Días sin fin
EUGENE O’NEILL
ACTO PRIMERO
Escenario:
Oficina privada de John Loving en los escritorios de Eliot y
Compañía, en Nueva York. A la izquierda, una ventana. Delante
de ella, una silla, de frente al público, y una mesa. A foro de la
mesa, un sillón que está de frente. Una tercera silla a la derecha
de la mesa. En la pared de foro, una puerta que lleva a las oficinas
externas. En el centro de la habitación, hacia la derecha, otra
silla.
Tarde
de un nuboso día de la primavera de 1932. La luz que entra por la
ventana es fría y gris y al alzarse el telón se concentra alrededor
de las dos figuras sentadas a la mesa. A medida que avanza la
acción, la luz se propaga imperceptiblemente, hasta que, al terminar
la escena inicial entre John y Loving, ha llegado a todos los
lugares de la habitación.
John
está sentado en la silla que se halla a la izquierda del escritorio.
Tiene cuarenta años y es de mediana estatura. Su rostro ostenta
la gallardía algo pesada y convencional del norteamericano, con
la nariz recta y el mentón cuadrado, una boca ancha de
incongruente sensibilidad femenina, una ancha frente y ojos
azules. Viste un traje oscuro, camisa y cuello blancos, corbata
oseara, zapatos negros y medias.
Loving
está sentado en el sillón, detrás de la mesa. Es de la misma edad
que John, de la misma talla y figura, y viste de un modo idéntico en
todos los detalles. Su cabello es 'el mismo: oscuro, veteado de gris.
En contraste con esa analogía entre ambos, hay una desemejanza
igualmente extraña. Porque el rostro de Loving es una máscara
cuyas facciones reproducen exactamente las del semblante de
John, la máscara yacente de un John que ha muerto con una sonrisa de
desdeñosa burla sobre los labios. Y este
burlón desdén se repite en la expresión de los ojos, que miran
fríamente desde atrás de la máscara.
John
escribe nerviosamente unas cuantas palabras en un bloc; luego se
detiene de improviso y se queda inmóvil, absorto. Loving lo
observa.
Loving
(con voz singularmente monótona y fría,
pero al propio tiempo insistente).– Desde
luego, no necesitas reunir más notas para la segunda parte... la
edad viril de tu protagonista, hasta que (en
su voz aparece un acento burlón) encuentra
por fin el amor. Creo que eso lo recordarás... demasiado bien.
John
(mecánicamente).– Sí.
Loving
(sarcástico) – En
cuanto a la tercera parte, sé que conservo el más vivo recuerdo de
su horrible pecado.
John.–
¡No te burles, maldito seas!
Loving.–
De modo que te bastará con usar tu imaginación en la última
parte. ¿Qué desenlace le darás a tu interesante trama? Después de
endosarle a tu protagonista una ridicula conciencia... ¿qué
sucede?
John.–
Tiene el valor de confesar... y ella perdona.
Loving.–
El deseo engendra ese pensamiento... ¿eh? Un bonito final
sentimental... pero algo intencionado... ¿no te parece? Me temo que
ella empiece a preguntarse...
John
(Aprensivamente).– Sí.
Es cierto.
Loving.– Te
aconsejo que hagas tan evidentemente ficticia la última parte, que
destruya toda sospecha suscitada por lo sucedido antes.
John.–
¿Cómo podría terminarla, pues?
Loving
(después de una pausa momentánea, con
acento de aparente negligencia, pero vagamente siniestro).– ¿Por
qué no hacer morir a la esposa?
John
(sobresaltándose, con un
escalofrío).– ¡Maldito
seas! ¿Por qué se te ha ocurrido eso?
Loving.–
Por nada. Pero pensé que cuanto más se aleje de la realidad actual
tu desenlace, mejor.
John.–
Sí... Pero...
Loving
(burlonamente).– Confío
en que no sospecharás alguna intención oculta y siniestra
detrás de mi insinuación.
John.–
No lo sé. Me parece... (Como si
procurara liberarse desesperadamente de sms pensamientos.) ¡No!
¡No quiero pensar en eso!
Loving.–
Creo, también, que sería interesante elaborar la respuesta de tu
protagonista a su problema, si su esposa muriera, e imaginar qué
haría entonces de su vida.
John.–
¡Maldición! ¡Basta de hacerme pensar...!
Loving.–
¿Temes afrontar a tus fantasmas... hasta por intermedio de un
representante? ¡Por cierto que hasta tú podrías tener ese valor!
John.–
Es peligroso... convocar a las cosas.
Loving.–
¿Supersticioso, aún? ¡Bueno, debes comprender que sólo trato
de alentarte a hacer que parte de tu trama sea más significativa
—¿para tu alma, debo decir?— que una cobarde treta!
John.–
Sabes que hay algo más. Sabes que lo hago para tratar de
explicármelo a mí mismo, así como a ella.
Loving
(burlón).– ¡Para
excusarte ante ti mismo, querrás decir! Para mentir y evadirte
admitiendo la razón natural evidente de...
John.–
¡Mientes! Quiero llegar a la verdad absoluta y a comprender qué
oculta... qué maligno espíritu de odio me poseyó para que yo...
Loving
(desdeñosamente, pero a medida que
habla crece en su voz una extraña nota desafiante de júbilo).– De
modo que hemos vuelto a eso... ¿eh? ¡A tu vieja y familiar
pesadilla! ¡Pobre tonto, maldito tonto supersticioso! Te repito lo
que te dije siempre: No hay nada... nada que esperar ni que temer...
ni demonios ni dioses... ¡nada de nada! (Llaman
a la puerta de foro. John finge inmediatamente estar escribiendo. Al
mismo tiempo, sus facciones asumen automáticamente la expresión
amable y carente de sentido que es el atrójente rostro de jugador de
poker del hombre de negocios norteamericano. Loving sigue sentado,
inmóvil, mirándolo con aire desdeñoso.)
John
(sin alzar los ojos,
responde).– Adelante. (Se
entreabre la puerta de foro y entra William Eliot, el socio de John
Loving. Tiene unos cuarenta años, es gordo, prematuramente
calvo, carirredondo, de boca jovial y bondadosa y ojos pequeños
detrás de sus anteojos de carey.)
Eliot.–
Hola, John. ¿Ocupado?
John.–
Tonta pregunta, Bill.
Eliot
(su mirada resbala sobre Loving sin
verlo. No lo ve ni ahora ni después. Sólo ve y oye a John, hasta
cuando Loving habla. Y lo mismo sucederá con todos los demás
personajes. Éstos no advierten en absoluto la existencia de Loving,
aunque por momentos alguno de ellos pueda adivinar sutilmente su
presencia. Eliot se adelanta y dice con tono festivo).– Pareces
abatido, John. No te dejes impresionar por nuestra pequeña
crisis. Siempre queda el hospicio. Dicen que es comodísimo, por lo
demás. Paz para los fatigados...
Loving
(interrumpiéndolo, burlón).– Hay
mucho que decir de la paz.
Eliot
(como si hubiese hablado John).– Sí,
John, por cierto que sí... en estos malditos días. (Mirándolo
con inquietud.) Oye. Creo
que nuestros asuntos te están estropeando los nervios. ¿Por
qué no te tomas unos días de descanso en el campo?
John.–
¡Tonterías! Me siento bien. (Con
forzada jovialidad.) ¿En qué
estás pensando, fuera del hospicio, Bill?
Eliot.–
Sólo en el almuerzo. He vuelto a comer demasiado, qué diablos.
¿En qué cavilabas cuando entré? ¿En algún nuevo proyecto para
nosotros?
John.–
No.
Loving.–
Simplemente, trataba de obtener la respuesta a un enigma... a un
enigma humano.
John
(precipitadamente).– Mejor
dicho, estoy estudiando la trama de una novela que se me ha
ocurrido últimamente.
Eliot
(con divertida sorpresa).– ¡Cómo!
¡Dios mío! ¡No me digas que la chinche literaria ha vuelto a
picarte! Yo creía que te habías liberado de eso hace muchísimo
tiempo, cuando te comprometiste con Elsa y decidiste asociarte
conmigo y ganar dinero.
John.–
Bueno... Pensé que no estaba de más aprovechar estas horas de
ocio. Oh, es probable que no escriba nunca esa novela, pero me
divierte pensarlo.
Eliot.–
¿Por qué no habrías de escribirla? Ciertamente, en otros tiempos
probaste que sabías escribir... artículos, por lo menos. (Con
fina sonrisa sarcástica.) Recuerdo
que antaño yo no podía tomar un órgano de ideología avanzada
sin toparme con un furibundo artículo tuyo que acusaba al
capitalismo o a la religión o a cualquier otra cosa.
John
(sonriendo, jovialmente).– Siempre
tuviste una memoria maligna, Bill.
Eliot
(ríe).– ¡Cómo
has cambiado, John! ¡Qué himnos de odio solías entonar contra
el pobre cristianismo! Recuerdo que, en un artículo, hasta
intentaste probar que Cristo no había existido.
Loving
(repentinamente frío y hostil).– Sigo
opinando lo mismo.
Eliot
(mirando con sorpresa a
John).– ¿Opinando?
No comprendo que alguien pueda seguir opinando ya sobre un tema tan
agotado como la religión.
John
(confuso).– Bueno...
A decir verdad, no he pensado en el asunto durante años,
pero... (Presurosamente.) Pero
no hablemos de religión, por favor.
Eliot
(cambiando diplomáticamente de
tema).– Habíame
de esa novela tuya, John. ¿De qué trata?
John.–
No puedo decirte nada, aún. No la he planeado definitivamente.
Loving.–
La parte más importante es... el final.
John
(con tono festivo).– Pero
cuando la haya planeado, Bill, me alegrará escuchar tu
apreciada crítica.
Eliot.–
Prometido... ¿eh? (Levantándose.) Bueno,
supongo que lo mejor será que vuelva a mi oficina. (Se
dirige hacia la puerta y regresa.) Oh,
ya sabía yo que se me había olvidado decirte algo. Durante tu
ausencia, vino Lucy Hillman.
John
(con negligencia).– ¿De
veras? ¿Qué quería?
Eliot.–
Te quería ver. Entró en mi oficina por error. Llamará por teléfono
más tarde. Dijo que se trataba de algo importante.
John.–
¡Tiene un concepto de la importancia! Probablemente querrá mi
consejo sobre lo que le puede regalar a Walter el día de su
cumpleaños.
Eliot.–
A propósito... ¿Qué diablos le pasa a Walter, últimamente? Como
pasatiempo, las borracheras podrán tener sus atractivos, pero como
ocupación exclusiva... Eso, para no hablar de sus aventuras
amorosas. ¿Cómo soporta todo eso Lucy? Pero dicen que también ella
se está consumiendo.
John.–
No lo creo. No es de esas mujeres dadas a las aventuras.
Eliot.–
No me refiero a eso. Hablo del alcohol.
John.–
Ah... Bueno. Si es así, no se la puede culpar.
Eliot.–
¿Acaso no hay hijos de por medio? ¿Por qué no tiene el valor de
divorciarse?
John.–
No me lo preguntes. También nosotros hace tiempo que no vemos a
Lucy. (Descarta el tema volviendo
los ojos bacía su bloc, como disponiéndose a escribir.)
Eliot
(recogiendo la insinuación).– Bueno,
me voy.
John.–
Hasta luego, Bill. (Eliot sale, por
foro. Cuando se ha cerrado la puerta en pos de él, John habla, con
voz tensa.) ¿Por qué telefoneó?
Dijo que era importante. ¿Qué habrá pasado?
Loving
(con frialdad).– ¡Qué
sé yo! Pero sabes perfectamente que no se puede confiar en
ella. Será mejor que estés preparado para cualquier desatino. Y más
vale que decidas pronto cuál será el final de tu novela, para poder
definir tu trama... antes de que sea demasiado tarde.
John
(con voz tensa).– Sí.
Loving
(en su fría displicencia, asoma
nuevamente la oculta nota siniestra).– Tu
protagonista sólo puede tener un fin razonable y lógico cuando ha
perdido a su esposa... siempre que la ame tanto como se jacta de
amarla, desde luego... ¡y sí le queda algún resto de honor o de
coraje!
John
(sobresaltado, con amargara).– ¡Ah!
¡Ya veo adonde quieres ir a parar! ¡Y hablas de coraje y de
honor! (Desafiante.) ¡No!
¡Él debe seguir adelante! ¡Debe encontrar una fe... en alguna
parte!
Loving
(con ira oculta en su sarcasmo).– Conque
en alguna parte... ¿eh? Lo que me pregunto, es... ¿qué se oculta
detrás de ese "alguna parte"? ¿Será tu vieja debilidad
secreta... el cobarde anhelo de volver...?
John
(a la defensiva).– No
sé en qué estás pensando.
Loving.–
¡Mientes! ¡Te conozco! Y haré que lo afrontes en el final de
tu relato....¡que lo afrontes y lo mates, definitivamente y para
siempre! (Un nuevo golpe en la
puerta y los ojos de John se vuelven hacia su bloc. Esta vez Eliot
entra inmediatamente, sin esperar respuesta.)
John.–
Hola, Bill. ¿Qué pasa ahora?
Eliot
(adelantándose, con un fulgor en los
ojos).– John...
Ahí fuera hay un visitante misterioso que pregunta por ti.
John.–
¿Te refieres... a Lucy?
Eliot.–
¿A Lucy? No. Esta vez es un hombre. Se encontró conmigo antes de
ver a la señorita Sims y preguntó por ti. (Sonriendo.) Y
como creo que esa visita te asestará un duro golpe, más vale que te
dé la noticia personalmente.
John.–
Vamos... ¿Qué broma es ésa? ¿Quién es?
Eliot.–
Un sacerdote.
John.–
¿Un sacerdote?
Loving
(con voz ronca).– ¡No
conozco a ningún sacerdote! ¡Dile que se vaya!
Eliot.–
Vamos, no seas irrespetuoso. Afirma que es tu tío.
John.–
¿Mi tío? ¿No dijo cómo se llamaba?
Eliot.–
Sí. El padre Baird. Agregó que acababa de llegar del Oeste.
John
(atónito, con sonrisa
forzada).– ¡Bueno,
que me condenen!
Eliot
(ríe).– ¡Dios
mío! ¡Tú con un tío sacerdote! ¡Es graciosísimo?
John.–
No lo he vuelto a ver desde mi infancia.
Eliot.–
¿Por qué estás tan asustado? ¿Temes que haya venido a echarte un
sermón sobre tus pecados?
Loving
(irritado).– ¡Tú
quizá puedas tomar en broma a ese hombre! ¡Yo no, maldito sea!
Eliot
(mirando a John con sorpresa y
reprobación).– Oh,
vamos, John. No será para tanto... ¿verdad? Me parece una buena
persona.
John
(precipitadamente).– Lo
es. No lo dije en serio. Siempre le tuve afecto. Me trataba muy
bondadosamente cuando yo era niño. Durante algún tiempo fue mi
tutor. Pero lamento que no me haya avisado con anticipación. (Tomando
el teléfono interno.) Bueno,
sería poco decoroso hacerlo esperar. ¡Hola! Haga pasar al padre
Baird.
Eliot
(volviéndose hacia la puerta).– Me
voy.
John.–
No. Hazme el favor de quedarte hasta que se haya roto el hielo. (Se
ha levántetelo y va hacia la puerta. Loving se queda en su silla,
los ojos absortos con aire hostil, el cuerpo tenso a la defensiva.)
Eliot.–
Claro. (Llaman a la puerta. John
abre y entra el padre Matthew Baird. Es un hombre de setenta años,
de la misma talla, que John y Loving aproximadamente, y enhiesto,
vigoroso, de tupido cabello blanco y tez rubicunda. En la
distribución general de sus facciones y el color de sus ojos, se
advierte ana clara semejanza con John y Loving. Su aspecto y su
personalidad irradian salud y una vigilante bondad, como también la
aplomada autoridad del hombre habituado a la obediencia y a la
deferencia, y se adivina inmediatamente en él una inconmovible calma
interior y seguridad, la paz de aquel cuyo objetivo en la vida
es determinado por un fin del más allá.)
John
(cohibido y al propio tiempo
afectuoso).– ¡Hola, tío! ¿Qué
demonios te trae...?
Baird
(apretándole vigorosamente la
mano).– ¡Jack! (Sus
modales se parecen -mucho a lo que debieron ser cuando John era niño
y él su tutor. Muy conmovido, lo rodea con el brazo y lo abraza
afectuosamente.) ¡Querido Jack!
Esto es... (Ve a Eliot y se
interrumpe, algo turbado.)
John
(conmovido y confuso, liberándose de su
abrazo).– Quiero
presentarte a mi socio... Bill Eliot... Mi tío, el padre Baird.
Eliot.–
Es para mí un gran placer, padre.
Baird (le
estrecha la mano, con solemne y anticuada cortesía).– El
placer es mío, señor Eliot. Pero creo haber tenido ya el privilegio
de conocerlo a través de las cartas de Jack.
John.–
Siéntate, tío. (Señala la silla
que está a la derecha del escritorio. El padre Baird se sienta.
John se instala en su silla de la izquierda. Eliot se queda de pie
junto a la silla de la derecha, centro.)
Eliot.–
Bueno, los dejaré solos y me fingiré ocupado. Es el trabajo más
duro que tenemos ahora, padre... Seguir fingiendo que trabajamos.
Baird.–
Y tienen muchos colegas, si es que eso puede servirles de consuelo.
Oigo los mismos lamentos en todas partes.
Eliot.–
Temo que eso no nos consuele mucho. Todos esos colegas son demasiado
plañideros.
Baird
(con un fulgor en los ojos).– ¡Oh!
¿Quién podría enrostrarles a ustedes su lloriqueo cuando su
omnipotente Becerro de Oro estalla y se reduce a aserrín ante sus
extáticos ojos, en el pináculo de su deificación? Es algo trágico,
no hay otra palabra: a menos que debamos decir cómico.
Loving
(cuya voz revela un burlón
sarcasmo).– ¿Y
qué salvación nos predicas? ¿El Segundo Advenimiento?
Baird
(sobresaltado, se vuelve para mirar
fijamente a John. Eliot también lo mira, sorprendido y desaprobador
ante el vituperio. El padre Baird dice plácidamente, sin dar señales
de haberse ofendido).– El
Primer Advenimiento ya significa algo, Jack... para quienes lo
recuerdan. (Volviéndose hacia
Eliot, con tono festivo.) Si
supiera qué tono familiar tienen esas palabras en labios de Jack,
señor Eliot... Yo ya tenía una sensación extraña al mirarlo y al
verlo convertido en un gran hombre de negocios, y me decía: ¿Será
posible que sea éste mi Jack de antaño? ¡Y de pronto, Jack se
delata silbando audazmente en la oscuridad como antes, y comprendo
que apenas si acaba de abandonar los pantalones cortos, como cuando
lo conocí! (Suspira, con cómico
alivio.) Gracias, Jack. Ahora me
siento muy a mis anchas contigo.
Eliot
(divertidísimo, sobre todo al advertir
el infantil desconcierto de John, dice riendo).– John,
empiezo a compadecerte. Te has topado con alguien que no
pertenece a tu clase.
Baird
(con un guiño a Eliot).– ¿Lo
oyó arrojarme a la cara la palabra "predicar", señor
Eliot... con un sucio sarcasmo en la voz? Eso es cometer una
injusticia con usted. Si supiera cómo me agobió durante años Jack
con su prédica... Me enviaba carta tras carta... y en cada una había
un incendiario discurso callejero, por así decirlo. La calamidad
empezó cuando tuve que irme al Oeste y dejarlo librado a sus propios
recursos. Jack iba a emanciparse y a ingresar a la universidad con
los pocos dólares que le habían dejado sus progenitores cuando
llegó a los dieciocho años. De modo que debí dejarlo obrar a su
manera. Había comprobado que, de todos modos, era inútil reñir
con él. La lucha le causaba una gran satisfacción y sólo lo
empeoraba. Y confié en que, si lo dejaba en paz, acabaría por
recobrar el sentido común.
Loving
(sarcástico).– ¡Y
cómo te equivocabas!
Baird
(sin volverse, tranquilamente).–No.
Aún no he terminado, Jack. (Se
acerca a Eliot y volviendo a su tono festivamente quejumbroso le
dice:) No se imagina qué sofista
era Jack en aquellos tiempos, señor Eliot.
Eliot.–
No necesita decírmelo, padre. Fui su condiscípulo. John
organizó un Club de Ateos —o trató de organizarlo— y poco faltó
para que lo expulsaran de la universidad.
