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16/4/20

EUGENE LABICHE, y MARC MICHEL: EL SOMBRERO DE PAJA DE ITALIA

























EUGENE LABICHE y MARC MICHEL


EL SOMBRERO DE PAJA DE ITALIA


ACTO PRIMERO

En casa de Fadinard. Un salón octogonal. Al fondo, puerta de dos hojas que se abren sobre la escena. Una puerta en cada ángulo. Dos puertas en los primeros planos laterales. A la izquierda, contra el tabique, una mesa sobre la que hay una bandeja con una jarra, un vaso y una azucarera. Sillas.

VIRGINIA.— (A Félix, que quiere besarla.) ¡No! ¡Dejadme, señor Félix! No tengo tiempo para jugar.
FÉLIX.— ¿Ni siquiera un beso?
VIRGINIA.— ¡No quiero!
FÉLIX.— ¡Pero si somos paisanos! Yo soy de Rambouillet...
VIRGINIA.— ¡Ah, si tuviese que besar a todos los que son de Rambouillet!
FÉLIX.— Apenas cuatro mil personas.
VIRGINIA.— No se trata de eso. Hoy se casa el señor Fadinard, vuestro patrón. Me habéis invitado a ver la canastilla de bodas. ¿En dónde está la canastilla?
FÉLIX.— Tenemos tiempo de sobra... Mi amo salió ayer por la noche para ir a firmar el contrato en casa de su sue­gro. Regresará hoy a las once, con todo su cortejo, para ir a la alcaldía.
VIRGINIA.— ¿Es linda la novia?
FÉLIX.— Me parece torpe, pero es de buena familia. Es hija de papá Nonancourt, un vendedor de pepinos de Charentonneau.
VIRGINIA.— Señor Félix... si llegáis a oír que necesitan una mucama, no os olvidéis de mí.
FÉLIX.— ¿Queréis dejar a vuestro amo, el señor Beauperthuis?
VIRGINIA.— ¡No me habléis de él! Es un hombre de pé­simo carácter. Es gruñón, áspero, solapado y celoso... ¡Y su mujer!... En fin, no me gusta hablar mal de los amos...
FÉLIX.— ¡Oh, no!
VIRGINIA.— ¡Es una fantasmona! ¡Una mojigata que no vale nada!
FÉLIX.— ¡Pardiez!
VIRGINIA.— Apenas sale el señor... ¡zas! También ella sale... ¿Y adonde va? ¡No me lo ha dicho nunca, nunca!...
FÉLIX.— ¡Oh, no podéis quedaros en esa casa!
VIRGINIA.— (Bajando los ojos.) Y además, me gustaría tanto trabajar con alguien de Rambouillet...
FÉLIX.— (Besándola.) ¡Del Seine-et-Oise!
VEZINET.— (Entrando por el fondo; trae una sombrerera de mujer.) No os molestéis... soy yo, el tío Vézinet. ¿Ha lle­gado el cortejo?
FÉLIX.— (Amable.) ¡Todavía no, amable anciano!
VIRGINIA.— (Bajo.) ¿Que estáis haciendo?
FÉLIX.— Es sordo como una tapia. Ya veréis. (A Vézinet.) ¿Vamos a la boda, hermoso joven? ¿Vamos a bailar un rigo­dón? ¡Siempre que no inspiréis lástima! (Le ofrece una silla.) Id a acostaros.
VEZINET.— ¡Gracias, amigo mío, gracias! Creí al princi­pio que la cita era en la alcaldía, pero me he enterado que es aquí y aquí estoy.
FÉLIX.— ¡Sí! El señor de la Palisse ha muerto... ha muer­to de una enfermedad...
VEZINET.— ¡No, a pie no! ¡En fiacre! (Entregando la som­brerera a Virginia.) Tened... Llevad esto a la alcoba de la novia. Es mi regalo de bodas... Tened cuidado. ¡Es algo frágil!
VIRGINIA.— (Aparte.) Aprovecharé para ver la canastilla, (Saludando a Vézinet.) ¡Adiós, amoroso sordo!

(Sale por segunda puerta izquierda, llevando la sombrerera )

VEZINET.— Esta niña es muy gentil... ¡Eh, siempre es lindo encontrarse con un lindo palmito!...
FÉLIX.— (Ofreciéndole una silla.) ¡Bah! ¡A vuestra edad no os va a durar mucho, gran truhán!
VEZINET.— (Sentado a la izquierda.) ¡Gracias! (Aparte.) Este muchacho es muy juicioso.
FADINARD.— (Entrando por, el fondo y hablando entre bastidores.) ¡Desenganchad el cabriolé! (En escena.) ¡Ah, ésta si que es una aventura! Me cuesta veinte francos, pero no me quejo. ¡Félix!
FÉLIX.— ¡Señor!
FADINARD.— Imagínate...
FÉLIX.— ¿El señor viene solo? ¿Y el cortejo del señor?
FADINARD.— En estos momentos sale de Charentonneau en ocho fiacres. Me adelanté porque quise comprobar si todo estaba en orden en mi nido conyugal. ¿Han concluido los tapiceros? ¿Han traído ya la canastilla los regalos de boda?
FÉLIX. — (Señalando la habitación en segundo plano iz­quierda.) Sí, señor. Está todo en esa pieza.
FADINARD.— ¡Muy bien! Imagínate que partí esta mañana a las ocho de Charentonneau
VEZINET.— (Hablando consigo mismo.) ¡Cómo se hace esperar mi sobrino!
FADINARD.— (Oyendo a Vézinet.) ¡El tío Vézinet! (A Félix.) ¡Vete! Tengo a alguien mejor que tú... (Félix se retira al fondo: Fadinard comienza su relato.) Imaginaos que salí...
VÉZINET.— Sobrino mío, permitid que os felicite. (Busca a Fadinard para besarlo.)
FADINARD.—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! (Se besan; aparte.) ¡Cuanto se besa en la familia de mi mujer! (Alto, retomando el tono del relato.) Bueno, salí esta mañana a las ocho de Charentonneau...
VÉZINET.— ¿Y la novia?
FADINARD.— Sí... me sigue de lejos... en ocho fiacres. (Retomando.) Salí esta mañana a las ocho de Charentonneau...
VÉZINET.— He traído mi regalo de bodas.
FADINARD.— (Estrechándole la mano.) Muy gentil de vuestra parte... (Reiniciando su relato.) Estaba en mi cabriole y atravesaba el bosque de Vincennes, guando advertí de pronto que había dejado caer el látigo.
VÉZINET.— Sobrino, esos sentimientos os honran.
FADINARD.— ¿Qué sentimientos? ¡Ah, caramba! Siempre olvido que es sordo... No importa. (Continuando.) Como tie­ne el mango de plata, detuve el coche y bajé... Lo vi a unos cien pasos, entre unas ortigas... y me pinché los dedos.
VÉZINET.— Yo estoy muy a gusto.
FADINARD.— ¡Gracias! Al regresar... ¡adiós cabriolé! ¡Había desaparecido!
FÉLIX.— (Volviendo.) ¿El señor ha perdido su cabriolé?
FADINARD.— (A Félix.) Señor Félix, estoy hablando con mi tío, que no me oye. Os ruego no os inmiscuyáis en estas expansiones familiares.
VEZINET.— Diré más: los buenos maridos hacen las bue­nas mujeres.
FADINARD.— Si... ¡Tururututu! ¡Ran plan plan! Mi cabriolé había desaparecido. Averiguo, interrogo... Me dicen que hay uno detenido en un rincón del bosque. Corro, y ¿a que no sabéis con qué me encuentro? Con mi caballo, que está mascando algo así como un puñado de paja adornado de amapolas... Me aproximo... y al punto oigo una voz de mujer en la alameda vecina, que exclama: "¡Cielos, mi som­brero!" ¡El puñado de paja era un sombrero! Ella lo había colgado de un árbol, mientras hablaba con un militar.
FÉLIX.— (Aparte.) ¡Ah, ah! ¡Esto sí que es gracioso!
FADINARD.— (A Vézinet.) Entre nosotros, creo que se tra­ta de una bribona.
VEZINET.— No, yo soy de Chaillot... yo vivo en Chaillot.
FADINARD.— ¡Tutururutu! ¡Ran plan plan!
VEZINET.— ¡Cerca de la bomba de incendios!
FADINARD.— ¡De acuerdo, de acuerdo! Fui a presentar mis excusas a la dama y le ofrecí pagarle el daño causado, pero en ese momento se interpuso el militar... una especie de africano rabioso... ¡Comenzó por tratarme de caballo! ¡Qué diablos! ¡Se me subió la mostaza a la cabeza y le dije de todo, lo juro! Se arrojó sobre mí, di un salto y me encontré sobre el cabriolé... la sacudida puso en marcha al caballo ¡y aquí estoy! Sólo tuve tiempo para arrojarle una moneda de veinte francos por el sombrero... ¡o de veinte centavos, porque no pude fijarme muy bien! Esta noche lo sabré, cuan­do haga la caja... (Saca de su bolsillo un trozo de sombrero de paja adornado de amapolas.) ¡He aquí el vuelto!
VEZINET.— (Tomando el trozo de sombrero y examinán­dolo.) ¡La paja es hermosa!
FADINARD.— ¡Sí, pero demasiado cara!
VEZINET.— Habría que buscar mucho para encontrar un sombrero parecido... y yo entiendo algo de esto.
FÉLIX.— (Que se ha adelantado y tomado el sombrero de manos de Vézinet.) A ver...
FADINARD.— Señor Félix, os ruego que no os inmiscu­yáis en estas expansiones familiares.
FÉLIX.— ¡Pero, señor!...
FADINARD.— ¡Silencio, bergante!... como se decía en el antiguo repertorio...

(Félix vuelve al fondo.)

VEZINET.— Decid ¿a qué hora iremos a la alcaldía.
FADINARD.— ¡A las once! ¡A las once! (Le señala con los dedos.)
VEZINET.— Vamos a comer tarde. Tengo tiempo de ir a tomar un arroz con leche. ¿Permitís? (Va al fondo.)
FADINARD.— ¡Con muchísimo gusto!
VEZINET.— (Regresando para besarlo.) ¡Adiós, sobrino!
FADINARD.— Adiós, tío... (A Vézinet, que quiere besarlo) ¿Qué? ¡Ah, sí! Es un tic de familia... (Se deja besar.) ¡Vaya! Una vez que esté casado no podrás jugar mu­cho a esto, no ...
VEZINET.— ¿Y del otro lado?
FADINARD.— Era lo que yo decía... "¿Y del otro la­do?" (Vézinet lo besa en la otra mejilla.) ¡Vaya!
(Vézinet sale por el fondo. Félix entra por la izquierda, segundo plano, llevándose el trozo de sombrero.)
FADINARD.— (Solo.) En fin... dentro de una hora estaré casado y no volveré a oír a cada momento los gritos de mi suegro: "¡Yerno, todo ha terminado!" ¿Habéis tenido relaciones, alguna vez, con un puerco espín. Pues así es mi suegro. Lo conocí en un ómnibus. Su primera palabra fue un puntapié. Le iba a contestar con un puñetazo cuando una mirada de su hija me hizo abrir la mano... y le pasé su dinero al conductor. Después de semejante servicio, no tardó en confesarme que vendía pepinos en Charentonneau. Ved de qué modo el amor aguza el ingenio. Le pregunté: "Señor, ¿vendéis semilla de zanahorias?" Me contestó: "No, pero ten­go unos hermosos geranios". Esta respuesta fue un rayo de luz para mí. "¿A cuánto el tiesto" "Cuatro francos "¡En marcha!" Al llegar a su casa, elegí cuatro tiestos (era el santo de mi portero, precisamente) y le pedí la mano de su hija. "¿Quién sois" "Tengo veintidós francos de renta"... "¡Retiraos! "... diarios... ¡Sentaos, entonces!" ¡Admirad la falsedad de su carácter! Desde ese momento fui admitido a compartir su sopa de repollos, en compañía del primo Bobin, un papanatas que tiene la manía de besar a todo el mundo. .. sobre todo a mi mujer. ¡Me dicen que no tiene importancia, que se han criado juntos!... Pero claro que ésa no es ninguna razón... Una vez que esté casado.. . ¡Ca­sado! (Al público.) ¿Sois como yo? Esta palabra me llena el cuerpo de hormigas... No hay nada que agregar... Dentro de una hora estaré... (Vivamente.) ¡Casado! ¡Tendré una mujercita sólo para mí! Y podré besarla sin que el puerco espín que sabemos grite: "¡Señor, prohibido pisar el césped!" ¡Pobre mujercita! (Al público.) Pues bien, creo que le seré fiel... ¡palabra de honor! ¿No? ¡Sí! ¡Mi Elena es tan gentil... bajo su corona de novia! (Tonada del "Juramento".)
Conocí a una española
Que vivía en Barcelona,
Era andaluza y morena
Y estaba de fuego llena.
Por la fiereza de leona.
De esa intrépida amazona,
Por su mirar atrevido
Yo no envidio a su marido
Y prefiero por lo tanto
De mi novia los encantos.
Una rosa... con una corona de naranjos... así es la foto­grafía de mi Elena. Le he puesto un departamento delicioso. Aquí no se está mal. (Señalando a la izquierda.) Pero aquél es delicioso... un paraíso de palisandro con cortinas de ga­muza. Es caro, pero es lindo. ¡Un verdadero mobiliario de luna de miel! ¡Ah, quisiera que ya fuesen las doce y cuarto de la noche!... ¡Suben! ¡Son ella y su cortejo! ¡Ya están aquí las hormigas! ¿Queréis hormigas?

(Se abre la puerta; afuera se ve a una dama sin sombrero.)

ANAIS.— (A Emilio.) No, señor Emilio... os ruego...
EMILIO.— Entrad, señora; no temáis nada. (Entra.)
FADINARD.— (Aparte.) La dama del sombrero y su afri­cano... ¡Cáspita!
ANAIS.— (Turbada.) ¡Emilio, nada de escándalos!
EMILIO.— ¡Tranquilizaos! Soy vuestro caballero... (A Fadinard.) No esperabais vernos tan pronto, ¿verdad?
FADINARD.— (Con una sonrisa forzada.) Verdaderamente... vuestra visita me halaga mucho... pero confieso que en este momento... (Aparte.) ¿Qué querrán de mí?
EMILIO.— (Bruscamente.) ¡Ofreced una silla a la señora!
FADINARD.— (Adelantando un sillón.) ¡Ah, perdón! ¿La señora desea sentarse? Yo no sabía... (Aparte.) Y mi cortejo que ya debe estar por llegar...

(Anais se sienta.)

EMILIO.— (Sentándose a la derecha.) Tenéis un caballo de buen galope, señor.
FADINARD.— No me puedo quejar. ¿Le habéis seguido a pie?
EMILIO.— De ningún modo, señor; hice que mi asistente subiese a la trasera de vuestro coche.
FADINARD.— ¡Ah, si lo hubiese sabido! (Aparte.) ¡Ya te­nía mi látigo!
EMILIO.— (Duramente.) ¿Si lo hubieseis sabido?...
FADINARD.— Le hubiera rogado que me acompañase ade­lante... (Aparte.) ¡Ah! ¡Cómo me irrita este africano!
ANAIS.— Emilio, se está haciendo tarde; abreviemos la visita.
FADINARD.— Estoy completamente de acuerdo con la se­ñora... abreviemos. (Aparte.) Espero a mi cortejo.
EMILIO.— Señor, necesitaríais con urgencia algunas leccio­nes de trato social.
FADINARD.— (Ofendido.) ¡Teniente! (Emilio se levanta; mas calmo.) He tomado mis clases...
EMILIO.— Os habéis separado de nosotros de un modo muy poco delicado en el bosque de Vincennes.
FADINARD.— Llevaba mucha prisa.
EMILIO.— Y habéis dejado caer, por descuido, sin duda... esta pequeña moneda...
FADINARD.— (Tomándola.) ¡Veinte céntimos! ¡Toma! ¡Eran veinte céntimos. No estaba seguro... (Buscando en su bolsillo.) Es un error... Me fastidia que os hayáis molesta­do... (Ofreciéndole una moneda de oro.) ¡Aquí tenéis!
EMILIO.— (Sin tomarla.) ¿Qué es esto?
FADINARD.— Veinte francos por el sombrero...
EMILIO.— (Colérico.) ¡Señor!
ANAIS.— (Levantándose.) ¡Emilio!
EMILIO.— ¡Es justo! Le he prometido a la señora perma­necer tranquilo.
FADINARD.— (Buscando nuevamente en su bolsillo.) Creí que sería el precio. ¿Serán tres francos más? Yo no me fijo en pequeñeces.
EMILIO.— No se trata de eso, señor. No hemos venido aquí para reclamar dinero.
FADINARD.— (Muy asombrado.) ¿No? ¿Y entonces para qué?
EMILIO.— En primer lugar, señor, excusaos... excusaos ante la señora.
FADINARD.— ¿Excusarme yo?
ANAIS.— No es necesario. Os dispenso de ello.
EMILIO.— De ningún modo, señora; soy vuestro caballero,
FADINARD.— No os preocupéis por eso, señora... porque en verdad no he sido yo personalmente quien se ha comido vuestro sombrero... Y por otra parte, señora ¿estáis comple­tamente segura de que mi caballo no estaba en su derecho al mascar ese artículo de moda?
EMILIO.— ¿Cómo decís?
FADINARD.— ¡Escuchadme! ¿Por qué cuelga la señora sus sombreros dé los árboles? ¿Por qué se pasea la señora por los bosques acompañada de militares? Eso es muy sospechoso, señora...
ANAIS.— ¡Señor!
EMILIO.— (Colérico.) ¿Qué queréis decir?
ANAIS.— Sabed que el señor Tavernier...
FADINARD.— ¿Quién es Tavernier?
EMILIO.— (Bruscamente.) ¡Soy yo, señor!
ANAIS.— ...que el señor Tavernier... es... mi primo. Nos hemos criado juntos.
FADINARD.— (Aparte.) Ya conozco esta historia. Es su Bobin.
ANAIS.— Y si consentí en aceptar su brazo... fue para hablar de su porvenir... de su progreso... y para inculcarle principios de moral.
FADINARD.— ¿Sin sombrero?
EMILIO.— (Levantando una silla y golpeando coléricamente el piso.) ¡Voto a bríos!
ANAIS.— ¡Emilio! ¡Nada de ruidos!
EMILIO.— Permitid, señora.
FADINARD.— ¡Pero no me rompáis las sillas!... (Aparte.) Lo voy a tirar por la escalera... No... Podría caer sobre el cortejo.
EMILIO.— Abreviemos, señor ...
FADINARD.— Estaba por decir lo mismo, señor. Me ha tomado la palabra; estaba por decir lo mismo.
EMILIO.— ¿Queréis, sí o no, excusaros ante la señora?
FADINARD.— ¿Cómo? Con mucho gusto... Llevo prisa señora. Os ruego aceptéis las seguridades de mi consideración más distinguida, con la que... En fin, le voy a dar una buena tunda a Cosotte.
EMILIO.— No basta.
FADINARD.— ¿No? La pondré en galeras -a. perpetuidad.
EMILIO.— (Golpeando una silla con el puño.) ¡Señor!
FADINARD. — ¡Pero no me rompáis las sillas, señor!
EMILIO.— ¡Eso no es todo!
VOZ DE NONANCOURT.— (Entre bastidores.) Esperadnos. Ya subimos.
ANAIS.— (Espantada.) ¡Dios mío! ¡Hay gente!
FADINARD. — (Aparte.) ¡Caramba! Mi suegro... ¡Si en­cuentra aquí a una mujer, está todo perdido!
ANAIS.— (Aparte.) ¡Sorprendida en casa de un extraño! ¿Qué porvenir me espera... (Percibiendo el gabinete de la derecha.) ¡Ah!... (Entra.)
FADINARD.— (Corriendo hacia ella.) Señora, permitid... (Corriendo hacia Emilio.) Señor...
EMILIO.— (Entrando a izquierda, primer plano.) Despedid a esa gente. Ya continuaremos nuestra conversación...
FADINARD.— (Cerrando la puerta tras de Emilio y viendo a Nonancourt, que entra por el fondo.) ¡Ya era tiempo!

