EL
GESTICULADOR
RODOLFO
USIGLI
1938
EL GESTICULADOR
(PIEZA
PARA DEMAGOGOS EN TRES ACTOS)
Para
Alfredo Gómez de la Vega, que tan noble proyección escénica y tan humana
calidad supo dar a la figura de César Rubio.
PERSONAJES:
El profesor César Rubio, 50 años
Elena, su esposa, 45 años
Miguel, su hijo, 22 años
Julia, su hija, 20 años
El profesor Oliver Bolton (norteamericano con acento español)
Un desconocido (El general Navarro)
Epigmenio Guzmán, presidente municipal
Salinas, Graza, Treviño, diputados locales
El licenciado Estrella, delegado y orador del
Partido
Emeterio Rocha, viejo
León
Salas
La multitud.
ÉPOCA: Hoy
ACTO
PRIMERO
Los Rubio aparecen dando los últimos toques
al arreglo de la sala y el comedor de su casa, a la que han llegado el
mismo día, procedentes de la capital. El calor es intenso. Los hombres
están en mangas de camisa Todavía queda al centro de la escena un cajón que
contiene libros. Los muebles son escasos y modestos: dos sillones y un sofá de
tule, toscamente tallados a mano, hacen las veces de juego confortable,
contrastando con algunas sillas vienesas, despintadas, y una mecedora de
bejuco. Dos terceras partes de la escena representan la sala, mientras la
tercera parte, al fondo, está dedicada al comedor. La división entre las dos
piezas consiste en una especie de galería: unos arcos con pilares descubiertos,
hechos de madera; con excepción del arco central, que hace función de pasaje,
los otros están cerrados hasta la altura de un metro por tablas pintadas de un
azul pálido y floreado, que el tiempo ha desleído y las moscas han manchado.
Demasiado pobre para tener mosaicos o cemento, la casa tiene un piso de
tipichil, o cemento doméstico, cuya desigualdad presta una actitud -dijérase-
inquietante a los muebles. El techo es de vigas. La sala tiene, en
primer término izquierda, una puerta que comunica con el exterior; un poco más
arriba hay una ventana amplia; al centro de la pared derecha, un arco conduce a
la escalera que lleva a las recámaras.
Al fondo de la escena, detrás de los arcos, es
visible una ventana situada al centro; una puerta, al fondo derecha,
lleva a la pequeña cocina, en la que se supone que hay una salida hacia el
solar característico del Norte. La casa es toda, visiblemente, una construcción
de madera, sólida, pero no en muy buen estado. El aislamiento de su situación
no permitió la tradicional fábrica de sillar; la modestia de los dueños, ni
siquiera al la fábrica de adobe, frecuente en las regiones menos populosas del
Norte. Elena Rubio, mujer bajita, robusta, de unos cuarenta y cinco años, con
un trapo amarrado a la cabeza a guisa de cofia, sacude las sillas, cerca de la
ventana derecha y las acomoda conforme termina; Julia, muchacha alta, de
silueta agradable aunque su rostro carece de atractivo, también con la
cabeza cubierta, termina de arreglar el comedor. Al levantarse el telón puede
vérsela de pie sobre una silla, colgando una lámina en la pared. La línea de su
cuerpo se destaca con bastante vigor. No es propiamente la tradicional virgen
provinciana, sino una mezcla curiosa de pudor y provocación, de represión y de
fuego. César Rubio es moreno; su figura recuerda vagamente la de Emiliano
Zapata y, en general, la de los hombres y las modas de 1910, aunque vista
impersonalmente y sin moda. Su hijo Miguel parece más joven de lo que es;
delgado y casi pequeño, es más bien un muchacho mal alimentado que fino. Está
sentado sobre el cajón de los libros, enjugándose la frente.
CESAR.-¿Estás cansado, Miguel?
MIGUEL.-El calor es insoportable.
CESAR.-Es el calor del Norte que, en realidad,
me hacía falta en México. Verás qué bien se vive aquí.
JULIA.-(Bajando)
Lo dudo.
CESAR.-Sí, a ti no te ha gustado venir al
pueblo.
JULIA.-A nadie le gusta ir a un desierto cuando
tiene veinte años.
CESAR.-Hace veinticinco años era peor, y yo
nací aquí y viví aquí. Ahora tenemos la carretera a un paso.
JULIA.- Sí, podré ver pasar los
automóviles como las vacas miran pasar los trenes de ferrocarril. Será una
diversión.
CESAR.-(Mirándola fijamente) No me gusta que
resientas tanto este viaje, que era necesario.
Elena se
acerca.
JULIA.-Pero, ¿por qué era necesario? Te lo
puedo decir, papá. Porque tú no conseguiste hacer dinero en México.
MIGUEL.-Piensas demasiado en el dinero.
JULIA.-A cambio de lo poco que el dinero piensa
en mí. Es como en el amor, cuando nada más uno de los dos quiere.
CESAR.-¿Qué sabes tú del amor?
JULIA.-Demasiado. Sé que no me quieren. Pero en
este desierto hasta podré parecer bonita.
ELENA.-(Acercándose
a ella) No es la belleza lo único que hace acercarse a los hombres, Julia.
JULIA.-No... pero es lo único que no los hace
alejarse.
ELENA.-De cualquier modo, no vamos a estar aquí
toda la vida.
JULIA.-Claro que no, mamá. Vamos a estar toda
la muerte. (César la mira pensativamente)
ELENA.-De nada te servía quedarte en México.
Alejándote, en cambio, puedes conseguir que ese muchacho piense en ti.
JULIA.-Sí... con alivio, como en un dolor de
muelas ya pasado. Ya no le doleré... y la extracción no le dolió tampoco.
MIGUEL.-(Levantándose
de la caja) Si decidimos quejamos, creo que yo tengo mayores motivos que
tú.
CESAR.-¿También tú has perdido algo por seguir
a tu padre?
MIGUEL.-(Volviéndose
a otro lado y encogiéndose de hombros) Nada... una carrera.
CESAR.-¿No cuentas los años que perdiste en la
Universidad?
MIGUEL.-(Mirándolo)
Son menos que los que tú has perdido en ella.
ELENA.-(Con
reproche) Miguel.
CESAR.-Déjalo que hable. Yo perdí todos
esos años por mantener viva a mi familia... y por darte a ti una carrera...
también un poco porque creía en la universidad como un ideal. No te pido
que lo comprendas, hijo mío, porque no podrías. Para ti la universidad no
fue nunca más que una huelga permanente.
MIGUEL.-Y para ti una esclavitud eterna.
Fueron los profesores como tú los que nos hicieron desear un cambio.
CESAR.-Claro, queríamos enseñar.
ELENA.-Nada te dio a ti la universidad, César,
más que un sueldo que nunca nos ha alcanzado para vivir.
CESAR.-Todos se quejan, hasta tú. Tú
misma me crees un fracasado, ¿verdad?
ELENA.-No digas eso.
CESAR.-Mira las caras de tus hijos: ellos están
enteramente de acuerdo con mi fracaso. Me consideran como a un
muerto. Y, sin embargo, no hay un solo hombre en México que sepa todo lo
que yo sé de la revolución. Ahora se convencerán en la escuela, cuando
mis sucesores demuestren su
ignorancia.
MIGUEL.-¿Y de qué te ha servido saberlo?
Hubiera sido mejor que supieras menos de revolución, como los generales, y
fueras general. Así no hubiéramos tenido que venir aquí.
JULIA.-Así tendríamos dinero.
ELENA.-Miguel, hay que llevar arriba este cajón
de libros.
MIGUEL. Ahora ya hemos empezado a hablar,
mamá, a decir la verdad. No trates de impedirlo. Más vale acabar de
una vez. Ahora es la verdad la que nos dice, la que nos grita a
nosotros... y no podemos evitarlo.
CESAR.-Sí, más vale que hablemos claro.
No quiero ver a mi alrededor esas caras silenciosas que tenían en el tren,
reprochándome el no ser general, el no ser bandido inclusive, a cambio de que
tuviéramos dinero. No quiero que volvamos a estar como en los últimos
días en México, rodeados de pausas. Déjalos que estallen y lo digan todo,
porque también yo tengo mucho que decir, y lo diré.
ELENA.-Tú no tienes nada que decir ni que
explicar a tus hijos, César. Ni debes tomar así lo que ellos digan: nunca
han tenido nada... nunca han podido hacer nada.
MIGUEL.-Sí, pero ¿por qué? Porque nunca
lo vimos a él poder nada, y porque él nunca tuvo nada. Cada quien sigue
el ejemplo que tiene.
JULIA.-¿Por culpa nuestra hemos tenido que
venir a este desierto? Te pregunto qué habíamos hecho nosotros, mamá.
CESAR.-Sí, ustedes quieren la capital; tienen
miedo a vivir y a trabajar en un pueblo. No es culpa de ustedes, sino mía
por haber ido allá también, y es culpa de todos los que antes que yo han creído
que es allá donde se triunfa. Hasta los revolucionarios aseguran que las
revoluciones sólo pueden ganarse en México. Por eso vamos todos
allá. Pero ahora yo he visto que no es cierto, y por eso he vuelto a mi
pueblo.
MIGUEL.-No... lo que has visto es que tú no
ganaste nada; pero hay otros que han tenido éxito.
CESAR.-¿Lo tuviste tú?
MIGUEL.- No me dejaste tiempo.
CESAR.-¿De qué? ¿De convertirte en un líder
estudiantil? Tonto, no es eso lo que se necesita para triunfar.
MIGUEL.- Es cierto, tú has tenido más tiempo que
yo.
JULIA.- Aquí, ni con un siglo de vida haremos
nada. (Se sienta con violencia)
CESAR.- ¿Qué has perdido tú por venir conmigo,
Julia?
JULIA.-La vista del hombre a quien quiero.
ELENA.-Eso era precisamente lo que te tenía
enferma, hija.
CESAR.-(En
el centro, machacando un poco las palabras) Un profesor de universidad, con
cuatro pesos diarios, que nunca pagaban a tiempo, en una universidad en
descomposición, en la que nadie enseñaba ni nadie aprendía ya... una
universidad sin clases. Un hijo que pasó seis años en huelgas, quemando
cohetes y gritando, sin estudiar nunca. Una hija. . . (Se detiene)
JULIA.-Una hija fea.
Elena se sienta cerca de ella y la acaricia en la cabeza. Julia
se aparta de mal modo.
CESAR.-Una hija enamorada de un fifí de bailes
que no la quiere. Esto era México para nosotros. Y porque se me ocurre
que podemos salvarnos todos volviendo al pueblo donde nací, donde tenemos por
lo menos una casa que es nuestra, parece que he cometido un crimen.
Claramente les expliqué por qué quería venir aquí.
MIGUEL.-Eso es lo peor. Si hubiéramos
tenido que ir a un lugar fértil, a un campo; pero todavía venimos aquí por una
ilusión tuya, por una cosa inconfesable...
CESAR.-¿Inconfesable? No conoces el precio de
las palabras. Va a haber elecciones en el Estado y yo podría encontrar un
acomodo. Conozco a todos los políticos que juegan... podré convencerlos
de que funden una universidad, y quizá seré rector de ella
ELENA.-Ninguno de ellos te conoce, César
CESAR.-Alguno hay que fue condiscípulo mío.
ELENA.-¿Quién ha hecho nada por ti entre ellos?
CESAR.-No en balde he enseñado la historia de
la revolución tantos años; no en balde he acumulado datos y documentos.
Sé tantas cosas sobre todos ellos, que tendrán que ayudarme.
MIGUEL.-(De
espaldas al público) Eso es lo inconfesable.
CESAR.-(Dándole
una bofetada) ¿Qué puedes reprocharme tú a mí? ¿Qué derecho tienes a
juzgarme?
MIGUEL.-(Se
vuelve lentamente hacía el frente conforme habla) El de la verdad.
Quiero vivir la verdad porque estoy harto de apariencias. Siempre ha sido
lo mismo. De chico, cuando no tenía zapatos, no podía salir a la calle,
porque mi padre era profesor de la universidad y qué irían a pensar los
vecinos. Cuando llegaba tu santo, mamá, y venían invitados, las sillas y
los cubiertos eran prestados todos, porque había que proteger la buena
reputación de la familia de un profesor universitario... y lo que se bebía y se
comía era fiado, pero ¡qué pensarían las gentes si no hubiera habido de beber y
de comer!
ELENA.- Miguel, no tienes derecho a reprocharnos
el ser pobres. Tu padre ha trabajado siempre para ti.
MIGUEL.-¡Pero si no es el ser pobres lo que les
reprocho! ¡Si yo quería salir descalzo a jugar con los demás chicos! Es
la apariencia, la mentira lo que me hace sentirme así. ¡Y, además, era cómico!
¡ Era cómico porque no engañaban
a nadie... ni a los invitados que iban a
sentarse en sus propias sillas, a comer con sus propios cubiertos... ni al
tendero que nos fiaba las mercancías! Todo el mundo lo sabía, y si no se
reían de ustedes era porque ellos eran igual y hacían lo mismo. ¡Pero era
cómico! (Se echa a llorar y
se deja caer en uno de los sillones)
JULIA.-(Levantándose)
No sé qué puedes decir tú cuando yo pasé por cosas peores... siempre mal
vestida... y siendo, además, como soy... fea.
ELENA.- (Levantándose
y yendo a ella) Hija, ¡no es cierto!
Le toma
la cabeza y la besa. Esta vez Julia se deja hacer.
CESAR.-(Después
de una pausa) Hay que subir esos libros, Miguel. (Miguel se levanta, secándose los ojos, con gesto casi infantil, y entre
los dos hombres levantan la caja) Déjanos pasar, Elena. (Elena se hace a un lado dejando libre el
paso hacia la escalera. En ese momento llaman a la puerta) ¿Han
tocado? (Pequeño silencio durante el cual
todos miran a la puerta. Nueva llamada. César deja la caía en el suelo y
contesta, mientras Miguel se aparta de la caja) ¿,Quién es?
LA VOZ DE BOLTON. –(Con un levísimo acento norteamericano)
¿Hay un teléfono aquí? He tenido un accidente.
César se
dirige a la puerta y abre. Aparece en el marco el profesor Oliver Bolton, de la
Universidad de Harvard. Tiene treinta años y una agradable apariencia
deportiva. Es de un rubio muy quemado por largos baños de sol, y viste un
ligero traje de verano.
CESAR.-Pase usted.
BOLTON.-(Entrando)
Siento mucho molestar, pero hago mi primer viaje a su hermoso país en
automóvil, y mi coche... descompuesto en la carretera. ¿Puedo telefonear?
CESAR.-No tenemos teléfono aquí. Lo siento.
BOLTON.- Oh, yo puedo reparar el coche, (sonríe) pero está todo oscuro
ahora. Tendría que esperar hasta mañana. ¿Hay un hotel cerca?
CESAR.-No. No encontrará usted nada en varios
kilómetros.
BOLTON.-
(Sonriendo con vacilación) Entonces...
odio imponerme a la gente. pero quizá podría pasar la noche aquí... si ustedes
quieren, como en un hotel. Me permitirán pagar.
CESAR.-(Después
de una pequeña pausa y un cambio de miradas con Elena) No será necesario, pero estamos recién
instalados y no tenemos muebles suficientes.
MIGUEL.-Puede dormir en mi cama. Yo
dormiré aquí. (Señala el sofá de tule)
BOLTON.-(Sonriendo)
Oh, no... mucha molestia. Yo
dormiré aquí.
CESAR.-No será ninguna molestia. Mi hijo le
cederá su cama; nos arreglaremos.
BOLTON.-¿Es seguro que no es molestia?
MIGUEL.-Seguro.
BOLTON.-Gracias. Entonces traeré mi equipaje
del coche.
CESAR.-Acompáñalo, Miguel.
BOLTON.-Gracias. Mi nombre es Oliver Bolton. (Hace un saludo y sale; Miguel lo sigue)
ELENA.-No debiste recibirlo en esa forma.
No sabemos quién es.
CESAR.-No; pero pensaría muy mal de México si
la primera casa a donde llega le cerrara sus puertas.
ELENA.-Esto lo enseñaría a no llegar a casas
pobres. Yo no podría hacer esto, dormir en casa ajena.
CESAR.-Parece decente, además.
ELENA.-Con los americanos nunca sabe uno: todos
visten bien, todos visten igual, todos tienen autos. Para mí son como chinos;
todos iguales. Voy a poner sábanas en la cama de Miguel. (Sale por la puerta izquierda)
Julia,
que se había sentado junto a la ventana, se levanta y se dirige hacía la misma
puerta. César, sin mirarla de frente, la llama a media voz.
CESAR.-Julia...
JULIA.-(En
la puerta, sin volverse) Mande.
CESAR.-Ven acá. (Ella se acerca; él se sienta en el sofá) Siéntate, quiero hablar
contigo.
JULIA.-(Automática)
No nos ha quedado mucho que decir, ¿verdad?
CESAR.-Julia, ¿no te arrepientes un poco de haber
tratado con tanta dureza a tu padre?
JULIA.-Pregúntale a Miguel si él se arrepiente.
Todo esto tenía que suceder algún día. Hoy es igual, que mañana. Me
arrepiento de haber nacido.
CESAR.-¡Hija! Sólo la juventud puede hablar
así. Exageras porque te humillaría que tu tragedia no fuera grandiosa. Todo
porque un muchacho sin cabeza no te ha querido. (Julia se vuelve a otro lado) Y bien, déjame decirte una cosa: no
se fijó en ti, no te vio bien.
JULIA.-No hablemos más de eso. (Con amargura) No hizo más que
verme. Si no me hubiera visto...
CESAR.-Quiero que sepas que al venir aquí lo he
hecho también pensando en ti, en ustedes...
JULIA.-Gracias...
CESAR.-Si crees que no comprendo que he
fracasado en mi vida... si crees que me parece justo que ustedes paguen por mis
fracasos, te equivocas. Yo también lo quiero todo para ti. Si crees
que no saldremos de este lugar a algo mejor, te equivocas. Estoy
dispuesto a todo para asegurar tu porvenir.
JULIA.-(Levantándose)
Gracias, papá. ¿Es eso todo?
CESAR.-(Deteniéndola
por un brazo) Si crees que eres fea, te equivocas, Julia. Quizá no
debería yo decirte esto... pero (bajando
mucho la voz) tienes un cuerpo admirable... eso es lo que importa. (Se limpia la garganta)
JULIA.-(Desasiéndose,
lo mira) ¿Por qué me dices eso?
CESAR.-(Mírándola
a los ojos, lentamente) Porque no
te conoces, porque no tienes conciencia de ti. Porque soy el único hombre
que hay aquí para decírtelo. Miguel no sabe... y aquel otro, imbécil, no
se fijó en ti. (Mira a otro lado) Tienes
lo que los hombres buscamos, y eres inteligente.
JULIA.-(Con
voz blanca) Pareces otro de repente, papá.
CESAR.-A veces soy un hombre todavía.
Serás feliz, Julia, te lo juro.
JULIA.-Me avergüenza guardarte rencor, padre,
por haberme hecho nacer. . ..pero lo que siento es algo contra mí, no contra
ti...¡Siento tanto no poder felicitarte por tener una hija bonita! A
veces me asfixio, me siento como si no fuera yo más que una cara fea... (César la acaricia ligeramente) monstruosa,
sin cuerpo. Pero no te odio, créelo, ¡no te odio! (Lo besa)
CESAR.-He pensado muchas veces, viéndote
crecer, que pudiste ser la hija de un hombre ilustre, único en su tipo; pero ya
ves: todo lo que sé no me ha servido de nada hasta ahora. Mi conocimiento me
parece a. menudo una podredumbre interior, porque no he podido crear nada con
lo que sé. . . ni siquiera un libro.
JULIA.-Nos parecemos mucho, ¿verdad?
CESAR.-Quizá eso es lo que nos aleja, Julia.
JULIA.-
(Con un arrebato casi infantil, el primero) ¡Pero no nos
alejará ya! ¡Te lo prometo! De cualquier modo, no quiero quedarme mucho tiempo
aquí. Prométeme...
CESAR.-Te lo prometo... pero a tu vez prométeme
tener paciencia, Julia.
JULIA.-Sí. (Con
una sonrisa amarga) Pero... ¿sabes por qué me siento tan mal aquí, como si
llevara un siglo en esta casa? Porque todo esto es para mí como
un espejo enorme en el que me estoy viendo
siempre.
CESAR.-Tienes que olvidar esas ideas. Yo haré
que las olvides.
Se oye a
Elena bajar la escalera.
LA VOZ DE ELENA.-César, ¿crees que ya habrá
cenado este gringo? (Entra) No
tenemos mucho, sabes.
CESAR.-Habrá que ofrecerle. Qué diría si
no...Mañana iremos al pueblo por provisiones, y yo averiguaré dónde está
Navarro para ir a verlo y arreglar trabajo de una vez.
ELENA.-¿Navarro?
CESAR.-El general, según él. Es un bandido,
pero es el posible candidato... el que tiene más probabilidades. No se acordará
de mí; tendré que hacerle recordar... Esto es como volver a nacer, Elena,
empezar de nuevo; pero en México empieza uno de nuevo todos los días.
ELENA.-(Moviendo
la cabeza) Miguel tiene razón; si
esto fuera campo, sería mucho mejor para todos. No tendrías que meterte
en política
CESAR.-En México todo es política... la
política es el clima, el aire.
ELENA.-No sé. Creo que a pesar de todo
habría preferido que siguieras en la universidad...
CESAR.-¿Olvidas que en la última crisis me
echaron?
ELENA.-Quizá si hubieras esperado un poco,
hablado con el nuevo rector, te habrían devuelto tu puesto.
CESAR.-¿Cuatro pesos? La pobreza segura.
ELENA.-Segura, tú lo has dicho.
JULIA.-(Con
un estremecimiento) No... la pobreza no. Yo creo que es mejor, después de
todo, que hayamos venido aquí. Es un cambio.
ELENA.-Hace un momento te quejabas.
JULIA.-Pero es un cambio.
CESAR.-No sé por qué, pero tengo la seguridad
de que algo va a ocurrir aquí.
ELENA.-Voy a preparar la cena. Ojalá no te
equivoques, César.
CESAR.-¿Por qué no dices "de nuevo"?
ELENA.-.(Tomándole
la mano y oprimiéndosela con ternura) Siempre tienes esa idea. Es absurdo.
Si fuera yo más joven, acabarías por influirme. (Se desprende) Ayúdame, Julia.
Las
mujeres pasan al comedor y de allí a la cocina.
César
toma un libro del cajón, lo hojea, se encoge de hombros y vuelve a arrojarlo en
él.
CESAR.-No quedó lugar donde poner mis libros,
¿verdad? (Espera un momento la respuesta
que no viene) ¿No quedó lugar...?
Se dirige
al hablar hacia el comedor, cuando entran Miguel y Bolton llevando una maleta
cada uno.
BOLTON. - Aquí estamos,
CESAR.-¿Ha cenado usted, señor ... ?
BOLTON.-Bolton, Oliver Bolton. (Deja la maleta y mientras habla saca de su
cartera una tarjeta que entrega a César) Tomé algo esta tarde en el camino,
gracias. Odio molestar.
CESAR.-(Mirando
la tarjeta) Un bocado no le caerá mal. Veo que es usted profesor de la
Universidad de Harvard.
BOLTON.- Oh, sí. De historia
latinoamericana. (Recogiendo su maleta) Voy
a asearme un poco. ¿Usted permite?
MIGUEL.-Arriba hay un lavabo. Me adelanto para
enseñarle el camino. (Lo hace)
BOLTON.-Gracias.
Los dos
salen. Se les oye subir la escalera. César mira y remira la tarjeta y
teniéndola entre los dedos de la mano derecha golpea con ella su mano
izquierda. Una sonrisa bastante peculiar se detiene por un momento en sus
labios. Se guarda la tarjeta y empuja el cajón de libros hasta el
comedor, en uno de cuyos rincones lo coloca. Mientras lo hace, Elena pasa de la
cocina al comedor buscando unos platos.