Baird.–
Sí, recuerdo que me escribió para jactarse de eso. Bueno, ya se
imaginará las que pasé, aunque él no le escribiera cartas a usted.
Eliot.–
¡Pero siempre que encontraba a un oyente, padre, pronunciaba
discursos!
Baird
(compasivamente).– ¡Oh!
¡Eso debió ser cruel, también! Señor Eliot, simpatizo con usted.
Ambos hemos pasado por las mismas terribles pruebas.
John
(con aire infantilmente
perplejo).– Confío
en que ahora lo pasen bien.
Baird
(haciendo caso omiso de sus
palabras).– No
me dio un solo momento de tregua. Para él, yo era el pagano y se
había propuesto convertirme a lo que fuese. Primero, fue el ateísmo
liso y llano. Luego, el ateísmo convertido en socialismo. Pero el
socialismo resultó un camarada demasiado débil y le oí decir
a Jack que el ateísmo convivía en amor libre con el anarquismo, y
que la unión era bendecida por una blasfemia de Nietzsche. Y luego
llegó el amanecer bolchevique y él lo saludó con impíos aullidos
de gozo y me escribió que había encontrado finalmente un hogar a su
gusto en el seno de Karl Marx. Más que nada, le deleitaba pensar que
los bolcheviques habían abolido el amor y el matrimonio y no pudo
contenerse cuando supo que se habían convertido en unos colegiales
traviesos y le arrojaban pelotillas de papel a Dios Todopoderoso y lo
habían suplantado por el Estado propietario de esclavos... ¡el más
grotesco de los dioses que vinieran del Asia!
Eliot
(con una risita).– Reconozco
todo eso, padre. Yo solía leer los artículos de John, como se lo
estaba recordando momentos antes de que usted llegara.
Baird.–
¡Los conozco muy bien! ¿Acaso no me los enviaba Jack uno tras otro,
subrayados con lápiz azul? Pero volvamos a mi relato. En aquella
época, pensé: Bueno, ha huido en esa dirección lo más lejos
posible. ¿Dónde se ocultará luego?
Loving
(envarado en su silla, con irritado
resentimiento).– ¿Huir?
Hablas como si yo temiera algo. ¿Ocultarme? ¿Ocultarme de qué?
Baird
(sin volverse, tranquilamente).– ¿No
lo sabes, Jack? Pues bien: si no lo sabes aún, ya lo sabrás algún
día. (De nuevo a Eliot.) Yo
sabía que el comunismo no lo retendría durante mucho tiempo...
y así fue. Pronto sus cartas revelaron un gran pesimismo y probaron
que estaba harto de todas las panaceas psicológicas. Luego, hubo una
larga pausa. ¿Y cuál cree usted que fue su nuevo escondite? Nada
menos que la religión... pero huyó todo lo lejos que pudo... hasta
el misticismo derrotista del Oriente. ¡Primero lo fascinaron la
China y Laotsé, pero luego siguió en su búsqueda hacia Buda, y sus
cartas, durante algún tiempo, alabaron con tanto éxtasis la
contemplación desapasionada, que me lo imaginé mirándose con
frenesí el ombligo y sin llegar a ninguna conclusión! (Eliot
ríe y John le hace eco con una turbada risita, contra su voluntad.
Loving mira fijamente el vacío, con airado y frío desdén.)
Eliot.–
¡Caramba, lamento habérmelo perdido! ¿Cuándo sucedió todo
eso, padre?
Baird.–
En lo que yo llamaría su período del escondite. Pero cuando quise
acordarme, Jack había terminado con el Oriente. Aquello, concluyó,
no era para el alma occidental, e hizo una incursión a la
filosofía griega, hallando un fugaz refugio en Pitágoras y la
numerología. Luego, una carta lo presentó sumergido nuevamente en
la verdad científica evolutiva, hecho un mecanicista intransigente.
Esto fue lo último que oí sobre sus peregrinaciones... y, gracias a
Dios, sucedió hace mucho tiempo. Pude descansar, durante un
largo intervalo de paz, de su celo misionero, hasta que
finalmente me escribió que se había casado. En la carta había más
ardientes himnos de alabanzas para una simple mujer viva que los
escritos por él antes de ninguno de sus grandes descubrimientos
espirituales. Y desde entonces, sólo he oído las alabanzas de
Elsa... y sé que estaré pronto a cooperar en eso cuando la conozca.
John
(cuyo rostro se ilumina).– ¡No
lo dudes! Podemos entendernos en eso, al menos.
padre
Baird (con un guiño a Eliot).– Jack
parece haberse detenido en su última religión. Así lo espero. La
única fe constante que encontré antes en él, fue su orgullosa fe
en sí mismo como un audaz Anticristo. (Mira
a John de soslayo, entre sonriente y reprobador.) Oh...
¿Verdad, Jack, que esta fuga de la verdad para encontrarla es un
camino rocoso lleno de sinuosidades y de callejones ciegos? Por lo
menos hasta que el camino vuelve a tomar el rumbo del hogar.
Loving
(con áspera desconfianza).– ¿Crees
que yo... ? (Burlón.) Pero,
naturalmente, debes interpretarlo así.
John
(en un acceso de ira, como si no pudiera
dominar sus nervios).– Pero...
¿no me crees bastante agotado como tema, tío? Lo estoy. (Se
levanta nerviosamente, se pasea y se detiene detrás de la silla de
Loving, con las manos sobre el respaldo y el rostro inmediatamente
más arriba del enmascarado rostro de Loving.)
Eliot
(le sonríe al sacerdote, con aire
divertido).– Bueno, volveré a
mi oficina. (El padre Baird se
levanta y él le estrecha la mano cordialmente.) Confío
en que volvamos a encontrarnos, padre. ¿Ha venido por mucho
tiempo?
Baird.–
Por unos pocos días solamente, me temo.
John
(volviéndose hacia ellos).– Concertaré
algo con Elsa para los cuatro, Bill... apenas se sienta más fuerte.
No dejaremos que se marche a los pocos días, ahora que lo tenemos
aquí.
Eliot.–
¡Magnífico! Entonces, será hasta pronto, padre. (Va
hacia la puerta.)
Baird.–
Así lo espero, señor Eliot. Buenos días.
Eliot
(con la puerta abierta, se vuelve con
una sonrisa).– Padre, me
creo obligado a advertirle que a John le ha vuelto la comezón de
escribir. Nos va a dar una novela. (Ríe
y cierra la puerta en pos de sí. John frunce el ceño y mtra
rápidamente a Baird, con aire inquieto.)
John
(señalando la silla de la derecha,
centro).– Toma esa silla, tío.
Es más cómoda. (Se sienta a la
derecha de la mesa, en la silla donde ha estado sentado el padre
Baird, mientras que el sacerdote ocupa la de la derecha, centro.
Baird lo mira, perplejo y preocupado, como si calculara algo. Luego,
habla con negligencia.)
Baird.–
¿Una novela? ¿De veras, Jack?
John
(sin mirado).– Pienso
en ella... para pasar el rato.
Baird.–
Entonces, a juzgar por tus cartas, debe ser una novela de amor.
John.–
Es... una historia de amor.
Loving
(burlón).– ¡Trata
del amor de Dios por nosotros!
Baird
(con sereno reproche).– ¡Jack! (Pausa
de silencio. Baird mira nuevamente de soslayo a John y agrega,
displicente:) Si tienes alguna
cita, no gastes ceremonias conmigo. Échame, y se acabó.
John
(se vuelve hacia él, con aire
avergonzado).– No
hables así, tío. Bien sabes que yo no... (Con
una sonrisa natural, infantilmente afectuosa.) Sabes
muy bien cuánto me alegro de tenerte aquí.
Baird.–
Y yo mucho más de verte, Jack. (Suspira.) Hace
muchísimo tiempo que no te veo... demasiado tiempo.
John.–
Sí. (Sonriendo.) Pero
todavía estoy asombrado. Nunca me imaginé que tú... ¿Por qué no
me mandaste un telegrama para anunciarme tu llegada?
Baird.–
Oh, quería darte una sorpresa. (Sonríe.) Para
serte franco, confieso que tenía un abyecto deseo digno de Sherlock
Holmes de mirarte bien sin que te dieras cuenta.
John
(frunciendo el ceño, con
malestar).– ¿Por
qué? ¿Por qué querías hacerlo?
Baird.–
Supongo que será porque, no habiéndote visto, para mí seguías
siendo el niño que conocí y yo tu desconfiado tutor.
John
(aliviado, con infantil sonrisa).– ¡Ah!
Comprendo.
Baird.–
Y ahora que te he visto, debo reconocer que tus canas no me convencen
y que estoy seguro de que eres el mismo Jack de antaño.
John
(sonriendo, con infantil
desconcierto).– Sí,
y lo malo del asunto es que me lo haces sentir, también. Es una
ventaja injusta, tío. (El padre
Boira ríe y John lo imita.)
Baird.–
Pues yo nunca te saqué ventaja en aquellos tiempos... ¿recuerdas?
John.–
Por cierto que no. Cuando los recuerdo, me sorprende que hayas sido
tan justo. (Rápidamente,
cambiando de tema.) Pero no
dijiste aún qué azar te trajo al Este.
Baird
(algo evasivo).– Oh,
llegué a la conclusión de que necesitaba unas vacaciones. Y desde
hace algún tiempo tenía grandes deseos de verte.
John.–
Yo quisiera que te alojaras aquí, pero no tenemos habitación.
De todos modos, hoy debes cenar con nosotros y lo mismo todas las
noches que vengas aquí, naturalmente.
Baird.–
Sí, me gustaría verlos con toda la frecuencia posible. Pero...
¿sabes una cosa, Jack? A juzgar por lo que le has dicho al señor
Eliot, Elsa está enferma.
John.–
Oh, nada serio. Se está reponiendo de una gripe y se siente aún
algo decaída.
Baird.–
Entonces, más vale que yo no los visite esta noche.
John.–
Más vale que lo hagas... ¡o Elsa nunca te lo perdonaría... ni yo
tampoco!
Baird.–
Muy bien. Eso me alegrará mucho. (Pausa.
Mira de nuevo rápidamente a John, con intrigada perplejidad.
John advierte su mirada, lo mira en los ojos durante un momento y
luego aparta los suyos furtivamente.)
John
(con sonrisa forzada).– ¿Es
esa la mirada del tutor desconfiado? Se me ha olvidado.
Baird
(como para sí, lentamente).– Creo
que... (De pronto.) Quiero
decirte algo, Jack. (En su voz
aparece una nota severa.) Pero
antes debes darme tu palabra de honor de que no habrá burlas
vulgares.
John
(lo mira absorto, tomado de
sorpresa, y luego dice tranquilamente).– No
las habrá.
Baird.–
Bueno, en otros tiempos pensé a menudo que había hecho mal en
permitir que te alejaras tanto de mí, que yo debía ser culpable en
parte de tu constante alejamiento de tu fe.
Loving
(con burlón desdén).– ¿Mi
fe?
John.–
Tú sabes que eso es una tontería, tío.
Loving.–
Siempre has cumplido noblemente con tu deber. En ninguna de tus
cartas dejaste de recordarme piadosamente mi caída... con la
tranquila convicción de que yo volvería a ver la luz. Nunca dejó
de hacerme reír... tu complaciente presunción de que, como el
pródigo de su cuento de hadas, yo...
Baird
(con aspereza).– ¡Jack!
¡Tú prometiste!
John
(confuso).– Lo
sé. No quise decir... Sigue con lo que habías empezado a
explicarme.
Baird.–
Primero, contéstame francamente a una pregunta. ¿Hay algo que
te haya perturbado mucho el espíritu en estos últimos tiempos?
John
(sobresaltado).– ¿A
mí? ¿Por qué me lo preguntas? Claro que no. (Con
tono evasivo.) Oh... Sí, quizás,
si te refieres a las preocupaciones de los negocios.
Baird.–
¿Nada más?
John.–
No. ¿Qué quieres que haya?
Baird
(sin dejarse convencer, rehuyendo su
mirada).– La
razón de que te lo haya preguntado... la verás en lo que voy a
decirte. Sucedió una noche, cuando yo estaba rezando por ti en mi
iglesia, como lo he hecho todos los días desde que te dejé. Se
apoderó de mí una extraña sensación de temor... la sensación
de que eras desdichado, de que tu alma corría un gran peligro. Me
dije que aquello era una tontería. Había recibido una carta de ti
aquel mismo día, reiterándome cuan feliz eras. Traté de liberarme
con la plegaria de mi terror... y de mi culpabilidad. Sí, me sentía
culpable, también... culpable de todo lo que te pasaba. Luego,
mientras oraba, repentinamente y como movido por una voluntad ajena a
mí, mis ojos fueron atraídos por la cruz, por el rostro de Nuestro
Bendito Señor. ¡Ocurrió algo así como un milagro! Su rostro
parecía vivo como el de un hombre, pero radiante de vida
eterna, también, sobre todo los ojos tristes y compasivos. Pero
había al propio tiempo en Sus ojos severidad, una acusación contra
mí... ¡una orden sobre ti! (Se
interrumpe y mira rápidamente a John, como si temiera verlo
burlarse. Luego, apartando la mirada, añade con sencillez:) Esa
es la verdadera razón de que yo haya decidido tomarme mis vacaciones
en el Este, Jack.
John
(la mira fijamente,
fascinado).– ¿Viste...?
Loving
(con tono amargo y
burlón).– Difícilmente
puedes haber visto en Su rostro preocupación por mí... ¡aunque Él
exista o haya existido!
Baird
(severamente).– ¡Jack! (Después
de una pausa, con calma.) ¿Conoces
el poema de Francis Thompson: "El sabueso del cielo"?
Loving.–
Lo leí en cierta ocasión. ¿Por qué?
Baird
(cita en voz baja, pero con hondo
sentimiento).– "¡Oh, el
más bondadoso, el más ciego, el más débil, yo soy aquel a Quien
buscas! Tú obtienes el amor de ti, que lo obtienes de mí."
Loving
(con algo muy próximo a un gruñido de
desdén).– ¡Amor!
John
(a la defensiva).– ¡Tengo
amor!
Baird
(como si no lo hubiese oído).– ¿Por
qué huyes y te ocultas de El como de un enemigo? Ten cuidado. En la
vida de todo hombre se presenta una oportunidad en que debe tener por
amigo a Dios, o no tiene un solo amigo, ni siquiera él mismo. ¡Quién
sabe! Quizás estés ahora en el umbral de esa época.
John
(inquieto).– ¿Qué
quieres decir?
Baird.–
No lo sé. Eres tú quien debe saberlo. ¿Dices que tienes amor?
John.–
Tú sabes que sí. O, si no lo sabes, lo sabrás cuando hayas
conocido a Elsa.
Baird.–
No dudo de tu amor por ella ni de su amor por ti. Es, precisamente,
porque no dudo. Pienso que ese amor necesita la esperanza y la
promesa de la eternidad para realizarse: sobre todo, para sentirse
seguro. Más allá del amor del uno por el otro, debe estar el amor
por Dios, en cuyo Amor el tuyo puede encontrar el triunfo sobre la
muerte.
Loving
(sarcástico).– ¡Una
vieja superstición, nacida del miedo! Más allá de la muerte no hay
nada. Eso, por lo menos, es seguro... una certeza que debiéramos
agradecer. Nuestra vida es bastante tediosa. No nos condenes a otra.
¡Déjanos descansar en paz, por fin!
Baird
(en voz baja).– ¿Hablarías
así si Elsa muriera?
John
(con un escalofrío).– Por
amor de Dios, no hables de...
Loving.–
¿Crees que no he pensado en su muerte muchas veces?
John.–
El terror de su muerte me ha acosado desde el día en que nos
casamos.
Baird.–
¡Ah!
Loving.–
Ya verás que la afronto —por intermedio de un representante, al
menos— en mi novela. (Con tono
sarcástocamente insultante.) Creo
que mi novela te interesará, tío.
Baird
(mirando fijamente a John, que rehuye
sus ojos).– ¿De
modo que es autobiográfica?
John
(precipitadamente).– No.
Claro que no. Sólo quise decir... No pienses eso, por amor de Dios.
Como se lo expliqué a Elsa cuando le conté la primera parte, es en
realidad la historia de un hombre a quien conocí.
Loving.–
La primera parte te interesará de veras, tío. Temo que te
escandalizará horriblemente... ¡sobre todo, si se tiene en cuenta
tu reciente visión mística!
Baird.–
Siento mucha curiosidad de oír eso, Jack. ¿Cuándo me lo contarás?
Loving
(desafiante).– ¡Ahora!
John
(inquieto).– No.
No quiero fastidiarte.
Baird.–
No me fastidiarás.
John.– No...
Yo...
Loving
(con áspera insistencia).– La
primera parte se refiere a la infancia de mi protagonista aquí, en
Nueva York, hasta los quince años de edad.
John
(bajo la coacción de Loving, retoma el
hilo del relato).– Era
hijo único. Y su padre, un buen hombre. El niño lo adoraba. Y
adoraba más aun a su madre. Era una mujer maravillosa, el tipo
perfecto de nuestro viejo y hermoso ideal de la esposa y la madre.
Loving
(sarcástico).– Pero
en su carácter había una ridicula debilidad, una absurda obsesión
por la religión. En el de papá, también. Eran devotos
católicos. (El sacerdote mira
a John con aire de reproche, parece disponerse a protestar, lo piensa
mejor y baja los ojos.)
John
(rápidamente).– Pero
no esos católicos ignorantes y fanáticos. Compréndelo, por
favor. No. Su piedad tenía algo de auténtico, de amable, de
místico. Su fe era la gran inspiración consoladora de sus vidas. Y
su Dios era el Dios del Infinito Amor... no un Ser severo y austero
que condenaba a los pecadores al tormento, sino un Dios muy humano y
atrayente que se convirtió en hombre por amor a los hombres y dio Su
Vida para que pudieran salvarse de ellos mismos. Y el niño tenía
sobrados motivos para creer en una Divinidad del Amor tal como
el Creador de la Vida. Su atmósfera hogareña era de amor. La
vida era el amor para él, entonces. Y era feliz, más
feliz de lo que fue nunca luego... (Se
interrumpe, bruscamente.)
Baird
(asiente, con aire de aprobación).– Sí.
John.–
Más tarde, en la escuela, supo del Dios del Castigo y eso lo
asombró. No podía armonizarlo con la fe de sus padres. De modo que
eso no le causó gran impresión.
Loving
(con amargura).– ¡Eso
es! Pero más tarde tuvo buenas razones para...
John.–
Entonces, estaba harto seguro de su fe. Llegó a ser tan devoto como
sus padres. Hasta soñaba con ser sacerdote. Solía hincarse de
rodillas en la iglesia ante la cruz.
Loving.–
¡Oh, era un joven tonto excepcionalmente supersticioso! (Su
voz revela de pronto ana cruel amargura.) ¡Y
luego, cuando tuvo quince años, todas sus piadosas ilusiones
fueron destruidas para siempre! ¡Mataron a sus padres!
John
(precipitadamente).– Mejor
dicho, murieron durante una epidemia de gripe en que contrajeron
una pulmonía... y él se quedó solo... sin amor. Primero,
murió su padre. El niño había orado con absoluta fe por la
salvación de su padre.
Loving.–
¡Pero su padre murió! ¡Y la fe del pobre y estúpido ingenuo fue
ya menos firme y lo asaltó una pecadora duda sobre el Divino Amor!
John.–
Luego su madre, agotada por los cuidados prodigados a su padre y
por su pena, se enfermó. Y él temió que también ella muriera.
Loving.–
Esto empujó a aquel joven imbécil a un pánico de
supersticioso remordimiento. Supuso que la enfermedad de su
madre era una terrible advertencia para él, un castigo por la duda
que le inspiraba la muerte de su padre. (Con
ronca amargura.) ¡Su Dios de Amor
se estaba pareciendo a un Dios de Venganza! ¿Comprendes?
John.–
Pero él confiaba todavía en Su Amor. Seguramente. Él no
querría arrebatarle a su madre, también.
Loving.–
¡De modo que el pobre estúpido oró y rogó y consagró su vida a
la piedad y a las buenas obras! Pero entonces empezó a formular una
condición... ¡Que le salvaran la vida a su madre!
John.–
Finalmente, comprendió en lo más íntimo de su corazón que ella
iba a morir. Pero ya entonces confió en un milagro y suplicó que
sucediera.
