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24/10/16

ASÍ ES, SI ASÍ OS PARECE Parábola en tres actos LUIGI PIRANDELLO

ASÍ ES, SI ASÍ OS PARECE
Parábola en tres actos
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LUIGI ASÍ ES, SI ASÍ OS PARECE Parábola en tres actos  LUIGI PIRANDELLO PIRANDELLO 

PERSONAJES
LAMBERTO LAUDISI
La señora FROLA
Su yerno, PONZA
La señora de PONZA
El Consejero AGAZZI
Su esposa, AMALIA (hermana de Lamberto Laudisi)
Su hija, DINA
El señor SIRELLI
La señora SIRELLI
EL PREFECTO
El Comisario CENTURI
La señora CINI
La señora NENNI
Un CRIADO de Agazzi
Varios SEÑORES y SEÑORAS
En una pequeña ciudad italiana. En nuestros días.

ACTO PRIMERO
Salón en casa del Consejero AGAZZI. Salida común, al fondo. Puertas a derecha y a
izquierda.
ESCENA PRIMERA
La señora AMALIA, DINA y LAUDISI
(LAMBERTO LAUDISI se pasea, nervioso. Tiene unos cuarenta años, es esbelto, de
natural elegancia. Lleva una chaqueta morada con solapas y cordones negros.)
LAUDISI. —¡Ah! ¡Conque ha recurrido al Prefecto!
AMALIA. —(Frisa en los cuarenta y cinco; cabellera gris. En su manera se ve que está orgullosa
del cargo de su marido. Se le nota, además, que, si ella pudiera, lo sustituiría en ocasiones y
haría las cosas de otra manera.) Lamberto, no olvides que se trata de un subordinado suyo.
LAUDISI. —Subalterno en la oficina de la Prefectura, pero no en su domicilio.
DINA. —(Diecinueve años. Tiene aspecto de comprenderlo todo mejor que su mamá y también
mejor que su papá, pero atenuado este aire por su gracia juvenil.) Pero nos ha traído a su
suegra a vivir aquí al lado, en el mismo piso.
LAUDISI. —Está en su perfecto derecho. Había una habitacioncita desalquilada y él la alquiló
para su suegra. ¿O es que una suegra tiene obligación de venir a obsequiar en su casa
(irónico, prolonga la frase) a la mujer y a la hija de un superior de su yerno?
AMALIA. —¿Quién habla de obligación? Hemos ido nosotras, Dina y yo, las primeras a
visitarla, y no nos ha recibido.
LAUDISI. —¿Y qué ha ido a pedirle tu marido al Prefecto? ¿Que obligue a esa señora a ser
cortés?
AMALIA. —No. Pero sí a reparar una desatención. Porque no se deja plantadas a dos señoras,
allí, como dos postes, delante de la puerta.
LAUDISI. —Tonterías. Entonces, las personas, ¿no tienen derecho a estarse tranquilamente
en su casa?
AMALIA. —Bueno, prescindes de que nosotras quisimos ser corteses las primeras, porque ella
es forastera.
DINA. —Bueno, tío, no te enfades. Seamos sinceras. Admitamos que hemos sido corteses...
por curiosidad. Pero, aun así, ¿no te parece natural?
LAUDISI. —Claro que me parece natural. Porque no tenéis otra cosa que hacer.
DINA. —¡Qué va! Mira, tiíto. Supón que tú estás ahí, sin preocuparte de lo que hagan los
demás a tu alrededor. Bien. Llego yo, y aquí mismo, sobre esta mesita que tienes delante, te
coloco, como la cosa más natural del mundo... ¡qué sé yo! unos zapatos de la cocinera, por
ejemplo.
LAUDISI. —¡Cómo! ¿Unos zapatos de la cocinera?
DINA. —(Súbitamente.) ¿Ves? Te sorprende. Te parece una extravagancia y me pides
explicaciones.
LAUDISI. —Tienes ingenio, querida. Pero estás hablando con tu tío, ¿sabes? Si tú vienes a
colocar encima de esta mesa unos zapatos de la cocinera, y lo haces adrede para picar mi
curiosidad, nadie me reprocharía el que yo te preguntara: «¿Por qué pones ahí los zapatos
de la cocinera?» Pero ahora tendrías que demostrarme que si ese señor Ponza (ese villano,
ese golfo, como lo llama tu padre) ha venido a alojar a su suegra aquí al lado, lo ha hecho
adrede para picar vuestra curiosidad.
DINA. —Bueno. Admitamos que no lo haya hecho adrede. Pero no me negarás que ese señor
hace una vida tan rara, que forzosamente tiene que picar la curiosidad de todo el mundo.
Figúrate que alquiló una vivienda en el último piso de ese caserón tétrico de las afueras de
la ciudad, entre los huertos. ¿Lo has visto? Digo, si lo has visto por dentro.
LAUDISI. —¿Acaso has ido a verlo tú?
DINA. —Sí, tiíto. Fuimos mamá y yo. Y no creas que sólo hemos ido nosotras. Todas han ido
a verlo. Hay un patio enorme, sombrío, como un pozo, con una barandilla de hierro en la
galería del último piso, de donde penden varias cuerdas con cestas atadas al extremo.
LAUDISI. —Bueno, y eso ¿qué tiene de particular?
DINA. —(Sorprendida e indignada.) ¡Allí arriba ha metido a su mujer!
AMALIA. —Y, en cambio, a la suegra la ha traído junto a nosotros.
LAUDISI. —En un pisito muy mono, a la suegra, en pleno centro.
AMALIA. —¡Gracias! Y la obliga a vivir separada de su hija.
LAUDISI. —¿Quién os ha dicho eso? ¿Y si es ella que quiere vivir separada para tener más
libertad?
DINA. —No, no, tío. Se sabe muy bien que es él.
AMALIA. —Dispensa. Se comprende que una hija, al casarse, deje la casa de su madre para ir
a vivir con su marido. Incluso que se vaya a otra ciudad. Pero que una madre que no puede
vivir lejos de su hija, la siga, y en la ciudad donde las dos son forasteras, se vea obligada a
vivir separada... ¡Vamos! Admitirás que esto no se comprende fácilmente.
LAUDISI. —¡Qué fantasía! Con lo fácil que sería suponer que, sea por culpa de él o sea por
culpa de ella, o por culpa de los dos, o por culpa de ninguno, por incompatibilidad de
caracteres...
DINA. —(Interrumpiéndole, asombrada.) ¡Cómo, tío! ¿Entre madre e hija?
LAUDISI. —¿Por qué entre madre e hija?
AMALIA. —Pues porque entre ellos dos, no. Están siempre juntos, él y ella.
DINA. —La suegra y el yerno. Eso es lo que tiene asombrado a todo el mundo.
AMALIA. —Todas las tardes viene él a hacerle compañía a la suegra.
DINA. —Y durante el día también viene una o dos veces.
LAUDISI. —¿Acaso sospecháis que se hagan la corte suegra y yerno?
DINA. —¡Oh, no! Eso ¡quién va a pensarlo! Una pobre viejecita...
AMALIA. —Pero él nunca le trae a la hija. Jamás trae a su mujer para que vea a la madre.
LAUDISI. —¡Bah! Tal vez esté enferma, la pobre, y no pueda salir de casa.
DINA. —¡Qué va! La viejecita tiene que ir...
AMALIA. —..para verla de lejos. Se sabe de muy buena tinta que a esa pobre madre le está
prohibido subir a casa de su hija.
DINA. —Solamente puede hablar con ella desde el patio.
AMALIA. —¡Desde el patio! ¡Fíjate!
DINA. —Con la hija, que se asoma a la galería y parece que habla desde las nubes. Esta
pobrecita entra en el patio, tira de la cuerda de la cesta, suena la campanilla de allá arriba,
la hija se asoma, y ella le habla desde allí, desde aquel pozo, retorciendo el cuello así,
figúrate. Y ni siquiera puede verla, con el reflejo de la luz que viene de arriba.
(Llaman a la puerta y se presenta un CRIADO)
CRIADO. —Con su permiso...
AMALIA. —¿Quién es?
CRIADO. —Los señores de Sirelli y otra señora.
AMALIA. —Que pasen.
(El CRIADO saluda con una inclinación y sale.)

ESCENA II
DICHOS, el matrimonio SIRELLI y la señora CINI
AMALIA. —(A la señora SIRELLI.) ¡Amiga mía!
SRA. SIRELLI. —(Regordeta, fresca, todavía joven, de una elegancia provinciana. Es muy
curiosa. Habla a su marido con acritud.) Me he permitido traer a mi buena amiga, la señora
Cini, que tenía tantos deseos de conocer a usted.
AMALIA. —Encantada, señora. Siéntense. (Presentando.) Mi hija Dina, mi hermano Lamberto
Laudisi.
SIRELLI. —(Calvo, cuarenta años, gordo, orondo, con pretensiones de elegancia. Sus
impecables zapatos chirrían al andar. Saludando.) Señora. Señorita. (Estrecha la mano a
LAUDISI.)
SRA. SIRELLI. —¡Ah, señora mía! Venimos aquí como se va a la fuente. Somos dos pobres
sedientos de noticias.
AMALIA. —Y ¿de qué noticias, amiga mía?
SRA. SIRELLI. —¿Cuáles van a ser? De ese recién llegado. El nuevo Secretario de la
Prefectura. No se habla de otra cosa en toda la ciudad.
SRA. CINI. —(Vieja pueblerina llena de ambiciosa malicia disimulada con aires de ingenuidad.)
Tenemos todas una curiosidad... Estamos intrigadísimas.
AMALIA. —Pues nosotras no sabemos más que ustedes, créame.
SIRELLI. —(A su mujer, como quien ha triunfado.) ¿Qué te dije? Saben lo que yo, o menos que
yo. (A los otros.) La verdadera razón por la cual esa pobre madre no puede ir a ver a su hija,
por ejemplo, ¿la saben ustedes?
AMALIA. —De eso estábamos hablando con mi hermano.
LAUDISI. —Creo que están ustedes un poco locos.
DINA. —(Rápida, para que no hagan caso a su tío.) Porque el yerno se lo prohíbe, según dicen.
SRA. CINI. —(Con voz de lamento.) Pero eso no es una razón.
SRA. SIRELLI. —(Casi al mismo tiempo.) Eso no es una razón. Tiene que haber algo más.
SIRELLI. —(Agitando una mano, para acaparar la atención.) Noticia de última hora. (Casi
deletreando.) La tiene encerrada bajo llave.
AMALIA. —¿A la suegra?
SIRELLI. —No, señora, a la mujer.
SRA. SIRELLI. —¡La mujer! ¡La mujer!
SRA. CINI. —(Como antes.) ¡Bajo llave!
DINA. —¿Comprendes, tío? Y tú querías disculparlo...
SIRELLI. —(Estupefacto.) ¡Cómo! ¿Tú querías disculpar a ese monstruo?
LAUDISI. —Yo no quiero disculparlo, en absoluto. Pero digo que esa curiosidad de ustedes (y
que me perdonen las señoras) es insoportable. Y, además, completamente inútil.
SIRELLI. —¿Inútil?
LAUDISI. —Inútil, inútil, señoras mías.
SRA. CINI. —¿Que quiera una enterarse...?
LAUDISI. —¿De qué? Y dispense. ¿Qué podemos nosotros saber de los demás? Quiénes son...,
cómo son, lo que hacen, por qué lo hacen...
SRA. SIRELLI. —Pues indagando, informándose.
LAUDISI. —Pues, si hay alguien que esté enterado de todo, ese alguien tiene que ser usted,
señora, con un marido como el suyo, que no pierde ripio de cuanto ocurre.
SIRELLI. —(Interrumpiéndole.) Dispensa, pero...
SRA. SIRELLI. —No, querido; escucha, escucha. Está diciendo la verdad. (A AMALIA.) La
verdad, señora mía; con mi marido, que pretende saberlo todo, no hay modo de que yo me
entere nunca de nada.
SIRELLI. —¿Qué les parece a ustedes? No cree jamás lo que yo le digo. Basta que yo diga una
cosa para sostener ella que no puede ser así, que tiene que ser lo contrario.
SRA. SIRELLI. —Menos, menos. Cuando me cuentas alguna cosa que...
LAUDISI. —(Ríe.) Permítame, señora. Yo contestaré a su marido. ¿Cómo quieres, amigo mío,
que tu mujer se contente con lo que tú le cuentes, si tú, naturalmente, le cuentas las cosas
como tú las ves?
SRA. SIRELLI. —Como no pueden ser, en absoluto.
LAUDISI. —¡Ah, no, señora! Permítame que le diga que en eso no tiene usted razón. Para su
marido, las cosas son como él se las cuenta.
SIRELLI. —Como son. Como son en realidad.
SRA. SIRELLI. —Ni muchísimo menos. Si te equivocas siempre.
SIRELLI. —La que se equivoca eres tú, no yo.
LAUDISI. —No, señores míos. No se equivoca ninguno de los dos. Si me lo permiten, se lo
demostraré prácticamente. (Se levanta y va al medio del salón.) Véanme ustedes aquí, los
dos. Me ven, ¿verdad?
SIRELLI. —Juro que sí.
LAUDISI. —Calma, calma. No lo digas tan pronto, amigo mío. Ven acá, ven acá.
SIRELLI. —(Lo mira sonriendo, perplejo, un poco desconcertado, temiendo una broma.) ¿Para
qué?
SRA. SIRELLI. —(Irritada.) Ve allá.
LAUDISI. —(A SIRELLI que se le ha acercado vacilando.) ¿Me ves? Mírame mejor. Tócame.
SRA. SIRELLI. —(Como antes.) Tócalo.
LAUDISI. —(A SIRELLI, que ha alzado la mano para apenas tocarle en el hombro.) Eso es.
¡Bravo! Tú estás seguro de que me has tocado como me estás viendo, ¿verdad?
SIRELLI. —Te diré.
LAUDISI. —No puedo dudar de ti. Palabra. Vuelve a tu sitio.
SRA. SIRELLI. —(A su marido, que sigue como atontado delante de LAUDISI.) No te quedes ahí
parado como un espantapájaros. Siéntate ahora mismo.
LAUDISI. —(A la señora SIRELLI, después que SIRELLI, asombrado, ha vuelto a su sitio.) Ahora,
haga el favor de venir usted, señora. (Rectificando.) ¡Oh! Dispense. Iré yo. (Va hacia ella y
pone una rodilla en tierra.) Usted está viéndome, ¿no es así? Levante la mano y tóqueme. (La
SRA. SIRELLI le coloca una mano sobre el hombro y él se inclina para besársela.) ¡Oh! ¡Qué
mano tan bella!
SIRELLI. —¡Eh, eh!
LAUDISI. —No le haga caso. ¿Está usted segura de que me toca como de que me ve? No
puedo dudar de usted. Pero, por favor, no diga usted a su marido, ni a mi hermana, ni a mi
sobrina, ni a la señora...
SRA. CINI. —...Cini.
LAUDISI. —...Cini, cómo me ve; porque los cuatro le dirán que usted se equivoca, cuando no
es así. Porque yo soy realmente como usted me ve, lo cual no impide, señora mía, que yo sea
también, realmente, como me ven su marido de usted, mi hermana, mi sobrina y la
señora...
SRA. CINI. —...Cini.
LAUDISI. —...Cini. Los cuales tampoco se equivocan, en absoluto.
SRA. SIRELLI. —¿De modo que usted no es el mismo para unos que para otros?
LAUDISI. —Claro que no, señora. ¿Acaso usted es la misma para todo el mundo?
SRA. SIRELLI. —(Con precipitación.) Naturalmente. Yo no cambio nunca. Se lo aseguro.
LAUDISI. —Tampoco yo cambio... para mí. Y digo que todos ustedes se engañan, si no me ven
como me veo yo. Pero eso no quiere decir que no sean todo ilusiones que yo me hago... o que
usted se hace.
SIRELLI. —Bueno. Pero, ¿qué significa todo este galimatías?
LAUDISI. —¿No le ves el significado? ¡Esta es buena! Os veo tan interesados por saber
quiénes son los demás, como si los demás, por sí mismos, fueran así o asá.
SRA. SIRELLI. —Pero entonces, según usted, ¿nunca se puede saber la verdad?
SRA. CINI. —Si no vamos a poder creer siquiera lo que vemos y palpamos...
LAUDISI. —Sí, señora. Crea usted todo lo que quiera. Pero respete lo que ven y tocan los
demás, aunque sea lo contrario de lo que usted ve y toca.
SRA. SIRELLI. —¡Qué hombre éste! ¡Yo no vuelvo a hablar con él! ¡No quiero terminar en un
manicomio!
LAUDISI. —Nada, nada. Por mí, no se preocupen. Sigan ustedes hablando de la señora Frola
y del señor Ponza, su yerno. Yo no les interrumpiré.
AMALIA. —¡Gracias a Dios! Y lo mejor que podías hacer, querido Lamberto, era irte a dar un
paseo por ahí...
DINA. —Eso, eso, tiíto. ¿Cómo no vas a pasear un poco? Con el buen tiempo que hace.
LAUDISI. —No. ¿Por qué? Me divierte mucho oíros hablar. Estaré muy formalito. Palabra. A lo
sumo, de vez en cuando, me reiré un poquitín para mis adentros. Y, si se me escapa alguna
carcajada, tendréis benevolencia.
SRA. SIRELLI. —Y nosotras que habíamos venido para enterarnos... Pero (a AMALIA.) su
marido, ¿no era jefe de ese señor Ponza?
AMALIA. —Sí. Pero una cosa es la oficina y otra cosa es la vida particular.
SRA. SIRELLI. —Ya. Comprendo. Pero ustedes, ¿no han intentado siquiera ver a la suegra,
teniéndola al lado?
DINA. —¡Que si lo hemos intentado! Por dos veces, señora.
SRA. CINI. —(Dando un salto, intrigadísima.) ¡Ah! ¿Pero ustedes han podido hablar con ella?
AMALIA. —No se ha dignado recibirnos, señora mía.
SIRELLI, SRA. SIRELLI y SRA. CINI. —¡Oh, oh! ¡Habráse visto!
DINA. —Esta mañana mismo...
AMALIA. —La primera vez estuvimos más de un cuarto de hora delante de la puerta. No vino
nadie a abrir, y no pudimos siquiera entregar nuestra tarjeta de visita. Hoy volvimos a
intentarlo...
DINA. —(Con gesto de espanto.) Y vino a abrirnos él.
SRA. SIRELLI. —Con esa cara que tiene. Tiene cara de mala persona. Ha asustado a toda la
ciudad con esa cara. Y luego, siempre vestido de luto. La suegra, también, ¿verdad? ¿Y la
hija?
SIRELLI. —(Con fastidio.) Pero si a la hija no ha podido verla nadie todavía. Te lo he dicho
cincuenta veces. Vestida de negro también ella... Son de un pueblo de Marsica.
AMALIA. —Sí. Que ha sido completamente destruido, según parece.
SIRELLI. —Sí. Por el último terremoto. No quedó piedra sobre piedra.
DINA. —Dicen que han perdido a todos los parientes.
SRA. CINI. —(Con ansia de noticias.) Bueno, conque salió él a abrir la puerta...
AMALIA. —Cuando lo vimos delante de nosotras, del susto no nos salía la voz del cuerpo para
decirle que íbamos a visitar a su suegra. Ni palabra, ¿sabes? No dijo ni muchas gracias.
DINA. —No, eso no. Hizo una inclinación.
AMALIA. —Apenas, así, con la cabeza.
DINA. —Con los ojos, puedes decir. Con esos ojos de vampiro más que de persona.
SRA. CINI. —(Como antes.) ¿Y luego? ¿Que dijo luego?
DINA. —Todo azorado...
AMALIA. —...Todo hecho un lío, dijo que su suegra se encontraba un poco indispuesta, que
nos agradecía la atención. Y se quedó allí, en el dintel de la puerta, esperando a que nos
marcháramos.
DINA. —¡Qué desprecio!
SIRELLI. —Modales de aldeano. ¡Ah! Seguro que es él el culpable. A lo mejor tiene también a
la suegra encerrada con llave.
SRA. SIRELLI. —Se necesita descaro. Tener esa descortesía ante una señora que es, además,
la esposa de uno de sus jefes.
AMALIA. —¡Ah! Pero mi marido esta vez se ha indignado. Lo ha tomado como una grave falta
de consideración y ha ido a ver al Prefecto para que lo obligue a reparar la ofensa.
DINA. —¡Oh! Precisamente, aquí está papá.

