Deseo bajo los olmos
Eugene O’Neill
PERSONAJES
Ephraim CABOT.
SIMEÓN,
PETER,
EBEN, sus hijos.
ABBIE Putnam.
Una muchacha.
Dos agricultores.
Un violinista.
Un sheriff.
Otras gentes de las granjas vecinas.
Toda la acción se desarrolla en 1850 en la granja Cabot, de Nueva Inglaterra, o en sus alrededores inmediatos. El extremo Sur de la casa mira a una cerca de piedra, en cuyo centro hay una puerta de madera que da a la carretera. La casa está en buenas condiciones, pero necesitada de pintura. Sus muros son de un gris mortecino, el verde de las persianas está descolorido. A cada lado del edificio hay dos enormes olmos, que inclinan sus colgantes ramas sobre el tejado. Parecen protegerlo y, al propio tiempo, dominarlo. Hay en su aspecto una siniestra maternidad, una abrumadora y celosa preocupación. El íntimo contacto con la vida del hombre de la casa les ha dado una aterradora humanidad. Gravitan angustiosamente sobre la casa. Parecen mujeres agotadas que descansasen sus fláccidos pechos, sus manos y su cabello sobre el tejado, y, cuando llueve, sus lágrimas caen goteando monótonamente y se pudren en las tejas.
Hay un sendero que va desde la puerta de la cerca, rodeando la esquina derecha de la casa, hasta la puerta principal de la misma. En este lado hay un angosto porche. La pared terminal que mira hacia nosotros tiene dos ventanas en su piso superior y otras dos más grandes en la planta baja. Las de arriba son las de los dormitorios del padre y de los hermanos. En la planta baja, a la izquierda, está la cocina; a la derecha, el recibimiento, cuyas cortinas se hallan siempre corridas.
PARTE PRIMERA
ESCENA PRIMERA
Exterior de la granja. Una puesta de sol, a principios del verano de 1850. No hay viento; todo está en calma. El cielo que se divisa por encima del tejado se halla vivamente coloreado, el verde de los olmos brilla, pero la casa está en sombra y parece pálida y desdibujada por contraste.
Se abre una puerta y Eben Cabot avanza hasta el final del porche y se queda contemplando el camino, hacia la derecha. Tiene en la mano un cencerro y lo agita mecánicamente, causando un estrépito ensordecedor. Luego, con los brazos en jarras, mira el cielo. Lanza un suspiro de confuso temor y exclama en un tono de equívoca adoración:
EBEN:
— ¡Dios! ¡Qué hermosura!
(Baja la vista y mira a su alrededor, frunciendo el ceño. Tiene veinticinco años y es fornido. Sus facciones son bellas y agradables, pero con una expresión desconfiada y resentida. Sus ojos, oscuros y desafiantes, recuerdan los de un animal salvaje en cautiverio. Cada día es una jaula en que se encuentra atrapado, pero en su fuero interno se considera indómito. Hay en él, reprimida, una salvaje vitalidad Tiene el cabello negro, bigote y una incipiente barba rizada. Viste rústica ropa de faena. Escupe en el suelo con intenso encono, se vuelve y entra nuevamente en la casa.)
(Aparecen Simeón y Peter, que regresan de trabajar en el campo. Son también altos, pero de más edad que su hermanastro. Simeón tiene treinta y nueve años, Peter, treinta y siete. Y una complexión mucho más simple y vulgar: cuerpo más rollizo, rostro más bovino y basto; son más astutos y prácticos. Sus hombros están algo hundidos por los muchos años de faenas agrícolas. Pisan pesadamente con sus toscas botas de gruesa suela, en que hay pegados terrones de tierra. Su ropa, sus rostros, sus manos, sus brazos y garganta desnudas, todo está sucio de tierra. Huelen a tierra. Se detienen juntos por un momento delante de la casa y, como movidos por un mismo impulso, contemplan en silencio el cielo, apoyados sobre sus azadas. En sus rostros hay une expresión tensa, rebelde. Cuando miran el cielo, esta expresión se suaviza.)
SIMEÓN (refunfuñando.):
— ¡Qué hermosura!
PETER:
— Sí…
SIMEÓN (con brusquedad.):
— Hoy hace dieciocho años.
PETER:
—¿De qué?
SIMEÓN:
— Jenn. Mi mujer. Murió.
PETER:
— Lo había olvidado.
SIMEÓN:
— Yo la recuerdo... a menudo. Entonces me siento solo. Tenía una mata de pelo larga como la cola de un caballo..., ¡y amarilla como el oro!
PETER (con contundente indiferencia.):
— El caso es que ha muerto. (Después de una pausa.) Oro hay en el Oeste, Sim.
SIMEÓN (bajo la influencia del crepúsculo aún, con tono vago.):
— ¿En el cielo?
PETER:
— Bueno... En cierto sentido..., es como un anticipo. (Cada vez más excitado.) Oro en el cielo... Oro en el Oeste... La Puerta de Oro... ¡California!..., ¡el dorado Oeste!..., ¡yacimientos de oro!
SIMEÓN (excitado a su vez.):
— ¡Fortunas a ras del suelo, esperando que alguien las recoja! ¡Las minas de Salomón, según dicen!
(Por un momento continúan mirando el cielo. Luego bajan los ojos.)
PETER (con sardónica amargura.):
— Aquí... hay piedras sobre la tierra..., piedras sobre las piedras... Hemos estado levantando muros de piedra... año tras año...; él y tú, y yo y Eben..., ¡levantando muros de piedra para que él nos cercara con ellos!
SIMEÓN:
— Trabajamos. Dimos nuestras fuerzas. Dimos nuestros años. Enterramos todo eso bajo tierra... (golpea la tierra con el pie, en ímpetu rebelde)..., ¡donde se pudre..., donde sólo sirve para hacer germinar las cosechas de él! (Pausa.) Bueno... La verdad es que la granja rinde más que otras de por aquí.
PETER:
¡Si aráramos en California, habría terrones de oro en el surco!
SIMEÓN:
— California está casi al otro lado del mundo. Tenemos que pensarlo bien...
PETER (Después de una pausa.):
— Además, me costaría abandonar lo que hemos ganado aquí con nuestro sudor.
(Pausa. Eben asoma la cabeza por la ventana del comedor, escuchando.)
SIMEÓN:
— Sí. (Pausa.) Quizá... él muera pronto.
PETER (Con tono de duda.):
— Quizá.
SIMEÓN:
— Quizá..., ¡quién sabe!..., esté muerto ahora.
PETER:
— Había que probarlo.
SIMEÓN:
— Se ha marchado hace dos meses..., y no hay noticias suyas.
PETER:
— Nos abandonó en pleno campo un atardecer como éste. Enganchó y partió rumbo al Oeste.
Eso es bien poco natural. Durante treinta años, nunca se alejó de aquí, salvo para ir al pueblo, al menos desde que se casó con la madre de Eben. (Pausa. Taimadamente.) Creo que podríamos hacer que el tribunal le declarase loco.
SIMEÓN:
— Es demasiado astuto para ellos. Se reiría de todos. No le creerían loco ni por un momento. (Pausa.) Tenemos que esperar... hasta que esté bajo tierra.
EBEN (con risita sardónica.):
— ¡Honra a tu padre! (Los dos se vuelven sobresaltados y le miran absortos. Eben sonríe burlonamente, luego frunce el ceño.) Rezo porque haya muerto. (Ellos siguen mirándole. Eben prosigue con tono práctico.) La cena está lista.
SIMEÓN y PETER (simultáneamente.):
— ¿Sí?
EBEN:
— ¿Habéis visto cómo se pone el sol?
SIMEÓN y PETER (a un tiempo.):
— Sí... Hay oro en el Oeste
EBEN:
— Sí. (Señalando.) Allá sobre la dehesa de la colina..., ¿verdad?
SIMEÓN y PETER (juntos.):
— ¡En California!
EBEN:
— ¿Eh? (Los mira con indiferencia durante un momento y luego dice, arrastrando las palabras.) Bueno... Se enfría la cena. (Vuelve a la cocina.)
SIMEÓN (dando un respingo, hace chasquear los labios):
— Tengo hambre!
PETER (husmeando el aire.):
— ¡Huele a tocino!
SIMEÓN (con calculador apetito.):
— ¡Debe de estar bueno!
PETER (con el mismo tono.):
— ¡No hay nada como el tocino!
(Giran sobre sus talones y, hombro con hombro, chocando y rozándose, van presurosamente hacia el yantar, como dos bueyes amigos camino de su cena. Desaparecen al doblar la esquina derecha de la casa y se les oye entrar en ésta. Telón.)
ESCENA II
El color se esfuma del cielo. Comienza el crepúsculo. Se ve ahora el interior de la cocina. Una mesa de pino en el centro, un hornillo en el rincón del foro derecha, cuatro rústicas sillas de madera, una vela de sebo sobre la mesa. En el centro de la pared del foro, un gran cartel donde aparece un barco con todo el velamen desplegado y la palabra «California» en grandes letras. De los clavos penden utensilios de cocina. Todo está limpio y en orden, pero la atmósfera es más propia de la cocina de un campamento de hombres que de la de un hogar.
La mesa está puesta para tres. Eben saca del hornillo patatas y tocino y los pone sobre la mesa, como también un pan y un jarro de agua. Simeón y Peter entran empujándose y se dejan caer en sus sillas, sin pronunciar una sola palabra. Eben se les une. Los tres comen en silencio durante un momento, los dos mayores con una avidez animal, mientras Eben picotea su comida sin apetito, mirando de cuando en cuando a los otros dos con una antipatía no exenta de cierta condescendencia.
SIMEÓN (Se vuelve súbitamente hacia Eben.):
— ¡Oye! No debiste decir eso, Eben.
PETER:
— No estuvo bien.
EBEN:
— ¿El qué?
SIMEÓN:
— Que rezabas porque muriera.
EBEN:
— ¿Y qué...? ¿Acaso no rezáis vosotros por lo mismo?
(Pausa.)
PETER:
— Es nuestro padre.
EBEN (con violencia.):
— Pero mío, no.
SIMEÓN (secamente.):
— ¡Tú no permitirías que nadie dijera eso de tu madre! ¡Ja, ja! (Brusca risita sardónica. Peter sonríe burlonamente.)
EBEN (muy pálido.):
— Quise decir... que yo no soy suyo..., que no soy como él..., ¡que él no es como yo!
PETER (secamente.):
— ¡Espera a tener su edad!
EBEN (con vehemencia.):
— Yo soy mi madre... ¡hasta la última gota de sangre!
(Pausa. Ellos le contemplan con indiferente curiosidad.)
PETER (nostálgico.):
— Fue buena con Sim y conmigo. Las buenas madrastras no abundan.
SIMEÓN:
— Fue buena con todos.
EBEN (muy conmovido, se pone en pie y se inclina torpemente ante uno y otro, balbuciendo.):
— Gracias. Yo soy su... su heredero. (Se sienta confuso.)
PETER (después de una pausa, sosegadamente.):
— Fue buena hasta con él.
EBEN (con tono salvaje.):
— ¡Y, para agradecérselo, él la matól
SIMEÓN (después de una pausa.):
— Nadie mata a nadie. Es siempre algo lo que mata. Ese es el asesino.
EBEN:
— ¿Acaso no hizo trabajar a mamá como a una esclava hasta causarle la muerte?
PETER:
— También él trabajó como un esclavo. También nos hizo trabajar así a nosotros..., sólo que estamos vivos... todavía.
SIMEÓN:
— ¡Es algo... que le empuja... a empujarnos a nosotros!
EBEN (vengativo.):
— Pues... ¡veremos qué le pasará el día del juicio final! (Con desdén.) ¡Algo! ¿Qué algo?
SIMEÓN:
— No lo sé.
EBEN (sardónicamente.):
— ¿Eso que os empuja a vosotros hacia California, quizá? (Ellos le miran con sorpresa.) ¡Oh, os oí hablar! (Después de una pausa.) ¡Pero nunca llegaréis a los yacimientos de oro!
PETER (afirmativo.):
— ¡Pues a lo mejor sí!
EBEN:
— ¿Dónde conseguiréis el dinero?
PETER:
— Podemos ir andando. Hay un largo camino hasta California...; ¡pero si se sumaran todos los pasos que hemos dado en esta granja, llegaríamos a la Luna!
EBEN:
— Los indios os quitarán el cuero cabelludo en las llanuras.
SIMEÓN (con ceñudo humor.):
— ¡Quizá nos cobremos pelo por pelo!
EBEN (con tono categórico.):
— Pero no es eso. ¡Vosotros no iréis porque preferiréis esperar aquí vuestra parte de la granja, confiando en que él morirá pronto!
SIMEÓN (después de una pausa.):
— Tenemos derecho a ella.
PETER:
— Nos pertenecen dos tercios de la granja.
EBEN (levantándose de un salto.):
— ¡Vosotros no tenéis derecho! ¡Ella no era vuestra madre! ¡La granja era de ella! ¿No se la robó él, acaso? Mamá ha muerto, y la granja es mía.
SIMEÓN (sardónicamente.):
— ¡Díselo a papá... cuando vuelva! Apuesto un dólar a que se reirá... por una vez en su vida. ¡Ja! (Ríe con un único ladrido, sin alegría.)
PETER (divertido a su vez, le hace eco a su hermano.):
— ¡Ja!
SIMEÓN (después de una pausa.):
— ¿Qué tienes contra nosotros, Eben? Hace años que veo tus ojos acechando... algo.
PETER:
— Sí...
EBEN:
— Sí... Claro que hay algo. (Estallando súbitamente.) ¿Por qué no os interpusisteis entre él y mamá cuando la estaba matando a fuerza de trabajo..., para pagarle así a ella las bondades que le debíais?
SIMEÓN:
— El caso es que... Había que darle de beber al ganado.
PETER:
— O partir leña.
SIMEÓN:
— O arar.
PETER:
— O segar el heno.
SIMEÓN:
— O echar el abono.
PETER:
— O extirpar la cizaña.
SIMEÓN:
— O podar.
PETER:
— O bien ordeñar.
EBEN (interrumpiéndoles con aspereza.):
— Y levantar paredes..., piedra sobre piedra..., ¡levantar paredes hasta que el corazón de uno se convierte en una piedra, y luego en una pared de piedra que nos tapiará el alma!
SIMEÓN (con tono práctico.):
— Nunca tuvimos tiempo para terciar entre ellos.
PETER (a Eben.):
— Tú tenías quince años cuando mamá murió... y estabas crecido para tu edad. ¿Por qué no
hiciste algo?
EBEN (con aspereza.):
— ¡Había tanto que hacer! (Pausa. Lentamente.) Sólo cuando mamá hubo muerto me di cuenta de lo que la pobre había pasado. Yo empecé a cocinar..., a hacer su trabajo..., y eso me permitió conocerla, compartir su sufrimiento... Ella volvía para ayudarme..., para hervir las patatas..., para freír el tocino..., para cocer los bizcochos... Volvía muy encogida para avivar el fuego y sacar las cenizas, los ojos llorosos e inyectados en sangre por el humo y las ascuas, como antes. Vuelve aún…, se para junto al hornillo, ahí, al atardecer... No puede dormir y descansar en paz, como debiera. No puede acostumbrarse a la libertad..., ni siquiera en la tumba.
SIMEÓN:
— Pues nunca se quejó.
EBEN:
— Estaba demasiado cansada. Se acostumbró más de la cuenta a vivir demasiado cansada. Esa fue la obra de él. (Con vengativo apasionamiento.) Y, tarde o temprano, terciaré entre ellos. ¡Diré las cosas que no le dije entonces! Las gritaré con toda la fuerza de mis pulmones. ¡Trataré de que mi madre encuentre algún descanso y sueño en la tumba!
(Vuelve a sentarse, sumiéndose de nuevo en caviloso silencio. Ellos le miran con extraña e indiferente curiosidad.)
PETER (después de una pausa.):
— ¿Adónde diablos crees tú que habrá ido, Sim?
SIMEÓN:
— Lo ignoro. Se fue en el carro, vestido de punta en blanco, con la yegua bien cepillada y lustrosa. Se fue haciendo chasquear la lengua y restallando el látigo. Lo recuerdo muy bien. Yo estaba terminando de arar, y estábamos en primavera: era el mes de mayo, se estaba poniendo el sol y había oro en el Oeste, y él penetró en el campo con el carro. Yo grité: «¿Adónde vas, papá?» Y él se detuvo por un momento junto a la cerca de piedra. Sus ojos de vieja víbora brillaban al sol, como si hubiese bebido mucho, y dijo, con una sonrisa de mula: «¡No os larguéis antes que yo regrese!»
PETER:
— ¿Estaría enterado de que pensábamos marcharnos a California?
SIMEÓN:
— Quizá. Yo no contesté, y él dijo, con un aire bastante raro, como de enfermo: «He oído cacarear a las gallinas y cantar a los gallos durante todo el maldito día. He estado escuchando el mugido de las vacas y el pataleo de todos los bichos, y ya no puedo seguir aguantando esto. Estamos en primavera, y me siento condenado—dijo—. Condenado como un viejo y pelado nogal que sólo sirve para ser quemado», dijo. Y entonces, seguramente, me leyó en los ojos un poco de esperanza, porque agregó, muy animado y con tono maligno: «Pero que no se te ocurra la estúpida idea de que estoy muerto. ¡He jurado vivir cien años, y lo haré, aunque sólo sea para fastidiar a tu pecadora codicia! Y ahora me voy en busca del mensaje de Dios para mí esta primavera, como hacían los profetas. Y tú, vuélvete a tu arado», dijo. Y se alejó cantando un salmo. Creí que estaba borracho... ¡De no ser así, le habría detenido!
EBEN (despectivamente.):
— ¡No, no lo hubieras hecho! Le tienes miedo. ¡Es más fuerte... por dentro... que vosotros dos juntos!
PETER (sardónicamente.):
— ¿Y tú?... ¿Eres acaso Sansón?
EBEN:
— Me estoy volviendo más fuerte. Siento crecer eso en mí..., crecer cada vez más..., ¡hasta
que termine por estallar!... (Se levanta y se pone la chaqueta y un sombrero. Ellos le miran, y gradualmente en sus rostros se dibujan sonrisas cada vez más burlonas. Eben rehuye sus miradas tímidamente.) Voy a darme una vuelta... camino arriba.
PETER:
— ¿Al pueblo?
SIMEÓN:
— ¿A ver a Minnie?
EBEN (desafiante.):
— ¡Sí!
PETER (zumbón.):
— ¡La ramera!
SIMEÓN:
— La lujuria... ¡Eso es lo que está creciendo en ti!
EBEN:
— ¡Pues es guapa!
PETER:
— ¡Lo ha sido durante veinte años!
SIMEÓN:
— Una nueva capa de colorete convierte en una zorra a una de cuarenta.
EBEN:
— ¡Minnie no tiene cuarenta años!
PETER:
— Si no los tiene, poco le falta.
EBEN (con desesperación.):
— ¿Qué sabéis vosotros de...?
PETER:
— Todo lo que hay que saber... Sim la conoció primero..., y luego, yo...
SIMEÓN:
— ¡Y papá también podría decirte algo! ¡Él estuvo antes!
EBEN:
— ¿Queréis decir con eso que él...?
SIMEÓN (con una sonrisa burlona.):
— ¡Sí!... ¡Somos sus herederos en todo!
EBEN (con vehemencia.):
— ¡Con más motivo! ¡Peor aún! ¡Esto reventará pronto! (Con tono violento.) ¡A ella le daré un puñetazo en la cara! (Abre con violencia la puerta del foro.)
