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17/4/20

Días sin fin. EUGENE O’NEILL.



















Días sin fin



EUGENE O’NEILL



ACTO PRIMERO
Escenario: Oficina privada de John Loving en los escri­torios de Eliot y Compañía, en Nueva York. A la iz­quierda, una ventana. Delante de ella, una silla, de frente al público, y una mesa. A foro de la mesa, un sillón que está de frente. Una tercera silla a la derecha de la mesa. En la pared de foro, una puerta que lleva a las oficinas externas. En el centro de la habitación, hacia la derecha, otra silla.

Tarde de un nuboso día de la primavera de 1932. La luz que entra por la ventana es fría y gris y al alzarse el telón se concentra alrededor de las dos figuras senta­das a la mesa. A medida que avanza la acción, la luz se propaga imperceptiblemente, hasta que, al terminar la esce­na inicial entre John y Loving, ha llegado a todos los luga­res de la habitación.

John está sentado en la silla que se halla a la izquierda del escritorio. Tiene cuarenta años y es de mediana esta­tura. Su rostro ostenta la gallardía algo pesada y con­vencional del norteamericano, con la nariz recta y el men­tón cuadrado, una boca ancha de incongruente sensibi­lidad femenina, una ancha frente y ojos azules. Viste un traje oscuro, camisa y cuello blancos, corbata oseara, zapa­tos negros y medias.

Loving está sentado en el sillón, detrás de la mesa. Es de la misma edad que John, de la misma talla y figura, y viste de un modo idéntico en todos los detalles. Su cabello es 'el mismo: oscuro, veteado de gris. En contraste con esa analogía entre ambos, hay una desemejanza igual­mente extraña. Porque el rostro de Loving es una más­cara cuyas facciones reproducen exactamente las del sem­blante de John, la máscara yacente de un John que ha muerto con una sonrisa de desdeñosa burla sobre los la­bios. este burlón desdén se repite en la expresión de los ojos, que miran fríamente desde atrás de la máscara.

John escribe nerviosamente unas cuantas palabras en un bloc; luego se detiene de improviso y se queda inmó­vil, absorto. Loving lo observa.