ESCENA III
DICHOS y AGAZZI
AGAZZI. —(Cincuenta años, pelirrojo, aturrullado, con barba, gafas de oro; autoritario y altivo.)
¡Oh querido Sirelli! (Besa la mano a la señora SIRELLI.) Señora.
AMALIA. —(Presentando.) Mi marido. La señora Cini.
AGAZZI. —Encantado. (Le estrecha la mano, inclinándose. Luego, volviéndose casi con
solemnidad a su mujer y a su hija.) Os advierto que, dentro de un instante, estará aquí la
señora Frola.
SRA. SIRELLI. —(Palmoteando.) ¡Ah! ¿De veras? ¿Vendrá?
AGAZZI. —Naturalmente. ¿Cree usted que yo iba a tolerar una vejación semejante a mi
familia, a mi esposa?
SIRELLI. —¡Claro! Eso estábamos diciendo.
SRA. SIRELLI. —Y no hubiera estado de más aprovechar la ocasión para...
AGAZZI. —...¿para hacer notar al Prefecto todo lo que se dice en la ciudad acerca de ese
caballero? No lo duden ustedes. Lo he hecho.
SIRELLI. —¡Muy bien, muy bien!
SRA. CINI. —Es algo inexplicable. Verdaderamente inconcebible.
AMALIA. —Lo que se dice un salvaje. ¿Pero no sabes que las tiene encerradas bajo llave a las
dos?
DINA. —No, mamá; de la suegra todavía no se sabe.
SRA. SIRELLI. —Pero a la mujer, sí. Es cierto.
SIRELLI. —¿Y el Prefecto?
AGAZZI. —Sí. Ha quedado muy... muy impresionado.
SIRELLI. —¡Ah! Menos mal.
AGAZZI. —Ya había llegado algo a sus oídos, y ve ahora la ocasión de aclarar este misterio, de
llegar a saber la verdad.
LAUDISI. —(Ríe a carcajadas.) ¡Ja, ja, ja, ja!
AMALIA. —No faltaba más que tu risa.
AGAZZI. —Y ¿de qué se ríe?
SRA. SIRELLI. —Porque dice que no es posible descubrir la verdad.

ESCENA IV
DICHOS, el CRIADO; luego, la SEÑORA FROLA
CRIADO. —(Desde la puerta.) Con perdón de los señores. La señora Frola.
SIRELLI. —¡Oh! Ya está aquí.
AGAZZI. —Ahora veremos si es posible, querido Lamberto.
SRA. SIRELLI. —¡Ay, qué bien! ¡Cuánto me alegro!
AMALIA. —(Levantándose.) ¿Decimos que pase?
AGAZZI. —No, espera. Siéntate. Espera que entre. Sentados. Hay que estar sentados. (Al
CRIADO.) Hágala pasar. (Vase el CRIADO. Poco después, entra la SEÑORA FROLA y todos se
levantan. Es una viejecita encantadora, modesta, afabilísima, con una gran tristeza en los
ojos, atenuada por la constante sonrisa dulce de sus labios. AMALIA se levanta y le tiende la
mano.)
AMALIA. —Tenga la bondad, señora. (Hace las presentaciones teniéndola de la mano.) La
señora Sirelli, mi buena amiga. La señora Cini. Mi esposo. El señor Sirelli. Mi hija Dina. Mi
hermano Lamberto Laudisi. Siéntese, señora.
SRA. FROLA. —Ando delicada y le ruego me dispense por no haber cumplido antes con este
deber. Usted, señora, ha sido tan amable que me ha honrado con su visita, cuando me
tocaba a mí venir primero.
AMALIA. —Entre vecinas, señora, no importa quién sea la primera en visitar. Tanto más que
usted, estando aquí, sola, forastera, tal vez podía necesitar...
SRA. FROLA. —¡Oh, muchas gracias, señora! Es usted demasiado buena.
SRA. SIRELLI. —¿La señora está sola en la ciudad?
SRA. FROLA. —No. Tengo una hija casada, que también ha venido hace poco.
SIRELLI. —El yerno de esta señora es el Secretario de la Prefectura. El señor Ponza, ¿verdad?
SRA. FROLA. —Exactamente. Espero que el señor Consejero me dispensará. Y también a mi
yerno.
AGAZZI. —A fuer de sincero, he de decirle que, en efecto, me pareció bastante mal que...
SRA. FROLA. —(Interrumpiéndolo.) ...tiene usted razón. ¡Tiene usted razón! Pero debe usted
perdonarlo. Hemos quedado tan abatidos después de nuestra desgracia...
AMALIA. —¡Ah!, ya. Tuvieron ustedes aquella catástrofe.
SRA. SIRELLI. —¿Perdieron ustedes algún pariente?
SRA. FROLA. —¡Oh! Todos perecieron. Todos, señora. De nuestro pueblecito apenas si queda
otra cosa que un montón de ruinas abandonadas.
SIRELLI. —Ya. Se supo aquí.
SRA. FROLA. —Yo no tenía más que una hermana con una hija también, pero soltera. Para mi
pobre yerno, la desgracia fue bastante más grave: la madre, dos hermanos, una hermana...
Y luego, cuñados, cuñadas, dos sobrinos...
SIRELLI. —Una hecatombe.
SRA. FROLA. —Y son desgracias para toda la vida. Queda una como aturdida.
AMALIA. —Verdaderamente.
SRA. SIRELLI. —De la noche a la mañana. Hay para volverse loco.
SRA. FROLA. —No piensa una en nada, y se falta sin intención, señor Consejero.
AGAZZI. —Basta, señora, se lo ruego.
AMALIA. —Precisamente en consideración a esa desgracia, fuimos mi hija y yo las primeras
en visitarlas.
SRA. SIRELLI. —(Lloriqueando.) Ya. Sabiendo que la señora estaba tan sola. Aunque usted me
perdonará, señora, si es que es indiscreta la pregunta; pero, ¿cómo es que teniendo aquí a
su hija... después de una desgracia tan tremenda...? (Tímida, después de haber hilado tan
bien.) Vamos... Me parece a mí que... eso debería crear a los supervivientes... la necesidad
de estar todos juntos, y...
SRA. FROLA. —(Ayudándola a salir del apuro.) ...Y es extraño que esté yo tan sola, ¿verdad?
SIRELLI. —Eso es. Parece extraño, francamente.
SRA. FROLA. —(Con dolor.) Lo comprendo. (Como buscando una salida.) Pero... ¿Sabe usted...?
Son apariencias que... Cuando un hijo o una hija se casan, hay que dejarlos solos, que
hagan su vida. Ahí tiene usted.
LAUDISI. —Muy bien. Es muy justo. Precisamente la relación con una hija es distinta cuando
esa hija está casada.
SRA. SIRELLI. —Pero no hasta el punto (y perdone, Laudisi) de que la hija, al casarse,
prescinda por completo de la madre.
LAUDISI. —¿Quién ha hablado de prescindir? Ahora se trata, si no me equivoco, de una
madre que comprende que la hija no puede ni debe seguir ligada a ella, como de soltera,
teniendo ahora su propia vida.
SRA. FROLA. —(Agradecida.) Eso es, señor. Gracias. Eso es lo que yo quería decir.
SRA. CINI. —Pero su hija vendrá, me figuro..., vendrá a menudo a hacerle compañía.
SRA. FROLA. —(En un apuro.) Sí, claro... Nos vemos.
SIRELLI. —(Rápido.) No sale nunca de casa, su hija. Por lo menos, nadie la ha visto nunca.
SRA. CINI. —Tendrá que cuidar a los niños.
SRA. FROLA. —(Rápida.) No. Todavía no tiene niños. Y tal vez, en adelante, tampoco los tenga
ya. Siempre tiene que hacer en casa, claro. Pero no es por eso. (Sonríe amargamente,
buscando salida.) Nosotras... ¿Sabe...?, nosotras, las mujeres, en los pueblos pequeños,
estamos acostumbradas a estar siempre en casa.
AGAZZI. —Pero saldrán, para ir a ver a la mamá, cuando están separadas...
AMALIA. —Pero esta señora... Irá ella a ver a su hija...
SRA. FROLA. —(Rápida.) ¡Claro! ¿Cómo no? Una o dos veces al día.
SIRELLI. —¿Y sube usted una o dos veces al día todas aquellas escaleras, hasta el último piso
de aquel caserón?
SRA. FROLA. —(Pálida, intenta tomar a broma el suplicio de este interrogatorio.) ¡Oh, no! No
subo, verdaderamente. Tiene razón, caballero. Sería demasiado para mí. No subo. Mi hija se
asoma al patio y nos vemos..., hablamos...
SRA. SIRELLI. —¿Solamente así? ¡Oh! ¿No la ve usted nunca de cerca?
DINA. —(Rodeando el cuello de su madre con el brazo.) Yo, que soy hija, no consentiría nunca
que mi madre subiera noventa y tantos escalones. Pero no podría resignarme a verla y
hablarle de lejos, sin poder abrazarla, sin tenerla a mi lado.
SRA. FROLA. —(Nerviosa, azorada.) Tiene razón; Pero tengo que decirles... No quisiera que
ustedes pensaran de mi hija lo que no es verdad: que me tenga poco afecto, poca
consideración... Ni tampoco de mí, que soy su mamá. ¡Cien escalones no podrían ser
obstáculo para una madre, por muy vieja y cansada que estuviera, si al llegar arriba le
esperase el premio de poder tener a su hija junto al corazón!
SRA. SIRELLI. —(Triunfante.) ¡Claro! Ya decíamos nosotros que tenía que haber alguna razón.
AMALIA. —(Con intención.) ¿Lo ves, Lamberto? ¿Lo ves? Hay una razón.
SIRELLI. —(Rápido.) Su yerno, ¿eh?
SRA. FROLA. —¡Oh! Por caridad. No piensen mal de él. ¡Es tan buen muchacho! No pueden
ustedes imaginarse lo bueno que es, el afecto tierno y delicado que me profesa, lleno de
solicitud. Y no digamos del cariño y las consideraciones que tiene para con mi hija. ¡Ah!
Crean ustedes que no hubiera podido desear para ella un marido mejor.
SRA. SIRELLI. —Pero... entonces...
SRA. CINI. —...entonces no será él la causa.
AGAZZI. —Claro. Por lo menos, no me parece posible que él prohíba a su mujer ir a ver a su
408
madre, ni a la madre subir a casa para estar unos momentos junto a su hija.
SRA. FROLA. —¡Prohibirlo, no! Yo no he dicho que esté prohibido. Somos mi hija y yo, señor
Consejero, las que renunciamos a ello, por consideración a él.
AGAZZI. —¡Cómo! Y perdone. No veo por qué podría ofenderse él.
SRA. FROLA. —Ofenderse, no, señor Consejero. Es un sentimiento, señores míos..., tal vez
difícil de comprender. Pero... cuando se ha comprendido, no es difícil de compartir,
créanme. Aunque nos cueste un gran sacrificio, tanto a mí como a mi hija.
AGAZZI. —Al menos, reconocerá usted, señora, que es muy extraño todo eso que dice.
SIRELLI. —En efecto. Y que suscita y legitima la curiosidad.
AGAZZI. —Incluso hace sospechar...
SRA. FROLA. —¿De él? No, por caridad, no diga eso. ¡Sospechar! ¿De qué, señor Consejero?
AGAZZI. —De nada. No se altere. Digo que podría sospecharse.
SRA. FROLA. —No, no. Pero... ¿de qué? Si nosotros estamos en perfecto acuerdo. Estamos
contentas, contentísimas, tanto yo como mi hija.
SRA. SIRELLI. —¿Tal vez son... celos?
SRA. FROLA. —¿Celos? ¿De una madre? No creo que pueda llamarse así... Aunque realmente
no sabría... Es que... él necesita todo el cariño de su esposa para él. Incluso el cariño que la
hija tiene a su mamá, que es mucho, no lo duden. Pero él quiere que ese cariño de mi hija
me llegue a través de él, por su conducto. Eso es.
AGAZZI. —¡Oh! Dispénseme; pero eso me parece una terrible crueldad.
SRA. FROLA. —No, no. Crueldad, no. No diga crueldad, señor Consejero. Es otra cosa,
créame. No me expreso bien. Es... naturaleza. Es decir... tal vez... ¡Dios mío! Será una
especie de enfermedad, si ustedes quieren. Es como una locura de amor... exclusivo. En el
cual la mujer debe vivir sin salir jamás, y sin que nadie pueda entrar...
DINA. —¿Ni siquiera la madre?
SIRELLI. —Si eso no es egoísmo...
SRA. FROLA. —Tal vez. Pero un egoísmo por el que se da íntegramente a su mujer. En el
fondo, el egoísmo sería el mío, si intentara asaltar esa fortaleza, donde está encerrado el
amor, sabiendo que mi hija es feliz así, adorada. Eso debe bastarle a una madre, ¿verdad?
Por lo demás, yo veo a mi hija y hablo con ella. (Con gracioso gesto confidencial.) En la cesta
que cuelga de la cuerda, allí, en el patio, hay todos los días un papelito de su puño y letra,
con las noticias de la jornada. Eso me basta. Ya estoy acostumbrada. Resignada, si ustedes
quieren, pero ya no sufro por eso.
AMALIA. —Y después de todo, si ustedes están contentas...
SRA. FROLA. —(Levantándose.) ¡Oh, sí! Ya se lo he dicho. Porque él es tan bueno... Créanme.
No puede ser mejor. Todos tenemos nuestras flaquezas, y tenemos que compadecernos unos
a otros. (Saluda a AMALIA.) Señora. (Lo mismo a las señoras SIRELLI y CINCI; luego a DINA.
Volviéndose a AGAZZI.) Me habrá dispensado...
AGAZZI. —No diga eso, señora. Muy agradecidos por su visita.
SRA. FROLA. —(Saluda con la cabeza a SIRELLI y a LAUDISI. A AMALIA.) No, por favor, no se
moleste, señora.
AMALIA. —¡No faltaría más! Es mi deber, señora. (La SEÑORA FROLA sale acompañada de
AMALIA, que vuelve a poco.)
SIRELLI. —¡Qué! ¿Satisfechos con la explicación?
AGAZZI. —Pero, ¿qué explicación? En todo ello debe haber Dios sabe qué misterio.
SRA. SIRELLI. —Y ¡quién sabe cuánto sufrirá ese pobre corazón de madre!
DINA. —Y la hija también, la pobre. (Pausa.)
SRA. CINI. —(Desde el ángulo de la pieza, donde se ha arrinconado para ocultar su llanto, en
una explosión.) Le temblaba la voz. La ahogaba el llanto.
AMALIA. —Sí. Cuando dijo que subiría más de cien escalones para apretar a la hija contra su
corazón.
LAUDISI. —Yo lo que le he notado es un deseo... más todavía, verdadero interés por librar al
yerno de toda sospecha.
SRA. SIRELLI. —¡Y cómo! Si a todo le encontraba justificación.
SIRELLI. —¡Justificación! ¿Puede justificarse la violencia, la barbarie?