ELENA. Me pareció que me hablabas hace un
momento.
CESAR.-No.
ELENA.- ¿ Has puesto los libros aquí?
Estorbarán, y no quedó lugar para el librero, sabes.
CESAR.- (Después
de una pequeña pausa) Eso era lo que quería preguntarte.
ELENA.- Creí que te enojarías.
CESAR.- Es curioso, Elena.
ELENA.- ¿ Qué?
CESAR.- Este americano es profesor de historia,
también...profesor de historia latinoamericana en su país.
ELENA.- (Sonriendo)
Entonces será pobre.
CESAR.- ¿Otro reproche?
ELENA.- ¡No! Ya sabes que yo no tomo en serio
esas cosas que tanto atormentan a Julia y a ti. Se es pobre como s es
morena...y yo nunca he tenido la idea de teñirme el pelo.
CESAR.- Es que crees que no haré dinero nunca.
ELENA.- No lo creo, (con ternura) lo sé, señor Rubio, y estoy tranquila. Por eso me da
recelo que te metas en cosas de política.
CESAR.- No tendría yo que hacerlo si fuera
profesor universitario en los Estados Unidos, si ganara lo que este gringo, que
es bastante joven. ( Elena se dirige sin
contestar a la puerta de la cocina) Elena...
ELENA.- Tengo que ir a la cocina. ¿ Qué
quieres?
CESAR.- Estaba yo pensando que quizás...Ya
sabes cuánto se interesan los americanos por las cosas de México.
ELENA.- Si no se interesaran tanto sería mucho
mejor.
CESAR.-
Escucha. Estaba yo pensando que
quizás este hombre pueda conseguirme algo allá...una clase de historia de la
revolución mexicana. Sería magnífico.
ELENA.-Desde luego: podrías aprender
inglés. Despierta, César, y déjame preparar la cena.
CESAR.-¿Por qué me lo echas todo abajo siempre?
ELENA.-Para que no te caigas tú. Me da
miedo que te hagas ilusiones con esa velocidad... Siempre has estado enfermo de
eso, y siempre he hecho lo que he podido por curarte.
CESAR.-¿Pero no te das cuenta? No hay un
hombre en el mundo que conozca mi materia como yo. Ellos lo apreciarían.
Elena lo
mira sonriendo y sale. César vuelve a sacar la tarjeta de Bolton, la mira y le da
vueltas entre los dedos mientras pasa a la sala. Miguel regresa al mismo
tiempo.
MIGUEL.-(Seco)
¿Quieres que subamos los libros?
CESAR.-(Abstraído
en su sueño) ¿Qué?
MIGUEL.-Los libros. ¿Quieres que los subamos?
CESAR.-No... después... los he arrinconado en
el comedor.
Se sienta
y saca del bolsillo un paquete de cigarros de hoja y lía uno metódicamente.
MIGUEL.-(Acercándose
un paso) Papá.
CESAR.-(Encendiendo
su cigarro) ¿Qué hay?
MIGUEL.-He reflexionado mientras acompañaba al
americano y él hablaba.
CESAR.-(Distraído)
Habla notablemente bien el español, ¿te has fijado que pronuncia la ce?
MIGUEL.-Probablemente no tenía yo derecho a
decirte todas las cosas que te dije, y he decidido irme.
CESAR.-¿Adónde?
MIGUEL.-Quiero trabajar en alguna parte.
CESAR.-¿Te vas por arrepentimiento? (Miguel no contesta) ¿Es por eso?
MIGUEL.-Creo que es lo mejor. Ves... te
he perdido el respeto.
CESAR.-Creí que no te habías dado cuenta.
MIGUEL.-Pero yo no puedo imponerte mis puntos
de vista... no puedo dirigir tu conducta.
CESAR.-Ah.
MIGUEL.-Reconozco tu libertad, déjame libre tú
también. Quiero dedicar mi tiempo a mi vida.
CESAR.-¿Cómo la dirigirás?
MIGUEL.-(Obstinado)
Después de lo que nos hemos dicho... y me has pegado...
CESAR.-(Mirando
su mano) Hace mucho que no lo hacía. Pero no es esa tu única
razón. Cuando nos vimos frente a frente durante aquella huelga... tú
entre los estudiantes, yo con el orden... me dijiste cosas peores... un
discurso, Y sin embargo, volviste a cenar a casa muy tarde. Yo te esperé. Me
pediste perdón. No pensaste en irte...
MIGUEL.-Era otra situación. No quiero
seguir viviendo en la mentira.
CESAR.-En esta mentira; pero hay otras. ¿Ya
escogiste la tuya? Antes era la indisciplina, la huelga.
MIGUEL.-Eso era por lo menos un impulso hacia
la verdad.
CESAR.-Hacia lo que tú creías que era la
verdad. Pero ¿qué frutos te ha dado hasta ahora?
MIGUEL.-No sé... no me importa. No quiero
vivir en tu mentira ya, en la que vas a cometer, sino en la mía. (Violentamente, en un arrebato infantil de
los característicos en él) Papá, si tú quisieras prometerme ...que no harás
nada...(Le echa un brazo al cuello)
CESAR..-Nada ¿de qué?
MIGUEL.-De lo que quieres hacer aquí con los
políticos. Lo dijiste una vez en México y esta noche de nuevo.
CESAR.-No sé de qué hablas.
MIGUEL.-Sí lo sabes. Quieres usar lo que
sabes de ellos para conseguir un buen empleo. Eso es... (baja la voz) chantaje.
CESAR.-(Auténticamente
avergonzado por un momento) No hables así.
MIGUEL.-(Vehemente,
apretando el brazo de su padre) Entonces dime que no harás nada de eso.
¡Dímelo! Yo te prometo trabajar, ayudarte en todo, cambiar...
CESAR.-(Tomándole
la barba como a un niño) Está bien, hijo.
MIGUEL.-(Cálido)
¿Me lo juras?
CESAR.-Te prometo no hacer nada que no sea
honrado.
MIGUEL.-Gracias, papá. (Se aleja como para irse. Se vuelve de pronto y corre a él)
Perdóname todo lo que dije antes. (Se oye
bajar a Bolton)
CESAR.- (Dándole
la mano) Ve a asearte un poco para
cenar.
BOLTON.-(Entrando)
¿No interrumpo?
CESAR.-Pase usted, siéntese. (Bolton lo hace) ¿Un cigarro?
BOLTON.-¡Oh, de hoja! (Ríe) No sé arreglarlos, gracias. (Saca los suyos) Mucho calor ¿eh? ¿Fuma usted? (Ofreciendo la caja a Miguel)
MIGUEL.-No, gracias. Con permiso. (Sale por la izquierda)
CESAR.-(Dándole
fuego) ¿De modo que usted enseña
historia latinoamericana, profesor?
BOLTON.-Es mi pasión; pero me interesa
especialmente la historia de México. Un país increíble, lleno de
maravillas y de monstruos. Si usted supiera qué poco se conocen las cosas de
México en mi tierra (pronuncia Mehico), sobre
todo en el Este. Por esto he venido aquí.
CESAR.-¿A investigar?
BOLTON.-(Satisfecho
de explicarse y de entrar en su materia) Hay dos casos extraordinarios, muy
interesantes para mí, en la historia contemporánea de México. Entonces,
mi universidad me manda en busca de datos, y, además, tengo una beca para hacer
un libro.
CESAR.-¿Puedo saber a qué casos se refiere
usted?
BOLTON.-¿Por qué no? (Ríe) Pero si usted sabe algo, se lo quitaré. Un caso es el de
Ambrose Bierce, este americano que viene a México, que se une a Pancho Villa y
lo sigue un tiempo. Para mí, Bierce descubrió algo irregular, algo malo
en Villa, y por esto Villa lo hizo matar. Una gran pérdida para los Estados
Unidos. Hombre interesante. Bierce, gran escritor crítico. Escribió
el Devil's Dictionary. Bueno,
él tenía esta gran ilusión de Pancho Villa como justiciero; quizá sufrió un
desengaño, y lo dijo: era un crítico. Y Villa era como los dioses de la guerra,
que no quieren ser criticados... y era un hombre, y tampoco los hombres quieren
ser criticados, y lo mató.
CESAR.-Pero no hay ninguna certeza de eso.
Ambrose Bierce llegó a México en noviembre de 1913; se reunió con las fuerzas
de Villa en seguida, y desapareció a raíz de la batalla de Ojinaga.
Fueron muchas las bajas; los muertos fueron enterrados apresuradamente, o
abandonados y quemados después, sin identificar. Con toda probabilidad,
Bierce fue uno de ellos. O bien, fue fusilado por Urbina en 1915, cuando intentó
pasarse al ejército Constitucionalista. Pero Villa nada tuvo que ver en
ello.
B0LTON.-Mi tesis es más romántica, quizás; pero
Bierce no era hombre para desaparecer así, en batalla, por accidente.
Para mí, fue deliberadamente destruido. Destruido es la palabra. Y
no era un traidor. Sin embargo, usted parece bien enterado.
CESAR.-(Con
una sonrisa) Algo. Tengo algunos documentos sobre los extranjeros que
acompañaron a Villa... Santos Chocano, Ambrose Bierce, John Reed...
BOLTON.-¿Es posible? ¡Oh, pero entonces usted
me será utilísimo! Quizá sabe algo también sobre el otro caso.
CESAR.-¿Cuál es el otro caso?
BOLTON.-El de un hombre extraordinario. Un
general mexicano, joven, el más grande revolucionario, que inició la revolución
en el Norte, hizo comprender a Madero la necesidad de una revolución, dominó a
Villa. A los veintitrés años era general. Y también desapareció una
noche... destruido como Ambrose Bierce.
CESAR.-(Pausadamente)
¿Se refiere usted a César Rubio?
BOLTON.-¡Oh, pero usted sabe! Si yo
pudiera encontrar documentos sobre él, los pagaría muy caros; mi universidad me
respalda. Porque todos creen hasta hoy, que César Rubio es una... saga, un mito.
CESAR.-(Echando
la cabeza hacia atrás, con el gesto de recordar) General a los veintitrés
años, y el más extraordinario de todos, es cierto. Pocas gentes saben que
se levantó en armas precisamente a raíz de la entrevista Creelman-Díaz, el 5 de
septiembre de 1908. Se levantó aquí, en el Norte, y se dirigió a
Monterrey con cien hombres. En Hidalgo... mientras el general Díaz y cada
gobernador repetían el grito de independencia, un destacamento federal barrió a
todos los hombres de César Rubio. Sólo él y dos compañeros suyos quedaron
con vida.
BOLTON.
(Anhelante) Sí, sí.
CESAR.-César fue entonces a Piedras Negras,
donde entrevistó a don Pancho Madero y lo convenció de la necesidad de un
cambio, de una revolución. Madero, se decidió entonces, y sólo entonces,
a publicar La sucesión
presidencial. Mientras en todo el país se celebraban las fiestas del
Centenario, Rubio sostuvo las primeras batallas, recorrió toda la República,
puso en movimiento a Madero, agitó a algunos diputados y preparó las jornadas
de noviembre. No hubo un solo disfraz que no usara, una sola acción que
no acometiera, aunque lo perseguía toda la policía porfirista.
BOLTON.-(Excitadísimo)
¿Está usted seguro? ¿Tiene documentos?
CESAR.-Tengo documentos.
BOLTON.-Pero entonces, esto es maravilloso...
usted sabe más que ningún historiador mexicano.
CESAR.-(Con
una sonrisa extraña) Tengo mis motivos.
Entra
Elena de la cocina, y aunque sin escuchar ostensiblemente, sigue la
conversación a la vez que sale y regresa, disponiendo la mesa para la
cena. César se vuelve con molestia para ver quien ha entrado.
BOLTON.-Pero lo más interesante de Rubio no es
esto.
CESAR.-¿Se refiere usted a su crítica del
gobierno de Madero?
BOLTON.-No, no; eso, como el levantamiento
contra Huerta, como sus... (busca la
palabra) sus disensiones con Carranza, Villa y Zapata, pertenecen a su
fuerte carácter.
CESAR.-¿A
qué se refiere usted entonces? (Elena
sale)
BOLTON.-A su desaparición misma, a su
destrucción... una cosa tan fuera de su carácter, que no puede explicarse. ¿Por
qué desapareció este hombre en
un
momento tan decisivo de la revolución, para dejar el control a Carranza?
No creo
que haya muerto; pero si murió, ¿cómo, por qué murió?
CESAR.-(Soñador):Sí,
fue el momento decisivo, ¿verdad?... una noche de noviembre de 1914.
BOLTON.-¿Sabe usted algo sobre eso?
Dígamelo, deme documentos. Mi universidad los pagará bien. (Vuelve Elena, César la ve)
CESAR.-(Despertando)
Su universidad... Hace poco hablaba yo a mi esposa de las
universidades de ustedes... Son grandes.
BOLTON.-¡Oh! Fuera de Harvard, usted sabe...
distinguidas quizá, pero jóvenes, demasiado jóvenes. Pero hábleme más de
este asunto. (César se vuelve a mirar
hacía Elena, que en este momento permanece de espaldas pero en toda apariencia
sin hacer nada que le impida escuchar) No tenga usted recelo a darme informes. Mi universidad tiene
mucho dinero para invertir en esto.
CESAR.-Una noche de noviembre de 1914... Pronto
hará veinticuatro años. (Vuelve a mirar
hacia Elena, que dispone la mesa) ¿Por qué tiene usted tanto interés en
esto?
BOLTON.-Personalmente tengo más que interés...
entusiasmo por México, una pasión; pero ningún hombre en México me ha
interesado como este César Rubio. (Ríe)
He acabado por contagiar a toda mi universidad de entusiasmo por este héroe. (Elena sale y regresa en seguida,
fingiéndose atareada)
CESAR.-(Observando
a Elena mientras habla) ¿Y por qué este héroe y no otro más tradicional,
más... convencional, como Villa, o Madero, o Zapata? Ustedes los
americanos admiran mucho a Villa desde que hizo andar a Pershing a salto de
mata.
BOLTON.-(Sonriendo)
Pero, ¿no comprende usted, que sabe tanto de César Rubio? El es el
hombre que explica la revolución mexicana, que tiene un concepto total de la
revolución y que no la hace por cuestión del gobierno, como unos, ni para el
Sur, como otros, ni para satisfacer una pasión destructiva. Es el único
caudillo que no es político, ni un simple militarista, ni una fuerza ciega de
la naturaleza... y sin embargo (Elena
sale) manda a los políticos, somete a los bandidos, es un gran militar...
pacifista si puedo decir así.
CESAR.-Decía usted que su universidad tiene
mucho dinero... ¿Cuánto, por ejemplo?
BOLTON.-(Un poco desconcertado por lo directo de la
pregunta) No sé.. A mí me han dado una suma para mi trabajo de
búsqueda, pero podría consultar... si viera los documentos.
Julia
entra a la cocina, cruza y se dirige a la puerta izquierda, saliendo.
César la sigue con la vista, sin dejar de hablar, hasta que desaparece.
CESAR.-Parece que desconfía usted.
BOLTON.-No soy yo quien puede comprar, es
Harvard.
CESAR.-(Dudando)
Ustedes lo compran todo.
BOLTON.-(Sonriendo)
¿Por qué no, si es para la cultura?
CESAR.-Los códices, los manuscritos, los
incunables, las joyas arqueológicas de México; comprarían a Taxco, si pudieran
llevárselo a su casa. Ahora le toca el turno a la verdad sobre César
Rubio.
BOLTON.-(Ante
lo inesperado del ataque) No entiendo. ¿Está usted ofendido? Hace un
momento parecía comunicativo.
CESAR.-También a mí me apasiona el tema.
Pero todo lo que poseo es la verdad sobre César Rubio... y no podría darla por
poco dinero... ni sin ciertas condiciones.
BOLTON.-Yo haré lo posible por hacer frente a ellas.
CESAR.-(Desilusionado)
Ya sabía yo que regatearía usted.
BOLTON.-Perdón, es una expresión inglesa...
hacer frente a sus condiciones, es decir... (buscando)
¡oh!, satisfacerlas.
CESAR.-Eso es diferente. (Reenciende su cigarro de hoja) Pero, ¿tiene usted una idea de la
suma?
BOLTON.-(Incómodo:
esta actitud en un mexicano es inesperada)
No sé bien. Dos mil dólares... tres mil tal vez...
CESAR.-(Levantándose)
Se me figura que tendrá usted que buscar sus informes en otra parte... y
que no los encontrará
BOLTON.-Oh, siento mucho. (Se levanta) Si es una cuestión de dinero podrá arreglarse.
La universidad está interesada. . . yo estoy... apasionado, le digo. ¿Por qué
no dice usted una cifra? (Elena
entra de la cocina)
CESAR.-Yo diría una. (Mirando hacía Elena y bajando la voz, con cierta impaciencia) Yo
diría diez.
BOLTON.-(Arqueando
las cejas) ¡Oh, oh! Es mucho. (Con
sincero desaliento) Temo que no aceptarán pagar tanto.
CESAR.-(Haciendo
seña de salir a Elena, que lo mira) Entonces lo dejaremos allí, señor... (Busca la tarjeta del norteamericano en las
bolsas de su pantalón, la encuentra, la mira) señor Bolton. (Juega con la tarjeta)
BOLTON.-Sin embargo, yo puedo intentar...
intentaré...
CESAR.-Una noche de noviembre de. 1914, señor
Bolton -la noche del 17 de noviembre, para ser preciso-, César Rubio atravesaba
con su asistente y dos ayudantes un paso de la sierra de Nuevo León para
dirigirse a Monterrey y de allí a México, donde tenía cita con Carranza. Había
mandado por delante un destacamento explorador, y a varios kilómetros lo seguía
el grueso de sus fuerzas. En ese momento, Rubio tenía el contingente
mejor organizado y más numeroso, y todos los triunfos en la mano. Era el
hombre de la situación. Sin embargo, su ejército no lo alcanzó nunca,
aunque siguió adelante esperando encontrarlo. Cuando se reunió con el
destacamento explorador en San Luis Potosí diez días después, la, oficialidad
se enteró de que su jefe había desaparecido. Con él desaparecieron sus
dos ayudantes, uno de los cuales era su favorito, y su asistente.
BOLTON.-Pero ¿qué pasó...con él?
CESAR.-Eso es lo que vale diez mil dólares.
BOLTON.-(Excitado)
Yo le ofrezco a usted completar esa suma con el dinero de mi beca, con una
parte de mis ahorros, sí la universidad paga más de seis. ¿Tiene usted
confianza?
CESAR.-Sí.
BOLTON.-¿Tiene usted documentos?
CESAR.-(Después
de una breve duda) Sí.
BOLTON.-Entonces dígame... me quemo por
saber...
CESAR.-En un punto que puedo enseñarle, el
ayudante favorito de César Rubio disparó tres veces sobre él y una sobre el
asistente, que quedó ciego.
BOLTON.-¿Y qué pasó con el otro ayudante?
Usted dijo dos.
CESAR.-(Vivamente)
No... uno, su ayudante
favorito. Rubio, antes de morir, alcanzó a matarlo... era el capitán
Solís.
BOLTON.-Pero usted decía que el ejército no se
reunió nunca con César Rubio. Si seguía el mismo camino, tuvo que
encontrar los cuerpos. Y se sabe que el cuerpo de él no apareció nunca;
no sé los otros.
CESAR.-Cuando usted vea el lugar, comprenderá.
Rubio se desvió del camino sin darse cuenta, conversando con el ayudante.
Más bien, el ayudante se encargó de desviarlo. Seguían marchando hacia
Monterrey, pero no en línea recta. Se apartaron cuando menos un kilómetro
hacia los montes
BOLTON.-Pero, ¿quién ordenó este crimen?
CESAR.-Todo... las circunstancias, los
caudillos que se odiaban y procuraban exterminarse entre sí. . . y que se
asociaron contra él.
BOLTON.-¿Y los cuerpos, entonces?
CESAR.-Los cuerpos se pudrieron en el sitio en
una oquedad de la falda de un cerro.
BOLTON.-¿El asistente?
CESAR.-Escapó, ciego. El registró los
cadáveres cuando su dolor físico se lo permitió... él me contó a mí la
historia.
BOLTON.-¿Y qué documentos tiene usted?
CESAR.-Tengo actas municipales acerca de sus
asaltos, informes de sus escaramuzas y combates, versiones taquigráficas de sus
entrevistas, una de ellas con Madero, otra con Carranza. El capitán
Solis era un buen taquígrafo.
BOLTON.-No, no. Quiero decir. . , ¿qué
pruebas de su muerte?
CESAR.-Los papeles de identificación de Cesar
Rubio... un telegrama manchado con su sangre, por el que Carranza lo citaba en
México para diciembre.
BOLTON.-¿Nada más? .
CESAR.-Solís tenia también un telegrama en
clave, que he logrado descifrar, donde le ofrecían un ascenso y dinero si
pasaba algo que no se menciona...pero sin firma.
BOLTON.-¿Eso es todo lo que tiene? (Súbitamente desconfiado) ¿Por qué está
usted tan íntimamente enterado de estas cosas?
CESAR.-El asistente ciego me lo dijo todo.
BOLTON.-No... digo todas estas cosas... antes
me ha dicho usted detalles desconocidos de la vida de César Rubio que ningún
historiador menciona. ¿Cómo ha hecho usted para saber?
CESAR.-(Con su
sonrisa extraña) Soy profesor de historia, como usted, y he trabajado
muchos años.
BOLTON.-iOh, somos colegas! ¡Me alegro!
Es indudable que entonces... ¿Por qué no ha puesto usted todo esto en un libro?
CESAR.-No lo sé... inercia; la idea de que hay
demasiados libros me lo impide quizás... o soy infecundo, simplemente.
BOLTON.-No es verosímil. (Se golpea los muslos con las manos y se levanta) Perdóneme, pero
no lo creo.
CESAR.-(Levantándose)
¿Cómo?
BOLTON--NO lo creo... no es posible.
CESAR.-No
entiendo.
BOLTON.-Además, es contra toda lógica.
CESAR.-¿Qué?
BOLTON.-Esto que usted cuenta. No es
lógico un historiador que no escribe lo que sabe. Perdone, profesor, no
creo.
CESAR.-Es usted muy dueño.
BOLTON.-Luego, estos documentos de que habla no
valen diez mil dólares... que son cincuenta mil pesos, perdone mi traducción...
ni prueban la muerte de Rubio.
CESAR.-Entonces, busque usted por otro lado.
BOLTON.-(Brillante)
Tampoco es lógico, sobre todo. Usted sabe qué hombre era César Rubio. . .
el caudillo total, el hombre elegido. ¿Y qué me da? Un hombre como él,
matado a tiros en una emboscada por su ayudante favorito.
CESAR.-No es el único caso en la revolución.
BOLTON.-(Escéptico)
No, no. ¿El, que era el amo de la revolución, muere así nada más, cuando más
necesario era? Me habla usted de cadáveres desaparecidos, que nadie ha
visto, de papeles que no son prueba de su muerte.
CESAR.-Pide usted demasiado.
BOLTON.-EL enigma es grande. Y la teoría
parece absurda. No corresponde al carácter de un hombre como Rubio, con
una voluntad tan magnífica de vivir, de hacer una revolución sana; no corresponde
a su destino. No lo creo. (Se
sienta con mal humor y desilusión en uno de los sillones)
CESAR..
–(Después de una pausa) Tiene usted razón; no corresponde a su carácter ni
a su destino. (Pausa. Pasea un
poco) Y bien, voy a decirle la verdad.
BOLTON.-(Iluminado)
Yo sabía que eso no podía ser cierto.
CESAR.-La verdad es que César Rubio no murió de
sus heridas.
BOLTON.-¿Cómo explica usted su desaparición
entonces? ¿Un secuestro hasta que Carranza ganó la revolución?
CESAR.-(Con lentitud,
como reconstruyendo) Rubio salió de la sierra con su asistente ciego.
