


El conde.—¿Nosotros? ¿Quiénes?


La prostituta.—Pues, la mujer y un par de otras chicas que habitan aquí.


El conde.—¿Aquí vive más gente contigo?


La prostituta.—Aquí al lado... ¿no oyes? Es la Milli, que estaba también en el café.


El conde.—Ahí está roncando alguien.


La prostituta.—La Milli, que continúa roncando todo el día hasta las diez de la noche. Después se levanta y se va al café.


El conde.—¡Vaya vida!


La prostituta.—Por supuesto. A ella la llevan los demonios. Yo, a las doce del mediodía ya estoy en la calle.


El conde.—¿Y que haces a las doce en la calle?


La prostituta.—¿Y qué quieres que haga? La carrera.


El conde.—¡Ah, claro, naturalmente! (Se pone en pie, saca la cartera y deja un billete encima de la mesilla.) Adieu.


La prostituta.—¿Ya te marchas? Bueno... que vuelvas pronto. (Se da la vuelta en la cama.)


El conde (separa otra vez).—Oye, dime, ¿te da todo igual?


La prostituta.—¿Qué?


El conde.—Quiero decir que ya nada te produce placer.


La prostituta (bosteza).—Tengo sueño.


El conde.—A ti ya todo te es igual, si uno es joven o viejo, o si uno...


La prostituta.—¿Y por qué preguntas?


El conde.—Pues... (De pronto se acuerda de algo.) Si, ya sé a quién me recuerdas...


La prostituta.—¿Me parezco a alguien?


El conde.—Increíble, realmente increíble. Te lo ruego, ahora no digas nada, un minuto en silencio... (La mira.) La misma cara, exactamente la misma cara. (De repente la besa en los ojos.)


La prostituta.—Bueno, ¿y...?


El conde.—Válgame Dios, es realmente una pena que tú no seas otra cosa... ¡Tú sí que podrías ganarte una fortuna!


La prostituta.—Eres exactamente como el Franz.


El conde.—¿Quién es Franz?


La prostituta.—Pues el camarero de nuestro café...


El conde.—¿Por qué soy exactamente como el Franz?


La prostituta.—Eso también dice siempre, que yo podría hacer mi fortuna y que tendría que casarme con él.


El conde.—¿Por qué no lo haces?


La prostituta.—Muchas gracias... no querría casarme, en absoluto. Quizás más tarde.


El conde.—Los ojos... es que son los ojos... El Lolo diría seguramente que soy un loco, pero voy a besarte otra vez los ojos... así... y ahora adiós, ahora me marcho.


La prostituta.—Adiós.


El conde (en la puerta).—Tú... dime, ¿es que no te extraña nada?


La prostituta.—¿Qué?


El conde.—Que no quiera nada de ti.


La prostituta.—Hay muchos hombres que no tienen ganas por la mañana.


El conde.—Bueno... (Para sí mismo.) Realmente es estúpido que pretenda que se extrañe... Pues, adiós... (Junto a la puerta.) Realmente, me estoy cabreando. Ya sé de sobra que a estas mujeres les importa sólo el dinero... ¿por qué digo «éstas»...? Es bonito que ella por lo menos no lo disimule. Me debería de alegrar al menos. Tú... ¿sabes qué? Volveré pronto.


La prostituta (con los ojos cerrados).—Bien.


El conde.—¿Cuándo estás en casa?


La prostituta.—Yo estoy siempre en casa. Sólo tienes que preguntar por Leocadia.


El conde.—Leocadia... Bien. Pues... adiós. (En la puerta.) Todavía tengo el vino en la cabeza. Pues esto es el máximo... estoy con una de éstas y no he hecho sino besarla en los ojos, porque me ha recordado a alguien... (Se gira hacia ella.) Tú... Leocadia, ¿te pasa más veces que uno se marche de tal manera?


La prostituta.—¿Pues cómo?


El conde.—Cómo yo.


U prostituta.—¿Por la mañana?


El conde.—No... Quiero decir si alguna vez alguien ha estado contigo... y no te ha pedido nada.


La prostituta.—No, esto no me ha pasado nunca.


El conde.—¿Y tú qué crees?, ¿crees que no me gustas?


La prostituta.—¿Y porqué no te voy a gustar? Bien que te he gustado durante la noche.


El conde.—¿También ahora me gustas?


La prostituta.—Pero durante la noche te he gustado más.


El conde.—¿Por qué crees esto?


La prostituta.—¿Pues por qué preguntas de manera tan tonta?


El conde.—Durante la noche... sí, dime, ¿no me he caído enseguida sobre el diván?


La prostituta.—Por supuesto, conmigo.


El conde.—¿Contigo?


La prostituta.—Sí, ¿ya no te acuerdas?


El conde.—¿Que yo...? O sea, ¿nosotros dos...? Sí.


La prostituta.—Pero te has dormido enseguida.


El conde.—Enseguida me he... ¡Ah!... O sea, fue así...


La prostituta.—Sí, muchachito. ¡Buena curda debías de tener para no acordarte de nada.


El conde.—¡Ah!... Y con todo... es que es un parecido lejano... Adiós... (Escucha.) ¿Qué pasa?


La prostituta.—La camarera de la habitación ya está levantada. Anda, dale algo al salir. También está abierto el portal; te ahorras el sereno.


El conde.—Sí. (En la antecámara.) Pues... Habría sido, por supuesto, hermoso si la hubiese besado sólo en los ojos. Esto hubiese sido casi una aventura... Bueno, pero no era el día. (La camarera de habitación entra, abre la puerta.) ¡Ah!, ahí tiene... Buenas noches.


Camarera.—Buenos días.


El conde.—Sí, sí, por supuesto... buenos días... buenos días...


* * *

Fin...