María Estuardo.
Friedrich Shiller
PERSONAJES
ISABEL, Reina de Inglaterra.
MARÍA ESTUARDO, Reina de Escocia, prisionera en
Inglaterra.
ROBERTO DUDLEY, Conde de Leicester.
JORGE TALBOT, Conde de Shrewsbury.
GUILLERMO CECIL, Barón de Burleigh, Tesorero
mayor.
EL CONDE DE KENT.
GUILLERMO DAVISON, Secretario de Estado.
AMIAS PAULET, caballero, encargado de la guarda de
María.
MORTIMER, su sobrino.
EL CONDE DE ALBAESPINA, Embajador de
Francia.
EL CONDE DE BELLIEVRE, Enviado extraordinario
de Francia.
OKELLY, amigo de Mortimer.
DRUGEON DRURY, segundo guardián de María.
MELVIL, Superintendente de su casa.
BURGOYN, su médico.
ANA KENNEDY, su nodriza.
MARGARITA KURL, su camarista.
El Sheriff del Condado.
Un Oficial de Guardias de Corps.
Señores ingleses y franceses.
Guardas.
Servidores de la Reina de Inglaterra.
Criados y criadas de la Reina de Escocia.
ACTO PRIMERO
Castillo de Fotheringhay. Un aposento.
ESCENA PRIMERA
ANA KENNEDY, nodriza de la Reina de Escocia, disputando
vivamente con PAULET, que se dispone a abrir
un armario. DRUGEON DRURY, segundo carcelero, con
una palanqueta de hierro.
ANA.- ¿Qué hacéis, señor? ¡Qué nueva insolencia...!
¡No toquéis a ese armario!
PAULET.- ¿De dónde provienen esas alhajas?
Del superior para sobornar con ellas al jardinero...
¡Malditas sean las astucias mujeriles! A pesar de mi
vigilancia y de mis pesquisas eficaces, todavía obje
tos preciosos, todavía tesoros ocultos! (Fracturando el
armario.) ¡En donde se guardaba eso, ha de haber
otras cosas!
ANA.- ¡Fuera, atrevido! ¡Aquí están los secretos
de la señora!
PAULET.- Precisamente lo que yo busco. (Sacando
unos papeles.)
ANA.- Papeles sin importancia, ensayos caligráficos
para distraerse en esta triste cárcel.
PAULET.- En el ocio es cuando nos tienta el
diablo.
ANA.- Escritos en francés.
PAULET.- Tanto peor. Es el idioma de los
enemigos de Inglaterra.
ANA.- Cartas en proyecto a la Reina de Inglaterra.
PAULET.- Que yo le entregaré... ¡Hola! ¿Qué
brilla aquí? (Abre un resorte secreto, y saca una alhaja de
un cajón oculto) Una diadema real, de ricas piedras,
adornada con las lises de Francia. (La entrega a su
acompañante.) ¡Guárdala Drury! ¡Ponla con lo demás!
(Vase Drury.)
ANA.- ¡La injuria y la violencia es nuestro patrimonio.
PAULET.- Cuánto posee, es un arma en sus
manos.
ANA.- ¡Sed señor compasivo! No os llevéis su
última joya. La desdichada se recrea tan sólo con ese
recuerdo de su antigua grandeza, ya que todo nos lo
habéis arrebatado.
PAULET.- Hállase en buenas manos. Concienzudamente
se devolverá a su tiempo.
ANA.- ¿Quién creerá, observando estas paredes
desnudas, que habita aquí una Reina? ¿En dónde
está el solio que cubre su trono? ¿Ha de hollar
también su pie, acostumbrado a las alfombras,
este suelo duro? Grosero estaño... que avergonzaría
a la esposa del noble más insignificante...
figura sólo en su mesa. PAULET.- Así trataba
ella a su esposo Sterlyn, mientras bebía en copas del
oro con su amante.
ANA.- Ni aun espejo tenemos.
PAULET.- Mientras pueda mirar su imagen vana,
no dejará de abrigar osadas esperanzas.
ANA.- Faltan libros, para solaz del ánimo.
PAULET.- Se le ha dejado la Biblia para mejorar
su corazón.
ANA.- Hasta nos han quitado el laúd.
PAULET.- Porque se acompañaba con él en sus
cantos amorosos.
ANA.- ¡Tal es la suerte reservada a la que se crió
siempre con delicadeza, reina desde su cuna, y viviendo
entre todo linaje de placeres, en la corte voluptuosa
de los Médicis! Basta que se le haya
arrebatado su poder; pero ¿privarla de sus recreos
más humildes? En las grandes adversidades toda
alma noble aprende a conocerse mejor; pero es
triste sufrimiento carecer hasta de las más insignificantes
distracciones humanas.
PAULET.- Sólo ayudan a fomentar la vanidad,
cuando lo conveniente es reflexionar y arrepentirse.
Quien vive entre los deleites y los vicios, ha de expiarlos
luego con la humillación y la miseria.
ANA.- Si en su más tierna juventud ha sido frágil,
ha de pedirle cuenta Dios y su conciencia. En
Inglaterra nadie tiene derecho de juzgarla.
PAULET.- En donde delinquió, será juzgada.
ANA.- Lazos harto apretados la sujetan. ¡Delincuente
ella!
PAULET.- Sin embargo, a pesar de esos lazos
férreos, ha sabido extender fuera su brazo, encender
en el reino, la guerra civil, y armar contra nuestra
Soberana, a quien Dios guarda, puñales asesinos.
Desde esta mansión, ¿no indujo al malvado Parry y
a Babington a cometer el más infame regicidio? Estas
rejas, ¿le impidieron seducir el noble corazón de
Norfolk? Por ella ha caído bajo el hacha del verdugo
la mejor cabeza de estas islas... Tan ejemplar
castigo, ¿ha escarmentado a tantos otros insensatos
que por ella se han precipitado a porfía en el abismo?
Por su causa, llenan nuevas víctimas los cadalsos;
y esto no ha de terminar hasta que ella, la más
culpable, sea también sacrificada... ¡Maldito sea el
día en que esta Helena arribó a las costas hospitalarias
de Inglaterra!
ANA.- ¿Qué Inglaterra le dispensó hospitalidad?
¡Desdichada! Desde el día, en que sentó su planta
en este país, suplicante, desterrada, implorando el
socorro de su parienta, está presa, contra el derecho
de gentes y lo que exige la dignidad real, y obligada a
pasar en una cárcel los años floridos de la juventud...
Y, siendo reina, después de sufrirlo todo, las
penas más amargas de la cárcel, igual a vulgares delincuentes,
ha de comparecer en los estrados de un
tribunal, y ser acusada vergonzosamente de un crimen
capital.
PAULET.- Como asesino llegó a este país, expulsada
por su pueblo, privada del trono, por ha
berlo manchado con horribles maldades. Vino, después
de conspirar contra la dicha de Inglaterra, a
traernos los tiempos sanguinarios de la española
María, a hacernos católicos, a vendernos a Francia.
¿Por qué se ha opuesto a suscribir al tratado de
Edimburgo, a renunciar a sus pretensiones a Inglaterra,
y abrir con un solo rasgo de pluma las puertas
de su prisión? Prefiere verse encarcelada, y los malos
tratamientos, a privarse del vano brillo de su título.
Y ¿por qué lo hace? Porque confía en las
intrigas, en las artes perversas de las conspiraciones,
y conquistar con ellas, desde su cárcel, toda esta Isla.
ANA.- Os burláis, señor... A la aspereza añadís
la más irrisoria mofa. ¿Cómo había de acariciar tales
ilusiones, viviendo aquí encerrada, cuando ni llega
hasta ella consuelo alguno, ni voz alguna amiga de
su cara patria, no habiendo visto en muy largo
tiempo otro rostro humano que el sombrío de su
carcelero, y guardándola nuevos cerrojos, desde el
día en que vuestro feroz pariente se ha convertido
también para ella en nuevo carcelero?
PAULET.- No hay reja que preserve de sus astucias.
¿Tengo acaso seguridad, cuando duermo, de
que no se han de limar estos hierros, de que no se
horaden este suelo y estas paredes, y de que no
triunfen al cabo los traidores? ¡Cargo ominoso es el
mío! He de precaverme contra pérfidas astucias. El
temor me impide dormir tranquilo; y, de noche,
como alma atormentada por el remordimiento, he
de vagar por todas partes, para cerciorarme de la
eficacia de los cerrojos y de la fidelidad de los centinelas,
y, temblando, levantarme por la mañana, temiendo
la realización de mis sospechas. Sin
embargo, por fortuna para mí, creo que esto acabará
pronto. Preferiría vigilar a todos los condenados
al infierno, y no a esta Reina artificiosa.
ANA.- ¡Hela ahí!
PAULET- ¡El crucifijo en la mano, y el orgullo
y la voluptuosidad en el corazón!
ESCENA II
MARÍA, con un velo, y un crucifijo en la mano, Y LOS
MISMOS
ANA. (Corriendo a su encuentro.)- ¡Oh Reina! Nos
ultrajan; la crueldad y la tiranía no conocen freno, y
a cada instante nuevos sufrimientos e injurias se
acumulan sobre vuestra cabeza coronada.
MARÍA.- Tranquilízate. ¿Qué ha sucedido?
ANA.- ¡Mirad! Vuestro armario ha sido destrozado;
vuestros papeles, vuestro único tesoro, que
salvamos con tanto trabajo, el último resto de vuestras
joyas nupciales de Francia, están en sus manos.
No poseéis ya prenda alguna real. Os lo han robado
todo.
MARÍA.- ¡Sosiégate, Ana! Mi título de reina no
depende de esas bagatelas. Es posible que nos traten
con bajeza, no humillarnos. He aprendido a padecer
mucho en Inglaterra, y ya esto no me extraña. Os
habéis apropiado, caballero, lo que yo misma pensaba
entregaros hoy. Entre esos papeles hay una
carta para mi hermana la Reina de Inglaterra. Dadme
vuestra palabra de honor de que se la daréis en
su propia mano, y no al desleal Burleigh.
PAULET.- Lo reflexionaré.
MARÍA.- Pondré en vuestro conocimiento su
contenido, caballero. Pido un gran favor en esa
carta... tener con ella una conferencia, puesto que
jamás la han visto mis ojos... Se me ha llevado ante
un tribunal de hombres, que no debo calificar de
iguales a mí, y a quienes no puedo conceder confianza.
Isabel es de mi familia, de mi sexo y de mi
rango... Sólo a ella, mi hermana, reina y mujer, puedo
confiarme.
PAULET.- Con frecuencia, señora, habéis fiado
vuestro honor y vuestro destino de otros hombres,
que merecían menos vuestra estimación.
MARÍA.- Pido también otra gracia, que la humanidad
no rehusará. Tiempo ha que, en mi prisión,
me veo privada de los consuelos de la Iglesia y
del benéfico influjo de los Sacramentos, y la que me
ha arrebatado la corona y la libertad, y amenaza
arrancarme la vida, no querrá cerrarme también las
puertas del cielo.
PAULET.- El capellán del castillo accederá a
vuestros deseos...
MARÍA. (Interrumpiéndolo con viveza.)- ¡No quiero
a ese capellán! Pido un sacerdote de mi religión. Pido
asimismo, un escribiente y un notario, para disponer
mi testamento. Las penas, las miserias de esta
cárcel socavan mi vida.. ¡Mis días están contados,
según sospecho, y me considero como próxima a la
muerte.
PAULET.- ¡Hacéis bien! Son ideas muy apropiadas
a vuestra situación..
MARÍA.- ¿Qué sé yo si alguna mano osada no
abreviará el efecto prolongado de mi martirio?
Quiero extender un testamento, y disponer de lo
mío.
PAULET.- Libre sois de hacerlo. La Reina de
Inglaterra no se enriquecerá con vuestros despojos.
MARÍA.- Me han separado de mis camaristas, y
servidores... ¿En dónde están? ¿Qué es de ellos? No
puedo privarme de sus servicios; pero me tranquilizaré,
si averiguo que no sufren dolores ni miseria.
PAULET.- Se les cuida. (Hace ademán de irse)
MARÍA.- ¿Os vais, caballero? ¿Me dejáis de
nuevo sin aliviar mi angustiado corazón, lleno de
temor, de los tormentos de la incertidumbre? Me
veo, gracias a la vigilancia de vuestros espías, aislada
en el mundo; ninguna noticia llega hasta mí, atravesando
las paredes de mi prisión, y mi destino está
entre las manos de mis enemigos. Un mes largo ha
trascurrido ya en tan aflictiva situación, desde que
los cuarenta comisarios me sorprendieron en este
castillo, instalando en él un tribunal con una precipitación
inexplicable, sin prepararme, sin abogado,
contra toda justicia, obligándome a declarar con
arreglo un interrogatorio artificioso y severo, cuando
yo estaba confusa y admirada, y en la imposibilidad
de reunir mis recuerdos... Como fantasmas
entraron y desaparecieron. Desde entonces, nadie
me habla, y procuro en vano leer en vuestras miradas
si han triunfado mi inocencia y el celo de mis
amigos, a los pérfidos designios de mis enemigos.
Romped al cabo el silencio... Que yo sepa de vuestros
labios lo que he de esperar o he de temer.
PAULET. (Después de una pausa.)-Arreglad
vuestras cuentas con el cielo.
MARÍA.- Confío en su gracia, caballero... y en la
justicia rigurosa de mis jueces en la tierra.
PAULET.- Serán justos, no lo dudéis.
MARÍA.- ¿Se ha fallado mi proceso?
PAULET.- No lo sé.
MARÍA.- ¿Me han condenado?
PAULET.- Nada sé, señora.
MARÍA.- La precipitación es preferida aquí.
¿Me sorprenderá acaso, el verdugo, como los jueces?
PAULET.- Creedlo siempre así, y os encontrará
mejor dispuesta que ellos.
MARÍA.- Nada me extrañará, caballero. De todo
es capaz cl tribunal de Westminster, dócil a las
sugestiones, llenos de odio, de Burleigh, y al celo de
Halton. Tampoco ignoro hasta dónde puede llegar
la Reina de Inglaterra.
PAULET.- Los Monarcas de Inglaterra sólo
atienden a su conciencia y a su Parlamento. Lo que
acuerde la justicia, lo ejecutará el poder, sin miedo
alguno, a la faz del mundo.
ESCENA III
Los mismos; MORTIMER sobrino de PAULET se presenta,
y, sin reparar en la Reina, habla con su tío.
MORTIMER.- Os buscan, tío. (Aléjase; la Reina
lo observa descontenta, y se vuelve hacia Paulet, que hace
ademán de seguirlo.)
MARÍA.- ¡Oíd, caballero, otra súplica! Si tenéis
algo que decirme... Mucha es mi paciencia con vos,
por respeto a vuestra edad; pero me es intolerable la
insolencia de ese joven: libradme, pues, de su grosería.
PAULET.- Lo que en él os repugna, lo realza a
mis ojos. No es, de seguro, de esos débiles insensatos,
a quienes enternecen las lágrimas falaces de las
mujeres... Ha viajado, viene de París y Reims, y re
gresa con su mismo corazón de rancio inglés. ¡Con
él son vanas vuestras artes! (Vase)
ESCENA IV
MARÍA y ANA.
ANA.- ¿Que así se atreva ese descomedido a
hablarnos cara a cara? ¡Oh, es cosa terrible!
MARÍA. (Absorbida en sus reflexiones)- En nuestros
días afortunados, prestamos atento oído a los
aduladores. Justo es que hoy, buena Ana, oigamos la
voz austera de la verdad.
ANA.- ¿Cómo? ¿Tan humilde, tan resignada,
querida señora? Antes os mostrabais alegre y solías
consolarme, y yo os reconvenía, más bien por
vuestra frivolidad, que por vuestra tristeza.
MARÍA.- La conozco... Es el espectro ensangrentado
de Darnley, que se levanta colérico de la
tumba, y que no sosegará hasta colmar la medida de
mis desdichas.
ANA.- ¡Qué idea!
MARÍA.- Lo has olvidado, Ana... pero yo tengo
buena memoria... Hoy es el día aniversario de esa
calamidad, y por eso lo consagro al ayuno y a la penitencia.
ANA.- Dejad en paz ese alma en pena. Lo habéis
expiado largos años con vuestro arrepentimiento,
con desdichas y graves dolores. La iglesia,
que puede absolver los pecados, y el cielo, juntamente,
os perdonaron ya.
MARÍA.- Destilando sangre reciente, surge de
su tumba mal resguardada esa falta, perdonada ha
largo tiempo. Ni la campana de la misa, ni la absolución
venerada del sacerdote pueden devolver a su
sepulcro el espectro del esposo asesinado.
ANA.- ¡V.M. no lo asesinó! Otros lo mataron.
MARÍA.- Pero yo lo supe, lo consentí y lo atraje
con halagos a las asechanzas de la muerte.
ANA.- La juventud excusa vuestra falta; ¡vuestra
edad era entonces tan tierna!
MARÍA.- ¡Tan tierna!... y, sin embargo, eché ese
peso sobre una vida que comenzaba en sus albores.
ANA.- Injurias mortales os excitaron a cometer
esa acción, y la insolencia de vuestro esposo, a quien
vuestro amor arrancó de la oscuridad como por
milagro, y lo elevasteis al trono, después de atravesar
vuestro aposento nupcial, haciéndolo dueño de
vuestra persona, llena de encantos, y de vuestra corona
patrimonial. ¿Debía olvidar jamás que su destino
brillante era la obra de vuestro generoso amor?
Ultrajó a V.M. con sospechas ofensivas, injurió con
su grosería vuestra ternura, y se hizo antipático a su
esposa. Desvanecióse el hechizo que os sedujera, y
colérica, evitasteis los abrazos de ese infame, y lo
despreciasteis... Y él... ¿intentó siquiera recobrar
vuestro cariño? ¿Os pidió perdón? ¿Se arrojó a
vuestros pies prometiendo enmienda? Os desafió
cruel... Hechura vuestra, quiso ser vuestro Rey, e hizo
matar en vuestra presencia a vuestro favorito, el
bello cantor Rizzo... Vengasteis con sangre otro
crimen sangriento.
MARÍA.- Y será vengado por una sentencia de
muerte. Por consolarme, me condenas.
ANA.-Cuando se cometió ese delito no erais ya
la misma, no os pertenecíais. Una pasión loca y ciega,
os arrastraba, encadenándoos a ese horrible seductor,
a ese desdichado Bothwell, Este hombre
atroz os dominaba por el terror de su imperiosa
voluntad, y os había extraviado, inspirándoos el delirio
por el empleo de hechizos y artes diabólicas.
MARÍA.- Sus artes no fueron otras que su energía
varonil y mi debilidad.
ANA.- ¡No, os digo! Había quedado en su auxilio
a todos los espíritus infernales enlazando en sus
vínculos vuestra alma inocente. Vuestros oídos se
habían cerrado a todos los avisos de la amistad;
vuestros ojos no veían ya las manifestaciones de la
decencia. Habíais renunciado a vuestra púdica reserva
ante los hombres; en vuestras mejillas, en otro
tiempo mansión de rubor y de la vergüenza, sólo
brillaba el ardor de las pasiones. Tirasteis el velo del
misterio; el libertinaje violento de ese hombre había
triunfado de vuestra timidez, y con osada frente,
ofrecíais en espectáculo vuestra propia afrenta.
Permitíais que la espada real de Escocia fuese llevada
por este hombre, por este asesino, acompañándole
las maldiciones del pueblo, en triunfo delante
de V.M., y que vuestros soldados cercasen en armas
el Parlamento, y allí, en el templo de la justicia, y en
virtud de una indigna farsa, obligasteis a los jueces a
absolver al reo. Fuisteis aún más allá... Dios...
MARÍA.- ¡Acaba, pues! Y le di mi mano ante el
altar.
ANA.- ¡Oh! ¡Que un silencio eterno, oculte esa
acción! Es horrible, repugnante, propia sólo de una
mujer perdida... Sin embargo, V.M. no lo es... Lo sé
bien, porque os he criado desde vuestra infancia.
Vuestro corazón es débil e inclinado al pudor... La
ligereza es sólo vuestra falta. Lo repito; hay espíritus
infernales, que se insinúan en los corazones confiados,
por un momento, que mueven sus cuerdas más
horribles, huyen después al Averno y graban su estigma
en horrenda mancha. Desde ese hecho, que
ha llenado de luto vuestra vida, no habéis cometido
acto alguno censurable, y yo soy testigo de vuestra
enmienda. ¡Animaos, pues! ¡Reconciliaos con vuestra
conciencia! Si tenéis algunos escrúpulos, en Inglaterra
no habéis delinquido; ni Isabel ni el
Parlamento de Inglaterra son vuestros jueces. Estáis
aquí bajo la opresión de la fuerza. Presentaos ante
este tribunal incompetente con todo el valor del
justo.
MARÍA.- ¿Quién viene? (Mortimer se presenta en la
puerta)
ANA.- ¡Es el sobrino! ¡Entrad!
ESCENA V
Los mismos, y MORTIMER, que entra con temor.
MORTIMER. (A la nodriza)- ¡Alejaos, y haced
centinela en la puerta. Tengo que hablar con la Reina.
MARIA. (Con firmeza.)- ¡Quédate, Ana!
MORTIMER.- ¡Nada temáis, señora! ¡Conocedme
mejor! (Dale una carta.)
MARIA. (Que la mira, y retrocede admirada.)- ¡Ah!
¿Qué es esto?
MORTIMER. (A Ana.) ¡Idos, Ana, y cuidad de
que mi tío no nos sorprenda!
MARÍA. (A Ana, que vacila, e interroga con sus ojos
a la Reina) ¡Vete, Vete! Haz lo que te dicen. (Ana se
aleja admirada.)
ESCENA VI
MORTIMER y MARÍA.
MARÍA.- ¡De mi tío, del Cardenal de Lorena, de
Francia! (Lee) «Fiaos de sir Mortimer, portador de
ésta, vuestro amigo más fiel de Inglaterra.» (Mirando
a Mortimer sorprendida.) ¿Es posible? ¿No es una ilusión
que, me engaña? ¿Tan cerca de mí un amigo, y
me creía abandonada de todos?... ¿Y lo sois vos,
sobrino de mi carcelero, mi enemigo más encarnizado?
MORTIMER. (Echándose a sus pies.)-Perdonadme,
oh Reina, que haya tomado esta odiosa máscara;
me ha costado terrible lucha, pero a ello debo
también el haberme proporcionado el medio de
acercarme a V.M., para ayudar a salvaros.
MARÍA.- ¡Levantaos!... Me sorprendéis, caballero...
No puedo pasar tan pronto de reina del dolor a
la de la esperanza... Hablad... Explicadme esta dicha,
para que yo la crea.
MORTIMER. (Levantándose.)- El tiempo huye.
Pronto vendrá aquí mi tío, acompañado de un
hombre odioso. Antes que os sobrecojan con su
horrible comisión, oíd cómo el cielo se dispone a
libertaros.
MARÍA.- Un milagro de su omnipotencia.
MORTIMER.- Dadme permiso para que yo
comience a hablaros de mí.
MARÍA.- ¡Hablad, caballero!
MORTIMER.- Contaba yo veinte años, señora,
y había recibido una educación austera, y mamado
con la leche el odio al Papa, cuando una inclinación
irresistible me arrastró al Continente. Dejé tras de
mí las predicaciones sombrías de los puritanos; al
abandonar mi patria, atravesé con celeridad a Francia,
y visité ansioso la famosa Italia.
Era entonces la época de una gran fiesta de la
Iglesia; los caminos, llenos por todas partes de peregrinos;
todas las imágenes de los santos estaban coronadas
de flores, como si la humanidad se dirigiese
al cielo... La corriente de esta muchedumbre piadosa
me llevó consigo a Roma...
¿Qué sentí yo, oh Reina, cuando mis ojos contemplaron
las soberbias columnas y los arcos de
triunfo, la maravillosa magnificencia del Coliseo, y
las sublimes creaciones de arte, en un mundo de
ideales portentos? Nunca había sentido en mí la influencia
de las artes. La religión, que me enseñaron,
detestaba los placeres de la imaginación y todo tipo
simbólico, y admite solo palabras abstractas. ¿Cuál
no fue, pues, mi conmoción, cuando entré en la
Iglesia, y escuché música celestial, vi imágenes numerosas
en techos y paredes, representando al Ser
Supremo y Todopoderoso, que parecían moverse
con deleite de todo mi ser, cuando contemplé esos
cuadros divinos, la Salutación del Ángel, el Nacimiento
del Señor, la Santa Madre de Dios, la Santísima
Trinidad, la brillante Transfiguración... cuando
vi al Papa celebrar la misa, con tanta pompa, y bendecir
a los pueblos? ¡Oh! ¿Cómo compararles el
resplandor del oro y de las alhajas, con que se adornan
los reyes de la tierra? Sólo él es divino. Verdadero
es su imperio y el cielo su palacio, porque
cuanto allí se encuentra no pertenece a este mundo.
MARIA.- ¡Oh! ¡Tened compasión de mí! ¡No
más! No ofrezcáis a mis miradas ese cuadro lozano
de la vida... soy desdichada, y estoy presa.
MORTIMER.- ¡Yo lo estuve también, oh Reina!
Pero mi cárcel se abrió, y mi espíritu se vio libre y se
conoció a sí mismo, y saludó el día feliz de la vida.
Juré odiar a la Biblia, entendida de un modo estrecho
y sombrío, ceñir mi frente de frescas guirnaldas,
y contento yo, asociarme a los que lo estuvieren.
Muchos nobles escoceses y joviales franceses se
juntaron conmigo, y me llevaron a visitar a vuestro
noble tío, el Cardenal de Guisa. ¡Qué hombre! ¡Qué
aplomo, qué capacidad, qué varonil grandeza la suya!...
¡Cómo parece nacido para dominar a los demás!
¡Modelo de real sacerdote, Príncipe de la
iglesia, superior a todos!
MARÍA.- Ya que habéis visto el rostro de este
hombre, amado, a quien tanto estimo, que me educó
en mi tierna juventud, habladme de él. ¿Se
acuerda de mí? ¿La dicha lo favorece? ¿La vida le es
grata? ¿Es todavía su grandeza una roca para la
Iglesia?
MORTIMER.- Su amabilidad conmigo fue tan
grande, que se dignó explicarme misterios sublimes,
y disipar mis dudas. Me demostró que las cavilosi-
dades de la razón extravían siempre a la humanidad;
que sus ojos han de ver lo que su corazón ha de
aceptar; que una cabeza visible es un bien para la
Iglesia; y que un espíritu de verdad ha presidido en
las sesiones de los Santos Padres; los sueños de mi
niñez se desvanecieron ante sus raciocinios victoriosos
y sus exhortaciones elocuentes. Volví a ingresar,
pues, en el seno de la Iglesia, y abjuré mis errores en
sus manos.
MARÍA.- ¿Sois, por tanto, una de tantos millares,
que, en virtud del poder celestial de sus discursos,
como los del sublime Predicador de la
Montaña, han sido persuadidos, y agraciados con la
salud eterna?
MORTIMER.- Después, cuando los deberes de
su cargo lo llamaron a Francia, me envió a Reims,
en donde la Sociedad de Jesús, ocupada en sus actos
piadosos, educa sacerdotes para la iglesia de Inglaterra.
Allí encontré al noble escocés Margán, y a
vuestro fiel Lessley, el sabio Obispo de Ross, que
entierra de Francia, pasan los días tristes del destierro...
Me uní íntimamente a estos eclesiásticos venerables,
y afirmé mi fe... Un día, hallándome en el
aposento del Obispo, llamó mi atención un retrato
de mujer, de maravillosos y seductores encan-
tos; hizo en mi alma poderosa impresión, y no pudiendo
dominarla, la contemplaba extasiado. Díjome
entonces el Obispo: «Con sobrado motivo
contempláis conmovido esa imagen. Es la mujer
más bella que existe, y la más desdichada, porque
sufre por nuestra fe, y es vuestra patria el lugar de su
martirio.»
MARÍA.- ¡Qué lealtad! No; no lo he perdido
todo, puesto que, en mi desventura, conservo, tan
verdadero amigo.
