Mostrando las entradas con la etiqueta MAGAÑA Sergio LOS SIGNOS DEL ZODIACO. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta MAGAÑA Sergio LOS SIGNOS DEL ZODIACO. Mostrar todas las entradas

9/1/17

Los signos del Zodíaco de SERGIO MAGAÑA


Resultado de imagen para signos del zodiaco magaña bellas artes


Los signos del Zodíaco

de
SERGIO MAGAÑA



PERSONAJES

Portería
ANA ROMANA, La portera
DANIEL BORJA, su marido
SOFÍA, hija de Ana


ANDRÉS, su hermano
VIVIENDA 12
LOLA CASARÍN
AUGUSTO SOBERÓN
AZOTEA A
MARÍA WALTER
ESTELA WALTER
ROSA, su tía
LALO, su hermano
AZOTEA B
PEDRO ROJO
Otros vecinos
OFELIA LIRA, “Pollita”
JUSTINA LEDESMA
Sus hijos:
ELOÍNA
ASDRÚBAL
CHAYO
JUAN
MARGARITA MONTIEL
GUDELIA P. DE SÁMANO
SUSANA TRUJILLO
LA MECATONA
GENOVEVO POPOCA
Frente
Da FRANCISCA BETANCOURT,
La dueña de la vecindad
Los extraños
SABINO VÁZQUEZ
EL LIC. MANUEL CIRO PALMA
Maromeros y músicos –pregoneros-, los invitados a la posada.
La acción en la ciudad de México; entre septiembre y diciembre de 1944.
ACTO PRIMERO
ESCENOGRAFÍA
Patio de la vecindad en forma de “T”. Al centro una pileta de cemento mucho más larga que ancha en torno a la cual están dispuesto cinco lavaderos, también de cemento. Dentro del patio hay un árbol de generosa altura. El fondo queda definido por muro, y el tosco marco del zaguán se pierde casi cuando en los tendederos se asolea la ropa. Arriba de todo hay un foquillo que ilumina el patio al llegar la noche. Abajo, en primer término derecha, un bitoque para dar agua, aparte de otro en la pileta de los lavaderos.
Las viviendas se alinean a derecha e izquierda del patio. Cada vivienda consiste en un cuarto y una covacha interior a manera de cocina.
Una estrecha escalera de hierro arranca desde el suelo y sube hasta la azotea de las viviendas del ala izquierda. En esta azotea existen dos cuartos más: uno al frente y otro al fondo. No están pegados al filo de la azotea y dejan así libre un estrecho pasillo para el tránsito. El cuarto del frente deberá también mostrar su interior. El del fondo no. Estos dos cuartos carecen de covacha o cocina. En la azotea del lado derecho no hay construcción. Sólo están tres tinacos abollados y oxidados por el tiempo; además zapatos, pedazos de cama y cajones mutilados y yerbas.
Las tres habitaciones cuyo interior deberá verse tienen una dimensión similar.
Ia. Izquierda: casa de Ana Romana, la portera. La atmósfera es agobiante. Hay un catre de hierro mal cubierto con un sarape; un petate de palmas enrrollado en un rincón, además canastos llenos de ropa, botes de hojalata en el piso y dos sillas de madera corriente y una mesa. De las paredes cacarizas cuelgan vestidos y trapos de aspecto miserable; también un almanaque y un espejo estrellado, ambos ennegrecidos, como el foco del cuarto, por el hollín y las moscas. Al fondo izquierda, el marco de una entrada sin puerta que señala la cocina. La puerta principal da al patio, frente a los lavaderos.
2ª. Derecha: casa de Lola Casarín y Augusto Soberón sofá estilo piano vertical ocupa casi el cuarto; un deshilachado sofá estilo Luis XV y una mesita decora con flores de papel. En el suelo, una piel de tigre y cojines, viejos retratos de la Casarini, tarjetas con vistas de Italia; pero sobre todo un anuncio desplegado de papel, descolorido ya por el tiempo, cuyo texto dice: “¡Estreno! ¡Estreno! Quetzalcóatl. Opera mexicana en tres actos. Original de Ignacio Romero. Libreto en francés, Francois Moret. Soprano, Lola Casarini”.
Cubre el piano una carpeta de encajes, figuritas de porcelana y una lámpara de canutillos de vidrio. La puerta principal da al patio, frente a los lavaderos. Al fondo tiene el marco de la cocina.
3ª. Arriba izquierda: Casa de las muchachas Walter. Una cama ancha y un tocador y cosméticos; también una mesa, una silla y una mecedora. Junto a la cabecera de la cama, un buró: sobre el buró el pequeño aparato de radio. Esparcidos por cualquier parte pedazos de periódico y trapos. En las paredes fotografías de artistas de cine y sobre todas, las de María y Estela en marcos dorados. Junto a ellas está la de su tía Rosa. Un foco apantallado con papel crepé cuelga del techo. El cuarto no tiene cocina y recibe la luz por un ventanillo que mira al patio del vecindario.
Disminuida la luz en la sala irrumpe en el aire el tema musical del “El lavadero” cuyo cabal sentido se verifica en la escena; de modo que al levantarse el telón aparece el patio de “vecindad” con sus lavaderos empotrados en medio y donde las mujeres restriegan la ropa, ríen y hablan, haciendo burbujear el agua.
Aparte del anterior grupo central, el violinista Augusto Soberón, en pantalón y camiseta,, realiza su propio aseo contra el bitoque grande. (Primer término derecha.) En segundo término derecha, se rasura Rafael Popoca, obrero. Ha clavado un espejo contra el muro y va y viene para humedece la brocha en el bitoque. El primer término izquierda, sentados en un banco, Chayo y Juan, hijos de Justina Ledesma, de diez y nueve años respectivamente. Están envueltos en sendos trapos y saborea el sol, pues acaban de bañarlos. Por último, sentada bajo el árbol del patio y atareada en memorizar sus lecciones, está Ofelia Lira, jovencita alumna del Instituto Politécnico Nacional.
La casa entera vive sus mejores horas de la mañana y esto se nota incluso en las tres viviendas del primer plano que presentan al espectador sus interiores iluminados. En la habitación de Ana Romana no hay personas alguna; sobre la mesa están dos pequeños envoltorios de papel y una olla y dos jarros de barro usados reciente en el desayuno. En el cuarto de las señoritas Walter reina el desorden. María y estela se retocan ante el espejo antes de salir rumbo a la oficina. Rosa su tía plancha un listón que debe llevar Estela. Lalo duerme todavía en el suelo envuelto en su cobertor. Se levanta de pronto azorado y ocupa la cama. En casa de Dolores Casarín se le ve a ella; tiene amarrado un trapo en la cabeza abultada por los pasadores, y se dedica a sacudir y limpiar el polvo de sus muebles. Sobre todo, del piano. Hace viajes a la cocina para vigilar la espuma de la leche.
NOTA: Las acciones incidentales y los ruidos y las frases de todos los personajes en las escenas de conjunto deberán ser unísonas, creando la atmósfera propia del “lavadero colectivo”; si bien en el texto y por obvia razón conservan los diálogos una secuencia estática. Para visualizar con exactitud las líneas individuales véase el orden de colocación de los personajes.
La acción ocurre durante el mes de septiembre.
Al levantarse el telón, ríen las mujeres del lavadero por una apreciación muy personal que Susana Trujillo acaba de publicar sobre doña Francisca Betancourt, la dueña de la casa. Mientras ríen y hablan, tiene lugar la siguiente escena en la casa de los Walter.
MARÍA.-(Sin vestido aún. A Estela.) Ay, espérate.
ESTELA.- Ocupas todo el espejo, tú.
MARÍA.-¿Tienes un alfiler, tía? Préndeme aquí.
ROSA.-Pero si estoy ocupada.
ESTELA.-Prende el radio, tía a ver qué hora es.
ROSA.-(A María.) No te muevas. Ya.
ESTELA.-Vamos a llegar tarde a la oficina.
LALO.-No dejan dormir. (Se levanta del suelo y salta a la cama tapándose la cabeza.)
ROSA.-No son la seis de la mañana, Lalo.
MARÍA.-Déjalo.
ESTELA.-Ahora no vengo a comer, tía.
MARÍA.-¿Otra vez, Estela? Ayer también comiste fuera.
ESTELA.-Vaya, a ti qué te importa.
ROSA.-Mira, yo no sé en cuál estación dan la hora. ¡No empiecen a pelear! María, vístete, es tarde.
ESTELA.-¿Y el listón.?
Rosa.-Aquí está.
MARÍA.-¿Dónde está?
LALO.-(Sacando la cabeza.) Y no te pongas mi corbata. Me la dejan como tripa.
MARÍA.-Ay, tú, tan chocante.
(Al finalizar esta escena deberá cesar la luz en todos los interiores.)
(En el patio.)
ELOÍNA.-¡Oh, vaya! (Consta.) Amar, no te puedo amar...
POPOCA.-Yo me voy. Luego me dará la navaja. (La entrega a Augusto Soberón.) Si no va a ese concierto, lo invito al juego de beisbol. Hasta luego. (Sale.)
ANA.-Es un caballero.
SUSANA.-Es un obrero.
GUDELIA.-Es lo mismo, oigan. Es muy decente, eso sí. (A Eloína.) ¿Te quieres callar, muchacha? Para fonógrafo ya tenemos el de allá. (Se refiere a Lola Casarín apuntando a su casa.)
JUSTINA.-(A Eloína.) Cállate. Déjame sitio para lavar.
MÁRGARA.-(A Gudelia, señalando a Augusto.) La va a oír su señor.
ELOÍNA.-¡Chihuahua! Pelada esta...
MÁRGARA.-Aunque volviendo a lo otro, doña Paquita tiene sus razones.
GUDELIA.-¿Quién?
MÁRGARA.-Doña Paquita.
SUSANA.-Ya le salió abogado.
Gudelia.-Ahora la defiende usted, Razones... ¡Como si le regalaras la renta! ¿O sí?
MÁRGARA.-No, pero...
GUDELIA.-Ahí tiene, hasta Ana lo dice, que es la portera.
ANA.-Vieja infeliz.
MÁRGARA.-¿Portera? De nombre.
(Ana se cree insultada y pega con fuerza un manazo sobre la ropa y queda mirando a Margarita, Hay un instante de silencio.)
POLITA.-...Dos, punto ocho por diez, elevado a la quinta potencia. Centímetros por segundo. Recordemos ahora que según el experimento de Perrín... página cuarenta y cuatro. (Lee.)
MÁRGARA.-Siempre se manchó mi blusa con la sangre.
AUGUSTO.-(Acercándose a Susana.) ¿Me presta un poco de jabón, señora?
SUSANA.-¡Cómo no, Augusto!
AUGUSTO.-Gracias, señora.
GUDELIA.-Doña Paquita es mala. Eso sí que sí. Porque es mala. ¿eh?
JUSTINA.-Y tacaña.
SUSANA.-Paquita--- doña Paquita... ¡La Paca! Eso.
JUSTINA.-Yo le tengo miedo.
GUDELIA.-Es que usted le debe rentas.
JUSTINA.-Este...
SUSANA.-Aunque no se las debiera. Ya ve a mí. No le debo nada y de todos modos me pasó a un lado echando puyazos.
MÁRARA.-Sí, yo la oí.
SUSANA.-Les digo que venía hecha una furia con las boletas de sus contribuciones en la mano y echando rayos, que esto, que lo otro y lo de más allá. Dijo que todas éramos unas infelices y que pagábamos rentas de hambre y que nos va a echar como perros a la vil calle.
GUDELIA.-Maldita vieja.
MÁRGARA.-Ay, Dios.
JUSTINA.-¿Sí?
SUSANA.-(A Justina.) A usted la quiere lanzar primero.
JUSTINA.-¡Dios mío!
GUDELIA.-(A Justina.) No se asuste. No puede lanzar a nadie, me lo ha dicho Pedro Rojo y él sabe más que nosotras.
ANA.-¡El comunista ese!
GUDELIA.-Él me lo dijo, y él sabe.
SUSANA.-Claro que no puede. Si yo nomás la estuve oyendo, oyendo... Entonces me agaché debajo de la cama y saqué la bacinica y pasé junto a ella muy oronda, así... (Risas.)
GUDELIA.-¡Eso!
ELOÍNA.-¡Ya!
MÁRGARA.-¡Virgen pura!
JUSTINA.-Claro.
SUSANA.-Hizo una cara de asco y como que se la tragó la tierra de tan aprisa que se fue. Pas, pas.
GUDELIA.-Si yo hubiera sido, no sólo paso sino que e la echo en la cabeza.
(Al unísono.)
SUSANA.-Ganas no me faltaron.
MÁRGARA.-Ya lo creo.
ELOÍNA.-¡Qué bárbara!
MÁRGARA.-¡Que habrá pensado!
GUDELIA.-Vaya, ¿usted cree que doña Paca come puras rosas?
MÁRGARA.-Ay, Gudelia.
ELOÍNA.-Pues yo creo que...
JUSTINA.-Tú cállate. Apúrate.
SUSANA.-Déjala hablar; tiene voz.
JUSTINA.- ¡Voz! Van a ser la diez y se acaba el agua.
MÁRGARA.-¡Jesús!
SUSANA.-¡Apúrense!
GUDELIA.-¡Apúrense!
GUDELIA.-Ni me lo diga.
(Todas se afanan.)
JUSTINA.- ¿Apartaste agua, Eloína?
ELOÍNA.- La tina grande y las dos cubetas, mamá.
GUDELIA.- Ha de vivir una como puerco. Después de las diez, ¡zas! Ni gota de agua.
SUSANA.-Ayer se acabó a las nueve y media.
JUSTINA.-De veras.
SUSANA.-No es justo. ¡Tanto que lavar!
GUDELIA Puro milagro, vivimos de puro milagro. No hay carbón, no hay leche, no hay pan. Ni siquiera agua.
MÁRGARA.-Esta guerra...
GUDELIA.-No es la guerra, no es la guerra, el capitán me lo dijo, ¿usted cree que aquí no ha agua porque perdieron los alemanes? No, ésas son babosadas. Miren los excusados, miren ese patio de muladar.
MÁRGARA.-Ay, Jesús, es cierto. Y este chorrito de agua no alcanza ni para un jarro. Apúrese, señor Soberón o se queda enjabonado.
AUGUSTO.-Ya, gracias.
SUSANA.-Esa vieja de doña Paca ha de tener su combinación para cortarnos el agua.
GUDELIA.-Tacaña y agarrada.
SUSANA.-Todo en esta casa es mugre.
ANA.-Claro.
(Las otras la miran.)
SUSANA.-Oiga, Ana, yo no lo estoy diciendo por usted... Usted no tiene la culpa.
(Ana, que es una mujer flaca y sombría, la mira a su vez como si despertara, y ese instante de silencio lo llena la voz de la Polita.)
POLITA:-“Ésta es la hora amante y amarguísima, en que mi vida se alza entre la noche y vaga en una torre imaginaria.” (Polita sacude la cabeza y vuelve a coger su libro de texto.) ... Los átomos de cloro de masa treinta y cinco, relativa a la del hidrógeno...
ANA.-¡Ah, claro! ¿Y qué horas dice que son? Entonces... ¿Las nueve y media? (Empieza a recoger su ropa y se yergue.) Señora Trujillo, ¿cuánto dijo usted que costaba aquella tela?
SUSANA.-¿La azul? Cuatro... sí, cuatro cincuenta. ¿Va a hacerse un vestido?
ANA.-No crea que es para mí, señora Trujillo. (A Justina.) ¿Las nueve y media dijo?
JUSTINA.-Más o menos.
ANA.-Entonces tengo que entregar las bastas planchadas en la botica.
GUDELIA.- Se va a acabar el agua. Las batas entréguelas después.
ANA.-(Súbitamente preocupada.) No. Tengo que ir. Son dos pesos. .. Es raro, ¿verdad? Cualquiera cree que se pueden ganar dinero lavando ropa. Cuatro cincuenta... (Mira a Susana.) Sí, claro, cuatro cincuenta.
SUSANA.-Oiga, Ana: está usted pálida. Está usted enferma.
ANA.-Mentiras. (Se palpa la frente.) Será este día... tanto trabajo. Bueno... (Toma su ropa y se dirige a su casa.)
JUSTINA.-¿No quiere que le aparte agua?
ANA.-(Se vuelve a medias.) No. Sepa usted que e lo agradezco, señora Ledesma, pero no. Las nueve y media... (Se va hacia la izquierda y abre la puerta.)
JUSTINA.- Esta Ana.
SUSANA.-Pobre mujer.
MÁRGARA.-Es tremenda. Tiene un genio muy vivo...
GUDELIA.-Cómo no lo va a tener, criatura. La quisiera ver usted con la mitad de las cosas que Ana Romana pasa.
JUSTINA.-Bueno, no son tantas.
SUSANA.-Eso depende. Yo era de las que parían agarrada de un árbol sin partera ni nadie. Pero otras pobres no aguantan. Cuando se rajan, se rajan.
MÁRGARA.-Es que no tiene fe en Dios.
SUSANA.-A veces Dios no ayuda, ¿viera? No sé por qué; pero no ayuda.
JUSTINA.-No diga esas cosas, Susana..
SUSANA.-No, si yo sí creo en Él, Dios me libre, claro que una cree en Dios. Sólo sigo que a veces no ayuda.
(Sale Romana de su casa con unos paquetes y, sin más, se dirige a la calle.)
MÁRGARA.-Ustedes la defienden, pero como portera Ana Romana no sirve. Mentira que falta el agua, siempre tiene el patio, mugroso y cochino.
SUSANA.-Puede ser, puede ser. De todos modos, pobre. Trabaja y trabaja, plancha y plancha.
MÁRGARA.-¿Y lo de su hijo Andrés?
GUDELIA.-Pues su hijo Andrés es el único útil. Antes vendía figuras de yeso en la calle, ¿se acuerdan? Ahora, este Popoca, que Dios premie, lo metió a trabajar en la fábrica de cerillos. Gana poco, pero le van aumentando. Es un empleo seguro.
MÁRGARA.-¿Y será cierto que Andrés es así... un... volteado?
GUDELIA.-Joto, querrá decir.
JUSTINA.-Ay, Gudelia.
GUDELIA.-Las cosas tienen su nombre, señora Ledesma. Si Andrés es eso, son cosa de Dios. Yo digo que el muchacho es bueno, muy vivo, quiere a su madre y la ayuda.
MÁRGARA.-¿Y lo de Sofía?
SUSANA.-Misterios, misterios.
MÁRGARA.-Ni tanto. Es hija de Ana, pero no de Daniel.
SUSANA.-Eso nadie lo sabe.
ELOÍNA.-¿Nadie? Ana misma lo anda diciendo a todos. El único que no lo sabe, o si lo sabe se hace tonto, es Daniel.
JUSTINA.-(A Eloína.) Tú cállate, irrespetuosa.
GUDELIA.-Bueno, si Ana tuvo allá en su juventud sus cosas, no es para juzgarla nosotras. Cualquiera, quien más quien menos, ha hecho güaje a su marido.
MÁRGARA.-Óigame...
GUDELIA.-Usted no hable. Nunca se ha casado. ¿No dice usted que es señorita?
MÁRGARA.-Aunque se rían, tuve oportunidades, pero...
GUDELIA.-Mire, Margarita Montiel, usted no se habrá casado, pero eso de señorita...
MÁRGARA.-¡Se lo juro a usted!
GUDELIA.-Sobre todo, a su edad eso ya no importa. Antes es una vergüenza, tan grandota.
SUSANA.-Ay, no vaya usted a llorar, ya conoce a Gudelia.
MÁRGARA.-Pero ¿no oyó lo que me dijo?
GUDELIA.-Ana Romana es buena y yo la quiero. Y la admiro porque, sea Sofía su hija legítima o no lo sea, la tiene fuera de aquí con las monjitas salesianas.
ELOÍNA.-¿Qué edad tiene?
GUDELIA.-¿Sofía? Tiene diez y siete años. Es más chica que Andrés.
ELOÍNA.-Luego... ya se había casado Ana cuando...
SUSANA.-¿Otra vez? Caray, cómo les gusta refregar la ropa.
GUDELIA.-Es muy bonita. Yo la conozco. Ya quisieran las Walter. Es rubia, figúrense, con una mata de pelo de oro hasta acá. ¡Qué linda muchacha.!
SUSANA.-Y qué bueno que no la trae aquí. Tanta cosa mala como hay.
GUDELIA.-Está en el Colegio Salesiano desde chiquita, y Ana me ha jurado no sacarla si no es para darle la vida que se merece. Ésa sí es una señorita.
JUSTINA.-(Acariciando la cabeza de su hija Eloína, niña de 12 años.) Debe ser cierto.
ELOÍNA.-¿Qué traes, mamá? (Todos miran a Justina.)
JUSTINA.-(Les devuelve la mirada con un poco de vergüenza, Separa las mano de la cabeza de su hija.) ¿Ya?... ¿ya acabaste, hijita?
ELOÍNA.- (Indignada.) ¡Ay, no me dígas hijita, qué dirán!
JUSTINA.-(Transición definida.) ¡No, tú princesa de Chinastocov! Muchacha esta, grosera.
SUSANA.- No la regañe, es chica. No saben lo que vale una madre.
(El tema musical de las muchachas Walter se mece en el aire y las mujeres, interrumpiendo toda plática, fijan sus ojos en la escalera por donde vienen bajando María y Estela Walter. María no pasará de los veintidós años y lleva un vestido sencillo. De buen gusto. Estela es más baja de estatura. Es vulgar y aparece sobrecargada de listones y adornos; muy pintada y con ademanes extravagantes. La sigue, en chanclos y despeinada, su tía Rosa. Las mujeres cuchichean.)
GUDELIA.-Ahí vienen la dos esas.
SUSANA.-Dizque a trabajar.
MÁRGARA.-Todas pintarrajeadas.
JUSTINA.-¿Miren qué tacones!
(Silencio.)
MARÍA.-Buenos días.
ESTELA.-(Molesta a media voz.) ¡María!
SUSANA.-Buenos días, María.
GUDELIA.-Adiós.
MÁRGARA.-¿Adiós, Estelita!
JUSTINA.-¿Al trabajo?
ROSA.-Buenos días, doña Gudelia. Buenos, Susana. ¿Qué tal sus niños, Justina? Buenos días.
MÁRGARA.-(A Rosa.) ¿Va usted a dejarlas?
ROSA.-Nada más aquí al zaguán.
(Vanse las Walter, seguida de su tema musical y acompañadas de Rosa. Saludando de paso a Polita.)
MARÍA.-Adiós, Polita.
ESTELA.-Adios, no estudies tanto.
POLITA.-Ya ven, adiós. ¿Ya son la diez?
MARÍA.- No sé.
POLITA.-Bueno, nos vemos
(Se enfrasca en la lectura y desaparecen las Walter).
(Al unísono.)
JUSTINA.-¿Se fijaron en los tacones?
ELOÍNA.-Ese vestido de María ya es viejo.
GUDELIA.-Rotas de quinto patio.
Márgara.-“Adiós, adiós”...
SUSANA.-¡Cuzcas, eso es, cuzcas! (Augusto ríe y mueve la cabeza. En realidad, hace rato que sólo está ahí viendo y oyendo las cosas del lavadero.) Porque son unas cuzcas, eso sí que sí, a mí no me lo quita nadie de la cabeza.
GUDELIA.-Y tan emperifolladas que bajan, quién las viera.
MÁRGARA.-¿Y de dónde sacarán dinero para vestirse?
ELOÍNA.-¿De dóde?, pues de los hombres.
JUSTINA.-¡Eloína! Mira qué boca tienes, vete para allá adentro.
ELOÍNA.-Yo no me voy.
SUSANA.-¿Ustedes creen que éstas son horas de irse a trabajar en una oficina?
GUDELIA.-A trabajar... Van a sentarse en las piernas del jefe.
SUSANA.-Claro, y la alcahueta de la tía atrás de ellas.
GUDELIA.-¡Tía... miren qué tía! Ayudándolas para que consigan dinero, por enseñar las piernas. ¡Vivir para creer!
MÁRGARA.-¿Y qué le harán al dinero?... deben las rentas.
SUSANA.-Se lo echan todo encima, en trapos, en perfumes, en medias y paseos. Tienen novios de mucho automóvil.
EOLÍNA.-(Con envidia.) Sí, tienen muchos novios.
JUSTINA.-Y tú quieres ser igual, ¿verdad? ¡Si ya te conozco!
ELOÍNA.-Claro, porque ellas tienen vestidos y zapatos.
SUSANA.-Y Lalo, su hermano, pobre muchacho. Es muy inteligente y muy simpático. Lástima de esas hermanas.
GUDELIA.- De veras. Ya ven, enseñándolo a golfo. Y luego viviendo ahí todos juntos como sólo Dios sabe, Lalo ya pasa de los diez y siete años.
MÁRGARA.-¡Imagínese! Lo peor que al pobre muchacho lo anda pervirtiendo el comunista ese, el famoso Pedro Rojo. Salen muy del brazo y son muy amigos.
SUSANA.-Chist... Ahí está Polita.
(Las mujeres la miran.)
MÁRGARA.-¿Y qué?
SUSANA.-Dicen que está enamorada de él.
MÁRGARA.-¿Del comunista?
SUSANA.-Sí.
MÁRGARA.-¡Válgame Dios, pobre muchacha...! Ay, sí se ve muy buena...
GUDELIA.-Pues as mí, Pedro Rojo me cae muy bien. Que esté loco no quiere decir nada.
MÁRGARA.-¡Qué loco! Es comunista, le digo.
SUSANA.-¿Y usted cree que los comunistas no se enamoran?
VOZ DE LOLA CASARÍN.-¡Augusto!
(Entran vestidos Chayo y Juan. De la calle, Asdrúbal.)
AUGUSTO.-(A la voz de su mujer.) Ah, sí. Ahora voy, espera Señora Susana, aquí tiene su jabón, muchas gracias.
VOZ DE LOLA.-¡Augusto!
CHAYO.-Mamá, ven a ver a Cuca.
JUSTINA.-No me molesten ahorita.
SUSANA.-(Augusto.) Para servirle, señor Soberón. ( Inclinándose a él.) No le haga mucho caso. (Se refiere a Lola Casarín. Odas ríen.)
AUGUSTO.-Gracias. Este... Adiós... (Ruborizado.)
GUDELIA.-Ándele, hombre, ándele, no le haga esperar.
AUGUSTO.-Sí, con permiso. (Se dirige a su casa.)
ASDRÚBAL.-(A Justina.) Ya viene, mamá.
SUSANA.-Tan joven y tan bueno que es.

Al Unísono

CHAYO.-Cuca no se deja de peinar...
GUDELIA.De que los hay...
JUSTINA.-(A Chayo.) ¡Cómo que no!
JUAN.-Es que no hay peine, má.
JUSTINA.-Búsquenlo, vaya. Todo lo quieren en la mano. ¿Dónde estuviste, Asdrúbal?
ASDRÚBAL.-En el billar.
(Las mujeres se retiran con la ropa en las manos. Transición luminosa; al entrar Augusto Soberón en su casa, se ilumina el interior y disminuye la luz en el patio, mientras el tema musical de Lola Casarín subraya la acción.)
(Lola, un poco gorda, arruinada ya por los años –tiene 47 y su marido 25-, aparece por la puerta de la cocina llevando en sus manos, con un trapo, la pequeña jarra de porcelana donde humea la leche. Lola ha de avanzar después para depositar la jarra en la pequeña mesa en la que hay dos tazas y un cestillo con pan.)
LOLA.-Por fin. Y ni siquiera vienes a avisarme que no me haces caso. (Su Marido la mira con azoro; no sabe colocar la toalla en su lugar.) No, sobre mi piano no. Hasta descuidado te has vuelto. Tampoco, ahí, bambino, espera. (Toma la toalla y la cuelga atrás de la puerta.) En cuestión de modales, eso es.
AUGUSTO.-(Abrazándola.) No te enojes.
LOLA.-Anda, tonto. La navaja en el cajón; ponla, Augusto, no quedes parado.
AUGSTO.-Ah, sí sí, Es de Popoca. La mía se perdió, ¿verdad?
LOLA.-Ay, Augusto, no quieras encontrarla aquí. La busqué; pero estoy segura de haber perdido el tiempo. Si la dejaste afuera, cualquiera de esas mujeres la pudo robar.
AUGUSTO.-¿Rosquitas? Bueno.
LOLA.-A mí no me gustan. A ti sí. Me las apartan, ¿sabes?
AUGUSTO.-Pero... todos los días, Lola.
LOLA.-Ay, Augusto, siempre me has dicho que te gustaban.
AUGUSTO.-(Se sienta a la mesa.) Tienes razón, siéntate. (Lola se sienta y lo mira.) Mmm... huele bien este café y... (Nota la tirantez de Lola) ¿Qué tienes Ah, vaya, dispénsame. Anda. (La besa, Lola pierde su rigidez, sonríe.)
LOLA.-No es fácil conseguirlo. Todo tan caro, escaso, malo. ¿Quieres algo? No, no hay mantequilla. Azúcar ya sabes, poca.
AUGUSTO.-No no cuesta.
LOLA.-Oh, Augusto.
AUGUSTO.-¡Qué pasa! Vamos, oye...
LOLA.-No preguntes.