ESCENA V
DICHOS, el CRIADO; luego, PONZA
CRIADO. —(Desde la puerta.) Señor Consejero: aquí está el señor Ponza. Pregunta si el señor
puede recibirle.
SRA. SIRELLI. —¡Oh! ¡Es él, es él! (Sorpresa general y movimiento de invencible curiosidad, casi
de susto.)
AGAZZI. —¿Si puedo recibirlo?
CRIADO. —Eso ha dicho, señor.
SRA. SIRELLI. —Por favor, recíbalo aquí, Consejero. Casi le tengo miedo. Pero tengo tanta
curiosidad por ver de cerca a ese monstruo...
AMALIA. —¿Qué querrá?
AGAZZI. —Lo sabremos ahora mismo. Siéntense todos. (Al CRIADO.) Que pase.
(El CRIADO se inclina y desaparece. Poco después, entra el señor PONZA: bajo, grueso,
moreno, aspecto casi terrible, de luto, pelo negro y espeso, frente baja, gran bigote negro.
Aprieta continuamente los puños y habla de modo forzado, hasta con violencia a duras penas
contenida. De vez en cuando se limpia el sudor con un pañuelo a listas negras. Al hablar, su
mirada será dura, fija, tétrica.)
AGAZZI. —Pase, pase usted, señor Ponza. (Presentándolo.) El nuevo Secretario señor Ponza.
Mi esposa, la señora de Sirelli, la señora Cini, mi hija, el señor Sirelli y Laudisi, mi cuñado.
Siéntese.
PONZA. —Gracias. Sólo un momento y no les molestaré más.
AGAZZI. —¿Desea usted hablarme a solas?
PONZA. —No. Puedo hablar también delante de todos. Además, se trata de una explicación
que me creo en el deber de dar.
AGAZZI. —¿Se refiere usted a la visita de su señora suegra? Ya no es necesaria la explicación,
porque...
PONZA. —No es por eso, señor Consejero. Tengo también que hacer constar que la señora
Frola, mi suegra, habría sido la primera en venir, sin duda alguna, antes de que la señora y
la señorita hubieran tenido la bondad de honrarla con su visita... si yo no hubiera hecho
todo lo humanamente posible por impedírselo; ya que no puedo permitir que ella haga
visitas, ni que las reciba.
AGAZZI. —(Con orgullo resentido.) ¿Se puede saber por qué? Y perdone.
PONZA. —(Cada vez mas alterado, a pesar de sus esfuerzos por contenerse.) Mi suegra les
habrá hablado a ustedes de su hija. Les habrá dicho que le prohibo verla, subir a mi casa...
AMALIA. —¡Oh, no! La señora ha hablado de usted con toda consideración, llena de bondad.
DINA. —No ha dicho nada malo de usted. Al contrario.
AGAZZI. —Y que ella se abstiene de subir a casa de su hija, en atención a un sentimiento de
usted, que... nosotros, francamente, le dijimos no podíamos comprender.
SRA. SIRELLI. —Incluso, si tuviéramos que dar nuestra opinión...
AGAZZI. —Sí, señor; que nos ha parecido una crueldad. Una verdadera crueldad.
PONZA. —Precisamente he venido para poner eso en claro, señor Consejero. La situación de
esa mujer es muy digna de lástima; pero no menos terrible es la mía, así cómo la
circunstancia que me obliga a disculparme, a dar a ustedes cuenta y razón de una
desventura que solamente... solamente una violencia como ésta podía obligarme a
descubrir. (Calla un momento, mira a todos; luego, lentamente, subrayando.) La señora
Frola... está loca.
TODOS. —(Con sobresalto.) ¿Loca?
PONZA. —Desde hace cuatro años.
SRA. SIRELLI. —(Con un grito.) ¡Cómo! Pero si no lo parece, en absoluto.
AGAZZI. —(Asombrado.) ¡Cómo! Loca.
PONZA. —No lo parece, pero está loca. Y su locura consiste precisamente en la monomanía
de creer que yo no quiero dejarle ver a su hija. (En un arranque de feroz emoción.) ¿Qué hija,
Dios mío? Si su hija murió hace cuatro años.
TODOS. —(Sorprendidos.) ¿Muerta...? ¡Oh! ¡Cómo! ¿Muerta?
PONZA. —Hace cuatro años. Esa fue la causa de la demencia.
SIRELLI. —Pero, entonces... ¿la que vive con usted?
PONZA. —Es mi segunda esposa. Me casé con ella hace dos años.
AMALIA. —¡Y la señora cree que ésta es otra vez su hija! Como si lo viera.
PONZA. —Y eso la ha salvado... en cierto modo. Me vio pasar por la calle con mi esposa
actual, desde una ventana del manicomio donde estaba recluida. Creyó ver en ella a su hija,
viva, y se puso a temblar, a reír. Salió de repente de la trágica desesperación en que se
hallaba sumida, que se transformó al momento en esta otra locura, de radiante felicidad al
principio; luego, poco a poco, tranquila; pero angustiada, así, con una resignación a la que
ella sola se ha entregado. Pero todavía contenta, como habrán podido ustedes ver. Se
obstina en creer que no es verdad que su hija haya muerto, sino que yo quiero tenerla sólo
para mí, sin dejársela ver a ella. Y eso es todo. Por lo demás, oyéndola hablar, nadie
sospecha su locura.
AMALIA. —En absoluto.
SRA. SIRELLI. —Claro que no. Y dice que vive así tan a gusto.
PONZA. —Lo dice a todo el mundo. A mí me tiene verdadero afecto y gratitud, porque yo
procuro secundarla en todo cuanto puedo, aun a costa de grandes sacrificios. Tengo que
sostener dos casas. Obligo a mi mujer, que afortunadamente se presta a ello por compasión,
a mantenerle esa ilusión...; que es su hija. Se asoma a la ventana, le habla, le escribe. Pero
la caridad, señora, es un deber... hasta cierto límite. No puedo obligar a mi mujer a convivir
con ella. Y, mientras tanto, la pobre, vive como en una cárcel, encerrada siempre con llave,
por miedo a que la loca se le meta en casa. Es una loca pacífica, de acuerdo. Pero
comprendan ustedes que mi mujer tenga miedo, si la otra viene a acariciarla.
AMALIA. —(Con horror y piedad.) ¡Oh...! Claro. ¡Pobre mujer! Me lo imagino.
SRA. SIRELLI. —(A su marido y a la SEÑORA CINI.) ¡Ah! ¿Han oído? Es ella la que quiere estar
encerrada con llave.
PONZA. —(Para terminar.) Señor Consejero, comprenderá usted que yo no podía consentir la
visita, si no era forzoso.
AGAZZI. —Lo comprendo perfectamente. Ahora, sí. Y me lo explico todo.
PONZA. —El que tiene una desgracia así, debe permanecer apartado. Obligado a hacer venir
aquí a mi suegra, era mi deber hacer ante ustedes esta declaración. Por respeto al cargo que
ocupo. Porque no se crea en la ciudad tal enormidad: que por celos, o por lo que sea, impido
a una pobre madre ver a su hija. (Se levanta.) Señor Consejero. (Se inclina luego ante LAUDISI
y SIRELLI.) Señores. (Sale por el fondo.)
AMALIA. —(Aturdida.) ¡Oh! Conque está loca.
SRA. SIRELLI. —¡Pobre mujer! Loca.
DINA. —¡Claro! Así se comprende. Se cree que es hija suya. (Oculta la cara con las manos.)
¡Qué horror!
SRA. CINI. —¡Quién iba a suponer...!
AGAZZI. —Sin embargo... No había más que oírla hablar...
LAUDISI. —¿Tú te habías dado cuenta?
AGAZZI. —No, pero... Si ella misma no sabía qué decir.
SRA. SIRELLI. —Eso creo yo. ¡Pobrecilla! No razona.
SIRELLI. —Pero es extraño, estando loca... Cierto que no razonaba. Pero aquella manera de
explicar por qué el yerno no quería dejarle ver a su hija... y disculparlo, y adaptarse a las
razones que ella misma había inventado.
AGAZZI. —Pues eso es, precisamente, lo que demuestra que está loca. Eso de buscar
disculpa para su yerno, sin poder encontrar ninguna admisible.
AMALIA. —Y se contradecía ella sola.
AGAZZI. —(A SIRELLI.) ¿Y crees que, si no estuviera loca, iba a aceptar esas condiciones de no
ver a su hija más que desde una ventana, con el pretexto que aduce de ese amor morboso
del marido que quiere que nadie vea a su mujer?
SIRELLI. —¡Claro! ¿Y de loca lo acepta? Muy extraño es eso. ¡Muy extraño! (A LAUDISI.) ¿Qué
dices tú a eso?
LAUDISI. —¿Yo? Nada.