Loving.–
Se rebajó y se humilló ante la cruz... y, en premio por su
lamentable humillación, vio que no sucedía el milagro.
John.–
Entonces, algo se rompió en él.
Loving
(en su voz aparece repentinamente un
odio rebosante de amargura).– Vio
que su Dios era sordo y ciego y despiadado... ¡una divinidad que
pagaba el amor con odio y se vengaba en aquellos que confiaban en Él!
John.–
Su madre murió. Y, en un frenesí de loca pena...
Loving.–
¡No! En su orgullo, que acababa de despertar, maldijo a su Dios
y lo negó y, en venganza, le prometió su alma al diablo... ¡de
rodillas, cuando todos creían que estaba rezando! (Ríe,
con maligna amargura.)
John
(rápidamente, con negligencia).– Y
así termina la primera parte, tal como la he bosquejado.
Baird
(horrorizado).– ¡Jack!
No puedo creer que tú...
John
(a la defensiva).– ¿Yo?
¿Qué tengo que ver con eso? Olvidas que te expliqué... Oh,
reconozco que hay ciertos puntos de analogía entre algunas
experiencias de su infancia y de la mía... La muerte de sus padres,
por ejemplo. Pero eso es mera coincidencia.
Baird
(se ha recobrado ahora y dice mirándolo
fijamente, con serenidad).– Comprendo.
John
(con forzada sonrisa).– Y,
por favor, no traigas a colación esas coincidencias en presencia de
Elsa. Ella no las notó porque yo nunca la he fastidiado con
recuerdos de la infancia. Y no quiero que se forme una opinión
errónea sobre mi trama.
Baird.–
No lo olvidaré, Jack. ¿Cuándo me contarás el resto?
John.–
Oh... En algún otro momento de tu permanencia aquí, quizá.
Baird.–
¿Por qué no esta noche, en tu casa?
John.–
Puede ser...
Loving.–
¡Siempre, naturalmente, que yo haya podido decidir mi final antes!
John.–
Eso me daría la posibilidad de conocer tus críticas y las de Elsa,
a un tiempo. También ella tiene deseos de conocer el resto de la
trama.
Baird
(mirándolo, serenamente).– Entonces,
esta noche sin falta. (En brusca
transición, con tono vivaz y negligente.) Bueno,
te dejo. Tengo que hacer unas diligencias. (Se
levanta y toma la mano de John.)
John.–
Cenamos a las siete y media. Pero puedes venir mucho antes. Estaré
en casa temprano. (Con auténtico
afecto infantil.) Quiero
repetirte, tío, cuánto me alegro de tenerte aquí... a pesar de
nuestras discusiones.
Baird.–-Nuestras
discusiones no me preocupan. Pero quiero descubrir en ti algo que no
admite discusión... para mí.
John
(con sonrisa forzada).– Te
afliges sin necesidad. Pero... ¿de qué se trata?
Baird.–
Me escribiste que eras feliz y te creí... Pero ahora que te veo, no
te creo. No eres feliz. ¿Por qué? Si me lo dijeras, quizá...
Loving
(sarcásto}ica).– Que
te lo confiese... ¿eh?
John.–
No seas tonto, tío. Soy feliz, más
feliz de lo que nunca soñé ser. Y, por favor, no le digas a Elsa
que soy desdichado.
Baird
(apaciblemente).– Muy
bien. No hablemos más del asunto. Y ahora, me voy. Hasta luego,
Jack.
John.–
Hasta luego, tío. (Baird sale.
John se queda de pie junto a la puerta, siguiéndolo con la vista;
luego, vuelve lentamente y se sienta y queda ensimismado. Los ojos de
Loving están clavados en los de él, con frío desdén.)
Loving.–
¡Maldito estúpido, con sus cuentos a la hora de dormir para la
segunda infancia, sobre el amor de Dios! ¡Y tú... tú eres peor...
con tus hipócritas mentiras sobre tu gran felicidad! (Suena
el teléfono de la mesa. John se levanta nerviosamente de un salto y
atiende, con tono aprensivo.)
John.–
Hola... ¿Quién? Díle que he salido.
Loving.–-Más
vale que le preguntes qué quiere.
John!
– No, espera. La atenderé yo. (Su
voz se torna cautelosa y agradablemente negligente.) Hola,
Lucy. Bill me dijo que habías venido. ¿Cómo...? (Escucha
y en su voz se insinúa la ansiedad.) ¿Volvió
a telefonear? ¿Sobre qué? Oh, me alegro de que me hayas
hablado. Sí, ella se estaba preguntando por qué no tenía noticias
tuyas desde hace tanto tiempo. Sí, vé sin falta. Sí, estará en
casa esta tarde, no lo dudes. Adiós. (Cuelga,
mecánicamente.)
Loving
(sardónico).– Tu
terrible pecado comienza a dominarte... ¿verdad? Pero, por lo demás,
no eras tú... ¿no es así? ¡Era un terrible espíritu maligno que
te poseía! (Ríe
burlonamente; luego, se detiene de pronto y continúa con su fría y
siniestra insistencia.) Pero basta
de tonterías. Volvamos a nuestra trama. La esposa muere... de
gripe, que se convierte en pulmonía, digámoslo así.
John
(se sobresalta con violencia y
balbucea).– ¿Qué...?
¡Maldito seas! ¿Por qué prefieres ese final?
TELÓN
ACTO
SEGUNDO
Escenario:
Sala del departamento doble de los Loving. Las celosías dejan
penetrar una luz atenuada por una gran ventana de la derecha. Delante
de la ventana, hay una mesa con una lámpara. A la izquierda, frente,
una silla tapizada. A la derecha de la silla, una mesita con una
lámpara. A la derecha de la mesa, en el centro de la
habitación, un sofá. Delante del sofá, una mesita con una caja de
cigarrillos y ceniceros. A la derecha, otra silla. En la pared de la
izquierda, una puerta que lleva al comedor. A foro de la puerta, un
escritorio. A foro, centro, una puerta que lleva al vestíbulo.
La
acción en las últimas horas de la misma tarde.
Elsa
viene del vestíbulo de foro. Tiene treinta y cinco años, pero
parece mucho más joven. Es hermosa, con ese resurgimiento otoñal de
seducción física de la mujer que ama y es amada, sobre toda cuando
ha hallado ese amor en una etapa relativamente tardía de la vida. Su
belleza está algo empañada ahora por las huellas de una enfermedad
reciente. Su rostro está consumido y lucha contra una deprimente
laxitud. Viste un sencillo negligé.
Después
de entrar, toca un timbre próximo a la puerta y se oye sonar el
mismo en la alacena. Se adelanta y se sienta en el sofá. Un momento
después, Margaret, la doncella, viene del comedor de la izquierda.
Es una irlandesa madura y de rostro bondadoso.
Margaret.–
¿Señora?
Elsa.–
¿No ha llegado todavía el periódico de la tarde, Margaret?
Margaret.–
No, madame. Todavía no. (Con
bondadoso reproche.) ¿No
durmió usted una siesta, como lo prometió?
Elsa.–
No pude conciliar el sueño. Pero me siento descansada, de modo que
no me sermonees. (Sonríe y
Margaret le sonríe a su vez, con devoto afecto.)
Margaret.–
Tiene que cuidarse. La gripe es peligrosa por la debilidad que deja.
Y usted se ha levantado de la cama hace dos días apenas.
Elsa.–
Oh, me siento realmente muy bien, de nuevo. Y estaba demasiado
excitada para dormir. No hacía más que pensar en el tío del señor
Loving. (Suena, el teléfono del
vestíbulo y Margaret va hacia foro para atenderlo.) Dios
mío, espero que no sea él. El señor Loving me telefoneó que
le había dicho que viniese temprano. ¡Pero no creo que venga tan
temprano!
Margaret
(desaparece en el vestíbulo y se oye su
voz).– Un
momento. Veré si está. (Reaparece
en el umbral.) Es la señora
Hulmán que quiere verla, señora.
Elsa.–
Oh... ¡Cuánto me alegro! Dígale que pase. (Margaret
sale y se la oye transmitir esas instrucciones. Luego, aparece en el
vestíbulo del otro lado del umbral, esperando- el momento de atender
la puerta. Elsa le habla.) Ojalá
mi aspecto no fuera tan lamentable. ¿Por qué todos decidirán venir
cuando una parece un gato enfermo?
Margaret.–
Oh, no se preocupe, señora. Tiene muy buen aspecto.
Elsa.–
Bueno. De todos modos, tratándose de Lucy no me importa. (Con
todo eso, va hacia el secreter de foro, saca un vanity, se
empolva la nariz, etcétera. Mientras lo hace, Margaret va hacia la
puerta de acceso al vestíbulo y se oye que hace pasar a la señora
Hillmam y cambia saludos con ella, mientras le ayuda a
despojarse de su abrigo y demás prendas. Elsa le grita:) Hola,
Extraña.
Lucy
(con vivacidad algo forzada).– Tienes
razón. ¡Regáñame apenas pongo el pie en tu casa! Sé que me
lo merezco. (Elsa va a la puerta y
la recibe, besándola afectuosamente. Lucy Hillman es, poco más
o menos, de la misma edad que Elsa. Sigue siendo una mujer muy
atra-yente, pero, en contraste con ésta, se le nota la edad a pesar
del denso maquillaje. Sus ojos están circuidos por ojeras y su
pequeña boca, carnosa y algo débil, se baila contraída por líneas
sarcásticas en las comisuras. Viste lujosamente, con una
indumentaria demasiado juvenil y de estilo exagerado. Responde al
saludo de Elsa, nerviosamente cohibida.) Hola,
Elsa.
Elsa.–
¡Linda amiga! Hace meses que no me visitas. Desde que fui a Boston,
en febrero. (Se sienta en el sofá
y hace sentar a Lucy a su lado.)
Lucy.–
Lo sé. Imploro humildemente tu perdón.
Elsa.–
Te telefoneé una docena de veces, pero nunca estabas en casa. ¿O
encargaste que me dijeran eso? Ya he perdido por completo mi
confianza en ti.
Lucy.–
Claro que había salido. ¿Cómo crees...?
Elsa
(riendo, la abraza).– ¿No
habrás creído que te lo dije en serio? Sé que no obrarías así
conmigo, después de tantos años.
Lucy.–
Claro que no.
Elsa.–
Pero me extrañó un poco que nos olvidaras por completo. Y lo mismo
pensó John.
Lucy
(precipitadamente).– Si
supieras todos los estúpidos compromisos que se le acumulan a
una... y todas las absurdas fiestas a que me lleva
Walter... (Cambiando repentinamente
de tema.) ¿Me permites un
cigarrillo? (Saca una de la caja de
la mesita y lo enciende.) ¿No te
sirves?
Elsa.–
Ahora, no. (Mira a Lucy con aire
perplejo. Lucy rehuye su mirada, golpeando nerviosamente su
cigarrillo contra el cenicero. Elsa pregunta:) ¿Cómo
están tus hijos?
Lucy.–
Oh, bien, gracias. Por lo menos así lo creo, dentro de lo que me
permite juzgar la poca frecuencia con que los veo. (En
sus últimas palabras, aparece un dejo de amargura. Vuelve a cambiar
precipitadamente de tema.) Pero
habíame de ti. ¿Qué has estado haciendo últimamente?
Elsa.–
Oh, la misma tranquila rutina. He ido a un concierto de vez en
cuando, he estado leyendo mucho, cuidando la casa, cuidando a John.
Lucy.–
El viejo matrimonio perfecto que nos ha asombrado a todos...
¿eh? (Volviendo a cambiar de
tema.) ¿A qué hora vuelve
habitualmente John? No quiero encontrarme con él.
Elsa.–
Oh, tardará todavía una hora, poco más o
menos. (Sonriendo.) Pero...
¿por qué? ¿Qué tienes contra John?
Lucy
(sonriendo, con extraña
afectación).– Nada...
más que yo misma. (Precipitadamente.) Quiero
decir... que me mires. Estoy hecha un adefesio. Últimamente, he
tenido unos insomnios espantosos. Y soy lo bastante vanidosa
para no querer que ningún hombre contemple esta ruina en que me he
convertido hasta que me haya mejorado con un baño y unos
cócteles.
Elsa.–
¡Tonterías...! Tienes un aspecto espléndido.
Lucy
(secamente).– ¡Gracias,
mentirosa! (Con una mirada de
soslayo que revela franca envidia y sin poder ocultar su
resentimiento.) Sobre todo, no
quiero exhibirme a tu lado. El contraste es demasiado evidente.
Elsa.–
Pero si soy yo la que está hecha un adefesio y no tú. Me estoy
reponiendo de una gripe.
Lucy.–
Eso no influye... en el sentido a que me refiero. (Con
aire puro e impertinente.) Perdóname
si me abandono a desahogos melancólicos. Me estoy convirtiendo
en una tonta lloriqueante. Es algo lamentable y
fastidioso. (Enciende otro
cigarrillo. En su mano se advierte un temblor nervioso.)
Elsa.–
¿Qué te pasa, Lucy? Dímelo.
Lucy
(rígida, a la defensiva).– ¿A
qué te refieres?
Elsa.–
Quiero saber qué te desasosiega. Vamos, no trates de negarlo. Te
conozco desde hace demasiado tiempo. Cuando entraste, ya adiviné
que te preocupaba algo y que tratabas de ocultarlo.
Lucy.–
No sé cómo se te ha ocurrido eso. (Con
locuacidad, a la defensiva.) Oh,
vamos, Elsa. ¡Déjate de indagaciones psíquicas!
Elsa.–
Perfectamente. Perdóname por haber tratado de sondearte. Pero tú
misma me creaste esa mala costumbre al contarme siempre tus
penas. Sólo pensé que podía ayudarte en algo.
Lucy.–
¡Tú! (Ríe, con una risita diera
y sardónica.)
Elsa
(herida).– Antaño,
pensabas que podía ayudarte.
Lucy.–
"Antaño, hace muchísimo tiempo..." (Repentinamente,
con arrepentida vergüenza.) Perdóname,
Elsa. He hecho mal en mostrarme tan impertinente. Siempre fuiste
la más maravillosa de las amigas. ¡Y soy una mujerzuela tan
desagradecida!
Elsa.–
¡Lucy! No debes decir eso.
Lucy
(prosigue, fingiendo franqueza).– Pero,
para serte sincera, esta vez te equivocas. No me pasa nada, salvo lo
que les pasa a todos, por lo visto, las estúpidas vidas que
llevamos... y, desde luego, las inquietudes económicas usuales.
De modo que, por favor, no pienses en mis preocupaciones.
Elsa.–
Perfectamente, querida. (Después
de una breve pausa, con aire negligente.) ¿Cómo
está "Walter ahora?
Lucy
(con forzada sonrisa).– ¡Creí
que no hablaríamos de mis preocupaciones! Oh, Walter es...
Walter. Ya lo conoces, Elsa. ¿Por qué me lo preguntas? Pero...
¿acaso se puede conocer a alguien? ¡Que me condenen si se puede
saber cómo es en realidad la gente! Tú te las compones, no sé
cómo, para vivir en un mundo perdido donde los seres humanos
son aún decentes y honorables. No sé cómo lo haces. Si
hubieses sido siempre una ingenua, protegida de todo contacto
desagradable... ¡Pero tu primer matrimonio debió arrojarte a la
cara casi todas las inmundicias que un hombre puede ser... y eso, ya
es mucho decir! ¡Y sin embargo, hete aquí sentada, serena y
hermosa y sin cicatrices...!
Elsa
(con calma).– Tengo
mis cicatrices. Pero las heridas están curadas... totalmente
curadas. Lo ha logrado el amor de John por mí.
Lucy.–
Sí... Claro. (Como si no pudiera
dominarse, en un arranque.) ¡Oh,
tú y tu John! Tu marido te sirve de respuesta para todo.
Elsa
(sonriendo).– Y
lo es, para mí.
Lucy.–
¿De modo que sigues tan enamorada de él como cuando te casaste?
Elsa.–
Oh, mucho más. Porque ahora es mi hijo y mi padre, así como mi
marido y...
Lucy.–Tu
amante. Dílo. ¡Qué increíblemente victo riana sueles ser! ¿No
sabes que es eso lo que discutimos hoy todas las casadas? Pero tienes
suerte. Por lo general, los hombres sobre quienes discutimos no son
buenos maridos y ni siquiera son buenos amantes. Pero la
esperanza es lo último que se pierde. ¡Seguimos confiando y
haciendo experimentos!
Elsa
(con repulsión).– No
hables así. Eso me repugna. Sé que no lo dices en serio.
Lucy
(la mira con resentimiento, le vuelve la
espalda, tiende la mano hacia otro cigarrillo y dice,
secamente:).– Oh,
estás segurísima de eso... ¿verdad?
Elsa
(con dulzura).– Lucy...
¿A qué se debe esa amargura? La he visto crecer en ti durante estos
últimos años, pero ahora te ha dominado por completo. Yo...
Francamente, casi no te reconozco. Has cambiado tanto...
Lucy
(precipitadamente).– Oh,
en estos últimos tiempos no me ha pasado nada. No debes creer
eso. (Desahogándose, con
creciente amargura.) ¡Lo que
pasa, simplemente, es que me asquean mi vida, las mentiras y las
imposturas, el matrimonio y la maternidad, yo misma! ¡Más que nada,
me siento asqueada de mí misma, porque me dejo humillar por las
públicas aventuras de Walter con todas las mujerzuelas que
encuentra! ¡Y estoy cansada de fingir que eso no me importa, cansada
de que me importe íntimamente, cansada de fingir ante mí misma que
debo seguir tolerándolo por los niños, y que ellos me lo compensan
todo, cuando no hay tal ni mucho menos!
Elsa
(con indignación).– ¿Cómo
puede ser tan canalla Walter?
Lucy
(mirando de soslayo a Elsa, con aire
casi vengativo).– Oh,
no es peor que muchos otros. Por lo menos, no miente.
Elsa.–
Pero, por amor de Dios... ¿Por qué toleras eso? ¿Por qué no lo
abandonas?
Lucy.–
Oh, no te muestres tan altanera y desdeñosa, Elsa. Apuesto a que no
lo serías... (Se interrumpe,
bruscamente.)
Elsa.–
¿Qué quieres decir? Sabes perfectamente que abandoné a mi primer
marido apenas descubrí...
Lucy
(precipitadamente).– Lo
sé. No quise... ¿Por qué no abandono a Walter, dices? Será porque
estoy demasiado agotada para tener el coraje necesario. Y, por
lo demás, ya lo intenté. La primera vez que descubrí una
infidelidad suya, obré correctamente y me fui a casa. Me proponía
decirle a papá que mi papel como esposa de Walter se había acabado.
Pero papá estaba ausente. Hablé con mamá, y tuve un
desfallecimiento y se lo dije. Lo tomó muy filosóficamente... dijo
que yo era una tonta al esperar demasiado, que los hombres eran así,
que hasta mi padre había... (Tiene
un escalofrío de aversión.) Esto,
en cierto modo, me abrumó. De modo que volví a Walter y mi marido
ignora aún que lo abandoné.
Elsa.–
¡Cuánto lamento todo eso, Lucy!
Lucy
(con su cruel cinismo habitual).– Nada
de piedad, por favor. Después de todo, la situación tiene sus
compensaciones. Walter ha tratado noblemente de mostrarse justo.
Ha dicho que yo podía tener la misma libertad para entregarme a
cualquier capricho sexual.
Elsa.–
¡Qué estúpido!
Lucy
(con amargura).– Oh...
En realidad, no lo dijo en serio... ¿comprendes? Su vanidad no podía
admitir que yo sintiera el menor deseo por otro hombre. Sólo
fue una actitud tonta de su parte, y se sintió a salvo al hacerlo
porque estaba segurísimo de mí... ¡porque sabe, maldito sea, que a
pesar de todo lo que ha hecho por matar mi amor, en mí sigue
subsistiendo algo cobardemente esclavo que se remonta a la
felicidad de nuestros primeros días de casados, algo que aún... lo
ama! (Parece que va a desfallecer,
pero se domina y tiene un arranque vengativo, y una horrible
satisfacción ilumina su rostro.) Pero
le advertí que se arrepentiría si seguía humillándome con
demasiada frecuencia... ¡y lo hizo!
Elsa
(escandalizada).– ¿Quieres
insinuar que tú...?
Lucy
(en cuya voz reaparece el mismo acento
impertinente).– Sí,
tuve un pequeño y efímero adulterio. Y debo decirte que, como
sustituto del amor y aun de una diversión agradable, se exageran
mucho sus méritos. (Con una
risita.) ¡Qué escandalizada
estás! ¿Me expulsarás de tu virtuoso hogar?