MORTIMER.- Me pintó con elocuencia irresistible
vuestros sufrimientos, y la crueldad sanguinaria
de vuestros enemigos. Me dijo también cuál era
vuestra alcurnia, y que descendíais de la antigua familia
de Tudor, y que, en su consecuencia, erais la
Reina legítima de Inglaterra, no esa bastarda, engendrada
en lecho adúltero, y a la que su mismo padre
Enrique rechazó como ilegítima. No queriendo
yo fiarme de un solo testimonio, consulté a jurisconsultos,
estudié los libros genealógicos, y todos
los datos que recogí confirmaron la legalidad de
vuestros títulos. Sé también que vuestro derecho
irrecusable a la corona de Inglaterra es vuestro mayor
crimen, que este reino es propiedad vuestra, este
mismo reino en donde, a pesar de vuestra inocencia,
estáis prisionera.
MARÍA.- ¡Oh! ¡Fatal derecho el mío! Es la única
fuente de todas mis desventuras.
MORTIMER.- Por este tiempo supe que habíais
abandonado el castillo de Talbot, y os habían confiado
a la custodia de mi tío... La mano maravillosa
de la Providencia se mostraba para mí en este nuevo
arreglo. La voz clara del destino era para mí, y llamaba
mi ayuda en favor vuestro. Mis amigos fueron
de la misma opinión, y el Cardenal me dio sus consejos,
y me enseñó el arte difícil del disimulo. Formé
el plan con rapidez, y regresé a mi patria, a donde
llegué, como sabéis, hace diez días. (Se detiene.) ¡Yo
os vi, oh Reina! A V.M. en persona, no a vuestro
retrato... ¡Oh! ¡Qué tesoro encierra este castillo! No
es cárcel, sino una mansión celestial, más esplendente
que la corte de la Reina... ¡Bienaventurado
aquel, a quien es permitido respirar el aire que os
anima!
Razón sobrada tiene quien os oculta aquí con
tanto esmero. La juventud inglesa se levantaría en
masa; ninguna espada quedaría ociosa en su vaina, y
la revolución, con su cabeza gigantesca, asolaría esta
isla pacífica, si sus habitantes pudieran ver a su Reina.
MARÍA.- No erraríais, si todos los ingleses me
mirasen con vuestros ojos.
MORTIMER.- Sí, siendo, como yo, testigos de
vuestros sufrimientos, de vuestra mansedumbre y de
la noble firmeza con que sobrelleváis tratamientos
indignos. De todas estas pruebas dolorosas, ¿no
habéis salido cual cumple a vuestra regia estirpe? El
horror vergonzoso de esta prisión ¿ha atenuado el
esplendor de vuestra hermosura? Carecéis de cuanto
hace risueña la vida, y, sin embargo, la vida y la luz
os circundan. Jamás huellan mis plantas estos umbrales,
que no se desgarre mi corazón con mil tormentos,
y sin sentir encanto inexplicable al
contemplaros... Pero la temida separación se acerca;
cada hora, que trascurre, aumenta el peligro. No debo
dilatarlo más, no es posible ocultaros más tiempo
la horrorosa...
MARÍA.- ¿Se ha pronunciado el fallo contra mí?
Decidlo sin miedo. Puedo oírlo.
MORTIMER.- Se ha pronunciado. Cuarenta y
dos jueces os han declarado culpable. La Cámara de
los Lores, la de los Comunes, la ciudad de Londres
instan con vehemencia para que se cumpla la sen-
tencia. Sólo la Reina se opone... por astucia, para
que se la obligue, no por lástima ni por humanidad.
MARÍA. (Con firmeza.)- No me sorprendéis, Sr.
Mortimer, ni me asustáis. Hace largo tiempo que
estoy preparada, para oírlo. Conozco quiénes son
mis jueces, por los malos tratamientos que he sufrido,
y me explico que no me concedan la libertad...
Sé adónde quieren ir. Desean guardarme siempre en
estrecha cárcel, y sepultar en las tinieblas de mi prisión
mi venganza y mis derechos.
MORTIMER.- ¡No, Reina!... ¡Oh, no, no! Así
no quedan tranquilos. Los tiranos no se satisfacen
haciendo a medias su obra. Mientras viváis, tendrá
miedo la Reina de Inglaterra. Ninguna cárcel puede
sepultaros con la profundidad apetecida. Sólo vuestra
muerte asegura su trono.
MARÍA.- Pero ¿osará a aventurarse a que caiga
mi real cabeza bajo el hacha del verdugo?
MORTIMER.- Lo osará. No lo dudéis.
MARÍA.- ¿Se atreverá a revolcar en el polvo su
propia majestad, y la de todos los reyes?
MORTIMER.- Concierta una paz perpetua con
Francia, y ofrece al Duque de Anjou su trono y su
mano.
MARÍA.- El Rey de España, ¿no tomará las armas?
MORTIMER.- No teme al mundo entero armado,
si está en paz con su pueblo.
MARÍA.- ¿Querrá ofrecer este espectáculo a los
Ingleses?
MORTIMER.- Este país, señora, ha visto, en
los últimos tiempos, pasar muchas reinas del trono
al cadalso. La misma madre de Isabel sufrió este
mal, y Catalina Howard y lady Gray eran cabezas
coronadas.
MARÍA. (Después de una pausa.)- ¡No, Mortimer!
Os ciega vano temor. La inquietud de vuestro corazón
leal os inspira ese terror infundado. No es el
cadalso lo que me aterra. Hay otros medios, más silenciosos,
que son eficaces para llevar la tranquilidad
al ánimo de la Soberana de Inglaterra respecto a mis
derechos. Antes de encontrar un verdugo para mí,
podrá pagar un asesino... ¡He aquí lo que me hace
temblar, caballero! Jamás acerco la copa a mis labios
sin estremecerme de horror, pensando en que puede
ser la prenda del afecto que me profesa mi hermana.
MORTIMER.- No se os asesinará, ni en público,
ni en secreto. ¡No lo temáis! Todo está ya preparado.
Doce nobles jóvenes ingleses están de
acuerdo conmigo; hoy han recibido la Sagrada Comunión,
y se han obligado a sacaros de este castillo
con la fuerza de sus brazos. El Conde de Aubespine,
embajador de Francia, está en el secreto, y ha
puesto a nuestra disposición sus recursos y su palacio
en el cual nos reunimos.
MARÍA.- Me hacéis temblar, caballero... y no de
placer. Triste presentimiento me aflige. ¿Qué os
proponéis? ¿Lo habéis reflexionado? ¿No os detienen
las cabezas ensangrentadas de Babington y de
Tichburn, expuestas para escarmiento en el puente
de Londres? ¿No la muerte de tantos otros innumerables,
que perecieron por motivos análogos, remachando
más mis cadenas? Joven ciego y desdichado...
¡huid! ¡Huid, si es tiempo todavía... si Burleigh,
el espía, no conoce ya vuestros planes; si no
cuenta ya con un traidor entre vosotros! ¡Huid
pronto de este reino! Ningún afortunado ha protegido
nunca a María Estuardo.
MORTIMER.- No me intimidan las cabezas ensangrentadas
de Babington y de Tichburn, expuestas,
para escarmiento en el puente de Londres, ni la
muerte de tantos otros innumerables, que perecieron
por motivos análogos; así ganaron gloria eterna,
además de la dicha de morir por Vuestra Majestad.
MARÍA.- ¡Y en vano! Ni la fuerza ni la astucia
podrán salvarme. El enemigo es diligente, suyo el
poder. No son sólo Paulet y sus satélites quienes
guardan las puertas de mi prisión, sino toda Inglaterra.
La voluntad de Isabel ha de abrirlas no más.
MORTIMER.- ¡Oh! ¡No lo esperéis!
MARÍA.- Sólo hay un hombre, que puede lograrlo.
MORTIMER.- Decidme quién es ese hombre...
MARÍA.- El Conde Leicester.
MORTIMER. (Retrocediendo admirado.)- ¡Leicester!
¡El Conde Leicester!... ¡Vuestro perseguidor
más encarnizado!... ¡El favorito de Isabel! De este...
MARÍA.- Si han de salvarme, él sólo puede hacerlo...
vedlo. Habladle con libertad, y, como prueba
de que yo os envío, entregadle ese papel, que guarda
mi retrato. (Saca del pecho un papel; Mortimer retrocede, y
vacila en tomarlo.) ¡Tomadlo! Lo oculto ha largo
tiempo en mi seno, porque la vigilancia incansable
de vuestro tío me impedía comunicarme con él... Os
ha inspirado mi buen ángel...
MORTIMER.- Reina... Este enigma... explicadme...
MARÍA.- El Conde Leicester os lo descifrará.
Fiaos de él, y él se fiará de vos.
MARÍA. (Entrando precipitadamente.)-Sir Paulet
viene con los señores de la corte.
MORTIMER.- Es lord Burleigh. ¡Animo, Reina!
Oíd con valor lo que os digan. (Vase por una puerta
lateral. Ana lo sigue.)
ESCENA VII
MARÍA.- Lord BURLEIGH, gran tesorero de Inglaterra,
y el caballero PAULET.
PAULET.- Deseabais hoy saber con certeza cuál
era vuestra suerte. S.E., lord Burleigh os lo dirá.
Escuchadlo con moderación.
MARÍA.- Con la dignidad, según espero, que
cumple a la inocencia.
BURLEIGH.- Vengo como delegado del Tribunal.
MARÍA.-Lord Burleigh se habrá prestado gustoso
a servir de intérprete a un Tribunal, al cual ha infundido
antes su espíritu.
PAULET.- Habláis como si supierais ya su sentencia.
MARÍA.- La conozco ya en el hecho de ser lord
Burleigh quien la comunica... Despachad, caballero...
BURLEIGH.- Os habéis, señora, sometido al
tribunal de los veinticuatro.
MARÍA.- Perdonad, milord, que, al comenzar,
os interrumpa... ¿Decís que me he sometido a la decisión
de los veinticuatro? Nunca me he sometido a
ella. Nunca podía hacerlo... No era posible olvidarme
hasta ese extremo de mi rango, de la dignidad de
mi pueblo, y de mi hijo, y de la de todos los príncipes.
Las leyes inglesas disponen qua ningún súbdito
de estos reinos, siendo acusado se someta más que a
un jurado, compuesto de sus iguales. ¿Cuál es igual
a mí en este tribunal? Sólo los reyes lo son.
BURLEIGH.- Habéis oído la acusación, replicado
ante el tribunal...
MARÍA.- Sí, me dejé engañar por la astucia de
Halton; y sólo para defender mi honor, y, creyendo
que triunfaría por la fuerza de las razones que me
asisten, acordé oír la acusación, y su falta de fundamento...
Obré así teniendo en cuenta la digna personalidad
de los Lores, no su jurisdicción, que
recuso.
BURLEIGH.- Que la aceptéis o no, señora, es
una vana fórmula, que no puede detener el curso de
la justicia. Vivís en Inglaterra, gozáis de la protección
y de los beneficios de sus leyes, y por tanto, os
halláis sujeta a su imperio.
MARÍA.- Vivo en una prisión inglesa. ¿Es esto
habitar en Inglaterra, y disfrutar del amparo de sus
leyes? Apenas las conozco, y jamás he consentido
en guardarlas. Soy Reina libre de un reino extraño.
BURLEIGH.- ¿Y pensáis que el título de rey da
libre derecho para suscitar impune, en otro reino,
sangrientas luchas? ¿Qué sería de la seguridad de los
Estados, si la justa espada de Themis no pudiera llegar
hasta la frente culpable de un regio huésped,
como llega a la de un mendigo?
MARÍA. Yo no pretendo sustraerme a la justicia.
Recuso sólo mis jueces.
BURLEIGH.- ¿Los jueces? ¿Cómo, señora?
¿Han salido acaso de la hez del populacho, son viles
falsarios que venden la justicia, y la verdad, y consienten
en servir de dóciles instrumentos de la opresión?
¿No son los personajes más eminentes de este
país? ¿No tienen bastante independencia para atreverse
a rendir homenaje a la verdad, y superiores a
la influencia de los príncipes y a la baja corrupción?
¿No son los mismos, que gobiernan a un pueblo
noble, con legalidad y libertad, y cuyos solos nombres
bastan para acallar en seguida toda duda y toda
sospecha? A su frente se hallan el pastor del pueblo,
el piadoso primado de Canterbury, el sabio Talbot,
y Howard, el gran almirante del reino. ¡Decid! ¿Qué
más podía hacer la Reina de Inglaterra que elegir los
más nobles de toda la Monarquía, y nombrarlos jueces
para esta real contienda? Y aunque se suponga
que el odio de partido influya en alguno de ellos,
¿será posible que cuarenta hombres escogidos, obedeciendo
a la misma pasión, pronuncien una sentencia
unánime?
MARIA. (Después de una pausa.) -Oigo admirada
la elocuencia de estos discursos, que siempre han
sido tan funestos para mí... ¿Cómo yo, mujer ignorante,
he de luchar con un adversario tan hábil?...
¡Bien! si esos lores son como los pintáis, debo callar,
y mi causa ha de perderse sin remedio, si me
declaran culpable. Y, sin embargo, esos personajes,
a quienes tanto alabáis, y cuya autoridad ha de aniquilarme,
han representado muy distintos papeles en
su historia patria. Veo a esa elevada aristocracia inglesa,
majestuoso Senado del reino, adular, como
los esclavos del serrallo los caprichos del Sultán, a
los de Enrique VIII, mi tío. Veo esta noble Cámara
de los Lores, tan venal, como la de los Comunes,
establecer leyes y anularlas luego, desatar y atar los
vínculos del matrimonio al capricho del Soberano,
desheredar hoy la hija de un Príncipe de Inglaterra,
declararla bastarda, y coronarla al día siguiente. Veo
que estos dignos pares, en cuatro reinados, mudan
cuatro veces de creencias...
BURLEIGH.-Habéis dicho que ignorabais las
leyes inglesas, pero conocéis muy bien sus desdichas.
MARÍA.- ¡Y esos son mis jueces!... ¡Lord gran
Tesorero! Quiero ser justa con vos; sedlo conmigo.
Se dice que el deseo del bien os guía en vuestras relaciones
con el Estado y con vuestra Reina; que sois
incorruptible, celoso, incansable... Quiero creerlo.
No os guía vuestro interés personal, sino sólo el de
vuestro país y de vuestra Soberana. Guardaos, pues,
noble lord, de confundir la utilidad pública con la
justicia. No dudo que a vuestro lado y entre mis jueces,
se sientan hombres nobles. Pero son protestantes,
sólo defensores de la prosperidad de
Inglaterra, y van a fallar contra mí, Reina de Escocia,
y papista. Ningún inglés, según un antiguo proverbio,
puede ser justo con un escocés... Así, desde
los tiempos más remotos, se ha dispuesto que, en
justicia, ni el inglés ha de testificar, contra el escocés,
ni éste contra aquel. La necesidad ha sido el fundamento
de esta extraña ley. En las antiguas costumbres
domina una razón profunda, y hemos de respetarla,
milord... La naturaleza ha fijado estas dos
naciones vehementes en esta isla, en medio de los
mares; desigual es la parte que les ha tocado en
suerte, y, por tanto, han de luchar entre sí. El cauce
estrecho del Tweed separa sólo estos caracteres impetuosos
y en sus ondas se han confundido con frecuencia
la sangre de los combatientes. Miles de años
hace que, con la mano en el puño de la espada, se
observan amenazadores desde sus orillas. Ningún
enemigo ha afligido a Inglaterra sin ser el auxiliar de
los escoceses. Ninguna guerra civil a devastado el
suelo de Escocia sin que Inglaterra llevase, también
en ello la tea incendiaria. Y ese odio no se extinguirá
hasta que un Parlamento común las una fraternalmente,
y hasta que un solo cetro gobierne a toda la
isla.
BURLEIGH.- ¿Y una Estuardo ha de dar esa
dicha al reino?
MARÍA.- ¿Por qué he de negarlo? Al contrario,
confieso que yo acariciaba la esperanza de juntar
estas dos nobles naciones, libres y contentas, bajo el
árbol de la paz. No imaginé nunca ser la víctima
propiciatoria del odio de ambos pueblos; antes bien,
esperaba apagar para siempre, el fuego de su rivalidad
inveterada, y de sus antiguas contiendas; y como
mi abuelo Richmond juntó las dos rosas
después de guerras sangrientas, me seducía la idea
de reunir en paz las dos coronas de Escocia y de Inglaterra.
BURLEIGH.- Torcida, senda habíais seguido
para llegar a ese fin, porque después de poner el reino
en conflagración, intentabais subir al trono
acompañada de las llamas de la guerra civil.
MARÍA.- No era ese mi propósito... ¿Cuándo lo
pensé así, por Dios Todopoderoso? ¿En dónde están
las pruebas?
BURLEIGH.- No he venido aquí para disputar.
Este asunto no ha de resolverse por una discusión
de palabras. Se ha declarado, por cuarenta votos
contra dos, que habíais delinquido contra el acta del
año anterior, y merecíais la pena señalada por la ley.
Se decretó el año último que, si se suscitaba un tumulto
en el reino, bajo del nombre y en provecho
de cualquiera, que pretextase tener derecho a la corona,
se procedería contra ella judicialmente, hasta
condenarla a la pena de muerte... Y como se ha
probado...
MARÍA.- ¡Milord Burleigh! No dudo que una
ley, hecha expresamente contra mí para perderme,
se aplique en daño mío... ¡Desdichada la víctima,
cuando el mismo que formó la ley pronuncia la
sentencia! ¿Os atreveréis a sostener, milord, que ese
acta no se aprobó sino para perderme?
BURLEIGH.- Debía serviros de aviso, y, por
culpa vuestra, ha sido un lazo para vuestro mal.
Visteis el abismo, que se abría ante vuestros ojos, y
no obstante la leal advertencia que se os hacía, os
habéis precipitado dentro. Estabais en inteligencia
con Babington, reo de lesa majestad, y con los asesinos,
sus cómplices. Todo lo sabíais, y, desde
vuestro encierro, dirigíais el plan de la conjuración.
MARÍA.- ¿Cuándo ha sido esto? Que se me
pruebe legalmente.
BURLEIGH.- Ante el tribunal se ha probado
así hace poco.
MARÍA.- ¡Copias de documentos, no escritos,
por mi mano! Que se demuestre que yo misma los
he dictado, y que los he dictado en la misma forma
en que se han leído.
BURLEIGH.- Babington, antes de morir, ha
declarado que eran los mismos que él había recibido.
MARÍA.- Y ¿por qué no se ha careado conmigo,
mientras vivía? ¿Por qué ese afán de matarlo,
antes de traerlo aquí, para que lo afirmase en mi
presencia?
BURLEIGH.- Vuestros dos secretarios también,
Kurl y Nau, han testificado, bajo juramento, que
son las cartas dictadas por vos y escritas por ellos.
MARÍA.- ¿Y se me condena por el testimonio
de mis criados? ¿Se da fe y valor a quienes me venden,
a mí que soy su reina, y a consecuencia de un
acto, en que prueban su deslealtad para conmigo.
BURLEIGH.- Vos misma, en otra ocasión, habéis
confesado que el escocés Kurl era hombre de
virtud y de conciencia.
MARÍA.- Así pensaba yo... pero sólo se depura
la virtud de una persona en la hora del peligro. La
tortura ha logrado quizás hacerle decir y asegurar lo
que ignoraba. Creyó salvarse con un falso testimonio,
sin perjudicarme mucho a mí, su reina.
BURLEIGH.- Lo ha jurado libremente.
MARÍA.- ¡No en mi presencia!... ¿Es posible,
caballero, que dos testigos, que viven, no se traigan
aquí, para que declaren ante mí, que soy la acusada?
¿Por qué se me niega una gracia, más bien dicho, un
derecho, que no se rehusa a un asesino? Me ha dicho
el mismo Talbot, mi anterior carcelero, que en
este reinado se ha promulgado una ley, por la cual
se manda que el acusador se confronte con el reo.
¿Es o no cierto?... Siempre, sir Paulet, os tuve por
hombre sincero; probadlo ahora. Decidme, en conciencia,
si es así o no. ¿No hay tal ley en Inglaterra?
PAULET.- Así es, señora. Esto es lo legal entre
nosotros. Es preciso decir la verdad.
MARÍA.- Ahora bien, milord. Cuando se me
aplican con tanta severidad las leyes inglesas, si me
perjudican, ¿por qué prescindir de ellas, si me favorecen?...
¡Responded! ¿Por qué no se ha traído a
Babington a mi presencia, cómo ordena la ley? ¿Por
qué no se ha hecho lo mismo con mis secretarios,
puesto que los dos viven?
BURLEIGH.- No os encolericéis, señora; vuestra
complicidad con Babington consta no sólo...
MARÍA.- Ese es el único cargo que me expone
a sufrir el rigor de la justicia, y el único de que debo
defenderme. No os salgáis de la cuestión, milord.
Apuradla ahora.
BURLEIGH.- Aparece probado que estabais de
acuerdo con Mendoza, el embajador español.
MARÍA. (Con viveza.)- ¡No os salgáis de la cuestión,
milord!
BURLEIGH.- Que proyectabais acabar con la
religión del Estado, y excitar a todos los reyes de
Europa a hacer la guerra a Inglaterra.
MARÍA.- ¡Y aunque fuera así! Pero no lo he hecho...
Suponedlo cierto, no obstante. Estoy aquí
prisionera, con violación del derecho de gentes. No
vine en armas a este país sino suplicante, pidiendo
sagrada hospitalidad y confiándome en una reina,
unida a mí por los lazos de la sangre; y contra mí se
ha empleado la fuerza, cargándoseme de cadenas,
en vez de darme protección... ¡Decidme! ¿Oblíganme
deberes de conciencia a respetar este reino?
¿Qué vínculos me ligan a Inglaterra? Yo ejerzo sólo
un derecho indiscutible, al esforzarme en romper
mis esposas en oponer una a otra resistencia, en
mover y levantar a mi favor todos los Estados de
esta parte del orbe. Puedo emplear todos los medios
leales y justos, usados en una noble guerra. Mi orgullo
y mi conciencia me prohíben tan sólo el asesinato,
y tomar parte en conspiraciones tenebrosas y
sangrientas. El asesinato me deshonraría y mancha
ría. Digo que me deshonraría, pero no sería bastante
para condenarme, sometiéndome a la decisión de la
justicia, porque, entre Inglaterra y yo, no se trata de
una cuestión de justicia, sino de arbitrariedad.
BURLEIGH. (Con intención.)- No apeléis al terrible
poder de la fuerza, milady; no es favorable a los
prisioneros.
MARÍA.- Soy la parte más débil y ella la más
fuerte... ¡Bien! que emplee la violencia, que me mate,
que me sacrifique a su seguridad; pero que confiese
antes que ha cometido un acto tiránico, no
justo. Que no maneje la espada de la justicia para
librarse de su odiada enemiga, ni disfrace con apariencias
legales la fuerza bruta y la temeridad homicida.
¡Que no engañe al mundo con tan indigna
farsa! Puede matarme, no juzgarme. Déjese, pues,
de envolver el cuerpo del delito en la santa vestidura
de la virtud, y que aparezca tal cual es. (Vase.)
ESCENA VIII
BURLEIGH, PAULET.
BURLEIGH.- Nos desafía, y nos desafiará, sir
Paulet hasta al subir al cadalso. Es imposible humillar
su orgullo. ¿Le ha sorprendido la sentencia? ¿Ha
derramado una sola lágrima? ¿Se ha demudado siquiera
su semblante? No apela a nuestra compasión.
Bien comprende las dudas de la Reina de Inglaterra,
y nuestro miedo le infunde valor proporcionado.
PAULET.- Su vana arrogancia, oh lord gran Tesorero,
se desvanecerá pronto, desapareciendo el
pretexto que la sostiene. Casi me atrevo a decir que
en este proceso se han cometido algunas irregularidades.
Se hubiera debido confrontarla con Babington
y Tichburn, y sus dos secretarios...
BURLEIGH. (Con prontitud.)- ¡No! ¡No, caballero
Paulet! No es posible correr ese riesgo. Harto
temible era su imperio en los ánimos, y el poder de
sus lágrimas de mujer. Su secretario Kurl, en su presencia
¿habría de pronunciar la palabra, de que pende
la vida de su Reina?... Se retractaría con timidez,
y, negaría su confesión...
PAULET.- Y así todos los enemigos de Inglaterra
llenarán el mundo de odiosos rumores, y la verdad
solemne del proceso se ostentará como un
crimen osado.
BURLEIGH.- Tal es la pena de nuestra Reina.
¡Ojalá que la causa de tanto mal hubiese muerto
antes de hollar con su planta el suelo británico!
PAULET.- A esto sólo digo: Amén.
BURLEIGH.- ¡Que no hubiera muerto en su
prisión, de enfermedad natural!
PAULET.- Muchas desdichas hubiese ahorrado
a este país.
BURLEIGH.- Y; sin embargo, aunque hubiera
fallecido naturalmente, por casualidad... nos hubiesen
llamado sus asesinos.
PAULET.- Es muy cierto. Imposible es evitar
que los hombres piensen cuanto quieran.
BURLEIGH.- Pero como no se podría probar,
sería mejor el escándalo.
PAULET.- Y ¿qué importa el escándalo? No es
el ruido que se haga, es la justicia en que se funde.
BURLEIGH.- Hasta la justicia misma de Dios
no se libra de la censura. La opinión común favorece
al desdichado, y la envidia persigue siempre al feliz
triunfante. La espada de la ley, que enaltece al
hombre, es aborrecible en manos de una mujer. El
mundo duda de la justificación de una señora, si la
víctima es otra señora. Vanamente nosotros los jueces
hemos fallado con arreglo a nuestra conciencia.
La Reina tiene el derecho de hacer gracia, y lo ejercerá.
No es tolerable que aplique, todo el rigor de
las leyes.
PAULET.- Entonces...
BURLEIGH. (Interrumpiéndolo con prontitud.)
¿Que vivirá? ¡No! ¡No vivirá! ¡De ningún modo!
Esto, esto es precisamente lo que aflige a nuestra
Reina... lo que impide su sueño... Leo en sus ojos la
lucha de su alma, aunque nada digan sus labios; pero
sus significativas y mudas miradas preguntan: ¿no
hay ninguno de mis servidores que me libre de esa
cruel alternativa, de entregar perpetuamente en mi
trono, o de entregar de un modo horrible, al hacha
del verdugo, a una Reina unida a mí por los lazos de
la sangre?
PAULET.- Es una necesidad, que no se puede
alterar en lo más mínimo.
BURLEIGH.- La Reina cree, sin embargo, lo
contrario, si tuviera tan sólo servidores celosos.
PAULET.- ¿Celosos?
BURLEIGH.- Que comprendieran una orden
tácita.
PAULET.- ¡Una orden tácita?
BURLEIGH.- Que cuando se les confía para su
guarda una serpiente venenosa, no cuidasen al enemigo,
que se les entrega como una joya sagrada y
preciosa.
PAULET. (Pensativo.)- Alhaja de valor es la buena
fama, la inmaculada reputación de la Reina, que,
en verdad, nunca se guarda lo bastante, caballero.
BURLEIGH.- Cuando se privó de la custodia
de la Reina a Shrewsbury, para encargarla a sir Paulet,
se hizo con el propósito...
PAULET.- Con el propósito, según juzgo, caballero,
de depositar en las manos más puras el objeto
más delicado. ¡Por, Dios Santo! No hubiera yo
aceptado tan espinoso cargo de carcelero, si no pensara
que sólo el hombre más honrado de Inglaterra
podía desempeñarlo. Permitidme que me lisonjee la
idea de que lo debo sólo a mi renombre honroso.
BURLEIGH.- Se difunde el rumor de que se
debilita y enferma más cada día, hasta que, al fin,
sucumbe; así muera ella en la memoria de los hombres...
y vuestra fama nada padece.
PAULET.- No mi conciencia.
BURLEIGH.- Pero ya que no pongáis vuestra
mano en esta empresa, no os opondréis a que otra
mano extraña...
PAULET. (Interrumpiéndolo.)- Ningún asesino llegará
a estos umbrales, mientras Dios proteja sus
hogares. Su vida es sagrada para mí, tanto como la
de la misma Reina de Inglaterra. Vosotros sois los
jueces. ¡Fallad! Pronunciad la sentencia de muerte.