SIMEÓN (guiñándole el ojo a Peter y arrastrando las palabras.):
— Puede ser... Pero la noche es tibia..., agradable... ¡Cuando llegues allí, quizá le des un beso, en vez de un puñetazo!
PETER:
— ¡Claro que lo hará!
(Ambos ríen groseramente. Eben se precipita afuera y cierra dando un portazo, luego hace lo mismo con la puerta principal, dobla la esquina de la casa y se detiene junto a la cerca, contemplando el cielo.)
SIMEÓN (siguiéndole con la mirada.):
— Igual que su padre.
PETER:
— ¡Su viva imagen!
SIMEÓN:
— ¡De tal palo, tal astilla!
PETER:
— Sí. (Pausa. Con anhelo.) Quizá dentro de un año estemos en California.
SIMEÓN:
— Sí. (Pausa. Ambos bostezan.) Vamos a acostarnos.
(Apaga de un soplo la vela. Salen por el foro. Eben tiende los brazos hacia el cielo y dice con tono rebelde.)
EBEN:
— Bueno... Ahí está una estrella, y en alguna parte está él, y aquí estoy yo, y ahí está Min, camino arriba..., todo en la misma noche. Y si la beso..., ¿qué? Min es como la noche: es suave y tibia; sus ojos saben parpadear como una estrella, su boca es tibia, sus brazos son tibios, huele como un tibio campo recién arado, es hermosa... ¡Sí! ¡Por Dios Todopoderoso que es hermosa, y me importan un cuerno los pecados que haya cometido antes o con quién los haya cometido! ¡Mi pecado es tan hermoso como el de cualquiera de ellos!
(Se aleja a grandes pasos camino abajo, hacia la izquierda. Telón.)
ESCENA III
La tiniebla absoluta que reina momentos antes del amanecer. Eben entra por la izquierda y va hacia el porche, tanteando el camino, riendo con amargura y profiriendo maldiciones a media voz.
EBEN:
— ¡Maldito viejo avaro! (Se le oye entrar por la puerta principal. Hay una pausa mientras sube al primer piso, y luego se oye un sonoro golpe en la puerta del dormitorio de los hermanos.) Despertad!
SIMEÓN (sobresaltado.):
— ¿Quién está ahí?
(Eben abre la puerta de un empujón, entra con una vela encendida en la mano. Se ve el dormitorio de los hermanos. El techo está en declive, como el tejado. Aquéllos sólo pueden erguirse junto a la pared divisoria del primer piso. Simeón y Peter están en una cama doble, en primer término. La pequeña cama de Eben está al fondo. En el rostro de Eben hay una mezcla de tonta sonrisa y de ceño malignamente fruncido.)
EBEN:
— ¡Soy yo!
PETER (irritado.):
— ¿Qué demonios...?
EBEN:
— ¡Tengo noticias para vosotros! (Deja escapar una brusca risotada sardónica.)
SIMEÓN (con ira.):
— ¿No podías guardártelas hasta que despertáramos?
EBEN:
— Falta poco para que salga el sol. (Estallando.) ¡Ha vuelto a casarse!
SIMEÓN y PETER (con violencia.):
— ¿Papá?
EBEN:
— Se ha enredado con una hembra de unos treinta y cinco años... y guapa, a lo que dicen...
SIMEÓN (espantado.):
— ¡Mentira!
PETER:
— ¿Quién lo dice?
SIMEÓN:
— ¡Te han estado contando una sarta de embustes!
EBEN:
— ¿Creéis que soy un bobo? Todo el pueblo lo dice. El predicador de New Dover fue quien trajo la noticia..., se la dijo al nuestro... Fue en New Dover donde se enredó ese estúpido de viejo...; era allí donde vivía la mujer...
PETER (convencido ya y aturdido.):
— ¡La verdad es que...!
SIMEÓN (lo mismo.):
— ¡La verdad es que...!
EBEN (sentándose sobre una de las camas, con maligno odio.):
— ¿Verdad que es un demonio escapado del infierno? Lo ha hecho solamente para fastidiarnos... ¡Maldita sea esa vieja mula!
PETER (después de una pausa.):
— Ella lo heredará todo ahora.
SIMEÓN:
— Claro. (Pausa. Con tono apagado.) Bueno... Si la cosa ya no tiene remedio...
PETER:
— Para nosotros no... (Pausa. Persuasivamente.) En los campos de California hay oro, Sim. De nada sirve ahora quedarnos aquí.
SIMEÓN:
— Es precisamente lo que yo estaba pensando. (Con decisión.) Tanto da ahora como después. Vámonos esta misma mañana.
PETER:
— De acuerdo.
EBEN:
— Por lo visto, tenéis ganas de andar.
SIMEÓN (con sarcasmo.):
— ¡Si nos dieras tú más alas, iríamos allá volando!
EBEN:
— ¿No os gustaría más viajar... en un barco?... (Hurga en su bolsillo y saca una arrugada hoja de papel de barba.) Bueno. Si firmáis esto, podréis ir en barco. Lo tenía preparado por si os marchabais algún día. Este papel dice que, por trescientos dólares a cada uno, consentís en venderme vuestras partes de la granja.
(SIMEÓN y PETER miran con desconfianza el papel. Pausa.)
SIMEÓN (con tono indeciso.):
— Pero si él ha vuelto a enredarse...
PETER:
— ¿Y dónde has conseguido ese dinero, por lo demás?
EBEN (astutamente.):
— Sé dónde está escondido. He esperado largo tiempo... Mamá me lo aconsejó. Supo su escondite por espacio de años, pero esperó... El dinero era suyo...; es el dinero que él obtuvo de la granja, y lo ocultó a mamá. Ahora es mío por derecho.
PETER:
— ¿Dónde está escondido?
EBEN (astutamente.):
— Donde nunca lo encontraréis sin mi ayuda. Mamá le espió... Si no hubiera sido por eso, nunca lo hubiera descubierto. (Pausa. Ellos le miran recelosamente, y él a ellos.) Bueno... ¿Os hace el negocio?
SIMEÓN:
— No lo sé.
PETER:
— No lo sé.
SIMEÓN (mirando por la ventana.):
— El cielo se está encapotando.
PETER:
— Más vale que enciendas el fuego, Eben.
SIMEÓN:
— Y que prepares algo de comer.
EBEN:
— Sí. (Con afectada y burlesca cordialidad.) Os daré algo bueno. Si pensáis ir a pie a California, necesitaréis algo que se os pegue al riñon. (Se vuelve hacia la puerta, agregando significativamente.) Pero podéis ir en barco si hacemos changa. (Se detiene junto a la puerta y espera. Ellos le miran fijamente.)
SIMEÓN (con aire desconfiado.):
— ¿Dónde pasaste la noche?
EBEN (retador.):
— En casa de Min. (Con lentitud.) Mientras iba allá, creí primero que la besaría. Luego empecé a pensar en lo que me habíais dicho de él y de ella, y me dije: «¡Le romperé la nariz a Min por esto!» Entonces llegué al pueblo y me enteré de la noticia, y me sentí enloquecer y corrí a casa de Min sin saber qué haría... (Se interrumpe, y luego dice con timidez, pero con tono más desafiante.) Bueno... Cuando la vi, no le pegué..., ni tampoco la besé... Empecé a bramar como un carnero y a proferir maldiciones al mismo tiempo, tan enloquecido estaba..., y ella se asustó..., ¡y yo, simplemente, la agarré y la poseí! (Orgullosamente.) ¡Sí, señor! La poseí. Quizá haya sido de él..., y también vuestra...; pero ahora ¡es mía!
SIMEÓN (secamente.):
— ¿Estás enamorado?
EBEN (con altanero desdén.):
— ¡El amor! ¡No creo en esa paparrucha!
PETER (guiñándole un ojo a Simeón.):
— Puede ser que Eben piense casarse también.
SIMEÓN:
— ¡Min sería una compañera realmente fiel!
(Él y Peter ríen burlonamente.)
EBEN:
— ¿Qué me importa Min..., salvo que es redonda y tibia! Lo importante es que le ha pertenecido a él..., ¡y que ahora es mía! (Va hacia la puerta, y luego se vuelve con aire rebelde.) Y Min no está tan mal. ¡Apuesto a que las hay peores en el mundo! ¡Esperad a ver esa vaca con quien se enredó el viejo! ¡Presiento que le gana a Min! (Se dispone a salir.)
SIMEÓN (repentinamente.):
— Quizá trates de poseerla también… ¿eh?
PETER:
— ¡Ja, ja! (Ríe sardónicamente, deleitándose con esta idea.)
EBEN (escupiendo con repulsión.):
— Ella... aquí..., durmiendo con él..., ¡robando la granja de mamá! ¡Preferiría acariciar a una mofeta, o besar a una víbora!
(Sale. Ambos le siguen con la mirada, recelosamente. Pausa. Escuchan los pasos de Eben, que se alejan.)
PETER:
— Está encendiendo el fuego.
SIMEÓN:
— Me gustaría ir en barco a California.... pero...
PETER:
— Quizá Min le haya metido algún plan en la cabeza.
SIMEÓN:
— Puede ser que todo eso del casamiento de papá sea una mentira. Más vale que esperemos a ver a la recién casada.
PETER:
— ¡Y no firmes lo que sea hasta que lo hagamos ambos!
SIMEÓN:
— ¡Ni antes de convencernos de que el dinero es auténtico! (Con sonrisa burlona.) ¡Pero si papá está enredado, le venderíamos a Eben algo que nunca podríamos conseguir de todos modos!
PETER:
— Esperemos y se verá. (Con brusca ira vengativa.) ¡Y hasta que él vuelva, dejémonos de trabajar, y que se ocupe Eben de todo, si quiere, y nosotros, a dormir y a comer y a beber aguardiente, y que toda esta maldita granja se vaya al diablo!
SIMEÓN (con excitación.):
— ¡Nos hemos ganado un descanso, caramba! Vamos a divertirnos, por variar. No me moveré de la cama hasta que el desayuno esté listo.
PETER:
— ¡Y sobre la mesa!
SIMEÓN (después de una pausa, pensativamente.):
— ¿Cómo será, en tu opinión, ella..., nuestra nueva madre? ¿Tal como la supone Eben?
PETER:
— Es más que probable.
SIMEÓN (vengativamente.):
— Bueno... ¡Ojalá sea una bruja que le haga pensar a él : «¡Quisiera estar muerto y viviendo en la boca del infierno para consolarme!»
PETER (fervorosamente.):
— ¡Amén!
SIMEÓN (imitando la voz de su padre.):
— «Voy en busca del mensaje de Dios en primavera, como los profetas», dijo. ¡Apostaría a que, en aquel momento, él sabía muy bien que iba a putañear! ¡ El hediondo viejo hipócrita!
ESCENA IV
El mismo escenario de la escena segunda: se ve el interior, de la cocina y una vela encendida sobre la mesa. Fuera, el gris del amanecer.
Simeón y Peter están terminando su desayuno. Eben, sentado delante de su plato intacto de comida, cavila con el ceño fruncido.
PETER (mirándole con cierta irritación.):
— De nada sirve ponerse lúgubre.
SIMEÓN (sarcásticamente.):
— ¡Le entristece el deseo de la carne!
PETER (con una sonrisa burlona.):
— ¿Había sido tuya ya antes?
EBEN (colérico.):
— Eso no os importa. (Pausa.) Pensaba en él. Siento que se está acercando..., lo siento como se siente la proximidad del escalofrío de la malaria.
PETER:
— Es demasiado temprano todavía.
SIMEÓN:
— No sé. A él le gustaría encontrarnos dormidos..., nada más que para poder reprocharnos algo.
PETER (se pone en pie mecánicamente. Simeón hace lo mismo.):
— Bueno... Vamos a trabajar.
(Se dirigen con paso fatigado y mecánico hacia la puerta antes de poder pensarlo. De pronto recuerdan y se detienen bruscamente.)
SIMEÓN (sonriendo con aire burlón.):
— ¡Eres un estúpido, Peter..., y yo, otro! ¡Que nos vea sin trabajar! ¡Nos importa un cuerno!
PETER (mientras vuelven a la mesa.):
— ¡Un cuerno! Eso servirá para hacerle comprender que hemos terminado con él.
(Vuelven a sentarse. Eben pasea la mirada del uno al otro con aire de sorpresa.)
SIMEÓN (le sonríe burlonamente.):
— Nos proponemos ser lirios del campo.
PETER:
— ¡No moveremos un solo dedo!
SIMEÓN:
— Tú eres el único dueño... hasta que llegue él. Eso es lo que has querido. Pues bien... Tienes que ser también el único que trabaje.
PETER:
— Las vacas están mugiendo. ¡Más vale que te des prisa a ordeñarlas!
EBEN (con excitada alegría.):
— ¿Quieres decir que me firmaréis el papel?
SIMEÓN (secamente.):
— Quizá.
PETER:
— Quizá.
SIMEÓN:
— Lo estamos pensando. (Con tono perentorio.) Será mejor que vayas a trabajar.
EBEN (con extraña excitación.):
— ¡La granja vuelve a ser de mamá! ¡Es mi granja! ¡Esas vacas son mías! ¡Me mojaré estos condenados dedos con leche de mis propias vacas!
(Sale por el foro. Ellos le siguen con una mirada de indiferencia.)
SIMEÓN:
— Igual que su padre.
PETER:
— ¡Su viva imagen!
SIMEÓN:
— Bueno... ¡Allá ellos!
(Eben sale por la puerta y dobla la esquina de la casa. El cielo está empezando a colorearse con los fulgores del sol naciente. Eben se detiene junto a la cerca y mira a su alrededor con ojos centelleantes y que desbordan instinto de posesión. Abarca toda la granja en su vasta mirada de deseo.)
EBEN:
— ¡Es hermosa! ¡Es muy hermosa! ¡Es mía! (Súbitamente echa atrás con audacia la cabeza y contempla el cielo con ojos duros y desafiantes.) ¡Mía! ¿Oyes? ¡Mía!
(Se vuelve y sale rápidamente por el foro izquierda, camino del establo. Los dos hermanos encienden sus pipas.)
SIMEÓN (poniendo sobre la mesa sus embarradas botas y echando atrás la silla, lanza con aire desafiante una bocanada de humo.):
— Bueno... Esto es comodidad..., por una vez siquiera.
PETER:
— Sí...
(Sigue su ejemplo. Pausa. Inconscientemente, ambos suspiran.)
SIMEÓN (de pronto.):
— Eben nunca fue gran cosa ordeñando.
PETER (con un bufido.):
— ¡Sus manos parecen pezuñas!
(Pausa.)
SIMEÓN:
— ¡Alcánzame ese jarro! Echemos un trago. Me siento algo deprimido.
PETER:
— ¡Buena idea! (Lo hace, toma dos vasos y ambos se sirven whisky.) ¡Este, por el oro de California!
SIMEÓN:
— ¡Y por la suerte que hace falta para encontrarlo!
(Beben, lanzan un bufido, suspiran, retiran sus pies de la mesa.)
PETER:
— Parece que no nos ha sentado bien.
SIMEÓN:
— No estamos acostumbrados a beberlo tan temprano.
(Pausa. Se muestran muy desasosegados.)
PETER:
— Se asfixia uno en esta cocina.
SIMEÓN (con inmenso alivio.):
— Vamos a tomar un poco de aire.
(Se levantan ágilmente y salen por el foro, reaparecen después de dar la vuelta a la casa y se detienen junto a la tapia. Contemplan el cielo con admiración.)
PETER:
— ¡Qué hermosura!
SIMEÓN:
— Sí. El oro está al Este, ahora.
PETER:
— El sol parte con nosotros hacia el dorado Oeste.
SIMEÓN (pasea la mirada por la granja; su contraído rostro se vuelve tenso, no logrando disimular su emoción.):
— Bueno... Quizá sea nuestra última mañana.
PETER (lo mismo.):
— Sí.
SIMEÓN (golpea el suelo con el pie y le habla a la tierra con desesperación.):
— Hay treinta años míos enterrados en ti..., fecundándose..., enriqueciendo tu alma... ¡He sido para ti un abono de primera, qué diablos!
PETER:
— ¡Sí! ¡Y yo también!
SIMEÓN:
— Y tú también, Peter. (Suspira. Luego escupe.) Bueno… Es inútil llorar sobre la leche derramada.
PETER:
— En el Oeste hay oro... y libertad, quizá. Aquí hemos sido esclavos de estos muros de piedra.
SIMEÓN (desafiante.):
— Desde ahora no somos esclavos de nadie... ni de nada. (Pausa, preocupado.) A propósito
de leche, me pregunto... ¿cómo se las estará componiendo Eben?
PETER:
— Supongo que saldrá del paso.
SIMEÓN:
— Quizá debiéramos ayudarle... por esta vez.
PETER:
— Quizá. Las vacas nos conocen.
SIMEÓN:
— Y nos quieren. A Eben no le conocen gran cosa.
PETER:
— Y lo mismo los caballos y los cerdos y las gallinas. No conocen mucho a Eben.
SIMEÓN:
— Nos conocen como a hermanos... ¡y nos quieren! (Orgullosamente.) ¿Acaso no los hemos criado para que sean unos animales de primera, unos ejemplares de exposición?
PETER:
— Ya no.
SIMEÓN (tristemente.):
— Lo olvidaba. (Resignado.) Bueno, vamos a ayudarle un poco a Eben, y nos servirá para despabilarnos.
PETER:
— De acuerdo.
(Se disponen a salir por el foro izquierda, camino del establo, cuando Eben aparece y se adelanta presurosamente hacia ellos, muy excitado.)
EBEN (sin aliento.):
— Bueno... ¡Ahí están! ¡La vieja mula y la recién casada! ¡Los he visto desde el establo, allá abajo, en el recodo!
PETER:
— ¿Cómo puedes distinguirlos desde tan lejos?
EBEN:
— ¿Acaso no tengo toda la buena vista que a él le falta? ¿Acaso no he visto a la yegua y el carro y a dos personas sentadas en él? ¿Quién, si no...? ¡Y os digo que los siento llegar, además!
(Se retuerce como si tuviera una comezón.)
PETER (empezando a sentirse irritado.):
— Bueno... ¡ Que él mismo desenganche la yegua!
SIMEÓN (irritado, a su vez.):
— De prisa entonces, y vayamos en busca de nuestros hatos y marchémonos en el mismo momento en que él llegue. No quiero franquear siquiera el umbral cuando esté de regreso.
(Ambos se encaminan hacia el interior, doblando la esquina de la casa. Eben los sigue.)
PETER:
— Muéstranos el color del dinero de ese viejo avaro y firmaremos.
(Él y Simeón desaparecen por la izquierda y suben pesadamente al primer piso en busca de sus hatos. Eben aparece en la cocina, corre hacia la ventana, se asoma por ella, vuelve y saca un listón del piso, debajo del hornillo, extrae de allí una bolsita de lona y la deposita sobre la mesa, reintegrando luego a su sitio el listón. Al cabo de un instante aparecen los dos hermanos. Llevan viejas maletas.)
EBEN (pone la mano sobre la bolsa, con gesto precautorio.): ¿Habéis firmado?
SIMEÓN (le muestra el papel en la mano.):
— Sí. (Codiciosamente.) ¿Es ése el dinero?
EBEN (abre la bolsa y hace caer de ella un montón de monedas de oro de veinte dólares.):
— Monedas de veinte dólares..., treinta en total. Contadlas.
(Peter lo hace, agrupándolas en pilas de a cinco, mordiendo un par de ellas para probarlas.)
PETER:
— Seiscientos.
(Pone el dinero en la bolsita de lona y guarda ésta cuidadosamente bajo su camisa.)
SIMEÓN (tendiéndole el papel a Eben.):
— Aquí tienes.