Loving (con voz singularmente monótona y fría, pero al propio tiempo insistente).– Desde luego, no necesitas reunir más notas para la segunda parte... la edad viril de tu protagonista, hasta que (en su voz aparece un acento burlón) encuentra por fin el amor. Creo que eso lo re­cordarás... demasiado bien.
John (mecánicamente).– Sí.
Loving (sarcástico) – En cuanto a la tercera parte, sé que conservo el más vivo recuerdo de su horrible pecado.
John.– ¡No te burles, maldito seas!
Loving.– De modo que te bastará con usar tu ima­ginación en la última parte. ¿Qué desenlace le darás a tu interesante trama? Después de endosarle a tu protago­nista una ridicula conciencia... ¿qué sucede?
John.– Tiene el valor de confesar... y ella perdona.
Loving.– El deseo engendra ese pensamiento... ¿eh? Un bonito final sentimental... pero algo intencionado... ¿no te parece? Me temo que ella empiece a pre­guntarse...
John (Aprensivamente).– Sí. Es cierto.
Loving.– Te aconsejo que hagas tan evidentemente ficticia la última parte, que destruya toda sospecha susci­tada por lo sucedido antes.
John.– ¿Cómo podría terminarla, pues?
Loving (después de una pausa momentánea, con acento de aparente negligencia, pero vagamente siniestro).– ¿Por qué no hacer morir a la esposa?
John (sobresaltándose, con un escalofrío).– ¡Maldito seas! ¿Por qué se te ha ocurrido eso?
Loving.– Por nada. Pero pensé que cuanto más se aleje de la realidad actual tu desenlace, mejor.
John.– Sí... Pero...
Loving (burlonamente).– Confío en que no sospe­charás alguna intención oculta y siniestra detrás de mi insinuación.
John.– No lo sé. Me parece... (Como si procurara liberarse desesperadamente de sms pensamientos.) ¡No! ¡No quiero pensar en eso!
Loving.– Creo, también, que sería interesante elaborar la respuesta de tu protagonista a su problema, si su esposa muriera, e imaginar qué haría entonces de su vida.
John.– ¡Maldición! ¡Basta de hacerme pensar...!
Loving.– ¿Temes afrontar a tus fantasmas... hasta por intermedio de un representante? ¡Por cierto que hasta tú podrías tener ese valor!
John.– Es peligroso... convocar a las cosas.
Loving.– ¿Supersticioso, aún? ¡Bueno, debes compren­der que sólo trato de alentarte a hacer que parte de tu trama sea más significativa —¿para tu alma, debo decir?— que una cobarde treta!
John.– Sabes que hay algo más. Sabes que lo hago para tratar de explicármelo a mí mismo, así como a ella.
Loving (burlón).– ¡Para excusarte ante ti mismo, que­rrás decir! Para mentir y evadirte admitiendo la razón natural evidente de...
John.– ¡Mientes! Quiero llegar a la verdad absoluta y a comprender qué oculta... qué maligno espíritu de odio me poseyó para que yo...
Loving (desdeñosamente, pero a medida que habla crece en su voz una extraña nota desafiante de júbilo).– De modo que hemos vuelto a eso... ¿eh? ¡A tu vieja y fami­liar pesadilla! ¡Pobre tonto, maldito tonto supersticioso! Te repito lo que te dije siempre: No hay nada... nada que esperar ni que temer... ni demonios ni dioses... ¡nada de nada! (Llaman a la puerta de foro. John finge inmediatamente estar escribiendo. Al mismo tiempo, sus facciones asumen automáticamente la expresión amable y carente de sentido que es el atrójente rostro de jugador de poker del hombre de negocios norteamericano. Loving sigue sentado, inmóvil, mirándolo con aire desdeñoso.)
John (sin alzar los ojos, responde).– Adelante. (Se entreabre la puerta de foro y entra William Eliot, el socio de John Loving. Tiene unos cuarenta años, es gordo, pre­maturamente calvo, carirredondo, de boca jovial y bonda­dosa y ojos pequeños detrás de sus anteojos de carey.)
Eliot.– Hola, John. ¿Ocupado?
John.– Tonta pregunta, Bill.
Eliot (su mirada resbala sobre Loving sin verlo. No lo ve ni ahora ni después. Sólo ve y oye a John, hasta cuando Loving habla. Y lo mismo sucederá con todos los demás personajes. Éstos no advierten en absoluto la existencia de Loving, aunque por momentos alguno de ellos pueda adi­vinar sutilmente su presencia. Eliot se adelanta y dice con tono festivo).– Pareces abatido, John. No te dejes impre­sionar por nuestra pequeña crisis. Siempre queda el hospicio. Dicen que es comodísimo, por lo demás. Paz para los fatigados...
Loving (interrumpiéndolo, burlón).– Hay mucho que decir de la paz.
Eliot (como si hubiese hablado John).– Sí, John, por cierto que sí... en estos malditos días. (Mirándolo con inquietud.) Oye. Creo que nuestros asuntos te están estro­peando los nervios. ¿Por qué no te tomas unos días de descanso en el campo?
John.– ¡Tonterías! Me siento bien. (Con forzada jo­vialidad.) ¿En qué estás pensando, fuera del hospicio, Bill?
Eliot.– Sólo en el almuerzo. He vuelto a comer dema­siado, qué diablos. ¿En qué cavilabas cuando entré? ¿En algún nuevo proyecto para nosotros?
John.– No.
Loving.– Simplemente, trataba de obtener la respuesta a un enigma... a un enigma humano.
John (precipitadamente).– Mejor dicho, estoy estu­diando la trama de una novela que se me ha ocurrido últimamente.
Eliot (con divertida sorpresa).– ¡Cómo! ¡Dios mío! ¡No me digas que la chinche literaria ha vuelto a picarte! Yo creía que te habías liberado de eso hace muchísimo tiempo, cuando te comprometiste con Elsa y decidiste aso­ciarte conmigo y ganar dinero.
John.– Bueno... Pensé que no estaba de más apro­vechar estas horas de ocio. Oh, es probable que no escriba nunca esa novela, pero me divierte pensarlo.
Eliot.– ¿Por qué no habrías de escribirla? Ciertamente, en otros tiempos probaste que sabías escribir... artículos, por lo menos. (Con fina sonrisa sarcástica.) Recuerdo que antaño yo no podía tomar un órgano de ideología avan­zada sin toparme con un furibundo artículo tuyo que acu­saba al capitalismo o a la religión o a cualquier otra cosa.
John (sonriendo, jovialmente).– Siempre tuviste una memoria maligna, Bill.
Eliot (ríe).– ¡Cómo has cambiado, John! ¡Qué him­nos de odio solías entonar contra el pobre cristianismo! Recuerdo que, en un artículo, hasta intentaste probar que Cristo no había existido.
Loving (repentinamente frío y hostil).– Sigo opinando lo mismo.
Eliot (mirando con sorpresa a John).– ¿Opinando? No comprendo que alguien pueda seguir opinando ya sobre un tema tan agotado como la religión.
John (confuso).– Bueno... A decir verdad, no he pensado en el asunto durante años, pero... (Presurosa­mente.) Pero no hablemos de religión, por favor.
Eliot (cambiando diplomáticamente de tema).– Ha­bíame de esa novela tuya, John. ¿De qué trata?
John.– No puedo decirte nada, aún. No la he pla­neado definitivamente.
Loving.– La parte más importante es... el final.
John (con tono festivo).– Pero cuando la haya pla­neado, Bill, me alegrará escuchar tu apreciada crítica.
Eliot.– Prometido... ¿eh? (Levantándose.) Bueno, supongo que lo mejor será que vuelva a mi oficina. (Se dirige hacia la puerta y regresa.) Oh, ya sabía yo que se me había olvidado decirte algo. Durante tu ausencia, vino Lucy Hillman.
John (con negligencia).– ¿De veras? ¿Qué quería?
Eliot.– Te quería ver. Entró en mi oficina por error. Llamará por teléfono más tarde. Dijo que se trataba de algo importante.
John.– ¡Tiene un concepto de la importancia! Proba­blemente querrá mi consejo sobre lo que le puede regalar a Walter el día de su cumpleaños.
Eliot.– A propósito... ¿Qué diablos le pasa a Walter, últimamente? Como pasatiempo, las borracheras podrán tener sus atractivos, pero como ocupación exclusiva... Eso, para no hablar de sus aventuras amorosas. ¿Cómo soporta todo eso Lucy? Pero dicen que también ella se está con­sumiendo.
John.– No lo creo. No es de esas mujeres dadas a las aventuras.
Eliot.– No me refiero a eso. Hablo del alcohol.
John.– Ah... Bueno. Si es así, no se la puede culpar.
Eliot.– ¿Acaso no hay hijos de por medio? ¿Por qué no tiene el valor de divorciarse?
John.– No me lo preguntes. También nosotros hace tiempo que no vemos a Lucy. (Descarta el tema volviendo los ojos bacía su bloc, como disponiéndose a escribir.)
Eliot (recogiendo la insinuación).– Bueno, me voy.
John.– Hasta luego, Bill. (Eliot sale, por foro. Cuando se ha cerrado la puerta en pos de él, John habla, con voz tensa.) ¿Por qué telefoneó? Dijo que era importante. ¿Qué habrá pasado?
Loving (con frialdad).– ¡Qué sé yo! Pero sabes perfec­tamente que no se puede confiar en ella. Será mejor que estés preparado para cualquier desatino. Y más vale que decidas pronto cuál será el final de tu novela, para poder definir tu trama... antes de que sea demasiado tarde.
John (con voz tensa).– Sí.
Loving (en su fría displicencia, asoma nuevamente la oculta nota siniestra).– Tu protagonista sólo puede tener un fin razonable y lógico cuando ha perdido a su esposa... siempre que la ame tanto como se jacta de amarla, desde luego... ¡y sí le queda algún resto de honor o de coraje!
John (sobresaltado, con amargara).– ¡Ah! ¡Ya veo adonde quieres ir a parar! ¡Y hablas de coraje y de honor! (Desafiante.) ¡No! ¡Él debe seguir adelante! ¡Debe encon­trar una fe... en alguna parte!
Loving (con ira oculta en su sarcasmo).– Conque en alguna parte... ¿eh? Lo que me pregunto, es... ¿qué se oculta detrás de ese "alguna parte"? ¿Será tu vieja debilidad secreta... el cobarde anhelo de volver...?
John (a la defensiva).– No sé en qué estás pensando.
Loving.– ¡Mientes! ¡Te conozco! Y haré que lo afron­tes en el final de tu relato....¡que lo afrontes y lo mates, definitivamente y para siempre! (Un nuevo golpe en la puerta y los ojos de John se vuelven hacia su bloc. Esta vez Eliot entra inmediatamente, sin esperar respuesta.)
John.– Hola, Bill. ¿Qué pasa ahora?
Eliot (adelantándose, con un fulgor en los ojos).– John... Ahí fuera hay un visitante misterioso que pre­gunta por ti.
John.– ¿Te refieres... a Lucy?
Eliot.– ¿A Lucy? No. Esta vez es un hombre. Se encontró conmigo antes de ver a la señorita Sims y pre­guntó por ti. (Sonriendo.) Y como creo que esa visita te asestará un duro golpe, más vale que te dé la noticia personalmente.
John.– Vamos... ¿Qué broma es ésa? ¿Quién es?
Eliot.– Un sacerdote.
John.– ¿Un sacerdote?
Loving (con voz ronca).– ¡No conozco a ningún sacer­dote! ¡Dile que se vaya!
Eliot.– Vamos, no seas irrespetuoso. Afirma que es tu tío.
John.– ¿Mi tío? ¿No dijo cómo se llamaba?
Eliot.– Sí. El padre Baird. Agregó que acababa de llegar del Oeste.
John (atónito, con sonrisa forzada).– ¡Bueno, que me condenen!
Eliot (ríe).– ¡Dios mío! ¡Tú con un tío sacerdote! ¡Es graciosísimo?
John.– No lo he vuelto a ver desde mi infancia.
Eliot.– ¿Por qué estás tan asustado? ¿Temes que haya venido a echarte un sermón sobre tus pecados?
Loving (irritado).– ¡Tú quizá puedas tomar en broma a ese hombre! ¡Yo no, maldito sea!
Eliot (mirando a John con sorpresa y reprobación).– Oh, vamos, John. No será para tanto... ¿verdad? Me parece una buena persona.
John (precipitadamente).– Lo es. No lo dije en serio. Siempre le tuve afecto. Me trataba muy bondadosamente cuando yo era niño. Durante algún tiempo fue mi tutor. Pero lamento que no me haya avisado con anticipación. (Tomando el teléfono interno.) Bueno, sería poco decoroso hacerlo esperar. ¡Hola! Haga pasar al padre Baird.
Eliot (volviéndose hacia la puerta).– Me voy.
John.– No. Hazme el favor de quedarte hasta que se haya roto el hielo. (Se ha levántetelo y va hacia la puerta. Loving se queda en su silla, los ojos absortos con aire hostil, el cuerpo tenso a la defensiva.)
Eliot.– Claro. (Llaman a la puerta. John abre y entra el padre Matthew Baird. Es un hombre de setenta años, de la misma talla, que John y Loving aproximadamente, y enhiesto, vigoroso, de tupido cabello blanco y tez rubi­cunda. En la distribución general de sus facciones y el color de sus ojos, se advierte ana clara semejanza con John y Loving. Su aspecto y su personalidad irradian salud y una vigilante bondad, como también la aplomada autoridad del hombre habituado a la obediencia y a la deferencia, y se adivina inmediatamente en él una inconmovible calma inte­rior y seguridad, la paz de aquel cuyo objetivo en la vida es determinado por un fin del más allá.)
John (cohibido y al propio tiempo afectuoso).– ¡Hola, tío! ¿Qué demonios te trae...?
Baird (apretándole vigorosamente la mano).– ¡Jack! (Sus modales se parecen -mucho a lo que debieron ser cuando John era niño y él su tutor. Muy conmovido, lo rodea con el brazo y lo abraza afectuosamente.) ¡Querido Jack! Esto es... (Ve a Eliot y se interrumpe, algo turbado.)
John (conmovido y confuso, liberándose de su abra­zo).– Quiero presentarte a mi socio... Bill Eliot... Mi tío, el padre Baird.
Eliot.– Es para mí un gran placer, padre.
Baird (le estrecha la mano, con solemne y anticuada cortesía).– El placer es mío, señor Eliot. Pero creo haber tenido ya el privilegio de conocerlo a través de las cartas de Jack.
John.– Siéntate, tío. (Señala la silla que está a la dere­cha del escritorio. El padre Baird se sienta. John se instala en su silla de la izquierda. Eliot se queda de pie junto a la silla de la derecha, centro.)
Eliot.– Bueno, los dejaré solos y me fingiré ocupado. Es el trabajo más duro que tenemos ahora, padre... Seguir fingiendo que trabajamos.
Baird.– Y tienen muchos colegas, si es que eso puede servirles de consuelo. Oigo los mismos lamentos en todas partes.
Eliot.– Temo que eso no nos consuele mucho. Todos esos colegas son demasiado plañideros.
Baird (con un fulgor en los ojos).– ¡Oh! ¿Quién podría enrostrarles a ustedes su lloriqueo cuando su omnipotente Becerro de Oro estalla y se reduce a aserrín ante sus extáticos ojos, en el pináculo de su deificación? Es algo trágico, no hay otra palabra: a menos que debamos decir cómico.
Loving (cuya voz revela un burlón sarcasmo).– ¿Y qué salvación nos predicas? ¿El Segundo Advenimiento?
Baird (sobresaltado, se vuelve para mirar fijamente a John. Eliot también lo mira, sorprendido y desaprobador ante el vituperio. El padre Baird dice plácidamente, sin dar señales de haberse ofendido).– El Primer Advenimiento ya significa algo, Jack... para quienes lo recuerdan. (Vol­viéndose hacia Eliot, con tono festivo.) Si supiera qué tono familiar tienen esas palabras en labios de Jack, señor Eliot... Yo ya tenía una sensación extraña al mirarlo y al verlo convertido en un gran hombre de negocios, y me decía: ¿Será posible que sea éste mi Jack de antaño? ¡Y de pronto, Jack se delata silbando audazmente en la oscuridad como antes, y comprendo que apenas si acaba de abandonar los pantalones cortos, como cuando lo conocí! (Suspira, con cómico alivio.) Gracias, Jack. Ahora me siento muy a mis anchas contigo.
Eliot (divertidísimo, sobre todo al advertir el infantil desconcierto de John, dice riendo).– John, empiezo a com­padecerte. Te has topado con alguien que no pertenece a tu clase.
Baird (con un guiño a Eliot).– ¿Lo oyó arrojarme a la cara la palabra "predicar", señor Eliot... con un sucio sarcasmo en la voz? Eso es cometer una injusticia con usted. Si supiera cómo me agobió durante años Jack con su prédica... Me enviaba carta tras carta... y en cada una había un incendiario discurso callejero, por así decirlo. La calamidad empezó cuando tuve que irme al Oeste y dejarlo librado a sus propios recursos. Jack iba a emanciparse y a ingresar a la universidad con los pocos dólares que le habían dejado sus progenitores cuando llegó a los dieciocho años. De modo que debí dejarlo obrar a su ma­nera. Había comprobado que, de todos modos, era inútil reñir con él. La lucha le causaba una gran satisfacción y sólo lo empeoraba. Y confié en que, si lo dejaba en paz, acabaría por recobrar el sentido común.
Loving (sarcástico).– ¡Y cómo te equivocabas!
Baird (sin volverse, tranquilamente).–No. Aún no he terminado, Jack. (Se acerca a Eliot y volviendo a su tono festivamente quejumbroso le dice:) No se imagina qué sofista era Jack en aquellos tiempos, señor Eliot.
Eliot.– No necesita decírmelo, padre. Fui su condis­cípulo. John organizó un Club de Ateos —o trató de organizarlo— y poco faltó para que lo expulsaran de la universidad.
Baird.– Sí, recuerdo que me escribió para jactarse de eso. Bueno, ya se imaginará las que pasé, aunque él no le escribiera cartas a usted.
Eliot.– ¡Pero siempre que encontraba a un oyente, padre, pronunciaba discursos!
Baird (compasivamente).– ¡Oh! ¡Eso debió ser cruel, también! Señor Eliot, simpatizo con usted. Ambos hemos pasado por las mismas terribles pruebas.
John (con aire infantilmente perplejo).– Confío en que ahora lo pasen bien.
Baird (haciendo caso omiso de sus palabras).– No me dio un solo momento de tregua. Para él, yo era el pagano y se había propuesto convertirme a lo que fuese. Primero, fue el ateísmo liso y llano. Luego, el ateísmo convertido en socialismo. Pero el socialismo resultó un camarada de­masiado débil y le oí decir a Jack que el ateísmo convivía en amor libre con el anarquismo, y que la unión era bendecida por una blasfemia de Nietzsche. Y luego llegó el amanecer bolchevique y él lo saludó con impíos aullidos de gozo y me escribió que había encontrado finalmente un hogar a su gusto en el seno de Karl Marx. Más que nada, le deleitaba pensar que los bolcheviques habían abolido el amor y el matrimonio y no pudo contenerse cuando supo que se habían convertido en unos colegiales traviesos y le arrojaban pelotillas de papel a Dios Todopoderoso y lo habían suplantado por el Estado propietario de esclavos... ¡el más grotesco de los dioses que vinieran del Asia!
Eliot (con una risita).– Reconozco todo eso, padre. Yo solía leer los artículos de John, como se lo estaba recordando momentos antes de que usted llegara.
Baird.– ¡Los conozco muy bien! ¿Acaso no me los enviaba Jack uno tras otro, subrayados con lápiz azul? Pero volvamos a mi relato. En aquella época, pensé: Bueno, ha huido en esa dirección lo más lejos posible. ¿Dónde se ocultará luego?
Loving (envarado en su silla, con irritado resentimien­to).– ¿Huir? Hablas como si yo temiera algo. ¿Ocul­tarme? ¿Ocultarme de qué?
Baird (sin volverse, tranquilamente).– ¿No lo sabes, Jack? Pues bien: si no lo sabes aún, ya lo sabrás algún día. (De nuevo a Eliot.) Yo sabía que el comunismo no lo re­tendría durante mucho tiempo... y así fue. Pronto sus cartas revelaron un gran pesimismo y probaron que estaba harto de todas las panaceas psicológicas. Luego, hubo una larga pausa. ¿Y cuál cree usted que fue su nuevo escondite? Nada menos que la religión... pero huyó todo lo lejos que pudo... hasta el misticismo derrotista del Oriente. ¡Primero lo fascinaron la China y Laotsé, pero luego siguió en su búsqueda hacia Buda, y sus cartas, durante algún tiempo, alabaron con tanto éxtasis la contemplación desapasionada, que me lo imaginé mirándose con frenesí el ombligo y sin llegar a ninguna conclusión! (Eliot ríe y John le hace eco con una turbada risita, contra su voluntad. Loving mira fijamente el vacío, con airado y frío desdén.)
Eliot.– ¡Caramba, lamento habérmelo perdido! ¿Cuán­do sucedió todo eso, padre?
Baird.– En lo que yo llamaría su período del escondite. Pero cuando quise acordarme, Jack había terminado con el Oriente. Aquello, concluyó, no era para el alma occi­dental, e hizo una incursión a la filosofía griega, hallando un fugaz refugio en Pitágoras y la numerología. Luego, una carta lo presentó sumergido nuevamente en la verdad científica evolutiva, hecho un mecanicista intransigente. Esto fue lo último que oí sobre sus peregrinaciones... y, gracias a Dios, sucedió hace mucho tiempo. Pude des­cansar, durante un largo intervalo de paz, de su celo misio­nero, hasta que finalmente me escribió que se había casado. En la carta había más ardientes himnos de alabanzas para una simple mujer viva que los escritos por él antes de ninguno de sus grandes descubrimientos espirituales. Y des­de entonces, sólo he oído las alabanzas de Elsa... y sé que estaré pronto a cooperar en eso cuando la conozca.
John (cuyo rostro se ilumina).– ¡No lo dudes! Pode­mos entendernos en eso, al menos.
padre Baird (con un guiño a Eliot).– Jack parece haberse detenido en su última religión. Así lo espero. La única fe constante que encontré antes en él, fue su orgullosa fe en sí mismo como un audaz Anticristo. (Mira a John de soslayo, entre sonriente y reprobador.) Oh... ¿Verdad, Jack, que esta fuga de la verdad para encontrarla es un camino rocoso lleno de sinuosidades y de callejones ciegos? Por lo menos hasta que el camino vuelve a tomar el rumbo del hogar.
Loving (con áspera desconfianza).– ¿Crees que yo... ? (Burlón.) Pero, naturalmente, debes interpretarlo así.
John (en un acceso de ira, como si no pudiera dominar sus nervios).– Pero... ¿no me crees bastante agotado como tema, tío? Lo estoy. (Se levanta nerviosamente, se pasea y se detiene detrás de la silla de Loving, con las manos sobre el respaldo y el rostro inmediatamente más arriba del enmascarado rostro de Loving.)
Eliot (le sonríe al sacerdote, con aire divertido).– Bueno, volveré a mi oficina. (El padre Baird se levanta y él le estrecha la mano cordialmente.) Confío en que vol­vamos a encontrarnos, padre. ¿Ha venido por mucho tiempo?
Baird.– Por unos pocos días solamente, me temo.
John (volviéndose hacia ellos).– Concertaré algo con Elsa para los cuatro, Bill... apenas se sienta más fuerte. No dejaremos que se marche a los pocos días, ahora que lo tenemos aquí.
Eliot.– ¡Magnífico! Entonces, será hasta pronto, padre. (Va hacia la puerta.)
Baird.– Así lo espero, señor Eliot. Buenos días.
Eliot (con la puerta abierta, se vuelve con una son­risa).– Padre, me creo obligado a advertirle que a John le ha vuelto la comezón de escribir. Nos va a dar una novela. (Ríe y cierra la puerta en pos de sí. John frunce el ceño y mtra rápidamente a Baird, con aire inquieto.)
John (señalando la silla de la derecha, centro).– Toma esa silla, tío. Es más cómoda. (Se sienta a la derecha de la mesa, en la silla donde ha estado sentado el padre Baird, mientras que el sacerdote ocupa la de la derecha, centro. Baird lo mira, perplejo y preocupado, como si calculara algo. Luego, habla con negligencia.)
Baird.– ¿Una novela? ¿De veras, Jack?
John (sin mirado).– Pienso en ella... para pasar el rato.
Baird.– Entonces, a juzgar por tus cartas, debe ser una novela de amor.
John.– Es... una historia de amor.
Loving (burlón).– ¡Trata del amor de Dios por nos­otros!
Baird (con sereno reproche).– ¡Jack! (Pausa de si­lencio. Baird mira nuevamente de soslayo a John y agrega, displicente:) Si tienes alguna cita, no gastes ceremonias conmigo. Échame, y se acabó.
John (se vuelve hacia él, con aire avergonzado).– No hables así, tío. Bien sabes que yo no... (Con una sonrisa natural, infantilmente afectuosa.) Sabes muy bien cuánto me alegro de tenerte aquí.
Baird.– Y yo mucho más de verte, Jack. (Suspira.) Hace muchísimo tiempo que no te veo... demasiado tiempo.
John.– Sí. (Sonriendo.) Pero todavía estoy asombrado. Nunca me imaginé que tú... ¿Por qué no me mandaste un telegrama para anunciarme tu llegada?
Baird.– Oh, quería darte una sorpresa. (Sonríe.) Para serte franco, confieso que tenía un abyecto deseo digno de Sherlock Holmes de mirarte bien sin que te dieras cuenta.
John (frunciendo el ceño, con malestar).– ¿Por qué? ¿Por qué querías hacerlo?
Baird.– Supongo que será porque, no habiéndote visto, para mí seguías siendo el niño que conocí y yo tu descon­fiado tutor.
John (aliviado, con infantil sonrisa).– ¡Ah! Com­prendo.
Baird.– Y ahora que te he visto, debo reconocer que tus canas no me convencen y que estoy seguro de que eres el mismo Jack de antaño.
John (sonriendo, con infantil desconcierto).– Sí, y lo malo del asunto es que me lo haces sentir, también. Es una ventaja injusta, tío. (El padre Boira ríe y John lo imita.)
Baird.– Pues yo nunca te saqué ventaja en aquellos tiempos... ¿recuerdas?
John.– Por cierto que no. Cuando los recuerdo, me sorprende que hayas sido tan justo. (Rápidamente, cam­biando de tema.) Pero no dijiste aún qué azar te trajo al Este.
Baird (algo evasivo).– Oh, llegué a la conclusión de que necesitaba unas vacaciones. Y desde hace algún tiempo tenía grandes deseos de verte.
John.– Yo quisiera que te alojaras aquí, pero no tene­mos habitación. De todos modos, hoy debes cenar con nosotros y lo mismo todas las noches que vengas aquí, naturalmente.
Baird.– Sí, me gustaría verlos con toda la frecuencia posible. Pero... ¿sabes una cosa, Jack? A juzgar por lo que le has dicho al señor Eliot, Elsa está enferma.
John.– Oh, nada serio. Se está reponiendo de una gripe y se siente aún algo decaída.
Baird.– Entonces, más vale que yo no los visite esta noche.
John.– Más vale que lo hagas... ¡o Elsa nunca te lo perdonaría... ni yo tampoco!
Baird.– Muy bien. Eso me alegrará mucho. (Pausa. Mira de nuevo rápidamente a John, con intrigada perple­jidad. John advierte su mirada, lo mira en los ojos durante un momento y luego aparta los suyos furtivamente.)
John (con sonrisa forzada).– ¿Es esa la mirada del tutor desconfiado? Se me ha olvidado.
Baird (como para sí, lentamente).– Creo que... (De pronto.) Quiero decirte algo, Jack. (En su voz aparece una nota severa.) Pero antes debes darme tu palabra de honor de que no habrá burlas vulgares.
John (lo mira absorto, tomado de sorpresa, y luego dice tranquilamente).– No las habrá.
Baird.– Bueno, en otros tiempos pensé a menudo que había hecho mal en permitir que te alejaras tanto de mí, que yo debía ser culpable en parte de tu constante aleja­miento de tu fe.
Loving (con burlón desdén).– ¿Mi fe?
John.– Tú sabes que eso es una tontería, tío.
Loving.– Siempre has cumplido noblemente con tu deber. En ninguna de tus cartas dejaste de recordarme piadosamente mi caída... con la tranquila convicción de que yo volvería a ver la luz. Nunca dejó de hacerme reír... tu complaciente presunción de que, como el pró­digo de su cuento de hadas, yo...
Baird (con aspereza).– ¡Jack! ¡Tú prometiste!
John (confuso).– Lo sé. No quise decir... Sigue con lo que habías empezado a explicarme.
Baird.– Primero, contéstame francamente a una pre­gunta. ¿Hay algo que te haya perturbado mucho el espíritu en estos últimos tiempos?
John (sobresaltado).– ¿A mí? ¿Por qué me lo pre­guntas? Claro que no. (Con tono evasivo.) Oh... Sí, quizás, si te refieres a las preocupaciones de los negocios.
Baird.– ¿Nada más?
John.– No. ¿Qué quieres que haya?
Baird (sin dejarse convencer, rehuyendo su mirada).– La razón de que te lo haya preguntado... la verás en lo que voy a decirte. Sucedió una noche, cuando yo estaba rezando por ti en mi iglesia, como lo he hecho todos los días desde que te dejé. Se apoderó de mí una extraña sen­sación de temor... la sensación de que eras desdichado, de que tu alma corría un gran peligro. Me dije que aquello era una tontería. Había recibido una carta de ti aquel mismo día, reiterándome cuan feliz eras. Traté de libe­rarme con la plegaria de mi terror... y de mi culpabilidad. Sí, me sentía culpable, también... culpable de todo lo que te pasaba. Luego, mientras oraba, repentinamente y como movido por una voluntad ajena a mí, mis ojos fueron atraídos por la cruz, por el rostro de Nuestro Bendito Señor. ¡Ocurrió algo así como un milagro! Su rostro pa­recía vivo como el de un hombre, pero radiante de vida eterna, también, sobre todo los ojos tristes y compasivos. Pero había al propio tiempo en Sus ojos severidad, una acusación contra mí... ¡una orden sobre ti! (Se inte­rrumpe y mira rápidamente a John, como si temiera verlo burlarse. Luego, apartando la mirada, añade con sencillez:) Esa es la verdadera razón de que yo haya decidido tomarme mis vacaciones en el Este, Jack.
John (la mira fijamente, fascinado).– ¿Viste...?
Loving (con tono amargo y burlón).– Difícilmente puedes haber visto en Su rostro preocupación por mí... ¡aunque Él exista o haya existido!
Baird (severamente).– ¡Jack! (Después de una pausa, con calma.) ¿Conoces el poema de Francis Thompson: "El sabueso del cielo"?
Loving.– Lo leí en cierta ocasión. ¿Por qué?
Baird (cita en voz baja, pero con hondo sentimiento).– "¡Oh, el más bondadoso, el más ciego, el más débil, yo soy aquel a Quien buscas! Tú obtienes el amor de ti, que lo obtienes de mí."
Loving (con algo muy próximo a un gruñido de des­dén).– ¡Amor!
John (a la defensiva).– ¡Tengo amor!
Baird (como si no lo hubiese oído).– ¿Por qué huyes y te ocultas de El como de un enemigo? Ten cuidado. En la vida de todo hombre se presenta una oportunidad en que debe tener por amigo a Dios, o no tiene un solo amigo, ni siquiera él mismo. ¡Quién sabe! Quizás estés ahora en el umbral de esa época.
John (inquieto).– ¿Qué quieres decir?
Baird.– No lo sé. Eres tú quien debe saberlo. ¿Dices que tienes amor?
John.– Tú sabes que sí. O, si no lo sabes, lo sabrás cuando hayas conocido a Elsa.
Baird.– No dudo de tu amor por ella ni de su amor por ti. Es, precisamente, porque no dudo. Pienso que ese amor necesita la esperanza y la promesa de la eternidad para realizarse: sobre todo, para sentirse seguro. Más allá del amor del uno por el otro, debe estar el amor por Dios, en cuyo Amor el tuyo puede encontrar el triunfo sobre la muerte.
Loving (sarcástico).– ¡Una vieja superstición, nacida del miedo! Más allá de la muerte no hay nada. Eso, por lo menos, es seguro... una certeza que debiéramos agradecer. Nuestra vida es bastante tediosa. No nos condenes a otra. ¡Déjanos descansar en paz, por fin!
Baird (en voz baja).– ¿Hablarías así si Elsa muriera?
John (con un escalofrío).– Por amor de Dios, no hables de...
Loving.– ¿Crees que no he pensado en su muerte muchas veces?
John.– El terror de su muerte me ha acosado desde el día en que nos casamos.
Baird.– ¡Ah!
Loving.– Ya verás que la afronto —por intermedio de un representante, al menos— en mi novela. (Con tono sarcástocamente insultante.) Creo que mi novela te intere­sará, tío.
Baird (mirando fijamente a John, que rehuye sus ojos).– ¿De modo que es autobiográfica?
John (precipitadamente).– No. Claro que no. Sólo quise decir... No pienses eso, por amor de Dios. Como se lo expliqué a Elsa cuando le conté la primera parte, es en realidad la historia de un hombre a quien conocí.
Loving.– La primera parte te interesará de veras, tío. Temo que te escandalizará horriblemente... ¡sobre todo, si se tiene en cuenta tu reciente visión mística!
Baird.– Siento mucha curiosidad de oír eso, Jack. ¿Cuándo me lo contarás?
Loving (desafiante).– ¡Ahora!
John (inquieto).– No. No quiero fastidiarte.
Baird.– No me fastidiarás.
John.– No... Yo...
Loving (con áspera insistencia).– La primera parte se refiere a la infancia de mi protagonista aquí, en Nueva York, hasta los quince años de edad.
John (bajo la coacción de Loving, retoma el hilo del relato).– Era hijo único. Y su padre, un buen hombre. El niño lo adoraba. Y adoraba más aun a su madre. Era una mujer maravillosa, el tipo perfecto de nuestro viejo y hermoso ideal de la esposa y la madre.
Loving (sarcástico).– Pero en su carácter había una ridicula debilidad, una absurda obsesión por la religión. En el de papá, también. Eran devotos católicos. (El sacer­dote mira a John con aire de reproche, parece disponerse a protestar, lo piensa mejor y baja los ojos.)
John (rápidamente).– Pero no esos católicos igno­rantes y fanáticos. Compréndelo, por favor. No. Su piedad tenía algo de auténtico, de amable, de místico. Su fe era la gran inspiración consoladora de sus vidas. Y su Dios era el Dios del Infinito Amor... no un Ser severo y aus­tero que condenaba a los pecadores al tormento, sino un Dios muy humano y atrayente que se convirtió en hombre por amor a los hombres y dio Su Vida para que pudieran salvarse de ellos mismos. Y el niño tenía sobra­dos motivos para creer en una Divinidad del Amor tal como el Creador de la Vida. Su atmósfera hogareña era de amor. La vida era el amor para él, entonces. Y era feliz, más feliz de lo que fue nunca luego... (Se interrumpe, bruscamente.)
Baird (asiente, con aire de aprobación).– Sí.
John.– Más tarde, en la escuela, supo del Dios del Castigo y eso lo asombró. No podía armonizarlo con la fe de sus padres. De modo que eso no le causó gran impresión.
Loving (con amargura).– ¡Eso es! Pero más tarde tuvo buenas razones para...
John.– Entonces, estaba harto seguro de su fe. Llegó a ser tan devoto como sus padres. Hasta soñaba con ser sacerdote. Solía hincarse de rodillas en la iglesia ante la cruz.
Loving.– ¡Oh, era un joven tonto excepcionalmente supersticioso! (Su voz revela de pronto ana cruel amar­gura.) ¡Y luego, cuando tuvo quince años, todas sus pia­dosas ilusiones fueron destruidas para siempre! ¡Mataron a sus padres!
John (precipitadamente).– Mejor dicho, murieron du­rante una epidemia de gripe en que contrajeron una pul­monía... y él se quedó solo... sin amor. Primero, murió su padre. El niño había orado con absoluta fe por la sal­vación de su padre.
Loving.– ¡Pero su padre murió! ¡Y la fe del pobre y estúpido ingenuo fue ya menos firme y lo asaltó una pecadora duda sobre el Divino Amor!
John.– Luego su madre, agotada por los cuidados pro­digados a su padre y por su pena, se enfermó. Y él temió que también ella muriera.
Loving.– Esto empujó a aquel joven imbécil a un pá­nico de supersticioso remordimiento. Supuso que la enfer­medad de su madre era una terrible advertencia para él, un castigo por la duda que le inspiraba la muerte de su padre. (Con ronca amargura.) ¡Su Dios de Amor se estaba pareciendo a un Dios de Venganza! ¿Comprendes?
John.– Pero él confiaba todavía en Su Amor. Segura­mente. Él no querría arrebatarle a su madre, también.
Loving.– ¡De modo que el pobre estúpido oró y rogó y consagró su vida a la piedad y a las buenas obras! Pero entonces empezó a formular una condición... ¡Que le salvaran la vida a su madre!
John.– Finalmente, comprendió en lo más íntimo de su corazón que ella iba a morir. Pero ya entonces confió en un milagro y suplicó que sucediera.
Loving.– Se rebajó y se humilló ante la cruz... y, en premio por su lamentable humillación, vio que no sucedía el milagro.
John.– Entonces, algo se rompió en él.
Loving (en su voz aparece repentinamente un odio rebosante de amargura).– Vio que su Dios era sordo y ciego y despiadado... ¡una divinidad que pagaba el amor con odio y se vengaba en aquellos que confiaban en Él!
John.– Su madre murió. Y, en un frenesí de loca pena...
Loving.– ¡No! En su orgullo, que acababa de des­pertar, maldijo a su Dios y lo negó y, en venganza, le prometió su alma al diablo... ¡de rodillas, cuando todos creían que estaba rezando! (Ríe, con maligna amargura.)
John (rápidamente, con negligencia).– Y así termina la primera parte, tal como la he bosquejado.
Baird (horrorizado).– ¡Jack! No puedo creer que tú...
John (a la defensiva).– ¿Yo? ¿Qué tengo que ver con eso? Olvidas que te expliqué... Oh, reconozco que hay ciertos puntos de analogía entre algunas experiencias de su infancia y de la mía... La muerte de sus padres, por ejemplo. Pero eso es mera coincidencia.
Baird (se ha recobrado ahora y dice mirándolo fija­mente, con serenidad).– Comprendo.
John (con forzada sonrisa).– Y, por favor, no traigas a colación esas coincidencias en presencia de Elsa. Ella no las notó porque yo nunca la he fastidiado con recuerdos de la infancia. Y no quiero que se forme una opinión errónea sobre mi trama.
Baird.– No lo olvidaré, Jack. ¿Cuándo me contarás el resto?
John.– Oh... En algún otro momento de tu perma­nencia aquí, quizá.
Baird.– ¿Por qué no esta noche, en tu casa?
John.– Puede ser...
Loving.– ¡Siempre, naturalmente, que yo haya podido decidir mi final antes!
John.– Eso me daría la posibilidad de conocer tus críticas y las de Elsa, a un tiempo. También ella tiene deseos de conocer el resto de la trama.
Baird (mirándolo, serenamente).– Entonces, esta noche sin falta. (En brusca transición, con tono vivaz y negli­gente.) Bueno, te dejo. Tengo que hacer unas diligencias. (Se levanta y toma la mano de John.)
John.– Cenamos a las siete y media. Pero puedes venir mucho antes. Estaré en casa temprano. (Con auténtico afecto infantil.) Quiero repetirte, tío, cuánto me alegro de tenerte aquí... a pesar de nuestras discusiones.
Baird.–-Nuestras discusiones no me preocupan. Pero quiero descubrir en ti algo que no admite discusión... para mí.
John (con sonrisa forzada).– Te afliges sin necesidad. Pero... ¿de qué se trata?
Baird.– Me escribiste que eras feliz y te creí... Pero ahora que te veo, no te creo. No eres feliz. ¿Por qué? Si me lo dijeras, quizá...
Loving (sarcásto}ica).– Que te lo confiese... ¿eh?
John.– No seas tonto, tío. Soy feliz, más feliz de lo que nunca soñé ser. Y, por favor, no le digas a Elsa que soy desdichado.
Baird (apaciblemente).– Muy bien. No hablemos más del asunto. Y ahora, me voy. Hasta luego, Jack.
John.– Hasta luego, tío. (Baird sale. John se queda de pie junto a la puerta, siguiéndolo con la vista; luego, vuelve lentamente y se sienta y queda ensimismado. Los ojos de Loving están clavados en los de él, con frío desdén.)
Loving.– ¡Maldito estúpido, con sus cuentos a la hora de dormir para la segunda infancia, sobre el amor de Dios! ¡Y tú... tú eres peor... con tus hipócritas mentiras sobre tu gran felicidad! (Suena el teléfono de la mesa. John se levanta nerviosamente de un salto y atiende, con tono aprensivo.)
John.– Hola... ¿Quién? Díle que he salido.
Loving.–-Más vale que le preguntes qué quiere.
John! – No, espera. La atenderé yo. (Su voz se torna cautelosa y agradablemente negligente.) Hola, Lucy. Bill me dijo que habías venido. ¿Cómo...? (Escucha y en su voz se insinúa la ansiedad.) ¿Volvió a telefonear? ¿So­bre qué? Oh, me alegro de que me hayas hablado. Sí, ella se estaba preguntando por qué no tenía noticias tuyas desde hace tanto tiempo. Sí, vé sin falta. Sí, estará en casa esta tarde, no lo dudes. Adiós. (Cuelga, mecánica­mente.)
Loving (sardónico).– Tu terrible pecado comienza a dominarte... ¿verdad? Pero, por lo demás, no eras tú... ¿no es así? ¡Era un terrible espíritu maligno que te po­seía! (Ríe burlonamente; luego, se detiene de pronto y continúa con su fría y siniestra insistencia.) Pero basta de tonterías. Volvamos a nuestra trama. La esposa mue­re... de gripe, que se convierte en pulmonía, digámoslo así.
John (se sobresalta con violencia y balbucea).– ¿Qué...? ¡Maldito seas! ¿Por qué prefieres ese final?

