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12/12/10

El viaje interminable, monólogo de Jorge Dávila Vázquez, escritor de Cuenca, Ecuador


Jorge Dávila Vázquez











 


Jorge Dávila Vázquez

EL VIAJE INTERMINABLE
Monólogo

(El personaje es un hombre mayor, una persona común y corriente. Viste un traje raído, sin llegar a los extremos de la miseria, y su apariencia es más o menos cuidada. Únicos elementos escénicos son una pequeña mesa, encima de la cual hay una caja de lata llena de viejas fotos, una botella con cierto carácter y una copa diminuta. Las transiciones y pausas que se señalan en el texto marcan cambios de tono y de tema, pero, a veces, solamente simples variaciones de matiz.
Como sugerencias para el montaje: adecuados cambios de luz, sobre todo al fin, cuando la mente del protagonista se va oscureciendo; y en ciertos momentos de evocación concreta, como los que tratan sobre París o Venecia, una música suave de fondo. También  puede resultar interesante proyectar fotos antiguas, no necesariamente de los lugares que se mencionan, sobre todo para ambientar la pieza y crear la atmósfera de un viaje un tanto irreal.)

-Guardo, como si fuese un tesoro, esta hermosa botella de un ron haitiano de ciento cincuenta años, que me obsequió un joyero de Marsella, en uno de mis viajes. Ese licor delicioso, fino, perfumado, le había llegado a su abuelo, bisabuelo, o qué sé yo, en un tiempo en que esa media isla atormentada era colonia francesa… Soy un hombre ordinario, tranquilo, pero tengo mis manías como todo el mundo (pregunta al público) ¿Ustedes no tienen manías? Me han dicho que usted, señorita, duerme con su gato, con el que mantiene largos diálogos; me cuentan que tú, joven estudiante, recoges los pasos de una muchacha a la que amas y no te atreves a declararle tu amor, que vas tras ella y que cuando alguien te pregunta qué haces le respondes: “aquí, recogiendo pasos”; y usted, doctor, ¿no es verdad que guarda celosamente en una cajita el único beso que le diera una hermosa mujer, con la que no pudo casarse, por la oposición de las familias? Y tú…
(Transición)
Todos, todos guardamos alguna de esas pequeñas locuras oculta en el fondo más oscuro de nuestros corazones. Claro que, luego, decimos que no, que no tenemos manías. En mi caso, más allá de esa insignificante manía de guardar por más de cuarenta años una botella con cinco dedos de licor añejísimo, y solo ofrecerlo a mis visitantes, en una copa pequeña como un dedal (muestra la copa diminuta) y atesorar mi colección de viejas, viejas fotos de viajes, en esta caja de lata que alguna vez contuvo galletas de ésas que solo se pueden conseguir en Europa, ay (largo suspiro)… Europa… Bueno, decía que más allá de mis manías mínimas, soy un ser sencillo, ordinario, y alguien que guarda un gran culto por la amistad; tomemos por ejemplo ese frasquito, que me acompaña casi medio siglo, como testimonio de un encuentro amistoso con un hombre culto, viajero incansable, magnífico