LA TRÁGICA HISTORIA DEL
DOCTOR FAUSTO
CHRISTOPHER MARLOWE
PERSONAJES
CORO
DOCTOR FAUSTO
VALDÉS amigos de Fausto
CORNELIO
WAGNER, criado de Fausto
ROBÍN
RALPH
UN PAYASO
UN TABERNERO
UN CHALÁN
ESTUDIANTE PRIMERO
ESTUDIANTE SEGUNDO
ESTUDIANTE TERCERO
EL PAPA
EL CARDENAL DE LORENA
EL EMPERADOR
UN CABALLERO DEL SÉQUITO
IMPERAL
EL DUQUE DE VANHOLT
LA DUQUESA DE VANHOLT
UN VIEJO
Criados, etc.
MEFISTÓFELES
LUCIFER
BELCEBÚ
ÁNGEL BUENO
ÁNGEL MALO
Diablos
Los siete pecados capitales Espíritus que asumen la forma de Alejandro Magno, su amante y Elena de Troya
ENTRA EL CORO
No andando por los campos de Trasimeno, donde Marte acompañó a los cartagineses; no entreteniéndose en retozos de amor en regias cortes donde se derroca el estado; no tampoco en la pompa de soberbias y audaces proezas se propone nuestra Musa pronunciar sus celestiales versos. Sólo una cosa, señores, deseamos ejecutar, y es trazar las fortunas de Fausto, buenas o malas. A vuestros pacientes juicios apelamos para el aplauso, empezando por hablar de Fausto en su infancia. He aquí que nació, de padres de origen humilde, en una ciudad alemana llamada Rhodes. Siendo de más maduros años pasó a Wurtenberg, donde sus parientes le educaron. Pronto se aventajó en teología, obteniendo los frutos de la escolástica, con lo que en breve fuele otorgado el grado de doctor. Excedió a todos aquellos cuyo deleite consiste en discutir los celestes asuntos de la teología, hasta que, ensoberbecido por su inteligencia y amor propio, con alas de cera se elevó más allá de donde podía, y, al ellas derretirse, tramaron los cielos su caída. Por lo cual, dando en diabólicas ejercitaciones y saciándose de los dorados dones de la cultura, entró en la maldita necromancia. Nada fue tan dulce para él como la magia, que prefirió a las mayores felicidades. Este es el hombre de que aquí se trata.
(Mutis.)
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
FAUSTO, en su gabinete
FAUSTO. —- Concreta tus estudios, Fausto, y principia a sondear la profundidad de lo que sondear quieres. Habiendo comenzado por ser teólogo llegaste a los extremos de todo arte y vives y mueres en las obras de Aristóteles. «Bene disserere est finís logicis.» Más, el arte de discurrir bien ¿no proporciona mayor milagro? Entonces no leas más, porque ya has alcanzado ese fin. Mayor tema es propio del ingenio de Fausto. Di adiós a la economía y hazte galeno, porque «Ubi desinit philoso-phus ibi incipit medicus». Sé, pues, médico, Fausto; amontona oro y eternízate por alguna maravillosa cura. «Summun bonum medicinae sanitas.» Si el fin de la medicina es la salud de nuestro cuerpo, ¿por qué, Fausto, no has llegado a ese fin? ¿No se juzgan aforismos tus comunes palabras? ¿No son tus recetas citadas como monumentos, no has librado de la peste ciudades enteras y no has aliviado miles de incurables enfermedades? Con todo, no eres más que Fausto, esto es, un hombre. ¿Podrías hacer a los hombres vivir eternamente, o devolver los muertos a la vida? Entonces esa profesión merecería ser estimada. Ea, adiós, medicina. ¿Dónde está Justiniano? (Volviéndose a un libro.) «Si una eademque res legatur duobus, alter rem, alter valorem reí», etc. ¡Lindo caso de mezquinos legados! (Leyendo de nuevo.) «Exhaereditare filium non potest pater nisi», etc. Tal es el tema de la institución y universal cuerpo del derecho. Su estudio es propio de un jornalero que no mire más que a matarse trabajando, pero harto iliberal y servil para mí. En conjunto es mejor la teología. Mira, Fausto, bien la Biblia de Jerónimo. (Toma la Biblia y la abre.) «Stipendium peccati mors est. Si peccasse negamus fallimur et nulla est in nobis veritas.» Pero nosotros tenemos que pecar y por consecuencia que morir, y morir con eterna muerte. ¿Cómo llamar a esta doctrina? «Che sera, sera». ¿Lo que ha de ser ha de ser? ¡Adiós teología! (Cierra la Biblia y vuélvese a unos libros de magia.) La metafísica de los magos y necrománticos libros es celestial. Aquí hay líneas, círculos, escenas, letras y caracteres. Esto es lo que Fausto desea más. ¡Oh, qué mundo de provechos y deleites, de poder, de honor, de omnipotencia se promete aquí al estudioso artífice! Cuantas cosas se mueven entre los quietos polos quedarán sometidas a mi mandato. Reyes y emperadores sólo son obedecidos en sus diversas provincias, mas no pueden levantar el viento ni desgarrar las nubes, mientras el dominio del mago de eso excede y llega tan lejos cual llegue la mente del hombre. Un buen mago es un dios poderoso. Aplica tu cerebro, Fausto, a conseguir la divinidad. (Entra Wagner.) Vete, Wagner, a buscar a mis más queridos amigos, el alemán Valdés y Cornelio, y diles que deseo que me visiten.
(Entran el ángel bueno y el ángel malo.)
ÁNGEL BUENO. —- ¡Oh, Fausto! Deja a un lado ese condenado libro y no mires en él, que tentará tu alma y atraerá sobre tu cabeza la pesada ira de Dios. Lee las Escrituras, que eso otro es blasfemia.
ÁNGEL MALO. —- Sigue adelante, Fausto, en ese famoso arte donde se contienen todos los tesoros de la naturaleza, y serás en la tierra, como Júpiter en el cielo, señor y dominador de los elementos.
(Salen.)
FAUSTO. — ¡Cómo esto me enajena! ¿Podré hacer que los espíritus ejecuten lo que me pete, resolviéndome todas las dificultades y efectuando las más desesperadas empresas que yo quiera? Los haré volar hasta la India por oro, despojar el océano de perlas de oriente y buscar en todos los ámbitos del Nuevo Mundo placenteros f ratos y principescas golosinas. Haré que me enseñen las más extrañas filosofías y me digan los secretos de los reyes extranjeros. Yo les haré que amurallen toda Alemania con bronce y que el rápido Rhin circunde la bella Wurtenberg. Les mandaré que tapicen las escuelas públicas con seda y que vayan los estudiantes elegantemente vestidos. Reclutaré soldados con el dinero que ellos me acuñen y expulsaré al príncipe de Parma de nuestra tierra para reinar como único rey de nuestras provincias. Haré que más extraordinarias máquinas de guerra que las que hendieron el puente de Amberes inventen para mí mis serviciales espíritus. Pasad, alemán Valdés y Cornelio, y favorecedme con vuestro discreto discurso. (Entran Valdés y Cornelio.) Valdés, dulce Valdés, y Cornelio, sabed que vuestras palabras me han convencido al fin de que practique la magia y las artes ocultas. Y no sólo vuestras palabras, sino también mi imaginación, que ya no admitirá tema alguno que no trate de la necromántica pericia. La filosofía es odiosa y obscura, el derecho y la medicina propios de mentes angostas, y la teología, más baja que las otras tres ciencias, es desagradable, áspera, vil y despreciable. La magia es lo sólo que me extasía. Ayudadme, pues, gentiles amigos, en mi intento, y yo, que con concisos silogismos he confundido a los pastores de la Iglesia alemana y hecho a la flor de Wurtenberg ocuparse de mis problemas, cuando los espíritus infernales acudan en mi ayuda, seré tan sagaz como lo fue aquel Agrippa cuya sombra aún hace que toda Europa le honre.
VALDÉS. —- Fausto, esos libros, tu inteligencia y nuestra experiencia harán que todas la naciones nos canonicen. Y así como los moros de la India obedecen a sus señores españoles, así los súbditos de todos los elementos estarán siempre al servicio de nosotros tres. Nos guardarán como leones cuando nos plazca, y, como alemanes jinetes con sus armas o cual gigantes lapones, trotarán a nuestro lado. Otras veces nos servirán de mujeres o de virginales doncellas, con más belleza en sus vaporosas frentes que tienen los blancos pechos de la diosa del amor. De Venecia nos traerán grandes barcos mercantes, y de América el vellocino de oro que todos los años engrosa el tesoro del viejo Felipe. Basta para ello que el culto Fausto se resuelva.
FAUSTO. —- Por tu vida, Valdés, que estoy resuelto y no objeto nada.
CORNELIO. —- Los milagros que ejecuta la magia te harán decidir no estudiar otra cosa. El que tiene rudimentos de astrología y es rico en lenguas y entendido en minerales, tiene todos los principios que la magia requiere. No dudes, pues, Fausto, y renómbrate y serás más frecuentado por este misterio que antaño lo fuera de Delfos el oráculo. Los espíritus me han dicho que pueden secar el mar y extraer los tesoros de los buques náufragos y hasta la riqueza que nuestros padres escondieron en las macizas entrañas de la tierra. Siendo así, Fausto, ¿qué más necesitaremos los tres?
FAUSTO. — Nada, Cornelio. ¡Oh, cuánto lisonjea esto mi alma! Hacedme alguna mágica demostración para que yo pueda hacer conjuros en algún lujuriante bosque y entrar en plena posesión de esas alegrías.
VALDÉS. — Entonces encamínate a algún bosque solitario y lleva contigo las obras de Albano y del sabio Bacon, el Salterio hebreo y el Nuevo Testamento; que de las demás cosas que se requieren ya te informaremos en nuestra próxima conferencia.
CORNELIO. —- Hazle conocer primero, Valdés, las palabras del arte y cuando haya aprendido las demás ceremonias, Fausto puede probar él mismo su inteligencia.
VALDÉS. — Antes te instruiré en los rudimentos y entonces serás más perfecto que yo.
FAUSTO. — Pues venid a comer conmigo y después de yantar trataremos de esas sutilezas y a la hora de dormir veré lo que puedo hacer y esta noche efectuaré un conjuro, aunque me cueste la vida.
ESCENA II
Ante la casa de FAUSTO. Llegan dos ESTUDIANTES
ESTUDIANTE PRIMERO. — Me gustaría saber qué ha sido de Fausto, que atronaba nuestras escuelas con su « sic probo ».
ESTUDIANTE SEGUNDO. — Ahora lo sabremos, porque ahí llega su espolique.
(Entra Wagner con unas botellas de vino.)
