Los signos del Zodíaco
de
SERGIO
MAGAÑA
PERSONAJES
Portería
ANA ROMANA, La
portera
DANIEL BORJA, su
marido
SOFÍA, hija de Ana
ANDRÉS, su
hermano
VIVIENDA 12
LOLA CASARÍN
AUGUSTO
SOBERÓN
AZOTEA A
MARÍA WALTER
ESTELA WALTER
ROSA, su tía
LALO, su
hermano
AZOTEA B
PEDRO ROJO
Otros vecinos
OFELIA LIRA,
“Pollita”
JUSTINA
LEDESMA
Sus hijos:
ELOÍNA
ASDRÚBAL
CHAYO
JUAN
MARGARITA
MONTIEL
GUDELIA P. DE
SÁMANO
SUSANA
TRUJILLO
LA MECATONA
GENOVEVO
POPOCA
Frente
Da FRANCISCA
BETANCOURT,
La dueña de la
vecindad
Los extraños
SABINO
VÁZQUEZ
EL LIC. MANUEL CIRO
PALMA
Maromeros y músicos
–pregoneros-, los invitados a la posada.
La acción en la ciudad
de México; entre septiembre y diciembre de 1944.
ACTO PRIMERO
ESCENOGRAFÍA
Patio de la vecindad en
forma de “T”. Al centro una pileta de cemento mucho más larga que ancha en torno
a la cual están dispuesto cinco lavaderos, también de cemento. Dentro del patio
hay un árbol de generosa altura. El fondo queda definido por muro, y el tosco
marco del zaguán se pierde casi cuando en los tendederos se asolea la ropa.
Arriba de todo hay un foquillo que ilumina el patio al llegar la noche. Abajo,
en primer término derecha, un bitoque para dar agua, aparte de otro en la pileta
de los lavaderos.
Las viviendas se alinean
a derecha e izquierda del patio. Cada vivienda consiste en un cuarto y una
covacha interior a manera de cocina.
Una estrecha escalera de
hierro arranca desde el suelo y sube hasta la azotea de las viviendas del ala
izquierda. En esta azotea existen dos cuartos más: uno al frente y otro al
fondo. No están pegados al filo de la azotea y dejan así libre un estrecho
pasillo para el tránsito. El cuarto del frente deberá también mostrar su
interior. El del fondo no. Estos dos cuartos carecen de covacha o cocina. En la
azotea del lado derecho no hay construcción. Sólo están tres tinacos abollados y
oxidados por el tiempo; además zapatos, pedazos de cama y cajones mutilados y
yerbas.
Las tres habitaciones
cuyo interior deberá verse tienen una dimensión similar.
Ia. Izquierda: casa de
Ana Romana, la portera. La atmósfera es agobiante. Hay un catre de hierro mal
cubierto con un sarape; un petate de palmas enrrollado en un rincón, además
canastos llenos de ropa, botes de hojalata en el piso y dos sillas de madera
corriente y una mesa. De las paredes cacarizas cuelgan vestidos y trapos de
aspecto miserable; también un almanaque y un espejo estrellado, ambos
ennegrecidos, como el foco del cuarto, por el hollín y las moscas. Al fondo
izquierda, el marco de una entrada sin puerta que señala la cocina. La puerta
principal da al patio, frente a los lavaderos.
2ª. Derecha: casa de
Lola Casarín y Augusto Soberón sofá estilo piano vertical ocupa casi el cuarto;
un deshilachado sofá estilo Luis XV y una mesita decora con flores de papel. En
el suelo, una piel de tigre y cojines, viejos retratos de la Casarini, tarjetas
con vistas de Italia; pero sobre todo un anuncio desplegado de papel,
descolorido ya por el tiempo, cuyo texto dice: “¡Estreno! ¡Estreno!
Quetzalcóatl. Opera mexicana en tres actos. Original de Ignacio Romero. Libreto
en francés, Francois Moret. Soprano, Lola Casarini”.
Cubre el piano una
carpeta de encajes, figuritas de porcelana y una lámpara de canutillos de
vidrio. La puerta principal da al patio, frente a los lavaderos. Al fondo tiene
el marco de la cocina.
3ª. Arriba izquierda:
Casa de las muchachas Walter. Una cama ancha y un tocador y cosméticos; también
una mesa, una silla y una mecedora. Junto a la cabecera de la cama, un buró:
sobre el buró el pequeño aparato de radio. Esparcidos por cualquier parte
pedazos de periódico y trapos. En las paredes fotografías de artistas de cine y
sobre todas, las de María y Estela en marcos dorados. Junto a ellas está la de
su tía Rosa. Un foco apantallado con papel crepé cuelga del techo. El cuarto no
tiene cocina y recibe la luz por un ventanillo que mira al patio del
vecindario.
Disminuida la luz en la
sala irrumpe en el aire el tema musical del “El lavadero” cuyo cabal sentido se
verifica en la escena; de modo que al levantarse el telón aparece el patio de
“vecindad” con sus lavaderos empotrados en medio y donde las mujeres restriegan
la ropa, ríen y hablan, haciendo burbujear el agua.
Aparte del anterior
grupo central, el violinista Augusto Soberón, en pantalón y camiseta,, realiza
su propio aseo contra el bitoque grande. (Primer término derecha.) En segundo
término derecha, se rasura Rafael Popoca, obrero. Ha clavado un espejo contra el
muro y va y viene para humedece la brocha en el bitoque. El primer término
izquierda, sentados en un banco, Chayo y Juan, hijos de Justina Ledesma, de diez
y nueve años respectivamente. Están envueltos en sendos trapos y saborea el sol,
pues acaban de bañarlos. Por último, sentada bajo el árbol del patio y atareada
en memorizar sus lecciones, está Ofelia Lira, jovencita alumna del Instituto
Politécnico Nacional.
La casa entera vive sus
mejores horas de la mañana y esto se nota incluso en las tres viviendas del
primer plano que presentan al espectador sus interiores iluminados. En la
habitación de Ana Romana no hay personas alguna; sobre la mesa están dos
pequeños envoltorios de papel y una olla y dos jarros de barro usados reciente
en el desayuno. En el cuarto de las señoritas Walter reina el desorden. María y
estela se retocan ante el espejo antes de salir rumbo a la oficina. Rosa su tía
plancha un listón que debe llevar Estela. Lalo duerme todavía en el suelo
envuelto en su cobertor. Se levanta de pronto azorado y ocupa la cama. En casa
de Dolores Casarín se le ve a ella; tiene amarrado un trapo en la cabeza
abultada por los pasadores, y se dedica a sacudir y limpiar el polvo de sus
muebles. Sobre todo, del piano. Hace viajes a la cocina para vigilar la espuma
de la leche.
NOTA: Las acciones
incidentales y los ruidos y las frases de todos los personajes en las escenas de
conjunto deberán ser unísonas, creando la atmósfera propia del “lavadero
colectivo”; si bien en el texto y por obvia razón conservan los diálogos una
secuencia estática. Para visualizar con exactitud las líneas individuales véase
el orden de colocación de los personajes.