TELÓN

ACTO SEGUNDO

Escenario: Sala del departamento doble de los Loving. Las celosías dejan penetrar una luz atenuada por una gran ventana de la derecha. Delante de la ventana, hay una mesa con una lámpara. A la izquierda, frente, una silla ta­pizada. A la derecha de la silla, una mesita con una lám­para. A la derecha de la mesa, en el centro de la habitación, un sofá. Delante del sofá, una mesita con una caja de cigarrillos y ceniceros. A la derecha, otra silla. En la pared de la izquierda, una puerta que lleva al comedor. A foro de la puerta, un escritorio. A foro, centro, una puerta que lleva al vestíbulo.

La acción en las últimas horas de la misma tarde.

Elsa viene del vestíbulo de foro. Tiene treinta y cinco años, pero parece mucho más joven. Es hermosa, con ese resurgimiento otoñal de seducción física de la mujer que ama y es amada, sobre toda cuando ha hallado ese amor en una etapa relativamente tardía de la vida. Su belleza está algo empañada ahora por las huellas de una enfer­medad reciente. Su rostro está consumido y lucha contra una deprimente laxitud. Viste un sencillo negligé.

Después de entrar, toca un timbre próximo a la puerta y se oye sonar el mismo en la alacena. Se adelanta y se sienta en el sofá. Un momento después, Margaret, la doncella, viene del comedor de la izquierda. Es una irlandesa madura y de rostro bondadoso.