ESTUDIANTE PRIMERO. —- ¿Qué hay, hombre? ¿Dónde está tu amo?
WAGNER. —- Dios lo sabe.
ESTUDIANTE SEGUNDO. —- ¿No lo sabes tú?
WAGNER. —- Yo, Sí; pero los demás no.
ESTUDIANTE PRIMERO. —- Vamos, déjate de chanzas y di-nos dónde está.
WAGNER. —- Induzco que no es forzoso, por fuerza de argumentación, que vosotros, por ser licenciados, conozcáis su paradero; así, reconoced vuestro error y prestadme atención.
ESTUDIANTE SEGUNDO. —- ¿No dices que sabes dónde está?
WAGNER. — ¿Tenéis testigos de ello?
ESTUDIANTE PRIMERO. — Sí, porque te hemos oído.
WAGNER. —- Preguntad a mi compañero de robo si soy ladrón.
ESTUDIANTE SEGUNDO. —- Bien, ¿no nos lo dices?
WAGNER (imitando solemnemente los métodos cultos de argüición). — Sí, señor, yo os lo diré; mas, con todo, de no ser vosotros unos zopencos, jamás me preguntaríais cosa tal, porque ¿no es mi amo «corpus naturale» y por añadidura «mobile»? En consecuencia, ¿a qué viene formular tal pregunta? Porque el que yo sea por naturaleza flemático, lento en airarme y pronto a la lujuria (o, como podéis entender, el amor), no quiere decir que autorice a que os acerquéis a cuarenta pies del lugar en cuestión, aunque no tengo duda de que por hacerlo os veré refutados en las dos próximas sesiones. Habiendo, pues, triunfado sobre vosotros, doy a mi faz puritano aspecto y principio a hablar así (con voz gazmoña y beata): en verdad, mis queridos hermanos, mi señor está dentro, comiendo con Valdés y Cornelio, como este vino, si pudiera hablar, lo confirmaría a Vuestras Mercedes. Y así, el Señor os bendiga, conserve y guarde, mis queridos hermanos.
(Sale.)
ESTUDIANTE PRIMERO. — Siendo así, temo que Fausto haya caído en ese condenado arte por el cual esos dos tienen nota de infames en todo el mundo.
ESTUDIANTE SEGUNDO. — Lo cual me disgustaría aunque fuese un ajeno y no pariente mío. Vayamos a informar al rector, que acaso con su grave consejo pueda apartarle de su descarrío.
ESTUDIANTE PRIMERO. —- Temo que no pueda apartarle nada.
ESTUDIANTE SEGUNDO. —- Probemos a hacer lo posible.
(Salen.)
ESCENA III
Un bosque. Entra FAUSTO para hacer un conjuro
FAUSTO. — Ahora que las obscuras sombras de la tierra, deseando ver de Orion el lloviznoso aspecto, desde el antártico polo saltan a este cielo, cubriendo el firmamento con su aliento negro como la pez, has de comenzar, Fausto, tus sortilegios, intentando ver si los diablos te obedecen en vista de que has orado y sacrificado ante ellos.
(Comienza a trazar en el suelo un círculo mágico con una varita.) Dentro de este círculo está el nombre de Jehová, anagramatizado en todos los sentidos, los nombres abreviados de los santos, símbolos de todos los componentes de los cielos, y caracteres y signos de estrellas errantes que fuerzan a levantarse los espíritus. No temas, Fausto; ten resolución y ensaya la mayor magia que puedas ejecutar. «Sint mihi Dei Acherontis propitii! Valeat numen triplex Jehovae! Ignis, aeris, aquae, térra spiritus, sálvete! Orientis princeps Belzebub, infern ardentis monarcha, et Demogorgon, propitiamus vos, ut appareat et surgat Mephistophilis. Quid tu moraris? per Jehovam, Gehennam, et consacratam aquam quam nunca spargo, signumque crucis quod nunc fació, et par vota nostra, ipse nunc surgat nobis dicatus Mephistophilis.»
(Entra un diablo [Mefistófeles].)
FAUSTO. —- Te mando que retornes y cambies de forma, porque eres asaz feo para asistirme. Ve y vuelve en traza de anciano fraile franciscano, cuya santa apariencia conviene a un diablo mejor. (Sale el diablo.) Ya veo que hay virtud en estas celestiales palabras. ¿Por qué no he de prosperar en este arte? ¡Cuan afable es este Mefistófeles, lleno de humildad y obediencia! Tal es la fuerza de la magia y de mis conjuros. Ya, Fausto, eres conjurador laureado, puesto que mandas al gran Mefistófeles: «Quin regis Mephistophilis fratris imagine».
(Entra Mefistófeles vestido de franciscano.)
MEFISTÓFELES. —- ¿Qué quieres, Fausto, que haga?
FAUSTO. —- Te mando que me asistas mientras yo viva y que cualquier cosa que Fausto te ordene lo hagas, aunque sea que la luna salga de su esfera o que el océano devore el mundo.
MEFISTÓFELES. — Servidor soy del gran Lucifer y no puedo servirte sin su licencia, ni podemos ejecutar sino lo que él mande.
FAUSTO. —- ¿No te encargó él que comparecieres ante mí?
MEFISTÓFELES. — No, sino que lo hice por mi voluntad.
FAUSTO. —- ¿No te alzaron, acaso, mis discursos ensalmadores? Habla.
MEFISTÓFELES. —- Ellos fueron la causa, pero «per accidens». Porque, cuando oímos a alguien blasfemar del nombre de Dios y abjurar de las Escrituras y de Cristo, su Salvador, volamos en espera de captar su alma. Mas nunca acudimos sino cuando usa medios que le ponen en riesgo de ser condenado. De manera que el más breve camino para los hechizos es abjurar decididamente de la Trinidad y orar devotamente al príncipe del infierno.
FAUSTO. — Ya así lo ha hecho Fausto, el cual se atiene al principio de que no hay otro señor que Belcebú, al que Fausto quiere dedicarse. La palabra «condenación» no le aterroriza, porque él confunde el infierno con el elíseo. ¡Allí su alma estará con los antiguos filósofos! Pero, dejando esas menudencias sobre las almas, dime quién es tu señor Lucifer.
MEFISTÓFELES. —- Es el archi-regente y comendador de todos los espíritus.
FAUSTO. — ¿Y no fue Lucifer ángel antaño?
MEFISTÓFELES. —- Sí, Fausto; y el más amado de Dios.
FAUSTO. — ¿Y cómo vino a ser príncipe del infierno?
MEFISTÓFELES. — Por su ambicioso orgullo e insolencia, por lo que Dios le arrojó de la faz del cielo.
FAUSTO. —- ¿Y qué sois los que vivís con Lucifer?
MEFISTÓFELES. —- Espíritus desgraciados que caímos con Lucifer, que luchamos contra Dios por Lucifer, y que estamos condenados para siempre, como Lucifer.
FAUSTO. — ¿Dónde estáis condenados?
MEFISTÓFELES. —- En el infierno.
FAUSTO. — ¿Y cómo has salido del infierno?
MEFISTÓFELES. — No he salido de él, porque esto es el infierno. ¿Piensas tú que yo, que vi la faz de Dios y gusté as eternas alegrías de los cielos, no estoy atormentado con diez mil infiernos al ser privado de aquella dicha perpetua? Fausto, cesa en esas frivolas preguntas, que infunden terror a mi alma desfalleciente.
FAUSTO. —- ¿Tanto sufre el gran Mefistófeles por verse privado de los regocijos del cielo? Aprende de Fausto fortaleza varonil y desprecia esas alegrías que nunca poseerás. Lleva esta noticia al gran Lucifer: que Fausto, habiendo incurrido en la muerte eterna por sus desesperados pensamientos contra la divinidad de Júpiter, dice que quiere entregarle su alma al diablo, siempre que él le conceda veinticuatro años de vivir en medio de todas las voluptuosidades, teniéndote aquí siempre para asistirme, para darme cualquier cosa que pida, para decirme cualquier cosa que te pregunte, para matar a mis enemigos y ayudar a mis amigos y para ser siempre obediente a mi voluntad. Retorna, pues, al poderoso Lucifer, avístate conmigo a media noche en mi gabinete y entonces infórmame de lo que opina tu señor.
MEFISTÓFELES. — Lo haré, Fausto.
(Sale.)
FAUSTO. —- Si tuviese yo tantas almas como hay estrellas, yo las daría todas a cambio de Mefistófeles. Por él seré el más grande emperador del mundo y haré un puente sobre el movedizo aire para pasar el océano con una hueste. Uniré las montañas que rematan la costa africana y juntaré a España ese país, y a los dos los haré tributarios de mi corona. No vivirá el emperador sin licencia mía, ni potentado alguno de Alemania. Ahora que he obtenido lo que deseo, me aplicaré a las especulaciones de este arte hasta que Mefistófeles regrese.
(Sale.)
ESCENA IV
Una calle. Entran WAGNER y el PAYASO
WAGNER. — ¡Eh muchacho, ven acá!
PAYASO. —- ¿Qué hay, muchacho? ¡Salud, muchacho! Espero que hayas visto muchos muchachos con la barba cortada en punta, como yo. ¿No, muchacho?
WAGNER. — Dime: ¿tienes algunos ingresos?
PAYASO. —- Sí y también egresos. Ya puedes verlo.
WAGNER. —- ¡Ay, pobre esclavo! ¡Cómo se burla de su pobreza y su desnudez! El villano anda sin blanca y descolocado, y tan hambriento que daría su alma al diablo por una pierna de carnero, aunque fuera cruda.
PAYASO. — ¿Mi alma al diablo por una pierna de carnero aunque fuera cruda? No, buen amigo. Por Nuestra Señora que la exigiría bien asada y con buena salsa si la había de pagar tan cara.
WAGNER. —- Ea, ¿quieres servirme y te haré vivir como «Qui mihi discipulus»?
PAYASO. —- ¿Cómo? ¿En verso?
WAGNER. — No, sino que tendrás tres varas de seda labrada.
PAYASO. —- ¿Tres varas de tierra labrada? Claro, será toda la propiedad que te haya dejado tu padre. Sentiría privarte de tus medios de vida.
WAGNER. — He dicho seda labrada.
PAYASO. —- ¡Ooooh, seda labrada . Pero si yo fuera criado tuyo me llenaría de piojos.
WAGNER. — Ya estás lleno. Pero deja tus chanzas y acomódate conmigo por siete años, si no quieres que convierta esos piojos tuyos en familiares que te hagan pedazos.
PAYASO. — ¿Oís? Pero puedes ahorrarte el trabajo, porque hartos familiares me son ya y se toman con mi carne tantas libertades como si hubiesen pagado su comida y bebida.
WAGNER. — Bien, ¿has oído? Toma estas monedillas.