Y cuando sea tiempo, que venga el carpintero con
su hacha y sus sierras, y levante el cadalso... Para el
Sheriff y para el verdugo estarán abiertas las puertas
de mi castillo; pero ahora se halla confiada a mi
custodia, y estad seguro de que la guardaré, y de tal
suerte, que ni podrá ofender ni ser ofendida. (Vanse)
ACTO II
El palacio de Westminster.
ESCENA PRIMERA
EL CONDE DE KENT Y SIR GUILLERMO
DAVISON
se encuentran.
DAVISON.- ¿Sois vos, milord de Kent? ¿Ya de
vuelta del torneo, y terminada la fiesta?
KENT.- ¿Cómo?¿No habéis estado en ella?
DAVISON.- Mi cargo me lo veda.
KENT.- Habéis perdido el más bello espectáculo
que puede inventar el buen gusto y ejecutar la
dignidad y el noble acierto... Representábase el casto
alcázar de la belleza, sitiada por los deseos... El lord
Mariscal, el Juez Supremo, el Senescal y otros diez
Caballeros de la Reina la defendían, y los caballeros
franceses la atacaban. Primero se presentó un heraldo,
que, por medio de un madrigal, pidió la rendición
del castillo, replicándole desde éste el Canciller.
Después jugó la artillería, lanzando los cañones ramilletes
de flores, y esencias preciosas y perfumes
desde el campamento de los sitiadores; pero en vano,
porque los asaltos fueron rechazados, y los deseos,
hubieron de retirarse.
DAVISON.- De mal agüero es esto, oh Conde,
para el buen éxito de las bodas que se proyectan en
Francia.
KENT.- Sí, sí; pero era una broma... Hablando
con formalidad, creo, que la fortaleza acabará por
rendirse.
DAVISON.- ¿Lo creéis así? Yo siempre lo contrario.
KENT.- Las condiciones más espinosas han sido
ya expuestas y razonadas, aprobándolas Francia.
Monsieur se contenta con practicar su culto en una
capilla particular, y en público honrar y proteger la
religión del Estado... ¡ Si hubieseis sido testigo del
júbilo del pueblo cuando se difundió esta nueva!
Porque toda la nación estaba asediada por el miedo
de que muriese la Reina sin dejar posteridad, y de
sufrir de nuevo las cadenas del Papa, si la Estuardo
le sucediera en el trono.
DAVISON.- Ese temor carece de fundamento...
Cuando Isabel salga a celebrar su himeneo, María
saldrá para ir al cadalso.
KENT.- ¡La Reina viene!
ESCENA II
Los mismos; ISABEL, del brazo de LEICESTER; EL
CONDE DE AUBESPINE, BELLIEVRE, EL
CONDE DE SHREWSBURY, LORD
BURLEIGH, y otros muchos señores ingleses y franceses.
ISABEL. (A Aubespine.)- Siento, oh Conde, que
estos nobles caballeros, por galantería, han atravesado
el mar para venir aquí, y carezcan en Londres
de las fiestas suntuosas de la corte de San Germán.
No puedo yo inventarlas tan espléndidas como las
de la Reina Madre de Francia... Un pueblo bueno y
satisfecho, que, en cuanto me presento en público,
acude presuroso a bendecirme alrededor de mi litera,
es el único espectáculo, que puedo ofrecer con
orgullo a los extranjeros. El brillo de las nobles se-
ñoras, que se ostenta en el Jardín de la Belleza de
Catalina, me eclipsaría a mí misma y a mi oscuro
mérito.
AUBESPINE.- La Corte de Westminster sólo
muestra una señora a los extraños... pero en ella están
reunidas todas las gracias de su sexo.
BELLIEVRE.- La Reina, Soberana de Inglaterra,
nos permitirá que nos despidamos de ella, y que
llevemos a Monsieur, nuestro señor, la nueva tan
deseada por él, que ha de colmarlo de gozo. Su extremada
impaciencia no le ha consentido quedarse
en París; espera en Amiens a los mensajeros de su
dicha, y hasta Calais llegan sus correos, para que el
sí, pronunciado por vuestros reales labios, sea
cuanto antes escuchado con éxtasis por sus oídos.
ISABEL.- Conde de Bellievre, no me instéis
más. No es ahora ocasión, como ya os he dicho, de
encender las alegres antorchas del himeneo. Un
cielo oscuro pesa ahora, sobre este país, y más me
conviene vestirme de negro crespón que de trajes
nupciales, porque una desgracia deplorable amenaza
a mi corazón y a mi casa.
BELLIEVRE.- Hacednos sólo una promesa,
que se cumplirá en días más venturosos.
ISABEL.- Los Reyes son esclavos de su cargo, y
no se atreven a obedecer sus sentimientos. Mi deseo
era siempre morir célibe, y, fundaba en él toda mi
gloria, y en que se leyese en mi sepulcro este epitafio:
«Aquí yace, una Reina virgen.» Sin embargo, mis
súbditos son de dictamen contrario, y se preocupan
con afán del momento en que dejaré de existir... No
hasta que este país esté ahora floreciente; he de sacrificarme
también a su dicha futura, y he de renunciar,
por tanto, a mi libertad virginal, a mi bien más
caro, por complacer a mi pueblo, y darme un dueño
contra mi voluntad. Pruébame así que sólo soy para
él una mujer, cuando yo me proponía gobernarlo
como un hombre y como un monarca. Sé perfectamente
que no se sirve a Dios contrariando la naturaleza,
y que son dignas de alabanza mis
antecesoras por haber abierto los conventos, devolviendo
a la realidad, para cumplir los deberes naturales,
a millares de víctimas de una piedad mal
entendida. Pero una Reina que no pasa su tiempo
ociosa en inútil contemplación, que, sin quejarse, ni
cansarse, cumple los más penosos deberes, ha de
estar exenta de la regla general de su sexo, en cuya
virtud la mitad del humano linaje ha de someterse a
la otra mitad.
AUBESPINE.- Habéis hecho brillar en el trono,
oh Reina, todas las virtudes, y únicamente os resta
dar a vuestro sexo, cuyo ornamento sois, eterno
ejemplo de las que le son peculiares. Sin duda no
hay hombre alguno, cuyos méritos sean suficientes
para que le sacrifiquéis vuestra libertad; pero cuando
el nacimiento, el poder supremo, la virtud heroica y
la viril belleza pueden hacer a un hombre digno de
tal honor, entonces...
ISABEL.- No hay duda, Sr. Embajador, que me
honra el casamiento con un hijo real de Francia. Sí,
lo confieso con franqueza. Si no puedo resistir las
instancias de mis súbditos, y he de ceder a ellas, temiendo
que han de ser más fuertes que mi voluntad,
no conozco ningún Príncipe en toda Europa, a
quien sacrificaría yo más satisfecha, mi bien más
precioso, que es mi libertad. Básteos esta confesión.
BELLIEVRE.- Es una esperanza halagüeña; pero
al fin sólo una esperanza, y mi señor desea algo
más.
ISABEL.- ¿Qué desea? (Saca una sortija de sus dedos,
y la contempla pensativa.) ¿Ninguna ventaja ha de
tener una Reina sobre otra mujer cualquiera? Un
mismo signo expresa iguales deberes e igual servidumbre...
Un anillo termina un himeneo, y anillos
forman una cadena... Llevad este don a S.A. No es
el eslabón de una cadena para mí; pero puede serlo
más adelante.
BELLIEVRE. (Que se arrodilla y recibe el anillo.)En
su nombre, oh gran Reina, acepto yo de rodillas
este obsequio y en señal de homenaje deposito un
beso en la mano de mi Princesa.
ISABEL. (Al Conde de Leicester, a quien ha mirado
atentamente mientras antes hablaba.)-Permitid, milord.
(Coge un cordón azul, y lo pone a Bellievre.) Imponed
esta insignia en S. A., como yo hago con vos, al
obligaros a los deberes de mi orden. Homni soit qui
mal y pense! Que toda sospecha desaparezca entre
ambas naciones, y que un vínculo de amistad estreche
en lo futuro las dos coronas de Francia y de Inglaterra.
AUBESPINE.- Este día, oh Reina soberana, es
día de júbilo. ¡ Séalo para todos, y no haya desdichado
alguno en esta isla! La bondad brilla en vuestra
mirada. ¡Oh! ¡Que un rayo de esa luz plácida llegue
hasta la desventurada Princesa, que pertenece por
igual a Francia y a Inglaterra!
ISABEL.- ¡Basta, Conde! No confundamos dos
asuntos completamente diversos. Si Francia desea
con sinceridad mi alianza, ha de compartir también
mis cuidados, y no ser amiga de mis enemigos.
AUBESPINE. - Indigna parecería Francia a los
ojos de, V. R. M., si olvidase a la desdichada, que
profesa su misma religión, y es viuda de su Rey...
Antes bien, el honor y la humanidad exigen...
ISABEL.- Ya sé cómo debo apreciar su intercesión
en este sentido. Francia cumple un deber de
amistad. A mí toca cumplir los míos de Reina. (Saluda
a los señores franceses, que se retiran respetuosamente
con los lores.)
ESCENA III
ISABEL, LEICESTER, BURLEIGH, TALBOT.
(La Reina se sienta.)
BURLEIGH.- Hoy, oh Reina gloriosa, realizáis
los votos más fervientes de vuestro pueblo. Ya ahora,
por vez primera, nos llenan de júbilo los días de
ventura, que nos concedéis, puesto que no contemplamos
temblando lo porvenir, antes tan oscuro.
Sólo un temor aflige ahora a este país; sólo hay una
víctima, cuyo sacrificio pido. Hacedle asimismo esta
gracia, y el día de hoy fijará para siempre la felicidad
de Inglaterra.
ISABEL.- ¿Qué más desea mi pueblo? Hablad,
milord.
BURLEIGH.- ¡Pide la cabeza de Maria Estuardo!...
Ha de morir, si queréis afianzar para vuestros
súbditos el don precioso de la libertad y, la luz de la
verdad, a tanta costa adquirida... Vuestra enemiga ha
de sucumbir, si no hemos de temblar perpetuamente
por vuestra importante vida... Sabéis que no
todos los ingleses tienen las mismas creencias religiosas,
y que el culto idólatra, de Roma cuenta en
nuestro país con muchos secretos sectarios. Todos
ellos abrigan pensamientos hostiles a vuestro trono,
suspiran por esa Estuardo, y están de acuerdo con
sus hermanos de Lorena, enemigos irreconciliables
de vuestro nombre. Este partido furioso ha jurado
haceros una guerra de exterminio, empleando las
pérfidas armas del infierno. En Reims, en el domicilio
del Cardenal, es en donde se forjan los rayos de
sus iras, y en donde se enseña el regicidio... de allí se
envían emisarios celosos y fanáticos a la isla con toda
suerte de disfraces... de allí ha venido ay el tercer
asesino, y ese antro vomitará perpetuamente nuevos
y ocultos enemigos... Y en el castillo de Fotheringhay
habita la que mueve esta guerra eterna, la qua
abrasa este reino con la antorcha del amor, la que,
por las esperanzas lisonjeras, que hace a la juventud,
la arrastra a una muerte cierta... Libertarla, es el
pretexto, y el fin, colocarla en vuestro trono. Porque
esa familia de Lorena no reconoce vuestros derechos
sagrados, y sois para ella una usurpadora, coronada
por la fortuna. Ellos son los que han
inducido a esa loca a titularse Reina de Inglaterra.
No hay paz posible con ella y con su raza. Debéis
dar o sufrir ese golpe; ¡ vuestra vida es su muerte, su
muerte es vuestra vida!
ISABEL.- Desempeñáis, milord, un triste cargo.
Conozco la pureza de vuestro celo y la prudencia
consumada que os inspira; pero detesto de todo corazón
esa prudencia, que pide sangre. Meditad otro
consejo más humano... Noble lord de Shrewsbury,
¿qué opináis?
TALBOT.- Tributáis merecida alabanza al patriotismo,
que anima al pecho fiel de Burleigh...
Aunque mi elocuencia no sea igual a la suya, tampoco
es menor mi celo. ¡Ojalá que viváis luengos años
para hacer la ventura de vuestros súbditos, y perpetuarla
en el reino! Jamás ha sido este pueblo tan
dichoso, desde que sus reyes lo gobiernan. Pero yo
no comprendo prosperidad a costa de su gloria, o,
por lo menos, que se cierren para siempre los ojos
de Talbot antes que esto suceda.
ISABEL.- ¡Líbrenos Dios de deslustrar nuestra
gloria!
TALBOT.- Entonces es preciso inquirir otro
medio para salvar el reino... porque el suplicio de
es injusto. No podéis pronunciar
una sentencia, no siendo ella vuestro súbdito.
ISABEL.- Así, mi Consejo de Estado y mi Parlamento
están equivocados, y también todos los tribunales
ingleses, puesto que todos ellos, unánimes,
me atribuyen ese derecho.
TALBOT.- La unanimidad de votos no es la
prueba de la justicia, ni Inglaterra es el mundo, ni
vuestro Parlamento la humanidad entera. La Inglaterra
de hoy no es la de ayer, ni la de mañana... De
la misma manera que la pasión muda, así suben o
bajan las olas instables del juicio. No digáis que debéis
obedecer a la necesidad y a las instancias de
vuestro pueblo. En cuanto lo ensayéis en cualquiera
ocasión, os convenceréis de que vuestra voluntad es
libre. ¡Intentadlo! Declarad que tenéis horror a la
sangre, que queréis salvar la vida de vuestra hermana;
indignaos formalmente contra quienes os han
aconsejado lo contrario, y en el instante desaparecerá
esa necesidad, y la justicia se trocará en el acto en
injusticia.. Vuestra Majestad ha de juzgar sólo a V.
M. No es posible que os apoyéis en caña tan frágil.
Seguid tan sólo las inspiraciones de vuestra natural
bondad. Dios no ha hecho cruel el corazón de la
mujer, sensible de suyo,... y los fundadores de este
reino, al permitir que las riendas del gobierno pudieran
confiarse a una mujer, demostraron que el
rigor en este país no debe ser la virtud de sus soberanos.
ISABEL.- El Conde de Shrewsbury es ardiente
defensor de mi enemiga y de la de mi reino. Prefiero
los consejeros adictos a mis intereses.
TALBOT.- Ningún defensor se le concede;
nadie osa hablar en su favor, y afrontar vuestra
cólera... Permitid, pues, a un anciano, ya al borde
del sepulcro, que no se deje arrastrar por ninguna
esperanza mundana, y defender a una mujer
abandonada. No se diga que, en vuestro Consejo de
Estado sólo se ha oído la voz de la pasión y del
interés personal, y que sólo la de la caridad ha
estado muda. Todo se ha conjurado contra ella.
Nunca habéis visto su rostro, y nada habla en
vuestro corazón contra esa extranjera... Nada digo
de sus faltas. Cuéntase que ha hecho asesinar a su
esposo, y en verdad que se ha desposado con su
asesino. Es un gran crimen... Pero esto ocurrió en
una época triste y calamitosa, en medio de las
inquietudes de una guerra civil, cuando ella, débil, se
veía rodeada de vasallos exigentes, y se arrojó en los
brazos del más fuerte. ¿Quién puede averiguar
cuáles fueron los artificior de él para triunfar? La
mujer es un ser flaco.
ISABEL.- La mujer no es un ser débil. Las hay
fuertes en ese sexo... No consiento, que, en mi presencia,
se hable de la debilidad de las mujeres.
TALBOT.- La desdicha ha sido para V.M. una
escuela severa. La vida no se presentó en un principio
a V.M. bajo su aspecto más lisonjero; veíais un
trono a lo lejos, y a vuestros pies un sepulcro. En
Woodstock, en la oscuridad de una prisión, fue en
donde Dios, elemento protector de este país, os
educó en la desgracia, para el cumplimiento de
vuestros deberes. Allí no os buscaba ningún adulador.
Temprano aprendisteis, lejos de los vanos ruidos
del mundo, a recoger vuestro espíritu, a
reflexionar, a apreciar los bienes verdaderos de la
existencia... Dios no se cuida de salvar a esa infortunada.
Llevada a Francia desde niña, Vivió en una
corte frívola, y entregada a frívolos placeres. Allí, en
la embriaguez continua de sus fiestas, jamás oyó la
voz severa de la verdad. Deslumbróla el esplendor
del vicio, y fue arrastrada por el torrente del desorden.
Tocóle en suerte el vano don de la belleza,
eclipsando con ella a todas las demás mujeres, y superándolas
en hermosura como en nacimiento...
ISABEL.- ¡Reflexionad en lo que decís, milord
Shrewsbury! Recordad que celebramos un consejo
importante. Extraordinarios han de ser los encantos
que inflaman de tal modo a un anciano. ¡Lord Leicester!
¿Sólo voz calláis? ¿Lo que a él hace hablar,
os enmudece?
LEICESTER.- La sorpresa me obliga a enmudecer,
oh Reina, cuando llegan a mis oídos los terrores
que tales cuentos excitan en la credulidad del
populacho de las calles de Londres, y que llegan
hasta el centro tranquilo de vuestro Consejo, y
preocupan seriamente a hombres graves. Me admira,
yo lo confieso, que esta Reina de Escocia, sin
reino, incapaz de conservar su insignificante trono,
juguete de sus vasallos, y expulsada por ellos, os llene
de horror desde su prisión... ¡Por Dios Todopoderoso!
¿Cuál es el motivo? ¿Acaso sus pretendidos
títulos a la corona de Inglaterra? ¿Que los Guisas se
oponen a reconoceros? ¿Esta oposición de los Guisas
puede debilitar el derecho, que os da vuestro nacimiento
y que ha sancionado el país. ¿No ha sido
excluida tácitamente por la última voluntad de Enrique?
Inglaterra, tan feliz con la nueva religión, ¿se
echará en los brazos de una papista? ¿Os abandonará,
siendo su Reina adorada, por correr hacia la homicida
de Darnley? ¿Qué se proponen esos
hombres inquietos, que os atormentan en vida con
la palabra de heredera, y, que no pueden casaros
con la prontitud deseada, para salvar del peligro a la
Iglesia y al Estado? ¿No estáis aún en la fuerza de la
juventud, mientras que ella se aproxima más a la
tumba cada día? ¡Por el cielo! Espero que, durante
muchos años, os pasearéis por su sepulcro, sin precipitaros
en él, obligada por la necesidad...
BURLEIGH.- Lord Leicester no ha opinado
siempre así...
LEICESTER.- Es verdad; yo he votado su
muerte en el Tribunal... En el Consejo de Estado,
mi lenguaje es diverso. Aquí no se trata de lo justo,
sino de lo útil. ¿Es ahora ocasión de temer esos peligros,
cuando la Francia, su único apoyo, la abandona?
Cuando vais a dar vuestra mano al hijo de su
Rey y hacerlo feliz, y cuando la esperanza de vuestra
sucesión regocija de tal modo a este país, ¿a qué
matarla así? Ya está muerta; el menosprecio es la
verdadera muerte. Guardaos de que la compasión la
resucite. Mi opinión es, por tanto, que se deje en
toda su fuerza la sentencia, que la condena a ser decapitada,
y que viva... pero que viva bajo el hacha
del verdugo, sufriendo aquel suplicio en cuanto un
solo brazo se arme en su favor.
ISABEL. (Levantándose.)- He oído, oh milores,
vuestros pareceres, y os doy gracias por vuestro celo.
Con ayuda de Dios, que ilustra a los Reyes, examinaré
las razones en que se apoyan, y elegiré lo
mejor.
ESCENA IV
Los mismos, y PAULET y MORTIMER.
ISABEL.- He aquí a Amias Paulet. Sir Paulet, ¿a
qué vienes?
PAULET.- Mi sobrino, oh Reina gloriosa, regresa
de sus largos viajes, se pone a vuestros pies, y os
ofrece el homenaje de sus votos juveniles. Recibidlo
con bondad, y que lo ilumine el sol de vuestra gracia.
MORTIMER. (Hincando una rodilla.)-¡Viva mi
Reina luengos años, y sean la dicha y la gloria la aureola
de su frente!
ISABEL.- ¡Levantaos! Sed el bienvenido a Inglaterra,
caballero. Habéis hecho largo viaje, visitado
a Francia y Roma, y os habéis detenido en Reims.
Decidme, ¿qué traman nuestros enemigos?
MORTIMER.- ¡Que Dios los confunda, y vuelva
contra sus pechos los dardos que lanzan contra
mi Reina!
ISABEL.- ¿Habéis visto a Morgan, y al intrigante
Obispo de Ross?
MORTIMER.- He conocido a todos los escoceses
desterrados, que en Reims urden planes contra
esta isla. Me he insinuado en su confianza, con el
propósito de descubrir sus proyectos.
PAULET.- Cartas misteriosas cifradas se le han
dado para la Reina de Escocia, que leal nos entrega.
ISABEL.- ¿Sabéis cuáles son sus últimos proyectos?
MORTIMER.- Como un rayo ha sido para ellos
que Francia os abandone, y que concluya firme
alianza con Inglaterra. Ahora vuelven sus ojos a España.
ISABEL.- Así me lo ha escrito Walsingham.
MORTIMER.- En el momento de dejar yo a
Reims, llegó allí una bula de Sixto V, lanzada contra
V.M. desde el Vaticano, que traerá a esta isla el primer
buque que venga.
LEICESTER.- Inglaterra no teme tales armas.
BURLEIGH.- Serán temibles en manos de un
fanático.
ISABEL. (Mirando a Mortimer con intención.)- Os
culpan de haber frecuentado las escuelas de Reims,
y haber abjurado vuestras creencias.
MORTIMER.- ¡Lo he fingido así, no lo niego!
¡Tan grande era mi deseo de servir a V.M.!
ISABEL. (A Paulet.)- ¿Qué papel es ese?
PAULET.- Es un escrito que os dirige la Reina
de Escocia.
BURLEIGH. (Intentando apoderarse de él con precipitación.)
Dadme esa carta.
PAULET. (Entregándola a la Reina.)-¡Perdonad,
lord gran Tesorero! Me encargó que la entregase en
la propia mano de la Reina. Siempre me dice que yo
soy su enemigo, y lo soy sólo del vicio. Cuanto esté
conforme con mi deber, lo hago por ella con la
mejor voluntad del mundo. (La Reina ha tomado la
carta; y mientras la lee, Leicester y Mortimer hablan en secreto
algunas palabras.)
BURLEIGH. (A Paulet.)- ¿Qué dirá esa carta?
Vanas quejas, con las cuales se intenta conmover el
compasivo corazón de la Reina.
PAULET.- No me ha dicho lo que contiene. Pida
una audiencia a la Reina.
TALBOT.- ¿Por qué no? No es injusto lo que
pretende.
ISABEL.- La gracia de ver a la Reina no la merece
de modo alguno, cuando ha excitado a otros a
asesinarla, y está sedienta de su sangre. Quien quiera
parecer leal a su soberana, no puede darle ese consejo
falso y traidor.
TALBOT.- Si la Reina acuerda complacerla, ¿os
opondréis a ese movimiento caritativo de su clemencia,
dejando libre curso al rigor de la ley?
ISABEL.- Andad, milores. Nos encontraremos
el medio de unir convenientemente las inspiraciones
de la gracia con las exigencias de la necesidad. Ahora,
retiraos. (Vanse los lores: llama a Mortimer al llegar a
la puerta.) ¡Sir Mortimer! una palabra.
ESCENA V
ISABEL Y MORTIMER.
ISABEL. (Después de fijar en él algún tiempo su mirada
penetrante.)- Habéis demostrado valor singular, y
un gran dominio de vos mismo, siendo tan joven.
Quien con tanta anticipación ha sabido practicar tan
bien el arte del disimulo, adelantándose a vuestra
edad, merece que se abrevien también sus pruebas...
El destino os ofrece una carrera brillante; os lo profetizo,
y está en mi mano, por dicha vuestra, realizarla.
MORTIMER.- Lo que puedo y lo que soy, Reina
gloriosa, está a vuestro servicio.
ISABEL.- Habéis aprendido a conocer a los
enemigos de Inglaterra. Su odio, contra mí es im-
placable, e incesante su inventiva en fraguar planes
sangrientos. Hasta hoy, a la verdad, me ha protegido
el Todopoderoso; pero mi corona vacilará en mi
cabeza, mientras viva la que sirve de pretexto a su
celo fanático, y dé aliento a sus esperanzas.
MORTIMER.- Dejará de vivir en cuanto V.M.
lo ordene.
ISABEL.- ¡Ay de mí, caballero! Imaginaba haber
llegado al término, y me encuentro ahora al
principio de mi carrera. Yo quería dejar obrar las
leyes, y conservar mis manos puras de sangre. La
sentencia se ha pronunciado. ¿Qué gano yo? ¡Hay
que cumplirla, Mortimer! Yo debo decretar su ejecución.
Su odiosidad ha de recaer sobre mí. Debo,
aprobarla, y no me es dable salvar las apariencias.
¡Esto es lo peor!
MORTIMER.- ¿Qué importa a V.M. la desnuda
apariencia en una causa justa?
ISABEL.- No conocéis el mundo, caballero. Se
juzga de lo real por lo aparente, y nadie se cuida de
lo primero. A ninguno convenzo de mis derechos.
De aquí mi afán de que la participación, que yo tenga
en su muerte, se quede siempre en una eterna
duda. En hechos de aspecto doble, la oscuridad es
la única salvación; confesar, lo peor, y en no cediendo
en nada, nada se pierde.
MORTIMER. (Con intención.)- Lo mejor sería,
pues...
ISABEL. (Con viveza.)- Sin duda sería lo mejor...
Mi ángel de la guarda habla en vuestros labios. Proseguid,
pues acabadlo, apreciable caballero. Sois
formal, llegáis hasta la razón principal en los negocios,
y sois muy distinto de vuestro tío...
MORTIMER. (Sorprendido.)- ¿Ha revelado V.M.
su deseo al caballero...?
ISABEL.- Me arrepiento de haberlo hecho.
MORTIMER.- Disculpad a ese anciano. Los
años le han infundido escrúpulos. Esos golpes atrevidos
exigen la osadía de la juventud.
ISABEL. (Con viveza.)- ¿Puedo yo contar con...?
MORTIMER.- Servirá mi mano a V.M., que
cuidará como pueda de su fama...
ISABEL.- Sí, caballero; cuando me despertéis
una mañana con la nueva de que «María Estuardo,
la encarnizada enemiga de V.M. ha muerto aquella
noche...»
MORTIMER.- ¡Contad conmigo!
ISABEL.- ¿Cuándo podré dormir en paz?
MORTIMER.- En el mes próximo cesarán
vuestros temores.
ISABEL.- ¡Adiós, señor Mortimer! No os cuidéis
de que mi gratitud, para manifestarse, se envuelva
en las tinieblas de la noche... El misterio es la
deidad de los dichosos... Los lazos más estrechos
son los tiernos que el secreto aprieta. (Vase.)
ESCENA VI
MORTIMER, solo.
MORTIMER.- ¡Vete, Reina hipócrita y falsa!
Como tú engañas al mundo, así yo a ti. Es bueno, es
hasta justo venderte. ¿Tengo yo trazas de asesino?
¿Has leído acaso en mi frente la desvergonzada
propensión al crimen? Te fías de mi brazo y guardas
el tuyo. Ofrece a los demás la piadosa y falsa apariencia
de la clemencia. Mientras que tú cuentas con
mi ayuda para asesinarla, ganaremos tiempo para
librarla. Quieres ascenderme... con intención me
muestras a lo lejos una rica recompensa... y aunque
fueses tú misma y tus favores de mujer ese premio,
¿quién eres tú, desventurada hasta el extremo, y qué
puedes tú dar? No me seduce la ambición de una
vana gloria. Sólo al lado de ella ofrece encantos la
vida... ¡A su derredor, formando alegre coro, vuelan
las gracias divinas, y la felicidad que da la juventud!
La dicha del cielo reside en su seno y tú no puedes
conceder sino placeres helados. La gala más preciada
de la existencia, la de los corazones, que, seductores
y seducidos, se abandonan unos a otros en
olvido tierno, la verdadera diadema de la mujer,
nunca la poseíste, porque tu amor no ha hecho bienaventurado
a ningún hombre. He de aguardar a ese
lord para entregarle una carta. ¡Odiosa comisión!
No siento en mí cualidad alguna para cortesano. Yo
mismo puedo salvarla, yo solo; que el peligro, la gloria
y el premio sean para mí solo. (Al salir se encuentra
a Paulet.)