Margaret.– ¿Señora?
Elsa.– ¿No ha llegado todavía el periódico de la tarde, Margaret?
Margaret.– No, madame. Todavía no. (Con bon­dadoso reproche.) ¿No durmió usted una siesta, como lo prometió?
Elsa.– No pude conciliar el sueño. Pero me siento descansada, de modo que no me sermonees. (Sonríe y Margaret le sonríe a su vez, con devoto afecto.)
Margaret.– Tiene que cuidarse. La gripe es peligrosa por la debilidad que deja. Y usted se ha levantado de la cama hace dos días apenas.
Elsa.– Oh, me siento realmente muy bien, de nuevo. Y estaba demasiado excitada para dormir. No hacía más que pensar en el tío del señor Loving. (Suena, el teléfono del vestíbulo y Margaret va hacia foro para atenderlo.) Dios mío, espero que no sea él. El señor Loving me tele­foneó que le había dicho que viniese temprano. ¡Pero no creo que venga tan temprano!
Margaret (desaparece en el vestíbulo y se oye su voz).– Un momento. Veré si está. (Reaparece en el umbral.) Es la señora Hulmán que quiere verla, señora.
Elsa.– Oh... ¡Cuánto me alegro! Dígale que pase. (Margaret sale y se la oye transmitir esas instrucciones. Luego, aparece en el vestíbulo del otro lado del umbral, esperando- el momento de atender la puerta. Elsa le habla.) Ojalá mi aspecto no fuera tan lamentable. ¿Por qué todos decidirán venir cuando una parece un gato enfermo?
Margaret.– Oh, no se preocupe, señora. Tiene muy buen aspecto.
Elsa.– Bueno. De todos modos, tratándose de Lucy no me importa. (Con todo eso, va hacia el secreter de foro, saca un vanity, se empolva la nariz, etcétera. Mientras lo hace, Margaret va hacia la puerta de acceso al vestíbulo y se oye que hace pasar a la señora Hillmam y cambia salu­dos con ella, mientras le ayuda a despojarse de su abrigo y demás prendas. Elsa le grita:) Hola, Extraña.
Lucy (con vivacidad algo forzada).– Tienes razón. ¡Re­gáñame apenas pongo el pie en tu casa! Sé que me lo merezco. (Elsa va a la puerta y la recibe, besándola afec­tuosamente. Lucy Hillman es, poco más o menos, de la misma edad que Elsa. Sigue siendo una mujer muy atra-yente, pero, en contraste con ésta, se le nota la edad a pesar del denso maquillaje. Sus ojos están circuidos por ojeras y su pequeña boca, carnosa y algo débil, se baila contraída por líneas sarcásticas en las comisuras. Viste lujo­samente, con una indumentaria demasiado juvenil y de estilo exagerado. Responde al saludo de Elsa, nerviosa­mente cohibida.) Hola, Elsa.
Elsa.– ¡Linda amiga! Hace meses que no me visitas. Desde que fui a Boston, en febrero. (Se sienta en el sofá y hace sentar a Lucy a su lado.)
Lucy.– Lo sé. Imploro humildemente tu perdón.
Elsa.– Te telefoneé una docena de veces, pero nunca estabas en casa. ¿O encargaste que me dijeran eso? Ya he perdido por completo mi confianza en ti.
Lucy.– Claro que había salido. ¿Cómo crees...?
Elsa (riendo, la abraza).– ¿No habrás creído que te lo dije en serio? Sé que no obrarías así conmigo, después de tantos años.
Lucy.– Claro que no.
Elsa.– Pero me extrañó un poco que nos olvidaras por completo. Y lo mismo pensó John.
Lucy (precipitadamente).– Si supieras todos los estú­pidos compromisos que se le acumulan a una... y todas las absurdas fiestas a que me lleva Walter... (Cambiando repentinamente de tema.) ¿Me permites un cigarrillo? (Saca una de la caja de la mesita y lo enciende.) ¿No te sirves?
Elsa.– Ahora, no. (Mira a Lucy con aire perplejo. Lucy rehuye su mirada, golpeando nerviosamente su ciga­rrillo contra el cenicero. Elsa pregunta:) ¿Cómo están tus hijos?
Lucy.– Oh, bien, gracias. Por lo menos así lo creo, dentro de lo que me permite juzgar la poca frecuencia con que los veo. (En sus últimas palabras, aparece un dejo de amargura. Vuelve a cambiar precipitadamente de tema.) Pero habíame de ti. ¿Qué has estado haciendo últimamente?
Elsa.– Oh, la misma tranquila rutina. He ido a un concierto de vez en cuando, he estado leyendo mucho, cuidando la casa, cuidando a John.
Lucy.– El viejo matrimonio perfecto que nos ha asom­brado a todos... ¿eh? (Volviendo a cambiar de tema.) ¿A qué hora vuelve habitualmente John? No quiero en­contrarme con él.
Elsa.– Oh, tardará todavía una hora, poco más o menos. (Sonriendo.) Pero... ¿por qué? ¿Qué tienes con­tra John?
Lucy (sonriendo, con extraña afectación).– Nada... más que yo misma. (Precipitadamente.) Quiero decir... que me mires. Estoy hecha un adefesio. Últimamente, he tenido unos insomnios espantosos. Y soy lo bastante vani­dosa para no querer que ningún hombre contemple esta ruina en que me he convertido hasta que me haya mejo­rado con un baño y unos cócteles.
Elsa.– ¡Tonterías...! Tienes un aspecto espléndido.
Lucy (secamente).– ¡Gracias, mentirosa! (Con una mirada de soslayo que revela franca envidia y sin poder ocultar su resentimiento.) Sobre todo, no quiero exhibirme a tu lado. El contraste es demasiado evidente.
Elsa.– Pero si soy yo la que está hecha un adefesio y no tú. Me estoy reponiendo de una gripe.
Lucy.– Eso no influye... en el sentido a que me refiero. (Con aire puro e impertinente.) Perdóname si me abandono a desahogos melancólicos. Me estoy convirtien­do en una tonta lloriqueante. Es algo lamentable y fasti­dioso. (Enciende otro cigarrillo. En su mano se advierte un temblor nervioso.)
Elsa.– ¿Qué te pasa, Lucy? Dímelo.
Lucy (rígida, a la defensiva).– ¿A qué te refieres?
Elsa.– Quiero saber qué te desasosiega. Vamos, no trates de negarlo. Te conozco desde hace demasiado tiem­po. Cuando entraste, ya adiviné que te preocupaba algo y que tratabas de ocultarlo.
Lucy.– No sé cómo se te ha ocurrido eso. (Con lo­cuacidad, a la defensiva.) Oh, vamos, Elsa. ¡Déjate de in­dagaciones psíquicas!
Elsa.– Perfectamente. Perdóname por haber tratado de sondearte. Pero tú misma me creaste esa mala costum­bre al contarme siempre tus penas. Sólo pensé que podía ayudarte en algo.
Lucy.– ¡Tú! (Ríe, con una risita diera y sardónica.)
Elsa (herida).– Antaño, pensabas que podía ayudarte.
Lucy.– "Antaño, hace muchísimo tiempo..." (Re­pentinamente, con arrepentida vergüenza.) Perdóname, Elsa. He hecho mal en mostrarme tan impertinente. Siem­pre fuiste la más maravillosa de las amigas. ¡Y soy una mujerzuela tan desagradecida!
Elsa.– ¡Lucy! No debes decir eso.
Lucy (prosigue, fingiendo franqueza).– Pero, para serte sincera, esta vez te equivocas. No me pasa nada, salvo lo que les pasa a todos, por lo visto, las estúpidas vidas que llevamos... y, desde luego, las inquietudes económi­cas usuales. De modo que, por favor, no pienses en mis preocupaciones.
Elsa.– Perfectamente, querida. (Después de una breve pausa, con aire negligente.) ¿Cómo está "Walter ahora?
Lucy (con forzada sonrisa).– ¡Creí que no hablaría­mos de mis preocupaciones! Oh, Walter es... Walter. Ya lo conoces, Elsa. ¿Por qué me lo preguntas? Pero... ¿acaso se puede conocer a alguien? ¡Que me condenen si se puede saber cómo es en realidad la gente! Tú te las compones, no sé cómo, para vivir en un mundo per­dido donde los seres humanos son aún decentes y hono­rables. No sé cómo lo haces. Si hubieses sido siempre una ingenua, protegida de todo contacto desagradable... ¡Pero tu primer matrimonio debió arrojarte a la cara casi todas las inmundicias que un hombre puede ser... y eso, ya es mucho decir! ¡Y sin embargo, hete aquí sen­tada, serena y hermosa y sin cicatrices...!
Elsa (con calma).– Tengo mis cicatrices. Pero las heridas están curadas... totalmente curadas. Lo ha lo­grado el amor de John por mí.
Lucy.– Sí... Claro. (Como si no pudiera dominarse, en un arranque.) ¡Oh, tú y tu John! Tu marido te sirve de respuesta para todo.
Elsa (sonriendo).– Y lo es, para mí.
Lucy.– ¿De modo que sigues tan enamorada de él como cuando te casaste?
Elsa.– Oh, mucho más. Porque ahora es mi hijo y mi padre, así como mi marido y...
Lucy.–Tu amante. Dílo. ¡Qué increíblemente victo riana sueles ser! ¿No sabes que es eso lo que discutimos hoy todas las casadas? Pero tienes suerte. Por lo general, los hombres sobre quienes discutimos no son buenos ma­ridos y ni siquiera son buenos amantes. Pero la esperanza es lo último que se pierde. ¡Seguimos confiando y haciendo experimentos!
Elsa (con repulsión).– No hables así. Eso me repugna. Sé que no lo dices en serio.
Lucy (la mira con resentimiento, le vuelve la espalda, tiende la mano hacia otro cigarrillo y dice, secamente:).– Oh, estás segurísima de eso... ¿verdad?
Elsa (con dulzura).– Lucy... ¿A qué se debe esa amargura? La he visto crecer en ti durante estos últimos años, pero ahora te ha dominado por completo. Yo... Francamente, casi no te reconozco. Has cambiado tanto...
Lucy (precipitadamente).– Oh, en estos últimos tiem­pos no me ha pasado nada. No debes creer eso. (Desaho­gándose, con creciente amargura.) ¡Lo que pasa, simple­mente, es que me asquean mi vida, las mentiras y las imposturas, el matrimonio y la maternidad, yo misma! ¡Más que nada, me siento asqueada de mí misma, porque me dejo humillar por las públicas aventuras de Walter con todas las mujerzuelas que encuentra! ¡Y estoy cansada de fingir que eso no me importa, cansada de que me importe íntimamente, cansada de fingir ante mí misma que debo seguir tolerándolo por los niños, y que ellos me lo compensan todo, cuando no hay tal ni mucho menos!
Elsa (con indignación).– ¿Cómo puede ser tan ca­nalla Walter?
Lucy (mirando de soslayo a Elsa, con aire casi venga­tivo).– Oh, no es peor que muchos otros. Por lo menos, no miente.
Elsa.– Pero, por amor de Dios... ¿Por qué toleras eso? ¿Por qué no lo abandonas?
Lucy.– Oh, no te muestres tan altanera y desdeñosa, Elsa. Apuesto a que no lo serías... (Se interrumpe, brus­camente.)
Elsa.– ¿Qué quieres decir? Sabes perfectamente que abandoné a mi primer marido apenas descubrí...
Lucy (precipitadamente).– Lo sé. No quise... ¿Por qué no abandono a Walter, dices? Será porque estoy dema­siado agotada para tener el coraje necesario. Y, por lo demás, ya lo intenté. La primera vez que descubrí una infidelidad suya, obré correctamente y me fui a casa. Me proponía decirle a papá que mi papel como esposa de Walter se había acabado. Pero papá estaba ausente. Hablé con mamá, y tuve un desfallecimiento y se lo dije. Lo tomó muy filosóficamente... dijo que yo era una tonta al esperar demasiado, que los hombres eran así, que hasta mi padre había... (Tiene un escalofrío de aversión.) Esto, en cierto modo, me abrumó. De modo que volví a Walter y mi marido ignora aún que lo abandoné.
Elsa.– ¡Cuánto lamento todo eso, Lucy!
Lucy (con su cruel cinismo habitual).– Nada de pie­dad, por favor. Después de todo, la situación tiene sus compensaciones. Walter ha tratado noblemente de mos­trarse justo. Ha dicho que yo podía tener la misma liber­tad para entregarme a cualquier capricho sexual.
Elsa.– ¡Qué estúpido!
Lucy (con amargura).– Oh... En realidad, no lo dijo en serio... ¿comprendes? Su vanidad no podía ad­mitir que yo sintiera el menor deseo por otro hombre. Sólo fue una actitud tonta de su parte, y se sintió a salvo al hacerlo porque estaba segurísimo de mí... ¡porque sabe, maldito sea, que a pesar de todo lo que ha hecho por matar mi amor, en mí sigue subsistiendo algo cobar­demente esclavo que se remonta a la felicidad de nuestros primeros días de casados, algo que aún... lo ama! (Parece que va a desfallecer, pero se domina y tiene un arranque vengativo, y una horrible satisfacción ilumina su rostro.) Pero le advertí que se arrepentiría si seguía humillándome con demasiada frecuencia... ¡y lo hizo!
Elsa (escandalizada).– ¿Quieres insinuar que tú...?
Lucy (en cuya voz reaparece el mismo acento imper­tinente).– Sí, tuve un pequeño y efímero adulterio. Y debo decirte que, como sustituto del amor y aun de una diversión agradable, se exageran mucho sus méritos. (Con una risita.) ¡Qué escandalizada estás! ¿Me expulsarás de tu virtuoso hogar?
Elsa.– ¡Lucy! ¡No hables así! Lo que pasa, simple­mente, es que no puedo creer que... Nada de eso es propio de ti. Es eso lo que te hace tan... Pero, por favor, No creas que te condeno. Sabes cómo te quiero, ¿verdad?
Lucy (la contempla absorta, con extraño pánico).– ¡No digas eso, por amor de Dios! ¡No quiero que me quieras! ¡Preferiría que me odiaras! (Pero Elsa la atrae hacia sí y finalmente Lucy desfallece, sollozando, con el rostro oculto contra el hombro de Elsa.)
Elsa.– Vamos, vamos. No debes llorar, querida. (Cuando Lucy se calma un poco, le dice con dulzura:) No creas que no te comprendo. Sentí exactamente lo mismo cuando descubrí la infidelidad de Ned Howell. Aunque ya aquello no me importaba y nuestro matrimo­nio había sido siempre desdichado, el descubrimiento me hirió tanto en mi amor propio que quise vengarme y tomar por amante al primer hombre que encontrara.
Lucy (la mira, asombrada).– ¿Hiciste eso? ¿Nunca creí...
Elsa.– Lo que me salvó de cometer una estupidez, fue la fe de que, en alguna parte, me esperaba el hombre a quien podría amar realmente. Sentí que mi respeto por él y por mí misma me obligaba a no deformarme deliberadamente por amor propio herido y por despecho.
Lucy (con triste amargura).– Aciertas al usar la pa­labra deformar. Fue eso lo que sentí siempre, desde en­tonces. ¡Algo vulgar! ¡Algo feo! Como si me hubiera deformado deliberadamente a mí misma. Y no sólo a mí misma... sino también al hombre...ya otros a quienes no habría lastimado por nada del mundo... de haber estado en mi sano juicio. ¡Pero no lo estaba! Com­prendes que no lo estaba... ¿verdad, Elsa? ¡Tú debes comprenderlo! ¡Más que nadie!
Elsa.– Sí, querida. Claro que sí.
Lucy.– Tengo que contarte cómo sucedió aquello... para que comprendas. Fue en una de las fiestas de Walter. Ya conoces a la pandilla seudobohemia de que gusta ro­dearse mi marido. Aquella gente estaba allí con toda su vulgaridad, con todas sus lenguas ponzoñosas, envidiosas, burlándose de todo lo que tenía una dignidad humana decorosa y mérito. Oh, había allí unos pocos más, tam­bién... gente de los nuestros... y aquel hombre era uno de ellos. Walter estaba borracho y acariciaba a su última hembra, y ella lo convenció de que la acompañara a su casa. Todos me miraban para cerciorarse de cómo acoge­ría yo aquello. Yo sentía deseos de matarlos a ambos, pero me limité a reír y bebí un poco más. Pero sufría de un modo infernal y me juré darle una lección a Walter... Y escogí a aquel hombre... ¡sí, delibera­damente! ¡Todo aquello fue deliberado y demencial! Y fui yo quien tuvo que hacer toda la obra de seduc­ción... porque era un hombre completamente feliz. Yo lo sabía, pero estaba enloquecida. Su felicidad me enfu­recía... sufría al pensar que él hacía felices a otros se­res. ¡Quise arrebatarle su felicidad y matarla, como habían matado la mía!
Elsa.– ¡Lucy!
Lucy (con dura risa).– Te dije que sufría espantosa­mente... ¿verdad? ¡Y cuando una está en el infierno, se convierte en un ser semejante a todos los demás! (Prosiguiendo presurosamente su relato.) Lo hice entrar en mi alcoba con no sé qué pretexto. Y me apartó, como si estuviese asqueado de sí mismo y de mí. Pero no quise dejarlo ir. Y ahora viene lo más extraño del asunto. Re­pentinamente, no sé cómo explicarlo —me creerás loca o te parecerá extraño—, se me antojó que él ya no estaba allí. Era otro hombre, un extraño de ojos siniestros e impresionantes. Parecía mirar a través de mí a otra y por un momento creí ver algún sitio oculto de su espíritu, donde había algo tan maligno y vengativo como yo. Aquello me asustó y fascinó... y me atrajo, también. ¡Era lo más terrible del asunto! (Con risa forzada.) Su­pongo que todo esto te parecerá demasiado absurdo. Bueno. Quizá fuese el efecto del whisky. Yo había bebido bas­tante. (Tiende la mano para tomar un cigarrillo y dice, volviendo a su cruel impertinencia:) Y luego, se produjo mi pequeña zambullida en el adulterio.
Elsa (con un escalofrío de repulsión).– ¡Oh!
Lucy.– Pero... ¡qué aburrido debe ser eso para ti! ¿Para qué te lo habré contado? Era lo que menos desea­ba... (Se vuelve hacia ella, con un destello de resentida vengatividad.) Me hace parecer peor de lo que supo­nías, ¿verdad? Pero supongamos que John te fuese infiel...
Elsa (sobresaltada y con temor).– ¡No digas eso! (indignada) ¡Lucy! No quiero que digas eso, ni aun...
Lucy.– Sólo te pido que lo supongas...
Elsa.– ¡No puedo! ¡No quiero hacerlo! ¡Y no te dejaré suponerlo! ¡Es demasiado!... (Dominándose, con forzada sonrisa.) Pero soy más tonta que tú al irritarme. Simplemente, tú no conoces a John. Eso es todo. No sabes hasta qué punto es en el fondo un anticuado idealista romántico, en todo lo relativo al amor y al matrimonio. ¡Y es una suerte que lo sea! Te reirás de mí, pero sé que nunca tuvo una aventura antes de conocerme.
Lucy.– ¡Oh, vamos, Elsa! ¡Eso es demasiado!
Elsa.– ¡Por favor, no me creas una tonta ingenua! Fui tan cínica con respecto a los hombres en aquellos tiempos como lo eres tú ahora. Yo no hubiera creído eso de otro hombre, pero en el caso de John me sentí abso­lutamente segura de que él era así.
Lucy.– Lo amabas y querías creer.
Elsa.– No. Aun antes de amarlo adiviné que era así. Más que nada, lo amaba por eso: porque sentía que sería mío, sólo mío, que no me vería obligada a compartirlo con el pasado. Si pudieras comprender todo lo que ello significaba para mí... sobre todo en esa época, cuando estaba asqueada y herida aún por mi primer matrimonio...
Lucy.– Bueno, todo eso está muy bien, pero no me prueba cómo puedes estar tan segura de que, desde en­tonces, nunca...
Elsa (orgullosamente).– Sé que John me ama. Sé que sabe lo mucho que lo amo. Sabe el mal que me causaría eso. Mataría para siempre mi fe en la vida... ¡toda la verdad, toda la belleza, todo el amor! ¡Yo no querría ya amar!
Lucy.– No debieras abandonarte tan totalmente a merced de ningún hombre... ni siquiera de John.
Elsa.– No lo temo. (Sonríe.) Lo malo es que tú, vieja cínica, no puedes admitir que nuestro matrimonio es un verdadero matrimonio ideal. Pero lo es... y ha sido ex­clusivamente obra de John, no mía.
Lucy.– ¿Su obra?
Elsa.– Sí. Cuando lo conocí, yo creía haber termi­nado con el matrimonio para siempre. Hasta cuando me enamoré de él, no quería casarme. Temía el matrimonio. Le propuse con toda franqueza que, simplemente, vivié­ramos juntos y que cada uno de nosotros conservara una absoluta libertad de acción. (Ríe.) ¡Oh, fui completa­mente ultramoderna! Y aquello escandalizó de un modo horrible al pobre John... a pesar de todas sus ideas extremas. ¡Estoy segura de que poco faltó para que yo lo desilusionara para siempre! Desdeñó severamente mi ofer­ta. Me presentó diversos argumentos. ¡Cómo argüyó! ¡Como un misionero al convertir a un pagano! Dijo que detestaba al matrimonio corriente tanto como yo, pero que, en el fondo, el ideal del matrimonio era hermoso y él sabía que nosotros podríamos realizarlo.
Lucy.– ¡Ah, sí, el ideal! ¡Ya he oído hablar de eso, en otros tiempos!
Elsa.– Me dijo que, por más desastrosos y falsos que fueran todos los matrimonios del mundo, nuestro amor podía convertir el nuestro en un verdadero sacramento —"sacramento", esa fue la palabra que usó—, un sacra­mento de fe en que cada uno de nosotros hallaría la más completa expresión de sí mismo, al hacer de nuestra unión algo bello. (Sonríe afectuosamente.) Como comprenderás, todo esto era lo que yo anhelaba oírle decir al hombre que amaba sobre la hondura espiritual de su amor por mí... lo que sueña con oírle decir a su amante cada mujer, me parece.
Lucy (nerviosa, mecánicamente).– Sí. Lo sé.
Elsa.– Y, desde luego, aquello arrasó con mi mez­quino egoísmo moderno. Al principio, no pude creer que John hablara en serio, pero cuando me convencí, aquello me abrumó. (Sonríe y agrega, con tranquilo orgullo:) Y creo que, desde entonces, ambos vivimos a la altura de ese ideal. Confío en que yo lo conseguí. Sé que John lo ha logrado. El ideal fue una creación suya... ¿com­prendes?
Lucy.– Claro que John lo ha logrado. Naturalmente.
Elsa.– Y nuestro matrimonio no ha significado para nosotros esclavitud o hastío, sino libertad y armonía ín­tima... y felicidad. De modo que ambos debemos haber sido leales a él. La felicidad es la prueba... ¿verdad?
Lucy (profundamente conmovida, sin mirar a Elsa, le toma la mano, se la oprime y dice con voz ronca).– Claro que sí. Por favor, olvida las tonterías que acabo de decirte. Sólo intentaba rebajarte a mi nivel. Todos sabemos cuan maravillosamente felices sois John y tú. Pero recuerda que el mundo está lleno de malévolos em­busteros que harían cualquier cosa con tal de estropear la felicidad de ustedes y de rebajarlos a su nivel... y eso era lo que yo estaba haciendo. De modo que no escuches... Pero, naturalmente, tú no escucharás esas cosas... ¿ver­dad? Tú tienes fe. (Se vuelve y la besa, impulsivamente.) Que Dios te bendiga... ¡y proteja tu felicidad!
Elsa.– Gracias, Lucy. Eres muy buena. (Perpleja.) Pero... ¿por qué temes que alguien...?
Lucy (levantándose de un salto).– Sólo es mi morbo­sidad. Me han acusado de tantas cosas malas que no hice, que eso debe haberme desanimado. (Bruscamente.) Ahora, tengo que marcharme a toda prisa, Elsa... Tengo que volver a casa y ponerme mi armadura para otra de las fiestas de Walter. Una vida alegre. Mi única esperanza es que Walter se quede pronto sin un solo centavo y nadie nos visite ya, fuera de nuestros amigos olvidados. (Con amarga risita se dispone a marcharse, pasando- a izquierda del sofá; luego, al oír que se abre una puerta en el vestíbulo, dice nerviosamente:) ¿No viene al­guien ...?
Elsa.– Debe ser John. (Da la vuelta, por la derecha del sofá y va hacia el umbral.)
John (llamando desde el vestíbulo).– Hola.
Elsa (sale y al encontrarse con él cuando John aparece en el vestíbulo junto al vano de la puerta, lo besa).– Hola, querido. Llegas temprano. ¡Cuánto me alegro!
John.– Pensé que, como le había dicho a tío que viniera temprano, me convenía... (La besa.) ¿Cómo te sientes, querida? Tu aspecto es mucho mejor.
Elsa.– Oh... Muy bien, John. (Lucy se ha quedado de pie a la izquierda del sofá, rígida y tensa, con el aire de quien está acorralado y cobra fuerzas para una dura prueba. Elsa y John entran, tomados de la cintura. Cuando lo hacen, Lucy recobra su serenidad y saluda a John.)
Lucy.– Hola, John.
John (acercándose a ella, con la más cordial e impa­sible de las sonrisas.) ¡Hola, Lucy! Ya me parecía ha­ber oído una voz familiar al entrar. (Se dan la mano.) Una grata sorpresa. Hace mucho tiempo que no teníamos este placer. (Elsa se ha adelantado detrás de él. La figura del enmascarado Loving aparece en el umbral. Durante las frases siguientes avanza silenciosamente hacia la esqui­na de la larga mesa que está delante de la ventana, a derecha primer término, y se queda allí, sin mirarlos, de cara al público, con el mismo aire frío y absorto. La expre­sión de su rostro enmascarado parece más que nunca sar­dónica y siniestra.)
Lucy.– ¡Vamos, no empecemos con ese tema! Elsa me ha vapuleado ya de lo lindo.
Elsa (riendo).– Y Lucy se ha arrepentido y está per­donada.
John.– Oh... Entonces, está muy bien.
Lucy (nerviosamente).– Ya me iba. Lamento tener que marcharme tan pronto, John.
Elsa.–Oh, ahora no puedes irte. John creerá que te ha echado.
Lucy.– No, de veras, Elsa. Yo...
Elsa.– Es necesario que le hagas compañía a John durante unos minutos. Porque yo tengo que ir a la cocina. Confío en Emmy en las ocasiones usuales, pero cuando viene a cenar un tío perdido durante tantos años, con­viene un poco de vigilancia personal. (Se dirige al come­dor, a la izquierda.)
Lucy (con una nota de desesperación en la voz.) — Bueno... Pero sólo puedo quedarme un momento.
Elsa.– Volveré inmediatamente. (Se va por la puerta del comedor. Apenas se ha ido, la cordial sonrisa de John se esfuma y en su semblante aparece una expresión tensa y acosada. Está parado detrás del extremo derecho del sofá y Lucy detrás del extremo izquierdo. En la pausa durante la cual esperan que Elsa se aleje, Loving se des­plaza silenciosamente hasta pararse detrás de John, pero un paso más a foro, mirando en parte hacia él y en parte hacia el frente.)
John (bajando la voz, precipitadamente).– Supongo que habrás tenido cuidado y no habrás dicho nada que...
Lucy.– ¿Que pudiera delatarte? Claro que no. Y aunque hubiese sido lo bastante perversa para decírselo, Elsa no me habría creído. ¡Su fe en ti es tan conmovedora!
John (con un sobresalto).– ¡No digas eso!
Lucy.– No. No corres el menor peligro. Sólo debo advertirte una cosa. En realidad, se trata de una bagatela, pero...
John.– ¿Qué?
Lucy.– Walter se lo ha estado diciendo a la gente. Tiene que mantener su actitud de cordial comprensión... ¿comprendes?
John.– Pero... ¿cómo lo sabe?
Lucy.– ¡No te muestres tan consternado! No sabe... quién fue. Y ni siquiera se le ocurriría sospechar de ti.
John.–Pero... ¿cómo sabe que lo hiciste?
Lucy (vacila y luego le dice, con tono desafiante).– Yo se lo dije.
John.– ¿Tú? Pero... ¿por qué, en nombre de Dios? Ya lo sé. ¡No pudiste resistir a la tentación... de verlo retorcerse!
Lucy (picada).– Precisamente, John. ¿Acaso ignoras que sólo lo hice por eso? ¡Siempre que quieras saber la verdad!
John.– ¡Santo Dios! ¿Crees que no lo advierto? ¿Supones que no sé que sólo fue una venganza tuya?
Lucy.– ¿Y de quién te vengabas tú? Seamos francos.
Loving (con siniestra burla).– ¡Quién sabe! Del amor, quizá. ¡Tal vez, en el fondo de mi alma, yo odie el amor!
Lucy (contempla a John con asustada perplejidad).– Ahora, pareces el... ¡el hombre de aquella noche!
John (turbado).– ¿Yo? Aquel hombre no era yo. (Enojado.) ¿Qué quieres decir cuando afirmas que me estaba vengando? ¿Por qué habría yo de vengarme de ella?
Lucy.– No lo sé, John. Eso lo sabrá tu conciencia. Bastante tengo ya con la mía, a Dios gracias. Tu actitud me molesta. (Con impertinente sarcasmo.) Difícilmente podría considerársela propia de un amante... ¿verdad?
John (con disgusto).– ¡Un amante!
Lucy.– Oh, ya sé. Siento lo mismo. Pero... ¿por qué me odias? ¿Por qué no te odias a tí mismo?
John.– ¡Como si no me odiara! ¡Dios mío! ¡Si su­pieras! (Con amargura.) ¿Y hasta cuándo crees poder resistir a la tentación de decirle a Walter que fui yo, su viejo amigo... para verlo retorcerse un poco más?
Lucy.– ¡John!
John.– Y Walter tendrá que decírselo a todos, tam­bién... ¡para justificar su actitud! Y entonces...
Lucy.– ¡John! Sabes que yo no lo haría aunque te odiara como pareces odiarme a mí. No lo haría por Elsa. ¡Oh, ya sé que me crees una falsa, pero quiero a Elsa! (Con voz desgarrada.) ¡Oh, qué infamia es todo esto! ¡Qué estúpidos fuimos!
John (sombrío).– Sí. (Con amargura, nuevamente.) Lamento no poder confiar en ti, Lucy. Puedo hacerlo cuando eres la de siempre. Pero cuando estás ebria... pre­veo cómo terminará eso. ¡Tendré que decírselo yo mismo a Elsa para salvarla de la humillación de saberlo a tra­vés de sucias habladurías!
Lucy.– ¡John! ¡Oh, te ruego que no seas tan tonto! ¡Por favor!
John.– ¿Crees que ella no me perdonaría?
Lucy.– Pienso en el mal que le causaría a Elsa. ¿No comprendes...?
John (con tono de advertencia, al oír que se abre la puerta de la alacena).– ¡Ssst! (Rápidamente, alzando la voz para dar la impresión de la conversación corriente.) Tío es un hombre magnífico. Valdría la pena de que lo conociera. Le gustaría.
Lucy.– No lo dudo. (Luego, cuando Elsa viene del comedor.) Bueno, ya has vuelto. Tengo que escaparme. (Le tiende la mano a John.) Adiós, John. Cuide mucho a Elsa.
John.– Adiós, Lucy. (Elsa le rodea el talle a Lucy y ambas van hacia la puerta del vestíbulo.)
Elsa.– Te traeré tus cosas. (Sale al vestíbulo. Apenas se han marchado, John se vuelve y camina alrededor del sofá, se sienta en él y se queda absorto, con ojos acosados. Lcwmg se le acerca hasta colocarse detrás de él, se inclina y murmura burlonamente.)
Loving.– ¡Te advertí que el cerco se estaba cerran­do! Más vale que te decidas a narrar el resto de tu novela esta noche... ¡mientras hay tiempo, aún!
John (con voz tensa).– Sí. Debo hacerlo.
Loving.– Pero antes debes decidir cuál será el fin de tu protagonista. (Con risita sardónica.) ¡Qué curioso! ¡Cuando pienso en los difíciles problemas que ha provo­cado tu pequeña zambullida en la literatura!... ¡Unos problemas que exigen respuesta definitiva! (Ríe nueva­mente. Luego se vuelve hacia el umbral citando Elsa re­gresa a la habitación. Sus ojos están fijos en ella cuando Elsa se adelanta, acercándose silenciosamente hasta el ex­tremo derecho del sofá. John no la ve venir. Loving se queda de pie a derecha, foro, de John.)
Elsa.– Apostaría a que estás pensando en bagatelas, John. (El se sobresalta. Elsa se sienta a su lado y dice con una sonrisa:) ¿Te asusté?
John (con forzada sonrisa).– No sé qué me pasa. Por lo visto, últimamente tengo sobresaltos nerviosos. (Con displicencia.) Te alegró volver a ver a Lucy... ¿verdad?
Elsa.– Sí... Naturalmente. Sólo que está tan cam­biada... ¡Pobrecita!
John.– ¿Por qué pobrecita? Ah... ¿Te refieres a las cabriolas de Walter?
Elsa.– ¿De modo que lo sabes?
John.– ¿Quién no lo sabe? "Walter se está exhibiendo en público como un asno todo lo posible. Pero no hable­mos de él. ¿Qué opinas del gran acontecimiento del día? Me refiero a la imprevista llegada de tío.
Elsa.– Eso debió ser una sorpresa para ti. Me muero por conocerlo. Me alegro de que pueda venir esta noche.
John.– Yo, también. (Como si se hubiese agotado la conversación, guarda silencio, un silencio lleno de ma­lestar. Elsa lo mira, inquieta. Luego, se acurruca contra él.)
Elsa (tiernamente.).– ¿Me quieres todavía?
John (la toma en sus brazos y la besa, y dice, con intensa pasión).– ¡Bien lo sabes! ¡Tu amor es lo único que me importa! Lo sabes... ¿verdad?
Elsa.– Sí, querido.
John (rehuyendo sus ojos, ahora).– ¿Y me amarás siempre... por más estúpido e indigno que sea de tu amor?
Elsa.– ¡Sss! No debes decir esas cosas. Eso no es cierto. (Sonriendo, burlona.) Bueno. Si me quieres tanto, dame una prueba diciéndomelo.
John (dominando un sobresalto).– ¿Diciéndote qué?
Elsa.– Vamos, no finjas. Sé que algo te preocupa desde hace varias semanas... desde que volví de Boston.
John.– No, Elsa. Palabra.
Elsa.– Es algo que me ocultas porque temes inquie­tarme. De modo que tanto da que lo confieses.
John (forzando una sonrisa).– ¿Que lo confiese? ¿Y me prometes... perdonar?
Elsa.– ¿Perdonarte el que no hayas querido inquie­tarme? ¡Tonto!
John (precipitadamente).– No, sólo lo decía por broma. No hay nada.
Elsa.– ¡Vamos! Pero creo que adivino. Son los ne­gocios... ¿verdad?
John (aferrándose a esto).– Te diré... Bueno, sí, ya que tienes que saberlo.
Elsa.– ¿Y temías que eso me disgustaría? Oh, John. A veces eres tan niño que merecerías una paliza. ¿Crees que me he vuelto una pobre muñeca desamparada?
John.– No, pero...
Elsa.– ¡Y eso, sólo porque me mimaste tanto du­rante todos estos años! Pero recuerda que apenas si tenía­mos lo suficiente para vivir cuando nos casamos... y no me sentía tan desdichada entonces... ¿verdad? Y por pobres que seamos... ¿crees que me importaría eso con tal de tenerte a ti?
John (balbucea, lastimero).– ¡Querida! Me... aver­güenzas tanto! ¡Dios mío, no puedo decírtelo!
Elsa (besándolo).– Pero, querido... ¡Si eso no es nada! Y ahora... ¿me prometes que lo olvidarás y no te inquietarás más?
John.– Sí.
Elsa.– ¡Bueno! Hablemos de otra cosa. Díme... ¿Has seguido trabajando en tu trama para una novela?
John.– Sí. La... la tengo casi totalmente planeada.
Elsa (alentadora).– Espléndido. Ocúpate de eso y ol­vida tus tontas preocupaciones. Pero... ¿cuándo me la contarás?
John.–La verdad es que le conté a tío la primera parte y que reveló curiosidad, también. De modo que lo amenacé con narrarles la trama del resto esta noche.
Elsa.– Oh, perfecto. (Ríe.) Y confieso que eso me ayudará mucho como dueña de casa. Es probable que me sienta un poco nerviosa al agasajar por primera vez a un tío sacerdote a quien no conozco.
John.– Oh... A los pocos instantes, te parecerá un viejo amigo.
Elsa.– Tus palabras son alentadoras. Pero tendrás que contarnos tu argumento, de todos modos. (Se levanta.) La hora se acerca. Más vale que suba a vestirme. (Da la vuelta alrededor del sofá y va hacia la puerta del vestíbulo.) ¿Subirás a tu gabinete por un rato?
John.– Sí, dentro de un momento. Quiero trabajar un poco más en mi trama. El final no está bosquejado claramente, aún.
Loving.– ¡Es decir, el final de mi protagonista!
Elsa (sonriéndole a John, con aire alentador).– ¡En­tonces, dedícate a eso sin falta, para no tener ninguna excusa! (Se va. Apenas se ha ido, la expresión fisonómica de John cambia y se vuelve nuevamente tensa y acosada. Loving sigue de pie detrás de él, mirándolo con ojos fríos y desdeñosos. Pausa.)
John (repentinamente, el rostro saturado de la más amarga repugnancia por sí mismo).– ¡Cerdo asqueroso!
Loving (sardónicamente).– Sí, inepto para vivir. Com­pletamente inepto para la vida, a mi parecer. Pero siem­pre está la muerte para llevarse nuestros pecados... ¡el dormir, no perturbado por el traicionero sueño del Amor! (Con risa grave y siniestra.) Es simplemente un recuerdo consolador... ¡por si has olvidado! (John escucha fasci­nado, como si hablara una voz interior. Luego, él terror ilumina su semblante y se estremece.)
John (atormentado).– ¡Por Dios! ¡Déjame en paz!