PAYASO. —- ¿Parrillas? ¿Qué son?
WAGNER. —- Coronas francesas.
PAYASO. — ¿Y qué voy a hacer con ellas? ¿Para qué las quiero?
WAGNER. — Mira: te doy un plazo de una hora, pasado el cual el diablo te llevará.
PAYASO. — No, no. Toma tus parrillas.
WAGNER. — No las quiero.
PAYASO. —- Pero las tendrás.
WAGNER. —- Conste que te las doy.
PAYASO. —- Conste que te las devuelvo.
WAGNER. —- Bien: haré que te lleven un par de diablos: ¡Baliol y Belcher!
PAYASO. — Que vengan Baliol y Belcher y yo les aporrearé como no han sido aporreados desde que son diablos Y si matara a uno de ellos, ¿no diría la gente: «Ved ese mozo alto, tan mal vestido, que ha matado al diablo?» Y me llamarían matadiablos en toda la parroquia.
(Entran los diablos y el payaso corre, gritando.)
WAGNER. — Baliol y Belcher, salid.
(Salen.)
PAYASO. — ¿Se han ido? ¡Venganza contra ellos! Tienen las uñas muy feas y largas. Uno era diablo macho y el otro diablo hembra. Yo os diré en qué los conozco: en que los diablos machos tienen cuernos y los diablos hembras tienen el cuerpo abultado y los pies hendidos.
WAGNER. — Bien, sígueme.
PAYASO. — Pero oíd: si os sirvo, me enseñaréis a conjurar Balioles y Belcheras.
WAGNER. — Yo te enseñaré a convertirte en cualquier cosa: perro o gato, rata o ratón, o lo que fuere.
PAYASO. — ¿Cómo? ¿Un cristiano convertido en perro o gato, ratón o rata? No, no, señor. Si en algo me convertís, que sea en una menuda, linda y ágil pulguita para que pueda estar donde se me antoje. Así me deslizaré entre las lindas bragas de las mozas y me estaré entre ellas.
WAGNER. — Bueno, ven.
PAYASO. — ¿No oísteis lo que os dije, Wagner?
WAGNER. — ¡Cómo! (Llamando.) ¡Baliol, Belcher!
PAYASO. — ¡Dios mío! Os ruego, señor, que dejéis a Baliol y Belcher en paz.
WAGNER. —Villano, llámame señor Wagner y haz que tu ojo izquierdo se fije diametralmente en mi talón derecho, «quasi vestigiis nostris insistere».
(Sale.)
PAYASO. — Dios me perdone, pero habla en jerga culterana holandesa. Bien, le seguiré. Le serviré. Eso es claro.
(Mutis.)
ACTO II
ESCENA PRIMERA
Entra FAUSTO en su gabinete
FAUSTO.— He aquí, Fausto, que tienes que condenarte sin posibilidad de salvación. ¿De qué vale pensar en Dios ni en el cielo? ¡Fuera tales fantasías y, desesperando de Dios, confía en Belcebúi No retrocedas, Fausto: ten resolución. ¿Por qué vacilas? ¿Qué suena en mis oídos diciéndome: «Abjura de la magia y torna a Dios»? Sí, Fausto volverá a Dios. ¿A Dios? Ya no te ama. El dios al que sirves son tus propios apetitos. Y, pues me he aplicado al amor de Belcebú, le erigiré un altar y un templo y le ofreceré la tibia sangre de los niños recién nacidos.
(Entran el ángel bueno y el ángel malo.)
ÁNGEL BUENO. —Dulce Fausto, deja ese execrable arte.
FAUSTO. — Contrición, rezos, arrepentimiento, ¿de qué valen?
ÁNGEL BUENO. —Son medios idóneos para llevarte al cielo.
ÁNGEL MALO. —Son ilusiones, frutos de demencia, que hacen confiar a los tontos.
ÁNGEL BUENO. — Dulce Fausto, piensa en el cielo y en las cosas divinas.
ÁNGEL MALO. —No, Fausto: piensa en el honor y la riqueza.
(Salen.)
FAUSTO. — ¡En la riqueza! La señoría de Emden será mía, puesto que tengo a mi lado a Mefistófeles. ¿Qué daño puede hacerte Dios, Fausto? Estás a seguro. No albergues más dudas. Mefistófeles: ven y tráeme del gran Lucifer buenas noticias. ¿No es media noche ya? Ven, Mefistófeles. (Entra Mefistófeles.) Dime: ¿qué contestó tu señor Lucifer?
MEFISTÓFELES. — Que yo asistiré a Fausto mientras viva si él compra mis servicios con su alma.
FAUSTO. — Ya Fausto había aventurado eso.
MEFISTÓFELES. —Pero has de comprometerte a ello, Fausto, solemnemente, escribiendo un contrato de cesión con tu propia sangre; que esa seguridad exige el gran Lucifer. Pero si te niegas, me volveré al infierno.
FAUSTO. — Espera, Mefistófeles, y dime de qué puede servirle mi alma a tu señor.
MEFISTÓFELES. — Para ensanchar su reino.
FAUSTO. — ¿Es esa la razón por la que nos tienta?
MEFISTÓFELES. —«Solamen miseris socios habuisse doloris».
FAUSTO. — ¿Sufrís alguna pena que torture a los demás?
MEFISTÓFELES. —Tan grandes como las que torturan las almas de los hombres. Dime, Fausto: ¿tendré tu alma? Entonces seré tu esclavo y te serviré y te daré más de lo que imagines pedir.
FAUSTO. — Sí, Mefistófeles, te la doy.
MEFISTÓFELES. — - Pues en ese caso, Fausto, apuñálate el brazo valerosamente y compromete tu alma para que en determinado día pueda el gran Lucifer reclamarla como suya y entonces serás tan grande como Lucifer.
FAUSTO. —Ea, Mefistófeles, por tu amor me apuñalaré el brazo y con mi propia sangre garantizaré que mi alma es del gran Lucifer, gran señor y regente de la noche perpetua. Mira la sangre que de mi brazo brota y que ella sea propicia a mis deseos.
MEFISTÓFELES. —Pero has, Fausto, de firmar con ella un contrato de donación.
FAUSTO. —Sí, y lo haré. (Toma papel y escribe.) ¡Ah, Mefistófeles, se me hiela la sangre y no puedo seguir escribiendo!
MEFISTÓFELES. —Te traeré fuego para licuarla.
FAUSTO. — ¿Qué significará la congelación de mi sangre? ¿No aceptará que yo firme ese contrato? ¿Por qué no corre para que yo pueda escribir de nuevo? «Fausto cede su alma...» Ahí se detuvo la sangre. ¿Por qué no lo has de hacer? ¿No es tuya tu alma? Pues escribiré de nuevo: «Fausto cede su alma».
(Entra Mefistófeles con unos carbones.)
MEFISTÓFELES. — Aquí hay fuego; acércate, Fausto.
FAUSTO. — Ya empieza la sangre a licuarse. Voy a terminar inmediatamente. (Escribe.)
MEFISTÓFI:LES (aparte.). — ¿Qué no haría yo para obtener su alma
FAUSTO. — «Consummatum est»; terminado está el contrato y Fausto cede su alma a Lucifer. Pero ¿qué es esta inscripción en mi brazo: «Homo, fuge»? ¿Hacia dónde debo huir? Si hacia Dios, Él me arrojará al infierno. Pero mis sentidos me engañan; nada hay escrito aquí. ¡Ah, sí, claramente lo veo! Aquí está escrito: «Homo, fuge». Pero Fausto no huirá.
MEFISTÓFELES (aparte). —Le traeré algo que deleite su ánimo.
(Sale y vuelve a entrar con varios diablos que dan coronas y ricos arreos a Fausto. Luego danzan y parten.)
FAUSTO. —Habla, Mefistófeles: ¿qué significaba eso?
MEFISTÓFELES. —Nada, Fausto: quise deleitar tu ánimo y mostrarte lo que la magia puede conseguir.
FAUSTO. — ¿Puedo invocar espíritus cuando me plazca?
MEFISTÓFELES. —Sí, Fausto, y aun hacer cosas mayores.
FAUSTO. — Bien vale eso mil almas. Toma, Mefistófele, este contrato que encierra una donación de alma y de cuerpo, pero con la condición de que ejecutes todos los artículos prescritos entre ambos.
MEFISTÓFELES. — Juro, Fausto, por el infierno y Lucifer ejecutar las promesas que te tengo hechas. FAUSTO. — Entonces óyeme cuáles son: «Sobre las condiciones siguientes:
»Primera, que Fausto pueda ser espíritu en esencia y substancia.
«Segunda, que Mefistófeles sirva a sus órdenes como criado.
«Tercera, que Mefistófeles haga por él y le traiga cuanto pida.
»Cuarta, que permanezca invisible en su casa y cámara.
»Y quinta, que se aparezca al dicho Juan Fausto en todos momentos y formas que a éste le plazcan.
»Yo, Juan Fausto, de Wurtenberg, doctor, por la presente doy mi cuerpo y alma a Lucifer, Príncipe de Oriente, y a su ministro Mefistófeles, y además les concedo que, en expirando veinticuatro años, sin que se violen los artículos precedentes, tengan pleno poder para llevar al dicho Juan Fausto, en cuerpo y alma, carne, sangre y efectos, a su morada, doquiera que sea.
«Firmado, JUAN FAUSTO.»
MEFISTÓFELES. — Habla, Fausto: ¿entregas esto a guisa de contrato?
FAUSTO. — Sí, tómalo, y que el diablo te felicite por ello.
MEFISTÓFELES. — Pues ahora, Fausto, pide lo que quieras.
FAUSTO. — Primero te preguntaré acerca del infierno. Dime, ¿dónde está ese lugar que los hombres llaman infierno?
MEFISTÓFELES. —- Bajo los cielos.
FAUSTO. —- Sí, pero ¿dónde?
MEFISTÓFELES. —- Dentro de las entrañas de los elementos, y en él somos torturados y permanecemos eternamente. No tiene límites, ni está circunscrito por nada. Doquiera que nosotros estamos está el infierno y donde el infierno esté siempre hemos de hallarnos nosotros. Y, para concluir, cuando el mundo se disuelva y todas las criaturas sean purificadas, todo lo que no sea cielo será infierno.
FAUSTO. — Pues yo pienso que el infierno es una fábula.
MEFISTÓFELES. — Piénsalo hasta que la experiencia cambie tu opinión.
FAUSTO. —- ¿Piensas que Fausto será condenado?
MEFISTÓFELES. — Necesariamente, puesto que ha firmado este contrato por el que cede su alma a Lucifer.
FAUSTO. — Sí y el cuerpo también, pero ¿y qué? ¿Crees a Fausto tan necio que imagine que después de esta vida hay pena alguna? Eso son tonterías y meras charlas de viejas.