conservador, perdón, conversador, y un grande y cordial anfitrión. Recuerdo siempre con afecto al señor Perrin, en su joyería de la Canebière, la calle más importante de Marsella, que iba desde el Viejo Puerto hasta el Palacio de Longchamps. ¿Conoce usted Marsella? ¿No? Y usted? (Hace la pregunta a varias personas del público). Pues mire, yo tengo aquí (abre la caja que reposa sobre la mesa) unas fotos muy lindas de la ciudad. Venga (invita a una persona imaginaria, con la que va a dialogar a lo largo de casi toda la pieza). Éste es el Viejo Puerto, fíjese como forma una media luna que entra en la ciudad, mire como las casas se edifican en torno de esta especie de herraje. Bello, ¿no? Y acá, en lo alto de la pequeña colina, la iglesia de Nôtre Dame du Port…. No, no, no era du Port, del puerto, aunque Marsella sea uno. ¿Cómo era su nombre? (queda pensativo un momento) Vaya, lo olvidé. Recuerdo, en cambio, una película que se llamaba Fanny, en ella, la protagonista, una muchacha marsellesa, subía hasta el templo y la alta torre coronada por una estatua de la Virgen, que custodia la ciudad y su entrada marítima. Guardé en mi memoria esa escena – ¡eso es, guardar, Nôtre Dame de la Garde, eso es, eso es: nuestra Señora de la Guarda, ése es su nombre!-; decía que guardé esa escena entre mis recuerdos, sin pensar que años después yo haría lo mismo que Fanny ¿Puedo ofrecerle una copita de ron? Es un viejo licor que me diera hace muchos años un joyero de Marsella, el señor Perrin (sirve el licor), no, no lo tome sin antes sentir el aroma del ron haitiano de ciento cincuenta años. Sienta, sienta, ese perfume, que evoca los perfumes que solo se hacen en Europa… ah, Europa.
(Bebe a pequeños sorbos. Transición)
-Sabe, el Mediterráneo es azul. Usted lo toma en la palma de su mano, ahuecándola así (se inclina al borde del escenario). Mire, es azul. Por eso lo franceses tienen una Costa Azul, y créame que no mienten.
Recuerdo que desde Marsella, por la Costa Azul, fui en tren a Italia. Fuimos… (Vuelve a preguntar a personas del público) ¿Conoce usted Italia? ¿Pero cómo es posible que no conozca Italia? Es un país maravilloso. (Se vuelve al interlocutor imaginario). Supongo que usted tampoco conoce Italia. Sabe, toda la cultura del mundo occidental está concentrada en Italia. Piense un poco: los mayores poetas nacieron allí, desde Virgilio, Horacio, Ovidio, Catulo hasta Salvatore Cuasimodo y… ¿cómo se llama el otro?, ése que escribió un poema pequeñito: “De otros diluvios, una paloma escucho”. ¿Se imagina? Qué belleza de texto: escuchar el vuelo, el paso, la llegada de una paloma de otros diluvios… ¿De cuáles?, se pregunta uno, absorto, ¿de los de la antigüedad?, ¿de aquellos que están en las leyendas de muchos pueblos, o de una de esas inundaciones de dolor que no dejan nada en pie, y para las que no hay un arca que te salve?
(Transición)
Sabe? Yo le tengo una simpatía muy grande al buen viejo Noé, incluso una vez escribí un pequeño poema. ¿Cómo era? Ah, ya…