BOLTON.-Pero, ¿por qué no volvió a
aparecer? No era capaz de emigrar, ni de esconderse.
CESAR.-(Dubitativo,
pausado) En efecto... no era capaz. Sus heridas no tenían gravedad;
pero enfermó a consecuencia de ellas. . . del descuido inevitable... tres,
cuatro meses. Entretanto, Carranza promulgó la ley del 6 de enero de
1915, en Veracruz, como último recurso, y ganó la primera jefatura de la
revolución. Esto agravó la enfermedad de César, y...
BOLTON.-¡No me diga usted ahora que murió de
enfermedad, en su cama, como... como un profesor!
CESAR.-(Mirándolo
extrañamente) ¿Qué quiere usted que le diga, entonces?
BOLTON.-LA verdad. . . si es que usted la
sabe. Una verdad que corresponda al carácter de César Rubio, a la lógica
de las cosas. La verdad siempre es lógica.
CESAR.-Bien. (Duda) Bien. (Pequeña pausa) Enfermó
más gravemente... pero no del cuerpo, cuando supo que la revolución había caído
por completo en las manos de gente menos pura que él. Encontró que lo
habían olvidado. En muchas regiones ni siquiera habían oído hablar de él,
que era el autor de todo...
BOLTON.-Si hubiera sido americano habría tenido gran publicidad.
CESAR.-Los héroes mexicanos son
diferentes. Encontró que lo confundían con Rubio Navarrete, con César
Treviño. La popularidad de Carranza, de Zapata y de Villa, sus luchas,
habían ahogado el nombre de César Rubio. (Se
detiene) La conspiración del olvido había triunfado.
BOLTON.-Eso suena más humano, más posible.
CESAR.-Su enfermedad lo había debilitado
mucho. El desaliento retardó su convalecencia. Cuando quiso volver,
después de más de un año, fue inútil. No había lugar para él.
BOLTON.-(Impresionado)
Sí.. . sí, claro. ¿Qué hizo?
CESÁR.-Su ejército se había disuelto, sus amigos
habían muerto en las grandes matanzas de aquellos años... otros lo habían
traicionado. Decidió desaparecer.
BOLTON.-¿Va usted a decirme ahora que se
suicidó?
CESAR.-(Con la
misma extraña sonrisa) No, puesto que usted quiere la verdad lógica.
BOLTON.-¿Bien?
CESAR.-Se apartó de la revolución completamente
desilusionado, y pobre.
BOLTON.-(Con
ansiedad) ¡Pero vive!
CESAR.-(Acentuando
su sonrisa) Vive. Más que nosotros dos.
BOLTON.-Le daré la cantidad que usted ha pedido
si me lo prueba.
CESAR.-¿Qué prueba quiere usted.?
BOLTON.-EL hombre mismo. Quiero ver al hombre.
Elena
pasa de la cocina al comedor llevando pan y servilletas.
CESAR. Tiene usted que prometerme que no
revelará la verdad a nadie. Sin esta condición no aceptaría el trato, aunque me
diera usted un millón.
BOLTON.-¿Por qué?
CESAR.-Tiene usted que prometer. Él no
quiere que se sepa que vive.
BOLTON.-Pero, ¿por qué?
CESAR.-No sé. Quizás espera que la gente lo
recuerde un día... que desee y espere su vuelta.
BOLTON.-Pero yo no puedo prometer el silencio.
Yo voy a enseñar en los Estados Unidos lo que sé, mis estudiantes lo esperan de
mí.
CESAR.-Puede usted decir que vive; pero que no
sabe dónde está. (Elena sale a la cocina)
BOLTON.-.(Moviendo
la cabeza) La historia no es una novela. Mis estudiantes quieren los
hechos y la filosofía de los hechos, pagan por ello, no por un sueño, un...
mito.
CESAR.-Sin embargo, la historia no es más que
un sueño. Los que la hicieron soñaron cosas que no se realizaron; los que
la estudian sueñan con cosas pasadas; los que la enseñan (con una sonrisa) sueñan que poseen la verdad y que la entregan.
BOLTON.-¿Qué quiere usted que prometa entonces?
CESAR.-Prométame que no revelará la identidad
actual de César Rubio. (Elena sale a la
cocina y vuelve con una sopera humeante)
BOLTON.-(Pausa)
¿Puedo decir todo lo demás. . . y probarlo?
CESAR.-Sí.
BOLTON.-Trato hecho. (Le tiende la mano) ¿Cuándo me llevará usted a ver a César Rubio?
¿Dónde está?
CESAR.-(La voz
ligeramente empañada) Quizá lo verá usted más pronto de lo que imagina.
BOLTON.-¿Qué ha hecho desde que
desapareció? Su carácter no es para la inactividad.
CESAR.-No.
BOLTON.-¿Pudo dejar de ser un revolucionario?
CESAR.-Suponga usted que escogió una profesión
humilde, oscura.
BOLTON.-¿El? Oh, sí. ¿Quizás arar el
campo? El creía en la tierra.
CESAR.-Quizás; pero no era el momento...
BOLTON.-Es verdad.
CESAR.-Había otras cosas que hacer... había que
continuar la revolución, limpiarla de las lacras personales de sus hombres...
BOLTON.-Sí. César Rubio lo haría. Pero,
¿cómo?
CESAR.-(Con
voz empañada siempre) Hay varias
formas. Por ejemplo, llevar la revolución a un terreno mental. . .
pedagógico.
BOLTON.-¿Qué quiere usted decir?
CESAR.-Ser, en apariencia, un hombre
cualquiera.. . un hombre como usted.. o como yo... u n profesor de historia de
la revolución, por ejemplo.
BOLTON.-(Cayendo
casi de espaldas) ¿Usted?
CESAR.- (Después de una pausa) ¿Lo he afirmado así?
BOLTON.-No... pero... (Reaccionando bruscamente, se levanta) Comprendo. ¡Por eso es por
lo que no ha querido usted publicar la verdad! (César lo mira sin contestar) Eso lo explica todo, ¿verdad?
CESAR.-(Mueve
afirmativamente la cabeza. Con voz concentrada, con la vista fija en el
espacio, sin ocuparse en Elena, que lo mira intensamente desde el comedor) Sí...
lo explica todo. El hombre olvidado, traicionado, que ve que la
revolución se ha vuelto una mentira, un negocio, pudo decidirse a enseñar
historia... la verdad de la historia de la revolución, ¿no?
Elena
estupefacta, sin gestos, avanza unos pasos hacia los arcos.
BOLTON.-Sí. ¡Es... maravilloso! Pero
usted...
CESAR.-(Con su
extraña sonrisa) ¿Esto no le parece a usted increíble, absurdo?
BOLTON.-Es demasiado fuerte, demasiado…
heroico; pero corresponde a su carácter. ¿Puede usted probar...?
ELENA.-(Pasando
a la sala) La cena está lista. (Va a
la puerta izquierda y llama) ¡Julia! ¡Miguel! ¡La cena!
Se oye a
Miguel bajar rápidamente la escalera.
BOLTON.-(A Elena)
Gracias, señora. (A César) ¿Puede
usted?
César
afirma con la cabeza. Entra Miguel. Julia llega un segundo después.
ELENA.-(A
Bolton) Pase usted.
BOLTON.-(Absorto) Gracias. (Se
dirige al comedor; de pronto, se vuelve a César, que está inmóvil) ¡Es...maravilloso!
MIGUEL.-(Mirándolo
extrañado) Pase usted.
BOLTON.-Maravilloso. ¡Oh, gracias!
ELENA.-Empieza a servir, Julia, ¿quieres?
Julia
pasa al comedor. Miguel, que se ha quedado en la puerta, mira con
desconfianza a Bolton, luego a César, percibiendo algo particular. César,
consciente de esta mirada vigilante, camina unos pasos hacia el primer término,
derecha. Elena lo sigue.
ELENA.-César...
CESAR.-(Se vuelve
bruscamente y ve a Miguel) Entra en el comedor y atiende al señor (mira la tarjeta) Bolton. (A Bolton) Pase usted. Yo voy a
lavarme, si me permite.
Se dirige
a la izquierda bajo la mirada de Miguel que, después de dejar pasar a Bolton,
se encoge de hombros y entra.
ELENA.-(Que
ha seguido a César a la izquierda, lo detiene por un brazo) ¿Por qué
hiciste eso, César?
CESAR.-(Desasiéndose)
Necesito lavarme.
ELENA.-¿Por qué lo hiciste? Tú sabes que
no está bien, que has (muy bajo) mentido.
César se
encoge violentamente de hombros y sale. Elena permanece en el sitio siguiéndolo
con la vista. Se oyen sus pasos en la escalera. Del comedor salen ahora
voces.
JULIA.-Siéntese usted, señor.
BOLTON.-Gracias. Digo, sólo en la revolución
mexicana pueden encontrarse episodios así, ¿verdad?
MIGUEL.-¿A qué se refiere usted?
BOLTON.-Hombres tan sorprendentes como...
ELENA.-(Reaccionando
bruscamente y dirigiéndose con energía al comedor) Mis hijos no saben nada de eso, profesor, Son
demasiado jóvenes.
BOLTON.-(Levantándose,
absolutamente convencido ya) ¡Oh, claro está, señora! Comprendo...
pero es maravilloso de todas maneras.
TELON
ACTO
SEGUNDO
Cuatro
semanas más tarde, en casa del profesor César Rubio. Son las
cinco de la tarde. Hace calor, un calor seco, irritante. Las
puertas y la ventana están abiertas. Julia hace esfuerzos por leer un
libro, pero frecuentemente abandona la lectura para abanicarse con él. Lleva
un traje de casa, excesivamente ligero, que señala con demasiada precisión sus
formas. Deja caer el libro con fastidio y se asoma a la ventana
derecha. De pronto grita:
JULIA.-¿Carta para aquí?
Después
de un instante se vuelve al frente con desaliento. Recoge el libro
y vuelve nuevamente la cabeza hacía la ventana.
Mientras
ella está así, el desconocido –Navarro- se detiene en el marco de la puerta derecha.
Es un hombre alto, enérgico, de unos cincuenta y dos años. Tiene el pelo blanco
y un bigote de guías a la kaiser, muy negro, que casi parece teñido.
Viste, al estilo de la región, ropa muy ligera. Se detiene, se pone las
manos en la cintura y examina la pieza. Al ver la forma de Julia
destacada junto a la ventana, sonríe y se lleva instintivamente la mano a la
guía del bigote. Julia se vuelve, levantándose. Al ver al
desconocido se sobresalta.
DESCONOCIDO.-Buenas tardes. Me han dicho
que vive aquí César Rubio. ¿Es verdad, señorita?
JULIA.-Yo soy su hija.
DESCONOCIDO.-¡Ah! (Vuelve a retorcerse el bigote) Conque vive aquí. Bueno, es
raro.
JULIA.-¿Por qué dice usted eso?
DESCONOCIDO.-¿Y dónde está César Rubio?
JULIA.-No sé... salió.
DESCONOCIDO.-(Con un gesto de contrariedad) Regresaré a verlo. Tendré que verlo para
creer...
JULIA.-Si quiere usted dejar su nombre, yo le
diré...
DESCONOCIDO.-(Después de pausa) Prefiero sorprenderlo. Soy un viejo
amigo. Adiós, señorita. (Se atusa
el bigote, sonríe con insolencia y recorre el cuerpo de Julia con los
ojos. Ella se estremece un poco. El repite, mientras la mira) Soy un
amigo... un antiguo amigo. (Sonríe para
sí) Y espero volver a verla a usted también, señorita.
JULIA.-Adiós.
DESCONOCIDO.-(Sale contoneándose un poco y se vuelve
a verla desde la puerta) Adiós, señorita. (Sale)
Julia se
encoge de hombros. Se oyen los pasos de Elena en la escalera. Julia
reasume su posición de lectura.
ELENA.-(Entrando)
¿Quién era? ¿El cartero?
JULIA.-No... un hombre que dice que es un
antiguo amigo de papá. Lo dijo de un modo raro. Dijo también que
volvería. Me miró de una manera tan desagradable...
ELENA.-(Con
intención) ¿Dices que no pasó el
cartero?
JULIA.-Pasó... pero no dejó nada.
ELENA.-¿Esperabas carta?
JULIA.-No.
ELENA.-Haces mal en mentirme. Sé que has
escrito a ese muchacho otra vez. ¿Por qué lo hiciste? (Julia no responde) Las mujeres no deben hacer esas cosas; no haces
sino buscarte una tortura más, esperando, esperando todo el tiempo.
JULIA.-Algo he de hacer aquí. Mamá, no me digas nada. (Se estremece)
ELENA.-¿Qué tienes?
JULIA.-Estoy pensando en ese hombre que vino a
buscar a papá... en cómo me miró. (Transición
muy brusca. Arroja e/ libro) ¿Vamos a estar así toda la vida?
Yo ya no puedo más.
ELENA.-(Moviendo
la cabeza) No es esto lo que te atormenta, Julia, sino el recuerdo de
México. Si olvidaras a ese muchacho, te resignarías mejor a esta vida.
JULIA.-Todo parece imposible. ¿Y mi padre, qué
hace? Irse por la mañana, volver por la noche, sin resolver nada nunca,
sin hacer caso de nosotros. Hace semanas que no puede hablársele sin que
se irrite. Me pregunto si nos ha querido alguna vez.
ELENA.-Le apena que sus asuntos no vayan mejor,
más rápidamente. Pero tú no debes alimentar esas ideas que no son
limpias, Julia.
JULIA.-Miguel también está desesperado, con
razón.
ELENA.-Son ustedes tan impacientes.. . ¿Dónde
está ahora tu hermano?
JULIA.-Se fue al pueblo, a buscar
trabajo. Dice que se irá. Hace bien. Yo debía...
ELENA.-¿Qué puede una hacer con hijos como
ustedes, tan apasionados, tan incomprensivos? Te impacienta esperar un
cambio en la suerte de tu padre, pero no te impacienta esperar que te escriba
un hombre que no te quiere.
JULIA.-Me haces daño, mamá.
ELENA.-La verdad es la que te hace daño, hija. (Julia se levanta y se dirige a la izquierda) Hay que planchar la ropa.
¿Quieres traerla? Está tendida en el solar.
Julia,
sin responder, pasa al comedor y de allí a la cocina para salir al solar.
Elena la sigue con la vista, moviendo la cabeza, y pasa a la cocina.
La escena
queda desierta un momento. Por la derecha entra César con el saco al
brazo, los zapatos polvosos. Tira el saco en una silla y se tiende en el
sofá de tule enjugándose la frente. Acostado, lía, metódicamente como siempre,
un cigarro de hoja. Lo enciende. Fuma. Elena entra en el comedor,
percibe el olor del cigarro y pasa a la sala.
ELENA.-¿Por qué no me avisaste que habías
llegado?
CESAR.-Dame un vaso de agua con mucho hielo.
Elena
pasa al comedor y vuelve un momento después con el agua. César se incorpora y
bebe lentamente.
ELENA. ¿Arreglaste algo?
CESAR.-(Tendiéndole
el vaso vacío) ¿No crees que te lo habría dicho si así fuera? Pero no
puedes dejar de preguntarlo, de molestarme, de... (Calla bruscamente)
ELENA.-(Dando
vueltas al vaso en sus manos) Julia tiene razón... hace ya semanas qué
parece que nos odias, César.
CESAR.-Hace semanas que parece que me vigilan
todos.. . tú, Julia, Miguel. Espían mis menores gestos, quieren leer en
mi cara no sé qué cosas.
ELENA.-¡César!
JULIA.-(Entra
en el comedor llevando un lío de ropa) Aquí está la ropa, mamá.
ELENA.-(Va hacia
el comedor para dejar el vaso) Déjala aquí. O mejor no. Hay que
recoserla antes de plancharla. ¿Quieres hacerlo en tu cuarto?
Julia
pasa, sin contestar, a la sala, y cruza hacia la izquierda sin hablar a su
padre.
CESAR.- (Mirándola)
¿Sigue molestándote mucho el calor, Julia?
JULIA.-(Sin
volverse) Menos que otras cosas... menos que yo misma, papá. (Sale)
CESAR.-¿Ves cómo me responde? ¿Qué le has dicho
tú, que cada vez siento a mis hijos más contra mí?
ELENA.-(Con
lentitud y firmeza) Te engañas, César, no te atreves a ver la verdad.
Crees que somos nosotros, que soy yo sobre todo la que incomoda y te
persigue. No es eso. Eres tú mismo.
CESAR.-¿Qué quieres decir?
ELENA.-Lo sabes muy bien.
CESAR.-(Sentándose
bruscamente) Acabemos... habla claro.
ELENA.-No podría yo hablar más claro que tu
conciencia, César. Estás así desde que se fue Bolton... desde que
cerraste el trato con él.
CESAR.-(Levantándose
furioso) ¿Ves cómo me espías? Me espiaste aquella noche también.
ELENA.-Oí por casualidad, y te reproché que
mintieras.
CESAR.-Yo no mentí. Puesto que oíste,
debes saberlo. Yo no afirmé nada, y le vendí solamente lo que él quería
comprar.
ELENA.-La forma en que hablaste era más segura
que una afirmación. No sé cómo pudiste hacerlo, César, ni, menos, cómo te
extraña el que te persiga esa mentira.
CESAR.-Supón que fuera la verdad.
ELENA.-No lo era.
CESAR.-¿Por qué no? Tú me conociste
después de ese tiempo.
ELENA.-César, ¿dices esto para llegar a
creerlo?
CESAR.-Te equivocas.
ELENA.-Puedes engañarle a ti mismo si quieres.
No a mí.
CESAR.-Tienes razón. Y sin embargo, ¿por
qué no podría ser así? Hasta el mismo nombre... nacimos en el mismo
pueblo, aquí; teníamos más o menos la misma edad.
ELENA.-Pero no el mismo destino. Eso no
te pertenece.
CESAR.-Bolton lo creyó todo... era precisamente
lo que él quería creer.
ELENA.-¿Crees que hiciste menos mal por
eso? No.
CESAR.-¿Por qué no lo gritaste entonces? ¿Por
qué no me desenmascaraste frente a Bolton, frente a mis hijos?
ELENA.-Sin quererlo, yo completé tu mentira.
CESAR.-¿Por qué?
ELENA.-Tendrías que ser mujer para
comprenderlo. No quiero juzgarte, César. ... pero esto no debe seguir
adelante.
CESAR.-¿Adelante?
ELENA.-Vi el paquete que trajiste la otra
noche... el uniforme, el sombrero tejano.
CESAR.-¡Entonces me espías!
ELENA.-Sí... pero no quiero que te engañes
más. Acabarías por creerte un héroe. Y quiero pedirte una cosa:
¿qué vas a hacer con ese dinero?
CESAR.-No tengo que darte
cuentas.
ELENA.-Pero si no te las pido. Ni siquiera
cuando era joven habría sabido qué hacer con el dinero. Lo que quiero es
que hagas algo por tus hijos... están desorientados, desesperados.
CESAR.-Tienes razón, tienes razón. He
pensado en ellos, en ti, todo el tiempo. He querido hacer cosas. He
ido a Saltillo, a Monterrey, a buscar una casa, a ver muebles. Y no he podido
comprar nada... no sé por qué... (Baja la
cabeza) Fuera de ese uniforme... que me hacía sentirme tan seguro de ser un
general.
ELENA.-¿No has pensado que podría descubrirse
tu mentira?
CESAR.-No se descubrirá. Bolton me dio su
palabra. Nadie sabrá nada.
ELENA.-Tú, todo el tiempo. ¿Por qué no nos
vamos de aquí? Los muchachos necesitan un cambio... un verdadero
cambio. Vámonos, César... sé que tienes dinero suficiente... no me
importa cuánto. Ahora que lo tienes... es el guardarlo lo que te pone así.
CESAR.-¿Tengo derecho a usarlo? Eso es lo
que me ha torturado. ¿Derecho a usarlo en mis hijos sin ... ?
ELENA.-Tienes el dinero. Yo no podría
verte tirarlo, ahora que lo tienes; no podría: me dan tanta inquietud, tanta
inseguridad mis hijos.
CESAR.-¡Tirarlo! Lo he pensado; no pude.
Y... me da vergüenza confesártelo... pero he llegado a pensar en irme solo.
ELENA.-Lo sabía. Cada noche que te
retrasabas pensaba yo: ahora ya no volverá.
CESAR.-No fue por falta de cariño... te lo
aseguro.
ELENA.-También lo sé... eran remordimientos,
César.
CESAR.-(Transición)
¿Remordimientos por qué? Otros hombres han hecho otras cosas, cometido
crímenes... sobre todo en México. No robé a ningún pobre, no he arruinado a
nadie.
ELENA.-Tú sabes que si se descubriera esto, por
lo menos Bolton, que es joven, perdería su prestigio, su carrera. . y nosotros,
que no tenemos nada, la tranquilidad. Vámonos, César.
CESAR.-Bolton mismo, si algo averiguara,
tendría que callar para no comprometerse. ¿Y adónde podríamos ir? ¿A México?
ELENA.-Siento que tú no estarlas tranquilo
allí.
CESAR.-¿Monterrey? ¿Saltillo? ¿Tampico?
ELENA.-¿Podrías vivir en paz en la República,
César? Yo tendría siempre miedo por ti.
CESAR.-No te entiendo.
ELENA.-Tú lo sabes... sabes que tendrías
siempre delante el fantasma de...
CESAR.-(Rebelándose)
Acabarás por hacerme creer que soy un criminal. (Pausa) ¿Por qué no ir a los Estados Unidos? ¿A California?
ELENA.-Creo que sería lo mejor, César.
CESAR.-Me cuesta el salir de México.
ELENA.-Nada te detiene aquí más que tus ideas,
tus sueños, compréndelo.
CESAR.-¡Mis sueños! Siempre, he querido
la realidad: es lo que tú no puedes entender. Una realidad. . . (Se encoge de hombros) Mucho tiempo he
tenido deseos de ir a California; pero no podría ser para toda la vida. (Reacción vigorosa) Has acabado por
hacerme sentir miedo; no nos iremos, no corro peligro alguno.
ELENA.-¿Has sentido miedo entonces?
También sentiste remordimientos. ¿No te das cuenta de que esas cosas están en
ti?
CESAR.-Quien te oyera pensaría en algo sórdido
y horrible, en un crimen. No, no he cometido ningún crimen. Lo que
tú llamas remordimiento no era más que desorientación. Si no he usado el
dinero es porque nunca había tenido tanto junto... en mi vida... he perdido la
capacidad de gastar, como ocurre con nuestra clase; otros pierden la capacidad
de comer, en fuerza de privaciones.
ELENA.-Sí... eso parece razonable... parece
cierto, César.
CESAR.-¿Entonces?
ELENA.-Parece, porque lo generalizas. Pero no
es cierto, César. Puede ser que no hayas cometido un crimen al tomar la
personalidad de un muerto para..
CESAR.-¡Basta!
ELENA.-Puede ser que no hayas cometido siquiera
una falta. ¿Por qué sientes y obras como si hubieras cometido una falta y un
crimen?
CESAR.-¡No es verdad!
ELENA.-Me acusas de espiarte, de odiarte. . .
huyes de nosotros diariamente... y en el fondo, eres tú e1 que te espías,
despierto a todas horas; eres tú el que empiezas a odiarnos... es como cuando
alguien se vuelve loco, ¿no ves?
CESAR.-¿Y qué quieres que haga entonces? (Pausa) O... ¿reclamas tu parte?
ELENA.-Yo soy de esas gentes que pierden la
capacidad de comer: la he perdido a tu lado, en nuestra vida. No me
quejo. Pero Miguel dijo que se quedaba porque tú le habías prometido no hacer
nada deshonesto.
CESAR.-¿Y lo he hecho acaso?
ELENA.-Tú lo sabes mejor que yo; pero tus
hijos se secan de no hacer nada, César, somos viejos ya y necesitamos el dinero
menos que ellos. Puedes ayudarles a establecerse, fuera de aquí. Podrías
darles todo, para librarte de esas ideas... ¿Qué nos importa ser pobres unos
cuantos años más, a ti y a mí?