TELÓN
ACTO TERCERO

ESCENA I
Escenario: Nuevamente la sala. Acaba de terminar la cena. El padre Baird está sentado en la silla de la iz­quierda, primer término, Elsa en el sofá, John a su lado a la izquierda, el enmascarado Loving a foro derecha de John, en la silla que está junto al extremo de la mesa, delante de la ventana. John y Loving visten trajes de noche de corte idéntico. Elsa, un vestido blanco de líneas muy sencillas. El padre Baird, igual que en el primer acto.

Margaret sirve el café. Se va por la puerta del comedor.

John (rodeando traviesamente el talle de Elsa).– Bue­no... Ahora que la conoces, tío... ¿qué opinas de ella? ¿Verdad que mis cartas tenían razón?
Baird (galantemente).– Eran demasiado inexpresivas. ¡No le hacían ni la mitad de la justicia que se merecía!
Elsa.– Gracias, padre. Es usted muy amable.
John.– ¡Ah! ¡Te dije, tío, que sobre ese tema esta­ríamos de acuerdo! (A Elsa, con tono tiernamente regañón.) Pero tengo que ajustarle las cuentas, señora mía. Usted apenas si cenó... ¿sabe?
Elsa.– Sí que cené, querido.
John.– Sólo aparentaste cenar. Te observé. Esa no es manera de recobrar las fuerzas.
Baird.– Sí, hay que comer todo lo posible cuando uno se está reponiendo de una gripe.
John (inquieto, tomándole la mano a Elsa).– ¿De veras que no tienes frío? ¿Quieres que te ponga algo sobre los hombros?
Elsa.– No, querido. Gracias.
John.– Recuerda que el día es desapacible, frío y lluvioso, y que hasta hay que extremar las precauciones en el interior de la casa.
Elsa.– Oh, me siento muy bien ahora, John. Por favor, no te inquietes por mí.
John.– Bueno... No te fatigues... ¿me oyes? Si te sientes agotada, mándanos simplemente a mi gabinete. Tío comprenderá. ¿Verdad, tío?
Baird.– Claro. Confío en que Elsa me considerará un miembro de la familia y no gastará ceremonias conmigo.
Elsa.– Así es, padre. (Burlona.) Pero... ¿sabe cuál debe ser la causa de toda esta preocupación de John? Simplemente, busca un pretexto para librarse de contarnos el resto de su novela. Pero no le permitiremos que se salga con la suya... ¿verdad?
Baird.– Claro que no.
Elsa.– La primera parte es tan poco usual y tan in­teresante... ¿No le parece, padre?
Baird (sosegadamente).– Sí. Trágica y reveladora, para mí.
Elsa.– Ya lo ves, John. Es inútil. Nosotros, simple­mente, vamos a insistir.
Loving (fríamente burlón).– ¿Están seguros... de que insisten?
Elsa.– Claro que sí. De modo que empieza de una vez.
John (nerviosamente).– Pues bien... (Vacila y apu­ra de un trago el resto del café.)
Elsa (sonriendo).– Nunca te vi tan nervioso, John. Se diría que le vas a hablar a un auditorio de críticos literarios.
John (comienza, espasmódicamente).– Bueno... Pe­ro antes de empezar, quiero hacerles comprender algo. Mi trama, hasta la última parte, que es totalmente ima­ginaria, está tomada de la vida. Es la historia de un hom­bre que conocí.
Loving (burlón).– O creí conocer.
Elsa.– ¿Me permites que sea inquisitiva? ¿Lo cono­cí yo?
Loving (con una nota hostil y de rechazo en la voz).– No. Puedo jurarlo. Nunca lo conociste.
Elsa (tomada de sorpresa, mira a John con asombro y dice, con tono de excusa).– Lamento haberte interrum­pido con una pregunta tonta. Continúa, querido.
John (nerviosamente, con risa forzada).– Yo... Cues­ta trabajo empezar. (Se vuelve y tiende la mano hacia su café, olvidando que lo ha bebido... Luego, deja la tacita bruscamente y prosigue, con precipitación.) Bueno. Debes recordar que la primera parte concluyó cuando los padres del niño murieron.
Loving.– ¡Y él había negado todas sus viejas supers­ticiones!
John.– Bueno. Como te imaginarás, después de esas muertes, durante largo tiempo sufrió un conflicto íntimo terrible. Tenía accesos de terror, durante los cuales pen­saba que le había entregado realmente el alma a algún poder maligno. Sentía un ansia atormentada de orar y de pedir perdón. Le parecía que había abjurado del amor para siempre... y que estaba maldito. En esas oportuni­dades, sólo quería morir. En cierto momento, hasta tomó el revólver de su padre...
Loving (sarcásticamente).– Pero temió afrontar la muerte. Seguía siendo demasiado religioso para aceptar la única verdad hermosa y consoladora de la vida: que la muerte es la liberación final, la paz tibia y oscura del aniquilamiento.
Baird (apaciblemente).– No veo la belleza ni el con­suelo.
Loving.– A menudo, lamentaba no haber tenido el valor de morir entonces. Esto le habría ahorrado tanta estúpida cacería romántica de ilusiones sin sentido.
Elsa (inquieta).– Oh, John. No debes hablar así. Eso resulta tan amargo... y tan falso, en tus labios...
John (turbado).– Yo... Yo no quise... Olvidas que me limito a repetir lo que me dijo ese hombre. (Apresurándose.) Bueno. Finalmente, se acabó para él aquel período de sombría desesperación. Leyó toda clase de libros científicos. Terminó por ser ateo. Pero su experiencia le había dejado una cicatriz imborrable en el espíritu. En él, siempre quedaba algo que se sentía desahu­ciado por la vida, signado por la sospecha, maldecido por la incapacidad de lograr siquiera una confianza duradera en cualquier fe, condenado por el temor a la mentira agazapada detrás de la máscara de la verdad.
Baird.– ¡Ah!
Loving (burlón).– ¡Es tan romántico, como com­prenderán, eso de creerse poseído por un alma condenada!
John.– Y en los años siguientes, hasta en el pináculo de su racionalismo, nunca pudo explicarse el horror a la muerte... que ejercía una extraña fascinación sobre él. Y a esto se unía un temor a la vida... como si él presin­tiera sin cesar a un espíritu maligno oculto detrás de la vida, a un espíritu que esperaba el momento de atrapar a los hombres y tenerlos a su merced, en su hora de segura felicidad... ¡Algo que aborrecía a la vida! ¡Algo que reía con burlón desdén! (Se queda absorto con fas­cinado terror, como si viera ese Algo ante sí. Luego, re­pentinamente, como en respuesta, Lovtng deja escapar una risita burlona que se oye apenas. John se estremece. Elsa y el padre Baird se sobresaltan y miran con malestar a John, pero éste se halla absorto y apartan los ojos.)
Loving.– ¡Un estúpido crédulo y de espíritu religioso, como ya lo señalé! ¡Y se llevó su credulidad al período siguiente de su vida, cuando creía en un ismo social o filo­sófico tras otro, siempre a la zaga de la Verdad! Nunca tenía valor para afrontar lo que sabía realmente cierto: que la verdad no existe para los hombres, que la vida humana carece de importancia y de sentido. No. ¡Se afe­rraba sin cesar a alguna nueva y absurda fe, para seguir viviendo!
John (orgullosamente).– ¡Y siguió viviendo! Y en­contró por fin su verdad... en el amor, donde menos esperaba encontrarla. Porque siempre le había temido al amor. Y cuando conoció a la mujer que luego fue su esposa y comprendió que estaba enamorado de ella, esto le causó pánico. Quiso huir de ella... pero comprobó que no podía.
Loving (con desdén).– De modo que se rindió man­samente... y comenzó a construir una nueva superstición de amor en torno de ella.
John.– Volvió a sentirse feliz, por primera vez, desde la muerte de su padre... con perpleja alegría.
Loving (burlón).– ¡Y con secreto temor!
Elsa (mira a John con curiosidad e inquietud).– ¿Con secreto temor?
John.– Sí. Llegó... llegó a tener miedo de su feli­cidad. Su amor lo inducía a sentirse a merced de aquel burlón Algo que temía. Y cuanta más paz y seguridad hallaba en el amor de su esposa, más lo acosaban accesos de horrible presentimiento... el reiterado terror de que ella muriera y de volverse a quedar solo, sin amor. Tan grande era la fuerza de esta obsesión que se sentía atra­pado, desesperado...
Loving.– Y a menudo lamentaba...
John (con precipitación).– Contra su voluntad...
Loving (inexorable).– ¡Que nuevamente le había per­mitido al amor dejarlo a merced de la vida!
John (precipitadamente).– Pero, desde luego, com­prendía que todo aquello era morboso y ridículo... por­que... ¿acaso no era más feliz de lo que había soñado ser de nuevo?
Loving (con complacido sarcasmo).– ¡Y, por eso, des­truyó deliberadamente su felicidad!
Elsa (sobresaltada).– ¿Destruyó su felicidad? ¿Cómo, John?
John (se vuelve hacia ella, con forzada sonrisa).– Temo que esta parte del relato te resulte inverosímil, Elsa. Este estúpido tonto, que amaba a su esposa más que a nada, le fue infiel. (El padre Baird se sobresalta y mira a John, con aire escandalizado.)
Elsa (con temor).– Cuesta... cuesta creerlo. Pero esta parte figura también en la historia del hombre a quien conociste... ¿verdad?
John.– Claro. Y no debes condenarlo por completo hasta saber cómo sucedió. (Aparta de nuevo los ojos de ella y dice, con esfuerzo y frecuentes pausas:) Su esposa estaba ausente. Era la primera vez que se iba. El se sentía perdido sin ella... temeroso y desintegrado. Aquel ya familiar terror se apoderó de él. Comenzó a imaginarse toda suerte de catástrofes. Surgieron en su espíritu cuadros horribles. Su mujer era atropellada por un automóvil. O contraía una pulmonía y estaba moribunda. A diario, lo poseían estas perversas visiones. Trató de eludirlas tra­bajando. No pudo. (Hace una breve pausa, cobrando fuer­zas para proseguir y recomienza:) Luego, una noche, lo visitó un viejo amigo... para arrastrarlo a una fiesta. Él aborrecía las fiestas, pero pensó que aquello le permi­tiría huir de sí mismo por unas horas. De modo que fue. Notó con repulsión que su amigo, ya ebrio, acariciaba a una mujer en presencia de su propia esposa. Sabía que aquel amigo tenía siempre aventuras como aquélla y que su esposa no lo ignoraba. Se preguntaba a menudo si a ella le importaba aquello y sintió curiosidad de ver sus reacciones. Y pronto comprobó cuánto debía soportar el amor propio de la esposa de su amigo, ya que su marido se marchó abiertamente con aquella mujer. Sintió una gran piedad por ella... y como ésta adivinara sus pensamientos, vino a él y él se excedió en su bondad. (Con amarga risita.) ¡Un gran error! Porque ella reaccionó de un modo que comenzó por parecerle chocante, pero que concluyó por suscitar su curiosidad. La conocía desde hacía años. Aquella conducta era impropia de ella. En cierto modo, lo fascinó que se hubiera vuelto tan corrompida. Le interesó ver hasta dónde llegaría... la estudiaba como un mero observa­dor... ¡Pobre imbécil! (Vuelve a reír. El padre Baird está inmóvil, con los ojos fijos en el suelo. El rostro de Elsa, pálido y contraído, con expresión perpleja y herida. John prosigue:) Recuerden que él leía sin cesar en ella, que reía interiormente ante su tosca seducción, que aquello sólo le parecía un juego. Y sabía que ella se entregaba también a un juego, que no la acuciaba el deseo, sino el odio que le inspiraba su marido. (Con una risita de desdén.) Oh, había analizado correctamente todo aquello, teniendo en cuenta los elementos conocidos. Eso era lo desconocido...
Baird (sin alzar la cabeza).– Sí. (Mira rápidamente de soslayo a Elsa y luego aparta con la misma rapidez los ojos, que vuelven a fijarse en el suelo. El rostro de Elsa está rígido como ana máscara, dado su tenso esfuerzo por no delatarse.)
John.– Él no sentía el menor deseo por aquella mujer. Cuando ella se arrojó en sus brazos, se sintió asqueado. Decidió poner término al juego. Pensó en su esposa... (Con risa forzada.) Pero, como dije, había que contar con lo desconocido. Al pensar en su mujer, pareció repentina­mente que algo ajeno a él, un oculto espíritu maligno, se posesionaba de su alma.
Loving (fríamente vengativo, ahora).– Mejor dicho, vio claramente que aquella situación hacía culminar un largo duelo a muerte entre su esposa y él. La mujer que estaba allí sólo contaba como un medio. Vio que, a pesar de todos sus hipócritas pretextos, odiaba en realidad al amor. Quería liberarse de su poder y ser libre de nuevo. ¡Quería matarlo!
Elsa (con horrorizado dolor).– ¡Oh! (Procurando do­minarse.) No... no comprendo. ¿Odiaba al amor? ¿Que­ría matarlo? Pero... ¡eso es demasiado horrible!
John (balbuceando, confuso).– No... Yo... ¿No comprendes que no era él mismo?
Loving.– Pero temo, Elsa, que la estúpida convicción de mi protagonista de que estaba poseído por un demonio debe parecerte una excusa supersticiosa e inverosímil para desligarse de su responsabilidad.
Baird (sin alzar los ojos, serenamente).– Eso es per­fectamente verosímil para mí, Jack. Uno no puede entre­garle el alma a un demonio de odio... y conservarse siempre ileso.
Loving (sardónicamente).– En cuanto al propio adulterio, la verdad es que el pobre tonto estaba haciendo grandes alharacas por nada... ¡por un acto tan carente de sentido como el de una mosca con otra, de igual impor­tancia para la vida!
Elsa (contempla absorta a John, como si éste se hu­biera convertido en un extraño, y en sus ojos aparece una expresión de asco).– ¡John! ¡Eres repulsivo! (Se aleja de él, corriéndose hacia el extremo del sofá, más cerca del padre Baird.)
John (murmura, confuso).– Pero yo... yo no que­ría ... Perdóname. Sólo lo dije... como broma... para impresionar a tío.
Baird (mira con ansiedad a Elsa y dice sosegadamente, con un dejo de severidad).– No creo que eso sea una broma. Pero sigue con tu relato, Jack.
John (continuando con esfuerzo).– Pues bien... Ya... ya sé que ustedes se imaginarán qué infierno vivió él ape­nas volvió en sí y comprendió su infamia. No pudo perdo­nárselo... y ahora, todo su ser clama por eso... en demanda de perdón.
Baird (en voz baja).– Lo creo, Jack.
John.– Había querido decírselo a su esposa y rogarle que lo perdonara... pero temía perder su amor. (Mira de soslayo a Elsa, como para comprobar su reacción ante estas palabras, pero ella está absorta, con el rostro rígido, impa­sible. El, con forzada sonrisa, habla jovialmente.) Y aquí es donde quisiera conocer tu opinión, Elsa. La pregunta no aparece en mi novela, como verás, pero... ¿crees que su esposa podría perdonarlo?
Elsa (sobresaltada, con voz tensa).– ¿Quieres que me ponga en el lugar de la esposa?
John.– Sí. Quiero ver si ese hombre era un estúpido o no... al temer.
Elsa (después de un segundo de pausa, con voz tensa).– No. Ella no podría perdonárselo nunca.
John (con desesperación).– ¡Pero si no había sido él! ¿No comprendes...?
Elsa.– No. Temo... que no puedo comprender.
John (sombrío, ahora).– Sí. Me imaginé que dirías eso.
Elsa.– Pero... ¿qué importa lo que pienso? Dijiste que el problema del perdón de ella no se presenta en tu novela.
Loving (con frialdad).– Mientras la esposa está viva, no.
John (con voz apagada).– Él nunca se lo dice.
Loving.– Ella se enferma gravemente.
Elsa (con un sobresalto).– ¡Ah!
Loving (con voz fría, como si pronunciara ana senten­cia de muerte).– Una gripe, que se convierte en pulmonía. Y ella muere.
Elsa (asustada, ahora).– ¿Muere?
Loving.– Sí. Necesito su muerte para mi final. (Con tono siniestro y sardónico.) ¡Mejor dicho, para que mi ro­mántico protagonista llegue finalmente a una conclusión racional sobre su vida!
Elsa (mira fijamente el vacío, al parecer sin haber oído esto último, con una extraña y horrible fascinación en los ojos, como si hablara consigo misma).– De modo que ella muere.
Baird (mirándola inquieto, dice, con acento de adver­tencia en la plácida voz).– Creo que has fatigado a Elsa con tus sensacionales fantasías, Jack. Yo le ahorraría ahora, por lo menos, la niebla de la lobreguez en que se está sumiendo tu novela.
Elsa (aferrándose a esto, con tensa voz).– Sí, temo que eso ha sido demasiado emocionante... Realmente, no me siento en condiciones de... Durante la cena, me empezó a doler la cabeza, y ahora la jaqueca se ha acentuado.
John (levantándose, inquieto).– Pero... ¿por qué no me lo dijiste? De haberlo sabido, no te habría aburrido con mi maldita trama.
Elsa.– Creo que... que me acostaré aquí, en el sofá... y tomaré una aspirina... y descansaré un poco. Puedes subir con el tío a tu gabinete... y contarle el resto de tu novela allí.
Baird (se levanta).– Excelente idea. Ven, Jack, y dale una tregua a tu pobre esposa, para que descanse de los horrores de la literatura de ficción. (Va hacia, la puerta de foro.)
John (se acerca, a Elsa. Cuando la hace, viene Loving a pararse detrás de ella, a foro del sofá).– Lo lamento tanto, Elsa... Si yo...
Elsa.– ¡Oh! No hay motivo. Sólo es una jaqueca.
John.– No... no te sentirás realmente enferma... ¿verdad, querida? (Le pone una mano sobre la frente, con timidez.)
Elsa (rehuyendo su contacto).– No, no; no es nada.
Loving (lentamente, con tono frío en que hay un si­niestro sentido oculto).– Debes tener cuidado, Elsa. Re­cuerda que fuera hace frío y está lloviendo.
Elsa (mirando absorta el vacío, con aire extraño, repite fascinada).– ¿Está lloviendo?
Loving.– Sí.
John (balbucea, turbado).– Sí... Debes tener cui­dado, querida.
Baird (desde la puerta de foro, con aspereza).– ¡Ven, Jack! (John vuelve a su lado y Loving sigue a John. El padre Baird va al vestíbulo, doblando a la izquierda para subir al gabinete. John se detiene en el umbral y vuelve los ojos hacia Elsa, con aire asustado. Loving se acerca a John y se detiene también y la mira, con ojos fríos y sin remordimiento en su máscara de siniestra burla. Por un momento, ambos se quedan allí, el uno '¡unto al otro. Luego, John gira sobre sus talones y sale al vestíbulo, hacia iz­quierda, siguiendo al padre Baird. Loving se queda, con los ojos fijos en la nuca de Elsa, con cruel e implacable apa­sionamiento. Ella sigue absorta, con el mismo extraño y fascinado terror. Luego, como obedeciendo- a la voluntad de Loving, se pone lentamente de pie y pasa con lentitud y rígido andar ante él y sale al vestíbulo, volviéndose a la derecha, hacia la entrada del departamento. Por un mo­mento, Loving la sigue con la mirada. Luego se vuelve y sale al vestíbulo hacia izquierda, siguiendo al padre Baird y a John al gabinete.)