(Están todos de gala. Elena lleva la corona y el ramo de novia.)

NONANCOURT.— ¡Yerno, todo ha terminado! Os com­portáis como un hombrecillo despreciable...
ELENA.— Pero, papá...
NONANCOURT.— ¡Silencio, hija mía!
FADINARD.— Pero ¿qué he hecho?
NONANCOURT.— Abajo está todo el cortejo. Ocho fiacres...
BOBIN.— ¡Es una vista magnífica!
FADINARD.— ¿Y?
NONANCOURT.— Debisteis habernos recibido al pie de la escalera.
BOBIN.— Para besaros.
NONANCOURT.— Disculpé ante mi hija.
ELENA.— Pero, papá...
NONANCOURT.— ¡Silencio, hija mía! (A Fadinard.) ¡Va­mos, señor, disculpaos!
FADINARD.— (Aparte.) Parece que no habrá otro reme­dio. (Alto, a Elena.) Señorita, aceptad, 8st.lo ruego, las segu­ridades de mi consideración más distinguida.
NONANCOURT.— (Interrumpiéndole.) ¡Otra cosa! ¿Por qué habéis salido esta mañana de Charentonneau sin despe­diros de nosotros?
BOBIN.— ¿Y sin besar a nadie?
NONANCOURT.— ¡Silencio, Bobin! (A Fadinard.) ¡Con­testad!
FADINARD.— ¡Toma! Estabais durmiendo...
BOBIN.— ¡No es verdad! Yo me estaba lustrando las botas.
NONANCOURT.— Claro... porque somos gente del cam­po, campesinos...
BOBIN.— (Llorando.) ¡Porque vendemos pepinos!
NONANCOURT.— ¡No valemos la pena!
FADINARD.— (Aparte.) ¡Eh! ¡Cómo se las arregla el puer­co espín!
NONANCOURT.— ¡Ya despreciáis a nuestra familia!
FADINARD.— ¿Por qué no os purgáis, suegro? Os aseguro que os haría bien.
NONANCOURT.— ¡Pero aún no se ha llevado a cabo la boda, señor y es posible evitarlo!
BOBIN.— ¡Evitadlo, tío, evitadlo!
NONANCOURT.— ¡No me dejaré pisotear! (Sacudiendo un pie.) ¡Cristo! .
FADINARD.— ¿Qué os sucede?
NONANCOURT.— Tengo... unos zapatos de charol que me hacen daño, me irritan... y me ponen en ridículo... (Sa­cudiendo el pie.) ¡Cristo!
ELENA.— Se os pasará caminando, papá. (Agita los hom­bros.)
FADINARD.— (Viendo lo que hace; aparte.) ¿Qué tiene Elena?
NONANCOURT.— ¿Han traído un mirto para mí?
FADINARD.— ¿Un mirto? ¿Para qué?
NONANCOURT.— Es un emblema, señor.
FADINARD.— ¡Ah!
NONANCOURT.— ¿Os reís? ¡Os burláis de nosotros porque somos gente del campo, campesinos!...
BOBIN.— (Llorando.) ¡Porque vendemos pepinos!
FADINARD.— ¡Vamos, vamos!...
NONANCOURT.— Pero no me importa... Lo pondré yo mismo en el dormitorio de mi hija para que ella pueda de­cirse... (Sacudiendo el pie.) ¡Cristo!
ELENA.— (A su padre.) ¡Qué bueno sois, papá! (Agita los hombros.)
FADINARD.— (Aparte.) ¿Otra vez? ¡Pero tiene un tic!... No me había dado cuenta.
ELENA.— Papá...
NONANCOURT.— ¿Eh?
ELENA.— Tengo un alfiler en la espalda, y me pincha.
FADINARD.— Ya lo decía yo...
BOBIN.— (Vivamente, arremangándose.) Esperad un momentito, prima...
FADINARD.— (Deteniéndolo.) ¡Quedaos quieto, señor!
NONANCOURT.— Bah... Si se han criado juntos...
BOBIN.— Es mi prima.
FADINARD.— No importa. "¡Prohibido pisar el césped!
NONANCOURT.— (A su hija, señalándole el gabinete donde está Emilio.) ¡Toma! Entra allí...
FADINARD.— (Aparte.) ¿Con el africano? ¡Gracias! (Obstruyéndole el paso.) ¡No! ¡Por ahí, no!
NONANCOURT.— ¿Por qué?
FADINARD.— Está lleno de cerrajeros.
NONANCOURT.— (A su hija.) ¡Camina, entonces! ¡Sacúdete y caerá! (Sacudiendo el pie.) ¡Cristo! No aguanto más... me voy a poner unas pantuflas... (Se dirige a la habitación donde está Anais.)
FADINARD.— (Obstruyéndole el paso.) ¡No! ¡Por ahí, no!
NONANCOURT.— ¿Por?...
FADINARD.— Os lo diré; está lleno de deshollinadores.
NONANCOURT.— ¡Caramba! ¿Dais alojamiento a todos los gremios del Estado? ¡Vamos, en marcha! No nos hagamos esperar. Bobin, ofrece el brazo a tu prima. ¡Vamos, yerno, a la alcaldía! (Sacudiendo el pie.) ¡Cristo!
FADINARD.— (Aparte.) ¡Y aquellos dos ahí adentro! (Alto.) Estoy con vosotros... sólo el tiempo de tomar mi sombrero y mis guantes...

CONJUNTO: NONANCOURT, ELENA y BOBIN. - (To­nada de "¡Sonad campanas".)
¡Pronto mi yerno, en carroza subid!
Que los ocho fiacres aguardando están
Y podrá decirse que nunca en París
Se ha visto otra boda de tal calidad.
FADINARD.— Vamos, que ahora mismo subo a la carroza,
Mi suegro querido, sigo vuestros pasos.
Ya corro a reunirme al cortejo de boda
Esperadme un poco, que en seguida bajo.
ELENA y BOBIN.— ¡Pronto, señor, en carroza subid!...

(Nonancourt, Elena y Bobin salen por el fondo.)

FADINARD.— (Corriendo vivamente hacia la pieza donde está Anais.) Venid, señora... No podéis quedaros en mi casa... (Corriendo a la habitación de la izquierda.) Vamos, vamos, señor... Levantemos campamento...

(Virginia entra riendo por la segunda puerta izquierda. Tie­ne en la mano el trozo de sombrero de paja que ha llevado Félix y no ve a los personajes que están en escena. Entretanto, Fadinard va hacia el fondo para oír cómo se va Nonancourt. No ve a Virginia.)

VIRGINIA.— (Hablando consigo misma.) ¡Ja, ja, ja! ¡Esto sí que es cómico!
EMILIO.— (Aparte.) ¡Cielos! ¡Virginia!
ANAIS.— (Entreabriendo la puerta.) ¡Mi doncella! ¡Esta­mos perdidos! (Escucha ansiosamente, igual que Emilio.)
VIRGINIA.— (Id.) ¡Una dama que se va al bosque de Vincennes con un militar, para que le coman el sombrero!
FADINARD.— (Dándose vuelta y viéndola; aparte.) ¿De dónde sale ésta? (Se aproxima algo hacia la izquierda.)
VIRGINIA.— (Id.) Se parece al de la señora... ¡Sería gra­cioso sí!...
EMILIO.— (Bajo.) ¡Echad a esa muchacha u os mato!
VIRGINIA.— Necesito saber..
FADINARD.— (Dando un salto.) ¡Caráspita! (Arranca el trozo de sombrero de las manos de Virginia.) ¡Vete!
VIRGINIA.— (Sorprendida y espantada al ver a Fadinard.) ¡Señor, señor!...
FADINARD.— (Empujándola hacia la puerta del fondo.) ¡Vete o te mato!
VIRGINIA.— (Dando un grito.) ¡Ah! (Sale.)
FADINARD.— (Regresando.) Pero ¿quién es esta criatura? ¿Qué significa todo esto? (Sosteniendo a Anais, que entra vaci­lando.) ¡Vamos! ¡Se siente mal! (La sienta a la derecha.)
EMILIO.— (Yendo hacia ella.) ¡Anais!
FADINARD.— ¡Señora! ¡Pronto, por favor! ¡Estoy muy apurado!
VOZ DE NONANCOURT.— (Desde la puerta.) ¡Yerno! ¡Yerno!
FADINARD.— ¿No os digo?
EMILIO.— ¡Un vaso de agua azucarada, señor... un vaso de agua azucarada!
FADINARD.— (Perdiendo la cabeza.) ¡Ya va, ya va! ¡Qué diablos! ¡Qué mala suerte! (Toma lo necesario del velador y revuelve el agua azucarada.)
EMILIO.— ¡Querida Anais!... (A Fadinard, bruscamente.) ¡Vamos, pues, voto a bríos!
FADINARD.— (Revolviendo el agua azucarada.) ¡Ya va a estar, voto a sanes!... (A Anais.) Señora, no quisiera pediros que os retirarais... pero creo que si regresáis a vuestra casa...
EMILIO.— ¡Ya no es posible señor!
FADINARD.— (Asombrado.) ¿Cómo que no es posible?
ANAIS.— (Con voz alterada.) Esa muchacha...
FADINARD.— ¿Qué más, señora?
ANAIS.— Esa muchacha es mi doncella... ha reconocido el sombrero y se lo va a contar a mi marido.
FADINARD.— ¡Un marido! ¡Ah, cáspita! ¡Hay un marido!
EMILIO.— Celoso y brutal.
ANAIS.— Si regreso sin ese maldito sombrero, él, que todo lo ve negro... sería capaz de creer cualquier cosa.
FADINARD.— (Aparte.) ¡Patrañas!
ANAIS.— (Desesperada.) ¡Estoy perdida, comprometida! ¡Ah, me voy a enfermar!
FADINARD.— (Vivamente.) ¡No aquí, señora, no aquí! Es­te es un departamento muy malsano.
VOZ DE NONANCOURT.— (Desde la planta baja.) ¡Yer­no! ¡Yerno!
FADINARD.— ¡Ya voy, ya voy! (Bebe. Se vuelve hacia Emilio.) ¿Qué hacemos?
EMILIO.— (A Anais.) Es absolutamente necesario conse­guir un sombrero igual... ¡de ese modo os salvaréis!
FADINARD.— (Encantado.) ¡Pardiez! ¡El africano tiene razón!... (Ofreciéndole el trozo de sombrero.) Tened, seño­ra... Aquí hay una muestra... y recorriendo los negocios...
ANAIS.— ¿Yo, señor? ¡Pero si me estoy muriendo!
EMILIO.— ¿No veis que la señora se está muriendo? ¡A ver ese vaso de agua!
FADINARD.— (Ofreciéndole el vaso.) Aquí está... (Al verlo vacío.) ¡Caramba, no queda nada! (Ofreciendo la mues­tra a Emilio.) Pero ¿y vos, señor... que no os estáis muriendo?
EMILIO.— ¿Abandonar yo a la señora en semejante estado?
VOZ DE NONANCOURT.— ¡Yerno! ¡Yerno!
FADINARD.— ¡Ya voy! (Yendo a colocar el vaso sobre la mesa) ¡Pero caramba, señor! ¡Ese sombrero no vendrá a po­nerse por sí solo en la cabeza de la señora!
EMILIO.— Sin duda. ¡Corred, señor, corred!
FADINARD.— ¿Yo?
ANAIS.— (Levantándose, muy agitada.) ¡En el nombre del cielo, señor! ¡Id inmediatamente!
FADINARD.— Se dice fácil, señora... Pero resulta que hoy me caso. Tengo el honor de participa en tan horroroso acon­tecimiento... y mi cortejo me está esperando abajo...
EMILIO.— (Bruscamente.) ¡Vuestra boda me interesa un rábano!
FADINARD.— ¡Teniente!
ANAIS.— Os ruego especialmente, señor, que elijáis una paja exactamente igual. Mi marido conoce el sombrero.
FADINARD.— Pero, señora...
EMILIO.— Con amapolas.
FADINARD.— Permitidme...
EMILIO.— Os esperaremos aquí diez días, un mes... todo el tiempo necesario.
FADINARD.— ¡De modo que necesito echarme a galopar detrás de un sombrero, bajo pena de que mi boda se quede vagabundeando! ¡Ah, sois muy gentil!
EMILIO.— (Tomando una silla.) ¿Partís, señor?
FADINARD.— (Exasperado, tomándole la silla.) Sí, señor... salgo. Dejad mis sillas en paz. ¡No! ¡No toquéis nada, qué diablos! (Consigo mismo.) Corro a la primera casa de sombreros... Pero ¿qué hago con mis ocho fiacres? ¡Y el alcalde, que nos espera!... (Se sienta maquinalmente sobre la silla que tenía.)
VOZ DE NONANCOURT.— ¡Yerno! ¡Yerno!
FADINARD.— (Levantándose.) ¡Se lo voy a contar todo a mi suegro!
ANAIS.— ¡No faltaría más!
EMILIO.— ¡Una sola palabra... y sois hombre muerto!
FADINARD.— ¡Muy bien! ¡Sois muy delicados!
VOZ DE NONANCOURT.— (Golpeando en la puerta.) ¡Yerno! ¡Yerno!
ANAIS y EMILIO.— (Corriendo hacia Fadinard.) ¡No abráis! (Se arrojan a la derecha de la puerta, que se abre de tal modo que ambos quedan cubiertos por sus hojas.)
NONANCOURT.— (Apareciendo en la puerta del fondo con un tiesto de mirtos.) ¡Yerno, todo ha terminado! (Quiere entrar.)
FADINARD.— (Obstruyéndole el paso.) ¡Sí... en marcha!
NONANCOURT.— (Queriendo entrar.) Esperad que guarde el mirto.
FADINARD.— (Haciéndole retroceder.) ¡No entréis! ¡No entréis!
NONANCOURT.— ¿Por qué?
FADINARD.— Está lleno de tapiceros. ¡Venid, venid! (Salen los dos. Se cierra la puerta.)
ANAIS.— (Llorosa, arrojándose en brazos de Emilio.) ¡Ah, Emilio!
EMILIO.— (Id., al mismo tiempo.) ¡Oh, Anais!
FÉLIX.— (Entrando y viéndolos.) Pero ¿qué es esto?

TELÓN
ACTO SEGUNDO

Una sombrerería de damas. Por izquierda, un mostrador paralelo al tabique lateral. Arriba, sobre un anaquel, una de esas cabezas de cartón que usan las sombrereras, sobre la que hay colocada una capa de mujer. Sobre el mostrador, un gran registro, tintero, plumas, etc. Por izquierda, en tercer plano, una puerta. Por derecha, puertas en primero y segundo plano. Puerta principal al fondo. Banquitos a ambos lados de esta puerta. Sillas. Salvo la cabeza de cartón, no se ve en toda la pieza ni un solo artículo de moda. Estamos en el salón inte­rior de la sombrerería, y se supone que el negocio se encuen­tra al costado, en la habitación de segundo plano derecha. La puerta del fondo se abre sobre una antecámara.