La acción ocurre durante
el mes de septiembre.
Al levantarse el telón,
ríen las mujeres del lavadero por una apreciación muy personal que Susana
Trujillo acaba de publicar sobre doña Francisca Betancourt, la dueña de la casa.
Mientras ríen y hablan, tiene lugar la siguiente escena en la casa de los
Walter.
MARÍA.-(Sin vestido
aún. A Estela.) Ay, espérate.
ESTELA.- Ocupas todo el
espejo, tú.
MARÍA.-¿Tienes un
alfiler, tía? Préndeme aquí.
ROSA.-Pero si estoy
ocupada.
ESTELA.-Prende el radio,
tía a ver qué hora es.
ROSA.-(A María.)
No te muevas. Ya.
ESTELA.-Vamos a llegar
tarde a la oficina.
LALO.-No dejan dormir.
(Se levanta del suelo y salta a la cama tapándose la cabeza.)
ROSA.-No son la seis de
la mañana, Lalo.
MARÍA.-Déjalo.
ESTELA.-Ahora no vengo a
comer, tía.
MARÍA.-¿Otra vez,
Estela? Ayer también comiste fuera.
ESTELA.-Vaya, a ti qué
te importa.
ROSA.-Mira, yo no sé en
cuál estación dan la hora. ¡No empiecen a pelear! María, vístete, es
tarde.
ESTELA.-¿Y el
listón.?
Rosa.-Aquí
está.
MARÍA.-¿Dónde
está?
LALO.-(Sacando la
cabeza.) Y no te pongas mi corbata. Me la dejan como tripa.
MARÍA.-Ay, tú, tan
chocante.
(Al finalizar esta
escena deberá cesar la luz en todos los interiores.)
(En el
patio.)
ELOÍNA.-¡Oh, vaya!
(Consta.) Amar, no te puedo amar...
POPOCA.-Yo me voy. Luego
me dará la navaja. (La entrega a Augusto Soberón.) Si no va a ese
concierto, lo invito al juego de beisbol. Hasta luego. (Sale.)
ANA.-Es un
caballero.
SUSANA.-Es un obrero.
GUDELIA.-Es lo mismo,
oigan. Es muy decente, eso sí. (A Eloína.) ¿Te quieres callar, muchacha?
Para fonógrafo ya tenemos el de allá. (Se refiere a Lola Casarín apuntando a
su casa.)
JUSTINA.-(A
Eloína.) Cállate. Déjame sitio para lavar.
MÁRGARA.-(A Gudelia,
señalando a Augusto.) La va a oír su señor.
ELOÍNA.-¡Chihuahua!
Pelada esta...
MÁRGARA.-Aunque
volviendo a lo otro, doña Paquita tiene sus razones.
GUDELIA.-¿Quién?
MÁRGARA.-Doña
Paquita.
SUSANA.-Ya le salió
abogado.
Gudelia.-Ahora la
defiende usted, Razones... ¡Como si le regalaras la renta! ¿O sí?
MÁRGARA.-No,
pero...
GUDELIA.-Ahí tiene,
hasta Ana lo dice, que es la portera.
ANA.-Vieja
infeliz.
MÁRGARA.-¿Portera? De
nombre.
(Ana se cree insultada y
pega con fuerza un manazo sobre la ropa y queda mirando a Margarita, Hay un
instante de silencio.)
POLITA.-...Dos, punto
ocho por diez, elevado a la quinta potencia. Centímetros por segundo. Recordemos
ahora que según el experimento de Perrín... página cuarenta y cuatro.
(Lee.)
MÁRGARA.-Siempre se
manchó mi blusa con la sangre.
AUGUSTO.-(Acercándose
a Susana.) ¿Me presta un poco de jabón, señora?
SUSANA.-¡Cómo no,
Augusto!
AUGUSTO.-Gracias,
señora.
GUDELIA.-Doña Paquita es
mala. Eso sí que sí. Porque es mala. ¿eh?
JUSTINA.-Y
tacaña.
SUSANA.-Paquita--- doña
Paquita... ¡La Paca! Eso.
JUSTINA.-Yo le tengo
miedo.
GUDELIA.-Es que usted le
debe rentas.
JUSTINA.-Este...
SUSANA.-Aunque no se las
debiera. Ya ve a mí. No le debo nada y de todos modos me pasó a un lado echando
puyazos.
MÁRARA.-Sí, yo la
oí.
SUSANA.-Les digo que
venía hecha una furia con las boletas de sus contribuciones en la mano y echando
rayos, que esto, que lo otro y lo de más allá. Dijo que todas éramos unas
infelices y que pagábamos rentas de hambre y que nos va a echar como perros a la
vil calle.
GUDELIA.-Maldita
vieja.
MÁRGARA.-Ay,
Dios.
JUSTINA.-¿Sí?
SUSANA.-(A
Justina.) A usted la quiere lanzar primero.
JUSTINA.-¡Dios
mío!
GUDELIA.-(A
Justina.) No se asuste. No puede lanzar a nadie, me lo ha dicho Pedro Rojo y
él sabe más que nosotras.
ANA.-¡El comunista
ese!
GUDELIA.-Él me lo dijo,
y él sabe.
SUSANA.-Claro que no
puede. Si yo nomás la estuve oyendo, oyendo... Entonces me agaché debajo de la
cama y saqué la bacinica y pasé junto a ella muy oronda, así...
(Risas.)
GUDELIA.-¡Eso!
ELOÍNA.-¡Ya!
MÁRGARA.-¡Virgen
pura!
JUSTINA.-Claro.
SUSANA.-Hizo una cara de
asco y como que se la tragó la tierra de tan aprisa que se fue. Pas,
pas.
GUDELIA.-Si yo hubiera
sido, no sólo paso sino que e la echo en la cabeza.
(Al unísono.)
SUSANA.-Ganas no me
faltaron.
MÁRGARA.-Ya lo
creo.
ELOÍNA.-¡Qué
bárbara!
MÁRGARA.-¡Que habrá
pensado!
GUDELIA.-Vaya, ¿usted
cree que doña Paca come puras rosas?
MÁRGARA.-Ay,
Gudelia.
ELOÍNA.-Pues yo creo
que...
JUSTINA.-Tú cállate.
Apúrate.
SUSANA.-Déjala hablar;
tiene voz.
JUSTINA.- ¡Voz! Van a
ser la diez y se acaba el agua.
MÁRGARA.-¡Jesús!
SUSANA.-¡Apúrense!
GUDELIA.-¡Apúrense!
GUDELIA.-Ni me lo
diga.
(Todas se
afanan.)
JUSTINA.- ¿Apartaste
agua, Eloína?
ELOÍNA.- La tina grande
y las dos cubetas, mamá.