AUGUSTO.-¿Pero, qué?
LOLA.-Tus palabras, esas bromas tuyas. No es ninguna que te robes el azúcar de los cafés. No está bien.
AUGUSTO.-Lindita, si nadie lo sabe.
LOLA.-Pero yo sí. Robar azúcar. Ayer la señorita puso sólo seis terrones y se rió.
AUGUSTO.-Linda
LOLA.-No, con eso no me consuelas.
AUGUSTO.-(Sonriente.) Señora Soberón.
LOLA.-Has cambiando; antes no era así. Eras tímido, correcto. Alguien te está cambiando. Antes te avergonzabas sólo de reír.
AUGUSTO.-Pero si soy el mismo. Anda, quítate el mal humor, ¿ves? Te ves muy bien.
LOLA.-¿Qué va! Y luego con esos jabones de sosa. Esto ya no es piel.
AUGUSTO.-¿Me puedo comer la nata?
LOLA.-Y esas cremas corriente. Augusto, ponte la servilleta. Oye, te has vuelto muy descuidado. ¿Así de leche?
AUGUSTO.-Me divierte oírlas.
LOLA.-¿A quién , a las vecinas?
AUGUSTO.-Sí. Son como un coro griego: a veces dan risa, pero otras, se vuelven majestuosas y terribles.
LOLA.-Odiosas. Aparte, tú no sabes nada de los griegos, si hubieras viajado. ¿Ya de café?
AUGUSTO.-Ya.
LOLA.-Yo me retraté en la Acrópolis de la mano de mi madre.
AUGUSTO.-Sí, he visto las fotografías. (Va a tomar un pan.)
LOLA.-Augusto. (Él se sobresalta, la mira.) Esas uñas... ¿cómo es que nunca las tienes limpias?
AUGUSTO.-Después, Lola; tengo hambre.
LOLA.-Entonces no tocas el pan. Yo te lo daré.
AUGUSTO.-Este... no me lo partas.
LOLA.-¿Lo vas a comer entero.
AUGUSTO.-No. Es que yo lo puedo partir. Es decir... perdóname, no lo dije por contrariarte.
LOLA.-Todo lo que yo hago te molesta.
AUGUSTO.-Lola...
LOLA.-No necesitas decírmelo.
AUGUSTO.-¿En qué te puedo ofender?
LOLA.-No sabes apreciar, no sabes. Anda, pues, come, pártelo tú.
AUGUSTO.-Bueno.
LOLA.-Augusto...
AUGUSTO.-¿Sí? (Interrumpiendo su primer bocado.)
LOLA.-No, nada.
AUGUSTO.-Vamos, dímelo. No hay por qué afligirse.
LOLA.-Es... mi pan tostado.
AUGUSTO.-¡De verás! ¿Está en la cocina? ¡Te lo traigo?
LOLA.-No, mira, es que se reventó el alambre de la parrilla. No puede arreglarlo. Yo no puedo comer este pan así. ¿Quieres?
AUGUSTO.-¿Ahora?
LOLA.-No, claro, después. Yo desayunaré después.
AUGUSTO.-No, no. Perdóname. (Se quita la servilleta y se levanta.)
LOLA.-Chato, se te va a enfriar el café.
AUGUSTO.-(Amable y comprensivo.) Lo arreglo en un momento. Ya verás. (Desaparece por la cocina.)
LOLA.-Las pinzas están junto a la parrilla, ¿te las doy?
AUGUSTO.-Ya las vi. (Dentro.)
LOLA.-(Sorbe su jugo de naranja.) No la pude arreglar. Sólo me lastimé las manos. Ay, pobres manos. Ay, pobres manos. Tanto como mi madre me las cuidó. Rajadas, estropeadas con los jabones esos y la grasa de los trastes. Bueno, qué hacer.
AUGUSTO.-Ayer te compré la glicerina.
LOLA.-Glicerina... Tú no sabes, bambino; lo que yo necesito son cremas buenas, francesas desde luego. Mi madre y yo las comprábamos en Le Petit Coin, en la Rue de la Paix. Arriba de la perfumería... ¿estás oyendo?
AUGUSTO.-Sí, la Duncan.
LOLA.-Arriba tenía su academia particular Isadora Duncan. La conocí. Muy gentil, pero no era una dama. Quería darme clases.
AUGUSTO.-(Con tono sincero.) Hubieras sido una gran bailarina.
LOLA.-No te burles, Augusto.
AUGUSTO.-No me burlo. De veras
LOLA.-Bueno, pero tú sabes que yo había nacido para la ópera. ¡Oh, la ópera! En Italia me conoció Guido Monzoni. Ya estaba muy viejo. Me enseñó un retrato de la Patti. ¿Sabes quién me daba lecciones de piano?
AUGUSTO.-Sí, el Papa.
LOLA.-¿Augusto!
AUGUSTO.-Es una broma, Lola, no te vas a enojar por ella.
LOLA.-Siempre me molestan tus bromas. Además es una falta de respeto. Cómo se nota que has andado con el comunista ese de arriba, el Pedro Rojo.
AUGUSTO.-Es un gran muchacho.
LOLA.-Pedro Rojo. Vaya nombre. ¿Estudia, no?
AUGUSTO.-En la Universidad.
LOLA.-Pues es un enano, nada tiene de grande. Por supuesto, de arte no sabrá nada, y menos de ópera. ¿Cómo puede ser tu amigo? Oh... (Se abate a punto de llorar.)
AUGUSTO.-Por favor, Lola. (Se asoma con las pinzas en la mano.)
LOLA.-¿Te disgusta que llore?
AUGUSTO.-No. Es que no debes llorar.
LOLA.-¿Por qué no? (Mira la cartelera.) Esta espera me angustia. Es que son cinco años. Anda, acaba pronto y vente a desayunar. (Desaparece otra vez Augusto.) Cierto, tú me conociste en el coro; pero no olvides que soy Lola Casarín. ¡La Casarini! No puedes apreciarlo. Tú eres un violinista de orquesta y yo una cantante. Si viviera Romero... (Va leyendo los rótulos de la cartelera.) “Gran Temporada de Ópera. ¡Quetzalcóatl! Ópera Mexicana en tres actos... original de Ignacio Romero. Libreto en francés... Fíjate, en francés –de Francois Moret-. Soprano, Lola Casarini!. ¡La Casarini! No tienes idea cuántos se gasto en la propaganda. Anuncios como éste, en todas las paredes, en los diarios; mi fotografía, ésa, ocupaba un cuarto de plana. Interviús, recepciones, telegramas, flores, hasta orquídeas... Lástima que no llegó a estrenarse nunca. Romero lloró en mis brazos como un niño.
AUGUSTO.-La resistencia es la que no sirve, el alambre es malo.
LOLA.-Conste que yo fui la más fuerte. ¿Ah, si hubiera habido estreno! Si hubiera habido estreno, yo no estaría aquí... ¿O no, Augusto?
AUGUSTO.-(Desentendido.) Sí claro. ¡Sácatelas! Me pellizqué.
LOLA.-Tú supiste cómo estuvo todo. Fue casi mi consagración. ¡Quetzalcóatl! (Cierra los ojos, unce las manos y entona con los labios cerrados una melodía.) Mi aria. Tú no sabes lo que era mi aria principal. Sola, en el templo, mientras Pedro de Alvarado mataba a mis hijos.. El recitado es dramático, hondo, divino... Por cierto que tú nunca me has podido acompañar bien en el piano, Augusto. ¿Augusto?
AUGUSTO.-Espera, ya voy.
LOLA.-Te decía que tú nunca has podido seguirme en la partitura de Quetzalcóatl.
AUGUSTO.-No, nunca.
LOLA.-¡Si hubiera habido estreno! Claro, después de eso, tú comprende que yo no podía volver al coro. Lola Casarín en el coro... ¡Oh! Entonces nos casamos, ¿te acuerdas?
AUGUSTO.-(Entrando.) Ya está. Tendrás que esperar a que se tueste el pan. (Va a sentarse.)
LOLA.-¿Sin lavarte las manos?
AUGUSTO.-(Sonriente.) Es que tengo hambre, Lola.
LOLA.-Por favor, Augusto. Hay agua en la cocina.
AUGUSTO.-Bueno, tú mandas.
LOLA.-Y tráeme mi pan, tú; anda.
AUGUSTO.- Está bien. (Va de nuevo a la cocina.)
LOLA.-Me acuerdo y me río. Tú llevabas un traje prestado. Te veías tan niño. Y yo, Lola Casarini... Nadie lo hubeira creído. Pobre Augusto, tú no eras más que un violinista de la orquesta.
AUGUSTO.-¿Lo quieres muy dorado?
LOLA.-No, no mucho.
AUGUSTO.-Entonces ya.
LOLA.-Eras tímido como una mujercita. Te pusiste rojo cuando te besé.
AUGUSTO.-(Entra con los panes calientes en la mano.) ¿Uf, me quemo? (Casi los tira sobre la mesa.)
LOLA.-Augusto. ¿No hay platos, servilletas? ¡Cómo en las manos!
AUGUSTO.-(Inclinándose a ella y abrazándolos.) No te enojes, no.
LOLA.-¿Qué tienes, Augusto, por qué te ríes?
AUGUSTO.-Se me olvidaba decirte una cosa. Dos. Mira: en primer lugar compré un billete...
LOLA.-No gastes en billetes de lotería, nunca sacas nada.
AUGUSTO.-Espérate. En segundo, he oído rumores de la temporada de Ópera. Es muy posible que haya un contrato.
LOLA.-¿Para ti?
AUGUSTO.-Cuestión de suerte. Sería fantástico, ¿no crees?
LOLA.-¿Y yo?
AUGUSTO.-Pero...
LOLA.-Oh, Augusto, ya no me digas nada. (Llora.)
AUGUSTO.-Pero Lola...
LOLA.-Nuna te preocupas de mí, nunca. No debí casarme contigo, eres un egoísta. No me toques. Un contrato para ti, y para mí nada, nada.
AUGUSTO.-Después de todo no es todavía seguro.
LOLA.-¿Me engañas entonces? Te gusta hacerme sufrir. Te gusta verme pobre, sin vestidos que ponerme. ¿Cómo voy a salir a la calle en estas condiciones? Tú no consigues nada y los contratos deben pelearse un poco. Claro que mi solo nombre debería bastar; pero.. . ¡Cómo voy a presentarme? Ando vestida de andrajos.
AUGUSTO.-No llores, Lola.
LOLA.-Tú como no tienes ambiciones... Aunque las tuvieras no podrías hacer nada. Tú estás liquidado desde que te quebraste la mano.
AUGUSTO.-¡Lola!
LOLA.-Nuna podrás ya aspirar el éxito. Seguirás siendo un violín entre los demás, un violín de orquesta. ¡Pero yo! Yo tengo derecho. ¿Por qué quieres quitármelo? A veces me arrepiento de haberte sacrificado mi juventud.
AUGUSTO.-(Complaciente.) Linda...
LOLA.-Cállate. Sé que vas a decirme que me das cuanto ganas y que hace cinco años, cuando nos casamos, yo ya no era ninguna jovencita. Si tú no te hubieras quebrado la mano no me hablarías así. Entenderías que una tiene su porvenir.
AUGUSTO.-(Abatido.) No, Lola, no iba a decirte nada de eso, de veras.
Lola- Ya pasó, anda, toma tu desayuno. Ha de estar helado.
AUGUSTO.- No importa. (Lo dice con tristeza y se sienta.)
LOLA.-¿Te molesté en algo? Ah, bambino, anda, come.
AUGUSTO.-No sé si me molestaste.
LOLA.-Sí, yo sé que te molesté, Augusto, porque te dije que con esa muñeca rota ya no podrías hacer nada. Pero es la verdad. Tu camino está cerrado para siempre y es mejor aceptarlo así. No hay por qué forjarse ilusiones tontas.
AUGUSTO.-¡Lola!
LOLA.-Si a mí se me hubiera roto algo en la garganta, estaría como tú, desinflada, fabricándome esperanzas. ¿No comes? Yo tampoco tengo hambre. Bueno. (Se levanta contempla un momento la actitud abatida de Augusto. Lo besa, y él permanece triste.) Pobre bambino, tienes una carita de niño lindo. (Va la cocina. Se asoma.) ¿Quieres ir a la tienda a comprar los botones de la camisa? Los otros los perdí. (Augusto se levanta.) Y cuando regreses, vas al cuarto de la portera y le pides tus camisas. (Augusto sale.)
(Transición luminosa al patio, adonde irrumpen unos maromeros. Los sigue un payaso y un gracioso de plazuela que tocan –tambora y cornetín- una vieja canción popular.)
SABINO.-(Vestido de gracioso.) ¡Abran paso, abran paso al gran Chicharrín! (Toque de trompeta. Todos se alistan a gozar del espectáculo. Rosa se asoma a la azotea, también Lalo en calzoncillos y sin camisa. Otros vecinos. Abajo, el gracioso se adelanta, y mientras anuncia las virtudes de la “troupe”, el vecindario se deshace en rumores y frases alusivas, dichas todas al mismo tiempo, ad libitum.) ¡Atención, señores y señoras. Atención. Silencio! (Toque de trompetas.) ¡Silencio!
Bajo el cielo de mi tierra
A los de arriba y a los de abajo,
Estos grandes artistas
Van a ofrecer su trabajo.
¡A ver, Chicharrín magnífico!
¡A ver, maromeros grandes!
¡A ver, el tambor polífico!
¡A ver. . .!
PAYASOS.-(Interrumpe. ¡Oiga, don Chicharrín!
SUSANA.-(Tan pronto escucha la voz del payaso.) ¡Es Andrés!
GUDELIA.-¡Es Andrés! ¡Muchacho! Aplaudan, aplaudan.
MÁRGARA.-Sí, es Andrés. Que lo mire. Ana.
(Trompetazos y dianas, Andrés, vestido de payado, agradece los aplausos.)
(De la calle entra Ana Romana y queda inmóvil al reconocer a su hijo Andrés.)
ANDRÉS.-¡Oiga, don Chicharrín!
SABINO.-Cómo se atreve usted a interrumpirme, ¡no ve que me estoy dirigiendo a las señoras, a las señoritas, a todo este selecto público que me escucha?
ANDRÉS.-¿Selecto? Son puros gorrones. ¿A poco cree que han pagado la entrada?
SABINO.-Tenga más respecto, don Procopio.
ANADRÉS.-¿Respeto! ¿Usted cree que le van a pagar nada? Si estas pobres no tienen más que agujeros en los calzones.
(Risas.)
SABINO.-El que sean personas modestas no quiere decir que no tengan derecho a una sana diversión.
ANDRÉS.-Tiene usted razón, don Chicharrín. Señoras y altas damas: no se preocupen de pagar la entrada, que nosotros recibiremos lo que no sea su voluntad aventarnos, menos piedras. Porque vivimos en una tierra bendita llena de felicidad y libertad. ¡Viva Colón; yo Colón...!
(Aplausos y risas.)
SABINO.-Ahora, para que juzguen ustedes nuestro trabajo, el señor Procopio pocas pulgas va a bailar para ustedes acompañándose debidamente con sus castañuelas que trajo de España.
(Los músicos atacan un aire híbrido y Andrés agita sus castañuelas, se ha puesto un mantón y va a bailar cuando Ana Romana rompe el círculo y avanza contra él.)
ANDRÉS.-(Se interrumpe. La música cesa.) ¡Mamá!
(Ana mira hostilmente al hijo y le arranca el mantón. Se oyen las voces y taconazos de Pedro Rojo. Agita un periódico en sus manos al poyo del árbol para dominar.)
PEDRO.-¡Ganaron, ganaron! ¡Atención, oigan, miren, ganaron! (Muestra el título del diario.) ¡Los nazis huyen de Finlandia! ¡Se acaba la guerra, se acaba!... ¿Qué pasa, qué tienen...? ¿No les da gusto que se acabe la guerra? Si les digo que...
(Alguien ha tocado al azar la cuerda de un instrumento. Los vecinos empiezan a retirarse. La voz de las mujeres es triste.)
SUSANA.-Ya no hay agua.
GUDELIA.-Sí, vámonos, vámonos.
JUSTINA.-(A sus hijos, que miran a la Romana.) Métanse.
PEDRO.-(Abatido, sin comprender, sube a su cuarto.) Está bien, está bien. En la Universidad será otra cosa...
(Andrés detiene en el patio por el brazo al gracioso que intenta irse. Quedan solos en el patio: Ana, Andrés y Sabino.)
ANDRÉS.-(Acercándose a su madre.) Mamá, este...
(Ana lo rechaza vivamente y huye hacia su cuarto. Ellos la siguen.)
SABINO.-(Dudando ante la puerta.) Andrés...
ANDRÉS.-Anda, anda. (Entran.)
(Transición luminosa a casa de Ana. En la habitación no se ve a nadie. Ana debe de estar en la cocina, pues viene de ahí un ruido de botellas.)
ANDRÉS.-(Al gracioso.) Siéntate.
SABINO.-Mejor me voy.
ANDRÉS.-Espérate. Nos iremos luego. Ya ves, aquí no se puede ensayar. ¿Qué tal nos salió? Yo creo que muy bien. Con otro ensayo... ¿No crees?
SABINO.-Oye, mejor me voy.
ANDRÉS.-Espérate.
ANA.-¿Quién es... quién...? (Entrando.)
ANDRÉS.-Soy yo, mamá. Es mi madre.
ANA.-(Fijando sus ojos sombríos en el vestido del hijo.) Tenía que suceder... sí claro...
ANDRÉS.-Éste es Sabino Vázquez, mamá.
ANA.-Mucho gusto... mucho gusto... (Rudamente.) ¡Y el trabajo de la fábrica vas a dejarlo! (Al vacío.) No, no es posible. (A Sabino.) Mucho gusto... Siéntese usted. (Toma un banquillo y lo limpia con un trapo.) Todo esto... la casa está desarreglada... (Su voz se hace enérgica.) No esperaba visitas. Hoy es martes, ¿no? ¡Siéntese usted, le digo!
ANDRÉS.-¿Qué le pasa, mamá?
ANA.-¡Cállate el hocico! Ahora que pensaba comprar tela para el vestido de Sofía. No es justo, no es justo. (A Sabino) ¿Usted cree que es justo? Y ahora si éste deja el trabajo, no le pagarán horas extras. Y otra vez lo mismo, lo mismo. No oye, no. Hoy mismo vas, tienes que regresar. (Humilde a Sabino.) ¿Verdad que tiene que regresar? Usted para el vestido de Sofía. Un vestido tan bonito. ¿Conoce a Sofía? No, claro, cómo va a conocerla. Soy una tonta, tonta... ay, Dios mío... (Se aprieta las sienes.) Es la jaqueca.
ANADRÉS.-¿Quiere una pastilla?
ANA.-No, hijo, gracias, te lo agradezco mucho, pero no. (Muy dulcemente.) ¿Y qué haces parado ahí? Por favor siéntate, platica con tu amigo. Conversar es un arte, ¿eh? (Altiva.) Eso debieran saberlo Susana y Gudelia. ¿Conoce a Susana? Es gorda, vulgarona. Cuando lava bufa como ballena. (Celebra su broma ruidosamente.) Es usted muy serio, joven... ¿Cómo dijiste que se llamaba?
SABINO.-Sabino.
ANA.-Bonito nombre, bonito nombre, muy bonito nombre. Hasta se parece un poco al de... (Negligentemente.) Bueno, no tiene importancia.... un pariente. Ya le habrá platicado mi hijo Andrés. Nosotros, pues... (Con insólita altivez.) ¡El hecho de estar fungiendo en la portería de una vecindad no quieres decir que desconozcamos las reglas elementales de la educación! Esto lo habrá notado usted sin duda. Una vez... (Se toca las sienes.)
ANDRÉS.-¿Por qué no quiere la pastilla, mamá?
ANA.-Se pasa, se pasa. Padezco jaquecas, ¿sabe? Le advierto que no es nada, no vaya a creer. Se lo advierto porque esas mujeres de la vecindad creen que es anemia, como soy delgada... Tontas, ¡usted cree que una mujer como yo iba a dejarse engordar como una puerca? Yo me callo, nunca les digo nada. (Muy enfática.) El hecho de fungir como portera me obliga a usar el guante más blanco para las inquilinas, usted sabe. Doña Francisca, la dueña, me estima sobremanera y con frecuencia me hace objeto de atenciones que estrechan aún más nuestra vieja amistad. Andrés, no me mires así, ¿qué tienes, hijo? Ven. (Le abraza la cabeza sonriendo. Luego insinuante.) Anda, Anda. Tómense la mano, ¡no? ¿Por qué no?
ANDRÉS.-No entiendo...
ANA.-¡Dásela, te digo, y usted también, vamos! (Se retira un paso y los contempla.) Eso es... magnífico... No hay nada más hermoso que la amistad.
SABINO.-Señora...
ANA.-¡Cómo! ¡Si tiene usted los ojos claros! Eso cambia por completo la opinión que tenía de usted. Con toda seguridad en su familia hay personas rubias, dígamelo.
SABINO.-No sé, señora.
ANA.-Es natural que no lo sepa, usted es muy joven, pero advierto enseguida su magnífica educación.
ANDRÉS.-Mamá, Sabino es el director de la compañía. Sólo ha venido a decirle a usted que nos dejara ensayar en el patio.
ANA.-¿Ensayar... ensayar, qué? (Mira a Andrés de pies a cabeza.) Sí, luego es cierto. El hijo de la portera... (Su voz se ahoga.) Un payaso de plazuela. Un payaso de plazuela... ¡No me toques, has perdido toda dignidad! Un payaso... ¿Sabes una cosa? Me da vergüenza ser tu madre.
ANDRÉS.-No lo hago daño a nadie.
ANA.-A mí sí, a mí sí. Es una crueldad monstruosa...
ANDRÉS.-Tiene que oírme...
ANA.-Hijo, hijo, y el trabajo de la fábrica ¿vas a dejarlo? Dígale usted que no. ¡Usted no conoce a Sofía, mi hijita. (Dulcísima.) Es tan rubia... Oiga usted esto: (enfática) Sofía es una joven perfectamente educada. Es la mejor del Colegio Salesiano.
ANDRÉS.-No le hagas caso.
ANA.-La adoran. (Conmovida.) Las monjas italianas son muy delicadas, pulcras, inteligentes, bondadosas. Cuando voy, les beso las mano y entonces permiten que Sofía y yo demos un paseo. La llevo a Chapultepec, al lago. Es precioso. ¿Conoce usted el lago?
SABINO.-Sí, lo conozco.
ANA.-A la pobre le gusta pescar. (Al vacío.) Es justo. Diez y siete años de encierro, metida ahí. (Silbante.) ¿Con esas monjas idiotas, tacañas, estériles...! (Camina por la habitación retorciéndose las manos.) Y ahora éste deja el trabajo, lo deja... (Se vuelve contra el hijo.) ¿Cómo vamos a vivir? ¿Con qué?
ANDRÉS.-No se apure. Yo puedo ganar dinero en este oficio.
ANA.-¡Oficio, lo llama oficio!
ANADRÉS.-Con la guerra la gente está ganando dinero y no le pesa tirarlo al suelo. Este trabajo es tan bueno como otro cualquiera. ¿No hay otro muchachos que se ganan la vida cantando en los camiones?
ANA.-Pero tú no, tú no debes, Aprende a trabajar como Popoca. Popoca es un obrero decente. Sabe gastar y vestir.
ANDRÉS.-La fábrica no, no. Los turnos largos, el olor a encierro. No, no me diga más de ir a la fábrica.
ANA.-¿Y el vestido de Sofía?
ANDRÉS,.No se ponga así. Tendremos para comprarlo. Además, me duele que usted sólo vea el dinero y no le importe si uno se muere en las cuchillas de una fábrica. Ayer uno de los compañeros se quemó.
ANA.-¡Pues que se quemen todos! Claro que veo el dinero. Con el dinero se compran todas las cosas. Si yo tuviera dinero no estaría aquí. Me llevaría lejos a Sofía. (Con obsesión.) Ella es una joven delicada, delicada, delicada... delicada... muy delicada... eso es, mucho muy deli... (A Sabino.) ¿Usted supone que voy a traerla aquí, a vivir con nosotros? ¿Para qué se dé cuenta de esta miseria? ¿Para que conociera a mi marido, un borracho, un vicioso lleno de mugre, sin energías?
ANDRÉS.-No hable así de mi padre...
ANA.-¡No lo defiendas!
ANDRÉS.-No me gusta.
ANA.-¿Qué te da él?, ¿ejemplos? Se robó mi polvera... (Con odio.) ¡Eso no se lo voy a perdonar nunca! Una polvera preciosa que me había costado tres pesos y que guardaba para Sofía. ¡Y todavía lo defiendes! Cuando llegue... ¿Sabía usted que hace tres días que no viene?
ANDRÉS.-Yo se la pagaré.
ANA.-¡No me pagues nada! ¿Con qué vas a pagármela, con eso?
ANDRÉS.-(Suplicante.) Óigame, usted...
ANA.-¡No lo defiendas! ¡No lo defiendas!
ANDRÉS.-Óigame, ¿por qué ha vuelto usted a tomar? Está usted borracha.
ANA.-¿Qué dijo? ¿Borracha, yo? (Se encara con Andrés.) ¿Borracha? Y te das el gusto de decírmelo en mi cara tú, tú... ¿Crees que no sé por qué buscaste este trabajo? ¡Para poder vestirte con encajes y lentejuelas, como mujer! (A Sabino.) ¿No sabía usted que Andrés es un...?
ANDRÉS.-¡Mamá!
ANA.-¡Claro que sí, sí! (Le pega en la cara. Sabino se levanta y se apoya en la puerta.)
ANDRÉS.-(Cubriéndose en el pecho con ferocidad.) No sé, no lo sé. ¿Cómo puede hacerlo? (Ensimismada.) Pobre de mí, pobre de ti. (A Sabino.) Usted tiene que dispensarme, tiene usted obligación de hacerlo. Usted... No lo puede evitar. Es que. . .
(Por la puerta de la calle se asoma Daniel.)
ANDRÉS.-Vete, Sabino, mañana nos vemos, vente pronto.
ANA.-(Precipitándose hacia Sabino que va a marcharse.)No, por Dios, no se vaya usted, quédese, es que no sabría qué hacer después.
SABINO.-¡Lárguese entonces de aquí! (Lo empuja.) (Lárguese, le digo que se largue! ¡Vamos, fuera! (Lo ve partir. Se vuelve hacia su hijo. Solloza.) Perdón, perdóname... perdóname... (Y se abrazan.)
ANDRÉS.-Sí mamá, sí. . .
ANA.-Sufrir... sufrir...
(La puerta se abre violentamente y Saniel avanza con una sonrisa tonta, alcohólica. Su embriaguez no es ridícula ni exagerada. Augusto Soberón cruz el patio.)
DANIEL.-¿Anita!
ANA.-(Con suma aflicción.) Mira cómo vienes. Cierra la puerta, no quiero que nos vean de afuera. (Andrés obedece. Ella grita a su marido.) ¿Y mi polvera, dónde está mi polvera?
DANIEL.-¡No la vendí! ¡No la vendí! Suéltame, te digo que aquí la tengo...
(Tocan a la puerta. Andrés, que acaba de cerrarla, vuelve a abrirla. Sin disminuir la luz en la casa de Ana. El patio se ilumina; se ve a Augusto Soberón en la puerta de Ana y más allá, en la suya, a Eloína, la niña de doce años que canta una canción a media voz.)
ANDRÉS.-Buenos días, señor Soberón.
AUGUSTO.-¿Qué hay, Andrés? Venía por mis camisas.
ANA.-Sí, ahora mismo, naturalmente. (Su actitud se torna solícita y sonriente. Daniel se ha sentado y pone la polvera sobre la mesa. Ana saca de un canasto las camisas y las entrega a Soberón.) La tela es magnífica, debe cuidarlas. Son unas camisas preciosas. No deben costar menos de diez pesos cada una, ¿eh?
AUGUSTO.-Sí, este...
ELOINA.-(Canta.)
Amar, no te puedo...
... yo tengo un pasado
que tú no has logrado
hacerme olvidar...
Amar,
¿para qué mi bien?
Si es mayor dulzura
Gozar la aventura...
ANA.-No se preocupe. Con ella me arreglaré. Yo sé que la señora Casarín le quita a usted todo cuanto gana.
AUGUSTO.-Este... con su permiso.
ANA.-Usted lo tiene.
(Se apaga el cuarto de Ana. La luz al patio.)
ELOÍNA.-...Sin decir te quiero... (Interrumpe su canto para llamar al violinista.) ¡Pish, pis!
AUGUSTO.-¿A mí?
ELOÍNA.-(Avanza con modales untuosos.) ¿Va a su casa? Yo me iba a lavar los pies, pero no hay agua. Bonitas esas camisas. ¿Son suyas?
AUGUSTO.-Déjame, ya me voy.
ELOÍNA.-Espérese, oiga, ¿por qué nunca me quiere saludar cuando pasa? Es que tiene usted miedo. Yo no tengo. (Juntándosele.)
AUGUSTO.-(Rechazándola, mirando con recelo la casa de Justina.) Eloína, óyeme...