ESCENA II
Escenario: El gabinete de John Loving, en el piso alto del departamento. A la izquierda, primer término, una puerta que lleva a la alcoba de Elsa. Estantes con libros, adosados a las paredes de foro y derecha. Una puerta que lleva al pasillo del primer piso, a foro, derecha. Una larga mesa, con una lampara en el centro, primer término. A la izquierda de la mesa, una silla. Delante de la mesa, otra silla análoga. A la derecha, primer término, una chaise-longue que mira a la izquierda.

En escena, el padre Baird y Loving. El sacerdote está sentado en la chaise-longue, John en la silla que está delante de la mesa, Loving en la que está a la izquierda de ésta. El padre Baird sigue en la misma, actitud de la escena anterior, con los ojos fijos en el suelo, la mirada triste y algo severa. El rostro enmascarado de Loving con­templa a John con ojos fríos e inmóviles. John habla con tono tenso, monótono, insistente. Se diría que habla para no pensar.

John.– Escucho a la gente cuando se refiere al colapso universal de hoy y me maravilla su estúpida cobardía. Es tan evidente que todos se engañan deliberadamente a sí mismos porque su temor al cambio no les permite afrontar la verdad... No quieren comprender qué les ha pasado. Todo lo que desean es reanudar el carroussel de la ciega codicia. Ya no saben qué quieren hacer de este país, en qué quieren que se convierta, adonde quieren que vaya. Su patria ha perdido todo sentido para ellos, sólo es una pocilga. Y por eso, sus vidas como ciudadanos no tienen principio ni fin. Han perdido el ideal del País de los Libres. La Libertad exige iniciativa, valor, la necesidad de decidir qué debe significar la vida para uno. Para ellos, es el terror. Explican su cobardía espiritual lloriqueando que la hora del individualismo ha pasado, cuando lo que sucede en realidad es que su valor para poseer sus propias almas ha muerto... ¡y hiede! No, no quieren ser libres. La escla­vitud implica seguridad... cierta seguridad, la única para la cual tienen valor. Eso implica que no necesitan pensar. ¡Les basta con obedecer las órdenes de los dueños, que son, a su vez, sus esclavos!
Loving (interrumpiendo, con hastiado desdén).– Pero vuelvo a acusar desde mi tribuna callejera. Todo eso es, simplemente, un estúpido disparatar. La libertad sólo era nuestro espejismo romántico. Ahora ya sabemos mejor a qué atenernos. Sabemos que somos los esclavos de una casua­lidad sin sentido... de la electricidad o algo así, que nos arrastra en torbellino... ¡hasta Hércules!
John (con orgulloso, afirmación).– Pero, a pesar de eso, digo: ¡Perfectamente! ¡Vamos hasta Hércules! ¡Afron­temos eso! ¡Cuando lo hayamos aceptado sin evasión, po­dremos empezar a crearnos nuevos objetivos, fines para nuestros días! ¡Surgirá una nueva disciplina para la vida, una nueva voluntad y poder de vivir, un nuevo ideal con que medir el valor de nuestras existencias!
Loving (burlón).– ¿Cómo? ¿Sigo babeándome con mis viejos ideales sociales? Lamento aburrirte, tío.
Baird (sereno, sin mirarlo).– No me aburres, Jack.
John (en cuya voz aparece una idealista exaltación).– Necesitamos a un nuevo caudillo que nos enseñe ese ideal, que con su vida sea su ejemplo y lo convierta en una verdad viviente para nosotros... un hombre que pruebe que la efímera vida del hombre en el tiempo y en el espacio puede ser noble. ¡Necesitamos, más que nada, aprender de nuevo a creer en la posibilidad de la nobleza del espíritu en nosotros mismos! ¡Debe nacer un nuevo salvador que nos revele cómo podemos salvarnos de nos­otros mismos, para poder liberarnos del pasado y heredar el futuro y no perecer por él!
Loving (burlón).– Esto debe recordarte mis cartas de antaño, tío. Más desatinos, desde luego. ¡Pero hay épocas de tensión y fuga en que uno se oculta en cualquier viejo barril vacío!
Baird (pasando por alto estas palabras, tranquilamen­te).– Olvidas que los hombres tienen a ese Salvador, Jack. Les basta con recordarlo.
John (lentamente).– Sí. Quizás, si pudiéramos volver a tener fe en...
Loving (con voz ronca).– ¡No! ¡Hemos ido más allá de los dioses! ¡No se puede desandar lo andado!
Baird.– ¡Jack! ¡Ten cuidado!
Loving (burlón, de nuevo).– Pero, por otra parte, te concedo que el seudonietzscheano salvador que acabo de evocar de mi pasado es un espectro igualmente inútil. ¡Aun si viniera, sólo lo enviaríamos a un manicomio para enseñar que nuestras vidas deben tener un fin más noble que meternos de pies y manos en una cuba de licor! (Ríe, sardónicamente.) ¿Cómo podríamos considerar cuerda una idea tan poco patriótica? (Pausa. Baird escudriña inquisitiva y esperanzadamente el semblante de John.)
Baird (finalmente, con serenidad).– Jack... Desde que subimos al primer piso te escuché pacientemente mientras analizabas todos los temas existentes, salvo el que, lo sé, te obsesionaba realmente.
John.– No comprendo qué quieres decir.
Baird.– El final de tu novela.
John.– Ah... Olvida eso. Estoy harto de ese maldito libro... Ahora, por lo menos.
Baird.– Harto de ese maldito libro, sí. Por eso, me parece importante que lo expreses... ahora. La esposa de ese hombre muere, dijiste. (Mira con fijeza a John y agrega, lentamente:) De una gripe que se convierte en neumonía.
John (con malestar).– ¿Por qué me miras así?
Baird (bajando los ojos).– Prosigue tu relato.
John (vacilante).– Bueno... Yo... Te imaginarás la angustia que siente mi protagonista cuando muere su esposa... la culpabilidad que lo atormenta mil veces más, muerta ella.
Baird.– Me lo imagino perfectamente, Jack.
Loving (sardónicamente).– Y bajo la influencia de su ridícula conciencia culpable, vuelven a acosarlo todas las supersticiones de su infancia, que él creía orgullosamente destruidas por su razón. A veces siente un absurdo im­pulso de orar. Lucha contra este desatino. Lo analiza, racionalmente. Ve en él, con toda claridad, un regreso a las experiencias de la niñez. Pero, contra su voluntad, aquel cobarde lastre que hay en él y que desprecia por conside­rarlo una superstición, seduce su razón con la vieja men­tira patética de la supervivencia después de la muerte. ¡Comienza a creer que su esposa vive en algún místico futuro!
John (con voz extraña).– Ahora, él sabe que ella conoce su pecado. Le parece oír que promete perdonarlo solamente si vuelve a creer en su viejo Dios del Amor y a ver por intermedio de Él. Su esposa estará a su lado en espíritu en esta vida y lo esperará cuando muera. ¡La muerte no será un fin sino un nuevo principio, una re­unión con ella en que el amor de ambos proseguirá eterna­mente en la eterna paz y amor de Dios! (En su voz ha surgido una nota de intenso anhelo.)
Baird.– ¡Ah! ¡De modo que ves, Jack! ¡Dios sea loado!
John (como si no lo hubiera oído).– Una noche, cuando la obsesión se vuelve insoportable, se lanza a la calle... con la esperanza de que si camina hasta quedar exhausto podrá dormir un rato y olvidar. (Con voz extraña, absorto, como si contemplara la escena que describe.) Sin saber cómo ha llegado allí, advierte que ha descrito un círculo y que está parado ante la vieja iglesia, donde solía rezar cuando niño, no muy lejos de donde vive en la ac­tualidad.
Loving (sardónico).– ¡Y ahora llegamos a la gran escena de la tentación, en que afronta finalmente a sus fantasmas! (Con voz ronca y desafiante.) La iglesia lo desafía... ¡y él acepta el desafío y entra!
John.– Se hinca de rodillas al pie de la cruz. Y siente que está perdonado y la consoladora paz y seguridad y ale­gría de antaño vuelven a insinuarse en su corazón. (Vacila, como reacio a proseguir, como si esto fuera el fin.)
Baird (profundamente conmovido).– ¿Y ese es tu final? ¡Gracias a Dios!
Loving (sardónico).– Temo que tu júbilo sea algo prematuro... ¡porque esta cobarde rendición a su debi­lidad no es el final! ¡Hasta cuando está arrodillado hay un algo burlón racional en él que ríe con desdén...ya último momento su voluntad y orgullo reviven! Ve clara­mente a la luz de la razón la degradación de su lamentable entrega a los viejos consuelos fantasmales... ¡y los re­chaza! (Su voz, de un modo sorpresivamente repentino, cobra, acentos de salvaje venganza.) ¡Maldice nuevamente a su Dios, como cuando era niño! ¡Desafía finalmente a su Dios! ¡Él...!
Baird (con severidad).– ¡Jack! ¡Cuidado!
John (protestando, turbado).– No... Eso no está bien. Yo...
Loving (extrañamente turbado, a su vez).– Perdóname, tío. Claro que está mal... Temo haber dejado que, por un momento, el ansia del autor de obtener un momento dramático me arrebatara mi sano juicio. ¡Naturalmente, él no podía cometer la estupidez de maldecir lo que sabía inexistente!
John (abatido).– No. Comprende que ya no volverá a creer en su fe perdida. Sale de la iglesia —sin amor ya, para siempre— pero atreviéndose a afrontar su eterno extravío y desesperanza, para aceptarlo como su destino y seguir viviendo.
Loving (burlonamente).– ¡Un fin muy, muy heroico, como ves! ¡Pero, por desgracia, absolutamente carente de sentido!
Baird.– Sí. Sin sentido. Me alegro de que lo com­prendas.
John (reaccionando un poco, a la defensiva).– No... Retiro eso. No carece de sentido. ¡El deber del hombre ante la vida es seguir adelante!
Loving (burlonamente).– ¡Vuelve a hablar el román­tico idealista! ¡Adelante, hasta Hércules! ¡Qué lema ins­pirador! (Una nota siniestra aparece en su voz.) Pero mi novela tiene otro final... ¡el único final feliz razonable!
Baird (como si no hubiese oído esto último).– ¡Jack! ¡Qué ciego eres! ¿No adviertes que, cuando imaginas que él encuentra la paz en la iglesia, eso revela el anhelo de tu propia alma... la salvación de ti mismo que te brinda? Si fueras un poco sincero contigo mismo, debieras hin­carte de rodillas y...
Loving.– ¡Bah! ¿Cómo puedes creer en tan infantiles supersticiones?
Baird (irritado).– ¡Jack! He soportado todo lo posible tus blasfemos insultos a...
John (turbado, precipitadamente).– Yo no quise... Disculpa, tío. Pero sólo es una novela. No lo tomes tan en serio.
Baird (que se ha dominado, dice serenamente).– ¿Sólo una novela, Jack? ¿Estás seguro de que quieres aún que yo lo crea?
John (a la defensiva).– Pero... ¿qué otra cosa po­drías creer? ¿Supones que yo...? (Con tono brusco e irritado.) Dejemos ya esa maldita novela. ¡No quiero volver a hablar de ella! (El padre Baird lo mira fijamente, pero guarda silencio. John empieza a pasearse con nervioso desasosiego y luego se detiene, repentinamente.) Yo... Dis­cúlpame, pero creo que iré a ver cómo está Elsa. (Va hacia la puerta. Loving lo sigue.) Volveré inmediatamente.
Baird (con serenidad).– Claro, Jack. No te preocupes por mí. Le echaré un vistazo a tu biblioteca. (Se levanta. John sale. Loving se vuelve por un momento hacia el padre Baird, con los ojos llenos de burlón sarcasmo. Luego se vuelve y sigue a John. Baird va hacia el estante de la dere­cha y examina los títulos de los libros. Pero lo hace mecá­nicamente. Está preocupado, su expresión es triste y turbada. Llega desde abajo la voz de John llamando a Elsa. Baird se sobresalta y escucha. Llega de la alcoba de Elsa la voz de John, que la busca allí. Grita con ansiedad: "¡Elsa!"; luego, evidentemente, sale con precipitación, cerrando la puerta en pos de sí. El rostro de Baird revela creciente inquietud. Va hacia la puerta de foro y se queda escuchando una breve conversación que llega de abajo. Un momento después entra John por foro. Hace un gran esfuerzo por ocultar un sentimiento de terror. Se adelanta. Loving lo sigue, silenciosamente, pero se detiene junto al estante, a la izquierda de la puerta.)
John.– Elsa... ha salido.
Baird.– ¿Ha salido? Pero todavía llueve... ¿verdad?
John.– A cántaros. No... no lo entiendo. Es una locura que lo haya hecho precisamente ahora, cuando se está reponiendo...
Baird (con involuntario sobresalto).– ¡Ah!
John.– ¿Qué?
Baird.– Nada.
John (asustado).– No puedo suponer...
Baird.– ¿Cuándo se fue?
John.– No lo sé. Margaret dice que oyó salir a alguien cuando subimos a mi gabinete.
Baird (bajando la voz, para sí).– La culpa es mía, Dios me perdone. Presentí que no debía abandonarla.
John (desplomándose en la silla junto a la mesa y espe­rando, en la mayor tensión. Ge pronto exclama).– ¡No debí haberle contado la novela! ¡He sido un imbécil!
Baird (severamente).– ¡Serías más sincero contigo mismo si dijeras "un inconsciente"! (Llega un ruido desde abajo.) Un momento. ¿No está alguien ahí, ahora? (John queda en suspenso por un instante para escuchar y se enca­mina precipitadamente hacia la puerta de foro. Loving permanece inmóvil junto al estante.)
John (llamando).– ¿Eres tú, Elsa?
Elsa (desde la planta baja, precipitadamente).– Sí. No bajes. Ya subo. (Al cabo de un momento aparece en el pasillo.)
John.– ¡Querida! He estado tan inquieto... (Va a tomarla en sus brazos.)
Elsa.– ¡Por favor! (Lo rehuye y se dirige al gabinete. Se ha quitado el abrigo y el sombrero en la planta baja, pero el ruedo de su jalda y sus medias y zapatos están chorreando agua. Su rostro está atormentado, contraído y pálido, con manchas rojas sobre los pómulos, y sus ojos, brillantes y severos. El padre Baird la mira inquisiti­vamente, triste y compasivo.)
Baird (con forzado tono frivolo, cuando ella se ade­lanta).– ¡Bueno! Nos ha dado usted un susto, señora mía.
Elsa (tensa).– Lo siento, padre.
Baird.– Su marido estaba enloquecido de inquietud. (Ella se sienta en la silla que está delante de la mesa. John se para a su derecha. Loving se ha acercado y está de pie junto al extremo derecho de la mesa, a derecha, foro, de John. Mira jiramente el semblante de Elsa, con aire ansioso y siniestra atención.)
John (con creciente malestar).– ¡Elsa! Pareces enfer­ma. ¿Sientes... ?
Baird.– Iré por un poco de whisky. Y mándala a la cama inmediatamente. (Va hacia la puerta de foro.)
John (aferrándole las manos a Elsa).– ¡Tus manos parecen de hielo!
Elsa (las retira y dice con frialdad, sin mirarlo).– Afuera hace frío.
John.– ¡Mira tus zapatos! ¡Están empapados!
Elsa.– ¿Qué importa? (Un escalofrío recorre su cuerpo.)
John.– Has tomado frío. (Con un tono forzado, tier­namente intimidatorio.) Tú te vas a la cama, eso es. ¡Y nada de tonterías! ¿Me entiendes?
Elsa.– ¿Tratas de hacer el papel de marido tierna­mente mandón conmigo, John? Temo que ya no te dará resultado.
John (con aire culpable).– ¿Por qué dices eso?
Elsa.– ¿Estás resuelto a representar esta farsa hasta el fin?
John.– No... no sé qué quieres decir. ¿Por qué me miras... como si me odiaras?
Elsa (con amargura).– ¿Odiarte? No. ¡Sólo me odio a mí misma, por haber sido tan estúpida! (Con tono duro y burlón.) ¿Debo decirte adonde fui y por qué? ¡Pero quizás sea preferible presentarlo bajo la forma de una trama de novela!
John.– No... no sé adonde quieres ir a parar.
Elsa.– Salí porque pensaba visitar una de las fiestas de Lucy. Pero aquello no era emocionante... Casi no había ningún adulterio... Yo no habría tenido la menor oportunidad... aunque hubiese sentido algún impulso de odio y venganza contra ti. De modo que volví a casa. (Con risa dura, amarga y forzada.) ¡Eso es! ¿Estás satis­fecho? Todo eso es mentira, naturalmente. Sólo salí a dar una caminata. Pero tu relato sobre la novela también es mentira.
John (abrumado, balbucea).– Elsa, yo...
Elsa.– Por amor de Dios, John. No me sigas min­tiendo o... ¡Yo lo sé, te digo! Lucy me lo dijo todo esta tarde.
John.– ¿Te lo dijo? Esa maldita...
Elsa.– Oh, no me dijo que se trataba de ti. Pero me dio todos los detalles de esa vileza y coincidían con los de tu relato. De modo que fuiste tú mismo quien te delataste. Tiene gracia... ¿verdad? (Ríe con amargura.)
John.– Yo... (Confiesa, lastimeramente.) Sí... es cierto.
Elsa.– Y la visita de Lucy fue también una hermosa broma que me hizo. Lo comprenderías si hubieses visto cómo me apiadé de ella, cómo la excusé ante sí misma. ¡Y mientras tanto, era ella quien me compadecía a mí! ¡Se estaba deleitando! ¡Siempre nos envidió nuestra feli­cidad! ¡Nuestra felicidad!
John (atormentado).– ¡No digas eso!
Elsa.– Debió burlarse de mí, al pensar en mi estú­pida fe en ti. Y fuiste tú quien le diste esa oportunidad... ¡tú! Convertiste nuestro amor en una broma obscena para ella y todas las mujeres como ella... ¡tú, a quien yo amaba tanto! ¡Y mientras yo te seguía amando, sólo espe­rabas esta oportunidad para matar ese amor, me odiabas íntimamente, odiabas nuestra felicidad, odiabas el ideal de nuestro matrimonio que me habías dado, que había llegado a ser para mí toda la belleza y toda la verdad de la vida! (Se levanta de un salto, acongojada.) Oh... ¡No puedo... no puedo! (Parece que va a huir corriendo del aposento.)
John (aferrándola, suplicante).– ¡Elsa! ¡Por amor de Dios! ¿No te lo explicó mi relato? ¿No puedes creer... que no fui yo?
Elsa.– ¡No! ¡No puedo perdonártelo! ¿Cómo podría perdonarte... si mientras yo te amaba tanto tú ansiabas mi muerte en el fondo?
John (con frenesí).– ¡No digas eso! ¡Es una locura! ¡Elsa! ¡Dios mío! ¿Cómo puedes creer...?
Elsa.– ¿Qué otra cosa puedo pensar? (Con violencia.) ¡Oh, John! ¡Cállate! ¿A qué hablar? ¡Sólo sé que odio la vida! Es sucia e insultante... ¡y mala! Quiero que me devuelvan mi sueño... ¡o morir con él! (La estremece nuevamente un escalofrío imposible de dominar, sus dientes castañetean y dice, con aire lastimero:) ¡Oh, John, déjame! Tengo frío, estoy enferma. ¡Me siento enloquecer!
Baird (entra por foro y dice con aspereza).– ¡Jack! ¿Por qué no la has mandado a la cama? ¿No ves que está enferma? Llama a tu médico. (John sale. Loving, cuyos ojos siguen contemplando a Elsa con la misma mirada extraña, retrocede hasta la puerta y luego lo sigue.)
Baird (acercándose a Elsa, con gran piedad).– Mi querida niña, no se imagina cómo siento...
Elsa (con voz tensa).– ¡No diga eso! Yo no podría soportar... (Vuelve a estremecerla un escalofrío.)
Baird (inquieto, pero fingiendo despreocupación, dice con tono tranquilizador).– Ha tomado usted frío, mucho frío. Fue muy imprudente al... Pero un par de días de cama la dejarán como nueva.
Elsa (extrañamente seria y amargamente burlona, a un tiempo).– Pero eso le estropearía la novela a John... ¿verdad? ¡Lo cual sería una gran desconsideración, ahora que me ha preparado un final tan adecuado!
Baird.– ¡Elsa! ¡Por amor de Dios, no me diga que ha tomado en serio los morbosos desatinos de John! ¿Fue por eso que usted...?
Elsa (como sí no lo hubiese oído).– ¡Y cuando John me recordó que llovía, todo pareció armonizar de una manera tan perfecta... como la voluntad de Dios! (Ríe con histérica burla y sus ojos brillan, afiebrados.)
Baird (severamente, más para disipar ese estado de áni­mo de Elsa que por haber tomado en serio su impiedad).– ¡Elsa! ¡Basta de burlas! ¡Eso no le sienta bien!
Elsa (confusa).– Perdón. Olvidaba que usted era... (Con repentina nerviosidad, de nuevo.) Pero yo nunca tuve Dios... ¿comprende?... hasta que conocí a John. (Ríe histéricamente y de improviso se domina y se pone de pie, trémula.) Perdón. Me parece que estoy diciendo tonterías. En mi cabeza todo está vago, borroso... Yo... (John viene del vestíbulo, por foro. Cuando se adelanta, Loving aparece en el umbral detrás de él.)
John (acercándose a Elsa).– Stillwell dice que debes...
Elsa (acongojada).– ¡No! (Con voz apagada.) Iré... a mi cuarto. (Se tambalea, débilmente. John se abalanza hacia ella.)
John.– ¡Elsa! ¡Querida mía!
Elsa.– ¡No! (Con un escuerzo de voluntad, vence su debilidad y entra con rígidos pasos en su alcoba, cerrando la puerta en pos de sí. John hace ademán de seguirla.)
Baird (con aspereza).– Déjala en paz, Jack. (John se deja caer con aire desesperanzado sobre la chaise-longue. Loving se para detrás de él, los fríos ojos fijos con siniestra intensidad en la puerta por la cual acaba de salir Elsa. El padre Baird se dispone al parecer a entrar en el cuarto de Elsa, Luego se detiene. Su rostro revela un dolorido presentimiento. Inclina la cabeza, con sencilla dignidad, y empieza a orar, silenciosamente.)
Loving (los ojos fijos ahora en John, con sardónico deleite).– Ella parece haber tomado muy en serio su fin en tu novela. ¡Confiemos en que no lleve eso demasiado lejos! Bastante tienes ya sobre la conciencia... ¡sin nece­sidad de un asesinato! Tú no podrías vivir, lo sé, si...
John (con un escalofrío, se aferra la cabeza con ambas manos como para destruir sus pensamientos).– ¡Por amor de Dios! (Sus ojos se vuelven hacia el sacerdote. Luego, su mirada viaja a un punto del vacío situado delante del padre Baird y su fisonomía expresa poco a poco una medrosa y fascinada veneración, como si adivinara súbitamente allí a una Presencia a la cual le reza el sacerdote. Sus labios se entreabren y las palabras brotan de ellos a tropezones, como si salieran por la fuerza, con implorante temor.) ¿Tú no me... harás eso de nuevo... ? ¿No lo harás? ¿No... volverás a arrebatarme el amor?
Loving (sardónicamente).– ¿Es a tu viejo demonio a quien le pides misericordia? ¡Entonces, supongo que lo oirás reír! (En un acceso de ira fría y maligna.) ¡Estúpido cobarde! Te digo que no hay nada... ¡nada!
John (vuelve en sí con un sobresalto y balbucea, con turbado aire de alivio).– Sí... Naturalmente... ¿A qué viene esta inquietud mía? No hay nada... ¡nada que temer!