ESCENA VI
DICHOS, el CRIADO; luego, la SEÑORA FROLA
CRIADO. —(Desde la puerta, tímido.) Con permiso de los señores. Aquí está otra vez la señora
Frola.
AMALIA. —(Asustada.) ¡Dios mío! A ver si ahora no vamos a poder quitárnosla de encima.
SRA. SIRELLI. —Sabiendo que está loca...
SRA. CINI. —Sabe Dios lo que vendrá a contar ahora. Como le den ustedes conversación...
SIRELLI. —Me gustaría saber lo que dice. No estoy ni pizca convencido de que esté loca.
DINA. —Claro, mamá. No hay por qué tener miedo. Es tan pacífica...
AGAZZI. —Sí. Habrá que recibirla. Vamos a ver lo que quiere. Luego, ya veremos. Pero
siéntense todos. Es mejor estar sentados. (Al CRIADO.) Dígale que pase, (Vase el CRIADO.)
AMALIA. —Ayúdenme, por favor. Yo ya no sé ni qué decir. (Entra la SEÑORA FROLA. AMALIA se
levanta y le sale al encuentro, muerta de miedo. Los demás la miran asustados.)
SRA. FROLA. —¿Dan ustedes permiso?
AMALIA. —Pase, pase usted, señora. Son mis amigos, que están aquí todavía, como usted
ve...
SRA. FROLA. —(Con triste afabilidad, sonriendo.) ...y que me miran... lo mismo que usted,
señora, como a una pobre loca, ¿verdad?
AMALIA. —No, señora. ¿Qué dice usted?
SRA. FROLA. —(Con profundo dolor.) ¡Ah, señora! Preferible la descortesía de dejar a ustedes
delante de la puerta, como hice la primera vez. Nunca pude suponer que ustedes insistirían
y me obligarían a hacer esta visita, cuyas consecuencias conocía yo de antemano.
AMALIA. —Créame, señora, que estamos todos encantados de verla a usted.
SIRELLI. —La señora está apenada... No sabemos por qué. Díganoslo.
SRA. FROLA. —¿No ha salido de aquí mi yerno hace un instante?
AGAZZI. —¡Ah, sí...! Ha venido... ha venido, señora, para hablarme de... de asuntos
profesionales... Sí, eso es.
SRA. FROLA. —(Herida, consternada.) ¡Ah! Dice usted eso para tranquilizarme. Una mentira
piadosa.
AGAZZI. —No, no, señora. Esté usted segura de que le he dicho la verdad.
SRA. FROLA. —(Como antes.) ¿Estaba tranquilo, al menos? ¿Ha hablado tranquilo?
AGAZZI. —Claro que sí. Muy tranquilo. ¿Verdad? (Todos asienten.)
SRA. FROLA. —¡Dios mío! Ustedes creen tranquilizarme y, en cambio, yo quisiera
tranquilizarles a ustedes con respecto a él.
SRA. SIRELLI. —Pero... ¿de qué, señora? Si él... Ya le hemos dicho...
AGAZZI. —...ha estado hablando conmigo de asuntos profesionales.
SRA. FROLA. —Veo cómo me miran ustedes. ¡Qué le vamos a hacer! No es por mí. En el modo
que tienen ustedes de mirarme, noto que él ha venido a demostrar... lo que yo no habría
revelado nunca, por nada del mundo. Todos ustedes han visto cómo yo, hace unos
momentos ante sus preguntas, que, créanme, han sido crueles para mí, no he sabido
responder. Y les he dado a ustedes, respecto a nuestro modo de vivir, una explicación, que,
lo reconozco, no puede satisfacer a nadie... ¿Quieren ustedes que les diga la verdadera
razón...? ¿O les digo, como va diciendo él por ahí, que mi hija murió hace cuatro años, y que
yo soy una pobre loca que la creo todavía viva... y que él no me deja verla?
AGAZZI. —(Atónito ante el profundo tono de sinceridad en que ha hablado la SEÑORA FROLA.)
Pero... ¡Cómo...! ¿Su hija...?
SRA. FROLA. —(Rápida, con ansia.) ¿Ve usted cómo era verdad? ¿Por qué quieren
ocultármelo? Él les ha dicho...
SIRELLI. —(Dudando y observándola.) Sí... En efecto... Ha dicho...
SRA. FROLA. —- Ya lo sé. Y sé también la turbación que le causa verse obligado a decir eso de
mí. Es una desgracia, señor Consejero, que, a través de tantos dolores y tanta miseria, ha
podido vencerse; pero a costa de vivir así, como vivimos. Comprendo que llame la atención,
que la gente se escandalice, sospeche... Pero, por otra parte, él es un funcionario que
cumple con sus deberes escrupulosamente, con todo celo. Usted habrá podido observarlo.
AGAZZI. —No. A decir verdad, aún no he tenido ocasión.
SRA. FROLA. —Por caridad; no juzguen ustedes por las apariencias. Él es bonísimo. Siempre
han dicho eso sus jefes. ¿Por qué atormentarlo, entonces, con esas averiguaciones sobre su
vida particular, sobre... su desgracia, ya superada, lo repito; pero que, descubierta, podría...
perjudicarle en su carrera?
AGAZZI. —¡Vamos, señora! No se aflija usted así. Nadie quiere atormentarlo.
SRA. FROLA. —¡Dios mío! ¿Cómo quieren que no me aflija, viéndolo obligado a dar a todo el
mundo una explicación absurda, horrible...? ¿Pero ustedes pueden creer de verdad que mi
hija ha muerto, que yo estoy loca y que la que él tiene en casa es su segunda mujer? ¡Pero si
para él es una necesidad decir eso, créanme...! Sólo así ha podido serle devuelta la calma, la
confianza. Pero él se da perfecta cuenta de lo disparatado de cuanto dice. Y cuando se le
obliga a hablar, se excita, se convulsiona. Lo habrán observado ustedes.
AGAZZI. —Sí. En efecto. Estaba... un poco excitado.
SRA. SIRELLI. —¡Cómo! Pero entonces... ¿es él?
SIRELLI. —Claro que debe ser él. (Triunfante.) Señores, ¿qué les había dicho yo?
AGAZZI. —Pero... ¿Es posible? (Viva agitación en todos.)
SRA. FROLA. —(Rápida, juntando las manos.) ¡No! ¡Por caridad, señores! ¿Qué creen ustedes?
Sólo es ese punto el que no se le puede tocar. ¿Creen ustedes que yo iba a dejar a mi hija
sola con él, si estuviera verdaderamente loco? ¡No! Y además, señor Consejero, usted puede
comprobarlo en la oficina. Él cumple con sus deberes como el mejor.
AGAZZI. —Pero es preciso, señora, que explique usted con claridad qué es lo que pasa. ¿Es
posible que su yerno haya venido aquí con una historia totalmente inventada?
SRA. FROLA. —Sí, señor. Eso es. Se lo explicaré todo. Pero hay que compadecerlo, señor
Consejero.
AGAZZI. —Pero, vamos a ver: ¿No es cierto que su hija ha muerto?
SRA. FROLA. —(Con horror.) ¡Oh, no! ¡Dios me libre!
AGAZZI. —(Irritadísimo, gritando.) Entonces, el loco es él.
SRA. FROLA. —(Suplicando.) No..., no... Escuche...
SIRELLI. —(Triunfante.) ¡Claro que sí! Tiene que ser él.
SRA. FROLA. —¡No! Óiganme, por favor. No está. No está loco. Ustedes lo han visto: es...
robusto... violento... Cuando se casó fue presa de una locura de amor. ¡Peligraba la salud de
mi hija! Ella era de constitución delicada. Según el consejo de los médicos y de todos los
parientes, incluso los de mi yerno, que ya, ¡los pobres!, reposan bajo tierra, era necesario
llevarla a un sanatorio y así lo hicimos. Y entonces, él, ya un poco alterado por aquel amor,
al no encontrarla en casa... ¡Oh, señores...! Cayó en una desesperación furiosa... Llegó a
convencerse de que su mujer había muerto. No escuchaba razones. Se vistió de luto, hizo
locuras. No hubo manera de quitarle aquella idea fija. Tanto que, cuando apenas un año
después, mi hija, ya repuesta, hermosa como una flor, volvió a casa..., no la reconoció. Dijo
que no. Que no era ella. No. No. La miraba, y... que no era ella. ¡Oh, señores! ¡Qué tormento!
Se le acercaba. Parecía que ya iba a reconocerla... Pero, no. No. Que no era ella. Y para que
la admitiera en casa... con la ayuda de unos amigos, tuvimos que simular unas segundas
nupcias.
SRA. SIRELLI. —¡Ah! Entonces, por eso decía él...
SRA. FROLA. —Sí. Pero no lo cree ni él mismo. Necesitaba decirlo a los demás. No. No puede
menos. Para estar seguro... ¿Comprenden...? Porque, de vez en cuando, le entra el miedo de
que se lleven otra vez a su mujer. (En voz baja. Sonríe confidencialmente.) Si por eso la tiene
encerrada con llave. Toda para él. Pero la quiere, la adora. Estoy segura. Y mi hija vive tan
contenta. (Se levanta.) Me voy corriendo, no sea que venga al instante en busca mía, si es
que está algo excitado... (Suspira dulcemente.) ¡Paciencia! Aquella pobrecita tiene que hacer
el papel de que no es ella, sino otra. Y yo... Yo el de loca, señores. Pero ¡qué vamos a
hacer...! Si así conseguimos que él esté tranquilo... No se molesten, por favor, ya sé el
camino. Encantada, señores, encantada. (Saludando y haciendo inclinaciones, se va de prisa
por el fondo. Quedan todos de pie, atónitos, mirándose unos a otros. Silencio.)
LAUDISI. —(Colocándose en medio.) ¿Qué miráis cada uno en los ojos de los demás? ¿La
verdad? (Ríe a carcajadas.)
TELÓN

ACTO SEGUNDO
Despacho en casa del Consejero AGAZZI. Cuadros y muebles antiguos. Puerta al fondo
con cortina y otra a la izquierda, que da al salón, también con cortinas. A la derecha,
chimenea en cuya tabla se apoya un gran espejo. Sobre la mesa, un teléfono. Diván, sillones,
sillas, etcétera.
ESCENA PRIMERA
AGAZZI, LAUDISI y SIRELLI
AGAZZI. —(Está de pie junto a la mesa. Habla por teléfono. LAUDISI y SIRELLI, sentados, lo
miran en actitud de espera.) ¡Pronto...! Sí. ¿Hablo con Centuri? ¿Qué hay...? Sí. Bravo.
(Escucha.) Pero... ¡Cómo! ¿Es posible? (Pausa.) Lo comprendo. Pero poniendo interés...
(Escucha un momento.) Pero es extraño que no se pueda... (Pausa.) Sí, claro. Lo comprendo.
(Pausa.) Bueno, mire a ver si puede verla otra vez. (Cuelga el auricular.)
SIRELLI. —(Ansioso.) ¿Qué?
AGAZZI. —Nada.
SIRELLI. —¿No han encontrado nada?
AGAZZI. —Todo destruido: el municipio, los archivos, el registro civil...
SIRELLI. —Pero... el testimonio de algún super viviente...
AGAZZI. —No se tienen noticias de ninguno, y será dificilísimo averiguar...
SIRELLI. —Así es que no queda más remedio que creer lo que diga el uno o lo que cuente la
otra, sin ninguna prueba.
AGAZZI. —¡Qué remedio!
LAUDISI. —(Levantándose.) ¿Queréis seguir mi consejo? Creed lo que dicen los dos.
AGAZZI. —No veo cómo...
SIRELLI. —...si ella dice blanco y él dice negro.
LAUDISI. —Entonces, no creáis a ninguno de los dos.
SIRELLI. —No digas chistes. Faltan las pruebas, los detalles del caso. Pero la verdad tiene que
estar en lo que dice él o en lo que dice ella.
LAUDISI. —Los detalles del caso. ¡Ya! ¿Qué vais a deducir de eso?
AGAZZI. —Pues, muy sencillo. Si la loca es la señora Frola, el acta de defunción de la hija...
(que por cierto no la encuentran, porque han desaparecido todos los documentos...) Pero
puede ser que la encuentren mañana, y en ese caso... Una vez encontrada el acta, queda
demostrado que tiene razón el yerno.
SIRELLI. —¿Podrías negarlo, si mañana te presentáramos el acta?
LAUDISI. —¿Yo? Pero si yo no niego nada. Me guardaré muy bien. Vosotros, no yo, sois lo que
necesitáis datos y pruebas para afirmar o negar. Yo no sabría qué hacer con esas pruebas;
porque, para mí, la realidad no está en ellas, sino en el ánimo de ellos dos, en el que yo no
puedo penetrar, ni saber más que lo que ellos quieran decirme.
SIRELLI. —Muy bien. ¿Y no dicen, precisamente, que uno de los dos está loco? O el loco es él,
o la loca es ella. De eso no cabe la menor duda. Pero ¿cuál de los dos?
AGAZZI. —Esa es la cuestión.
LAUDISI. —Ante todo, no es cierto que lo digan los dos. Lo dice él, el señor Ponza, de su
suegra. Pero la señora Frola lo niega, no sólo de sí misma, sino de él. Reconoce que en una
ocasión estuvo un poco trastornado por la obsesión amorosa; pero afirma que ahora está
completamente curado.
SIRELLI. —¡Ah! Luego usted se inclina a creer, como yo, lo que dice la suegra...
AGAZZI. —Es cierto que, según lo que ella dice, puede uno explicárselo todo perfectamente.
LAUDISI. —Pero también puede uno explicárselo según lo que dice el yerno.
SIRELLI. —Y en ese caso... ninguno de los dos está loco. ¡Pues uno de los dos tiene que
estarlo!
LAUDISI. —Sí. Pero ¿cuál de los dos? No podéis asegurarlo vosotros, ni puede afirmarlo
nadie. Y no sólo porque esos datos del hecho que andáis averiguando hayan sido anulados,
destruidos o desaparecidos en un accidente cualquiera, incendio o terremoto, no. Sino
porque los han anulado ellos en su ánimo. ¿Queréis comprenderlo de una vez? Creándole él
a ella y ella a él una fantasía que tiene la misma consistencia que la realidad, y en la cual
viven, en lo sucesivo, en perfecta armonía, pacíficamente. Y esa realidad suya... no podrá
ser destruida por ningún documento, puesto que ellos la respiran, la ven, la sienten y la
palpan. Ese documento serviría, a lo sumo, para satisfacer vuestra insípida curiosidad. Pero
no lo encontráis... Y así, estáis condenados al maravilloso suplicio de tener, a vuestro lado,
ante vuestros ojos, la fantasía y la realidad, sin poder distinguir la una de la otra.
AGAZZI. —Todo eso es filosofía, amigo mío. Y lo veremos, lo veremos ahora. A ver si es posible
o no.
SIRELLI. —Hemos oído primero al uno y después a la otra. Y... enfrentándolos a los dos...
¿creéis que no descubriremos cuál de ellos fantasea y cuál dice la verdad?
LAUDISI. —Bueno. Y a mí, al final, me permitiréis que me carcajee.
AGAZZI. —Sí, hombre, sí. Ya veremos quién se ríe último. No perdamos tiempo. (Se dirige a la
puerta de la izquierda y llama:) ¡Amalia! ¡Señoras! Vengan ustedes.

ESCENA II
DICHOS, AMALIA, SEÑORA SIRELLI y DINA
SRA. SIRELLI. —(A LAUDISI, amenazándole con el dedo.) ¿Todavía? ¿Todavía usted?
SIRELLI. —Es incorregible.
SRA. SIRELLI. —Pero ¿cómo es posible que resista usted a la tentación de penetrar en este
misterio que acabará por volvernos locos a todos? Yo no he podido dormir esta noche.
AGAZZI. —Déjelo, señora. No le haga caso.
LAUDISI. —Dele usted las gracias a mi cuñado, que le está preparando a usted el sueño para
esta noche.
AGAZZI. —Bueno, vamos a ver. Quedamos en que vosotras vais a visitar a la señora Frola...
AMALIA. —¿Y nos recibirá?
AGAZZI. —No faltaría más.
DINA. —Tenemos el deber de devolverle la visita.
AMALIA. —Pero... si el yerno no le consiente hacer visitas ni recibirlas...
SIRELLI. —Antes, no. Porque nadie sabía nada todavía. Pero ahora que la señora, obligada,
ha hablado explicando a su modo los motivos de su retraimiento...
SRA. SIRELLI. —Y quizá hasta le guste que le hablen de su hija.
DINA. —Es tan afable... ¡Ah! Y a mí no me cabe la menor duda: el loco es él.
AGAZZI. —No nos precipitemos en hacer juicios temerarios. Bueno. Oídme. (Mira el reloj.) No
os entretengáis mucho. Un cuarto de hora a lo sumo.
SIRELLI. —(A su mujer.) Procura escuchar.
SRA. SIRELLI. —(Furiosa.) ¿Por qué me dices eso?
SIRELLI. —Porque sé que cuando coges tú la palabra...
DINA. —(Para evitar la discusión.) Un cuarto de hora, un cuarto de hora. Yo escucharé.
AGAZZI. —Yo voy a la Prefectura y estaré de vuelta a las once: antes de veinte minutos.
SIRELLI. —(Desesperado.) ¿Y yo?
AGAZZI. —Espera. (A las señoras.) Ustedes, con un pretexto cualquiera, a ver si consiguen
hacer venir aquí a la señora Frola.
AMALIA. —¿Y qué pretexto buscaremos?
AGAZZI. —Uno cualquiera. Ya encontraréis uno durante la conversación. Para eso sois
mujeres. La lleváis, por supuesto, al salón. (Abre la puerta de la izquierda y corre las
cortinas.) Esta puerta tiene que quedar así, bien abierta, para que oigamos desde aquí. Yo
dejo encima del escritorio estos papeles, que tenía que llevar a la oficina. Finjo que me los
he dejado olvidados, y envío al señor Ponza a buscarlos aquí. Luego...
SIRELLI. —(Como antes.) Bueno. Y yo, ¿cuándo tengo que venir?
AGAZZI. —Unos minutos después de las once. Cuando ya estén las señoras en el salón, y yo
con el señor Ponza aquí. Tú vienes a recoger a tu mujer, yo entro contigo en el salón y les
ruego a todas que pasen aquí...
LAUDISI. —(Rápido.) ...y la verdad será descubierta en el acto.
DINA. —Ya lo verás, tiíto. Cuando estén los dos frente a frente...
AGAZZI. —Déjalo, no le hagas caso. No hay tiempo que perder.
SRA. SIRELLI. —Eso es. Vamos, vamos. Yo ni siquiera pierdo tiempo en saludarla.
LAUDISI. —¡Bravo! ¡Dele recuerdos de mi parte! (Se estrecha una mano con otra.) ¡Buena
suerte! (Salen AMALIA, DINA y la SEÑORA SIRELLI.)
AGAZZI. —(A SIRELLI.) Vamos nosotros, ¿no?
SIRELLI. —Sí, vamos. Adiós, Lamberto.
LAUDISI. —(Con cierta guasa.) Adiós, hombre, adiós. (Salen AGAZZI y SIRELLI.)