MEFISTÓFELES. —- Yo te doy ejemplo de lo contrario, puesto que ahora estoy condenado y en el infierno.
FAUSTO. — ¿Ahora en el infierno? Si esto es el infierno, voluntariamente me condeno aquí, porque andar moviéndose, discutiendo... Pero, dejando eso, quiero una mujer, que ha de ser la más hermosa doncella de Alemania, porque soy lujurioso y no puedo vivir sin mujer.
MEFISTÓFELES. —- ¿Cómo? ¿Una mujer? Te ruego, Fausto, que no hables de eso.
FAUSTO. — Vamos, dulce Mefistófeles, búscame una, que la necesito.
MEFISTÓFELES. —- La tendrás. Espérame, que voy a buscarte mujer en el nombre del diablo.
(Entra un diablo en ropas de mujer.)
MEFISTÓFELES. — Di, Fausto, ¿qué te parece tu mujer?
FAUSTO. — Que me maten, si no es una perfecta puta.
MEFISTÓFELES. — Vamos, Fausto, el matrimonio es una mera ceremonia. Si me quieres no pienses más en ello. Yo te buscaré las más bellas cortesanas y todas las mañanas las traeré a tu lecho. Las que te gusten conseguirás, aunque sean tan castas como Penélope, tan discretas como la reina de Saba o tan hermosas como era Lucifer antes de su caída..Toma este libro y examínalo. (Lo coloca abierto sobre la mesa ante Fausto.) Pronunciar estas líneas proporciona oro. Trazar este círculo en el fuego desencadena torbellinos, tempestades, truenos y rayos. Si esto pronuncias tres veces devotamente para ti, hombres con armadura aparecerán a tu lado listos para ejecutar cuanto tú desees.
FAUSTO. — Gracias, Mefistófeles, pero quisiera además un libro donde se revelen todos los hechizos y encantos para poder invocar los espíritus cuando me plazca.
MEFISTÓFELES. — Eso lo encontrarás en este libro.
(Señala dónde.)
FAUSTO. — Desearía también un libro donde pueda ver todos los caracteres y planetas de los cielos, para conocer sus movimientos y disposiciones.
MEFISTÓFELES. —- Aquí está también.
(Señala dónde.)
FAUSTO. — Y otro libro más, y con esto termino, por el que conozca todas las plantas, hierbas y árboles que crecen sobre la tierra.
MEFISTÓFELES. —- Aquí están.
FAUSTO. — Te engañas.
MEFISTÓFELES. —- Te lo aseguro.
(Señala dónde.)
ESCENA II
El gabinete de Fausto. FAUSTO y MEFISTÓFELES, el primero a la ventana
FAUSTO. —- Cuando miro los cielos me arrepiento y te maldigo, perverso Mefistófeles, por haberme privado de esas alegrías.
MEFISTÓFELES. —- ¿Por qué, Fausto? ¿Tan gloriosa cosa te parece el cielo? Yo te diré que no vale ni la mitad que tú o que cualquier otro hombre que respire en el mundo.
FAUSTO. — ¿Cómo lo pruebas?
MEFISTÓFELES. —- Puesto que ha sido hecho para los hombres, es que el hombre es más excelso.
FAUSTO. — Si se hizo para los hombres, hízose para mí. Renunciaré a la magia y me arrepentiré.
(Entran el ángel bueno y el ángel malo.)
ÁNGEL BUENO. —- Fausto, arrepiéntete; Dios te compadecerá todavía.
ÁNGEL MALO. —- Eres un espíritu ya y Dios no puede compadecerte.
FAUSTO. — ¿Quién murmura en mis oídos que soy un espíritu? Siendo un diablo, ¿puede Dios compadecerme? Sí, Dios me compadecerá, si me arrepiento.
ÁNGEL MALO. —- Sí, pero Fausto nunca se arrepentirá.
(Salen.)
FAUSTO. — Tan endurecido está mi corazón, que no puedo arrepentirme. Apenas puedo nombrar la salvación, la fe o los cielos sin que temerosos ecos insistan en mis oídos: «Fausto, estás condenado». Y entonces espadas y cuchillos, veneno, pistolas, sogas y envenenados hierros son puestos ante mí para que me suicide y ha mucho que ya me hubiese matado si dulces placeres no venciesen mi profunda desesperación. ¿No he hecho al ciego Hornero cantar para mí el amor de Alejandro y la muerte de Oenón? Y aquel que construyó los muros de Tebas, ¿no ha tocado su melodiosa arpa, acompañado de mi Mefistófeles? ¿Por qué, pues, he de morir, ni ruínmente desesperar? Ea, Mefistófeles, discutamos de nuevo los temas de la divina astrología. Dime, ¿hay muchos cielos encima de la luna? ¿No son todos los cuerpos celestes sino globos como lo es la substancia de nuestra céntrica tierra?
MEFISTÓFELES. — Como son los elementos, tales son las esferas mutuamente enlazadas unas con las otras y todo, Fausto, muévese en torno a un eje cuyo término son los polos del ancho mundo. Y los nombres de Marte, Saturno o Júpiter, no son fingidos, que son estrellas móviles.
FAUSTO. — Pero dime, ¿tienen todos un movimiento, a la vez «situ et tempore»?
MEFISTÓFELES. — Todos se mueven conjuntamente de este a oeste en veinticuatro horas, girando sobre los polos del mundo, pero difieren en sus movimientos sobre los polos del zodíaco.
FAUSTO. —- Calla. Todas esas menudencias puede aclararlas Wagner. ¿No posee Mefistófeles más pericia? ¿Quién no conoce el doble movimiento de los planetas? El primero de los cuales compone un día natural, mientras en el segundo tarda Saturno treinta años, Júpiter doce, Marte cuatro, el Sol, Mercurio y Venus uno, y la Luna veintiocho días. Todo eso son suposiciones comunes. Pero, dime, ¿no tiene cada esfera un dominio o inteligencia?
MEFISTÓFELES. —- Sí.
FAUSTO. —- ¿Cuántos cielos o esferas hay?
MEFISTÓFELES. — Nueve: los de los siete planetas, el firmamento y el cielo empíreo.
FAUSTO. —- Resuélveme esta cuestión: ¿por qué no tenemos conjunciones, oposiciones, aspectos y eclipses todos a la vez, sino que unos años tenemos más y otros menos?
MEFISTÓFELES. —-«Per inaequalem motum respectu totius».
FAUSTO. — Ya estoy contestado. Dime quién hizo el mundo.
MEFISTÓFELES. —-No lo diré.
FAUSTO. —-Buen Mefistófeles, dímelo.
MEFISTÓFELES. —-No insistas, porque no te lo diré.
FAUSTO. —-Villano, ¿no te has obligado a decírmelo todo?
MEFISTÓFELES. —- Sí, cuando no vaya contra nuestro reino, pero esto sí va. Piensa en el infierno, Fausto, porque estás condenado.
FAUSTO. — Piensa, Fausto, en Dios, que hizo el mundo.
MEFISTÓFELES. —- Recuerda eso.
(Sale.)
FAUSTO. — Sí, maldito espíritu, vete al ominoso infierno, tú que has condenado el alma de Fausto. ¿No será demasiado tarde?
(Entran el ángel bueno y el ángel malo.)
ÁNGEL MALO. —-Demasiado tarde.
ÁNGEL BUENO. — Nunca es demasiado tarde si Fausto se arrepiente.
ÁNGEL MALO. —-Si te arrepientes los diablos te harán pedazos.
ÁNGEL BUENO. — Arrepiéntete y no podrán rozar tu piel.
(Salen.)
FAUSTO. —- ¡Ay, Cristo, Salvador mío, mira de redimir el alma acongojada de Fausto!
(Entran Lucifer, Belcebú y Mefistófeles.)
LUCIFER. —-Cristo no puede salvar tu alma, porque es justo. Nadie, salvo yo, tiene interés en eso.
FAUSTO. — ¿Quién eres tú, que tan terrible pareces?
LUCIFER. —-Soy Lucifer y éste es mi compañero en el principado del infierno.
FAUSTO. —-¡Ay, Fausto, que vienen a buscar tu alma!
LUCIFER.- Venimos a decirte que nos injurias hablando de Cristo, contrariamente a tu promesa. No debes pensar en Dios, sino en el diablo y en su condenación también.
FAUSTO. —-No delinquiré en adelante; perdonadme y Fausto promete no volver a mirar a los cielos, ni a nombrar a Dios, ni a suplicarle, sino que quemará sus Escrituras, matará a sus ministros y hará que mis espíritus derriben sus templos.
LUCIFER. — Hazlo así y altamente te recompensaremos. Fausto, hemos venido del infierno para ofrecerte un entretenimiento. Siéntate y verás los siete diabólicos pecados capitales aparecer en su debida forma.
FAUSTO. — Tan placentero será eso para mí como el Paraíso para Adán el primer día de su creación.
LUCIFER. — No hables del Paraíso ni de la creación. Habla del diablo y nada más. ¡Ven!
(Entran los siete pecados capitales.)
LUCIFER. —-Examina, Fausto, sus diversos nombres y disposiciones.
FAUSTO. —-¿Quién eres tú, el primero?
SOBERBIA. — Soy la Soberbia. No quiero reconocer a mis padres. Como la pulga de Ovidio me deslizo en lo más recóndito de las mozas; a veces, como una peluca, me asiento en su cabeza, o, como un abanico de plumas, beso sus labios. Y hago... ¿qué no haré yo? Pero ¿notas qué olor hay aquí? No hablaré una palabra más, salvo si el suelo está perfumado y cubierto de tapices.
FAUSTO. —-¿Quién eres tú, el segundo?
CODICIA. —-Yo soy la Codicia, engendrada por un avaro en un viejo bolsón de cuero, y, de cumplirse mis deseos, haría que esta casa y cuantos en ella hay se convirtieran en oro para poder encerrarlos en mi buen cofre. ¡Oh, mi dulce oro!
FAUSTO. —-¿Quién eres tú, el tercero?
IRA. —-Yo soy la Ira. No tengo padre ni madre y broté de la boca de un león cuando yo apenas tenía media hora de vida. Desde entonces siempre ando por el mundo con esta caja de espadas, hiriéndome a mí mismo cuando no puedo herir a otros. Nací en el infierno. Pensad en ello, porque alguno de vosotros puede ser mi padre.
FAUSTO. — ¿Quién eres tú, el cuarto?
ENVIDIA. — Soy la Envidia, engendrada por un deshollinador en una ostra hembra. No sé leer y por eso deseo quemar todos los libros. Me enflaquece ver comer a otros. ¡Oh, si hubiera un gran hambre en todo el mundo para que todos muriesen y quedara yo sola, verías cuan gorda me tornaba! Pero ¿estás tú sentado y yo de pie? ¡Eso clama venganza!