ELOÍNA.-¿Por qué no quiere? No se crea que yo no sé nada. Ya algunos me han dicho cosas. Son hombres. Pero lo bueno es el dinero. Yo las haría si encontrara alguien con un poco de dinero, aunque no muy poco. Yo haría todas esas cosas con veinte pesos. Veinte pesos no son muchos. Mire, espéreme tantito. Voy nomás a la cubeta, ¿me espera? No se vaya a ir, ¿eh? (Se dirige a su casa.)
(Aparece la Mecatona. Viene con su vestido rojo brillante y sus medias en la mano.)
MECATONA.-¿Qué le estaba proponiendo ésa?
AUGUSTO.-No, nada.
MECATONA.-Yo la conozco. Le he visto en la calle meneando el trasero. Y apenas cumplió doce años. Tiene prisa; pero llegará.
AUGUSTO.-Es raro.
MECATONA.-¿Eso?
AUGUSTO.-No. Que usted esté levantada desde tan temprano.
MECATONA.-¡Ya se acabaron el agua, qué desgraciadas! ¿Temprano? Ah, sí. Es que esta semana trabajo de día. A veces conviene. En el día se pescan hombrecitos casados. Sus mujeres, sabe, no les permiten andar de noche.
AUGUSTO.-Claro, claro... (Le mira las piernas.)
MECATONA.-(Sonríe.) Bueno, no lo digo por usted, conste. Después de todo el matrimonio, pues... Un buen día, cuando me aburra, me iré a vivir con algún hombre y ya. Como si me casara.
(Entra Eloína muy pintada y observa a los dos.)
AUGUSTO.-¿Iba a lavar sus medias?
MECATONA.-¿Con qué agua? ¡Esa maldita vieja...!
VOZ DE LOLA.-¡Augusto!
MECATONA.Ándele. ¡Donde sepa que está usted aquí con la Mecatona!
AUGUSTO.-No dice nada. Con permiso.
(Se va levantando la Mecatona. Se oyen risas arriba. Bajan del brazo Pedro Rojo y Lalo, éste viene a lavar su camisa.)
PEDRO.-Pero yo tengo que saber todo cuanto está pasando. Finlandia es un punto clave.
LALO.-Vente a mi casa. Lo oiremos en el radio.
PEDRO.-Llega Estela y me echa. No, me voy a la Universidad.
LALO.-Adiós, pues. Aquí me quedo. Voy a lavar esto, y muchas gracias.
PEDRO.-De qué, hombre.
LALO.-Por lo que haces por mí, por lo de la beca.
PEDRO.-No seas cristiano. Nos vemos. (De paso, mira a Eloína.) Adiós, tú (Silba de asombro al verla arreglada.)
ELOÍNA.-Idiota este. (Se acerca a Lalo contoneándose.) Ya no hay agua. Yo me iba a lavar los pies. Si tú vas por agua a la calle, yo traigo el jabón y te lavo tu camisa.
LALO.-Está bien.
ELOINA.-Me esperas. Voy por la cubeta. (Sale.)
(Lalo permanece esperándola. Cruza el patio el vestido rojo de la Mecatona, quien hace un saludo y se va a la calle, Casi al mismo tiempo, estrujando sus cuadernos, aparece Ofelia Lira –Polita- que atisba con avidez el ventanillo de Pedro Rojo, Al ver a Lalo se conturba. Un poco después vuelve Eloína y quedo observándolos.)
LALO.-¿Qué traes tú? ¿A quién buscas?
POLITA.-No, a nadie. (Pausa.) Lalo...
LALO.-¿Sí? ¡Habla, niña!
POLITA.-¿De qué te ríes?
LALO.-No, de nada. (Polita va a preguntarle algo. Él se adelanta.) Sí, Pedro Rojo ya salió. No me eches esos ojos. Si corres, todavía lo alcanzas. Va a la Universidad. Adiós.
POLITA.-Gracias, Lalo. (Echa a correr rumbo a la calle.)
ELOÍNA.-Qué pasó, Lalo.
LALO.-Pues te estoy esperando. ¡Y la cubeta?
ELOÍNA.-La tienen ocupada.
LALO.-Entonces ya me voy.
Eloína.-Espérate
LALO.-¿Ya vas a empezar?
ELOÍNA.-No, espérate. (Se le acerca.) Oye, Lalo...
LALO.-¿Qué? Nos van a ver, Eloína.
ELOÍNA.-Oye, ¿no me regalas un tostón?
LALO.-¿Para qé lo quieres?
ELOÍNA.-Nunca tengo dinero. Nadie me lo da. Yo me iría con cualquiera que me diera siquiera veinte pesos.
LALO.-Estás loquísima, oye.
ELOINA.-Consíguelos tú, y verás. La Mecatona cobra cualquier cosa. Pero yo estoy nueva. Puedo cobrar veinte. (Lo dice juntándose al muchacho y acariciándolo.)
LALO.-No me hagas, Eloína, no me hagas...
ELOÍNA.-Espérate, mira... (Lo atrae hacia ella.)
(De pronto se oye un grito atrás de ellos.)
JUSTINA.- ¡Eloína! (Justina corre hacia la pareja y empuja con ira a su hija para su casa.) ¡Tú, tú, otra vez, maldita!
ELOÍNA.-¡No estaba yo haciendo nada!
JUSTINA.-Y usted, joven, ¡cómo no le da vergüenza! ¿No ve usted que apenas es una niña? (A sus gritos todos los vecinos empiezan a asomarse.) ¡Desgraciado, mal hombre, salvaje!
ROSA.-(Desde arriba.) Él no tiene la culpa, Justina. Es la hija de usted la que anda siempre provocado a los hombres.
JUSTINA.-¡Mentiras, mentiras! El abusivo es éste. Mi hija es apenas una niña.
ROSA.-¡Que se lo pregunten a Soberón y a Pedro Rojo y a todos los de la calle dónde anda su niña!
JUSTINA.-¿Pero qué clase de moral tiene usted? No se ponga a defender a su sobrino, porque el ejemplo que sus hermanas le da...
ROSA.-¡No tiene usted por qué sacar aquí a las muchachas! Cuide su casa y a su hija. ¡Todos sabemos adónde va a llegar!
JUSTINA.-¡Mentiras, mentiras! Diles que no es cierto, Eloína, ¡Díselos!
(Entra furibunda doña Francisca Betancourt, la dueña de la casa.)
FRANCISCA.-¡Basta! ¡Pero basta! Estoy hasta de tantos escándalos a toda hora del día, de la noche. No se puede dormir, no se puede vivir, no, no. Ustedes se han creído que porque pagan sus rentas de hambre, yo estoy obligada a soportar escándalos constantes. ¡Lárguense de mi casa, lárguense de esta casa! Y usted... (Se dirige a Justina.) ¿Sabe lo que acaban de hacer sus dos hijos?... Acaban de ir a romper los cristales de mi balcón. Y usted los va a pagar. ¡Ah, cómo no! A mí no me importa que su marido se haya ido de bracero y que no le mande a usted un centavo. Me debe la renta de un mes y mañana se cumple otro. ¡No se me acerque! ¡No quiero oírla hablar! ¡No quiero oír nada ni de sus hambres ni de sus hijos! No tienen qué comer y se cargan de hijos como conejas. ¿Qué me miran? Lo que yo digo es verdad. Los pobres como ustedes no deben tener hijos. Hay que trabajar, pagar la casa, ¡mi casa! Y si no... ¡fuera! Me pagan unas rentas miserables y todavía quieren plazos. ¿Creen que no puedo echarlas? Pues las echaré y precisamente allá, a la calle.
(En medio de un ominoso silencio, todos, como obedeciendo el ademán de doña Francisca, quedan mirando en dirección de la entrada, donde acaba de aparecer la Mecatona. Trae de la mano a una joven, vestida con el uniforme del Colegio Salesiano.)
GUDELIA.-(Tocando en la puerta de Ana.) ¡Es Sofía, Ana!
ANA.-(Saliendo.) No... no es cierto.
SOFÍA.-(A lo Mecatona.) Muchas gracias, señora. (Mira adelante con asombro.) Me escapé, mamá.
T E L Ó N
SEGUNDO ACTO
Día dos de noviembre. A la hora de la noche. Tema musical doloroso: “Miserere”.
Al levantarse el telón aparece el patio quieto y abandonado. Bajo el árbol esta Sofía. Su figura se distingue cada vez menos porque el límite exacto del crepúsculo se advierte en el cielo. Más allá del muro posterior una estrella revienta en el espacio. La generosidad del árbol es perenne pero también lo es el tiempo, que ha marcado el follaje con muchas amarillas. Sus hojas caen y la noche envuelve la casa donde la gente ora. En su habitación está Ana Romana, de hinojos junto a dos velas que ha pegado sobre el madero de la mesa en cuyo extremo opuesto, doblado, por el alcohol, está su marido. Un instante después y lentamente, la luz ilumina el interior del cuarto de arriba. Los Walter rezan. Lalo no está presente; Estela se acicala frente al espejo; pero María y Rosa, vestidas de negro, dicen sus plegarias ante un cirio. En su cuarto, la Casarini desgrana su rosario, arrodillado junto a su mesita y ataviada con crespones de luto. La música va apagándose y la casa se llena con el murmullo de los rezos. Por un momento la voz de Ana Romana parece invitar al lejano coro de las otras: “... Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre...” El coro de las demás responde: “... Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte...” Las mujeres se persignan Estela abre el ventanillo del cuarto, y la tía Rosa apaga su cirio. La habitación se oscurece. Lola Casarín se humedece la yema de los dedos índice y pulgar, y oprime el pabilo cuyo fulgor se hace humo. La última en soplar sobre sus velas es Ana Romana. Entran por el zaguán Gudelia y Susana. Vestidas de negro y sofocadas bajo el peso de sendos ramos de flores amarillas
.
SUSANA.-Oscuro, oscuro como el limbo. ¡Y no me jale!
GUDELIA.-Yo no la estoy jalando, oiga.
SUSANA.-Hágase, hágase... Tan oscuro que está y... (Baja la voz.) Gudelia...
GUDELIA.-(En igual tono.) ¿Qué cosa?
SUSANA.-Sentí un soplo frío... aquí, en el cachete.
GUDELIA.-Ave María Purísima... Ahora verá usted. (Y voz alta.) ¡Quién vive!
PEDRO.-El diablo señoras.
(Ellas da un leve grito y se abrazan... Los focos del patio y del cubo del zaguán se encienden y Pedro Rojo sonríe un poco al ver a las mujeres estrechamente abrazadas. Ambas, avergonzadas, se separa.)
PEDRO.-¡Buuu!
SUSANA.-Muy chistoso, ¿no? Se lo voy a decir al capitán, verás.
GUDELIA.-Semejante grandulón y todavía jugando. Vámonos, Susana.
PEDRO.-¿Eso gano por encenderles la luz?
SUSANA.-Ateo.
GUDELIA.-Comunista. (Se detiene junto al árbol.)
SUSANA.-(Al ver a Sofía.) Buenas noches, Sofía.
GUDELIA.-Tan solita, ¿Qué haces?
SOFÍA.-Estoy espeando a Polita. Vamos a ir por el pan.
GUDELIA Y SUSANA.-(Al mismo tiempo.) ¿Ya fueron al panteón?
PEDRO.-No se les ha muerto nadie.
SUSANA.-No hablamos contigo, vaya.
POLITA.-(Sale de su casa y avanza hacia el grupo.) ¿Qué tal? Ay, qué bonitas flores. Oigan, ¿dónde las compraron?
SUSANA.-No las agarres. Están benditas.
Polita¡Qué lástima!
SUSANA.-¿Cómo qué lástima?
POLITA.-Es decir, bueno.. No quise decir que fuera lástima que lo estuvieran.
SUSANA.-Ah, vaya. Deberían haber sido al panteón. Es el día de los difuntos. Dos de noviembre.
GUDELIA.-Déjelas. Ni siquiera habrán rezado a las ánimas.
POLITA.-NaturalmeNte que ya rezamos.
PEDRO.-¡Puah!
GUDELIA.-(Mirando a Pedro.) Vámonos, Susana. Se me van a secar mis flores.
SUSANA.-El panteón está muy bonito. Comimos allá adentro. ¿Verdad, Gudelia?
GUDELIA.-No nos querían dejar, que está prohibido, dizque.
SUSANA.-Pero si el chiste es comer ahí. También lloramos.
GUDELIA.-No tanto como Margarita Montiel. ¿Ya vino?
SOFÍA.- No sé.
GUDELIA.-Se arrancaba los cabellos y besaba la tierra. Pobrecita, se acuerda mucho de su mamá.
SUSANA.-Tampoco vaya usted a llorar por eso, Gudelia.
GUDELIA.-¡Cómo no! Si yo también me acuerdo de mi niño.
SUSANA.-Pero eso hace veinte años. Ándele, vámonos.
GUDELIA.-Sí, qué le vamos hacer.
PEDRO.-Adió, señora.
GUDELIA.-Algunos van a ir de cabeza al infierno, Susana.
SUSANA.-A tostarse entre las llamas con los diablos. Hasta mañana, Gudelia.
GUDELIA.-Pásela buena, Susana.
(Desaparecen en sus viviendas.)
POLITA.-Son vaciadas.
SOFÍA.-¿Cómo?
POLITA.-Siempre serán mejor que nosotras.
SOFÍA.-Tal vez. Tienen fe.
POLITA.-¿Sí, verdad? Claro que...
PEDRO.-Una fe magnífica, extraordinaria, bien asegurada. ¡Pobres de nosotros que no podemos ser! ¿Qué opinan ustedes? ¿Qué dirán las ánimas?
SOFÍA.-Te enojas porque te mandaron al infierno.
PEDRO.-¿Conque fue de veras, fue cierto? ¡Cielos! Tostarse entre las llamas mientras cuarenta diablos me pinchan las nalgas. ¡Oh, no! ¡Es horrible!
POLITA.-(A Sofía.) No habla en serio.
PEDRO.-Lo único serio es la fe. Su gran fe. Su fe... ¿Rezar a las ánimas como ustedes lo hicieron? ¿Ir con ellas a celebrar un aquelarre al panteón, comer. Emborrachinarse y gimotear en las tumbas, eso es fe? ¡Pues, caramba!
POLITA.-Me refería a la tradición-
SOFÍA.-Cálmate, oye.
POLITA.-No es para tanto, supongo. Si fueras más humilde.
PEDRO.-Hubo un tiempo en que lo era, sépalo, pero me indignaba. Todos los días amanecía indignado. Se me saltaban los ojos, sentía los cabellos largos y erizados de espanto. No de miedo. Era horror. Yo mismo me daba horror, hasta que un día dije: Caramba. Y me espanté. ¿Cómo es que no comprenden? Se no viene encima el año dos mil y todavía hay infierno, ánimas, muertos. ¡Qué falta de imaginación! Luego en dos mil años de dictadura no se les ha ocurrido inventar otra cosa. Y luego aparecen dos tipas sentadas bajo el árbol y afirman que eso es fe, esperanza, tradición. ¡No lo entiendo! (Mira a la Polita que lo escucha arrobada.) ¿Qué te pasa?
POLITA.-(Reaccionando.) No, nada, es decir...
PERO.-¿Cuántos años tienes?
POLITA.-(Muy femenina.) Este.. .yo.
PEDRO.-(Sin percibir el gancho.) Pues quince, veinte, cincuenta que tuvieras, serían cincuenta de vergüenza, ¡Rezando a las ánimas! ¿Y el estudio, los libros, el progreso? No se rían.
POLITA.-(Sinceramente admirada.) ¡Es que eres colosal!
PEDRO.-Sí, ya veo que te parezco “muy colosal”. ¿Y qué opinas de ti misma? La señorita Ofelia Lira, estudiante de Biología del Instituto Politécnico, después de leer concienzudamente a Darwin, al señor Einstein y a Pavlov, declara que la superchería y los fetichismos se llaman fe.
POLITA.-Bueno, es una forma.
PEDRO.-Sólo falta que creas en las brujas y en los ángeles.
SOFÍA.-¿Y qué si creyera?
POLITA.-Yo te digo una cosa, siempre he pensado que basta un pequeño esfuerzo para verlos. Deben tener las alas de oro y la risa fácil, como la gracia.
PESRO.-Y la cara linda y un traserito color de rosa, ¿no?
SOFÍA.-(A Polita.) ¿Ya es?
PEDRO.-¿Pero no oíste lo que dijo? Dice que ve ángeles. Pues oye, yo veo puros monstruos, horlas, fórcidas, salamandras, basiliscos, hidras, mandrágoras, todo pudriéndose en un recinto de alaridos y lágrimas. Ángeles... ¡Já! ¿No ven con cuánta gracia mueve sus alas Lola Casarín? ¡Y esa sonrisa llena de dulces timbres que tiene Ana Romana?
POLITA.-¡Pedro!
PEDRO.-El mundo está habitado por monstruos egoístas que tienen un Yo desorbítado y feroz. Un yo que les impone desde arriba este sistema también monstruoso en que vivimos.
POLITA.-Pues, aquí en la tierra.
PEDRO.-Monstruolandia.
POLITA.-Vaya, pues que si vivimos en Monstruolandia, es por culpa de tipos como tú, Pedrito, que en el fondo no tienen ningún sistema y andan chupando la sangre con su famoso materialismo. Todo lo han vuelto tan grosero.
PEDRO.-¿Y ustedes los cristianos, han hecho algo por el espíritu? Ustedes viven un materialismo sin grandeza y sin realidad. No se dan cuenta, pero están equivocados. Han hecho de Dios un comodín, un cómplice para todas sus rapacerías. No viven más que para el dinero y los apetitos fáciles. (Camina hasta llegar muy junto a la Polita.) ¿Sabes? Quisiera tener contigo una larga plática sobre muchas cosas.
POLITA.-(Súbitamente alborozada.) ¡Sí! ¿Cuándo, Pedro?
PEDRO.-No para lo que te imaginas. Es para demostrarte, para explicarte... (Alguien entra por el zaguán.) En fin, veremos.
(Aparece Popoca y avanza rumbo a su casa. Ellos lo miran y se cruzan saludos.)
POPOCA.-Buenas noches. (Va a seguir de largo.)
ELLOS.-Buenas.
SOFÍA.-Señor Popoca...
POPOCA.-(Deteniéndose.) Me hablas?
SOFÍA.-Sí, se trata de ella, de mi mamá. Quiere que ustedes pase a verla. No sé para qué. Aunque si no puede ahorita...
POPOCA.-Está bien. ¿Quieren un chicle?
SOFÍA.-Bueno. (Lo toma.)
POPOCA.-Toma tú, Polita... Y tú, Pedro (Ellos lo toman.) Bueno, con permiso.
POLITA.-¿Te vas? Gracias.
POPOCA.-(A Sofía.) Dile a tu mamá que luego paso. (Se marcha.)
POLITA.-¿Qué edad tendrá?
SOFÍA.-Veinticuatro, creo.
POLITA.-Buenas gente.
SOFÍA, Sí.
POLITA.-Y no se le notan las garras ni la pezuña.
(Pausa. Sofía queda ensimismada.)
PEDRO.-(Señala a Polita la actitud de Sofía.) Estará contando ángeles... ¿Qué tienes, Sofía?
SOFÍA.-¿Qué? Oh, no, nada. Estaba pensando. Cuando me siento aquí, junto al árbol, pienso cosas.
PEDRO.-Deberían tirarlo.
SOFÍA.-¿Por qué?
PEDRO.-Un árbol es algo vivo. Habla de aire, de la libertad. No está bien que ande aquí revuelto entre tanta mugre.
SOFÍA.-Pero tirarlos, no... ¿por qué? Siempre algo bueno crece en todas partes, como la luz, ya vez. Un día, en el colegio, se murió una niña. Pero arriba había sol. Nadie se puso triste.
PEDRO.-¡Cómo eres artificiosa!, pero a mí no me engañas, niña. Más te vale aprender a no equivocarse. Acuérdate cómo llegaste aquí, con la Mecatona. ¿Lindo, no? Ah, no. Lo que está en el pantano es. Lo bueno, cuando existe, siempre acaba escapándose.
SOFÍA.-Lo bueno.. ¿quién lo es?
PEDRO.-Soberón.
POLITA.-¡Ah, sí, de veras! ¿Qué pasó con su ésa, oye?
PEDRO.-No es su “esa”, es una obra.
POLITA.-Déjate de cosas, dímelo.
PEDRO.-Se la llevé a otros. Yo no sé nada de música. Pusieron una cara de bobos. Los asombró. Lo van a mandar llamar.
POLITA.-Él dice que no puede tocar más.
SOFÍA.-¿Por qué?
PEDRO.-Su brazo izquierdo. Una fractura vieja. No sé. Los tendones no quedaron bien. Toca, sí, pero no será nunca un buen ejecutante.
POLITA.-Lástima.
PEDRO.-En cambio, está resultando en la composición. Ustedes no están obligadas a entenderme, pero la obra es magnífica. Ah, con toda intención se la devolví hoy. No estaba él. La tomó la Casarini. Cuando lea mi nota se va a morir.
POLITA.-¿Es mala, la nota?
PEDRO.-No. Muy buena, Ahí le digo que s deje de tonterías y que se tire a fondo. Ya verán. Ése es bueno.
SOFÍA.-Tú también crees en la esperanza, Pedro.
PEDRO.-Naturalmente. Pero oye, odio las esperanzas fundadas en quimeras. El que vive de ilusiones muere de desengaño. Eso me lo enseñó un cubano llamado Nicolás Foster. A mí la altura me marea y yo he procurado vivir siempre con los pies bien asentados en la realidad. (A Polita.) ¿Estás llorando?
POLITA.-Perdóname. Es que me da tanto gusto saberlo.
PEDRO.-¿Lo de Soberón?
POLITA.-Sí, siquiera él... ¿verdad?
PEDRO.-No seas tan cristiana, te digo. También a ti te estoy arreglando una oportunidad. No olvides.
SOFÍA.-¿Es cierto, Poli?
POLITA.-Gracias, Pedro.
(Pausa, Se oye la campana de una torre cercana dar los cuartos de hora.)
PEDRO.-Las ocho y media. ¿Tan pronto? Y hoy es martes ya...
SOFÍA.-Jueves, creo.
POLITA.-Y mañana seguramente es viernes, Pedro
PEDRO.-(Sonríe.) Es cierto... Bueno, yo tengo que estudiar; no vemos. (Se va rumbo a su cuarto, arriba.)
POLITA.-(A Sofía.) Es un crono-tipo deficiente.
PEDRO.-(Se detiene al oírla.) ¿Cómo?
POLITA.-Nada. Qu estás loco.
PEDRO.-No te vayas a contagiar. (Avanza y vuelve a detenerse en la escalera.) Sofía, tú tienes dos cosas bonitas, los ojos... y también el pelo.
SOFÍA.-¿De verás?
PEDRO.-Un pintor te haría un buen retrato.
SOFÍA.-Gracias. (Pedro entra en su cuarto.) Es todo bueno.
POLITA.-(Transfigurada.) ¿Verdad que sí? Lástima que esté loco, loco, loco.
SOFÍA.-Lo quieres mucho, ¿verdad, Polita?
POLITA.-Pues, sí, claro. Aunque a él... Parece que a él no le importa nada. (Pausa.) Y tú... ¿No te ha enamorado nunca?
SOFÍA.-No sé.
POLITA.-Tienes que saberlo.
SOFÍA.-¿Dije que no sabía? Tonta... No, claro que nunca. (Pausa.) Un día, vi a un muchacho y se rió conmigo. Yo también. Fue en la plaza. Como yo era de las grandes, me llevaba la señorita Antonia con ellas. Íbamos al mercado por las cosas. Entonces lo vi. No sé. Me dio vergüenza que me viera con aquellas canastas en los brazos... y con el uniforme tan feo y los zapatotes. (Pausa.) De todos modos me reí y eso me gustó. Después, en la noche, me acordé de él.
POLITA.-¿Eso es todo?
SOFÍA.-Bueno, eso fue antes que me escapara del colegio.
POLITA.-Hiciste bien en escaparte.
SOFÍA.-¿Crees? Oh, es que yo no podía estar. Hacía mucho tiempo que no quería estar ya.
POLITA.-Deben ser horribles los colegios salesianos.
SOFÍA.-No, no es el colegio... Las monjas italianas, tú sabes, deben ser estrictas con las niñas pobres. Ellas explican esto de un modo... Una tiene que atender a las alumnas de paga. El lavado de su ropa, sus camas. Lavar, planchar. A mí me llevaron a la cocina... Cuando llueve, en las tardes, una siente tristeza. Me gustaba ir al mercado con la señorita Antonia, mientras regateaba, yo veía a las gentes... (Sonríe.) Y a uno que otro muchacho... Yo le dije a la directora que me dejara venir; no quiso. Entonces me escapé. Tiré las canastas en la calle y corrí. Y como llevaba la dirección en un papel, todas me dijeron dónde era, y la Mecatona también, y me trajo. (Pausa.)
POLITA.-No te pongas triste. Dime qué te pasa.
SOFÍA.-Es que... me siento tan mal, tan mal.
POLITA.-No volveremos a tocar eso.
SOFÍA.-Tal vez tiene razón.
POLITA.-¿Quién?
SOFÍA-Pedro. Esta casa, las gentes... Nada es como yo creía. Yo no pedía mucho, te lo aseguro, nunca he sabido pedir mucho. Pero aquí hay una equivocación que nadie me explica y yo no me atrevo a preguntar. Algo se ha quebrado dentro de mí, sabes... Siento que he sido engañada. Y no sé por quién, no sé por quién.
(Se levanta.)
POLITA.-Óyeme.
SOFÍA.-Como si todos viviéramos en el infierno. Condenados a un día más y a otro día y otro. ¿Verdad que hemos sido engañadas?... Es por alguien, es por algo que yo no alcanzo a comprender. ¿Qué será? ¿Quién será? Ay, no me mires. (Se arroja en sus brazos.) Me siento tan desgraciada.
POLITA.Vamos por el pan, ¿quieres? Te voy a acompañar.
SOFÍA.-No, déjame, no me veas. Me da vergüenza llorar. (Y escapa hacia la calle.)
(Queda Polita. Va a retirarse cuando de afuera llegan voces y ruidos.)
VOZ DE LALO.-¡Yo no quiero oír nada! ¡Se acabó!
(Entra Lalo con el cabello revuelto y muestras seguras de una reciente dificultad. La manga de su camisa está desgarra.)
(Transición luminosa al cuarto de las Walter. Rosa y María están sentada sobre la cama cosiendo. Estela localiza una música con los botones del radio y elige una ruidosa pieza de baile. Lalo termina al mismo tiempo de atravesar el patio; sube la escalera, sigue de prisa por el pasillo de la azotea y entra.)
MARÍA.-(Al verlo.) ¡Tía!
ROSA.-¡Muchacho!
LALO.-(Avanza contra María.) ¡Tú tienes la culpa!
MARÍA.-¿Yo?
LALO.-Tú y el idiota de tu Cecilio.
MARÍA.-¡Cecilio!
ROSA.-¡Lalo!
ESTELA.-Vaya, vaya.
LALO.-¡Sí, Cecilio! (De un paso hacia María. Rosa lo detiene.) Déjame, tía. Si también a ésta le quiero romper la cara.
ROSA.-¡Y yo, estoy pintada o qué cosa!
MARÍA.-¿Qué le hiciste? (Ve de nuevo venir a Lalo.) ¡Tía!
LALO.-¡Te lo voy a decir!
ROSA.-(Sujetándolo.) ¡Lalo! ¡Oigan por Dios!
MARÍA.-Pues, éste, que viene hecho un demonio.
LALO.-¡Vergüenza deberían tener!
ROSA.-(A Estela.) ¡Apaga ese radio!
ESTELA.-¡A mí qué me importan sus líos!
LALO.-¡Pues a mí sí los de ustedes! ¡Se acabó, óiganlo!
ROSA.-La que se acaba soy yo.
LALO.-Por tus “niñas”. ¡Tus “muchachas”!
ESTELA.-Que te mantienen.
LALO.-(A María.) Vé a ver cómo dejé al desgraciado ese.
MARÍA.-¿Qué hiciste? ¿Dónde está? (Hace un movimiento.)
LALO.-(Cerrándole el paso.) ¿Adónde vas? Me das lástima. Si yo quisiera te rompía toda la cara, óyelo.
ESTELA.-Muy macho, ¿no?
ROSA.-Es tu hermana, Lalo.
LALO.-(De María.) Es una...
ROSA.-¡Lalo!
LALO.-(A Rosa.) No te pongas contra mí. Yo tengo razón.
ESTELA.-Vendrá borracho.
LALO.-Boraccho de trancazos. (A María.) Mira, con estas manos le reventé la jeta a tu Cecilio.
MARÍA-No tenías derecho...
LALO.-¡Vé a verlo!
ROSA.-¿Sigues entonces con ese joven, María?
MARÍA.-Este... ¡Déjenme, déjenme!
ROSA.-No, no te dejo. Yo te he prohibido que sigas con él.
MARÍA.-(A Lalo.) No te parece mi hermano. Pareces un cafre.
LALO.-Porque no me dejo emborucar. (A Rosa.) ¿Sabes lo que hizo? Se me cruzó en la calle sólo para decirme que nunca dejaría a María, y que yo hablara con ella. ¡Qué se creyó! Y no pegamos.
ROSA.-¿Ya ves, María?
(En el radio suena otra pieza musical con igual ritmo.)
MARÍA.-¡Yo no sé nada, nada!