ESCENA VII
MORTIMER Y PAULET.
PAULET.- ¿Qué te decía la Reina?
MORTIMER.- ¡Nada, señor...! Nada... importante.
PAULET. (Mirándolo severo.)- ¡Oye, Mortimer! La
tierra, que huellas es resbaladiza y engañosa. Atrae el
favor de los Reyes, y la juventud es ambiciosa...
¡Que no te extravíe!
MORTIMER.- ¿No habéis sido vos mismo
quien me ha llamado la corte?
PAULET.- Quisiera no haberlo hecho. Nuestra
familia no ha ganado sus honores en la corte. ¡Firme,
pues, sobrino mío! No compres demasiado caro.
No desoigas la voz de la conciencia.
MORTIMER.- ¿Qué pensáis? ¿Qué os inquieta?
PAULET.- Por estimadas que sean las grandezas
que la Reina te prometa... no te fíes de sus palabras
lisonjeras. Cuando la hayas obedecido renegará
de ti; querrá mantener su nombre inmaculado, y
vengará el crimen que ella misma te ha ordenado.
MORTIMER.- ¿El crimen decís?
PAULET.- ¡Lejos de mí oí disimulo! Sé lo que
te ha indicado la Reina. Espera que tu juventud
ambiciosa será más complaciente que mi ancianidad
inflexible. ¿Se lo has prometido? ¿Has tú...?
MORTIMER.- ¡Tío!
PAULET.- Si lo has hecho, te maldigo y reniego
de ti...
LEICESTER. (Que sobreviene.)-Permitidme, respetable
señor, que hable una palabra con vuestro
sobrino. La Reina siente en su favor grande inclinación,
y desea que se le deje, sin condiciones, la custodia
de María Estuardo... Fíase de su honradez...
PAULET.- ¿Que se fía?... ¡Bien!
LEICESTER.- ¿Qué decís, caballero?
PAULET.- Que la Reina se fía de él, y que yo,
milord, me fío de mí, y veo bien con mis ojos
abiertos. (Vase.)
ESCENA VIII
LEICESTER Y MORTIMER.
LEICESTER. (Admirado.)- ¿Qué piensa ese caballero?
MORTIMER.- No lo sé... La confianza inesperada
que la Reina me dispensa...
LEICESTER. (Mirándolo con intención.)- ¿Merecéis,
caballero, que se tenga confianza en vos?
MORTIMER. (Lo mismo.)- Eso mismo os digo,
milord Leicester.
LEICESTER.- ¿Tenéis algo secreto que decirme?
MORTIMER.- Probadme antes que puedo hacerlo.
LEICESTER.- ¿Quién me garantizará en cuanto
a vos...? Que no os ofendan mis sospechas. Noto
que en esta corte os mostráis bajo doble aspecto...
Uno es necesariamente falso; pero ¿cuál es el verdadero?
MORTIMER.- Así me aparecéis a mí, Conde de
Leicester.
LEICESTER.- ¿Quién es el primero que ha de
mostrar confianza en el otro?
MORTIMER.- El que arriesgue menos.
LEICESTER.- Entonces sois vos.
MORTIMER.- ¡Vos! Vuestro testimonio, el de
un lord poderoso e influyente, puede perderme, y el
mío sería impotente contra vuestro favor y vuestro
rango.
LEICESTER.- ¡oS equivocáis, señor! En otra
cualquiera cosa soy yo aquí influyente; sólo en ésta,
tierna por su índole, que he de confiar a vuestra
buena fe, soy en la corte el de menos valer, y puede
perderme el testimonio más despreciable.
MORTIMER.- Ya que el todopoderoso lord
Leicester se rebaja ante mí hasta hacerme tal confesión,
yo debo elevarme tanto más, y darle un ejemplo
de magnanimidad.
LEICESTER.- Dadme una prueba de confianza,
y os seguiré en ese Camino.
MORTIMER. (Dándole la carta.)- Viene de la
Reina de Escocia.
LEICESTER. (Asustado, se apodera de ella precipitadamente)
Hablad en voz baja, caballero... ¿qué veo?
¡Ah! ¡Es su retrato! (Lo besa, y la contempla extasiado.)
MORTIMER. (Que lo ha observado atentamente.)-
Milord, ahora me fío de vos.
LEICESTER.- (Después de leer rápidamente la carta.)-
Sir Mortimer, ¿sabéis lo que dice la carta?
MORTIMER.- Nada sé.
LEICESTER.- ¿Cómo? Sin duda os ha confiado...
MORTIMER.- Nada me ha confiado. Díjome
que vos me descifraríais este enigma. Porque lo es
para mí que el Conde de Leicester, favorito de Isabel,
enemigo declarado de María, y uno de sus jueces,
haya de ser el hombre que la salve en su
desdicha... Y, sin embargo, ha de ser así, porque
vuestros ojos dicen claramente cuáles son vuestros
sentimientos respecto de ella.
LEICESTER.- Decidme vos antes cómo se explica
que mostréis tanto interés por su suerte, y que
hayáis obtenido, su confianza.
MORTIMER.- Milord, puedo explicároslo en
pocas palabras. He abjurado en Roma mi religión, y
estoy de acuerdo con los Guisas. Una carta del Arzobispo
de Reims me ha acreditado cerca de la Reina
de Escocia.
LEICESTER.- Sé que habéis variado de religión,
y tal es la circunstancia que os ha granjeado mi
afecto. Dadme la mano, y perdonad mis sospechas.
Toda mi reserva es poca, porque Walsingham y
Burleigh me odian, y sé además que me acechan para
tenderme lazos. Podríais ser hechura e instrumento
suyo para atraerme a sus redes...
MORTIMER.- ¿Cómo un señor tan poderoso
ha de dar pasos tan pequeños en esta corte? Os tengo
lástima, Conde.
LEICESTER.- Gozoso me abandono, pues, en
brazos de mi amigo fiel, en los cuales me veo libre
de una larga tiranía que me atormenta. Os admiráis,
caballero, de que al corazón haya cambiado tan
pronto respecto a María. A la verdad, no la odié
nunca... Las circunstancias de la época me han
hecho su adversario. Muchos años hace, como
sabéis que me estaba prometida, antes que diera su
mano a Darnley, cuando la rodeaba todavía el
esplendor de su grandeza. Yo rechacé entonces con
frialdad este honor; y ahora que está prisionera, y a
las puertas de la muerte, quisiera poseerla con
peligro de mi vida.
MORTIMER.-Esto se llama obrar magnánimamente.
LEICESTER.- Las cosas han mudado mucho
desde entonces, caballero. Mi ambición me hacía
insensible a la juventud y a la belleza. Mi matrimonio
con María me parecía harto insignificante, y me
lisonjeaba alcanzar la mano de la Reina de Inglaterra.
MORTIMER.- Sábese que os prefería a todos
los demás hombres...
LEICESTER.- Así parecía, Mortimer... y ahora,
después de diez años de hacerle la corte sin descanso,
y de vencerme con gran repugnancia... ¡Oh, caballero!
Mi corazón, se desgarra, y es preciso que
sacuda tan penoso disgusto... Me creen feliz... ¡ Si se
supiese cuán pesadas son las cadenas que me envidian...!
Después de haber sacrificado diez años largos
y amargos a los ídolos de su vanidad; después
de haber sufrido, como un esclavo, sus inconstantes
caprichos de sultana; después de ser el juguete de
sus extravagancias infinitas y pequeñas, ya acariciándome
su ternura, ya rechazándome su orgullo y
su castidad fingida, atormentándome por igual con
sus favores y con su rigidez, guardándome, como a
un cautivo, los ojos de Argos de sus celos, interrogado
por mis acciones como un niño e injuriado
como un lacayo... ¡Oh! Las palabras no bastan para
expresar estos tormentos infernales.
MORTIMER.- Os compadezco, Conde.
LEICESTER.- Y al llegar al término de la jornada,
se me escapa el premio merecido, porque sobreviene
otro, que me roba el fruto de mi constante
trabajo. Un esposo joven y poderoso me hace perder
los derechos, a tanta costa adquiridos. Véome
obligado a descender del teatro, en donde representé
por tanto tiempo el primer papel. El advenedizo
amenaza arrebatarme, no sólo su mano, sino
también su favor. Es ella mujer, y una mujer amable.
MORTIMER.- Es hija de Catalina, y ha aprendido
en buena escuela el arte de la lisonja.
LEICESTER.- Se han desvanecido, pues, todas
mis esperanzas... En este naufragio de mi dicha busco
una tabla para salvarme... y mis ojos se vuelven
hacia mis proyectos primitivos más seductores. La
imagen de María, en todo el brillo de sus encantos,
se me presentó de nuevo, y su juventud y su hermo-
sura recuperaron todos sus derechos, entusiasmándome,
no infundiéndome fría ambición y haciéndome
sentir el valor de la joya que había perdido. La
contemplo sumida en los profundos abismos de la
desdicha, y sólo por mi culpa. Esto me ha hecho
concebir la esperanza de salvarla y de poseerla. Logré
descubrirle, por mediación de una mano fiel, el
cambio sufrido en mis sentimientos, y esta carta que
me traéis me dice que me perdona, y que será mía, si
la salvo.
MORTIMER.- Pero nada habéis hecho por libertarla.
Habéis consentido que sea condenada, y
habéis votado su muerte. Sólo un milagro... la luz de
la verdad ha debido iluminarme a mí, el sobrino de
su carcelero, para que el cielo le deparase, en Roma
y en el Vaticano, un salvador inesperado, porque de
otra manera no hubiera encontrado medio de comunicarse
con vos.
LEICESTER.- ¡Ah, Sr. Mortimer! ¡Bastantes
han sido mis tormentos! Hacia ese tiempo fue trasladada
del castillo de Talbot al de Fotheringhay, y
confiada a la severa vigilancia de vuestro tío. Sin posibilidad
de llegar hasta ella, me vi obligado ante el
mundo a perseguirla; pero no creáis que yo la hubiese
dejado llegar afligida hasta el suplicio. No; espe-
raba y espero aún impedir este extremo, hasta que
encuentre un medio de librarla.
MORTIMER.- Existe ya ese medio... Vuestra
noble confianza, Leicester, merece que yo corresponda
a ella. Me propongo salvarla; con este objeto
estoy aquí; los preparativos están ya hechos, y vuestra
poderosa ayuda nos asegura un feliz éxito.
LEICESTER.- ¿Qué decís? Me asustáis. ¿Cómo?
Queréis...
MORTIMER.-Abrir a la fuerza las puertas de
su prisión. Tengo cómplices, y todo está pronto.
LEICESTER.- ¿Tenéis cómplices y confidentes?
¡Ay de mí! ¿A qué planes temerarios me arrastráis?
¿Y saben ellos también mi secreto?
MORTIMER.- Nada temáis. Se trazó el proyecto
sin vuestra asistencia, y se ejecutará lo mismo,
por si no quisiera ella deberos su libertad.
LEICESTER.- ¿Podéis, pues, asegurarme que
mi nombre no se ha pronunciado en vuestra conjuración?
MORTIMER.- Estad tranquilo. ¿Cómo? ¿Tanto,
oh Conde os asusta una nueva que os favorece?
Queréis librar a María y poseerla, y de repente,
cuando menos lo esperabais, caen como llovidos del
cielo los medios más eficaces de lograrlo... ¿y mostráis
más temor que alegría?
LEICESTER.- Pero no empleando la violencia.
La empresa es harto arriesgada.
MORTIMER.- La dilación lo es también.
LEICESTER.- Os afirmo, caballero, que no se
debe tentar ese camino.
MORTIMER. (Con amargura.)-¡No! ¡no por
vos, que deseáis poseerla! Nosotros sólo nos proponemos
salvarla, y no somos tan escrupulosos...
LEICESTER.- Os precipitáis demasiado, oh joven,
en tan espinosa y temeraria senda.
MORTIMER.- Vos sois harto prudente en este
negocio de honra.
LEICESTER.- Yo veo las redes que por todas
partes nos rodean.
MORTIMER.- Tengo valor para romperlas todas.
LEICESTER.- ¡Locura, insensatez es ese valor!
MORTIMER.- No es valor tanta cordura.
LEICESTER.- ¿Deseáis morir como Babington?
MORTIMER.- No queréis imitar la grandeza de
alma de Norfolk.
LEICESTER.- Norfolk no llevó a María, como
esposa, a su hogar.
MORTIMER.- Probó que era digna de llevarla.
LEICESTER.- Por perdernos nosotros no la
salvaremos.
MORTIMER.- Ni tampoco guardándonos del
peligro.
LEICESTER.- Ni reflexionáis ni escucháis; la
ciega impetuosidad acabará con todo, por bien pensado
que estuviera.
MORTIMER.- ¿Habéis sido vos, acaso, el que
ha puesto este asunto en buen camino?... ¿Cómo? Si
yo fuera bastante criminal para asesinarla, como la
Reina me lo ha ordenado, como ahora mismo espera
que yo he de obedecerla... ¿qué habéis hecho para
proteger su vida?
LEICESTER. (Admirado.)- ¿Os dio la Reina tan
sangrienta comisión?
MORTIMER.- Se equivocó conmigo, como
María con vos.
LEICESTER.- ¿Y lo habéis prometido? ¿Habéis...
MORTIMER.- Para que no pagara otras manos
con el mismo fin, ofrecí yo las mías.
LEICESTER.- Hicisteis bien. Esto nos da tiempo.
Ella espera vuestro punible servicio, su sentencia
de muerte no se ejecuta, y ganamos mucho.
MORTIMER. (Impaciente.)-¡No! ¡perdemos la
ocasión favorable!
LEICESTER.- Ya que cuenta con vos, pondrá
mayor empeño en aparecer clemente ante los ojos
del mundo. Quizás logre yo de ella, con maña, que
vea a su rival, y que este paso la contenga. Burleigh
tiene razón. La sentencia no se cumplirá, si ella la
ve... Sí; lo intentaré, y haré todo lo posible...
MORTIMER.- ¿Y qué conseguiréis con eso? Si
Isabel comprende que se ha engañado respecto a
mí, si María continúa viviendo, ¿no vuelve a estar
todo como antes? Nunca se verá libre. Lo menos
que le puede suceder, es que sea condenada a prisión
perpetua. Si al fin habrá que apelar a una resolución
osada, ¿por qué no comenzar por ella? El
poder está en vuestras manos; podéis reunir un ejército
sólo con armar a la nobleza de vuestros numerosos
castillos. María tiene muchos partidarios
secretos. Las casas ilustres de los Howard y de los
Percy, aunque hayan sucumbido sus cabezas, cuentan
aún con numerosos héroes, y aguardan que un
lord poderoso les dé el ejemplo. ¡Dejemos ya el di-
simulo! ¡Obremos abiertamente! ¡Defended, como
caballero, a vuestra amada, y pelead noblemente por
ella! Sois cuando queréis árbitro de la Reina de Inglaterra.
Atraedla a vuestros dominios, a donde os
ha seguido con frecuencia. Allí mostraos hombre.
Hablad como soberano. Guardadla hasta que dé la
libertad a María.
LEICESTER.- Me sorprendo y me asusto,... ¿a
dónde os lleva el delirio? ¿Conocéis cuál es la tierra
que holláis? ¿Sabéis lo que pasa en la corte? ¿con
qué lazos estrechos el mando de esta mujer ha encadenado
los ánimos? Buscad en vano el ardor heroico,
que antes bullía en este país... Todo se halla
sometido a ella, y sin vida los arranques generosos.
Seguid bajo mi dirección. No seáis temerario... Alguien
viene. ¡ Idos!
MORTIMER.- María espera. ¿Vuelvo a llevarla
vanos consuelos?
LEICESTER.- Llevadle el juramento de mi
eterno amor.
MORTIMER.- ¡Llevadlo vos mismo! Ofrecí ser
instrumento de su salvación, no su mensajero amoroso.
(Vase.)
ESCENA IX
ISABEL Y LEICESTER.
ISABEL.- ¿Quién estaba en vuestra compañía?
Oía hablar
LEICESTER. (Que se vuelve rápidamente algo turbado
al oír a la Reina.)- Era sir Mortimer.
ISABEL.- ¿Qué tenéis, milord? ¡Tan confuso!
LEICESTER. (Reponiéndose)- Al veros... Jamás
me habéis parecido tan seductora. Vuestra belleza
me deslumbra.¡Ay de mí!
ISABEL.- ¿Porqué suspiráis?
LEICESTER.- ¿No tengo razón para suspirar?
Cuando contemplo vuestros encantos, se renueva
en mí el dolor inexplicable de la pérdida que me
amenaza.
ISABEL.-¿Qué perdéis?
LEICESTER.- Vuestro corazón, a vos, tan digna
de ser amada. Pronto seréis feliz en brazos de un
joven y enamorado esposo, y poseerá exclusivamente
vuestro cariño. Es de sangre real; yo no. Sin
embargo, desafío al mundo entero que haya otro
hombre, en toda la redondez de la tierra, que os
adore más que yo. El Duque de Anjou no os ha
visto jamás; ama sólo vuestra gloria y vuestro renombre;
yo amo a vos sola. Aunque fueseis la más
pobre pastora, y yo el príncipe más poderoso del
orbe, descendería gustoso, desde mi altura, para deponer
una diadema a vuestros pies.
ISABEL.- ¡Compadecedme, Dudley, no reconvenidme!...
¡No me atrevo a consultar mis, deseos!
¡Ay de mí! Otra fuera su elección. ¡Cuánto envidio
yo a otras mujeres, que pueden realzar a quienes
aman! No soy tan afortunada, que me sea lícito colocar
una corona en las sienes del hombre, que prefiero
a todos... A ha sido sólo dado
entregar su mano con arreglo a su inclinación; ha
hecho cuanto ha querido, ha apurado la copa, llena
de todos los placeres.
LEICESTER.- Y ahora la más amarga del dolor.
ISABEL.- Se ha cuidado poco de la opinión
pública. Ligera era la vida para ella, sin sufrir nunca
el yugo, a que yo me sometí. Yo hubiera podido
también consagrarme a gozar de la vida, a disfrutar
de alegrías mundanas; pero he preferido cumplir los
severos deberes de Reina. Sin embargo, ella se ha
granjeado la simpatía de todos los hombres, porque
se propuso sólo ser mujer, y jóvenes y ancianos la
aman. ¡Tan ávidos son todos de goces! Corren tras
el placer frívolo, tras la alegría vulgar, y, no estiman
lo que más debieran respetar. ¿No se ha rejuvenecido
eso mismo Talbot al hablar de sus encantos?
LEICESTER.- ¡Perdonadlo! Fue un tiempo su
guardián, y con sus artificios astutos, lo sedujo.
ISABEL.- ¿Pero tan grande es su belleza? Tantas
veces he oído ponderar sus encantos, que quisiera
saber a qué atenerme. Los cuadros mienten, los
retratos engañan, y sólo me fiaría de mis propios
ojos. ¿Por qué me miráis de un modo tan extraño?
LEICESTER.- Porque en mi imaginación os
comparo con María. Quisiera tener la dicha, no lo
oculto, si esto pudiera hacerse en secreto, de veros
con María. Entonces, por vez primera, gozaríais
plenamente de vuestro triunfo. Me recrearía su humillación,
cuando, con sus mismos ojos... porque la
envidia los tiene perspicaces... se convenciera de cuán
superior sois a ella por la nobleza de vuestros
rasgos, y cuán inferior ella a vos en todas las demás
prendas.
ISABEL.- Ella es más joven.
LEICESTER.- ¿Más joven? No lo parece. ¡Acaso
sus sufrimientos!... Ha podido envejecer también
prematuramente.. Y lo que haría más amarga su pena,
sería el veros ya desposada. No le sonríen las es
peranzas más dulces de la tierra, y, al contrario, la
felicidad viene a vuestro encuentro. ¿Y cuando sepa
que estáis prometida al hijo del Rey de Francia, en la
cual tanto confió siempre, enorgulleciéndose con su
alianza, y aun contando ahora con su ayuda?
ISABEL. (Oponiéndose débilmente.)- Me atormentan
para que la vea.
LEICESTER. (Con animación.)- Ella os lo pide
como una gracia; concedédselo como un castigo.
Menos la afligirá verse llevada al cadalso, que eclipsada
por vuestros encantos. Así le dais el golpe
mortal, que ella os preparaba... Al contemplar vuestra
belleza, protegida por el honor, realzada por la
gloria, y por la fama de una virtud sin mancha, a la
cual desdeñó frívolamente, aun más preclara con el
brillo de una corona, y ahora próxima al himeneo...
sonará para ella su última hora. Sí... cuando os miro
en este momento... comprendo que nunca, como en
la ocasión presente, contáis con más motivos para
obtener el triunfo de la belleza... Me habéis deslumbrado
al entrar aquí, como si fuerais una aparición
sobrenatural... ¿Cómo? Si ahora, si ahora mismo,
como estáis, os presentaseis a ella... jamás encontraréis
instante más propicio...
ISABEL.- ¡Ahora... no... no... ahora no, Leicester...
¡No!... Hay que reflexionarlo bien antes... con
Burleigh.
LEICESTER. (Interrumpiéndola vivamente.)
-¿Burleigh? Sólo piensa en el bien del Estado. Pero
vuestro sexo tiene también sus derechos, que son de
vuestra competencia exclusiva, y nada tienen que
ver con el gobierno. Hasta la misma política ¿no
exige que os conciliéis el favor público con un acto
de generosidad? Después podréis deshaceros de esa
odiosa enemiga de cualquier modo.
ISABEL.- No me conviene visitarla en la humillación
y la miseria, estando unida a mí por los lazos
de la sangre. Dícese que nada regio la rodea, y, presenciarlo
yo, es exponerme a una reconvención.
LEICESTER.-No es necesario que os acerquéis
a su prisión. Escuchad mi consejo. La casualidad
nos sirve a maravilla. Hoy se celebra una gran cacería,
con cuyo pretexto llegaréis a Fotheringhay. María
Estuardo puede encontrarse en el parque, en
donde penetráis como al azar. Que nada de esto parezca
preparado de antemano, y si no os agrada, no
le habláis...
ISABEL.- Si cometo una locura, vuestra es, no
mía, Leicester. No quiero hoy oponerme a ninguno
de vuestros deseos, porque, entre todos mis súbditos,
habéis sido hoy el más atormentado por mí.
(Mirándolo tiernamente.) ¡Aunque sea un capricho
vuestro! Así pruebo mi bondad, aprobando libremente
en apariencia, lo que en realidad no apruebo.
(Leicester se arroja a sus pies, y cae el telón.)
ACTO III
La escena representa un parque, con árboles en primer término,
y detrás lejana perspectiva.
ESCENA PRIMERA
MARÍA se presenta entre los árboles, andando a paso rápido
ANA KENNEDY la sigue lentamente.
ANA.- Corréis, o más bien voláis, y no os puedo
seguir. ¡Esperad!
MARÍA.- Déjame disfrutar de mi nueva libertad;
déjame volverme niña, y, sélo tú también, y, sobre el
verde tapiz del prado, probar mis pasos ligeros, como
si tuviese alas. ¿He abandonado al fin mi oscura
prisión? ¿No me guarda ya esa lúgubre tumba? Deja
que respire, en mi sed ardiente de libertad, con todo
mi pecho, el aire libre, el aire del cielo.
ANA.- ¡Oh, mi querida señora! Vuestra cárcel se
ha ensanchado sólo algún tanto; y si no veis las murallas
que nos encierran, consiste en que el follaje de
los árboles las ocultan.
MARÍA.- ¡Gracias, gracias sean dadas a estos
verdes y buenos árboles, que me ocultan los muros
de mi prisión! Quiero creer que soy libre y feliz;
¿para qué, pues, arrancarme de mis alucinaciones?
¿No me rodea la inmensa bóveda del cielo? Mis
ojos, sin estorbos, recorren horizontes sin fin. Allí,
en donde se alzan esas montañas sombrías y nebulosas,
comienzan las fronteras de mi reino, y estas
nubes, que corren hacia el Mediodía, buscan el lejano
mar de Francia. Nubes rápidas, bajeles aéreos,
¡ quién viajara con vosotras, y en vosotras navegase!
¡Saludad en mi nombre cariñosamente al país, en
donde se deslizó mi juventud! Soy prisionera, sujeta
por cadenas, y no tengo otros mensajeros, ¡ ay de
mí!, Libre es en los aires vuestra carrera; no estáis
sometidas a la Reina de Inglaterra.
ANA.- ¡Ah, querida señora! ¡Estáis fuera de vos!
Esa libertad, tan ansiada, os hace delirar.
MARÍA.- Un pescador maneja allí su barca. Su
miserable lancha pudiera salvarme, y llevarme con
prontitud a una ciudad amiga. Con trabajo facilita el
sustento a su famélico dueño. Yo lo abrumaría con
tesoros, jamás habría empleado tan bien el día; encontraría
la fortuna en sus redes, si me llevase en su
barquichuela salvadora.
ANA.- ¡Vanos deseos! ¿No veis que espían
nuestros pasos desde lejos? Órdenes terribles y
crueles alejan de nuestro camino a toda criatura
compasiva.
MARÍA.- ¡No, buena Ana! Créeme: algo significa
que se hayan abierto las puertas de mi cárcel.
Este favor ligero del azar me anuncia otros más
graves. No me equivoco. Es a la mano bienhechora
del amor a quien lo debo. Veo en esto la poderosa
influencia de lord Leicester. Poco a poco se ensancharán
los límites de mi prisión. Pasaré de lo menos
a lo más, hasta que al fin contemple yo el rostro de
quien ha de quitarme para siempre mis cadenas.
ANA.- ¡Ah! No puedo entender esta contradicción.
Ayer se os anunciaba la muerte, y hoy se os da
de repente este consuelo. También, según he oído
decir, se sueltan las esposas a quienes espera la libertad
eterna.
MARÍA.- ¿Oyes el sonido de la trompa de caza?
¿Lo oyes resonar con vigor en campos y montes?
¡Ay de mí! ¡Que no montara yo un ardiente corcel,
y me agregara a los cazadores! ¿Todavía más? Esos
sonidos familiares me traen a la memoria tristes recuerdos.
Llegaban con frecuencia a mis oídos, y me
colmaban de alegría, en los matorrales de las altas
montañas, y en medio del tumulto de la fiesta.
ESCENA II
Los mismos, y PAULET.
PAULET.- ¡Vamos! ¿Hice al cabo bien, milady?
¿Merezco alguna vez vuestra gratitud?
MARÍA.- ¿Cómo, caballero? ¿Os debo este favor?
¿Sois vos?
PAULET.- ¿Por qué no he de ser yo? Estuve en
la corte, entregué vuestro escrito...
MARÍA.- ¿Lo presentasteis? ¿Es cierto que lo
habéis hecho? Y esta libertad de que gozo, es efecto
de mi carta...
PAULET. (Con intención.)-Y no el único. Os espera
otro mayor.
MARÍA.- ¿Mayor, caballero? ¿A qué aludís?
PAULET.- ¿Oís, no obstante, las trompas...?
MARÍA. (Retrocediendo inquieta.)- ¡Me asustáis!
PAULET.- La Reina caza cerca de aquí.
MARÍA.- ¿Cómo?
PAULET.- La veréis dentro de poco.
ANA. (Corriendo en auxilio de María, que vacila y
parece pronta a desmayarse.)- ¿Qué tenéis, señora querida?
¡Palidecéis!
PAULET.-¿Tengo razón, o no? ¿No lo deseabais?
Lo habéis logrado antes de lo que pensabais.
Ya que otras veces teníais tan suelta la lengua, preparad
vuestras palabras, porque es ocasión de hablar.
MARÍA.- ¡Oh! ¿Por qué no me lo avisaron?
¡Ahora no me siento dispuesta a esa entrevista; ahora
no! Lo que solicité suplicante como el favor más
señalado, paréceme temeroso y horrible... Ven, Ana,
llévame a la casa para reanimarme y tranquilizarme.
PAULET.- ¡Quedaos aquí! Es menester que la
esperéis. Mucho, mucho os angustia comparecer
ante vuestro juez.
ESCENA III
Los mismos y el CONDE DE SHREWSBURY.
MARÍA.- ¡No es por eso, Dios mío! He variado
de opinión... ¡Ay de mí, noble Shrewsbury! Algún
ángel del cielo os trae ahora aquí... ¡No puedo verla!