EBEN (después de arrojar una mirada sobre el papel, lo dobla con sumo cuidado y lo oculta bajo su camisa, diciendo con gratitud.):
— Gracias.
PETER:
— Somos nosotros quienes te damos las gracias por el paseo en barco.
SIMEÓN:
— Te mandaremos un pedazo de oro para Navidad.
(Pausa. Eben los mira y ellos le miran a su vez.)
PETER (con aire embarazado.):
— Bueno..., nos vamos.
SIMEÓN:
— ¿Vienes al patio?
EBEN:
— No. Esperaré aquí un momento.
(Otro silencio. Ambos hermanos se dirígen al sesgo hacia la puerta del foro y luego se vuelven y detienen.)
SIMEÓN:
— Bueno… Adiós.
PETER:
— Adiós.
EBEN:
— Adiós.
(Salen. Eben se sienta junto a la mesa, de frente al hornillo, y saca el documento. Mira alternativamente el papel y el hornillo. Su rostro, iluminado por el dardo de luz solar que entra por la ventana, acusa una expresión de trance. Sus labios se mueven. Ambos hermanos salen
hasta la cerca.)
PETER (mirando en dirección al establo.):
— Ahí le tienes..., desenganchando.
SIMEÓN (con una risita.):
— ¡Te apuesto a que se siente furioso!
PETER:
— Y ahí está ella.
SIMEÓN:
— Veamos qué aspecto tiene nuestra nueva madre.
PETER (con una sonrisa burlona.):
— ¡Y démosle nuestra maldición de despedida!
SIMEÓN (sonriente.):
— Me dan ganas de correr una parranda. Siento ligeros la cabeza y los pies.
PETER:
— También yo. Me dan ganas de reír hasta reventar.
SIMEÓN:
— ¿Será el licor?
PETER:
— No. Mis pies sienten comezón de andar y andar... y dar brincos y...
SIMEÓN:
— ¿Bailar?
(Pausa.)
PETER (intrigado.):
— ¡Qué raro!...
SIMEÓN (cuyo rostro se ilumina.):
— Supongo que será porque han cerrado la escuela. Estamos de vacaciones. ¡Por una vez, somos libres!
PETER (aturdido.):
— ¿Libres?
SIMEÓN:
— ¡Se ha roto el cabestro..., ha reventado el arnés..., han caído los barrotes de la cerca..., se desmoronan los muros de piedra! ¡Nos iremos por la carretera corriendo y dando cabriolas!
PETER (tomando aliento profundamente, con tono oratorio.):
— El que quiera esta granja, este viejo y pestilente montón de piedras, puede quedarse con ella. ¡No es nuestra! ¡No, señor!
SIMEÓN (saca la puerta de sus goznes y se la pone debajo del brazo.):
— ¡Con esto declaramos abolidas las puertas cerradas y las puertas abiertas y todas las puertas, qué diablos!
PETER:
— Nos la llevaremos para que nos dé suerte y la echaremos a flotar a la deriva por algún río.
SIMEÓN (al oír rumor de voces a la izquierda del foro.):
— ¡Ahí vienen!
(Ambos hermanos quedan rígidos, convertidos en dos estatuas de ceñudo rostro. Entran Ephraim Cabot y ABBIE Putnam. Cabot tiene setenta y cinco años, es alto y delgado, de grande, nerviosa y concentrada fuerza, pero cargado de espaldas a causa de las faenas rurales. Su rostro es tan duro como si estuviese tallado en piedra, pero hay en él una debilidad: un mezquino orgullo que le inspiran sus limitadas fuerzas. Sus ojos son pequeños, muy juntos y miopes, y parpadean a cada instante en su esfuerzo por enfocar las cosas, existiendo en su mirar penetrante una violenta tensión, una fuerza que crece hacia adentro. Viste su lúgubre traje dominical. ABBIE tiene treinta y cinco años; es una mujer frescachona, plena de vitalidad. Su redondo rostro es bello, pero está empañado por su asaz grosera sensualidad. En su mandíbula hay fuerza y obstinación y una firme decisión en sus ojos, y en toda su personalidad resalta la misma característica temperamental desenfrenada, salvaje y desesperada, tan evidente en Eben.)
CABOT (al entrar ambos, con extrañeza y estrangulada emoción en la seca voz cascada.):
— Ya estamos en casa, ABBIE.
ABBIE (con un sentimiento de codicia ante la palabra.):
— ¡En casa! (Sus ojos se deleitan mirando la casa, sin ver aparentemente a las dos rígidas figuras de la verja.) Es bonita… ¡Muy bonita! No puedo creer que sea realmente mía.
CABOT (con aspereza.):
— ¿Tuya? ¡Mía! (La mira con ojos penetrantes. Ella le devuelve la mirada. Él agrega, cediendo.) ¡Nuestra... en todo caso! Estuvo solitaria durante demasiado tiempo...Yo envejecía en primavera. Una casa necesita a una mujer.
ABBIE (cuya voz se posesiona de todo lo que la rodea.):
— ¡Una mujer necesita una casa!
CABOT (asintiendo, con indecisión.):
— Sí... (Con irritación.) ¿Dónde están todos? ¿No hay nadie aquí..., trabajando... o lo que sea?
ABBIE (ve a los hermanos, devuelve con intereses la mirada de frío y estimativo desdén de éstos, y dice lentamente.):
— Ahí están dos hombres holgazaneando junto a la tapia y mirándome como perros extraviados.
CABOT (esforzando la vista.):
— Los veo..., pero no consigo distinguirlos bien...
SIMEÓN:
— Soy Simeón.
PETER:
— Soy Peter.
CABOT (estallando.):
— ¿Por qué no estáis trabajando?
SIMEÓN (secamente.):
— Estamos esperando para darte la bienvenida al hogar..., ¡a ti y a la novia!
CABOT (confuso.):
— ¿Qué?... Bueno... Esta es vuestra nueva madre, muchachos.
(Abbie los mira fijamente, y ellos a ella.)
SIMEÓN (se aparta y escupe despectivamente.):
— ¡Ya la veo!
PETER (escupe a su vez.):
— ¡ Y yo también!
ABBIE (con la superioridad consciente del vencedor.):
— Entraré a ver mi casa.
(Da lentamente la vuelta, dirigiéndose al porche.)
SIMEÓN (con un bufido.):
— ¡Su casa!
PETER (gritándole a Abbie.):
— Dentro encontrarás a Eben. No le digas que es tu casa. Te lo aconsejo.
ABBIE (repitiendo el nombre.):
— Eben. (Tranquilamente.) Se lo diré a Eben.
CABOT (con despectiva y burlona sonrisa.):
— No necesitas decírselo. Eben es un estúpido..., como su madre..., un cobarde y un necio.
SIMEÓN (con su sardónica risotada.):
— ¡Ja, ja! Eben es una astilla tuya..., tu viva imagen. ¡Duro y áspero como un nogal! Los lobos se devoran entre sí. ¡Quizá Eben te devore, viejo!
CABOT (imperativamente.):
— ¡Vamos, a trabajar los dos!
SIMEÓN (al desaparecer Abbie en el interior de la casa, le guiña el ojo a Peter, y dice, con tono insultante.):
— De modo que ésa es nuestra nueva madre..., ¿eh? ¿Dónde diablos la desenterraste?
(Él y Peter ríen.)
PETER:
— ¡Ja, ja! Más vale que la mandes a la pocilga con las demás marranas.
(Ambos ríen estruendosamente, dándose palmadas en los muslos.)
CABOT (está tan atónito ante el descaro de ambos, que tartamudea confuso.):
— ¡Simeón! ¡Peter! ¿Qué os pasa? ¿Estáis borrachos?
SIMEÓN:
— Somos libres, viejo... ¡Libres de ti y de toda esta maldita granja!
(La hilaridad y excitación de ambos crecen por momentos.)
PETER:
— ¡Y nos vamos a los yacimientos de oro de California!
SIMEÓN:
— ¡Puedes quemar todo esto!
PETER:
— Y enterrarlo... ¡Para lo que nos importa!
SIMEÓN:
— ¡Somos libres, viejo!
(Da una cabriola.)
PETER:
— ¡Libres!
(Da una voltereta en el aire. Simeón, presa de frenesí, lanza un chillido; Peter le imita y ambos ejecutan una absurda danza guerrera alrededor del viejo, que está petrificado y fluctúa entre la ira y el temor de que estén locos.)
SIMEÓN:
— ¡Somos libres como los indios! ¡Considérate afortunado de que no te arranquemos el cuero cabelludo!
PETER:
— ¡Y de que no te quememos el establo y te matemos el ganado!
SIMEÓN:
— ¡Y de que no violemos a tu nueva mujer!
(Profiere un chillido. Él y Peter dejan de bailar y, con los brazos en jarras, se estremecen de loca risa.)
CABOT (apartándose de ellos.):
— Es la codicia del oro..., ¡del oro pecador y fácil de California! ¡Les ha vuelto locos!
SIMEÓN (insultante.):
— ¿No te gustaría que te mandáramos a casa un poco de oro pecador, viejo pecador?
PETER:
— ¡No sólo en California hay oro!
(Retrocede hasta donde los ojos miopes del anciano no pueden seguirle y saca la bolsa del dinero y la agita en el aire por sobre su cabeza, riendo.)
SIMEÓN:
— ¡Y ese oro es más pecador también!
PETER:
— ¡Viajaremos por mar!
(Lanza un chillido y da unos saltos.)
SIMEÓN:
— ¡Viviremos en libertad!
(Lanza un chillido y salta a su vez.)
CABOT (bramando súbitamente de ira.):
— ¡Mi maldición para los dos!
SIMEÓN:
— ¡Recibe la nuestra a cambio!
(Un chillido.)
CABOT:
— ¡Os haré encadenar en el manicomio!
PETER:
— ¡Bah, viejo tacaño! ¡Adiós!
SIMEÓN:
— ¡Adiós, viejo vampiro!
CABOT:
— ¡Marchaos antes de que yo...!
(Peter lanza un chillido y recoge una piedra del camino. Simeón hace lo mismo.)
SIMEÓN:
— Mamá debe de estar en la sala.
PETER:
— ¡Sí! ¡Una!... ¡Dos!...
CABOT (asustado.):
— ¿Qué vais a...?
PETER:
— ¡Tres!
(Ambos arrojan las piedras, que dan en la ventana de la sala. Se oye un estrépito de vidrios rotos, rasgándose también los visillos. Simeón y Peter lanzan sucesivos chillidos.)
CABOT (furioso, abalanzándose sobre ellos.):
— Si os pongo la mano encima..., ¡os rompo los huesos!
(Pero sus hijos retroceden ante él dando cabriolas, Simeón con la puerta aún debajo del brazo. Cabot vuelve, jadeando de impotente ira. Las voces de los hermanos, al alejarse, entonan la canción de los buscadores de oro, con la vieja melodía de «¡Oh Susana!»).
PETER Y SIMEÓN:
— Salté al barco «Liza»
y viajé por el mar,
¡y al pensar en mi país,
deseaba no ser yo!
¡Oh California,
es el país que quiero!
¡Me voy a California,
con mi lavador de oro a cuestas!
(Mientras tanto, se ha abierto la ventana del dormitorio de arriba, a la derecha, y Abbie asoma la cabeza. Mira abajo, contempla a Cabot, y dice, con un suspiro de alivio.)
ABBIE:
— Bueno... Por fin se han ido..., ¿verdad? (Él no contesta. Ella dice, con tono de dueña.) Lindo dormitorio este, Ephraim. La cama es realmente hermosa. ¿Es éste mi cuarto, Ephraim?
CABOT (ceñudo, sin mirar.):
— ¡El nuestro! (Ella no logra reprimir una mueca de aversión y echa atrás lentamente la cabeza y cierra la ventana. Súbitamente, a Cabot se le ocurre una idea horrible.) ¡Esos han estado tramando algo! Quizá..., ¡quizá hayan envenenado el ganado... o algo así!
(Sale casi corriendo rumbo al establo. Al cabo de un momento se abre lentamente la puerta de la cocina y entra Abbie. Durante un instante permanece inmóvil contemplando a Eben. Éste, al principio, no la advierte. Los ojos de Abbie lo valúan, de un modo penetrante, con calculadora estimación de la fuerza de Eben frente a la suya. Pero, subyacente, está el deseo que la juventud y gallardía de Eben hacen nacer en ella vagamente. De pronto él adivina su presencia y mira. Los ojos de ambos se encuentran. Eben se levanta de un salto, mirándola fijamente, sin poder articular palabra.)
ABBIE (con el más seductor de sus tonos, que usa durante todo el transcurso de esta escena.):
— ¿Usted es... Eben? Yo soy Abbie... (Ríe.) Quiero decir... Soy su nueva mamá.
EBEN (torvamente.):
— ¡Qué ha de ser usted, maldita sea!
ABBIE (como si no lo hubiese oído, con extraña sonrisa.):
— Su papá me habló mucho de usted...
EBEN (con breve risita sardónica.):
— ¡Ja! ¡Ja!
ABBIE:
— No debe reprochárselo. ¡Es un viejo ! (Larga pausa. Se miran fijamente.) No pretendo hacer el papel de madre con usted, Eben. (Admirativa.) Es usted demasiado grande y fuerte para eso. Quiero que seamos amigos. Puede que la vida le resulte más agradable aquí cuando seamos amigos. Quizá yo pueda conseguir que Ephraim le trate mejor. (Con un desdeñoso sentimiento de su poder.) Creo poder conseguir de él lo que quiera... o poco menos.
EBEN (con amargo desdén.):
— ¡Ja! jJa! (Vuelven a mirarse. Eben, vagamente impresionado, físicamente atraído por ella, dice con tono forzado y enfático.) ¡Vayase al diablo!
ABBIE (serenamente.):
— Si el insultarme le alivia, insúlteme todo lo que quiera. Sabía muy bien que usted sería mi enemigo... al principio. Pero no le culpo. Yo sentiría lo mismo si cualquier desconocida viniese a ocupar el sitio de mi madre. (Él se estremece. Ella le observa cuidadosamente.) Usted debió de querer mucho a su madre…, ¿verdad? La mía murió siendo yo pequeña. No la recuerdo en absoluto. (Pausa.) Pero no me odiará durante mucho tiempo, Eben. No soy la peor de las mujeres del mundo... y usted y yo tenemos mucho en común. Lo adivino al mirarle. Lo cierto es que... también yo he tenido una vida dura..., muchísimas penurias y nada más que trabajo en compensación. Me quedé huérfana en seguida y tuve que trabajar para otros, en casas ajenas. Luego me casé y él resultó un borracho, y por eso tenía que trabajar para los demás, y yo también tuve que volver a trabajar en casas ajenas; el niño se me murió, y mi marido enfermó y murió también, y me alegré al pensar que ya era libre; pero pronto descubrí que sólo era libre para seguir trabajando en casas ajenas, para seguir haciendo el trabajo de los demás, hasta que renuncié casi por completo a trabajar para mí en mi propia casa, y entonces, apareció su padre, Eben...
(Se ve volver del establo a Cabot. Llega a la tapia y mira el camino por donde se han marchado los dos hermanos. Se oye un tenue eco de sus voces que se alejan: «¡Oh California! Ese es el país que quiero.» Cabot permanece inmóvil y mirando fijamente, los puños crispados, el rostro ceñudo de ira.)
EBEN (luchando con la creciente atracción y simpatía que le inspira Abbie, ásperamente.):
— Y la compró a usted..., ¡como a una ramera! (Abbie se siente herida y se sonroja, irritada. La ha conmovido sinceramente el relato de sus propias desventuras. Él añade, con acento furioso.) Y el precio que él le paga... Esta granja... era de mi madre, maldita sea usted..., ¡y es mía ahora!
ABBIE (con fría risa, plena de confianza.):
— ¿Suya? ¡Ya lo veremos! (Con vehemencia.) Bueno... Supongamos que yo necesite una casa... ¿Y qué? ¿Por qué otro motivo me habría podido casar yo con un viejo como él?
EBEN (maligno.):
— ¡Le diré que usted ha dicho eso!
ABBIE (sonriendo.):
— ¡Y yo le diré que usted miente deliberadamente..., y él le echará!
EBEN:
— ¡Serpiente!
ABBIE (desafiándole.):
— ¡Esta es mi granja..., es mi casa..., esta es mi cocina...!
EBEN (furioso, como disponiéndose a atacarla.):
— ¡Cállese, maldita sea!
ABBIE (se acerca a él, con una extraña y grosera expresión de deseo en el rostro y en el cuerpo, y dice, lentamente.):
— Y arriba..., ¡en ese dormitorio, que será mi dormitorio..., está mi cama! (Él la mira a los ojos, espantosamente turbado y atormentado. Abbie agrega, con suavidad.) Yo no soy mala ni mezquina..., salvo con un enemigo..., pero tengo que luchar por lo que me debe la vida si quiero conseguirlo. (Poniendo la mano sobre su brazo, con aire seductor.) Seamos amigos, Eben.
EBEN (estúpidamente, como hipnotizado.):
— Sí... (Con acento colérico, desembarazándose violentamente del brazo de Abbie.) ¡No, maldita bruja! ¡La odio! (Se precipita afuera.)
ABBIE (le sigue con la mirada, sonriendo satisfecha, y luego dice, como para sí, articulando nítidamente la palabra.):
— Eben me resulta simpático. (Mira con orgullo la mesa.) Ahora, lavaré mis platos.
(Eben aparece fuera, cerrando en pos de sí con un portazo. Dobla la esquina de la casa, se detiene al ver a su padre y permanece inmóvil, contemplándole con odio.)
CABOT (alzando sus brazos al cielo, con una furia que ya no puede dominar.):
— ¡Señor, Señor de los Ejércitos, hiere a los hijos irrespetuosos con Tu peor maldición!
EBEN (estallando con violencia.): ¡Tú y tu Dios! Siempre maldiciendo a la gente..., ¡siempre regañándola!
CABOT (sin advertir su presencia, impetrando.):
— ¡Dios de los viejos! ¡ Dios de los solitarios!
EBEN (burlón.):
— ¡Que empuja a sus ovejas al pecado! ¡Al diablo con tu Dios!
(Cabot se vuelve. Ambos se miran furiosamente.)
CABOT (con aspereza.):
— De modo que eras tú. Debí imaginármelo. (Alzando el dedo con aire amenazante en dirección a Eben.) ¡Estúpido blasfemo! (Rápidamente.) ¿Por qué no estás trabajando?
EBEN:
— ¿Por qué no trabajas tú? Ellos se han ido. Yo no puedo hacerlo todo solo.
CABOT (desdeñosamente.):
— ¡No, por cierto! ¡Todavía valgo por diez como tú, viejo y todo! ¡Tú nunca serás más que medio hombre! (Con tono práctico.) Bueno... Vamos al establo.
(Salen. A lo lejos se oye una última y tenue nota de la canción «California». Abbie lava sus platos. Telón.)
PARTE SEGUNDA
ESCENA PRIMERA
El exterior de la granja, como en la primera parte: una calurosa tarde de domingo, dos meses después.
Abbie, vestida con sus mejores galas, está sentada en una mecedora en el extremo del porche. Se mece con indiferencia, enervada por el calor, mirando algún punto del vacío con ojos aburridos y entornados.
Eben asoma la cabeza por la ventana del dormitorio. Mira furtivamente a su alrededor y trata de ver si hay alguien en el porche, pero, aunque ha tenido buen cuidado de no hacer ruido, Abbie ha oído sus movimientos. Deja de mecerse, su rostro revela animación y ansiedad, espera atentamente. Eben hace como que se da cuenta de su presencia, repele malhumorado los pensamientos que ella le inspira y escupe con exagerado desprecio. Luego vuelve al interior de la habitación. Abbie espera, conteniendo la respiración, mientras escucha con apasionada ansiedad hasta el más leve de los rumores que se perciben dentro de la casa.