LALO.-Sí lo sabes. No te has. Me dijo que había estado platicando contigo toda la tarde. (A Rosa.) Mira, tía...
ROSA.-No quiero tus consejos. Yo sé lo que hago. María, ¿es cierto eso? ¿Con que lo volviste a ver...?
MARÍA.-Sí.
ROSA.-Ya te he dicho que Cecilio no puede ofrecerte nada.
ESTELA.-Su amor. (Retoca su ironía de pie ante el espejo.)
MARÍA.-Pero...
ESTELA.-(A María.) Todavía les contestas. ¡Como si una tuviera que dar cuentas de...!
LALO.-(A Estela.) Tú te callas.
ESTELA.-Yo no soy María. ¡Yo no m trago tus payasadas!
LALO.-¡No me grites! A ti te las estoy guardado, verás.
ESTELA.-(Cruzándose de brazos.) Mira cómo estoy de miedo, tú.
ROSA.-Cállate ya, Estela.
LALO.-(A Estela.) Cecilio es un pobre imbécil... Pero lo tuyo, hermanita, es otra cosa. Cuídate. La próxima vez que te vea con el tipo ese del automóvil, te meto a puras patadas.
ESTELA.-Nos metemos, dijo el otro ¡Qué querían; que yo anduviera con un pobre agente viajero como Cecilio? Sí, chucha.
LALO.-Desgraciada esta...
ROSA.-¡Muchachos!
LALO.-Tú tienes la culpa, tía Rosa. Tú y nadie más que tú.
ROSA.-Ilumíname, Señor.
LALO.-¿Sabes lo que dicen las vecinas? Que tú eres una infeliz vieja alcahueta. Y que éstas, “Las Walter”, son unas cuzcas que se acuestan con los muchachos que tú les consigues.
MARIA.-¡Lalo!
LALO.-¡Y a mí me da vergüenza, me da vergüenza! Si yo pudiera trabajar, irme. Ustedes me acostumbraron a ser un pobre mandadero, sin saber que uno va creciendo y que es hombre y que tiene que vivir de algún modo y no pegado a la faldas de las mujeres como un atenido. Y crezco y no sé hacer nada, y quiero vestirme y ando con unos pantalones rotos y puercos, causando lástima y agachando la cabeza cuando los demás hablan de nosotros y de éstas. Yo no quiero ya nada con ustedes. Nunca les he pedido nada. Pero ahora quiero que me echen a la calle y que no se vuelvan a acordar de mí.
ESTELA.-¡Pues lárgate!
ROSA.-No, Estela, no Lalo...
LALO.-(Abatido.) ¡Suéltame, tía! ¡Tú crees que puedo irme! (Se deja caer en el banco del tocado.) Para irme necesitaba ser hombre, tener valor. .. (Se mira al espejo las manchas de sangre)... y creo que hasta eso he perdido ya.
MARÍA.-Dispénsame, Eduardo. No sigas diciendo tonterías.
ESTELA.-A mí que no me dispense. Que se largue.
ROSA.-¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!
ESTELA.-Esto faltaba. ¡A chillar!
MARÍA.-¡Estela!
ESTELA..-Pues ara qué llora, vieja idiota. Lo hace para provocarse un ataque de diabetes y luego echarnos la culpa.
ROSA,.Sí... sí... (Huye hacia la puerta.)
MARÍA.-No, tía Rosa... (En vano la quiere detener.)
LALO.-(A Estela.) Eres una perra.
(Sale Rosa buscando la sombra de la azotea para llorar.)
ESTELA.-(A Lalo que se está quitando la camisa.) Anda, ve por ella. Debe de haber corrido a la botica y estará contándole a Rafaela que: “nosotras”, que “sus sacrificios...”
MARÍA.-¡Alcánzala, Lalo!
(Él ha encontrado una aguja y procura recoser la rotura de su manga.)
LALO.-Ya para qué...
ESTELA.-Déjala. Que se vaya al diablo.
MARÍA.-¡No lo repitas! (Se acerca a Estela.)
ESTELA.-¿Quién eres tú para impedírmelo?
MARÍA.-Cállate, Estela. Te va a pesar.
ESTELA.-¿De veras?
MARÍA.-Anda, dilo.
ESTELA.-No. Al diablo no. Tú y ella váyanse mucho al ca...
MARÍA.-(Abofeteándola.) ¡Bruta!
(Silencio. La música cesa. Estella mira a María con rencor y sale rápidamente de la habitación, baja corriendo la escalera y se precipita a la calle. María, de pie, queda un momento aturdida.)
VOZ DEL LOCUTOR.-Los productos Samsa, siempre al servicio de la humanidad, ofrecen a ustedes sus nuevos jabones al precio popular de cincuenta centavos la pastilla.
(Irrumpe en el aire la música de El minueto antiguo de Ravel.)
MARÍA.-(Mira a Lalo que cose su camisa. Se acerca a él.) Préstala. Yo te la voy a coser. (Se sienta y toma la camisa. Empieza a coserla.) ¡Te lastimaste mucho!
LALO.-No, sólo esta mano. Un poco.
MARÍA.-Hicieste mal.
LALO.-No sé.
MARÍA.-¿Por qué te peleaste? No me vengas a decir que él te buscó para insultarte. Dame un botón. Habrá que lavarla. Las gentes debían portarse como personas, o es que... ¿Lo odias, realmente?
LALO.-(Piensa.) Creo que ya no. (Sonríe.) Ya nos peleamos.
MARÍA.-No es una gracia. No sabes cuánto me han lastimado esos golpes.
LALO.-¿Y por qué quería usarme a mí de su cacahuate?
MARÍA.-Porque está loco, porque me quiere.
LALO.-Mira, María...
MARÍA.-Espérate; no más pleitos. (Pausa.) Lalo, no es posible que tú no te des cuenta exacta de todo cuanto te pasa a ti a nosotros. Vivimos perfectamente mal y todo lo que hoy le dijiste a mi tía es cierto. No es posible cerrar los ojos. El dinero alcanza cada vez menos. El mío, porque el de Estela no llega aquí nunca. Poco es para ella, y todavía está cubierta de deudas. Hay miles de usureros en la oficina que prestan a cien años de plazo.
LALO.-¿Y qué tiene que ver todo eso con Cecilio?
MARÍA.-Allá voy, espérate. Yo no sé si no soy una romántica o si, como él dice, no tengo corazón. Lo cierto que mi problema no es de amor, es cosa de esto, de dinero y apreturas. Yo no puedo ser como Estela, que procura siempre aparentar ser una chica de buena familia venida a menos o de cierta clase. Todo eso significa vestidos caros, perfumes y algo más que es imposible tener. La tía Rosa se ha pasado la vida cosiendo para mantenernos, cuando ni yo ni Estela pensábamos trabajar, en primer lugar porque no sabemos hacer nada. El empleo que tenemos es un favor, ¿entiendes? Y una se ve obligada a mantenerlo con la manga ancha para ciertas cosas. A Estela le encantan. A mí no. Y entonces vino Cecilio y lo acepté, porque con él no he tenido necesidad de engaños. Él sabe cómo, dónde y de qué vivimos, ¿entiendes? Yo lo quiero mucho y él me quiere... entonces hablamos de obrar correctamente: de casarnos.
LALO.-(Extrañado.) ¿De vera? Yo... yo no sabía.
MARÍA.-No son mentiras, mira. (De la bolsa de su delantal saca un ligero anillo y se lo muestra. Su voz se quiebra.) No tuve valor para regresárselo. No vale nada, ¿verdad? Pero es un compromiso... Y no cuajó a pesar de su voluntad Yo no puedo dejarlos a ustedes, a ti sobre todo, y él no puede mantenernos a todos... Hubo tantas palabras. Discutimos. Él estaba dispuesto a llevar la carga sea como fuere, incluso doctores para la enfermedad de mi tía, Yo no quise. No hubiera sido justo. (Pausa.) Lalo, hace una hora que Cecilio y yo terminamos todo. Y ahora, pues, ya... ¿Te sigue doliendo la mano?
LALO.-(Mirándose la mano.) ¡Pobre!
MARÍA.-Sí, pobre.
LALO.-Eso cambia mucho las cosas. No había pensado.
MARÍA.-Todo pasa, ¿vieras?
LALO.-No sé. Creo que algo anda mal... Si tú y él... aquí en la casa ya veríamos cómo arreglarnos.
MARÍA.-¡Tú crees! No has entendido mi problema. Cecilio es el hombre más bueno que ha conocido nadie; pero tiene un defecto; no tiene dinero. Y tú no entiendes lo que eso significa. Es agente o representante, no sé, de una casa comercial. Entonces, en primer lugar, me debo ir con él. Él no puede mandar dinero para ustedes, y mi tía y tú no podrán vivir. Con Estela no se cuenta. Yo no puedo dejarlos a ustedes, no puedo. Y ahora él no quiere verme más. (Apaga el radio.)
(Cose en silencio. Durante esa pausa, Lalo procura reflexionar lo mejor que puede.)
LALO.-María... ¿Tú crees que todavía quiera?... Cecilio... ¿Crees que todavía quiera casarse? Si es por lo de los golpes, pues...
MARÍA.-Ay, Lalo, no me hagas reír ahorita.
LALO.-Te lo digo en serio. A nadie le gusta que se sacrifiquen por uno. Además, a lo mejor también yo me voy.
MARÍA.-Es cierto. Ojalá. Si te dan esa beca me sentiré muy bien.
LALO.-¿Tú crees que sea? Pedro no ha dicho nada.
MARÍA.- Espérate. Ayer le escribí en un papel todos los datos. Él puede hacerlo. Está bien relacionado. Te estima.
LALO.-¿Será feo aquello?
MARÍA.-No. Debe ser bonito, estoy segura. Podrás estudiar... comer.
LALO.-Dice Pedro que hay gimnasios y alberca. ¿Será?
MARÍA.-Claro que sí.
LALO.-Quisiera saberlo pronto. Él ya no me habla del asunto.
MARÍA.-No te descorazones. No veo por qué no había de ser. (Le da la camisa.) Ya está, tómala.
LALO.-Gracias. (Poniéndosela.)
MARÍA.-Si vas mañana por mí, a la oficina, te compraré unos calcetines.
LALO.-Bueno. (Empieza a buscar algo, habla mientras tanto con afectada naturalidad para disimular su turbación.) ¿Si te digo una cosa no te burlas?
MARÍA.-No, a ver.
LALO.-(Se inclina bajo la cama.) Me gustaría que te casaras con Cecilio.
MARÍA.-(Con pena.) No le digas.
LALO.-¿Qué dices tú?
MARÍA.-Nunca se va a poder. Está mi tía... y Estela.
LALO.-Estela; ésa no me importa nada. ¿Viste lo que hizo? Tomó como pretexto el pleito para salirse a ver al tipo ese del automóvil. (Se registra los bolsillos.)
MARÍA.-Sí. Se estuvo arreglando toda la tarde. Pero déjala en paz. No se gana mucho con la violencia.
LALO.-Que haga lo que se le antoje. A mí ya no me importa nada.
MARÍA.-¿Qué buscas?
LALO.- Un papel. Voy allá abajo.
MARÍA.-Ponte tu suéter, hace frío.
LALO.- Yo no siento.
MARÍA.-Lleva una vela, Lalo. (Lo ve salir. Luego agrega con naturalidad.) Aquello ha de estar inmundo como siempre.
(Transición luminosa al patio. Lalo, contrito, permanece un momento junto a la puerta. Luego mira al cielo. Inicia un movimiento y se detiene. Mira a Rosa, se aproxima a ella y la abraza, conduciéndola con cariño hasta la puerta que él mismo abre. Rosa traspone el umbral. La puerta vuelve a cerrarse. Lalo baja las escaleras y atraviesa el patio con rumbo a los excusados. Bajo el árbol está Polita.)
LALO.-Quiubo, TÚ.
POLITA.-Quiúbole.
LALO.-¿A quién esperas?
POLITA.-¿Yo? Pues, a nadie.
LALO.-A nadie... (Lleva su vista hacia el ventanillo de Pedro Rojo que está iluminado.) Nos vemos.
POLITA.-¿Te peleaste?
LALO.-¿Quién te lo dijo?
POLITA.-Nadie. Te vi entrar.
LALO.-Sí, no fue nada. Nos vemos
POLITA.-Ándale.
(Lalo vase por la izquierda. Pedro Rojo aparece en el filo de la azotea. Lleva un libro entre las manos como quien ha interrumpido su lectura para salir a respirar la noche. La Polita, pera de agitada esperanza, se levanta. Pedro camina por el pasillo, baja las escaleras y, creyéndose solo, camina por el patio hasta las puertas de Sofía. Las contempla un momento. Regresa a la escalera y toma de nuevo por el pasillo. La Polita sabe ahora cuanto ocurre en el corazón de Pedro, no resista sus lágrimas y corre a ocultarlas en su cuarto. Pedro queda absorto, empinado en el reborde a la azotea. Casi enseguida se oyen otros pasos en el cubo del zaguán. Augusto Soberón viene de la calle y camina de prisa sin pesarle nada el estuche negro, donde lleva el violín. Tras él, realmente persiguiéndolo, viene Eloína.)
ELOÍNA.-¿Para qué compró ese billete? Dígamelo. A poco cree que no lo vi.
AUGUSTO.-(Esquivándola con delicadeza.) Ya ves: lo compré.
ELOÍNA.-Y estuvo escogiendo el número, ¿eh?
AUGUSTO.-Algunas veces compro un billete. Déjame pasar.
ELOÍNA.-(Aferrada a su brazo.) ¿Se va a sacar mucho con él?
AUGUSTO.-No sé.
ELOÍNA.-(Restregándosele.) ¿Ya no se acuerda de lo que le dije?
AUGUSTO.-No esta bien eso, Eloína. Eres muy chica.
ELOÍNA.Lo que pasa es que usted no quiere soltarme esos veinte pesos que yo digo.
AUGUSTO.-Déjame.
ELOÍNA.-¿Me da quince? Yo lo haría por quince.
(Transición luminosa al cuarto de Lola Casarín. Lola está sentado, hojeando unos cuadernos.)
AUGUSTO.-¡Por favor! (Rechaza a Eloína.)
ELOÍNA.- (Lo mira partir y siente odio.) Tacaño, tacaño, tacaño...
(Augusto entra en su casa. Eloína encoge los hombros y se mete en la suya. Lalo ha regresado, subes las escaleras rumbo a la habitación. Pedro decide también entrar en su cuarto. La acción queda concentrada en la vivienda de la Casarín. Augusto ha quedado mirando los cuadernos que Lola revisa. Avanza. Experimenta una frenética ansiedad: son su composición. Lola levanta la cara y le sonríe irónicamente. Augusto intenta tomarlos. Lola pone su mano sobre ellos.)
LOLA.-(Con tono amargo.) ¡Por Dios! Como si yo no estuviera aquí o no valiera nada mi presencia.
AUGUSTO.-Perdóname. Buenas noches. (La besa. Enseguida quiere apoderarse de sus pliegos. Ella asegura su mano encima.)
LOLA..¡Vamos! (Con ofendida dignidad.) No veo por qué la emoción deba sobreponerse a las buenas manera. Por el violín en su lugar, ¿quieres? (Augusto mira con ansia su manuscrito. Duda. Por fin obedece. Lola prosigue con sutil puya.) Supongo que estuviste en el Conservatorio. ¿Cómo no me había usted dicho...?
AUGUSTO.-(Conturbado.) No tiene importancia. Un curso breve. Unas horas a la semana.
LOLA.-Pero yo no lo sabía. (Otra vez irónica.) Es raro. Nunca antes me ocultó usted las cosas. Hemos comentado siempre nuestras acciones.
AUGUSTO.-(Inclinándose a tomar sus cuadernos.) No creí que los regresaran tan pronto.
LOLA.-(Impidiéndoselo.) ¿No tiene un cigarro? (Él interrumpe su movimiento y hurga en sus bolsillos. Lola abre la boca y Augusto se ve obligado a ponerle un cigarrillo en los labios. No ha quitado la vista de los papeles y vuelve a pretender tocarlos.) ¡Augusto!
AUGUSTO.-Ah, sí. (Raspa el cerillo y enciende el tabaco.)
LOLA.-Has cambiado de marca, ¿no?
AUGUSTO.-(Desesperado.) Bueno, Lola, yo quiero verlos.
LOLA.-(Ofendida.) Naturalmente. ¿Crees que me los voy a llevar?
AUGUSTO.-Gracias. (Los hojea con avidez buscando una carta o alguna opinión escrita.)
LOLA.-(Con baterías de llanto.) Perdona si mi presencia te molesta.
AUGUSTO.-No, no me molesta... Debía de haber una carta, una nota.. ¿Tú recibiste esto, Lola?
LOLA.-(En lágrimas.) Yo no sé nada.
AUGUSTO.-Óyeme, tienes que oírme.
LOLA.-¡No sé nada, nada!
AUGUSTO.-(En un intento desesperado y recordando las supersticiones de ella.) ¡Culebras!
LOLA.-¡Augusto! (Al punto se sopla los nudillos y golpea tres veces la madera de la mesita.) ¡Lagarto, lagarto...!
AUGUSTO.-Cien, doscientas, quinientas cu...
LOLA.-¡Lagarto! ¡Lagarto!
AUGUSTO.-¿La recibiste o no la recibiste?
LOLA.-Oh, Augusto... te has convertido en un sádico. No me mires así, ay, dispénsame. Esas bromas tuyas... te aseguro que no te estaba oyendo... Algo que... ¿Me estaba pidiendo algo?
AUGUSTO.-Te decía que con estos papeles debieron haber traído una nota; que si la recibiste. Que dónde está...
LOLA.-¿Y eso era todo? Ah, bambino, y por eso me...
AUGUSTO.-¡Lola!
LOLA.-Sobre el piano. Es un sobre azul. (Irónica.) Lo abrí, porque entre nosotros.
AUGUSTO.-(Encontrándolo.) Ya decía yo...
(Procura la luz para leer. La nota debe decir: “Colosal, magnífica. Qué grande es Dios. Y todos cayeron de rodillas. Equis muy especialmente interesado... siga en el Conservatorio, conviene. Espere un poco. Tal vez lo llamen. Hablaremos sin moros”.)
LOLA.-Porque entre nosotros no hay secretos... Al menos no los había antes. ¿Verdad, Augusto?
AUGUSTO.-(Tiene el papel en las manos. Levanta la cabeza.)... muy especialmente...
LOLA.-(Suspicaz.) Yo no entendí esa nota. ¿Puedo suponer que debes explicármela? A ver... (Se la arrebata y lee en voz alta. Aunque parece oírla, Augusto no escucha.) Es de Pedro Rojo. Reconocí enseguida su letra tan elegante y su educación: no tiene firma. En fin. (Lee.) “Colosal, magnífica” ¿se refiere a su obra?... “Qué grande es Dios. Y todos cayeron de rodillas”, Mmm... “Equis muy especialmente interesado, conviene”... Ajá, tú debes ser un estudiante modelo... “Espere un poco, tal vez lo llamen”... ¿quién puede ser equis?... “Hablaremos sin moros”... ¿Sin moros? ¿Qué quiso decir con esto?
AUGUSTO.-(Ajeno.) ¡Nunca creí que esto me hiciera tanta falta!
LOLA.-Te estoy preguntando qué es lo que Pedro quiso decir con eso de “Hablaremos sin moros”
AUGUSTO.-(Con impulso inconsciente.) Se refería a ti, sin duda, Lola.
LOLA.-(En plenas baterías.) ¡Augusto!
AUGUSTO.-(Reaccionando.) ¡Qué pasa, oye, Lola!
LOLA.-No me toques, ahora no me toques. Te has convertido en un Yago...
AUGUSTO.-No te enfurruñes, oye.
LOLA.-(Cesa en su llanto.) Gracias. Encima me llama mona.
AUGUSTO.-¿Yo?
LOLA.-Sí, usted. Sólo los monos se enfurruñan.
AUGUSTO.-(Hojeando de nuevo sus cuadernos.) Y no me costó trabajo. Oye, es que la escribí así. (Truena los dedos.)
LOLA.-(Que no puede soportar la satisfacción de Augusto, cambia de táctica para anularlo.) ¿Decías, chato?
AUGUSTO.-(Aún en su cielo.) Estoy seguro que la tocaron.
LOLA.-Sí, no está mal. La estuve hojeando con todo cariño y entusiasmo. Es tuya, chato, es tuya.
AUGUSTO.-¿Te gusta realmente?
LOLA.-(Con sutil mordacidad.) Sobre todo, tiene la ventaja de ser “muy original”, ¿verdad? ¿Por qué no escribes algo para mí? Tengo otras arias que podrías “utilizar”.
AUGUSTO.-¿Qué me estás queriendo decir, Lola?
LOLA.-Oh, nada malo. Pero supongo que habrías que esto (y señala los cuadernos) no es sino una copia rectificada de mi aria en el templo. Sí, de la partitura de Nacho Romero, del Quetzalcóatl.
AUGUSTO.-Lola, el tema del aria es un tema popular, tradicional. Con él hice un esquerzo para cuerdas con variaciones y desarrollo, es todo.
LOLA.-Pero no mencionas a Romero.
AUGUSTO.-No veo por qué...
LOLA.-Esta bien, bien... No quiero desalentarse de ningún modo, te entiendo perfectamente. Sólo trato de equilibrar tu desconsiderado entusiasmo, bambino. No te dejes engañar por inciensos gratuitos. Tú no eres un genio.
AUGUSTO.-(Con tristeza.) Desde luego.
LOLA.-Pues no te viste la cara hace un momento. ¡Te creías un Bach! Engolaste la voz, te remontaste al cielo. Todo tú respirabas arte. ¡Un esquerzo...!
AUGUSTO.-(Decaído.) Lola...
LOLA.-Pobre bambino. Es natural que busques tus pequeñas compensaciones. Sin dinero, ya no muy joven, con tu manita rota... Sigue componiendo, sigue, cuando menos te servirá de entretenimiento, ¿no crees?
AUGUSTO.-(Derrotado.) Tienes razón.
LOLA.-Un compositor no se improvisa, bambino. Y luego a tu edad... ¡tomando clases! Es un poco gracioso. En fin, cada uno debe responder de sus actos. (Pausa, solloza.)
AUGUSTO.-(Triste, sin pensar consolarla.) No llores, Lola.
LOLA.- ¿Lo ves? Te olvidaste, como siempre.
AUGUSTO.-Linda...
LOLA.-Mi contrato, ¡debiste haber ido ahora!
AUGUSTO.-Ah, sí, fui. Estuve haciendo una antesala de horas.
LOLA.-No es cierto, no fuiste.
AUGUSTO.-Oh, Lola...
LOLA.-Perdóname. Entonces cuéntame... ¿Qué te dijeron? Ay, Augusto, he esperado tanto. Ellos no me pueden ignorar... Pero les hablaste, desde luego, ¿eh? Esas gentes no parecen tener prisa y la temporada se nos viene encima. Vamos, ¿qué te dijeron?
AUGUSTO.-Todavía no resuelven nada.
LOLA.-Ay, Dios mío.
AUGUSTO.-Hago todo lo posible. No te pongas así. Todo se arreglará.
LOLA.-Tú, en cambio, vas a conseguirte uno para ti, estoy segura. Te has vuelto egoísta, malo...
AUGUSTO.-No, Lola. Pero debes dominarte. Escúchame. De una vez por todas quiero jurarte que nunca aceptaré un contrato si no tienes el tuyo antes,
LOLA.-(Triunfante al fin.) ¿De verdad?
AUGUSTO.-(Desesperado.) Sí, mujer:
LOLA.-No te enfades. No quise molestarte. ¿No querías verme contenta? Pues ya lo estoy, mira. (Sonríe.) Tú también tienes que estarlo. Tienes razón: todo se arreglará. Espérate, a ver, una sonrisita. (Le toca una mejilla.) ¿Te la prendo con alfileres? Acércate, criatura.
AUGUSTO.-No me jales. Ya voy. (Ella lo besa golosamente.)
LOLA.-Augusto... Hace unos días que... ¿Me estás oyendo?
AUGUSTO.-Dime.
LOLA.-Me siento tan contenta... No me vayas a decir que no. ¿Verdad que sí?
AUGUSTO.-Pero Lola.
LOLA.-(Obligándolo.) No sea malo. Ven, vamos, ¿sí?
AUGUSTO.-Bueno. (Se deja arrastrar al piano.)
LOLA.-Oír música, cantar... Ay, suelen olvidarse tantas coas, Chato, ríete, tienes una cara. (Descubre el teclado y enciende la veladora.)
AUGUSTO.-Anda, pues, Voy a empezar.
LOLA.-No me apremies. (Coloca la partitura.) Ay, esta noche me siento tan feliz. Pórtate bien, ¿eh, bambino? Desde el principio. Déjame quitar la chaquetilla. Toda de negro pareceré una bruja. ¿Sabías que hoy es el día de los santos difuntos? (Se mira de paso en el espejo alisándose el pelo.) Sofía tiene un cabello precioso, ¿te has fijado? Le ofrecí a Daniel treinta y cinco pesos por él. Es una ganga. Fíjate, treinta y cinco peso. Me haría unas trenzas. Ahora sí... ¿Qué tienes?
AUGUSTO.-Este... los vecinos. ¿No dirán nada si oyen?
LOLA.-Vaya, pues ya quisieran. Ya recé las ánimas. Además, mi música del Quetzalcóatl no es una música populachera sino divina. Anda. Así... Así...
(Las primeras notas le producen un arrobamiento. Experimenta el trance dramático y se prepara al recitado.)
AUGUSTO.-Uno, dos... (Y obliga con la cabeza.)
LOLA.-Mes enfants morts dans l’ombre sont, mais je ne suis pas seule. ¡Hélas! Mes Dieux ailés... L’echo implore revanche...
¡Alvarado! ¡Alvarado! (Se interrumpe de pronto.) ¡No, por Dios, Augusto! ¡Es un bemol! ¡Éste, éste! (Pica con fuerza la tecla.) Además, no conservas el estilo. Esto no es Wagner... De nuevo, vamos.
(Todavía Augusto da unas notas. De pronto pega el sobre las teclas y se levanta, marchándose afuera. Camina hasta sentarse bajo el árbol. Popoca atraviesa el patio en dirección a la casa de Ana; pero se detiene al ver que Rosa viene bajando la escalera: Rosa trae un chal sobre la cabeza y su actitud es afligida. Sólo distingue a Augusto.)
ROSA.-Se trata de Estela. Dispénseme. ¿No la ha visto usted?
AUGUSTO.-No, perdone. Es posible que haya salido a la calle.
ROSA.-(Que en realidad no le escucha.) No, no es que se esté tardando... (Da unos pasos como esperando veral.) Es que... salió tan así... y yo pienso... (Su voz se eleva preocupada.) ¡Estela! ¡Estela! (Va hacia la calle.)
(Popoca y Augusto la miran irse. Después Popoca avanza resueltamente hacia la casa de Ana, donde toca. Transición luminosa al cuarto de Ana, que de pie mira a su marido acodado en el extremo de la mesa. Daniel la contempla también a través de su vaho alcohólico. Ninguno de los dos escucha el toque de la puerta.)
ANA.-¡Treinta y cinco pesos...! No me lo vuelvas a decir, no... (Reflexión.) Si fueran cincuenta.
(Nuevo llamado de Popoca; ella lo percibe, adivina quién es, se recompone el chongo, ensaya una digna sonrisa y se dispone a abrir. Antes se vuelve a Daniel.)
¡Ni cincuenta, ni cien, ni doscientos...! ¡No se te ocurra nunca! (Entonces abre la puerta.) Buenas noches, Genovevo Popoca. Tengo la bondad... (Lo hace pasar.)
POPOCA.-Sofía me dijo... (Ve a Daniel.) Buenas noches
DANIEL.-Señor...
ANA.-(Interpone su cuerpo entre Daniel y Popoca.) ¿Sofía? ¡Desde luego! La cuestión es breve. ¡Gusta sentarse! ¡No, ahí no! (Dice al ver que Popoca va a ocupar un asiento frente a Daniel. Trata a toda costa de ocultar el espectáculo del marido ebrio acodado en la mesa.) Siéntese usted en esa silla. Eso es. Resulta mucho más cómoda.
POPOCA.-(Sentándose.) Gracias. (Pausa.) Este... ¿cómo le ha ido, señora?
ANA.-(Rotunda.) A mí siempre me va mal, Genovevo.
POPOCA.-Ah, sí, (Pausa.) Ella me dijo... y yo quisiera...
ANA.-Naturalmente. Lo sabrá enseguida. (Con gesto preciso extrae de su seno un papel arrugado y se lo muestra.)
POPOCA.-¿Qué es, un figurín? (Se lo devuelve.)
ANA.-Sí, es un figurín. Bonito, ¿eh?... ¿Sabía usted que Sofía va a cumplir diez y siete años? Parece más joven por lo delgada; pero no. Va a cumplir diez y siete. Es ya una señorita y es necesario vestirla como una señorita se merece.
DANIEL.-A éste tampoco lo vas a convencer.
(Popoca sonríe.)
ANA.-La ropa que mi hija lleva –le prohibo esa risa- es una ropa que me da vergüenza. (Remira el figurín.) Ah será pronto una hermosa realidad. Mañana mismo compraré la tela y le haré un vestido decente. Susana me ha prestado sus tijeras y Margarita Montiel tiene una Singer que, aunque de manivela, posee un magnífico mecanismo. (Se oprime las sienes.) Otra vez...