CLARA.— (Hablando entre bastidores, en la puerta de la izquierda, segundo plano.) ¡Daos prisa, señoritas! Este pedido es muy urgente... (En escena.) ¡El señor Tardiveau no ha llegado aún! No he visto nunca un tenedor de libros tan re­molón ... Está demasiado viejo. Tomaré uno más joven...
TARDIVEAU.— (Entrando por el fondo.) ¡Uf! Al fin lle­go... estoy sudando a mares. (Toma un pañuelo de seda que lleva en el sombrero y se limpia la frente.)
CLARA.— Mis felicitaciones, señor Tardiveau. Llegáis tem­prano.
TARDIVEAU.— No es culpa mía, señorita. Me levanté a las seis de la mañana. (Aparte.) ¡Dios mío! ¡Qué calor hace! (Alto.) Hice el fuego, me afeité, me hice la sopa y me la comí.
CLARA.— ¿Vuestra sopa? ¿Y a mí que me importa?
TARDIVEAU.— No puedo tomar café con leche... No lo paso... y como estoy de guardia...
CLARA.— ¿Vos?
TARDIVEAU.— Me quité la túnica... porque el unifor­me ... en una sombrerería...
CLARA.— ¡Pero caramba, papá Tardiveau, tenéis más de cincuenta y cinco años!
TARDIVEAU.— Sesenta y dos, señorita... para serviros.
CLARA.— (Aparte.) Muchas gracias.
TARDIVEAU.— Pero he logrado que el gobierno acceda a prolongar mi servicio.
CLARA.— ¡Vaya una devoción!
TARDIVEAU.— ¡Oh, no! Es para encontrarme con Trouillebert.
CLARA.— ¿Qué es eso?
TARDIVEAU.— ¿Trouillebert? Un profesor de clarinete. Pedimos que nos pongan juntos en la guardia y nos pasamos la noche jugándonos vasos de agua azucarada. Es mi única debilidad. No soporto la cerveza. (Va a ocupar su lugar en el mostrador.)
CLARA.— (Aparte.) ¡Qué viejo maniático!
TARDIVEAU.— (Aparte.) ¡Dios mío, qué calor! Tengo la camisa empapada.
CLARA.— Señor Tardiveau, voy a encomendaros una dili­gencia. Iréis...
TARDIVEAU.— Perdón. Antes quisiera me permitieseis ponerme un chaleco de franela.
CLARA.— Sí, cuando regreséis. Iréis corriendo hasta la casa del pasamanero, en la calle Rambuteau...
TARDIVEAU.— Pero...
CLARA.— Llevaréis unas bufandas tricoloras.
TARDIVEAU.— ¿Bufandas tricoloras?
CLARA.— Son para ese alcalde de provincias que sabéis...
TARDIVEAU.— (Saliendo del mostrador.) Pero tengo la camisa completamente empapada...
CLARA.— ¡Vamos, en marcha! ¿No os habéis ido todavía?
TARDIVEAU.— ¡Ya voy! (Aparte.) ¡Dios mío, qué calor tengo! Me cambiaré al volver... (Sale por el fondo.)
CLARA.— (Sola.) Mis obreras trabajan... todo está en or­den... Fue una buena idea la de establecerme. Hace apenas cuatro meses, y ya me voy formando una clientela. ¡Ah, yo no soy una sombrerera como las otras! Soy buena... y no tengo enamorados... por el momento... (Se oye un ruido de coches.) ¿Qué es esto?
FADINARD.— (Entrando vivamente.) ¡Señora, necesito un sombrero de paja inmediatamente, al instante! ¡Daos prisa!
CLARA.— ¿Un sombrero de...? (Percibiendo a Fadinard.) ¡Ah, Dios mío!
FADINARD.— (Aparte.) ¡Caramba! ¡Clara! ¡Una antigua! ¡Y mi cortejo que está en a puerta!... (Alto, mientras se diri­ge hacia la puerta.) ¿No tenéis? Muy bien. Ya volveré...
CLARA.— (Deteniéndolo.) ¡Ah, vos! ¿De dónde venís?
FADINARD.— ¡Shht! ¡Nada de ruido! Ya os lo explicaré. Llego de Saimur.
CLARA.— ¿Después de seis meses?
FADINARD.— Sí... ¡perdí la diligencia! (Aparte.) ¡Maldito encuentro!
CLARA.— ¡Ah, sois muy gentil! ¿Os comportáis así con las mujeres?
FADINARD.— ¡Por favor, nada de ruido! Admito tener algunos defectillos.
CLARA.— ¿Cómo "defectillos"? El señor me dice: "Te voy a llevar al Castillo de Flores". Nos ponemos en marcha. La lluvia nos sorprende en el camino... y en vez de ofrecerme un fiacre me ofrece... ¿qué? ¡Un resguardo bajo un puente!
FADINARD.— (Aparte.) Es verdad. Así fui de canalla.
CLARA.— Una vez llegados, me decís: "Espérame, voy a buscar un paraguas". Espero... y regresáis al cabo de seis me­ses. .. ¡y sin paraguas!
FADINARD.— ¡Oh, Clara! Estáis exagerando... En pri­mer lugar, son nada más que cinco meses y medio... En cuan­to al paraguas, es un olvido. Voy por él. (Falso mutis.)
CLARA.— ¡De ningún modo! De ningún modo. ¡Exijo una explicación!
FADINARD.— (Aparte.) ¡Maldición! Y mi cortejo dale que dale en ocho fiacres. (Alto.) Clara, Clarita. . . tú sabes cómo te amo. (La besa.)
CLARA.— ¡Cuando pienso que este sujeto me había pro­metido matrimonio!
FADINARD.— (Aparte.) ¡Qué cosas encuentra uno! (Alto.) Te lo prometo siempre...
CLARA.— ¡Oh! En primer lugar, si os casáis con otra, arma­ré un escándalo terrible.
FADINARD.— ¡Pero qué tonta es esta mujer! ¿Casarme yo con otra? ¿No es buena prueba para ti el que te dé toda mi experiencia? (Cambiando de tono.) ¡Ah! Necesito ahora mismo un sombrero de paja de Italia... con amapolas.
CLARA.— Claro... para otra mujer.
FADINARD.— ¡Oh, oh! ¡Pero qué tonta es! Un sombrero de paja para... No, es para un capitán de dragones que quie­re engañar a su coronel.
CLARA.— ¡Hum! ¡No estoy muy segura! Pero os perdono... con una condición.
FADINARD.— La acepto... ¡Pronto!
CLARA.— Hoy cenaremos juntos.
FADINARD.— ¡Pardiez!
CLARA.— Y esta noche me llevaréis al Ambigú.
FADINARD.— Es una buena idea, ¿eh? ¡Esta sí que es una buena idea!... Precisamente hoy tengo la noche libre y me estaba diciendo a mí mismo: "¡Dios mío! ¿En qué voy a em­plear yo mi noche?" ¡Veamos los sombreros!
CLARA.— Este es el salón de trabajo. Pasemos al negocio y nada de echarle el ojo a mis obreras ¿eh?... (Entra por dere­cha, segundo plano. Fadinard está por seguirla, pero entra Nonancourt.)
NONANCOURT.— (Entrando con un tiesto de mirtos.) ¡Yerno! ¡Todo ha terminado!
FADINARD.— (Aparte.) ¡Caray! ¡Mi suegro!
NONANCOURT.— ¿En dónde está el alcalde?
FADINARD.— Ahora mismo lo voy a buscar. Esperadme. (Entra vivamente por derecha, segundo plano. Elena, Bobin, Vézinet y miembros del cortejo entran en procesión.)
(Tonada "No tardemos".)
Oh mis parientes y amigos.
Cordialmente aquí reunidos,
Entremos en la alcaldía
Que ha llegado al fin el día
En que estos dos corazones
Reciban las bendiciones
Y pronuncien muy contentos
Los eternos juramentos.
NONANCOURT.— ¡Al fin estamos en la alcaldía! Hijos míos, os recomiendo muy especialmente no hacer tonterías... El que tenga guantes que los cuide... En cuanto a mí... (Sacudiendo el pie. Aparte.) ¡Cristo! ¡Cómo me fastidia este mirto! Si lo hubiera sabido, lo hubiese dejado en el fiacre. (Alto.) Estoy muy emocionado. ¿Y tú, hija mía?
ELENA.— Papá, el alfiler me sigue pinchando.
NONANCOURT.— Camina; de ese modo caerá. (Elena lo hace.)
BOBIN.— Tío Nonancourt, guardad vuestro mirto.
NONANCOURT.— ¡No! ¡Sólo me separaré de él con mi hija! (A Elena, tierno.) ¡Elena!
(Tonada de la romanza de "El Almendro".)
El día en que naciste
Planté frente a tu ventana
Una planta que creció
junto a tu cuna encantada
Y siempre que tu nodriza
El alimento te daba... (bis)
El mismo oficio cumplía
Yo con respecto a la planta,
Pues que su nodriza he sido
No de leche, sino de agua,
Regándola con cuidado
Cada vez que tú mamabas.
(Interrumpiéndose y sacudiendo el pie.) ¡Cristo! (Entregando el mirto a Bobin.) ¡Toma! ¡Me ha dado un calambre!
VEZINET.— Se está bien aquí... (Señalando el mostrador.) Ahí está el pretorio. (Señalando el libro.) El registro de estado civil... en donde vamos a firmar todos.
BOBIN.— ¿Y los que no saben?
NONANCOURT.— Harán una cruz. (Viendo la cabeza de cartón.) ¡Toma! ¡Un busto de mujer!... ¡Ah, no se parece en nada!
BOBIN.— No. El de Charentonneau es mejor.
ELENA.— Papá, ¿qué me van a hacer?
NONANCOURT.— Nada, hija mía. Sólo tendrás que decir "sí" bajando los ojos... y todo habrá concluido.
BOBIN.— ¡Y todo habrá concluido! ¡Ah!... (Pasando el mirto a Vézinet.) Tomad esto; tengo ganas de llorar.
VEZINET.— (Que se disponía a sonarse.) Con mucho gus­to. (Aparte.) ¡Diablos!... Pero yo tengo ganas de sonarme... (Pasando el mirto a Nonancourt.) Tened, papá Nonancourt.
NONANCOURT.— ¡Gracias! (Aparte.) Si lo hubiera sabido, lo hubiese dejado en el fiacre.
TARDIVEAU.— (Entra sofocado al mostrador.) ¡Dios mío, qué calor tengo! (Coloca sobre el mostrador las bufandas tri­coloras.) ¡Tengo la camisa empapada!
NONANCOURT.— (Percibiendo a Tardiveau y las bufandas.) ¡Hum! ¡Aquí está el señor alcalde con su banda!... Nadie se quite los guantes.
BOBIN.— (Bajo.) Tío, he perdido uno.
NONANCOURT.— Ponte la mano en el bolsillo. (Bobin se pone la mano enguantada en el bolsillo.) ¡Esa no, imbécil! (Se pone las dos. Tardiveau ha tomado un chaleco de franela de bajo del mostrador.)
TARDIVEAU.— (Aparte.) ¡Al fin podré cambiarme!
NONANCOURT. - (Toma a Elena por la mano y la presenta a Tardiveau.) Señor, aquí está la novia... (Bajo.) ¡Saluda! (Elena hace varias reverencias.)
TARDIVEAU.— (Guardando vivamente el chaleco de fra­nela.) ¿Qué es esto?
NONANCOURT.— Es mi hija.
BOBIN.— Mi prima...
NONANCOURT.— Yo soy su padre.
BOBIN.— Yo soy su primo.
NONANCOURT.— Y éstos son nuestros parientes. (A los Además.) ¡Saludad! (Todo el cortejo saluda.)
TARDIVEAU.— (Saludando a derecha e izquierda. Aparte.) Son muy educados... pero van a impedir que me cambie.
NONANCOURT.— ¿Queréis comenzar a tomar los nom­bres? (Coloca el mirto sobre el mostrador.)
TARDIVEAU.— Con mucho gusto. (Abre el gran libro y dice aparte.) Esta es una boda del campo, que viene de com­pras.
NONANCOURT.— ¿Estáis listo? (Dictando.) Antonio, Pedrito...
TARDIVEAU.— Los nombres no son necesarios.
NONANCOURT.— ¡Ah! (A los miembros del cortejo.) En Charentonneau los preguntan.
TARDIVEAU.— Despachemos pronto, señor. Tengo mu­cho calor.
NONANCOURT.— Sí... (Dictando.) Antonio Voiture, Pedrito, llamado Nonancourt (Interrumpiéndose.) ¡Cristo! Dis­culpad mi emoción! Pero tengo puesto un zapato que me hace daño. (Abriendo sus brazos a Elena.) ¡Ah, hija mía!
ELENA.— ¡Ah, papá! Me sigue pinchando.
TARDIVEAU.— Señor, no perdamos tiempo. (Aparte.) Es­toy seguro de pescarme una pleuresía. ¿Vuestra dirección?
NONANCOURT.— Ciudadano mayor de edad.
TARDIVEAU.— ¿Dónde vivís?
NONANCOURT.— Vendo pepinos.
BOBIN.— Miembro de la Sociedad de Horticultura de Siracusa.
TARDIVEAU.— ¡Pero es inútil!
NONANCOURT.— Nacido en Gresbois, el 7 de diciem­bre de 1798.
TARDIVEAU.— ¡Basta ya! ¡No os estoy pidiendo vuestra biografía!
NONANCOURT.— He concluido. (Aparte.) ¡Qué alcalde tan cáustico! (A Vézinet.) Ahora vos... (Vézinet no se mueve.)
BOBIN.— (Empujándolo.) ¡Os toca a vos!
VÉZINET.— (Adelantándose majestuosamente hasta el mos­trador.) Señor, antes de aceptar el papel de testigo...
TARDIVEAU.— Perdón... ¿cómo decís?
VÉZINET.— (Continuando.) Me he compenetrado bien de mis deberes...
NONANCOURT.— (Aparte.) ¿En dónde diablos estará mi yerno?
VÉZINET.— Me ha parecido que un testigo debe reunir tres cualidades...
TARDIVEAU.— Pero, señor...
VÉZINET.— La primera...
BOBIN.— (Entreabriendo la puerta de la derecha; segundo plano.) ¡Tío! ¡Tío! ¡Venid a ver!
NONANCOURT.— ¿Qué? (Mirando y lanzando un grito.) ¡Por cien mil pepinos! ¡Mi yerno abrazando a una mujer!
TODOS.— ¡Oh! (Rumor en el cortejo.)
BOBIN.— ¡Qué sinvergüenza!
ELENA.— ¡Es horrible!
NONANCOURT.— ¡El día de su boda!
VÉZINET.— (Que no ha oído nada, a Tardiveau.) La se­gunda: ser francés... naturalizado al menos...
NONANCOURT.— (A Tardiveau.) ¡Deteneos! ¡Esto no irá más allá! ¡Todo ha terminado!... ¡Borrad, señor, borrad! (Tardiveau borra.) ¡Retomo a mi hija! ¡Bobin, te la doy!
BOBIN.— (Contento.) ¡Ah, tío!
TODOS.— (Al ver aparecer a Fadinard.) ¡Aquí está!
CORO-CONJUNTO.— (Tonada: "Es verdaderamente un horror".)
¡Oh, qué cosa vergonzosa,
realmente escandalosa,
horrorosa y odiosa
hasta ser casi monstruosa!
FADINARD.— ¡Oh, qué ira tempestuosa!
¿Me diréis qué cosa odiosa
hice yo, tan vergonzosa,
tan horrorosa y monstruosa?
Pero ¿qué sucede? ¿Por qué habéis entrado?
NONANCOURT.— ¡Yerno, todo ha terminado!
FADINARD.— De acuerdo.
NONANCOURT.— ¡Me recordáis las orgías de la Regen­cia! ¡Fuera, señor, fuera!
FADINARD.— Pero ¿qué es lo que he hecho?
TODOS.— ¡Oh!
NONANCOURT.— ¿Sois vos quien lo pregunta? No... ¿Eres tú quién me lo pregunta? ¡Acabo de sorprenderte con tu Colombina... Arlequín!
FADINARD.— (Aparte.) ¡Caray! ¡Me ha visto! (Alto.) En ese caso, no lo niego.
TODOS.— ¡Ah!
ELENA.— (Llorando.) ¡Lo confiesa!
BOBIN.— ¡Pobre prima! (Besando a Elena.) ¡Fuera, señor, fuera!
FADINARD.— ¡Vos quedaos quieto! (A Bobin, repelién­dolo.) Prohibido pisar el césped.
BOBIN.— ¡Es mi prima!
NONANCOURT.— Está permitido.
FADINARD.— ¡Ah, está permitido! ¡Pues yo también estaba besando a mi prima!
TODOS.— ¡¡¡Ahh!!!
NONANCOURT.— Presentádmela. Voy a invitarla a la boda.
FADINARD.— (Aparte.) ¡No faltaría más! (Alto.) Es inútil; no aceptaría porque está de duelo.
NONANCOURT.— ¿Con un vestido color rosa?
FADINARD.— Sí; es un regalo de su marido.
NONANCOURT.— ¡Ah! (A Tardiveau.) ¡Reanudemos, se­ñor! ¡Bobin, te la quito!
BOBIN.— (Vejado; aparte.) ¡Viejo idiota!
NONANCOURT.— Podemos empezar... (A los demás.) Que cada cual ocupe su lugar. (Todo el cortejo se sienta a Ja derecha, frente a Tardiveau.)
FADINARD.— (En el extremo izquierdo, adelantado; apar­te.) ¿Qué diablos van a hacer?
TARDIVEAU.— (Abandonando el gran libro, va a buscar su chaleco de franela en la extremidad del mostrador; aparte.) ¡No! ¡No quiero quedarme así!...
NONANCOURT.— (Al cortejo.) ¿Se va? Parece que no es aquí donde casan.
TARDIVEAU.— (Con su chaleco de franela en la mano; aparte.) Es absolutamente necesario que me cambie. (Sale del mostrador por el proscenio.)
NONANCOURT.— (Al cortejo.) ¡Sigamos al señor alcalde! (Toma su mirto del mostrador y pasa por detrás siguiendo a Tardiveau. Todo el cortejo le sigue en fila; Bobin toma el registro y Vézinet la bufanda; otros, la tinta, la pluma y la regla. Nonancourt da el brazo a su hija. Al advertir que le si­guen, Tardiveau no comprende por qué y sale precipitada­mente por derecha, primer plano.)
CORO.— (Tonada: "¡Vayamos pronto!".)
Puesto que este funcionario
Se ha ofrecido como guía
Sigamos al buen vicario
Que nos mostrará la vía.
FADINARD.— Pero, ¿qué están haciendo? ¿Adonde van?
CLARA.— (Entrando por la derecha, segundo plano.) ¡Se­ñor Fadinard!
FADINARD.— ¡Ah, Clara!
CLARA.— Aquí tenéis vuestra muestra. No tengo nada pa­recido.
FADINARD.— ¿Cómo?
CLARA.— Es una paja muy fina y no queda en plaza. ¡No la vais a encontrar en ningún lado! (Le devuelve el pedazo de sombrero.)
FADINARD.— (Aparte.) ¡Cáspita! ¡Esta sí que es buena!
CLARA.— Si queréis esperar quince días, puedo pedir uno a Florencia.
FADINARD.— ¡Quince días! ¡Casi nada!...
CLARA.— Sólo conozco uno igual en París.
FADINARD.— (Vivamente.) ¡Lo compro!
CLARA.— No está en venta. Se lo vendí hace ocho días a la baronesa de Champigny. (Clara se aproxima al mostrador y arregla algunas cosas.)
FADINARD.— (Aparte, paseándose.) ¡Una baronesa! No puedo presentarme ante ella y decirle: "Señora... ¿Qué me cobráis por el sombrero?" ¡A fe mía!... ¡Tanto peor para ese caballero y su dama! Primero me casaré y después...
TARDIVEAU.— (Entra muy turbado por la puerta del fon­do; lleva en la mano su chaleco de franela.) ¡Dios mío, qué calor tengo!