Eben sale. Los ojos de ambos se encuentran. Los de él se turban. Confuso, se vuelve y cierra dando un portazo, con resentimiento. Ante este ademán, Abbie ríe de manera provocativa, divertida, pero al mismo tiempo picada e irritada. Eben frunce el ceño, cruza a grandes pasos el porche dirigiéndose hacia el sendero y marcha rumbo a la carretera, pasando junto a Abbie con gran alarde de no advertir su existencia. Viste un traje de confección y está muy acicalado. Su rostro brilla de jabón y agua. Abbie se inclina hacia adelante en su mecedora, los ojos crueles e irritados ahora y, al pasar Eben a su lado, ríe con una risita sarcástica, insultante.
EBEN (picado, se vuelve hacia ella, furioso.):
— ¿De qué se ríe?
ABBIE (triunfante.):
— ¡De usted!
EBEN:
— ¿Qué pasa conmigo?
ABBIE:
Está lamido y aceitado como un toro de exposición.
EBEN (con risa mordaz.):
Bueno... ¡Usted tampoco está tan linda que digamos! ¿No le parece?
(Se miran fijamente en los ojos. Los de Eben son atraídos contra su voluntad por los de ella, que brillan con ímpetu de posesión. La atracción física existente entre ambos se convierte en una fuerza concreta, trémula en el aire caliente.)
ABBIE (con suavidad.):
— Usted no ha querido decir eso, Eben. Quizá lo crea, pero no es así. No le sería posible. Eso iría contra la Naturaleza, Eben. Usted ha estado luchando consigo mismo desde el día en que vine..., tratando de convencerse de que yo no era suficientemente guapa para usted. (Ríe con una risa suave y húmeda, sin apartar sus ojos de los de Eben. Pausa. El cuerpo de Abbie se retuerce en un espasmo de deseo, y ésta murmura, lánguidamente.) ¿Verdad que el sol está fuerte y caliente? Se siente cómo quema la tierra..., la Naturaleza..., haciendo crecer las cosas... cada vez más..., abrasándonos por dentro..., dándonos deseos de ser... otra cosa...
hasta que nos sentimos unidos a esa otra cosa... y la hacemos nuestra...; pero al mismo tiempo, nos posee... y nos hace crecer más..., hasta que parecemos árboles... como esos olmos... (Vuelve a reír suavemente, sin apartar sus ojos de los de Eben. Este da un paso hacia ella, contra su voluntad.) La Naturaleza le vencerá, Eben. Más vale que lo reconozca desde ahora.
EBEN (tratando de liberarse del hechizo de Abbie, con turbación.):
— Si papá le oyera decir eso... (Con resentimiento.) ¡Pero usted ha convertido en un imbécil a ese viejo bribón...!
(Abbie ríe.)
ABBIE:
— Pero... ¿acaso no lo pasa usted mucho mejor, ahora que él está más blando?
EBEN (desafiante.):
— No. Lucho con él..., lucho con usted..., ¡lucho por los derechos de mamá a su casa! (Esto le libera del hechizo de Abbie y la mira furiosamente.) Y sé muy bien lo que pretende usted. No me engaña. Quiere engullirlo todo y hacerlo suyo. Bueno... ¡Pues ya verá que soy un bocado demasiado grande para usted!
(Se aparta de ella, con risa burlona.)
ABBIE (tratando de recuperar su influencia sobre él, dice con tono seductor.):
— ¡Eben!
EBEN:
— ¡Déjeme en paz!
(Se dispone a marcharse.)
ABBIE (Con tono más imperativo.):
— ¡Eben!
EBEN (se detiene y dice, con disgusto.):
— ¿Qué quiere?
ABBIE (tratando de disimular una creciente excitación.):
— ¿Adónde va?
EBEN (con maliciosa despreocupación.):
— ¡Oh! A dar un paseíto por la carretera.
ABBIE:
— ¿Al pueblo?
EBEN (con displicencia.):
— Puede ser.
ABBIE (con excitación.):
— ¿A ver a esa Min, supongo?
EBEN:
— Puede ser.
ABBIE (con voz débil.):
— ¿Por qué va a perder el tiempo con ella?
EBEN (vengándose, ahora, le sonríe con sarcasmo.):
— No se puede vencer a la Naturaleza, dijo usted..., ¿verdad?
(Ríe y se dispone nuevamente a marcharse.)
ABBIE (estallando.):
— ¡Una zorra vieja y fea!
EBEN (con risita provocativa.):
— ¡Es más linda que usted!
ABBIE:
— Una zorra que todos los borrachos de la zona han…
EBEN (insultante.):
— Puede ser..., pero es mejor que usted. Reconoce honradamente lo que hace.
ABBIE (furiosa.):
— No se atreva a comparar...
EBEN:
— Ella no viene clandestinamente a robar... lo que es mío.
ABBIE (aferrándose con violencia salvaje al punto débil de Eben):
— ¿Suyo? ¿Se refiere… a mi granja?
EBEN:
— Me refiero a la granja por la cual usted se vendió como cualquier vieja ramera… ¡Mi granja!
ABBIE (herida, con vehemencia.):
— ¿Suya? ¡Jamás verá en su poder ni la más pestilente de sus cizañas! (Gritando.) ¡No quiero verle más! ¡Haré que su padre le eche de aquí a latigazos si se me antoja! ¡Usted sólo vive aquí porque yo lo tolero! ¡ Váyase! ¡Le odio!
(Se detiene, jadeante y mirándolo con ojos centelleantes de furia.)
EBEN (pagándole la mirada con la misma moneda.):
— ¡Y yo, la odio a usted!
(Gira sobre sus talones y se va a grandes pasos por la carretera. Abbie sigue con la mirada su figura que se aleja, con intenso odio. El viejo Cabot viene del establo. La dura y ceñuda expresión de su semblante ha cambiado. Parece, en cierto modo, misteriosamente suavizado, ablandado. En sus ojos hay una extraña e incongruente expresión soñadora. Con todo, no revela síntoma alguno de debilidad física: parece, más bien, haber ganado en vigor y en juventud. Abbie, al verle, le vuelve la espalda rápidamente, con no disimulada aversión. Cabot se le acerca lentamente.)
CABOT (con mansedumbre.):
— ¿Has estado riñendo con Eben de nuevo?
ABBIE (con tono seco.):
— No.
CABOT:
— Pues estabais hablando a gritos.
(Se sienta sobre la balaustrada del porche.)
ABBIE (con brusquedad.):
— Si nos oíste, están de más tus preguntas.
CABOT:
— No oí qué decíais.
ABBIE (aliviada.):
— En realidad... no vale la pena hablar de eso.
CABOT (después de una pausa.):
— Eben es muy raro.
ABBIE (con amargura.):
— ¡Es tu viva imagen!
CABOT (con extraño interés.):
— ¿Lo crees así, Abbie? (Después de una pausa, cavilosamente.) Eben y yo nunca nos hemos entendido. Nunca he podido soportarle. Es tan endiabladamente cobarde... como su madre.
ABBIE (desdeñosa.):
— ¡Sí! ¡Casi tan cobarde como tú!
CABOT (como si no la hubiese oído.):
— Quizá yo haya sido demasiado duro con él.
ABBIE (sarcástica.):
— Pues, ahora... ¡te estás ablandando! ¡Te vuelves blando como la grasa! Eso era lo que estaba diciendo Eben.
CABOT (su rostro inmediatamente ceñudo y siniestro.):
— ¿Dijo eso? Más vale que no diga esas cosas y que no me irrite o descubrirá muy pronto que... (Pausa. Ella no le mira. El rostro de Cabot se suaviza gradualmente. Contempla el cielo.) Hermoso..., ¿verdad?
ABBIE (malhumorada.):
— Nada veo de hermoso.
CABOT:
— El cielo. Parece un campo tibio, allá arriba.
ABBIE (con tono sarcástico.):
— ¿Piensas comprar también el pedazo de cielo que está sobre tu granja? (Ríe despectivamente.)
CABOT (con tono extraño.):
— Me gustaría poseer mi lugarcito allá arriba. (Pausa.) Estoy envejeciendo, Abbie. Pronto estaré maduro y caeré de la rama. (Pausa. Ella le mira, intrigada. Él prosigue.) Dentro de la casa, se siente siempre un frío de soledad... hasta cuando, fuera, el calor achicharra. ¿No lo has notado?
ABBIE:
— No.
CABOT:
— En el establo el aire es tibio..., huele bien y es tibio gracias a las vacas. (Pausa.) Las vacas son raras.
ABBIE:
— ¿Cómo tú?
CABOT:
Como Eben. (Pausa.) Estoy empezando a resignarme a Eben... como me sucedió con su madre. Estoy empezando a soportar su blandura... como soporté la de ella. Creo que hasta podría tomarle afecto... ¡si no fuese tan estúpido! (Pausa.) Seguramente, es la vejez que se me
está metiendo en los huesos.
ABBIE (con indiferencia.):
— De todos modos... no estás muerto, aún.
CABOT (excitado.):
— ¡No, por cierto! ¡No te quepa duda! ¡Ni por pienso! ¡Estoy sano y resistente como un nogal! (Melancólicamente.) Pero después de los setenta, el Señor nos advierte que nos preparemos. (Pausa.) Es por eso por lo que pienso en Eben. Ahora que sus malditos y pecadores hermanos se han ido camino del infierno, sólo me queda Eben.
ABBIE (con resentimiento.):
— ¿Acaso no te quedo yo? (Con agitación.) ¿Qué significa ese repentino afecto por Eben? ¿Por qué no hablas de mí para nada? ¿No soy tu legítima esposa?
CABOT (con sencillez.):
— Sí. Lo eres. (Pausa. La mira con deseo, en sus ojos brota la avidez y con brusco movimiento, se apodera de las manos de Abbie y las estruja, declamando con el extraño ritmo propio de un predicador al aire libre.) ¡Eres mi rosa de Sarón! ¡Mira cuán hermosa eres! Tus ojos son palomas, tus labios como la grana, tus pechos como cervatillos, tu ombligo como una copa redonda, tu vientre un montón de trigo...
(Le cubre de besos la mano. Ella no parece darse cuenta. Mira el vacío con ojos duros e irritados.)
ABBIE (retirándole las manos con violencia, dice ásperamente.):
— De modo que te propones dejarle la granja a Eben..., ¿no es eso?
CABOT (aturdido.):
— ¿Dejar...? (Con resentida obstinación.) ¡No pienso dársela a nadie!
ABBIE (implacablemente.):
— No puedes llevártela contigo.
CABOT (medita un momento y admite, a regañadientes.):
— Pero si pudiese hacerlo lo haría..., ¡por Dios que sí! ¡O si pudiese, al morir, le pegaría fuego y la miraría arder! ¡Sí! ¡Esta casa y todas las espigas de maíz y todos los árboles, todo, hasta la última brizna de heno! ¡Me quedaría sentado, mirando, y sabría que todo moriría conmigo y que nadie volvería a poseer lo que es mío, lo que hice surgir de la nada con mi sudor y mi sangre! (Pausa. Luego agrega con extraño afecto.) Salvo las vacas. A ellas las pondría en libertad.
ABBIE (con aspereza.):
— ¿Y yo?
CABOT (con extraña sonrisa.):
— Tú quedarías en libertad, también.
ABBIE (furiosa.):
— ¡De modo que esa es tu gratitud por haberme casado contigo! ¡Me pagas volviéndote bueno con Eben, que te odia, y hablando de echarme al camino!
CABOT (precipitadamente.):
— ¡Abbie! Tú sabes que yo no he querido...
ABBIE (vengativa.):
— ¡Déjame que te diga un par de cosas sobre Eben! ¿Sabes adónde se ha marchado? ¡A ver a esa ramera, Min! Traté de detenerlo. Nos está deshonrando a ti y a mí..., ¡y un sábado!
CABOT (con aire culpable.):
— Es un pecador..., nació así. Es la lujuria que le roe el corazón.
ABBIE (irritada más allá de lo soportable, dice en un impulso de salvaje venganza.):
— ¡Y su lujuria por mí! ¿Qué excusa le encuentras a eso?
CABOT (la mira absorto y dice, después de una pausa.):
— ¿Lujuria... por ti?
ABBIE (desafiante.):
— Estaba tratando de hacerme el amor... cuando nos oíste reñir.
CABOT (la mira absorto y, luego, a su rostro asoma una tremenda explosión de ira y se levanta de un salto, temblando de pies a cabeza.):
— ¡Por Dios Todopoderoso! ¡Le mataré!
ABBIE (temiendo ahora por Eben.):
— ¡No! ¡No hagas eso!
CABOT (con violencia.):
— ¡Cogeré la escopeta y le haré volar los blandos sesos hasta la copa de esos olmos!
ABBIE (echándole los brazos al cuello.):
— ¡No, Ephraim!
CABOT (apartándola con violencia.):
— ¡Sí que lo haré!
ABBIE (con tono tranquilizador.):
— Escucha, Ephraim. No ha sido cosa seria..., tonterías de muchacho..., sólo broma y burla...
CABOT:
— Entonces... ¿por qué hablaste de lujuria?
ABBIE:
— Mis palabras debieron parecer peores de lo que me proponía. Y me enloqueció el pensar... que tú le dejarías la granja.
CABOT (más tranquilo, pero ceñudo y cruel aún.):
— Bueno. Entonces, le echaré de aquí a latigazos si eso te gusta más.
ABBIE (cogiéndole la mano.):
— No. ¡No pienses en mí! No debes echarlo. Sé razonable. ¿Quién te ayudaría, entonces, en las faenas de la granja? No hay gente en los alrededores.
CABOT (medita sobre estas palabras y luego asiente, con aire comprensivo.):
— No te falta razón. (Con irritación.) Bueno, que se quede. (Se sienta sobre la balaustrada del porche. Ella se sienta a su lado. Cabot murmura, desdeñosamente.) No debí enfurecerme así..., por ese ternero imbécil. (Pausa.) Pero ésta es la cuestión. ¿Cuál de mis hijos seguirá atendiendo la granja... cuando me llame el Señor? Simón y Peter se han ido al infierno... y Eben los seguirá.
ABBIE:
— Estoy yo.
CABOT:
— No eres más que una mujer.
ABBIE:
— Soy tu esposa.
CABOT:
— Pero tú no eres yo. Un hijo soy yo mismo. ., mi sangre..., algo mío. Lo mío debiera heredar lo mío. Y entonces, la granja seguiría perteneciéndome..., aunque yo estuviera dos metros bajo tierra. ¿Comprendes?
ABBIE (mirándole con odio.):
Sí. Comprendo.
(Se torna pensativa, en su rostro se pinta una expresión taimada y sus ojos escudriñan astutamente a Cabot.)
CABOT:
— Estoy envejeciendo..., pronto estaré maduro para caer de la rama. (Con repentina y forzada reafirmación.) ¡Pero no por eso dejo de ser una nuez difícil de cascar..., y por muchos años todavía! ¡Por Dios que soy capaz de aguantar cualquier trabajo mejor que la mayoría de los jóvenes, cualquier día del año!
ABBIE (bruscamente.):
— Puede ser que el Señor nos dé un hijo.
CABOT (se vuelve y la mira con ansiedad.):
— ¿Quieres decir... un hijo... tuyo y mío?
ABBIE (con risa zalamera.):
— ¿Acaso no eres un hombre fuerte? Eso nada tiene de imposible..., ¿verdad? Tú y yo lo sabemos. ¿Por qué me miras con tanto asombro? ¿Nunca habías pensado en eso? Pues yo, sí... No he dejado de pensarlo ni por un momento... Sí... Y he estado rezando para que suceda, además.
CABOT (el rostro colmado de gozoso orgullo y con una suerte de éxtasis religioso.):
— ¿Has estado rezando, Abbie..., para que tengamos un hijo, tú y yo?
ABBIE:
— Sí. (Con decisión.) Ahora, quiero un hijo.
CABOT (aferrándole excitado ambas manos.):
— ¡Sería la bendición de Dios, Abbie..., la bendición de Dios Todopoderoso para mí... en mi vejez..., en mi soledad! Entonces, yo haría cualquier cosa por ti, Abbie. Te bastaría con pedir… ¡todo lo que se te antojara!
ABBIE (interrumpiéndolo.):
— ¿Me dejarías entonces la granja... a mí y al niño...?
CABOT (con vehemencia.):
— ¡Haría lo que me pidieras, te digo! ¡Lo juro! ¡Que me condenen al infierno para toda la eternidad si miento! (Se deja caer de rodillas, obligándola a hincarse con él. El fervor de sus esperanzas hace temblar todo su cuerpo.) Abbie. ¡Hoy es sábado! ¡Rezaré contigo! Dos plegarias valen más que una. «¡Y Dios escuchó a Raquel!» ¡Y Dios escuchó a Abbie! ¡ Reza, Abbie! ¡Reza para que el Señor te escuche!
(Inclina la cabeza, murmurando. Ella finge hacer lo mismo, pero le mira de soslayo con aire de desdén y de triunfo.)
ESCENA II
Un anochecer, alrededor de las ocho. Se ve el interior de las dos alcobas del primer piso.
Eben está sentado sobre el borde de su lecho, en el cuarto de la izquierda. A causa del calor, se ha despojado de toda su ropa, con excepción de la camiseta y los pantalones. Está descalzo. Mira hacia adelante, cavilando con tristeza, el mentón apoyado sobre las manos, una expresión desesperada en el rostro.
En el otro aposento, Cabot y Abbie están sentados el uno junto al otro sobre el borde de la cama, un viejo lecho de cuatro pilares, con colchón de plumas. Ambos en camisa de dormir. En Cabot perdura aún la extraña excitación que le ha causada la idea del hijo. Ambos aposentos están iluminados por la vaga luz de unas velas de sebo.
CABOT:
— La granja necesita un hijo.
ABBIE:
— Yo necesito un hijo.
CABOT:
— Sí. A veces tú eres la granja y, otras veces, la granja es tú misma. Por eso me aferró a ti en mi soledad. (Pausa. Se descarga un puñetazo en la rodilla.) ¡Yo y la granja tenemos que engendrar un hijo!
ABBIE:
— Más vale que duermas. Lo estás confundiendo todo.
CABOT (con gesto de impaciencia.):
— No. Nada de eso. Mis pensamientos son claros como un manantial. Tú no me conoces: eso es lo que pasa. (Mira con aire de impotencia el suelo.)
ABBIE (con indiferencia.):
— Quizá.
(En el cuarto contiguo, Eben se levanta y comienza a pasearse por el aposento con aire acongojado. Abbie escucha sus pasos. Sus ojos se posan sobre la pared intermedia con concentrada atención. Eben se detiene y mira fijamente. Las ardientes miradas de ambos parecen encontrarse a través de la pared. Inconscientemente, Eben tiende los brazos hacia ella y Abbie se incorpora a medias. Luego, volviendo en sí, Eben murmura una blasfemia y se arroja boca abajo sobre la cama, los crispados puños sobre la cabeza, el rostro sepultado en la almohada. La tensión de Abbie se relaja con un débil suspiro, pero sus ojos siguen clavados en la pared: escucha con toda su atención, tratando de percibir algún movimiento de Eben.)