GUDELIA.- Ha de vivir
una como puerco. Después de las diez, ¡zas! Ni gota de agua.
SUSANA.-Ayer se acabó a
las nueve y media.
JUSTINA.-De
veras.
SUSANA.-No es justo.
¡Tanto que lavar!
GUDELIA Puro milagro,
vivimos de puro milagro. No hay carbón, no hay leche, no hay pan. Ni siquiera
agua.
MÁRGARA.-Esta
guerra...
GUDELIA.-No es la
guerra, no es la guerra, el capitán me lo dijo, ¿usted cree que aquí no ha agua
porque perdieron los alemanes? No, ésas son babosadas. Miren los excusados,
miren ese patio de muladar.
MÁRGARA.-Ay, Jesús, es
cierto. Y este chorrito de agua no alcanza ni para un jarro. Apúrese, señor
Soberón o se queda enjabonado.
AUGUSTO.-Ya,
gracias.
SUSANA.-Esa vieja de
doña Paca ha de tener su combinación para cortarnos el agua.
GUDELIA.-Tacaña y
agarrada.
SUSANA.-Todo en esta
casa es mugre.
ANA.-Claro.
(Las otras la
miran.)
SUSANA.-Oiga, Ana, yo no
lo estoy diciendo por usted... Usted no tiene la culpa.
(Ana, que es una mujer
flaca y sombría, la mira a su vez como si despertara, y ese instante de silencio
lo llena la voz de la Polita.)
POLITA:-“Ésta es la hora
amante y amarguísima, en que mi vida se alza entre la noche y vaga en una torre
imaginaria.” (Polita sacude la cabeza y vuelve a coger su libro de
texto.) ... Los átomos de cloro de masa treinta y cinco, relativa a la del
hidrógeno...
ANA.-¡Ah, claro! ¿Y qué
horas dice que son? Entonces... ¿Las nueve y media? (Empieza a recoger su
ropa y se yergue.) Señora Trujillo, ¿cuánto dijo usted que costaba aquella
tela?
SUSANA.-¿La azul?
Cuatro... sí, cuatro cincuenta. ¿Va a hacerse un vestido?
ANA.-No crea que es para
mí, señora Trujillo. (A Justina.) ¿Las nueve y media dijo?
JUSTINA.-Más o
menos.
ANA.-Entonces tengo que
entregar las bastas planchadas en la botica.
GUDELIA.- Se va a acabar
el agua. Las batas entréguelas después.
ANA.-(Súbitamente
preocupada.) No. Tengo que ir. Son dos pesos. .. Es raro, ¿verdad?
Cualquiera cree que se pueden ganar dinero lavando ropa. Cuatro cincuenta...
(Mira a Susana.) Sí, claro, cuatro cincuenta.
SUSANA.-Oiga, Ana: está
usted pálida. Está usted enferma.
ANA.-Mentiras. (Se
palpa la frente.) Será este día... tanto trabajo. Bueno... (Toma su ropa
y se dirige a su casa.)
JUSTINA.-¿No quiere que
le aparte agua?
ANA.-(Se vuelve a
medias.) No. Sepa usted que e lo agradezco, señora Ledesma, pero no. Las
nueve y media... (Se va hacia la izquierda y abre la puerta.)
JUSTINA.- Esta
Ana.
SUSANA.-Pobre
mujer.
MÁRGARA.-Es tremenda.
Tiene un genio muy vivo...
GUDELIA.-Cómo no lo va a
tener, criatura. La quisiera ver usted con la mitad de las cosas que Ana Romana
pasa.
JUSTINA.-Bueno, no son
tantas.
SUSANA.-Eso depende. Yo
era de las que parían agarrada de un árbol sin partera ni nadie. Pero otras
pobres no aguantan. Cuando se rajan, se rajan.
MÁRGARA.-Es que no tiene
fe en Dios.
SUSANA.-A veces Dios no
ayuda, ¿viera? No sé por qué; pero no ayuda.
JUSTINA.-No diga esas
cosas, Susana..
SUSANA.-No, si yo sí
creo en Él, Dios me libre, claro que una cree en Dios. Sólo sigo que a veces no
ayuda.
(Sale Romana de su casa
con unos paquetes y, sin más, se dirige a la calle.)
MÁRGARA.-Ustedes la
defienden, pero como portera Ana Romana no sirve. Mentira que falta el agua,
siempre tiene el patio, mugroso y cochino.
SUSANA.-Puede ser, puede
ser. De todos modos, pobre. Trabaja y trabaja, plancha y plancha.
MÁRGARA.-¿Y lo de su
hijo Andrés?
GUDELIA.-Pues su hijo
Andrés es el único útil. Antes vendía figuras de yeso en la calle, ¿se acuerdan?
Ahora, este Popoca, que Dios premie, lo metió a trabajar en la fábrica de
cerillos. Gana poco, pero le van aumentando. Es un empleo seguro.
MÁRGARA.-¿Y será cierto
que Andrés es así... un... volteado?
GUDELIA.-Joto, querrá
decir.
JUSTINA.-Ay,
Gudelia.
GUDELIA.-Las cosas
tienen su nombre, señora Ledesma. Si Andrés es eso, son cosa de Dios. Yo digo
que el muchacho es bueno, muy vivo, quiere a su madre y la ayuda.
MÁRGARA.-¿Y lo de
Sofía?
SUSANA.-Misterios,
misterios.
MÁRGARA.-Ni tanto. Es
hija de Ana, pero no de Daniel.
SUSANA.-Eso nadie lo
sabe.
ELOÍNA.-¿Nadie? Ana
misma lo anda diciendo a todos. El único que no lo sabe, o si lo sabe se hace
tonto, es Daniel.
JUSTINA.-(A
Eloína.) Tú cállate, irrespetuosa.
GUDELIA.-Bueno, si Ana
tuvo allá en su juventud sus cosas, no es para juzgarla nosotras. Cualquiera,
quien más quien menos, ha hecho güaje a su marido.
MÁRGARA.-Óigame...
GUDELIA.-Usted no hable.
Nunca se ha casado. ¿No dice usted que es señorita?
MÁRGARA.-Aunque se rían,
tuve oportunidades, pero...
GUDELIA.-Mire, Margarita
Montiel, usted no se habrá casado, pero eso de señorita...
MÁRGARA.-¡Se lo juro a
usted!
GUDELIA.-Sobre todo, a
su edad eso ya no importa. Antes es una vergüenza, tan grandota.
SUSANA.-Ay, no vaya
usted a llorar, ya conoce a Gudelia.
MÁRGARA.-Pero ¿no oyó lo
que me dijo?
GUDELIA.-Ana Romana es
buena y yo la quiero. Y la admiro porque, sea Sofía su hija legítima o no lo
sea, la tiene fuera de aquí con las monjitas salesianas.
ELOÍNA.-¿Qué edad
tiene?
GUDELIA.-¿Sofía? Tiene
diez y siete años. Es más chica que Andrés.