Elsa.–
¡Lucy! ¡No hables así! Lo que pasa, simplemente, es que no
puedo creer que... Nada de eso es propio de ti. Es eso lo que te hace
tan... Pero, por favor, No creas que te condeno. Sabes cómo te
quiero, ¿verdad?
Lucy
(la contempla absorta, con extraño
pánico).– ¡No digas eso, por
amor de Dios! ¡No quiero que me quieras! ¡Preferiría que me
odiaras! (Pero Elsa la atrae hacia
sí y finalmente Lucy desfallece, sollozando, con el rostro oculto
contra el hombro de Elsa.)
Elsa.–
Vamos, vamos. No debes llorar, querida. (Cuando
Lucy se calma un poco, le dice con dulzura:) No
creas que no te comprendo. Sentí exactamente lo mismo cuando
descubrí la infidelidad de Ned Howell. Aunque ya aquello no me
importaba y nuestro matrimonio había sido siempre desdichado,
el descubrimiento me hirió tanto en mi amor propio que quise
vengarme y tomar por amante al primer hombre que encontrara.
Lucy
(la mira, asombrada).– ¿Hiciste
eso? ¿Nunca creí...
Elsa.–
Lo que me salvó de cometer una estupidez, fue la fe de que, en
alguna parte, me esperaba el hombre a quien podría amar realmente.
Sentí que mi respeto por él y por mí misma me obligaba a no
deformarme deliberadamente por amor propio herido y por despecho.
Lucy
(con triste amargura).– Aciertas
al usar la palabra deformar. Fue eso lo que sentí siempre,
desde entonces. ¡Algo vulgar! ¡Algo feo! Como si me
hubiera deformado deliberadamente a mí misma. Y no
sólo a mí misma... sino también al hombre...ya otros a quienes no
habría lastimado por nada del mundo... de haber estado en mi sano
juicio. ¡Pero no lo estaba! Comprendes que no lo estaba...
¿verdad, Elsa? ¡Tú debes comprenderlo! ¡Más que nadie!
Elsa.–
Sí, querida. Claro que sí.
Lucy.–
Tengo que contarte cómo sucedió aquello... para que comprendas. Fue
en una de las fiestas de Walter. Ya conoces a la pandilla
seudobohemia de que gusta rodearse mi marido. Aquella gente
estaba allí con toda su vulgaridad, con todas sus lenguas
ponzoñosas, envidiosas, burlándose de todo lo que tenía una
dignidad humana decorosa y mérito. Oh, había allí unos pocos más,
también... gente de los nuestros... y aquel hombre era uno de
ellos. Walter estaba borracho y acariciaba a su última hembra, y
ella lo convenció de que la acompañara a su casa. Todos me miraban
para cerciorarse de cómo acogería yo aquello. Yo sentía
deseos de matarlos a ambos, pero me limité a reír y bebí un poco
más. Pero sufría de un modo infernal y me juré darle una lección
a Walter... Y escogí a aquel hombre... ¡sí, deliberadamente!
¡Todo aquello fue deliberado y demencial! Y fui yo quien tuvo que
hacer toda la obra de seducción... porque era un hombre
completamente feliz. Yo lo sabía, pero estaba enloquecida. Su
felicidad me enfurecía... sufría al pensar que él hacía
felices a otros seres. ¡Quise arrebatarle su felicidad y
matarla, como habían matado la mía!
Elsa.–
¡Lucy!
Lucy
(con dura risa).– Te
dije que sufría espantosamente... ¿verdad? ¡Y cuando una está
en el infierno, se convierte en un ser semejante a todos los
demás! (Prosiguiendo
presurosamente su relato.) Lo hice
entrar en mi alcoba con no sé qué pretexto. Y me apartó, como si
estuviese asqueado de sí mismo y de mí. Pero no quise dejarlo ir. Y
ahora viene lo más extraño del asunto. Repentinamente, no sé
cómo explicarlo —me creerás loca o te parecerá extraño—, se
me antojó que él ya no estaba allí. Era otro hombre, un extraño
de ojos siniestros e impresionantes. Parecía mirar a través de mí
a otra y por un momento creí ver algún sitio oculto de su espíritu,
donde había algo tan maligno y vengativo como yo. Aquello me asustó
y fascinó... y me atrajo, también. ¡Era lo más terrible del
asunto! (Con risa
forzada.) Supongo que todo
esto te parecerá demasiado absurdo. Bueno. Quizá fuese el efecto
del whisky. Yo había bebido bastante. (Tiende
la mano para tomar un cigarrillo y dice, volviendo a su cruel
impertinencia:) Y luego, se
produjo mi pequeña zambullida en el adulterio.
Elsa
(con un escalofrío de repulsión).– ¡Oh!
Lucy.–
Pero... ¡qué aburrido debe ser eso para ti! ¿Para qué te lo habré
contado? Era lo que menos deseaba... (Se
vuelve hacia ella, con un destello de resentida vengatividad.) Me
hace parecer peor de lo que suponías, ¿verdad? Pero supongamos
que John te fuese infiel...
Elsa
(sobresaltada y con temor).– ¡No
digas eso! (indignada) ¡Lucy!
No quiero que digas eso, ni aun...
Lucy.–
Sólo te pido que lo supongas...
Elsa.–
¡No puedo! ¡No quiero hacerlo! ¡Y no te dejaré suponerlo! ¡Es
demasiado!... (Dominándose, con
forzada sonrisa.) Pero soy más
tonta que tú al irritarme. Simplemente, tú no conoces a John. Eso
es todo. No sabes hasta qué punto es en el fondo un anticuado
idealista romántico, en todo lo relativo al amor y al matrimonio. ¡Y
es una suerte que lo sea! Te reirás de mí, pero sé que nunca tuvo
una aventura antes de conocerme.
Lucy.–
¡Oh, vamos, Elsa! ¡Eso es demasiado!
Elsa.–
¡Por favor, no me creas una tonta ingenua! Fui tan cínica con
respecto a los hombres en aquellos tiempos como lo eres tú ahora. Yo
no hubiera creído eso de otro hombre, pero en el caso de John me
sentí absolutamente segura de que él era así.
Lucy.–
Lo amabas y querías creer.
Elsa.–
No. Aun antes de amarlo adiviné que era así. Más que nada, lo
amaba por eso: porque sentía que sería mío, sólo mío, que no me
vería obligada a compartirlo con el pasado. Si pudieras comprender
todo lo que ello significaba para mí... sobre todo en esa época,
cuando estaba asqueada y herida aún por mi primer matrimonio...
Lucy.–
Bueno, todo eso está muy bien, pero no me prueba cómo puedes estar
tan segura de que, desde entonces, nunca...
Elsa
(orgullosamente).– Sé
que John me ama. Sé que sabe lo mucho que lo amo. Sabe el mal que me
causaría eso. Mataría para siempre mi fe en la vida... ¡toda la
verdad, toda la belleza, todo el amor! ¡Yo no querría ya amar!
Lucy.–
No debieras abandonarte tan totalmente a merced de ningún hombre...
ni siquiera de John.
Elsa.–
No lo temo. (Sonríe.) Lo
malo es que tú, vieja cínica, no puedes admitir que nuestro
matrimonio es un verdadero matrimonio ideal. Pero lo es... y ha sido
exclusivamente obra de John, no mía.
Lucy.–
¿Su obra?
Elsa.–
Sí. Cuando lo conocí, yo creía haber terminado con el
matrimonio para siempre. Hasta cuando me enamoré de él, no quería
casarme. Temía el matrimonio. Le propuse con toda franqueza que,
simplemente, viviéramos juntos y que cada uno de nosotros
conservara una absoluta libertad de acción. (Ríe.) ¡Oh,
fui completamente ultramoderna! Y aquello escandalizó de un
modo horrible al pobre John... a pesar de todas sus ideas extremas.
¡Estoy segura de que poco faltó para que yo lo desilusionara para
siempre! Desdeñó severamente mi oferta. Me presentó diversos
argumentos. ¡Cómo argüyó! ¡Como un misionero al convertir a un
pagano! Dijo que detestaba al matrimonio corriente tanto como yo,
pero que, en el fondo, el ideal del matrimonio era hermoso y él
sabía que nosotros podríamos realizarlo.
Lucy.–
¡Ah, sí, el ideal! ¡Ya he oído hablar de eso, en otros tiempos!
Elsa.–
Me dijo que, por más desastrosos y falsos que fueran todos los
matrimonios del mundo, nuestro amor podía convertir el nuestro en un
verdadero sacramento —"sacramento", esa fue la palabra
que usó—, un sacramento de fe en que cada uno de nosotros
hallaría la más completa expresión de sí mismo, al hacer de
nuestra unión algo bello. (Sonríe
afectuosamente.) Como
comprenderás, todo esto era lo que yo anhelaba oírle decir al
hombre que amaba sobre la hondura espiritual de su amor por mí... lo
que sueña con oírle decir a su amante cada mujer, me parece.
Lucy
(nerviosa, mecánicamente).– Sí.
Lo sé.
Elsa.–
Y, desde luego, aquello arrasó con mi mezquino egoísmo
moderno. Al principio, no pude creer que John hablara en serio, pero
cuando me convencí, aquello me abrumó. (Sonríe
y agrega, con tranquilo orgullo:) Y
creo que, desde entonces, ambos vivimos a la altura de ese ideal.
Confío en que yo lo conseguí. Sé que John lo ha logrado. El ideal
fue una creación suya... ¿comprendes?
Lucy.–
Claro que John lo ha logrado. Naturalmente.
Elsa.–
Y nuestro matrimonio no ha significado para nosotros esclavitud o
hastío, sino libertad y armonía íntima... y felicidad. De
modo que ambos debemos haber sido leales a él. La felicidad es la
prueba... ¿verdad?
Lucy
(profundamente conmovida, sin mirar a
Elsa, le toma la mano, se la oprime y dice con voz ronca).– Claro
que sí. Por favor, olvida las tonterías que acabo de decirte. Sólo
intentaba rebajarte a mi nivel. Todos sabemos cuan maravillosamente
felices sois John y tú. Pero recuerda que el mundo está lleno de
malévolos embusteros que harían cualquier cosa con tal de
estropear la felicidad de ustedes y de rebajarlos a su nivel... y eso
era lo que yo estaba haciendo. De modo que no escuches... Pero,
naturalmente, tú no escucharás esas cosas... ¿verdad? Tú
tienes fe. (Se vuelve y la besa, impulsivamente.) Que Dios
te bendiga... ¡y proteja tu felicidad!
Elsa.–
Gracias, Lucy. Eres muy buena. (Perpleja.) Pero...
¿por qué temes que alguien...?
Lucy
(levantándose de un salto).– Sólo
es mi morbosidad. Me han acusado de tantas cosas malas que no
hice, que eso debe haberme desanimado. (Bruscamente.) Ahora,
tengo que marcharme a toda prisa, Elsa... Tengo que volver a casa y
ponerme mi armadura para otra de las fiestas de Walter. Una vida
alegre. Mi única esperanza es que Walter se quede pronto sin un
solo centavo y nadie nos visite ya, fuera de nuestros amigos
olvidados. (Con amarga risita se
dispone a marcharse, pasando- a izquierda del sofá; luego, al oír
que se abre una puerta en el vestíbulo, dice nerviosamente:) ¿No
viene alguien ...?
Elsa.–
Debe ser John. (Da la vuelta, por
la derecha del sofá y va hacia el umbral.)
John
(llamando desde el vestíbulo).– Hola.
Elsa
(sale y al encontrarse con él cuando
John aparece en el vestíbulo junto al vano de la puerta, lo
besa).– Hola, querido. Llegas
temprano. ¡Cuánto me alegro!
John.–
Pensé que, como le había dicho a tío que viniera temprano, me
convenía... (La besa.) ¿Cómo
te sientes, querida? Tu aspecto es mucho mejor.
Elsa.–
Oh... Muy bien, John. (Lucy se ha
quedado de pie a la izquierda del sofá, rígida y tensa, con el aire
de quien está acorralado y cobra fuerzas para una dura prueba. Elsa
y John entran, tomados de la cintura. Cuando lo hacen, Lucy recobra
su serenidad y saluda a John.)
Lucy.–
Hola, John.
John
(acercándose a ella, con la más
cordial e impasible de las sonrisas.) — ¡Hola,
Lucy! Ya me parecía haber oído una voz familiar al entrar. (Se
dan la mano.) Una grata sorpresa.
Hace mucho tiempo que no teníamos este placer. (Elsa
se ha adelantado detrás de él. La figura del enmascarado Loving
aparece en el umbral. Durante las frases siguientes avanza
silenciosamente hacia la esquina de la larga mesa que está
delante de la ventana, a derecha primer término, y se queda allí,
sin mirarlos, de cara al público, con el mismo aire frío y absorto.
La expresión de su rostro enmascarado parece más que nunca
sardónica y siniestra.)
Lucy.–
¡Vamos, no empecemos con ese tema! Elsa me ha vapuleado ya de lo
lindo.
Elsa
(riendo).– Y
Lucy se ha arrepentido y está perdonada.
John.– Oh...
Entonces, está muy bien.
Lucy
(nerviosamente).– Ya
me iba. Lamento tener que marcharme tan pronto, John.
Elsa.–Oh,
ahora no puedes irte. John creerá que te ha echado.
Lucy.–
No, de veras, Elsa. Yo...
Elsa.–
Es necesario que le hagas compañía a John durante unos minutos.
Porque yo tengo que ir a la cocina. Confío en Emmy en las ocasiones
usuales, pero cuando viene a cenar un tío perdido durante tantos
años, conviene un poco de vigilancia personal. (Se
dirige al comedor, a la izquierda.)
Lucy
(con una nota de desesperación en la
voz.) — Bueno... Pero sólo
puedo quedarme un momento.
Elsa.–
Volveré inmediatamente. (Se va por
la puerta del comedor. Apenas se ha ido, la cordial sonrisa de John
se esfuma y en su semblante aparece una expresión tensa y acosada.
Está parado detrás del extremo derecho del sofá y Lucy detrás del
extremo izquierdo. En la pausa durante la cual esperan que Elsa se
aleje, Loving se desplaza silenciosamente hasta pararse detrás
de John, pero un paso más a foro, mirando en parte hacia él y en
parte hacia el frente.)
John
(bajando la voz,
precipitadamente).– Supongo
que habrás tenido cuidado y no habrás dicho nada que...
Lucy.–
¿Que pudiera delatarte? Claro que no. Y aunque hubiese sido lo
bastante perversa para decírselo, Elsa no me habría creído. ¡Su
fe en ti es tan conmovedora!
John
(con un sobresalto).– ¡No
digas eso!
Lucy.–
No. No corres el menor peligro. Sólo debo advertirte una cosa. En
realidad, se trata de una bagatela, pero...
John.–
¿Qué?
Lucy.–
Walter se lo ha estado diciendo a la gente. Tiene que mantener su
actitud de cordial comprensión... ¿comprendes?
John.–
Pero... ¿cómo lo sabe?
Lucy.–
¡No te muestres tan consternado! No sabe... quién fue. Y ni
siquiera se le ocurriría sospechar de ti.
John.–Pero...
¿cómo sabe que lo hiciste?
Lucy
(vacila y luego le dice, con tono
desafiante).– Yo se lo dije.
John.–
¿Tú? Pero... ¿por qué, en nombre de Dios? Ya lo sé. ¡No pudiste
resistir a la tentación... de verlo retorcerse!
Lucy
(picada).– Precisamente,
John. ¿Acaso ignoras que sólo lo hice por eso? ¡Siempre que
quieras saber la verdad!
John.–
¡Santo Dios! ¿Crees que no lo advierto? ¿Supones que no sé que
sólo fue una venganza tuya?
Lucy.–
¿Y de quién te vengabas tú? Seamos francos.
Loving
(con siniestra burla).– ¡Quién
sabe! Del amor, quizá. ¡Tal vez, en el fondo de mi alma, yo odie el
amor!
Lucy
(contempla a John con asustada
perplejidad).– Ahora,
pareces el... ¡el hombre de aquella noche!
John
(turbado).– ¿Yo?
Aquel hombre no era yo. (Enojado.) ¿Qué
quieres decir cuando afirmas que me estaba vengando? ¿Por qué
habría yo de vengarme de ella?
Lucy.–
No lo sé, John. Eso lo sabrá tu conciencia. Bastante tengo ya con
la mía, a Dios gracias. Tu actitud me molesta. (Con
impertinente sarcasmo.) Difícilmente
podría considerársela propia de un amante... ¿verdad?
John
(con disgusto).– ¡Un
amante!
Lucy.–
Oh, ya sé. Siento lo mismo. Pero... ¿por qué me odias? ¿Por qué
no te odias a tí mismo?
John.–
¡Como si no me odiara! ¡Dios mío! ¡Si supieras! (Con
amargura.) ¿Y hasta cuándo crees
poder resistir a la tentación de decirle a Walter que fui yo, su
viejo amigo... para verlo retorcerse un poco más?
Lucy.–
¡John!
John.–
Y Walter tendrá que decírselo a todos, también... ¡para
justificar su actitud! Y entonces...
Lucy.–
¡John! Sabes que yo no lo haría aunque te odiara como pareces
odiarme a mí. No lo haría por Elsa. ¡Oh, ya sé que me crees una
falsa, pero quiero a Elsa! (Con voz desgarrada.) ¡Oh, qué
infamia es todo esto! ¡Qué estúpidos fuimos!
John
(sombrío).– Sí. (Con
amargura, nuevamente.) Lamento no
poder confiar en ti, Lucy. Puedo hacerlo cuando eres la de siempre.
Pero cuando estás ebria... preveo cómo terminará eso. ¡Tendré
que decírselo yo mismo a Elsa para salvarla de la humillación de
saberlo a través de sucias habladurías!
Lucy.–
¡John! ¡Oh, te ruego que no seas tan tonto! ¡Por favor!
John.–
¿Crees que ella no me perdonaría?
Lucy.–
Pienso en el mal que le causaría a Elsa. ¿No comprendes...?
John
(con tono de advertencia, al oír que se
abre la puerta de la alacena).– ¡Ssst! (Rápidamente,
alzando la voz para dar la impresión de la conversación
corriente.) Tío es un hombre
magnífico. Valdría la pena de que lo conociera. Le gustaría.
Lucy.–
No lo dudo. (Luego, cuando Elsa
viene del comedor.) Bueno, ya has
vuelto. Tengo que escaparme. (Le
tiende la mano a John.) Adiós,
John. Cuide mucho a Elsa.
John.–
Adiós, Lucy. (Elsa le rodea el
talle a Lucy y ambas van hacia la puerta del vestíbulo.)
Elsa.–
Te traeré tus cosas. (Sale al
vestíbulo. Apenas se han marchado, John se vuelve y camina alrededor
del sofá, se sienta en él y se queda absorto, con ojos acosados.
Lcwmg se le acerca hasta colocarse detrás de él, se inclina y
murmura burlonamente.)
Loving.–
¡Te advertí que el cerco se estaba cerrando! Más vale que te
decidas a narrar el resto de tu novela esta noche... ¡mientras hay
tiempo, aún!
John
(con voz tensa).– Sí.
Debo hacerlo.
Loving.–
Pero antes debes decidir cuál será el fin de tu protagonista. (Con
risita sardónica.) ¡Qué
curioso! ¡Cuando pienso en los difíciles problemas que ha
provocado tu pequeña zambullida en la literatura!... ¡Unos
problemas que exigen respuesta definitiva! (Ríe
nuevamente. Luego se vuelve hacia el umbral citando Elsa
regresa a la habitación. Sus ojos están fijos en ella cuando
Elsa se adelanta, acercándose silenciosamente hasta el extremo
derecho del sofá. John no la ve venir. Loving se queda de pie a
derecha, foro, de John.)
Elsa.–
Apostaría a que estás pensando en bagatelas, John. (El
se sobresalta. Elsa se sienta a su lado y dice con una sonrisa:) ¿Te
asusté?
John
(con forzada sonrisa).– No
sé qué me pasa. Por lo visto, últimamente tengo sobresaltos
nerviosos. (Con displicencia.) Te
alegró volver a ver a Lucy... ¿verdad?
Elsa.–
Sí... Naturalmente. Sólo que está tan cambiada... ¡Pobrecita!
John.–
¿Por qué pobrecita? Ah... ¿Te refieres a las cabriolas de Walter?
Elsa.–
¿De modo que lo sabes?