CABOT (levanta súbitamente la cabeza y dice, con desdén.):
— ¿Llegarás a conocerme algún día..., tú o cualquier hombre o mujer? (Moviendo la cabeza.) No. Supongo que no. (Se da vuelta. Abbie mira la pared. Entonces, no pudiendo evidentemente callar sus pensamientos, sin mirar a su esposa, Cabot tiende la mano y aferra la rodilla de Abbie. Ésta sufre un violento sobresalto, le mira, ve que Cabot no la mira por su parte, vuelve a concentrarse en la pared y no presta atención a las palabras de Cabot.) Escúchame, Abbie. Cuando vine aquí, hace cincuenta y tantos años, yo sólo tenía veinte y era uno de les hombres más fuertes y resistentes que hayas visto en tu vida..., diez veces más fuerte que Eben y
cincuenta veces más resistente. Entonces esta granja era apenas un erial. La gente se reía cuando lo tomé. No podían saber lo que haría yo. ¡Cuando se logra hacer brotar maíz de las piedras, Dios vive en nosotros! ¡Ellos no eran lo bastante fuertes para eso! Creían que Dios era complaciente. Se reían. Ya no ríen. Algunos murieron en la vecindad. Otros, se fueron al Oeste y murieron allí. Todos están bajo tierra…, por buscar a un Dios más complaciente. Dios no es complaciente. (Mueve lentamente la cabeza) Y yo me endurecí. La gente repetía constantemente que yo era un hombre duro, como si eso fuese un pecado, de modo que por fin les repliqué: «Bueno, entonces... ¡Al cuerno! ¡Me verán ustedes duro y vamos a ver si eso les gusta.» (Bruscamente.) Pero tuve un momento de debilidad. Fue después de haberme pasado dos años aquí. Me sentí desfalleciente..., desesperado. Había tantas piedras... Un grupo se marchaba, abandonando la lucha y dirigiéndose al Oeste. Me uní a él. Seguimos la ruta sin cesar. Llegamos a anchas praderas, a llanuras donde la tierra era negra y rica como el oro. Ni una piedra. Cosa fácil. Bastaba con arar y sembrar y luego encender la pipa y mirar cómo crecía aquello. Yo hubiera podido ser rico..., pero algo me desasosegaba continuamente..., la voz del Señor que decía: «Esto no tiene valor para mí. ¡Vuélvete a tu pueblo!» Esa voz terminó por asustarme y volví aquí, dejando mi concesión y mis cosechas a quien quisiera tomarlos. Sí. ¡Renuncié a lo que me pertenecía por derecho! ¡Dios es duro, no complaciente! ¡Dios está en las piedras! «Construye mi iglesia sobre una roca..., con piedras..., ¡y estaré en ella!» ¡Eso fue lo que quiso decirle a Pedro! (Suspira tristemente. Pausa.) Las piedras... Las recogí y apilé hasta formar paredes. En esas paredes puedes leer los años de mi vida. Cada día era una piedra más. Cada día yo subía y bajaba por las colinas, cercaba mis tierras, donde había hecho brotar las cosas de la nada..., como si yo fuese la voluntad de Dios, el siervo de su mano. No fue fácil. Fue duro y Él me endureció para esa tarea. (Pausa.) Cada vez me sentía más solitario. Tomé esposa. Me dio a Simeón y a Peter. Era una buena mujer. Trabajaba mucho. Vivimos juntos veinte años. Nunca me conoció. Me ayudó, pero nunca supo en qué me estaba ayudando. Siempre me sentí solitario. Mi mujer murió. Después de esto, no me sentí ya tan solitario durante algún tiempo. (Pausa.) Perdí la cuenta de los años. No podía malgastar el tiempo contándolos. Simeón y Peter me ayudaban. La granja se agrandaba. ¡Era toda mía! Al pensar en eso, no me sentía solo. (Pausa.) Pero no se puede pensar en lo mismo día y noche. Tomé otra esposa..., la madre de Eben. Su familia me estaba discutiendo en los tribunales mi escritura de la granja.... ¡de mi granja! Es por eso por lo que Eben desvaría diciendo que la granja era de su madre. Mi nueva esposa alumbró a Eben. Era hermosa..., pero blanda. Trató de ser dura. No pudo conseguirlo. Nunca me conoció. La vida con ella fue más solitaria que el infierno. Al cabo de unos dieciséis años murió. (Pausa.) Viví con los muchachos. Estos me aborrecían porque yo era duro. Yo les aborrecía por que eran blandos. Codiciaban la granja sin saber qué significaba ésta. Me volví más amargo que el ajenjo. Me sentí envejecido... al verles codiciar lo que yo había hecho para mí. Luego, esta primavera, se produjo la llamada..., la voz de Dios que gritó en mi desierto, en mi soledad.... ¡que me ordenó irme y buscar y encontrar! (Volviéndose hacia Abbie con extraña pasión.) ¡Busqué y te encontré! ¡Tú eres mi Rosa de Sarón! ¡Tus ojos son como...! (Abbie se ha vuelto hacia él con el rostro descolorido, los ojos llenos de resentimiento. Él la contempla durante un momento, y dice luego, con aspereza.) ¿Has aprendido algo con todo lo que te dije?
ABBIE: (con aire confuso.):
— Quizá.
CABOT (apartándola de un empellón, irritado.):
— Nada sabes..., ni sabrás nunca. Si no tienes un hijo que te salve... (Su tono es de fría amenaza.)
ABBIE (con resentimiento.):
— ¿Acaso no he rezado?
CABOT (con amargura.):
— Vuelve a rezar ... ¡para que Dios te dé comprensión!
ABBIE (con velada amenaza en el tono.):
— Tendrás un hijo conmigo, te lo prometo.
CABOT:
— ¿Cómo puedes prometerlo?
ABBIE:
— Quizá tenga doble vista. Quizá pueda predecir el futuro. (Sonríe de una manera extraña.)
CABOT:
— Creo que la tienes, sí. A veces me causas escalofríos. (Se estremece.) En esta casa hace frío. Uno se siente intranquilo. Hay cosas que rondan en la oscuridad..., por los rincones.
(Se pone los pantalones, metiéndose la camisa de noche dentro de éstos y se calza los botas.)
ABBIE (sorprendida.):
— ¿Adónde vas?
CABOT (con tono extraño.):
— Adonde se descansa bien..., adonde el aire es tibio... Al establo. (Con amargura.) Sé hablar con las vacas. Me conocen. Nos conocen a la granja y a mí. Me darán la paz.
(Se vuelve para encaminarse hacia la puerta)
ABBIE (algo asustada.):
— ¿No estarás enfermo esta noche Ephraim?
CABOT:
— Estoy madurando. Madurando para caer de la rama.
(Sale y sus botas despiertan sordos rumores al bajar las escaleras. Eben se incorpora sobresaltado, escuchando. Abbie presiente este movimiento y contempla fijamente la pared. Cabot sale de la casa doblando la esquina, se queda parado ¡unto a la cerca y mira al cielo parpadeando. Alza los brazos en atormentado gesto.)
CABOT:
— ¡Dios Todopoderoso, háblame desde la tiniebla!
(Escucha, como esperando una respuesta. Luego deja caer los brazos, menea la cabeza y se dirige trabajosamente hacia el establo. Eben y Abbie se miran fijamente a través de la pared. Eben suspira con tristeza y Abbie le hace eco. En ambos se advierte un gran nerviosismo, un tremendo desasosiego. Finalmente, Abbie se levanta y escucha, acercando el oído a la pared. Eben obra como si viese cada movimiento de Abbie, pero permanece inmóvil. Abbie parece tomar una decisión y sale resueltamente por el foro. Los ojos de Eben la siguen. Luego, al abrirse con suavidad la puerta de su aposento, se vuelve, espera en actitud tensamente inmóvil. Abbie permanece contemplándole durante un momento, los ojos ardientes de deseo. Luego, con leve grito, se lanza hacia él y le ciñe con los brazos el cuello, le hace echar atrás la cabeza y le cubre la boca de besos. Al principio, él la deja hacer en silencio; luego, le echa a su vez los brazos al cuello y le devuelve sus besos, pero finalmente, consciente de su propio odio, la repele de un empellón al tiempo que da un salto hacia atrás. Ambos permanecen sin hablar y sin aliento, jadeantes como dos animales.)
ABBIE (por fin, penosamente.):
— No debes obrar así, Eben... ¡No debes! ¡Yo puedo hacerte feliz!
EBEN (con aspereza.):
— No quiero ser feliz... ¡contigo!
ABBIE (con aire impotente.):
— ¡Lo eres, Eben! ¡Lo eres! ¿Por qué mientes?
EBEN (con malignidad.):
— ¡Tú no me gustas! ¿Entiendes? ¡ Te odio!
ABBIE (con risa insegura y turbada.):
— De todos modos, te besé... y contestaste a mi beso..., tus labios ardían .., ¡no puedes negármelo! (Con vehemencia.) Si no te importo..., ¿por qué me devolviste el beso..., por qué ardían tus labios?
EBEN (secándose la boca.):
— Parecían sentir veneno. (Con tono insultante.) Al devolverte el beso, quizá yo haya creído que eras otra.
ABBIE (con frenesí.):
— ¿Min?
EBEN:
— Quizá.
ABBIE (atormentada.):
— ¿Fuiste a verla? ¿Fuiste, realmente? Creí que no irías. ¿Fue por eso por lo que me rechazaste ahora?
EBEN (con burla.):
— ¿Y qué, si así fuera?
ABBIE (furiosa.):
— ¡Entonces eres un perro, Eben Cabot!
EBEN (amenazador.):
— ¡Tú no me puedes hablar así!
ABBIE (con chillona risa.):
— ¿Que no? ¿Creíste que estaba enamorada de ti..., de un cobarde como tú? ¡Nada de eso! Sólo te necesitaba para una cosa que me he propuesto…, ¡y te conseguiré aún, porque soy más fuerte que tú!
EBEN (con resentimiento.):
— ¡Ya decía yo que esto sólo formaba parte de tu plan de devorarlo todo!
ABBIE (insultante.):
— ¡Puede ser!
EBEN (furioso.):
— ¡Sal de mi cuarto!
ABBIE:
— ¡Este cuarto es mío y tú no eres más que un jornalero!
EBEN (amenazador.):
— ¡Sal antes que te mate!
ABBIE (con plena confianza en sí misma ahora.):
— No siento ni pizca de miedo. Tú me deseas..., ¿verdad? ¡Sí que me deseas! ¡Y el hijo de tu padre nunca mata lo que desea! ¡Mira tus ojos! ¡En ellos arde el ansia por mí, arde hasta consumirlos! ¡Mira tus labios ahora! ¡Los hace temblar la avidez de besarme y a tus dientes los estremecen las ganas de morder! (Él la contempla ahora presa de horrible fascinación. Abbie ríe, con alocada risa triunfante.) ¡Voy a hacer de toda esta casa mi casa! (Le hace una burlona reverencia.) Hay una habitación que no es mía aún, pero que lo será esta noche. ¡Voy a bajar y a encender las luces! (Le hace una burlesca reverencia.) ¿Quiere venir a galantearme al recibimiento, míster Cabot?
EBEN (mirándola absorto, presa de horrible confusión, con voz apagada.):
— ¡No te atrevas a hacerlo! ¡Esa habitación está cerrada desde que mamá murió y fue velada
allí! ¡No te...!
(Pero los ojos de Abbie están fijos en él con una mirada tan ardiente, que la voluntad de Eben parece desfallecer ante la de ella. Eben se queda inmóvil, balanceándose al contener su impulso hacia ella, con aire de impotencia.)
ABBIE (sosteniendo su mirada y volcando toda su voluntad en sus palabras, mientras retrocede de espaldas hacia la puerta.):
— Te espero pronto, Eben.
EBEN (la sigue con la mirada, absorto, durante algún tiempo, después de acercarse a la puerta. En la ventana de la sala aparece una luz. Eben murmura.):
— ¿En la sala? (Esto parece suscitar en él ciertas reminiscencias, porque vuelve y se pone su camisa blanca y el cuello, anuda a medias y mecánicamente la corbata, se pone la chaqueta, toma su sombrero, se queda un momento inmóvil, descalzo, mirando en torno con perplejidad y murmura con incertidumbre.) ¡Mamá! ¿Dónde estás? (Y va lentamente hacia la puerta del foro.)
ESCENA III
Pocos minutos después. Se ve el interior del recibimiento, una habitación sombría y deprimente como una tumba en que la familia estuviera enterrada viva.
ABBIE está sentada en el borde del sofá de crin. Ha encendido todas las velas y el aposento se presenta en toda su conservada fealdad. En ABBIE se ha operado un cambio. Parece, ahora, asustada e intimidada, pronta a huir.
Se abre la puerta y aparece EBEN. Su rostro revela obsesionada turbación. Se queda mirándola, los brazos colgando desarticuladamente de sus hombros, los pies desnudos, el sombrero en la mano.
ABBIE (después de una pausa, con nerviosa y formal cortesía.):
— ¿Quieres tomar asiento?
EBEN (con voz apagada.):
— Sí.
(Con gesto mecánico, pone el sombrero con sumo cuidado en el suelo cerca de la puerta
y se sienta ceremoniosamente junto a ABBIE, sobre el borde del sofá. Pausa. Ambos están rígidos, mirando hacia adelante con ojos plenos de miedo.)
ABBIE:
— Cuando entré aquí..., en la oscuridad.... parecía haber algo.
EBEN (con sencillez.):
— Mamá.
ABBIE:
— Aún me parece sentir... algo.
EBEN:
— Es mamá.
ABBIE:
— Al principio me dio miedo. Quise gritar y correr. Ahora, desde que viniste, ese algo parece volverse amable y bueno conmigo. (Hablándole al vacío, con voz extraña.) Gracias.
EBEN:
— Mamá me quiso siempre.
ABBIE:
— Quizá sepa que también yo te quiero. Quizá el saberlo la haga buena conmigo.
EBEN (con voz apagada.):
— No sé. Me parece que debe odiarte.
ABBIE (con convicción.):
— No. Siento que no me odia...; ya no.
EBEN:
— Te odia por haber usurpado su sitio... aquí, en su casa... por haberte instalado en la sala donde la velaron.
(Se detiene, mirando al vacío con aire estúpido.)
ABBIE:
— ¿Qué pasa Eben?
EBEN (en un susurro.):
— Según parece, mamá no quiere que te lo recuerde.
ABBIE (con tono excitado.):
— ¡Yo lo sabía, Eben! ¡Es buena conmigo! ¡No me guarda rencor por lo que nunca supe ni pude evitar!
EBEN:
— Mamá le guarda rencor a él.
ABBIE:
— Lo mismo nos sucede a todos nosotros.
EBEN:
— Sí. (Con apasionamiento.) ¡A mí también, por cierto!
ABBIE (tomándole una mano en las suyas y acariciándola):
— ¡Vamos! No te enfurruñes pensando en él. Piensa en tu madre, que es buena con nosotros. Háblame de tu madre, Eben.
EBEN:
— No es mucho lo que hay que decir. Era dulce. Era buena.
ABBIE (rodeándole el hombro con un brazo, acto que él no parece advertir, le dice apasionadamente.):
— ¡Yo seré dulce y buena contigo!
EBEN:
— A veces, solía cantarme.
ABBIE:
— ¡Yo te cantaré!
EBEN:
— Esta era su casa. Esta era su granja.
ABBIE:
— ¡Esta es mi casa! ¡Esta es mi granja!
EBEN:
— Él se casó con ella para robarle ambas cosas. Mamá era buena y complaciente. Él no supo apreciarla.
ABBIE:
— ¡No sabe apreciarme a mí!
EBEN:
— La asesinó con su dureza.
ABBIE:
¡Me está asesinando a mí!
EBEN:
— Mi madre murió. (Pausa.) En ocasiones, solía cantarme (Prorrumpe en sollozos convulsivos.)
ABBIE (le rodea con los brazos y dice, con salvaje pasión:):
— ¡Yo cantaré para ti! ¡Yo moriré por ti! (A pesar del avasallador deseo que le inspira Eben, hay en su ademán y en su voz un sincero amor maternal, una mezcla horriblemente franca de lujuria y de amor maternal.) ¡No llores, Eben! ¡Yo ocuparé el lugar de tu madre! ¡Yo seré todo lo que fue ella para ti! ¡Deja que te bese, Eben! (Le obliga a volver la cabeza. Él hace una desconcertada ficción de resistencia. Abbie se muestra tierna.) ¡No temas! Te besaré con pureza, Eben..., como si fuera tu madre..., ¡y tú puedes devolverme el beso como si fueras mi hijo..., mi niño... que me da las buenas noches! Bésame, Eben. (Se besan en forma contenida. Luego, bruscamente, Abbie es dominada por su salvaje pasión. Le besa con deseo una y otra vez, y él la rodea con los brazos y le devuelve los besos. Súbitamente, como en el dormitorio, Eben se libera con violencia de ella y se levanta de un salto. Todo su cuerpo tiembla, poseído de extraño terror. Abbie tiende los brazos hacia él con vehemente súplica.) ¡No me abandones, Eben! ¿No comprendes que no basta... quererme como a una madre?... ¿No comprendes que hace falta eso y más..., mucho más... cien veces más..., para que yo sea feliz..., para que tú lo seas?
EBEN (a la presencia que siente en la habitación.):
— ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué quieres? ¿Qué me estás diciendo?
ABBIE:
— Te dice que me ames. Sabe que te amo y que seré buena contigo. ¿No lo adivinas? ¿No lo sabes? ¡Ella te dice que me ames, Eben!
EBEN:
— Sí. Lo siento..., quizá sea ella..., pero... no puedo concebir... por qué... cuando usurpaste su lugar... aquí, en su casa..., en la sala donde la...
ABBIE (impetuosamente.):
— ¡Ella sabe que te amo!
EBEN (su rostro es iluminado de pronto por una feroz y triunfal sonrisa.):
— ¡Ya lo comprendo! Ya lo veo. ¡Es para vengarse de él..., para poder descansar tranquila en la tumba!
ABBIE (frenética.):
— ¡Es Dios, que se venga de todos nosotros! ¿Qué nos importa? ¡Te amo, Eben! ¡Dios sabe que te amo!
(Le tiende los brazos.)
EBEN (dejándose caer de rodillas junto al sofá, la toma con violencia en sus brazos, liberando de golpe toda su reprimida pasión.):
— ¡También yo te amo, Abbie! ¡Ahora puedo decirlo! Me he estado muriendo por ti... ¡desde que viniste, hora tras hora! ¡Te amo!
(Los labios de ambos se encuentran en un beso salvaje, magullante.)
ESCENA IV
Exterior de la granja. Al amanecer.
Se abre la puerta de la derecha y Eben sale y da la vuelta, dirigiéndose hacia la cerca. Viste su ropa de trabajo. Parece otro. Su rostro ostenta una expresión audaz y confiada, sonríe para sí con evidente satisfacción. Cuando ha llegado cerca de la cerca, se oye abrirse la ventana de la sala y las persianas, y Abbie soma la cabeza. El cabello, suelto, le cae desordenadamente sobre los hombros, su rostro está enrojecido y mira a Eben con tiernos y lánguidos ojos y le llama suavemente.
ABBIE:
¡Eben! (Cuando él se vuelve, le dice traviesamente:) Un solo beso más antes que te vayas. Te echaré muchísimo de menos durante todo el día.
EBEN:
— ¡Y yo a ti, puedes apostarlo! (Va hacia ella. Se besan varias veces. Él se aparta, riendo.) Ya está. Basta con eso…, ¿verdad? No te quedarán más para la vez próxima.
ABBIE:
— ¡Me queda un millón de besos para ti! (Con un poco de ansiedad.) ¿Me amas de verdad, Eben?
EBEN (enfático.):
— ¡Me gustas más que cualquiera de las muchachas que he conocido! ¡Es una verdad como el Evangelio!
ABBIE:
— Gustar no es amar.
EBEN:
— Bueno, pues... te amo. Y ahora..., ¿estás satisfecha?
ABBIE:
— Sí, lo estoy. (Le sonríe con adoración.)