(En el mismo instante entra todo el cortejo siguiéndolo. Nonancourt, con su mirto; Bobin con el registro y Vézinet con la bufanda. Al verlos, Tardiveau prosigue su camino y entra por izquierda.)
CORO.— (El mismo anterior.)
Puesto que este funcionario
Etc., etc....
CLARA.— (Estupefacta.) Pero, ¿qué es esto? (Entra por iz­quierda.)
FADINARD.— Pero ¿qué están haciendo? ¡Papá Nonancourt! (Va a seguir al cortejo, pero lo detiene Félix, que entra vivamente por el fondo.)
FÉLIX.— Señor, vengo de casa.
FADINARD.— (Vivamente.) ¿Y el militar?
FÉLIX.— Jura... rechina los dientes... y rompe las sillas...
FADINARD.— ¡Caráspita!
FÉLIX.— Dice que os estáis burlando de él... y que de­beríais haber regresado en diez minutos... pero que cuando volváis ya se encargará él de vos...
FADINARD.— Félix, tú eres mi criado; te ordeno que lo arrojes por la ventana.
FÉLIX.— No creo que le guste.
FADINARD.— (Vivamente.) ¿Y la señora? ¿Y la señora?
FÉLIX.— ¡Le dan ataques de nervios... se revuelca por el suelo y llora!
FADINARD.— Ya se le pasará.
FÉLIX.— Llamaron al médico, quien dispuso que guardara cama y se ha quedado a su lado.
FADINARD.— (Gritando.) ¿En la cama? ¿En qué cama?
FÉLIX.— ¡En la vuestra, señor!
FADINARD.— (Fuerte.) ¡Es una profanación! ¡No quiero! ¡La cama de mi Elena, que yo ni siquiera me atrevería a estrenar con los ojos! ¡Y ahora viene una señora a quien ni siquie­ra conozco y se desgañita los nervios en ella! ¡Vamos, corre... hazla levantar... tira las cobijas!...
FÉLIX.— Pero, señor...
FADINARD.— ¡Diles que he encontrado el objeto... que estoy sobre la pista!
FÉLIX.— ¿Qué objeto?
FADINARD.— (Empujándolo.) ¡Date prisa, animal! (Con­sigo mismo.) No hay que vacilar más... ¡Una enferma en mi casa y un médico! Necesito ese sombrero a todo precio... aunque deba ir a buscarlo a una cabeza coronada o a la cima del obelisco! Si, pero... ¿y qué hago yo con mi cortejo? ¡Ten­go una idea! ¿Y si lo metiese en el obelisco? Eso es... le diré al guardián: "Os alquilo el monumento por doce horas. No dejéis salir a nadie!' (A Clara, que entra asombrada por iz­quierda, mirando hacia bastidores. Llevándola vivamente hacia el proscenio.) ¡Clara! ¡Pronto! ,'En dónde vive?
CLARA.— ¿Quién?
FADINARD.— ¡Tu baronesa!
CLARA.— ¿Qué baronesa?
FADINARD.— ¡La baronesa del sombrero... cretina!
CLARA.— (Irritándose.) ¡Ah!, pero...
FADINARD.— ¡No, querido ángel. no! Quise decir: querido ángel, dame su dirección.
CLARA.— El señor Tardiveau os conducirá. Aquí está. Pero ¿os casaréis conmigo?
FADINARD.— ¡Pardiez!
TARDIVEAU.— (Entrando por izquierda y cada vez más asustado.) Pero, ¿qué significa tanta gente? ¿Por qué diablos me siguen? ¡No me puedo cambiar!
CLARA.— Conducid inmediatamente al señor a casa de la baronesa de Champigny.
TARDIVEAU.— Pero, señora ...
FADINARD.— ¡De prisa! ¡Estoy muy apurado! (A Tardiveau.) Tengo ocho fiacres. Tomad el primero. (Lo arrastra por el fondo, todo el cortejo desemboca por izquierda y se lanza tras de Tardiveau y Fadinard.)
CORO.— (El mismo anterior.)
Puesto que este funcionario...

(Clara, viendo que se llevan su gran libro, quiere retenerlo.)

TELÓN
ACTO TERCERO

El teatro representa un salón rico. Tres puertas al fondo que se abren sobre el comedor. Por izquierda, una puerta que co­munica con las habitaciones restantes. Sobre el proscenio, un pequeño soja. A la derecha, puerta principal de entrada; algo más alejada, la puerta de una pieza. Sobre el proscenio, adosar do al tabique, un piano. El mobiliario es suntuoso.
Al levantarse el telón, las tres puertas del fondo están abier­tas y dejan ver una mesa espléndidamente servida.

AQUILES.— (Entrando por derecha y mirando entre bastidores.) ¡Encantador! ¡Encantador! Está decorado con tanto gus­to... (Mirando al fondo.) ¡Y allí está servida la mesa!
BARONESA.— (Entrando por izquierda.) ¡Curioso!
AQUILES.— ¡Ah! Mi querida prima... nos invitáis a una sesión de música y veo todos los preparativos de una cena. ¿Qué significa esto?
BARONESA.— Significa, mi querido vizconde, que tengo la intención de retener a mis invitados todo el tiempo posible. Después del concierto, cenaremos; y después de cenar, bailaremos... Ese es el programa.
AQUILES.— Me gusta. ¿Hay muchos cantantes?
BARONESA.— Sí. ¿Por qué?
AQUILES.— Os pediría que me reservarais un pequeño lugar. He compuesto una romanza...
BARONESA.— (Aparte.) ¡Ay!...
AQUILES.— Su título es delicioso: "Brisa nocturna".
BARONESA.— Sobre todo, muy original...
AQUILES.— En cuanto a la idea, está llena de frescura... un joven pastor sentado en la pradera...
BARONESA.— Sí... es algo encantador... en familia, mientras se juega al "whist". Pero hoy día, primo, hay que darles un lugar a los artistas. Esta noche estarán los talentos más grandes, y entre ellos el cantante de moda, el famoso Nisnardi de Bolonia.
AQUILES.— ¿Nisnardi? ¿Qué es eso?
BARONESA.— Un tenor que ha llegado hace ocho días a París y que ya es célebre. Todo el mundo se lo disputa.
AQUILES.— No le conozco.
BARONESA.— Yo tampoco, pero quise conocerle. Le he hecho ofrecer tres mil francos por cantar dos trozos. ..
AQUILES.— ¡Tomad "Brisa nocturna" por nada!
BARONESA.— (Sonriendo.) Es demasiado caro.. . Esta ma­ñana he recibido la respuesta del "signor" Nisnardi. ¡Hela aquí!
AQUILES.— ¡Ah, un autógrafo! Veamos...
BARONESA.— (Leyendo.) "Señora, me pedís dos cancio­nes; cantaré tres. Me ofrecéis mil escudos; no es bastante..."
AQUILES.— ¡Qué chambón!
BARONESA.— (Continuando.) "Sólo aceptaré una flor de vuestro ramillete".
BARONESA.— Es un hombre encantador. El jueves pasado cantó en casa de la condesa de Bray... ésa que tiene los pies tan lindos, ¿sabéis?
AQUILES.— Sí. ¿Qué sucedió?
BARONESA.— ¿A qué no adivináis qué le pidió?
AQUILES.— ¡Caramba! No lo sé. ¿Una maceta de alelíes?
BARONESA.— No. ¡Un zapato de baile!
AQUILES.— ¿Un zapato... ? ¡Ah, éste sí que es un hombre original!
BARONESA.— Está lleno de fantasía.
AQUILES.— Siempre que sepa conservar su lugar...
BARONESA.— ¡Vizconde!
AQUILES.— ¡Cáspita! ¡Escuchad! ¡Un tenor! (Se oye el ruido de varios coches.)
BARONESA.— ¡Ah, Dios mío! ¿Serán mis invitados? Pri­mo, reemplazadme, por favor... Vuelvo inmediatamente. (Sale por izquierda.)
AQUILES.— (A la baronesa que sale.) Tranquilizaos, her­mosa prima. Contad conmigo.
CRIADO.— (Entrando por derecha.) Afuera hay un señor que desea hablar con la señora baronesa de Champigny.
AQUILES.— ¿Su nombre?
CRIADO.— No ha querido darlo. Dice que ha tenido el honor de escribir hoy por la mañana a la señora baronesa.
AQUILES.— (Aparte.) ¡Ah, ya caigo! Es el cantante, el hombre del zapato... Tengo curiosidad por verlo. ¡Diablos! Es un hombre puntual. Se ve bien que es extranjero. ¡No importa! A un hombre que rechaza tres mil francos hay que colmarlo de miramientos. (Al criado.) Hacedle pasar. (Aparte.) Además, es un músico, un colega...
FADINARD.— (Apareciendo por derecha, muy tímidamente) ¡Perdón, señor! (El criado sale.)
AQUILES.— ¡Entrad, querido, entrad!
FADINARD.— (Embarazado, y adelantándose con forzados saludos.) Muchas gracias... Estaba bien afuera (Se pone el sombrero y se lo quita vivamente.) ¡Ah! (Aparte) Ya no sé lo que hago. Esos criados... este salón dorado... (Señalando la derecha) y esos ¡grandes retratos de familia que parecen decirme: "¿quieres irte? ¡Aquí no vendemos sombreros'' Todo esto me ha dado un shock.
AQUILES.— (Mirándolo de soslayo: aparte.) ¡Tiene un aire muy italiano! ¡Qué chaleco tan raro! (Ríe.) ¡Ja, ja, ja!
FADINARD.— (Saludándolo repetidamente.) Señor... ten­go el honor de saludaros... (Aparte.) ¿Será algún mayor­domo?
AQUILES.— ¡Sentaos!
FADINARD.— No, gracias. Estoy muy cansado... es decir, he venido en fiacre.
AQUILES.— (Riendo.) ¿En fiacre? ¡Es encantador!
FADINARD.— Es más duro... que encantador.
AQUILES.— ¡Hace un instante hablábamos de vos! ¡Ah, bribón! ¡Parece que os gustan las lindas patitas!
FADINARD.— (Asombrado.) ¿Con trufas?
AQUILES.— ¡Ah, muy bonito! No importa... Vuestra historia del zapato es adorable... verdaderamente adorable.
FADINARD.— (Aparte.) ¿Y esto que quiere decir? ¿Qué cosas me está diciendo? (Alto.) Perdón... siempre que no fuera indiscreto, quisiera hablar con la señora.
AQUILES.— Es algo prodigioso, querido. No tenéis el me­nor acento...
FADINARD.— Oh, me halagáis.
AQUILES.— ¡Palabra! Podríais ser de Nanterre...
FADINARD.— (Alto.) Perdón... Siempre que no fuera in­discreto, quisiera hablar...
AQUILES.— ¿Con la señora de Champigny? Ya va a venir; está en su tocador. Y yo, que soy su primo, el vizconde Aquiles de Rosalba, estoy encargado de reemplazarla.
FADINARD.— (Aparte.) ¡Un vizconde! (Lo saluda varias veces; aparte.) ¡Nunca me atreveré a negociar un sombrero de paja con gente como ésta!
AQUILES.— (Llamándolo.) Decidme...
FADINARD.— (Yendo hacia él.) ¿Señor vizconde.?
AQUILES.— (Apoyándose sobre su hombro.) ¿Qué, pensaríais de una romanza titulada "Brisa nocturna"?
FADINARD.— ¿Yo?
AQUILES.— Está llena de frescura... Un joven pastor...
FADINARD.— (Retirando su hombro de bajo del brazo de Aquiles.) Perdón... Siempre que no fuera indiscreto quisiera hablar...
AQUILES.— Estáis en vuestro derecho... Corro a preve­nirla. Encantado de haberos conocido, querido mío...
FADINARD.— Oh, señor vizconde... Soy yo... quien...
AQUILES.— (Saliendo.) ¡Pero si no tiene e1 menor acento... ni el más pequeño!... (Sale por izquierda.)
FADINARD.— (Solo.) ¡En fin, ya estoy en casa de la ba­ronesa. Le previne mi visita; al salir de casa de Clara, la som­brerera, le escribí pidiéndole audiencia. Le conté todo y concluí con esta frase, que me parece suficientemente patética: Señora, dos vidas dependen, de vuestro sombrero... No olvidéis que la devoción es el más bello adorno de una dama" Creo que esto ha de caer bien, firme así: "Conde de Fadinard". Tampoco ha de caer mal, porque una baronesa... ¡Caramba! ¡Cuánto tiempo le lleva su tocador! Y mi maldito cortejo, que me está esperando abajo... No hay nada que hacer... No me quieren dejar. Desde esta mañana parezco un hombre que hubiese instalado un puesto de fiacres... Y todo esto sin contar a mi suegro, mi puerco espín, que asoma a cada rato las narices por la portezuela para gritarme: "¿Estáis, yerno? ¿Adon­de vamos, yerno?" Para librarme de él, tuve que contestarle: "Al Ternero Mamón"... y ahora todos ellos creen estar en el patio de ese establecimiento. Pero les he recomendado a los cocheros que no dejen subir a nadie. No siento ninguna necesidad de presentar mi familia a la baronesa. ¡Cáspita! ¿Cuánto tiempo le lleva su tocador? Si supiera que hay en mi casa dos criados enloquecidos que me están destrozando todos los muebles, y que esta misma noche, quizás... no tenga ni siquiera una silla que ofrecer a mi mujer para que descanse en ella su cabeza... ¡Sí, a mi mujer! ¡Toma, no os lo había dicho! ¡Se trata de un pequeño detalle! ¡Estoy casado! ¡Todo ha concluido! ¿Qué queríais que hiciese? ¡Mi suegro echaba espuma por la boca... su hija lloraba y Bobin me besaba! Aproveché entonces una aglomeración de coches para entrar en la alcaldía y de allí a la Iglesia... ¡Pobre Elena! ¡Si la hubierais visto con su aire de palomita! (Cambiando de tono.) ¡Ah, caramba! ¡Cuánto tiempo le lleva su tocador!... ¡Ah, hela aquí!
BARONESA.— (Entrando por izquierda, en traje de baile y con un ramillete.) Os pido mil perdones, querido señor, por haberos hecho esperar.
FADINARD.— Soy yo, señora, quien está confuso... (En su turbación, vuelve a ponerse el sombrero y se lo quita vi­vamente. Aparte.) ¡Ya vuelve a darme el "shock"!
BARONESA.— Os agradezco el que hayáis venido tan tem­prano... Así podremos hablar. ¿Tenéis frío?
FADINARD.— (Secándose la frente.) Gracias... he venido en fiacre.
BARONESA.— ¡Ah, qué pena! Hay una cosa que no pue­do daros... el cielo de Italia.
FADINARD.— Ah, señora... en principio no lo acepto, pues me molestaría. Y por otra parte. no es eso lo que he venido a buscar.
BARONESA.— Lo supongo. ¡Qué hermoso país es Italia!
FADINARD.— ¡Ah, sí! (Aparte.) Pero ¿por qué me hablará tanto de Italia?
BARONESA.— (Tonada de "El hada de las rosas".)
El recuerdo le trae a mi alma encantada
Sus palacios, sus bosques, sus colinas...
FADINARD.— (Como para recordarle el objeto de su visita) ¡Y sus sombreros!
BARONESA.— Sus valles y jardines, su brisa perfumada,
Y sus cantos de amor, sus pájaros parleros,
Sus golfos, sus esteros
Do bogan los veleros,
Y sus campos de trigo, sus inmensos graneros.
FADINARD.—(Id.) Con cuya paja se hacen lindos sombreros
Que comen los caballos en los senderos.
BARONESA.— (Asombrada.) ¿Cómo?
FADINARD.— (Algo emocionado.) ¿La señora baronesa ha recibido sin duda la esquela que me digné... ¡no! que me concedí el honor... es decir, que tuve el honor de escribirle?
BARONESA.— Si... es tan delicada. (Se sienta sobre el sofá e indica una silla a Fadinard.)
FADINARD.— Me habéis encontrado muy indiscreto.
BARONESA.— De ningún modo.
FADINARD.— (Sentándose sobre una silla, al lado de la baronesa.) Con el permiso de la señora baronesa, me permito recordarle... que la devoción es el más bello adorno de una dama.
BARONESA.— (Asombrada.) ¿Decíais?
FADINARD.— Que... la devoción es el más bello adorno de una dama.
BARONESA.— Sin duda. (Aparte.) ¿Qué quiere decir esto?
FADINARD.— Ha comprendido... y me va a entregar el sombrero.
BARONESA.— ¡Convenid conmigo en que la música es muy hermosa!
FADINARD.— ¿Eh?
BARONESA.— ¡Qué lenguaje! ¡Qué fuego! ¡Qué pasión!
FADINARD.— (Enfriándose.) ¡Oh, no digáis más! ¡La música! ¡¡La música!! ¡¡La música!! (Aparte.) Me va a entregar el sombrero.
BARONESA.— ¿Por qué no hacéis trabajar a Rossini?
FADINARD.— ¿Yo? (Aparte.) ¡Qué conversación tan desordenada la de esta dama! Recuerdo a la señora baronesa que he tenido el honor de escribirle...
BARONESA.— ¡Una esquela deliciosa, que conservaré eter­namente! Creedme... ¡Siempre, siempre!...
FADINARD.— (Aparte.) ¿Cómo? ¿Y eso es todo?
BARONESA.— ¿Qué pensáis de Alboni?
FADINARD.— ¡Nada! Pero me permito observar a la se­ñora baronesa que en esa esquela yo le pedía...
BARONESA.— ¡Ah, loca de mí! (Mirando su ramillete.) ¿Tanto os gustaría?
FADINARD.— (Levantándose; con fuerza.) ¿Qué si me gustaría?¡Corno a un árabe su corcel!
BARONESA.— (Levantándose.) ¡Oh, oh, qué ardor meri­dional! (Se dirige hacia el piano para desprender una flor de su ramillete.) Sería cruel haceros esperar más tiempo.
FADINARD.— (En el proscenio; aparte.) ¡Al fin consigo ese maldito sombrero! Ya podré regresar a casa... (Sacando su bolsa.) Ahora se trata de... ¿Debo hablar de dinero? ¡No! Una baronesa... ¡No seamos mezquinos!
BARONESA.— (Dándole graciosamente una flor.) Aquí te­néis, señor. Yo pago al contado.
FADINARD.— (Tomando la flor, estupefacto.) Pero, qué es esto? ¿Un clavel de la India? ¿Así que no ha recibido mi carta? ¡Me quejaré al correo!
INVITADOS.— La pena se olvida
Con la buena vida
ofrecida
Por la amiga
Que nos convida.
Son breves las horas
de felicidad
Junto a vos, señora,
El tiempo es fugaz.
BARONESA.— Llena de alegría
por la compañía
recibida,
Vuestra amiga grata
os convida,
Son breves las horas
de felicidad.
Junto a mis amigos
el tiempo es fugaz.
Un cantor divino
os he prometido
Nisnardini mismo
helo aquí, ha venido
FADINARD.— (Aparte)
¿Quién? ¿Yo, Nisnardini?
¡¡Es un cuento chino!
BARONESA.— ¡Rival de Rubini!
FADINARD.— ¡Pero no... qué error!
BARONESA.— (Corriendo.) ¡Callaos, señor!
Vuestra fama ha llegado
Hasta el monte Nevado
FADINARD.— Para poderme quedar
Fácilmente en este lado
Nisnardini seré al cabo
En lugar de Fadinard
(Hablando.) No lo negare, señora mía... ¡Yo soy Nisnardi el gran Nisnardi! (Aparte.) si no digo esto, me echan.
TODOS.— (Saludando.) ¡Signore!
BARONESA.— Mientras llega el momento de estar todos juntos para aplaudir al ruiseñor de Bolonia... si las señoras quieren pasear por los jardines... (Continuación de la to­nada.)
INVITADOS.— La pena se olvida, etc.
BARONESA.— Llena de alegría, etc.
FADINARD.— Qué placer es correr
tras una paja de Italia
el día del casamiento
Cuando nuestro pensamiento
solo en el amor se halla.
(Aparte.) Este 'puede ser un medio... (Yendo hacia Ja ba­ronesa que iba a subir con sus invitados por izquierda.) Perdón, señora baronesa... debería rogaros algo... pero no me atrevo...
BARONESA.— ¡Hablad! Sabéis que no puedo negar nada al "signor" Nisnardi.
FADINARD.— Pero ... temo que mi pedido parezca fantástico, descabellado...
BARONESA.— (Aparte.) ¡Ah, Dios mío! Creo que ha mi­rado mis zapatos.
FADINARD.— Aquí entre nosotros, ¿sabéis?, debo deciros que soy extravagante... ¡Los artistas, sabéis!... y se me ocurren a cada instante mil fantasías a cual más fantástica.
BARONESA.— Ya lo sé.
FADINARD.— ¡Ah, tanto mejor!.. y cuando me niegan... lo que pido, me da algo aquí... en la garganta ... y hablo así... (Simulando la extinción de la voz.) ¡Y no puedo cantar!
BARONESA.— (Aparte.) Me asusta... Ya no mira mis zapatos.
FADINARD.— Siento que si no me animáis un poco... como se trata de algo tan contrario a las costumbres.
BARONESA.— (Vivamente.) ¿Mi ramillete, quizás?
FADINARD.— No, no es eso... es algo infinitamente más excéntrico.
BARONESA.— (Aparte.) ¡Cómo me mira! Casi estoy eno­jada por haberlo anunciado a mis invitados.
FADINARD.— ¡Dios mío! ¡Qué hermoso cabello tenéis!
BARONESA.— (Retrocediendo vivamente; aparte.) ¡Mi cabello! ¡No faltaría más!
FADINARD.— Me recuerda un delicioso sombrero que llevabais puesto ayer.
BARONESA.— ¿En Chantilly?
FADINARD.— (Vivamente.) Precisamente... ¡Ah, qué de­licioso sombrero! ¡Qué sombrero tan encantador!
BARONESA.— ¿Cómo, señor? ¿Es eso?
FADINARD.— (Fogosamente. Tonada: "Cuando los pájaros...")
Pues bien no pensaba decirlo
y hete aquí que al fin se escapó
Yo por ese sombrero suspiro
Prendida en su paja mi dicha quedó
Bajo ese aderezo tan lindo
Me aguardaba escondido el amor
Prisionero quedé de Cupido
Y si por siempre sin ella ya estoy
Por lo menos tendré el atavío
Desde el cual a mis ojos surgió.
(Alto) ¡Que vulgar madrigal el que digo!
¡Desde el cual a mis ojos surgió!
BARONESA.— (Estallando de risa.) ¡Ja, ja, ja!
FADINARD.— (Riendo también.) ¡Ja, ja, ja! (Aparte; serio.) ¡Lo tendré!
BARONESA.— Ya comprendo... es para que haga juego con el zapato...
FADINARD.— ¿Qué zapato?
BARONESA.— (Riendo a carcajadas.) ¡Ja, ja, ja!
FADINARD.— (Riendo.) ¡Ja, ja, ja! (Aparte; serio.) ¿Qué zapato?
BARONESA.— (Siempre riendo.) Quedad tranquilo. Ese sombrero...
FADINARD.— ¿Sí?
BARONESA.— Os lo enviaré... mañana...
FADINARD.— ¡No! ¡Ahora mismo, ahora mismo!
BARONESA. - Sin embargo...
FADINARD.— (Retomando su tono de voz, que se extin­gue.) ¿Oís?... Mi voz... Ya está por el suelo... ¡Ay, ay, ay!
BARONESA.— (Haciendo sonar vivamente una campanilla.) ¡Ah, Dios mío! ¡Clotilde! ¡Clotilde! (Aparece una muca­ma por derecha; la Baronesa le dice algo vivamente al oído y vuelve a salir.) Dentro de cinco minutos estaréis satisfecho... (Riendo.) Os pido perdón... ¡Ja, ja! ¡Un sombrero! ¡Esto sí que es original! ¡Ja, ja, ja! (Sale por izquierda riendo.)
FADINARD.— (Sólo.) Dentro de cinco minutos me habré ido con el sombrero... y dejaré mi bolsa en pago. (Riendo.) ¡Ja, ja!... Estoy pensando en papá Nonancourt... ¡Cómo estará rabiando en su fiacre!
NONANCOURT.— (Aparece en la puerta del comedor; lleva puesta una servilleta, y en el reverso de su traje hay va­rias cintas de distintos colores.) ¿En dónde diablos está mi yerno?
FADINARD.— ¡Mi suegro!
NONANCOURT.— (Algo achispado.) ¡Yerno mío... todo ha terminado!
FADINARD.— (Dándose vuelta.) ¿Eh? ¿Vos?¿Qué hacéis aquí?
NONANCOURT.— Estamos comiendo.
FADINARD.— ¿En dónde?
NONANCOURT.— Allí.
FADINARD.— (Aparte.) ¡Caráspita! ¡La cena de la baronesa!
NONANCOURT.— ¡Endemoniado "Ternero Mamón"!... ¡Valiente casa es ésta! ¡Volveré de vez en cuando!
FADINARD.— ¡Permitid!
NONANCOURT.— Pero no importa ¡Vuestra conducta es la de un hombrecillo despreciable!
FADINARD.— ¡Suegro!
NONANCOURT.— ¡Abandonar a vuestra mujer el mismo día de vuestras bodas y dejar que coma sin vos!...
FADINARD.— ¿Y los demás?,
NONANCOURT.— ¡Devoran!
FADINARD.— Ahora sí que... ¡Ay, siento un sudor tan frío! (Le quita la servilleta a Nonancourt y se limpia la frente.)
NONANCOURT.— No sé que me pasa... Creo que estoy algo borracho.
FADINARD.— ¿Y los demás?
NONANCOURT.— Están como yo. Bobin se tiró al suelo para buscar una liga... ¡Cómo nos hemos reído! (Sacudiendo el pie.) ¡Cristo!
FADINARD.— (Aparte, guardándose la servilleta en el bol­sillo.) ¿Qué dirá la baronesa? ¡Y ese dichoso sombrero que no llega!. Si lo tuviese me iría...
GRITOS EN EL COMEDOR.— ¡Viva la novia! ¡Viva la novia!
FADINARD.— (Yendo al fondo.) ¿Os queréis callar? Pero ¿os queréis callar?
NONANCOURT.— (Sentado sobre el sofá.) Fadinard, no sé que he hecho del mirto...
FADINARD.— (Volviendo hacia Nonancourt.) En cuanto a vos... entrad... ¡pronto! (Lo quiere levantar.)
NONANCOURT.— (Resistiéndose.) No... Lo trasplanté el mismo día de su nacimiento.
FADINARD.— Ya lo encontraréis... Estará en el fiacre.