¡Guardadme, de su odiosa presencia!
SHREWSBURY.- ¡Cobrad ánimo, Reina! Apelad
a toda vuestra energía. He aquí el momento decisivo.
MARÍA.- He esperado largo tiempo... años enteros
me he preparado; me lo he dicho todo, lo he
grabado en mi memoria para persuadirla y conmoverla.
Todo se ha desvanecido de improviso; todo
lo he olvidado, y nada resta en mí en este instante
más que el vivo recuerdo de mis dolores. Con odio
implacable se revuelve contra ella mi corazón; mis
buenos pensamientos huyen en tropel, y los espíritus
infernales con su sombrío aspecto me cercan
por todas partes, sacudiendo sus cabezas de serpientes.
SHREWSBURY.- Reprimid vuestra ira impetuosa;
dulcificad la amargura de vuestro corazón.
Nada provechoso puede resultar del choque de un
odio contra otro. Por grande que sea la repugnancia
que experimentéis en vuestro interior acomodaos a
las circunstancias. Ella es la poderosa... ¡Humillaos!
MARÍA.- ¿Ante ella? ¡ Imposible!
SHREWSBURY.- Hacedlo, sin embargo. Habladle
con respeto, con resignación. Invocad su
magnanimidad, no la desafiéis; nada digáis de vuestros
derechos, porque la coyuntura no es propicia.
MARÍA.- ¡Ay de mí! ¡He pretendido mi ruina, y
mi mayor anhelo se ha trocado en maldición! ¡Nunca,
nunca debiéramos vernos! Nada, nada grato será
su fruto. Más fácil fuera que el fuego y el agua se
juntaran en amoroso lazo; más que el cordero acariciara
al tigre... Harto se me ha ofendido... ella me ha
hecho penar demasiado... Imposible es nuestra reconciliación.
SHREWSBURY.- ¡Vedla tan sólo! Testigo fui
de la emoción, que experimentó al leer vuestra carta,
y sus ojos se inundaron de lágrimas. No, no es insensible;
confiad más en ella... He aquí el motivo de
haberme adelantado, para que os reanimaseis, y
anunciaros su llegada.
MARÍA. (Estrechando su mano.)-¡Ah, Shrewsbury!
Siempre fuisteis mi amigo... ¡Ojalá que permaneciera
bajo vuestra guarda paternal! ¡Me han
maltratado, Shrewsbury!
SHREWSBURY.- ¡Olvidadlo todo! Ocupaos
únicamente en recibirla con amabilidad.
MARÍA.- ¿Está también con ella Burleigh, mi
mal ángel?
SHREWSBURY.- Nadie le acompaña más que
el Conde de Leicester.
MARÍA.- ¿Lord Leicester?
SHREWSBURY.- Nada temáis de su parte. No
desea vuestra ruina... Obra suya es que la Reina haya
accedido a veros.
MARÍA.- ¡Ay de mí! Bien lo sabía.
SHREWSBURY.- ¿Que decís?
PAULET.- ¡La Reina viene! (Todos se apartan; sólo
se queda María, apoyada en Ana.)
ESCENA IV
Los mismos; ISABEL, el CONDE DE LEICESTER
y séquito.
ISABEL. (A Leicester.)- ¿Cómo se llama este lugar?
LEICESTER.- El castillo de Fotheringhay.
ISABEL. (A Shrewsbury.)-Despedid para Londres
a nuestros monteros. El pueblo me agobia y
me molesta en las calles, y buscamos descanso en
este tranquilo parque. (Talbot hace alejarse al séquito.
Ella mira fijamente a María, mientras prosigue hablando
con Leicester.) Mis buenos súbditos me aman demasiado.
Con harto exceso, como idólatras, me muestran
su contento, aunque así se adore a Dios, no a
los mortales.
MARIA. (Que, medio desmayada, mientras tanto, en
los brazos de Ana, se repone, encontrándose sus ojos con la
mirada fija de Isabel. Tiembla entonces, y oculta de nuevo su
rostro en el seno de su nodriza.)- ¡Oh, Dios! Sus facciones
revelan qué no tiene sentimientos.
ISABEL.- ¿Quién es esa señora? (Silencio general.)
LEICESTER.- Estáis, oh Reina, en Fotheringhay.
ISABEL. (Como atónita, mirando severamente a Leicester.)
¿Quién ha hecho esto, lord Leicester?
LEICESTER.- Ya está hecho, Reina... y que el
cielo ahora, que ha guiado aquí vuestros pasos, conceda
el triunfo a la magnanimidad y a la compasión.
SHREWSBURY.- ¡Que se apiade vuestro corazón,
noble señora! Dignaos mirar con dulzura a la
desdichada, que así se desmaya a vuestro aspecto.
(María recobra sus fuerzas e intente aproximarse a Isabel;
pero se detiene silenciosa y temblando a la mitad del camino;
todos sus ademanes indican la más violenta agitación.)
ISABEL.- ¿Es posible, milores? ¿Quién me dijo,
pues, que su humildad era tan grande? Encuentro
una mujer llena de orgullo, no aleccionada por la
desgracia.
MARÍA.- ¡ Sea, pues; sufriré también este dolor!
¡Adiós por tanto, dignidad impotente de un alma
noble! ¡Quiero olvidar quién soy y lo que he padecido;
quiero prosternarme ante la misma a quien debo
mi oprobio. (Vuélvese hacia la Reina.) El cielo, hermana,
se ha decidido en vuestro favor. La victoria
ornó vuestra cabeza afortunada con la corona de la
victoria, y yo adoro al Dios que os ha ensalzado.
¡Pero sed ahora generosa, hermana mía! ¡No me
dejéis sumida en la vergüenza! ¡Tendedme vuestra
real mano para arrancarme de este abismo!
ISABEL. (Retrocediendo.)- Os encontráis en donde
debéis, lady María. Llena de gratitud estoy para
con Dios, que no ha consentido que yo me halle a
vuestros pies, como lo estáis a los míos.
MARÍA. (Con creciente pasión.)-Reflexionad en la
instabilidad de las cosas humanas, y en que hay deidades
vengadoras del orgullo. Honradlas, temedlas,
porque con su horrible poder me han traído a
vuestros pies... honraos vos misma en mí, ante estos
testigos extraños; no profanéis, no insultéis la sangre
de los Tudor, que corre en mis venas, como en
las vuestras... ¡Oh, Dios del ciclo! No te muestres
áspero e inaccesible, como los escollos que el náufrago
se esfuerza en alcanzar vanamente. ¡Mi vida,
mi destino, todo depende de mis palabras y del poder
de mis lágrimas! Abrid mi corazón para que
conmueva el suyo. Si me miráis glacialmente, mi pecho
se oprime temeroso, se seca el torrente de mis
ojos, y un frío terror encadena mis frases suplicantes
en lo íntimo de mi ser.
ISABEL. (Con indiferencia y severidad.)- ¿Qué tenéis
que decirme, lady Estuardo? Habéis querido
hablarme. Prescindo, de ser Reina, profundamente
ofendida, por cumplir los piadosos deberes de la
hermana, y os favorezco permitiendo que disfrutéis
de mi presencia. Sigo los impulsos de mi bondad,
exponiéndome a una justa crítica al rebajarme tanto...
porque os consta que habéis intentado asesinarme.
MARÍA.- ¿Cómo empezaré, para que sean discretas
mis palabras, y os conmuevan y no os ofendan?
¡Oh Dios! infunde elocuencia en mis palabras,
y aparta de ellas el aguijón que pudiera herir. No
puedo defenderme sin acusaros gravemente, y no lo
quiero... Me habéis tratado como no era justo, porque
soy Reina como vos, y me habéis retenido prisionera.
Vine a buscaros suplicante; y violando en
mí los santos deberes de la hospitalidad y el sagrado
derecho de las gentes, me encerrasteis entre las paredes
de un calabozo. Arrebatáronme cruelmente
mis amigos y servidores; tratóseme mezquinamente,
y se me sometió a un tribunal injusto. Pero no hablemos
más de esto. Que los horrores, sufridos por
mí, queden envueltos en eterno olvido... ¡Mirad! Lo
califico de fatalidad, y no os atribuyo culpa, como
yo tampoco la tengo. Del Averno surgió un espíritu
maligno, para encender el odio en nuestro corazones,
separándonos ya en nuestra tierna juventud,
y creció con nosotros, y hombres perversos atizaron
esa llama funesta, e insensatos fanáticos armaron de
espada y puñal manos no llamadas a empuñarlos...
Tal es la suerte fatal de los reyes; sus discordias llenan
el mundo de rencores, y toda desunión desencadena
las furias del infierno... Ahora no se
interpone nadie entre nosotros. (Acércase a ella confiada,
y le habla con acento cariñoso.) Estamos ambas
frente a frente. ¡Decid cuanto os agrade, oh hermana
mía! Acusadme, y yo os daré satisfacción cumplida.
¡Ah! ¿Por qué no me disteis audiencia,
cuando con tanto empeño os la pedía? No hubiésemos
ido tan lejos, y ahora no celebraríamos esta
triste entrevista, en lugar tan siniestro.
ISABEL.- Mi buena estrella me ha preservado
hasta ahora de calentar una víbora en mi seno... No
acusad al destino, sino a vuestro corazón perverso, y
a la ambición insaciable de vuestra casa. Ningún
disturbio había ocurrido entre nosotras, y ya vuestro
tío, ese sacerdote tan orgulloso como dominante,
que pone su osada mano en todas las coronas, os
inspiró sentimientos hostiles hacia mí, os persuadió
que tomaseis mis armas, que os apropiaseis mi título
de Reina, y luchaseis conmigo a vida o muerte... ¿A
quién no ha excitado contra mí? La lengua de los
sacerdotes, la espada de los pueblos, las armas temibles
del fanatismo religioso. Aquí mismo, en mi pacífico
reino, fomentó en daño mío, el fuego de la
sedición... Pero Dios me protege, y ese sacerdote
arrogante no ha obtenido el triunfo; amenazaban a
mi cabeza, y la vuestra es la que cae.
MARÍA.- ¡Yo estoy en manos de Dios! No abusaréis
sanguinariamente de vuestro poder...
ISABEL.- ¿Quién ha de impedirlo? Vuestro tío
ha dado el ejemplo a todos los reyes de la tierra, de
cómo se hace la paz con los enemigos. ¡ Sírvame de
lección la Saint Barthelemy! ¿Qué me importan los
vínculos de la sangre, ni el derecho de gentes? La
Iglesia rompe todos los lazos del deber, santifica el
perjurio y el regicidio, y yo hago tan sólo lo que
vuestros sacerdotes enseñan. Decidme, ¿qué garantía
me daríais en favor vuestro, si yo rompiera generosamente
vuestras cadenas? ¿Con qué cerradura
guardaría, yo vuestra fidelidad, que no pudiera
abrirla la llave de San Pedro? Sólo la fuerza es la seguridad,
y no hay alianza posible con la raza de las
víboras.
MARÍA.- ¡Oh! ¡Triste y de mal agüero es vuestra
sospecha! Siempre me habéis mirado como a
enemiga y extranjera. Si me hubieseis declarado heredera
vuestra, como, me corresponde de derecho,
la gratitud y el afecto os hubiesen dado en mí una
fiel amiga y hermana.
ISABEL.- Vuestra amistad, lady Estuardo, está
fuera de este reino; vuestra familia es el papado, y
vuestro hermano, el fraile... ¡Declararos mi heredera!
¡Lazo engañoso! Para que, en vida mía, sedujerais
a mis súbditos, como otra pérfida Armida, y
atrajerais a vuestras redes con astucia amorosa a los
mancebos nobles de mi reino, para que todos se
volviesen hacia el nuevo astro, mientras yo...
MARÍA.- ¡Reinad en paz! Yo renuncio a toda
pretensión a vuestra corona... ¡Ay de mí! Paralizados
están los vuelos de mi alma, y ya nada grande
me lisonjea... Habéis logrado vuestro objeto, y yo
soy sólo la sombra de María. En el largo desmayo
de la cárcel se ha desvanecido mi noble orgullo...
Me habéis reducido al último extremo, me habéis
destruido en la flor de mi edad... ¡Acabad al fin,
hermana! Decid, al cabo, cuál ha sido el propósito
de vuestra venida, porque yo no puedo creer que lo
hayáis hecho tan sólo para burlaros cruelmente de
vuestra víctima. ¡Decidlo, pues! Decidme: «¡ Sois libre,
María! He ejercido hasta ahora un poder; sabed
hasta dónde llega mi generosidad!» Decidlo y de
buen grado consideraré mi vida y mi libertad como
un presente recibido de vuestra mano... una palabra
sola, y lo pasado se borra. Yo la espero. ¡Oh! ¡Que
no la aguarde largo tiempo! ¡Ay de vos si no la pronunciáis,
porque si ahora, oh hermana, no os separáis
de mí como una divinidad gloriosa y benéfica...!
¡Ni por toda esta rica región, ni por todos los países
que abraza el vasto mar, quisiera yo, presentarme a
vuestra vista como os presentáis a la mía.
ISABEL.- ¿Conque al fin os confesáis vencida?
¿Es efecto de vuestras tramas? ¿No hay ya en campaña
asesino alguno? ¿No hay ya ningún aventurero,
que ose arriesgar a favor vuestro alguna triste
hazaña de caballería?... ¡ Sí; ya se acabó, lady María!
¡Ya no seduciréis a nadie! Otros cuidados preocupan
al mundo. A nadie agrada ya ser vuestro...
cuarto marido, porque dais la muerte a vuestros
amantes, como a vuestros esposos.
MARÍA. (Indignada.)- ¡Hermana, hermana! ¡Dios
mío, Dios mío! ¡Dame sólo moderación!
ISABEL. (Después de mirarla largo rato con orgulloso
desprecio.)- ¿Esos, oh lord Leicester, son los encantos,
que ningún hombre puede contemplar impunemente,
superiores a los de todas las demás
mujeres? ¡Parece imposible! A poca costa ha adquirido
esa fama, porque sólo cuesta, para ser una beldad
para todos, el pertenecer también a todos.
MARÍA.- ¡Esto es demasiado!
ISABEL. (Sonriendo burlescamente.)-Mostradnos
ahora vuestro rostro verdadero, porque hasta ahora
sólo hemos visto una máscara!
MARÍA. (Colérica, pero con noble dignidad.)- He
cometido mis faltas, humanas y propias de la edad
juvenil. El poder me sedujo, pero nada he ocultado
bajo el velo del misterio, ni avergonzándome de
manchar la grandeza soberana con falsos oropeles.
El mundo conoce mis actos más vituperables, y
puedo afirmar que soy mejor de lo que predica la
fama. ¡Ay de vos el día en que se levante el manto
de falso honor que vuestro disimulo arroja sobre el
desenfrenado ardor de vuestros placeres prohibidos!
No habéis heredado la honestidad de vuestra ma-
dre, porque harto sabemos cuáles son las virtudes
que llevaron al cadalso, a Ana Bolena.
SHREWSBURY. (Interponiéndose entre ambas Reinas.)-
¿A tal extremo habíamos de llegar, Dios del
cielo? ¿Es eso moderación, es eso docilidad, lady
María?
MARÍA.- ¿Moderación? He sufrido cuanto puede
sufrir un ser humano. ¡Adiós, pues, resignación
de cordero! ¡Refúgiate en otro mundo, dolorosa paciencia!
¡Rompe al fin las ataduras, sal de tu caverna,
cólera largo tiempo reprimida! ¡Y tú, que al irritado
basilisco dotaste de mirada mortal, pon en mi lengua
el dardo emponzoñado!
SHREWSBURY.- ¡Oh! ¡Está fuera de sí! ¡perdonad
a esa insensata, perdonad su ira extremada!
(Isabel, muda de rabia, mira a María con ojos inflamados.)
LEICESTER. (Muy inquieto, esforzándose en llevar
de allí a Isabel.)- ¡No escuchéis a esa furiosa! ¡Huyamos,
huyamos de este lugar infausto!
MARÍA.- El trono de Inglaterra se ve manchado
por una bastarda, y engañado el noble pueblo británico
por una astuta hipócrita... Si rigiera la justicia,
yaceríais ante mí en el polvo, porque yo sola soy
vuestra Reina. (Isabel se va a paso rápido, y los lores la
siguen en tropel.)
ESCENA V
MARÍA Y ANA.
ANA.- ¡Oh! ¿Qué habéis hecho? ¡Vase colérica!
¡Todo se acabó! ¡ Se desvaneció la última esperanza!
MARIA. (Fuera de sí)- ¿Que se va colérica ¡Lleva
la muerte en el corazón! (Abrazando a Ana.) ¡Oh,
Ana, cuán grande es mi contento! ¡Al cabo, al cabo,
tras años enteros de humillación, de dolores, llegó al
fin el momento de la venganza, el momento del
triunfo! El peso de una montaña no oprime ya mi
alma. He hundido el puñal en el pecho de mi enemiga.
ANA.-¡Desventurada! El delirio os arrastra.
Habéis ofendido a una mujer implacable. Ella dis-
pone del rayo, es Reina y la habéis insultado ante su
amante.
MARÍA.- La he escarnecido en presencia de
Leicester. Él lo ha visto, ha asistido a mi triunfo;
cuando la precipité desde su altura, estaba él allí, y
su proximidad aumentaba mi energía.
ESCENA VI
Los mismos y MORTIMER.
ANA.- ¡Oh, señor! ¡Qué resultado...
MORTIMER.- ¡Todo lo he oído! (Hace señal a
Ana de que se ponga de centinela y se acerca más. Toda su
traza indica una pasión violenta e invencible.) ¡Habéis
vencido! La habéis sumido en el polvo. ¡Erais la
Reina, y ella la culpable! Vuestro valor me ha entusiasmado,
y os adoro como a una deidad grande y
gloriosa, puesto que tal sois para mí en este instante.
MARIA.- ¿Hablasteis con Leicester y le entregasteis
mi carta y mi retrato?... ¡Responded, caballero!
MORTIMER. (Devorándola con los ojos.)- ¡Qué esplendor
os prestaba vuestra cólera, tan regia como
noble! ¡Cuánto aumentaba vuestros encantos! ¡ Sois
la mujer más bella del mundo entero!
MARÍA.- ¡Ruégoos, caballero, que satisfagáis mi
impaciencia! ¿Qué replicó milord? ¡Oh! decid, ¿qué
puedo yo esperar?
MORTIMER.- ¿Quién? ¿Él? ¡Un cobarde, un
miserable! ¡Nada esperéis de él!; despreciadlo, olvidadlo!
MARÍA.- ¿Qué os dijo?
MORTIMER.- ¿Salvaros él y poseeros? ¿Él a
vos? ¿Osarlo tan sólo? ¿Osarlo él? ¡Tendría que
combatir conmigo a muerte!
MARÍA.- ¿No le habéis entregado mi carta?...
¿Oh! entonces todo terminó.
MORTIMER.- Ese cobarde ama la vida. Quien
quiera salvaros y llamaros suya, ha de abrazarse a la
muerte con valor.
MARÍA.- ¿Nada quiere hacer por mí?
MORTIMER.- No hablemos más de él. ¿Qué
puede hacer, y para qué lo necesitamos? ¡Yo me
propongo libertaros, yo solo!
MARIA.- ¡Ay de mí! ¿Qué podéis hacer?
MORTIMER.- No os engañéis, como si vuestra
situación actual fuese la misma que ayer. Atendiendo
a la manera con que se separó la Reina de vos y
terminó vuestra entrevista, todo se ha perdido, toda
esperanza de clemencia acabó ya. Ahora es menester
obrar; la audacia ha de decidir; hay que jugar el
todo por el todo, y habéis de ser libre, antes de aparecer
el día de mañana.
MARÍA.- ¿Qué decís? ¿Esta noche? ¿Es esto
posible!
MORTIMER.- Oíd lo que he resuelto. He reunido
a mis compañeros en una capilla secreta. Un
sacerdote nos ha confesado, y nos ha absuelto de
todos los pecados cometidos, y de los que podamos
cometer. Hemos recibido los últimos sacramentos, y
estamos preparados para el viaje final.
MARÍA.- ¡Oh! ¡Qué horribles preparativos!
MORTIMER.- Esta misma noche asaltamos el
castillo. Las llaves están en mi poder. Matamos los
centinelas, os arrancamos a la fuerza de vuestra prisión,
y todos han de morir a nuestras manos, para
que no quede nadie que pueda revelar el rapto.
MARÍA.- ¿Y Drury y Paulet, mis carceleros?
Ellos verterían más bien la última gota de su sangre...
MORTIMER.- Caerán los primeros, heridos por
mi puñal.
MARÍA.- ¡Cómo! ¡Vuestro tío, vuestro segundo
padre?...
MORTIMER.- ¡Morirá a mis manos! Yo le mataré.
MARÍA.- ¡ Sangriento crimen!
MORTIMER.- ¡Me han absuelto de todos ellos!
Me atrevo a cometer las mayores extremidades, y
quiero hacerlo.
MARÍA.- ¡Eso es horrible, es horrible!
MORTIMER.- ¡Y asesinaré a la Reina, porque
lo he jurado sobre la hostia consagrada!
MARÍA.- ¡No, Mortimer! Antes que se derrame
tanta sangre por mi causa...
MORTIMER.- ¿Qué significa para mí la vida de
todos los hombres, comparada con vos y con mi
amor? Rómpanse los lazos que sujetan al orbe, y
que un nuevo diluvio ahogue a cuanto respira...
¡Nada respeto ya! ¡Que llegue el fin del mundo antes
que yo renuncie a vos!
MARÍA. (Retrocediendo.)-¡Dios mío! ¡Qué lenguaje,
Señor!... ¡ qué miradas!... ¡me asustan, me espantan!
MORTIMER. (Con ojos extraviados, y expresando
un secreto delirio.)- La vida es un segundo de tiempo, y
la muerte otro. ¡Que me lleven arrastrando a
Tyburn! ¡ que arranquen uno a uno mis miembros
con tenazas ardiendo... (Acercándose a ella de repente
con los brazos abiertos.) con tal que yo te abrace, oh tú,
amada por mí entrañablemente!...
MARÍA. (Retrocediendo.)- ¡Atrás, insensato!
MORTIMER.- Ese pecho, esos labios que respiran
amor...
MARÍA.- ¡Por Dios, caballero! ¡Dejadme entrar!
MORTIMER.- Delira sin duda quien no retiene
la dicha en un abrazo infinito, cuando Dios la pone
a su alcance. Quiero salvaros, aunque me cueste diez
vidas, y te salvaré, porque quiero, tan cierto como
Dios existe, y lo juro, juro que quiero poseerte!
MARÍA.- ¡Oh! ¡Ningún Dios, ningún ángel me
protegerá. ¡Horrible destino el mío! Me llevas iracundo
de un terror a otro. ¿He nacido tan sólo para
excitar el delirio? El odio y el amor ¿se han de conjurar
para espantarme?
MORTIMER.- Sí; yo te amo con tanto ardor
como ellos te odian. Quieren decapitarte, cortar con
el hacha del verdugo ese cuello de blancura deslumbradora.
Consagra, pues, al Dios, que alegra la vida,
lo que ha de sacrificarse al odio sanguinario. Con
estos encantos, que ya no son tuyos, bendice a tu
dichoso amante. ¡Que los bellos rizos y el sedoso
cabello, porción ya del sombrío poder de la muerte,
sirvan para encadenar perpetuamente a tu esclavo!
MARÍA.- ¡Oh! ¡Qué palabras me veo obligada a
oír! Mi desdicha, mis sufrimientos, ya que no mi
dignidad de Reina, debieran infundiros respeto.
MORTIMER.- La corona ha caído ya de tu cabeza,
y nada te resta de tu majestad terrestre. Pero
prueba a mandar; da tus órdenes, y verás si se presenta
un salvador, un amigo. Sólo te queda tu rostro
encantador y el poder divino de tu incomparable
belleza, que me hace tentarlo y aventurarlo todo, y
hasta someterme al hacha del verdugo.
MARÍA.- ¡Oh! ¿Quién me librará de su furor?
MORTIMER.- Un servicio peligroso exige proporcionada
recompensa. ¿Por qué vierte el valiente
su sangre? La vida es el bien supremo, e insensato el
que la prodiga vanamente. ¡Quiero antes descansar
en tu ardoroso seno! (La estrecha con fuerza contra su
pecho.)
MARÍA.- ¡Oh! ¿Es menester que yo pida auxilio
contra el hombre que ha de ser mi libertador?...
MORTIMER.- ¡No eres insensible! El mundo
no acusa tu frialdad, y la ferviente súplica del amor
puede conmoverte. Tú hiciste feliz al cantor Rizio, y
Bothwell supo seducirte.
MARÍA. - ¡Temerario!
MORTIMER.- ¡ Sólo era tu tirano! Temblabas
ante él cuando le amabas; pero si sólo el miedo
puede conquistarlo, ¡por el Dios del cielo!...
MARÍA.- ¡Dejadme! ¿Estáis loco?
MORTIMER.- ¡También temblarás ante mí!
ANA. (Entrando precipitadamente.)- ¡Alguien viene!
¡Que llegan! Gentes armadas llenan todo el jardín.
MORTIMER. (Reponiéndose, y empuñando su espada.)
– Yo os defenderé.
MARÍA.- ¡Oh Ana! ¡ líbrame de sus manos! ¿En
dónde encontraré yo, ¡ ay de mí, desventurada! un
lugar de refugio? ¿Qué santo invocaré? Aquí la violencia,
allí la muerte. (Huye hacia la casa, seguida de
Ana.)
ESCENA VII
MORTIMER; PAULET y DRURY, que entran precipitadamente,
fuera de sí. Su séquito acude también a la escena
PAULET.- ¡Cerrad las puertas! ¡Levantad los
puentes!
MORTIMER.- Tío, ¿qué hay?
PAULET.- ¿En dónde está la asesina? ¡Abajo
con ella, al calabozo más oscuro!
MORTIMER.- Pero ¿qué hay? ¿qué sucede?
PAULET.- ¡La Reina! ¡Malditas manos! ¡Osadía
diabólica!
MORTIMER.- ¡La Reina! ¿Qué Reina?
PAULET.- ¡La de Inglaterra! ¡La han asesinado
en las calles de Londres. (Entra corriendo en la casa.)
ESCENA VIII
MORTIMER, y poco después OKELLY.
MORTIMER.- ¿He perdido acaso el juicio?
Ahora mismo, ¿no acaba de pasar alguno, exclamando:
«Han asesinado a la Reina?» No, no; estoy
soñando. Mi fiebre me ofrece a los sentidos, como
verdaderas y reales, las imágenes sombrías que ocupan
mi mente. ¿Quién viene? Es Okelly. Tan asustado...
OKELLY. (Entrando precipitadamente.)-¡Huid,
Mortimer! ¡Huid! ¡Todo se ha perdido!
MORTIMER.- ¿Qué se ha perdido?
OKELLY.- ¡No preguntéis más! Pensad sólo en
huir pronto.
MORTIMER.- ¿Qué hay, pues?
OKELLY.- ¡ Salvaje, el insensato, dio el golpe!
MORTIMER.- ¿Es cierto?
OKELLY.- ¡Verdad, verdad! ¡Oh! ¡Salvaos!
MORTIMER.- ¡Ha muerto, y María subirá al
trono de Inglaterra!
OKELLY.- ¡Asesinada! ¿Quién lo ha dicho?
MORTIMER.- Vos mismo.
OKELLY.- ¡Vive! Vos y yo estamos consagra
dos a la muerte.
MORTIMER.- ¿Vive?
OKELLY.- Se erró el golpe; lo recibió su man
to, y Shrewsbury desarmó al asesino.
MORTIMER.- ¿Vive?
OKELLY.- Vive para perdernos a todos. ¡Ve
nid, porque están ya cercando el parque!
MORTIMER. - ¿Quién ejecutó esa acción insensata?
OKELLY.- El barnabita de Tolón, a quien visteis
sentado pensativo, cuando el fraile pronunció el
anatema lanzado contra la Reina por el Papa. Quiso
emplear el medio más eficaz y breve para libertar
con un golpe atrevido a la Iglesia de Dios, y ganar la
corona del martirio. Sólo al confesor confió su se-
creto, y lo puso en práctica en el camino de Londres.