ESCENA III
LAUDISI. Luego, el CRIADO
LAUDISI. —(Se pasea un momento sonriendo y moviendo la cabeza; luego, se detiene delante
del espejo, contempla su imagen y habla con ella.) ¡Hola, muy buenas! (La saluda con dos
dedos, guiña un ojo con picardía, ríe maliciosamente.) ¿Qué hay, amigo? ¿Cuál es el loco de
nosotros dos? (Apunta con el dedo a su imagen, que, naturalmente le devuelve el gesto. Ríe
nuevamente.) Ya lo sabía. Yo digo que tú, y tú me señalas a mí con el dedo, ¡Cómo nos
conocemos tú y yo! ¡Lástima que los demás no te vean como yo te veo! Pues, ¿en qué te
transformas, amigo mío? Aquí, frente a ti, me veo y me toco, y me pregunto: «¿Cómo eres
para los demás?» Un fantasma, amigo mío, un fantasma. Y, sin embargo, ¿ves esos locos?
Sin fijarse en el fantasma que cada uno lleva dentro de sí mismo, corren llenos de
curiosidad detrás del fantasma de los demás, y creen que es otra cosa distinta.
CRIADO. —(Entra y se queda asombrado al oír las últimas palabras que LAUDISI le dirige al
espejo.) Señor...
LAUDISI. —¿Eh?
CRIADO. —Ahí hay dos señoras: la señora Cini y otra.
LAUDISI. —¿Preguntan por mí?
CRIADO. —Han preguntado por la señora. Les dije que estaba de visita aquí, al lado, en casa
de la señora Frola, y...
LAUDISI. —¿Y qué?
CRIADO. —Se miraron una a otra. Luego, jugueteando con los guantes en la mano: (Imita.)
«¿Ah, sí? ¿Ah, sí?» Y después de vacilar un poco, me preguntaron si no había nadie en la
casa.
LAUDISI. —Les dirías que no estaba nadie.
CRIADO. —Les dije que estaba usted, señor.
LAUDISI. —¿Yo? Yo no estoy. El que está es el que ve usted.
CRIADO. —(Cada vez más asombrado.) ¿Cómo dice el señor?
LAUDISI. —¿No te parece?
CRIADO. —(Como antes, tratando de sonreír.) No comprendo.
LAUDISI. —¿Con quién estás hablando tú ahora?
CRIADO. —(Casi desmayado.) ¡Cómo! ¿Que con quién estoy...? Con usted, señor.
LAUDISI. —¿Y estás seguro de que yo soy el mismo que buscan esas señoras?
CRIADO. —Pues... no lo sé, señor. Ellas han dicho «el hermano de la señora».
LAUDISI. —¡Ah! Entonces, soy yo. Que pasen, que pasen. (Sale el CRIADO, volviéndose varias
veces para convencerse de que no está soñando.)

ESCENA IV
DICHOS, la SEÑORA CINI y la SEÑORA NENNI
SRA. CINI. —¿Se puede?
LAUDISI. —Adelante, adelante, señora.
SRA. CINI. —Me han dicho que no estaba la señora. Había traído a esta amiga mía
(Presentándola; es una vieja más cotilla y pueblerina que ella misma, llena de curiosidad, pero
precavida y asustadiza.) que tenía tantos deseos de conocer a la señora...
LAUDISI. —(Rápido.) Frola.
SRA. CINI. —No, no. A su señora hermana de usted.
LAUDISI. —¡Ah, ya! Pues no tardará en venir. Y también vendrá la señora Frola. Pero
siéntense. (Les indica el diván y va a sentarse entre ambas.) ¿Me permiten? Aquí cabemos
los tres. Y también estará aquí la señora de Sirelli.
SRA. CINI. —Ya. Nos lo ha dicho el criado.
LAUDISI. —Todo ha sido convenido, ¿sabe? ¡Ah! Va a ser una escena interesantísima. Dentro
de poco... a las once..., ¡aquí!
SRA. CINI. —(Asombrada.) Convenido... Pero, ¿el qué?
LAUDISI. —(Con mucho misterio, gesticulando primero con el dedo índice; luego, hablando.) El
encuentro. (Gesto de admiración.) ¡Una idea genial!
SRA. CINI. —Pero ¿qué encuentro?
LAUDISI. —¡El de los dos...! Primero, vendrá él aquí...
SRA. CINI. —¿El señor Ponza?
LAUDISI. —...y ella será conducida ahí. (Indica el salón.)
SRA. CINI. —¿La señora Frola?
LAUDISI. —La misma. (Como antes: primero con el gesto y luego hablando.) Pero, luego... ¡los
dos... aquí! Frente a frente. Y nosotros alrededor, viendo y oyendo. ¡Una idea genial!
SRA. CINI. —¿Para enterarnos...?
LAUDISI. —De la verdad. Por más que... la verdad ya se sabe. Sólo se trata de
desenmascararla.
SRA. CINI. —(Sorprendida y con gran curiosidad.) ¡Ah! ¿Pero ya se sabe? ¿Y cuál es? ¿Cuál de
los dos? ¿Cuál?
LAUDISI. —Vamos a ver: adivine. ¿Cuál cree usted que es?
SRA. CINI. —(Contentísima, vacilando.) Pues... yo creo... ¡Sí, eso es!
LAUDISI. —¿Él o ella? A ver. Adivine. ¡Ánimo!
SRA. CINI. —Pues... yo digo que es él.
LAUDISI. —(La mira un momento.) Él es.
SRA. CINI. —(Contentísima.) ¿De veras? ¡Ah, claro! ¡Claro! Si tenía que ser él. ¡Claro!
SRA. NENNI. —(Lo mismo.) ¿Él? ¡Ya decíamos nosotras! Sí; todas decíamos que tenía que ser
él.
SRA. CINI. —¿Y cómo se llegó a saber? Se han tenido noticias de fuera, ¿verdad? Unas
actas...
SRA. NENNI. —Por medio de la policía, ¿no? Ya decíamos nosotras. Si tenía que descubrirse,
con la autoridad del Prefecto...
LAUDISI. —(Les hace signo para que se acerquen a él; luego, muy bajito, con mucho misterio.)
El acta del segundo matrimonio.
SRA. CINI. —(La noticia cae como una bomba.) ¿Del segundo?
SRA. NENNI. —(Hecha un lío.) ¡Cómo, cómo! ¿Del segundo matrimonio?
SRA. CINI. —(Repuesta de la sorpresa y decepcionada.) Pero, entonces... Entonces ¡tenía
razón él!
LAUDISI. —¡Ah, señora...! Yo me lavo las manos. Los datos del hecho, señora mía. El acta del
segundo matrimonio, que, al parecer, lo dice bien claro.
SRA. NENNI. —(Casi llorando.) Pero, entonces..., la loca es ella.
LAUDISI. —Eso parece.
SRA. CINI. —Pero... ¡cómo...! ¿No decía usted que era él? Y ahora resulta que es ella.
LAUDISI. —Sí, porque el acta, señora mía, esa acta del segundo matrimonio, puede muy bien
ser, como asegura la señora Frola, un acta simulada. ¿Me explico? Fingida. Un acta
levantada en combinación con unos amigos, para seguirle la manía a él, de que aquélla no
era su mujer, sino otra.
SRA. CINI. —¡Oh! Pero, entonces... Un acta así..., sin valor...
LAUDISI. —Eso es, señora mía. Sin más valor que el que cada cual quiera darle. ¿No están
ahí también las cartitas que la señora Frola dice que recibe todos los días de su hija, por
medio de la cesta y la cuerda, en el patio? Ahí están esas cartas. ¿No es cierto?
SRA. CINI. —¿Y qué?
LAUDISI. —Pues... nada. Que son también documentos. Documentos, señora. Pero... con el
valor que usted quiera darles. Viene el señor Ponza, y nos dice que esas cartas son fingidas
para seguirle la locura a la señora Frola.
SRA. CINI. —¡Oh! Pero entonces, ¿no se sabe nada en concreto?
LAUDISI. —¿Cómo, nada? No exageremos. Vamos a ver. ¿Cuántos días tiene la semana?
SRA. CINI. —Siete.
LAUDISI. —Lunes, martes, miércoles...
SRA. CINI. —(Invitada a seguir.) ...jueves, viernes, sábado...
LAUDISI. —...y domingo. (A la otra.) ¿Y los meses del año...?
SRA. NENNI. —Doce.
LAUDISI. —Enero, febrero, marzo...
SRA. CINI. —¡Eeeh! ¡Vaya! Usted quiere tomarnos el pelo.

ESCENA V
DICHOS y DINA
DINA. —(Corriendo, por el fondo.) ¡Tiíto! Por favor... (Se detiene al ver a la SEÑORA CINI.) ¡Oh,
señora! ¿Usted aquí?
SRA. CINI. —Sí. Vine con la señora Nenni...
LAUDISI. —...que tenía tantas ganas de conocer a la señora Frola.
SRA. NENNI. —¡Oh! Diga que no.
SRA. CINI. —¡Qué tremendo! ¡Ah, señorita! Nos ha tomado el pelo. Nos ha vuelto locas.
Después de habernos hecho creer...
DINA. —Es malísimo. A nosotras nos hace lo mismo. Paciencia. No necesito nada más: voy a
decirle a mamá que están ustedes aquí. Eso bastará. ¡Ay, tío! Si la oyeras... ¡Qué tesoro de
viejecita! ¡Cómo habla! ¡Y qué casita tan linda y tan bien arregladita! Cada cosa en su sitio,
su pañitos blancos encima de los muebles... ¡Nos ha enseñado las cartas de su hija!
SRA. CINI. —Sí. Pero, según nos decía el señor Laudisi...
DINA. —¿Y él qué sabe, si no las ha leído?
SRA. NENNI. —Y... ¿no pueden ser fingidas?
DINA. —¡Qué van a ser...! No le hagan caso. ¿Creen ustedes que el corazón de una madre
puede equivocarse? En la última cartita, en la de ayer... (Se interrumpe al oír rumor de voces
en el salón.) ¡Ah, ahí vienen! ¡Ya están aquí, como si nada! (Vase a la puerta del salón para
mirar.)
SRA. CINI. —(Detrás de DINA.) ¿Con ella? ¿Con la señora Frola?
DINA. —Sí. Vamos, vamos. Tenemos que estar todas en el salón. ¿Son ya las once, tío?

ESCENA VI
DICHOS y AMALIA
AMALIA. —(Por la puerta del salón, excitada.) ¡Si no podía ser de otro modo! Ya no hacen falta
pruebas.
DINA. —Claro. Eso digo yo. Ya no es necesario...
AMALIA. —(Saludando de prisa, con pena y ansiedad, a la SEÑORA CINI.) ¿Cómo sigue usted?
SRA. CINI. —(Presentando.) La señora Nenni, que ha venido conmigo para...
AMALIA. —(Como antes.) Tanto gusto, señora. (Después:) No puede caber duda:, el loco es él.
SRA. CINI. —¿Es él de verdad? ¿Es él?
DINA. —Si pudiéramos avisar a papá para evitar este engaño a la pobre señora...
AMALIA. —Claro. La hemos hecho venir... ¡Pobrecita! Tengo la impresión de que la estamos
traicionando.
LAUDISI. —(Muy serio, como el que no sabe lo que es la guasa.) Naturalmente. Y es indigno.
Tienes mucha razón. Tanto más... que empieza a parecerme evidente que la loca es ella.
Seguro que es ella.
AMALIA. —¡Cómo! ¿Ella? ¿Qué estás diciendo?
LAUDISI. —Ella. Ella.
AMALIA. —¡Qué tontería!
DINA. —¡Pues nosotros estamos tan seguras de todo lo contrario!
SRA. CINI y SRA. NENNI. —(Saltando de alegría.) Sí. ¿Verdad?
LAUDISI. —¿Y por qué estáis tan seguras?
DINA. —Bueno... ¡Dejadlo! ¡Si lo hace a propósito!
AMALIA. —Vamos, vamos. (A la puerta del salón.) Pasen, hagan el favor. (Salen AMALIA, la SRA.
CINI y la SRA. NENNI; DINA va a salir, cuando la llama LAUDISI.)
LAUDISI. —¡Dina!
DINA. —No quiero escucharte, tío. ¡No, no!
LAUDISI. —Deja esa puerta cerrada, puesto que para ti la prueba es innecesaria.
DINA. —Para mí, sí. Pero... ¿y papá? Debe estar al llegar con el otro. Y él dijo que esa puerta
quedara abierta. Si la encuentra cerrada... ¡Ya lo conoces!
LAUDISI. —Pero vosotras, especialmente tú, lo convenceréis de que ya no era necesario dejar
abierto. ¿Tú no estás convencida?
DINA. —¿Yo? ¡Convencidísima!
LAUDISI. —(Sonríe malicioso.) Entonces... ¿por qué no la cierras?
DINA. —Tú quieres darte el gustazo de hacerme dudar ahora. No la cierro, pero es por papá.
LAUDISI. —(Como antes.) ¿Quieres que la cierre yo?
DINA. —Bajo tu responsabilidad.
LAUDISI. —Pero yo no estoy tan seguro como tú de que el loco sea él.
DINA. —Vente al salón. Oyes hablar a la señora, como la hemos oído nosotras, y verás cómo
a ti tampoco te cabrá la duda. ¿Vienes?
LAUDISI. —Sí, voy. Y puedo cerrar, ¿sabes? Bajo mi responsabilidad. (Va resuelto hacia la
puerta.) ¿Cierro?
DINA. —¡Ah, mira! ¡Aún antes de oírla hablar!
LAUDISI. —No, querida. Pues estoy seguro de que tu padre, en estos momentos, piensa
también, como vosotros, que esta prueba es inútil.
DINA. —¿Estás seguro?
LAUDISI. —¡Claro que sí! ¡Está hablando con él! Habrá adquirido, sin duda, la certeza de que
la loca es ella... (Se acercará a la puerta resueltamente.)
DINA. —(Rápida, deteniéndole.) ¡No! (Conteniéndose.) Oye... Si tú también crees... dejemos
abierto.
LAUDISI. —(Ríe para sus adentros.) ¡Ah, ah...!
DINA. —Lo digo por... papá.
LAUDISI. —Y papá dirá que por vosotras. Bueno, dejemos abierto. (Se oye en el salón un
piano. Es una vieja melodía llena de dulce grado.; un trozo de «Nina pazza per amore», del
Paisiello.)
DINA. —¡Ah! Es ella. ¿Oyes? Es ella la que toca.
LAUDISI. —¿La viejecita?
DINA. —Sí. Nos ha dicho que su hija, antes, tocaba siempre esta vieja melodía. ¿Oyes con
qué dulzura la toca? ¡Vamos, vamos! (Salen ambos por la puerta de la izquierda.)

ESCENA VII
AGAZZI, PONZA; luego, SIRELLI
 (La escena está sola unos momentos. Sigue oyéndose el piano. PONZA, al entrar con
AGAZZI, oye la música y se altera profundamente. Su turbación irá en aumento durante la
escena.)
AGAZZI. —(Ante la puerta del fondo.) Pase, pase, tenga la bondad. (Hace entrar al señor PONZA;
después entra él y se dirige hacia el escritorio para buscar los documentos que habrá
preparado de antemano.) Debo haberlo dejado aquí. Siéntese, haga el favor. (PONZA sigue de
pie, mirando con agitación hacia el salón, de donde llega el sonido del piano.) En efecto, aquí
está. (Coge los documentos y se dirige a PONZA, hojeándolas.) Es un pleito, como le decía, que
dura desde hace ya años. (Se vuelve él también hacia el salón, atraído por el sonido del
piano.) Pero esa música... ¡Y precisamente ahora! (Gesto despectivo.) ¿Quién toca? (Se asoma
al salón.) ¡Oh, mire!
PONZA. —¡En el nombre del padre! ¿Es ella? ¿Es ella la que está tocando?
AGAZZI. —Sí; su señora suegra. ¡Y qué bien toca!
PONZA. —Pero... ¡Cómo! ¿La han traído aquí otra vez? ¿Y la hacen tocar?
AGAZZI. —No veo nada malo en ello.
PONZA. —¡Oh, no! Por caridad. ¡Esa música, no! Es la que tocaba su hija.
AGAZZI. —¡Ah! ¿Tal vez le causa dolor el oírla...?
PONZA. —A mí, no. Pero a ella... le causa un daño horrible. Ya le dije a usted, señor
Consejero, y a las señoras, el estado de esa pobre desgraciada...
AGAZZI. —(Procurando calmarlo.) Sí, sí... Pero... Mire usted...
PONZA. —(Muy agitado.) ...a la que deben dejar en paz. ¡Que no puede recibir visitas, ni
visitar a nadie! Solamente yo puedo tratar con ella. ¡Oh! Esta será su ruina total. Acabarán
con ella.
AGAZZI. —No... ¿Por qué? Mi mujer sabrá tratarla... (Cesa la música y se oye un murmullo de
admiración.) Eso es. Mire... Escuche...
DINA. —(Dentro.) ¡Pero si toca usted todavía muy bien, señora!
SRA. FROLA. —(ídem.) ¿Yo? ¡Oh, no! ¡Qué amable! ¡Ay, si oyeran ustedes tocar a Lina, mi
hija...! ¡Cómo toca!
PONZA. —(Estremeciéndose, nervioso.) ¡Lina! ¿Oye usted? ¡Ha dicho Lina!
AGAZZI. —Claro... Su hija.
PONZA. —Pero dice «que toca». «¡Que toca!»
SRA. FROLA. —(Dentro.) Pero ya no puede. No puede tocar desde entonces. Y quizá sea éste su
mayor dolor. ¡Pobre hija mía!
AGAZZI. —Es natural. La cree todavía viva.
PONZA. —Lo cree. Pero no se le puede consentir que lo diga. No debe... No debe decirlo. ¿Ha
oído usted? «Desde entonces.» Ha dicho «desde entonces». Se refiere al piano, claro. Al piano
de la pobre muerta. (Aparece SIRELLI, que al oír las palabras de PONZA, y viendo su agitación,
queda atónito. AGAZZI, también asustado, le indica con el gesto que se acerque.)
AGAZZI. —Ten la bondad: ruega a las señoras que pasen aquí.
PONZA. —¿Aquí? ¿Las señoras? ¡No, no! Primero...