(Por derecha entra un criado y atraviesa la escena con un candelabro sin alumbrar; abre la puerta del fondo y da un grito al ver al cortejo comiendo.)

CRIADO.— ¡Ah!
FADINARD.— ¡Está todo perdido! (Deja a Nonancourt, que cae sentado sobre el sofá; salta a la garganta del criado y le arranca el candelabro.) ¡Silencio!... ¡Cállate!... (Le empuja a una habitación de la derecha.) Si te mueves, te tiro por la ventana...

(La Baronesa aparece por la izquierda)

FADINARD.— (Con el candelabro en la mano) ¡La Baronesa!
BARONESA.— (A Fadinard) ¿Qué estáis haciendo con el candelabro?
FADINARD.— ¿Yo?... este... ¡busco mi pañuelo!... que he perdido (Se da vuelta como para buscar y ve que su pañuelo sobresale a medias del bolsillo)
BARONESA.— (Riendo) Pero si lo tenéis en vuestro bolsillo...
FADINARD.— ¡Toma, es verdad!... Estaba en mi bolsillo.
BARONESA.— ¿Pues bien, señor? ¿Os han enviado lo que deseabais?
FADINARD.— (Colocándose delante de Nonancourt, para ocultarlo) ¡Todavía no, señora! ¡Todavía no! Y... ¡estoy tan apurado!...
NONANCOURT.— (Hablando consigo mismo; levantán­dose.) No sé que tengo. Creo que estoy borracho.
BARONESA.— (Señalando a Nonancourt.) ¿Quién es este señor?
FADINARD.— Es mi... El señor me acompaña... (Le alarga maquinalmente el candelabro. Nonancourt lo to­ma como si fuera el mirto.)
BARONESA.— (A Nonancourt.) Mis felicitaciones. Es un honor, señor, el acompañar...
FADINARD.— (Aparte.) Lo toma por un músico...
NONANCOURT.— ¡Salud, señora y compañía!... (Apar­te.) ¡Es una hermosa mujer! (Bajo, a Fadinard.) ¿Es del cor­tejo?
FADINARD.— (Aparte.) Si habla, estoy perdido... ¡Y ese dichoso sombrero que no llega! BARONESA.— (A Nonancourt.) ¿El señor es italiano?
NONANCOURT.— Yo soy de Charentonneau...
FADINARD.— Sí ... es una pequeña aldea cerca de Albano.
NONANCOURT.— Figuraos, señora, que he perdido el mirto.
BARONESA.— ¿Qué mirto?
FADINARD.— Una romanza... "El Mirto"... ¡Es muy graciosa!
BARONESA.— (A Nonancourt.) Si el señor desea ensayar en el piano... Es un Pleyel.
NONANCOURT.— ¿Qué decís?
FADINARD.— No vale la pena...
BARONESA.— (Advirtiendo las cintas de colores que lleva Nonancourt en el ojal.) ¿Y esas cintas?
FADINARD.— Sí... este... una condecoración...
NONANCOURT.— ¡La liga!
FADINARD.— Eso es la orden de la Liga de Santo-Campo, Pietro-Nero... (Aparte.) ¡Dios mío, qué calor tengo!
BARONESA.— ¡Oh, no es linda! espero, señores, que nos haréis el honor de cenar con nosotros?
NONANCOURT.— (Eructa.) ¿Cómo, señora? ¿Mañana? ¡Por hoy ya es bastante!
BARONESA.— (Riendo.) Tanto peor... (A Fadinard.) Voy a buscar a mis invitados, que se mueren de ganas de escu­charos...
FADINARD.— ¡Son demasiado buenos!
NONANCOURT.— ¿Más invitados aún? ¡Qué boda!...
BARONESA.— (A Nonancourt.) ¿Vuestro brazo, señor?
FADINARD.— (Aparte.) ¡Estoy lucido!
NONANCOURT.— (Pasa el candelabro a la mano izquier­da, y ofrece su brazo derecho a la baronesa, a tiempo que la va llevando.) Figuraos, señora, que he perdido el mirto...

(La Baronesa y Nonancourt entran por izquierda. Este lleva siempre el candelabro.)

FADINARD.— (Cayendo sobre un sofá.) ¡Caráspita! ¡Nos van a tirar a todos por la ventana!
MUCAMA.— Aquí tenéis el sombrero, señor.
FADINARD.— (Levantándose.) ¡El sombrero! ¡El sombrero! (Toma el sombrero y besa a la sirvienta.) ¡Toma... esto para ti! ¡Y también mi bolsa!
MUCAMA.— (Aparte.) ¿Se ha vuelto loco?
FADINARD.— (Abriendo el pañuelo.) ¡Al fin lo tengo! (Saca un sombrero negro.) ¡Un sombrero negro... de "crepe" de China! (Lo tira y lo pisa. Llamando a la mucama, que salía.) ¡Ven aquí, mala pécora! ¿El otro? ¿Dónde está el otro? ¡Contestad!
MUCAMA.— (Asustada.) ¡No me hagáis daño, señor!
FADINARD.— ¿Dónde está el sombrero de paja de Italia?
MUCAMA.— La señora se lo regaló a su ahijada, la señora de Beauperthuis.
FADINARD.— ¡Voto a cien mil truenos! ¿Habrá que empezar otra vez? ¿Dónde vive?
MUCAMA.— En la calle Ménars, número 12.
FADINARD.— Está bien. Vete... me irritas... (La mu­cama recoge el sombrero y sale.) Lo mejor que puedo hacer... es escabullirme... El cortejo y mi suegro que se arreglen con la baronesa... (Va a salir por derecha.)
BOBIN.— (Asomando la cabeza por la puerta del comedor.) ¡Primo! ¡Primo!
FADINARD.— ¿Eh?
BOBIN.— ¿No vamos a bailar?
FADINARD.— Sí, ¡Ahora mismo voy a buscar los violines! (Bobin desaparece.) Y ahora, a la calle Ménars, número 12... (Sale vivamente.)

(Entra Nonancourt, que le da siempre el brazo a la Baronesa. y tiene todavía el candelabro; les siguen todos los invitados.)

CORO.— (Tonada de "El vals de Satán".)
Nos aguarda un placer delicioso
ya que vamos al fin a escuchar
a un cantante divino y glorioso
que el oído acaricia al cantar.
BARONESA.— (A los invitados.) Haced el bien de sentaros. Va a comenzar el concierto. (Los invitados se sientan. A No­nancourt.) ¿Dónde está el señor Nisnardi?
NONANCOURT.— No sé. (Gritando.) ¡Preguntan por el señor Nisnardi!
TODOS.— ¡Aquí está! ¡Aquí está!
AQUILES.— (Trayendo a Fadinard.) ¿Cómo, señor? ¿Una deserción?
NONANCOURT.— (Aparte.) ¿Nisnardi? ¿El?
FADINARD.— (A Aquiles, que le lleva.) Si no me iba... ¡Os aseguro que no me iba!
TODOS.— ¡Bravo! ¡Bravo! (Le aplauden frenéticamente.)
FADINARD.— (Saludando a derecha e izquierda.) Señoras ... señores. .. (Aparte.) ¡Con un pie en el estribo del fiacre!
BARONESA.— (A Nonancourt.) Sentaos al piano. (Se sienta sobre el sofá, cerca de una dama.)
NONANCOURT.— ¿Queréis que me siente al piano? Voy a sentarme al piano.

(Deja el candelabro y se sienta al piano. Todo el concurso está sentado a la izquierda, de modo de no tapar la puerta del fondo.)

BARONESA.— "Signor" Nisnardi, estamos dispuestos a aplaudiros...
FADINARD.— Ciertamente... señora... sois demasiado buena...
ALGUNAS VOCES.— ¡Silencio! ¡Silencio!
FADINARD.— (Cerca del piano, en el extremo derecho.) ¡Qué posición! Canto como la cuerda de un pozo... (Alto, to­siendo.) Hum, hum...
TODOS.— ¡Pst... pst!
FADINARD.— (Aparte.) ¿Qué les voy a cantar? (Alto y tosiendo.) ¡Hum, hum!
NONANCOURT.— ¿Hay que golpear? ¡Golpeo! (Golpea fuertemente sobre el piano, sin tocar nada.)
FADINARD.— (Entonando a plena voz.) Tú, que conoces a los húsares de la guardia...
GRITOS AL FONDO.— ¡¡Viva la novia!! (Asombro de la reunión. El cortejo entona al fondo la tonada del "galop" austríaco. Se abren las tres puertas del fondo. El cortejo irrum­pe en el salón, gritando.) ¡Listos para la contradanza!
NONANCOURT.— ¡Al diablo con la música! ¡Aquí está todo el cortejo! (A Fadinard.) ¡Id a bailar con vuestra mujer!
FADINARD.— ¡Idos a paseo! (Aparte.) ¡Sálvese quien pueda!

(Los invitados del cortejo se apoderan de las damas invita­das por la Baronesa, a pesar de su resistencia, y las hacen bailar. Gritos y tumulto.)

TELÓN

ACTO CUARTO

Dormitorio en casa del señor Beauperthuis. Al fondo, una alco­ba cubierta por un cortinado. En primer plano izquierda, un biombo abierto. Puertas de entrada a derecha de la alcoba. Otra puerta a la izquierda. Puertas laterales. Un velador a la. derecha, contra el tabique.