POPOCA.-¿Está enferma?
DANIEL.-Si me das la botella te doy una pastilla.
ANA.-Muy pasajeramente.
POPOCA.-Uno debería callarse. Total, no se gana nada; pero estaría bien que se cuide más, señora. Está usted muy flaca.
ANA.-(Se revuelve.) ¡Mentiras! ¡Miente usted con toda su cara! Flaca.. Una mujer distinguida procura de su apariencia. ¿Quisiera usted verme como Susana, esa horrible oca?
POPOCA.-No se exalte.
ANA.-¿Verdad que parece una oca? (Celebra su broma y comparte la risa con Daniel)
DANIEL.-(Riendo.) No lo entendió. No sabrá lo que es una oca. Díselo otra vez, mujer:
ANA.-(Súbitamente amarga, tocándose la cara.) Y sí, cualquiera creería que paso hambres. ¡Brutos! Yo puedo demostrar lo contrario. Hoy hemos comido hasta hartarnos . ¿No, Daniel?
DANIEL.-Todo lo tiramos. Como quien dice, todo. Ana y yo somos iguales cuando todo lo tiramos. Hacemos cualquier negocio y ya nos dan treinta y cinco... o cincuenta pesos.
ANA.-(Indignada.) ¡Siéntate! Tú no tienes nada que ver en esto.
DANIEL.-Pero, el señor dirá...
ANA.-¡Que te sientes, te digo! (A Popoca.) No le haga caso. Está borracho. ¿Verdad que parece un puerco?
DANIEL.-Es una falta de tacto. Este Popoca dirá: es una falta...
ANA.-Pareces un puerco, óyelo bien. (A popoca.) ¿Se da usted cuenta de que esto es una pocilga y de que vivimos aquí como cerdos mal parido? (Se pasea por el cuarto estrujándose las manos y hablando como para ella misma.)... Un muladar lleno de mulas viejas.. Ahora se lo voy a decir y qué dirá. “No, de ningún modo..” Idiota... ¿Sabes? Éste tampoco se va a tragar el anzuelo... (Ríe.)
DANIEL.-(Hace una seña a Popoca.) Déjala. Se pone asó. Luego cambia. ¿Tiene usted cincuenta centavos? Préstemelos.
ANA.-(Reacciona.) ¿Qué dijiste, Daniel? ¿Otra vez pidiendo limosna?
DANIEL.-Anita, el señor va a creer...
ANA.-¡Cállate; dígale que se calle! Ah, si le digo que es un puerco! Sólo ve el dinero. ¿Sabe lo que ha hecho? Ha sido a venderle a la Casarini el pelo de Sofía por treinta y cinco pesos. Treinta y cinco pesos por un pelo precioso, de oro... Ah, pero algún día tendré dinero y me la llevaré de aquí. (Daniel pega su cabeza en la mesa y parece dormir.) Ese hombre no puede impedírmelo. ¿Sabía usted que Sofía no es su hija...?
POPOCA.-Eso dicen. Yo no sé. Yo vine porque...
ANA.-¿Cómo va a saberlo, idiota? Un secreto no puede saberlo nadie, menos usted. ¿Por qué usted?
POPOCA.-Todos lo saben. Usted se lo dice a todos.
ANA.-(Ya no escucha. Su voz va rebotando en las paredes.) Treinta y cinco pesos... ¡es un bandido! La odia porque no es su hija, eso es. Y ahora óigame usted; este hombre no es el padre, se lo advierto. No ponga esa cara. Va a decirme que lo sabe... ¿Cómo, cómo va a saberlo? Porque nadie me conoció como yo era: tan joven y sencilla... Estuvimos bailando con trajes lilas y yo hacía caravanas para que me besaran la mano. ¿Sabe los Lanceros? A ver, Daniel. (Daniel tararea a media voz. Ella lo ayuda.) Tarará... tarará... ¡No te levantes! Tú nunca me besaste la mano. Mi abanico era así, de avestruz y me peinaron alto, con un resplandor de plumas... Tres reverencias, tarará, tatá...
DANIEL.-Y también una vuelta.
ANA.-(Se detiene golpeándose el pecho.) Un día me senté en un lago. La gente estaba vestida de domingo y había unos cisnes que comían pan... ¿Cómo fue que estuvo? Ah, sí, los cisnes estaban comiendo pan que alguien les echaba. Así vino él. Alto, alto y fuerte. Lucino Santos... Dios mío... (Ríe.) Le mordí los cabellos para ver si eran de oro... ¡Lucino Santos!
DANIEL.-Y se te rompió la falda.
ANA.-¿Cómo sabes tú que se me rompió la falda? Yo me la rompí para que él viera y pude... pude... ¿Usted cree que éste es el padre de Sofía? No es. Yo se lo digo: No es, no... Cuando lo sepa va a ser buena... ¿Sabe usted con qué se curan las jaquecas?
DANIEL.-Oiga, Popoca. Yo soy el padre de Sofía. Yo puedo mandar en ella. Es mi hija. Nació... ¿Cuándo nació, Anita...?
ANA.-No sabe. Tampoco lo sabe... (Desaparece en la cocina. Se oye el ruido de las botellas que revuelve.)
POPOCA.-No la deje tomar, oiga. Le hará daño.
DANIEL.-Déjela. (Ríe y le hace señas de entendimiento.) ¿Sabe usted con qué se curan las jaquecas?
POPOCA.-(Levantándose.) Yo ya me voy.
DANIEL.-(Grita.) Ana, ¡dice que se va!
ANA.-(Reapareciendo.) ¿Quién? (Ve a Popoca.) ¡Cómo, si usted, Genovevo Popoca! Tengo algo que mostrarle. (Se busca el papel en el seno. De pronto se detiene al comprender la situación.) Oh, dispénseme, ahora caigo que hace rato que llegó usted. La cosa es tan fácil... ¿Se lo dices tú, Daniel?
DANIEL.-Es posible... Bien, señor Popoca...
ANA.-No. Yo no se lo puedo decir.
POPOCA.-Ya me iba.
ANA.-Quédese, se lo ruego, sólo un momento. Se trata de mi hija Sofía. Por si usted lo ignora, va a cumplir diez y siete años, la mejor edad para una señorita que, como ella, tiene tantas proposiciones matrimoniales. Así la cosa, y esto lo comprobará usted, entre todos sus pretendientes escogeré a quien... Quiero decir...
DANIEL.-Yo soy el padre. Déjame hablar.
ANA.-Quiero decir que las mujeres de la vecindad creen que mi marido aquí presente, el padre de Sofía, es un hombre tranquilos y decente. Sus méritos y sus antecedentes le permitirán, muy pronto, obtener un empleo en alguna oficina del gobierno.
DANIEL.-Soy tenedor de libros, señor Popoca.
POPOCA.-¿No dice que no es su padre?
ANA.-Eso no viene al caso. Además... (Baja la voz hasta el misterio.) Él cree que Sofía es su hija... (Ríe, se vuelve a Daniel.) ¿Quién es el padre de Sofía?
DANIEL.-(Despacio y mirándola siniestramente.) Lucino Santos.
ANA.-No le haga caso. Está borracho. En su juicio no recuerda nada de esto. Le decía que es un hombre decente.
DANIEL.-Y cumplido.
ANA.-¡Cállate el hocico! (A Popoca, muy gentil y digna.) En consecuencia, el padre de Sofía, aquí presente, no es un cualquiera.
POPOCA.-Mire usted, yo...
ANA.-No soy ninguna tonta, antes me precio d e saber distinguir a las personas decentes y otorgarles el lugar que merecen. Por lo que a mí respecta, la familia de Sofía –esto lo ha notado usted ya-, somos gente de reconocido prestigio y honorabilidad. Y esto es lo asombroso... muy asombroso... ¿Sabe usted, Genovevo Popoca?, me maravilla saberlo a usted dueño de tan singular fortuna.
POPOCA.-¿Qué pasa aquí?
ANA.-¿No lo cree? Le estoy concediendo a usted la mano de mi hija.
Popoca.-¡Ah!, ¿con que eso era?
DANIEL.-Te dije que no iba a querer.
ANA.-Te equivocas. Está sólo maravillado. Es natural...
POPOCA.-Miren, eso sí no se va a poder.
ANA.-Repítalo.
POPOCA.-No se va a poder.
ANA.-(Deja correr un silencio.) ¿Eso significa que rehusa usted?
POPOCA.-Claro, No se enoje usted. Sucede esto: yo tengo ya una novia, ¿sabe?
ANA.-Novia... (a Daniel.) Me imaginó qué clase de novia puede tener éste. Una novia como Eloína, como Estela Walter, ¡como la Mecatona!
DANIEL.-Te lo dije.
ANA.-(A Popoca.) No confunda usted, no. Su novia no se puede comparar con Sofía, que es una señorita. Sofía puede leer un libro entero en italiano. Sofía...
POPOCA.-Oigan, ustedes están queriendo que yo acepte y diga sí. Pero no. Ramona no será como Eloína ni Sofía, porque es obrera: trabajamos juntos. Creo que ella está queriendo casarse conmigo. Y yo, pues, también.
ANA.-¿Es que no acepta?
DANIEL.-Te lo dije.
ANA.-Comprendo que no ha querido usted lastimarme, Genovevo Popoca; mas, si así fuera, sepa usted que me estoy humillando para conocer su última palabra. ¿Rehusa usted?
POPOCA.-Pues... de plano, sí.
ANA.-Perfectamente. Eso es todo, señor Popoca. Daniel, dame la pastilla.
POPOCA.-No me mire así. Yo... este... puede ser que luego tratemos más el asunto.
DANIEL.-Hoy va a pensarlo.
ANA.-(Muy contenta.) Es natural. El hecho es dedicado. ¡Ah, Popoca, ya sabía que podría contar con usted!
POPOCA.-Yo no he dicho que...
ANA.-No digas más. Gracias, gracias, Sofía será dichosa.
DANIEL.-Él no ha dicho que acepta, Anita.
POPOCA.-Ya me voy, con permiso...
ANA.-Sofía lo esperará. No lo olvide.
(Popoca se encoge de hombros y se marcha.)
DANIEL.-Anita...
(Ana mira a su marido con desdén. Se inclina y le escupe la cara. Él se limpia el insulto con el dorso de la mano y ella se yergue y queda frente a sus ojos con los brazos cruzados mientras cesa la luz en el interior. Popoca ha quedado cavilando un momento junto a la puerta de Ana. Sofía regresa de la calle.)
SOFÍA.-¿Habló usted con ella?
POPOCA.-(Turbado.) Sí. Adió. (Se retira a su casa.)
SOFÍA.-Adiós... (Extrañada, entra en la suya.)
(Sólo, apoyado aún contra el árbol, está Augusto Soberón que vuelve la cara al oír un alegre silbido. Es Andrés. Llega sin preocupación metido en su traje de vivos colores.
ANDRÉS.-Buenas noches, señor Soberón.
AUGUSTO.-Buenas. ¿Del trabajo?
ANDRÉS.-Sí.
AUGUSTO.-¿Marcha?
ANDRÉS.-Sí, bien. (Eleva la vista al cielo.) Bonita, ¿no?
AUGUSTO.-¿Cómo?
ANDRÉS.-Le digo de la noche, el cielo, mire. ¡Cómo hay estrellas! Después saldrá la luna.
AUGUSTO.-(Mirando también al cielo.) Realmente sí. No me había fijado. Un poco fría, pero bonita. Ése es Orión, supongo... y Sirio ésa, la más grande.
ANDRÉS.-No le atino, hay tantas. ¿Qué será que parpadean?
AUGUSTO.-Cintilan. Por la distancia, creo.
ANDRÉS.-De chivo pensaba que donde una se cayera...
AUGUSTO.-¡Push! Como hormigas todos.
ANDRÉS.-¿Será cierto que dependemos de los astros?
AUGUSTO.-Dicen.
ANDRÉS.-Yo tengo un libro que dice que dependemos de los astros. Si uno aprende algunas cosas sabe lo que va a pasarle. Cada mes tiene su signo. Yo voy Acuario.
AUGUSTO.-¿Si?
ANDRÉS.-Por febrero, ¿sabe? Pero son doce. ¿Los conoce?
AUGUSTO.-Sí.
ANDRÉS.-¿Cuál le toca?
AUGUSTO.-No sé.
ANDRÉS.-¿No cree en eso?
AUGUSTO.-Pues...
(Se interrumpen, Sofía sale angustiada de su casa.)
ANDRÉS.-¿Qué te pasa?
SOFÍA.-¡Andrés! (Se cobija en él.)
ANDRÉS.-¿Ellos?
SOFÍA.-Sí, otra vez. Ahora me quieren juntar con Popoca.
ANDRÉS.-Espérame. (Va a entrar)
SOFÍA.-No, no vayas. Te van a pegar. No quiero que te peguen.
ANDRÉS.-¿Te lastimaron?
SOFÍA.-No. Él se había quitado el cinturón y ella comenzó a gritar, y me salí. No entres.
ANDRÉS.-Te voy a llevar con Polita. Cuando se les pase volveremos
SOFÍA.-Oh, nunca debí venir aquí.
Andrés.-¿Tienes miedo? Yo... yo...
SOFÍA.-Tú no me puedes ayudar tampoco. Ni tú ni nadie. Yo eso lo sé.
ANDRÉS.-Si quieres irte... irnos...
SOFÍA.-Se dice tan fácil... ¿Y adónde? Para llegar luego a otro sitio igual, lleno de todo esto.
ANDRÉS.-Tú no sabes. Hay afuera otras cosas.
SOFÍA.-¿Y cómo vamos a vivir? ¿Con eso? ¿Siendo tú lo que tú eres?
ANDRÉS.- ¡Sofía...!
SOFÍA.-¿Siguiéndote de calle en calle y aplaudiéndote con la gente?
ANDRÉS.-Pero gano dinero, mira. (Le enseña dinero.)
SOFÍA.-No es el dinero. Creo que no es el dinero. Son ellos, tú, yo.
ANDRÉS.-Estás nerviosa, ven. (La abraza.)
SOFÍA.-Tal vez. Perdóname.
ANDRÉS.-No me gusta saber que los demás te hacen daño. La gente es mala y me dicen cosas y e critican y me... Sofía... (Llora abrazándola. Para Sofía ese llanto es inexplicable.9
SOFÍA.-(Con repugnacia.) No llores, no.
ANDRÉS.-Es un consuelo.
SOFÍA.-Pero es que cuando tú lloras... No, déjame... Cuando tú lloras, lloras como una mujer...
(Sofía huye hacia el cuarto de la Polita. Andrés queda inmóvil. Luego entra en la portería. Augusto tienen la cabeza entre las manos. La levanta y contempla las lejanas constelaciones. La casa. Un viento ligero hace caer las hojas del árbol y él, mecánicamente, extiende los brazos para atrapar algunas.
El cuarto de Lola se ilumina. Lola está sentada, de negro e inmóvil, con la vista perdida.
Augusto reacciona. Se encoge de hombros, hunde sus manos en el bolsillo y camina en dirección a su vivienda. Lola no se vuelve siquiera a verlo. Augusto toma su violín y empieza la práctica de sus ejercicios. El patio se llena de escalas musicales. La luz en el cuarto de Lola cesa poco a poco. En todo el escenario la luz va disminuyendo y sólo el árbol conserva un halo fosforescente. Después, a medida que la música del violín se apaga, el árbol mismo va perdiéndose en sombra. Sale la luna y el patio se llena de luz azul. Alguien camina lentamente. Es la tía Rosa. Adelante su desesperación contra la casa y se escucha su voz.)
ROSA.-(Su grito es patético, como asombrado, pero ni siquiera lloriqueante.) ¡Estela... Estela...!
T E L Ó N
ACTO TERCERO
Víspera de Navidad. En la mañana del 24 de diciembre.
CUADRO I
Tema musical que recuerda las fiestas decembrinas mexicanas. El cántico popular de la Peregrina Agraciada se enlaza al de El lavadero.
Un sol amarillento ilumina al patio de la vecindad y también a las mujeres, que lavan. El gran árbol no tiene ya más hojas que tirar y sus varejones emergen entre el resto de su verdor coronados de farolitos de papel y madejas de heno. El aire huele a rama de pino y a pólvora. Hay, incluso, del árbol a los tendederos, tiras rotas de serpentinas y algunos hilos con faroles y globos de colores. Las puertas de las viviendas –excepto la de la Lola Casarían- luces en el tope sus farolitos de acordeón. Por último, de azotea azote, está tirada una reata donde se mece el resto de una olla de barro que originalmente se vistió de barco.
Los interiores de las habitaciones permanecen a oscuras y la vida se concentra en el patio.
Lavan: Doña Gudelia, Susana y Margarita Montiel. En un lavadero del fondo está la Polita lustrado sus zapatos. En primer término izquierda, forman grupos tres hijos de Justina Ledesma: Chayo, Juan y el mayor, Asdrúbal, comen jícamas con mucha claridad a su testaferro está doña Francisca Betancourt, la dueña de la casa. El licenciado Manuel Ciro Palma adopta frente a ella una actitud de solidaridad, tal vez para impresionar mejor a las mujeres. Pedro Rojo avanza por el pasillo de la azotea y busca un sitio para escuchar.
DOÑA PACA.-¿Le parece a usted?
CIRO PALMA.-Eh... ¿Cómo dijo usted?
DOÑA PACA.-Me refería a las rentas. Estas viviendas podrían pagar, digamos, sesenta pesos.
CIRO PALMA.-¿Cómo que setenta pesos! No me haga reír señora... ¿Sesenta pesos por unas viviendas situadas de hecho en el primer cuadro de la ciudad? No sacaría ni para las contribuciones.
DOÑA PACA.-Por eso le vendo a usted la casa y por eso he querido que estas gentes lo sepan y lo oigan.
CIRO PALMA.-¿Cuánto pagan ahora?
DOÑA PACA.-Unos, quince pesos; otras diez...
CIRO PALMA.-¿Qué barbaridad, señora Betancourt; noventa pesos por vivienda sobra quien los pague!
DOÑA PACA.-Podrá también aumentar un piso. Los muros aguantan, míreles, construcción antigua: ladrillo y piedra... En cuanto al árbol ese, ya vendrán por él: pura leña. Lo vendí ayer en veinte pesos.
CIRO PALMA.-¡Magnífico! Será un estorbo menos.
DOÑA PACA.-Ya deberían haber venido a contarlo. Será que esta mujer, Ana, se emborrachó y el carpintero no pudo localizarla. Déjeme ver. ¡Ana! (Se acerca a la puerta de Ana y toca. Nadie responde.) ¿Usted cree que no hay nadie?
CIRO PALMA.-Pudo haber salido.
DOÑA PACA.-Están adentro, le digo, emborrachándose. ¡Ana! (Toca la puerta.) La portera... una ebria consuetudinaria que le permite todo a esta gente: sus baile, sus gritos. No saldrá (Se dispone a marcharse.) Como estamos en posada, noche tras noche han estado escandalizando. Sobre todo ahora porque es Noche Buena. ¡Nochebuena! No quiero ni siquiera imaginarme lo que harán esta noche... ¡Vamos, señor licenciado!...
SUSANA.-Doña Paquita...
GUDELIA-No diga nada, Susana.
Doña paca.-¿Me hablaba? Dígame.
SUSANA.-Pues, verá usted, se trata del árbol.
DOÑA PACA.-¿Qué tiene el árbol?
SUSANA.-Este árbol nos gusta. No quisiéramos que lo cortaran.
DOÑA PACA.-Este árbol lo cortan porque a mí me da la gana que lo corten. ¡Ni una palabra más!
SUSANA.-Un momento, doña Paca.
MÁRGARA.-Y, Susana.
SUSANA.-A mí no me grita esta vieja. (A la dueña.) ¡Sí, a usted se lo digo! Usted será muy dueña de esta casa pero no tiene ningún derecho a gritarme. Yo le estoy hablando con prosapia.
CIRO PALMA.-(A Susana.) ¡Señora!
SUSANA.-(A él.) Usted se calla el hocico. Es asunto de viejas.
DOÑA PACA.-Deslenguada, lépera. No está usted hablando con sus iguales. Este señor es el nuevo dueño de la casa, el licenciado Manuel Ciro Palma.
SUSANA.-¿Ah, sí?
GUDELIA.-No se enoje, doña Paquita.
SUSANA.-Dueño de la casa... con esa jeta-murciélago. Y ultimadamente, mire...
DOÑA PACA.-¡Basta!
SUSANA.-¡Y sobra! Cuando se trata de hacer porquerías, aunque fuera el presidente de la República, cualquiera le para el alto.
POLITA.-(A la dueña.) Señora, es casi una súplica y yo no veo por qué no ha de ser escuchada. El árbol no le estorba a nadie; antes adorna un poco. ¿No cree?
DOÑA PACA.-Ésta es mi casa. No la suya.
POLITA.-No quisiéramos obligarla a que las respete.
CIRO PALMA.-Por favor, señorita... HM... ¿cómo se llama?
DOÑA PACA.-(Al licenciado.) Usted cállese. (A Poli.) ¿Obligarme a mí? ¿Dijo usted obligarme?
POLITA.-(Enfrentándose.) Sí.
PEDRO.-¡Bravo, Polita! No te dejas. Muerde
DOÑA PACA.-(A Pedro.) ¡Usted!
PEDRO.-(A Polita.) Si te dan una tarascada, coge un palo. Estos bichos, a palos.
DOÑA PACA.-(Estupefacta.) No es posible.
PEDRO.-¡Claro que es posible! ¿Creía usted que nunca nadie iba a poder decirle nada? Se acabaron esos tiempos, doña, ya las oyó.
DOÑA PACA.-Mida sus palabras, idiota, no somos iguales. Yo no tengo nada con los de su clase.
PEDRO.-Pero los de mi clase sí tenemos mucho que ver con usted. ¿Me reconoce?
DOÑA PACA.-Y bueno... Qué pasa. ¿Están creyendo que les tengo miedo, y que por miedo no puedo tirar un árbol?
PEDRO.-Tire usted el árbol. Eso a mí particularmente no me interesa. Me refiero a la comed del chotuno ese con usted, aparentando la compra-venta de esta casa para poder subir las rentas.
DOÑA PACA.-¿Creen que no puedo?
POLITA.-De algo sirven las leyes.
DOÑA PACA.- (Picada de víbora.) ¡Precisamente! Yo les voy a demostrar para qué sirven las leyes. ¡No son para ninguno de ustedes sino para quien pueda pagarlas!
PEDRO.-Pues, páguelas.
DOÑA PACA.-¡Claro que sí! ¡Claro que las pago! (Al licenciado.) Éstos se creen que estoy jugando. ¡Pero basta! ¡Me parece que basta! (A Pedro.) Y yo le haré tragar sus palabras, por Dios. Subiré las rentas aunque me cueste miles de pesos. (Las mujeres se consternan.) ¿Lo oyeron?
PEDRO.-No las espante. No será fácil.
DOÑA PACA.-Usted me debe seis meses de renta. ¡Sesenta pesos! Pues, óigalo: no quiero que me los pague. Quiero que se largue de mi casa.
PEDRO.-(Da unos pasos.) ¿De veras?
DOÑA PACA.-(Retrocede.) No se me acerque.
PEDRO.-Sólo quise verle los ojos. Todos ustedes tienen los ojos de un mismo color: amarillo. El color de la caca y del dinero. Chupar, exprimir, no les importa otra cosa. Y sus hijos, y los hijos de sus hijos son iguales. Ayer, hoy... aquí se está imponiendo una revolución, y el día de mañana...
DOÑA PACA.-¿Usted cree que yo voy a esperar su revolución? El día de mañana usted no estará aquí, se lo juro. ¡Qué digo mañana! Hoy mismo le echaré sus cosas a la calle.
PEDRO.-(Ríe.) Está asustada como una rata. ¿Quiere que le enseñe el diario oficial y el decreto que prohibe los lanzamientos?
DOÑA PACA.-Tráigamelo. Ya veremos cuánto vale un decreto.
PEDRO.-Pues, vale...
POLITA.-Déjala. Pedro.
PEDRO.-Espérate. Quiero decirle dos cosas más.
DOÑA PACA.-Dígaselas a ellas. Yo no quiero nada con usted. ¡Decretos! Vamos, licenciado... (Se vuelve después a Pedro.) Y óigalo usted bien: esta noche, a pesar de sus decretos, dormirá usted en la calle.
CIRO PALMA.-(Yendo tras ella.) Se expone demasiado, señora.
DOÑA PACA.-No me expongo a nada. Yo sé cómo manejar el látigo y las leyes.
PEDRO.-(Al verlos pasar.) ¡Chotuno!
ASDRÚBAL.-(Grita.) ¡Vieja cotidiana!
(Paca y el licenciado se van. Reina entre todos un preocupado silencio que rompe Juan al toser. Asdrúbal se levanta y le palmea la espalda.)
ASDRÚBAL.Te dije que no de a puños.
CHAYO.-Son los cacahuates. Toma jícama.
JUAN.-(A Asdrúbal.) Pero no pegues tan fuerte.
(La tensión en las mujeres se rompe.)
GUDELIA.-¡Qué les parece!
MÁRGARA.-Va a subir las rentas, seguro.
SUSANA.-No tenemos por qué asustarnos, ¿verdad, Pedro?
PEDRO.-Claro que no. Las rentas no puede subirlas, y en cuanto a mí, ¿creen que puede lanzarme? No puede.
POLITA.-Quién sabe.
PEDRO.-Los lanzamientos están prohibidos por un decreto de Ley.
GUDELIA.-De todos modos no te confíes. Esta vieja es capaz.
PEDRO.-No hace nada, les digo. (Pausa general, Pedro mira a la Polita.) Y ahora que me acuerdo. ¿Qué diablos haces tú aquí? Deberías estar arreglando tus cosas.
GUDELIA.-¿Siempre te vas, Polita?
POLITA.-Sí. Estaba esperando a Sofía. Habrá que amarrar la cama.
PEDRO.-¿Para qué la ama? Déjala aquí. Tu cuarto de allá tiene lo necesario: catre, lámpara, escritorio.
POLITA.-Pero le quiero regalar mi cama a Sofía.
SUSANA.-No te olvides de nosotros.
POLITA.-Por supuesto, no. Incluso me duele irme, créamelo.
GUDELIA.-También Lalo se va.
PEDRO.-(A Polita.) No empieces a ponerte sentimental. Ándale, pues.
POLITA.-No hay tanta prisa, supongo.
PEDRO.-Supones mal. Dicen que te lleve hoy. No vayas a quedar mal. Esta gente es así; si se arrepienten, al diablo todo.
POLITA.-¿Me recibirán bien? Me gustaría saber cómo es aquello.
PEDRO.-Te va a gustar mucho. Tu cuarto tiene un balcón. Abajo del balcón está un jardín. Hay pasto, niños... En las mañanas huevos. Al mediodía, mira: cazuelones.
GUDELIA.-Vaya. ¿La familia, es buena?
PEDRO.-Un par de viejitos. De azúcar. Toda su vida suspirando por un hijo. (A Polita.) Pidieron informes. Se los di: huérfana, diez y siete años, cristiana, hambrienta, buenas calificaciones y una mesada del gobierno que no te alcanza ni para desayuno. ¿Correcto? Adiós pellejos. Te vas a poner gorda. (Ella sigue triste.) Caramba
¿pues que más quieres?
POLITA.-Este... no me refería a la comida.
PEDRO.-No la entiendo. Debería estar alegre, ¿no creen?
POLITA.-Es que... nada. (Da la vuelta y se va.)
PEDRO.-Polita...(Ella se detiene. Lo mira, recoge sus zapatos.) Creo que tenemos que hablar otra vez. Espérame.
Nomás le doy un grito. (Y lo da.) ¡Lalo, Lalo!... (A las mujeres.) ¿Ya son las diez?
GUDELIA.-¿A qué horas se van?
PEDRO.-Ya es hora, el tren sale a las once.
LALO.-(Asomándote.) Me estoy desayunando. Ya casi estoy. (Se mete.)
PEDRO.-Pues, pronto.
MÁRGARA.-¿Es muy grande el colegio de Lalo?
PEDRO.-(Va hacia Polita, inclinándose antes contra Margarita.) Grande y magnífico. ¡Está lleno de hombres!
MÁRGARA.-¡Oh usted!...
(Las otras ríen. Pedro se aleja con la Polita hasta sentarse bajo el árbol. Ella continúa allí lustrando sus zapatos. Por su cuenta, Asdrúbal se saca del bolsillo una revista de figuras y lee tirado en el suelo. Sus hermanos comen. Susana habla de Pedro.)
SUSANA.-¿Vieran? Me cae bien: pero es un comunista...
GUDELIA.-Pues él dice que no es, ¿usted cree? Ayer dijo que pasa serlo, le hacía falta altura moral, cultura y disciplina. Está loco; es lo que yo creo. En estos tiempos...
MÁRGARA.-¿Y por eso le dijo a la dueña cosas tan feas?
GUDELIA.-Se las merecía. Aunque ahora nosotras vamos a pagar el pato.