ESCENA VIII
DICHOS, SEÑORA FROLA, AMALIA, SEÑORA SIRELLI, DINA, SEÑORA CINI, SEÑORA NENNI y LAUDISI
(A una seña de SIRELLI, entran las señoras, asustadas. La SEÑORA FROLA, al ver a su
yerno tan excitado, queda horrorizada. Atacada por él durante la escena, hará de vez en
cuando, gestos de inteligencia a las demás señoras. La escena será rápida y acalorada.)
PONZA. —¡Usted, aquí! ¿Aquí, otra vez? ¿A qué ha venido usted aquí? ¿A qué ha venido?
SRA. FROLA. —He venido... ¡Oh, cálmate...!
PONZA. —Ha venido a decir otra vez... ¿Qué ha dicho? ¿Qué les ha dicho usted a estas
señoras?
SRA. FROLA. —No les he dicho nada, te lo juro. ¡Nada!
PONZA. —Nada..., ¿eh? ¡Con que... nada! ¡Lo he oído yo! Y este señor (por AGAZZI) también lo
ha oído. Les ha dicho usted que «ella toca». ¿Quién toca? ¿Es Lina la que toca? Usted sabe
muy bien que su hija murió hace cuatro años.
SRA. FROLA. —Sí, sí, claro. ¡Cálmate, por favor!
PONZA. —«No puede tocar desde entonces.» ¡Claro que no puede tocar! ¿Cómo va a poder
tocar, si está muerta?
SRA. FROLA. —Eso es. Claro. Y... ¿No les he dicho yo eso, señoras? Les he dicho que no
puede tocar desde entonces. ¡Si está muerta!
PONZA. —Y entonces... ¿Por qué se acuerda usted todavía de aquel piano?
SRA. FROLA. —¿Yo? No... ¡Si ya no me acuerdo! ¡Ya no me acuerdo!
PONZA. —Lo hice yo astillas, usted lo sabe, cuando murió su hija, para que no pudiera
tocarlo la otra, que, además, no sabe tocar. Usted lo sabe, que esta otra no sabe tocar.
SRA. FROLA. —¡Claro! ¡Si no sabe tocar! Cierto.
PONZA. —¿Y cómo se llamaba? Se llamaba Lina, ¿no es eso? Ahora, diga usted cómo se llama
mi segunda esposa. Dígaselo a todos, que usted lo sabe muy bien. ¿Cómo se llama?
SRA. FROLA. —¡Julia! Julia se llama. Sí, sí, señores. Es verdad. Se llama Julia.
PONZA. —¡Pues, si es Julia, no es Lina! Y no les haga señas a esos señores al decir que se
llama Julia.
SRA. FROLA. —¿Yo? No. Si no les he hecho señas.
PONZA. —¡Que me he dado cuenta! Estaba usted haciéndoles señas. Lo he visto muy bien.
Quiere usted arruinarme. Quiere hacer creer a estos señores que yo quiero tener a su hija
para mí solo. ¡Como si no hubiera muerto! (Rompe a sollozar.) ¡Como si no hubiera muerto!
SRA. FROLA. —(Rápida, con infinita ternura y humildad, acercándose a él.) ¿Yo? ¡Oh, no, hijo
mío! Cálmate, por caridad. Yo nunca he dicho eso... ¿Verdad? ¿No es verdad, señores?
AMALIA, la SEÑORA SIRELLI y DINA. —Sí, sí, claro. Ella no ha dicho eso. Siempre ha dicho que
ha muerto.
SRA. FROLA. —¿Verdad? Que murió: eso les he dicho. Pues ¿qué iba a decirles? Y que tú eres
tan bueno conmigo... ¿Verdad, señores? ¿Verdad? ¡Yo, arruinarte! ¡Yo, comprometerte!
PONZA. —(Terrible.) Pero... entretanto, va usted a casa de los demás buscando un piano para
tocar la sonatina de su hija. Y va diciendo que Lina la toca todavía mejor.
SRA. FROLA. —No... He estado... Lo he hecho... sólo por probar.
PONZA. —¡Usted no puede! ¡Usted no debe! ¿Cómo se le ocurre volver a tocar lo que tocaba
su hija muerta?
SRA. FROLA. —Tienes razón, sí. ¡Oh, pobrecito! ¡Pobrecito! (Llora.) No volveré a hacerlo. No lo
haré más.
PONZA. —(Amenazador.) ¡Váyase! ¡Váyase de aquí! ¡Váyase ahora mismo!
SRA. FROLA. —Sí, sí, ya me voy. Ya me voy. ¡Dios mío! (Hace señas a todos para que cuiden a
su yerno, y se va llorando.)

ESCENA IX
DICHOS, menos la SEÑORA FROLA
(Quedan todos llenos de compasión, de terror, mirando a PONZA. Éste, de repente,
apenas desaparecida su suegra, recobra su aspecto normal y dice con toda naturalidad:)
PONZA. —Ruego a ustedes me perdonen por este lamentable espectáculo que acabo de
darles. Pero tenía que reparar el daño que, sin saberlo, están haciendo a esa pobre
desgraciada.
AGAZZI. —(Atónito, cómo los demás.) Pero... ¡cómo! ¿Ha estado usted fingiendo...?
PONZA. —A la fuerza, señores. ¿No ven ustedes que ese es el único medio de mantenerle la
ilusión...? Gritarle así, diciéndole la verdad..., como si fuera una locura mía. Dispénseme... y
permitan que me retire. Es imprescindible que vaya inmediatamente a acompañarla. (Vase
rápido, por el fondo. Todos quedan nuevamente estupefactos, mirándose unos a otros, en
silencio.)
LAUDISI. —(En medio de todos.) Señores, ¡ya saben ustedes la verdad! (Ríe a carcajadas.)
TELÓN


ACTO TERCERO
La misma decoración del segundo acto.
ESCENA PRIMERA
LAUDISI, el CRIADO, el Comisario CENTURI
(LAUDISI, tumbado en una poltrona, leyendo. Rumor de muchas voces en el salón. El
CRIADO, en la puerta del fondo, hace entrar al Comisario CENTURI.)
CRIADO. —Pase aquí, haga el favor, señor Comisario. Voy a avisar al señor Consejero.
LAUDISI. —(Volviéndose.) ¡Oh! El señor Comisario. (Se levanta rápido y llama al CRIADO, que
iba a salir.) ¡Chst! Espera. (A CENTURI.) ¿Hay noticias?
CENTURI. —(Alto, tieso, severo, de unos cuarenta años.) Sí, algunas.
LAUDISI. —¡Ah, bueno! (Al CRIADO.) No avises a mi cuñado. Yo lo llamaré desde aquí. (Señala
el salón. El CRIADO se inclina y se va.) Usted ha hecho el milagro. Salva usted a una ciudad.
¿Oye usted? ¿Oye cómo gritan? Bueno. ¿Y son noticias seguras?
CENTURI. —Procedentes de alguien que, finalmente, hemos podido localizar...
LAUDISI. —¿Alguien del pueblo del señor Ponza? ¿Algún paisano suyo que esté bien
enterado?
CENTURI. —Sí, señor. Nos ha facilitado algunos datos. No muchos; pero fidedignos.
LAUDISI. —Muy bien, muy bien. ¿Por ejemplo...?
CENTURI. —Aquí tengo, precisamente, el comunicado que he recibido. (Saca del bolsillo
interior de la americana un sobre amarillo, abierto, con un pliego dentro, que entrega a
LAUDISI.)
LAUDISI. —A ver, a ver. (Saca el pliego del sobre y se pone a leerlo en voz baja, intercalando,
de vez en cuando, en diversos tonos, un «¡Ah!» o un «¡Eh!»; primero de compasión; luego, de
duda; luego, casi de conmiseración; y, por fin, de gran desilusión.) ¡Oh! Total, nada. Nos
quedamos igual que estábamos, señor Comisario.
CENTURI. —Pues eso es cuanto he podido averiguar.
LAUDISI. —Pero con eso no salimos de dudas. (Lo mira; luego, con resolución.) Señor
Comisario, ¿quiere usted hacer una buena obra? ¿Pero buena de verdad? ¿Hacer a la
población un gran servicio que Dios le premiará?
CENTURI. —(Mirándolo, perplejo.) ¿Qué servicio? No veo...
LAUDISI. —Ya está. Siéntese usted allí. (Por el escritorio.) Rompa usted ese medio pliego de
informaciones, que no dice nada, y aquí, en la otra mitad, escriba usted una información
concreta y segura.
CENTURI. —(Estupefacto.) ¿Yo? ¡Cómo! ¿Qué información?
LAUDISI. —Una cualquiera. La que más le guste a usted, y a nombre de estos dos convecinos
del señor Ponza que han podido ser localizados. Es por el bien de todos. Para devolverle el
sosiego a toda la ciudad. Quieren una verdad, no importa cuál, con tal de que sea rotunda y
categórica... y que sea usted el que la diga.
CENTURI. —(Enérgico, casi ofendido.) Pero ¿cómo la voy a decir si no la sé? ¿O quiere usted
que haga una afirmación falsa? Me maravilla que se atreva usted a hacerme una
proposición semejante. Y digo «me maravilla...» por no decir otra cosa. Bueno. Hágame el
favor de anunciarme al señor Consejero.
LAUDISI. —(Derrotado.) Será usted servido, señor Comisario. (Se dirige al salón. Al abrir la
puerta, se oye más intensamente el griterío de la gente que hay allí. Pero, apenas LAUDISI
traspone el dintel, se produce un repentino silencio.)
LAUDISI. —(Dentro.) Señores: es el Comisario Centuri. Trae noticias seguras, de fuente
fidedigna. (Aplausos y vivas acogen la noticia. CENTURI se turba, porque sabe que las
informaciones que trae no bastarán para satisfacer al público que espera.)