MORTIMER. (Después de largo silencio.)-¡ Destino
cruel y furioso te persigue, oh desdichada! Ahora...
sí; ahora has de morir, porque tu ángel de la
guarda prepara ya tu ruina.
OKELLY.- Decid, ¿a dónde huís? Yo corro a
ocultarme en los bosques del Norte.
MORTIMER.- ¡Huid, pues, y que Dios os guíe!
Yo me quedo. Intentaré todavía salvarla; y si no lo
logro, moriré sobre su féretro. (Vanse en distintas direcciones.)
ACTO IV
Una antesala
EL CONDE D’AUBESPINE, KENT y
LEICESTER.
AUBESPINE.- ¿Cómo está S.M.? Todavía, mi-
lores, me encuentro embargado por el horror.
¿Cómo ha sucedido esto? ¿Cómo, en medio del
pueblo, más fiel...?
LEICESTER.- El asesino no es inglés. Es un
francés, un súbdito de vuestro Monarca.
AUBESPINE.- ¡ Sin duda un insensato!
KENT.- ¡Un Papista, Conde d’Aubespine!
ESCENA II
Los mismos y BURLEIGH, en conversación con
DAVISON
BURLEIGH.- Que se extienda al instante la orden
de ejecución, y que se le ponga el sello. Cuando
se haga, se llevará a la firma de la Reina. ¡Andad!
No hay tiempo que perder.
DAVISON.- Se hará. (Vase.)
AUBESPINE. (Saliendo al encuentro de Burleigh.)-
Milord, mi leal corazón comparte la justa alegría de
esta isla. ¡Loado sea Dios, que ha apartado el puñal
asesino de la cabeza de S.M.!
BURLEIGH.- Alabado sea, por haber confundido
la maldad de nuestros enemigos.
AUBESPINE.- Castigue Dios al autor de tan
criminal atentado.
BURLEIGH- Al autor, y a su indigno instigador.
AUBESPINE. (A Kent.)- ¿Agrada a V.E., lord
mariscal, acompañarme a ver a S.M., para deponer
humildemente a sus pies el testimonio de felicitación
de mi señor y Rey?
BURLEIGH- No os empeñéis, Conde
d’Aubespine...
AUBESPINE. (Con oficiosidad.)- Sé lord Burleigh,
cuál es mi deber.
BURLEIGH.- Vuestro deber es abandonar esta
isla cuanto antes.
AUBESPINE. (Retrocediendo admirado.)- ¿Cómo?
¿Qué decía?
BURLEIGH.- Vuestra misión sagrada os protege
hoy; mañana no.
AUBESPINE.- ¿Y cuál es mi delito?
BURLEIGH.- Si lo declaro, no puede perdonarse.
AUBESPINE- Espero, milord, que el derecho
de gentes...
BURLEIGH.- Ampara... no la alta traición.
LEICESTER Y KENT.- ¡Ah! ¿Qué es esto?
AUBESPINE.- Milord, pensad que...
BURLEIGH.- Un pasaporte, escrito por vuestra
mano, se ha encontrado en el bolsillo del criminal.
KENT.- ¿Es posible?
AUBESPINE.- Firmo muchos pasaportes, pero
no puedo leer en el corazón del hombre,
BURLEIGH.- El asesino confesó en vuestra casa.
AUBESPINE.- Mi casa está abierta...
BURLEIGH.- Para todos los enemigos de Inglaterra.
AUBESPINE.- ¡Pido que se haga una información!
BURLEIGH.- ¡Temedlo!
AUBESPINE.- En mí es ultrajado mi Soberano,
y romperá la alianza celebrada.
BURLEIGH.- La Reina la ha roto ya, e Inglaterra
no se unirá con Francia. Milord Kent, os encargáis
de custodiar al Conde hasta la mar. El pueblo,
en rebelión, ha asaltado su domicilio, en donde se
encontró un arsenal completo de armas; amenaza
hacerlo pedazos si se presenta. Ocultadlo, pues,
hasta que se calme su ira. Respondéis de su vida.
AUBESPINE.- Me voy, y abandono este país
en donde se escarnece el derecho de gentes, y se
burlan de los tratados... mi Rey tomará sangrienta
venganza...
BURLEIGH.- ¡Que venga a buscarla! (Vanse
Kent y Aubespine.)
ESCENA III
LEICESTER Y BURLEIGH.
LEICESTER.- Así desatáis otra vez los lazos,
que anudasteis con tanto empeño por vuestra voluntad
exclusiva. Poco, milord, os agradecerá Inglaterra
el trabajo inútil que empleasteis.
BURLEIGH.- Mi objeto era loable. Dios ha
dispuesto otra cosa. Dichoso aquel que no ha cometido
yerro más grave.
LEICESTER.- Se conoce el aire misterioso de
Cecil, cuando persigue un crimen contra el Estado...
Ahora,, milord, es el momento propicio para vos.
Se ha cometido un crimen monstruoso y el velo del
secreto envuelve todavía a sus autores. Se iniciará un
proceso para averiguarlo. Se examinarán palabras y
gestos, y hasta los pensamientos se pasarán por la
justicia. Sois en tales casos el hombre importante, el
atlas del Estado, y toda Inglaterra descansa en
vuestros hombros.
BURLEIGH.- Conozco, milord, que sois mi
maestro. La victoria lograda por vuestra elocuencia
es superior a todas las mías.
LEICESTER.- ¿Qué queréis decir?
BURLEIGH.- ¿No habéis sido, pues, quién
ignorándolo yo, os habéis dado traza de atraer a la
Reina a Fotheringhay?
LEICESTER.- ¿Ignorándolo vos? ¿Cuándo os
he ocultado nada por miedo?
BURLEIGH.- ¿No habéis llevado a la Reina a
Fotheringhay? Pero no. Vos no la llevasteis... Fue la
Reina tan complaciente que os llevó.
LEICESTER.- ¿Qué os proponéis al decir eso,
milord?
BURLEIGH.- ¡Brillante papel habéis hecho representar
a la Reina! ¡Glorioso triunfo te habéis
preparado! ¡Y por fiarse de vos!... ¡Bondadosa Princesa!
¡Cuán descaradamente se han mofado de ti!
¡Cómo te han sacrificado sin misericordia!... ¿Es
esta la magnanimidad y la dulzura, que invocasteis
de repente en el Consejo? ¡He aquí por qué la Es-
tuardo era una enemiga tan débil y despreciable, que
no merecía la pena de mancharse con su sangre!
¡Plan hábil! ¡Donosa traza.! ¡Lástima sólo que tan
afilada punta se embotase!
LEICESTER.- ¡Necio! ¡ Seguidme inmediatamente!
Me daréis satisfacción de vuestras palabras
ante el trono de la Reina.
BURLEIGH.- Allí me encontraréis... y cuidad,
milord, que no os falte allí vuestra elocuencia. (Va-
se.)
ESCENA IV
LEICESTER solo, y luego MORTIMER.
LEICESTER.- Me han conocido; adivinaron
Mis propósitos... ¿Cómo ese desdichado ha seguido
mis pasos? ¡Ay de mí, si tiene algunas pruebas! Si
llega a saber la Reina que María y yo nos entendemos...
¡Dios mío! ¡Cuán culpable no he de parecer-
le! ¡Cuán falaz, cuán solapado no se juzgará mi
consejo de llevarla a Fotheringhay! ¡Creerá que me
he burlado horriblemente de ella, y que le he hecho
traición por su odiada enemiga! ¡Oh!, ¡Nunca, nunca
lo perdonará! ¡Todo le parecerá premeditado,
hasta el amargo giro de esta entrevista, y el triunfo, y
la risa burlona de su rival! ¡ Sí; hasta la mano misma
del asesino, sangrienta y terrible, que un destino
inesperado y cruel ha mezclado en todo esto, se estimará
como obra mía! No veo medio alguno de
salvación. ¡Ah! ¿Quién viene?
MORTIMER. (Que llega muy conmovido, y mira
asustado alrededor.)-¡Conde Leicester! ¿Sois vos?
¿Estamos sin testigos?
LEICESTER.- ¡Fuera de aquí, desventurado!
¿Qué buscáis?
MORTIMER.- Siguen nuestro rastro y el vuestro
también. ¡Vivid alerta!
LEICESTER.- ¡Fuera, fuera!
MORTIMER.- Se sabe que en la casa del Conde
d’Aubespine se ha celebrado un conciliábulo...
LEICESTER.- ¿Y qué me importa?
MORTIMER.- Y han preso al asesino...
LEICESTER.- Es cuenta vuestra. ¡Qué temeridad!
¿Por qué razón habéis de mezclarme en vuestros
crímenes sangrientos? Defended vosotros solos
vuestras acciones censurables.
MORTIMER.- Pero escuchadme siquiera.
LEICESTER. (Con profunda ira.)- ¡ Idos al infierno!
¿Por qué habéis de seguir todos mis pasos como
un espíritu infernal? ¡Lejos de aquí! Yo no os
conozco, ni tengo que ver nada con asesinos.
MORTIMER.- No queréis escucharme. Vengo a
advertiros que también os han descubierto.
LEICESTER.- ¡Ah!
MORTIMER.- El Gran Tesorero estuvo en
Fotheringhay sin perder un instante, después de ese
suceso malhadado; registraron escrupulosamente la
habitación de la Reina, y, encontraron en ella...
LEICESTER.- ¿Cómo?
MORTIMER.- El principio de una carta, dirigida
a vos.
LEICESTER.- ¡Desventurada!
MORTIMER.- En la cual os exhorta a que
cumpláis vuestra palabra; os promete de nuevo su
mano; os recuerda el envío de su retrato...
LEICESTER.- ¡Muerte y condenación!
MORTIMER.- Lord Burleigh la tiene en su poder.
LEICESTER.- ¡ Soy hombre perdido! (Paséase
precipitadamente, lleno de angustia, mientras le habla Mortimer.)
MORTIMER.- ¡Aprovechad la ocasión! ¡Prevenidla!
¡Salvaos y jurad que no sois culpable, inventad
excusas, ahuyentad la más deplorable desgracia!
Nada puedo hacer yo. Mis compañeros se han dispersado,
y nuestra conjuración se ha disuelto. Yo
me dirijo apresuradamente a Escocia para reunir allí
nuevos amigos. Os toca ahora ensayar lo que puede
vuestra influencia y vuestra osadía.
LEICESTER. (Que se detiene como si le ocurriera una
idea repentina.)-¡Así lo haré! (Vase hacia la puerta, la
abre y grita.) ¡Hola, guardias! (Al oficial, que entra con
hombres, armados.) ¡Prended a este enemigo del Estado,
y custodiadlo bien! ¡ Sé ha descubierto la conspiración
más infame! ¡Yo mismo voy a anunciarlo a la
Reina! (Vase.)
MORTIMER. (Que se queda al pronto, estupefacto,
reanimándose después, y mirando a Leicester con el mayor
desprecio) ¡Ah infame!... ¡Y, sin embargo, lo merezco!
¿Quién me obligó a fiarme de un miserable? Huéllame
ahora, porque mi ruina es su puente de salvación...
¡ Sálvate, pues! ¡Mis labios no te descubrirán,
porque no quiero arrastrarte en mi caída. Ni para
morir necesito tu ayuda. La vida es el único bien del
malvado. (Al oficial de guardia, que se acerca para prenderlo.)
¡Qué te propones, vil esclavo, vendido a la
tiranía? ¡Me burlo de ti, y soy libre! (Sacando un puñal.)
EL OFICIAL.- Está armado... ¡quitadle su puñal!
(Lo rodean, y él se defiende.)
MORTIMER.- ¡Y libre en mi último instante,
abriré mi corazón y daré suelta a mi lengua! ¡Muerte
y maldición sobre vosotros, traidores a vuestro Dios
y a vuestra verdadera Reina! Desleales os separáis de
la María de la tierra y de la del cielo, y os vendéis a
una Reina bastarda...
EL OFICIAL.- ¿Oís sus blasfemias? ¡Ea! ¡Prendedlo
ya!
MORTIMER.-¡Oh amada mía! No he podido
librarte pero te probaré mi valor varonil. ¡Divina
María, ruega por mí, y llámame a tu lado en el cielo!
(Se hiere con su puñal y cae en los brazos de los guardias.)
ESCENA V
Aposento de la Reina.
ISABEL, con una carta en la mano, y BURLEIGH.
ISABEL.- ¡Llevarme allí! ¡Burlarse así de mí!
¡Proporcionar a mi costa ese triunfo a mi rival! ¡Oh!
¡ Jamás, oh Burleigh, se ha engañado tan infamemente
a mujer alguna!
BURLEIGH.- Aun no he llegado a comprender
cómo lo ha conseguido, qué artificios, qué poder
mágico ha empleado para sorprender tan completamente
la discreción de mi Reina.
ISABEL.- ¡Oh! ¡Yo muero de vergüenza!
¡Cuánta mofa habrá hecho de mi debilidad! ¡Creí
humillarla, y fui yo misma el blanco de su escarnio!
BURLEIGH.- Ahora estimaréis el valor de mis
consejos.
ISABEL.- ¡Oh! Cruel ha sido mi castigo por no
haberlos seguido. Y ¿por qué no darle crédito?
¿Cómo ver en tan tiernos juramentos de amor un
lazo pérfido? ¿De quién fiarme, si él me vende?
¡Cuando yo lo he elevado sobre todos los grandes,
el preferido por mí, y permitiéndole que en mi corte
fuera el primero, casi un rey!
BURLEIGH.- ¡Y, al mismo tiempo, os hacía
traición por esa falsa Reina de Escocia!
ISABEL.- ¡Oh! ¡Me lo pagará con su sangre!...
Decidme, ¿la sentencia se ha extendido ya?
BURLEIGH.- Está preparada como ordenasteis.
ISABEL.- ¡Ha de morir! ¡Él la verá sucumbir, y
la seguirá después! Lo he arrancado de mi corazón.
Desvaneciese mi amor, y queda sólo la venganza.
¡Que desde su altura sea más profunda y vergonzosa
su caída! ¡Que sea el símbolo de mi rigor, como
lo ha sido de mi debilidad! ¡Que lo lleven a la Torre;
elegiré los pares que han de juzgarlo! ¡Que se le
apliquen las leyes más severas!
BURLEIGH.- Se dará traza de veros y justificarse.
ISABEL.- ¿Cómo se ha de justificar? ¿No lo
condena esta carta? ¡Oh! Su delito es tan claro como
la luz.
BURLEIGH.- Pero sois buena y compasiva. Su
aspecto, el influjo de su presencia...
ISABEL.- No quiero verlo. No; ¡nunca más!
¿Habéis dado la orden de que se vuelva si viene?
BURLEIGH.- Así se ha ordenado.
UN PAJE. (Que entra.)- ¡Milord Leicester!
ISABEL.- ¡ Indigno! No quiero verlo. Decidle
que no quiero verlo.
EL PAJE.- No me atrevo a decírselo, y además
no me creería.
ISABEL.- ¿A tal punto le he engrandecido, que
mi mismo servidor lo teme más que a mí?
BURLEIGH. (Al Paje.)- La Reina prohíbe que la
vea. (El Paje se va vacilando.)
ISABEL. (Después de un momento de silencio.)- Pero
si fuese eso posible... Si pudiera justificarse... Decidme,
¿no podría ser todo ello un lazo, tendido por
María, para separarme de mi más fiel servidor? ¡Oh!
Ella es una redomada maestra en intrigas. ¿Si habrá
escrito sólo la carta para infundir en mi corazón
ponzoñosa sospecha, y, porque lo aborrece, precipitarlo
en la desdicha...?
BURLEIGH.- Pero reflexionad, señora...
ESCENA VI
Los mismos, y LEICESTER
LEICESTER. (Que abre con ímpetu la puerta, y entra
con imperio.)- Quiero yo saber quién es el desvergonzado
que me cierra el aposento de mi Reina.
ISABEL.- ¡Hola! ¡Atrevido!
LEICESTER.- ¡Rechazarme a mí! Si está visible
para un Burleigh, también lo está para mí.
BURLEIGH.- Sois bien osado para entrar aquí
sin permiso.
LEICESTER.- Y vos muy temerario, milord,
para hablar ahora aquí. ¡El permiso! ¡No faltaba
más! Nadie hay en esta corte con facultades bastantes
para conceder o negar la entrada a lord Leicester.
(Acercándose humildemente a Isabel.) Que oiga yo
de los mismos labios de mi Reina...
ISABEL. (Sin mirarlo.)- ¡Retiraos de mi vista, miserable!
LEICESTER.- Al oír estas palabras ásperas, no
las atribuyo a mi bondadosa Isabel, sino al lord mi
enemigo... Yo apelo de ellas a mi Isabel... ya que lo
escucháis, igualadme a él.
ISABEL.- ¡Hablad, infame! ¡Agravad vuestro
delito! ¡Negadlo!
LEICESTER.- Que se vaya primero este importuno...
Alejaos, milord... Para lo que he de hablar
a la Reina, no necesito testigos. ¡Andad!
ISABEL. (A Burleigh.)-¡Quedaos! ¡Yo lo mando!
LEICESTER.- ¿Qué necesidad hay de un tercero
en discordia entre vos y yo? Me dirijo a mi adorada
Reina... Ejerzo los derechos que me
corresponden... ¡Y son derechos sagrados! E insisto
en ellos, para que milord se vaya.
ISABEL.- ¡Os conviene, a fe mía, usar ese lenguaje
orgulloso!
LEICESTER.- Sí, por Dios, porque soy el
hombre afortunado a quien habéis concedido el privilegio
insigne de vuestro favor, distinción que me
enaltece sobre él y sobre todos. Vuestro corazón me
ha dado ese alto rango, y lo que el amor me ha
prestado, sabré ¡por el cielo! conservarlo a costa de
mi vida... Bástanme sólo algunos instantes para que
me entendáis.
ISABEL.- Esperáis en vano engañarme con
vuestras palabras astutas.
LEICESTER.- Os engañaría quizás ese retórico;
pero yo hablaré a vuestro corazón, y cuanto me
aventuré a hacer, confiado en vuestro favor, es solo
suficiente para justificarme... El tribunal único, que
ha de juzgarme, es vuestra inclinación.
ISABEL.- ¡Desvergonzado! Justamente eso es
lo que os condena primero... ¡Mostradle la carta,
milord!
BURLEIGH.- ¡Hela aquí!
LEICESTER. (Que la lee sin inmutarse.)- Es de
puño y letra de la Estuardo.
ISABEL.- ¡Leedla y llenaos de confusión!
LEICESTER. (Tranquilo, después de leerla.)- Las
apariencias me condenan; pero ¿puedo acaso confiar
en que no se me juzgue por ellas?
ISABEL.- ¿Podéis negar que habéis tenido relaciones
secretas con la Estuardo, que habéis recibido
su retrato, y que le habéis dado esperanzas de libertarla?
LEICESTER.- Me sería fácil, si me creyera culpable,
rechazar el testimonio de mi enemiga. Pero
mi conciencia no me acusa, y confieso que ha escrito
la verdad.
ISABEL.- ¿Y entonces, desdichado...?
BURLEIGH.- ¡Él mismo se condena!
ISABEL.- ¡Lejos de mí! ¡A la Torre... traidor!
LEICESTER.- No lo soy. He faltado, ocultándoos
esto, pero mi propósito, era loable, puesto que
sólo tendía a averiguar cuáles eran las intenciones de
vuestra enemiga; y a perderla de este modo.
ISABEL.- ¡Triste derrota!
BURLEIGH.- ¡Cómo, milord! ¿Creéis...
LEICESTER.- Mi juego ha sido, arriesgado,
constándome que solo el Conde de Leicester podría
acometerlo en esta corte. Todo el mundo sabe que
odio a la Estuardo. El rango que tengo, la confianza
que la Reina me dispensa, han de desvanecer cualquiera
duda sobre la rectitud de mi conducta. Bien
podía el hombre distinguido entre todos por vuestro
favor, distinguirse también por su osadía, y cumplir
su deber.
BURLEIGH.- Pero ¿a qué callar, si vuestro designio
era bueno?
LEICESTER.- Tenéis por costumbre, oh mi-
lord, hablar antes de obrar, y sois la campana que
anuncia nuestras propias acciones. Tal es vuestro
hábito. El mío, al contrarío, es obrar primero y hablar
después.
BURLEIGH.- Y habláis ahora, porque la necesidad
os obliga.
LEICESTER. (Mirándolo con desprecio y orgullo, de
pies a cabeza.) -Y os alabáis de haber llevado a término
una empresa maravillosa, de haber salvado a
vuestra Reina, de haber desenmascarado la traición...
Creéis saberlo todo, que nada escapa a vuestra
vista perspicaz... ¡pobre fanfarrón! A pesar de
vuestra vigilancia, hoy mismo estaría libre María
Estuardo, si yo no lo impidiera.
BURLEIGH.- ¿Hubieseis acaso...?
LEICESTER.- ¡Yo, milord! La Reina se había
fiado de Mortimer; le reveló su secreto, y tan lejos
fue, que le confió una sangrienta comisión contra
María, por haberla rechazado su tío con horror...
Decid ¿no es verdad? (La Reina y Burleigh se miran
asombrados)
BURLEIGH.- Y ¿cómo llegasteis a saber...
LEICESTER.- Pero ¿no es así? Ahora bien,
milord: ¿en dónde estaban vuestros ojos de Argos,
cuando no veíais, que ese Mortimer os engañaba?
¿que era un papista fanático, instrumento de los
Guisas, criatura de María Estuardo, entusiasta, osado
y valiente, que había venido para libertarla, asesinar
a la Reina...?
ISABEL. (Con la mayor sorpresa.)-¿Ese
Mortimer?...
LEICESTER.- Era el intermediario entre María
y yo, y lo conocí con este motivo, Hoy debía salir
ella de su prisión a viva fuerza; según me ha dicho él
mismo. Hice que lo prendieran, y desesperado, al
considerar que encallaba en su empresa y que sería
descubierto, se suicidó.
ISABEL.- ¡Oh! Me han engañado de un modo
inaudito... Ese Mortimer...
BURLEIGH.- Y eso ¿ha sucedido ahora? ¿poco
después de separarnos?
LEICESTER.- Mucho he lamentado, por lo que
me interesa, que haya muerto así. Su testimonio, en
vida me exculparía por completo, y me libraría de
toda sospecha. Por esta razón quería ponerlo en
manos de la justicia. Un proceso, muy severo en sus
trámites, hubiese demostrado mi inocencia ante todo
el mundo.
BURLEIGH.- ¿Decís que se suicidó? ¿Se mató
con sus propias armas, o lo matasteis vos?
LEICESTER. -¡ Indigna sospecha! Que lo pregunten
a los guardias, a quienes lo entregué. (Va a la
puerta, y llama, y entra el Oficial.) Contad a S.M. lo que
ha pasado con Mortimer.
EL OFICIAL.- Yo estaba de guardia en la antesala,
cuando milord abrió las puertas de repente, y
me mandó prender a un caballero, por delito de alta
traición. Vímoslo después enfurecerse, sacar un puñal,
y maldiciendo a la Reina horriblemente, y sin
que pudiéramos evitarlo, atravesarse el pecho, y caer
en tierra muerto...
LEICESTER.- ¡Está bien! Podéis retiraros, caballero.
Es lo que deseaba saber la Reina. (Vase el
Oficial.)
ISABEL.- ¡Oh! ¡qué horroroso abismo!
LEICESTER.- ¿Quién ha sido, pues, vuestro
salvador? ¿Milord, Burleigh? ¿Conocía siquiera el
peligro que os amenazaba? ¿Lo ha apartado de
vuestra cabeza?... ¡Vuestro fiel Leicester ha sido
vuestro ángel de la guarda!
BURLEIGH.- Conde: ese Mortimer ha muerto
muy oportunamente para vos.
ISABEL.- No sé qué decir. Os creo, y no os
creo. Os considero como culpable y como inocente.
¡Oh mujer odiosa que me traes tantos sinsabores!
LEICESTER.- ¡Es preciso que muera! Ahora
pido yo mismo su muerte. Os aconsejé que suspendieseis
la ejecución de la sentencia, hasta que se levantase
en su ayuda un nuevo defensor. Ya llegó el
momento... e insisto en que su suplicio se ejecute
sin tardanza.
BURLEIGH.- ¿Y vos lo aconsejáis? ¿Vos?
LEICESTER.- Por mucho que me repugne
apelar a esos extremos, entiendo y juzgo que el bien
de la Reina exige ese sacrificio cruento. Propongo,
por tanto, que la orden para la ejecución se expida
inmediatamente.
BURLEIGH. (A la Reina.)- Ya que milord se
expresa tan leal y formalmente, opino que él se encargue
del cumplimiento de la sentencia.
LEICESTER.- ¿Yo?
BURLEIGH.- ¡Vos! No hay mejor medio de disipar
las sospechas, que pesan sobre vuestra conducta,
que vos mismo decapitéis a la que se os acusa
de amar.
ISABEL. (Mirando fijamente a Leicester)- El consejo
de milord me agrada. ¡Que sea así, y no hablemos
más
LEICESTER.- La alteza de mi rango debiera
eximirme de tan triste comisión... a todas luces más
a propósito para un Burleigh que para mí. El que
tan cerca se halla de la Reina, nunca debiera ser causante
de desdichas. Sin embargo, para probar mi
celo y contentar a mi Soberana, renuncio a las prerrogativas
que corresponden a mi posición, y acepto
ese odioso encargo.
ISABEL.- Lord Burleigh lo desempeñará también
con vos. (A Burleigh.) Cuidad de que la orden se
cumpla inmediatamente. (Vase Burleigh; óyese fuera
tumulto)
ESCENA VII
Los mismos, y el CONDE DE KENT
ISABEL.- ¿Qué sucede, milord de Kent? ¿Qué
sedición estalla en la ciudad?... ¿Qué es?
KENT.- Es el pueblo, oh Reina, qué rodea al
palacio. Pide a voces veros.
ISABEL.- Y ¿qué desea mi pueblo?
Kent.- Ha circulado en Londres el rumor horrible
de que vuestra vida está en peligro, y que os
amenazan asesinos, enviados por el Papa; que los
católicos se han conjurado para sacar por fuerza a la
Estuardo de la cárcel, y, proclamarla reina. El populacho
lo cree, y está furioso. Sólo la decapitación
de la Estuardo, que ha de ejecutarse hoy, podrá
calmarlo.
ISABEL.- ¿Qué decís? ¿Intentarán obligarme a
ello?
KENT.- Están resueltos a no retirarse hasta que
hayáis firmado la sentencia.
ESCENA VIII
Los mismos, y BURLEIGH y DAVISON, con un escrito.
ISABEL.- ¿Qué traéis, Davison?
DAVISON. (Acercándose con gravedad.)- Habéis
ordenado, oh Reina...
ISABEL.- ¿Qué es esto? (Al tomar el escrito, tiembla
y retrocede.) ¡oh, Dios mío!
BURLEIGH.- Obedeced a la voz del pueblo,
que es la voz de Dios.
ISABEL. (Vacilante, y en lucha consigo misma.)¡
Oh, lores míos! ¿Quién será capaz de decirme, si la
voz, que oigo, es la de todo mi pueblo, la voz del
mundo? ¡Ah! ¡Cuánto temo, si obedezco a la voz de
la muchedumbre, oír otra voz más espantosa, muy
diversa... sí; que los mismos que ahora me obligan a
la fuerza a ejecutar una acción, sean, después de
consumada, los más severos en censurarla!
ESCENA IX
Los mismos, y el CONDE DE SHREWSBURY.
SHREWSBURY. (Que se presenta muy agitado.)¡
Intentad precipitaros, oh Reina! ¡Resistid, resistid
con firmeza! (Al ver a Davison con el escrito.) ¿Pero se
ha hecho ya? ¿Es cierto? Observo un malhadado
papel en esas manos. No conviene presentarlo ahora
a la vista de nuestra Soberana.
ISABEL.- ¡Me hacen violencia, oh noble
Shrewsbury
SHREWSBURY.- ¿Cómo ha de ser eso posible?
Sois nuestra Reina, y esta es ocasión de demostrar
vuestro poder. Imponed silencio a esas voces bárbaras,
que osan forzar vuestra regia voluntad, y sobreponerse
a vuestro juicio. El miedo, la ciega
insensatez mueven al pueblo, y Vuestra Majestad
misma esta fuera de sí, vivamente irritada, porque
sois mortal al cabo, y no podéis juzgar ahora con libertad.