TELÓN

ACTO CUARTO

ESCENA I
Escenario: La acción transcurre en el gabinete, como en la escena anterior, pero se ve también el interior de la alcoba de Elsa, a la izquierda del gabinete.

A la derecha de la alcoba, primer término, está la puerta que comunica ambas habitaciones. A foro de esta puerta, en el centro de la pared, hay un tocador, un espejo y una silla. En la pared de la izquierda, foro, la puerta que da al baño. Delante de esta puerta, un biombo. A la izquierda, primer término, la cama, con la cabecera contra la pared de la izquierda. Junto a la cabecera de la cama, una mesita sobre la cual hay un velador cubierto con un trozo de paño para atenuar la luz. Una silla tapizada al pie de la cama. Otra silla junto a la cabecera, a foro. Una chaise-longue a la derecha, primer término, de la habitación.

Va a amanecer. Ha transcurrido, aproximadamente, una semana.

En la alcoba, Elsa está tendida sobre la cama con los ojos cerrados, el rostro pálido y agotado. John se halla sentado al pie de la cama, primer término. Parece lindar con un colapso mental y físico total. Sus mejillas, de barba crecida, están demacradas y pálidas. Los ojos hundidos, inyectados en sangre por el insomnio, miran jiramente con petrificada angustia el rostro de Elsa.

Loving está parado junto al respaldo de la silla de John, de cara al público. La tonalidad, siniestra y burlona de su máscara se ha acentuado ahora, está malignamente intensificada.

El padre Baird está parado junto al centro de la cama, a foro. En su semblante hay también evidentes huellas de sus noches insomnes. Conversa en voz baja con el doctor Stillwell, de pie a su derecha. Ambos observan a Elsa con ansiedad. A foro, derecha, de Stillwell, está parada una enfermera.

Stillwell tiene cincuenta y tantos años, es alto, aguileno y de cabello cano. La enfermera es una mujer regordeta de unos cuarenta años.

Durante unos instantes, al alzarse el telón, prosigue la pantomima de susurros entre Stillwell y el sacerdote. La enfermera los observa y escucha. Luego Elsa se mueve, desasosegada, y gime. Habla sin abrir los ojos, casi mur­murando, con tono de desesperada amargura.