EBEN:
— Más vale que vaya al establo. El viejo puede sospechar y venir a escondidas.
ABBIE (con risa confiada.):
— ¡Que venga! Puedo engañarle cuanto se me antoje. Dejaré abiertas las persianas, y así entrarán el sol y el aire. Esta habitación ha estado muerta durante mucho tiempo. ¡ Ahora será mi habitación!
EBEN (frunciendo el ceño.):
— Sí...
ABBIE (precipitadamente.):
— Quise decir... nuestra habitación.
EBEN:
— Sí...
ABBIE:
— La hicimos nuestra anoche..., ¿verdad? Le dimos vida, nuestro amor se la dio.
(Pausa.)
EBEN (con una mirada extraña.):
— Mamá ha vuelto a su tumba Puede dormir ahora.
ABBIE:
— ¡Descanse en paz! (Con tierno reproche.) No debieras ponerte a hablar de cosas tristes... esta mañana.
EBEN:
— Se me ocurrió sin proponérmelo.
ABBIE:
— No pienses más en eso. (Él no contesta. Ella bosteza.) Bueno... Voy a echar un sueñecito. Le diré al viejo que no me siento bien. Que se haga él mismo la comida.
EBEN:
— Le veo venir del establo. Más vale que seas prudente y subas.
ABBIE:
— Sí. Adiós. No me olvides.
(Le tira un beso. El sonríe, luego yergue los hombros y espera a su padre con aplomo. Cabot entra lentamente por la izquierda, contemplando el cielo con aire indeciso.)
EBEN (jovialmente.):
— Buenos días, papá. ¿Mirando las estrellas de día?
CABOT:
— Hermoso..., ¿verdad?
EBEN (mirándole con aire de dueño.):
— La granja es hermosa de verdad.
CABOT:
— Me refiero al cielo.
EBEN (sonriendo sardónicamente.):
— ¿Cómo lo sabes? Tus ojos no pueden ver tan lejos. (Esto excita su sentido del humor y se da una palmada en el muslo y ríe.) ¡Ja, ja! ¡Vaya una idea!
CABOT (con ceñudo sarcasmo.):
— Te sientes bastante alegre, según parece. ¿Dónde robaste el aguardiente?
EBEN (jovial.):
— No es el aguardiente. Es sólo la vida. (Tendiéndole repentinamente la mano, con aire serio.) Tú y yo estamos en paz. Dame la mano.
CABOT (receloso.):
— ¿Qué pasa?
EBEN:
— Entonces no me la des. Quizá sea lo mismo. (Un instante de pausa.) ¿Qué me pasa, dices? (Con tono extraño.) ¿No oíste sus pasos... al volver a la tumba?
CABOT (estúpidamente.):
— ¿De quién hablas?
EBEN:
— De mamá. Ahora puede descansar y dormir satisfecha Está en paz contigo.
CABOT (evidentemente turbado.):
— Yo descansé. Dormí bien..., allá, con las vacas. Ellas saben dormir. Me están enseñando.
EBEN (repentinamente jovial de nuevo.):
— ¡Bravo por las vacas! Bueno... Más vale que vayamos a trabajar.
CABOT (ceñudo y divertido.):
¿Me estás dando órdenes, ternero?
EBEN (echándose a reír.):
— ¡Sí!... ¡Te estoy dando órdenes! ¡Ja, ja, ja! ¡Míralo como quieras! ¡Ja, ja, ja! Yo soy el gallo campeón de este gallinero. ¡Ja, ja, ja!
(Se va hacia el establo, riendo.)
CABOT (le sigue con la mirada, lleno de desdeñosa piedad.):
— Tiene la cabeza floja, como su madre. Su viva imagen. ¡No se pueden depositar esperanzas en él! (Escupe con despectivo disgusto.) ¡Un imbécil de nacimiento! (Con tono práctico.) Por cierto... que me estoy volviendo gruñón...
(Va hacia la puerta. Telón.)
PARTE TERCERA
ESCENA PRIMERA
Una noche, a fines de la primavera del año siguiente. Aparecen la cocina y las dos alcobas de la planta alta. Estas últimas están vagamente iluminadas por una vela de sebo cada una.
EBEN se halla sentado sobre el borde del lecho en su aposento, el mentón apoyado sobre los puños, el rostro convertido en un vivo reflejo de la lucha que libra por comprender sus emociones en conflicto. La ruidosa risa y música que llegan de abajo, donde se está bailando una danza en la cocina, lo fastidian y distraen. Frunce el ceño al mirar al suelo.
En el cuarto contiguo hay una cuna junto al lecho matrimonial. En la cocina todo es fiesta. El hornillo ha sido retirado para dejarles más espacio a los bailarines. Las sillas, a las cuales se han agregados bancos de madera, están apoyadas contra las paredes. En ellas se hallan sentados, muy apretados los unos contra los otros, los granjeros, con sus esposas y sus hijos de ambos sexos, de las fincas vecinas. Todos charlan y ríen estrepitosamente. A todas luces, tienen algún ruidoso motivo de holgorio en común. Los guiños, los codazos, las miradas de asentimiento significativo no tienen fin, siendo su objeto CABOT, que, en un estado de muy alegre excitación, acrecentada por la cantidad de licor ingerido, está parado cerca de la puerta del foro, donde se encuentra un barrilito de whisky, y les sirve a todos los hombres. En el rincón izquierdo, primer término, y centrando con su marido la atención general, se halla sentada ABBIE en una mecedora, los hombros envueltos en un chal. Está muy pálida, el rostro enjuto y extenuado y los ojos clavados ansiosamente en la puerta abierta, como si esperara a alguien.
El músico está afinando su violín, sentado en el rincón más lejano de la derecha. Es un joven delgado, de rostro alargado y enfermizo. Sus ojos sin brillo parpadean incesantemente y sonríe a su alrededor con aire taimado y voraz malicia.
ABBIE (volviéndose bruscamente hacia una muchacha que está a su derecha.):
— ¿Dónde está Eben?
LA MUCHACHA (contemplándola desdeñosamente.):
— No lo sé, señora Cabot. Hace muchísimo tiempo que no veo a Eben. (Con tono significativo.) Según parece, Eben se ha pasado la mayor parte del tiempo en casa desde que usted vino.
ABBIE (con tono vago.):
— Yo le reemplacé a su madre.
LA MUCHACHA:
— Sí... Eso he oído decir.
(Se vuelve para transmitirle esta pequeña habladuría a su madre, sentada a su lado. Abbie se vuelve hacia su izquierda e interroga a un hombre corpulento y gordo, de edad madura, cuyo enrojecido rostro y saltones ojos revelan la cantidad de licor consumida.)
ABBIE:
¿Usted no ha visto a Eben?
EL HOMBRE:
— No. (Y agrega, con un guiño:) Si no le ha visto usted…
ABBIE:
— Es el mejor bailarín del distrito. Debiera venir a bailar.
EL HOMBRE (con un guiño.):
— Puede ser que esté cumpliendo con sus deberes a conciencia y paseando al niño para dormirle. Es varón..., ¿verdad?
ABBIE (asintiendo, con aire vago.):
— Sí... Nació hace quince días... Es hermoso como un ángel.
EL HOMBRE:
— Todos lo son... para sus madres. (En un susurro, con un codazo y una mirada de soslayo.) Oiga, Abbie... ¡Si algún día se cansa de Eben, acuérdese de mí! ¡No lo olvide ! (Mira el incomprensivo rostro de Abbie y gruñe con disgusto.) Bueno... Creo que voy a echar otro trago.
(Se levanta y va hacia Cabot, que está discutiendo ruidosamente con un viejo granjero sobre las vacas. Todos beben.)
ABBIE (sin dirigirse esta vez a nadie en particular.):
— Me pregunto qué estará haciendo Eben...
(Su observación es repetida a lo largo de la fila de invitados, con muchas risitas y carcajadas, hasta llegar al violinista. Este posa sus parpadeantes ojos sobre Abbie.)
EL VIOLINISTA (alzando la voz.):
— ¡Creo poder decirle qué está haciendo Eben, Abbie! Está en la iglesia rezando en acción de gracias.
(Risitas expectantes de la concurrencia.)
EL HOMBRE:
— ¿Por qué?
(Nuevas risitas.)
EL VIOLINISTA:
Porque ha tenido... (Vacila el tiempo exacto y nada más.) ¡un hermano!
(Una tempestad de risas. Todos miran a Abbie y Cabot. Ella está ensimismada mirando la puerta. Cabot, aunque no ha oído las palabras, se siente irritado ante las risas y se adelanta, mirando furiosamente.)
CABOT:
— ¿Qué están balando todos ustedes... como un rebaño de cabras? ¿Por qué no bailan, malditos sean? Les he invitado a bailar..., a comer, a beber y divertirse..., ¡y se ponen a cacarear como un grupo de gallinas mojadas y con moquillo! ¿Acaso no se han bebido mi aguardiente y engullido mis comestibles como marranos? Entonces... ¿no pueden bailar para mí? Es lo justo..., ¿verdad?
(Por la rueda circula un murmullo de disgusto, pero es evidente que todos temen demasiado a Cabot para expresarlo en forma abierta.)
EL VIOLINISTA (ladinamente.):
— Estamos esperando a Eben.
(Risas reprimidas.)
CABOT (con salvaje regocijo.):
— ¡Al diablo con Eben! ¡Ahora he terminado con Eben! ¡Tengo un nuevo hijo! (Su humor cambia de rumbo con brusquedad de borracho.) ¡Pero ustedes no tienen por qué burlarse de
Eben! ¡Ninguno de ustedes! ¡Es de mi sangre, aunque sea un estúpido! ¡Vale más que cualquiera de ustedes! ¡Es capaz de hacer en el día casi tanto trabajo como yo... y ponerlos en ridículo a todos ustedes!
EL VIOLINISTA:
— ¡Y también es capaz de hacer un buen trabajo de noche!
(Una tempestad de carcajadas.)
CABOT:
— ¡Rían, malditos estúpidos! De todos modos, tienes razón, violinista. ¡Eben puede trabajar día y noche, como yo, en caso de necesidad!
UN VIEJO AGRICULTOR (desde atrás del barrilito, donde se está balanceando en su borrachera, con gran sencillez.):
— No hay muchos que puedan hacer lo que tú, Ephraim..., un hijo a los setenta y seis. ¡Vaya con la fuerza que tienes! Yo, con sesenta y ocho años apenas, no podría hacerlo.
(Una tempestad de risas, a la cual Cabot se adhiere estrepitosamente.)
CABOT (dándole una palmada en la espalda.):
— Lo siento por ti, Hi. ¡Nunca habría sospechado semejante debilidad en un muchacho como tú!
UN VIEJO AGRICULTOR:
— Y yo tampoco la sospeché de ti, Ephraim.
(Otro estallido de risas.)
CABOT (repentinamente ceñudo.):
— Tengo muchas debilidades..., muchísimas..., la gente no lo sabe. (Volviéndose hacia el violinista.) ¡Vamos, violinista! ¡Maldito seas! ¡Dales algo con que bailar! ¿Qué eres tú? ¿Un adorno? ¿No es esto una celebración? ¡Entonces, engrásate el codo y adelante!
EL VIOLINISTA (aferra el vaso que le tiende un viejo agricultor y lo apura.):
— ¡Allá va! (Comienza a tocar «La Dama del Lago». Cuatro jóvenes y cuatro muchachas se distribuyen en dos filas y bailan una contradanza. El violinista grita instrucciones para los distintos movimientos, siguiendo con sus palabras el ritmo de la música y salpicándolas con festivas observaciones personales dirigidas a los bailarines. La gente sentada a lo largo de las paredes marca el compás con los pies y golpea las manos al unísono. Cabot se muestra particularmente activo en ese sentido. Sólo Abbie revela apatía, contemplando la puerta como si estuviese sola en una habitación silenciosa.) ¡Haz pasar a tu dama a la derecha! ¡Eso es, Jim! ¡Dale un abrazo de oso! ¡Su mamá no mira! (Risas.) ¡Cambien de parejas! Eso te conviene ahora que tienes delante a Rubén..., ¿verdad, Essie? Mírenla cómo se ruboriza... Bueno... La vida es corta y también lo es el amor, como dice la gente.
(Risas.)
CABOT (con excitación, golpeando el suelo con el pie.):
— ¡Adelante, muchachos! ¡Adelante, niñas!
EL VIOLINISTA (guiñándoles el ojo a los demás.):
— ¡Eres el más ágil de Ios hombres de setenta y seis años que yo haya visto, Ephraim! Sólo te faltaría tener buena vista... (Risas repetidas. El violinista no le da a Cabot oportunidad de contestar y brama.) ¡Paseen! ¡Estás caminando como una novia por la nave, Sara! Bueno. ¡Mientras hay vida hay esperanza, según dicen! ¡Pasa a tu dama a la izquierda! ¡Dios Todopoderoso, miren cómo pisa Johnny Cook! No le quedarán muchas fuerzas para segar el maíz mañana.
(Risas.)
CABOT:
— ¡Adelante! ¡Adelante! (Luego, de improviso, incapaz de contenerse por más tiempo, salta al centro del grupo de los bailarines, dispersándolos, agitando los brazos furiosamente.) ¡Todos ustedes son unos caballos! ¡Afuera! ¡Háganme lugar! ¡Yo les enseñaré a bailar! ¡Son demasiado flojos!
(Los aparta con rudeza. Los bailarines se agolpan contra las paredes, murmurando, mirando a Cabot con resentimiento.)
EL VIOLINISTA (con tono burlón.):
— ¡Vamos, Ephraim! ¡Vamos!
(Comienza a ejecutar un baile popular, acelerando el compás poco a poco, hasta que, finalmente, toca con la velocidad más frenética que puede.)
CABOT (empieza a bailar, cosa que hace muy bien y con tremendo vigor. Luego se dedica a improvisar, hace grotescas cabriolas casi inverosímiles, saltando y golpeando los talones entre sí, brincando en círculo con el cuerpo doblado, en una danza guerrera india, y luego, irguiéndose súbitamente y saltando a la mayor altura posible, con ambas piernas. Parece un mono que bailara sujeto a una cuerda. Y mientras tanto, matiza sus cabriolas con gritos y comentarios burlones.):
— ¡Anda! ¡Esto sí que es bailar, para que vean! ¡Anda! ¡Miren esto! ¡Vaya con mis setenta y seis años! ¡Soy duro como el hierro todavía! ¡Les gano a los jóvenes, como siempre! Los invitaría a bailar cuando cumpla los ciento, sólo que entonces todos estarán muertos. ¡Son una generación débil! ¡Sus corazones son rosados, no rojos! ¡Sus venas están llenas de barro y de agua! Yo soy el único hombre del distrito. ¡Anda! ¡Miren esto! ¡Soy un indio! ¡He matado a indios en el Oeste antes que ustedes nacieran!... ¡Y les he quitado el cuero cabelludo también! ¡En la espalda tengo una herida de flecha, que puedo mostrarles! Toda la tribu me dio caza. Yo corrí con más rapidez que ellos..., ¡con la flecha clavada en la espalda! Y me vengué. ¡Diez ojos por ojo, ése fue mi lema! ¡Anda! ¡Mírame! ¡Puedo golpear con el pie el cielo raso! ¡Anda!
EL VIOLINISTA (dejando de tocar, exhausto.):
— Dios Todopoderoso, no puedo más. Tienes las fuerzas del diablo.
CABOT (encantado.):
— ¿Te vencí también a ti? Pues has tocado con mucha rapidez. Bebe un trago.
(Sirve whisky para sí y para el violinista. Beben. Los demás observan a Cabot en silencio, con ojos fríos, hostiles. Pausa de silencio total. El violinista descansa. Cabot se reclina contra el barrilito, jadeante, mirando en torno con ojos turbios. En el aposento de arriba, Eben se levanta y va de puntillas hacia la puerta del foro, apareciendo un momento después en la otra alcoba. Avanza silenciosamente, casi con temor, hacia la cuna y se detiene mirando al niño. La expresión de su rostro es tan vaga como son confusas sus reacciones, pero hay en él un vestigio de ternura, de emocionado descubrimiento. En el momento en que llega a la cuna, Abbie parece presentir algo. Se levanta con esfuerzo y va hacia Cabot.)
ABBIE:
— Voy a ver al niño.
CABOT (con aire realmente solícito.):
— ¿Estás en condiciones de subir la escalera? ¿Quieres que te ayude, Abbie?
ABBIE:
— No. Puedo hacerlo. Volveré a bajar pronto.
CABOT:
— ¡No te fatigues demasiado! Recuerda que él te necesita... ¡Nuestro hijo!
(Sonríe afectuosamente, dándole una palmada en la espalda. Ella rehuye su contacto.)
ABBIE (con aire apagado.):
— No me... toques. Voy a... subir.
(Sale. Cabot la sigue con la mirada. Por la habitación circula un murmullo. Cabot se vuelve. El murmullo cesa. Cabot se enjuga la frente, que chorrea sudor. Respira de manera jadeante.)
CABOT:
— Saldré a tomar aire fresco. Me siento algo aturdido. ¡Sigue tocando, violinista! ¡Bailen todos ustedes! ¡Ahí tienen licor para quien lo quiera! Diviértanse. Volveré.
(Sale, cerrando la puerta en pos.)
EL VIOLINISTA (sarcásticamente.):
— ¡No te apures por nosotros! (Risas reprimidas. Imita a Abbie.) ¿Dónde está Eben? (Más risas.)
UNA MUJER (en voz, alta.):
— ¡Lo ocurrido en esta casa es tan evidente como la nariz que tenemos en la cara!
(Abbie aparece en la puerta de la planta alta y se queda mirando con sorpresa y adoración a Eben, que no la ve.)
UN HOMBRE:
— ¡Chist! Ephraim es capaz de estar escuchando detrás de la puerta. Eso sería muy propio de él.
(Las voces se extinguen en medio de un intenso murmullo. Los rostros concentran toda su atención en la habladuría. De la habitación surge un rumor que se diría de hojas secas. Cabot ha salido del porche y se queda parado junto a la cerca, apoyado en ella, contemplando el cielo con ojos parpadeantes. Abbie atraviesa silenciosamente el aposento. Eben sólo advierte su presencia cuando Abbie está muy cerca de él.)
EBEN (con sobresalto.):
— ¡Abbie!
ABBIE:
— ¡Chist! (Le echa los brazos al cuello. Se besan, luego se inclinan juntos sobre la cuna.) ¿Verdad que es hermoso? ¡Tu viva imagen!
EBEN (complacido.):
— ¿Te parece? Yo no sabría decirlo.
ABBIE:
— ¡Idéntico!
EBEN (frunciendo el ceño.):
— Esto no me gusta. No me gusta que lo mío sea suyo. Toda la vida me ha pasado lo mismo. ¡Ya no puedo soportarlo más!
ABBIE (poniéndole un dedo sobre los labios.):
— Estamos obrando lo mejor posible. Hay que esperar. Algo tendrá que suceder. (Le rodea con los brazos.) Debo volver.
EBEN:
— Voy a salir. No puedo soportar ese violín y las risas.
ABBIE:
Nada de tristeza. Eben. Bésame.
(Él la besa. Permanecen abrazados.)
CABOT (junto a la cerca, turbado.):
— Ni siquiera la música puede expulsar ese... algo. ¡Uno le siente caer de los olmos, trepar al tejado, escurrirse por la chimenea, moverse en los rincones! En las casas no hay paz; cuando se vive con la gente, no hay descanso. Algo vive siempre en uno. (Con un profundo suspiro.) Iré al establo a descansar un rato.
(Va con paso fatigado al establo.)