CESAR.-(Muy
torturado) ¿No tenemos nosotros derecho a un desquite?
ELENA.-Si tú quieres. Pero no los sacrifiquemos
a ellos. Quizá no quieres irte de México porque pensaste que la gente podía
enterarse de que tenemos dinero... por vanidad. Si nos vamos, César,
seremos felices. Pondremos una tienda o un restorán mexicano, cualquier cosa.
Miguel cree en ti todavía, a pesar de todo.
CESAR.-¡Déjame! ¿Por qué quieres obligarme a
decirlo todo ahora? Después habrá tiempo... habrá tiempo. (Pausa) Me conoces demasiado bien.
ELENA.-¡Después! Puede ser tarde. No me
guardes rencor, César. (Le toma la
mano) Hemos estado siempre como desnudos, cubriéndonos
mutuamente. En el fondo eres recto... ¿por qué te avergüenzas de serlo?
¿Por qué quieres ser otra cosa... ahora?
CESAR.-Todo el mundo aquí vive de apariencias,
de gestos. Yo he dicho que soy el otro César Rubio. . . ¿a quién
perjudica eso? Mira a los que llevan águila de general sin haber peleado
en una batalla; a los que se dicen amigos del pueblo y lo roban; a los
demagogos que agitan a los obreros y los llaman camaradas sin haber trabajado
en su vida con sus manos; a los profesores que no saben enseñar, a los
estudiantes que no estudian. Mira a Navarro, el precandidato... yo sé que
no es más que un bandido, y de eso sí tengo pruebas, y lo tienen por un héroe,
un gran hombre nacional, Y ellos sí hacen daño y viven de su mentira. Yo soy
mejor que muchos de ellos. ¿Por qué no ... ?
ELENA.-Tú lo sabes... también eso está en ti.
Tú no, porque no, porque no.
CESAR.-¡Estúpida! ¡Déjame ya! ¡Déjame!
ELENA.-Estás ciego, César.
Entra
Miguel con el saco al brazo y un periódico doblado en la mano. Parece
trastornado. César y Elena callan, pero sus voces parece que siguieran
sonando en la atmósfera. César pasea de un extremo a otro. Miguel se
sienta en el sofá, cansado, mirándolos lentamente.
ELENA.-¿Dónde estuviste, Miguel?
Miguel no
contesta. Mira con intensidad a César. La luz se hace más opaca, como si
se cubriera de polvo.
CESAR .-(Volviéndose
como picado por un aguijón) ¿Por qué me miras así, Miguel?
MIGUEL.-(Lentamente)
He estado pensando que tus hijos sabemos muy poco de ti, padre.
CESAR.-¿De mí? Nada. Nunca les ha
importado saber nada de mí.
MIGUEL.-Pero me pregunto también si mamá sabe
más de ti que nosotros, si nos ha ocultado algo.
ELENA.-Miguel, ¿qué te pasa? Es como si
me acusaras de...
MIGUEL.-Nada. Es curioso, sin embargo, que para
saber quién es mi padre tenga yo que esperar a que lo digan los periódicos.
CESAR.-¿Qué quieres decir?
MIGUEL.-(Desdoblando
el periódico) Esto. Aquí hablan de ti.
CESAR.-(Yendo
hacia él) Dame.
MIGUEL.-(Con
una energía concentrada, rítmica casi) No. Voy a leerte. Eso por lo menos
lo aprendí.
César y
Elena cambian una mirada rápida.
ELENA.-(A media
voz) ¡César!
MIGUEL.-(Leyendo
con lentitud, martilleando un poco las
palabras) "Reaparece un gran héroe mexicano. La verdad es más
extraña que la ficción. Bajo este título, tomado de Shakespeare, el
profesor Oliver Bolton, de la Universidad de Harvard, publica en el New York Times una serie de artículos
sobre la revolución mexicana".
CESAR.- Sigue.
Elena se
acerca a él y toma su brazo, que va apretando gradualmente durante la lectura.
MIGUEL.-(Después
de una mirada a su padre; leyendo con voz blanca) "El primero relata
la misteriosa desaparición, en 1914, del extraordinario general César Rubio,
verdadero precursor de la revolución, según parece. Bolton describe la
vertiginosa carrera de Rubio, su influencia sobre los destinos de México y sus
hombres, hasta caer en una emboscada tendida por un subordinado suyo,
comprado por sus enemigos. El artículo reproduce documentos aparentemente
fidedignos, fruto de una honesta investigación'.'.
ELENA.-Había prometido, ¿no?
CESAR.-Calla.
MIGUEL.-(Los
mira. Sonríe de un modo extraño y sigue leyendo) "Estas
revelaciones agitarán los círculos políticos y seguramente alterarán los textos
de la historia mexicana contemporánea. Pero el golpe teatral está en el segundo
artículo, donde Bolton refiere su reciente descubrimiento en México. Según él,
César Rubio, desilusionado ante el triunfo de los demagogos y los falsos
revolucionarios, oscuro, olvidado, vive -contra toda creencia-, dedicado en
humilde cátedra universitaria -gana cuatro pesos diarios (ochenta centavos de
dólar) -a enseñar la historia de la revolución para rescatarla ante las nuevas
generaciones. (Miguel levanta la vista
hacia César, que se vuelve a otra parte. Se oyen los pasos de Julia en la
escalera) Al estrechar la mano de este héroe -dice Bolton- prometí callar
su identidad actual. Pero no resisto a la belleza de la verdad, al deseo
de hacer justicia al hombre cuya conducta no tiene paralelo en la
historia"..
JULIA.-Mamá.
MIGUEL.-(Volviéndose
a ella) Escucha. (Lee)
"Siendo digno César Rubio de un homenaje nacional, puede además ser aún
útil a su país, que necesita. como nunca hombres desinteresados. Cincinato se
retiró a labrar la tierra convirtiéndose en un rico hacendado. César
escribió sus Comentarios; pero ni
estos héroes ni otros pueden equipararse a César Rubio, el gran caudillo de
ayer, el humilde profesor de hoy. La verdad es siempre más extraña que la
ficción". (Pausa)
JULIA.-¿Qué quiere decir ... ?
MIGUEL.-Hay algo más. (Lee) "El profesor Bolton declaró a los corresponsales extranjeros
que encontró a César Rubio en una humilde casa de madera aislada cerca de¡
pueblo de Allende, próximo a la carretera central".
ELENA.-¡Oh, César!
JULIA.-Papá, no entiendo... ¿esto se refiere a
... ?
CESAR.-¿Es todo?
MIGUEL.-No... hay más. Pero dile a Julia
que se refiere a ti, padre.
CESAR.-Acaba.
MIGUEL.-"La Secretaría de Guerra y el
Partido Revolucionario investigan ya con gran reserva este caso por orden del
Primer Magistrado de la Nación. A ser cierto, este acontecimiento revolucionará
la política mexicana". Ahora sí es todo.
ELENA.-¿Qué vas a hacer ahora, César?
CESAR.-Tenías razón. Debemos irnos.
MIGUEL.-Pero yo quiero saber. ¿Es cierto
esto? Y si es cierto, ¿por qué lo has callado tanto tiempo, padre?
JULIA.-(Apartando
los ojos del periódico) Tú, papá... ¡Parece tan extraño!
MIGUEL.-Dímelo.
ELENA. Interrogas a tu padre, Miguel.
MIGUEL.-¿Pero no comprendes, mamá? Tengo
derecho a saber.
JULIA.-(Tirando
el periódico y corriendo a abrazar a César) ¿Y te has sacrificado todo este
tiempo, papá? Yo no sabía... ¡Oh, me haces tan feliz! Me siento tan
mala por no haber...
César la
abraza de modo que le impide ver su rostro demudado.
MIGUEL.-¿Vas a decírmelo?
JULIA.-(Desprendiéndose,
vehemente) ¿Acaso no crees que sea cierto? Deberíamos sentir vergüenza
de cómo nos hemos portado con él,
(sonriendo) con el señor general César Rubio.
MIGUEL.-Papá, ¿no me lo dirás?
CESAR.-Y bien...
ELENA.-Debemos irnos inmediatamente, César, ya
que ha sucedido lo que queríamos evitar. Miguel, Julia, empaquen pronto.
Nos vamos ahora mismo a los Estados Unidos. El tren pasará a las siete
por el pueblo.
CESAR.-(Decidido)
Sí, es necesario.
Julia se
dirige a la izquierda.
MIGUEL.-Pero esto parece una fuga. ¿Por qué? ¿Y
por qué el silencio? No es más que una palabra.
JULIA.-(Volviéndose)
Ven, Miguel, vamos.
CESAR.-(Con
esfuerzo) Se te explicará todo después. Ahora debemos empacar y
marcharnos.
Miguel le
dirige una última mirada y cruza hacia la izquierda. Cuando se reúne con
Julia cerca de la puerta, se oye un toquido por la derecha. César y Elena se
miran con desamparo.
CESAR.-(La
voz blanca) ¿.Quién?
Cinco
hombres penetran por la derecha en el orden siguiente: primero, Epigmenio
Guzmán, presidente municipal de Allende; en seguida, el licenciado Estrella,
delegado del Partido en la región y gran orador; en seguida, Salinas, Garza y
Treviño, diputados locales. Instintivamente Elena se prende al brazo de César y
lo hace retroceder unos pasos.
Julia se sitúa un poco más atrás, al otro lado de César, y Miguel al lado de su
madre. Este cuadro de familia
desconcierta un poco a los recién llegados.
GUZMAN.-(Limpiándose
la garganta) ¿Es usted el que dice ser el general César Rubio?
CESAR.-(Después
de una rápida mirada a su familia, se adelanta) Ese es mi nombre.,
SALINAS.-(Adelantando
un paso) ¿ Pero es usted el general?
GUZMAN.-Permítame, compañero Salinas, yo voy a
tratar esto.
ESTRELLA.-Perdón. Creo que el indicado para
tratarlo soy yo, señores. (Blande un
telegrama) Además, tengo instrucciones especiales.
Estrella
es alto, delgado, tiene esas facciones burdas con pretensión de raza. Usa
grandes patillas y muchos anillos. Tiene la piel manchada por esas confusas
manifestaciones cutáneas que atestiguan a la vez el exceso sexual y el exceso
de abstención sexual. Los otros son norteños típicos, delgados Salinas y
Treviño, gordos Garza y Guzmán. Todos sanos, buenos bebedores de cerveza,
campechanos, claros y decididos.
TREVIÑO.-Oye, Epigmenio...
GARZA.-Mire, compañero Estrella...
Simultáneamente.
GUZMAN.-Me parece, señores, que esto me toca a
mí, y ya.
CESAR.-(Que
ha estado mirándolos) Cualquiera que sea su asunto, señores, háganme favor
de sentarse. (Con un ademán hacia el
grupo, de sus familiares) Mi esposa
y mis hijos.
Los
visitantes hacen un saludo silencioso, menos Estrella, que se dirige con una
sonrisa a estrechar la mano de Elena, Julia y Miguel, murmurando saludos
banales. Es un capitalino de la baja clase media. Entretanto, Epigmenio
Guzmán ha estado observando intensamente a César.
GUZMAN.-Nuestro asunto es enteramente privado.
Sería preferible que... (Mira a la
familia)
CESAR.-Elena...
Elena
toma de la mano a Julia e inicia el mutis. Miguel permanece mirando a su
padre y a los visitantes alternativamente.
ESTRELLA.-De ninguna manera. El asunto
que nos trae exige el secreto más absoluto para todos, menos para los
familiares del señor Rubio.
Elena y
Julia se han vuelto.
SALINAS.-No necesitamos la presencia de las
señoras por ahora.
TREVIÑO.-Esto es cosa de hombres, compañero.
CESAR.-(Irónico,
inquieto en realidad por la tensa atención de Miguel, por la angustia de Elena)
Si es por mí señores, no se preocupen. No tengo secretos para
mi familia.
GARZA.-Lo mejor es aclarar las cosas de una
vez. Usted...
ESTRELLA.-Compañero diputado, me permito
recordarle que tengo la representación del partido para tratar este
asunto. Estimo que la señora y la señorita, que representan a la familia
mexicana, deben quedarse.
CESAR.-Tengan la bondad de sentarse, señores (Todos se instalan discutiendo a la vez,
menos Guzmán que sigue abstraído mirando a César) ¿Usted? (A Guzmán)
GUZMAN.-(Sobresaltado) Gracias.
Estrella
y Salinas quedan sentados en el sofá de tule; Garza y Treviño en los sillones de tule, a los
lados. Guzmán, al ser interpelado por César, va a sentarse al sofá, de modo que
Estrella queda al centro. Elena y Julia se han sentado en el otro extremo,
mirando al grupo. Miguel, para ver la cara de su padre, que ha quedado de
espaldas al público, se sitúa recargado contra los arcos. César, como un
acusado, queda de frente al grupo de políticos en primer término derecha. Los
diputados miran a Guzmán y a Estrella.
SALINAS.-¿Qué pasó? ¿Quién habla por fin?
TREVIÑO.-Eso.
ESTRELLA.-(Adelantándose
a Guzmán) Señores... (Se limpia la
garganta) El señor Presidente de la República y el Partido Revolucionario
de la Nación me han dado instrucciones para que investigue las revelaciones del
profesor Bolton y establezca la identidad de su informante. ¿Qué tiene usted
que decir, señor Rubio? Debo pedirle que no se equivoque sobre nuestras
intenciones, que son cordiales.
CESAR.-(Pausado,
sintiendo como una quemadura la mirada fila de Miguel) Todos ustedes son
muy jóvenes, señores... pertenecen a la revolución de hoy. No puedo
esperar, por lo tanto, que me reconozcan. He. dicho ya que soy César
Rubio. ¿Es todo lo que desean saber?
SALINAS.-(A
Estrella) Mi padre conoció al general
César Rubio... pero murió.
TREVIÑO.-También mi tío... sirvió a sus
órdenes; me hablaba de él. Murió.
GARZA.-Sin embargo, quedan por ahí viejos que
podrían reconocerlo.
ESTRELLA.-Esto no nos lleva a ninguna parte,
compañeros. (A César) Mi comisión
consiste en averiguar si es usted el general César Rubio, y si tiene papeles
con qué probarlo.
CESAR.-(Alerta,
consciente de la silenciosa observación de Guzmán) Si han leído ustedes los
periódicos -y me figuro que sí- sabrán que entregué esos documentos al profesor
Bolton.
ESTRELLA.-Mire, mi general... hm... señor
Rubio, este asunto tiene una gran importancia. Es,necesarío que hable
usted ya.
CESAR.-(Casi
acorralado) Nunca pensé en resucitar el pasado, señores.
MIGUEL.-(Avanza
dos pasos quedando en línea diagonal frente a su padre) Es preciso que
hables, papá.
CESAR.-(Tratando
de vencer su abatimiento) ¿Para qué?
ESTRELLA.-Usted comprende que esta revelación
está destinada a tener un peso singular sobre los destinos políticos de
México. Todo lo que le pido, en nombre del señor Presidente, en nombre
del Partido y en nombre de la patria, es un documento. Le repito que
nuestras intenciones son cordiales. Una prueba.
CESAR.-(Alzando
la cabeza) Hay cosas que no necesitan de pruebas, señor. ¿Qué objeto
persiguen ustedes al investigar mi vida? ¿Por qué no me dejan en mi retiro?
ESTRELLA.-Porque si es usted el general César
Rubio, no se pertenece, pertenece a la revolución, a una patria que ha sido
siempre amorosa madre de sus héroes.
SALINAS.-Un momento. Antes de decir discursos,
compañero Estrella, queremos que se identifique.
GARZA.-Que se identifique. . -
TREVIÑO.-Eso es todo lo que pedimos.
MIGUEL.-Papá. (Da un paso más al frente)
CESAR.-Es curioso que quienes necesitan de
pruebas materiales sean precisamente mis paisanos, los diputados
locales... (mirada a Miguel) ... y mi
hijo. (Miguel retrocede un paso, bajando
la cabeza) ¿Por qué no me dejan tan muerto como estaba?
ESTRELLA.-(Decidido)
Comprendo muy bien su actitud, mi general, y yo que represento al Partido
Revolucionario de la Nación no necesito de esas pruebas.
Estoy seguro de que tampoco el señor Presidente
las necesita, y bastará...
SALINAS.-(Levantándose)
Nosotros sí.
ESTRELLA.-Permítame. Es el pueblo, son los
periodistas, que no tardarán en llegar aquí (César
y Elena cambian una mirada) son los burócratas de la Secretaría de Guerra,
que tampoco tardarán. ¿Por qué no nos da usted esa pequeña prueba a nosotros y
nos tiene confianza, para que nosotros respondamos de usted ante el pueblo?
CESAR.-El pueblo sería el único que no
necesitara pruebas. Tiene su
instinto y le basta. Me rehúso a identificarme ante ustedes,
MIGUEL.-Pero, ¿por qué, papá?
GARZA.-No es necesario que se ofenda usted,
general. Venimos en son de paz. Si pedimos pruebas es por su propia
conveniencia.
SALINAS.-Lo más práctico es traer a algunos
viejos del pueblo. Yo voy en el carro.
TREVIÑO.-Pedimos una prueba como acto de
confianza.
ESTRELLA.-Yo encuentro que el general tiene
razón. (A César) Ya ve usted que yo
no le he apeado el título que le pertenece. (A
los demás) Pero si él supiera para qué hemos venido aquí, comprendería
nuestra insistencia.
CESAR.-(Mirando
alternativamente a Miguel y a
Elena) ¿Con qué objeto han venido
ustedes, pues?
ESTRELLA.-Allí está la cosa, mi general.
Démonos una prueba de mutua confianza.
CESAR.-(Sintiéndose
fortalecido) Empiecen ustedes entonces.
ESTRELLA.-(Sonriendo)
Nosotros estamos en mayoría, mi general: en esta época el triunfo es de las
mayorías.
SALINAS.-La cosa es muy sencilla. Si él se
niega a identificarse, ¿a nosotros qué? Sigue muerto para nosotros y ya.
ESTRELLA.-Mi misión y mi interés son más
amplios que los de ustedes, compañeros.
TREVIÑO.-Allá usted... y allá las autoridades.
Nosotros no tenemos tiempo que perder. Vámonos, muchachos. (Se levantan)
GARZA.-(Levantándose)
Espérate, hombre.
SALINAS.-(Levantándose)
Yo siempre les dije que era pura ilusión todo.
ESTRELLA.-(Levantándose)
Las autoridades militares, en efecto, mi general, podrán presionarlo a usted.
¿Por qué insistir en esta actitud? ¿Por qué no nombra usted a alguien que lo
conozca, que lo identifique? Es en interés de usted... y de la nación...
y de su Estado. (Se vuelve hacia la familia)
Pero estamos perdiendo el tiempo. Con todo respeto hacia su actitud, mi
general... estoy seguro de que usted tiene razones poderosas para obrar así...
la señora podría sin duda...
Elena se
levanta.
CESAR.-(Con
angustiosa energía) No meta usted a mi mujer en estas cosas.
ELENA.-Déjame, César. Es necesario. Yo
atestiguaré.
CESAR.-Mi esposa nada sabe de esto. (A Elena) Cállate.
GUZMAN.-(Hablando
por primera vez desde que empezó esto) Un momento. (Todos se vuelven hacia él, que continúa sentado) Dicen que César
Rubio era un gran fisonomista. . . yo no lo soy; pero recuerdo sus
facciones. Era yo muy joven y no lo vi más que una vez; pero para mí, es
él. Lo he estado observando todo el tiempo. (Sensación) Tal vez se acuerde de mi padre, que sirvió a sus
órdenes. (Saca un grueso reloj de tipo
ferrocarrilero, cuya tapa posterior alza; se levanta él mismo, y tiende el
reloj a César Rubio) ¿Lo conoce usted?
CESAR.-(Tomando
el reloj, pasa al centro de la escena
mientras los demás lo rodean con curiosidad. Duda antes de mirar el retrato, se
decide, lo mira y sonríe. Alza
la cabeza y devuelve el reloj a Guzmán. Se mete las manos en los
bolsillos y se sienta en el sofá,
diciendo:) Gracias.
GUZMAN.-¿Lo conoce usted? (Se acerca)
CESAR.-(Lentamente)
Es Isidro Guzmán; lo mataron los huertistas el 13, en Saltillo.
GUZMAN.-(A
los otros) ¿Ven cómo es él?
SALINAS.-Eso
no es prueba.
GUZMAN.-¿Cómo
iba a conocer a mi viejo, entonces?
TREVIÑO.-No,
no; esto no quiere decir nada.
ESTRELLA.-Un momento, señores. Mi general...
hm... señor Rubio: ¿dónde nació usted? Espero que
no tenga inconveniente en decirme eso.
CESAR.-En esta misma población, cuando no era
más que un principio de aldea.
ESTRELLA.-¿En qué calle?
CESAR.-En
la única que tenía el pueblo entonces... la Calle Real.
ESTRELLA.-¿En
qué año?
CESAR.-Hizo
medio siglo precisamente en julio pasado.
ESTRELLA.-(Sacando
un telegrama del bolsillo y pasando
la vista sobre él) Gracias, mi general. Ustedes dirán lo que gusten,
compañeros; a mí me basta con esto. Los datos coinciden.
GUZMAN.-Y
a mí también. Conoció al viejo.
CESAR.-(Sonriendo) Le decían la Gallareta.
GUZMAN.-(Con entusiasmo) Es verdad.
CESAR.-(Remachando) Era valiente.
GUZMAN.-(Más
entusiasmado) ¡Ya lo creo! Ese era el viejo... murió peleando.
Valiente de la escuela de usted, mi general.
CESAR.-¿De cuál de las dos? (Risas) No... la Gallareta murió por
salvar a César Rubio. Cuando los federales dispararon sobre César, que iba
adelante a caballo, el coronel Guzmán hizo reparar su montura y se atravesó. Lo
mataron, pero se salvó César Rubio.
TREVIÑO.-¿Por qué habla usted de sí mismo como
si se tratara de otro?
CESAR.-(Cada
vez más dueño de sí) Porque quizás así es. Han pasado muchos años... los
hombres se transforman. Luego, la costumbre de la cátedra... (Se levanta) Ahora, ¿están ustedes
satisfechos, señores?
SALINAS.-Pues... no del todo.
GARZA.-Algo nos falta por ver.
CESAR.-¿Y qué es?
SALINAS.-(Mirando
a los otros) Pues papeles, pruebas, pues.
CESAR.-(Después
de una pausa) Estoy seguro de que ahora, el profesor Bolton publicará los
que le entregué, que eran todos los que
tenía. Entonces quedará satisfecha su curiosidad por entero, Pero, hasta
entonces, sigan considerándome muerto; déjenme acabar mis días en paz. Quería acabar en mi pueblo, pero puedo irme a otra parte.
Sensación
y protestas entre los políticos. Aun Salinas y Garza protestan. La familia toda se ha acercado a César. Estrella
acaba por hacerse oír, después de un momento de agitar los brazos y abrir
una gran boca sin conseguirlo.
ESTRELLA.-Mi general, si he venido en
representación del Partido Revolucionario de la Nación y con una comisión
confidencial del señor Presidente, no ha sido por una mera curiosidad, ni
únicamente para molestar a usted pidiéndole sus papeles de identificación.
GUZMAN.-Ni yo tampoco. Yo vine como presidente
la municipal de Allende a discutir otras cuestiones que importan al
Estado. Lo mismo los señores diputados.
GARZA.-Es
verdad.
CESAR.-(Mirando
a Elena) ¿Qué desean ustedes,
entonces?
ELENA.-(Adelantándose
hacía el grupo) Yo sé lo que desean... una cosa política. Diles que no,
César.
ESTRELLA.-El admirable instinto femenino.
Tiene usted una esposa muy inteligente, mi general.
SALINAS.-Treviño.
TREVIÑO.-¿Qué hubo?