BURLEIGH.- La sentencia se ha pronunciado
largo tiempo hace. No se trata ya de decretar ninguna
sentencia, sino de ejecutarla.
KENT. (Que se ha alejado al entrar Shrewsbury, y
que vuelve.)- El motín crece, y no se podrá contener.
ISABEL. (A Shrewsbury.)-¿Veis cómo me obligan?
SHREWSBURY.- Sólo pido un plazo. Esa plumada
decide de vuestra paz y de vuestra vida. Después
de reflexionarlo tantos años, ¿ha de arrastraros
un momento de ceguedad? ¡ Sólo un corto plazo!
Reanimaos, y aguardad otra hora más tranquila.
BURLEIGH. (Conmovido.)-Esperad, dilatadlo,
diferidlo, hasta que arda todo el reino, basta que
vuestra enemiga prospere y realice su proyectado
asesinato. Por tres veces os ha salvado la mano del
Altísimo. Hoy mismo ha estado cerca de vos; pero
esperar otro milagro más, es tentar al Hacedor.
SHREWSBURY.- El Dios, que os ha salvado
cuatro veces maravillosamente, el que hoy infundió
vigor bastante en el brazo de un débil anciano para
vencer a un furioso... ¡merece confianza! No quiero
invocar en voz alta los fueros de la justicia, porque
no es ésta la ocasión, y las circunstancias extraordinarias,
que os rodean, no os permiten escucharla.
Pero oíd sólo esto. Tembláis ahora ante esa María
con vida. No hay que temerla viva. La temible será
la muerta, la decapitada. Se alzará de su sepulcro,
nueva Diosa de la discordia, y como espíritu de
venganza recorrerá vuestros dominios, y apartará de
su Reina el corazón del pueblo. El inglés odia ahora
a esa mujer, a quien teme, y la vengará cuando ya no
exista. No será ya para él la enemiga de su religión,
sino sólo la hija de sus soberanos, la víctima del
odio y de los celos, y entonces la llorará, en vez de
condenarla. Pronto observaréis el cambio. Recorred
a Londres, después que se ejecute ese sangriento suplicio;
mostraos al pueblo, que antes se deshacía en
vítores al veros, y contemplaréis otra Inglaterra, otro
pueblo distinto, que no os mirará ya rodeada de esa
suprema justicia que gana todos los corazones. El
miedo, el horrible compañero de la tiranía, os precederá,
y dejará desiertas las calles. Habréis llegado a
lo último, al extremo más inaudito. ¿Qué cabeza se
creerá segura, si cae esa sagrada?
ISABEL.- ¡Ay de mí, Shrewsbury! Hoy me habéis
salvado la vida, librándome del puñal del asesino...
¿Por qué lo hicisteis? Así habría terminado mi
carrera; y no culpable, y al abrigo de toda duda, descansaría
tranquila en mi tumba. ¡Harta estoy ya, en
verdad, de la vida y del reino! Si una de las dos Reinas
ha de perecer, para que la otra exista... y confieso
que no es posible otra cosa... ¿por qué no he de
ser yo la que ceda el puesto? Mi pueblo puede elegir,
porque yo le devuelvo sus poderes. Dios es testigo
de que no he vivido para mí, sino sólo para hacer la
dicha de mis súbditos. Si aguarda días más felices de
esa seductora Estuardo, de esa Reina joven, bajo
contenta del trono, y regreso a mi antiguo retiro de
Woodstock, en donde pasé mi juventud sin pretensiones,
y en donde, lejos del bullicio de las grandezas
mundales, encontraba en mí misma cuanto
deseaba... No sirvo para Reina. El Monarca ha de
tener un corazón duro, y el mío no lo es. Largo
tiempo he gobernado esta Isla con fortuna, porque
sólo dispensaba el bien. Por primera vez he de
cumplir un deber rigoroso y conozco mi impotencia...
BURLEIGH.- Cuando yo, ¡por vida de Dios!
me veo obligado a oír de los labios de mi Reina palabras
tan impropias de su supremo rango, haría
traición a mi conciencia, y también a mi patria, si
callara... Decís que amáis a vuestro pueblo más que
a vos misma. ¡Probadlo, pues! No busquéis vuestra
tranquilidad personal, abandonando el reino a terribles
borrascas... ¡Pensad en la Iglesia! ¿Volverán
con esa Estuardo las añejas supersticiones? ¿Reinarán
de nuevo los frailes, y vendrá el legado de Roma
para cerrar nuestros templos y destronar nuestros
Reyes?... Os hago responsable de la paz de todos
vuestros súbditos... Según sea vuestra conducta, se
salvarán o se perderán. No es ésta ocasión de hacer
alarde de compasión mujeril, porque el bienestar de
vuestro pueblo es vuestro más sagrado deber. Si
Shrewsbury os ha librado de la muerte, yo quiero
libertar a Inglaterra... ¡Esto vale más!
ISABEL.- Dejadme entregada a mí misma. Los
hombres no aconsejan ni consuelan en estos momentos
críticos. Los someto al Juez Supremo. Haré
lo que me inspire. ¡Alejaos, milores! (A Davison.)
Vos, caballero, quedas a mi alcance. (Vanse los lores:
solo Shrewsbury permanece algunos instantes ante la Reina,
mirándola con intención, y después se retira lentamente, presa
del más acerbo dolor.)
ESCENA X
ISABEL, sola.
ISABEL.- ¡Oh esclavitud popular! ¡Vergonzosa
servidumbre!... ¡Cuán harta estoy de adular a ese
ídolo, que desprecio en mi interior! ¿Cuándo me veré
libre en este trono? He de respetar la opinión,
conquistar las alabanzas de la multitud, y ser justa
con ese populacho, a quien sólo agradan los juglares.
¡Oh! No es Rey el que ha de complacer a todos.
Sólo lo es quien no necesita que los hombres
aprueben su conducta.¿Por qué he practicado la
justicia, y odiado la arbitrariedad, durante mi vida?
¿Por qué me he atado las manos, para cometer esta
mi primera e inevitable violencia? El ejemplo que di
me condena. Si yo fuera tiránica, como la española
María, mi antecesora en el solio, podría ahora sin
censuras derramar sangre de reyes. Pero ¿he sido
justa por mi propia y libre elección? La todopoderosa
necesidad, que obliga también a la voluntad de
los Soberanos, me ha impuesto esa virtud.
Cercada de enemigos, sólo el favor popular me
ha sostenido sobre el trono disputado. Todas las
potencias del continente se esforzaban en derribarme.
El Papa, irreconciliable, me excomulga; Francia,
fingiendo amor fraternal, me hace traición; y España
prepara contra mí guerra abierta marítima, de rabia
y de exterminio. Así yo, débil mujer, lucho
contra el mundo. Eminentes virtudes han de suplir
mi falta de derechos, y borrar la mancha de mi nacimiento,
anatematizado por mí mismo padre. Pero
todo en vano... El odio de mis adversarios lo descubre,
y frente a mí se presenta siempre ese espectro
de la Estuardo, sin Cesar amenazándome. ¡No! Ese
temor ha de cesar al fin. Su cabeza ha de caer. Quiero
vivir en paz... Ella es el tormento de mi vida; un
espíritu vengador, suscitado contra mí por el destino.
En donde espero una alegría, en donde fundo
una esperanza, encuentro a mi paso esa serpiente
del infierno. Róbame mi amante, me arrebata mi
prometido. es el nombre de todas
las desdichas que me rodean. En cuanto sea borrada
del catálogo de los vivos, seré libre, como el aire en
las alturas. (Cállase un momento.) ¡Con qué sarcasmo
me miró de soslayo, como si su mirada hubiera de
aniquilarme como el rayo! ¡ Imbécil! ¡Yo empleo
mejores armas porque su herida es mortal, y dejarás
de existir! (Acercándose a la mesa con rapidez, y cogiendo
una pluma.) ¿Soy Una bastarda para ti?... ¡Desventurada!
Lo soy sólo. mientras vivas y respires. Las dudas
sobre la legitimidad de mi nacimiento
desaparecerán en cuanto tú desaparezcas. Cuando el
inglés no pueda hacer otra elección, habré, nacido
en tálamo legítimo. (Firma de una plumada repentina y
segura; deja caer la pluma, y retrocede horrorizada. Después
de una breve pausa, llama.)
ESCENA XI
ISABEL y DAVISON.
ISABEL.- ¿En dónde están los otros lores?
DAVISON.- Han ido a aplacar al pueblo sublevado.
El tumulto cesó en el instante en que se presentó
el Conde de Shrewsbury. «¡Ese es! ¡Ese es!»
clamaron cien voces, «el que salvó a la Reina, el
hombre más respetable de Inglaterra.» Entonces
habló el noble Talbot, y reconvino al pueblo con
dulzura, por su conducta violenta, expresándose con
tal energía, que todos se calmaron y dejaron tranquilos
la plaza.
ISABEL.- ¡ Inconstante muchedumbre, que se
trueca como el viento! ¡Ay de aquel que se apoye en
esa caña!... ¡Está bien, Davison! ¡Podéis retiraros!
(Al volverse aquel hacia la puerta.) Y este papel... tomadlo...
en vuestras manos lo pongo.
DAVISON. (Mirando el papel, y estremeciéndose.)¡
Oh Reina! ¡Vuestro nombre! ¿Lo habéis resuelto?
ISABEL.- Debía firmar, y he firmado. Una hoja
de papel, sin embargo, nada decide, y un nombre no
mata.
DAVISON.- Vuestro nombre, oh Reina, al pie
de este escrito, lo decide todo; mata, es un rayo del
cielo, de alas rápidas... Este papel ordena a los comisarios
y al sherif, que se encaminen inmediatamente
a Fotheringhay a buscar a la Reina de
Escocia, para anunciarle la muerte, y que mañana, al
rayar el día, la decapiten. No se fija plazo alguno, y
sólo vivirá mientras no salga esta orden de mis manos.
ISABEL.- ¡ Sí, caballero! Dios confía a vuestras
débiles manos un asunto grave e importante. ¡Rogadle
que os ilumine con su sabiduría! Me voy, y os
abandono a vuestro deber. (Hace ademán de irse.)
DAVISON. (Deteniéndola.)-¡No, Reina mía! No
me dejéis hasta no declararme vuestra voluntad.
¿De qué sabiduría necesito, si cumplo vuestra orden
a la letra?... ¿Ponéis este papel en mis manos, para
que yo ejecute con rapidez lo que ordena?
ISABEL.- Obraréis según os dicte vuestra prudencia.
DAVISON. (Interrumpiéndola con prontitud, y asustado.)-¡
No según mi prudencia! Líbreme de ello
Dios. Toda mi prudencia es obedecer. Vuestro servidor
nada tiene que decidir aquí. El error más insignificante
causaría en esto un regicidio, una
desdicha, tan grande como irreparable. Permitidme
que, en este gravísimo asunto, sea yo tan sólo ciego
instrumento de vuestra voluntad. Explicadme con
claridad vuestro propósito. ¿Qué se ha de hacer con
esta orden sanguinaria?
ISABEL.- Su nombre lo dice.
DAVISON.- ¿Ha de cumplirse, pues, al punto?
ISABEL. (Vacilando.)- No digo eso, y tiemblo
sólo en pensarlo.
DAVISON.- ¿Queréis, por tanto, que la guarde
algún tiempo?
ISABEL. (Con viveza.)- A vuestro riesgo. ¡ Sois
responsable de las consecuencias!
DAVISON.- ¿Yo? ¡ Santo Dios!... Decid, Reina,
¿qué deseáis?
ISABEL. (Impaciente.)-Deseo no pensar más en
este mal. hadado asunto, y tranquilizarme de una
vez, y para siempre.
DAVISON.- Sólo os costará pronunciar una
palabra. ¡Oh! Hablad; decid lo que se ha de hacer
con esta orden!
ISABEL.- ¡Ya lo he dicho! No me atormentéis
más.
DAVISON.- ¿Que lo habéis dicho? A mí nada
me habéis dicho... ¡Oh! ¡Ruego a mi Soberana que
lo recuerde bien!
ISABEL. (Dando con el pie en el suelo.)-¡Esto es
insufrible!
DAVISON.- Tened compasión de mí. Desempeño
este cargo hace pocos meses. No conozco el
lenguaje de la corte y de los Reyes... Mi educación
ha sido muy sencilla. ¡Tened, pues, paciencia con
vuestro criado! No seáis avara de órdenes, que han
de instruirme y poner en claro mi obligación. (Acércase
con ademán suplicante, y ella le vuelve las espaldas; Davison
se queda como desesperado, y después habla con
energía.) ¡Tomad de nuevo este papel! ¡Tomadlo! Pa-
réceme que tengo un hierro ardiendo en las manos.
No me elijáis para serviros en asunto tan horrible.
ISABEL.- ¡Cumplid vuestro deber! (Vase.)
ESCENA XII
DAVISON, y después BURLEIGH
DAVISON.- ¡ Se va! Déjame indeciso, desesperado,
con esta orden atroz... ¿Qué hago? ¿La guardo?
¿La entrego? (A Burleigh, que entra.) ¡Oh, bien,
bien! ¡A tiempo llegáis, mi lord! Sois quien me ha
dado este cargo. ¡Eximidme de él! Lo acepté sin
comprender su alcance: Dejadme volver a la oscuridad
en que me hallasteis, porque no es este mi
puesto...
BURLEIGH.- ¿Qué tenéis, señor? ¡Reponeos!
¿En dónde está la sentencia? La Reina os mandó
llamar.
DAVISON.- Me ha dejado en la mayor cólera.
¡Oh! ¡Aconsejadme! ¡Ayudadme! ¡Sacadme de esta
duda, de esta infernal angustia! Aquí está la sentencia...
está firmada.
BURLEIGH. (Con viveza.) - ¿Lo está? ¡Oh!
¡Dádmela, dádmela!
DAVISON.- No me atrevo.
BURLEIGH.- ¿Cómo?
DAVISON.- No me ha dicho con claridad su
deseo.
BURLEIGH- ¿No con claridad? Pero la ha firmado.
¡Dádmela!
DAVISON.- ¿He de cumplirla... o no?... ¡Dios
mío! ¿Sé yo acaso lo que he de hacer?
BURLEIGH. (Instándole vivamente.)- Al instante,
al momento habéis de ejecutarla. ¡Dádmela! ¡ Sois
hombre perdido si lo dilatáis!
DAVISON.- ¡ Soy hombre perdido, si me apresuro!
BURLEIGH.- Sois un loco; sois un insensato.
¡Dádmela! (Arrebátale la orden, y vase con ella.)
DAVISON. (Corriendo detrás de él.)- ¿Qué hacéis?
Quedaos aquí. ¡Me precipitáis en mi ruina!
ACTO V
El mismo aposento que en el acto primero.
ESCENA PRIMERA
ANA KENNEDY, vestida de rigoroso duelo, con los ojos
llorosos, y presa del más acerbo, aunque callado dolor, está
ocupada en sellar papeles y cartas. Con frecuencia la interrumpen
los sollozos en su ocupación, y se pone a orar.
PAULET y DRURY, vestidos también de negro, entran,
síguenlos muchos criados, que traen vasos de oro y plata, espejos,
cuadros, y otros objetos de valor, llenando con ellos el
fondo del teatro. PAULET entrega a la nodriza una cajita
de joyas con un papel, diciéndole, por señas, que es la lista de
los objetos recibidos por él. A la vista de estas riquezas, se
renueva el dolor de ANA; queda sumida en la aflicción más
profunda, mientras los demás se retiran. MELVIL entra.
ANA. (Gritando al verlo.)- ¡Melvil! ¿Sois vos? ¿Os
veo de nuevo?
MELVIL.- Sí, fiel Ana, nos vemos otra vez.
ANA.- Tras larga, muy larga y penosa separación.
MELVIL.- Y en momentos bien tristes y dolorosos...
ANA.- ¡Dios mío! Venís...
MELVIL.-A despedirme, por última vez, a despedirme,
para siempre, de mi Reina.
ANA.- Ahora, al fin, ahora, el día de su muerte,
se le permite la tan solicitada visita de los suyos...
¡Oh, querido caballero! no os pregunto cuál ha sido
vuestra vida, ni me propongo contaros los sufrimientos
que hemos experimentado desde que os
separaron de nosotras. ¡Ay de mí! Pronto llegará
ocasión de hacerlo. ¡Oh, Melvil, Melvil! ¿Habíamos
de vivir, para ver este día?
MELVIL.- No nos enternezcamos mutuamente.
Yo lloraré, mientras exista; jamás animará mi rostro
una sonrisa ni dejaré jamás estas negras vestiduras.
Siempre lloraré pero hoy he de mostrar firmeza...
Prometedme también conteneros... Y cuando todos
los demás se abandonen sin consuelo a la desesperación,
nosotros la precederemos, con noble y varonil
continente, y la serviremos de apoyo en el
camino.
ANA.- ¡Melvil! Os equivocáis, si creéis que la
Reina necesita de nuestro auxilio para encaminarse
con entereza al suplicio. Ella misma nos dará ejemplo
de digna firmeza. Nada temáis.
morirá como Reina y como heroína.
MELVIL.- ¿Mostró serenidad al anunciarle la
muerte? Dicen que estaba desprevenida.
ANA.- No es cierto. Otros temores acongojaban
a mi señora. No temblaba María por la muerte,
sino por su libertador... Nos habían prometido salvarnos.
Mortimer nos dijo que esta misma noche
nos pondría en libertad; y, entre el miedo y la esperanza,
llena de dudas sobre si confiaría su honor y
su real persona a ese joven atrevido, aguardaba la
Reina el día... Entonces se promovió gran tumulto
en el castillo, y nos asustó el golpe repetido de muchos
martillazos. Creíamos oír a nuestros libertadores;
la esperanza nos sonreía, y el amor involuntario
o irresistible de la vida se hacía sentir en nosotras...
Ábrese la puerta... Sir Paulet entra, y nos anuncia...
que... ¡ los carpinteros levantaban el cadalso a nuestros
pies! (Vuélvese, dominada por el dolor.)
MELVIL.- ¡ Justo Dios! ¡Oh! Decidme; ¿cómo,
soportó María esta mudanza horrible?
ANA. (Después de una pausa y de reponerse algo.)No
se renuncia a la vida paso a paso. De una vez,
repentinamente, en un momento, ha de pasarse de
lo temporal a lo eterno, y, en ese instante, Dios
concedió el don a mi Señora de rechazar con energía
todo lo terreno, y lanzarse con fe vivísima hacia
el cielo. Ningún signo de pálido temor, ni una palabra
suplicante ha deshonrado a mi Reina... Sólo
cuando después supo la vergonzosa traición de lord
Leicester, y la deplorable muerte del digno joven,
que se había sacrificado por ella, así como el profundo
dolor del anciano caballero, al considerar que,
por su causa, había de renunciar a su última esperanza;
sólo entonces corrieron sus lágrimas. No deploraba
su propia desventura, sino la ajena.
MELVIL.- ¿En dónde está? ¿Podéis presentarme
a ella?
ANA.- Pasó orando el resto de la noche; se despidió
por cartas de sus amigos más queridos, y es
cribió su testamento por sí misma. Descansa hace
poco, y duerme su último sueño.
MELVIL.- ¿Quién está en su compañía?
ANA.- Su médico Burgoyn y sus damas.
ESCENA II
Los mismos, y MARGARITA KURL.
ANA.- ¿Qué se os ofrece, mistress? ¿Ha despertado
la señora?
MARGARITA. (Enjugándose las lágrimas.)- Está
ya vestida... Os llama.
ANA.- ¡ Voy allá! (A Melvil, que quiere acompañarla.)
No me sigáis, hasta que la prepare para recibiros.
(Vase.)
MARGARITA.- ¡Melvil! ¡El antiguo mayordomo
de su casa!
MELVIL.- El mismo soy.
MARGARITA.- Ya hoy no lo necesita... ¡Melvil!
¿Venís de Londres? ¿Podéis darme noticias de mi
esposo?
MELVIL.- Dicen que se le pondrá en libertad,
en cuanto...
MARGARITA.- ¿La Reina no exista? ¡ Indigno y
bajo traidor! Es el asesino de esta querida señora.
Por su testimonio, según se asegura, la han condenado.
MELVIL.- ¡Así es!
MARGARITA.- ¡Que su alma sea maldita, hasta
en los infiernos! Su testimonio es falso...
MELVIL.- ¡Reflexionad en lo que decís, milady
Kurl!
MARGARITA.- Lo juraré en los estrados del
tribunal; quiero repetirlo en su presencia, y que el
mundo entero lo sepa. ¡Ella muere inocente!
MELVIL.- ¡Oh! ¡Permítalo así Dios!
ESCENA III
Los mismos, y BURGOYN, y después ANA.
BURGOYN. (Al ver a Melvil.)- ¡Oh, Melvil!
MELVIL. (Abrazándolo.)- ¡Burgoyn!
BURGOYN. (A Margarita.)- ¡Preparad una copa
de vino para nuestra Señora! ¡Apresuraos! (Vase
Margarita.)
MELVIL.- ¿Cómo? ¿No se siente buena la Reina?
BURGOYN.- Está animosa; su heroico valor la
engaña, y cree que no necesita de ningún alimento;
pero le aguarda todavía una lucha terrible, y sus
enemigos no han de vanagloriarse de que el miedo a
la muerte haga palidecer sus mejillas, si la naturaleza
cede a la debilidad.
MELVIL. (A la nodriza, que entra.)- ¿Quiere verme?
ANA.- Estará aquí en seguida... Parece que os
admiráis, y me preguntáis con los ojos ¿qué significa
esta ostentación en la morada de la muerte?... ¡Oh,
señor! Sufrimos miserias en vida, y ahora, con la
muerte, viene la abundancia.
ESCENA IV
Los mismos.- Otras dos camaristas de MARÍA, vestidas
también de negro, que prorrumpen en sollozos, al ver a
MELVIL.
MELVIL.- ¡Qué aspecto! ¡Qué horribles preparativos!
¡Gertrudis, Rosamunda!
LA SEGUNDA CAMARISTA.- ¡Nos ha dejado!
¡Quiero por última vez hablar a Dios! (Vienen
otras dos mujeres, vestidas de negro como las precedentes, que
expresan su pena con gestos mudos.)
ESCENA V
Los mismos, y MARGARITA KURL.- Trae una copa
dorada con vino, y la pone en la mesa, apoyándose en un sillón,
pálida y temblorosa.
MELVIL.- ¿Qué tenéis, mistress? ¿Qué os
asusta así?
MARGARITA.- ¡Oh Dios!
BURGOYN.- ¿Qué tenéis?
MARGARITA.- ¿Qué me han obligado a ver?
MELVIL.- ¡Reanimaos! Decidnos, ¿qué es?
MARGARITA.- Cuando yo, con esta copa de
vino, subía la escalera grande que lleva a la sala baja,
se abrió la puerta... miré... y vi... ¡Oh Dios!
MELVIL.- ¿Qué visteis? Cobrad ánimo.
MARGARITA.- Todas las murallas estaban cubiertas
de negro, y un gran cadalso, con paños del
mismo color, se levantaba desde la tierra: en medio
se destacaba un tajo negro, un cojín, y, a su lado, un
hacha afilada y brillante... La sala estaba llena de
hombres, que se apretaban alrededor de estos instrumentos
de muerte, y cuyos ojos, ávidos de sangre,
esperaban el sacrificio.
LAS CAMARISTAS.- ¡Oh Dios! ¡Apiadaos de
nuestra señora!
MELVIL.- ¡Disimulad, que viene!
ESCENA VI
Los mismos, y MARÍA, vestida de blanco y con lujo, trayendo
al cuello un Agnus Dei, pendiente de una cadena,
formada de bolas pequeñas; lleva a la cintura un rosario, un
Crucifijo en la mano, una diadema en la frente y un gran
velo negro echado hacia atrás. Al presentarse, todos los asistentes
se forman a uno y otro lado, expresando el más acerbo
dolor. Melvil, por un movimiento involuntario, se ha puesto
de rodillas.
MARÍA. (Mirando con dignidad a su derredor.)- ¿Por
qué os quejáis? ¿Por qué lloráis? Deberíais alegraros
conmigo, porque, al cabo, está próximo el término
de mis sufrimientos; caen mis lazos, ábrese mi cárcel,
y mi alma, satisfecha, volará en breve, perpetuamente
libre. Cuando yo, bajo el poder de mi
orgullosa enemiga, era el blanco de indignidades,
impropias de una Reina libre y grande... entonces
era, ocasión de compadecerme... Bienhechora y salvadora,
mi amiga de corazón, vive para mí la muerte.
Sus negras alas cubren mi vergüenza... Ese
supremo trance ennoblece y realza al mortal más
abyecto. ¡ Siento la corona en mi cabeza, y noble orgullo
que llena mi alma! (Dando algunos pasos.) ¿Cómo?
¿Melvil aquí?... ¡No así, noble caballero!
¡Levantaos! Venís para ser testigo del triunfo, no del
suplicio de vuestra Reina. Espérame una dicha que
nunca aguardé, que mi reputación no queda en las
manos, de mi enemiga, que me resta un amigo de
las mismas creencias... Decid, ilustre joven, ¿qué ha
sido de vuestra vida en ese país enemigo e ingrato,
desde que os arrancaron de mi lado? Al pensar en
vuestra suerte, no leve inquietud ha afligido a mi corazón.
MELVIL.- Ninguna otra pena he sentido que la
de vuestra desgracia, y mi impotencia en remediarla.
MARÍA.- ¿Qué ha sido de Didier, mi viejo servidor?
Acaso este súbdito leal duerme ha largo
tiempo el sueño eterno, porque era hombre de muchos
años.
MELVIL.- Dios no le ha concedido esa gracia.
Vive para conocer la muerte de su joven Soberana.
MARÍA.- ¡Ah! ¡Que no sea yo bastante afortunada
para abrazar, antes de morir, a ninguno de los
unidos a mí por los vínculos de la sangre! He de sucumbir
entre extraños, y sólo veré correr vuestras
lágrimas... Melvil, confío a vuestro fiel corazón mis
últimos votos por los míos... Bendigo al Rey cristianísimo,
mi suegro, y a toda la familia real de Francia...
Bendigo a mi tío el Cardenal, y a Enrique de
Guisa, mi noble primo. Bendigo también al Papa,
Santo Vicario de Jesucristo, que a su vez me bendice,
y al Rey Católico, que se ha ofrecido generosamente
a ser mi libertador y vengador... Todos
figuran en mi testamento y recibirán muestras de mi
afecto, y no las despreciarán, teniendo presente mi
pobreza. (Volviéndose hacia sus servidores.) Os recomiendo
a mi real hermano de Francia, que cuidará
de vosotros, y os dará una nueva patria. Y si mi último
ruego tiene algún valor para vosotros, no os
quedéis en Inglaterra, para que el orgulloso inglés
no se regocije en vuestra desdicha, ni vea en el polvo
a quien me ha servido. Prometedme, por esta
imagen de Cristo, que, en cuanto yo muera, abandonaréis
este país desventurado.
MELVIL. (Tocando el Crucifijo.)- Os lo juro en
nombre de todos.
MARÍA.- Cuanto yo, pobre y desventurada, poseo,
y de cuanto puedo disponer libremente, lo he
distribuido entre vosotros, y espero que respetéis mi
última voluntad. Vuestro es también cuanto lleve yo
al suplicio... Permitidme, además, que, en mi camino
hacia el cielo, me engalano con los esplendores de la
tierra. (A sus doncellas.) A ti, mi Alix, a Gertrudis y
Rosamunda destino yo mis perlas y vestidos, porque
sois jóvenes, y os agradan las joyas y los adornos.
Tú, Margarita, tienes los más legítimos derechos a
mi generosidad, porque, al dejarte, eres la más desdichada
de todas. Mi testamento probará que no
quiero vengarme en ti de la culpa de tu esposo... A
ti, oh mi fiel Ana, no te seduce ni el valor del oro ni
el lujo, de las perlas, y mi memoria será tu alhaja
más preciada. ¡Toma este pañuelo! Lo he bordado
yo misma para ti, en mis horas de angustia, bañándolo
mis lágrimas. Con él me vendarás los ojos, si es
posible... quiero recibir de mi Ana este postrer servicio.