BEAUPERTHUIS.— (Solo. Al levantarse el telón, Beauper­thuis está sentado delante del biombo y toma un baño de pies. Una toalla le oculta las piernas. Sus zapatos están al costado de la silla. Sobre el velador, una lámpara. Las cortinas de la alcoba están abiertas.) ¡Es muy raro! ¡Es muy raro!... Esta mañana, a las nueve menos siete minutos, mi mujer me dijo: "Beauperthuis, salgo; voy a comprar unos guantes de Suecia..." Y son las diez menos cuarto de la noche y todavía no ha llegado. Nunca me harán creer que hacen falta doce horas y cincuenta y dos minutos para comprar guantes de Suecia... ¡salvo que los vayan a buscar a la misma Suecia! A fuerza de preguntarme en dónde podía estar mi mujer me dio un horri­ble dolor de cabeza... Entonces decidí darme un baño de pies y envié a la sirvienta a casa de todos nuestros parientes, ami­gos y conocidos... Nadie la ha visto. ¡Ah, me he olvidado de enviarla a casa de mi tía Grosminet! Es posible que Anais esté allí... (Toca la campanita y llama.) ¡Virginia! ¡Virginia!
VIRGINIA.— (Trayendo una vasija.) ¡Aquí tenéis agua ca­liente, señor!
BEAUPERTHUIS.— ¡Muy bien! ¡Ponla ahí!... Escucha...
VIRGINIA.— (Colocando la vasija en el suelo.) Tened cui­dado, porque está hirviendo.
BEAUPERTHUIS.— ¿Recuerdas cómo iba vestida mi mujer esta mañana, cuando salió?
VIRGINIA.— Llevaba puesto su traje nuevo... y su her­moso sombrero de paja de Italia.
BEAUPERTHUIS.— Sí... Un regalo de la baronesa... su madrina. ¡Un sombrero de quinientos francos, al menos... para ir a comprar guantes de Suecia!... (Pone agua caliente en su baño de pies.) ¡Es muy raro!
VIRGINIA.— El hecho no es nada común.
BEAUPERTHUIS.— Es evidente que mi mujer está de vi­sita en algún lado...
VIRGINIA.— (Aparte.) En el bosque de Vincennes.
BEAUPERTHUIS.— Irás a casa de la señora Grosminet.
VIRGINIA.— ¿En el Gros-Caillou?
BEAUPERTHUIS.— Estoy seguro de que está allí.
VIRGINIA.— (Olvidándose.) ¡Oh, señor! Estoy segura que no...
BEAUPERTHUIS.— ¿Eh? ¿Tú sabes en dónde?...
VIRGINIA.— (Vivamente.) ¿Yo, señor? No sé nada. Digo esto: "No creo que esté". Hace dos horas que estoy corriendo y no puedo más, señor... El Gros-Caillou no queda aquí a la vuelta...
BEAUPERTHUIS.— ¡Pues toma un coche! (Le da dinero.) ¡Toma tres francos... corre!
VIRGINIA.— Sí, señor... (Aparte.) Me voy a tomar el té con la florista del quinto.
BEAUPERTHUIS.— (Al verla.) ¿Y?
VIRGINIA.— ¡Ya salgo, señor! (Aparte.) Total... en tanto no vea el sombrero de paja... ¡Ah, de todos modos será muy divertido! (Sale.)
BEAUPERTHUIS.— (Solo.) ¡Se me parte la cabeza! Debí haber puesto mostaza... (Con un furor concentrado.) ¡Oh, Anais... si yo creyese!... No hay venganza ni suplicio que... (Se oye llamar. Radiante.) ¡Por fin! ¡Aquí está!... Entra... (Vuelven a llamar muy ruidosamente.) Tengo los pies en el agua. Sólo tienes que girar el picaporte... ¡Entra, querida mía!
FADINARD.— (Entra; está extraviado, sofocado y fatigado.) ¿El señor Beauperthuis, por favor?
BEAUPERTHUIS.— ¡Un extraño! ¿Quién es este señor? No, no soy yo.
FADINARD.— ¡Muy bien! ¡Sois vos! (Consigo mismo.) ¡No puedo más!... Nos apalearon a todos en casa de la baronesa... A mí tanto me da... pero Nonancourt está furioso. Quiere publicar un artículo en El Debate contra "El Ternero Mamón! ¡Qué alucinación tan extraña! (Sofocado.) ¡Uf!
BEAUPERTHUIS.— ¡Salid, señor... salid!
FADINARD.— (Tomando una silla.) Gracias, señor. Vivís muy alto... vuestra escalera es muy empinada. (Se sienta cerca de Beauperthuis.)
BEAUPERTHUIS.— (Tapándose las piernas con la toalla.) ¡Señor, no se entra así en casa de la gente! Os repito...
FADINARD.— (Levantando un poco la toalla.) ¿Estáis tomando un baño de pies? No os molestéis. Tengo que deciros dos palabras... nada más.
BEAUPERTHUIS.— No recibo... no estoy en condiciones de escucharos... ¡Me duele la cabeza!
FADINARD.— (Vertiendo el agua caliente en el baño.) Calentad vuestro baño.
BEAUPERTHUIS.— (Gritando.) ¡Ay! (Arrancándole la va­sija, que vuelve a colocar en el suelo.) ¿Queréis dejar eso? ¿Qué queréis de mí, señor? ¿Quién sois?
FADINARD.— Leónidas Fadinard, veinticinco años, rentis­ta... casado desde hoy. Mis cocho fiacres están en vuestra puerta.
BEAUPERTHUIS.— ¿Y a mí qué me importa, señor? Yo no os conozco.
FADINARD.— Yo tampoco... y no deseo conoceros... Quiero hablar con vuestra señora esposa.
BEAUPERTHUIS.— ¿Mi mujer? ¿Acaso la conocéis?
FADINARD.— No. Pero sé con toda seguridad que tiene un objeto que necesito urgentísimamente...
BEAUPERTHUIS.— ¿Cómo?
FADINARD.— (Levantándose. Tonada: "Esos bosquecillos de laureles".)
Me hace falta, señor, tomad nota
de lo que esta expresión significa.
Mío serás, por qué medio no importa,
maldito producto de Italia bendita.
¿Vendérmelo queréis? Pues bien, yo lo pago
con plata sonante que entrego al contado.
¿Os negáis a venderlo? Pues lo robaré
porque me hace falta, señor, oídlo bien
y si es necesario llegaré a matar;
sí, por un sombrero seré criminal.
BEAUPERTHUIS.— (Aparte.) Es un ladrón nocturno. (Fadinard se vuelve a sentar y vierte agua caliente. Gritando.) ¡Ay! ¡Otra vez! ¡Salid!
FADINARD.— No antes de haber visto a la señora.
BEAUPERTHUIS.— No está.
FADINARD.— ¿A las diez de la noche? ¡Es inconcebible!
BEAUPERTHUIS.— ¡Os digo que no está!
FADINARD.— (Colérico.) ¿Dejáis que vuestra esposa ande por esas calles a semejante horas. ¡Sois demasiado tonto, señor! (Arroja mucha agua caliente.)
BEAUPERTHUIS.— ¡Ah, caráspita! ¡Estoy hirviendo! (Po­ne la vasija con furia al otro lado.)
FADINARD.— (Levantándose y colocando su silla a la derecha.) Ya veo de qué se trata... La señora está acostada... pero tanto me da. Mis intenciones son puras; cerraré los ojos... y concluirernos el negocio a ciegas.
BEAUPERTHUIS.— (Levantándose y quedando de pie en el baño, a tiempo que blande, sofocado de cólera, la vasija.) ¡¡Señor!!
FADINARD.— ¿En dónde está su pieza, por favor?
BEAUPERTHUIS.— ¡Os levanto la tapa de los sesos! (Arroja la vasija; Fadinard detiene el golpe cerrando el biombo sobre Beauperthuis. Los zapatos de éste quedan fuera del biombo.)
FADINARD.— Ya os lo he dicho, señor. Llegaré hasta el crimen. (Entra en la habitación de la derecha.)
BEAUPERTHUIS.— (A quien no se ve.) ¡Espera un momen­to, Cartucho! ¡Espera, papanatas! (Se le oye vestirse.)
NONANCOURT.— (Entrando con su mirto y cojeando.) Pero ¿en dónde pude haber encontrado a semejante infeliz? ¡Sube a su casa y nos deja en la puerta de plantón!... ¡En fin, ya estoy en casa de mi yerno! ¡Ahora me podré cambiar los calcetines!
BEAUPERTHUIS.— (Dándose prisa.) ¡Espérame, espérame!
NONANCOURT.— ¡Toma! Está ahí dentro... Se desvis­te... (Viendo los zapatos.) ¡Zapatos! ¡Cáspita! ¡Qué buena suerte! (Los toma, se quita los suyos y se pone los de Beauperthuis. Aliviado.) ¡Ay! (Coloca sus zapatos en el lugar en que estaban los de Beauperthuis.) ¡Ya estoy mejor! Y en cuanto a este mirto, que siento crecer en mis brazos, lo colocaré en el santuario conyugal.
BEAUPERTHUIS.— (Alargando el brazo y tomando los za­patos de Nonancourt.) ¡Mis zapatos!
NONANCOURT.— (Golpeando en el biombo.) Eh, tú... ¿en dónde está la pieza?
BEAPERTHUIS.— (Detrás del biombo.) ¿La pieza? Sí, un poco de paciencia... Ya termino...
NONANCOURT.— ¡Pardiez! La encontraré solo. (Entra en la habitación del fondo, a izquierda de la alcoba. En el mis­mo instante, Vézinet entra por la principal.)
BEAUPERTHUIS.— ¡Cristo! Tengo los pies hinchados... ¡pero no importa! (Sale cojeando del biombo y se arroja sobre Vézinet, a quien confunde al principio con Fadinard, y lo toma del cuello.) ¡Y ahora nosotros dos, miserable!
VÉZINET.— (Riendo.) ¡No, no! Ya he bailado mucho. ¡Estoy fatigado!
BEAUPERTHUIS.— (Estupefacto.) ¡No es éste! Es otro... ¡Una banda completa! Pero, ¿en dónde estará el primero? ¿Dónde está tu capitán, bergante?
VÉZINET.— (Muy amable.) ¡No tomaré nada más gracias! Tengo sueño. (Ruido de mueble que cae en la habitación en que ha entrado Fadinard.)
BEAUPERTHUIS.— ¡Allí está! (Se lanza hada la pieza por derecha.)
VÉZINET.— ¡Otro invitado que no conocía! Ya tiene pues­ta la bata... Parece que se van a dormir... ¡No estoy eno­jado! (Busca y mira en la alcoba.)
NONANCOURT.— (Regresando, trae su mirto.) El cuarto nupcial no está por allá. Pero he reflexionado... necesito el mirto para mi solemne discurso... (Lo coloca sobre el velador. Se dirige al biombo.) ¡Vestíos, yerno! Haré que suba la novia...
VÉZINET.— (Que ha mirado debajo de la cama.) ¡No hay calzadores! (Bobin, Elena y las otras damas aparecen en la puerta de entrada.)
BOBIN y LAS DAMAS.— (Coro: "Tonada de Werther".)
Es el amor,
dueño y señor,
que aquí os reclama,
hermosa dama;
el día concluye
la noche fluye,
momento hermoso
para los esposos.
ELENA.— (Vacilando antes de entrar.) No... no quiero... no me atrevo.
BOBIN.— ¡Regresad, prima, volved!
NONANCOURT.— ¡Silencio, Bobin! Tu papel concluye en el umbral de esa puerta.
BOBIN.— (Suspirando.) ¿Eh?
NONANCOURT.— Entra, hija mía... penetra sin temo­res pueriles en el domicilio conyugal.
ELENA.— (Muy emocionada.) ¿Acaso mi marido. . . ya está?
NONANCOURT.— Está detrás de ese biombo... se está poniendo la ropa de noche.
ELENA.— ¡Oh, yo me voy!
BOBIN.— Volvamos, prima...
NONANCOURT.— ¡Silencio, Bobin!
ELENA.— (Muy emocionada.) Papá... estoy temblando.
NONANCOURT.— Lo comprendo. Forma parte del pro­grama en un caso como el tuyo. Hijos míos... ha llegado el momento..., creo, de dirigiros algunas palabras muy senti­das... Vamos, yerno, poneos vuestra bata y venid a colocaros a mi diestra.
ELENA.— (Vivamente.) ¡Oh, no, papá!
NONANCOURT.— ¡Pues bien! Quedaos ahí y prestadme todos una religiosa atención. Bobin, el mirto. (Hace sentar a Elena.)
BOBIN.— (Toma el mirto del velador y se lo da lloriquean­do.) ¡Aquí está!
NONANCOURT.— (Lo toma; emocionado.) ¡Hijos míos!... (Vacila un momento: luego se suena ruidosamente. Continuan­do.) Hijos míos...
VEZINET.— (A Nonancourt, y a su derecha.) ¿Sabéis dónde hay un calzador?
NONANCOURT.— (Furioso.) ¡En el sótano! ¡Id a que os cuelguen!
VEZINET.— ¡Gracias! (Continúa buscando.)
NONANCOURT.— ¿En dónde estaba?
BOBIN.— (Lloriqueando.) Estabais en: "¡En el sótano; id a que os cuelguen!".
NONANCOURT.— ¡Muy bien! (Continuando y cambiando el mirto de brazo.) Hijos míos... Es un momento muy dulce para un padre aquél en que se separa de su querida hija, la esperanza de sus viejos días, el sostén de sus blancos cabellos... (Girando hacia el biombo.) ¡Esta tierna flor os pertenece, oh, yerno mío! ¡Amadla, veneradla, mimadla!... (Aparte, indig­nado.) ¡Este griego no contesta nada!... (A Elena.) ¿Ves bien este arbusto, hija mía? Lo trasplanté el día de tu nacimiento... ¡Que sea tu emblema!... (Con creciente emoción.) Que sus ramas siempre verdes te recuerden siempre... que tienes un padre... un esposo... hijos... Que sus ramas... siempre verdes... Que sus ramas... siempre verdes... (Cambiando de tono; aparte.) ¡Vete al diablo! ¡Me he olvidado del resto! {Durante el discurso, Bobin y las damas han sacado los pa­ñuelos y sollozan.)
ELENA.— (Arrojándose en sus brazos.) ¡Oh, papá!
BOBIN.— (Llorando.) ¡Qué bestia sois, tío!
NONANCOURT.— (A Elena, después de haberse sonado.) Sentía la necesidad de dirigiros estas pocas y sentidas pala­bras... Ahora, vayámonos a dormir.
ELENA.— (Temblorosa.) ¡No me abandonéis, papá!
BOBIN.— ¡No la abandonemos!
NONANCOURT.— Tranquilízate, mi ángel... He pre­visto tu emoción y he pedido catorce catres para nuestros pa­rientes más importantes. Los otros dormirán en los fiacres.
BOBIN.— ¡Ahora mismo!
VEZINET.— (Con un calzador, a Nonancourt.) Mirad... encontré un calzador...
NONANCOURT.—.— ¡Callaos! ¡Ve, hija mía! (Suspirando.) Ay...
BOBIN.— (Suspirando.) ¡Ay!...
CORO.— (Tonada de "Zampa".)
Ha llegado por fin la hora misteriosa
que de la felicidad te guarda los secretos,
que el matrimonio por siempre te haga dichosa
y te ahorre lágrimas y remordimientos.

(Las damas conducen a la novia hacia la habitación del fondo. Bobin quiere seguirlas, pero Nonancourt le retiene y le hace entrar en la habitación de la derecha, dándole su mirto. Vézinet desaparece detrás de las cortinas de la alcoba del fon­do, que se cierran.)