Salinas
toma a Treviño por el brazo y
lo lleva hacia la puerta, donde hablan
ostensiblemente en secreto. Guzmán los sigue con la vista, moviendo la cabeza.
GUZMAN.-(Mientras
mira hacia Salinas y Treviño) La señora le ha dado al clavo, en efecto.
SALINAS.-(En
voz baja, que no debe ser oída del
público, y muy lentamente, mientras habla
Guzmán) Vete volando al pueblo en mi carro. (Treviño mueve la cabeza
afirmativamente)
Es
indispensable que los actores pronuncien estas palabras inaudibles para el público.
Decirlas efectivamente sugerirá una acción planeada, y evitará una laguna de
progresión del acto, a la vez que ayudará a los actores a mantenerse en
carácter mientras estén en la escena.
CESAR.-Gracias. ¿Es eso, entonces, lo que
buscan ustedes?
ESTRELLA.-Buscamos algo más que lo meramente
político inmediato, mi general. La reaparición de usted es providen... (se corrige y se detiene buscando la
palabra) próvida y revolucionaria... (Entretanto,
al mismo tiempo:)
SALINAS.-. . y tráete a Emeterio Rocha...
ESTRELLA.-. . y extraordinariamente
oportuna. Este Estado, como sin duda lo sabe usted, se prepara a llevar a
cabo la elección de un nuevo gobernador.
SALINAS.-(Entretanto)
El conoció a César Rubio. ¿Entiendes?
TREVIÑO.-(Mismo
juego) Seguro. Ya veo lo que quieres.
CESAR.-(A Estrella)
Conozco esa circunstancia... pero nada tiene que ver conmigo.
SALINAS.-(Mismo
juego, dando una palmada a Treviño en el
hombro) ¿De acuerdo? Nada más por las dudas. (Treviño afirma con la cabeza) Váyase, pues.
Treviño
sale rápidamente después de dirigir una mirada circular a la escena.
ESTRELLA.-Se equivoca usted, mi general.
Al reaparecer, usted se convierte automáticamente en el candidato ideal para el
Gobierno de su Estado natal.
ELENA.-¡No, César!
JULIA.-¿Por qué no, mamá? Papá lo merece.
(Lo mira con pasión)
CESAR.-¿Por qué no, en efecto? (Salinas se reúne con el grupo sonriendo) Voy
a decírselo, señor... señor...
ESTRELLA.-Rafael Estrella, mi general.
CESAR.-Voy a decírselo, señor Estrella. (Involuntariamente en papel, viviendo ya el
mito de César Rubio) Me alejé para siempre de la política. Prefiero
continuar mi vida humilde y oscura de hasta ahora.
ESTRELLA.-No tiene usted derecho, mi general,
permítame, a privar a la patria de su valiosa colaboración.
GUZMAN.-EL Estado está en peligro de caer en el
continuismo... usted puede salvarlo.
CESAR.-No. César Rubio sirvió para empezar la
revolución. Estoy viejo. Ahora toca a otros continuarla. ¿Habla
usted oficialmente, compañero Estrella?
ESTRELLA.-Cumplo, al hacer a usted este
ofrecimiento, con la comisión que me fue confiada en México por el Partido
Revolucionario de la Nación y por el señor Presidente.
GUZMAN.-Yo conozco el sentir del pueblo aquí,
mi general. Todos sabemos que Navarro continuaría el mangoneo del gobernador
actual, de acuerdo con él, y no queremos eso. Navarro tiene malos antecedentes.
ESTRELLA.-Conocen la historia de usted, y eso
basta. El Partido, como el instituto político encargado de velar por la
inviolabilidad de los comicios, ve en la reaparición de usted una oportunidad
para que surja en el Estado una noble competencia política por la
gobernatura. Sin desconocer las cualidades del precandidato general
Navarro, prefiere que, el pueblo elija entre dos o más candidatos, para mayor
esplendor del ejercicio democrático.
GUZMAN.-LA verdad es que tendría usted todos
los votos, mi general.
GARZA.-No puede usted rehusar, ¿verdad,
compañero Salinas?
SALINAS.-(Sonriendo)
Un hombre como César Rubio, que tanto hizo... que hizo más que nadie por la
revolución, no puede rehusar.
CESAR.-(Vacilante)
En efecto; pero puede rehusar precisamente porque ya hizo. Hay que dejar
el sitio a los nuevos, a los revolucionarios de hoy.
ELENA.-Tienes razón,
César. No debes pensar en esto siquiera.
JULIA.-¿Pero no te das cuenta, mamá? ¡Papá
gobernador! Debes aceptar, papá.
GUZMAN.-Gobernador... ¡y quién sabe qué más
después! Todo el Norte estaría con él.
César da
muestra de pensar profundamente en el dilema.
ELENA.-(Que
comprende todo) César, óyeme. No
dejes que te digan más... No debes...
MIGUEL.-¿ Por qué no, mamá? (Inflexible)
ELENA.-¡César!
CESAR.-(A
Guzmán) ¿Por qué ha dicho usted eso? Nunca he pensado en... César
Rubio no hizo la revolución para ese objeto.
GUZMAN.-Yo sí he pensado, mi general. Lo
pensé desde que vi la noticia.
ESTRELLA.-El señor Presidente de la República
me dijo por teléfono: Dígale a César Rubio que siempre lo he admirado como
revolucionario, que en su reaparición veo un triunfo para la revolución; que
juegue como precandidato y que venga a verme.
CESAR.-(Reacciona
un momento) No... No puedo aceptar.
GUZMAN.-Tiene usted que hacerlo, mi general.
GARZA.-Por el Estado, mi general.
ESTRELLA.-Mi general, por la revolución.
SALINAS.-(Con
una sonrisa insistente) Por lo que yo sé de César Rubio, él aceptaría.
CESAR.-(Contestando
directamente) El señor diputado tiene todavía sus dudas sobre mi
personalidad. Lo que no sabe es que a César Rubio nunca lo llevó a la
revolución la simple ambición de gobernar. El poder mata siempre el valor
personal del hombre. O se es hombre, o se tiene poder. Yo soy hombre.
ESTRELLA.-Muy bien, mi general, pero en México
sólo gobiernan los hombres.
GUZMAN.-Si tú tienes dudas, Salinas, no estás
con nosotros.
SALINAS.-Estoy, pero no quiero que nos
equivoquemos. Yo siempre he sido del partido que gana, y ustedes también, para
ser francos. El general no nos ha dado pruebas hasta ahora... yo no
discuto; su nombre es bueno; pero no quiero que vayamos a quedar mal... por las
dudas... ustedes me entienden.
ESTRELLA.-Compañero Salinas, debo decirle que
su actitud no me parece revolucionaria.
CESAR.-Yo entiendo perfectamente al señor
diputado... y tiene razón. Vale más que nadie quede mal... y que lo
dejemos allí.
ELENA.-(Tomando
la mano de César y oprimiéndola) Gracias, César. (El sonríe; pero sería difícil decir por qué)
GUZMAN.-¿Ves lo que has hecho? (Salinas no responde) General, no se
preocupe usted. Nosotros respondemos de todo.
ESTRELLA.-Mi general, yo estimo que usted no
está en libertad de tomar ninguna decisión hasta que haya hablado con el señor
Presidente.
CESAR.-(Desamparado,
arrastrado al fin por la farsa) ¿Debo hacerlo? Eso sería tanto como
aceptar...
ELENA.-Escríbele, César; dale las gracias, pero
no vayas.
ESTRELLA.-Señora, los escrúpulos del general lo
honran; pero la revolución pasa en primer lugar.
GUZMAN.-General, el Estado se encuentra en
situación difícil. Todos sabemos lo que hace el gobernador, conocemos sus
enjuagues y no estamos de acuerdo con ellos. No queremos a Navarro; es un
hombre sin escrúpulos, sin criterio revolucionario, enemigo del pueblo.
CESAR.-¿Y de ustedes?
GUZMAN.-No es sólo eso. Todos los
municipios estamos contra ellos; en la última junta de presidentes municipales
acordamos pedir la deposición del gobernador, y oponernos a que Navarro gane.
SALINAS.-Lo cierto es que el gobernador, igual
que Navarro, excluyen a las buenas gentes de la región.
GARZA.-Son demasiado ambiciosos; han devorado
juntos el presupuesto. Deben sueldos a los empleados, a los maestros, a
todo el mundo; pero se han comprado ranchos y casas.
CESAR.-En otras palabras, ni el actual
gobernador ni el general Navarro les brindan a ustedes ninguna ocasión de...
colaborar.
GUZMAN.-¿Para qué engañarnos? Es la
verdad, mi general. Es usted tan inteligente que no podemos negar...
ESTRELLA.-El señor Presidente ve en usted al
elemento capaz de apaciguar el descontento, de pacificar la región, de
armonizar el gobierno del Estado.
GARZA.-Pero los que somos de la misma tierra
vemos en usted también al hombre de lucha, al hombre honrado que representa el
espíritu del Norte. ¿Dónde está el mal si queremos colaborar con usted?
Usted no es un ladrón ni un asesino.
CESAR.-Nunca creyó César Rubio que la
revolución debiera hacerse para el Norte o para el Sur, sino para todo el país.
ESTRELLA.-Razón de más, mi general. Ese
criterio colectivo y unitario es el mismo que anima al señor Presidente hacia
la colectividad.
ELENA.-(Cerca
de César) No oigas nada más ya,
César. Diles que se vayan... te lo pido por...
CESAR.-(La hace
a un lado. Pausa) Señores, les agradezco mucho... pero ustedes mismos, en
su entusiasmo, que me conmueve, han olvidado que existe un impedimento
insuperable.
ESTRELLA.-¿Qué quiere usted decir, señor?
CESAR.-Los plebiscitos serán dentro de cuatro
semanas.
GUZMAN.-Por eso queremos resolver ya las cosas.
GARZA.-En seguida.
SALINAS.-Por lo menos, aclararlas.
ESTRELLA.-Las noticias publicadas en los
periódicos sobre la reaparición de usted, son la propaganda más efectiva, mi
general. No tendrá usted que hacer más que presentarse para ganar los
plebiscitos.
CESAR.-El impedimento de que hablo es de
carácter constitucional.
GUZMAN.-No sé a qué se refiera usted, señor
general. Nosotros procedemos siempre con apego a la Constitución.
CESAR.-(Sonriendo
para sí) Con apego a ella, todo candidato debe haber residido cuando menos
un año en el Estado. Yo no volví a mi tierra sino hasta hace cuatro semanas.
(Esto lo dice con un tono definitivo,
casi triunfal. Sin embargo, sería difícil precisar qué objeto es el que
persigue ahora)
GUZMAN.- Es verdad, pero...
SALINAS.-Eso yo lo sabía ya, pero esperaba a
que el general lo dijera. Su actitud borra todas mis dudas y me convence
de que es otro el candidato que debemos buscar.
GARZA.-(Tímidamente)
Pero, hombre, yo creo que puede haber una solución.
ESTRELLA.-Debo decir que el partido considera
este caso político como un caso de excepción... de emergencia casi. Lo
que interesa es salvar a este Estado de caer en las garras del continuismo y de
los reaccionarios. La Constitución local puede admitir la excepción y ser
enmendada.
SALINAS.-Olvida usted que eso es función de los
legisladores, compañero.
ESTRELLA.-No sólo no lo olvido, compañero, sino
que el partido ha previsto también esa circunstancia y cuenta con la
colaboración de ustedes para que la Constitución local sea reformada.
SALINAS.-Esto está por ver.
GUZMAN.-Hombre, Salinas...
ESTRELLA.-Creo que no es el lugar ni la ocasión
de discutir...
CESAR.-(Pausadamente)
Existen antecedentes, ¿O no? La Constitución Federal ha sido enmendada para
sancionar la reelección y para ampliar los periodos por razones
políticas. En lo que hace a las constituciones locales, el caso es más
frecuente.
SALINAS.-No en este Estado. Usted, que es
del Norte, debe de saberlo.
CESAR.-(Sin
alterarse) Cuando, por ejemplo, un candidato ha estado desempeñando un alto
puesto de confianza en el gobierno federal, no ha necesitado residir un año
entero en su Estado natal con anterioridad a las elecciones. Le han
bastado unas cuantas visitas. Pero...
ESTRELLA.-Naturalmente, mi general. Los
gobiernos no pueden regirse por leyes de carácter general sin excepción. Lo que
el partido ha hecho antes, lo hará ahora.
CESAR.-Sólo que yo no estoy en esas
condiciones. No fue un alto empleo de confianza en el gobierno
federal lo que me alejó de mi Estado, sino una humilde
cátedra de historia de la revolución.
GUZMAN.-Eso
a mí me parece más meritorio todavía.
ESTRELLA.-Mi general, deje usted al partido
encargarse de legalizar la situación. Ha resuelto problemas más
difíciles, de modo que, si quiere usted, saldremos esta misma noche para
México.
CESAR.-(Dirigiéndose a Salinas) La Legislatura
local se opone, ¿verdad?
GARZA.-Perdone, general. El compañero
Salinas no es la Legislatura. Ni que fuera Luis XIV.
CESAR.-(A
Salinas) Conteste usted.
SALINAS.-Cuando los veo a todos tan
entusiasmados y tan llenos de confianza, no sé qué decir. Me opondré en
la Cámara si lo creo necesario.
ESTRELLA.-Compañero Salinas, ¿no está usted' en
condiciones muy semejantes a las del general? Involuntariamente, por supuesto;
pero recuerdo su elección... la arregló usted en México.
SALINAS.-(Vivamente)
No es lo mismo. Estaba yo en una comisión oficial.
ESTRELLA.-Pues precisamente eso es lo que
ocurre ahora con nuestro general. Ha sido llamado por el señor Presidente, lo
cual le confiere un carácter de comisionado.
SALINAS.-Bueno, pues, en todo caso me regiré
por la opinión de la mayoría.
ESTRELLA.-Es usted un buen revolucionario,
compañero. Las mayorías apreciarán su actitud. (Le tiende la mano con la más artificial sencillez)
ELENA.-(Angustiada)
He odiado siempre la política, César. No me obligues a... a separarme
de ti.
CESAR.-Señores, mi situación, como ustedes ven,
es muy difícil. Ni mi esposa ni yo queremos...
ESTRELLA.-Señor general, el conflicto entre la
vida pública y la vida privada de un hombre es eterno. Pero un hombre
como usted no puede tener vida privada. Ese es el precio de su grandeza,
de su heroísmo.
CESAR-¿Crees que estoy demasiado viejo para
gobernar, Elena? Conoces mis ideas, mis sueños... sabes que podría hacer
algo por mi Estado, por mi país... tanto como cualquier mexicano...
GUZMAN.-¡Oh, mucho más, mi general!
CESAR.-Quizás, en el fondo, he deseado esta
oportunidad siempre. Si me la ofrecen ellos libremente, ¿por qué no voy a
aceptar? Soy un hombre honrado. Puedo ser útil. He soñado
tanto tiempo con serlo. Si ellos creen...
ESTRELLA.-Mi general, la utilidad de usted en
la revolución, su obra es conocida de todos. Nadie duda de su capacidad
para gobernar, ¿verdad, señores?
GUZMAN.-Por supuesto. Nadie duda de que salvará
al Estado.
GARZA.-Estamos seguros. Contamos con usted para
eso.
ESTRELLA.-El partido proveerá a que usted, que
ha estado un tanto alejado del edio, cuente en su gobierno con los
colaboradores adecuados. ¿No es así, compañero Salinas?
SALINAS.-Claro está, compañero Estrella.
CESAR.-Comprende lo que quiero, Elena. ¿Por qué
no? Pero nada haría yo sin ti.
ESTRELLA.-El señor Presidente, que es un gran
hombre de familia, apreciará esta noble actitud de usted. Pero usted,
señora, debe recordar la gloriosa tradición de heroísmo y de sacrificio de la
mujer mexicana; inspirarse en las nobles heroínas de la independencia y en ese
tipo más noble aún si cabe, símbolo de la feminidad mexicana, que es la
soldadera.
ELENA.-(Con
un ademán casi brusco) Le ruego que no me mezcle usted a sus maniobras.
MIGUEL.-(Apremiante)
Hay algo que no dices, mamá. ¿Por qué? ¿Qué cosa es?
JULIA.-Mamá, yo comprendo muy bien... tienes
miedo. Pero puedes ayudar a papá... tal vez yo también pueda. Debemos
hacerlo.
MIGUEL.-¿Qué cosa es, mamá?
JULIA.-Déjala, no la tortures ahora con esas
preguntas. Mamá...
ELENA.-¡César!
CESAR.-(Mirándola
de frente y hablando pausadamente) Di lo que tengas que decir. Puedes
hacerlo.
ELENA.-Tengo miedo por ti, César.
ESTRELLA.-Señora, de la vida de mi general
cuidaremos todos, pero más que nadie su glorioso destino.
ELENA.-¡César!
CESAR.-(Impaciente,
pero frío, definitivo) Dilo ya, ¡dilo!
Elena se
yergue apretando las manos .En el momento en que quizá va a gritar la verdad,
aparecen en la puerta derecha Treviño y Emeterio Rocha. Rocha es un viejo
robusto y sano, de unos sesenta y cinco años. Todos se vuelven hacia ellos.
TREVIÑO.-¿Cuál es?
SALINAS.-Tú lo conoces, ¿verdad, viejo?
ROCHA.-(Deteniéndose
y mirando en torno) ¿Cuál dices? ¿Este? (Da
un paso hacia César)
CESAR.-(Adelantándose
después de un ademán de fuga: todo a una carta) ¿Ya no me conoces, Emeterio
Rocha?
ROCHA.-(Mirándolo
lentamente) Hace tantos años que...
GUZMAN.-El general lo conoce.
SALINAS.-Pero no se trata de eso.
ROCHA.-Creo que no has cambiado nada. Sólo te
ha crecido el bigote. Eres el mismo.
SALINAS.-¿Cómo se llama este hombre, viejo?
CESAR.-Anda, Emeterio, dilo.
ROCHA.-(Esforzándose
por recordar) Pues, hombre, es
curioso. Pero eres el mismo... pues sí... el mismo César Rubio.
CESAR.-¿Estás seguro de que ése es mi nombre,
Emeterio Rocha?
ROCHA.-No podría darte otro. Claro, César...
César Rubio. Te conozco desde que jugabas a las canicas en la calle Real.
CESAR.-¿Estás seguro de reconocerme?
ROCHA.-(Simplemente,
tendiéndole la mano) ¿Pues no
decían que te habían matado, César?
César le
estrecha la mano sonriendo.
TREVIÑO.-Allí viene una multitud
Empiezan
a oírse voces cuya proximidad se acentúa gradualmente.
GUZMAN.-Es claro. Todo el pueblo se ha enterado
ya. Ahora sí, Salinas, se acabaron las dudas.
MIGUEL.-¿Mirando
a César) ¿Se acabaron?
SALINAS.-Ahora sí. Perdóneme, mi general.
César le
da la mano en silencio. Las voces se precisan. Dicen: ¡César Rubio!
¡Queremos a César Rubio!
ESTRELLA,.-Mi general, diga usted la palabra,
diga usted que acepta.
ELENA.-César...
CESAR.-(Con
simple dignidad) Si ustedes creen que puedo servir de algo, acepto.
Acepto agradecido.
Julia lo
besa. Elena lo mira con angustia y le oprime la mano. Miguel
retrocede un paso.
GUZMAN.-(Corre a la puerta derecha, grita hacia afuera) ¡Viva César Rubio,
muchachos!
Vocerío
dentro: ¡Viva!¡Viva, jijos! Las mujeres corren a la ventana; miran hacia
afuera.
JULIA.-Mira, papá, ¡mira! (César se acerca) Ese hombre deL bigote negro es el que vino a
buscarte antes.
ESTRELLA.-(Mirando
también) ¿Lo conoce usted, mi general?
CESAR.-(Después
de una pausa) Es el llamado
general Navarro.
ROCHA.-Sirvió a tus órdenes en un tiempo. Creo
que fue tu ayudante, ¿no? Pero el que nace para ladrón... (César no contesta)
Voces
dentro: ¡César Rubio! ¡César Rubio!
¡César Rubio!
GUZMAN.-(Entrando)
Mi general, aquí afuera, por favor. Quieren verlo.
ESTRELLA.-(Asomándose
y frotándose las manos) Allí vienen los periodistas también.
César se
dirige a la puerta. Miguel le cierra el paso.
CESAR.-¿Qué quieres? (Miguel no contesta) Parece como que tú no lo crees, ¿verdad?
MIGUEL.-¿ Y tú?
ESTRELLA Y LA MULTITUD.-¡Viva César Rubio!
¡Viva nuestro héroe!
CESAR.-¿Con un
ademán) Esa es mi respuesta.
Sale.
Miguel va hacía Elena y la toma por la mano, sin hablar. Fuera se oyen
nuevos vivas.
LA VOZ DEL FOTOGRAFO.-¡Un momento así, mi
general! (Magnesio) Ahora una
estrechando la mano del licenciado Estrella. ¡Eso es! (Magnesio) Ahora con la familia. (Vivas)
CESAR.-(Asomando)
Ven, Elena; ven, Julia, ¡Miguel! (Elena
se acerca, él rodea su talle con un brazo, la oprime) ¡Todo contigo!
Salen.
Julia los sigue. Nuevos vivas adentro.
Miguel
queda solo, dando la espalda a la puerta y a la ventana de la derecha, y baja
pensativo al primer término centro. Se vuelve a la puerta desde allí. El
ruido es atronador.
LA VOZ DE CESAR.-(Dentro)
¡Miguel, hijo!
Miguel se
dirige a la izquierda con una violenta reacción de disgusto, mientras afuera
continúan las voces y se oyen algunos cohetes o balazos, y cae el
TELON
ACTO
TERCERO
Cuatro
semanas después, cera de las once de la mañana, en la casa del profesor
César Rubio. La sala tiene ahora el aspecto de una oficina
provisional. Hay un escritorio; una mesa para máquina de escribir, con su
máquina; papeles y libros amontonados. Hay un rollo de carteles en el
suelo, junto a los arcos del comedor. Uno de ellos, desplegado, muestra la
imagen de César Rubio con la leyenda El candidato del pueblo. En esta
improvisación y en este desorden se advierte cierta ostentación de
pobreza, una insistencia de César Rubio en presumir de modestia.
Instalado
ante el escritorio, Estrella despacha la correspondencia.
Guzmán, sentado en un sillón de tule, fuma un cigarro de hoja. Salinas
fuma también, recargado contra la puerta derecha.
ESTRELLA.-Un telegrama del señor Presidente,
señores. (Los otros vuelven la cabeza
hacia él. Lee) "Deseo que en los plebiscitos de hoy el pueblo premie
en usted al héroe de la Revolución Punto Si no fuera así su colaboración me será
siempre inestimable Punto Ruégole informarme inmediatamente resultado
plebiscito Punto Afectuosamente". (Deja el telegrama; actúa) Este es un documento histórico, único.
GUZMAN.-Ganaríamos de todos modos, aunque el
Presidente no quisiera. No se ha visto un movimiento semejante en el
pueblo desde Madero. El genera se ha echado a la bolsa a todo el mundo.
ESTRELLA.-Es un hombre extraordinario.
Sabe escuchar, callar, decir lo estrictamente preciso, y obrar con una energía
y una limpieza como no había yo visto nunca. Pero es preferible contar
con el apoyo del Centro. ¿No es verdad, compañero Salinas? (Salinas mueve la cabeza afirmativamente) Al señor Presidente lo
conquistó a las cuatro palabras. Y aquí, ya ven.
SALINAS.-Nunca en mi vida política vi un entusiasmo
semejante. Los plebiscitos están prácticamente ganados; pero yo no estoy
tranquilo.
GUZMAN.-Otra vez, Ya te llaman dondequiera el
diputado, por las dudas.
ESTRELLA.-¿Qué quiere usted decir?
SALINAS.-(Abandona
su posición y entra cruzando hacia el primer término centro) Quiero decir
que corren rumores muy feos. En todo caso, Navarro no es hombre para quedarse
así nomás. Hay que tener mucho cuidado, y sería bueno que el general se armara,
por las dudas.