SUSANA.-Lo estamos pagando hace mil años, chula. (Vuelve la cabeza a ver a la Polita y a Pedro.) ¡Ay, Dios, dichosos ellos! (Suspira.) Yo no sabía que la Polita se iba también.
GUADELIA.-Pues, ya lo oyó. Pedro sabe hacer las cosas.
MÁRGARA.-Mmm. . . a mí se me hace. . .
GUADELI.-Cierre su pico, Lucrecia Borgia.
MÁRGARA.-¡Ay!
GUADELIA.-Ella y Pedro no tienen nada que ver. Me consta. Ni siquiera son novios.
SUSANA.-Y aunque lo fueran. Qué bueno que la sacó de aquí.
GUADELIA.-Pero no hay derecho a que digan cosas de ella.
MÁRGARA.-Pero allá sí. Anda como seda detrás de él.
SUSANA.-Mire, Margarita, no hay que ser. . . Esta niña no es Eloína. Va a vivir como Dios manda en una casa honrada, y es justo.
GUADELIA.-Y bendito sea Dios. Sólo una ha de quedarse aquí, hundiéndose más en la mugre. Y este Pedro, ¿por qué no se irá?
MÁRGARA.-¿A dónde se ha de ir ése? En ningún lado lo reciben. Además le encanta andar aquí de mitotero. Además.
GUDELIA.-Además,, qué.
MÁRGARA.-Ése anda tras de Sofía. ¡Imagínese! Claro que ellas nones. ¡No es tan tonta!
GUDELIA.-(Mirando la cara de Susana.) ¿Qué tiene, está triste?
SUSANA.-No sé. ¿Viera? La Polita se no va. También Lalo. También el árbol. Lo mejorcito...
GUDELIA.-Mejor, por todo lo que ha pasado aquí.
SUSANA.-¿Lo de Eloína?
GUDELIA.-Y no sólo eso. Hace dos meses, ya ven, Estela, la hermana de Lalo, se fue con el hombre y anda vete, ni adió dijo.
SUSANA.-Y la pobre tía tan acabada. En fin, son cosas.. (Transición.) A la noche va estar bueno. Yo ya di mi cuota.
GUDELIA.-La Mecatona invitó a sus amigos. Con lo que les gusta divertirse. (A Susana.) ¿Va a ir el capitán?
SUSANA.-Claro. Es muy celoso, ¿sabe?
GUDELIA.-¡Me da un gusto!
MÁRGARA.-Aunque los amigos de la Mecatona son puros mecos.
GUDELIA.-Hágase, hágase... No se ponga moños. Se divierte una y ya, a lo mejor pesca marido.
MÁRGARA.-¿Dónde irán a poner la mesa?
SUSANA.-Al fondo, se entiende. Y se me olvidaba. Dígale al señor Popoca que alquile el tocadiscos.
MÁRGARA.-Sí, ya fue.
SUSANA.-La Paca se va a morir del berrinche.
GUDELIA.-Que se muera. ¡Jajay, se va a poner tan bueno!
SUSANA.-Farolitos, confeti y música. Ayer compré mi niño para el nacimiento. Porque yo soy de aquí. No como la Casarini... Push, push... Un arbolito de Navidad y Santa Claus. Ésas son gringadas. ¿Verdad?
GUDELIA.-Lo aprenden en el cine. Tan chocantes.
MÁRGARA.-Ya tengo mi vestido. Con flores aquí y una...
(Callan de pronto. Justina sale de su casa y se acerca. Viene más o menos arreglada y trae un abrigo viejo en las manos. También un cepillo para limpiarlo. Su actitud es triste.)
JUSTINA.-Buenos días.
MÁRGARA.-¿Qué tal, Justinita?
(Justina busca un balde para humedecer el cepillo.)
GUDELIA.-Mójelo aquí, no faltaba más. Y ya sabe. Si le hace falta algo, aquí estamos para servirla.
JUSTINA.-Muchas gracias, se los agradezco. Nomás que le echen un ojitos a mis muchachos, no sea que... (Calla al ver a su hija Eloína.)
(Eloína pasa junto a las mujeres que disimulan su presencia. Llega junto a sus hermanos y los mira. Las mujeres guardan silencio, Justina cepilla más de prisa.)
CHAYO.-(A Eloína.) ¿Quieres una lima, Eloína?
ELOÍNA.-No.
ASDRÚBAL.-(Deja de leer. La mira. Se levanta.) ¿Ya? Me hubieran dicho.
ELOÍNA.-Tú no vas. Tienes que cuidar a éstos.
ASDRÚBAL.-Bueno.
JUAN.-¿Tampoco yo voy?
ELOÍNA.-No
ASDRÚBAL.-Lástimaa que no te quedas al baile. Va a estar resuave, de veras. La Mecatona invitó a todos.
CHAYO.-Pero no hay piñata.
JUAN.-Nomás baile.
ASDRÚBAL.-Mejor. (A Eloína.) Lástima que no te quedes. Fíjate, aprendí aquel paso nuevo, ¿te acuerdas? Presta. (Le toma la mano, tararea una tonada alegre y le da un jalón y marca el paso.)
ELOÍNA.-Suéltame, me lastimas.
ASDRÚBAL.-Ah, de veras, se me olvida. (La suelta, asombrado.)
JUAN.-Oye, ¿y siempre te dieron los veinte pesos que tú querías?
ELOÍNA.-¡Tú cállate! ¿Por qué me hablas de eso?
JUAN.-Ah.
GUADELIA.-(A Justina.) No llore, no se ponga así, Justina. Estas cosas pasan. Todo se arreglará.
JUSTINA.-¿Viera? Lo que más me aflige no es lo que hizo, sino que por la enfermedad tan fea que le pegaron ahora tengo que llevarla al hospital.
SUSANA.-Cosas, cosas. . .
(Eloína se desliza al fondo y espera a Justina. Ésta se limpia los ojos, se pone el abrigo y se dispone a salir. Antes habla a sus hijos.)
JUSTINA..Pórtense bien, muchachos. Tú también, Asdrúbal.
JUAN.-(Cuando da la vuelta.) ¡Má, se te sale el fondo!
(Justina y Eloína se van. En la puerta tropiezan con Sofía, que trae una canasta al brazo.)
JUSTINA.-Buenos días.
SOFÍA.-Adiós.
POLITA.-(Se levanta al ver llegar a Sofía.) Sofía.
SOFÍA.-Espérame. Voy a dejar esto, vuelvo. (Va hacia su casa. Antes de entrar dice a las mujeres.) Ahorita viene la Mecatona. Trae las ramas de pino y manojos de heno, y también bolsa y canastas.
GUDELIA.-¿Qué bueno!
CHAYO Y JUAN.- ¡Vamos con ella!
(Todos se vuelven hacia la puerta Hay una ligera pausa. Entra Estela. Asdrúbal detiene a los niños.)
ASDRÚBAL.-Espérense. No es la Mecatona. ¡Es Estela Walter!
SUSANA.-¡Válgame Dios!
(Estela se sabe observada, Sus ropas, su actitud, todo en ella indica fracaso. Pedro, la Polita, Sofía, los niños y las mujeres la cohiben. Inclina un poco la cara y sube de prisa a su casa.)
GUDELIA.-¡Desvergozada!
SUSANA.-¡Y precisamente hoy!
MÁRGARA.-La habrá dejado el hombre. Es que ni para eso es bueno.
(Pedro se levanta.)
POLITA.-¿A dónde vas, Pedro?
(El avanza impaciente.)
PEDRO.-Es que se va el tren, y ahora con la llegada de ésta, mientras la perdona y se ponen a llorar... ¡Lalo!
(Desde la puerta llegan risas y voces. Entra la Mecatona con varios amigos. Traen rama de pino y manojos de heno. Asdrúbal, Chayo y Juan corren hacia ella. Sofía entra en su casa. Las mujeres echan la ropa en las cubetas y van también hacia la Mecatona, que entrega las ramas a los chicos. Los niños desaparecen con la carga hacia la izquierda.)
MECATON.-(Avanza. Las mujeres la rodean.) ¿Están bonitas?
GUDELIA.-¿Las ramas?
SUSANA.-Chulas. ¿Trajo serpentinas?
MECATONA.-Traje todo lo que puede. Va a ser un baile que nunca se les va a olvidar. Les presento a unos muchachos.
UN MUCHACHO.-Quiubo.
OTRO MUCHACHO.-¿Qué tal?
GUDELIA.-¿Vendrán a la noche?
MÁRGARA.-Para sevirle.
SUSANA.-Mucho gusto.
(La Polita recoge sus zapatos y entra a su casa.)
MECATONA.-Tenemos quince barriles de cerveza y el de la tortillería nos regala los sángüiches. Claro, lo invité.
GUDELIA.-¿Y las cubas-libres?
MECATONA.-Eso es aparte. Miren, tres. (Con la mano indica el tamaño de las enormes barricas.) Y globos y canastitas y confeti y... Ya verán.
SUSANA.-Le debo la cuota del capitán. Vendrá.
MECATONA.-Que venga. Que vengan todos. Si ganas me dan de invitar a doña Paca. Ya vería lo que es una fiesta. Me voy a poner mi vestido de lentejuelas y un cuentón a todo meter. ¿Verdad, muchachos?
(Exclamaciones generales ad libitum.)
MECATONA.-¿Y tú, Pedro. No vendrás?
PEDRO.-Seguro que sí. Pero ahorita no me hablen. Estoy esperando a Lalo.
MECATONA.-¿Y tú, Pedro. No vendrás?
PEDRO.-Seguro que sí. Pero ahorita no me hablen Estoy esperando a Lalo.
MECATONA.-Vámonos, pues. Tenemos que arreglar todavía las cosas. (Se detiene por la voz de Ana.)
ANA.-(Saliendo.) ¡Oigan, yo también de mi cuota!
(Tras Ana, Daniel.)
MECATONA.-Sí. Óiganla todos: Ana Romana dio su cuota. (Risas, Ana se yergue. La Mecatona hace alusión al aguardiente.) Para usted ya empezó la fiesta, ¿no?
ANA.-(Digna y sin moverse de su lugar.) ¿Mentiras! Sólo tomé dos copas. (A Daniel.) ¿No es cierto?
(Entra Sofía)
DANIEL.-Es cierto. (Para Ana.) Métete. ¿Qué dirán?
ANA.-Nada. Tú estás igual que yo.
MECATONA.-Bueno, mételos, Sofía. (A sus compañeros.) Nosotros vámonos. ¿Me ayudan en todo, muchachos?
MUCHACHOS.-(Al unísono.) Vamos.
(Entra risas y voces la gente abandona el patio. Quedan Pedro y Sofía. Pedro se pone en jarras mirando hacia la casa de Lalo.)
SOFÍA.-¿No se han ido todavía? Es tarde.
PEDRO.-Ya ves. Ha de estar peleando con Estela.
SOFÍA.-No lo creo. (Pausa.) Pobre Estela.
PEDRO. ¿Por qué pobre? Cada quien tiene lo que se merece.
SOFÍA.-Tal vez. ¿Y Ofelia, se fue?
PEDRO.-A dejar sus zapatos. Espérala. (Mira impaciente la casa de Lalo. Se pega en los muslos.) ¡Esperemos!
SOFÍA.-¿Va María con ustedes?
PEDRO.-No sé. ¿Las necesitas?
SOFÍA.-Sí, para entregarle esto. (Le muestra un sobre.) ¿Sabes de quién es?
PEDRO.-¿De Cecilio? (Ella afirma.) ¿Y por qué te escogió a ti?
SOFÍA.-¿Por qué no? Es también mi amigo. (Contempla el sobre y sonríe con tristeza, mira luego a Pedro. Su voz es dulce.) Debe ser una carta de amor. (Pausa.) Achicó los ojos y le temblaban las manos. Después se acomodó el sombrero y se fue. Pobre... (Observa la actitud de Pedro.9 ¿Por qué mueves la cabeza? No está bien burlarse. No todos pueden ser como tú...
PEDRO.-No me burlo; pero Cecilio y María, como todos los demás, necesitan aprender a decidirse. María debe dejar a la tía, a Estela, a todo.
SOFÍA.-Nadie puede hacer eso.
PEDRO.-Por eso nadie progresa. Debemos romper lo que nos ata y esperar.
SOFÍA.-No es tan fácil, Pedro.
PEDRO.-Cuando ya no es tiempo, no. Hay que decidirse a tiempo antes de que algo, para siempre, nos ate sin remedio. El sentimentalismo, las lágrimas, son un gran estorbo. No dejan ver hacia delante.
SOFÍA.-A veces, adelante no hay nada. (Pedro la mira.) Yo, por ejemplo, no tengo nada. ¿A dónde podría ir... con quién? No me mires así, no me tengas lástima.
PEDRO.-No conozco la lástima.
SOFÍA.-Tampoco me desprecies. Un día, hasta pensé volver al colegio.
PEDRO.-(Le toma la mano.) Sofía...
SOFÍA.-No me has reír... ¡pones una cara de susto!
PEDRO.-No, susto no es, Sofía...
SOFÍA.- Pedro, no me lo vuelvas a decir. No me lo vuelvas a pedir, por favor.
PEDRO.-¿Por qué no? Todos tenemos derecho al amor.
SOFIA.-Yo no. Aunque te quisiera no podríamos hacer nada.
PEDRO.-Haríamos...
SOFÍA.-Quiero salir de aquí, daría cualquier cosa por salir de aquí, y tú no puedes ayudarme. ¿Crees que me quieres? No. Tampoco me necesitas.
PEDRO.-No me conoces.
SOFÍA.-Pero conozco las cosas que tú no podrás darme.
PEDRO.- ¿Cuáles?
SOFÍA.-Todo. Todo lo que he deseado sin conocerlo siquiera. Hambres no, me horroriza el hambre. Tú sólo me darías hambre.
PEDRO.-Hablas como los demás, eso me duele. Como Ana Romana, como la Casarini...
(Entra Polita.)
SOFÍA.-Sí, hace mucho tiempo que ha dejado de ser niña.
Pedro.-Te han hecho mucho daño, Sofía. ¡Cómo los odio!
POLITA.-(Acercándose.) Tú siempre hablando de odio. (A Sofía.) Te estuve esperando. ¿Quieres venir? Te voy a dar una cosa.
SOFÍA.-(Sonriendo.) ¿De veras? Yo también, mira (Le entrega un objeto.) Es una polvera... no vale nada.
POLITA.-¡Ay, es preciosa! Yo... yo te voy a regalar mi cama.
(Ríen.)
SOFIA.-¿Te quedarás a cenar conmigo? Haríamos buñuelos.
POLITA.-Claro que sí. ¿Tú qué dices, Pedro? (Pedro no parece oírlas.) ¡Pedro!
PEDRO.-(Reaccionando.) Ah, sí.
POLITA.-Estás dormido. Sofia y yo queremos cenar juntas.
PEDRO.-Bueno.
POLITA.-Creí que te ibas a enfurecer.
PEDRO.-No, Está bien. Después de la cena te puedes ir.
POLITA.-¿Aunque sea muy tarde?
PEDRO.-Yo te acompañaré.
POLITA.-Estás muy raro. En fi, te lo agradezco. (A Sofía.) ¿Vamos?
SOFÍA.-Sí.
(Van a irse cuando aparece arriba Lalo. Viene provisto con un abrigo y una maleta. Lo acompaña María. Tras ellas baja también Rosa con chanclas y llorosa.)
PEDRO.-¡Vaya, hombre!
POLITA.-¡Qué elegante, tú!
LALO.-Ahora sí, vámonos. Aquí déjanos, tía.
Rosa.-(Solloza y lo abraza.) Cuídate, hijito.
(Sofía se acerca a María y le da la carta.)
LALO.-Vámonos. (A María.) ¿Una carta?
MARÍA.- Sí de Cecilio.
LALO.-(A Rosa.) Tú también cuídate, tía. (A María.) Y tú, ven un momento. (La lleva fuera del grupo.)
PEDRO.-(Impaciente.) ¿Qué pasó, Lalo?
LALO.-(A Pedro.) Ya vamos. (A María.) No sé si es oportuno decírtelo; pero yo quisiera que te casaras con Cecilio.
MARÍA.-Eso ya no tiene remedio, Lalo. Cecilio sale esta noche para el Sureste.
LALO.-Vete con él.
MARÍA.-(Ve a Rosa.) No podría, Lalo.
LALO.-No lo pienses más. Esas cosas no se piensan, se hacen.
PEDRO.-(Grita.) Bueno, oigan, ¿A qué horas..?
MARÍA.- (A Lalo.) Está bien. Lo pensaré. De todos modos, gracias.
LALO.-¿Pero todavía vas a pensarlo? Allá tú
(Se reúnen al grupo.)
LALO.-Adiós, Sofía. (La abraza.)
SOFÍA.-Te tiene que ir muy bien.
PEDRO.-(Carga la maleta.) Tantos arrumacos...
MARÍA.-Deja que se despida, Pedro.
LALO.-(A Polita.) Adiós, Ofelia.
POLITA.-(Abrazándola.) Adiós.
LALO.-¿Y lo tuyo?
POLITA.-Se arregló también. Me voy ahora. Pedro me consiguió unos papás nuevos.
PEDRO.-¡Bueno, ya!
(María, Pedro y Lalo se van.)
LALO.-Te voy a escribir todos los días, tía. Cuídate.
ROSA.-Adiós, adiós. (Llora.)
(Rosa regresa a su casa. Pedro, María y Lalo desaparecen por la puerta de la calle, y Sofía y Polita quedan solas en el patio.)
POLITA.-¡Cuánto gusto me da! (Caminando hacia el frente.)
SOFÍA.-(Melancólica.) A mí también.
POLITA.-(Observándola.) No te pongas triste, Sofía.
SOFÍA.-Ustedes siempre me ven triste. Es que así soy.
POLITA.-Yo te conozco; pero, mira, yo vendré a verte. ¿No lo crees? Yo no me voy tan lejos, y vendré.
SOFÍA.-Pero algún día te irás para siempre. Si es que tú vales algo acabarás escapando de todo esto. Escapar para luchar y vivir. Eso, al menos, dice Pedro.
POLITA.-¿Y tú?
(Permanecen calladas un momento. Entra de la calle Augusto Soberón. Viene sonriente y de prisa. Cruza entre ellas, da un paso y se detiene.)
AUGUSTO.-Perdón. (Las mira con azoro.) Buenos días.
POLITA.-Me distraje. ¿Linda mañana, no?
SOFÍA.-Usted viene muy alegre.
AUGUSTO.-Claro que sí. (Se busca algo en la bolsa de pecho.) Bueno, no vale la pena de enseñarlo. (Y se turba.)
POLITA.-¿Qué es? ¿Se sacó la lotería?
AUGUSTO.-Casi. Es un contrato. (Se señala él mismo.) Para mí. Adiós la ópera.
SOFÍA.-¡Qué bueno!
AUGUSTO.-(Las mira nervioso.) Voy a tocar con la Sinfónica. En la orquesta, claro, y...
POLITA.-¡Qué cosa tan magnífica, señor Soberón!
AUGUSTO.-¿Verdad?
(Lola Casarín se asoma a su puerta.)
SOFÍA.-Como un regalo de Navidad.)
AUGUSTO.-Y también un préstamo. ¡Quinientos peso!
LOLA.-¡Cómo!
AUGUSTO.-(Se vuelve a verla. Su alegría se torna extraña.) ¡Sí, cómo! Vamos, entra mujer. Ahora tú y yo tenemos que hablar.
(Lola, asombrada, echa atrás el cuerpo y Augusto pasa al interior de la vivienda. Transición luminosa. Él da unos pasos y se detiene en mitad de la pieza. Ella cierra la puerta y le observa con los brazos cruzados.)
LOLA.-No es necesario publicarlo a los cuatro vientos; no está bien de ningún modo. Estamos rodeados de acreedores y tú gritas en el patio que te han prestado quinientos pesos. Inmediatamente vendrá doña Paca y... (Se lleva las manos a la cabeza.) Oh, Augusto, perdóname. No tienes idea cómo he pasado este día, con esas mujeres escandalizando afuera. No sé cómo tú puedes dormir. Ayer en la noche.. (Su cerebro se ilumina.) ¿Dijiste quinientos pesos, verdad? (Examina la habitación.) Es la providencia. Precisamente hoy cuando no teníamos ni un centavo. ¡Quinientos pesos! (Ve su piano, se acerca y en medio de un ataque de llanto acaricia la madera.) ¡Oh, Augusto, no se perderá, no, no...! Es raro, después de todo la Navidad es un día extraordinario. Suceden siempre cosas... Imagínate, quinientos pesos... (Ríe.) Ven, acércate, quiero darte un gran beso, bambino.
AUGUSTO.-Suéltame.
LOLA.-¿No quieres? Pero si yo no sabía nada. (Recapacita con alegría.) Conseguiste un contrato, naturalmente. Debí suponerlo. Oh, Augusto... ¿es para...? (Augusto afirma con la cabeza; Lola no puede creerlo.) ¿Para la Sinfónica? (Preocupada por la duda.) Está bien, bien. Bueno, lo importante es el dinero. Pero un contrato... ¿Vázquez?
AUGUSTO.-No.
LOLA.-(Su temor crece.) Limantour. Sin duda es él. Augusto... (Él niega con un gesto, Lola vacila antes de pronunciar el nombre más importante.) Este... ¿Chávez?
AUGUSTO.-Sí.
LOLA.-¡No puede ser, Augusto!
AUGUSTO.-¿Y por qué no?
LOLA.-Pues, porque...
AUGUSTO.-(Con rudeza.) Dime, ¿por qué no puede ser? Tú sabes. Como la temporada de ópera es un hecho, creí de pronto que... (Lo mira. De improviso se le ilumina el rostro. Sus dudas caen y su gran júbilo la hace exclamar.) ¡Ay, soy una tonta, perdóname! ¿Cómo no lo pensé antes? ¿Te acuerdas? Tú me promestise no aceptar ningún contrato si antes no conseguías uno para mí. ¡Bambino, y yo todavía haciéndote escenas! Entonces lo tengo. ¡Augusto, un contrato...! Debiste pedir mil pesos o algo así, ¿comprendes? Habrá que cambiarnos de casa y... Chato, necesitamos distribuir bien ese dinero. Algunas cosas pueden espera. Tengo que comprarme un vestido, medias. Bendito sea Dios, y compraré también mi agua de colonia francesa. Dame treinta y cinco pesos. Hoy mismo compraré el pelo de Sofía, y después... y... ¡Qué loca! Tendrás hambre, ¿verdad? Voy a encargarte algo del restorán (Su júbilo en infinito.) No. Yo misma te prepararé aquí lo que tú quieras. (Nota la seriedad de él.) Señor Soberón...
AUGUSTO.-(Cortate.) No vayas. No prepares nada.
LOLA.-(Extrañada.) Bueno. ¿Qué tienes?
AUGUSTO.-Te lo voy a decir.
LOLA.-¡Uy, qué ojos! Debes tener conmigo un poco de paciencia. Siéntate. ¿No vas a quitarte el saco? Dámelo para ponerlo en el gancho. Eres un perezoso. Tendré que ir por él.
AUGUSTO.-No traigas ningún gancho.
LOLA.-Pero...
AUGUSTO.-No me voy a quitar ningún saco. No me voy a sentar tampoco.
LOLA.-(Mimosa.) Ah, bambino mío, quítate el mal humor. No está bien. Si te molesté un poco, dispénsame.
AUGUSTO.-No me toques.
LOLA.-¿O será que tienes hambre? (Sonríe.) Eso debe ser, tragón.
AUGUSTO.-Basta, Lola.
LOLA.-Ahora te fastidio. ¿Y cómo es que yo nunca digo nada? Anoche estuviste flojo, como siempre. Has cambiado tanto.
AUGUSTO.-Lola. (La mira fijamente.) Tenemos que separarnos. Cállate, no me interrumpas. Durante cinco años has hablado tú. Ahora voy a hacerlo yo.
LOLA.-Si es otra de tus bromas...
AUGUSTO.-Siéntate.
LOLA.-(Rompe a llorar.) No, Augusto, no me puedes tratar así.
AUGUSTO.-Tampoco llores. No voy a consolarte.
LOLA.-(Cesa de llorar. Lo mira asombrada.) Tú no eres tú.
AUGUSTO.-Soy yo, ¿me conoces? Nunca más volveré a dejar de ser yo.
LOLA.-(Burlonamente.) Hermosa frase. ¿De quién es?
AUGUSTO.-Es mía, Lola. Y para decírtela han tenido que pasar cinco años. Qué digo cinco, cien, mil, un millón de años y de días que hoy quisiera no recordar.
LOLA.-Por vergüenza? Tú ni siquiera eras hombre cuando...
AUGUSTO.-Para no odiarte. No me mires así. No me entiendes. No veo por qué ibas a entenderme, ¿por qué? (Titubea, no puede explicarse y decide abreviar.) ¿Dónde están mis papeles? Éstos. (Los recoge de la mesita.) No necesito más. (Ella solloza.) Lola, no lo hagas. No lo hagas, te digo. Escúchame: yo debería haberme ido sin decirte nada; pero quise hablar, hablar hasta quedarme sin voz. Estaba seguro de que era como un desquite. Hablarte mucho y decirte que estúpida me ha parecido la existencia y la vida desde que nos juntamos. Día tras día me vi a mí mismo como una criatura imbécil. Algo había en mí de criada o de perro. ¡Y ni siquiera podría ladras; porque tú estabas cantando!
LOLA.-¡Augusto!
AUGUSTO.-¡No pronuncies mi nombre! ¡También lo odio! Dios mío, ¿cómo he podido vivir aquí, contigo? Oyendo siempre tus quejas, tus lloros de niña. Ayudando a crecer tu enorme, desproporcionado y monstruoso egoísmo. ¡Cállate! Ni siquiera me amabas. Tienes razón. Yo no era siquiera un hombre cuando te acostaste conmigo, por lástima, no por ayudar a quien como yo estaba agobiado por una estúpida timidez que no me había permitido jamás el goce de la mujer. Tú me despertaste, imagínate. ¡Qué cuadro más repugnante! Tú tenías cien años y yo veinte. Cómo te reíste de mí. ¿Por qué no reíste más? Veinte años y yo no había conocido lo que era tener las piernas de una mujer entre mis manos. Es increíble. Y tú me tomaste. Pero no para hacer de mí un hombre sino para aprovechar esa fuerza y tomarme sujeto a tus proyectos, pendiente de tus caprichos. Quise estudiar, justificarme en algo ante los demás. Pero no, ¿verdad? Matabas mis intenciones antes de tiempo. No me entregaste tus mejores años, mentira. ¿Qué edad tienes, Lola?; cuarenta y siete años! ¡Ah, y yo esperaba que me ayudaras, no a callar sino a lo otro, a vivir, a ser! Si pudiera reconstruir día por día de los pasados me volvería loco de angustia. No quiero pensar, no quiero recordar, sólo quiero irme.
LOLA.-¿Eso quiere decir que no conseguirte para ningún contrato? (Augusto toma sus cuadernos y hace un movimiento para huir. Lola lo ataja.) No te vas a ir. A mí no me puedes dejar así. ¿Crees tú que yo no he sufrido? Oh, Augusto, te veo sin poder creerlo. Tú no eres tú. ¿Quién te metió esas ideas en la cabeza?
AUGUSTO.-Suéltame.
LOLA.-No te suelto. ¿De modo que durante todo el tiempo esperabas sólo tener un contrato y quinientos pesos para irte?
AUGUSTO.-Déjame. Te digo. (Logra zafarse. Lola se abalanza sobre los cuadernos para destruirlos.) ¡No, Lola! (La toma por las muñecas.) Eso no me lo puedes quitar nunca.
(Sus ojos, sus respiraciones, se tocan. Él la mantiene aún con las muñecas apresadas en sus manos.)
LOLA.-Eso es, eso es. De modo que eso, es, tu música, tu genio. Idiota. ¿Pero no te das cuenta de que esto es una soberana porquería? ¿Quién te hizo creer que eras un genio? Cuida de no lastimaste tu manita rota.
AUGUSTO.-(Presionándole las muñecas, se inclina contra ella.) Esperaba que e dijeras eso. No te hubiera perdonado si no me lo hubieras dicho. (La estruja.) Pero voy a dejarte. Voy a dejarte. ¿Voy a dejarte!
(La sueltas y toma sus papeles y su violín. Lola corre vivamente hacia la puerta a punto de impedir su fuga. Entonces se arroja a sus pies sollozando.)
LOLA.-Perdóname, Augusto. Sí, sí, comprendo. Pero no me dejes, bambino. Mira, hoy es Navidad, se llevarán mi piano, no me dejes. Aunque yo no tenga contrato. ¡Escucha, mira...! ¡No, no, no, no!
(Augusto sale rápidamente. Todavía en el patio se detiene, vuelve la cabeza como quien duda. Por fin huye para siempre.)
T E L Ó N
CUADRO II
Alrededor de la diez de la noche del 24 de diciembre. Una ruidosa música (popular, para baile) precede al levantamiento de la cortina. Los faroles que adornan la casa están encendidos, excepto uno enorme y rojo que cubre el foco central del patio. Pedro, solo, aparece en primer término derecha, cerca de la puerta de la Romana, sentado entre una pila de libros. En torno de él, hay un lavamanos, un colchón enrollado, una botella con un cabo de vela y otras cosas. Pedro se haya envuelto en una cobija y se entretiene con uno de sus zapatos, que se ha quitado, haciendo brincar un dedo a través del agujero de la suela. Al fondo cruzan personas o grupos de personas ruidosamente abrazadas. Del lado derecho del patio, donde se supone colocada la mesa, llegan risas y voces, chocar de vasos y canturreos. Sobre los lavaderos han puesto una tarima y sobre ella un gran aparato tocadiscos.