John.–
¿Quién no lo sabe? "Walter se está exhibiendo en público
como un asno todo lo posible. Pero no hablemos de él. ¿Qué
opinas del gran acontecimiento del día? Me refiero a la imprevista
llegada de tío.
Elsa.–
Eso debió ser una sorpresa para ti. Me muero por conocerlo. Me
alegro de que pueda venir esta noche.
John.–
Yo, también. (Como si se hubiese
agotado la conversación, guarda silencio, un silencio lleno de
malestar. Elsa lo mira, inquieta. Luego, se acurruca contra él.)
Elsa
(tiernamente.).– ¿Me
quieres todavía?
John
(la toma en sus brazos y la besa, y
dice, con intensa pasión).– ¡Bien
lo sabes! ¡Tu amor es lo único que me importa! Lo sabes... ¿verdad?
Elsa.–
Sí, querido.
John
(rehuyendo sus ojos, ahora).– ¿Y
me amarás siempre... por más estúpido e indigno que sea de tu
amor?
Elsa.–
¡Sss! No debes decir esas cosas. Eso no es cierto. (Sonriendo,
burlona.) Bueno. Si me quieres
tanto, dame una prueba diciéndomelo.
John
(dominando un sobresalto).– ¿Diciéndote
qué?
Elsa.–
Vamos, no finjas. Sé que algo te preocupa desde hace varias
semanas... desde que volví de Boston.
John.–
No, Elsa. Palabra.
Elsa.–
Es algo que me ocultas porque temes inquietarme. De modo que
tanto da que lo confieses.
John
(forzando una sonrisa).– ¿Que
lo confiese? ¿Y me prometes... perdonar?
Elsa.–
¿Perdonarte el que no hayas querido inquietarme? ¡Tonto!
John
(precipitadamente).– No,
sólo lo decía por broma. No hay nada.
Elsa.–
¡Vamos! Pero creo que adivino. Son los negocios... ¿verdad?
John
(aferrándose a esto).– Te
diré... Bueno, sí, ya que tienes que saberlo.
Elsa.–
¿Y temías que eso me disgustaría? Oh, John. A veces eres tan niño
que merecerías una paliza. ¿Crees que me he vuelto una pobre muñeca
desamparada?
John.–
No, pero...
Elsa.–
¡Y eso, sólo porque me mimaste tanto durante todos estos años!
Pero recuerda que apenas si teníamos lo suficiente para vivir
cuando nos casamos... y no me sentía tan desdichada entonces...
¿verdad? Y por pobres que seamos... ¿crees que me importaría eso
con tal de tenerte a ti?
John
(balbucea, lastimero).– ¡Querida!
Me... avergüenzas tanto! ¡Dios mío, no puedo decírtelo!
Elsa
(besándolo).– Pero,
querido... ¡Si eso no es nada! Y ahora... ¿me prometes que lo
olvidarás y no te inquietarás más?
John.–
Sí.
Elsa.–
¡Bueno! Hablemos de otra cosa. Díme... ¿Has seguido trabajando en
tu trama para una novela?
John.–
Sí. La... la tengo casi totalmente planeada.
Elsa
(alentadora).– Espléndido.
Ocúpate de eso y olvida tus tontas preocupaciones. Pero...
¿cuándo me la contarás?
John.–La
verdad es que le conté a tío la primera parte y que reveló
curiosidad, también. De modo que lo amenacé con narrarles la trama
del resto esta noche.
Elsa.–
Oh, perfecto. (Ríe.) Y
confieso que eso me ayudará mucho como dueña de casa. Es probable
que me sienta un poco nerviosa al agasajar por primera vez a un tío
sacerdote a quien no conozco.
John.–
Oh... A los pocos instantes, te parecerá un viejo amigo.
Elsa.–
Tus palabras son alentadoras. Pero tendrás que contarnos tu
argumento, de todos modos. (Se
levanta.) La hora se acerca. Más
vale que suba a vestirme. (Da la
vuelta alrededor del sofá y va hacia la puerta del
vestíbulo.) ¿Subirás a tu
gabinete por un rato?
John.–
Sí, dentro de un momento. Quiero trabajar un poco más en mi trama.
El final no está bosquejado claramente, aún.
Loving.–
¡Es decir, el final de mi protagonista!
Elsa
(sonriéndole a John, con aire
alentador).– ¡Entonces,
dedícate a eso sin falta, para no tener ninguna excusa! (Se
va. Apenas se ha ido, la expresión fisonómica de John cambia y se
vuelve nuevamente tensa y acosada. Loving sigue de pie detrás de él,
mirándolo con ojos fríos y desdeñosos. Pausa.)
John
(repentinamente, el rostro saturado de
la más amarga repugnancia por sí mismo).– ¡Cerdo
asqueroso!
Loving
(sardónicamente).– Sí,
inepto para vivir. Completamente inepto para la vida, a mi
parecer. Pero siempre está la muerte para llevarse nuestros
pecados... ¡el dormir, no perturbado por el traicionero sueño del
Amor! (Con risa grave y
siniestra.) Es simplemente un
recuerdo consolador... ¡por si has olvidado! (John
escucha fascinado, como si hablara una voz interior. Luego, él
terror ilumina su semblante y se estremece.)
John
(atormentado).– ¡Por
Dios! ¡Déjame en paz!
TELÓN
ACTO
TERCERO
ESCENA
I
Escenario:
Nuevamente la sala. Acaba de terminar la cena. El padre Baird está
sentado en la silla de la izquierda, primer término, Elsa en el
sofá, John a su lado a la izquierda, el enmascarado Loving a foro
derecha de John, en la silla que está junto al extremo de la mesa,
delante de la ventana. John y Loving visten trajes de noche de corte
idéntico. Elsa, un vestido blanco de líneas muy sencillas. El padre
Baird, igual que en el primer acto.
Margaret
sirve el café. Se va por la puerta del comedor.
John
(rodeando traviesamente el talle de
Elsa).– Bueno... Ahora que
la conoces, tío... ¿qué opinas de ella? ¿Verdad que mis cartas
tenían razón?
Baird
(galantemente).– Eran
demasiado inexpresivas. ¡No le hacían ni la mitad de la justicia
que se merecía!
Elsa.–
Gracias, padre. Es usted muy amable.
John.–
¡Ah! ¡Te dije, tío, que sobre ese tema estaríamos de
acuerdo! (A Elsa, con tono
tiernamente regañón.) Pero tengo
que ajustarle las cuentas, señora mía. Usted apenas si cenó...
¿sabe?
Elsa.–
Sí que cené, querido.
John.–
Sólo aparentaste cenar. Te observé. Esa no es manera de recobrar
las fuerzas.
Baird.–
Sí, hay que comer todo lo posible cuando uno se está reponiendo de
una gripe.
John
(inquieto, tomándole la mano a
Elsa).– ¿De
veras que no tienes frío? ¿Quieres que te ponga algo sobre los
hombros?
Elsa.–
No, querido. Gracias.
John.–
Recuerda que el día es desapacible, frío y lluvioso, y que hasta
hay que extremar las precauciones en el interior de la casa.
Elsa.–
Oh, me siento muy bien ahora, John. Por favor, no te inquietes por
mí.
John.–
Bueno... No te fatigues... ¿me oyes? Si te sientes agotada, mándanos
simplemente a mi gabinete. Tío comprenderá. ¿Verdad, tío?
Baird.–
Claro. Confío en que Elsa me considerará un miembro de la familia y
no gastará ceremonias conmigo.
Elsa.–
Así es, padre. (Burlona.) Pero...
¿sabe cuál debe ser la causa de toda esta preocupación de John?
Simplemente, busca un pretexto para librarse de contarnos el resto de
su novela. Pero no le permitiremos que se salga con la suya...
¿verdad?
Baird.–
Claro que no.
Elsa.–
La primera parte es tan poco usual y tan interesante... ¿No le
parece, padre?
Baird
(sosegadamente).– Sí.
Trágica y reveladora, para mí.
Elsa.–
Ya lo ves, John. Es inútil. Nosotros, simplemente, vamos a
insistir.
Loving
(fríamente burlón).– ¿Están
seguros... de que insisten?
Elsa.–
Claro que sí. De modo que empieza de una vez.
John
(nerviosamente).– Pues
bien... (Vacila y apura de un
trago el resto del café.)
Elsa
(sonriendo).– Nunca
te vi tan nervioso, John. Se diría que le vas a hablar a un
auditorio de críticos literarios.
John
(comienza, espasmódicamente).– Bueno...
Pero antes de empezar, quiero hacerles comprender algo. Mi
trama, hasta la última parte, que es totalmente imaginaria,
está tomada de la vida. Es la historia de un hombre que conocí.
Loving
(burlón).– O
creí conocer.
Elsa.–
¿Me permites que sea inquisitiva? ¿Lo conocí yo?
Loving
(con una nota hostil y de rechazo en la
voz).– No.
Puedo jurarlo. Nunca lo conociste.
Elsa
(tomada de sorpresa, mira a John con
asombro y dice, con tono de excusa).– Lamento
haberte interrumpido con una pregunta tonta. Continúa, querido.
John
(nerviosamente, con risa
forzada).– Yo...
Cuesta trabajo empezar. (Se
vuelve y tiende la mano hacia su café, olvidando que lo ha bebido...
Luego, deja la tacita bruscamente y prosigue, con
precipitación.) Bueno. Debes
recordar que la primera parte concluyó cuando los padres del niño
murieron.
Loving.–
¡Y él había negado todas sus viejas supersticiones!
John.–
Bueno. Como te imaginarás, después de esas muertes, durante largo
tiempo sufrió un conflicto íntimo terrible. Tenía accesos de
terror, durante los cuales pensaba que le había entregado
realmente el alma a algún poder maligno. Sentía un ansia
atormentada de orar y de pedir perdón. Le parecía que había
abjurado del amor para siempre... y que estaba maldito. En esas
oportunidades, sólo quería morir. En cierto momento, hasta
tomó el revólver de su padre...
Loving
(sarcásticamente).– Pero
temió afrontar la muerte. Seguía siendo demasiado religioso para
aceptar la única verdad hermosa y consoladora de la vida: que la
muerte es la liberación final, la paz tibia y oscura del
aniquilamiento.
Baird
(apaciblemente).– No
veo la belleza ni el consuelo.
Loving.–
A menudo, lamentaba no haber tenido el valor de morir entonces. Esto
le habría ahorrado tanta estúpida cacería romántica de ilusiones
sin sentido.
Elsa
(inquieta).– Oh,
John. No debes hablar así. Eso resulta tan amargo... y tan falso, en
tus labios...
John
(turbado).– Yo...
Yo no quise... Olvidas que me limito a repetir lo que me dijo ese
hombre. (Apresurándose.) Bueno.
Finalmente, se acabó para él aquel período de sombría
desesperación. Leyó toda clase de libros científicos. Terminó por
ser ateo. Pero su experiencia le había dejado una cicatriz
imborrable en el espíritu. En él, siempre quedaba algo que se
sentía desahuciado por la vida, signado por la sospecha,
maldecido por la incapacidad de lograr siquiera una confianza
duradera en cualquier fe, condenado por el temor a la mentira
agazapada detrás de la máscara de la verdad.
Baird.–
¡Ah!
Loving
(burlón).– ¡Es
tan romántico, como comprenderán, eso de creerse poseído por
un alma condenada!
John.–
Y en los años siguientes, hasta en el pináculo de su racionalismo,
nunca pudo explicarse el horror a la muerte... que ejercía una
extraña fascinación sobre él. Y a esto se unía un temor a la
vida... como si él presintiera sin cesar a un espíritu maligno
oculto detrás de la vida, a un espíritu que esperaba el momento de
atrapar a los hombres y tenerlos a su merced, en su hora de segura
felicidad... ¡Algo que aborrecía a la vida! ¡Algo que reía con
burlón desdén! (Se queda absorto
con fascinado terror, como si viera ese Algo ante sí. Luego,
repentinamente, como en respuesta, Lovtng deja escapar una
risita burlona que se oye apenas. John se estremece. Elsa y el padre
Baird se sobresaltan y miran con malestar a John, pero éste se halla
absorto y apartan los ojos.)
Loving.–
¡Un estúpido crédulo y de espíritu religioso, como ya lo señalé!
¡Y se llevó su credulidad al período siguiente de su vida, cuando
creía en un ismo social o filosófico tras otro, siempre a la
zaga de la Verdad! Nunca tenía valor para afrontar lo que sabía
realmente cierto: que la verdad no existe para los hombres, que la
vida humana carece de importancia y de sentido. No. ¡Se aferraba
sin cesar a alguna nueva y absurda fe, para seguir viviendo!
John
(orgullosamente).– ¡Y
siguió viviendo! Y encontró por fin su verdad... en el amor,
donde menos esperaba encontrarla. Porque siempre le había temido al
amor. Y cuando conoció a la mujer que luego fue su esposa y
comprendió que estaba enamorado de ella, esto le causó pánico.
Quiso huir de ella... pero comprobó que no podía.
Loving
(con desdén).– De
modo que se rindió mansamente... y comenzó a construir una
nueva superstición de amor en torno de ella.
John.–
Volvió a sentirse feliz, por primera vez, desde la muerte de su
padre... con perpleja alegría.
Loving
(burlón).– ¡Y
con secreto temor!
Elsa
(mira a John con curiosidad e
inquietud).– ¿Con
secreto temor?
John.–
Sí. Llegó... llegó a tener miedo de su felicidad. Su amor lo
inducía a sentirse a merced de aquel burlón Algo que temía. Y
cuanta más paz y seguridad hallaba en el amor de su esposa, más lo
acosaban accesos de horrible presentimiento... el reiterado terror de
que ella muriera y de volverse a quedar solo, sin amor. Tan grande
era la fuerza de esta obsesión que se sentía atrapado,
desesperado...
Loving.–
Y a menudo lamentaba...
John
(con precipitación).– Contra
su voluntad...
Loving
(inexorable).– ¡Que
nuevamente le había permitido al amor dejarlo a merced de la
vida!
John
(precipitadamente).– Pero,
desde luego, comprendía que todo aquello era morboso y
ridículo... porque... ¿acaso no era más feliz de lo que había
soñado ser de nuevo?
Loving
(con complacido sarcasmo).– ¡Y,
por eso, destruyó deliberadamente su felicidad!
Elsa
(sobresaltada).– ¿Destruyó
su felicidad? ¿Cómo, John?
John
(se vuelve hacia ella, con forzada
sonrisa).– Temo
que esta parte del relato te resulte inverosímil, Elsa. Este
estúpido tonto, que amaba a su esposa más que a nada, le fue
infiel. (El padre Baird se
sobresalta y mira a John, con aire escandalizado.)
Elsa
(con temor).– Cuesta...
cuesta creerlo. Pero esta parte figura también en la historia del
hombre a quien conociste... ¿verdad?
John.–
Claro. Y no debes condenarlo por completo hasta saber cómo
sucedió. (Aparta de nuevo los ojos
de ella y dice, con esfuerzo y frecuentes pausas:) Su
esposa estaba ausente. Era la primera vez que se iba. El se sentía
perdido sin ella... temeroso y desintegrado. Aquel ya familiar terror
se apoderó de él. Comenzó a imaginarse toda suerte de catástrofes.
Surgieron en su espíritu cuadros horribles. Su mujer era atropellada
por un automóvil. O contraía una pulmonía y estaba moribunda. A
diario, lo poseían estas perversas visiones. Trató de eludirlas
trabajando. No pudo. (Hace una
breve pausa, cobrando fuerzas para proseguir y
recomienza:) Luego, una noche, lo
visitó un viejo amigo... para arrastrarlo a una fiesta. Él
aborrecía las fiestas, pero pensó que aquello le permitiría
huir de sí mismo por unas horas. De modo que fue. Notó con
repulsión que su amigo, ya ebrio, acariciaba a una mujer en
presencia de su propia esposa. Sabía que aquel amigo tenía siempre
aventuras como aquélla y que su esposa no lo ignoraba. Se preguntaba
a menudo si a ella le importaba aquello y sintió curiosidad de ver
sus reacciones. Y pronto comprobó cuánto debía soportar el amor
propio de la esposa de su amigo, ya que su marido se marchó
abiertamente con aquella mujer. Sintió una gran piedad por ella... y
como ésta adivinara sus pensamientos, vino a él y él se excedió
en su bondad. (Con amarga
risita.) ¡Un gran error! Porque
ella reaccionó de un modo que comenzó por parecerle chocante, pero
que concluyó por suscitar su curiosidad. La conocía desde hacía
años. Aquella conducta era impropia de ella. En cierto modo, lo
fascinó que se hubiera vuelto tan corrompida. Le interesó ver hasta
dónde llegaría... la estudiaba como un mero observador...
¡Pobre imbécil! (Vuelve a reír.
El padre Baird está inmóvil, con los ojos fijos en el suelo. El
rostro de Elsa, pálido y contraído, con expresión perpleja y
herida. John prosigue:) Recuerden
que él leía sin cesar en ella, que reía interiormente ante su
tosca seducción, que aquello sólo le parecía un juego. Y sabía
que ella se entregaba también a un juego, que no la acuciaba el
deseo, sino el odio que le inspiraba su marido. (Con
una risita de desdén.) Oh, había
analizado correctamente todo aquello, teniendo en cuenta los
elementos conocidos. Eso era lo desconocido...
Baird
(sin alzar la cabeza).– Sí. (Mira
rápidamente de soslayo a Elsa y luego aparta con la misma rapidez
los ojos, que vuelven a fijarse en el suelo. El rostro de Elsa está
rígido como ana máscara, dado su tenso esfuerzo por no delatarse.)
John.–
Él no sentía el menor deseo por aquella mujer. Cuando ella se
arrojó en sus brazos, se sintió asqueado. Decidió poner término
al juego. Pensó en su esposa... (Con
risa forzada.) Pero, como dije,
había que contar con lo desconocido. Al pensar en su mujer, pareció
repentinamente que algo ajeno a él, un oculto espíritu
maligno, se posesionaba de su alma.
Loving
(fríamente vengativo, ahora).– Mejor
dicho, vio claramente que aquella situación hacía culminar un largo
duelo a muerte entre su esposa y él. La mujer que estaba allí sólo
contaba como un medio. Vio que, a pesar de todos sus hipócritas
pretextos, odiaba en realidad al amor. Quería liberarse de su poder
y ser libre de nuevo. ¡Quería matarlo!
Elsa
(con horrorizado
dolor).– ¡Oh! (Procurando
dominarse.) No... no
comprendo. ¿Odiaba al amor? ¿Quería matarlo? Pero... ¡eso es
demasiado horrible!
John
(balbuceando, confuso).– No...
Yo... ¿No comprendes que no era él mismo?
Loving.–
Pero temo, Elsa, que la estúpida convicción de mi protagonista de
que estaba poseído por un demonio debe parecerte una excusa
supersticiosa e inverosímil para desligarse de su responsabilidad.
Baird
(sin alzar los ojos, serenamente).– Eso
es perfectamente verosímil para mí, Jack. Uno no puede
entregarle el alma a un demonio de odio... y conservarse siempre
ileso.
Loving
(sardónicamente).– En
cuanto al propio adulterio, la verdad es que el pobre tonto estaba
haciendo grandes alharacas por nada... ¡por un acto tan carente de
sentido como el de una mosca con otra, de igual importancia para
la vida!
Elsa
(contempla absorta a John, como si éste
se hubiera convertido en un extraño, y en sus ojos aparece una
expresión de asco).– ¡John!
¡Eres repulsivo! (Se aleja de él,
corriéndose hacia el extremo del sofá, más cerca del padre Baird.)
John
(murmura, confuso).– Pero
yo... yo no quería ... Perdóname. Sólo lo dije... como
broma... para impresionar a tío.
Baird
(mira con ansiedad a Elsa y dice
sosegadamente, con un dejo de severidad).– No
creo que eso sea una broma. Pero sigue con tu relato, Jack.
John
(continuando con esfuerzo).– Pues
bien... Ya... ya sé que ustedes se imaginarán qué infierno vivió
él apenas volvió en sí y comprendió su infamia. No pudo
perdonárselo... y ahora, todo su ser clama por eso... en
demanda de perdón.
Baird
(en voz baja).– Lo
creo, Jack.
John.–
Había querido decírselo a su esposa y rogarle que lo perdonara...
pero temía perder su amor. (Mira
de soslayo a Elsa, como para comprobar su reacción ante estas
palabras, pero ella está absorta, con el rostro rígido, impasible.