EL VIOLINISTA (afinando.):
— ¡Festejemos el engaño del viejo penco! Podemos divertirnos un poco ahora que se ha marchado.
(Comienza a tocar una canción popular. Ahora, los invitados se divierten de veras. Los jóvenes se levantan, disponiéndose a bailar.)
ESCENA II
Media hora después, en el exterior de la granja.
Eben está parado junto a la cerca, contemplando el cielo con una expresión de mudo y perplejo dolor. Aparece Cabot, que regresa del establo. Camina con andar cansado, los ojos fijos en el suelo. Ve a Eben y todo su humor cambia de inmediato. Se muestra excitado, a sus labios asoma una cruel y triunfante sonrisa, se acerca a grandes pasos y da una palmada a Eben en la espalda. Desde el interior de la casa llegan el gemido del violín, el rumor de pies, que patean y de voces que ríen.
CABOT:
— ¡De modo que estabas aquí!
EBEN (sobresaltado, le mira con odio un momento y dice luego con voz apagada.):
— Sí.
CABOT (escudriñándole con ojos burlones.):
— ¿Por qué no has venido a bailar? Todos preguntaban por ti.
EBEN:
— ¡Que pregunten!
CABOT:
— Hay un montón de chicas bonitas.
EBEN:
— ¡Al diablo con ellas!
CABOT:
— Debieras casarte pronto con alguna de ellas.
EBEN:
— No me casaré con ninguna.
CABOT:
— Así podrías ganarte una participación en la granja.
EBEN (mordaz.):
— ¿Como lo hiciste tú, quieres decir? No soy de ésos.
CABOT (herido.):
— ¡Mientes! Fue la familia de tu madre quien quiso robarme la granja.
EBEN:
— Otros no dicen eso. (Después de una pausa, desafiante ) ¡Y yo tengo una granja, de todos modos!
CABOT (zumbón.):
— ¿Dónde?
EBEN:
— ¡Aquí!
CABOT (echa atrás la cabeza y ríe groseramente.):
— ¡Ja, ja! ¿De veras? ¡Estás bueno!
EBEN (dominándose, ceñudo.):
— ¡Ya lo verás!
CABOT (le observa con aire receloso, tratando de descubrir su intención. Pausa. Luego dice con desdeñosa confianza en sí mismo.):
— Sí... Ya lo veré. También tú lo verás. Eres tú quien eres ciego..., ciego como un topo bajo tierra. (Eben ríe súbitamente, con un breve ladrido sardónico: «Ja.» Pausa. Cabot le mira fijamente, con renovada sospecha.) ¿Qué estás mascullando ahí? (Eben se aparta sin responder. Cabot se irrita.) ¡Dios Todopoderoso, eres un imbécil! Dentro de ese torpe cráneo tuyo, sólo hay aire..., ¡es como un barril de aguardiente vacío! (Eben no parece oírle. La ira de Cabot se acrecienta.) ¡Tu granja! ¡Dios Todopoderoso! Si no fueras burro de nacimiento, sabrías que nunca poseerás una estaca ni una piedra de esta granja, sobre todo ahora, después de haber nacido él. La granja será suya, te digo..., suya cuando yo haya muerto...; ¡pero viviré cien años nada más que para burlarme de todos vosotros!...; y él habrá crecido entonces..., ¡será casi de tu edad! (Eben vuelve a proferir un sardónico «ja, ja». Éste impele a Cabot al frenesí.) ¿Ja? Crees que podrás evitar esto de algún modo..., ¿eh? Pues bien... La granja será también de ella..., de Abbie...; tú no la podrás embaucar..., conoce tus tretas..., te resultará un bocado difícil..., quiere la granja para sí..., te temía..., me dijo que la estabas rondando y haciéndole el amor a escondidas para tenerla de tu parte... ¡Estúpido! ¡Loco!
(Alza los puños cerrados con aire amenazador.)
EBEN (le afronta, sofocándose de ira.):
— ¡Mientes, viejo penco! ¡Abbie nunca dijo semejante cosa!
CABOT (con repentino aire triunfal al ver cuán impresionado está Eben.):
— Sí que lo dijo. Y yo dije: «Le haré volar los sesos hasta la copa de esos olmos...» Y ella dijo: «No, eso no tiene sentido; ¿quién podría ayudarte en la granja en vez de Eben?...» Y luego dijo: «Tú y yo debemos tener un hijo..., sé que podemos», dijo. Y yo dije: «Si lo tenemos, obtendrás lo que se te antoje.» Y ella dijo: «Quiero que desheredes a Eben para que la granja sea mía cuando mueras.» (Con terrible fruición.) ¡Y eso es lo que ha sucedido! ¿Verdad? ¡Y la granja es de ella! ¡Y el polvo de la carretera... es tuyo! ¡Ja! ¿Quién se ríe ahora?
EBEN (ha estado escuchando, petrificado de dolor y de ira, y repentinamente ríe, con una risa salvaje y desgarrada):
— ¡Ja, ja, ja! De modo que ese ha sido el rastrero juego de Abbie... siempre..., como lo sospeché desde el primer momento..., ¡devorarlo todo!... ¡y devorarme a mí también!... (Con loco frenesí.) ¡La mataré!
(Salta hacia el porche, pero Cabot es más rápido y se interpone)
CABOT:
— ¡No, no harás tal cosa!
EBEN:
— ¡Apártate de mi camino!
(Trata de apartar a Cabot. Se aferran, trabándose en lucha feroz. La fuerza concentrada del viejo resulta excesiva para Eben. Cabot le pone la mano sobre la garganta y le empuja contra la pared de piedra. En ese momento, Abbie sale del porche. Con sofocado grito, corre hacia ellos.)
ABBIE:
— ¡Eben! ¡Ephraim! (Tira de la mano apoyada contra la garganta de Eben.) ¡Suéltale, Ephraim! ¡Le estás estrangulando!
CABOT (aparta la mano y arroja a Eben a un lado y cuan largo es sobre el césped, donde cae
jadeando y semiasfixiado. Profiriendo un grito, Abbie se arrodilla a su lado, procurando poner la cabeza de Eben sobre su regazo, pero él la aparta. Cabot se queda mirando con salvaje aire de triunfo.):
— No te inquietes, Abbie. No me proponía matarle. No vale la pena hacerlo... ¡ni por pienso! (Con acento cada vez más triunfante.) ¡Setenta y seis años, y él no tiene los treinta todavía..., y mira lo que le pasa por creer que su padre es presa fácil! ¡No, por Dios! ¡No soy fácil! ¡Ya le enseñaré cómo soy! (Se vuelve, disponiéndose a marcharse.) ¡Entraré a bailar..., a cantar y a festejar! (Va hacia el porche, luego vuelve con una gran sonrisa.) No creo que a Eben le queden ganas; pero si se pone pesado, Abbie, no tienes más que llamarme. ¡Vendré corriendo, y por Dios que me le pondré sobre las rodillas y le daré una azotaina! ¡Ja, ja, ja!
(Entra en la casa riendo. Al cabo de un momento se oye su sonoro «Anda».)
ABBIE (tiernamente.):
— Eben... ¿Estás lastimado?
(Trata de besarle, pero él la aparta con violencia y logra sentarse con esfuerzo.)
EBEN (con habla entrecortada.):
— ¡Vete... al diablo!
ABBIE (no dando crédito a sus oídos.):
— Soy yo, Eben... Abbie... ¿No me conoces?
EBEN (mirándola con odio.):
— Sí... Te conozco... ¡ahora!
(De improviso desfallece y solloza débilmente.)
ABBIE (con temor.):
— Eben... ¿Qué te ha pasado?... ¿Por qué me miras como si me odiaras?
EBEN (con violencia, entre sollozos y con voz entrecortada.):
— ¡Te odio! ¡Eres una ramera!... ¡Una pérfida ramera, maldita seas!
ABBIE (retrocediendo horrorizada.):
— ¡Eben! ¡No sabes qué estás diciendo!
EBEN (poniéndose en pie trabajosamente y siguiéndola, acusador.):
— ¡Sólo eres un hediondo hato de mentiras! Todas tus palabras han sido mentiras desde que... hicimos eso. Has repetido constantemente que me amabas...
ABBIE (con frenesí.):
— ¡Te amo!
(Le toma la mano, pero Eben la retira con vehemencia.)
EBEN (sin prestarle atención.):
— ¡Me has engañado... como a un imbécil.... deliberadamente! Has hecho siempre tu juego rastrero y vil..., ¡acostándote conmigo para tener un hijo que él creyera suyo y haciéndole prometer que te daría la granja y que yo comería polvo, con tal que le dieras un hijo! (Mirándola con ojos llenos de angustia y perplejidad.) ¡En ti debe de haber un demonio! ¡Un ser humano no puede ser tan malvado!
ABBIE (aturdida, estúpidamente.):
— ¿Él te dijo...?
EBEN:
— ¿Acaso no es verdad? Es inútil que mientas.
ABBIE (suplicante.):
— Eben, escúchame... Debes escucharme. Eso ocurrió hace mucho tiempo..., antes que hiciéramos nada...; tú me despreciabas..., ibas a ver a Min..., y yo te amaba..., ¡y se lo dije para vengarme de ti!
EBEN (sin escucharla, con atormentada pasión.):
— ¡Ojalá estuvieras muerta! ¡Ojalá nos hubiéramos muerto tú y yo antes de suceder esto! (Con furor.) ¡Pero yo también me vengaré! ¡Le pediré en mis plegarias a mamá que venga en mi ayuda..., que os maldiga a los dos!
ABBIE (con desgarrada voz.):
— ¡No digas eso, Eben! ¡No digas eso! (Se echa de rodillas ante él, sollozando.) ¡No quise hacerte mal! Perdóname... ¿No quieres perdonarme?
EBEN (como si no la oyese, con tono salvaje.):
— ¡Ajustaré cuentas con ese viejo penco... y contigo! ¡Le diré la verdad sobre el hijo de que tanto se enorgullece! Luego te dejaré con él para que os envenenéis mutuamente..., y mamá saldrá de su tumba por las noches..., ¡y me iré a los yacimientos de oro de California, donde están Sim y Peter!
ABBIE (aterrorizada.):
— ¿No... pensarás abandonarme? ¡No puedes hacerlo!
EBEN (con feroz decisión.):
— ¡Me voy, te digo! Allí me enriqueceré y volveré a disputarle la granja que robó..., y os echaré a puntapiés a los dos al camino... para que mendiguéis y durmáis en los bosques..., y a tu hijo contigo..., ¡para que os muráis de hambre!
(Está histérico al rematar la frase.)
ABBIE (con un escalofrío, humildemente.):
— Es también hijo tuyo, Eben.
EBEN (atormentado.):
— ¡Ojalá no hubiese nacido! ¡Ojalá se muera ahora mismo! ¡Ojalá nunca le hubiese visto! ¡Es él..., su nacimiento..., con el fin de robar..., lo que lo ha cambiado todo!
ABBIE (con dulzura.):
— ¿Creías que yo te amaba... antes de nacer él?
EBEN:
— Sí..., ¡como el más estúpido de los bueyes!
ABBIE:
— ¿Y ahora ya no lo crees?
EBEN:
— ¿Creerle a una ladrona embustera? ¡Ja!
ABBIE (se estremece y dice luego, con humildad.):
— ¿Y me amabas de veras antes?
EBEN (con voz desgarrada.):
— Sí..., ¡y tú me engañabas!
ABBIE:
— ¡Y ahora no me amas!
EBEN (con violencia.):
— ¡Te digo que te odio!
ABBIE:
— ¿Te marchas realmente al Oeste..., vas a abandonarme..., todo porque él ha nacido?
EBEN:
— Me iré por la mañana..., ¡y si no lo hago, que Dios me envíe al infierno!
ABBIE (después de una pausa, con terrible y fría vehemencia, lentamente.):
— Si es eso lo que ha conseguido su nacimiento..., matar tu amor..., alejarte de mí..., a ti, mi única alegría..., la única alegría que he conocido..., tú que eres el paraíso para mí..., algo más hermoso que el paraíso..., ¡entonces le odio también, aunque sea su madre!
EBEN (con amargura.):
— ¡Mientes! ¡Le amas! ¡Él te conseguirá la granja! (Con voz desgarrada.) Pero no se trata ya de la granja..., no, ya no es eso...; se trata de tu engaño..., ¡de que lograste que yo te amara..., mintiéndome amor..., sólo para obtener un hijo y robar con él!
ABBIE (acongojada.):
— ¡Él no robará! ¡Yo le mataría primero. ¡Te amo! ¡Te lo probaré...!
EBEN (con aspereza.):
— Es inútil que sigas mintiendo. ¡No te escucho! (Le vuelve la espalda.) No volveré a verte. ¡Adiós!
ABBIE (pálida de angustia.):
— ¿Ni siquiera vas a besarme... una sola vez..., después de todo lo que nos amamos?
EBEN (con voz áspera.):
— ¡No quiero volver a besarte jamás! ¡Quiero olvidar que te he visto!
ABBIE:
— ¡Eben!... Tú no debes hacer eso... Espera un poco... Quiero decirte...
EBEN:
— Entraré a emborracharme. Entraré a bailar.
ABBIE (agarrándose a su brazo con apasionada sinceridad.):
— Si yo pudiese conseguirlo..., si él nunca se interpusiera entre nosotros..., si pudiera demostrar que no me proponía robarte..., para que todo siguiera siendo igual entre nosotros, para que nos amáramos y besáramos y fuésemos felices como antes de nacer él..., si yo pudiese hacerlo..., volverías a amarme, ¿verdad? ¿Volverías a besarme? No me abandonarías jamás..., ¿no es así?
EBEN (conmovido.):
— Supongo que no. (Desembarazándose de la mano que Abbie tenía apoyada sobre su brazo, con amarga sonrisa.) Pero tú no eres Dios..., ¿verdad?
ABBIE (con exaltado regocijo.):
— ¡Recuerda tu promesa! (Con extraña intensidad.) ¡Quizá yo pueda destruir algo hecho por Dios!
EBEN (escudriñando su rostro.):
— ¿No estarás un poco trastornada? (Va hacia la puerta.) Me voy a bailar.
ABBIE (gritando en pos de él, con vehemencia.):
— ¡Te lo probaré! ¡Te lo probaré! Te probaré que te amo más que a... (Eben entra en la casa, al parecer sin haberla oído. Abbie permanece inmóvil en su sitio, siguiéndole con los ojos, y luego concluye con acento desesperado.) ¡Más que a nada en el mundo!
ESCENA III
Por la mañana, momentos antes del amanecer. Se ven la cocina y la alcoba de Cabot.
En la cocina, a la luz de una vela de sebo que está sobre la mesa, se halla sentado Eben, el mentón apoyado en las manos, el chupado rostro descolorido e inexpresivo. En el suelo, a su lado, está su maleta. En la alcoba, iluminada vagamente por una pequeña lámpara de aceite de ballena, duerme Cabot. Abbie está inclinada sobre la cuna, escuchando, el rostro lleno de terror aún, pero con una vibración subyacente de desesperado triunfo. Bruscamente, rompe a sollozar, pronta al parecer a echarse de rodillas junto a la cuna; pero el viejo se revuelve inquieto, gimiendo en sueños y Abbie se domina y, apartándose de la cuna con un ademán de horror, retrocede rápidamente hacia la puerta del foro, caminando hacia atrás, y sale. Al cabo de un momento entra en la cocina y, corriendo hacia Eben, le echa los brazos al cuello y lo besa con frenesí. El se muestra insensible y frío y no la mira.
ABBIE (histéricamente.):
— ¡Lo hice, Eben! ¡Te digo que lo hice! ¡He probado que te amo... más que a nada..., de tal modo que no podrás dudar ya de mí!
EBEN (con lentitud.):
— De nada sirve ahora lo que puedas haber hecho.
ABBIE (frenéticamente.):
— ¡No digas eso! ¡Bésame, Eben! ¿No quieres besarme? ¡Necesito que me beses después de lo que he hecho! ¡Necesito oírte decir que me amas!
EBEN (la besa sin emoción y dice con voz apagada.):
— Esto es el adiós. Me voy pronto.
ABBIE:
— ¡No! ¡No! ¡No te irás... ahora!
EBEN (ensimismado en sus propios pensamientos.):
— Lo he estado pensando..., y no le diré una sola palabra a papá. Dejaré que mamá se tome venganza de ti. Si yo se lo dijera, el viejo penco sería lo bastante mezquino y vil para desquitarse con ese niño. (Su voz revela emoción contra su voluntad.) Y yo no quiero que le ocurra nada malo. No tiene culpa alguna. (Agrega con cierto extraño orgullo.) ¡Y se me parece! ¡Y es mío, por Dios que es mío! ¡Algún día volveré y...!
ABBIE (demasiado ensimismada en sus propios pensamientos para escucharle, suplicante.):
— No hay motivo para que te vayas..., ya no tiene sentido..., todo está como antes, nada se interpone ya entre nosotros..., ¡después de lo que he hecho!
EBEN (algo le impresiona en la voz de Abbie. La mira un poco asustado.):
— Pareces loca, Abbie. ¿Qué has hecho?
ABBIE:
— Le..., le maté, Eben.
EBEN (estupefacto.):
— ¿Que le mataste?
ABBIE (con voz apagada.):
— Sí...
EBEN (recobrándose de su sorpresa, con acento salvaje.):
— ¡Bien merecido lo tiene! Pero tenemos que hacer algo, ahora mismo, para hacer creer que el viejo penco se suicidó estando borracho. Podemos probar, con el testimonio de todos, lo borracho que estaba.
ABBIE (con frenesí.):
— ¡No! ¡No! ¡A él, no! (Riendo dolorosamente.) Pero fue eso lo que debí hacer..., ¿verdad? ¡Fue a él a quien debí matar, en cambio! ¿Por qué no me lo dijiste?
EBEN (aterrado.):
— ¿En cambio? ¿Qué quieres decir?
ABBIE:
— No fue a él.
EBEN (su rostro se vuelve lívido.):
¡No..., no habrá sido a ese niño!
ABBIE (con voz apagada.):
— ¡Sí...!
EBEN (cae de rodillas como fulminado, la voz trémula de horror.):
— ¡Oh Dios Todopoderoso! ¡Dios Todopoderoso! ¡Madre! ¿Dónde estabas que no la detuviste?
ABBIE (con sencillez.):
— Tu madre volvió a su tumba esa noche, cuando lo hicimos..., ¿recuerdas? No he vuelto a sentirla próxima. (Pausa. Eben oculta su cabeza entre las manos, temblando como si tuviese calentura. Ella prosigue con aire embotado.) Dejé la almohada sobre su carita. Así, él mismo se mató. Dejó de respirar. (Comienza a llorar suavemente.)
EBEN (en quien la ira comienza a mezclarse con la pena.):
— Se me parecía. ¡Era mío, maldita seas!
ABBIE (lentamente y con desgarrada voz.):
— Yo no quería hacerlo. Me repugnaba hacerlo. Yo le amaba. Era tan hermoso... ¡Tu viva imagen! Pero yo te amaba más a ti e ibas a marcharte... lejos, adonde nunca volvería a verte, a besarte, a estrecharte contra mí..., y dijiste que me odiabas por haber tenido ese hijo..., dijiste que le odiabas y que ojalá estuviese muerto..., dijiste que, de no haber sido por él, todo habría sido igual que antes entre nosotros.
EBEN (incapaz de soportar esto, se levanta de un salto, en un arranque de furor, amenazándola, crispándosele los dedos en el ansia de aferrar la garganta de Abbie.):
— ¡Mientes! ¡Yo nunca dije..., nunca soñé que tú... me hubieras cortado la cabeza antes que lastimarle un dedo!