ESCENA II
DICHOS, AGAZZI, SIRELLI, LAUDISI, AMALIA,
DINI, SRA. SIRELLI, SRA. CINI, SRA. NENNI
y muchas otras señoras y caballeros
(Entran todos precipitados, con AGAZZI a la cabeza, enardecidos, entusiasmados,
aplaudiendo y gritando: [«¡Bravo, bravo, Centuri!»)
AGAZZI. —(Tendiéndole ambas manos.) ¡Caro Centuri! ¡Ya decía yo! No podía ser menos que
usted lo averiguara.
TODOS. —¡Bravo, bravo! A ver, a ver, las pruebas, pronto. ¿Cuál es el loco? ¿Cuál es?
CENTURI. —(Atónito, en un apuro.) Pero escuchen... Yo... Señor Consejero...
AGAZZI. —Señores... ¡Hagan el favor...! Un poco de silencio.
CENTURI. —He buscado cuanto he podido; pero si el señor Laudisi les ha dicho que...
AGAZZI. —...¡que usted traía noticias definitivas!
SIRELLI. —Datos concretos.
LAUDISI. —(Con resolución, previniendo.) No muchos, cierto; pero concretos. Facilitados por
personas que, al fin, han podido ser localizadas. Del pueblo del señor Ponza. Gente que está
bien enterada.
TODOS. —¡Ah, por fin! ¡Por fin!
CENTURI. —(Se cruza de brazos; luego, entrega el pliego a AGAZZI.) Aquí tiene usted, señor
Consejero.
AGAZZI. —(Abriendo el pliego, mientras todos se precipitan en torno suyo.) A ver, a ver.
CENTURI. —(Acercándose a LAUDISI, resentido.) Pero usted, señor Laudisi...
LAUDISI. —(Rápido, fuerte.) Deje leer, haga el favor. Deje leer.
AGAZZI. —Un momento de paciencia, señores. Si no hay silencio, no podré leer. (Se callan
todos. En medio del silencio, se oye, clara y firme, la voz de LAUDISI)
LAUDISI. —Yo ya lo he leído.
TODOS. —(Dejan a AGAZZI y se precipitan en torno a LAUDISI.) ¡Ah!, ¿sí? Bueno, ¿y qué dice?,
¿Qué se sabe?
LAUDISI. —(Subrayando.) Resulta cierto, irrefutable, según el testimonio de un paisano del
señor Ponza, ¡que la señora Frola estuvo en una casa de salud.
TODOS. —(Decepcionados.) ¡Ooooh!
SRA. SIRELLI. —¿La señora Frola?
DINA. —Pero... entonces, ¿es ella?
AGAZZI. —(Que entretanto ha leído el pliego.) ¡Qué va a ser ella! Aquí no dice nada de eso. ¡Ni
mucho menos!
TODOS. —(Dejando nuevamente a LAUDISI, se precipitan en torno a AGAZZI, gritando.) ¿Eh?
¡Cómo! ¿Qué dice?, ¿qué dice?
LAUDISI. —(A AGAZZI, fuerte.) Pues, sí. Dice textualmente «la señora».
AGAZZI. —(Más fuerte que LAUDISI) ¡No, señor!! Dice... «que le parece», pero no está seguro. Y,
además, no sabe a punto si fue la madre o fue la hija.
TODOS. —(Con satisfacción.) ¡Aaaah!
LAUDISI. —(Testarudo.) Pero debió ser la madre. No hay duda.
SIRELLI. —¡No, señor! Fue la hija. ¡La hija!
SRA. SIRELLI. —La propia señora Frola lo ha dicho.
AMALIA. —Eso es. ¡Claro! Cuando la sacaron de casa sin que se enterase el marido...
DINA. —...y la llevaron a un sanatorio.
AGAZZI. —Y, además, este informador, ni siquiera era del mismo pueblo. Dice que era de una
aldea vecina; que no recuerda bien, pero que le parece haber oído contar...
SIRELLI. —¡Ooooh! ¡Habladurías!
LAUDISI. —Pero, perdonen ustedes. Si tan seguros están de que tiene razón la señora Frola,
¿para qué andan ustedes averiguando nada más? ¡Acaben ustedes de una vez! El loco es él,
y no hay más que hablar.
SIRELLI. —Ya. Pero eso sería si no existiera el Prefecto, amigo mío; que opina todo lo
contrario, y públicamente deposita toda su confianza en su secretario, el señor Ponza.
CENTURI. —En efecto, señores, es verdad: el señor Prefecto cree lo que dice el señor Ponza.
Yo mismo se lo he oído asegurar.
AGAZZI. —Porque el Prefecto no ha oído todavía hablar a la señora de aquí al lado.
SRA. SIRELLI. —Claro. Como sólo ha oído al yerno...
SIRELLI. —Y, por otra parte, no es sólo el Prefecto el que cree que la loca es ella. Hay otros
muchos que opinan así.
UN SEÑOR. —Yo. Yo, por ejemplo, señores. Porque yo he conocido otro caso análogo: el de
una madre trastornada por la muerte de su hija, que creía que el yerno la tenía escondida, y
tal y cual...
SEGUNDO SEÑOR. —No, no. Ese era un yerno que se quedó viudo y no tenía a nadie en casa
con él. Pero aquí, el señor Ponza, tiene otra mujer. La cosa varía.
LAUDISI. —(Con una idea genial.) ¡Ah, señores! ¿Han oído ustedes? Por el hilo se saca el
ovillo. ¡Facilísimo! ¡El huevo de Colón! (Dando palmadas en la espalda al SEGUNDO SEÑOR.)
¡Bravo, bravo, caballero! ¿Han oído ustedes?
TODOS. —(Perplejos, sin comprender.) Pero... ¿el qué?, ¿el qué?
SEGUNDO SEÑOR. —(Atónito.) Pero... ¿Qué he dicho yo? ¡No sé...!
LAUDISI. —¡Cómo! ¿Que qué ha dicho? Si ha resuelto el problema. Un poco de paciencia,
señores. (A AGAZZI.) ¿No tiene que venir aquí el Prefecto?
AGAZZI. —Sí, lo esperamos. Pero... ¿por qué? Explícate.
LAUDISI. —Es inútil que venga aquí para hablar la señora Frola. Porque, si ahora cree lo que
dice el yerno, en cuanto hable con la suegra se armará un lío y ya no sabrá a qué atenerse.
No, no. El Prefecto tiene que venir a otra cosa. A una cosa que sólo él puede hacer.
TODOS. —¿A qué? ¿A qué?
LAUDISI. —(Radiante.) Pero ¡cómo! ¿No han oído ustedes lo que ha dicho este señor? El señor
Ponza; tiene a «otra» con él en su casa: su mujer.
SIRELLI. —¡Ah, ya! Hacer hablar a la mujer.
DINA. —Pero si está encerrada como en una cárcel, la pobre.
SIRELLI. —Es preciso que el Prefecto se imponga y la haga hablar.
AMALIA. —¡Claro! Es la única que puede decirnos la verdad.
SRA. SIRELLI. —Bueno. Ella le dará la razón a su marido.
LAUDISI. —Ya. Pero eso sería si tuviera que declarar delante de él.
SIRELLI. —Debería hablar a solas con el Prefecto.
AGAZZI. —Justo. Y el Prefecto, con su autoridad, obligarla a declarar exactamente lo que
ocurre. Claro. ¿No le parece, Centuri?
CENTURI. —Sin duda alguna. Lo que es, si el Prefecto quisiera...
AGAZZI. —Es la única solución, verdaderamente. Pero será preciso prevenirlo y evitarle la
molestia de venir ahora aquí. Vaya, vaya usted, señor Centuri.
CENTURI. —Sí, señor. En seguida, señor Consejero. Señoras, señores. (Se inclina y vase.)
SRA. SIRELLI. —(Batiendo las manos.) ¡Claro! Eso es. ¡Bravo, Laudisi!
DINA. —¡Bravo, bravo, tiíto! ¡Qué buena idea!
TODOS. —Sí, ¡bravo, bravo! Es la única, la única.
AGAZZI. —Pero ¿cómo no se nos había ocurrido antes?
SIRELLI. —Apostaría a que nadie la ha visto jamás, Como si no existiera esa pobre infeliz.
LAUDISI. —(Saboreando una nueva idea.) Pero.. Ustedes perdonen: ¿están ustedes seguros de
que la mujer existe?
AMALIA. —¡Cómo, Lamberto! ¡Dios mío!
SIRELLI. —(Fingiendo reír.) ¿Quieres poner también en duda su existencia?
LAUDISI. —Vayamos con calma. Vosotros mismos decís que nadie la ha visto jamás.
DINA. —¡Oh, no! La señora Frola la ve y le habla todos los días.
SRA. SIRELLI. —Y también lo asegura él, el yerno.
LAUDISI. —Pero... Reflexionad. Es lógico que en ese caserón no haya más que un fantasma.
TODOS. —¿Un fantasma?
AGAZZI. —Bueno, acaba ya de una vez.
LAUDISI. —Deja que me explique. Digo: el fantasma de una segunda mujer, si tiene razón la
señora Frola; o el fantasma de la hija, si es el señor Ponza el que dice la verdad. Pero falta
saber, señores míos, si ese fantasma de la una o de la otra, es, en realidad, una persona. Y,
aun llegando a esa conclusión, me parece que todavía queda la cosa en el aire.
AMALIA. —Bueno, mira: tú lo que quieres es volvernos locos a todos.
SRA. NENNI. —¡Ay! Yo tengo un susto que no puedo más.
SRA. CINI. —Y yo, lo mismo. No sé qué interés tendrá usted en asustarnos.
TODOS. —¡Bah! ¡Bah! Si lo dice en broma.
SIRELLI. —Es una mujer de carne y hueso. Estén ustedes seguros. Y la haremos hablar. ¡La
haremos hablar!
AGAZZI. —Tú mismo has propuesto que la haga hablar el Prefecto.
LAUDISI. —Sí, claro. Suponiendo que lo que haya allá arriba sea realmente una mujer. Una
cualquiera. Pero noten ustedes bien, señores, que allá arriba, encerrada con llave, no puede
ser una mujer cualquiera. Imposible. Yo, al menos, lo dudo.
SRA. SIRELLI. —En verdad, que quiere volvernos locos.
LAUDISI. —Ya veremos, ya veremos.
TODOS. —(Confusamente.) Pero ¡si también hay otros que la han visto! Pero ¡si se asoma al
patio! Le escribe cartas. Lo hace adrede. Quiere tomarnos el pelo.

ESCENA III
DICHOS, CENTURI
CENTURI. —(Acalorado. Entre todos.) ¡El señor Prefecto! ¡El señor Prefecto!
AGAZZI. —¡Cómo! ¿Aquí? ¿Y usted, qué ha hecho, entonces...?
CENTURI. —Lo vi, precisamente, en el camino. Venía hacia aquí con el señor Ponza.
SIRELLI. —¡Ah, con él!
AGAZZI. —¡Oh! Si viene con el señor Ponza, no vendrán aquí, sino al lado, a casa de la
suegra. Centuri, haga el favor: espérelo a la puerta y ruéguele que entre aquí antes un
momento, como me prometió.
CENTURI. —Voy en seguida. (Vase rápido por el fondo.)
AGAZZI. —Señores: ruego a todos que se retiren un instante ahí, al salón.
SRA. SIRELLI. —Pero dígaselo bien. Ella, ella: la mujer. Es la única...
AMALIA. —(A la puerta del salón.) Pasen, pasen, tengan la bondad.
AGAZZI. —Tú quédate, Sirelli. Y tú, Lamberto. (Todos los demás pasan al salón. A LAUDISI.)
Pero déjame hablar a mí, haz el favor.
LAUDISI. —Sí, hombre; como gustes. Y, si quieres, me voy yo también.
AGAZZI. —No, no; quédate. Es mejor que estés aquí. ¡Ah! Ya viene.

ESCENA IV
DICHOS, el PREFECTO y CENTURI
EL PREFECTO. —(Sesenta años, alto, grueso, aspecto bonachón.) ¡Caro Agazzi! ¡Hola, Sirelli!
¿Usted aquí? Caro Laudisi. (Da la mano a todos.)
AGAZZI. —(Invitándole a tomar asiento.) Perdona que te haya hecho pasar aquí primero...
EL PREFECTO. —Tenía intención de hacerlo, como te prometí. Hubiera venido después.
AGAZZI. —(A CENTURI, que se ha quedado detrás, a respetuosa distancia.) Acérquese, Centuri.
¡No faltaría más! Siéntese aquí.
EL PREFECTO. —¿Qué hay, Sirelli? Ya sé que no duerme usted, intrigado por todo eso que
hablan de nuestro nuevo secretario.
SIRELLI. —Ni más ni menos que los demás. Está todo el mundo intrigadísimo.
AGAZZI. —Es cierto. Intrigadísimo.
EL PREFECTO. —Pues yo no acabo de ver por qué.
AGAZZI. —Porque no has presenciado algunas escenas, como las hemos presenciado
nosotros, que tenemos a la suegra viviendo aquí, al lado.
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SIRELLI. —¡Ah, señor Prefecto! Usted no la ha oído hablar todavía, a esa pobre señora.
EL PREFECTO. —Ahora mismo voy a ir a su casa. (A AGAZZI.) Te había prometido oírla aquí, en
la tuya. Pero el propio señor Ponza ha ido a suplicarme, a implorar, que fuera a casa de su
suegra, a convencerme, a ver con mis propios ojos, para que hiciera cesar todas esas
habladurías. Accedí gustoso, porque creo que en esa visita obtendré la prueba de cuanto él
afirma.
AGAZZI. —¿Hablando con ella...? Porque delante de su yerno...
SIRELLI. —(Rápido.) ...dirá lo que él le haga decir, señor Prefecto. Y eso demuestra que no es
ella la loca.
AGAZZI. —Ya hemos hecho nosotros esa prueba, ayer, aquí mismo.
EL PREFECTO. —Claro. Porque precisamente él le hace creer que está loco. Ya me lo ha
advertido él mismo. Y tiene que hacerlo, para engañar así a esa pobre desgraciada. Es un
martirio, créanme ustedes, un verdadero martirio para ese pobre hombre.
SIRELLI. —Eso... si no es ella la que le mantiene a él la ilusión de que su hija murió, para que
no tenga miedo de que se la lleven otra vez. Y en ese caso, señor Prefecto, el martirio sería
para la pobre señora; no para él.
AGAZZI. —Esa es la duda, que te ha entrado a ti...
SIRELLI. —...como a los demás...
EL PREFECTO. —¡La duda! No. Me parece que vosotros no tenéis la menor sombra de duda.
Como os confieso que tampoco dudo yo... de lo contrario que vosotros. ¿Y usted, Laudisi?
LAUDISI. —Dispénseme, señor Prefecto. Yo no puedo hablar. Le he prometido a mi cuñado no
abrir el pico.
AGAZZI. —(Disparado.) ¡Hombre, no! Si te preguntan, contesta. Le había dicho que no
hablara, ¿sabes por qué? Porque ya lleva dos días divirtiéndose en enredar la madeja.
LAUDISI. —No lo crea usted, señor Prefecto. Al contrario. He hecho todo lo posible por
ayudarles a desenredarla.
SIRELLI. —¡Ya! ¿Sabe usted cómo? Sosteniendo que no es posible descubrir la verdad. Y
ahora, haciendo surgir la duda de que en casa del señor Ponza no haya una mujer, sino un
fantasma.
EL PREFECTO. —(Divertido.) ¡Cómo, cómo! Eso es muy bueno.
AGAZZI. —¡Oh! Haz el favor. Compréndelo. Sería una tontería hacerle caso.
LAUDISI. —Y, sin embargo, señor Prefecto, fue mía la idea de invitarle a usted a venir.
EL PREFECTO. —Tal vez porque opina usted, como yo, que debo oír hablar a esa señora...
LAUDISI. —¡Ni mucho menos, señor Prefecto! Hace usted muy bien en creer lo que dice el
señor Ponza.
EL PREFECTO. —¡Ah, muy bien! Entonces, ¿usted también cree al señor Ponza...?
LAUDISI. —(Rápido.) ¡No! Y quisiera que todos creyeran a la señora Frola y acabaran de una
vez...
AGAZZI. —¿Tú lo entiendes? ¿Te parece eso un razonamiento?
EL PREFECTO. —Perdona. (A LAUDISI.) Entonces, según usted, ¿también puede creerse lo que
dice la señora Frola?
LAUDISI. —¿Y por qué no? Naturalmente. Todo cuanto afirma. Lo mismo que cuanto dice su
yerno.
EL PREFECTO. —Pero en ese caso...
SIRELLI. —¡Si cada uno de ellos dice precisamente todo lo contrario que el otro!
AGAZZI. —(Irritado, con resolución.) En resumidas cuentas: yo no quiero inclinarme a dar
crédito al uno ni a la otra. Lo mismo puede tener razón ella que él. Pero hay que salir de
dudas, y no hay más que un solo medio.
SIRELLI. —(Por LAUDISI.) Que nos ha indicado hace un momento...
EL PREFECTO. —¿Ah, sí? ¿Y cuál es ese medio? Vamos a ver.
AGAZZI. —A falta de otra prueba, no nos queda más que este camino: que tú, con tu
autoridad, obtengas la confesión de la mujer.
EL PREFECTO. —¿De la señora de Ponza?
SIRELLI. —Pero sin la presencia del marido, se entiende.
AGAZZI. —Para que ella pueda hablar libremente.
SIRELLI. —Si es la hija de la señora Frola, como nosotros nos inclinamos a creer...
AGAZZI. —...o si es la segunda mujer del señor Ponza, que se presta a representar el papel de
hija, como él nos quiere hacer creer...
EL PREFECTO. —...y como yo creo, sin más averiguaciones. Pues, muy bien. Me parece
acertada esa solución. Y crean ustedes que ese pobre hombre no desea otra cosa que
convencer a todos de que tiene razón. Conmigo ha estado tan sumiso... Y se alegrará. ¡Qué
duda cabe! Y ustedes quedarán tranquilos de una vez, amigos míos. Centuri, hágame el
favor. (CENTURI se pone en pie.) Vaya usted un momento aquí, al lado, y dígale de mi parte al
señor Ponza que tenga la bondad de venir un momento.
CENTURI. —En seguida, señor Prefecto. (Se inclina y sale por el fondo.)
AGAZZI. —¡Ah, si consintiese!
EL PREFECTO. —Claro que consentirá. Ya verás. Y habremos liquidado la cuestión antes de
un cuarto de hora. Aquí, aquí mismo, en vuestra presencia.
AGAZZI. —¡Cómo! ¿Aquí, en mi casa?
SIRELLI. —¿Cree usted que querrá traer aquí a la mujer?
EL PREFECTO. —Dejen eso de mi cuenta. Aquí mismo; porque, de otro modo, podrían ustedes
pensar muy bien que yo...
AGAZZI. —¡Oh! No digas eso. ¿Cómo vamos a pensar...?
SIRELLI. —¡Eso nunca!
EL PREFECTO. —Pero así quedo yo más tranquilo. Sabiéndome convencido de que la razón
está de parte de él..., podrían ustedes poner en duda mi imparcialidad... Tratándose de un
funcionario... ¡No, no! Quiero que ustedes lo oigan y lo vean con sus propios ojos. (A AGAZZI.)
¿Y tu esposa?
AGAZZI. —Ahí está, con otras señoras y señores...
EL PREFECTO. —Veo que habéis establecido aquí un verdadero cuartel general.
ESCENA V
DICHOS, CENTURI y el señor PONZA
CENTURI. —¿Da su permiso? El señor Ponza.
EL PREFECTO. —Gracias, Centuri. (PONZA aparece por el fondo.) Pase usted, pase usted,
Ponza. (Inclinación de PONZA.)
AGAZZI. —Siéntese, haga el favor. (Nueva inclinación de PONZA, que se sienta.)
EL PREFECTO. —¿Conoce usted a estos señores? Sirelli...
AGAZZI. —Sí. Los he presentado. Mi cuñado Laudisi. (Inclinación de PONZA.)
EL PREFECTO. —He mandado llamarle, amigo Ponza, para decirle que aquí, con mis amigos...
(Se interrumpe al notar en PONZA una gran turbación y agitación.) ¿Tenía usted algo que
decirme...?
PONZA. —Sí, señor Prefecto. Que deseo solicitar hoy mismo mi traslado.
EL PREFECTO. —Pero ¿por qué?, y dispense. Hace un momento me hablaba usted tan
encantado...
PONZA. —Pero he sido atraído aquí, señor Prefecto, para ser objeto de una vejación inaudita.
EL PREFECTO. —¡Vamos! No hay que exagerar.
AGAZZI. —¿Vejaciones? ¿Se refiere usted a mí?
PONZA. —A todos. Y por eso me voy de esta ciudad. Me voy, señor Prefecto, porque no puedo
soportar esta inquisición tenaz sobre mi vida privada; esta inquisición feroz, que acabará
comprometiendo, haciendo fracasar, irreparablemente, una obra de caridad que me cuesta
tantas amarguras y tantos sacrificios. Yo venero más que a una madre a esa pobre anciana,
y me he visto obligado aquí, ayer, a atacarla con la violencia más cruel. Desde entonces, la
encuentro en tal estado de abatimiento y agitación...
AGAZZI. —(Interrumpiéndole, tranquilo.) Es extraño; porque, con nosotros, la señora Frola ha
hablado siempre con la misma tranquilidad. Esa agitación de que habla, la habíamos
notado precisamente en usted, incluso en este momento.
PONZA. —Porque ustedes no tienen la menor idea del daño que me hacen.
EL PREFECTO. —Vamos, vamos, amigo Ponza, cálmese. ¿Qué es eso? Estoy aquí yo. Usted
sabe la confianza que he depositado en usted, y el sentimiento con que he escuchado sus
confidencias. ¿No es así?
PONZA. —Le ruego me perdone, señor Prefecto. Usted, sí. Y le estoy agradecido.
EL PREFECTO. —Pues bien. Escúcheme con serenidad. Creo sinceramente que usted venera
como a una madre a su pobre suegra. Pero no olvide usted que la curiosidad de estos
amigos míos está inspirada solamente por interés hacia la señora Frola, a la que quieren
bien.
PONZA. —¡Pero la matan, señor Prefecto! La matan. Y ya lo he hecho notar más de una vez.
EL PREFECTO. —Un poco de paciencia. Ya verá cómo todo se arregla, en cuanto quede
aclarado el asunto. Y puede ser ahora mismo. Es muy sencillo. En su mano tiene usted el
medio más rápido y más fácil de hacer salir de dudas a estos señores. No a mí, que no he
dudado nunca.
PONZA. —¡Pero si no quieren creerme!
AGAZZI. —Eso no es cierto. Cuando usted vino aquí, después de la primera visita de su
suegra, a decirnos que estaba loca, a todos nos sorprendió la noticia, ¡pero la creímos! (Al
PREFECTO.) Pero... inmediatamente después..., ¿comprendes...?, volvió la señora...
EL PREFECTO. —Ya. Ya lo sé. Me lo has dicho. (A PONZA.) ...a exponer las razones que usted
mismo intenta mantener vivas en ella. Tiene usted que hacerse cargo. Es natural que surja
una angustiosa duda en el ánimo de los que han oído hablar a la señora después de oírle a
usted. En vista de lo que ella afirma, no tienen la seguridad de que sea cierto lo que usted
dice, amigo Ponza. Está claro. Usted y su suegra no coinciden en sus afirmaciones. Usted
está seguro de que dice la verdad, como lo estoy yo, ¿no es eso? Pues, entonces, ¿qué
inconveniente puede usted tener en que esa verdad sea repetida aquí por la única persona
que puede hacerlo?
PONZA. —¿Y quién es esa persona?
EL PREFECTO. —¿Quién va a ser? Su esposa de usted.
PONZA. —¿Mi mujer? (Enérgico, con desdén.) ¡Ah, no! ¡Nunca, señor Prefecto!
EL PREFECTO. —¿Se puede saber por qué?
PONZA. —¡Traer a mi mujer aquí, para darles esa satisfacción a los que me ofenden dudando
de mi palabra! ¡Jamás! ¡Para complacer a...!
EL PREFECTO. —...al Prefecto, y perdone. Soy yo quien se lo ruego.
PONZA. —Pero... ¡señor Prefecto...! ¡No! ¡Mi mujer, no! Dejemos en paz a mi mujer. Pueden
creerme a mí.
EL PREFECTO. —¡Oh, no! Mire usted: ahora empieza a parecerme a mí también que hace
usted todo lo posible para que no le crean.
AGAZZI. —Tanto más, que ha intentado por todos los medios impedir que su suegra viniera
aquí y hablara. Y para ello no tuvo inconveniente en hacer una doble descortesía a mi
esposa y a mi hija.
PONZA. —(Desesperado.) Pero ¿qué quieren ustedes de mí, por el amor de Dios? ¿No tengo
bastante con esa desgraciada de mi suegra? ¡Quieren que venga también mi mujer! Señor
Prefecto, no puedo tolerar esta violencia. Mi mujer no sale de casa. Y no la llevaré a ponerse
a los pies de nadie. Me basta con que me crea usted. Por otra parte, ahora mismo voy a
escribir la instancia pidiendo mi traslado. (Se levanta.)
EL PREFECTO. —(Dando un puñetazo en el escritorio.) ¡Espere usted! Ante todo, no le
consiento, señor Ponza, que hable usted en ese tono a un superior, que, además, ha tenido
con usted toda clase de atenciones y deferencias. (Pausa. Más suave.) En segundo lugar, le
repito que también a mí me da qué pensar esa obstinación en no querer aceptar darnos esa
prueba, que le he pedido yo, y nadie más, por su propio interés. Tanto yo como mi colega
podemos, dignamente, recibir a una señora... O, si ella lo prefiere, ir a su casa...
PONZA. —Así es que... me obliga usted: es una orden.
EL PREFECTO. —Le repito que se lo he pedido, por su bien. Aunque también podría
ordenárselo.
PONZA. —Bien. Bien. Siendo así..., traeré a mi mujer..., con tal de acabar de una vez... Pero...
¿quién me garantiza que mi pobre suegra no la verá? ¡No puede verla de cerca!
EL PREFECTO. —¡Ah, ya! Que vive aquí al lado.
AGAZZI. —Podríamos ir nosotros a casa de la señora.
PONZA. —No, si eso es lo mismo. Lo importante es evitar que se encuentren las dos; evitar
nuevas sorpresas que podrían acarrear horribles consecuencias.
AGAZZI. —¡Oh! Por nosotros... No pase usted cuidado.
EL PREFECTO. —O, si usted lo prefiere, puede llevar a su mujer a Prefectura.
PONZA. —No, no. Aquí mismo. Inmediatamente. La traeré y vigilaré personalmente la puerta
de mi suegra. ¡Ahora mismo! Con tal de acabar de una vez... (Sale furioso por el fondo.)