El bullicio de los invitados crece al levantarse el telón. Luego se aleja. No hay música todavía. Desde el fondo Susana y Gudelia avanzan hacia el frente. Traen una charola con vasos rebosantes de bebida y una jarra también llena.
El farol rojo central deberá encenderse en su oportunidad.
PEDRO.-(Viendo venir a las mujeres.) Vaya, por fin. Me estaba muriendo de frío.
GUDELIA.-(Le ofrece un vaso.) ¡Ay, Pedro, qué Nochebuena para ti con este lanzamiento encima! Te hubieras defendido.
SUSANA.-¿No quieres cenas? Asamos un guajolote.
PEDRO.-No tengo hambre. Esto sí... (Toma el vaso.)
GUDELIA.-¡Mira cómo te aventaron tus libros! Yo que tú, le pego al licenciado ese, no hay derecho.
PEDRO.-¡Por la justicia! (Se empina el vaso.) Y por la democracia y por todos los decretos que nos protegen. A ver, denme otro. Sería bueno emborracharnos.
GUDELIA.-Pues ándale. Hoy es Nochebuena. (Le da otro vaso.)
PEDRO.-Huele a pino, a pesebre. ¡Qué nazca el Niño! Dentro de un rato todos los pastores estarán borrachos.
GUDELIA.- No seas hereje, hugonote.
SUSANA.-Te lo dijimos. Ten cuidado con esa vieja, y ya vez se te lanzó.
PEDRO.-¡Ojalá nos echaran a todos a la calle!
SUSANA.-¡Ni lo quiera Dios!
PEDRO.-¡Ojalá se quemara esta casa y no quedara de ella piedra sobre piedra!
GUDELIA.-Ave María Purísima!
PEDRO.-¡Ojalá se abriera la tierra y nos tragara a todos por miserables!
SUSANA.-¡Amén!
GUDELIA.-No blasfemes, Pedro. Éste es un día bendito.
PEDRO.-Pero a nosotros nos pegaron con el hisopo, ¿no?
SUSANA.-Cuando uno es pobre, debe aguantar.
PEDRO.-No es lo pobre sino lo bestias. Todo este es un embudo y abajo estamos nosotros, soportando. ¿Cómo no nos vamos a emborrachar? ¡Ah, pero viva la democracia...! A nombre de ella se puede mentir, atropellar, insultar. ¡Y nosotros qué! Nosotros nada. ¿Sufrimos? Pues organizamos un baile de monstruos. ¡Sí, óiganlos; es todo un concierto! Algún día acabaremos todos bailando, colgados de una reata y con la lengua al aire llena de hormigas.
SUSANA.-¿Y para esos tantos gritos?
GUDELIA.-Hambre es lo que tiene.
PEDRO.-Yo no tengo hambre. (Diabólico.) Estoy ahito de riquezas. ¡Rico, riquísimo! (Les muestra el hoyo del zapato.) ¡Miren, Navidad y barriga llena!
MECATONA.-(Asomándose al fondo.) ¡Susana, Gudelia! ¿No vienen?
GUDELIA.-¡Ya vamos! Bueno, Pedro, si quieres más nos dices.
SUSANA.-Vámonos. El capitán ha de estar furioso.
PEDRO.-Déjenme la jarra.
(Ellas le dan la jarra y se van. Aparece atrás Polita. Pedro no la nota y salta en un solo pie hasta su asiento; deja la jarra en el suelo y examina su zapato. Corta un pedazo de papel y lo acomoda en el agujero de la suela. Se dobla el calcetín y mete el pie. Después anuda los cordones. Polita, que lo ha estado observado, se hace presente con una tos. Trae puesto su abrigo, una boina, guantes de hilo. Carga una petaca apretada con mecates.)
PEDRO.-(Admirándola.) ¡Hola, señorita!
POLITA.-¿No ha salido Sofía? Yo ya estoy lista. Debe ser tarde.
PEDRO.-Si quieres, vámonos. Luego le diré a Sofía. (Repara en los guantes que ella lleva.) ¡Cómo! ¡Si tiene usted guantes!
POLITA.-(Ruborizándose.) Sí. Nunca me lo había puesto. Estaban rotos. Los cosí. Bonitos, ¿no?
PEDRO.-Muy elegantes. En griego se llaman quirotecas.
POLITA.-No empieces.
PEDRO.-(Sincero e ingenuo.) No es burla. Yo también tenía unos. Muy buenos, ¿sabes? Forrados con piel de conejo. Hace un rato vi uno de ellos por aquí. (Rebusca entre la pila de objetos.)
POLITA.-Podrías guardar tus cosas en mi cuarto. Lo tengo pagado hasta el Año Nuevo.
PEDRO.-¿Año Nuevo? Lo voy a dejar en el patio, a ver si así les da vergüenza.
POLITA.-¿Y si te roban tus libros?
PEDRO.-¿Estos? No valen nada. Los buenos los llevé con Ramón . Los guardó en la tienda. (Polita examina los del suelo.) Si te gusta alguno, escógelo.
POLITA.-¿De veras? ¡Ay, dame éste!
PEDRO.-¿Cuál? (Ell se lo muestra, recogiéndolo.) No es mío, es de Andrés, pero llévatelo.
POLITA.-Gracias (Lee el título, sonríe.) “Su destino según los signos del Zodíaco”...
POLITA.-Tú eres libra. Yo escorpión. Son doce...
PEDRO.-Y falta uno, escucha: uno abajo del cual estaríamos nosotros, ellos, tú, yo, necesitados y románticos. (Levanta el brazo y señala el cielo.) Miles de estrellas y constelaciones. ¿Las ves? Y encima de todas el signo de Pesos. (Transición.) Mejor vámonos. Estoy diciendo puras tonterías. Escorpión, Libra, pero... ¿De veras crees en ellos
POLITA.-Por supuesto no, claro. De todos modos es interesante. (Pensativa.) Un día me dijeron que tendría muchos hijos y sería feliz.
PEDRO.-(Muy sincero.) Todavía puedes tenerlos.
POLITA.-¡Qué va! (Sonríe.) Ni siquiera tengo novio. (Y mira a Pedro con todo su amor triste.)
PEDRO.-(Turbado.) ¿No?
POLITA.-No. (Desoladamente. ) No es tan fácil, parece.
PEDRO.-(Con ternura.) Bueno, un novio se puede conseguir en cualquier parte.
POLITA.-(En un hilo de voz.) De veras, tienes razón. No había pensado.
PEDRO.-(Conmovido.) ¡Polita!
POLITA.-¡Y nunca tú! (Se arroja en sus brazos.)
PEDRO.-(Besando su pelo. No llores, Polita. Recuerda siempre esto: Nada ni nadie vale la pena de nuestras lágrimas.
POLITA.-(Que usa un pañuelito para enjuagarse el llanto.) Es ridículo. Dispénsame. No lloraba por nadie. (Lo mira y se apena.) Bueno, lloraba por ti.. también por mí. (Pausa y transición.) Pedro, ¿por qué no te vas de esta casa?
PEDRO.-No. Sería como una fuga.
POLITA.-Este lanzamiento de doña Paca debe ser un aviso. Hallarás un sitio mejor donde pueda realizar tus aspiraciones. Has empujado a otros. ¿Por qué te quedas tú?
PEDRO.- Cada uno tiene su lugar. En otro sitio yo no tendría nada que hacer. Éste es el mío. Nadie podrá moverme. (Mira la casa de Sofía.) Ni siquiera... ni siquiera eso.
POLITA.-¿La quieres mucho, verdad? (Él no responde.) Pedro. Yo siento mucho que ella, Sofía... que ella no te entiende bien. De veras lo siento.
PEDRO.-¿Nos vamos?
POLITA.-Espérate. No debe tardar. Estará empacando los buñuelos. Me dará unos. (Pausa.) Es una magnífica muchacha.
PEDRO.-Es.
(Se oyen silbidos de admiración. Al fondo María para por entre los invitados. Viene de la calle y trae su bolso y el mismo vestido del cuadro anterior. Va a subir a su casa cuando distingue a Pedro y a Polita. Se acerca a ellos cohibida.)
POLITA.-(A María.) ¿Qué tal? Hace bastante frío, ¿verdad?
MARÍA.-No, si no tengo frío. (Mira los objetos esparcidos y pregunta a Polita.) ¿Son tus cosas?
POLITA.-No. Son de él. (Señala a Pedro.) Lo lanzó doña Paca.
MARÍA.‑(A Pedro.) Lo siento mucho.
PEDRO.‑(Con la jarra en la mano.) Yo no. Es como si me cambiara. Viviré en el patio.
MARÍA.‑¡Que vieja más ponzoñosa!
POLITA.‑¿Vienes de la calle?
MARÍA.‑(Nerviosa.) Sí estuve ocupada. . .
PEDRO.‑(Con intención.) En la tarde hablé con Cecilio. Dice que se va hoy, en el nocturno.
POLITA.‑No lo pierdas, María.
PEDRO.‑Yel tren nocturno sele de Buenavista dentro de una hora.
MARÍA.‑(Abatida.) Ya lo sé.
PEDRO.‑¿Te dijo algo?
MARÍA.‑Hablamos. Quiere que me vaya con él. Pero yo. . .
PEDRO.‑Lalo era lo único bueno de tu casa, y ya ves, se arregló.
MARÍA.‑(Agitada.) Si no fuera por mi tía.
PEDRO.‑Y por Estela.
MARÍA.‑No he cruzado con ella una sola palabra. No quiero.
POLITA.‑Vé con Cecilio, María, todavía estás a tiempo.
(Entra Sofía. Trae un paquetito en las manos.)
MARÍA.‑No me atrevo. (Su nerviosidad va en aumento.)
POLITA.‑¿Por qué lo piensas tanto, no lo quieres?
MARÍA.‑Es otra cosa. . .
PEDRO.‑Es una sola cosa.
MARÍA.‑¡Te lo ruego, Pedro!
PEDRO.‑Miedo.
MARÍA.‑Debe ser miedo. No debería tenerlo, no.
POLITA.‑Entonces. . .
MARÍA.‑Entonces. . . Tienes razón. (Duda.) Claro que tienes razón. ¿Qué hora es, Pedro?
PEDRO.‑El tiempo justo.
MARÍA.‑¡Oh, no, es que quiero despedirme de ellas! (Mira a su casa.)
PEDRO.‑Vete ahora y escríbeles después.
MARÍA.‑No puede ser. Tengo que despedirme, empacar mis cosas.
POLITA.‑Déjalo todo. Alguien puede mandar tus cosas luego.
SOFÍA.‑(Asercándose.) Yo te las mandaré.
MARÍA.‑Así es imposible. Tengo que hablar con mi tía, decírcelo si me atrevo. . . Claro que ustedes tienen razón, debo irme, me iré. . . Aunque. . .
POLITA.‑Vé y despídete, sencillamente.
MARÍA.‑¡Oh, Dios mío!
PEDRO.‑¡Todavía está rezando!
SOFÍA.‑¡Pedro!
MARÍA.‑Sí, está bien. Sólo hablaré con ella.
POLITA.‑Bueno, déjenla en paz. (A María.) Adiós, María.
MARÍA.‑(Desolada.) ¿Te vas?
POLITA.‑Porque ya es tarde.
MARÍA.‑Espérame, podríamos irnos juntas.
PEDRO.‑Polita no te puede esperar. (A Polita.) Despídete.
MARÍA.‑Ay, no me dejen.
PEDRO.‑Entonces ven con nosotros. Te llevaré a la estación.
MARÍA.‑No puedo irme así, no puedo. Debo avisarle a mi tía, decirle.
PEDRO.‑(A Polita.) Es inútil. Vámonos.
POLITA.‑(Abrazándose a María.) Adiós pues.
MARÍA.‑¿Por qué no me esperan?
POLITA.‑Tengo miedo por ti.
(Se separan.)
SOFÍA.‑(A Pedro.) Son buñuelos, no los vayas a romper.
POLITA.‑(A Sofía.) Ven, Sofía, abrázame.
PEDRO.‑(A María.) El tiempo no espera. Deberías correr.
SOFÍA.‑(En abrazo.) Tú también. No te olvides de mí.
MARÍA.‑Es verdad, es verdad.
POLITA.‑(Tocando el brazo de María.) Ojalá tengas tiempo. Adiós. ¿Vamos Pedro?
(Salen los dos.)
MARÍA.‑(Asustada.) ¿También se va Pedro?
SOFÍA.‑No. Sólo quiso acompañarla.
(De medio patio regresa Pedro solo.)
PEDRO.‑(A Sofía.) ¿Nos abres el zaguán?
SOFÍA.‑Está todavía abierto. Apenas serán las diez.
PEDRO.‑Voy a regresar pronto. Pero si Ana cierra el zaguán, procura estar pendiente para abrirnos cuando toque. No será muy bueno quedarse en la calle mientras ustedes bailan.
SOFÍA.‑(Riendo.) No tengas cuidado. Yo te abriré. (Pedro mira el garrafón en el suelo. Se lo lleva) No te vayas a emborrachar.
PEDRO.‑(Volviéndose a medias.) ¿Por qué no? Hay muchas cosas que celebrar, ¿verdad, María?
MARÍA.‑Sí, gracias, Pedro.
(Pedro sale al fin saludando a los invitados.)
SOFÍA.‑(A María.) Como mi mamá tiene las llaves. . .
MARÍA.‑¿Qué hora dijiste?
SOFÍA.‑Deben ser las diez. . . o las diez y media.
MARÍA.‑¡Oh, tengo todos los nervios rotos!
SOFÍA.‑Anda, aprisa. No queda mucho tiempo, deberías irte ya, ahora mismo, como sea.
MARÍA.‑¿Y si me maldice?
SOFÍA.‑¿Quién?
MARÍA.‑Mi tía Rosa. (Se decide por último.) Está bien. ¿Me esperas? Nada más voy a despedirme.
SOFÍA.‑No lo pienses, corre, anda.
MARÍA.‑Sí, sí. . . (De prisa sube a su casa.)
VOZ DE ANA.‑(Ruda.) ¡Sofía! (Sofía no parece oírla y permanece en el patio.)
(Transición luminosa a casa de las Walter. Estela se halla de pie adosada a la pared. Contempla a su tía con desesperación. Rosa por su parte la mira asombrada. Ambas están inmóviles y prolongan su actitud durante un instante.)
ESTELA.‑Si tú no me ayudas me lo haré yo sola.
ROSA.‑¡Estela! (Se acerca a tomarle las manos.) No, hijita, no puedes hacer eso.
ESTELA.‑Suéltame. . . No chilles. Yo abortaré sola.
ROSA.‑¡Dios mío!
(Se abre la puerta y entra María.)
ESTELA.-(Al ver el movimiento de Rosa.) ¡Tía!
ROSA.-(A María.) Tienes que saberlo.
ESTELA.-Me prometiste no decírtelo.
MARÍA.-¡No me digan nada! ¡No quiero saber nada!
(Avanza resueltamente y saca una valija. La abre. Rosa intenta ir hacia ella. Estela la ataja.)
ESTELA.-No se lo digas.
ROSA.-(Desprendiéndose de Estela, llega hasta María.) ¡Deja que te lo diga, María!
MARÍA.-(Abre el cajón interior del tocador y va sacando sus prendas.) No quiero oírlas... ¿Dónde está mi vestido azul?
ROSA.-¿Qué te pasa? ¿Qué haces?
MARÍA.-Irme. Tengo que irme. ¿Dónde está mi vestido? (Rebusca en diverso lados.)
ROSA.-Se trata de tu hermana.
ESTELA.-¡Qué ganamos con que ella lo sepa!
ROSA.-(A María.) ¿Te vas... ¿A dónde...? Por qué...?
MARÍA.-Sólo vine a despedirme de ti,
ROSA.-¿A despedirte?
MARÍA.-Voy a explicártelo. Cecilio se va esta noche. Se va ahora mismo, ¿comprendes, tía? Yo me voy con él. No tengo tiempo para decirte más.
ROSA.-No puede ser, no te entiendo.
MARÍA.-Lo siento. Pero... ¿Dónde está mi vestido?
ESTELA.-Lo traigo puesto.
MARÍA.-Quítatelo.
ROSA.-(A María.) Tienes que oírme, hijita.
MARÍA.-(A Estela.) ¡Pronto, quítatelo!
ROSA.-(A María.) No la trates así.
MARÍA.-¡Ay, no me pongas nerviosa! (Corre a empacar algo.)
ROSA.-(Siguiéndola.) No puedes irte ahora. Yo estaba queriendo decirte algo cerca de Estela. Es necesario que hables con ella. A mí no quiere hacerme caso. ¡María!
ESTELA.-Esres una necia, tía, Rosa.
MARÍA.-Debe ser muy tarde, ¿qué ahora es?
ROSA.-¿Señor, Señor! (Se cubre la cara sollozando.)
MARÍA.-(Interrumpiéndose.) No llores, tía, por favor no llores.
ROSA.-Y ahora te vas tú. Igual, sin casarte. Igual que Estela. Tú sabes lo que ha pasado con Estela.
MARÍA.-(Tomándola por los hombros.) No será lo mismo. Tú me conoces bien. No será lo mismo.
ROSA.-Sí, sí.
MARÍA.-Tía, compréndeme. Cecilio ha perdido ya casi toda la confianza en mí. Se va hoy, dentro de un momento. Juró no volverme a ver y yo no quiero perderlo. Si ti supieras cuánto he luchado para decidirme. Ay, si hasta creo que es demasiado tarde. Y yo tengo que irme, tía, tengo que irme. No me vayas a maldecir. No me lo digas al menos, porque yo misma no sé si estoy obrando bien o me estoy perdiendo. Se trata de mí, y de una felicidad a la que creo tener derecho. ¿Verdad que puedo irme? (Rosa calla.) No me hagas sentirme como una perversa. Tú tienes te has sacrificado por todos nosotros, pero en este momento no te puedo apreciar, perdóname. (Se abrazan las dos.)
ROSA.-Dios te bendiga, hijita.
MARIA.-Y tú, Estela, tienes que portarte bien. Ella no tendrá más apoyo que el suyo.
ESTELA.-(Sombría.) Entonces nos moriremos de hambre.
MARÍA.-Tú me responderás de ella.
ESTELA.-¿Por qué me echas a mí la larga? Yo tengo bastantes cosas que delante para encima hacerme responsable. Además, nunca he sabido ser responsable... ni de mí misma.
MARÍA.-No sea eogísta, Estela.
ESTELA.-Tú también lo eres. ¿Por qué te vas entonces?
ROSA.-(A María.) No le hagas caso. Tú te quieres ir y está bien que te vayas. ¿Cómo iba a maldecirte por eso, hijita? No te apenes por mí. Dios sabe hacer las cosas mejor que nosotras, y las hace. Tú eres joven y no sabes; pero los viejos hemos aprendido despacio, y a veces comprendemos. Las cosas, cuando vienen, no se pueden detener. Es como una ley grande que se cumple cada vez. Entonces los jóvenes dejan a los viejos y empiezan a vivir. Creciendo, aprenden. Entonces los hijos crecen y después lo mismo. ¿Verdad que así es? (No puede evitar limpiarse los ojos.) Sólo que siempre aprendemos sufriendo.
MARÍA.-Gracias. Me hacía tanta falta oírte.
ESTELA.-(Triste.) Es tarde, María. (Va a quitarse el vestido.)
MARÍA.-No, no te quites el vestido. Dejátelo, me llevaré el otro. Los dos verdes también puedes quedártelos. Creo que también podré dejarte unos zapatos.
ESTELA.-(Humilde.) Gracias, María
MARÍA.-Estela. (Estela levanta la cabeza y lo mira.) ¿Qué cosa es lo que te pasa?...
ROSA.-(Hace a Estela una seña negativa.) No era nada, hijita, no te preocupes ya. Es tarde.
ESTELA.-Sí, no era nada.
MARÍA.-Dímelo, Estela.
(Llegan del patio risas, voces y una viva, alegre música.)
ESTELA.-Es que...
ROSA.-No le digas nada, Estela. (Rosa y Estela se miran profundamente.) No le digas nada... Yo te ayudaré.
(El silencio de las tres lo corta un toque en la puerta. Rosa abre la puerta y la música crece. Entra Susana.)
SUSANA.-Rosita, buenas noches.
ROSA.-Pase usted.
SUSANA.-Nada mas aquí. Se trata de que ya empezó el baile y que si a usted no le incumbe que sus niñas bajen a divertirse un rato.
(María se apresura a empacar sus cosas.)
ROSA.-¿A bailar?
MARÍA.-(Sin dejar su tarea.) Dile que no.
SUSANA.-Pero ¿por qué no Hay muchachos sin pareja.
ROSA.-Pues, ya ve que...
ESTELA.-Yo si voy... Sí, claro que voy. (Sale con Susana. Se detiene antes.) Ojalá brincando se me salga esto. (Cierra la puerta tras ella.)
(Transición luminosa al patio. Las parejas bailan y ríen. Ha sido conectado el tocadiscos, pero el gran farol del patio sigue oscuro. Estela y Susana se confunden entre la gente. Sofía, sentada sobre los libros de Pedro, contempla el baile. Andrés, con camisa blanca y pantalón oscuro, se abre paso entre las parejas. Viene seguido por Sabino. Sofía los mira y vuelve la cara otro lado. La pieza de música termina. La gente platica.)
SABINO.-Buenas noches.
(Sofía apenas le contesta.)
ANDRÉS.-¿Por qué no le das la mano? ¿Es que lo quieres humillar? Sabino es amigo. Tú deberías quererlo.
SOFÍA.-(Molesta.) No me hables de eso.
ANDRÉS.-Está bien. (Al amigo.) Acompáñame, Sabino, voy a pedir las llaves. (Se aleja con dirección a la casa de Ana.)
SOFÍA.-¿Cerraste el zaguán?
ANDRÉS.-Sí, pero están tocando. Es Pedro. Voy por las llaves.
(Andrés y Sabino marchan juntos. Andrés entra en su casa. Sabino queda afuera esperándolo, Sentados juntos frente a la mesa, están Daniel y Ana. Daniel parece hojear un mugroso cuaderno de fotografías de familia. En la mesa hay vasos y una botella. Ana recorta con unas grandes tijeras cierto fotograbado de un periódico; finge atildamiento en sus moldes y en su voz, que alterna con su violento carácter. Ha tomado sin cesar durante los dos últimos días. Entra Andrés y se dirige a un sitio de la vivienda.)
ANA.-(Sin levantarse.) ¿A dónde vas?
ANDRÉS.-Por las llaves. Están tocando.
ANA.-Que toquen.
DANIEL.-Que toquen. Una cosa es que no sea el portero y otra... ¿Verdad, Anita?
ANA.-(Glacial.) Cállate. ¿Qué buscas. Andrés?
ANDRÉS.-Las llaves. Ya te lo dije, mamá.
ANA.-No están ahí. Yo las tengo.
ANDRÉS.-(Se acerca a ella.) Están tocando.
ANA.-Hace un momento vino Sabino a preguntar por ti. (Lo dice abriendo el cuaderno y guardando ahí el recorte.) Naturalmente lo eché a empujones. Debe estar en el patio, emborrachándose. .. (Mira a Daniel con desprecio, luego a Andrés.) Hijo, todos los hombres son iguales. (Le dan un manojo de llaves.) Toma, me las devuelves. No las vayas a perder.
(Andrés se va. Ana y Daniel se lanzan risas bajas, confidenciales. Ana dice algo al oído de Daniel. Risillas.)
DANIEL.-¿Y tú los viste?
ANA.-(Súbitamente adusta.) Basta. Por supuesto que no lo eché a empujones, tú eres testigo. Al contrario... ¡Ese vaso es el mío! (Se lo arrebata, Sonríe.) A empujones no. Cuando se tiene educación... Tú sabes que yo fue educada perfectamente.
DANIEL.-Tú dijiste: pase usted, Sabino... y lo besaste. Él se pudo colorado. Es que no te conoce. Nadie te conoce.
ANA.-(Con amargura.) Una madre siempre comprende lo que su hijo es.
DANIEL.-Aunque se llame Andrés (Ríe un poco.) Parece verso, ¿eh? Antes te gustaban los versos, Anita... El varón que tiene corazón de lis... el mínimo y dulce Francisco de Asís... ¿Te acuerdas, Anita?
ANA.-No me digas Anita. Dime Ana. (Se yergue.) Ana Romana. (La música del patio sube.) Tú no conociste a los Romana... (Se mantiene erguida en su asiento. No mueve un solo músculo, pero por su cara corren lágrimas.)
DANIEL.-Mira, no llores.
ANA.-(Glacial, aún inmóvil.) Yo no estoy llorando. ¿Por qué había de llorar?
DANIEL.- No te dé vergüenza. Y soy tu marido. Soy tenedor de libros.
ANA.-Tú no eres nadie. Ni siquiera pudiste sacar a Andrés de la cárcel cuando lo metieron.
DANIEL.-(Con fingida ingenuidad.) ¿Por qué lo metieron, Anita?
ANA.-(Abate la cabeza. Luego lo mira.) No es cierto... no fue por eso... (Alarga el brazo y estruja al marido.) ¿Tú sabes que no fue por eso!
DANIEL.-Yo no dije nada. Si gritas, va a empezar a dolerte la cabeza como siempre. Estaba diciendo que tú dijiste: “Pase usted, Sabino.” Y lo besaste...
ANA.-Entonces no lo eché a empujones.
DANIEL.-Lo besaste y dijiste: pase usted, Sabino.
ANA.-Tú sabes que fui educada perfectamente.
DANIEL.-(Se sirve un vaso.) ¿No quieres, Anita? (Recalca el “Anita”.)
ANA.-(Con sonriente fastidio.) Toda mi familia era de una distinción insoportable.
DANIEL.-Si se llena, se tira. (Deja la botella.) Que no se tire...
ANA.-Íbamos por la calle. Mi madre nos vigilaba. Iba siempre detrás nuestro acompañada de Jovita, la criada. Y nosotras blancas, con los brazos llenos de flores. A mí me gustaba el viento porque hacía flotar mi vestido y mis cabellos. En las fiestas nos poníamos trajes maravillosos. Tú nuca me viste. Mira. (Busca el fotograbado en el cuaderno.) Es la que estaba yo recortando.
DANIEL.-Estás gorda. No te pareces. ¿Eres tú? No, no eres tú.
ANA.-Sí soy. ¡Dios mío, dices que no soy! Nunca fui gorda. Era el sombrero lo que me hacía gorda. Espérate... (se levanta y revuelve un cajón mientras habla.) Las plumas engordan, verás. También me pusieron una falda de vuelta y media, y mis guantes... Mira, mira... (Ha sacado de una caja un sombrero de anchas alas oscuras coronado con plumas verdes; además una larga falda de color morado y unos guantes rojos.)
DANIEL.-Sí, pero no eres tú. Estabas gorda,
ANA.-Idiota, es la ropa, te digo. Nunca fui gorda. (Con prisa nerviosa se pone los guantes.)
DANIEL.-Hace un año también te los pusiste.
ANA.-Claro. ¿No son preciosos? Yo te voy a demostrar lo que es la ropa. (Toma la falda que estaba cortada como capa y se la pone en la cintura. Le llega a los talones.) Cualquiera diría: “Esa mujer sabe cómo vestirse.” Eso es. ¿No es preciosa? (Da una vuelta y se detienen de la mesa.)
DANIEL.-Estás borracha, Ana.
ANA.-(Enérgicamente.) Por supuesto que no. Tú eres el borracho.
DANIEL.-¿No te pones el sombrero?
ANA.-Porque tomar unas copas....
DANEL.-Bieb, bien...
ANA.-(Golpea la mesa.) ¡Porque tomar unas copas no significa de ningún modo olvidar la educación!
DANIEL.-Ahora el abanico.
ANA.-¿Qué?
DANIEL.-Tú tenías un abanico.
ANA.-(Con pena.) Ya no. Un día se lo vendí a la Casarini. Esa bestia.... Quiso comprar el pelo de Sofía en treinta y cinco pesos. (Daniel va a decir algo.) Te prohibo tocar ese asunto.
DANIEL.-Treinta y cinco pesos perdidos.
ANA.-La dejó el marido ahora en la mañana. Claro, una mujer tan insoportable. En su juventud fue una cualquiera.
DANIEL.-Veinte pesos no. Treinta y cinco... Esto se acaba...
ANA.-No dudo el mundo es igual. Yo no era igual. (Sonríe al recuerdo.) “Adiós, señorita Ana”... A mi padre le gustaba que me vistiera de blanco y me prefería entre todas mis hermanas. Es curioso. Nunca supe cuántas éramos. Mi padre sonreía al vernos y daba a mi padre golpecitos en la espalda.
DANIEL.-Como una coneja. Eso es.
ANA.-Espérate, oye: en la casa había una criada que se llamaba...
DANIEL.-Jovita.