ELOÍNA.-Luego... ya se
había casado Ana cuando...
SUSANA.-¿Otra vez?
Caray, cómo les gusta refregar la ropa.
GUDELIA.-Es muy bonita.
Yo la conozco. Ya quisieran las Walter. Es rubia, figúrense, con una mata de
pelo de oro hasta acá. ¡Qué linda muchacha.!
SUSANA.-Y qué bueno que
no la trae aquí. Tanta cosa mala como hay.
GUDELIA.-Está en el
Colegio Salesiano desde chiquita, y Ana me ha jurado no sacarla si no es para
darle la vida que se merece. Ésa sí es una señorita.
JUSTINA.-(Acariciando
la cabeza de su hija Eloína, niña de 12 años.) Debe ser cierto.
ELOÍNA.-¿Qué traes,
mamá? (Todos miran a Justina.)
JUSTINA.-(Les
devuelve la mirada con un poco de vergüenza, Separa las mano de la cabeza de su
hija.) ¿Ya?... ¿ya acabaste, hijita?
ELOÍNA.-
(Indignada.) ¡Ay, no me dígas hijita, qué dirán!
JUSTINA.-(Transición
definida.) ¡No, tú princesa de Chinastocov! Muchacha esta,
grosera.
SUSANA.- No la regañe,
es chica. No saben lo que vale una madre.
(El tema musical de las
muchachas Walter se mece en el aire y las mujeres, interrumpiendo toda plática,
fijan sus ojos en la escalera por donde vienen bajando María y Estela Walter.
María no pasará de los veintidós años y lleva un vestido sencillo. De buen
gusto. Estela es más baja de estatura. Es vulgar y aparece sobrecargada de
listones y adornos; muy pintada y con ademanes extravagantes. La sigue, en
chanclos y despeinada, su tía Rosa. Las mujeres cuchichean.)
GUDELIA.-Ahí vienen la
dos esas.
SUSANA.-Dizque a
trabajar.
MÁRGARA.-Todas
pintarrajeadas.
JUSTINA.-¿Miren qué
tacones!
(Silencio.)
MARÍA.-Buenos
días.
ESTELA.-(Molesta a
media voz.) ¡María!
SUSANA.-Buenos días,
María.
GUDELIA.-Adiós.
MÁRGARA.-¿Adiós,
Estelita!
JUSTINA.-¿Al
trabajo?
ROSA.-Buenos días, doña
Gudelia. Buenos, Susana. ¿Qué tal sus niños, Justina? Buenos días.
MÁRGARA.-(A
Rosa.) ¿Va usted a dejarlas?
ROSA.-Nada más aquí al
zaguán.
(Vanse las Walter,
seguida de su tema musical y acompañadas de Rosa. Saludando de paso a
Polita.)
MARÍA.-Adiós,
Polita.
ESTELA.-Adios, no
estudies tanto.
POLITA.-Ya ven, adiós.
¿Ya son la diez?
MARÍA.- No
sé.
POLITA.-Bueno, nos
vemos
(Se enfrasca en la
lectura y desaparecen las Walter).
(Al
unísono.)
JUSTINA.-¿Se fijaron en
los tacones?
ELOÍNA.-Ese vestido de
María ya es viejo.
GUDELIA.-Rotas de quinto
patio.
Márgara.-“Adiós,
adiós”...
SUSANA.-¡Cuzcas, eso es,
cuzcas! (Augusto ríe y mueve la cabeza. En realidad, hace rato que sólo está
ahí viendo y oyendo las cosas del lavadero.) Porque son unas cuzcas, eso sí
que sí, a mí no me lo quita nadie de la cabeza.
GUDELIA.-Y tan
emperifolladas que bajan, quién las viera.
MÁRGARA.-¿Y de dónde
sacarán dinero para vestirse?
ELOÍNA.-¿De dóde?, pues
de los hombres.
JUSTINA.-¡Eloína! Mira
qué boca tienes, vete para allá adentro.
ELOÍNA.-Yo no me
voy.
SUSANA.-¿Ustedes creen
que éstas son horas de irse a trabajar en una oficina?
GUDELIA.-A trabajar...
Van a sentarse en las piernas del jefe.
SUSANA.-Claro, y la
alcahueta de la tía atrás de ellas.
GUDELIA.-¡Tía... miren
qué tía! Ayudándolas para que consigan dinero, por enseñar las piernas. ¡Vivir
para creer!
MÁRGARA.-¿Y qué le harán
al dinero?... deben las rentas.
SUSANA.-Se lo echan todo
encima, en trapos, en perfumes, en medias y paseos. Tienen novios de mucho
automóvil.
EOLÍNA.-(Con
envidia.) Sí, tienen muchos novios.
JUSTINA.-Y tú quieres
ser igual, ¿verdad? ¡Si ya te conozco!
ELOÍNA.-Claro, porque
ellas tienen vestidos y zapatos.
SUSANA.-Y Lalo, su
hermano, pobre muchacho. Es muy inteligente y muy simpático. Lástima de esas
hermanas.
GUDELIA.- De veras. Ya
ven, enseñándolo a golfo. Y luego viviendo ahí todos juntos como sólo Dios sabe,
Lalo ya pasa de los diez y siete años.
MÁRGARA.-¡Imagínese! Lo
peor que al pobre muchacho lo anda pervirtiendo el comunista ese, el famoso
Pedro Rojo. Salen muy del brazo y son muy amigos.
SUSANA.-Chist... Ahí
está Polita.
(Las mujeres la
miran.)
MÁRGARA.-¿Y
qué?
SUSANA.-Dicen que está
enamorada de él.
MÁRGARA.-¿Del
comunista?
SUSANA.-Sí.
MÁRGARA.-¡Válgame Dios,
pobre muchacha...! Ay, sí se ve muy buena...
GUDELIA.-Pues as mí,
Pedro Rojo me cae muy bien. Que esté loco no quiere decir nada.
MÁRGARA.-¡Qué loco! Es
comunista, le digo.
SUSANA.-¿Y usted cree
que los comunistas no se enamoran?
VOZ DE LOLA
CASARÍN.-¡Augusto!
(Entran vestidos Chayo y
Juan. De la calle, Asdrúbal.)
AUGUSTO.-(A la voz de
su mujer.) Ah, sí. Ahora voy, espera Señora Susana, aquí tiene su jabón,
muchas gracias.
VOZ DE
LOLA.-¡Augusto!
CHAYO.-Mamá, ven a ver a
Cuca.
JUSTINA.-No me molesten
ahorita.
SUSANA.-(Augusto.)
Para servirle, señor Soberón. ( Inclinándose a él.) No le haga mucho
caso. (Se refiere a Lola Casarín. Odas ríen.)
AUGUSTO.-Gracias.
Este... Adiós... (Ruborizado.)
GUDELIA.-Ándele, hombre,
ándele, no le haga esperar.