FAUSTO. —-¡Fuera, envidiosa picara! ¿Quién eres tú, el quinto?
GULA. — ¿Quién soy, señor? Soy la Gula. Mis parientes han muerto todos y no me han dejado un endiablado penique, sino una pensión tan escasa que sólo me alcanza para treinta comidas diarias y diez piscolabis, lo cual es una insignificancia para la naturaleza. Por cierto que desciendo de real progenie. Fue mi abuelo un Jamón Curado y mi abuela una Barrica de Vino Clarete. Fueron mis padrinos Pedro Sardina-en-Escabeche y Buey Cebón. Mi madrina fue mujer distinguida, muy estimada en todos los buenos pueblos y ciudades: la señora Margarita Cerveza-de-Marzo. Ahora, Fausto, que sabes cuál es mi linaje, ¿me convidarás a comer?
FAUSTO. —-No; que te cuelguen. Devorarías todas mis vituallas.
GULA. — Entonces, ¡el diablo te ahogue!
FAUSTO. —-¡Ahogate a ti, glotona! ¿Quién eres tú, el sexto?
PEREZA. —-- Soy la Pereza. Fui engendrada en una soleada margen donde desde entonces descanso. Y gran injuria me has hecho trayéndome de allí; haz que me lleven otra vez la Gula y la Lujuria. No hablaré otra palabra ni por el rescate de un rey
FAUSTO. — ¿Quién eres tú, Doña Descaros, séptima y última?
LUJURIA. — ¿Quién soy yo, señor? Soy quien prefiere una pulgada de carne cruda a una carga de pescado frito, y la primera letra de mi nombre empieza con Lujuria.
LUCIFER. — ¡Fuera! ¡Al infierno, al infierno! (Salen los pecados.) ¿Te ha placido eso, Fausto?
FAUSTO. — Gran sustento es para mi alma.
LUCIFER. — En el infierno, Fausto, hay toda clase de deleites.
FAUSTO. — Me gustaría ver el infierno y volver. ¡Qué feliz sería yo entonces!
LUCIFER. — Lo lograrás. Hoy a medianoche mandaré a buscarte. Entre tanto toma este libro, hojéalo y adopta la forma que quieras.
FAUSTO. — Muchas gracias, poderoso Lucifer. Guardaré esto con tanto cuidado como mi vida.
LUCIFER. — Adiós, Fausto, y piensa en el diablo.
FAUSTO. — Adiós, gran Lucifer. Vamos, Mefistófeles.
(Salen todos.)
ACTO III
PRÓLOGO
Entra WAGNER, solo
WAGNER. — El culto Fausto, para conocer los secretos de la astronomía, grabados en el libro del alto firmamento de Júpiter, ha escalado la altura del Monte Olimpo sentado en un carro de ardoroso brillo, tirado por dragones uncidos. Ha contemplado las nubes, los planetas y las estrellas, las zonas tropicales y divisiones del cielo desde el luciente círculo de la cornuda luna, y ha alcanzado la altura del «Primum Bobile». Girado ha en esa circunferencia dentro de la cóncava extensión del polo y de este a oeste sus dragones rápidamente galoparon y en ocho días le trajeron a casa de nuevo. No estuvo, empero, tranquilo dentro de su tranquila casa, para descansar sus huesos después de tan pesadas faenas, sino que nuevas hazañas le llevaron afuera otra vez y, montando en los lomos de un dragón que con sus alas hiende el aire sutil, ahora va a aprender cosmografía, para medir las costas y reinos de la Tierra. Y tengo para mí que llegará primero a Roma, para ver al Papa y de las costumbres de su corte participar en las fiestas de San Pedro, que son en este día altamente solemnizadas.
(Sale Wagner.)
ESCENA PRIMERA
Roma. El palacio del Papa. Entran FAUSTO y MEFISTÓFELES
FAUSTO.- Ya pasamos deleitosamente, mi buen Mefistófeles, la majestuosa ciudad de Trier, rodeada de airosa
cumbres, con muros de pedernal y profundos lagos, inexpugnable para cualquier príncipe conquistador. Luego, desde París, andando por el reino de Francia, vimos el río Maine desembocar en el Rin, en cuyas orillas crecen fructíferas viñas. Marchamos después a la rica Campania y Ñapóles, de bellos y espléndidos edificios, gratos a los ojos, de rectas calles pavimentadas del mejor ladrillo, que parten la ciudad en cuatro barrios iguales. Vimos del culto Maro la dorada tumba que cortó, en la longitud de una milla inglesa, sobre una roca, en una sola noche. De allí fuimos a Venecia, Padua y las demás ciudades, en una de las cuales un suntuoso templo se eleva que amenaza a las estrellas con su ambiciosa cúspide. En esto ha Fausto pasado su tiempo. Pero dime ahora: ¿qué lugar de reposo es éste? ¿Me has conducido, como te ordené, dentro de los muros de Roma?
MEFISTÓFELES. —-Lo he hecho así, Fausto, y, para no quedar desproveídos he destinado a nuestro uso la cámara privada de Su Santidad.
FAUSTO. — Espero que Su Santidad nos acoja bien.
MEFISTÓFELES. —-No importa; ya verás que es hombre bonachón. Y ahora, Fausto, para que te deleites contemplando lo que contiene Roma, sabe que esta ciudad se alza sobre siete colinas y que sobre sus partes inferiores pasan cuatro majestuosos puentes que permiten dirigirse a cualquier zona de Roma. Junto al que llaman Ponte Angelo hay erigido un castillo fortísimo en cuyo interior hay tanta copia de piezas artilleras y de dobles cañones de esculpido bronce como días existen en un año completo. Junto a las puertas hay altas pirámides que trajo de África Julio César.
FAUSTO. — Por los reinos del infernal gobierno, y por la Estigia y Aqueronte, y por el fiero lago del siempre hirviente Flegetón, te juro que anhelo ver los monumentos y situación de la espléndida y brillante Roma. Por lo tanto, vayamos afuera.
MEFISTÓFELES. —-Espera, Fausto, que sé que quieres ver al Papa y participar en la fiesta de San Pedro, en la que hallarás una hueste de frailes tonsurados cuyo «summum bonum» es la barriga llena.
FAUSTO. — Me satisface divertirme con ellos y encontrar regocijo en sus locuras. Encántame, pues, para que pueda hacer, invisible, lo que se me antoje, sin ser divisado de nadie mientras me encuentre en Roma.
MEFISTÓFELES (dándole algunos pases mágicos). — Ya, Fausto. Haz lo que quieras, que no te verán.
(Suena una trompeta. Entran el Papa y el cardenal de Lorena
para dirigirse al festín, asistidos por frailes.)
PAPA. —- Señor de Lorena, ¿os placerá sentaros?
FAUSTO. — Hacedlo y el diablo os ahogue.
PAPA. —- ¿Cómo? ¿Quién habla? Mirad a ver, frailes.
FRAILES (buscando afanosamente). — Con permiso de Vuestra Santidad, no hay nadie.
PAPA. — Señor, aquí hay un delicado plato que me ha enviado el obispo de Milán.
FAUSTO. — Gracias, señor.
PAPA. —- ¿Cómo? ¿Quién me ha arrebatado esa vianda? ¿No miráis a ver? Este plato, señor, me lo ha enviado el cardenal de Florencia.
FAUSTO. —- Verdad es.
(Se lleva el plato)
PAPA. —- ¿Otra vez? Señor, voy a beber a Vuestra salud.
FAUSTO. — Yo ayudaré a Vuestra Gracia.
(Coge la copa.)
LORENA. — Señor, algún ánima recién salida del Purgatorio viene a pedir perdón a Vuestra Santidad
PAPA. —- Bien puede ser. Frailes, preparad un exorcismo para aplacar la furia de esa ánima. Vamos, señor.
(Se santigua.)
FAUSTO. — ¿Os santiguáis de vos mismo? Os aconsejo que no apeléis más a ese medio.
(Nueva santiguada.)
FAUSTO. —- Van dos veces. Cuidado con la tercera. Os lo advierto.
(Otra santiguada. Fausto le da un puñetazo en la cara. Huyen
todos.)
FAUSTO. —- ¿Qué hacemos ahora, Mefistófeles?
MEFISTÓFELES. —- No lo sé. Pero nos maldecirán con campanillas, libro y velas.
FAUSTO. —- ¡Campanilla, libro y velas, campanilla, libro y velas para maldecir a Fausto, condenándole al infierno! Y oiremos a un cerdo gruñir, a un ternero balar y rebuznar a un burro, porque hoy es el día de San Pedro.
(Entran todos los frailes para entonar el exorcismo.)
FRAILE PRIMERO. — Al avío, hermanos, con toda devoción. (Cantan.) ¡Maldito sea el que robó de la mesa la vianda de Su Santidad!
Maledicat Dominus!
¡Maldito sea el que dio a Su Santidad un golpe en la cara!
Maledicat Dominus!
¡Maldito sea el que dio a Fray Sandelo un golpe en la cabeza!
Maledicat Dominus!
¡Maldito sea el que cogió el vino de Su Santidad!
Maledicat Dominus!
Et omites Sancti! ¡Amén!
(Mefistófeles y Fausto aporrean a los frailes y les tiran petardos.
Salen.)
ESCENA II
El patio de una posada. Entra ROBÍN, mozo de cuadra, con un libro en la mano
ROBÍN. — ¡Es admirable! He robado uno de los libros de conjuros del doctor Fausto y a fe que pienso trazar algunos círculos para mi uso propio. Haré que todas las solteras de la parroquia dancen, para agradarme, completamente desnudas ante mí, con lo que veré más que hasta ahora haya visto o sentido.
(Entra Ralph, llamando a Robin.)
RALPH. — Robín, te ruego que salgas, porque un caballero quiere que le refrieguen y limpien su caballo. Ya ha discutido no sé cuánto con el ama, la cual me dice que vayas. Anda, sal.
ROBÍN. — Apartaos, apartaos, o volaréis por el aire y seréis desmembrado, Ralph. Apartaos, porque estoy en una tarea terrible.
RALPH. — ¿Qué haces con ese libro si no sabes leer?
ROBÍN. — Mi amo y ama averiguarán que sé leer, él por su cabeza y ella privadamente. Porque ella ha nacido para yogar conmigo, que si no fallaría todo mi arte.
RALPH. — ¿Qué libro es ese, Robin?
ROBÍN. — ¿Qué libro? El mejor para conjurar que haya inventado nunca un azulado diablo.
RALPH. — ¿Y sabes usarlo para hacer conjuros?