NONANCOURT.— (Mirando al biombo con indignación.) ¡Esto sí que!... ¡Pero si ni se mueve!... ¿No se habrá dor­mido ese monstruo durante mi discurso? (Abre bruscamente el biombo.) ¡Nadie! (Al verle entrar vivamente por la puerta de la izquierda, primer lado, que estaba oculta por el biombo.) ¡Ah!
FADINARD.— (Entra vivamente y recorre la escena. Habla consigo mismo.) No está... ¡He recorrido todo el departamento y no está!
NONANCOURT.— ¿Qué significa esto, mi yerno?
FADINARD.— ¡Todavía vos! ¡Pero vos no sois un suegro, sois un balde de engrudo!
NONANCOURT.— En este momento solemne, yerno...
FADINARD.— ¡Dejadme tranquilo!
NONANCOURT.— (Siguiéndole.) Creo un deber de mi parte el reprocharos el anacronismo de vuestro temperamento... Sois tibio, yerno.
FADINARD.— (Impaciente.) Idos a dormir.
NONANCOURT.— Sí, señor... me voy... Pero mañana, a la hora misma del alba, continuaremos esta conversación. (Entra en la habitación de la derecha, en la que está Bobin.)
FADINARD.— (Paseándose agitado.) ¡No está! ¡He revisa­do por todas partes! Lo he dado todo vuelta... Me he encontrado una colección de sombreros de todos los colores... azul, amarillo, verde, gris, el arco iris, ¡pero ni rastros de paja!
BEAUPERTHUIS.— (Entrando por la misma puerta que Fadinard.) ¡Aquí está! ¡Ha dado vuelta al departamento! ¡Ah, ya lo tengo! (Lo toma del cuello.)
FADINARD.— ¡Dejadme!
BEAUPERTHUIS.— (Tratando de arrastrarlo hasta la esca­lera.) No te defiendas... Tengo una pistola en cada bolsillo.
FADINARD.— ¡No es posible! (En tanto que las dos manos , de Beauperthuis le tienen cogido del cuello, Fadinard lleva las suyas a los bolsillos de Beauperthuis, toma las pistolas y le apunta.)
BEAUPERTHUIS.— (Soltándola y retrocediendo, espanta­do.) ¡Ah, asesi...!
FADINARD.— (Girando.) ¡No gritéis, o cometo un desbarajuste!
BEAUPERTHUIS.— Devolvedme mis pistolas.
FADINARD.— (Fuera de si.) ¡Dadme el sombrero! ¡El sombrero!
BEAUPERTHUIS.— (Aniquilado y sofocado.) ¡Lo que me sucede ha de ser único en los anales de la humanidad! Me estoy dando un baño de pies... espero a mi mujer... y de pronto aparece un señor que me viene a hablar de un som­brero y me apunta con mis propias pistolas...
FADINARD.— (Con fuerza y llevándolo hacia el centro de la escena.) ¡Es una tragedia! No sabéis... mi caballo se ha comido un sombrero de paja en el bosque de Vincennes... mientras su dueña paseaba con un joven soldado...
BEAUPERTHUIS.— ¿Y a mi que me importa?
FADINARD.— Pero ¿no comprendéis que se han incrus­tado en mi casa?
BEAUPERTHUIS.— ¿Y por qué esa joven viuda no regre­sa a la suya?
FADINARD.— ¡Ojalá fuera una joven viuda! ¡Pero resulta que hay un marido!
BEAUPERTHUIS.— (Riendo.) ¡Ja, ja, ja!
FADINARD.— ¡Un canalla! ¡Un miserable que la trituraría bajo sus pies cómo si fuese un frágil grano de pimienta!
BEAUPERTHUIS.— Lo comprendo...
FADINARD.— ¡Si, pero nos vamos a burlar del marido gracias a vos! ¡Farsante, bribón! (Alto.) ¿Verdad que nos vamos a burlar de él?
BEAUPERTHUIS.— Señor, no debo prestarme...
FADINARD.— Démonos prisa... aquí tenéis la muestra... (Se la enseña.)
BEAUPERTHUIS.— (Aparte, al ver la muestra.) ¡Gran Dios!
FADINARD.— Paja de Florencia... y amapolas.
BEAUPERTHUIS.— (Aparte.) ¡Es el suyo! ¡Y está en casa, de él! ¡Los guantes de Suecia eran un cuento!
FADINARD.— ¡Vamos, vamos!... ¿Cuánto?
BEAUPERTHUIS.— (Aparte.) ¡Oh! ¡Van a pasar cosas horribles! (Alto.) Vamos, señor. (Le toma del brazo.)
FADINARD.— ¿Adonde?
BEAUPERTHUIS.— ¡A vuestra casa!
FADINARD.— ¿Sin sombrero?
BEAUPERTHUIS.—¡Silencio! (Escucha hacia la habitación dónde esta Elena.)
VIRGINIA.— (Entrando por el fondo.) Señor, regreso del Gros-Caillou... ¡No hay nadie!
BEAUPERTHUIS.— (Escuchando.) ¡Silencio!
FADINARD.— (Aparte.) ¡Dios mío! ¡La sirvienta de la señora.
VIRGINIA.— (Aparte.) ¡Toma! ¡El amo de Félix!
BEAUPERTHUIS.— (Hablando consigo mismo.) ¡Están hablando en la pieza de mi mujer! ¡Debe haber vuelto! (Entra vivamente, cojeando, en la habitación dónde está Elena.)
FADINARD.— (Asustado.) ¿Qué vienes a hacer aquí, mala pécora?
VIRGINIA.— ¿Cómo que vengo a hacer? ¡Estoy en casa de mi amo!...
FADINARD.— ¿Tu amo?... ¿Beauperthuis es tu amo?
VIRGINIA.— ¿Qué sucede?
FADINARD.— (Aparte; fuera de sí.) ¡Maldición! ¡Es el marido!... y le he contado todo!
VIRGINIA.— ¿Acaso la señora?...
FADINARD.— ¡Vete, mala pécora! ¡Vete o te hago pedazos!... (La empuja hacia afuera.) Y ese dichoso sombrero que desde esta mañana con mi cortejo a cuestas... con la nariz sobre la pista, como un perro de caza... llego... me detengo... ¡y es el sombrero comido!

(Grito en la habitación de Elena.)

FADINARD.— ¡La va a destrozar! ¡Defenderemos a esa infortunada! (Va a lanzarse hacia ella, pero se abre la puerta. Elena, en ropa de noche, entra llorosa seguida de las damas del cortejo y de Beauperthuis, estupefacto.)
LAS DAMAS.— (Afuera.) ¡Socorro! ¡Socorro!
FADINARD.— (Petrificado.) ¡Elena!
ELENA.— ¡Papá, papá!
BEAUPERTHUIS.— Pero ¿qué significa tanta gente... en la habitación de mi mujer?

(Nonancourt sale de la habitación de la derecha, con gorro de dormir, en mangas de camisa, con su traje sobre el brazo y llevando el mirto. Bobin le sigue, ataviado del mismo modo.)

NONANCOURT y BOBIN.— ¿Qué hay? ¿Qué sucede?
BEAUPERTHUIS.— (Estupefacto.) ¡Todavía más!
FADINARD.— ¡Todo el cortejo! ¡Saltó la bomba!
CORO.— (Tonada "El sobrino del mercero".)
BEAUPERTHUIS.—
Yo no puedo comprender
De dónde sale esta gente,
Qué es lo que tienen que hacer
En mi casa de repente.
NONANCOURT.—
Yo no puedo comprender
Estos gritos indecentes
Todo ha terminado, el deber
Un yerno tal no consiente.
FADINARD.—
Yo no puedo comprender,
Parecen estar dementes
Al dejarse sorprender
De modo tan imprudente.
BOBIN.—
Yo no puedo comprender
El terror, prima, que sientes,
Mas te sabré defender
Cual corresponde a un valiente.
ELENA.—
Yo no puedo comprender
Pues no cabe en la mente,
Que se venga a sorprender
En mi casa justamente.
LAS DAMAS.—
Yo no puedo comprender
Que este extranjero insolente
A una indefensa mujer
Asuste tan fieramente.
BEAUPERTHUIS.— ¿Qué hacíais en mi casa?
NONANCOURT y BOBIN.— (Con un grito de sorpresa.) ¿En vuestra casa?
ELENA y LAS DAMAS.— (Al mismo tiempo.) ¡Oh, cielos!
NONANCOURT.— (Indignado, empujando a Fadinard.) ¿En casa de él y no en la tuya? ¿En casa de él?
FADINARD.— ¡Suegro! ¡Ya me tenéis cansado!
NONANCOURT.— (Indignado:) ¿Cómo, ser inmoral y sin­vergüenza?... ¿Nos llevas a dormir a casa de un desconocido?... ¡Yerno, todo ha terminado!
FADINARD.— ¡Me irritáis! (A Beauperthuis.) Señor, os dignaréis disculpar un ligero error.
NONANCOURT.— Vayamos a vestirnos, Bobin.
BOBIN.— Sí, tío.
FADINARD.— ¡Eso es! Y vayamos a mi casa. Abro el camino con mi mujer. (Va hacia ella, pero Beauperthuis le retiene.)
BEAUPERTHUIS.— (En voz baja.) ¡Señor, la mía no ha vuelto todavía!
FADINARD.— Habrá perdido ómnibus.
BEAUPERTHUIS.— (Que se quita la bata y se pone el saco.) Está en vuestra casa.
FADINARD.— No lo creo... la dama que está en mi casa es una negra. ¿Es negra vuestra mujer?
BEAUPERTHUIS.— ¿Acaso tengo cara de ser un papamoscas, señor?
FADINARD.— No conozco semejante pájaro, señor.
NONANCOURT.— Bobin, mi manga...
BOBIN.— Sí, tío...
BEAUPERTHUIS.— ¿En dónde vivís, señor?
FADINARD.— ¡Yo no vivo, señor!
NONANCOURT.— Plaza...
FADINARD.— (Vivamente.) ¡No se lo digáis!
NONANCOURT.— (Gritando) Plaza Baudoyer número 8! ¡Vagabundo!
FADINARD.— ¡Plebeyo!
NONANCOURT.— ¡En marcha, hija mía!
BOBIN.— ¡Todo el mundo en marcha!
BEAUPERTHUIS.— (A Fadinard, tornándolo del brazo.) ¡En marcha, señor!
FADINARD.— ¡Pero si es una negra!
CORO.— (Tonada final del "Plastrón".)
Comenzar el matrimonio
Confundiéndose de casa,
Es cosa que le pasa
A un loco del manicomio.
BEAUPERTHUIS.—
Pagará sus granujadas,
Ya veréis cómo escarmienta;
Yo he de lavar esta afrenta
Con su sangre derramada.
FADINARD.—
Me mira como un demonio
Con salvaje y cruel mirada,
¿En qué horrible pandemonio
Naufragará mi morada?

(Beauperthuis cojea. Ya han salido todos.)

VIRGINIA.— (Entrando por la puerta de la izquierda, pri­mer plano. Trae una taza sobre una bandeja; entreabre las cortinas de la alcoba.) ¡Señor! Aquí tenéis vuestra borraja...
VEZINET.— (Incorporándose en la cama.) ¡Gracias! ¡No quiero nada más!
VIRGINIA.— (Dando un grito y dejando caer la taza.) ¡Ah!
VEZINET.— ¡Haced lo mismo que yo! (Se vuelve a acostar.)

TELÓN
ACTO QUINTO

En primer plano, por derecha la casa de Fadinard; otra casa en segundo plano. Primer plano, a la izquierda, un puesto de la guardia nacional con una garita. Es de noche. La escena está alumbrada por un farol suspendido de una cuerda que atraviesa la escena desde primer plano izquierda a tercer pla­no derecha.

(Un guardia nacional está de facción. Dan las once. Varios guardias nacionales salen del puesto.)

EL CABO.— ¡Las once! ¿A quién le corresponde la guardia?
LOS GUARDIAS.— ¡A Tardiveau! ¡A Tardiveau!
TARDIVEAU.— Pero Trouillebert... ya he hecho tres du­rante el día para eximirme de la guardia nocturna... el sere­no me resfría.
EL CABO.— (Riendo.) ¡Cállate, farsante! Nunca el sereno resfrió a un sereno... (Todos ríen.) ¡Vamos, vamos!... ¡Ar­mas al hombro! Y nosotros, señores, a patrullar.
CORO.— (Tonada "Me gusta el uniforme".)
La ciudad se duerme
Segura y confiada
En los nombres fuertes
Que su sueño guardan.
TARDIVEAU.— (Solo; coloca su fusil y morrión en la ga­rita y se pone un gorro de seda negra y una bufanda.) ¡Dios mío, qué calor tengo! Sin embargo, se pesca uno cada res­frío... Ahí dentro hace un calor infernal. Fue inútil que le repitiese a cada momento a Trouillebert: "Trouillebert... ¡ponéis demasiados leños!" "¡Ah, sí, sí..." Y ahora estoy transpirando... Hasta tengo ganas de quitarme el chaleco de franela... (Desabrocha dos o tres botones de su saco y se de­tiene.) ¡No! Podrían pasar algunas damas... (Extendiendo la mano.) ¡Ah, muy bien... muy bien! ¡Vuelve a llover! (Se cu­bre con el capote.) ¡Perfectamente... perfectamente! ¡Ahora llueve! (Se resguarda en la garita. Por izquierda entra todo el cortejo, con paraguas. Nonancourt lleva su mirto. Bobin da el brazo a Elena. Vézinet carece de paraguas y se abriga alter­nativamente con uno u otro, pero los movimientos de los personajes le dejan siempre al descubierto.)
NONANCOURT.— (Es el primero en entrar; siempre con su mirto.) ¡Por aquí, hijos míos, por aquí!... ¡Saltad sobre el arroyo! (Salta y todo el cortejo le sigue y salta sobre el arroyo formado en la calzada.)
CORO.— (Tonada de "Los dos Cornuchets".)
Pues de veras que incomoda
Pasar tal noche de bodas:
Nos hacen correr y sufrir
En vez de dejarnos dormir.
ELENA.— (Mirando a su alrededor.) ¡Ah, papá! ¿Y mi ma­rido?
NONANCOURT.— ¿Otra vez? ¡Lo hemos vuelto a perder!
ELENA.— ¡No puedo más!
BOBIN.— ¡Esto es abrumador!
UN SEÑOR.— Ya no tengo piernas.
NONANCOURT.— Por suerte, me he cambiado los zapatos.
ELENA.— Otra cosa, papá... ¿por qué habéis despedido los fiacres?
NONANCOURT.— ¿Cómo por qué? ¿Te parece que tres­cientos sesenta y cinco francos no son bastantes? ¡No quiero gastar toda tu dote en cocheros de fiacre!
TODOS.— ¡Oh! Pero, ¿en dónde estamos?
NONANCOURT.— ¡Que me lleve el diablo si lo sé! Yo he seguido a Bobin.
BOBIN.— De ningún modo, tío; somos nosotros quienes os hemos seguido.
VEZINET.— (A Nonancourt.) ¿Por qué nos han levantado tan temprano? ¿Nos vamos a divertir más todavía?
NONANCOURT.— ¡La gran juerga, sí!... (Furioso.) ¡Ah, miserable Fadinard!
ELENA.— Nos dijo que fuéramos a su casa... en la plaza Baudoyer.
BOBIN.— Estamos en una plaza.
NONANCOURT.— ¿Será la plaza Baudoyer? ¡Ese es el problema! (A Vézinet, que se resguarda bajo su paraguas.) Decid vos, que sois de Chaillot y debéis saber esto... (Gritando.) ¿Es ésta la plaza Baudoyer?
VEZINET.— Sí, sí... es un tiempo muy bueno para los guisantes.
NONANCOURT.— (Apartándose de él bruscamente.) ¡Idos, al cuerno! Tarara pompón. . . (Está cerca de la garita.)
TARDIVEAU.— (Estornudando.) ¡Atchís!
NONANCOURT.— ¡Dios os bendiga! ¡Toma! Un centine­la... Perdón, centinela... ¿La plaza Baudoyer, por favor?
TARDIVEAU.— ¡Seguid de largo!
NONANCOURT.— Gracias... Y ni un solo transeúnte... ¡ni siquiera un griego de la antigua Grecia!
BOBIN.— ¡Las doce menos cuarto!
NONANCOURT.— ¡Esperad un momento! Vamos a saber algo... (Llama a una puerta, segundo plano derecha.)
ELENA.— ¿Qué estáis haciendo, papá?
NONANCOURT.— Necesitamos informarnos. Me han di­cho que para los parisienses era un placer indicar su camino a los extranjeros.
UN SEÑOR.— (Aparece en la ventana, en bata y gorro de dormir.) ¿Qué queréis, voto a Sanes?
NONANCOURT.— Perdón, señor... ¿la plaza Baudoyer, por favor?
EL SEÑOR.— ¡Espera, bergante! ¡Bandido! ¡Canalla! (Arroja un jarro de agua por la ventana y cierra. Nonancourt evita el agua, que cae en la cabeza de Vézinet, que está sin paraguas.)
VÉZINET.— ¡Cucuruchitos de papel! ¡Estaba bajo la go­tera!
NONANCOURT.— Este no es de París; es de Marsella.
BOBIN.— (Que se ha subido sobre un poste, al fondo, para leer el nombre de la plaza.) ¡Baudoyer! ¡Tío! ¡Estamos en la plaza Baudoyer!
NONANCOURT.— ¡Qué suerte! Busquemos el número 8.
TODOS.— ¡Aquí está! ¡Entremos, entremos!
NONANCOURT.— ¡Ah, caramba! No hay portero... ¡y el miserable de mi yerno no me ha dado la llave!
ELENA.— Papá, no puedo más... me voy a sentar.
NONANCOURT.— Pero no en el suelo, querida... el piso es de asfalto.
BOBIN.— Hay luz en la casa.
NONANCOURT.— Es el departamento de Fadinard... Habrá llegado antes que nosotros... (Golpea y llama ruidosamente.) ¡Fadinard, yerno!... (Todos llaman con él.) ¡Fadinard!...
TARDIVEAU.— (A Vézinet.) ¡Un poco de silencio, señor!
VEZINET.— (Graciosamente.) Demasiado honesto, señor. .. me cepillaré en la casa.
NONANCOURT.— (Gritando.) ¡¡Fadinard!!
BOBIN.— Vuestro yerno se burla de nosotros.
ELENA.— No quiere abrir, papá.
NONANCOURT.— Vayamos a la comisaría.
TODOS.— Si, sí... a la comisaría.
CORO.— (Tonada:)
Este yerno nos da grima
Por su gran indignidad,
Veremos si lo domina
La voz de la autoridad.
(Van para el fondo.)
FÉLIX.— (Llegando por la calle de la derecha.) ¡Ah, Dios mío! ¡Cuánta gente!...
NONANCOURT.— Su criado... ¡Ven aquí, Mascarilla!
FÉLIX.— ¡Toma! ¡Es la boda de mi amo! Señor, ¿habéis visto a mi amo?
NONANCOURT.— ¿Has visto al miserable de mi yerno?
FÉLIX.— Hace más de dos horas que estoy corriendo de­trás de él.
NONANCOURT.— Nos arreglaremos sin él. Ábrenos la puerta, Pierrot.
FÉLIX.— ¡Oh, señor! Es imposible. Me está prohibido... porque la señora todavía está arriba.
TODOS.— ¡Una mujer!
NONANCOURT.— (Dando un grito salvaje.) ¡¡Una mu­jer!!
FÉLIX.— Sí, señor... que está en nuestra casa... sin som­brero... desde esta mañana, con...
NONANCOURT.— (Fuera de sí.) ¡Basta!... (Arroja a Fé­lix a la derecha.) ¡Una amante... en el día de su boda!
BOBIN.— ¡Sin sombrero!...
NONANCOURT.— Que se calienta los pies en el hogar conyugal... Y nosotros, su mujer... nosotros, sus parientes... estamos, dando vueltas desde hace quince horas con los brazos llenos de mirtos... (Dándole el mirto a Vézinet.) ¡Infamia! ¡Infamia!
ELENA.— Papá... papá... me voy a descomponer...
NONANCOURT.— No en el suelo, hija mía... echarías a perder tu vestido de cincuenta y tres francos... (A todos.) Hijos míos, maldigamos a ese inmundo truhán y regresemos todos a Charentonneau.
TODOS.— ¡Sí, sí!
ELENA.— Pero, papá... no quiero dejarle mis alhajas y mis regalos de boda...
NONANCOURT.— Hija mía, lo que acabas de decir es digno de una mujer de orden... (A Félix.) Sube ahora mismo, badulaque... y truenos la canasta, las joyas y todas las chu­cherías de mi hija.
FÉLIX.— (Vacilando.) Pero, señor...
NONANCOURT.— ¡Sube... si no quieres que te corte las orejas! (Le empuja hacia la casa de primer plano, derecha.)
ELENA.— Papá, me habéis sacrificado.
BOBIN.— ¡Como en "Ifigenia"!
NONANCOURT.— ¡Qué quieres! ¡Era un rentista!... Esta es mi circunstancia atenuante ante los ojos de todos los padres del mundo... ¡Ese tahúr era un rentista!
FADINARD.— (Entra corriendo por izquierda; está asustado y extenuado.) ¡Ah, me ahogo! ¡Me ahogo! ¡Me ahogo!
TODOS.— ¡Fadinard!
FADINARD.— ¡Toma! ¡Aquí está mi cortejo! (Debilitado.) ¡Suegro quisiera sentarme sobre sus rodillas!
NONANCOURT.— ¡Ya no hay nada entre nosotros, se­ñor! ¡Todo ha terminado!
FADINARD.— (Escuchando atentamente.) ¡Callaos!
NONANCOURT.— (Exasperado.) ¿Cómo decís?
FADINARD.— ¡Pero callaos, voto al diablo!
NONANCOURT.— ¿Y por qué no os calláis vos mismo, gran salvaje?
FADINARD.— (Tranquilizado.) No estaba equivocado. Ha perdido mi rastro... y además le molestan sus zapatos... Cojea como el extinto Vulcano... Tenemos algunos minutos todavía para evitar una espantosa matanza.
ELENA.— ¿Una matanza?
NONANCOURT.— ¿Qué folletín es este?
FADINARD.— El chacal tiene mi dirección... Vendrá armado hasta los dientes con puñales y pistolas... Hay que hacer escapar a esa dama...
NONANCOURT.— (Indignado.) Ah, con que lo admites... ¡Sardanápalo!
TODOS.— ¡¡Lo admite!!
FADINARD.— (Estupefacto.) ¿Cómo decís?