ABBIE (lastimera, dejándose caer de rodillas.):
— Eben... No me mires así..., con odio..., después de lo que hice por ti..., por nosotros..., para que pudiéramos ser felices de nuevo
EBEN (con furor ahora.):
— ¡Cállate o te mataré! Ahora veo tu juego..., la misma vil treta... ¡Quieres culparme del crimen que has cometido!
ABBIE (gimiente, tapándose los oídos.):
— ¡No digas eso, Eben! ¡ No digas eso!
(Le agarra las piernas.)
EBEN (su furia se transforma súbitamente en horror y se aparta de ella.):
— ¡No me toques! ¡Eres veneno! ¿Cómo pudiste... matar a esa pobre criatura?... ¡Debes de haberle vendido tu alma al diablo! (Repentinamente colérico.) ¡Ja! Ya comprendo por qué lo hiciste! No por las mentiras que acabas de decirme…, sino porque querías volver a robar..., robarme lo único que me habías dejado..., mi parte de él..., no, todo él...; viste que se me parecía..., sabías que era todo mío..., y no pudiste soportarlo..., ¡lo sé! ¡Le mataste porque era mío! (Todo esto le ha impulsado casi hasta la locura. Se abalanza hacia la puerta, pasando junto a Abbie; luego se vuelve, y, agitando ambos puños con aire amenazador, le dice con vehemencia.) ¡Pero ahora me vengaré! ¡Llamaré al sheriff! ¡Se lo diré todo! Luego cantaré... Me voy a California, y me marcharé... hacia el oro..., hacia la Puerta de Oro..., hacia el sol de oro..., hacia los yacimientos de oro del Oeste. (Esto último lo dice a medias gritando y a medias canturriando en forma incoherente, interrumpiéndose luego con apasionamiento.) ¡Iré a buscar al sheriff para que te detenga! ¡Quiero que te lleven y te encierren y no verte más! ¡El verte me resulta insoportable! ¡Asesina y ladrona, me tientas aún! ¡Te entregaré al sheriff!
(Se vuelve y sale corriendo, dobla la esquina de la casa, jadeante y sollozando, y echa a correr tambaleándose, casi en zigzag, por la carretera.)
ABBIE (levantándose trabajosamente, corre hacia la puerta y grita en pos de él.):
— ¡Te amo, Eben! ¡Te amo! (Se detiene desfalleciente junto a la puerta, próxima a caer.) No me importa lo que puedas hacer..., con tal que vuelvas a amarme...
(Se desploma como una masa inerte, desmayada.)
ESCENA IV
Una hora después, aproximadamente. El mismo escenario de la escena tercera. Se ve la cocina y la alcoba de Cabot. Acaba de amanecer. Los rayos del sol llenan de fulgores el cielo.
En la cocina, Abbie está sentada junto a la mesa, el cuerpo laxo y exhausto, la cabeza abatida sobre los brazos, el rostro oculto. En el primer piso, Cabot está dormido aún, pero despierta con un sobresalto. Mira hacia la ventana y lanza un bufido de sorpresa y de irritación, aparta los cobertores y comienza a vestirse presurosamente. Sin mirar hacia atrás, comienza a hablarle a Abbie, a quien supone a su lado.
CABOT:
— ¡Truenos y rayos, Abbie! ¡En cincuenta años, nunca dormí hasta tan tarde! Parece que el sol ha salido ya casi por completo. La culpa debe de ser del baile y el aguardiente. Me parece que estoy envejeciendo. Espero que Eben estará trabajando. Hubieras podido tomarte la molestia de despertarme, Abbie. (Se vuelve, no ve a Abbie y dice, sorprendido.) Caramba... ¿Dónde estará Abbie? Preparando el desayuno, supongo. (Va de puntillas hacia la cuna, mira y dice orgullosamente.) Buenos días, hijito. ¡Hermoso como un ángel! Duerme con un sueño profundo. No chilla durante toda la noche, como la mayor parte de los chiquillos. (Sale silenciosamente por la puerta del foro, pocos instantes después entra en la cocina, ve a Abbie y dice con satisfacción.) De modo que estabas aquí... ¿Has preparado algo de desayuno?
ABBIE (sin moverse.):
— No.
CABOT (acercándose a ella con un aire en que casi asoman la simpatía y la comprensión.):
— ¿Te sientes mal?
ABBIE:
— No.
CABOT (le da una palmada en el hombro. Ella se estremece.):
— Más vale que te acuestes un poco. (Con tono semiburlón.) Tu hijo te necesitará pronto. Seguramente despertará con un apetito devorador, a juzgar por la forma como duerme.
ABBIE (se estremece y dice con voz agobiada.):
— Ya no despertará.
CABOT (con tono festivo.):
— Me imita esta mañana. Yo nunca había dormido tan profundamente en...
ABBIE:
— Está muerto.
CABOT:
— ¿Cómo?
ABBIE:
— Le he matado.
CABOT (retrocediendo espantado.):
— ¿Estás borracha..., o loca..., o...?
ABBIE (alza repentinamente la cabeza y se vuelve hacia él con frenesí.):
— ¡Yo le maté, te digo! Le asfixié. ¡Sube y mira tú mismo, si no me crees!
(Cabot la mira absorto un momento, luego se precipita afuera por la puerta del foro, se le oye subir de cuatro en cuatro los escalones y entra corriendo en la alcoba y se acerca a la cuna. Abbie ha vuelto a sumirse apáticamente en su indiferencia. Cabot pone la mano en el cuerpo que está en la cuna. En su rostro aparece una expresión de miedo y horror.)
CABOT (retrocediendo trémulo.):
— ¡Dios Todopoderoso! (Sale a tropezones, vuelve rápidamente a la cocina, se aproxima a Abbie, la estupefacción impresa aún en el rostro, y dice con voz ronca.) ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué? (Como ella no contesta, Cabot la agarra violentamente del hombro y la sacude.) ¡Te pregunto por qué lo hiciste! ¡Más vale que me lo digas... o...!
ABBIE (le repele furiosamente, tanto, que el impulso le hace retroceder dando traspiés, y se levanta a la vez de un salto. Con salvaje ira y odio.):
— ¡No te atrevas a tocarme! ¿Qué derecho tienes a preguntarme por él? ¡No era tu hijo! ¿Crees que yo habría tenido un hijo tuyo? ¡Hubiera preferido morirme! ¡Te odio y te he odiado siempre! Debí matarte a ti..., ¡y lo hubiera hecho de haber tenido sentido común! ¡Te odio! Amo a Eben. Le amé desde el primer momento. Y él era hijo de Eben..., mío y de Eben..., ¡no tuyo!
CABOT (se queda mirándola aturdido. Pausa. Cabot encuentra las palabras con esfuerzo y dice lentamente y con voz abatida.):
— Eso era... lo que yo sentía... moviéndose por los rincones..., mientras tú yacías tendida..., apartándome de ti..., diciéndome que ya habías concebido... (Queda sumido en un abrumador silencio, y luego dice con extraña emoción.) Está muerto, ciertamente que sí. Toqué su corazón. ¡Pobrecito!
(Se enjuga una lágrima con la manga.)
ABBIE (histérica.):
— ¡Calla! ¡Calla!
(Solloza en un impulso incontenible.)
CABOT (con concentrado esfuerzo que vuelve rígido su cuerpo y endurece su rostro en una máscara pétrea, se dice a sí mismo entre dientes.):
— Tengo que ser... como una piedra…, ¡como la roca del Juicio Final! (Pausa. Logra dominarse por completo y dice con aspereza.) ¡Si se tratase de Eben, me alegraría su muerte! Y quizá yo haya sospechado esto siempre. Adivinaba algo poco natural... en alguna parte..., la casa se había vuelto tan solitaria... y fría..., me empujaba al establo..., a los animales y al campo... Sí. Debí sospechar... algo. No me engañasteis... del todo, al menos. Soy zorro demasiado viejo... Estoy madurando para caer de la rama... (Advierte que divaga, vuelve a incorporarse y mira a Abbie con cruel sonrisa.) De modo que hubieras preferido matarme a mí en vez de a él..., ¿eh? Bueno... ¡Pues yo viviré cien años! ¡Viviré lo bastante para verte ahorcada! ¡Te entregaré al juicio de Dios y de la ley! Ahora iré en busca del sheriff.
(Se dispone a dirigirse hacia la puerta.)
ABBIE (lentamente.):
— No hace falta. Eben ha ido a buscarle.
CABOT (asombrado.):
— ¿Eben... a buscar al sheriff?
ABBIE:
— Sí...
CABOT:
— ¿Para denunciarte?
ABBIE:
— Sí...
CABOT (medita sobre esto. Pausa. Con voz dura.):
— Pues le agradezco a Eben el haberme ahorrado la molestia. Me iré a trabajar. (Va hacia la puerta, luego se vuelve y dice, la voz llena de extraña emoción.) Ese hijo debió ser mío, Abbie. Debiste amarme a mí. Yo soy un hombre. ¡Si me hubieses amado, yo nunca te habría denunciado a un sheriff, hicieras lo que hicieses, aunque me cocieran vivo!
ABBIE (a la defensiva.):
— Hay algo más que tú no sabes, y Eben me denuncia por eso.
CABOT (secamente.):
— Por ti, quiero creerlo así. (Sale, va hacia la cerca, contempla el cielo. Su dominio de sí mismo se relaja. Por un momento vuelve a sentirse viejo y fatigado. Murmura con desesperación.) ¡Dios Todopoderoso, voy a estar más solitario que nunca! (Oye pasos que llegan por la izquierda a la carrera y vuelve a recobrarse. Eben entra corriendo, jadeando, exhausto, los ojos extraviados y el aire demente. Se abalanza a través de la puerta. Cabot le agarra del hombro. Eben le mira sin pronunciar palabra.) ¿Se lo dijiste al sheriff?
EBEN (asintiendo con aire estúpido.):
— Sí...
CABOT (le da un empellón que envía a Eben al suelo, despatarrado, y ríe con infamante desprecio.):
— ¡Bravo! ¡Eres una hermosa astilla de tu madre! (Va hacia el establo, riendo ásperamente. Eben se levanta con esfuerzo. De pronto, Cabot vuelve y dice, ceñudo y amenazador.) Lárgate de aquí en cuanto el sheriff se la haya llevado..., ¡o tendrá que venir a buscarme también a mí por asesinato!
(Se va taconeando. Eben no parece haberle oído. Corre hacia la puerta y entra en la cocina. Abbie alza los ojos y lanza un grito de angustiada alegría. Eben avanza a tropezones, se deja caer de hinojos junto a Abbie y solloza con desganada voz.)
EBEN:
— ¡Perdóname!
ABBIE (feliz.):
¡Eben!
(Le besa y atrae su cabeza contra su pecho.)
EBEN:
— ¡Te amo! ¡Perdóname!
ABBIE (en éxtasis.):
— ¡Te perdonaría todos los pecados del infierno con tal de oírte esas palabras!
(Le besa la cabeza, apretándola contra sí en una salvaje pasión de posesión.)
EBEN (con voz desgarrada.):
— Pero se lo dije al sheriff. ¡Viene por ti!
ABBIE:
— Puedo soportar todo lo que me suceda… ¡ahora!
EBEN:
— Le desperté. Se lo conté. Él dijo: «Espera a que me haya vestido.» Esperé. Empecé a pensar en ti. Empecé a pensar en lo mucho que te amaba. Sentí un dolor como si me estuviera estallando algo en el pecho y en la cabeza. Me eché a llorar. ¡Comprendí de pronto que te amaba todavía y que te amaría siempre!
ABBIE (acariciándole el cabello con ternura.):
— ¿Acaso no eres mi niño?
EBEN:
— Eché a correr de regreso. Atajé a campo traviesa y por los bosques. Pensé que quizá tuvieras tiempo de huir conmigo... y...
ABBIE (moviendo la cabeza.):
— Debo sufrir mi castigo... pagar mi pecado.
EBEN:
— Entonces quiero compartir la pena contigo.
ABBIE:
— Nada has hecho.
EBEN:
— Te hice pensar en esto. ¡Quise que el niño muriera! ¡Fue lo mismo que incitarte a hacerlo!
ABBIE:
— ¡No! ¡Fui yo sola!
EBEN:
— ¡Soy tan culpable como tú! Era el hijo de nuestro pecado.
ABBIE (irguiendo la cabeza, como si desafiara a Dios.):
— ¡No me arrepiento de ese pecado! ¡No le pido a Dios que me lo perdone!
EBEN:
— Tampoco yo...; pero ese pecado te llevó al otro..., y el crimen que cometiste fue por mí..., y es mi crimen también, y así se lo diré al sheriff..., y si lo niegas, diré que lo planeamos juntos..., y todos ellos me creerán, porque sospechan que lo hemos hecho, y todo les parecerá probable y cierto. Y es cierto..., a fin de cuentas. Yo te ayudé…, en cierto modo.
ABBIE (apoyando su cabeza sobre la de Eben, sollozando.):
— ¡No! ¡No quiero que sufras!
EBEN:
— ¡Tengo que pagar mi parte del pecado! Y sufriría más aún abandonándote, yéndome al Oeste, pensando en ti día y noche, estando libre cuando tú estés en la cárcel... (bajando la voz), estando vivo cuando tú estés muerta. Quiero compartirlo contigo, Abbie..., ¡la cárcel, y la muerte, y el infierno, y todo! (La mira en los ojos y fuerza una sonrisa trémula.) Compartiéndolo contigo, al menos no me sentiré solo.
ABBIE (débilmente.):
— ¡Eben! ¡No te dejaré! ¡No te dejaré!
EBEN (besándola con ternura.):
— No podrás evitarlo. ¡Te he vencido por esta vez!
ABBIE (forzando una sonrisa, con aire de adoración.):
— No estoy vencida... ¡teniéndote!
EBEN (oye fuera rumor de pisadas.):
— ¡Chis! ¡Escucha! ¡Han venido a buscarnos!
ABBIE:
— No. Es él. No le des oportunidad de pelear contigo, Eben. No respondas una sola palabra..., diga lo que diga. Y yo tampoco lo haré.
(Es Cabot. Viene del establo, presa de violenta excitación, y entra dando grandes zancadas en el interior de la casa y luego en la cocina. Eben está hincado de rodillas junto a Abbie, ciñéndola con el brazo, mientras ella le rodea a su vez con el suyo. Ambos miran fijamente algún punto del vacío.)
CABOT (los mira absorto, el rostro severo. Larga pausa. Con tono vengativo.):
— ¡Buena pareja de tórtolos criminales! ¡Debieran ahorcaros en la misma rama y dejaros balanceándoos bajo la brisa y pudriéndoos juntos..., ¡como advertencia para los viejos tontos como yo, a fin de que sobrelleven solos su soledad, y para los jóvenes tontos como vosotros, para que contengan su lujuria! (Pausa. La excitación vuelve a su rostro, sus ojos centellean, parece algo trastornado.) Yo no podría trabajar hoy. El trabajo no me interesaría. ¡Al diablo con la granja! ¡Voy a abandonarla! ¡He dejado sueltas a las vacas y al resto del ganado! ¡Lo he llevado a los bosques, donde podrá ser libre! ¡Al liberarlo, me estoy liberando a mí mismo! ¡Me marcho de aquí hoy mismo! ¡Incendiaré la casa y el establo, y los miraré arder, y dejaré aquí a tu madre para que ronde las cenizas, y le legaré los campos a Dios para restituírselos, de modo que nada humano pueda volver a tocarlos! Me marcharé a California..., a unirme con Simeón y Peter…, verdaderos hijos míos, aunque sean tontos..., ¡y los Cabot descubrirán juntos las minas del rey Salomón! (Repentinamente da una loca cabriola.) ¡Anda! ¿Cuál era la canción que cantaban Simeón y Peter? «¡Oh California. Ese es el país que quiero!» (Canta esto; luego se arrodilla junto al listón donde ha estado oculto el dinero.) ¡Y viajaré en uno de los mejores «clipers» que pueda encontrar! ¡Tengo el dinero que hace falta! Es una lástima que no supierais dónde estaba oculto, porque hubierais podido robármelo... (Ha sacado el listón. Se queda mirando absorto, tantea, vuelve a mirar absorto. Pausa de absoluto silencio. Se vuelve lentamente, dejándose caer sentado sobre el piso, con ojos de pez muerto, el rostro del enfermizo verdegris propio de un mareo. Traga saliva penosamente varias veces y fuerza, por fin, una débil sonrisa.) De modo que... ¡me lo robaste!
EBEN (sin la menor emoción.):
— Se lo cambié a Simeón y a Peter por su parte de la granja... para que se costearan los pasajes a California.
CABOT (sardónico.):
— ¡Ja! (Comienza a recobrarse. Se pone lentamente en pie y dice con tono extraño.) Supongo que Dios les habrá dado el dinero..., ¡no tú! ¡Dios es duro, no complaciente! Puede ser que en el Oeste haya oro fácil, pero ése no es el oro de Dios. No es para mí. Me parece oír su voz, advirtiéndome de nuevo que sea duro y que me quede en mi granja. Me parece ver su mano utilizando a Eben para apartarme de mi debilidad. Me parece sentirme en la palma de su mano y sentir sus dedos que me guían. (Pausa. Luego murmura con tristeza.) Ahora estaré más solo que nunca... y estoy envejeciendo, Señor..., estoy maduro para caer de la rama... (bruscamente rígido.) Bueno... ¿Y qué? ¿Acaso Dios no es solitario? ¡Dios es duro y solitario!
(Pausa. Por la carretera, desde la izquierda, llega el sheriff con dos hombres. Avanzan cautelosamente hacia la puerta. El sheriff golpea con la culata de su revólver.)
SHERIFF:
— ¡Abran en nombre de la ley!
(Cabot, Eben y Abbie se sobresaltan.)
CABOT:
— Vienen a buscarte. (Va hacia el foro.) ¡Entra, Jim! (Entran los tres hombres. Cabot los recibe en el umbral.) Un momento nada más, Jim. Están seguros aquí.
(El sheriff asiente. Él y sus acompañantes esperan en el umbral.)
EBEN (súbitamente.):
— Mentí esta mañana, Jim. Yo le ayudé a Abbie a hacerlo. Puedes llevarme a mí también.
ABBIE (con voz desgarrada.):
— ¡No!
CABOT:
— Llevaos a los dos. (Se adelanta, contempla a Eben con un dejo de admiración a regañadientes.) Bravo... ¡por ti! Bueno. Tengo que reunir mi ganado. Adiós.
EBEN:
— Adiós.
ABBIE:
— Adiós.
(Cabot se vuelve y sale dando grandes zancadas por delante de los policías, dobla la esquina de la casa, los hombros erguidos, el rostro impasible, y se encamina taconeando fuerte hacia el establo. Mientras tanto, el sheriff y sus dos hombres entran en la habitación.)
SHERIFF (con aire embarazado.):
— Bueno... Más vale que nos pongamos en marcha.
ABBIE:
— Espere. (Se vuelve hacia Eben.) Te amo, Eben.
EBEN:
— Te amo, Abbie. (Se besan. Los tres hombres sonríen y cambian de postura con cierto aire de malestar. Eben toma la mano de Abbie. Ambos salen por el foro, seguidos por los policías, y abandonan la casa, yendo cogidos de la mano hacia la cerca. Eben se detiene y mira el cielo matinal con su irradiación de sol.) Está saliendo el sol. Hermoso..., ¿verdad?
ABBIE:
— Sí...
(Ambos permanecen inmóviles durante un momento, mirando al cielo, en éxtasis, en actitudes extrañamente abstraídas y devotas.)
SHERIFF (paseando su mirada por la granja con envidia, a sus acompañantes.):
— Es una granja soberbia, no cabe duda... ¡Ojalá fuese mía!
FIN