ROBÍN. — Sé usarlo para todo. Primero, podría emborracharte con vino especiado en todas las tabernas de Europa gratuitamente; que esa es una de mis faenas ensalmatorias.
RALPH. — El mosén dice que todo eso es mentira.
ROBÍN. —- ES verdad, Ralph, y aun te digo que, si te apetece Nan Spit, la pincha de cocina, podrás tenerla y usarla tan a menudo como quieras, a medianoche.
RALPH. — Buen Robin, ¿puedo tener a Nan Spit para mi uso? Con esa condición yo alimentaré a tu diablo con carne de caballo mientras viva, sin cobrarle nada.
ROBÍN. —- No se hable más, buen Ralph. Vayamos a limpiarnos las botas, que están muy sucias, y luego nos aplicaremos a nuestros hechizos, en nombre del diablo.
(Salen.)
ESCENA III
Entran RALPH y ROBÍN con una copa de plata.
ROBÍN. —- ¿No te dije, Ralph, que éramos dichosos para siempre con ese libro del doctor Fausto? «Ecce signum». A fe que es buena adquisición para mozos de cuadra, porque nuestros caballos no comerán más paja mientras esto dure.
RALPH. — Robin, ahí viene el tabernero.
ROBÍN. —- ¡Chist! Yo le engañaré sobrehumanamente. (Entra el tabernero.) Bueno, creo que todo está pagado. Quedad con Dios. Vamos, Ralph.
TABERNERO. —- Calma, señor; una palabra. Tenéis que pagarme, antes de iros, una copa que os lleváis.
ROBÍN. — ¡Una copa, Ralph! ¡Yo una copa! Os desprecio y no sois más que un..., etc. ¡Una copa! Registradme.
TABERNERO. —- Eso me propongo hacer, con vuestro permiso.
(Le registra.)
ROBÍN. —- ¿Qué decís ahora?
TABERNERO. —- A vos nada, pero sí a vuestro compañero. Vos, señor.
RALPH. —- ¿Yo, señor, yo, señor? Registrad, registrad. (El tabernero le registra.) ¿No os avergonzáis de acusar a hombres honrados de lo que no es verdad?
TABERNERO. — Pues uno de vosotros me ha quitado esa copa.
ROBÍN. —- Yo te enseñaré a calumniar a hombres honrados. ¡Ya te daré yo la copa! Yo os castigaré, en nombre de Belcebú. (Aparte a Ralph.) Cuida de la copa, Ralph.
TABERNERO. — ¿Qué queréis decir?
ROBÍN. —- Ya os lo diré. (Leyendo su libro.) «Sanctobulorum Periphrasticon». Yo os haré ver lo que es bueno, tabernero. (Aparte a Ralph.) Cuida de la copa, Ralph. «Polypragmos Belseborams framanto pacostiphos tost, Mephistophilis, etc.».
(Entra Mefistófeles, seguido de diablillos. Todos corren.)
TABERNERO. — «O nomine Domini!» ¿Qué es esto, Robin? No tienes copa alguna.
RALPH. —- «Peccatum peccatorum.» Toma tu copa, buen tabernero.
(Sale el tabernero.)
ROBÍN. — «Misericordia pro nobis!» Perdóname, bondadoso demonio, y no volveré a robar más tu biblioteca.
MEFISTÓFELES. —- Monarca del infierno, bajo cuyo negro poder se arrodillan, temerosos, grandes potentados y sobre cuyos altares yacen miles de almas, comprende lo vejado que estoy con los ensalmos de estos villanos.
Porque he venido desde Constantinopla sólo para complacer a estos esclavos.
ROBÍN. —-¿Desde Constantinopla? Gran viaje es ese. ¿Queréis seis peniques para pagar vuestra cena y marcharos?
MEFISTÓFELES. —-Por vuestra presunción, villanos, os transformaré a uno en mono y a otro en perro. Vamos.
(Sale.)
ROBÍN. —-¡En un mono! Bien está eso. Me divertiré mucho con los rapaces y me darán manzanas y nueces.
RALPH. —-Y yo tendré que ser perro.
ROBÍN. —-Pues te pasarás la vida con la cabeza en la escudilla del potaje.
(Salen.)
ACTO IV
PRÓLOGO
Entra el CORO
Cuando Fausto a su guisa hubo visto las más raras cosas y las egregias cortes de los reyes, suspendió sus andanzas y volvió a su tierra, donde su ausencia preocupaba mucho a sus amigos e íntimos compañeros. Los cuales celebraron su feliz regreso con buenas palabras y en su discurso sobre lo que le había ocurrido durante su viaje a través del mundo y el aire, le formularon preguntas de astronomía a las que Fausto respondió con tan docta pericia que todos admiraron y se maravillaron de su talento. Su fama difundióse por toda la tierra, e incluso llegó a oídos del emperador Carlos Quinto, en cuyo palacio, a la sazón, está siendo festejado Fausto por él y sus nobles. Y lo que hizo, en prueba de su arte, no lo diremos, que vuestros ojos lo verán ejecutar.
(Mutis.)
ESCENA PRIMERA
Palacio del Emperador. Entran el EMPERADOR, FAUSTO
y un CABALLERO con criados
EMPERADOR. — Maestro doctor Fausto, he oído singulares noticias de tu conocimiento del Arte Negra, y dicen que ninguno de mi imperio ni de todo el mundo pueden compararse contigo en tus raros efectos de magia. Aseguran que tienes un espíritu familiar que te permite cumplir lo que quieres. Por lo tanto te pido que me hagas ver alguna prueba de tu destreza, para que mis ojos puedan confirmar lo que ha llegado a mis oídos; y aun te juro, por el honor de mi imperial corona, que hagas lo que hagas en nada te perjudicaré ni dañaré.
CABALLERO (aparte). —-¡Vaya un conjurador!
FAUSTO.— Mi gracioso soberano, aunque soy muy inferior a lo que os han dicho, e indigno además del honor de Vuestra Imperial Majestad, no obstante, por el amor y obligación que me mostráis, dispuesto estoy a hacer lo que Vuestra Majestad me mande.
EMPERADOR. — Entonces, doctor Fausto, oye lo que voy a decirte. Estado yo ha rato solitario en mi gabinete, acudiéronme varios pensamientos acerca del honor de mis antecesores, que habían hecho tanta proezas, ganado tantas riquezas y sometido tantos reinos, que temo que nunca lleguemos nosotros a alcanzar tal grado de alto renombre y gran autoridad. Entre cuyos reyes figura Alejandro Magno, pináculo de la preeminencia del mundo y cuyos gloriosos actos con sus brillantes rayos alumbran la tierra. Por ello, cuando oigo hablar de él duéleme en el alma no haberle visto nunca, y si tú, por la pericia de tu arte, pudieras alzar a ese hombre de las huecas criptas donde yace enterrado tan famoso conquistador, y traerle acá con su bella amada, con las exactas formas, gestos y atavíos que llevaron durante su vida, satisfarías mi justo deseo y yo te alabaría toda mi vida.
FAUSTO. — Mi gracioso señor, presto estoy a cumplir vuestra demanda hasta tanto como mi arte y poder de mi espíritu me lo permiten.
CABALLERO (aparte). — ¡Gran cosa es esa!
FAUSTO. — Pero, con permiso de Vuestra Gracia, no está en mi poder presentar ante vuestros ojos la verdadera substancia de los cuerpos de esos difuntos príncipes, ha mucho convertidos en polvo.
CABALLERO (aparte). —-Claro. Parecéis un tanto mejor, maese doctor, cuando confesáis la verdad.
FAUSTO. — Pero espíritus que puedan verosímilmente reproducir el aspecto de Alejandro Magno y su amada aparecerán ante Vuestra Gracia de tal modo como vivían en su más floreciente condición, lo que no dudo que bastará para contentar a Vuestra Imperial Majestad.
EMPERADOR. — Adelante, doctor, y veámoslo.
CABALLERO. — ¿Oís, doctor? ¿Vais a traer a Alejandro y a su amante ante el emperador?
FAUSTO. —-¿Cómo no, señor?
CABALLERO. — A fe que eso es tan verdad como que Diana me transformó en ciervo.
FAUSTO. — No, señor, pero cuando Acteón murió os legó los cuernos. Mefistófeles, idos.
(Sale Mesfistófeles.)
CABALLERO. — Si vais a empezar con ensalmos, me marcho.
(Sale.)
FAUSTO. — Ya me pagaréis esas interrupciones. Atended, mi gracioso señor.
(Entra Mefistófeles con Alejandro y su amante.)
EMPERADOR. — Maestro, he oído decir que esta dama, en vida, tenía una verruga o lunar en el cuello. ¿Cómo conoceré si es cierto o no?
FAUSTO. —-Vuestra Alteza puede mirarlo.
(El emperador lo hace. Salen Alejandro y la dama.)
EMPERADOR. — En verdad que no son espíritus, sino los cuerpos reales de los dos príncipes difuntos.
FAUSTO. — ¿Enviará Vuestra Alteza a buscar al caballero que ha poco se mostró tan amable conmigo?
EMPERADOR. — ¡Eh, uno de vosotros; llamadle!
(Entra el caballero con los cuernos en la cabeza.)
EMPERADOR. —-¿Qué es eso, señor caballero? Yo te creía soltero, mas ya veo que tienes mujer y que, además de ponerte los cuernos, te hace ostentarlos. Tócate la cabeza.
CABALLERO (a Fausto). —-Condenado malvado y execrable perro, criado en la caverna de alguna monstruosa roca, ¿cómo osas tratar así a un gentilhombre? Deshaz, villano, lo que has hecho.
FAUSTO. — Despacio, señor, que no hay tanta prisa. ¿Recordáis lo que me importunasteis en mi conferencia con el emperador? Creo que os lo he pagado bien.
EMPERADOR. — Buen maestro doctor, te ruego que le libres de eso. Bastante penitencia ha tenido ya.
FAUSTO. —-Mi Gracioso Señor, no unta como la injuria que me ha hecho en vuestra presencia, creyendo deleitaros. Y habiendo Fausto debidamente correspondido a este ofensivo caballero, y siendo eso cuanto deseaba, consiento en libertarle de los cuernos. Y de aquí en adelante, señor caballero, procurad hablar bien de los doctos. Mefistófeles, transfórmale. (Mefistófeles le quita los cuernos.) Ahora, mi bondadoso señor, habiendo cumplido mi deber, humildemente os pido licencia para retirarme.
EMPERADOR. —-Adiós, señor doctor. Esperad de mí una liberal recompensa.
(Sale.)
FAUSTO. — Mefistófeles, el inexorable curso del tiempo, que corre con calmos y silentes pies, acorta mis días y el hilo de mi vida, exigiendo que me regocije en mis últimos años. Volvámonos, pues, a Wurtenberg, buen Mefistófeles.