Todos te miran
con desprecio.
“Está loco”, murmuran.

Pero tú sigues
construyendo
tu mundo:
esa arca
en la que encierras
los animales
de la tierra
y el cielo
y los pocos humanos
que aún tienen
una pizca de fe
en tus sueños
proféticos,
en tus delirios
de agua.

Y por qué simpatizó con el viejo Noé? Quizás porque es el ejemplo más noble del ser humano que tiene un ideal y lucha por él, aunque todos le digan que está chiflado (Pausa). ¿Cree que estoy loco? Alguna gente en esta ciudad piensa que he perdido la cabeza. Tal vez por eso me siento cerca de Noé, pues todo el mundo creía que era un orate. Dicen que no estoy en mis cabales, porque tengo una especie de tema fijo: mis viajes, y el deseo de compartir los recuerdos que atesoro de ellos, con la gente. (Empieza a exaltarse, gradualmente, hasta que hacia el fin de esta escena, termina en un verdadero delirio) ¿Será eso una locura? ¿Qué dice usted? Hábleme, diga algo, por favor. Me parece que ya le comenté antes, que me gusta que la gente me visite, que me hace falta conversar con alguien, porque estoy muy solo, y uno cuando está solo, cuando no tiene a nadie, empieza a hablar consigo mismo, a decirse cosas. Yo, por ejemplo, me digo: Nicolás Perdomo, con toda esa plata que gastaste en viajar, pudiste haber vivido muy bien… como un rey. Bueno, no como un rey, pero, al menos como un príncipe, como un señor. Sí, claro, me respondo, claro; pero recuerdo que mi madre, que nunca se había movido de esta ciudad, que entonces no era más que un pueblo, repetía aquello de que “viajar es vivir dos veces”. Así, pues, si muero, no es tan importante, no te parece, Nicolás? Total, ya he vivido dos veces, dos veces, dos veces…
(Transición)
 Pero tengo necesidad de compartir con alguien todo eso que llevo adentro. Antes, mis vecinos, mis amigos, mis parientes, venían a visitarme y a ver las fotos de Europa, y se quedaban un rato, y charlábamos, pero, poco a poco, dejaron de venir, me abandonaron, y me fui quedando solo, solo, y créame, la soledad es terrible, es el peor mal que puede padecer un hombre. No, no, no se vaya, quédese, le serviré una copa más de mi precioso ron de ciento cincuenta años, recuerdo del señor Perrin de Marsella. ¿Le he hablado de él? Un buen hombre, gentil, generoso, un poco apegado a la tradición, a la memoria de su antepasado, el colono de Haití, a su negocio de la calle… (Queda como en blanco, unos instantes).  No se vaya, por favor, quédese, quédese, tengo tantas cosas que contarle, tantas, tantas, tantas….
 (Tansición)
-Sabe? La gente, bueno, cierta gente de los pueblos, de las ciudades pequeñas, es media especial. Yo diría que hasta un poco perversa. ¿Por qué cree usted que han dejando de venir mis conciudadanos, como se dice en los discursos? Pues, he llegado a saber que decían que les cansaba con mi discurso en torno a mis viajes, y con mi nostalgia de Europa. Ahora soy una persona de pocos recursos, y, realmente, no tengo mucho que ofrecer, por eso solo brindo una pequeña copa de ron, pero lo hago muy cordialmente. También eso llego a ser motivo de crítica: sé que murmuran que el ron haitiano de ciento cincuenta años se terminó hace mcuho, y que lo que les ofrezco son unas gotas miserables de alguna bebida barata y demasiado aromática. Yo jamás sería capaz de una impostura así. ¿Se imagina? Profanar el recuerdo del señor Perrin, el joyero de Marsella que... En fin… Cada uno da lo que tiene, y, ciertamente no era mucho lo que yo podía darles ni en otra época, peor ahora. Pero lo que más me ha dolido fue un comentario que hicieron algunos vecinos malintencionados… Más adelante le contaré. Gracias por quedarse. En dónde estábamos, ah, sí en el viaje por la Costa Azul hacia Italia. A usted no le convence lo que le he dicho sobre Italia como centro de la cultura de Occidente; pero piense, por favor, ¿qué país puede decir que tuvo unos artistas geniales en el Renacimiento, como Miguel Ángel, Leonardo, Rafael? Solo quien ha sentido una especie de éxtasis en la Capilla Sextina, en la basílica de San Pedro, en los museos, ante la obra de estos seres privilegiados puede decirle algo sobre su grandeza que es la grandeza de Italia y Occidente. Y aunque yo no soy particularmente religioso, le pido que me diga, en dónde nació el santo más atractivo de la cristiandad, Francisco de Asís, el poeta de la naturaleza y de todos los pequeños seres? En Italia, por supuesto.  Italia… Él escribió El cántico de las criaturas, ¿lo conoce:
“Alabado seas, mi Señor,
en todas tus criaturas,
especialmente en el hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas… nos iluminas… nos iluminas”
¡Qué lástima! He olvidado lo demás, pero estoy seguro que todo es muy conmovedor, muy bello. Lo que pasa es que mi memoria, a ratos, me traiciona. (Pausa)
Recuerdo que llegamos a Venecia en la mañana, muy temprano, y decidimos caminar. Nada de góndolas, nada de barquitos, caminar, aunque estábamos cargados de maletas. Nos perdimos, en ese laberinto de viejos palacios putrefactos, con mi compañera de viaje –una mujer encantadora. Quizás debí casarme con ella, aunque mi madre decía que era una vividora, que no le interesaba más que la pequeña fortuna que heredé de mi padre, y que, como decían los vecinos, la “hice cantar”. Era una mujer hermosa, inteligente, llena del don de la observación; solo que, en verdad, no me amaba. No. Y es una pena, pues era alguien excepcional. Estaba atenta a los menores detalles, sabía tantas cosas. Era grato viajar con ella. Quizás si no hubiera ocurrido lo de París, habríamos continuado viajando mucho tiempo, pero talvez mamá tenía razón, y era una vividora. Querida Nancy, nunca volví a saber nada de usted. Cuando volví a Paris, después de la muerte de mamá, nadie me dio razón de usted, nadie. Pregunté en el pequeño bar de la esquina del parque Monceau, en el Hotel de Artois, en el barrio del Marais, en la antigua casa de madame Couteau ( Pausa)
Debí pensar, en el momento en que me habló usted de ella, que no era un buen augurio que se llamase Couteau, que como bien sabe, significa cuchillo, la señora Cuchillo, pero no le dije nada. Estaba tan dolido.
Ninguna persona se acordaba de la anciana señora. Y la busqué a usted, Nancy querida, por todo lado, pero no hubo un ser humano que supiese algo de algo... Los europeos tienen tan poca memoria para lo que no sea su propia vida. Nancy, ¡y usted que quiso quedarse en Paris! Recuerdo que me decía con ese tono de voz que se me ha grabado: “Yo, en París, Nicolás, aunque sea… (Mima la imagen de una mujer que fuma, que mira ambiguamente, que hace la calle), pero en París”. No tuvo necesidad de llegar a tanto. Un día, en el Teatro Odeón, una vieja madame le propuso que fuese su dama de compañía y usted aceptó la propuesta, y cumplió su sueño de quedarse en París. A veces pienso que la señora Couteau-Cuchillo murió, dejándole sus bienes en herencia, y que con ese dinero usted vive tranquila y feliz en esa antigua y fea urbe a la que llaman “La Ciudad Luz”, no sé por qué, seguramente porque quienes así la bautizaron nunca la han visto en las tardes grises y oscuras del invierno. ¡Felicidades, Nancy!
(Transición)
Pero hay ocasiones en que me pongo triste, Nancy, y creo que muerta madame Couteau, usted quedó desprotegida, y, a lo peor terminó en la calle, sola, enferma, como esas heroínas de las novelas del XIX, que a usted le gustaban tanto. Créame, si hasta la escucho toser, en medio del frío de la medianoche, mientras, avejentada, pobre y sola, espera inútilmente a sus clientes que nunca llegan. En mis viajes la recordaba con más intensidad, porque fue la compañera ideal de ese primer maravilloso encuentro con Europa, esa otra anciana dama que tiene alguna que otra cicatriz, pero que sigue siendo tan atractiva. Europa… (Suspiro, pausa), Europa, que recorrimos juntos, aunque mis malvados vecinos dicen que nunca estuve allá, que me tomé unas cuantos fotos de estudio, con el fondo de esos telones pintados con góndolas, iglesias, palacios; que tiré la herencia de mi padre en sitios de mala muerte y peor fama, por ahí en las ciudades de la costa, y luego volví con las historias de viajes, habiendo, simplemente, leído en algún libro cosas sobre los sitios de los que hablaba. ¡Gentes perversas, calumniadoras, infames! Pero