ANA.- ¡Oh, Melvil! ¡No puedo sufrir esto!
MARÍA.- ¡Venid todos! ¡Venid, y oíd mi último
adiós! (Preséntales su mano, y la besan uno tras otro, ca-
yendo a sus pies y llorando amargamente.) ¡Adiós, Margarita!...
¡Alix, adiós!... gracias, Burgoyn, por vuestros
fieles servicios... Tus labios abrasan, Gertrudis...
Mucho, me odian, pero mucho también me aman.
Que un hombre generoso haga feliz a mi Gertrudis,
porque su ardiente corazón se inclina al amor...
¡Berta! Tú has elegido la parte mejor, porque serás
casta esposa del cielo. ¡Oh! ¡Apresúrate a pronunciar
tus votos! Engañosos son los bienes de la tierra.
¡Apréndelo de tu Reina! ¡Nada más! ¡Adiós, adiós
para siempre! (Vuélvese con rapidez y todos se alejan, menos
Melvil)
ESCENA VII
MARÍA Y MELVIL.
MARÍA.- He arreglado todo lo mundano, y espero
abandonar este mundo sin deber nada a los
hombres... Sólo una cosa, Melvil, molesta a mi alma
angustiada, antes de elevarse libre y contenta.
MELVIL.- ¡Decídmela! Aliviad vuestro pecho, y
confiad vuestras penas a vuestro fiel amigo.
MARÍA.- Estoy ya al borde de la eternidad.
Pronto compareceré ante el Juez Supremo, y aun no
me he reconciliado con lo más santo. Me han negado
el auxilio de un sacerdote de mi religión. No
quiero recibir de manos de un falso ministro el alimento
sagrado del Santo Sacramento. Quiero morir
fiel a mi creencia, porque es la única que da la bienaventuranza.
MELVIL.- ¡Tranquilizaos! Valen en el cielo los
deseos sinceros y piadosos tanto como su cumplimiento.
El poder de los tiranos sólo alcanza al cuerpo,
y el fervor del alma se eleva libre hasta Dios. La
letra muere, y sólo vive la fe.
MARÍA.- ¡Ay, Melvil! El corazón no se basta a
sí mismo, y la fe necesita de alguna prenda terrestre,
para apropiarse los favores del cielo. Por esto se hizo
Dios hombre, y encerró en su envoltura corporal
los misteriosos e invisibles dones del cielo... La
santa, la sublime Iglesia nos ofrece la escala que lleva
al trono de Dios. Llámase universal o católica,
porque la fe de todos confirma la de cada uno.
Cuando miles de personas oran y adoran, su ardor
es una llama, y el espíritu, desplegando sus alas, se
levanta a las alturas del Empíreo... ¡Ay de mí! Dichosos
aquellos a quienes ha tocado en suerte orar
juntos en el templo del Señor. El altar está adornado,
arden los cirios, suena la campana, difúndese el
incienso; el Obispo, revestido de su ropa a sin tacha,
toma el cáliz, lo bendice, proclama el santo misterio
de la Transustanciación, y el pueblo creyente, que lo
presencia, se prosterna ante el Dios vivo... ¡Ah! Yo
sola me veo excluida de esa santa ceremonia, y la
bendición divina no llega hasta mi cárcel.
MELVIL.- ¡Penetra hasta vos! ¡Está cerca! Confiad
en el Todopoderoso... La vara seca brota hojas
en la mano del creyente. El que hizo saltar la fuente
del peñasco, puede preparar el altar en vuestra prisión,
y mudar al punto para vos en celestial bebida
el contenido terrestre de esta copa. (Toma la copa, que
está sobre la mesa.)
MARÍA.- ¿Os comprendo, Melvil? Sí; os comprendo.
Aquí no hay sacerdote, ni iglesia, ni santo...
Pero el Redentor dijo: «En donde dos personas se
reúnan en mi nombre yo estaré con ellas.» ¿Qué hace
del sacerdote el ministro del Señor? Un corazón
puro, una conducta irreprochable... Sois, por tanto,
para mí, aunque no consagrado, un sacerdote, un
ministro del Señor, que me trae la tranquilidad...
Voy a haceros mi última confesión, para que me absolváis.
MELVIL.- Ya que es tan ferviente vuestro deseo,
sabed, oh Reina, que, por consolaros, puede
hacer Dios un milagro. ¿Decís que no hay aquí sacerdote,
ni iglesia, ni hostia?... Os engañáis. Hay
aquí un sacerdote, y también el cuerpo de Dios.
(Descúbrese la cabeza, al pronunciar estas palabras, y al
mismo, tiempo enseña una hostia en un vaso de oro.) Yo
soy un sacerdote; para oír vuestra última confesión,
para tranquilizar vuestro ánimo en el camino de la
muerte, he recibido las sagradas órdenes, y traigo
esta hostia consagrada, para vos, por nuestro Padre
Santo.
MARÍA.- ¡Oh! Entonces, en los mismos umbrales
de la muerte, me aguarda goce celestial. Como
en doradas nubes desciende un inmortal; como
un tiempo libró un ángel al apóstol de las cadenas
de su calabozo, sin detenerlo los cerrojos, ni la espada
del carcelero, discurriendo libremente por las
puertas cerradas, y apareciendo en la prisión, rodeado
de aureola esplendorosa, así me sorprende ahora
él enviado de Dios, cuando me abandonan los libertadores
de la tierra... ¡Y vos, un día mi servidor, lo
sois ahora del Altísimo, y también su santo ministro!
Como vuestras rodillas se doblaban antes en nuestra
presencia, así ahora las mías se prosternan ante vos.
(Arrodillase.)
MELVIL. (Haciendo sobre ella la señal de la cruz.)¡
En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!
Reina María, has examinado tu corazón; juras y
prometes confesar la verdad, ante el Dios de la verdad?
MARÍA.- Abierto está mi corazón ante Dios y
ante vos.
MELVIL.- Decid, ¿de qué pecados os acusa la
conciencia desde la última vez que os reconciliasteis
con Dios?
MARÍA.- Llena estaba mi alma de odio envidioso,
y en mi pecho bullían pensamientos de venganza.
Yo, pecadora, esperaba que, Dios me perdonase,
y no podía perdonar a mi rival.
MELVIL.- ¿Os arrepentís de vuestro pecado, y
os halláis firmemente decidida a dejar absuelta este
mundo?
MARÍA.- Tan verdad es, como espero que Dios
me perdone.
MELVIL.- ¿De qué otro pecado os acusáis?
MARÍA.- ¡Ay de mí! No sólo por el odio, por el
amor mundano he ofendido aún más al Misericordioso.
Mi vano corazón se inclinaba al hombre que
me ha vendido y engañado.
MELVIL.- ¿Os arrepentís de vuestra falta, y,
dejando ese ídolo terrestre, vuestra alma se ha dirigido
sólo a Dios?
MARÍA.- He sostenido terrible lucha, pero el lazo
terrestre ha quedado roto.
MELVIL.- ¿Os acusa de algo más vuestra conciencia?
MARÍA.- ¡Ay de mí! Un antiguo crimen, confesado
ha largo tiempo, acude a mi memoria con horrores
siempre nuevos en mi última hora, y se
revuelve sombrío ante mis ojos en las mismas
puertas de la gloria. Dejé matar al Rey, mi esposo, y
di a su asesino mi mano y mi corazón. Lo he expiado
rigurosamente, practicando las penitencias de la
Iglesia, pero no se acalla el gusano roedor de mi remordimiento.
MELVIL.- ¿No os acusáis de ningún otro pecado,
no confesado, ni expiado?
MARÍA.- Ya sabéis cuanto abruma a mi conciencia.
MELVIL.- ¡Pensad en el Dios Omnipotente,
tan cerca de vos! ¡Pensad en el castigo, impuesto
por la Santa Iglesia a los que hacen una confesión
defectuosa! Es un pecado mortal, dirigido contra el
Espíritu Santo.
MARÍA.- Así Dios me conceda su eterna gracia
en mi último combate, como nada os he ocultado a
sabiendas.
MELVIL.- ¿Cómo? ¿Ocultáis a vuestro Dios el
crimen que los hombres castigan en vos? ¿Nada me
decís de vuestra participación sangrienta en el delito
de alta traición do Babington y Parry? Por este hecho
sufriréis la muerte terrestre. ¿Queréis sufrir
también la eterna?
MARÍA.- Estoy pronta a entrar en la vida perdurable.
Aun antes que dé la vuelta el minutero, estaré
ante el trono de mi Juez. Os repito, por tanto,
que mi confesión ha terminado.
MELVIL.- Pensadlo bien. A veces nos engañamos.
Habéis, acaso, con astuta doblez, esquivado
pronunciar la palabra que os haga culpable, aunque
vuestra voluntad lo fuese. Pero tened entendido que
la astucia nada puede contra la mirada de fuego que
penetra en vuestro interior.
MARÍA.- He rogado a todos los Príncipes que
desaten los lazos indignos que me sujetaban; pero ni
con mi pensamiento, ni con mis obras, he atentado
nunca contra la vida de mi enemiga.
MELVIL.- Así, ¿es falso el testimonio de vuestros
secretarios?
MARÍA.- Es lo dicho. ¡Que Dios juzgue a esos
testigos!
MELVIL.- ¿Subís, pues, al cadalso, convencida
de vuestra inocencia?
MARÍA.- Que Dios se digne, sufriendo yo esta
muerte inmerecida, perdonarme mis faltas sangrientas
anteriores...
MELVIL. (Bendiciéndola.)-¡Morid, y expiadlas!
¡Caed, víctima resignada, ante el altar! La sangre
puede rescatar la sangre; habéis incurrido en fragilidades
mujeriles, y a los espíritus bienaventurados, en
la gloria, no acompañan las flaquezas de los mortales.
Pero os anuncio, en virtud del poder que me ha
sido concedido de atar y desatar, la remisión de todos
vuestros pecados. ¡Que sea lo que, habéis, creído!
(Preséntale la hostia.) Tomad el Cuerpo del Señor,
Consagrado para vos. (Coge el cáliz, que está en la mesa,
lo consagra en silencio, y se lo ofrece. Ella vacila en tomarlo,
y lo rechaza con la mano.) ¡Tomad la sangre que se ha
derramado por vos; tomadla! El Papa os ha concedido
este favor. En la muerte podéis disfrutar del
privilegio más singular de los Reyes. (Ella toma el cáliz.)
Y como vos ahora, en misterioso vínculo, estáis
unida a Dios corporalmente, así también lo estaréis
en la gloria, en donde no hay lágrimas ni pecados, y
allí, ángel de esplendente belleza, os uniréis a la Divinidad
para siempre. (Deja el cáliz. Óyese ruido, y él se
cubre la cabeza, y se acerca a la puerta. María, absorta en
su devoción, no se mueve.) Todavía (Volviéndose) Os que
da por sostener tremenda lucha. ¿Os sentís con
fuerzas suficientes, para sobreponeros a todo movimiento
de cólera y de odio?
MARÍA.- No temo ninguna recaída. He sacrificado
a Dios mi amor y mi odio.
MELVIL.- Preparaos ahora a recibir a los lores
Leicester y Burleigh. ¡Aquí están ya!
ESCENA VIII
Los mismos. BURLEIGH, LEICESTER y PAULET.
Leicester permanece en el fondo, sin atreverse a levantar los
ojos. Burleigh, que lo nota, se interpone entre él y la Reina.
BURLEIGH.- Vengo, lady Estuardo, a recibir
vuestras últimas órdenes.
MARÍA. ¡Gracias, milord!
BURLEIGH.- La Reina ha ordenado que no os
rehúsen ninguna petición justa.
MARÍA.- En mi testamento están consignados
mis últimos deseos. Lo he puesto en poder de sir
Paulet, y pido que se cumpla puntualmente.
PAULET.- ¡Así se hará!
MARÍA.- Suplico que, sin molestarlos, se permita
a mis servidores retirarse a Francia, o a Escocia,
a su elección.
BURLEIGH.- ¡ Se os complacerá en todo!
MARÍA.- Y puesto que mi cadáver no ha de
descansar en tierra consagrada, que se consienta que
este fiel servidor mío lleve mi corazón a mis deudos
de Francia... ¡Ay de mí! Siempre estuvo allí.
BURLEIGH.- Descuidad. ¿Tenéis aún...?
MARÍA.- Llevad a la Reina de Inglaterra mi saludo
fraternal... Decidla que la perdono mi muerte
de todo corazón, y que me arrepiento de mi arrebato
de ayer... Que Dios la conserve, y le conceda
un reinado feliz.
BURLEIGH.- ¡Hablad! ¿No tenéis ya mejores
propósitos? ¿Rechazáis todavía la asistencia del Deán?
MARÍA.- Estoy reconciliada con mi Dios... ¡Sir
Paulet! Mucho mal os he hecho sin querer, y os he
privado del báculo de vuestra vejez. ¡Oh! Dejadme
esperar que no os acordaréis de mí para maldecirme...
PAULET. (Dándole la mano.)- ¡Andad, con Dios!
¡ Id en paz!
ESCENA IX
Los mismos, ANA y las demás mujeres de la REINA,
entran dando señales de horror; síguelas el Sherif con una
vara blanca en la mano; detrás de él se ven, por las puertas,
que quedan abiertas, hombres armados.
MARÍA.- ¿Qué tienes, Ana?... ¡ Sí; llegó el momento!
Aquí viene el Sherif para llevarnos a la
muerte. ¡Es preciso separarnos! ¡Adiós, adiós! (Sus
mujeres la detienen, profundamente conmovidas; a Melvil.)
Vos, amigo estimado y mi fiel Ana, me acompañaréis
en mis últimos instantes. No me neguéis esta
satisfacción, milord.
BURLEIGH.- No tengo facultades para eso.
MARÍA.- ¿Cómo? ¿Me rehusaréis un favor tan
insignificante? Tened consideración a mi sexo.
¿Quién podría prestarme este postrer servicio? Imposible
que haya mandado mi hermana que en mí se
vea ofendido mi sexo, tocándome las groseras manos
de hombres.
BURLEIGH.- No es conveniente que mujer alguna
suba con vos las gradas del cadalso... Sus gritos
y gemidos...
MARIA.- ¡No gemirá! Respondo de la entereza
de mi Ana. ¡ Sed bondadoso, milord! No me separéis,
al morir, de mi fiel nodriza, de la que siempre
estuvo a mi lado. Trájome a la vida en sus brazos, y
justo es que me lleve con dulzura a la muerte.
PAULET. (A Burleigh.)- ¡Concededlo!
BURLEIGH.- ¡ Sea, así!
MARÍA.- Ahora nada es ya el mundo para mí...
(Toma el crucifijo y lo besa.) ¡ Salvador y Redentor mío!
Como abriste tus brazos en la cruz, ábrelos ahora
para recibirme. (Vuélvese para irse, y sus ojos encuentran
al Conde da Leicester que, al hablar ella, la ha mirado involuntariamente...
Al verlo, tiembla María, vacilan sus
piernas, y está a punto de caer; el Conde, la sostiene y la recibe
en sus brazos. Ella lo contempla largo rato en silencio;
él baja los ojos, y al fin dice ella): Cumplisteis vuestra palabra,
Conde Leicester... Me prometisteis vuestro
brazo, para sacarme de esta cárcel, y ahora me lo
dais. (Él se queda anonadado; ella prosigue con dulzura.)
Sí, Leicester; y no sólo la libertad había yo de deberos.
Debíais hacer más preciosa mi libertad; y, con
vuestra mano, y además, con vuestro amor, habría
regocijado mi nueva vida. Ahora, cuando estoy a
punto de separarme del mundo, y de ser un espíritu
bienaventurado, a quien ninguna inclinación mundanal
debe seducir; ahora, Leicester, puedo confesaros
sin debilidad ni rubor una flaqueza mía, ya vencida...
Adiós; y, si os es posible, vivid feliz. Osasteis
pretender la mano de dos Reinas; despreciasteis un
corazón amante y tierno, y te hicisteis traición por
ganar uno orgulloso. Arrodillaos a los pies de Isabel,
y que vuestro premio no sea un castigo para vos.
¡Adiós! Ningún interés terrenal y me llama ya. (Vase
precedida del Sherif, con Melvil y la nodriza a su lado. Burleigh
y Paulet la siguen, los demás la contemplan sollozando,
hasta que desaparece, y después se alejan por otras puertas.)
ESCENA X
LEICESTER, que se queda solo.
LEICESTER.- ¿Y vivo? ¿Y consiento, en vivir?
¿No me aplasta este techo bajo su peso? ¿No se
abre ningún abismo, para tragarse al mortal más miserable?
¡Qué pérdida la mía! ¡Qué perla he rehusado!
¡De qué dicha celestial me ha privado mi falta!...
¡Desapareces, espíritu de luz y de belleza, y me dejas
la desesperación del condenado!.. ¿Qué ha sido de
mi propósito, al venir aquí, de ahogar la voz de mi
corazón? ¿De ver caer impasible su cabeza? ¿Despierta
su aspecto mi vergüenza, que creía perdida?
¿Ha de enlazarme, al perecer, con los lazos del
amor?... ¡Réprobo! Ya no te es lícito abandonarte a
tierna piedad mujeril. La dicha del amor huyó de tu
camino. Que una coraza de hierro revista tu pecho.
Que sea tu frente un peñasco. Si no quieres perder
el precio de tu oprobio, has de sostenerlo y merecerlo
con osadía. ¡Enmudece, compasión! Que sean
mis ojos una piedra. La veré decapitar, asistiré a su
suplicio. (Dirígese con aire resuelto a la puerta por donde
María ha desaparecido, pero se detiene a la mitad del camino.)
¡En vano, en vano! Un horror infernal se apodera
de mí. No; no puedo presenciar tan terrible
espectáculo; no puedo verla morir... ¡ Silencio! ¿Qué
es esto? Están allá abajo... A mis pies se prepara la
tremenda ejecución. Oigo voces... ¡Fuera, lejos, lejos!
Lejos de esta mansión de muerte y de horrores.
(Al querer huir por otra puerta, la encuentra cerrada, y retrocede.)
¿Cómo? ¿Me encadena a este suelo alguna
divinidad? ¿He de oír lo que me asusta ver? La voz
del deán... la exhorta... ella le interrumpe... ¡Escuchemos!
ora en alta voz... con firme acento... Reina
el silencio... silencio solemne... Sólo se percibe el
sollozo y llanto de las mujeres... La descubren...,
¡ Silencio! Retiran su asiento... se arrodilla en un cojín...
pone su cabeza... (Después de pronunciar las últimas
palabras con creciente angustia, se para, y se le ve de
repente, presa de emoción incontrastable, caer inmóvil: al
mismo tiempo llega hasta él sordo murmullo de voces, que
resuena largo rato.)
ESCENA XI
El segundo aposento del acto cuarto.
ISABEL.
ISABEL. (Que sale por una puerta lateral, mostrando
en su paso y en sus ademanes violenta inquietud.)- Nadie
hay todavía aquí... Ninguna noticia...¿Nunca llegará
la noche? ¿Se ha parado el sol en su curso por el
cielo? No puedo sufrir más estas torturas... ¿Se consumió
ya la obra, o no?... Ambas suposiciones me
espantan, y no me atrevo, a preguntarlo. Ni se presenta
Leicester, ni, Burleigh, a quienes, nombré para
la ejecución de la sentencia. Si se han ausentado de
Londres... entonces ya se ha cumplido; la flecha ha
partido; vuela, llega al blanco, hiere; y, aunque se
trata de mi reino, no puede detenerla... ¿Quién está
ahí?
ESCENA XII
ISABEL y UN PAJE.
ISABEL.- Vuelves solo... ¿En donde están los
lores?
EL PAJE.- Lord Leicester y el gran Tesorero...
ISABEL. (Con la mayor impaciencia.)- ¿En dónde
están?
EL PAJE.- No están en Londres.
ISABEL.- ¿Que no?... Pues ¿en dónde?
EL PAJE.- Nadie ha sabido decírmelo. Antes de
romper el día, ambos lores, en secreto y precipitadamente,
han abandonado la ciudad.
ISABEL. (Hablando con animación.)- ¡ Soy la Reina
de Inglaterra! (Paseándose muy inquieta.) ¡Vé y llama...
no; quédate!.. ¿Ha muerto? Ahora, al fin, vivo tran-
quila... ¿Por qué tiemblo? ¿Por qué siento tan mortal
angustia? La tumba encierra ya mis temores.
¿Quién podrá decir que yo lo he hecho? ¡No me
faltarán lágrimas para llorar a la que ha sucumbido!
(Al Paje.) ¿Todavía estás ahí?... Que mi secretario
Davison venga aquí al instante. Que se vaya a llamar
al Conde de Shrewsbury... ¡vedlo allí! (Vase el Paje.)
ESCENA XIII
ISABEL, Y EL CONDE SHREWSBURY.
ISABEL.- ¡Bien venido, noble lord! ¿Qué traéis?
No será algún motivo insignificante el que os guía
aquí tan tarde.
SHREWSBURY.- Mi solícito corazón, ganoso
de vuestra gloria, me arrastró hoy a la Torre, en
donde Kurl y Nau, los secretarios de María, están
presos. Deseaba cerciorarme de la verdad de sus declaraciones.
Confuso y embarazado, rehusaba el alcalde
de la Torre mi pretensión de examinar a los
presos, permitiéndome sólo la entrada, después de
amenazarlo... Pero ¿cuál fue ¡Dios mío! el espectáculo
que se ofreció a mi vista? Con los cabellos
en desorden, y los ojos de un loco, como si las fu-
rias lo atormentaran, yacía en su lecho el escocés
Kurl... Apenas me conoció el desdichado, se arrojó
a mis pies... gritando, abrazando mis rodillas, retorciéndose
desesperado como un gusano... y me ruega,
y me conjura que le diga cuál ha sido la suerte de
su Reina, porque el rumor de su condenación a
muerte había penetrado hasta en los calabozos de la
Torre. Cuando, con arreglo a la verdad, se lo confirmé,
añadiendo que moría a causa de su declaración,
se levantó frenético, y cayó de un salto sobre su
compañero de cárcel, y lo alzó del suelo con el vigor
gigantesco del delirio, empeñado en ahogarlo. Con
trabajo pudimos arrancarlo de sus manos furiosas.
Entonces descargó su ira contra sí mismo, se desgarró
el pecho con rabia, y se maldijo, y a su compañero,
con imprecaciones infernales. Su declaración
es falsa; las malhadadas cartas a Babington lo son
también, a pesar de sus juramentos en contrario,
habiendo escrito otras palabras distintas de las que a
Reina le dictaba, y por instigación del pérfido Nau.
En seguida corrió a la ventana, la arrancó con fuerza
sobrehumana, y gritó, reuniendo mucha gente,
que, él era el secretario de María, que la había acusado
falsamente, que era un réprobo y un testigo falso.
ISABEL.- Decís vos mismo que había perdido
su razón. Las palabras de un insensato, de un loco,
nada prueban.
SHREWSBURY.- ¡Pero su locura prueba más!
Dejaos, pues, convencer, oh Reina; no os precipitéis,
y ordenad que se practiquen nuevas diligencias.
ISABEL.- Lo haré... porque lo deseáis, oh Conde,
no por creer que mis pares hayan procedido con
ligereza en este asunto. Que para vuestra tranquilidad,
se recomiencen los procedimientos... tiempo es
aún, por fortuna... No debe haber sobre nuestro
honor de Reina ni la más leve duda.
ESCENA XIV
Los mismos, y DAVISON.
ISABEL.- La sentencia, oh Davison, que os entregué...
¿en dónde está?
DAVISON. (Muy admirado.)- ¿La sentencia?
ISABEL.- Que os di ayer, para que la guardaseis...
DAVISON.- ¿Para que la guardase?
ISABEL.- El pueblo, amotinado, me obligó a
firmarla. Me vi en la precisión de complacerlo, y lo
hice a la fuerza; y, por ganar tiempo, puse ese escrito
en vuestras manos. Sabéis lo que os he dicho...
¡Ea! ¡Dádmela!
SHREWSBURY.- ¡Dádsela, apreciable caballero!
Han variado las cosas, y se practicarán nuevas
diligencias.
DAVISON.- ¿Nuevas diligencias?... ¡Misericordia
divina!
ISABEL.- No lo penséis tanto. ¿En dónde está
el escrito?
DAVISON. (Desesperado.)-¡ Soy hombre perdido!
¡Mi muerte es segura!
ISABEL. (Interrumpiéndolo con viveza.)- No espero
señor...
DAVISON.- ¡No hay salvación para mí! Yo no
lo tengo.
ISABEL.- ¡Cómo! ¿Qué decís?
SHREWSBURY.- ¡Dios del cielo!
DAVISON.- Está en poder de Burleigh... desde
ayer.
ISABEL.- ¡Desdichado! ¿Así habéis cumplido
mis órdenes? ¿No os dije que la guardaseis?
DAVISON.- ¡No ordenasteis tal cosa, señora!
ISABEL.- ¿Me desmentirás acaso, miserable?
¿Cuándo te encargué que la entregaras a Burleigh?
DAVISON.- Con palabras claras y terminantes...
no... pero...
ISABEL.- ¡ Infame! ¿Osas acaso interpretar mis
palabras? ¿Mezclar en ellas tu instinto sanguinario?...
¡Ay de ti, si resulta alguna desgracia de ese hecho,
exclusivamente tuyo, porque me lo pagarás con la
vida! Ya veis, Conde Shrewsbury, cómo se abusa de
mi nombre.
SHREWSBURY.- Ya veo.. ¡Oh! ¡Dios mío!
ISABEL.- ¿Qué decís?
SHREWSBURY.- Si ese escudero, bajo su responsabilidad,
ha osado cometer esa acción, y obrar
sin vuestro conocimiento, merece ser llevado ante el
tribunal de los Pares, por el delito de haber entregado
vuestro nombre a la, execración de todos los siglos.
ESCENA ÚLTIMA
Los mismos; BURLEIGH, y al fin KENT.
BURLEIGH. (Doblando una rodilla ante la Reina.)¡
Viva largos años mi Soberana, y ojalá que todos los
enemigos de ésta isla perezcan como esa Estuardo!
(Shrewsbury se cubre el rostro, y Davison se tuerce las manos
desesperado.)
ISABEL.- ¡Decid, milord! ¿Recibisteis de mis
manos la orden de la ejecución del suplicio?
BURLEIGH.- ¡No, señora! La recibí de Davison.
ISABEL.- ¿Os la entregó Davison en mi nombre?
BURLEIGH.- ¡No! No lo hizo...
ISABEL.- ¿Y la cumplisteis inmediatamente, sin
consultarme? La sentencia era justa, y el mundo no
podrá censurarnos; pero no os convenía sobreponeros
a la bondad de nuestro corazón... Por tanto,
desde ahora estáis desterrado de nuestra presencia.
(A Davison) Os aguarda una justicia severa, por haber
abusado criminalmente de vuestro cargo y de un
depósito sagrado, que se os había confiado... ¡Mi
noble Talbot! Sólo vos aparecéis justo entre mis
consejeros. Seréis en adelante mi guía y mi amigo...
SHREWSBURY.- No desterréis así a vuestros
fieles servidores; no los llevéis a la cárcel, porque
por vos obraron, y por vos se callan ahora... Permitidme,
gran Reina, que devuelva a vuestras manos el
sello, que, por espacio de doce años, me habéis confiado.
ISABEL. (Sorprendida.)-¡No, Shrewsbury! No
me abandonaréis ahora, ahora que...
SHREWSBURY.- Perdonad; soy demasiado
viejo, y esta mano derecha carece de la flexibilidad
necesaria para sellar vuestros últimos actos.
ISABEL.- ¿Quiere dejarme el hombre que me
salvó la vida?
SHREWSBURY.- Poco he hecho... No, he podido
salvar la parte más noble de vos misma. ¡Vivid;
reinad dichosa! Vuestra rival ha muerto. Desde ahora
en adelante, nada tenéis ya que temer, nada que
respetar. (Vase.)
ISABEL. (Al Conde de Kent que entra.)- ¡Que venga
el Conde de Leicester!
KENT.- Ruega a la Reina que lo excuse, porque
acaba de embarcarse para Francia. (Ella se contiene, y
se muestra tranquila. Cae el telón.)
FIN DE MARÍA ESTUARDO.