El, con forzada sonrisa, habla jovialmente.) Y
aquí es donde quisiera conocer tu opinión, Elsa. La pregunta no
aparece en mi novela, como verás, pero... ¿crees que su esposa
podría perdonarlo?
Elsa
(sobresaltada, con voz tensa).– ¿Quieres
que me ponga en el lugar de la esposa?
John.–
Sí. Quiero ver si ese hombre era un estúpido o no... al temer.
Elsa
(después de un segundo de pausa, con
voz tensa).– No.
Ella no podría perdonárselo nunca.
John
(con desesperación).– ¡Pero
si no había sido él! ¿No comprendes...?
Elsa.–
No. Temo... que no puedo comprender.
John
(sombrío, ahora).– Sí.
Me imaginé que dirías eso.
Elsa.–
Pero... ¿qué importa lo que pienso? Dijiste que el problema del
perdón de ella no se presenta en tu novela.
Loving
(con frialdad).– Mientras
la esposa está viva, no.
John
(con voz apagada).– Él
nunca se lo dice.
Loving.–
Ella se enferma gravemente.
Elsa
(con un sobresalto).– ¡Ah!
Loving
(con voz fría, como si pronunciara ana
sentencia de muerte).– Una
gripe, que se convierte en pulmonía. Y ella muere.
Elsa
(asustada, ahora).– ¿Muere?
Loving.–
Sí. Necesito su muerte para mi final. (Con
tono siniestro y sardónico.) ¡Mejor
dicho, para que mi romántico protagonista llegue finalmente a
una conclusión racional sobre su vida!
Elsa
(mira fijamente el vacío, al parecer
sin haber oído esto último, con una extraña y horrible fascinación
en los ojos, como si hablara consigo misma).– De
modo que ella muere.
Baird
(mirándola inquieto, dice, con acento
de advertencia en la plácida voz).– Creo
que has fatigado a Elsa con tus sensacionales fantasías, Jack. Yo le
ahorraría ahora, por lo menos, la niebla de la lobreguez en que se
está sumiendo tu novela.
Elsa
(aferrándose a esto, con tensa
voz).– Sí,
temo que eso ha sido demasiado emocionante... Realmente, no me siento
en condiciones de... Durante la cena, me empezó a doler la cabeza, y
ahora la jaqueca se ha acentuado.
John
(levantándose, inquieto).– Pero...
¿por qué no me lo dijiste? De haberlo sabido, no te habría
aburrido con mi maldita trama.
Elsa.–
Creo que... que me acostaré aquí, en el sofá... y tomaré una
aspirina... y descansaré un poco. Puedes subir con el tío a tu
gabinete... y contarle el resto de tu novela allí.
Baird
(se levanta).– Excelente
idea. Ven, Jack, y dale una tregua a tu pobre esposa, para que
descanse de los horrores de la literatura de ficción. (Va
hacia, la puerta de foro.)
John
(se acerca, a Elsa. Cuando la hace,
viene Loving a pararse detrás de ella, a foro del sofá).– Lo
lamento tanto, Elsa... Si yo...
Elsa.–
¡Oh! No hay motivo. Sólo es una jaqueca.
John.–
No... no te sentirás realmente enferma... ¿verdad, querida? (Le
pone una mano sobre la frente, con timidez.)
Elsa
(rehuyendo su contacto).– No,
no; no es nada.
Loving
(lentamente, con tono frío en que hay
un siniestro sentido oculto).– Debes
tener cuidado, Elsa. Recuerda que fuera hace frío y está
lloviendo.
Elsa
(mirando absorta el vacío, con aire
extraño, repite fascinada).– ¿Está
lloviendo?
Loving.–
Sí.
John
(balbucea, turbado).– Sí...
Debes tener cuidado, querida.
Baird
(desde la puerta de foro, con
aspereza).– ¡Ven,
Jack! (John vuelve a su lado y
Loving sigue a John. El padre Baird va al vestíbulo, doblando a la
izquierda para subir al gabinete. John se detiene en el umbral y
vuelve los ojos hacia Elsa, con aire asustado. Loving se acerca
a John y se detiene también y la mira, con ojos fríos y sin
remordimiento en su máscara de siniestra burla. Por un momento,
ambos se quedan allí, el uno '¡unto al otro. Luego, John gira sobre
sus talones y sale al vestíbulo, hacia izquierda, siguiendo al
padre Baird. Loving se queda, con los ojos fijos en la nuca de Elsa,
con cruel e implacable apasionamiento. Ella sigue absorta, con
el mismo extraño y fascinado terror. Luego, como obedeciendo- a la
voluntad de Loving, se pone lentamente de pie y pasa con lentitud y
rígido andar ante él y sale al vestíbulo, volviéndose a la
derecha, hacia la entrada del departamento. Por un momento,
Loving la sigue con la mirada. Luego se vuelve y sale al vestíbulo
hacia izquierda, siguiendo al padre Baird y a John al gabinete.)
ESCENA II
Escenario:
El gabinete de John Loving, en el piso alto del departamento. A la
izquierda, primer término, una puerta que lleva a la alcoba de Elsa.
Estantes con libros, adosados a las paredes de foro y derecha. Una
puerta que lleva al pasillo del primer piso, a foro, derecha. Una
larga mesa, con una lampara en el centro, primer término. A la
izquierda de la mesa, una silla. Delante de la mesa, otra silla
análoga. A la derecha, primer término, una chaise-longue que mira a
la izquierda.
En
escena, el padre Baird y Loving. El sacerdote está sentado en la
chaise-longue, John en la silla que está delante de la mesa, Loving
en la que está a la izquierda de ésta. El padre Baird sigue en la
misma, actitud de la escena anterior, con los ojos fijos en el suelo,
la mirada triste y algo severa. El rostro enmascarado de Loving
contempla a John con ojos fríos e inmóviles. John habla con
tono tenso, monótono, insistente. Se diría que habla para no
pensar.
John.–
Escucho a la gente cuando se refiere al colapso universal de hoy y me
maravilla su estúpida cobardía. Es tan evidente que todos se
engañan deliberadamente a sí mismos porque su temor al cambio no
les permite afrontar la verdad... No quieren comprender qué les ha
pasado. Todo lo que desean es reanudar el carroussel de la
ciega codicia. Ya no saben qué quieren hacer de este país, en qué
quieren que se convierta, adonde quieren que vaya. Su patria ha
perdido todo sentido para ellos, sólo es una pocilga. Y por eso, sus
vidas como ciudadanos no tienen principio ni fin. Han perdido el
ideal del País de los Libres. La Libertad exige iniciativa, valor,
la necesidad de decidir qué debe significar la vida para uno. Para
ellos, es el terror. Explican su cobardía espiritual lloriqueando
que la hora del individualismo ha pasado, cuando lo que sucede en
realidad es que su valor para poseer sus propias almas ha muerto...
¡y hiede! No, no quieren ser libres. La esclavitud implica
seguridad... cierta seguridad, la única para la cual tienen valor.
Eso implica que no necesitan pensar. ¡Les basta con obedecer las
órdenes de los dueños, que son, a su vez, sus esclavos!
Loving
(interrumpiendo, con hastiado
desdén).– Pero
vuelvo a acusar desde mi tribuna callejera. Todo eso es, simplemente,
un estúpido disparatar. La libertad sólo era nuestro espejismo
romántico. Ahora ya sabemos mejor a qué atenernos. Sabemos que
somos los esclavos de una casualidad sin sentido... de la
electricidad o algo así, que nos arrastra en torbellino... ¡hasta
Hércules!
John
(con orgulloso, afirmación).– Pero,
a pesar de eso, digo: ¡Perfectamente! ¡Vamos hasta Hércules!
¡Afrontemos eso! ¡Cuando lo hayamos aceptado sin evasión,
podremos empezar a crearnos nuevos objetivos, fines para
nuestros días! ¡Surgirá una nueva disciplina para la vida, una
nueva voluntad y poder de vivir, un nuevo ideal con que medir el
valor de nuestras existencias!
Loving
(burlón).– ¿Cómo?
¿Sigo babeándome con mis viejos ideales sociales? Lamento
aburrirte, tío.
Baird
(sereno, sin mirarlo).– No
me aburres, Jack.
John
(en cuya voz aparece una idealista
exaltación).– Necesitamos
a un nuevo caudillo que nos enseñe ese ideal, que con su vida sea su
ejemplo y lo convierta en una verdad viviente para nosotros... un
hombre que pruebe que la efímera vida del hombre en el tiempo y en
el espacio puede ser noble. ¡Necesitamos, más que nada, aprender de
nuevo a creer en la posibilidad de la nobleza del espíritu en
nosotros mismos! ¡Debe nacer un nuevo salvador que nos revele cómo
podemos salvarnos de nosotros mismos, para poder liberarnos del
pasado y heredar el futuro y no perecer por él!
Loving
(burlón).– Esto
debe recordarte mis cartas de antaño, tío. Más desatinos, desde
luego. ¡Pero hay épocas de tensión y fuga en que uno se oculta en
cualquier viejo barril vacío!
Baird
(pasando por alto estas palabras,
tranquilamente).– Olvidas
que los hombres tienen a ese Salvador, Jack. Les basta con
recordarlo.
John
(lentamente).– Sí.
Quizás, si pudiéramos volver a tener fe en...
Loving
(con voz ronca).– ¡No!
¡Hemos ido más allá de los dioses! ¡No se puede desandar lo
andado!
Baird.–
¡Jack! ¡Ten cuidado!
Loving
(burlón, de nuevo).– Pero,
por otra parte, te concedo que el seudonietzscheano salvador que
acabo de evocar de mi pasado es un espectro igualmente inútil. ¡Aun
si viniera, sólo lo enviaríamos a un manicomio para enseñar que
nuestras vidas deben tener un fin más noble que meternos de pies y
manos en una cuba de licor! (Ríe,
sardónicamente.) ¿Cómo
podríamos considerar cuerda una idea tan poco patriótica? (Pausa.
Baird escudriña inquisitiva y esperanzadamente el semblante de
John.)
Baird
(finalmente, con serenidad).– Jack...
Desde que subimos al primer piso te escuché pacientemente mientras
analizabas todos los temas existentes, salvo el que, lo sé, te
obsesionaba realmente.
John.–
No comprendo qué quieres decir.
Baird.–
El final de tu novela.
John.–
Ah... Olvida eso. Estoy harto de ese maldito libro... Ahora, por lo
menos.
Baird.–
Harto de ese maldito libro, sí. Por eso, me parece importante que lo
expreses... ahora. La esposa de ese hombre muere, dijiste. (Mira
con fijeza a John y agrega, lentamente:) De
una gripe que se convierte en neumonía.
John
(con malestar).– ¿Por
qué me miras así?
Baird
(bajando los ojos).– Prosigue
tu relato.
John
(vacilante).– Bueno...
Yo... Te imaginarás la angustia que siente mi protagonista cuando
muere su esposa... la culpabilidad que lo atormenta mil veces más,
muerta ella.
Baird.–
Me lo imagino perfectamente, Jack.
Loving
(sardónicamente).– Y
bajo la influencia de su ridícula conciencia culpable, vuelven a
acosarlo todas las supersticiones de su infancia, que él creía
orgullosamente destruidas por su razón. A veces siente un absurdo
impulso de orar. Lucha contra este desatino.
Lo analiza, racionalmente. Ve en él, con toda claridad, un
regreso a las experiencias de la niñez. Pero, contra su voluntad,
aquel cobarde lastre que hay en él y que desprecia por considerarlo
una superstición, seduce su razón con la vieja mentira
patética de la supervivencia después de la muerte. ¡Comienza a
creer que su esposa vive en algún místico futuro!
John
(con voz extraña).– Ahora,
él sabe que ella conoce su pecado. Le parece oír que promete
perdonarlo solamente si vuelve a creer en su viejo Dios del Amor y a
ver por intermedio de Él. Su esposa estará a su lado en espíritu
en esta vida y lo esperará cuando muera. ¡La muerte no será un fin
sino un nuevo principio, una reunión con ella en que el amor de
ambos proseguirá eternamente en la eterna paz y amor de
Dios! (En su voz ha surgido una
nota de intenso anhelo.)
Baird.–
¡Ah! ¡De modo que ves, Jack! ¡Dios sea loado!
John
(como si no lo hubiera oído).– Una
noche, cuando la obsesión se vuelve insoportable, se lanza a la
calle... con la esperanza de que si camina hasta quedar exhausto
podrá dormir un rato y olvidar. (Con
voz extraña, absorto, como si contemplara la escena que
describe.) Sin saber cómo ha
llegado allí, advierte que ha descrito un círculo y que está
parado ante la vieja iglesia, donde solía rezar cuando niño, no muy
lejos de donde vive en la actualidad.
Loving
(sardónico).– ¡Y
ahora llegamos a la gran escena de la tentación, en que afronta
finalmente a sus fantasmas! (Con
voz ronca y desafiante.) La
iglesia lo desafía... ¡y él acepta el desafío y entra!
John.–
Se hinca de rodillas al pie de la cruz. Y siente que está perdonado
y la consoladora paz y seguridad y alegría de antaño vuelven a
insinuarse en su corazón. (Vacila,
como reacio a proseguir, como si esto fuera el fin.)
Baird
(profundamente conmovido).– ¿Y
ese es tu final? ¡Gracias a Dios!
Loving
(sardónico).– Temo
que tu júbilo sea algo prematuro... ¡porque esta cobarde rendición
a su debilidad no es el final! ¡Hasta cuando está arrodillado
hay un algo burlón racional en él que ríe con desdén...ya último
momento su voluntad y orgullo reviven! Ve claramente a la luz de
la razón la degradación de su lamentable entrega a los viejos
consuelos fantasmales... ¡y los rechaza! (Su
voz, de un modo sorpresivamente repentino, cobra, acentos de salvaje
venganza.) ¡Maldice nuevamente a
su Dios, como cuando era niño! ¡Desafía finalmente a su Dios!
¡Él...!
Baird
(con severidad).– ¡Jack!
¡Cuidado!
John
(protestando, turbado).– No...
Eso no está bien. Yo...
Loving
(extrañamente turbado, a su
vez).– Perdóname,
tío. Claro que está mal... Temo haber dejado que, por un momento,
el ansia del autor de obtener un momento dramático me arrebatara mi
sano juicio. ¡Naturalmente, él no podía cometer la estupidez de
maldecir lo que sabía inexistente!
John
(abatido).– No.
Comprende que ya no volverá a creer en su fe perdida. Sale de la
iglesia —sin amor ya, para siempre— pero atreviéndose a afrontar
su eterno extravío y desesperanza, para aceptarlo como su destino y
seguir viviendo.
Loving
(burlonamente).– ¡Un
fin muy, muy heroico, como ves! ¡Pero, por desgracia, absolutamente
carente de sentido!
Baird.–
Sí. Sin sentido. Me alegro de que lo
comprendas.
John
(reaccionando un poco, a la
defensiva).– No...
Retiro eso. No carece de sentido. ¡El deber del hombre ante la vida
es seguir adelante!
Loving
(burlonamente).– ¡Vuelve
a hablar el romántico idealista! ¡Adelante, hasta Hércules!
¡Qué lema inspirador! (Una
nota siniestra aparece en su voz.) Pero
mi novela tiene otro final... ¡el único final feliz razonable!
Baird
(como si no hubiese oído esto
último).– ¡Jack!
¡Qué ciego eres! ¿No adviertes que, cuando imaginas que él
encuentra la paz en la iglesia, eso revela el anhelo de tu propia
alma... la salvación de ti mismo que te brinda? Si fueras un poco
sincero contigo mismo, debieras hincarte de rodillas y...
Loving.–
¡Bah! ¿Cómo puedes creer en tan infantiles supersticiones?
Baird
(irritado).– ¡Jack!
He soportado todo lo posible tus blasfemos insultos a...
John
(turbado, precipitadamente).– Yo
no quise... Disculpa, tío. Pero sólo es una novela. No lo tomes tan
en serio.
Baird
(que se ha dominado, dice
serenamente).– ¿Sólo
una novela, Jack? ¿Estás seguro de que quieres aún que yo lo crea?
John
(a la defensiva).– Pero... ¿qué
otra cosa podrías creer? ¿Supones que yo...? (Con
tono brusco e irritado.) Dejemos
ya esa maldita novela. ¡No quiero volver a hablar de ella! (El
padre Baird lo mira fijamente, pero guarda silencio. John empieza a
pasearse con nervioso desasosiego y luego se detiene,
repentinamente.) Yo...
Discúlpame, pero creo que iré a ver cómo está Elsa. (Va
hacia la puerta. Loving lo sigue.) Volveré
inmediatamente.
Baird
(con serenidad).– Claro,
Jack. No te preocupes por mí. Le echaré un vistazo a tu
biblioteca. (Se levanta. John sale.
Loving se vuelve por un momento hacia el padre Baird, con los ojos
llenos de burlón sarcasmo. Luego se vuelve y sigue a John. Baird va
hacia el estante de la derecha y examina los títulos de los
libros. Pero lo hace mecánicamente. Está preocupado, su
expresión es triste y turbada. Llega desde abajo la voz de John
llamando a Elsa. Baird se sobresalta y escucha. Llega de la alcoba de
Elsa la voz de John, que la busca allí. Grita con ansiedad:
"¡Elsa!"; luego, evidentemente, sale con precipitación,
cerrando la puerta en pos de sí. El rostro de Baird revela creciente
inquietud. Va hacia la puerta de foro y se queda escuchando una breve
conversación que llega de abajo. Un momento después entra John por
foro. Hace un gran esfuerzo por ocultar un sentimiento de terror. Se
adelanta. Loving lo sigue, silenciosamente, pero se detiene junto al
estante, a la izquierda de la puerta.)
John.–
Elsa... ha salido.
Baird.–
¿Ha salido? Pero todavía llueve... ¿verdad?
John.–
A cántaros. No... no lo entiendo. Es una locura que lo haya hecho
precisamente ahora, cuando se está reponiendo...
Baird
(con involuntario sobresalto).– ¡Ah!
John.–
¿Qué?
Baird.–
Nada.
John
(asustado).– No
puedo suponer...
Baird.–
¿Cuándo se fue?
John.–
No lo sé. Margaret dice que oyó salir a alguien cuando subimos a mi
gabinete.
Baird
(bajando la voz, para sí).– La
culpa es mía, Dios me perdone. Presentí que no debía abandonarla.
John
(desplomándose en la silla junto a la
mesa y esperando, en la mayor tensión. Ge pronto exclama).– ¡No
debí haberle contado la novela! ¡He sido un imbécil!
Baird
(severamente).– ¡Serías
más sincero contigo mismo si dijeras "un inconsciente"! (Llega
un ruido desde abajo.) Un momento.
¿No está alguien ahí, ahora? (John
queda en suspenso por un instante para escuchar y se encamina
precipitadamente hacia la puerta de foro. Loving permanece inmóvil
junto al estante.)
John
(llamando).– ¿Eres
tú, Elsa?
Elsa
(desde la planta baja,
precipitadamente).– Sí. No
bajes. Ya subo. (Al cabo de un
momento aparece en el pasillo.)
John.–
¡Querida! He estado tan inquieto... (Va
a tomarla en sus brazos.)
Elsa.–
¡Por favor! (Lo rehuye y se dirige
al gabinete. Se ha quitado el abrigo y el sombrero en la planta baja,
pero el ruedo de su jalda y sus medias y zapatos están chorreando
agua. Su rostro está atormentado, contraído y pálido, con manchas
rojas sobre los pómulos, y sus ojos, brillantes y severos. El padre
Baird la mira inquisitivamente, triste y compasivo.)
Baird
(con forzado tono frivolo, cuando ella
se adelanta).– ¡Bueno! Nos
ha dado usted un susto, señora mía.
Elsa
(tensa).– Lo
siento, padre.
Baird.–
Su marido estaba enloquecido de inquietud. (Ella
se sienta en la silla que está delante de la mesa. John se para a su
derecha. Loving se ha acercado y está de pie junto al extremo
derecho de la mesa, a derecha, foro, de John. Mira jiramente el
semblante de Elsa, con aire ansioso y siniestra atención.)
John
(con creciente malestar).– ¡Elsa!
Pareces enferma. ¿Sientes... ?
Baird.–
Iré por un poco de whisky. Y mándala a la cama inmediatamente. (Va
hacia la puerta de foro.)
John
(aferrándole las manos a Elsa).– ¡Tus
manos parecen de hielo!
Elsa
(las retira y dice con frialdad, sin
mirarlo).– Afuera
hace frío.