Elsa.– ¡John! ¿Cómo pudiste? ¡Nuestro sueño! (Gime.)
John (con angustia).– ¡Elsa! ¡Perdóname!
Loving (con tono frío e inexorable).– Ella nunca perdonará.
Stillwell (frunciendo el ceño, le ordena a John con un gesto que guarde silencio).– ¡Sssst! (Le habla en voz baja al padre Baird, con los ojos fijos en John. Luego se sienta junto a la cabecera de la cama y le toma el pulso a Elsa. La enfermera se le acerca por detrás.)
Baird (se inclina sobre la silla de John y habla en voz baja, con tono cauteloso).– Jack. Debes callar.
John (sus ojos siguen observando el rostro de Stillwell, tratando desesperadamente de hallar una respuesta, y le dice con temor).– ¡Doctor! ¿Qué pasa...? ¿Está...?
Stillwell.– ¡Ssst! (Lo mira con irritación y le hace ademan al padre Baird de que lo obligue a callar.)
Baird.– ¡Jack! ¿No comprendes que sólo le haces daño?
John (turbado y arrepentido, en voz baja).– Lo siento. Traté de no hacerlo, y con todo... Sé que es un disparate, pero temí contra mi voluntad...
Loving.– Que mi profecía se convirtiera en realidad... Que ese fuera su fin en mi novela.
John (con afligida súplica).– ¡No! ¡Elsa! ¡No lo creas! (Elsa gime.)
Baird.– ¡Ya lo ves! ¡Has vuelto a trastornarla! (Stillwell se levanta y después de haber cambiado unas palabras en voz baja con la enfermera, que asiente y ocupa el lugar del médico en la cabecera, da la vuelta a la cama y se acerca a John.)
Stillwell.– ¿Qué diablos le pasa? Usted me prometió callarse si yo lo dejaba entrar aquí.
John (aturdido ahora y abrumado repentinamente por una ola de somnolencia que trata en vana de contrarres­tar).– No volveré a hacerlo. (Cabecea.)
Stillwell (mirándolo con aire inquisitivo, le dice al padre Baird).– Tenemos que hacerlo salir de aquí.
John (despabilándose y luchando desesperadamente con su somnolencia).– ¡No me dormiré! ¡Dios mío! ¿Cómo podría dormirme si...?
Stillwell (tomándolo de un brazo e indicándole al padre Baird que lo tome del otro, dice ásperamente pero con una voz que apenas se oye).– Loving, venga a su gabinete. Quiero hablarle del estado de su esposa.
John (aterrorizado).– ¿Por qué? ¿Qué quiere decir? ¿No estará...?
Stillwell (precipitadamente, con forzado tono tran­quilizador).– ¡No, no, no! ¿Quién le ha sugerido seme­jante cosa? (Le hace un rápido gesto al sacerdote y ambos incorporan a John.) ¡Vamos, pórtese bien! (Conducen a John hacia la puerta del gabinete, a la derecha. Loving los sigue silenciosamente, caminando hacia atrás, con los ojos fijos con siniestra y atenta delectación en el rostro de Elsa. Baird abre la puerta y franquean el umbral y Loving se deslita a la zaga de ellos. Baird cierra la puerta. Llevan a John a la chaise-longue de la derecha, primer término, del gabinete, pasando por delante de la mesa. Loving los acompaña y van a foro de la mesa.)
John (iniciando una débil resistencia).– ¡Suéltenme! ¡No debo abandonarla! ¡Tengo miedo! (Lo obligan a sen­tarse en la chaise-longue.) Adivino que hay algo...
Loving (con burlón deleite).– ¡Un demonio que ríe, agazapado detrás del final de mi novela! (Ríe de un modo siniestro. Baird y aun Stillwell, contra su voluntad, se sien­ten aterrados al oír esa risa.)
John (levantándose, con angustia).– ¡No!
Baird.– ¡Jack!
Stillwell (recobrándose, irritado contra sí mismo y furioso contra John, lo ajena del brazo y lo obliga a volver a sentarse en la chaise-longue).– ¡Basta de tonterías! ¡Do­mínese! Le he advertido ya que se destruirá a sí mismo si sigue negándose a descansar o a alimentarse. Pero eso tiene que terminar. ¡Es necesario que duerma un poco!
Baird.– Sí, Jack. ¡Es necesario!
Stillwell.– Usted ha sido un factor de perturbación desde el primer momento y yo me he portado como un estúpido al tolerar... Pero... ¡basta ya! Apártese de la habitación de la señora...
John.– ¡No!
Stillwell.– ¿No quiere acaso que se reponga? ¡Ca­ramba! A juzgar por su conducta...
John (con frenesí).– ¡Por amor de Dios! ¡No diga eso!
Stillwell.– ¿No comprende que no puede ayudar­la en ese estado? En cambio, si tratara de dormir un poco...
John.– ¡No! (Suplicante.) Elsa está mucho mejor... ¿verdad? Por amor de Dios, dígame que ella... ¡Dígame eso y haré todo lo que me pida!
Loving.– ¡Y no mienta, por favor! ¡Quiero la verdad!
Stillwell (con un tono negligente forzado).– ¿A qué viene toda esa charla? La señora está descansando tranqui­lamente. No hay peligro de... (Rápidamente.) Y ahora que he satisfecho esa pregunta suya, acuéstese como me lo prometió. (John lo mira con fijeza e incertidumbre durante unos instantes y luego se acuesta, obedientemente.) Ahora, cierre los ojos. (John cierra los ojos. Loving se queda de pie junto a su cabeza, contemplando fijamente su rostro. Casi de inmediato John queda sumido en un hipnótico semi-sueño, con una respiración entre jadeante y agotada. Stillwell le hace un gesto de asentimiento al padre Bawd, con aire de satisfacción, cruza silenciosamente la habitación y entra en la alcoba de Elsa, indicándole al padre Baird que lo siga. Le habla en voz baja.) Tenemos que vigilarlo. Va en camino de un colapso total. Pero creo que ahora dor­mirá, algún tiempo al menos. (Abre la puerta que da a la alcoba, se asoma y su mitrada se encuentra con la de la enfer­mera, que sigue sentada junto a la cabecera, observando a Elsa. La enfermera menea la cabeza, en respuesta a su pregunta. El médico vuelve a cerrar cuidadosamente la puerta.)
Baird.– ¿Ningún cambio, doctor?
Stillwell.– ¡No! ¡Pero no pierdo las esperanzas! ¡Todavía tiene posibilidades de luchar! (Con tono de exas­perado abatimiento.) ¡Si al menos luchara!
Baird (asintiendo, con triste comprensión).– Sí. Eso es lo que pasa.
Stillwell.– Por desgracia, al parecer quiere morir. (Irritado.) Y, a pesar de la aparente pena de Loving, sos­pecho por momentos que en el fondo desea...
Loving (con los ojos fijos en el rostro de John, habla con tono frío e implacable).– Ella morirá.
John (sobresaltándose, entre sueños, murmura).– ¡No! ¡Elsa, perdóname! (Vuelve a sumirse en un sueño hip­nótico.)
Stillwell.– Ya lo ve. Insiste, íntimamente...
Baird (a la defensiva).– El cargo que usted formula es horrible, doctor. Pero... ¡si es evidente que el pobre está enloquecido de miedo y dolor!
Stillwell (algo avergonzado).– Perdón. Pero hubo momentos en que tuve una acentuada impresión de que... Bueno, como él lo dijo, de que Algo... (Lacónicamente, temiendo que esto lo haga parecer tonto.) Temo que este asunto me haya estropeado los nervios. Generalmente, no les doy importancia a las tonterías psíquicas.
Baird.– Sus impresiones no son tonterías, doctor.
Stillwell.– Ella no lo perdonará. Ese es su infor­tunio, así como el de él. (Suspira, abandonándose por un momento a su propio agotamiento físico.) Un caso extraño. Demasiadas tonalidades subyacentes. La neumo­nía ha sido un medio, más que una causa. (Con un dejo de condescendencia.) Esto pertenece más bien a sus do­minios, padre. Hubiera sido beneficioso un exorcismo... Lo sería, aún.
Baird.– Lo sería aún. Sí.
Stillwell (con exasperación).– ¡He visto muchos casos peores en que el paciente ha salido con vida del trance! ¡Si yo consiguiera que su voluntad de vivir vol­viese a obrar! (Se levanta bruscamente y dice, con tono lacónico:) Bueno, la conversación de nada le servirá a la enferma, no cabe duda. Volveré. (Entra en la alcoba y cierra silenciosamente la puerta en pos de sí. Baird per­manece inmóvil durante un momento, mirando triste­mente la puerta. En la alcoba, Stillwell va hacia la cabe­cera. La enfermera se levanta y él le habla en voz baja, escucha su informe, le da algunas rápidas instrucciones. La enfermera va al baño. Stillwell se queda sentado junto al lecho y le toma el pulso a Elsa. La enfermera vuelve y le tiende una aguja hipodérmica, que el médico clava en el brazo de Elsa. Esta gime y su cuerpo se retuerce durante unos instantes. Stillwell observa con inquietud su semblante, los dedos apoyados sobre la muñeca de la en­ferma. En el gabinete, el padre Baird empieza a pasearse, con el ceño fruncido y el rostro tenso, adivinando con desesperación que afronta una tragedia inevitable, que debe hacer algo para frustrarla. Se detiene ante la chaise-longue y contempla fijamente al dormido. Luego, reza.)
Baird.– Querido Jesús, otórgame la gracia de hacer volver a Ti a Jack. Hazle comprender que sólo Tú tienes las palabras de la Vida Eterna, el poder de salvar toda­vía...
Loving (los ojos fijos en el rostro de John, con el mismo mirar absorto, habla como en respuesta a la plega­ria del padre Baird).– Nada podrá salvarla.
John (estremeciéndose entre sueños).– ¡No!
Loving.– Su fin en tu novela se está convirtiendo en realidad. ¡Fue un astuto método para matarla!
Baird (horrorizado).– ¡Jack!
John (con un atormentado grito que lo despierta, so­bresaltado).– ¡No! ¡Es mentira! (Mira absorto a su al­rededor, como buscando una presencia que adivina allí.) ¡Embustero! ¡Asesino! (Repentinamente, parece ver por primera vez al padre Baird y en un grito de súplica le dice con desgarrada voz:) ¡Tío! ¡Ayúdame, por amor de Dios! Me siento... ¡me siento enloquecer!
Baird (con ansiedad).– ¡Si me dejaras ayudarte, Jack! ¡Si fueras sincero contigo mismo y te confesaras la ver­dad, en bien de Elsa... mientras estás a tiempo aún!
John (asustado).– ¿A tiempo aún? ¿Qué quieres de­cir? ¿Está... peor?
Baird.– No. Sólo has dormido unos pocos minutos. No ha habido cambio alguno.
John.– Entonces... ¿por qué dijiste...?
Baird.– Porque he resuelto decirte la verdad, aho­ra... la verdad que ya adivina tu alma.
John.– ¿Qué verdad?
Baird.– Elsa ha llegado a la crisis. La ciencia humana ha hecho todo lo que podía por salvarla. Ahora, su vida está en manos de Dios.
Loving.– ¡Dios no existe!
Baird (severamente).– ¿Te atreves a decir eso... ahora?
John (asustado).– No... Yo... yo no sé qué es­toy diciendo... No fui yo...
Baird (recobrándose, serenamente).– No. Sé que no podrías decir blasfemias en semejante momento... que tu verdadero yo no podría hacerlo.
Loving (irritado).– Es mi verdadero yo... ¡mi único yo! Y veo claro en tu estúpida treta... de usar el miedo de la muerte para...
Baird.– El que habla es el odio a quien entregaste tu alma en otros tiempos, no tú. (con tono suplicante.) ¡Te ruego que expulses el mal de tu alma! ¡Si oraras!
Loving (furiosamente).– ¡No!
John (balbuceando, atormentado).– Yo... yo no sé... ¡No puedo pensar!
Baird (con vehemencia).– Ora conmigo, Jack. (Se deja caer de rodillas.) ¡Ora por que se salve la vida de Elsa! ¡Sólo Dios puede abrir el,corazón de Elsa al per­dón y devolverle la voluntad de vivir! ¡Ora para que El te perdone y se apiadará de ti! ¡Órale al que es Amor! ¡Al que es Infinita Ternura y Piedad!
John (hincándose de rodillas a medias, con ansia).– ¡Al que es Amor! ¡Si yo pudiera volver a creer!
Baird.– ¡Ora por tu fe perdida y te será devuelta!
Loving (sardónicamente).– ¡Olvidas que en otros tiempos le oraste a tu Dios y que Su respuesta fue el odio y la muerte... y una burlona risa!
John (se levanta bajo la influencia de este recuerdo).– Sí, entonces yo oraba. No. Es inútil, tío. No puedo creer. (Repentinamente, con vehemencia.) Que Él me pruebe que Su Amor existe! ¡Entonces, volveré a creer en Él!
Baird.– No puedes regatear con tu Dios, Jack. (Se pone de pie con laxitud, los hombros agobiados, trágica­mente viejo y vencido, y dice, con una última súplica:) ¡Pero sigo implorándote! ¡Te lo advierto, antes de que sea demasiado tarde! ¡Sondea en tu alma y oblígate a confesarte la verdad que encuentres en ella... la verdad que te has revelado en tu novela, donde el hombre, que no es otro que tú mismo, va a la iglesia, y al pie de la cruz se le concede nuevamente la gracia de la fe!
Loving.– ¡En un momento de estúpida locura! ¡Pero recuerda que eso no es el fin!
Baird.– Hay un destino en esa novela, Jack... ¡el destino de la voluntad de Dios, que se te manifiesta me­diante el secreto anhelo de fe de tu corazón! ¡Ten cui­dado! ¡Hasta ahora, eso ha sido la verdad, y temo que si insistes en negarlo locamente a Él y a tu propia alma, habrás querido para ti el desventurado fin de ese hom­bre... y la muerte para Elsa!
John (aterrorizado), ¡Basta! ¡Basta de estúpidas charlas! (Con angustia.) ¡Déjame en paz! ¡Estoy cansado de tus malditos graznidos agoreros! ¡Mientes! ¡Stillwell dijo que no había peligro! ¡Elsa duerme! ¡Se siente me­jor! (Vuelve a sentir terror.) ¿Por qué dijiste que había un destino en mi novela... la voluntad de Dios? ¡Dios mío, eso es... eso es una insensatez! Yo... (Se dirige hacía la puerta de la alcoba.) Vuelvo a ella. Hay Algo...
Baird (tratando de retenerlo).– No puedes entrar ahí ahora, Jack.
John (apartándolo con rudeza).– ¡Déjame en paz! (Abre la puerta de la alcoba y entra, tambaleándose. Loving ha dado la vuelta a la mesa y se desliza a la alcoba, siguiéndolo. El padre Baird, recobrándole del empujón que lo ha lanzada contra la mesa, primer término, va rápida­mente hacia el umbral. Cuando John entra, Stillwell se vuelve en su silla, con aire de ira y exasperación. John, apenas entra, se deja subyugar por la atmósfera del cuarto de la enferma, su frenesí se disipa y mira a Stillwell con ojos implorantes.)
Stillwell (renunciando a echarlo, le impone silencio con un gesto).– ¡Sssst! (La enfermera mira a John con escandalizado reproche. Stillwell le indica a éste que se siente. John obedece dócilmente, dejándose caer en la silla de la derecha, centro. Loving se para detrás de la silla. El padre Baird, después de pasear una mirada por la habitación para ver si hace falta su ayuda, cambia una mirada de impotencia con Stillwell y volviendo al gabinete, pero dejando entreabierta la puerta intermedia, llega hasta la mesa. Allí, tras momentánea pausa, inclina la cabeza y comienza a rezar silenciosamente. En la alcoba, Stillwell vuelve a su paciente. Hay en la habitación una pausa de silenciosa inmovilidad. Los ojos de John están fijos en el rostro de Elsa, con creciente terror. Loving la mira por so­bre la cabeza de John, con ojos fríos e inmóviles.)
Loving (en voz baja y con tono tenso, pero con fría y compulsiva vehemencia).– Ella pronto habrá muerto.
John.– ¡No!
Loving.– ¿Qué harás, entonces? Habrás perdido el amor para siempre. Volverás a estar solo. Sólo te que­dará la angustia de los recuerdos innumerables, de las penas sin término... ¡un torturante remordimiento al pensar en la felicidad asesinada!
John.– ¡Lo sé! Por amor de Dios, no me hagas pensar...
Loving (con frialdad y sin remordimientos, sardónico).– ¿Crees que puedes elegir el estúpido final de tu novela, ahora que debes vivirlo?... Pero si la amas... ¿cómo puedes desear seguir viviendo... cuando todo lo que fue Elsa se pudra en la tumba a espaldas tuyas?
John (atormentado).– ¡No! ¡No puedo! ¡Me mataré!
Elsa (gimiendo asustada, de improviso).– ¡No, John! ¡No!
Loving (triunfante).– ¡Ah! ¡Por fin aceptas el ver­dadero final! ¡Por fin ves el vacuo alardear de tu ideal de antaño, al afirmar que el deber del hombre es seguir viviendo por amor a la Vida! ¡Por fin recuerdas tu gesto sin sentido al desafiar al destino... un pueril hurgar en la Nada, ante el cual Algo ríe con cansado desdén! (Ríe con desprecio.) ¡Despojado de tos jactanciosas pala­bras, eso significa seguir viviendo como un animal, que obedece en silencio a la ley de la ciega estupidez de la vida, por la cual debe vivir a toda costa! Pero... ¿adonde irás... como no sea a la muerte? ¿Y por qué has de esperar un fin que conoces cuando está a tu alcance asir ese fin... ahora?
Elsa (gime nuevamente, asustada).– No, John... ¡No! ¡Por favor, John!
Loving.– Supongo que no temerás a la muerte. La muerte no es el morir. El morir es la vida, su última ven­ganza contra sí misma. Pero la muerte es lo que conocen los muertos, la tibia y oscura entraña de la Nada... ¡el Sueño en que tú y Elsa podrán dormir eternamente, más allá de todo temor de separación!
John (con anhelo).– Elsa y yo... ¡para siempre, más allá del miedo!
Loving.– ¡Polvo que dormirá en el polvo!
John (mecánicamente).– Polvo que dormirá en el polvo. (Con atemorizada interrogación.) ¿Polvo? (Lo es­tremece un escalofrío y se sobresalta, como si despertara de un sueño.) ¡Estúpido! ¿Puede el polvo amar al polvo? ¡No! (Con desesperación.) ¡Oh, Dios mío! ¡Ten piedad! ¡Muéstrame el camino!
Loving (furiosamente, como si se sintiera vencido por el momento).– ¡Cobarde!
John.– ¡Si pudiera orar! ¡Si pudiera volver a creer!
Loving.– ¡No puedes!
John.– Un destino en mi novela, dijo tío... ¡La voluntad de Dios! Fui a la iglesia... un destino en la iglesia... (Repentinamente, se levanta como impulsado por una fuerza extraña a él y se queda absorto, con los ojos obsesionados.) ¡Donde yo creía antes, donde rezaba!
Loving.– ¡Estúpido loco! ¡Te digo que eso se acabó!
John.– Si yo pudiera ver la cruz nuevamente...
Loving (con un escalofría).– ¡No! ¡No quiero verla! ¡La recuerdo demasiado bien! ¡Cuando papá y mamá...!
John.– ¿Por qué lo temes tanto a Él, si...?
Loving (impresionado, con salvaje desafío).– ¿Te­merlo? Yo, que en otros tiempos lo maldije, que volvería a hacerlo si... (Rectificándose precipitadamente.) Pero... ¡qué supersticiosa estupidez me haces recordar! ¡Él no existe!
John (da un pasa hacia la puerta).– ¡Voy!
Loving (tratando de cerrarle el paso).– ¡No!
John (sin tocarlo, hace ademán de apartarlo).– Voy. (Franquea el umbral de la puerta que lleva a su gabinete, moviéndose como en estado de trance, con los ojos fijos hacia adelante. Loving sigue tratando de cerrarle el paso, siempre sin tocarlo. El padre Baird alza los ojos cuando pasan junto a la mesa.)
Loving (con impotente ira).– ¡No! ¡Cobarde! (John sale por la puerta de foro del gabinete y Loving se ve obli­gado a salir delante de él.)
Baird (intenta seguirlo).– ¡Jack! (Pero regresa alar­mado, ya que, en la alcoba, Elsa ha vuelto en sí repenti­namente de su estado semicomatoso con un grito de terror, y a pesar de que Stilhvell intenta evitarlo, se sienta a medias en la cama, los ojos fijos en la puerta del gabinete.)
Elsa.– ¡John! (A Stillwell.) ¡Oh, por favor! ¡Cuí­delo! Podría... ¡John! ¡Vuelve! ¡Te perdono!
Stillwell (con tono tranquilizador).–Vamos, no tenga miedo. Sólo se ha ido a descansar un poco. Está exhausto. (El padre Baird ha venido del gabinete y se está acercando a la cama. Stillwell, con una mirada significativa, lo llama para que confirme sus palabras.) ¿Verdad, padre?
Baird.– Sí, Elsa.
Elsa (con alivio).– Ah... (Sonríe débilmente.) Po­bre John... ¡Cuánto lo siento!... Dígale que no debe afligirse. Ahora comprendo. Amo... Perdono. (Vuelve a tenderse en la cama y cierra los ojos. Stillwell tiende la mano hacia su muñeca, alarmado, pero al tomarle el pulso su aire denota una excitada sorpresa.)
Baird (interpretando mal su mirada, asustado y en voz baja).– ¡Dios misericordioso! ¿No se estará...?
Stillwell.– No. Se ha dormido. (Con contenida ex­citación.) ¡Eso ha logrado el milagro! ¡Ahora quiere vivir!
Baird.– ¡Alabado sea Dios! (Stillwell, revestido nue­vamente de su seco aire profesional, se vuelve y le da unas órdenes en voz baja a la enfermera.)


ESCENA II
Escenario: Sección del interior de una vieja iglesia. Una pared lateral se extiende en diagonal hacia joro desde la izquierda, primer término, abarcando dos tercios del an­cho del escenario, encontrándose con una pared terminal que se extiende a joro desde la derecha, primer término. Las paredes son de vieja piedra gris. En el centro de la pared lateral hay una gran cruz, cuya base está a unos dos metros del suelo, con una figura de Cristo de tama­ño natural: una talla en madera excepcionalmente bella. En el centro de la pared terminal, hay una puerta arquea­da. A ambos lados de la misma, pero a buena altura, dos angostas ventanas con vidrios multicolores.

Han transcurrido unos pocos minutos después He la, esce­na, anterior. La iglesia está desierta y sumida en la penum­bra. La única luz es el reflejo del alba, que, asimilando los colores de las ventanas, se proyecta sobre el muro donde está la cruz.

Las puertas que dan afuera, más allá de la arcada, se abren repentinamente con estrépito, y John y Loving aparecen en el umbral. Loving entra primero, caminando hacia atrás delante de John, a quien confía desesperada­mente en impedirle, aunque siempre sin tocarlo, que entre en la iglesia. Pero John es ahora el más fuerte, y con la misma mirada de obsesionada decisión obliga a Loving a retroceder.

Loving (cuando entran, con desesperación, como si la lucha lo dejara ya exhausto).– ¡Estúpido! ¡Aquí no hay más que odio!
John.– ¡No! ¡Hay amor! (Sus ojos se posan sobre la cruz y lanza un grito de esperanza.) ¡La cruz!
Loving.– ¡El símbolo del odio y la burla!
John.– ¡No! ¡Del amor! (Loving se ve obligado a retroceder hasta que su cabeza se apoya contra el píe de la cruz. John cae de rodillas ante ésta y alza las manos hacia la figura de Cristo, con aire de súplica.) ¡Miseri­cordia! ¡Perdona!
Loving (furiosamente).– ¡Estúpido! ¡Arrástrate abyec­tamente! ¡Es inútil! ¡Para orar, hay que creer!
John.– ¡He vuelto a Ti!
Loving.– ¡Palabras! ¡No hay nada!
John.– ¡Déjame que vuelva a creer en Tu amor!
Loving.– ¡Tú no puedes creer!
John (suplicante).– ¡Oh, Dios del Amor, oye mi plegaria!
Loving.– ¡Dios no existe! ¡Sólo existe la muerte!
John (más débilmente, ahora).– ¡Apiádate de mí! ¡Permite que Elsa viva!
Loving.– ¡La piedad no existe! ¡Sólo hay desprecio!
John.– ¡Óyeme mientras estamos a tiempo, aún! (Espera, mirando absorto la cruz con ojos llenos de angus­tia, los brazos en cruz también. Pausa.)
Loving (con triunfante burla).– ¡Silencio! ¡Pero de­trás de él oigo una burlona risa!
John (atormentado).– ¡No! (Desfallece, la cabeza baja, y solloza acongojado. Luego, repentinamente, se do­mina y volviendo a mirar la cruz habla entre sollozos, con tono extrañamente humilde de desgarrado reproche.) ¡Oh, Hijo del Hombre, yo soy Tú y Tú eres yo! ¿Por qué me has abandonado? ¡Oh, Hermano que vivió y amó y sufrió y murió con nosotros, que conoció los atormentados corazones de los hombres! ¿No puedes perdonar... aho­ra... cuando todo te lo entrego... cuando te he perdo­nado... el amor que en otros tiempos me quitaste?
Loving (con un grito de odio).– ¡No! ¡Embustero! ¡Yo no perdonaré nunca!
John (sus ojos fijos en el rostro del Crucificado se iluminan repentinamente, como si hallara la respuesta a su plegaria, y exclama con voz trémula de naciente espe­ranza y alegría).– ¡Ah! ¡Por fin me oyes! ¡No me has abandonado! ¡Me has amado siempre! ¡Estoy perdonado! ¡Puedo perdonarme a mí mismo... por medio de Ti! ¡Puedo creer!
Loving (se aleja, tambaleándose débilmente, del pie de la cruz).– ¡No! ¡Yo niego! (Se vuelve para enfren­tarse con la cruz, en postrer desafío:) ¡Te desafío! ¡No puedes vencerme! ¡Te odio! ¡Te maldigo!
John.– ¡No! ¡Yo bendigo! ¡Yo amo!
Loving (como si esto juera un golpe mortal, parece relajarse y sufrir un colapso y exclama, con estrangulada voz).– ¡No!
John (con una risa que es casi un sollozo).– ¡Sí! ¡Ahora, veo! ¡Por fin veo! ¡He amado siempre! ¡Oh, Señor del Amor, perdónale a .tu pobre y ciego tonto!
Loving.– ¡No! (Sus piernas se aflojan y cae de rodi­llas junto a John, como si alguna fuerza invisible lo ago­biara.)
John (su voz se eleva, jubilosa, los ojos fijos en el rostro del Crucificado).–Tú eres el Camino... la Ver­dad... la Resurrección y la Vida... ¡y si uno cree en Tu amor, el suyo nunca morirá!
Loving (con voz débil, rindiéndose por fin, le habla a la cruz, no sin un dejo final de orgullo en su humilda1).– ¡Has vencido, Señor! Tú eres... el Fin. Perdona... al alma maldita... ¡de John Loving!

Se desploma en el utelo y queda tendido de espaldas, muerto, con la cabeza al pie de la cruz y los brazos abiertos, de modo que su cuerpo forma otra cruz. John se levanta y se yergue con los brazos tendidos también, formando una tercera cruz, Mientras tanto, la luz del alba que penetra por los vidrios multicolores de las ventanas se tiñe rápidamente de un brillante escarlata y verde y oro, como si hubiera salido el sol. Los muros grises de la iglesia, sobre todo aquel en que está la cruz, y el rostro de Cristo, resplandecen con esta irradiación.

John Loving -que había sido solamente John- está de pie con los brazos tendidos hacia la cruz, con una mística exaltación en el rostro. El cadáver de Loving yace al pie de la cruz, como la ofrenda probatoria de un invá­lido curado sobre un altar.

El padre Baird entra presurosamente por la arcada. Se detiene al ver a John Loving; luego se le acerca silen­ciosamente y escudriña su semblante. La que ve lo induce a inclinar la cabeza y a mover los labios en agradecida plegaria. ]obn Loving ha olvidado su presencia.
Baird (dándole un golpecito en el hombro).–Jack.
John Loving (en el éxtasis de su visión mística aún, con voz extrema).– Soy John Loving.
Baird (lo mira absorto y dice con dulzura).– Todo va bien ahora, Jack. Elsa vivirá.
John Loving (con exaltación).– ¡Lo sé! ¡El amor vive siempre! ¡La muerte ha muerto! ¡Sssst! ¡Escucha! ¿Oyes?
Baird.– ¿El qué, Jack?
John Loving.– ¡La vida vuelve a reír con el amor de Dios! ¡La vida ríe con el amor!

TELÓN