GUZMAN.-¿No te digo? Primero lo
convencerías de renunciar que de portar pistola, hombre. No es como
nosotros. Además, yo tengo establecida una vigilancia muy completa.
No pasará nada.
SALINAS.-Ojalá. Estoy convencido ya de que el
general es un gran hombre -el más grande de todos- y debe llevarnos adonde
necesitamos ir. Es preciso que no pase nada, Epigmenio.
GUZMAN.-¡Qué va a pasar, hombre!
ESTRELLA.-(Levantándose)
El compañero Salinas tiene lo que llaman los franceses una idée fixe. (Lo miran) Quiere decir idea fija. Me gustaría que se explicara. Los
plebiscitos deben empezar a las once y media... (Ojeada al reloj pulsera) Tenemos el tiempo de llegar apenas.
Explíquese, compañero.
SALINAS.-Hombre, en primer lugar, Navarro ha
dicho por ahí que el general no ganará mientras él viva. (Guzmán emite un sonido de burla) ... Y luego...
(se
detiene)
GUZMAN.-¿Qué
pues? Hable ya.
SALINAS.-Ha dicho que él tiene medios de...
probar que el general es un impostor, ¡vaya! (Se enjuga la frente. Guzmán ríe a carcajadas)
ESTRELLA.-Creo que tendré que hablar unas
palabras con el general Navarro, en nombre del Partido.
GUZMAN.-Ese te ganó, Salinas.
SALINAS.-Basta que Navarro lo diga para
que nadie lo crea. De todos modos, hay que ponerse muy águilas.
ESTRELLA.-¿Quieren
que les diga mi opinión muy franca, señores?
GUZMAN.-A
ver.
ESTRELLA.-Si el general Navarro viera un poco
más de cerca al general Rubio, le pasaría lo mismo que a usted, Salinas.
SALINAS.-¿Qué?
ESTRELLA.-Se volvería rubista. (Los otros ríen) Hablo en serio. El
general Rubio tiene un magnetismo inexplicable. Yo sé, por ejemplo, que el
presidente del partido es un hombre difícil. Bueno, pues en media hora de
plática, parecía como que se había enamorado de él. (Guzmán ríe satisfecho)
SALINAS.-¿Y
Garza? ¿No debía venir a las diez y media?
GUZMAN.-Garza está allá, acabando de arreglar
todo lo necesario. Allá lo veremos.
SALINAS.-¿Y Treviño?
ESTRELLA.-Tiene que ayudar a Garza.
SALINAS.-Pero ya debían estar aquí, ¿no?
GUZMAN.-¡Qué nervioso estás! Ni que fueras el candidato.
ESTRELLA.-Así les pasa en las bodas a las damas
de la novia. Se anticipan.
SALINAS.-Digan lo que quieran. Yo no
estaré tranquilo hasta ver al general en el palacio de gobierno. Por las dudas.
GUZMAN.-Cállate. Ahí viene.
Se oyen
los pasos de César en la escalera. Los tres hombres se reúnen para
saludarlo. Entra César Rubio. En estas cuantas semanas se ha operado en él una
transfiguración impresionante. Las agitaciones, los excesos de control
nervioso, la fiebre de la ambición, la lucha contra el miedo, han dado a su
rostro una nobleza serena y a su mirada una limpidez, una seguridad casi
increíble. Está pálido, un poco afilado, pero revestido de esa dignidad
peculiar en el mestizo de categoría. A pesar del calor, viste un pantalón
y un saco de casimir oscuro; una camisa blanca y fina y una corbata azul marino
de algodón. Lleva en la mano un sombrero de los llamados tejanos, blanco,
"cinco equis" que ostenta el águila de general de división.
Este sería el único lujo de su nueva personalidad, sí no se considerara en
primer lugar la minuciosa limpieza de su persona como un lujo mayor aún.
CESAR.-Buenos días, muchachos.
TODOS.-Buenos días, mi general.
ESTRELLA.-¿Cómo se siente el señor gobernador?
CESAR.-¿Para
qué anticipar las cosas, Estrella? Nada pierde uno con esperar
GUZMAN.-Eso es pan comido, señor.
ESTRELLA.-Vea usted este telegrama del señor
Presidente, mi general, por si le quedan dudas.
CESAR.-(Después
de pasar la vista por el telegrama) Ninguna duda, Estrella. No puede
haberla donde sabe uno que las cosas simplemente son o no son. (Deja el sombrero sobre el escritorio aparta los telegramas con una mano, sin
fijarse mucho en ellos) Lo bueno de la carrera del político... ¿No hay
telegrama del profesor Bolton?
ESTRELLA.-Envía su felicitación, mi general;
pero no puede venir. Ofrece estar presente en la toma de posesión.
CESAR.-(Sencillamente)
Me hubiera gustado verlo aquí hoy. (Pasea
de un extremo a otro, lentamente) Lo bueno de la carrera del político es
que lo pone a uno en contacto con las raíces de las cosas, con los hechos, con
la acción. La política es una especie de filología de la vida que lo
concatena todo. Pero lo que sin escapatoria... este ir de la mano con el
tiempo sin perder ya un segundo de él. (Se
detiene, levanta el cartel, sigue hablando. Guzmán y Salinas se
precipitan, toman el cartel y lo prenden sobre uno de los arcos. César,
mirándose en su imagen, continúa) Va uno al fondo de las pasiones
humanas sin perder su tiempo, y conoce uno el precio de todo a primera vista...
y lo paga uno. La política lo relaciona a uno con todas las cosas
originales, con todos los sistemas del movimiento, empezando por el de las
estrellas. Se sabe la causa y el objeto de todo; pero se sabe a la vez que no
puede uno revelarlos. Se conoce el precio del hombre. Y así el gran político
viene a ser el latido, el corazón de las cosas.
ESTRELLA.-(Que
es el único que ha entendido un poco)
La Política es superior a todo lo demás, en efecto, mi general. Es un
ejercicio de todo el cuerpo y de todo el espíritu.
CESAR.-(Dejando
pasar la interrupción) El político es
el eje de la rueda; cuando se rompe o se corrompe, la rueda, que es el pueblo,
se hace pedazos; él separa todo lo que no serviría junto, liga todo lo que no
podría existir separado. Al principio, este movimiento del pueblo que
gira en torno a uno produce una sensación de vacío y de muerte; después
descubre uno su función en ese movimiento, el ritmo de la rueda que no serviría
sin eje, sin uno. Y se siente la única paz del poder, que es moverse y hacer
mover a los demás a tiempo con el tiempo. Y por eso ocurre que el político
puede ser, es,. en México, el mayor creador o el destructor más grande. ¿Es
parecido a mí este retrato?
GUZMAN.-Ya lo creo que es parecido. El
otro día, viendo un cartel, me decía uno de los viejos del pueblo, que lo
conoció a usted cuando empezaba en la revolución: César no cambia; está igual
que cuando le barrieron a la gente en Hidalgo, hace treinta años.
ESTRELLA.-El heroísmo es una especie de
juventud eterna, mi general.
CESAR.-Es verdad. Este retrato se parece
más al César Rubio de principios de la revolución que a mí. Y sin embargo, soy
yo. (Sonríe) Es curioso. ¿Quién lo
hizo?
SALINAS.-Un grabador viejo de aquí del pueblo.
CESAR.-El pueblo entiende muchas cosas. (Sonríe, piensa un momento y abre la boca como
si fuera a decir algo más sobre esto. Se reprime, se pone las manos a la
espalda y da algunos pasos al frente) ¿Corrigió usted su discurso,
Estrella?
ESTRELLA.-Está listo, mi general.
CESAR.-¿En la forma que habíamos convenido...
acerca de mi resurrección?
ESTRELLA.-Sí, mi general. (Declama) "Sólo los pueblos nobles que han sufrido pueden
esperar acontecimientos así de. .
CESAR.-(Interrumpiéndolo)
Permítamelo. (Estrella se lo tiende) ¿Hay gente afuera?
GUZMAN.-Veinte o treinta.
CESAR.-Diles que me vean en el plebiscito,
Salinas. (Salinas sale. Mientras,
César lee y pasea. Termina de leer y
devuelve su discurso a Estrella) Muy bien, licenciado. (Ojeada a su reloj de bolsillo)
ESTRELLA.-Gracias,
mi general.
SALINAS.-(Volviendo) Señor, creo que ya es hora de
irnos.
CESAR.-¿Se fue la gente?
SALINAS.-No; todos quieren escoltarlo a usted
hasta el pueblo. (César sonríe) Los
carros están listos.
CESAR.-Ya
nos vamos. Nada más voy a despedirme de mi esposa.
Se dirige
hacia la puerta izquierda. En ese momento entra Treviño, sin aliento.
CESAR.-(Casi en la puerta, se vuelve) ¿Qué pasó?
Los otros se agrupan.
TREVIÑO.-MI
general, ahí viene Navarro. Viene a verlo a usted.
CESAR.- (Un paso
adelante) ¿Navarro?
GUZMAN.-¡Es
el colmo de] descaro! ¿Qué quiere aquí?
ESTRELLA.-Me lo figuro. Ha de venir a buscar
una componenda, porque el presidente del partido lo mandó regañar.
SALINAS.-No me fío.
GUZMAN.-¿Qué hacemos, mi general?
CESAR.-Déjenlo venir. Yo voy a
despedirme de mi esposa. Que me espere aquí.
TREVIÑO.-Pero probablemente quiere
una entrevista privada.
CESAR.-(Con una sonrisa) Seguramente.
ESTRELLA.-¿Se la concederá usted?
CESAR.-¿Por qué no?
SALINAS.-Mi general, por favor... (Saca su pistola y se la ofrece)
CESAR.-(Riendo) No, hombre. Así me daría miedo.
SALINAS.-(Suplicante) Mi general...
CESAR.-(Dándole una palmada) Guárdate eso. No seas tonto, hijo.
GUZMAN.-No le hace, mi general;
nosotros estamos armados.
CESAR.-(Severamente) Mucho cuidado, Epigmenio. Navarro viene aquí como
parlamentario. No vayan a hacer ninguna
tontería. Trátenlo con discreción, con buenos modos, igual que a los que vengan
con él. (Gestos de descontento) Quiero
que se me obedezca, ¿entendido? Regresa hacia el escritorio, para tomar su
sombrero.
GUZMAN.-Está bueno, pues, mi
general.
César sale por la izquierda.
ESTRELLA.- (Sonriendo y alzando los
brazos) Esos son pantalones, señores.
GUZMAN.-Es igual. Ojalá se me
disparara sola ésta, (señala su pistola) cuando
esté aquí Navarro.
SALINAS.-¿Con quién viene, tú?
TREVIÑO.-No pude ver bien; pero creo que con
Salas y León.
GUZMAN.-Sus pistoleros, seguro. Se me
hace que aquí va a pasar algo.
ESTRELLA.-Nada. Apuesto cualquier cosa a que
viene a decir que se retira del plebiscito y que quiere una chamba.
SALINAS.-(Riendo)
¡Muy fácil! Usted todavía no conoce bien a los norteños, licenciado. (Va hacia la puerta)
ESTRELLA.-Eso le daría mejor resultado; podría
enderezarlo con el partido.
GUZMAN.-Pues no hay más que abrir bien los
ojos.
SALINAS.-(Desde
la puerta) Allí están. (Entra)
Sin decir
palabra, Guzmán, Treviño y Salinas revisan sus pistolas; se cercioran de
que salen con facilidad de/ cinturón, y esperan alineados, mirando a la puerta.
ESTRELLA.-(Mientras
habla se desliza insensiblemente detrás de ellos) Todo eso son precauciones
inútiles, señores. Además, se ponen ustedes en plan de ataque, a pesar de
las órdenes del general.
GUZMAN.-(Apretando
los dientes. Sin volverse) ¿Qué sabemos cómo vienen estos ... ?
SALINAS.-(Sin
volverse) Es nomás por las dudas.
TREVIÑO.-(Mismo
juego) A ver sí no pasa aquí lo que no ha pasado en tanto tiempo,
GUZMAN.-(Sin
volverse. Con una risita) Yo siempre le he tenido ganas a Navarro.
ESTRELLA.-(Cerciorándose
de que está bien protegido, mientras mira con inquietud hacia la puerta) ¡Prudencia!
¡Prudencia! Hay que cumplir las órdenes Del general, señores...
Todos
están mirando a la puerta con una intensidad que, después de un momento,
afloja. Treviño es el primero que se sienta sin hablar.
GUZMAN.- (Enjugándose
la frente y dirigiéndose hacia el sofá) ¡Bah! Que lleguen cuando
gusten.
SALINAS.-(Torciendo
un cigarro y abandonando guardia) Qué pronto se cansan ustedes.
ESTRELLA.-(Volviendo
al escritorio) En realidad, es mejor
así.
En este
momento, como si hubiera estado esperando esta nueva actitud, entra Navarro
franqueado por sus dos pistoleros. Es el desconocido del segundo acto.
NAVARRO.-¿Qué hay, muchachos? (Sobresalto general. Todos se levantan
y agrupan) No se espanten, hombre. (Cruza
al centro) ¿Dónde está el maestrito ese? (Riendo) No me esperaban, ¿eh?
ESTRELLA.-(Un poco tembloroso, pero impecable) El señor general Rubio está
enterado de la visita de usted y le ruega que tenga la bondad de esperar. (Los hombres
de Navarro se burlan un poco de esta fórmula)
NAVARRO.-(Mordiéndose
los labios) ¡Ah, vaya! (Se vuelve
hacía sus pistoleros) Pues
haremos antesala, muchachos. ¿Qué les parece?
SALAS.-Como en la Presidencia, jefe. (Ríe)
LEON.-(Con
un movimiento amenazador) Lo que es nosotros, no lo haremos esperar a él.
GUZMAN.-(Adelantando
un paso hacia él) ¿Con qué sentido lo dices?
LEON.-(Imitándolo)
Con el que tú quieras, Epigmenio. Con éste. (Hace ademán de desenfundar)
ESTRELLA.-¡Señores! ¡Señores!
NAVARRO.-¡Quieto, León! (Epigmenio Guzmán y León retroceden hacia ángulos opuestos mirándose
con ferocidad de matones. A Estrella:) Usted es el representante del
partido, ¿no? Dígale a Rubio que quiero hablarle a solas.
ESTRELLA.-El señor general Rubio sabe que
quiere usted hablarle a solas. Así será.
NAVARRO.-(Mordiéndose
los labios) No puede negar que es maestro, lo sabe todo. ¿Entonces qué
esperan ustedes para salir?
SALINAS.-Si crees que vamos a dejar aquí solos
con él a tres matones con pistolas...
NAVARRO.-(Amenazador)
Mira, Salinas... (Transición.
Ríe) Yo no vengo armado. (Abre
ligeramente su saco para probarlo)
GUZMAN.-Pero éstos sí.
NAVARRO.-Salas, dale tu pistola a León.
SALAS.-Pero, oye...
NAVARRO.-(Con mando brutal) Dale tu pistola a León. (Salas lo obedece a regañadientes) León, espéranos en el
coche. Salas se reunirá contigo dentro de un momento y me esperarán
juntos. (León sale después de mirar hacía
los otros y escupir) Ahora, güeritos, lárguense ustedes también. (Los otros dudan)
ESTRELLA.-Son las órdenes del general, señores.
GUZMAN.-(A
Treviño) Vente... vamos a cuidarle las manos al León de circo ése.
SALINAS.-El general dijo que lo esperara
Navarro solo.
ESTRELLA.-Yo voy a subir; bajaré con el
general. No hay cuidado.
NAVARRO.-Me gusta la conversación. Salas
se queda conmigo hasta que baje el maestrito.
Guzmán y
Treviño salen. Salinas los imita moviendo la cabeza. Todavía en la puerta
derecha se vuelve con desconfianza. Estrella sale por la izquierda.
Se le oye subir la escalera.
NAVARRO.-(En
voz alta) ¡Qué cerote tienen éstos! Te aseguro que nos van a espiar.
SALAS.-También yo no sé para qué quieres hablar
con Rubio.
NAVARRO.-Dicen que es muy buen conversador. (Ríe) Dame un cigarro de papel, ¿tienes? (Salas se acerca a dárselo) Lumbre. (Salas enciende un cerillo y se acerca más
para encender el cigarro. De este modo quedan los dos en primer término centro,
casi fuera de/ arco del proscenio) ¿Está todo arreglado?
SALAS.-Todo, jefe.
Salinas
asoma brevemente la cabeza. Navarro lo ve, ríe; Salinas desaparece.
NAVARRO.-Ya sabes entonces: si no hay arreglo,
te vas volado en el carro chico y preparas el numerito.
SALAS.-¿Cómo voy a saber?
NAVARRO.-(Después
de pausa. Ríe) Yo no puedo salir a hacerte la seña; pero como las gentes de
éste van a estar pendientes, me arreglaré para que entre Salinas. Cuando lo
veas entrar, vuelas.
SALAS.-Bueno.
NAVARRO.-Nada más que háganlo todo bien. Apenas
suceda la cosa, deshagan a balazos al loco ése. Recuerda bien lo del crucifijo
y los escapularios.
SALAS.-Eso ya está listo. Entonces Salinas es
la señal.
NAVARRO.-Sí, cuando entre. Si no entra,
me esperas con León.
SALAS.-Bueno.
NAVARRO.-Vete ya. (Ríe) No vayan a creer que estamos conspirando.
Salas
sale por la derecha. Navarro dirige una mirada circular a la pieza y una
sonrisa burlona aparece en sus labios cuando mira el cartel. Se acerca a
él sonriendo, se detiene, alza la mano y da un papirotazo al retrato. Se oyen
pasos en la escalera: Navarro se vuelve y aguarda. Un momento después
parecen César Rubio y Estrella por la izquierda. Los dos antagonistas se
encuentran al centro frente a frente. Se miden con burla silenciosa. César es
el primero que habla.
CESAR.-¿Qué hay, Navarro?
NAVARRO.-¿Qué hay, César?
CESAR.-Déjenos solos, licenciado. Nos vamos
dentro de unos minutos. (Navarro ríe
entre dientes. Estrella sale después de mirarlos. Cuando quedan solos habla
César) ¿No te sientas?
NAVARRO.-¿Por qué no?
Se dirige
al sofá de tule. César lo sigue. Se sientan.
CESAR.-¿De qué se trata, pues?
NAVARRO.-Perdóname, no me deja hablar la risa.
CESAR.-(Altivamente)
¿Cómo?
NAVARRO.-Te viene grande la figura de César Rubio,
hombre. No sé cómo has tenido el descaro... el valor de meterte en esta farsa.
CESAR.-¿Qué quieres decir?
NAVARRO.-Te llamas César y te apellidas Rubio,
pero eso es todo lo que tienes de general. No te acuerdas de que te conocí
desde niño.
CESAR.-Hasta los viejos del pueblo me han
reconocido.
NAVARRO.-Claro. Se acuerdan de tu cara, y
cuando quieren nombrarte no tienen más remedio que decir César Rubio. ¡Bah!
Ahorremos palabras. A mí no me engañas.
CESAR.-(Con
desprecio) ¿Es eso todo lo que tienes que decirme?
NAVARRO.-También quiero decirte que no seas
tonto, que te retires de esto. (César no
contesta) Te puedes arrepentir muy tarde. (Silencio de César) Tú no
conoces la política, César. Esto no es la universidad de México. Aquí rompemos
algo más que vidrios y quemamos algo más que cohetes.
CESAR.-¿Qué te propones?
NAVARRO.-Te voy a denunciar en los plebiscitos.
Cuando vean que no eres más que un farsante, que estás copiando los gestos de
un muerto...
CESAR.-¡Imbécil! No puedes luchar contra una
creencia general. Para todo el Norte soy César Rubio. Mira ese retrato, por
ejemplo: se parece a mí y se parece al otro, fíjate bien. ¿No recuerdas?
NAVARRO.-Te denunciaré de todas maneras.
CESAR.-¿Por qué no te atreves a mirar el
retrato? Anda y denúnciame. Anda y cuéntale al indio que la virgen de
Guadalupe es una invención de la política española. Verás qué te dice. Soy el
único César Rubio porque la gente lo quiere, lo cree así.
NAVARRO.-Eres un impostor barato. Se te ha
ocurrido lo más absurdo. Aquí podías presumir de sabio sin que nadie te tapara
el gallo, ¡y te pones a presumir de general!
CESAR.-Igual que tú.
NAVARRO.-¿Qué dices?
CESAR.-Digo: igual que tú. Eres tan poco
general como yo o como cualquiera. (Miguel
entra apenas en este momento sin que se le haya sentido bajar. Al oír las voces
de detiene, retrocede y desaparece sin ser visto, pero desde este momento
asomará incidentalmente la cabeza varias veces) ¿De dónde eres general
tú? César Rubio te hizo teniente porque sabías robar caballos; pero eso es
todo. El viejo caudillo, ya sabes cuál, te hizo divisionario porque ayudaste a
matar a todos los católicos que aprehendían. No sólo eso... le
conseguiste mujeres. Esa es tu hoja de servicios.
NAVARRO.-(Pálido de rabia) Te estás metiendo con cosas que...
CESAR.- ¿ No es cierto que todas las noches te
tomabas una botella entera de coñac para poder matar personalmente a los
detenidos en la Inspección. Y si nada más hubiera sido coñac...
NAVARRO.-¡Ten
cuidado!
CESAR.-¿De qué? Puede que yo no sea el
gran César Rubio. Pero, ¿quién eres tú? ¿Quién es cada uno en México?
Dondequiera encuentras impostores, impersonadores, simuladores; asesinos
disfrazados de héroes, burgueses disfrazados de líderes; ladrones disfrazados
de diputados, ministros disfrazados de sabios, caciques disfrazados de
demócratas, charlatanes disfrazados de licenciados, demagogos disfrazados de
hombres. ¿Quién les pide cuentas? Todos son unos gesticuladores
hipócritas.
NAVARRO.-Ninguno
ha robado, como tú, personalidad de otro.
CESAR.-¿No? Todos usan ideas que no son suyas;
todos son como las botellas que se usan en el teatro: con etiqueta de coñac, y
rellenas de limonada; otros son rábanos o guayabas: un color por fuera y otro
por dentro. Es una cosa del país. Está en toda la historia, que tú
no conoces. Pero tú, mírate, tú. Has conocido de cerca a los caudillos de todos
los partidos, porque los has servido a todos por la misma razón. Los más puros
de entre ellos han necesitado siempre de tus manos para cometer sus crímenes,
de tu conciencia para recoger sus remordimientos, como un basurero. En vez de
aplastarte con el pie, te han dado honores y dinero porque conocías sus
secretos y ejecutabas sus bajezas.
NAVARRO.-(Con
furia) No se trata de mí, sino de ti, un maestrillo mediocre, un fracasado
que nada pudo hacer por si mismo... ni siquiera matar, y que sólo puede vivir
tomando la figura de un muerto. Ese es un gesto superior a todos. De ti,
a quien voy a denunciar hoy y a poner en ridículo aunque sea el último acto de
mi vida. ¡Estás a tiempo de retroceder, César! Hazlo, déjame el campo
libre, no me provoques.
CESAR.-¿Y quién eres tú para que yo te
tema? No soy César Rubio. (La cara
angustiada de Miguel aparece un momento) Pero sé que puedo serlo, hacer lo
que él quería. Sé que puedo hacer bien a mi país impidiendo que lo
gobiernen los ladrones y los asesinos como tú... que tengo en un solo día más
ideas de gobierno que tú en toda tu vida. Tú y los tuyos están probados
ya y no sirven... están podridos; no sirven para nada más que para fomentar la
vergüenza y la hipocresía de México. No creas que me das miedo.
Empecé mintiendo, pero me he vuelto verdadero, sin saber cómo, y ahora soy
cierto. Ahora conozco mi destino: sé que debo completar el destino de
César Rubio.