(Entra Félix, con la canasta, unos paquetes y una caja de sombrero de señora.)

FÉLIX. — ¡Aquí están las chucherías! (Pone todo en el suelo.)
FADINARD.— ¿Eh? ¿Qué significa esto?
NONANCOURT.— Miembros del cortejo... que cada uno de nosotros tome un fardo y empecemos la mudanza...
FADINARD.— ¿Cómo? ¿El "trousseau" de mi Elena?
NONANCOURT.— No, no lo es... Me la llevo con armas y bagajes a mis plantaciones de Charentonneau.
FADINARD.— ¡Quitarme mi mujer, a medianoche! ¡Me opongo!
NONANCOURT.— ¡Me opongo a tu oposición!
FADINARD.— (Pugna por apoderarse de la caja de sombre­ros de la que se ha apoderado Nonancourt.) ¡No toquéis el trousseau!
NONANCOURT.— (Resistiendo.) ¿Quieres dejarme, bígamo? (Cae sentado.) ¡Ah, todo ha terminado, yerno!... (La parte de la caja que contiene el sombrero queda en sus manos y la tapa en las de Fadinard.)
VEZINET.— (Recogiendo la caja.) ¡Tened cuidado! ¡Un sombrero de paja de Italia!
FADINARD.— (Gritando.) ¿Cómo? ¿De Italia?
VEZINET.— (Examinándolo.) Es mi regalo de bodas. Lo he hecho traer de Florencia... por quinientos francos.
FADINARD.— (Sacando su muestra.) ¡De Florencia! (Le toma el sombrero y lo compara con su muestra a la luz del farol.) ¡Dadme eso! ¿Será posible? ¿Yo, que desde esta mañana y era...? (Ahogado de alegría.) ¡Pero si... claro que si... es lo mismo... es lo mismo, lo mismo!... ¡Y con amapolas!... (Cantando) ¡Viva Italia! (Lo vuelve a poner en la caja.)
TODOS.— ¡Está loco!
FADINARD.— (Saltando, cantando y besando a todo el mundo.) ¡Viva Vézinet!... ¡Viva Nonancourt! ¡Viva mi mujer! ¡Viva Bobin!... ¡Viva la guardia nacional!... (Abraza a Tardiveau.)
TARDIVEAU.— (Aturdido.) ¡Seguid de largo!
NONANCOURT.— (Mientras Fadinard abraza locamente a todo el mundo.) ¡Un sombrero de quinientos francos! ¡No será para ti, miserable! (Saca el sombrero de la caja y la vuelve a cerrar.)
FADINARD.— (Que no ha visto nada, se cuelga la caja del brazo y continúa con su alegre locura.) ¡Esperadme! ¡Le pon­go el sombrero y luego la pongo de patitas en la calle!... ¡Vamos a entrar! ¡Vamos a entrar! (Entra desatinadamente en la casa.)
NONANCOURT.— ¡Está completamente loco! ¡Es un caso de nulidad de matrimonio! ¡Bravísimo! En marcha, amigos míos... Vayamos a buscar nuestros fiacres... (Van a salir y se encuentran con la patrulla, que llega por el fondo.)
EL CABO.— ¡Alto ahí, señores! ¿Qué estáis haciendo con esos paquetes?
NONANCOURT.— Nos estamos mudando, cabo.
EL CABO.— ¡Clandestinamente!...
NONANCOURT.— Permitid que...
EL CABO.— ¡Silencio!... (A Vézinet.) ¿Vuestros papeles?
VEZINET.— ¡Sí, señor, sí! Quinientos francos... ¡sin las cintas!
EL CABO.— ¡Ah, con que os queréis hacer el chistoso?
NONANCOURT.— De ninguna manera, cabo... Este des­dichado anciano...
EL CABO.— ¿Vuestros papeles? (A una señal suya, dos guar­dias nacionales toman del cuello a Nonancourt y a Bobin.)
NONANCOURT.— ¡No faltaría más!
ELENA.— Señor... es mi padre...
El. CABO.— (A Elena.) ¿Vuestros papeles?
BOBIN.— ¿No os decimos que no los tenemos?... Hemos venido...
EL CABO.— ¿No tenéis papeles? ¡Al puesto! ¡Allí os explicaréis con el oficial! (Los empujan hacia el puesto.)
NONANCOURT.— ¡Protesto ante la faz de Europa!
CORO.— (Tonada: "Basta de discutir").
(Patrulla.)
¡A la cárcel sin chistar!
¡Cuidado con protestar!
¡Ya más tarde se verá
Quién tiene razón acá!
(El Cortejo.)
No se puede poner preso
A un inocente cortejo
Escuchad nuestra razón
Señores del escuadrón.

(Los llevan hacia el cuerpo de guardia a empujones. Nonancourt lleva siempre el sombrero. Félix, que se debate, es lleva­do junto con ¡os demás. La patrulla entra con ellos.)

TARDIVEAU.— La patrulla ha regresado... Me gustaría ir a tomar mi arroz con leche.


(Durante la escena siguiente, se quita su capote gris, que adhiere al fusil, y pone su morrión sobre la bayoneta, de modo que simule a un hombre de guardia.)

FADINARD.— (Sale de la casa con la caja, seguido por Anais y Emilio.) Venid, venid, señora... he encontrado el sombrero... es por vuestro bien. Vuestro marido lo sabe todo y me sigue los talones... Ponéoslo e idos... (Tiene la caja, Anais y Emilio la abren, miran y lanzan un grito.)
LOS TRES.— ¡Ah!...
ANAIS.— ¡Cielos!
EMILIO.— (Mirando al interior de la caja.) ¡Vacía!
FADINARD.— (Perdido.) ¡Estaba adentro! ¡Estaba adentro! ¡Me lo ha escamoteado el tunante de mi suegro! (Dándose vuelta.) ¿En dónde está? ¿En dónde está mi mujer? ¿En dónde está mi boda?
TARDIVEAU.— (Disponiéndose a irse.) En el puesto, se­ñor. .. están todos presos. (Sale por derecha.)
FADINARD.— ¡Mi cortejo en la cárcel! ¡Y el sombrero también! ¿Qué hacer?
ANAIS.— (Desolada.) ¡Estoy perdida!
EMILIO.— (Iluminado.) ¡Ah! ¡Voy para allá!... ¡Conozco al oficial! (Entra al puesto.)
FADINARD.— (Contento.) ¡Conoce al oficial! ¡Lo tendremos! (Ruido de coche por izquierda.)
BEAUPERTHUIS.— (Entre bastidores.) ¡Deteneos aquí, cochero!
ANAIS.— ¡Cielos, mi marido!
FADINARD.— ¡Ha tomado un coche! ¡Cobarde!
ANAIS.— ¡Subo a vuestra casa!
FADINARD.— ¡Deteneos! ¡Viene a revisar mi domicilio!
ANAIS.— (Muy asustada.) ¡Aquí está!
FADINARD.— (Empujándola hacia la garita.) ¡Entrad ahí! (Para sí mismo.) ¡Y a esto le llaman una noche de bodas!
BEAUPERTHUIS.— (Entra cojeando un poco.) ¡Ah, estáis aquí, señor! ¡Os habíais escapado!... (Sacude el pie.)
FADINARD.— Para comprarme un cigarro... Estoy buscando fuego, precisamente... ¿Tenéis fuego, señor?
BEAUPERTHUIS.— ¡Señor, os conmino a abrir vuestra casa... y si la encuentro... estoy armado, señor!...
FADINARD.— La primera puerta a la izquierda, señor... Dad vuelta al picaporte, por favor.
BEAUPERTHUIS.— (Para si mismo.) ¡Cristo! ¡Qué extra­ño! ¡Tengo los pies hinchados! (Entra.)
FADINARD.— (Siguiéndolo un instante con la vista.) Hay un ciervo en la puerta.
ANAIS.— (Saliendo de la garita.) Estoy muerta de miedo... ¿En dónde me oculto? ¿Hacia dónde huyo?
FADINARD.— (Perdiendo la cabeza.) ¡Tranquilizaos, señora, espero que no os encuentre allí arriba! (En el piso superior se abre una ventana del puesto.)
EMILIO.— (En la ventana.) ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Aquí está el sombrero!
FADINARD.— ¡Estamos salvados! ¡Allí está el marido! Arrojadlo, arrojadlo, arrojadlo!

(Emilio arroja el sombrero, que queda colgado del farol.)
ANAIS.— (Dando un grito.) ¡Ah!
FADINARD.— ¡Caráspita! (Trata de desengancharlo con un paraguas pero no lo consigue. Se oye que alguien desciende como brincando por la escalera de la casa de Fadinard. Beauperthuis grita.)
BEAUPERTHUIS.— (En la escalera.) ¡¡Rayos y truenos!!
ANAIS.— (Espantada.) ¡Es él!
FADINARD.— (Vivamente.) ¡Truenos y rayos! (Arroja el capote gris de guardia nacional sobre los hombros de Anais le tapa la cabeza con el capuchón y le pone el fusil entre las manos.) ¡Aplomo! Si se acerca, cruzad ante él y gritad... "¡Ea, seguid de largo!"
ANAIS.— ¡Pero va a ver el sombrero!
FADINARD.— (Corriendo delante de Beauperthuis y tapándole con el paraguas para impedirle que vea el sombrero de paja que se balancea sobre su cabeza.) Tened cuidado... os vais a mojar.
BEAUPERTHUIS.— (Cojeando cada vez más.) ¡Que el diablo se lleve a vuestra escalera sin luz!
FADINARD.— Apagan a las once.
EMILIO.— (Saliendo del puesto; bajo.) ¡Entretened al ma­rido! (Se dirige al fondo, a la derecha; sube a un poste y trata de cortar la cuerda del farol con su espada.)
BEAUPERTHUIS.— ¡Pero dejadme ya! No llueve más... Si se ven las estrellas... (Quiere mirar el cielo.)
FADINARD.— (Cubriéndolo con el paraguas.) Os vais a mojar igual.
BEAUPERTHUIS.— ¡Pero pardiez, señor! ¡Si soy tan im­bécil!
FADINARD.— Sí. señor. (Levanta el paraguas muy alto y salta para desenganchar el sombrero, pero como tiene a Beauperthuis del brazo, su movimiento hace saltar a éste con­tra su voluntad.)
BEAUPERTHUIS.— ¿Por qué saltáis, señor?
FADINARD.— Son unos calambres... me dan en el estómago...
BEAUPERTHUIS.— ¡Pardiez! Voy a interrogar a ese guardia.
ANAIS.— (Aparte.) ¡Dios mío!
FADINARD.— (Reteniéndole bruscamente.) No, señor... es inútil... (Aparte, mirando a Emilio.) ¡Bravo! ¡Está cortando la cuerda! (Alto.) No os contestará... ¡Le está prohibido hablar con las armas en la mano!
BEAUPERTHUIS.— (Tratando de desasirse.) ¡Pero dejad­me de una vez!
FADINARD.— No... os vais a mojar. (Le cubre más que antes y salta de nuevo.)
TARDIVEAU.— (Regresando por derecha y estupefacto al ver a un hombre de facción.) ¡Un hombre en mi lugar!
ANAIS.— ¡Seguid de largo!
BEAUPERTHUIS.— ¿Eh? ¿Y esa voz?
FADINARD.— (Poniendo el paraguas de costado.) ¡Un conscripto!
TARDIVEAU.— (Viendo el sombrero.) ¿Y eso? ¿Qué es eso?
BEAUPERTHUIS.— ¿Qué? (Aparta el paraguas y levanta la cabeza.)
FADINARD.— ¡Nada! (Le hunde su sombrero en los ojos. En el mismo instante se corta la cuerda. Cae el farol.)
BEAUPERTHUIS.— ¡Ah!
TARDIVEAU.— (Gritando.) ¡A las armas! ¡A las armas!
FADINARD.— (A Beauperthuis.) No hagáis caso. Se ha caído el farol.


(Los guardias nacionales salen de su puesto. Aparece gente en las ventanas iluminadas. Durante el coro, Fadinard desen­gancha el sombrero y se lo da a Anais, que se lo pone.)

CORO.— (Tonada: "Vivan los Misares de Berchini".)
¡Qué batahola infernal!
Parece una bacanal.
Por ser una reunión ilegal
se hará un proceso oral.

(Después del coro, Beauperthuis ha logrado librarse del sombrero que tenia hundido hasta los ojos.)

BEAUPERTHUIS.— Pero una vez más, señores...
ANAIS.— (Con el sombrero puesto, se aproxima con los brazos cruzados y con aire de dignidad.) ¡Al fin os encuentro, señor!
BEAUPERTHUIS.— (Petrificado.) ¡Mi mujer!
ANAIS.— ¿Así que ésta es la conducta que lleváis?
BEAUPERTHUIS.— (Aparte.) ¡Lleva puesto el sombrero!
ANAIS.— ¡Ir por esas calles a semejantes horas!...
BEAUPERTHUIS.— ¡Paja de Florencia!
FADINARD.— Y amapolas...
ANAIS.— Dejadme entrar sola... a medianoche, cuando os estoy esperando desde esta mañana en casa de mi prima Eloa...
BEAUPERTHUIS.— Permitid, señora... pero vuestra pri­ma Eloa...
FADINARD.— ¡Pero si tiene el sombrero!
BEAUPERTHUIS.— Habíais salido para comprar unos guantes de Suecia... Que yo sepa, no se tarda catorce horas para comprar unos guantes de Suecia.
FADINARD.— ¡Pero si tiene el sombrero!
ANAIS.— (A Fadinard.) señor, no tengo el honor...
FADINARD.— (Saludando.) Yo tampoco, señora, pero te­néis el sombrero... (Dirigiéndose a los guardias nacionales. ) ¿La señora tiene el sombrero?
LOS GUARDIAS NACIONALES Y LA GENTE DE LAS VENTANAS. — ¡Ella tiene el sombrero! ¡Ella tiene el som­brero!
BEAUPERTHUIS.— (A Fadinard.) Sin embargo, señor, ese caballo del bosque de Vincennes...
FADINARD.— ¡Tiene el sombrero!...
NONANCOURT. — (Apareciendo en la ventana del pues­to.) ¡Muy bien, mi yerno! ¡Todo se ha vuelto a arreglar!
FADINARD.— (A Beauperthuis.) ¡Señor os presento a mi suegro!
NONANCOURT.— (Desde la ventana.) ¡Tu criado nos ha contado la historia!... ¡Está bien! Es de caballeros haber he­cho todo eso... Es francés... Te devuelvo mi hija, la canasta y el mirto... ¡Sácanos del calabozo!
FADINARD.— (Dirigiéndose al cabo.) Señor... ¿seria indiscreto el reclamarnos mi cortejo?
EL CABO.— Con mucho gusto, señor. (Gritando.) ¡Dejad libre a la boda! (Todo el cortejo sale del puesto.)

CORO.— (Tonada: "Es el amor").
Es Fadinard
que en libertad
nos pone al fin.
Que sea feliz .
Y muy dichosa
haga a su esposa.

(Durante el coro, el cortejo rodea y besa a Fadinard.)

VEZINET.— (Reconociendo el sombrero que lleva puesto Anais.) ¡Oh, Dios mío!... pero esta señora...
FADINARD.— (Muy vivamente.) ¡Quitad a este sordo de acá!
BEAUPERTHUIS.— (A Vézinet.) ¿Qué, señor?
VEZINET. — ¡Ella tiene el sombrero!
BEAUPERTHUIS.— ¡Vamos... que estoy equivocado! ¡Ella tiene el sombrero! (Besa la mano de su mujer.)
CORO.— (Tonada final de "La Torre de Ugolino".)
¡Qué feliz jornada!
Qué boda afortunada!
Mi alma asombrada
Bendice al destino
Que a estos palominos
Unió hace un momento
Con el casamiento.
Podremos al fin
Irnos a dormir
VEZINET. — (Tonada nueva de Hervé.)
¡Qué boda preciosa!
FADINARD. —
¡Ah, sí, fue divino!
Pero en este mundo
todo termina
Vamos todos a dormir.
NONANCOURT. — (Siempre con su mirto.) Hasta el me­diodía.
FADINARD. — (Tomando a su mujer del brazo.)
Ven, ángel mío, corazón de cereza.
Testigo también de mi triste porfía
Ojalá nunca me pongas en la cabeza,
Sombrero que un caballo comer no podría.
TODOS. — Ojalá nunca me pongas en la cabeza. (Etc.)...

TELÓN FINAL