John.–
¡Mira tus zapatos! ¡Están empapados!
Elsa.–
¿Qué importa? (Un escalofrío
recorre su cuerpo.)
John.–
Has tomado frío. (Con un tono
forzado, tiernamente intimidatorio.) Tú
te vas a la cama, eso es. ¡Y nada de tonterías! ¿Me entiendes?
Elsa.–
¿Tratas de hacer el papel de marido tiernamente mandón
conmigo, John? Temo que ya no te dará resultado.
John
(con aire culpable).– ¿Por
qué dices eso?
Elsa.–
¿Estás resuelto a representar esta farsa hasta el fin?
John.–
No... no sé qué quieres decir. ¿Por qué me miras... como si me
odiaras?
Elsa
(con amargura).– ¿Odiarte?
No. ¡Sólo me odio a mí misma, por haber sido tan estúpida! (Con
tono duro y burlón.) ¿Debo
decirte adonde fui y por qué? ¡Pero quizás sea preferible
presentarlo bajo la forma de una trama de novela!
John.–
No... no sé adonde quieres ir a parar.
Elsa.–
Salí porque pensaba visitar una de las fiestas de Lucy. Pero aquello
no era emocionante... Casi no había ningún adulterio... Yo no
habría tenido la menor oportunidad... aunque hubiese sentido algún
impulso de odio y venganza contra ti. De modo que volví a casa. (Con
risa dura, amarga y forzada.) ¡Eso
es! ¿Estás satisfecho? Todo eso es mentira, naturalmente. Sólo
salí a dar una caminata. Pero tu relato sobre la novela también es
mentira.
John
(abrumado, balbucea).– Elsa,
yo...
Elsa.–
Por amor de Dios, John. No me sigas mintiendo o... ¡Yo lo sé,
te digo! Lucy me lo dijo todo esta tarde.
John.–
¿Te lo dijo? Esa maldita...
Elsa.–
Oh, no me dijo que se trataba de ti. Pero me dio todos los detalles
de esa vileza y coincidían con los de tu relato. De modo que fuiste
tú mismo quien te delataste. Tiene gracia... ¿verdad? (Ríe
con amargura.)
John.–
Yo... (Confiesa,
lastimeramente.) Sí... es cierto.
Elsa.–
Y la visita de Lucy fue también una hermosa broma que me hizo. Lo
comprenderías si hubieses visto cómo me apiadé de ella, cómo la
excusé ante sí misma. ¡Y mientras tanto, era ella quien me
compadecía a mí! ¡Se estaba deleitando! ¡Siempre nos envidió
nuestra felicidad! ¡Nuestra felicidad!
John
(atormentado).– ¡No
digas eso!
Elsa.–
Debió burlarse de mí, al pensar en mi estúpida fe en ti. Y
fuiste tú quien le diste esa oportunidad... ¡tú! Convertiste
nuestro amor en una broma obscena para ella y todas las mujeres como
ella... ¡tú, a quien yo amaba tanto! ¡Y mientras yo te seguía
amando, sólo esperabas esta oportunidad para matar ese amor, me
odiabas íntimamente, odiabas nuestra felicidad, odiabas el ideal de
nuestro matrimonio que me habías dado, que había llegado a ser para
mí toda la belleza y toda la verdad de la vida! (Se
levanta de un salto, acongojada.) Oh...
¡No puedo... no puedo! (Parece que
va a huir corriendo del aposento.)
John
(aferrándola, suplicante).– ¡Elsa!
¡Por amor de Dios! ¿No te lo explicó mi relato? ¿No puedes
creer... que no fui yo?
Elsa.–
¡No! ¡No puedo perdonártelo! ¿Cómo podría perdonarte... si
mientras yo te amaba tanto tú ansiabas mi muerte en el fondo?
John
(con frenesí).– ¡No
digas eso! ¡Es una locura! ¡Elsa! ¡Dios mío! ¿Cómo puedes
creer...?
Elsa.–
¿Qué otra cosa puedo pensar? (Con
violencia.) ¡Oh, John! ¡Cállate!
¿A qué hablar? ¡Sólo sé que odio la vida! Es sucia e
insultante... ¡y mala! Quiero que me devuelvan mi sueño... ¡o
morir con él! (La estremece
nuevamente un escalofrío imposible de dominar, sus dientes
castañetean y dice, con aire lastimero:) ¡Oh,
John, déjame! Tengo frío, estoy enferma. ¡Me siento enloquecer!
Baird
(entra por foro y dice con
aspereza).– ¡Jack!
¿Por qué no la has mandado a la cama? ¿No ves que está enferma?
Llama a tu médico. (John sale.
Loving, cuyos ojos siguen contemplando a Elsa con la misma mirada
extraña, retrocede hasta la puerta y luego lo sigue.)
Baird
(acercándose a Elsa, con gran
piedad).– Mi
querida niña, no se imagina cómo siento...
Elsa
(con voz tensa).– ¡No
diga eso! Yo no podría soportar... (Vuelve
a estremecerla un escalofrío.)
Baird
(inquieto, pero fingiendo
despreocupación, dice con tono tranquilizador).– Ha
tomado usted frío, mucho frío. Fue muy imprudente al... Pero un par
de días de cama la dejarán como nueva.
Elsa
(extrañamente seria y amargamente
burlona, a un tiempo).– Pero
eso le estropearía la novela a John... ¿verdad? ¡Lo cual sería
una gran desconsideración, ahora que me ha preparado un final tan
adecuado!
Baird.–
¡Elsa! ¡Por amor de Dios, no me diga que ha tomado en serio
los morbosos desatinos de John! ¿Fue por eso que usted...?
Elsa
(como sí no lo hubiese oído).– ¡Y
cuando John me recordó que llovía, todo pareció armonizar de una
manera tan perfecta... como la voluntad de Dios! (Ríe
con histérica burla y sus ojos brillan, afiebrados.)
Baird
(severamente, más para disipar ese
estado de ánimo de Elsa que por haber tomado en serio su
impiedad).– ¡Elsa! ¡Basta de
burlas! ¡Eso no le sienta bien!
Elsa
(confusa).– Perdón.
Olvidaba que usted era... (Con
repentina nerviosidad, de nuevo.) Pero
yo nunca tuve Dios... ¿comprende?... hasta que conocí a John. (Ríe
histéricamente y de improviso se domina y se pone de pie,
trémula.) Perdón. Me parece que
estoy diciendo tonterías. En mi cabeza todo está vago, borroso...
Yo... (John viene del vestíbulo,
por foro. Cuando se adelanta, Loving aparece en el umbral detrás de
él.)
John
(acercándose a Elsa).– Stillwell
dice que debes...
Elsa
(acongojada).– ¡No! (Con
voz apagada.) Iré... a mi
cuarto. (Se tambalea, débilmente.
John se abalanza hacia ella.)
John.–
¡Elsa! ¡Querida mía!
Elsa.–
¡No! (Con un escuerzo de voluntad,
vence su debilidad y entra con rígidos pasos en su alcoba, cerrando
la puerta en pos de sí. John hace ademán de seguirla.)
Baird
(con aspereza).– Déjala
en paz, Jack. (John se deja caer
con aire desesperanzado sobre la chaise-longue. Loving se para detrás
de él, los fríos ojos fijos con siniestra intensidad en la puerta
por la cual acaba de salir Elsa. El padre Baird se dispone al parecer
a entrar en el cuarto de Elsa, Luego se detiene. Su rostro revela un
dolorido presentimiento. Inclina la cabeza, con sencilla dignidad, y
empieza a orar, silenciosamente.)
Loving
(los ojos fijos ahora en John, con
sardónico deleite).– Ella
parece haber tomado muy en serio su fin en tu novela. ¡Confiemos en
que no lleve eso demasiado lejos! Bastante tienes ya sobre la
conciencia... ¡sin necesidad de un asesinato! Tú no podrías
vivir, lo sé, si...
John
(con un escalofrío, se aferra la cabeza
con ambas manos como para destruir sus pensamientos).– ¡Por
amor de Dios! (Sus ojos se vuelven
hacia el sacerdote. Luego, su mirada viaja a un punto del vacío
situado delante del padre Baird y su fisonomía expresa poco a poco
una medrosa y fascinada veneración, como si adivinara súbitamente
allí a una Presencia a la cual le reza el sacerdote. Sus labios se
entreabren y las palabras brotan de ellos a tropezones, como si
salieran por la fuerza, con implorante temor.) ¿Tú
no me... harás eso de nuevo... ? ¿No lo harás? ¿No... volverás a
arrebatarme el amor?
Loving
(sardónicamente).– ¿Es
a tu viejo demonio a quien le pides misericordia? ¡Entonces, supongo
que lo oirás reír! (En un acceso
de ira fría y maligna.) ¡Estúpido
cobarde! Te digo que no hay nada... ¡nada!
John
(vuelve en sí con un sobresalto y
balbucea, con turbado aire de alivio).– Sí...
Naturalmente... ¿A qué viene esta inquietud mía? No hay nada...
¡nada que temer!
TELÓN
ACTO
CUARTO
ESCENA
I
Escenario:
La acción transcurre en el gabinete, como en la escena anterior,
pero se ve también el interior de la alcoba de Elsa, a la izquierda
del gabinete.
A
la derecha de la alcoba, primer término, está la puerta que
comunica ambas habitaciones. A foro de esta puerta, en el centro de
la pared, hay un tocador, un espejo y una silla. En la pared de la
izquierda, foro, la puerta que da al baño. Delante de esta puerta,
un biombo. A la izquierda, primer término, la cama, con la cabecera
contra la pared de la izquierda. Junto a la cabecera de la cama, una
mesita sobre la cual hay un velador cubierto con un trozo de paño
para atenuar la luz. Una silla tapizada al pie de la cama. Otra silla
junto a la cabecera, a foro. Una chaise-longue a la derecha, primer
término, de la habitación.
Va
a amanecer. Ha transcurrido, aproximadamente, una semana.
En
la alcoba, Elsa está tendida sobre la cama con los ojos cerrados, el
rostro pálido y agotado. John se halla sentado al pie de la cama,
primer término. Parece lindar con un colapso mental y físico total.
Sus mejillas, de barba crecida, están demacradas y pálidas. Los
ojos hundidos, inyectados en sangre por el insomnio, miran jiramente
con petrificada angustia el rostro de Elsa.
Loving
está parado junto al respaldo de la silla de John, de cara al
público. La tonalidad, siniestra y burlona de su máscara se ha
acentuado ahora, está malignamente intensificada.
El
padre Baird está parado junto al centro de la cama, a foro. En su
semblante hay también evidentes huellas de sus noches insomnes.
Conversa en voz baja con el doctor Stillwell, de pie a su derecha.
Ambos observan a Elsa con ansiedad. A foro, derecha, de Stillwell,
está parada una enfermera.
Stillwell
tiene cincuenta y tantos años, es alto, aguileno y de cabello cano.
La enfermera es una mujer regordeta de unos cuarenta años.
Durante
unos instantes, al alzarse el telón, prosigue la pantomima de
susurros entre Stillwell y el sacerdote. La enfermera los observa y
escucha. Luego Elsa se mueve, desasosegada, y gime. Habla sin abrir
los ojos, casi murmurando, con tono de desesperada amargura.
Elsa.–
¡John! ¿Cómo pudiste? ¡Nuestro sueño! (Gime.)
John
(con angustia).– ¡Elsa!
¡Perdóname!
Loving
(con tono frío e inexorable).– Ella
nunca perdonará.
Stillwell
(frunciendo el ceño, le ordena a John
con un gesto que guarde silencio).– ¡Sssst! (Le
habla en voz baja al padre Baird, con los ojos fijos en John. Luego
se sienta junto a la cabecera de la cama y le toma el pulso a Elsa.
La enfermera se le acerca por detrás.)
Baird
(se inclina sobre la silla de John y
habla en voz baja, con tono cauteloso).– Jack.
Debes callar.
John
(sus ojos siguen observando el rostro de
Stillwell, tratando desesperadamente de hallar una respuesta, y
le dice con temor).– ¡Doctor!
¿Qué pasa...? ¿Está...?
Stillwell.–
¡Ssst! (Lo mira con irritación y
le hace ademan al padre Baird de que lo obligue a callar.)
Baird.–
¡Jack! ¿No comprendes que sólo le haces daño?
John
(turbado y arrepentido, en voz
baja).– Lo
siento. Traté de no hacerlo, y con todo... Sé que es un disparate,
pero temí contra mi voluntad...
Loving.– Que
mi profecía se convirtiera en realidad... Que ese fuera su fin en mi
novela.
John
(con afligida súplica).– ¡No!
¡Elsa! ¡No lo creas! (Elsa gime.)
Baird.–
¡Ya lo ves! ¡Has vuelto a trastornarla! (Stillwell
se levanta y después de haber cambiado unas palabras en voz baja con
la enfermera, que asiente y ocupa el lugar del médico en la
cabecera, da la vuelta a la cama y se acerca a John.)
Stillwell.–
¿Qué diablos le pasa? Usted me prometió callarse si yo lo dejaba
entrar aquí.
John
(aturdido ahora y abrumado
repentinamente por una ola de somnolencia que trata en vana de
contrarrestar).– No
volveré a hacerlo. (Cabecea.)
Stillwell
(mirándolo con aire inquisitivo, le
dice al padre Baird).– Tenemos
que hacerlo salir de aquí.
John
(despabilándose y luchando
desesperadamente con su somnolencia).– ¡No
me dormiré! ¡Dios mío! ¿Cómo podría dormirme si...?
Stillwell
(tomándolo de un brazo e indicándole
al padre Baird que lo tome del otro, dice ásperamente pero con una
voz que apenas se oye).– Loving,
venga a su gabinete. Quiero hablarle del estado de su esposa.
John
(aterrorizado).– ¿Por
qué? ¿Qué quiere decir? ¿No estará...?
Stillwell
(precipitadamente, con forzado tono
tranquilizador).– ¡No, no,
no! ¿Quién le ha sugerido semejante cosa? (Le
hace un rápido gesto al sacerdote y ambos incorporan a
John.) ¡Vamos, pórtese
bien! (Conducen a John hacia la
puerta del gabinete, a la derecha. Loving los sigue silenciosamente,
caminando hacia atrás, con los ojos fijos con siniestra y atenta
delectación en el rostro de Elsa. Baird abre la puerta y franquean
el umbral y Loving se deslita a la zaga de ellos. Baird cierra la
puerta. Llevan a John a la chaise-longue de la derecha, primer
término, del gabinete, pasando por delante de la mesa. Loving los
acompaña y van a foro de la mesa.)
John
(iniciando una débil
resistencia).– ¡Suéltenme! ¡No
debo abandonarla! ¡Tengo miedo! (Lo
obligan a sentarse en la chaise-longue.) Adivino
que hay algo...
Loving
(con burlón deleite).– ¡Un
demonio que ríe, agazapado detrás del final de mi novela! (Ríe
de un modo siniestro. Baird y aun Stillwell, contra su voluntad, se
sienten aterrados al oír esa risa.)
John
(levantándose, con angustia).– ¡No!
Baird.–
¡Jack!
Stillwell
(recobrándose, irritado contra sí
mismo y furioso contra John, lo ajena del brazo y lo obliga a volver
a sentarse en la chaise-longue).– ¡Basta
de tonterías! ¡Domínese! Le he advertido ya que se destruirá
a sí mismo si sigue negándose a descansar o a alimentarse. Pero eso
tiene que terminar. ¡Es necesario que duerma un poco!
Baird.–
Sí, Jack. ¡Es necesario!
Stillwell.–
Usted ha sido un factor de perturbación desde el primer momento y yo
me he portado como un estúpido al tolerar... Pero... ¡basta ya!
Apártese de la habitación de la señora...
John.–
¡No!
Stillwell.–
¿No quiere acaso que se reponga? ¡Caramba! A juzgar por su
conducta...
John
(con frenesí).– ¡Por
amor de Dios! ¡No diga eso!
Stillwell.–
¿No comprende que no puede ayudarla en ese estado? En cambio,
si tratara de dormir un poco...
John.–
¡No! (Suplicante.) Elsa
está mucho mejor... ¿verdad? Por amor de Dios, dígame que ella...
¡Dígame eso y haré todo lo que me pida!
Loving.–
¡Y no mienta, por favor! ¡Quiero la verdad!
Stillwell
(con un tono negligente forzado).– ¿A
qué viene toda esa charla? La señora está descansando
tranquilamente. No hay peligro de... (Rápidamente.) Y
ahora que he satisfecho esa pregunta suya, acuéstese como me lo
prometió. (John lo mira con fijeza
e incertidumbre durante unos instantes y luego se acuesta,
obedientemente.) Ahora, cierre los
ojos. (John cierra los ojos. Loving
se queda de pie junto a su cabeza, contemplando fijamente su rostro.
Casi de inmediato John queda sumido en un hipnótico semi-sueño, con
una respiración entre jadeante y agotada. Stillwell le hace un gesto
de asentimiento al padre Bawd, con aire de satisfacción, cruza
silenciosamente la habitación y entra en la alcoba de Elsa,
indicándole al padre Baird que lo siga. Le habla en voz
baja.) Tenemos que vigilarlo. Va
en camino de un colapso total. Pero creo que ahora dormirá,
algún tiempo al menos. (Abre la
puerta que da a la alcoba, se asoma y su mitrada se encuentra con la
de la enfermera, que sigue sentada junto a la cabecera,
observando a Elsa. La enfermera menea la cabeza, en respuesta a su
pregunta. El médico vuelve a cerrar cuidadosamente la puerta.)
Baird.–
¿Ningún cambio, doctor?
Stillwell.–
¡No! ¡Pero no pierdo las esperanzas! ¡Todavía tiene posibilidades
de luchar! (Con tono de exasperado
abatimiento.) ¡Si al menos
luchara!
Baird
(asintiendo, con triste
comprensión).– Sí.
Eso es lo que pasa.
Stillwell.–
Por desgracia, al parecer quiere morir. (Irritado.) Y,
a pesar de la aparente pena de Loving, sospecho por momentos que
en el fondo desea...
Loving
(con los ojos fijos en el rostro de
John, habla con tono frío e implacable).– Ella
morirá.
John
(sobresaltándose, entre sueños,
murmura).– ¡No!
¡Elsa, perdóname! (Vuelve a
sumirse en un sueño hipnótico.)
Stillwell.–
Ya lo ve. Insiste, íntimamente...
Baird
(a la defensiva).– El
cargo que usted formula es horrible, doctor. Pero... ¡si es evidente
que el pobre está enloquecido de miedo y dolor!
Stillwell
(algo avergonzado).– Perdón.
Pero hubo momentos en que tuve una acentuada impresión de que...
Bueno, como él lo dijo, de que Algo... (Lacónicamente,
temiendo que esto lo haga parecer tonto.) Temo
que este asunto me haya estropeado los nervios. Generalmente, no les
doy importancia a las tonterías psíquicas.
Baird.–
Sus impresiones no son tonterías, doctor.
Stillwell.–
Ella no lo perdonará. Ese es su infortunio, así como el de
él. (Suspira, abandonándose por
un momento a su propio agotamiento físico.) Un
caso extraño. Demasiadas tonalidades subyacentes. La neumonía
ha sido un medio, más que una causa. (Con
un dejo de condescendencia.) Esto
pertenece más bien a sus dominios, padre. Hubiera sido
beneficioso un exorcismo... Lo sería, aún.
Baird.–
Lo sería aún. Sí.
Stillwell
(con exasperación).– ¡He
visto muchos casos peores en que el paciente ha salido con vida del
trance! ¡Si yo consiguiera que su voluntad de vivir volviese a
obrar! (Se levanta bruscamente y
dice, con tono lacónico:) Bueno,
la conversación de nada le servirá a la enferma, no cabe duda.
Volveré. (Entra en la alcoba y
cierra silenciosamente la puerta en pos de sí. Baird permanece
inmóvil durante un momento, mirando tristemente la puerta. En
la alcoba, Stillwell va hacia la cabecera. La enfermera se
levanta y él le habla en voz baja, escucha su informe, le da algunas
rápidas instrucciones. La enfermera va al baño. Stillwell se queda
sentado junto al lecho y le toma el pulso a Elsa. La enfermera vuelve
y le tiende una aguja hipodérmica, que el médico clava en el brazo
de Elsa. Esta gime y su cuerpo se retuerce durante unos instantes.