AUGUSTO.-Sí, con
permiso. (Se dirige a su casa.)
ASDRÚBAL.-(A
Justina.) Ya viene, mamá.
SUSANA.-Tan joven y tan
bueno que es.
Al Unísono
CHAYO.-Cuca no se deja
de peinar...
GUDELIA.De que los
hay...
JUSTINA.-(A
Chayo.) ¡Cómo que no!
JUAN.-Es que no hay
peine, má.
JUSTINA.-Búsquenlo,
vaya. Todo lo quieren en la mano. ¿Dónde estuviste, Asdrúbal?
ASDRÚBAL.-En el
billar.
(Las mujeres se retiran
con la ropa en las manos. Transición luminosa; al entrar Augusto Soberón en su
casa, se ilumina el interior y disminuye la luz en el patio, mientras el tema
musical de Lola Casarín subraya la acción.)
(Lola, un poco gorda,
arruinada ya por los años –tiene 47 y su marido 25-, aparece por la puerta de la
cocina llevando en sus manos, con un trapo, la pequeña jarra de porcelana donde
humea la leche. Lola ha de avanzar después para depositar la jarra en la pequeña
mesa en la que hay dos tazas y un cestillo con pan.)
LOLA.-Por fin. Y ni
siquiera vienes a avisarme que no me haces caso. (Su Marido la mira con
azoro; no sabe colocar la toalla en su lugar.) No, sobre mi piano no. Hasta
descuidado te has vuelto. Tampoco, ahí, bambino, espera. (Toma la toalla y la
cuelga atrás de la puerta.) En cuestión de modales, eso es.
AUGUSTO.-(Abrazándola.)
No te enojes.
LOLA.-Anda, tonto. La
navaja en el cajón; ponla, Augusto, no quedes parado.
AUGSTO.-Ah, sí sí, Es de
Popoca. La mía se perdió, ¿verdad?
LOLA.-Ay, Augusto, no
quieras encontrarla aquí. La busqué; pero estoy segura de haber perdido el
tiempo. Si la dejaste afuera, cualquiera de esas mujeres la pudo
robar.
AUGUSTO.-¿Rosquitas?
Bueno.
LOLA.-A mí no me gustan.
A ti sí. Me las apartan, ¿sabes?
AUGUSTO.-Pero... todos
los días, Lola.
LOLA.-Ay, Augusto,
siempre me has dicho que te gustaban.
AUGUSTO.-(Se sienta a
la mesa.) Tienes razón, siéntate. (Lola se sienta y lo mira.) Mmm...
huele bien este café y... (Nota la tirantez de Lola) ¿Qué tienes Ah,
vaya, dispénsame. Anda. (La besa, Lola pierde su rigidez, sonríe.)
LOLA.-No es fácil
conseguirlo. Todo tan caro, escaso, malo. ¿Quieres algo? No, no hay mantequilla.
Azúcar ya sabes, poca.
AUGUSTO.-No no
cuesta.
LOLA.-Oh,
Augusto.
AUGUSTO.-¡Qué pasa!
Vamos, oye...
LOLA.-No
preguntes.
AUGUSTO.-¿Pero,
qué?
LOLA.-Tus palabras, esas
bromas tuyas. No es ninguna que te robes el azúcar de los cafés. No está
bien.
AUGUSTO.-Lindita, si
nadie lo sabe.
LOLA.-Pero yo sí. Robar
azúcar. Ayer la señorita puso sólo seis terrones y se rió.
AUGUSTO.-Linda
LOLA.-No, con eso no me
consuelas.
AUGUSTO.-(Sonriente.)
Señora Soberón.
LOLA.-Has cambiando;
antes no era así. Eras tímido, correcto. Alguien te está cambiando. Antes te
avergonzabas sólo de reír.
AUGUSTO.-Pero si soy el
mismo. Anda, quítate el mal humor, ¿ves? Te ves muy bien.
LOLA.-¿Qué va! Y luego
con esos jabones de sosa. Esto ya no es piel.
AUGUSTO.-¿Me puedo comer
la nata?
LOLA.-Y esas cremas
corriente. Augusto, ponte la servilleta. Oye, te has vuelto muy descuidado. ¿Así
de leche?
AUGUSTO.-Me divierte
oírlas.
LOLA.-¿A quién , a las
vecinas?
AUGUSTO.-Sí. Son como un
coro griego: a veces dan risa, pero otras, se vuelven majestuosas y
terribles.
LOLA.-Odiosas. Aparte,
tú no sabes nada de los griegos, si hubieras viajado. ¿Ya de café?
AUGUSTO.-Ya.
LOLA.-Yo me retraté en
la Acrópolis de la mano de mi madre.
AUGUSTO.-Sí, he visto
las fotografías. (Va a tomar un pan.)
LOLA.-Augusto. (Él se
sobresalta, la mira.) Esas uñas... ¿cómo es que nunca las tienes
limpias?
AUGUSTO.-Después, Lola;
tengo hambre.
LOLA.-Entonces no tocas
el pan. Yo te lo daré.
AUGUSTO.-Este... no me
lo partas.
LOLA.-¿Lo vas a comer
entero.
AUGUSTO.-No. Es que yo
lo puedo partir. Es decir... perdóname, no lo dije por contrariarte.
LOLA.-Todo lo que yo
hago te molesta.
AUGUSTO.-Lola...
LOLA.-No necesitas
decírmelo.
AUGUSTO.-¿En qué te
puedo ofender?
LOLA.-No sabes apreciar,
no sabes. Anda, pues, come, pártelo tú.
AUGUSTO.-Bueno.
LOLA.-Augusto...
AUGUSTO.-¿Sí?
(Interrumpiendo su primer bocado.)
LOLA.-No,
nada.
AUGUSTO.-Vamos, dímelo.
No hay por qué afligirse.
LOLA.-Es... mi pan
tostado.
AUGUSTO.-¡De verás!
¿Está en la cocina? ¡Te lo traigo?
LOLA.-No, mira, es que
se reventó el alambre de la parrilla. No puede arreglarlo. Yo no puedo comer
este pan así. ¿Quieres?
AUGUSTO.-¿Ahora?
LOLA.-No, claro,
después. Yo desayunaré después.
AUGUSTO.-No, no.
Perdóname. (Se quita la servilleta y se levanta.)
LOLA.-Chato, se te va a
enfriar el café.
AUGUSTO.-(Amable y
comprensivo.) Lo arreglo en un momento. Ya verás. (Desaparece por la
cocina.)
LOLA.-Las pinzas están
junto a la parrilla, ¿te las doy?
AUGUSTO.-Ya las vi.
(Dentro.)
LOLA.-(Sorbe su jugo
de naranja.) No la pude arreglar. Sólo me lastimé las manos. Ay, pobres
manos. Ay, pobres manos. Tanto como mi madre me las cuidó. Rajadas, estropeadas
con los jabones esos y la grasa de los trastes. Bueno, qué hacer.