MEFISTÓFELES. — ¿Iréis a pie o a caballo?
FAUSTO. — Hasta pasar este apacible verdor iré a pie.
ESCENA II
La casa de FAUSTO. Entra un CHALÁN
CHALÁN. — He pasado todo el día buscando a un maese de esos que saben cosas. (Entran Fausto y Mefistófeles.) ¡Cielos, ahí está! Dios os guarde, señor doctor.
FAUSTO. —-¿Qué hay, chalán? Bienvenido seáis.
CHALÁN. — Oíd, señor: os traigo cuarenta pesos por vuestro caballo.
FAUSTO. — No puedo venderlo en eso. Si pagas cincuenta, llévatelo.
CHALÁN. — ¡Ay, señor, no tengo! Habladle por mí (a Mefistófeles.)
MEFISTÓFELES. — Os ruego que le atendáis. Es un buen hombre y con muchas obligaciones, pues no tiene mujer ni hijos.
FAUSTO. — Bueno, dadme vuestro dinero. (El chalán lo hace.) Mi criado os lo llevará. Pero antes he de deciros una cosa: no le hagáis andar por agua en modo alguno.
CHALÁN. — ¿Pues no bebe toda clase de aguas?
FAUSTO. — Sí, de todas bebe, mas no cabalguéis con él sobre el agua. Sobre setos o zanjas, o por donde queráis, bueno; sobre aguas, no.
CHALÁN. — Bien, señor. (Aparte.) He tenido suerte. No cederé mi caballo ni por dos veces cuarenta. Si trota bien, me ganaré la vida, porque tiene las ancas finas como una anguila. Bien, señor; ya me traerá el caballo vuestro criado. Mas oíd, señor, si mi caballo enferma o está desazonado, ¿os traeré sus aguas para que las examinéis?
FAUSTO. — ¡Largo, villano! ¿Me tomáis por algún albéitar? (Sale el chalán.) ¿Qué eres, Fausto, sino un hombre condenado a morir? El fatídico tiempo te acerca a tu final y la desesperación se adentra en mis pensamientos. Confundamos con un quieto sueño esas pasiones; porque, si Cristo perdonó al ladrón en la cruz, puedes tú, Fausto, descansar tranquilo.
(Se duerme en su silla. Entra el chalán, húmedo y lloroso.)
CHALÁN. — ¡Ay, ay! ¿El doctor? ¡Dios! El doctor Lopus no fue nunca como éste, que me ha dado una purga de cuarenta pesos, los cuales no veré nunca más. No obstante, la verdad es que soy un asno y que debí dejarme guiar por él, pues ya me dijo que no debía cabalgar por agua con el caballo. Mas yo, pensando que el caballo poseía alguna rara cualidad, entré con él en la albarca que hay a la salida del pueblo. Y apenas en su centro estuve, el caballo se desvaneció y me encontré sentado a horcajadas en un saco de paja y más cerca de ahogarme que nunca en mi vida. Pero yo veré al doctor y recobraré mis cuarenta pesos, o le haré pagar aún más caro el caballo. ¡Ah, ahí está su espolique! Eh, bufón, ¿dónde está vuestro señor?
MEFISTÓFELES. — ¿Qué queréis? No podéis hablar con él.
CHALÁN. —-Pues hablaré con él.
MEFISTÓFELES. —-Está dormido. Venid en otro momento.
CHALÁN. — Hablaré con él ahora si no queréis que le rompa los cristales.
MEFISTÓFELES. — Te digo que no ha dormido hace ocho meses.
CHALÁN. — Y no dormiré en ocho semanas si no hablo con él.
MEFISTÓFELES. — Mírale profundamente dormido.
CHALÁN. — Sí, él es. Dios os guarde, señor doctor, señor doctor Sabelotodo. ¡Cuarenta pesos, cuarenta pesos por un saco de paja!
MEFISTÓFELES. —-- Ya ves que no te oye.
CHALAN. —-¡Eh, eh, eh! (gritándole al oído.) ¿No despertáis? Yo os haré despertar. (Le tira de la pierna y se la arranca.) ¡Ay, perdido soy! ¿Qué haré?
FAUSTO. —-¡Mi pierna, mi pierna! ¡Socorro, Mefistófeles! Llama a los alguaciles. ¡Mi pierna, mi pierna!
MEFISTÓFELES. — Vamos al corregidor, villano.
CHALAN. — Señor, permitidme marchar y os daré otros cuarenta dólares.
MEFISTÓFELES. —-¿Dónde están?
CHALAN. — No los tengo aquí. Venid a mi hostería y os los daré.
MEFISTÓFELES. —-- Vete pronto a buscarlos.
(Sale el chalán corriendo.)
FAUSTO. — ¿Se ha ido? Bien, Fausto tiene su pierna de nuevo y el chalán un saco de paja en premio de sus afanes. La burla le costará otros cuarenta dólares. (Entra Wagner.) ¿Qué noticias, Wagner, me traes?
WAGNER. — Señor, el duque de Vanholt desea vivamente veros.
FAUSTO. — El duque de Vanholt es un honorable caballero a quien no debo negar las muestras de mi saber. Vamos, Mefistófeles.
(Salen.)
ESCENA III
El palacio del duque de Vanholt. FAUSTO y MEFISTÓFELES.
Llegan el DUQUE y la DUQUESA. Habla el Duque
DUQUE. — Creedme, señor doctor, que esa diversión me ha placido mucho.
FAUSTO. — Mi gracioso señor, celebro que os haya contentado. Pero acaso vos, señora, no os hayáis entretenido lo mismo. He oído decir que las mujeres adelantadas en su embarazo suelen tener antojos. ¿Cuál tenéis, señora? Decídmelo y os complaceré.
DUQUESA. — Gracias, bondadoso señor doctor. Pues veo vuestro cortés intento de complacerme, no os esconderé lo que desea mi corazón, y es que, si fuese verano como es enero y pleno invierno, no desearía otra cosa que un plato de uvas maduras.
FAUSTO. — Eso no es nada, señora. (Aparte.) Mefistófeles, vete. (Sale Mefistófeles.) Si algo mayor quisierais para contentaros, lo tendríais. (Entra Mefistófeles con uvas.) Aquí están, señora. ¿Queréis probarlas?
DUQUE. — Más que todo lo otro me maravilla, doctor, que estando en el corazón del invierno y en el mes de enero, os hayáis procurado esas uvas.
FAUSTO. — Con permiso de Vuestra Gracia, el año se divide en dos círculos en todo el mundo, por lo que, cuando aquí es invierno, es verano en el contrario círculo, como en la India, Saba y otros remotos países de Oriente. Y por medio de un veloz espíritu de que dispongo hemos traído las uvas. ¿Qué os parecen, señora? ¿Son buenas?
DUQUESA. — Creedme, señor doctor, que son las mejores uvas que he probado en mi vida.
FAUSTO. —-Me alegra que os contente, señora.
DUQUE. —-Entremos, señora, y veamos de recompensar a este hombre sabio por la gran amabilidad que os ha mostrado.
DUQUESA. — Lo haré, señor, y mientras viva estaré agradecida a su cortesía.
FAUSTO. — Humildemente lo agradezco a Vuestra Gracia.
DUQUE. — Venid, maestro doctor; seguidnos y recibiréis vuestra recompensa.
(Salen.)
ACTO V
ESCENA PRIMERA
El gabinete de FAUSTO. Entra WAGNER, solo
WAGNER. — Me parece que mi amo piensa morir pronto, porque me ha donado todos sus bienes. No obstante, si tan cerca tuviere la muerte no banquetearía y festejaría y se holgaría con los estudiantes como hace ahora, pues están cenando con tal algazara como no ha visto Wagner en su vida. ¡Ah, ya vienen! Debe el festín haber terminado.
(Sale Wagner. Entra Fausto con tres estudiantes y Mefistófeles.)
ESTUDIANTE PRIMERO. —-Maestro doctor Fausto, después de vuestra conferencia sobre las mujeres hermosas, que ha sido la mejor que se ha conocido en el mundo, hemos determinado que Elena de Grecia fue la mujer más admirable que viviera nunca. Por lo tanto, maestro, si nos hicierais el favor de permitirnos ver esa sin par dama griega, cuya majestad admiran todos, quedaríamos muy obligadas a vos.
FAUSTO. —-Sé, señores, que vuestra amistad no es fingida, y como Fausto no tiene costumbre de negar las justas peticiones de los que le aprecian, veréis a esa sin par dama griega con no menos pompa y majestad que cuando Paris cruzó los mares con ella, llevando su botín a la rica Dardania. Pero estad silenciosos, que en el hablar hay peligro.
(Suena la música y pasa Elena por el escenario.)
ESTUDIANTE TERCERO. — Mi llano cerebro no acierta a decir alabanzas de esa cuya majestad admira el mundo entero.
ESTUDIANTE SEGUNDO. — No me maravilla que los airados griegos castigaran con diez años de guerra el robo de reina semejante, cuya celestial belleza excede toda comparación.
ESTUDIANTE PRIMERO. — Puesto que hemos visto el único modelo de la excelencia de las obras de la Naturaleza (entra un viejo), partamos y por este glorioso hecho bendecido sea Fausto para siempre.
FAUSTO. —-Adiós, señores; lo mismo os deseo.
(Salen los estudiantes.)
VIEJO. —-¡Ah, doctor Fausto, si yo pudiera persuadirte de que guiases tus pasos por el sendero de la vida, por cuyo dulce camino alcanzarías el fin que debe conducirte al celestial descanso! Corazones quebrantados, sangre vertida, y mezclada con lágrimas, lágrimas de arrepentimiento por tus vilísimas y aborrecibles ominosidades, hedor de tu alma corrompida por espantosos crímenes y odiosos pecados, son cosas que ninguna conmiseración puede alejar; pero la dulce piedad de tu Salvador, Fausto, lava con su sangre tus culpas.
FAUSTO. — ¿Dónde estás, Fausto? ¿Qué has hecho, desgraciado? ¡Estás condenado, Fausto, condenado! Desespérate y muere, que el infierno con razón te llama y con voz atronadora dice: «Fausto ven, que tu hora llega». Y Fausto con justicia irá allí.
(Mefistófeles le entrega un puñal.)
VIEJO. —-Tente, Fausto, ten tus desatentados pasos. Veo un ángel sobre tu cabeza, que, con una redoma colmada de preciosa gracia, se apresta a derramártela en el alma. Pide clemencia y huye de la desesperación.
FAUSTO. — Sí, dulce amigo, siento que tus palabras consuelan mi alma atormentada. Déjame meditar un tanto en mis pecados.
VIEJO. — Dulce Fausto, pesaroso me voy, porque temo la ruina de tu alma sin esperanzas.