Stillwell observa con inquietud su semblante, los dedos apoyados
sobre la muñeca de la enferma. En el gabinete, el padre Baird
empieza a pasearse, con el ceño fruncido y el rostro tenso,
adivinando con desesperación que afronta una tragedia inevitable,
que debe hacer algo para frustrarla. Se detiene ante la chaise-longue
y contempla fijamente al dormido. Luego, reza.)
Baird.–
Querido Jesús, otórgame la gracia de hacer volver a Ti a Jack.
Hazle comprender que sólo Tú tienes las palabras de la Vida Eterna,
el poder de salvar todavía...
Loving
(los ojos fijos en el rostro de John,
con el mismo mirar absorto, habla como en respuesta a la plegaria
del padre Baird).– Nada podrá
salvarla.
John
(estremeciéndose entre sueños).– ¡No!
Loving.–
Su fin en tu novela se está convirtiendo en realidad. ¡Fue un
astuto método para matarla!
Baird
(horrorizado).– ¡Jack!
John
(con un atormentado grito que lo
despierta, sobresaltado).– ¡No!
¡Es mentira! (Mira absorto a su
alrededor, como buscando una presencia que adivina
allí.) ¡Embustero!
¡Asesino! (Repentinamente, parece
ver por primera vez al padre Baird y en un grito de súplica le dice
con desgarrada voz:) ¡Tío!
¡Ayúdame, por amor de Dios! Me siento... ¡me siento enloquecer!
Baird
(con ansiedad).– ¡Si
me dejaras ayudarte, Jack! ¡Si fueras sincero contigo mismo y te
confesaras la verdad, en bien de Elsa... mientras estás a
tiempo aún!
John
(asustado).– ¿A
tiempo aún? ¿Qué quieres decir? ¿Está... peor?
Baird.–
No. Sólo has dormido unos pocos minutos. No ha habido cambio alguno.
John.–
Entonces... ¿por qué dijiste...?
Baird.–
Porque he resuelto decirte la verdad, ahora... la verdad que ya
adivina tu alma.
John.–
¿Qué verdad?
Baird.–
Elsa ha llegado a la crisis. La ciencia humana ha hecho todo lo que
podía por salvarla. Ahora, su vida está en manos de Dios.
Loving.–
¡Dios no existe!
Baird
(severamente).– ¿Te
atreves a decir eso... ahora?
John
(asustado).– No...
Yo... yo no sé qué estoy diciendo... No fui yo...
Baird
(recobrándose, serenamente).– No.
Sé que no podrías decir blasfemias en semejante momento... que tu
verdadero yo no podría hacerlo.
Loving
(irritado).– Es
mi verdadero yo... ¡mi único yo! Y veo claro en tu estúpida
treta... de usar el miedo de la muerte para...
Baird.–
El que habla es el odio a quien entregaste tu alma en otros tiempos,
no tú. (con tono suplicante.) ¡Te
ruego que expulses el mal de tu alma! ¡Si oraras!
Loving
(furiosamente).– ¡No!
John
(balbuceando, atormentado).– Yo...
yo no sé... ¡No puedo pensar!
Baird
(con vehemencia).– Ora
conmigo, Jack. (Se deja caer de
rodillas.) ¡Ora por que se salve
la vida de Elsa! ¡Sólo Dios puede abrir el,corazón de Elsa al
perdón y devolverle la voluntad de vivir! ¡Ora para que El te
perdone y se apiadará de ti! ¡Órale al que es Amor! ¡Al que es
Infinita Ternura y Piedad!
John
(hincándose de rodillas a medias, con
ansia).– ¡Al
que es Amor! ¡Si yo pudiera volver a creer!
Baird.–
¡Ora por tu fe perdida y te será devuelta!
Loving
(sardónicamente).– ¡Olvidas
que en otros tiempos le oraste a tu Dios y que Su respuesta fue el
odio y la muerte... y una burlona risa!
John
(se levanta bajo la influencia de este
recuerdo).– Sí,
entonces yo oraba. No. Es inútil, tío. No puedo
creer. (Repentinamente, con
vehemencia.) Que Él me pruebe que
Su Amor existe! ¡Entonces, volveré a creer en Él!
Baird.–
No puedes regatear con tu Dios, Jack. (Se
pone de pie con laxitud, los hombros agobiados, trágicamente
viejo y vencido, y dice, con una última súplica:) ¡Pero
sigo implorándote! ¡Te lo advierto, antes de que sea demasiado
tarde! ¡Sondea en tu alma y oblígate a confesarte la verdad que
encuentres en ella... la verdad que te has revelado en tu novela,
donde el hombre, que no es otro que tú mismo, va a la iglesia, y al
pie de la cruz se le concede nuevamente la gracia de la fe!
Loving.–
¡En un momento de estúpida locura! ¡Pero recuerda que eso no es el
fin!
Baird.–
Hay un destino en esa novela, Jack... ¡el destino de la voluntad de
Dios, que se te manifiesta mediante el secreto anhelo de fe de
tu corazón! ¡Ten cuidado! ¡Hasta ahora, eso ha sido la
verdad, y temo que si insistes en negarlo locamente a Él y a tu
propia alma, habrás querido para ti el desventurado fin de ese
hombre... y la muerte para Elsa!
John
(aterrorizado), —
¡Basta! ¡Basta de estúpidas charlas! (Con
angustia.) ¡Déjame en paz!
¡Estoy cansado de tus malditos graznidos agoreros! ¡Mientes!
¡Stillwell dijo que no había peligro! ¡Elsa duerme! ¡Se siente
mejor! (Vuelve a sentir
terror.) ¿Por qué dijiste que
había un destino en mi novela... la voluntad de Dios? ¡Dios mío,
eso es... eso es una insensatez! Yo... (Se
dirige hacía la puerta de la alcoba.) Vuelvo
a ella. Hay Algo...
Baird
(tratando de retenerlo).– No
puedes entrar ahí ahora, Jack.
John
(apartándolo con rudeza).– ¡Déjame
en paz! (Abre la puerta de la
alcoba y entra, tambaleándose. Loving ha dado la vuelta a la mesa y
se desliza a la alcoba, siguiéndolo. El padre Baird, recobrándole
del empujón que lo ha lanzada contra la mesa, primer término, va
rápidamente hacia el umbral. Cuando John entra, Stillwell se
vuelve en su silla, con aire de ira y exasperación. John, apenas
entra, se deja subyugar por la atmósfera del cuarto de la enferma,
su frenesí se disipa y mira a Stillwell con ojos implorantes.)
Stillwell
(renunciando a echarlo, le impone
silencio con un gesto).– ¡Sssst! (La
enfermera mira a John con escandalizado reproche. Stillwell le indica
a éste que se siente. John obedece dócilmente, dejándose caer en
la silla de la derecha, centro. Loving se para detrás de la silla.
El padre Baird, después de pasear una mirada por la habitación para
ver si hace falta su ayuda, cambia una mirada de impotencia con
Stillwell y volviendo al gabinete, pero dejando entreabierta la
puerta intermedia, llega hasta la mesa. Allí, tras momentánea
pausa, inclina la cabeza y comienza a rezar silenciosamente. En la
alcoba, Stillwell vuelve a su paciente. Hay en la habitación una
pausa de silenciosa inmovilidad. Los ojos de John están fijos en el
rostro de Elsa, con creciente terror. Loving la mira por sobre
la cabeza de John, con ojos fríos e inmóviles.)
Loving
(en voz baja y con tono tenso, pero con
fría y compulsiva vehemencia).– Ella
pronto habrá muerto.
John.–
¡No!
Loving.–
¿Qué harás, entonces? Habrás perdido el amor para siempre.
Volverás a estar solo. Sólo te quedará la angustia de los
recuerdos innumerables, de las penas sin término... ¡un torturante
remordimiento al pensar en la felicidad asesinada!
John.–
¡Lo sé! Por amor de Dios, no me hagas pensar...
Loving
(con frialdad y sin remordimientos,
sardónico).– ¿Crees
que puedes elegir el estúpido final de tu novela, ahora que debes
vivirlo?... Pero si la amas... ¿cómo puedes desear seguir
viviendo... cuando todo lo que fue Elsa se pudra en la tumba a
espaldas tuyas?
John
(atormentado).– ¡No!
¡No puedo! ¡Me mataré!
Elsa
(gimiendo asustada, de improviso).– ¡No,
John! ¡No!
Loving
(triunfante).– ¡Ah!
¡Por fin aceptas el verdadero final! ¡Por fin ves el vacuo
alardear de tu ideal de antaño, al afirmar que el deber del hombre
es seguir viviendo por amor a la Vida! ¡Por fin recuerdas tu gesto
sin sentido al desafiar al destino... un pueril hurgar en la Nada,
ante el cual Algo ríe con cansado desdén! (Ríe
con desprecio.) ¡Despojado
de tos jactanciosas palabras, eso significa seguir
viviendo como un animal, que obedece en silencio a la ley de la ciega
estupidez de la vida, por la cual debe vivir a toda costa! Pero...
¿adonde irás... como no sea a la muerte? ¿Y por qué has de
esperar un fin que conoces cuando está a tu alcance asir ese fin...
ahora?
Elsa
(gime nuevamente, asustada).– No,
John... ¡No! ¡Por favor, John!
Loving.–
Supongo que no temerás a la muerte. La muerte no es el morir. El
morir es la vida, su última venganza contra sí misma. Pero la
muerte es lo que conocen los muertos, la tibia y oscura entraña de
la Nada... ¡el Sueño en que tú y Elsa podrán dormir eternamente,
más allá de todo temor de separación!
John
(con anhelo).– Elsa
y yo... ¡para siempre, más allá del miedo!
Loving.–
¡Polvo que dormirá en el polvo!
John
(mecánicamente).– Polvo
que dormirá en el polvo. (Con
atemorizada interrogación.) ¿Polvo? (Lo
estremece un escalofrío y se sobresalta, como si despertara de
un sueño.) ¡Estúpido! ¿Puede
el polvo amar al polvo? ¡No! (Con
desesperación.) ¡Oh, Dios mío!
¡Ten piedad! ¡Muéstrame el camino!
Loving
(furiosamente, como si se sintiera
vencido por el momento).– ¡Cobarde!
John.–
¡Si pudiera orar! ¡Si pudiera volver a creer!
Loving.–
¡No puedes!
John.–
Un destino en mi novela, dijo tío... ¡La voluntad de Dios! Fui a la
iglesia... un destino en la iglesia... (Repentinamente,
se levanta como impulsado por una fuerza extraña a él y se queda
absorto, con los ojos obsesionados.) ¡Donde
yo creía antes, donde rezaba!
Loving.–
¡Estúpido loco! ¡Te digo que eso se acabó!
John.–
Si yo pudiera ver la cruz nuevamente...
Loving
(con un escalofría).– ¡No!
¡No quiero verla! ¡La recuerdo demasiado bien! ¡Cuando papá y
mamá...!
John.–
¿Por qué lo temes tanto a Él, si...?
Loving
(impresionado, con salvaje
desafío).– ¿Temerlo? Yo,
que en otros tiempos lo maldije, que volvería a hacerlo
si... (Rectificándose
precipitadamente.) Pero... ¡qué
supersticiosa estupidez me haces recordar! ¡Él no existe!
John
(da un pasa hacia la puerta).– ¡Voy!
Loving
(tratando de cerrarle el paso).– ¡No!
John
(sin tocarlo, hace ademán de
apartarlo).– Voy. (Franquea
el umbral de la puerta que lleva a su gabinete, moviéndose como en
estado de trance, con los ojos fijos hacia adelante. Loving sigue
tratando de cerrarle el paso, siempre sin tocarlo. El padre Baird
alza los ojos cuando pasan junto a la mesa.)
Loving
(con impotente ira).– ¡No!
¡Cobarde! (John sale por la puerta
de foro del gabinete y Loving se ve obligado a salir delante de
él.)
Baird
(intenta seguirlo).– ¡Jack! (Pero
regresa alarmado, ya que, en la alcoba, Elsa ha vuelto en sí
repentinamente de su estado semicomatoso con un grito de terror,
y a pesar de que Stilhvell intenta evitarlo, se sienta a medias en la
cama, los ojos fijos en la puerta del gabinete.)
Elsa.–
¡John! (A Stillwell.) ¡Oh,
por favor! ¡Cuídelo! Podría...
¡John! ¡Vuelve! ¡Te perdono!
Stillwell
(con tono tranquilizador).–Vamos,
no tenga miedo. Sólo se ha ido a descansar un poco. Está
exhausto. (El padre Baird ha venido
del gabinete y se está acercando a la cama. Stillwell, con una
mirada significativa, lo llama para que confirme sus
palabras.) ¿Verdad, padre?
Baird.–
Sí, Elsa.
Elsa
(con alivio).– Ah... (Sonríe
débilmente.) Pobre John...
¡Cuánto lo siento!... Dígale que no debe afligirse. Ahora
comprendo. Amo... Perdono. (Vuelve
a tenderse en la cama y cierra los ojos. Stillwell tiende la mano
hacia su muñeca, alarmado, pero al tomarle el pulso su aire denota
una excitada sorpresa.)
Baird
(interpretando mal su mirada, asustado y
en voz baja).– ¡Dios
misericordioso! ¿No se estará...?
Stillwell.–
No. Se ha dormido. (Con contenida
excitación.) ¡Eso ha
logrado el milagro! ¡Ahora quiere vivir!
Baird.–
¡Alabado sea Dios! (Stillwell,
revestido nuevamente de su seco aire profesional, se vuelve y le
da unas órdenes en voz baja a la enfermera.)
ESCENA II
Escenario:
Sección del interior de una vieja iglesia. Una pared lateral se
extiende en diagonal hacia joro desde la izquierda, primer término,
abarcando dos tercios del ancho del escenario, encontrándose
con una pared terminal que se extiende a joro desde la derecha,
primer término. Las paredes son de vieja piedra gris. En el centro
de la pared lateral hay una gran cruz, cuya base está a unos dos
metros del suelo, con una figura de Cristo de tamaño natural:
una talla en madera excepcionalmente bella. En el centro de la pared
terminal, hay una puerta arqueada. A ambos lados de la misma,
pero a buena altura, dos angostas ventanas con vidrios multicolores.
Han
transcurrido unos pocos minutos después He la, escena,
anterior. La iglesia está desierta y sumida en la penumbra. La
única luz es el reflejo del alba, que, asimilando los colores de las
ventanas, se proyecta sobre el muro donde está la cruz.
Las
puertas que dan afuera, más allá de la arcada, se abren
repentinamente con estrépito, y John y Loving aparecen en el umbral.
Loving entra primero, caminando hacia atrás delante de John, a quien
confía desesperadamente en impedirle, aunque siempre sin
tocarlo, que entre en la iglesia. Pero John es ahora el más fuerte,
y con la misma mirada de obsesionada decisión obliga a Loving a
retroceder.
Loving
(cuando entran, con desesperación, como
si la lucha lo dejara ya exhausto).– ¡Estúpido!
¡Aquí no hay más que odio!
John.–
¡No! ¡Hay amor! (Sus ojos se
posan sobre la cruz y lanza un grito de esperanza.) ¡La
cruz!
Loving.–
¡El símbolo del odio y la burla!
John.–
¡No! ¡Del amor! (Loving se ve
obligado a retroceder hasta que su cabeza se apoya contra el píe de
la cruz. John cae de rodillas ante ésta y alza las manos hacia la
figura de Cristo, con aire de súplica.) ¡Misericordia!
¡Perdona!
Loving
(furiosamente).– ¡Estúpido!
¡Arrástrate abyectamente! ¡Es inútil! ¡Para orar, hay que
creer!
John.–
¡He vuelto a Ti!
Loving.–
¡Palabras! ¡No hay nada!
John.–
¡Déjame que vuelva a creer en Tu amor!
Loving.–
¡Tú no puedes creer!
John
(suplicante).– ¡Oh,
Dios del Amor, oye mi plegaria!
Loving.–
¡Dios no existe! ¡Sólo existe la muerte!
John
(más débilmente, ahora).– ¡Apiádate
de mí! ¡Permite que Elsa viva!
Loving.–
¡La piedad no existe! ¡Sólo hay desprecio!
John.– ¡Óyeme
mientras estamos a tiempo, aún! (Espera,
mirando absorto la cruz con ojos llenos de angustia, los brazos
en cruz también. Pausa.)
Loving
(con triunfante burla).– ¡Silencio!
¡Pero detrás de él oigo una burlona risa!
John
(atormentado).– ¡No! (Desfallece,
la cabeza baja, y solloza acongojado. Luego, repentinamente, se
domina y volviendo a mirar la cruz habla entre sollozos, con
tono extrañamente humilde de desgarrado reproche.) ¡Oh,
Hijo del Hombre, yo soy Tú y Tú eres yo! ¿Por qué me has
abandonado? ¡Oh, Hermano que vivió y amó y sufrió y murió con
nosotros, que conoció los atormentados corazones de los hombres! ¿No
puedes perdonar... ahora... cuando todo te lo entrego... cuando
te he perdonado... el amor que en otros tiempos me quitaste?
Loving
(con un grito de odio).– ¡No!
¡Embustero! ¡Yo no perdonaré nunca!
John
(sus ojos fijos en el rostro del
Crucificado se iluminan repentinamente, como si hallara la respuesta
a su plegaria, y exclama con voz trémula de naciente esperanza
y alegría).– ¡Ah!
¡Por fin me oyes! ¡No me has abandonado! ¡Me has amado siempre!
¡Estoy perdonado! ¡Puedo perdonarme a mí mismo... por medio de Ti!
¡Puedo creer!
Loving
(se aleja, tambaleándose débilmente,
del pie de la cruz).– ¡No!
¡Yo niego! (Se vuelve para
enfrentarse con la cruz, en postrer desafío:) ¡Te
desafío! ¡No puedes vencerme! ¡Te odio! ¡Te maldigo!
John.–
¡No! ¡Yo bendigo! ¡Yo amo!
Loving
(como si esto juera un golpe mortal,
parece relajarse y sufrir un colapso y exclama, con estrangulada
voz).– ¡No!
John
(con una risa que es casi un
sollozo).– ¡Sí! ¡Ahora, veo!
¡Por fin veo! ¡He amado siempre! ¡Oh, Señor del Amor, perdónale
a .tu pobre y ciego tonto!
Loving.–
¡No! (Sus piernas se aflojan y cae
de rodillas junto a John, como si alguna fuerza invisible lo
agobiara.)
John
(su voz se eleva, jubilosa, los ojos
fijos en el rostro del Crucificado).–Tú
eres el Camino... la Verdad... la Resurrección y la Vida... ¡y
si uno cree en Tu amor, el suyo nunca morirá!
Loving
(con voz débil, rindiéndose por fin,
le habla a la cruz, no sin un dejo final de orgullo en su
humilda1).– ¡Has
vencido, Señor! Tú eres... el Fin. Perdona... al alma maldita...
¡de John Loving!
Se
desploma en el utelo y queda tendido de espaldas, muerto, con la
cabeza al pie de la cruz y los brazos abiertos, de modo que su cuerpo
forma otra cruz. John se levanta y se yergue con los brazos tendidos
también, formando una tercera cruz, Mientras tanto, la luz del alba
que penetra por los vidrios multicolores de las ventanas se tiñe
rápidamente de un brillante escarlata y verde y oro, como si hubiera
salido el sol. Los muros grises de la iglesia, sobre todo aquel en
que está la cruz, y el rostro de Cristo, resplandecen con esta
irradiación.
John
Loving -que
había sido solamente John- está
de pie con los brazos tendidos hacia la cruz, con una mística
exaltación en el rostro. El cadáver de Loving yace al pie de la
cruz, como la ofrenda probatoria de un inválido curado sobre un
altar.
El
padre Baird entra presurosamente por la arcada. Se detiene al
ver a John Loving; luego se le acerca silenciosamente y
escudriña su semblante. La que ve lo induce a inclinar la cabeza y a
mover los labios en agradecida plegaria. ]obn Loving ha olvidado su
presencia.
Baird
(dándole un golpecito en el
hombro).–Jack.
John
Loving (en el éxtasis de su visión
mística aún, con voz extrema).– Soy
John Loving.
Baird
(lo mira absorto y dice con
dulzura).– Todo
va bien ahora, Jack. Elsa vivirá.
John
Loving (con exaltación).– ¡Lo
sé! ¡El amor vive siempre! ¡La muerte ha muerto! ¡Sssst!
¡Escucha! ¿Oyes?
Baird.–
¿El qué, Jack?
John
Loving.– ¡La vida vuelve a reír
con el amor de Dios! ¡La vida ríe con el amor!
TELÓN