AUGUSTO.-Ayer te compré
la glicerina.
LOLA.-Glicerina... Tú no
sabes, bambino; lo que yo necesito son cremas buenas, francesas desde luego. Mi
madre y yo las comprábamos en Le Petit Coin, en la Rue de la Paix. Arriba de la
perfumería... ¿estás oyendo?
AUGUSTO.-Sí, la
Duncan.
LOLA.-Arriba tenía su
academia particular Isadora Duncan. La conocí. Muy gentil, pero no era una dama.
Quería darme clases.
AUGUSTO.-(Con tono
sincero.) Hubieras sido una gran bailarina.
LOLA.-No te burles,
Augusto.
AUGUSTO.-No me burlo. De
veras
LOLA.-Bueno, pero tú
sabes que yo había nacido para la ópera. ¡Oh, la ópera! En Italia me conoció
Guido Monzoni. Ya estaba muy viejo. Me enseñó un retrato de la Patti. ¿Sabes
quién me daba lecciones de piano?
AUGUSTO.-Sí, el
Papa.
LOLA.-¿Augusto!
AUGUSTO.-Es una broma,
Lola, no te vas a enojar por ella.
LOLA.-Siempre me
molestan tus bromas. Además es una falta de respeto. Cómo se nota que has andado
con el comunista ese de arriba, el Pedro Rojo.
AUGUSTO.-Es un gran
muchacho.
LOLA.-Pedro Rojo. Vaya
nombre. ¿Estudia, no?
AUGUSTO.-En la
Universidad.
LOLA.-Pues es un enano,
nada tiene de grande. Por supuesto, de arte no sabrá nada, y menos de ópera.
¿Cómo puede ser tu amigo? Oh... (Se abate a punto de llorar.)
AUGUSTO.-Por favor,
Lola. (Se asoma con las pinzas en la mano.)
LOLA.-¿Te disgusta que
llore?
AUGUSTO.-No. Es que no
debes llorar.
LOLA.-¿Por qué no?
(Mira la cartelera.) Esta espera me angustia. Es que son cinco años.
Anda, acaba pronto y vente a desayunar. (Desaparece otra vez Augusto.)
Cierto, tú me conociste en el coro; pero no olvides que soy Lola Casarín. ¡La
Casarini! No puedes apreciarlo. Tú eres un violinista de orquesta y yo una
cantante. Si viviera Romero... (Va leyendo los rótulos de la cartelera.)
“Gran Temporada de Ópera. ¡Quetzalcóatl! Ópera Mexicana en tres actos...
original de Ignacio Romero. Libreto en francés... Fíjate, en francés –de
Francois Moret-. Soprano, Lola Casarini!. ¡La Casarini! No tienes idea cuántos
se gasto en la propaganda. Anuncios como éste, en todas las paredes, en los
diarios; mi fotografía, ésa, ocupaba un cuarto de plana. Interviús, recepciones,
telegramas, flores, hasta orquídeas... Lástima que no llegó a estrenarse nunca.
Romero lloró en mis brazos como un niño.
AUGUSTO.-La resistencia
es la que no sirve, el alambre es malo.
LOLA.-Conste que yo fui
la más fuerte. ¿Ah, si hubiera habido estreno! Si hubiera habido estreno, yo no
estaría aquí... ¿O no, Augusto?
AUGUSTO.-(Desentendido.)
Sí claro. ¡Sácatelas! Me pellizqué.
LOLA.-Tú supiste cómo
estuvo todo. Fue casi mi consagración. ¡Quetzalcóatl! (Cierra los ojos, unce
las manos y entona con los labios cerrados una melodía.) Mi aria. Tú no
sabes lo que era mi aria principal. Sola, en el templo, mientras Pedro de
Alvarado mataba a mis hijos.. El recitado es dramático, hondo, divino... Por
cierto que tú nunca me has podido acompañar bien en el piano, Augusto.
¿Augusto?
AUGUSTO.-Espera, ya
voy.
LOLA.-Te decía que tú
nunca has podido seguirme en la partitura de Quetzalcóatl.
AUGUSTO.-No,
nunca.
LOLA.-¡Si hubiera habido
estreno! Claro, después de eso, tú comprende que yo no podía volver al coro.
Lola Casarín en el coro... ¡Oh! Entonces nos casamos, ¿te acuerdas?
AUGUSTO.-(Entrando.)
Ya está. Tendrás que esperar a que se tueste el pan. (Va a
sentarse.)
LOLA.-¿Sin lavarte las
manos?
AUGUSTO.-(Sonriente.)
Es que tengo hambre, Lola.
LOLA.-Por favor,
Augusto. Hay agua en la cocina.
AUGUSTO.-Bueno, tú
mandas.
LOLA.-Y tráeme mi pan,
tú; anda.
AUGUSTO.- Está bien.
(Va de nuevo a la cocina.)
LOLA.-Me acuerdo y me
río. Tú llevabas un traje prestado. Te veías tan niño. Y yo, Lola Casarini...
Nadie lo hubeira creído. Pobre Augusto, tú no eras más que un violinista de la
orquesta.
AUGUSTO.-¿Lo quieres muy
dorado?
LOLA.-No, no
mucho.
AUGUSTO.-Entonces
ya.
LOLA.-Eras tímido como
una mujercita. Te pusiste rojo cuando te besé.
AUGUSTO.-(Entra con
los panes calientes en la mano.) ¿Uf, me quemo? (Casi los tira sobre la
mesa.)
LOLA.-Augusto. ¿No hay
platos, servilletas? ¡Cómo en las manos!
AUGUSTO.-(Inclinándose
a ella y abrazándolos.) No te enojes, no.
LOLA.-¿Qué tienes,
Augusto, por qué te ríes?
AUGUSTO.-Se me olvidaba
decirte una cosa. Dos. Mira: en primer lugar compré un billete...
LOLA.-No gastes en
billetes de lotería, nunca sacas nada.
AUGUSTO.-Espérate. En
segundo, he oído rumores de la temporada de Ópera. Es muy posible que haya un
contrato.
LOLA.-¿Para
ti?
AUGUSTO.-Cuestión de
suerte. Sería fantástico, ¿no crees?
LOLA.-¿Y yo?
AUGUSTO.-Pero...
LOLA.-Oh, Augusto, ya no
me digas nada. (Llora.)
AUGUSTO.-Pero
Lola...
LOLA.-Nuna te preocupas
de mí, nunca. No debí casarme contigo, eres un egoísta. No me toques. Un
contrato para ti, y para mí nada, nada.
AUGUSTO.-Después de todo
no es todavía seguro.
LOLA.-¿Me engañas
entonces? Te gusta hacerme sufrir. Te gusta verme pobre, sin vestidos que
ponerme. ¿Cómo voy a salir a la calle en estas condiciones? Tú no consigues nada
y los contratos deben pelearse un poco. Claro que mi solo nombre debería bastar;
pero.. . ¡Cómo voy a presentarme? Ando vestida de andrajos.