acá todo el mundo la conocía a usted Nancy. ¿Verdad? (Pregunta al público, sin obtener respuesta alguna). No es posible que ninguno de ustedes recuerde a la bella Nancy, con quien paseábamos largamente por la orilla del río, por el parque central, y por los sitios más bonitos de esta pequeña ciudad, que puede ser muy atractiva cuando se la mira con atención, aunque guarde en su seno unos pocos sujetos amargados, calumniadores, capaces de hacer mucho daño. Sí, Nancy, han llegado al extremo de decir que usted es una más de mis invenciones, que no existió jamás… que no existió más que en mi mente…, que no existió… ¡qué dolor!
(Transición)
Nancy, ¿fue bello ese viaje, verdad? En donde esté, seguro que lo recordará con ternura, con emoción. Todo fue encantador, hasta que llegamos a esa horrible Paris de sus sueños y de mis pesadillas. ¿Qué tenía esa ciudad tan vieja, como la misma señora Couteau, y tan maquillada como ella, para parecer joven y hermosa, que la atrajera tanto, mi querida Nancy? Todo es viejo en París. De acuerdo, todo es viejo en Europa, y quizás esa vejez es su mayor atractivo: viejas calles, viejas edificaciones, viejos parques con estatuas verdosas por la humedad y la herrumbre, viejas iglesias que parecen al borde del hundimiento. Todo es así allá, pero en París se siente más esa atmósfera de caída, de hundimiento, de decadencia.
(Transición)
-Sí, Nancy, ¿recuerda que yo le había dicho eso, en el amanecer de Venecia, durante nuestro paseo por los laberintos de una ciudad poco turística, sucia, maloliente? “Es la decadencia”. Quizás el recuerdo de una novela que habíamos leído en el viaje, “Muerte en Venecia”, contribuyó a esa mala imagen del lugar.
(Transición)
Cuando ya estuvimos un poco descansados salimos de nuevo en busca de la otra Venecia, la turística, la de calendario. Mi compañera de viaje tenía algo que llaman el mareo de tierra, pues se bajaba de las embarcaciones y seguía con la sensación de que estuviera oscilando, como si continuase en las sucias aguas de los canales. El Mediterráneo es azul. Usted lo toma en su mano, y lo mira, azul, pero el Adriático tiene un color terroso, oscuro, enfermizo. Italia es el país más bello del mundo, y Venecia es una joya construida sobre las aguas, pero, a ratos, Venecia es el sitio más horrible de la tierra, igual que en esa novela de Thomas Mann. Sí, igual, igual. Un lugar al borde del hundimiento, podrido, terrible, y que puede ser asolado por la peste. Una peste que aterra al protagonista de ese tremendo pequeño libro, hasta que lo infecta y termina con él.  (Pausa)
-Desde una callecita, entramos en la plaza, y oímos el rumor, como una marea viva. ¡Eran las palomas! Sí, ellas producían ese ruido. Todas ellas, juntas, simultáneamente. ¿Cómo se llama eso que hace una paloma (imita el sonido del zureo, y pregunta al público)
Una voz.- Zurear.
-Sí, eso, eso. Imagínese usted, miles de palomas zureando al mismo tiempo. Es algo tremendo, imposible de describir. Zureando, y nosotros sin lograr entender el origen de ese rumor de mar vivo, sin llegar a convencernos que se estaba originando allí mismo, a nuestros pies. Y Nancy sonriendo, “ahora sí soy un barco en tierra, en medio de este mar de palomas, Nicolás”. (Transiciones)
Escucho, de otros diluvios… Ya, ya recuerdo, Giuseppe Ungaretti, así se llamaba el poeta de esos versitos mínimos sobre la paloma y el otro diluvio. ¿Recuerda?
Y toda esa plaza sonando como un mínimo, pero intenso oleaje. Seguro que él estuvo allí, tal vez un momento a la deriva, como Nancy y yo, y vivió esa experiencia antes de escribir el poema. De otros diluvios, una paloma, cien palomas, mil palomas, miles de ellas… En esa plaza veneciana, frente a  la iglesia que tiene un reloj y unos caballos y unos adornos dorados. ¿Cómo se llamaba?
Una voz.- San Marcos.