(Sale el viejo.)
FAUSTO. — Maldito Fausto, ¿dónde está la clemencia ahora? Me arrepiento y desespero a la par. El infierno lucha con la gracia por el dominio de mi corazón. ¿Qué haré para eludir las trampas de la muerte?
MEFISTÓFELES. — Fausto traidor, yo prendo tu alma por desobediencia a mi soberano señor. Rebélate y haré pedazos tu carne.
FAUSTO. — Buen Mefistófeles, pide a tu señor que perdone mi presunción injusta, porque estoy presto a confirmar con mi sangre la promesa hecha a Lucifer.
MEFISTÓFELES. — Hazlo pronto y con corazón sincero, si no quieres correr peligro más grande.
FAUSTO. — Torturado sea, dulce amigo, ese vil y arrugado vejete que osó querer disuadirme de mi vasallaje a Lucifer con mayores tormentos que los que nuestro infierno brinda.
MEFISTÓFELES. —-- Grande es su fe; no puedo tocar su alma; pero intentaré afligir su cuerpo aunque vale bien poco la pena.
FAUSTO. — Una cosa, buen sirviente, quiero pedirte para satisfacer el deseo de mi corazón, y es tener por amada a esa celeste Elena a quien vi hace poco y cuyos dulces abrazos pueden extinguir estos pensamientos que me apartan de mi promesa. Así cumpliré el juramento hecho a Lucifer.
MEFISTÓFELES. — Fausto, eso o lo que desees se cumplirá en un abrir y cerrar de ojos.
(Entra Elena.)
FAUSTO. — ¿Este fue el semblante que lanzó a la guerra mil buques e hizo arder las enormes torres de Ilion? Dulce Elena, hazme inmortal con un beso. Sus labios absorben mi alma; ya veo a dónde vuela. Ven, Elena, ven y devuélveme mi alma. Aquí me quedaré, porque el cielo está en tus labios y es hez todo lo que no es Elena. (Entra el viejo.) Yo seré Paris y por tu amor, en lugar de Troya, saquearé Wurtengerg, y combatiré con el débil Menelao, y llevaré tus colores sobre las plumas de mi yelmo. Sí, y heriré a Aquiles en los talones y luego tornaré a Elena para pedirle un beso. ¡Oh, tú eres más bella que el aire de la noche revestido de la beldad de mil estrellas; más esplendente que el flamígero Júpiter cuando se apareció a Semele; más gentil que el monarca del cielo cuando reposa en los azules brazos de Aretusa; nadie sino tú será mi amada!
(Salen.)
VIEJO. —-¡Maldito Fausto, miserable hombre que excluyes de tu alma la gracia de los cielos y huyes del trono donde el divino tribunal se sienta! (Entran los diablos.) Satán empieza a hostigarme con su soberbia y en este crisol probará Dios mi fe. Mi fe, vil infierno, triunfará sobre ti. (Reta a los diablos, que retroceden.) Ambiciosos demonios, mirad cómo el cielo sonríe viéndoos rechazados y vuestra condición escarnece y desprecia. Id al infierno, que yo desde aquí vuelo a mi Dios.
(Sale.)
ESCENA II
El gabinete de Fausto. Entra FAUSTO con los ESTUDIANTES
FAUSTO. — ¡Ah, señores!
ESTUDIANTE PRIMERO. — ¿Que le ocurre a Fausto
FAUSTO. — ¡Ah, mi dulce camarada! Si yo hubiese vivido contigo ahora me encontraría sosegado. Más he de morir eternamente. (Con horror.) Oíd, ¿no viene? ¿No viene?
ESTUDIANTE SEGUNDO. —-¿Qué quiere decir Fausto?
ESTUDIANTE TERCERO. —-El vivir tan solitario ha debido enfermarle.
ESTUDIANTE PRIMERO. — Si es así, traeremos médicos que le curen. Eso debe ser un empacho; no temáis, hombre.
FAUSTO. — Un empacho de pecado mortal que me ha condenado el alma y el cuerpo.
ESTUDIANTE SEGUNDO. —-- Entonces, Fausto, mirad al cielo y pensad que la clemencia de Dios es infinita.
FAUSTO. — Los delitos de Fausto no pueden ser perdonados. Podrá salvarse la serpiente que tentó a Eva, pero Fausto no. ¡Oídme, caballeros, con paciencia y no tembléis ante mis discursos! Mi corazón jadea y se estremece al recordar que fui estudiante aquí hace treinta años. ¡Oh si nunca hubiese visto Wurtengerg, ni leído libros! Las maravillas que yo he hecho toda Alemania puede atestiguarlas, y aun todo el mundo; porque Fausto ha perdido al mundo y a Alemania. Y ha perdido el cielo para él, el cielo, sede de Dios, trono de los bienaventurados, reino de la alegría y ha de permanecer en el infierno para siempre. ¡En el infierno, ay, en el infierno para siempre! Dulces amigos, ¿qué será de Fausto cuando se halle en el infierno para siempre?
ESTUDIANTE TERCERO. —-Con todo, Fausto, invocad a Dios.
FAUSTO. —-- ¡A Dios, de quien Fausto ha renegado! ¡A Dios, de quien Fausto ha blasfemado! ¡Ay, Dios mío, yo lloraría, pero los diablos me arrebatan las lágrimas! Brote sangre en vez de lágrimas y la vida y el alma con ella. ¡Ah, él traba mi lengua! Quisiera levantar las manos al cielo, pero ellos me las sujetan, me las sujetan...
TODOS. —-¿Quiénes, Fausto?
FAUSTO. — Lucifer y Mefistófeles. Señores, yo les vendí el alma a cambio de mi sabiduría.
TODOS. — ¡No lo quiera Dios!
FAUSTO. —-Dios no lo quiere, en efecto; pero Fausto lo ha hecho y por el vano placer de veinticuatro años he perdido la dicha y la alegría eternas. Escribí un contrato con mi propia sangre, la fecha ha expirado y él vendrá y cargará conmigo.
ESTUDIANTE PRIMERO. —-¿Por qué, Fausto, no nos lo dijiste antes para que los teólogos rogaran por ti?
FAUSTO. — A menudo pensé hacerlo, pero el diablo me amenazaba con despedazarme si yo nombraba a Dios y con arrebatarme cuerpo y alma si prestaba oídos a la teología. Ahora es demasiado urde. Salid, señores, si no queréis perecer conmigo.
ESTUDIANTE SEGUNDO. — ¿Qué haremos para salvar a Fausto?
FAUSTO. —-No habléis de mí; salvaos vosotros y partid.
ESTUDIANTE TERCERO. —-Dios me fortificará; yo me quedo con Fausto.
ESTUDIANTE PRIMERO. —-No tentéis a Dios, buen amigo. Vayamos al cuarto contiguo y recemos por él.
FAUSTO. — Sí, rezad por mí, rezad por mí, y, oigáis lo que oigáis, no os acerquéis, porque nada puede salvarme.
ESTUDIANTE SEGUNDO. — Reza tú y nosotros impetraremos la piedad de Dios para ti.
FAUSTO. — Señores, adiós. Si vivo hasta mañana, iré a veros. Si no, será que Fausto ha ido al infierno.
TODOS. —- Fausto, adiós.
(Salen los estudiantes. Suenan las once.)
FAUSTO. —-¡Ah, Fausto, una hora escasa te queda de vida y luego serás condenado perpetuamente! Deteneos, móviles esferas de los cielos, cese el tiempo y nunca llegue la media noche. Ojo de la hermosa Naturaleza, álzate de nuevo y haz un perpetuo día, o haz que esta hora sea un año, un mes, una semana, un día natural, para que pueda Fausto arrepentirse y salvar su alma. «O lente, lente currite, noctis equi!» Las estrellas muévanse aún, el tiempo corre, el reloj suena, vendrá el demonio y Fausto será condenado. ¡Oh, quiero ascender hacia Dios! ¿Quién me impele hacia abajo? Ved, ved, cómo corre la sangre de Cristo por el firmamento. Una gota, media gota, salvarían mi alma, ¡oh, Cristo mío! ¡No desgarréis mi corazón porque nombre a mi Cristo! No, pues seguiré llamándole. Déjame, Lucifer. ¿Dónde está? Se ha ido y ahora veo a Dios extender su brazo y plegar su airada frente. Oteros y montañas, venid, venid, y caed sobre mí, y escondedme de la pesada cólera de Dios. ¡No, no! ¡Ah, quiero huir y esconderme en las entrañas de la tierra! ¡Tierra, ábrete! Más no, no quiere acogerme. Estrellas que presidisteis mi nacimiento y por cuya influencia se me otorgó la muerte y el infierno, llevaos a Fausto, cual confusa bruma, al interior de vuestras laberínticas nubes, para que, cuando me expeláis al aire, mis miembros se desprendan de vuestras humosas bocas a fin de que pueda mi alma elevarse a los cielos. (Suena el reloj.) Media hora ha pasado y todo pasará en breve. ¡Oh, Dios, si tú no tienes compasión de mi alma, con todo, por el amor de Cristo, cuya sangre me redimiera, pon algún límite a mi penar incesante! Haz que Fausto viva en el infierno mil o cien mil años, pero que se salve al fin. Más no hay límite alguno para las almas condenadas. ¿Por qué no eres una criatura carente de alma? ¿Por qué has de tener espíritu inmortal? Si las metempsícosis de Pitágoras fueran verdaderas, mi alma, huyendo de mí, se cambiaría en alguna bestia bruta. Las bestias son felices porque cuando mueren sus almas se disuelven pronto en los elementos, mientras la mía vivirá para ser atormentada en el infierno y maldecida por los padres que me engendraron. Fausto, maldícete y maldice a Lucifer que te ha privado de la alegría de los cielos. (El reloj da las doce.) ¡Ya suena, ya suena! Ahora, cuerpo, tórnate en aire, que si no Lucifer te llevará velozmente al infierno. (Truenos y relámpagos.) ¡Alma, transfórmate en menudas gotas de agua y cae en el océano para que nunca te encuentren! (Entran los diablos.) ¡Dios mío, Dios mío, no me miréis tan airado! Áspides y serpientes, dejadme respirar un poco. No te abras, infierno horrible. ¡Lucifer, no vengas! ¡Yo quemaré mis libros! ¡Ah, Mefistófeles! (Salen los diablos con él. Entra el coro.) Cortada ha sido la rama que podía haber medrado derecha y quemado está el laurel de Apolo que antaño creciera dentro de este hombre sabio. Fausto se ha ido; mirad su infernal caída y que su diabólica suerte exhorte a los discretos a pensar en el mal de las cosas ilícitas, cuya profundidad consiente a los talentos eminentes practicar más de aquello que el poder celeste permite.