AUGUSTO.-No llores,
Lola.
LOLA.-Tú como no tienes
ambiciones... Aunque las tuvieras no podrías hacer nada. Tú estás liquidado
desde que te quebraste la mano.
AUGUSTO.-¡Lola!
LOLA.-Nuna podrás ya
aspirar el éxito. Seguirás siendo un violín entre los demás, un violín de
orquesta. ¡Pero yo! Yo tengo derecho. ¿Por qué quieres quitármelo? A veces me
arrepiento de haberte sacrificado mi juventud.
AUGUSTO.-(Complaciente.)
Linda...
LOLA.-Cállate. Sé que
vas a decirme que me das cuanto ganas y que hace cinco años, cuando nos casamos,
yo ya no era ninguna jovencita. Si tú no te hubieras quebrado la mano no me
hablarías así. Entenderías que una tiene su porvenir.
AUGUSTO.-(Abatido.)
No, Lola, no iba a decirte nada de eso, de veras.
Lola- Ya pasó, anda,
toma tu desayuno. Ha de estar helado.
AUGUSTO.- No importa.
(Lo dice con tristeza y se sienta.)
LOLA.-¿Te molesté en
algo? Ah, bambino, anda, come.
AUGUSTO.-No sé si me
molestaste.
LOLA.-Sí, yo sé que te
molesté, Augusto, porque te dije que con esa muñeca rota ya no podrías hacer
nada. Pero es la verdad. Tu camino está cerrado para siempre y es mejor
aceptarlo así. No hay por qué forjarse ilusiones tontas.
AUGUSTO.-¡Lola!
LOLA.-Si a mí se me
hubiera roto algo en la garganta, estaría como tú, desinflada, fabricándome
esperanzas. ¿No comes? Yo tampoco tengo hambre. Bueno. (Se levanta contempla
un momento la actitud abatida de Augusto. Lo besa, y él permanece triste.)
Pobre bambino, tienes una carita de niño lindo. (Va la cocina. Se asoma.)
¿Quieres ir a la tienda a comprar los botones de la camisa? Los otros los perdí.
(Augusto se levanta.) Y cuando regreses, vas al cuarto de la portera y le
pides tus camisas. (Augusto sale.)
(Transición luminosa al
patio, adonde irrumpen unos maromeros. Los sigue un payaso y un gracioso de
plazuela que tocan –tambora y cornetín- una vieja canción
popular.)
SABINO.-(Vestido de
gracioso.) ¡Abran paso, abran paso al gran Chicharrín! (Toque de
trompeta. Todos se alistan a gozar del espectáculo. Rosa se asoma a la azotea,
también Lalo en calzoncillos y sin camisa. Otros vecinos. Abajo, el gracioso se
adelanta, y mientras anuncia las virtudes de la “troupe”, el vecindario se
deshace en rumores y frases alusivas, dichas todas al mismo tiempo, ad
libitum.) ¡Atención, señores y señoras. Atención. Silencio! (Toque de
trompetas.) ¡Silencio!
Bajo el cielo de mi
tierra
A los de arriba y a los
de abajo,
Estos grandes
artistas
Van a ofrecer su
trabajo.
¡A ver, Chicharrín
magnífico!
¡A ver, maromeros
grandes!
¡A ver, el tambor
polífico!
¡A ver. . .!
PAYASOS.-(Interrumpe.
¡Oiga, don Chicharrín!
SUSANA.-(Tan pronto
escucha la voz del payaso.) ¡Es Andrés!
GUDELIA.-¡Es Andrés!
¡Muchacho! Aplaudan, aplaudan.
MÁRGARA.-Sí, es Andrés.
Que lo mire. Ana.
(Trompetazos y dianas,
Andrés, vestido de payado, agradece los aplausos.)
(De la calle entra Ana
Romana y queda inmóvil al reconocer a su hijo Andrés.)
ANDRÉS.-¡Oiga, don
Chicharrín!
SABINO.-Cómo se atreve
usted a interrumpirme, ¡no ve que me estoy dirigiendo a las señoras, a las
señoritas, a todo este selecto público que me escucha?
ANDRÉS.-¿Selecto? Son
puros gorrones. ¿A poco cree que han pagado la entrada?
SABINO.-Tenga más
respecto, don Procopio.
ANADRÉS.-¿Respeto!
¿Usted cree que le van a pagar nada? Si estas pobres no tienen más que agujeros
en los calzones.
(Risas.)
SABINO.-El que sean
personas modestas no quiere decir que no tengan derecho a una sana
diversión.
ANDRÉS.-Tiene usted
razón, don Chicharrín. Señoras y altas damas: no se preocupen de pagar la
entrada, que nosotros recibiremos lo que no sea su voluntad aventarnos, menos
piedras. Porque vivimos en una tierra bendita llena de felicidad y libertad.
¡Viva Colón; yo Colón...!
(Aplausos y
risas.)
SABINO.-Ahora, para que
juzguen ustedes nuestro trabajo, el señor Procopio pocas pulgas va a bailar para
ustedes acompañándose debidamente con sus castañuelas que trajo de
España.
(Los músicos atacan un
aire híbrido y Andrés agita sus castañuelas, se ha puesto un mantón y va a
bailar cuando Ana Romana rompe el círculo y avanza contra él.)
ANDRÉS.-(Se
interrumpe. La música cesa.) ¡Mamá!
(Ana mira hostilmente al
hijo y le arranca el mantón. Se oyen las voces y taconazos de Pedro Rojo. Agita
un periódico en sus manos al poyo del árbol para dominar.)
PEDRO.-¡Ganaron,
ganaron! ¡Atención, oigan, miren, ganaron! (Muestra el título del
diario.) ¡Los nazis huyen de Finlandia! ¡Se acaba la guerra, se acaba!...
¿Qué pasa, qué tienen...? ¿No les da gusto que se acabe la guerra? Si les digo
que...
(Alguien ha tocado al
azar la cuerda de un instrumento. Los vecinos empiezan a retirarse. La voz de
las mujeres es triste.)
SUSANA.-Ya no hay
agua.
GUDELIA.-Sí, vámonos,
vámonos.
JUSTINA.-(A sus
hijos, que miran a la Romana.) Métanse.
PEDRO.-(Abatido, sin
comprender, sube a su cuarto.) Está bien, está bien. En la Universidad será
otra cosa...
(Andrés detiene en el
patio por el brazo al gracioso que intenta irse. Quedan solos en el patio: Ana,
Andrés y Sabino.)
ANDRÉS.-(Acercándose
a su madre.) Mamá, este...
(Ana lo rechaza
vivamente y huye hacia su cuarto. Ellos la siguen.)
SABINO.-(Dudando ante
la puerta.) Andrés...
ANDRÉS.-Anda, anda.
(Entran.)