NAVARRO.-(Levantándose)
Allá tú, pero no te quejes luego, porque hoy todo el pueblo, todo el
Estado, todo el país, van a saber quién eres.
CESAR.-(Levantándose)
Denúnciame, eso es. No podrías escoger un camino más seguro para destruirte tú
solo..
NAVARRO -¿Qué quieres decir?
CESAR.-¿Te interesa, eh? Dime una cosa:
¿cómo vas a probar que yo no soy el general César Rubio?
Miguel asoma y oculta la cabeza entre las
manos.
NAVARRO.-Ya lo verás.
NAVARRO.-Lo probaré.
CESAR.-Me interesa demasiado para esperar. A mi
vez, debo advertirte de paso que nadie creerá palabra de lo que tú digas.
Estás demasiado tarado, te odian demasiado. ¿Cómo vas a probar que César Rubio
murió en 1914?
NAVARRO.-De modo irrefutable.
CESAR.-Es lo que yo creía. Puedes irte y
probarlo. Es posible que acabes conmigo; pero acabarás contigo también.
NAVARRO.-Explícate.
CESAR.- ¿ Para qué? ¿ No estás tan seguro de
ti...?
NAVARRO.- Estoy tan seguro, que sé que te
destruiré hoy.
CESAR.- ¿Sí? (Toma aliento) ¿ Dices que vas a probar de modo irrefutable la
muerte de César Rubio?
NAVARRO.-Sí.
CESAR.-(Sentándose)
Si supieras historia, sabrías que es difícil eso.
NAVARRO.-Lo probaré.
CESAR.-Sólo podrías hacerlo si hubieras sido
testigo presencial de ella.
NAVARRO.-Lo fui.
CESAR.-¿Por qué no lo salvaste, entonces?
NAVARRO.-No fue posible... eran demasiados
contra nosotros.
CESAR.-Ese fue el parte oficial que
inventaron. Mientes.
NAVARRO.-En la balacera...
CESAR.-No hubo balacera.
NAVARRO.-¿Qué?
CESAR.-No hubo más que un asesinato. Fue la
primera vez en su carrera que se tomó una botella entera de coñac para que no
le temblara el pulso.
NAVARRO.-¡No es verdad! ¡No es verdad!
CESAR.-¿ Por qué niegas antes de que yo lo
diga?
NAVARRO.-(Tembloroso)
No he negado.
CESAR.-Te tranquilizaste demasiado pronto
cuando me viste, el día que vino todo el pueblo. Hace cuatro
semanas. Pero cuando yo salía, parecía que ibas a desmayarte.
Habías tenido dudas, remordimientos, miedo...
NAVARRO.-¿Yo? ¿Por qué había de...? Eres un
imbécil. No sabes lo que dices.
CESAR.-(Levantándose
con una terrible grandeza) Tú dejaste ciego de un tiro al asistente de
Canales. ¿Lo recuerdas?
NAVARRO.-¡Mentira!
CESAR.-Tú mataste al capitán Solís, a quien
siempre envidiaste porque César Rubio lo prefería.
NAVARRO.-¡Te digo que mientes!
CESAR.-(Imponente)
¡Tú mataste a César Rubio!
NAVARRO.-¡No!
CESAR.-Hubieras debido matar a Canales, o
cortarle la lengua. Está vivo y yo sé dónde está. Por este crimen
te hicieron coronel.
NAVARRO.-¡Es una calumnia estúpida! Si
tan seguro estás de eso, ¿por qué no se lo contaste a tu gringo?
CESAR.-Porque creía yo entonces que iba a necesitarte.
No te necesito. Ve y denúnciame. Yo daré las pruebas, todas las pruebas de que
dices la verdad... no puedo hacer más por un antiguo amigo. (Navarro se deja caer abatido en un sillón.
César lo mira y continúa) ¿Te creías muy fuerte? ¿Qué dijiste? Dijiste:
este maestrillo de escuela es un pobre diablo que quiere mordida. Le daré un
susto primero y un hueso después. Porque no lo niegues, me lo ha dicho
quien lo sabe: venías a ofrecerme la universidad regional. Yo siento no poder
ofrecértela a ti, que no sabes ni escribir ni sumar. Ahora, vamos a los
plebiscitos, pase lo que pase.
NAVARRO.-(Reaccionando)
Bueno, si tú me denuncias te pierdes igualmente.
CESAR.-Así no me importa. Pero tú
callarás. Mi crimen es demasiado modesto junto al tuyo, y soy
generoso. Te doy veinticuatro horas para que te vayas del país,
¿entiendes? Tienes dinero suficiente: has robado bastante.
NAVARRO.-No me iré. Prefiero...
CESAR.-Si no lo haces, probaré que me
asesinaste, y probaré también que me salvé. Puedo hacerlo; no creas que no he
pensado en esta entrevista, en esta contingencia. Te he esperado todos los días
desde hace una semana, y he tomado mis precauciones. (Mira su reloj) Es hora de ir a los plebiscitos.
NAVARRO.-(Después
de una pausa torturada) Como quieras... pero te advierto lealmente que yo
también he tomado mis precauciones, y que es mejor que no vayas a los
plebiscitos.
CESAR.-¿Qué sabes tú lo que es lealtad?
La palabra debería explotarte en los labios y deshacerte.
CESAR.-Lo
mismo que a ti. Es el precio de este juego.
NAVARRO.-Como quieras, entonces. Pero
estás a tiempo... hasta para la universidad, mira. Podemos
arreglarnos. Déjame pasar esta vez... después gobernarás tú. Entre
los dos lo haremos todo.
CESAR.-Imbécil. No me sorprendería que me
asesinaras. Me sorprende que no lo hayas hecho ya.
NAVARRO.-No soy tan tonto.
CESAR.-Vete.
NAVARRO.- (Se dirige a la puerta. Se vuelve, de pronto) Oye... quiero que llames
aquí a Salinas... anda buscando pleito.
CESAR.-¿Tienes miedo a pelear de frente?
Es natural. (Va a la puerta. Llama) ¡Salinas! (Navarro sonríe para sí)
SALINAS.-(Entrando)
Mande, general.
CESAR.-Estate aquí mientras pasa el general
Navarro. Creo que te tiene miedo.
Se oye
dentro el ruido de un automóvil que parte.
NAVARRO.-Tú solo te has sentenciado, general
Rubio.
SALINAS.-(Echando
mano a la pistola) ¿Mi
general?
.7
CESAR.-(Deteniendo
su mano) No desperdicies tus cartuchos. Échale un poco de sal para
que se deshaga.
Navarro,
después de una última mirada, sale diciendo:
NAVARRO.-Será como tú lo has querido.
Mutis por
la derecha. Un momento después se oye el ruido de automóviles en marcha,
que se alejan.
SALINAS.-Mi general, éste lleva malas
intenciones. Yo creo que habría que pararle los pies. Deme usted
permiso.
CESAR.-No, Salinas, déjalo. No puede
hacer nada. (Va al centro y ve a Miguel
que sale, pálido, del marco de la puerta izquierda. Se oyen pasos en la
escalera) ¡Miguel! ¿Estabas aquí?
MIGUEL.-(Con
voz extraña) No... te traía tu sombrero. (Se lo tiende)
CESAR.-¿Qué tienes tú?
MIGUEL.-Nada.
Al mismo
tiempo que aparece Elena en la puerta izquierda, Guzmán, Treviño y
Estrella entran por la derecha.
CESAR.-Es
hora de irnos, muchachos.
ELENA.-César,
quiero hablarte un momento.
CESAR.-Tendrá que ser muy rápido, Elena. Por
eso me despedí de ti antes. Vayan preparando los coches, muchachos, los
alcanzaré en un instante. (Miguel se
dirige a la izquierda) ¿Tú no vienes con nosotros, Miguel?
MIGUEL.-(Se detiene,
vacila visiblemente. Al fin, con un esfuerzo) No. (Todos lo miran. Comprende que debe dar una explicación) No me
siento bien. (Rápido) Si estoy mejor
dentro de un rato, los alcanzaré allá.
Evita
hablar directamente a su padre; no lo mira .Termina de hablar apenas cuando
sale por la izquierda sin esperar más.
CESAR.-Vamos, muchachos. Adelántense.
GUZMÁN.- (Conforme salen) Vamos a levantar una buena escolta. No me fío
de Navarro. Se reía al subir a su coche.
Salen él,
Treviño y Salinas, hablando entre ellos.
ESTRELLA.-(Se detiene en el umbral y regresa unos pasos) ¿Puedo preguntar cómo
resultó la entrevista, mi general?
CESAR.-Muy bien. Tranquilícese,
licenciado. Ande.
Estrella sale.
ELENA.-¿Qué entrevista? ¿Entonces es verdad que
Navarro ha estado aquí? Eso es lo que quería preguntarte.
CESAR.-Sí, aquí estuvo.
ELENA.-¿Qué quería?
CESAR.-Ganar, naturalmente. Pero perdió.
ELENA.-César, no vayas a los plebiscitos.
CESAR.-(Riendo)
Me recuerdas a la mujer de César... del romano. (Se acerca a ella y le toma las manos) ¿Tienes miedo?
ELENA.-Sí... es la verdad. Renuncia a
todo esto, César. Navarro puede...
CESAR.-Navarro no puede nada ya Aquí perdió los
dientes y las uñas.
ELENA.-Puede matarte todavía.
CESAR.-No es tan tonto.
ELENA.-¿Por qué habrías de arriesgar tu vida
por una mentira? No lo hagas, César, vayámonos de aquí, a vivir en paz.
CESAR.-Te dije: Todo, contigo. ¿Lo
recuerdas? Hablas de una mentira. ¿Cuál?
ELENA.-¿No lo sabes?
CESAR.-Es que ya no hay mentira: fue necesaria
al principio, para que de ella saliera la verdad. Pero ya me he vuelto
verdadero, cierto, ¿entiendes? Ahora siento como si fuera el otro... haré
todo lo que él hubiera podido hacer, y más. Ganaré el plebiscito... seré
gobernador, seré presidente tal vez...
ELENA.-Pero no serás tú.
CESAR.-¿Es decir que no crees en mí
todavía? Precisamente seré yo, más que nunca. Sólo los demás
creerán que soy otro. Siempre me pregunté antes por qué el destino me
había excluido de su juego, por qué nunca me utilizaba para nada: era como no
existir. Ahora lo hace. No puedo quejarme. Estoy viviendo
como había soñado siempre. A veces tengo que verme en el espejo para
creerlo.
ELENA.-No es el destino, César, sino tú, tus
ambiciones. ¿Para qué quieres el poder?
CESAR.-Te sorprendería saberlo. No haré más
daño que otro, y quizás haré algún bien. Es mi oportunidad y debo
aprovecharla. Julia parecerá bonita... ya ahora lo parece, cuando me
mira; será cortejada por todos los hombres. Miguel podrá hacer algo
brillante, amplio, si quiere. Tú... (la
abraza) será como si te hubieras vuelto a casar, con un hombre enteramente
nuevo... llevarás la vida que escojas. Tendrás, al fin, todo lo que
quieras.
ELENA.-Yo no quiero nada. Te suplico que no
vayas a ese plebiscito.
CESAR.-No podría dejar de ir más que muerto.
Ahora todo está empezado y todo tiene que acabar. No puedo hacer nada más
que seguir, Elena; soy el eje en la rueda. Pero siento que el muerto no
es César Rubio, sino yo, el que era yo... ¿entiendes? Todo aquel lastre,
aquella inercia, aquel fracaso que era yo. Dime que entiendes... y
espérame. (La abraza, la besa y se cala
el sombrero)
ELENA.-Por última vez, César. ¡No vayas!
CESAR.-¿De qué tienes miedo?
ELENA.-No te lo diré: podría yo atraerte el mal
así..
CESAR.-(Sonriendo)
Hasta dentro de un rato, Elena. Cuando vuelva, serás la señora gobernadora. (La
mira un momento, y sale. Dentro, lo acoge un vocerío entusiasta. Elena permanece
en el sitio, mirando hacia la puerta. De pronto César reaparece) Es bueno
que hables con Miguel. Es la única inquietud que me llevo: estuvo muy
extraño hace un rato; me parece que sabe algo, tranquilízalo, Elena, es mi
hijo. (Hace un saludo final con la mano y
se va)
Elena
sola va hacia el cartel. Lo mira pensativamente un momento. Se oye a Miguel en
la escalera. Elena se vuelve.
MIGUEL.-Mamá, tengo qué hablarte.
ELENA.-Tengo una inquietud tan
grande por tu padre, hijo. No viviré hasta que regrese.
MIGUEL.-Si triunfa, cuando regrese
yo empezaré a dejar de vivir.
ELENA.-¿Por qué dices eso?
MIGUEL.-(Brutal) ¿Por qué ha hecho esto mi padre?
ELENA.-(Sentándose en el sofá) ¿Hecho qué?
MIGUEL. Esta mentira... esta
impostura.
ELENA.- ¿Qué dices?
MIGUEL.-Sé que no es César Rubio.
¿Por qué tuvo que mentir?
ELENA.-Podría decirte que no ha
mentido.
MIGUEL.-Podrías, en efecto. ¿Y qué?
No me con vencerías después de lo que he oído.
ELENA.-¿Qué es lo que has oído,
Miguel?
MIGUEL.-La verdad. Se la oí decir a
Navarro.
ELENA.-¡Un enemigo de tu padre!
¿Cómo pudiste creerlo?
MIGUEL.-También se lo oí decir a
otro enemigo de mi padre... al peor de todos. A él mismo.
ELENA.-¿Cuándo?
MIGUEL.-Hace un momento, cuando
discutía con Navarro. Miente ahora tú también si quieres.
ELENA.-¡Miguel!
MIGUEL.-¿Cómo voy a juzgar a mi
padre... y a ti... después de esto?
ELENA.-(Reaccionando con energía) ¿A juzgar nos? ¿Y desde cuándo juzgan
los hijos a sus padres?
MIGUEL.-Quiero, necesito saber por
qué hizo esto. Mientras no lo sepa no estaré tranquilo.
ELENA.-Cuando tú naciste, tu padre me dijo:
Todo lo que yo no he podido ser, lo que no he podido hacer, todo lo que a mí me
ha fallado, mi hijo lo será y lo hará.
MIGUEL.-Eso es el pasado. No vayas a
decirme ahora que mintió por mí, para que yo hiciera algo.
ELENA.-Es el presente, Miguel. Examínate
y júzgate, a ver si has correspondido a sus ilusiones.
MIGUEL.-¿Ha respetado él las mías?
Todavía al llegar a esta casa le pedí que no fuera a hacer nada deshonesto,
nada sucio. Tenía yo derecho a pedírselo, y él lo prometió.
ELENA.-Nada
sucio, nada deshonesto ha hecho.
MIGUEL.-¿Te parece poco? Robar la
personalidad de otro hombre, apoyarse en ella para satisfacer sus ambiciones
personales.
ELENA.-Todavía hace un momento se preocupaba
por ti; pensaba que a su triunfo tú podrías hacer lo que quisieras en la vida.
¿Es así como le pagas?
MIGUEL.-Lo que no quiero es su triunfo... no
tiene derecho a triunfar con el nombre de otro.
ELENA.-Toda su vida ha deseado hacer algo
grande... no sólo para él, sino para mí, para ustedes.
MIGUEL.-¿Entonces por eso lo justificas?
¿Porque te dará dinero y comodidades?
ELENA.-No conoces a tu madre, Miguel. Tu padre
no perjudica a nadie. El otro hombre ha muerto, y él puede hacer mucho
bien en su nombre. Es honrado.
MIGUEL.-¡No! No es honrado, y eso es lo que me
lastima en esto. En la miseria, yo le hubiera ayudado... lo hubiera hecho
todo por él. Así... no quiero volver
a verlo.
ELENA.-(Asustada) Eso es odio, Miguel.
MIGUEL.-
¿ Qué esperabas que fuera?
ELENA.-No
puedes odiar a tu padre.
MIGUEL.-He hecho todos los esfuerzos... primero
contra la mediocridad, contra la mentira mediocre de nuestra vida. Toda mi
infancia, gastada en proteger una apariencia de cosas que no existían. Luego en
la universidad, mientras él defendía el cascarón, la mentira...
ELENA.-¡Miguel! ¿Te olvidas de que tú...?
MIGUEL.-No. Pero ahora esto. Es demasiado ya.
Con razón me sentía yo inquieto, incómodo, avergonzado, cada vez que oía los
vivas, los aplausos, los discursos. Ha llegado a representar a la
perfección todas las mentiras que odio, y esto es lo que ha hecho por mí, por
su hijo. Nunca podré oír ya el nombre de César Rubio sin enrojecer de
vergüenza.
ELENA.-(Levantándose
agitada) No podría decirte cuánto me torturas, Miguel. Debe de haber
algo descompuesto en ti para darte estos pensamientos.
MIGUEL.-¿Por qué hizo esto mi padre?
ELENA.-¿No has dicho tú mismo que por sus
ambiciones, no has pensado ya que por las mías? ¿No has dicho que no creerás lo
contrario de lo que crees ahora? No tengo nada que decirte, porque no lo
comprenderías. No te reconozco, eso es todo... no puedo creer que seas el
mismo que llevé en mí.
MIGUEL.-Mamá, ¿no comprendes tú tampoco,
entonces?
ELENA.-Comprendo que te llevaba todavía en mí,
que seguías en mi vientre, y que de pronto te arrancas de él.
MIGUEL.-¿No te das cuenta de que quiero la
verdad para vivir; de que tengo hambre y sed de verdad, de que no puedo
respirar ya en está atmósfera de mentira?
ELENA.-Estás
enfermo.
MIGUEL.-Es una enfermedad terrible, no creas
que no lo sé. Tú puedes curarme... tú puedes explicarme...
ELENA.-(Lo mira
con una gran piedad) Siéntate, Miguel. (Ella
se sienta en el sofá; él a sus pies)
MIGUEL.-(Mientras
se sienta) ¿Qué podrás decirme que borre lo que oí decir a mi propio padre?
ELENA.-Puedo
decirte que tu padre no mintió.
MIGUEL.-(Irguiendo
violentamente la cabeza) Si tú
mientes, mamá, se me habrá acabado todo.
ELENA.-(Enérgica)
Tu padre no mintió. Él nunca dijo a nadie: Yo soy el general César
Rubio. A nadie... ni siquiera a Bolton. Él lo creyó, y
tu padre lo dejó creerlo; le vendió papeles auténticos para tener dinero con
que llevarnos a todos nosotros a una vida más feliz.
MIGUEL.-Pero me había prometido... No puedo
creerlo.
ELENA.-¿No estuviste tú aquí la tarde que
vinieron los políticos? ¿Le oíste decir una sola vez que él fuera el general
César Rubio? (Miguel mueve la cabeza en
silencio) Entonces, ¿por qué lo acusas? ¿Por qué has dicho todas esas
horribles cosas?
MIGUEL.-(Nuevamente
apasionado) ¿Por qué aceptó entonces toda esta farsa, por qué no se opuso a
ella? No dijo: Yo soy el general César Rubio, pero tampoco dijo que no lo
fuera. ¡Y era tan fácil! Una palabra... y ha ido más lejos
aún... ha llegado a engañarse, a creer que es un general, un héroe... Es
ridículo. ¿Cómo pudo.. .? Si yo tuviera un hijo le daría la verdad como leche,
como aire.
ELENA.-Si tuvieras un hijo, lo harías
desgraciado. Ya te he dicho por qué aceptó tu padre. Hará bien en
el gobierno, es su oportunidad, la cosa que él había soñado siempre; podrá dar
a sus hijos lo que no tuvieron antes. ¿Qué harías tú, en su lugar, si tus hijos
te creyeran un fracaso, y se te presentara la ocasión de hacer algo... grande?
MIGUEL.-Nada es más grande que la verdad.
Mi padre gobernará en lugar de los bandidos. él mismo lo dijo; pero esos
bandidos por lo menos son ellos mismos, no el fantasma de un
muerto.
ELENA.-No tomó su nombre siquiera..... se
llamaban igual, nacieron en el mismo pueblo...
MIGUEL.-No... no... así no. Lo prefería yo
cuando estuvo frente a mí en la universidad.
ELENA.-Eres tan joven, Miguel. Tus juicios, tus
ideas, son violentos y duros. Los lanzas como piedras y se deshacen como
espuma. Antes, en la universidad, acusabas a tu padre de ser un
fracasado; ahora...
MIGUEL.-Era mejor aquello. Todo era mejor que
esto. Ahora lo veo.
Julia
entra por la izquierda. Visiblemente ha estado oyendo parte de esta
conversación. Miguel se levanta y va hacía la ventana,
JULIA.-¿Qué pasa, mamá?
ELENA.-Nada.
JULIA.-No me lo niegues.
MIGUEL.-(Volviéndose
sin dejar la ventana) Has estado oyendo, ¿verdad? Escondida en la
escalera...
JULIA.-Así oíste tú lo que no debías oír: la
conversación entre papá y Navarro. Te vi desde arriba. ¿Por qué no
saliste entonces? ¿Por qué no te atreviste a decirle esas cosas a papá, frente
a frente?
ELENA.-¡Julia!
JULIA.-Para mí, como quiera que sea, papá será
siempre un hombre extraordinario... un héroe. Si lo hubieras observado en
estos días, dando órdenes, hablando al pueblo, sometiendo a los jefes, habrías
visto que nació para esto. Tuvo que esperar mucho tiempo, pero merecía
tener esta ocasión de...
MIGUEL.-Eres mujer. ¿Cómo no había de despertar
tus peores instintos el truco del héroe? Eso es lo que te tiene
seducida. Si no lo observé a él, era porque te observaba a ti. Para
quien no supiera que eras su hija, pudiste pasar por una enamorada de él.
Y además, claro, su heroísmo te dará lo que has deseado siempre: trajes, joyas,
automóviles.
ELENA.-¡Miguel,
te prohíbo...!
JULIA.-Pero si lo que habla en ti es la
inferioridad, la envidia...
MIGUEL.-¡Yo
no he mentido!
JULIA.-El era un buen profesor, tú, un mal
estudiante. Ahora, en el fondo, querrías estar en su lugar, ser tú
el héroe. Pero te falta mucho.
MIGUEL.-¡Estúpida! ¿No comprendes entonces lo
que es la verdad? No
podrías... eres mujer; necesitas de la mentira para vivir. Eres tan
estúpida como si fueras bonita.
ELENA.-(Interponiéndose
entre ellos) ¡Basta, Miguel!
JULIA.-No creas que me lastimas con eso. ¿Qué
es mi fealdad junto a tu cobardía? Porque tu afán de tocar la verdad no
es más que una cosa enfermiza, una pasión de cobarde. La verdad está
dentro, no fuera de uno.
ELENA.-¡Julia!
MIGUEL.-Créelo así, si quieres. Yo seguiré
buscando la verdad.
Pausa.
Julia va hacia la mesa, toma los telegramas y los lee uno por uno, con
satisfacción. Elena se sienta. Miguel, clavado ante la ventana, mira
hacía afuera.
JULIA.-Mira, mamá, del Presidente. (Se lo lleva)
ELENA.-(Toma el telegrama, pero no lo mira) Miguel...
MIGUEL.-¿Mamá?
ELENA.-¿Oíste toda la conversación con Navarro?
MIGUEL.-Casi toda.
ELENA.-Entonces debes decirme...
MIGUEL.-No recuerdo nada... la verdad que lo
que oí me llenó los oídos de tal modo que no pude oír otra cosa ya.
ELENA.-¿Amenazó Navarro a tú padre?
MIGUEL.-Supongo que sí.
ELENA.-Recuerda... es necesario que recuerdes.
Nunca he estado tan inquieta por él. ¿Qué dijo? ¿En qué forma lo amenazó?
MIGUEL.-¿Qué importancia tiene? Mi padre no
puede perder ahora.
ELENA.-¡Miguel! Por favor, piensa, hazlo por
mí.
MIGUEL.-(Después
de una pausa) Ahora recuerdo. Al
despedirse, Navarro dijo... sí: "Tú solo te has sentenciado... Será como
tú lo has querido".