ESCENA VI
DICHOS, menos PONZA
EL PREFECTO. —Confieso que no esperaba esa oposición por parte de él.
AGAZZI. —Y veréis cómo va a preparar a su mujer. Ya sabrá ella el papel.
EL PREFECTO. —Ah, lo que es por eso, puedes estar tranquilo: le haré yo el interrogatorio.
SIRELLI. —Pero esa agitación continua...
EL PREFECTO. —Es la primera vez que lo he visto así. La primera vez. Debe haberlo
enfurecido la idea de ver mezclada a su mujer...
SIRELLI. —De sacarla del encierro.
EL PREFECTO. —Ah, eso de que la deje encerrada... no demuestra precisamente que esté loco.
SIRELLI. —Cómo se ve, señor Prefecto, que no ha oído usted hablar a la pobre viejecita.
AGAZZI. —¡Ah, claro! Dice que la tiene así, por miedo a la suegra.
EL PREFECTO. —Puede tratarse simplemente de un hombre celoso, y...
SIRELLI. —¿Hasta el punto de no tenerle siquiera una criada? Sepa usted, señor Prefecto,
que la obliga a hacer los trabajos más duros de la casa.
AGAZZI. —¡Y es él el que sale a la compra todas las mañanas!
CENTURI. —Sí, señor; lo he visto yo. Le lleva la cesta un muchacho hasta la puerta de casa.
EL PREFECTO. —Pero, hombre, si él mismo me lo ha contado, deplorándolo.
LAUDISI. —¡Vaya servicio de información!
EL PREFECTO. —Lo hace por economía: tiene que tener dos casas abiertas...
SIRELLI. —No, si no lo decimos por eso. ¿Cree usted, señor Prefecto, que una segunda mujer
iba a someterse de ese modo...
AGAZZI. —...a los servicios más bajos de la casa...
SIRELLI. —...por una señora que fue suegra de su marido, y para ella, al fin y al cabo, una
extraña...?
AGAZZI. —Vaya, vaya, ¿no te parece demasiado?
EL PREFECTO. —Demasiado, sí...
LAUDISI. —(Interrumpiendo.) ...para una segunda mujer cualquiera.
EL PREFECTO. —(Rápido.) Admitámoslo, sí. Pero, aun así, puede explicarse: si no por la
caridad, por los celos. Y de que es celoso, esté loco o cuerdo, creo que no se puede dudar
siquiera. (Rumor de voces confusas en el salón.)
AGAZZI. —¡Eh! ¿Qué ocurre?

ESCENA VII
DICHOS y AMALIA
AMALIA. —(Viene del salón, fuera de sus casillas. Anunciando:) ¡La señora Frola! ¡La señora
Frola está aquí!
AGAZZI. —Pero, ¡cómo! ¿Quién la ha llamado?
AMALIA. —Nadie. Ha venido ella sola.
EL PREFECTO. —No, por favor. ¡Ahora, no! Hágala marcharse en seguida, señora.
AGAZZI. —¡Pero inmediatamente! ¡No la dejes entrar! Hay que impedírselo a toda costa. Si la
encuentra aquí, el señor Ponza creerá que le hemos puesto una trampa.

ESCENA VIII
DICHOS, la señora FROLA y todos los otros del salón

(La SEÑORA FROLA viene temblorosa, llorando, suplicante, con el pañuelo en la mano, en
medio de las risas de los demás, que están muy agitados.)
SRA. FROLA. —¡Oh, señores, por caridad! ¡Por piedad! Dígaselo a todos, señor Consejero.
AGAZZI. —(Aguadísimo.) Le digo a usted, señora, que se retire; que se vaya inmediatamente.
Usted ahora no puede estar aquí.
SRA. FROLA. —(Azorada.) ¿Por qué? ¿Por qué? (A AMALIA.) Ayúdeme usted, mi buena señora...
AMALIA. —Pero... mire..., mire... Está ahí el señor Prefecto...
SRA. FROLA. —¡Oh usted, señor Prefecto...! ¡Por piedad! Deseaba ir a verle a usted...
EL PREFECTO. —No, no. Cálmese, señora. En este momento no puedo atenderla. Tiene usted
que marcharse. ¡Tiene usted que marcharse ahora mismo!
SRA. FROLA. —Si, sí, me iré. Me iré hoy mismo. Partiré, señor Prefecto. Partiré para siempre.
AGAZZI. —Oh, no, señora. Es sólo un momento. Debe usted ir a su casa. Tenga la bondad,
señora. Luego hablará usted con el señor Prefecto.
SRA. FROLA. —Pero... ¿por qué? ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre...?
AGAZZI. —(Perdiendo la paciencia.) Dentro de un instante vendrá aquí su yerno. ¿Comprende
usted ahora?
SRA. FROLA. —¡Ah, sí! Entonces..., sí..., sí...; me retiro... Me voy en seguida. Solamente quería
decirles... ¡Por piedad! Acabemos ya. Ustedes creen hacerme un bien, y... ¡me hacen tanto
daño! ¡Me veré obligada a marcharme de la ciudad, si ustedes continúan así; a marcharme
hoy mismo, para que lo dejen a él en paz! Pero ¿qué quieren ahora? ¿Qué quieren ahora de
él? ¿Por qué tiene que venir aquí...? ¡Oh, señor Prefecto...!
EL PREFECTO. —Nada, señora. Tranquilícese. Váyase tranquila. Váyase, por favor.
AMALIA. —Váyase, señora. Sea usted buena.
SRA. FROLA. —¡Ah, señora! Me privarán ustedes del único bien, del único consuelo que me
quedaba de poder verla, al menos, aunque fuera de lejos. ¡Pobre hija mía! (Llora.)
EL PREFECTO. —Pero ¿quién habla de eso? Usted no tiene por qué marcharse de la ciudad.
Sólo le rogamos que se retire ahora un momento. Tranquilícese.
SRA. FROLA. —¡Pero si yo estoy preocupada por él! ¡Por él, señor Prefecto! He venido a
suplicarle por él, no por mí.
EL PREFECTO. —Bueno, basta. También por él puede usted estar tranquila. Se lo aseguro yo.
Ya verá como ahora se arregla todo.
SRA. FROLA. —¿Y de qué manera? Todos están en contra suya.
EL PREFECTO. —No, señora. No es verdad. Estoy yo aquí, que lo defiendo. No se preocupe.
SRA. FROLA. —¡Oh, gracias! ¿Es que usted ha comprendido...?
EL PREFECTO. —Sí, sí, señora. He comprendido.
SRA. FROLA. —Se lo he repetido tantas veces a estos señores... Es una desgracia, ya
superada... Pero es preciso evitar que vuelva...
EL PREFECTO. —Está bien, señora. ¡Ya le he dicho que he comprendido!
SRA. FROLA. —Los dos estamos tan contentos viviendo así... ¡Y mi hija también lo está!
Conque... figúrese. Figúrese usted... Porque si no, no me queda más remedio que irme... y
no volver a verla..., ni siquiera de lejos... ¡Déjenlo ya, por caridad! (Todos se ríen y se hacen
señas. Algunos miran hacia la puerta del fondo y se oye alguna voz reprimida.)
VOCES. —¡Ya están ahí! ¡Ya están ahí!
SRA. FROLA. —(Nota el sobresalto y la confusión de los demás. Temblorosa, perpleja, gime:)
¿Qué es? ¿Qué ocurre?

ESCENA IX
DICHOS, la SEÑORA PONZA; luego, PONZA
(Todos se separan a ambos lados para dejar paso a la SEÑORA PONZA, que se adelanta,
rígida. Viste de luto, cubierta con un espeso velo negro, impenetrable.)

SRA. FROLA. —(En un grito de frenética alegría.) ¡Ah...! Lina... Lina... Lina.. (Se precipita a
abrazar a la señora enlutada con el ardor de una madre que hace años no ha podido abrazar
a su hija adorada. Al mismo tiempo, se oyen los gritos del señor PONZA, que, inmediatamente
después, entra precipitado.)
PONZA. —(Dentro.) ¡Julia...! ¡Julia...! ¡Julia! (Al oír los gritos, la SEÑORA PONZA se queda rígida
entre los brazos de la SEÑORA FROLA, que la ciñen. PONZA, al ver a su mujer y a su suegra
abrazadas, exclama furioso:) ¡Ah! ¡Me lo había figurado! Han abusado canallescamente de mi
buena fe.
SRA. PONZA. —(Volviendo su velado rostro hacia PONZA, casi con austera solemnidad.) No
teman. No tengan miedo. Márchense.
SRA. FROLA. —(Temblorosa, humilde, haciéndose eco de su yerno.) Sí, vámonos, querido...
Vámonos. (Y los dos, abrazados, consolándose mutuamente, sollozando ambos, se retiran
murmurándose palabras de afecto. Silencio. Después de haberlos seguido con la mirada hasta
que desaparecieron, todos se vuelven ahora, asustados y conmovidos, a la señora enlutada.)
SRA. PONZA. —(Después de haberles mirado a través de su velo, con grave solemnidad.) Y
después de esto... ¿Qué otra cosa desean de mí los señores? Se trata de una desventura que
debe permanecer oculta; porque sólo así puede ser eficaz el remedio que la piedad le ha
prestado.
EL PREFECTO. —(Conmovido.) Nosotros deseamos respetar esa piedad, señora. Pero
quisiéramos que usted nos dijera...
SRA. PONZA. —(Lentamente, subrayando.) ...la verdad. ¿No es eso? Pues... óiganla ustedes: yo
soy... sí..., la hija de la señora Frola...
TODOS. —(Con un suspiro de alivio.) ¡Ah!
SRA. PONZA. —...y la segunda mujer del señor Ponza.
TODOS —(Asombrados.) ¿Eh? ¡Cómo!
SRA. PONZA —Sí. Para ellos, soy eso. Para mí... no soy ninguna de las dos.
EL PREFECTO. —¡Ah, no! Para usted, señora... Tiene que ser la una o la otra.
SRA. PONZA. —No, señores. Para mí, soy... solamente... la que los demás crean que soy. (Los
mira a través del velo, y se retira por el fondo. Silencio.)
LAUDISI. —Señores: he aquí cómo habla la verdad. (Los mira a todos, irónico.) ¿Qué? ¿Han
quedado ustedes satisfechos? (Ríe a carcajadas.)

TELÓN FINAL