ANA.-(Al hablar de Jovita su voz se quiebra.) Sí. Era tan delgada, tan jovencita, que se ponía a llorar conmigo. En mi casa había una gran fuente de aguas tristes, como ella. En las tardes cuando mis hermanas hablaban de sus novios, Jovita y yo mirábamos la fuente. (Del fondo va subiendo la música de un vals mexicano: “Alejandra”.) Un día nos vistieron a todas de negro... Seguíamos a mi madre por los corredores de la casa. No podíamos salir. En la calle estaban ellos y oíamos el ruido de las espuelas y los guaraches. Tenían fusiles. Eran fuertes. Olían a caballo... No podíamos salir, te digo, y el cuerpo de mi padre se fue pudriendo en la sola. Las criada limpiaban con un trapo aquel jugo fétido que le escurría. Tenían miedo del cáncer. Idiotas. Lo que a mí me chocaba eran las moscas. Toda la casa estaba llena de unas moscas gordas. Mi madre no quería enterrarlo en el patio; pero Jovita y yo lo hicimos. De noche, alumbrándonos con velas. Yo me puse a llorar tapándome las narices... Cuando entraron los soldados se llevaron a todas mis hermanas. Pero yo corrí...
DANIEL.-Toma, bébetelo. (Le ofrece un vaso.)
ANA.-Corrí corrí... y entonces...
DANIEL.-Entonces te casaste conmigo.
ANA.-(Apurado de un golpe la bebida.) ¡Un tenedor de libros como tú... después de portero! Pero te odiaba. Siempre te odié... (Lo dice dejando el vaso sobre las mesa y agachándose a mirar el rostro del marido.)
DANIEL.-Cálmate, Anita.
ANA.-(Le toma las manos y ambos se miran.) Tú también me odias... ¿Sabes, Daniel? Tienes mala sangre. Me hiciste un hijo y ya ves cómo salió.
DANIEL.-(Mirándola con odio.) Yo te quiero mucho, A-n-i-t-a.
ANA.-¡No me digas Anita! Ah... pero te engañé. ¿Sabes con quién?
DANIEL.-Sí. Con Luciano Santos. Te encontraste con él en el bosque.
ANA.-Cállate. No tienes derecho.
DANIEL.-En el bosque había unos lagos y unos cisnes. Te rompiste el vestido para que él te viera...
ANA.-¿Cómo lo sabes tú?
DANIEL.-Tú dices cosas y cosas. Yo soy tenedor de libros. Tú no eres nadie. Nunca tuviste casa. Estabas de criada en una casa rica. Nunca bailaste los Lanceros.
ANA.-¡No!...
DANIEL.-Yo te conozco. Conocí a tu padre. Tu padre murió de viruelas en el hospital.
ANA.-¡Mentiras!
DANIEL.-Tú eras la criada. Te llamas Jovita, Jovita...
ANA.-¡Mientes con toda tu cara, mientes!
DANIEL.-Y lo de Lucino. Santos...
ANA.-¡Cállate, imbécil! Eso sí es cierto. ¿No lo crees, no? (Corres a un cajón y trae un guardapelo, también un retrato.) Ahora tú sabrás que Sofía no es tu hija. Yo te lo puedo demostrar... Es sólo mía... ¡Y de él!
DANIEL.-(Atento a la fotografía.) Bien, bien.
ANA.-¿Y esto? (Con arranque de inmoderado orgullo le muestra el pelo del relicario.) Es de oro, como el pelo de Sofía. Lo crees ahora, ¿lo crees?
DANIEL.-(Examina el cabello. Lo abandona en la mesa, todo su odio se reduce al retrato. Sonríe.) Bien, Anita, bien...
ANA.-¿Un tenedor de libros! ¿Creíste que no podía, eh? Escucha esto: Era tan fuerte que yo cabía en sus manos como un niño... (Se yergue.) Por eso Sofía es buena. Sofía es una señorita, no como el hijo tuyo. ¿Sabes una cosa? Tú tienes mala sangre...
DANIEL.-(Sugestionado por el retrato.) Sí, se parece a nuestra Sofía, es casi “nuestra” Sofía.
ANA.-Dámelo.
DANIEL.-(Al retrato.) Mucho gusto, señor.
ANA.-Dámelo, te digo. (Trata de quitárselo y Daniel la esquiva.) ¿No me lo das? Entonces, basta. (Toma la botella.)
DANIEL.-No la escondas. Yo la compré.
ANA.-Dame ese retrato.
DANIEL.-Anita, deberías sentarte. Tú y yo tenemos que hablar.
ANA.-Tú y yo no tenemos nada. Se acabó (Está dispuesta a ocultar la botella. Da unos pasos y regresa. Mira al marido con desdén. Sin soltar la botella recoge de la mesa su sombrero y el guardapelo. Después, orgullosa, desaparece con sus trofeos en la cocina. Daniel sigue sus movimientos con la cabeza. Se agita. Mira el retrato, ve las tijeras. La idea lo conmueve. Se apodera de ellas y tasajea el retrato. Reaparece Ana coronada ya con su sombrero de plumas. Toda ella recuerda las calaveras catrinas de Posada.) ¿No! (Daniel escapa al patio con las tijeras en la mano. Ha dejado la puerta abierta y el cuarto se llena con la música del baile, mientras Ana cae de rodillas a escoger los trocitos de cartón. La música cesa: sólo se oye en el suelo la voz desesperada de Ana.) Lucino Santos.. Lucino Santos...
(Transición luminosa al patio. Asombrado él mismo, Daniel queda de pronto en pie junto a la puerta con las tijeras en la mano. Al cesar la luz en el interior y crecer en el patio se puede ver cómo algunas personas platican y otras pasean en parejas. En primer término derecha, junto a sus libros, está Pedro Rojo empinándose el garrafón como un alarde para Sofía, que se encuentra a su lado. Daniel la mira fijamente. Siente en sus manos las tijeras. Entonces sabe lo que quiere. Las guarda en su bolsillo y avanza contra ella.)
PEDRO.-¿Qué tal, Daniel? Lindo baile, ¿no?
DANIEL.-Bien, bien. (Toma la mano de Sofía.)
PEDRO.-Déjala. No ha querido tomar. No se divierte. Yo sí.
DANIEL.-(A Sofía.) Hijita, ¿no le darías a tu padre treinta y cinco pesos? (Trata de llevársela.)
SOFÍA.-(Resistiendo.) No, yo no quiero ir...
DANIEL.-Ven. (Le estruja el brazo.)
ANA.-(Aparece en su puerta.) ¡Bestia! (Y corre hacia Daniel que al punto suelta el brazo de Sofía. Los invitados ríen al ver la figura de Ana.) ¿Por qué lo cortaste? ¡Dímelo! (Pretende asirlo del cuello, Sofía se interpone.)
SOFÍA.-Mamá...
ANA.-¿No lo defiendas! ¿Es una bestia! (La gente empieza a rodearla. Ana les grita.) ¿Saben la que ha hecho?
SOFÍA.-¡Mamá...!
(Risas.)
VOCES.-(Al unísono.) ¡Están borrachos! ¡Es la portera! ¡Pégales, Ana! ¡Déjalos! ¡Que se agarren! ¡Mátalo!
SUSANA.-(Adelantándose hace señas a los demás.) ¡Sh...! ¡Espérense! (Se vuelve hacia Ana.) ¡Qué lindo traje, Ana!
(Risas.)
ANA.-(Imponiéndose.) ¡Cállense todos! Les digo que es una bestia.
TODOS.-(Al unísono.) No se le nota. ¡Llévenselo! ¡King Kong!
DANIEL.-Los medio calma con señas.) Señoras, no le hagan caso. Así se pone. Así es.
ANA.-(A ellos.) Voy a decirles a todos una cosa...
DANIEL.-¡Anita! ¡Anita!
ANA.-(A Daniel.) ¡Yo te voy a enseñar! (Va contra él. Daniel escapa entre la gente que grita.)
VOCES.-(Al unísono.) ¡Agárrenlo! ¡Viva Ana! ¿Qué pasa con el baile?
(Ana va a seguirlo. La detiene Andrés que llega. Los comentarios risueños bajan en volumen.)
ANDRÉS.-Déjalo, mamá. Toma, aquí están las llaves.
ANA.-¡Eso es, las laves! ¡Cerraste el zaguán, verdad? No se podrá escapar de mi. (A los demás que la oyen interesados.) ¿Ven estas llaves?
(Se dirige a un lugar del patio en primer término izquierda. Levanta la tapa de una coladera y arroja el manojo de llaves dentro. Cierra. Se para en la tapa y se yergue orgullosa. Risas y aplausos generales celebran su acción. Todo es contento excepto la actitud de Sofía. Pedro mira las cosas cínicamente. Sabino y Andrés, untos, palmotean con los demás.)
ANA.-Ahora nadie puede salir de aquí. ¡Nadie! (Se vuelve hacia Andrés.) Y tu padre menos que nadie. ¿Oyeron?
SOFÍA.-(A su madre.) ¡Mama, quítate eso! (Las plumas.)
SUSANA.-(Interviniendo.) ¿Por qué? Déjala que se divierta.
GUDELIA.-Claro. No es todos los días.
MÁRGARA.-Además, es Nochebuena
(Murmullos y apagadas risas.)
ANA.-(A Sofía.) No quieres que me divierta, ¿eh? Y tú qué haces aquí con este hombre. (De Pedro.) Te lo he prohibido.
SOFÍA.-No estamos haciendo nada malo.
VOCES.-(Al unísono.) ¡Defiéndete, Pedro! ¡Sí, que la bese! ¡A callar.!
(Pedro avanza con su jarra en la mano. Se hace el silencio.)
PEDRO.-(Llega hasta Ana. La mira.) ¡Salud, Némesis! (Ana da un paso en su contra. Pedro lleva su mano al corazón.) Señora Romana, está usted bellísima. (Y hace una reverencia.)
ANA.-(Gratamente sorprendida.) ¿Cómo?
PEDRO.-¡Némesis! (A todos.) ¿No es cierto que está bellísima?
SOFÍA.-(Rápida.) ¡Pedro, no seas cruel!
(Al punto voces.)
1ª.-¡Es un mango!
2ª.-¡Qué forro!
3ª.-¡Qué vieja!
4ª.-¡Qué bella!
5ª.-¡Tan chula!
6ª-¡Que cante! (Al unísono)
ANA.-(Los calla con brazo en alto. Se vuelve sonriente a Sofía.) ¿Por qué No le digas cruel. (A Pedro.) Me parece, señor Rojo, que usted ha dicho una verdad. (A todos.) ¿No es cierto? (Aplausos y risas. Sobreviene un alegre silencio.9 ¿Por qué están parados ahí? Les advierto que yo compré ese farol colorado. ¡Andrés!
ANDRÉS.-Aquí estoy, mamá.
ANA.-Vé y enciende ese farol.
(Andrés va hacia el zahuán.)
SUSANA.-¡Pues de veras!
GUDELIA.-¿Por qué no lo había encendido?
MÁRGARA.-Tienen que componer el apagador. No funciona.
ANA.-¡Que lo componga Andrés!
VOCES.-(Al unísono.) ¡Sí, enciéndalo! ¡Está muy bonito! Vamos a parecer diablos. ¡Babosos! ¡Borrachos!
(Al fondo, dos voces cantan hipando.)
ANA.-¡Cállese todos! ¡A callar! (Silencio.) Esta noche es Nochebuena. ¿Sabes quién falta? ¡Ella! (Señala la casa de la Casarín.) Se no escaparon tres: una se llamaba Polita.
PEDRO.-El otro. Walter.
ANA.-Eso es. El otro se llamaba Lalo Walter. Y por último, el marido de ésa, de la Lola... Pero oigan. ¡Ninguno de esos tres valían nada!
(Risas y aplausos.)
GUDELIA.-¡Ay, ay, cállese! ¡No dejan oír! (Nuevo silencio.)
SUSANA.-¿Y qué, Ana?
ANA.-(A todos.) La señora Lola Casarín está sola porque su marido la dejo ahora en la mañana. Si me esperan, yo la invito.
SUSANA.-Ya fuimos nosotras. No quiso.
ANA.-Yo sé cómo tratar a esta gente. A todos.) ¡Yo les juro a ustedes que la traigo!
MECATONA.-(Adelantándose.) Pues que sea pronto por que ya nos aburrimos. ¡Verdad, muchachos?
VOCES.-(Al unísono.) ¡Sí, queremos bailar! ¡Échenmela y verán! ¡Que venga! ¡Yo bailo con ella! ¡Juega ¡ ¡A darle!
(Otros levantan un murmullo que al fin se apaga.)
ANA.-Muy bien. Espérenme. (A Sabino.) Sabino, deme usted la mano.
(Sabino se ofrece. Ana y él avanzan. Los demás, aguardan.)
SOFIA.-¡Pedro, todos están borrachos, tú también!
ANA.-Oyéndola, se vuelve.) Tú cállate. Es Nochebuena. (Toca en la puerta de la Casarín.)
(Se ilumina la casa de Lola Casarín, la luz en el patio no disminuye y toda la gente permanece inmóvil expectante, fijas las miradas en la puerta de la vivienda en cuyo interior se encuentra Lola, sentada frente a la mesita. Viste una bata de tela floreada y sobre los hombros un tápalo de estambre negro. En la mesita un arbolito de Navidad con sus esferas brillantes y, junto, un cirio encendido pegado en un plato. Lola contempla sin verla aquella ondulante flama. Su actitud es d recogimiento y ausencia. De pronto mira hacia la cocina y estalla)
LOLA.-¡Todo por una contrato, Augusto, mi contrato! (Sacan un pañuelo de su bocamanga y se enguja los párpados. Llaman a la puerta. Se sobresalta.) Debe ser alguna de esas insoportables mujeres. (Vacila, se remuerde los labios, piensa.) ¡Y después de todo por qué no! Vaya, ¡claro que sí! (Se levanta sin preocuparse de su pañuelo. Cruza los brazos y agita los dedos nerviosos entre los estambres. Llaman de nuevo. Mira hacia la puerta; se decide. Da un paso, recuerda el cirio y lo paga. Se compone el peinado y no vacila más y abre. Ve entonces una figura orlada de plumas.)
LOLA.-¡Oh!
ANA.-¡Se puede pasar? (Entra y observa en torno.)
LOLA.-¡Es usted, Ana!
ANA.-Comprendo su confusión. Esperaba verme vestida de andrajos como siempre y se encuentra con esto. (Se aliña la falda morada con sus guantes rojos y se retoca el sombrero.) Sabía que le iban a gustar. Su bata también es preciosa.
LOLA.-¡Qué va! Es muy corriente. (Transición.) Bueno, Ana, quisiera saber...
ANA.-Sí, sí. (La contempla con piedad.) Susana, Margarita Montiel y Gudelia han estado aquí invitándola para esta fiesta extraodirnaria, y usted no quiso recibirlas. No, no se excuse. Las pobres traían un buen propósito, pero es natural, son humildes, vulgares... Desconocen ciertos principios. Pero no he pensado que hoy es la noche menos apropiada para recibir mal a una visita. Dobre todo, si es una mujer, que, como yo, posee una educación superior a su apariencia.
LOLA.-No fue de intento el humillarlas. Es que estaba confusa. Pase una tarde horrible.
ANA.-Usted debe perdonar el mal que le hicieron. Yo la comprendo. (Le da un ligero codazo.) Un marido no se pesca fácilmente, ¿eh?
LOLA.-No crea. No soy una mujer que se ponga triste por un... accidente así. Me sé portar, no se preocupe.
ANA.-Entiendo. Debe estar acostumbrada.
LOA.-¿A sobreponerme? Siempre. Y no hablemos de eso, ¿para qué?
ANA.-Usted me obliga.- Yo vine únicamente a invitarla a bailar.
LOLA.-(Con tristeza.) Lo estaba pensando, pero no. No estarías bien.
ANA.-¿Por qué no? Hoy es Nochebuena. Las personas de esta vecindad tenemos especial interés en verla con nosotros. De añgún modo su negativa me parece lógica porque... (Distingue el cirio apagado.) Porque este día debíamos consagrarlo a la meditación. ¿Ha estado rezando, no? Es tan dulce... Las iglesias, los niños... Dentro de un momento repicarán las campanas anunciando el nacimiento del Señor... (Con tono ferloz. ¡A campanazos!
LOLA.-Sí, y todos estaremos oyéndolas aunque los lugares sean distintos. Y él... y yo...
(Los ojos de Ana brillan singularmente. Empieza a mover la cabeza como llevando un ritmo interior. Así canta.)
ANA.
Caminado va José
Caminando va María...
LAS DOS JUNTAS.
Caminan para Belén
Más de noche que de día...
(Callan, Ana rompe el silencio.)
ANA.-Esta noche yo siento a Cristo en mí... realizándome, dirigiéndome. (Lola continúa agobiada.) Anímese. Yo, como usted, quiero esta noche la paz para mi corazón; pero la diversión no riñe con la pulcritud del espíritu. Acepte usted, entonces. Le advierto que será trataba con todo respeto y que las “cubas libres” están exquisitas.
LOLA.-¡Oh, es horrible sentarse asñi, sola, sin hablar con nadie! Y luego estas cosas. .. su silla, la mesa donde escribías, su almohada... recordándome siempre otros momentos. ¡Ay, Dios! Todo me obliga a cerrar los ojos... ¡Espectros, espectros!
ANA.-¿Sabe que nos parecermos? Sólo que usted lo ha perdido todo y yo nunca he tenido nada. Por eso vámonos, es mejor divertirse.
LOLA.-No. Ahí afuera estará también ese Pedro Rojo. No quiero verlo.
ANA.-Es un joven excelente. Me hace reverencias. Alabó mi vestido.
LOLA.-Lo odio. Él hizo de Augusto un monigote... Sí, sí. Lo pervirtió con sus ideas imbéciles de libertad... Un conrato, y para mí nada, nada. (Llanto. Busca su pañuelo en la manga. Ana extrae uno del seño y se lo tiende.)
ANA.-No se aflija ya. La soledad es lo más vulgar que existe. No vale la pena. (Sonríe tentadora.) Además, la Mecatona invitó a sus amigos y odos saben bailar. Los hombres son los hombres. Usted no es una vieja.
LOLA.-Claro que no.
ANA.-Señora de Soberón, ¿acepta usted?
ANA.-(Titubeante.) Me sería tan difícil...
ANA.-(Mira el desplegado, pronuncia su título.) ¡Lola Casarini!
LOLA.-(Estremecida.) ¿Cómo dijo?
ANA.-No estoy invitando a la mujer de Soberón, sino a la cntante, a la artista, a la mujer. ¿Acepta usted?
LOLA.-(Que se ha ido irguiendo.) Lola Casarini.
ANA.-¡La Casarini! ¿Acepta usted? (Lola aún titubea. Ana la mira.)
LOLA.-Está bien. Vamos (Y salen al patio majestuosas como dos reinas.
(Un rugido atronador de procacidades y gritos, de risas, aplausos y silbidos –ad libitum- acoge la entrada de las dos mujeres en el patio. Cesa la luz en el interior de la vivienda. Sofía inicia los movimientos de quien quiere huir. Pedro enarbola su jarra riendo a carcajadas.)
SUSANA.-(Imponiéndose.) ¡Cállese! ¡Silencio!
(Disminuye la algarabia. Se hace el silencio.)
ANA.-Gracias, Susana.
(Ana Y Lola adelantan un poco, pero se detienen cuando ven avanzar a Pedro y llegar junto a ellas.)
PEDRO.-¡Y vinieron todas las mujeres de la milicia, y Johanán, hijo de Osasías, y el resto del pueblo, chicos y grandes! (Hace una profunda reverencia ante las dos mujeres.)
ANA.-(A Lola.) ¿No se lo dije?
PEDRO.-Irguiéndose.) ¡Y en esta noche.. (Se interrumpe de pronto porque al levantar la cara ha quedado frente a frete con Lola Casarín. Ella da un paso todavía y ambos se miden con los ojos. En torno está el silencio.)
LOLA.-Le agradezco mucho lo que hizo por mi marido. No sabe cuánto se lo agradezco.
PEDRO.-Señora, lo que pasa es que el Dios de usted no es tan imbécil como usted creía. Se decidió por Augusto. Eso es todo.
ANA.-(Interrumpiendo.) Basta, señor Rojo. Esta noche... (Toma la mano a la Casarín y, pasando frente a Pedro Rojo, la presete a la concurrencia.) He aquí una amable caza, el hermano lobo se viene conmigo... (La suelta y grita.) ¡Andrés, quiero ver encendido ese farol, mi farol!
VOCES.-(Al unisono.) ¡Vóytelas! ¨¡Qué traes, tú! (Silbido.) ¡Una nueva! ¡Pásale, chula! ¿Quién eres, monada?
(Alguien, violentamente, se abre paso entre ellos. Es María, y va hacia Ana. Llega vestida para el viaje, con una maleta pequeña en la mano.)
ANA.-(Al verla.) ¡María Walter! (Murmullo y risas.) ¡Cállense!
MARÍA.-(Nerviosa.) ¿Es cierto lo que dijo Andrés, dónde están las llaves?... Ana, ¡ábrame usted la puerta!
ANA.-¡La puerta! (Ríe para los otros.) Dice que le abra la puerta. (Se vuelve a María.) Señorita Walter, se hubiera usted ido antes. Los que fueron, se fueron. Ahora ya no.
MARÍA.-(Suplicante.) Es que necesito irme...
ANA.-(A todos.) ¿Ustedes qué dicen?
VOCES.-(Al unísono.) Ni modo, palomita. ¡Tan linda! ¿A dónde quieres ir? ¡Si quieres, te llevo!
MÁRGARA.-(Avanza borracha, y canta.) ¿Dónde vas con mantón de Manila...?
(Risas y aplausos. Sofía huye entre la gente.)
VOCES.-¡Que siga! ¡Déjenla! ¡Cállense el hocico!
(Silencio.)
MÁRGARA.-(Va a seguir.) ¿Dónde vas con...
(María, desdperada, la empuja.)
MARÍA.-¡No, no puede ser, no! (Llega cerca de Ana.) ¡Ana, por favor...!
ANA.-Las llaves están en la coladera. Hoy es Nochebuena. Nadie sale ya.
MARÍA.-¡Ana, Ana!
ANA.-¡Andrés! ¿Qué paso con mi... farol? (A María.) ¡Suéltame!
ANDRÉS.-(Su voz al fondo.) ¡Ya va!
MARÍA.-¡Ábrame la puerta!
ANA.-¡Me está arrugando el vestido!
MARÍA.-¡Hágame caso!
ANA.-(Rechazándola, grita a los demás.) ¿Quién le quiere abrir?
VOCES.-¡Yo le abro! ¡Yo también! ¡Y yo! ¡Y yo!
MARÍA.-(Su grito domina a los otros.) ¡Por favor, óiganme! (Corres a unos y a otros.) ¡Señora Susana, Pedro! ¡Algiien, por Dios! ¡Ábranme la puerta!
(Se enciende el farol. Un ¡oh! General recibe la luz roja. Luego risas y aplausos.)
MARÍA.-¡Ábranme la puerta...! (Empieza a gritar desesperada.) ¡Ábranme la puerta! (Y se abre paso entre las gentes que tratan de acariciarla.) ¡Ábranme la puerta! (Llega hasta el portón cerrado del zaguán.)
ANA.-¡Basta! ¡A bailar!
(Voces y gritos de entusiasmo. Toda la siguiente escena debe suceder con ritmo cada vez más acelerado.)
UNA VOZ ESTENTÓREA.-¡Que siga el baile! ¡Agárrense bien!
(El parloteo de risas y voces se aumenta con ruidos de vasos y cantos. Las parejas se retiran un poco al fondo.)
LA MISMA VOZ.-¡Qué pasa con la música?
OTRA.-¡Conecten el raya-discos!
MARÍA.-(Su voz al fondo.) ¡Ábranme la puerta!
(Desde la salid de María, Pedro ha permanecido cabizbajo. Alguien le toca el hombro. Es Sabino; su diáloo se pierde con el ruido.)
SABINO.-Podríamos recoger estas cosas, las pueden pisar.
PEDRO.-¿Qué las pisen! ¿Quieres esta bufanda?
(Sofía aparece por la izquierda, de prisa y como desesperada. Da un paso hacia su casa, pero al fin de abierta la puerta de la Casarín y entra. Pedro entrega la bufanda a Sabino. Entonces saca las tijeras y cierra la puerta tras él. Pedro lo ha observado sin comprender exactamente lo que pasa. Casi enseguida llega Ana, inquieta y exaltada.)
VOZ ESTENTÓREA.-¡Ahora si va a empezar!
(Todo el mundo calla en espera de la música.)
ANA.-(A Pedro.) ¿Dónde están...? Sofía ¿dónde está?
PEDRO.-¿Sofía? (Vuelve la cabeza hacia la casa de Lola.)
ANA.-Yo quiero que mi hija se divierta. ¡Usted sabe dónde está!
MARÍA.-(Llega para suplicar.) ¡Ana, ábrame la puerta! (Estrujándola.) ¡Ábrame la puerta!
ANA.-¡Suéltame, le digo! (Olfateando en el aire sus presentimientos.) ¿Oyeron? Es ella... (A María.) ¡Suélteme!, le digo que es ella. ¡Está gritando!
(En realidad no se oye a Sofía. Pedro comprende al fin y trata de correr en su ayuda. Ana es más ágil y lo rechaza.)
ANA.-¡Yo, sólo yo! ¡Quítese!
MARÍA.-¡Ábranme la puerta!
(Empieza el baile. Transición luminosa a csa de Lola Casarín. Ana empuja la puerta y lanza un grito feroz. De un salto llega junto a Daniel que ha dado ya el último corte al pelo de Sofía. Al oír el grito de Ana pretende huir. Ana lo sujeta del cuello y le arrebata las tijeras. Daniel cae al suelo por la fuerza a la mujer que ruge. Sofía huya al exterior.)
DANIEL.-¡Ya no, Ana! (Se cubre la cara con las manos. El primer tijerazo le penetra en la oreja.) ¡Ya no, Ana, no, no...! (Quiere escudarse tras un mueble.)
ANA.-(Sujétandolo.) ¡Tú, tú!
(Cruza con el acero el rostro de su marido que cubierto de sangre se escuda tras el piano.)
DANIEL.-¡No, Ana, no!
ANA.-(Lo arrastra fuera de su rincón.) ¡Así! (La punta de las tijeras le entra en el ojo. Daniel cae de rodillas. Implorante.)
DANIEL.-¡Ya, ya, Ana, ya...!
(Todavía trata de arrastrarse. Ana lo agarra por los cabellos y hunde las tijeras en su cuello por dos, tres veces; de no ser por el frenético ruido musical del fondo se oirían los golpes fotos de la carne mojada.)
DANIEL.-¡No, ya no! (Su voz se llena de sangre, que se le escapa en borbollones, mientras en su cuello trabaja la mano rítmica de Ana.)
ANA.-¡Más, más, más...!
(En el patio la música viva de un “swing” impone a la gente su rápido compás. Sofía y Pedro, en primer término, se abrazan. María Walter grita que le abran la puerta. Empieza a sonar en el aire una campaña lenta y ronca. Ana aparece en la puerta de la Casarín todavía aferrando las tijeras. A través de la puerta medio abierta Sofía distingue el cuerpo mutilado de Daniel. Ana empieza a caminar. María se arroja a sus pies.)
MARÍA.-¡Ábrame!
(Ana no la oye. Ada oye. Tampoco siente. Contempla el baile, la gente sin mirar nada. Rechaza con el pie a María y avanza con la mano en alto, aún con las tijeras.)
SOFÍA.-¡Que no la vean, Pedro!
PEDRO.-(Sujetándola.) ¿A dónde va? ¡Métase!
(Ana se desprende de él y sigue caminando. Pasa junto a su hijo Andrés. Lola Casarín enreabre su puerta y retrocede espantada.)
ANDRÉS.-¡Mamá!
LOLA.-¡Miren lo que ha hecho!
PEDRO.-(Estrujando a Lola.) ¡Cállese, no haga escándalo!
(Todo parece suceder al mismo tiempo. Pedro da un salto y trepa en la tarima central junto al aparato de los discos. Otras campanas, todas las campanas de la gran ciudad sueltan al vuelo sus avisos. Ana sigue avanzando. Pedro distrae la atención general hacia el baile. Andrés y Sofía se abrazan.)
PEDRO.-(Gritando ferozmente.) ¡Más aprisa! ¡Más aprisa!
MARÍA.-¡Ábranme la puerta!
(Pedro oprime un botón y sube al máximo el volúmen del sonido. La furia de las campanas se funde al inmenso clamor del patio. Alumbradas por el farol rojo las parejas parecen realizar una sola y gigantesca contorsión. Pedro agita frenéticamente los brazos.)
PEDRO.-¡Evohé! ¡Evohé! Las estrellas se caen sobre la tierra. ¡Rojas la carne, las manos y la boca! ¡Más aprisa, más y más! Hay un signo de luz en las constelaciones... ¡Tú nos traes el destino! ¡Mira cómo saltan las piedras de tus columnas! ¡Hosanna, hosanna! ¡Nosotros te adoramos!
MARÍA.-¡Ábranme la puerta! ¡Ábranme la puerta!
(Coronado de plumas y con su guante rojo sobre las tijeras, Ana se pierde entre la gente.)
PEDRO.-¡Ha nacido el Señor! ¡Ha nacido el Señor!


T E L Ó N    F I N A L