ELENA.-(Levantándose)
Miguel, tu padre está en peligro, y tú lo sabías y te has quedado aquí a
decir esas cosas de él...
MIGUEL.-(Adelantando
un paso) ¿No te das cuenta de cómo me sentía yo... de cómo me siento?
ELENA.-¡Tu padre está en peligro!
MIGUEL.-¿No lo buscó él? ¿No mintió?
ELENA.-Debes ir pronto, Miguel. Debes cuidarlo.
Miguel
vacila.
JULIA.-No se atreve, mamá, eso es todo. Iré yo.
ELENA.-Yo lo sentía, lo sentía. (Se oprime las manos) Navarro va a
tratar de matarlo.
Julia corre hacía la puerta, a la vez que:
MIGUEL.-(Reaccionando
bruscamente) Tienes razón, mamá. Perdóname por todo. Iré...
trataré de cuidarlo; pero después... Seremos mi padre y yo, frente a frente. (Sale corriendo)
JULIA.-No pasará nada, mamá. ¡Tengo tanta
confianza en él ahora!
ELENA.-No sé... no sé. En el fondo,
Miguel...
JULIA.-Miguel está loco, mamá... busca la
verdad con fanatismo, como si no existiera. No le hagas caso.
ELENA.-Está en un estado tal... Y tú
también. Todas estas cosas que se han dicho ustedes dos...
JULIA.-(Con
una sonrisa) Así era de niño, mamá.
Y así era como Miguel se
decidía a pelear, para demostrarme que no era un cobarde.
ELENA.-Has sido tan dura...
JULIA.-Pero a nadie más le dejaría yo decirle
eso.
ELENA.-No sé... no sé... (Un poco hipnotizada por la inquietud) ¿Qué hora es?
JULIA.-Mediodía, mamá. Fíjate en el
sol. Ahora ya puedo saber la hora por el sol.
Elena, un
poco sonámbula, va hacía la ventana. Allí abre los brazos de modo que
toque los dos extremos del marco, y con la cabeza echada hacia atrás mira
intensamente hacia afuera. Julia sigue leyendo telegramas y subrayando su
interés con pequeños gestos de satisfacción. Elena parece una estatua.
Julia la mira.
JULIA.-Tranquilízate, mamá, por favor.
Dentro de poco estará aquí y seremos otros... Hasta Miguel.
ELENA.-(Sin
volverse) No puedo. Hace un momento
sentí el sol como un golpe en el pecho.
JULIA.-Hazlo
por él. No le gustaría verte así.
ELENA.-Miguel tiene razón. Nada bueno puede salir
de una mentira. Y, sin embargo, yo no he podido detener a César.
JULIA.-No hay mentira, mamá. Todo el pasado fue
un sueño, y esto es real. No me importan los trajes ni las joyas, como
cree Miguel, sino el aire en que viviremos. El aire del poder de mi
padre. Será como vivir en el piso más alto, de aquí, primero; de todo
México después. Tú no lo has oído hablar en los mítines, no sabes todo lo
que puede dar él, que fue tan pobre. Y todo lo que puede tener.
ELENA.-Yo no quiero nada, hija mía, sino que él
viva. Y tengo miedo.
JULIA.-Yo no; es como la luz, para mí.
Todos pueden verlo, nadie puede tocarlo. Y será lindo, mamá, poder hacer todas
las cosas, pensarlas con alas; no como antes, que todos los deseos, todos los
sueños, parecían reptiles encerrados en mí.
ELENA.-(Se sienta)
Quizá piensas en tu amor, y hablas así por eso. ¿Esperas que ese muchacho
te quiera viéndote tan alta? Yo no lo aceptaría entonces: sería interés.
JULIA.-Yo no lo quiero ya, mamá. Lo sé
desde hace dos semanas. Lo que amaba yo en él era lo que no tenía a mi
alrededor ni en mí. Pero ahora lo tengo, y él no importa. Tendré
que buscar en otro hombre las otras cosas que no tenga. Querer es
completarse.
ELENA.-Tengo miedo, Julia. Todas estas semanas,
mientras César iba y venía por el Estado, yo pensaba en la noche que el hombre
a quien yo quise ha desaparecido, y que hay otro hombre, formándose apenas, a
quien yo no quiero todavía. Si eligen a César...
JULIA.-Está
elegido ya, mamá, ¿no lo ves? Un elegido.
ELENA.-Si eligen a César, será el gobernador.
Lo rodeará gente a todas horas que lo ayudará a vestirse y lo alejará de mí.
Tendrá tanta ropa que no podrá sentir cariño ya por ninguna prenda... y yo no
tendré ya que remendar, que mantener vivas sus camisas ni que quitar las manchas
de su traje. De un modo o de otro, será como si me lo hubieran matado. Y
yo quiero que viva. (Se levanta
violentamente) Es preciso que no lo elijan, Julia, es preciso.
JULIA.-¿Estás loca? ¿No comprendes todo lo que
esto significa para todos? ¿No has sentido nunca deseos de vivir en la
luz? Será una vida nueva para todos.
ELENA.-Hablas como él.
JULIA.-Yo prepararé su ropa cada mañana, en tal
forma que no pueda tocar su corbata ni sentir su traje sobre su cuerpo sin
tocarme, sin sentirme a mí. Contigo consultará sus cosas, sus planes, sus
decisiones, y cuando las realice te estará viendo y tocando.
ELENA.-No me ha hecho caso ahora... no ha
querido hacerme caso. ¿Por qué? ¿Por qué? No. Que lo derroten, aunque lo
denuncien... que se burle de él y de su mentira toda la gente. Miguel
tiene razón. Que lo injurien, que lo escupan..
JULIA.-¡No hables así! ¿Por qué hablas así?
ELENA.-Yo lo consolaré de todo. Quiero
que viva.
JULIA.-Quieres que muera.
ELENA.-Quiero que muera el fantasma y que viva
él; que muera su muerte natural, propia. Que viva. (Pausa. En el silencio del mediodía se oye un claxon de automóvil, bastante
próximo. Elena se sobresalta) ¡Un coche!
JULIA.-(Corriendo
a la ventana, desde allí) Son Guzmán y Miguel, mamá.
ELENA.-¿Vienen otros coches?
Julia no
contesta. Elena queda inmóvil en el centro mirando hacia la puerta. Julia se
reúne con ella. Entran Miguel y Guzmán.
ELENA.-Miguel... (Espera. Miguel baja la cabeza. En silencio)
JULIA.-¿Qué ha pasado?
GUZMAN.-(Jadeante)
Señora...
ELENA.-¿Han... herido a César? (Guzmán baja la cabeza) No... Lo han
matado, ¿verdad?
GUZMAN.-Encontré al muchacho en el camino,
señora, corriendo. Ya era tarde.
ELENA.-(Contenida)
¿Cómo fue? ¿Navarro?
GUZMAN.-Para mí, fue él, señora. Pero allí
mataron al que disparó. Bastó un tiro. Apenas acabábamos de llegar, y el
general iba a sentarse cuando... En el corazón.
JULIA.-Mamá...
Le agarra
las manos. Es un dolor incrédulo el de las dos, que va desenvolviéndose y
afirmándose poco a poco.
ELENA.-¿Dice usted que mataron al hombre que
disparó
GUZMAN.-EL pueblo lo hizo pedazos, señora.
Ruido de
automóviles fuera.
ELENA.-(Lenta,
con voz blanca) Pedazos.
Se vuelve
hacia la pared, muy erguida,. Julia llora sin extremos, nada más bajando
la cabeza y dejando correr sus lágrimas. Miguel se deja caer en un asiento.
Ahora se oyen voces. En el umbral de la puerta aparece Navarro.
GUZMAN.-¡Tú! ¿Cómo te atreves ... ?
NAVARRO.-(Avanzando)
Señora, permítame presentarle mis condolencias más sinceras. Su
marido ha sido víctima de un cobarde asesinato.
Miguel,
pasando por detrás de ellos, cierra la puerta.
GUZMAN.-Y tan cobarde. Creo que yo tengo
idea de quién es el asesino.
MIGUEL.-(En
primer término derecha) Yo también.
NAVARRO.-(Imperturbable)
El asesino de César Rubio, señora, fue un fanático católico.
GUZMAN.-¡Fuiste tú!
NAVARRO.-Fue un fanático, como puede probarse.
En su cuerpo se encontraron un crucifijo y varios escapularios.
GUZMAN.-No tiene caso calumniar a nadie.
Sabemos de sobra...
ELENA.-(De
hielo) Váyase usted, general Navarro. No sé cómo se atreve a
presentarse aquí, después de...
La
interrumpe un tumulto creciente, afuera. Las voces se multiplican en un
rumor de tormenta. Navarro se inclina, se dirige a la puerta, la abre y
sale después de una mirada a la familia. Se escucha un rumor hostil.
Luego, cada vez más distintamente, la voz de Navarro que grita:
LA VOZ DE NAVARRO.-¡Camaradas! He venido a
decir a la viuda de César Rubio mi indignación ante el vil asesinato de su
marido. Aunque hay pruebas de que el asesino fue un católico, no falta quien se
atreva a acusarme. (Murmullo hostil.
Guzmán va a la puerta y sale) Estoy dispuesto a defenderme ante los
tribunales y a renunciar a mi candidatura hasta que se pruebe mi inocencia...
LA VOZ DE GUZMAN.-¡Mentira! ¡Mentira! ¡Fue él y
todos lo sabemos!
Murmullo
hostil, pero indefinible.
LA VOZ DE NAVARRO.-No contestaré. César Rubio
ha caído a manos de la reacción en defensa de los ideales revolucionarios. Yo
lo admiraba. Iba a ese plebiscito dispuesto a renunciar en su favor, porque él
era el gobernante que necesitábamos. (Murmullo
de aprobación) Pero si soy electo,
haré de la memoria de César Rubio, mártir de la revolución, víctima de las
conspiraciones de los fanáticos y los reaccionarios, la más venerada de todas.
Siempre lo admiré como a un gran jefe. La capital del Estado llevará su nombre,
le levantaremos una universidad, un monumento que recuerde a las futuras
generaciones... (Lo interrumpe un clamor
de aprobación) ¡Y la viuda y los hijos de César Rubio vivirán como si él
fuera gobernador! (Aplausos sofocados)
ELENA.-(Agitando
una mano como quebrada) Cierra, Miguel. Las puertas, las ventanas,
ciérralo todo.
MIGUEL.--No, mamá. Todo el mundo debe
saber, sabrá... No podría yo seguir viviendo como el hijo de un fantasma.
ELENA.-(Deshecha)
Cierra, Julia. Todo se ha acabado ya.
Julia,
vencida, se dirige a cerrar la ventana primero, luego la puerta.
Penumbra. El rumor exterior se hace menos perceptible.
MIGUEL.-¡Mamá! (Solloza sin ruido)
ELENA.-Ese es otro hombre. El nuestro... (No puede seguir. Llaman a la puerta) No
abras, Julia.
Tocan
nuevamente. Miguel abre con lentitud. Entra Estrella; Salinas y Guzmán
tras él.
ESTRELLA.-(Solemne,
con esa especie de alegría de serlo que acompaña a los demagogos) Señora,
el Presidente ha sido informado ya de este triste suceso. (Miguel, vuelto hacía ellos, escucha) El
cuerpo del señor general Rubio será velado en el palacio de
gobierno. Vengo para llevarlos a ustedes allí. Se le tributarán
honores locales de gobernador; pero, además, considerando que se trata de un
divisionario y de gran héroe, su cuerpo recibirá honores presidenciales y
reposará en la Rotonda de los Hombres llustres. Usted, señora, tendrá la
pensión que le corresponde. El gobierno revolucionario no olvidará a la familia
de su héroe más alto.
ELENA.-Gracias. No quiero nada de eso. Quiero
el cuerpo de mi marido. Iré por él.
(Camina hacia la puerta, Julia la sigue) Tú quédate.
JULIA.-Mamá, iremos todos. Y se le harán
los honores. (Elena la mira) ¿No
comprendes?
SALINAS.-No entiendo, señora...
ESTRELLA.-César Rubio pertenece al pueblo,
señora.
GUZMAN.-(Detrás
de ellos, sañudo) Nos pertenece a nosotros para siempre.
JULIA.-¿No comprendes, mamá? El será mi
belleza.
Elena
hace un esfuerzo para hablar, sin lograrlo. Agita un poco una mano.
Estrella la toma del brazo. Salen. Miguel queda inmóvil en la escena. Los
murmullos y las voces desaparecen en un silencioso homenaje a la
viuda. Después de un momento entra Navarro.
MIGUEL.-¿Usted? Tengo que aclarar algo, primero
con usted, luego con todo el mundo.
NAVARRO.-(Brutal)
¿Qué es lo que sabe usted?
MIGUEL.-Sé que usted mató a mi padre. (Con una violencia incontenible) Lo sé.
¡Oí su conversación!
NAVARRO.-(Estremecido)
¿Si? (Se sobrepone) Oiga usted lo que
dice el pueblo que presenció los acontecimientos, joven. El asesino fue un
católico: puedo probarlo. Mis propias gentes trataron de aprehenderlo.
MIGUEL.-Y para mayor seguridad, lo mataron.
Para borrar todas las pruebas. Mató usted a mi padre y a su asesino
material, como mató usted a César Rubio. ¡Lo oí todo!
NAVARRO.-(Turbado
y descompuesto) Su dolor no lo deja... (Desafiante
de pronto) ¡No podría usted probar nada!
MIGUEL.-Eso no puedo remediarlo ya. Pero
no voy a permitir esta burla: la ciudad César Rubio, la universidad, la pensión.
¡Usted sabe muy bien que mi padre no era César Rubio!
NAVARRO.-¿Está usted loco? Su padre era
César Rubio. ¿Cómo va usted a luchar contra un pueblo entero convencido de
ello? Yo mismo no luché.
MIGUEL.-Usted mató. ¿Era más fácil?
NAVARRO.-Su padre fue un héroe que merece
recordación y respeto a su memoria
MIGUEL.-No dejaré perpetuarse una mentira
semejante. Diré la verdad ahora mismo.
NAVARRO.-Cuando se calme usted, joven,
comprenderá cuál es su verdadero deber. Lo comprendo. Yo, que fui enemigo político
de su padre. Todo aquel que derrama su sangre por su país es un héroe. Y México
necesita de sus héroes para vivir. Su padre es un mártir de la
revolución.
MIGUEL.-¡Es usted repugnante! Y hace de
México un vampiro... pero no es eso lo que me importa... es la verdad, y la
diré, la gritaré.
NAVARRO.-(Se lleva la mano a la pistola. Miguel lo mira con desafío. Navarro
reflexiona y ríe) Nadie lo creerá. Si insiste usted en sus desvaríos, haré
que lo manden a un sanatorio.
MIGUEL.- (Con
una frialdad terrible) Sí, sería usted capaz de eso. Aunque me cueste la
vida...
NAVARRO.- Se reirán de usted. No podría usted
quitarle al pueblo lo que es suyo. Si habla usted en la calle, lo tomarán como
un loco. (Saluda irónicamente el cartel
de César Rubio) Su padre era un gran héroe.
MIGUEL.- Encontraré pruebas de que él no era un
héroe y de que usted es un asesino.
NAVARRO.- (En
la puerta) ¿Cuáles? Habrá que probar una cosa u otra. Si dice usted que soy
un asesino, gente mal intencionada podría creerlo; pero como también piensa
usted decir que su padre era un farsante, nadie le creerá ya. Es usted mi mejor
defensor, y su padre era grande, muchacho. Le debo mi elección.
Sale. Se
oye un clamor confuso afuera. Luego, voces que gritan: ¡Viva Navarro!
LA VOZ DE NAVARRO.-¡No, no, muchachos! ¡Viva
César Rubio!
Un
"viva César Rubio" clamoroso se deja oír. Miguel hace un movimiento
hacia la puerta; luego sale rápidamente por la izquierda. Ruido de voces y
automóviles en marcha, afuera. Pequeña pausa, al cabo de la cual Miguel reaparece
llevando una pequeña maleta. Se dirige a la puerta derecha. De allí se vuelve,
descuelga el cartel con la imagen de César Rubio, después de dejar
su maleta en el suelo. Dobla el cartel quietamente, y lo coloca sobre el escritorio. Luego empuja con el pie
el rollo de carteles, que se abre
como un abanico en una múltiple imagen de César Rubio.
MIGUEL.-¡La verdad!
Se cubre un momento la cara con las manos y parece
que va a abandonarse, pero se yergue. Entonces toma, desesperado, su maleta.
En la puerta se cerciora de que no queda nadie afuera. El sol es cegador. Miguel sale, huyendo de la sombra misma de César Rubio, que
lo perseguirá toda su vida.
ELENA.- (Lenta,
con voz blanca) Pedazos. (Se vuelve
hacia la puerta, muy erguida. Julia llora sin extremos, nada más bajando la
cabeza y dejando correr sus lágrimas. Miguel se deja caer en un asiento)
Se oye un tumulto hostil afuera y, dominándolo:
LA VOZ DE NAVARRO.-¡Camaradas! Vengo a decir a
la viuda de César Rubio mi indignación ante el vil asesinato de su marido.
GUZMAN.-¡Navarro! ¿Cómo se atreve...? (Sale con violencia dejando la puerta
abierta)
LA VOZ DE NAVARRO.-Hay pruebas de que el
asesino fue un católico. En su cuerpo se encontraron un crucifijo y varios
escapularios...
LA VOZ DE GUZMAN.-¡Mentira! ¡Mentira! ¡Fue él y
todos lo sabemos!
Murmullo
hostil pero indefinible.
LA VOZ DE NAVARRO.-No contestaré. Estoy
dispuesto a responder ante los tribunales y a renunciar a mi candidatura hasta
probar mi inocencia. César Rubio ha caído a manos de la reacción en defensa de
los ideales revolucionarios. Yo lo admiraba. Iba a ese plebiscito para
renunciar en su favor porque él era el gobernante que necesitábamos. (Murmullo de aprobación) Si soy electo,
haré de su memoria la más venerada de todas porque era un gran jefe. La capital
del Estado llevará su nombre, le levantaremos una universidad, un monumento que
recuerde a las generaciones futuras... (Lo
interrumpe un clamor de aprobación)
ELENA.-(Agitando
una mano como quebrada) Cierra, Miguel, las puertas, las ventanas, ciérralo
todo.
MIGUEL.-(Yendo
hacía la puerta) No, mamá. Todo el mundo debe saber, sabrá... No
permitiré esta burla: la ciudad César Rubio, la universidad, ¡no!
ELENA.-(Deshecha)
Cierra, Julia. Todo se ha acabado ya.
Julia se
dirige pasivamente a cerrar la ventana. Miguel, vencido por la voz de su
madre, se detiene ante la puerta y, al fin, la cierra. Penumbra. El rumor
exterior se hace menos perceptible.
MIGUEL.-¡Mamá! (Solloza sin ruido)
ELENA.-Ese es otro hombre. El nuestro... (No puede seguir. Llaman a la puerta) No
abras, Julia.
Tocan
nuevamente, Miguel abre. Entra Navarro. Tras él, Guzmán.
NAVARRO.-
(Avanzando bajo la mirada fija e indefinible de Miguel) Señora, permítame
presentarle mis condolencias más sinceras. Su marido ha sido víctima de un
cobarde asesinato.
GUZMAN.-Y tan cobarde. Yo sé que fuiste tú.
MIGUEL.- (En
primer término derecha, entre Navarro y la
puerta) Yo también.
NAVARRO.- (Imperturbable)
El asesino de César Rubio fue un fanático católico.
ELENA.- (De
hielo) Váyase usted, general Navarro. No sé cómo se atreve a presentarse
aquí después de...
La
interrumpe el abrirse de la puerta. Entran Estrella y Salinas, al mismo tiempo
que Navarro, que iba a salir y que retrocede para dejarlos entrar, se borra
insensiblemente al fondo, en el comedor.
ESTRELLA.-(Solemne,
con esa especie de alegría de serlo que
acompaña a los demagogos) Señora, el señor Presidente de la República ha
sido informado de este triste suceso. El cuerpo del señor general Rubio
será velado en el palacio de gobierno; pero, considerando que se trata de un
divisionario y de un gran héroe, recibirá honores presidenciales y reposará en
la Rotonda de los Hombres Ilustres. Usted, señora, tendrá la pensión que
le corresponde. El gobierno revolucionario no olvidará a la familia de su
héroe más alto.
ELENA.-Gracias. No quiero nada de eso. Quiero
el cuerpo de mi marido. Iré por él.
(Camina hacia la puerta. Julia la sigue) Tú quédate.
SALINAS.-No entiendo, señora...
ESTRELLA.-César Rubio pertenece al
pueblo, señora.
GUZMAN.-(Detrás
de ellos, sañudo) Nos pertenece a
nosotros para siempre.
JULIA.-Iremos todos, mamá, y se le harán los
honores. ¿No comprendes? Eso (muy
bajo) será mi belleza.
Elena
hace un esfuerzo para hablar, sin lograrlo. Siente que ha perdido
definitivamente al hombre que fue suyo: no tendrá ni su cuerpo. Agita un poco
una mano y la deja caer. ¿Para qué hablar ya? Estrella la toma del brazo;
Julia le pasa una mano por la cintura. Salen, seguidos por Guzmán y
Salinas. El rumor exterior se apaga como un homenaje a la familia del
héroe. Miguel permanece en escena, indeciso. Mira hacia la puerta y mueve
la cabeza. Navarro sale del comedor y avanza hacia él.
NAVARRO.-¿Qué es lo que sabe usted?
MIGUEL.-(Con
una violencia incontenible) Sé que usted mató a mi padre y a su asesino
material como mató al verdadero César Rubio.
NAVARRO.- (Desafiante)
No podría usted probar nada.
MIGUEL.- (Cara a cara con él) No lo mato porque quiero probar la verdad primero, y
para eso tiene usted que vivir. Es usted un asesino y mi padre no era un
héroe. Encontraré pruebas.
NAVARRO.-Si está usted loco, lo encerraremos.
Todo aquel que derrama su sangre por su país es un héroe, y México necesita de
sus héroes para vivir. Su padre fue un héroe y un mártir de la
revolución.
MIGUEL.-Es usted repugnante y hace de México,
de la revolución, un vampiro. Pero caerá usted. Yo diré, yo gritaré
la verdad ahora mismo. (Va a la puerta)
NAVARRO.-(Con
una frialdad de muerte) Se reirán de usted. Si dice que yo soy un
asesino, gente mal intencionada podría creerlo; pero si jura que su padre era
un farsante, nadie lo creerá ya. No se puede luchar contra la credulidad
de un pueblo entero. Es usted mi mejor defensor, y su padre era grande,
muchacho: le debo mi elección,
Aparta a
Miguel de la puerta y sale. Se oye un clamor confuso afuera. Luego una
voz que grita: ¡Viva
Navarro!
LA VOZ DE NAVARRO.-No, no, muchachos. ¡Viva
César Rubio!
Un ¡Viva César Rubio! clamoroso se deja oír. Miguel hace un movimiento hacia la puerta, luego
sale rápidamente por la izquierda. Ruido de voces y de automóviles en marcha,
afuera. Breve pausa al cabo de la cual reaparece Miguel llevando una
pequeña maleta. Se dirige hacia la puerta derecha. De allí se vuelve,
descuelga el cartel con la imagen de César Rubio, después de posar su maleta en
el suelo. Dobla el cartel quietamente y lo coloca sobre el escritorio.
Luego empuja con el pie el rollo de carteles, que se abre como un abanico en
una múltiple imagen de César Rubio.
MIGUEL.-¡La verdad! (Se cubre un momento el rostro con las manos y parece a punto de
abandonarse, pero se yergue. Entonces toma, desesperado, su maleta.
En la puerta se cerciora de que no queda nadie, afuera. El sol es
cegador. Miguel sale, huyendo de la sombra misma de César Rubio, que lo
perseguirá toda su vida)
TELON