-Sí… (pensativo) San Marcos. Sabe, empiezo a olvidar muchas cosas últimamente, ¡qué espanto! A lo mejor pronto no sabré siquiera quién soy. Pero, a propósito, no me he presentado: soy Nicolás Perdomo, solterón empedernido; en una época ya lejana, rico heredero y viajero impenitente. Mucho gusto (extiende la mano hacia su imaginaria visita). San Marcos, claro… Y los caballos que vinieron de Bizancio, no es así Nancy? Nancy, querida Nancy, en dónde está usted? Quiero que le explique a mi amigo la historia de esos caballos que vinieron de Bizancio y que eran muy antiguos, quizás del último período de la escultura griega, ¿verdad, Nancy?, usted que sabía tantas cosas sobre Europa y sobre todo, Nancy…
 (Transición)
-Italia, bella, cuna de la cultura de Occidente, yo le decía… Claro, usted puede objetar que no, que fue Grecia, pero es que allá no queda nada entero, todo está en ruinas. ¿Cree que a los antiguos dioses les gustaría vivir entre tantas piedras rotas, entre cientos de columnas caídas, en medio de vestigios irreconocibles de lo que le comentan - y quién sabe, le mienten- que fue el templo de Artemisa, el de Febo Apolo, el de Atenea Palas…? No, ningún inmortal gusta del destrozo, de unos fragmentos de frisos o estatuas, de unas rotas bases de monumentos… En cambio deben vivir a gusto en Italia, en donde todo, hasta la decadente Venecia, es hermoso. Grecia solo es el recuerdo, Italia es vida, vida…
(Transición)
-Pudimos quedarnos en Venecia, Nancy, o en Florencia... Con lo que me enviaba mi madre, y con alguna pequeña entrada por su trabajo y el mío… Digo. No, no he trabajado mucho en la vida, pero hubiera podido hacer algo, pienso. Y los hijos, sí, un lindo lugar para vivir. Claro, nunca hablamos de estas cosas, Nancy, nunca, pero, quién sabe, si lo hubiésemos hecho a tiempo, talvez usted…, yo…, nosotros. Usted era un alma muy sensible, quizás solo faltó una decisión de mi parte. Todavía recuerdo el viejo palacio florentino convertido en albergue. Una fuente en el centro del jardín, y usted, emocionada ante un lirio de agua, un nenúfar…La belleza le emocionaba tanto, quizás el descubrimiento del amor le habría colmado, digo… Pero todo eso, el viaje, las emociones, los descubrimientos, todo es como Grecia, Nancy, recuerdos de un pasado completamente muerto.
(Transición. El resto tiene cada vez más un tono delirante)
-Mire amigo, esto es Florencia, no, no, parece otro sitio. Quizás Pisa o Siena. ¿En dónde está esta torre? ¿Londres? No, no, solo estuvimos de paso, Nancy, ¿verdad? ¿Y ese reloj? Esto es Paris, Nancy, la ciudad de sus sueños, sí. Esta es la torre Eiffel. ¿Que la torre Eiffel no está inclinada? Entonces, ¿qué sitio es éste? Antes tenía atadas las fotos en grupitos, con cintas y una cartulina con el nombre del lugar, para que no se confundieran, para que los recuerdos no se mezclaran, Nancy, porque siempre hay el riesgo de que confundamos un sitio con otro, una persona con otra, que nos confundamos nosotros mismos… Nosotros.
¿Puedo ofrecerle una copa, señor? Gracias por visitarme. Seguramente le atrajo la fama de viajero incansable que tiene don Nicolás Perdomo –ése soy yo-. Sírvase. Es un ron de ciento cincuenta años, regalo de un joyero marsellés que tenía su negocio en… ¿Se va usted? No le interesa lo que tengo que contarle? Es mucho todavía, sobre Venecia y los caballos de Bizancio, venidos de Constantinopla en la época de las Cruzadas; sobre el bar del parque Monceau, y la torre inclinada de… ¿dónde?, ¿dónde está todo eso? Y tenía un reloj. Y al frente había una logia con estatuas. A lo mejor era Roma, mire los paquetes de fotos se han mezclado, como se va mezclando todo en mi memoria. La vejez es terrible… el olvido… la soledad. ¿Se va? No quiere tomarse una copita de mi ron de ciento cincuenta años, recuerdo de… ¿de quién, Nancy, usted sabe quién me lo dio y en dónde, verdad? Era un sitio que tenía una media luna de mar entre las casas. Claro. ¿Sería Milán? ¿Qué vimos en Milán que nos gustó tanto, Nancy? ¿Un jardín con una fuente en el centro, y un lirio de agua, Nancy? Esto está tan oscuro como París en invierno, e igual de frío, pero se hará la luz, verdad? Se hará la luz, y los recuerdos volverán a ordenarse, como pequeños montones de fotografías, atados con cintas, y los guardaré celosamente en esta caja de viejas galletas europeas.
Nancy, Nancy… El último visitante se ha ido, es hora de terminar la función.

(OSCURO)