(Transición luminosa a
casa de Ana. En la habitación no se ve a nadie. Ana debe de estar en la cocina,
pues viene de ahí un ruido de botellas.)
ANDRÉS.-(Al
gracioso.) Siéntate.
SABINO.-Mejor me
voy.
ANDRÉS.-Espérate. Nos
iremos luego. Ya ves, aquí no se puede ensayar. ¿Qué tal nos salió? Yo creo que
muy bien. Con otro ensayo... ¿No crees?
SABINO.-Oye, mejor me
voy.
ANDRÉS.-Espérate.
ANA.-¿Quién es...
quién...? (Entrando.)
ANDRÉS.-Soy yo, mamá. Es
mi madre.
ANA.-(Fijando sus
ojos sombríos en el vestido del hijo.) Tenía que suceder... sí
claro...
ANDRÉS.-Éste es Sabino
Vázquez, mamá.
ANA.-Mucho gusto...
mucho gusto... (Rudamente.) ¡Y el trabajo de la fábrica vas a dejarlo!
(Al vacío.) No, no es posible. (A Sabino.) Mucho gusto... Siéntese
usted. (Toma un banquillo y lo limpia con un trapo.) Todo esto... la casa
está desarreglada... (Su voz se hace enérgica.) No esperaba visitas. Hoy
es martes, ¿no? ¡Siéntese usted, le digo!
ANDRÉS.-¿Qué le pasa,
mamá?
ANA.-¡Cállate el hocico!
Ahora que pensaba comprar tela para el vestido de Sofía. No es justo, no es
justo. (A Sabino) ¿Usted cree que es justo? Y ahora si éste deja el
trabajo, no le pagarán horas extras. Y otra vez lo mismo, lo mismo. No oye, no.
Hoy mismo vas, tienes que regresar. (Humilde a Sabino.) ¿Verdad que tiene
que regresar? Usted para el vestido de Sofía. Un vestido tan bonito. ¿Conoce a
Sofía? No, claro, cómo va a conocerla. Soy una tonta, tonta... ay, Dios mío...
(Se aprieta las sienes.) Es la jaqueca.
ANADRÉS.-¿Quiere una
pastilla?
ANA.-No, hijo, gracias,
te lo agradezco mucho, pero no. (Muy dulcemente.) ¿Y qué haces parado
ahí? Por favor siéntate, platica con tu amigo. Conversar es un arte, ¿eh?
(Altiva.) Eso debieran saberlo Susana y Gudelia. ¿Conoce a Susana? Es
gorda, vulgarona. Cuando lava bufa como ballena. (Celebra su broma
ruidosamente.) Es usted muy serio, joven... ¿Cómo dijiste que se
llamaba?
SABINO.-Sabino.
ANA.-Bonito nombre,
bonito nombre, muy bonito nombre. Hasta se parece un poco al de...
(Negligentemente.) Bueno, no tiene importancia.... un pariente. Ya le
habrá platicado mi hijo Andrés. Nosotros, pues... (Con insólita altivez.)
¡El hecho de estar fungiendo en la portería de una vecindad no quieres decir que
desconozcamos las reglas elementales de la educación! Esto lo habrá notado usted
sin duda. Una vez... (Se toca las sienes.)
ANDRÉS.-¿Por qué no
quiere la pastilla, mamá?
ANA.-Se pasa, se pasa.
Padezco jaquecas, ¿sabe? Le advierto que no es nada, no vaya a creer. Se lo
advierto porque esas mujeres de la vecindad creen que es anemia, como soy
delgada... Tontas, ¡usted cree que una mujer como yo iba a dejarse engordar como
una puerca? Yo me callo, nunca les digo nada. (Muy enfática.) El hecho de
fungir como portera me obliga a usar el guante más blanco para las inquilinas,
usted sabe. Doña Francisca, la dueña, me estima sobremanera y con frecuencia me
hace objeto de atenciones que estrechan aún más nuestra vieja amistad. Andrés,
no me mires así, ¿qué tienes, hijo? Ven. (Le abraza la cabeza sonriendo.
Luego insinuante.) Anda, Anda. Tómense la mano, ¡no? ¿Por qué no?
ANDRÉS.-No
entiendo...
ANA.-¡Dásela, te digo, y
usted también, vamos! (Se retira un paso y los contempla.) Eso es...
magnífico... No hay nada más hermoso que la amistad.
SABINO.-Señora...
ANA.-¡Cómo! ¡Si tiene
usted los ojos claros! Eso cambia por completo la opinión que tenía de usted.
Con toda seguridad en su familia hay personas rubias, dígamelo.
SABINO.-No sé,
señora.
ANA.-Es natural que no
lo sepa, usted es muy joven, pero advierto enseguida su magnífica
educación.
ANDRÉS.-Mamá, Sabino es
el director de la compañía. Sólo ha venido a decirle a usted que nos dejara
ensayar en el patio.
ANA.-¿Ensayar...
ensayar, qué? (Mira a Andrés de pies a cabeza.) Sí, luego es cierto. El
hijo de la portera... (Su voz se ahoga.) Un payaso de plazuela. Un
payaso de plazuela... ¡No me toques, has perdido toda dignidad! Un payaso...
¿Sabes una cosa? Me da vergüenza ser tu madre.
ANDRÉS.-No lo hago daño
a nadie.
ANA.-A mí sí, a mí sí.
Es una crueldad monstruosa...
ANDRÉS.-Tiene que
oírme...
ANA.-Hijo, hijo, y el
trabajo de la fábrica ¿vas a dejarlo? Dígale usted que no. ¡Usted no conoce a
Sofía, mi hijita. (Dulcísima.) Es tan rubia... Oiga usted esto:
(enfática) Sofía es una joven perfectamente educada. Es la mejor del
Colegio Salesiano.
ANDRÉS.-No le hagas
caso.
ANA.-La adoran.
(Conmovida.) Las monjas italianas son muy delicadas, pulcras,
inteligentes, bondadosas. Cuando voy, les beso las mano y entonces permiten que
Sofía y yo demos un paseo. La llevo a Chapultepec, al lago. Es precioso. ¿Conoce
usted el lago?
SABINO.-Sí, lo
conozco.
ANA.-A la pobre le gusta
pescar. (Al vacío.) Es justo. Diez y siete años de encierro, metida ahí.
(Silbante.) ¿Con esas monjas idiotas, tacañas, estériles...! (Camina
por la habitación retorciéndose las manos.) Y ahora éste deja el trabajo, lo
deja... (Se vuelve contra el hijo.) ¿Cómo vamos a vivir? ¿Con
qué?
ANDRÉS.-No se apure. Yo
puedo ganar dinero en este oficio.
ANA.-¡Oficio, lo llama
oficio!
ANADRÉS.-Con la guerra
la gente está ganando dinero y no le pesa tirarlo al suelo. Este trabajo es tan
bueno como otro cualquiera. ¿No hay otro muchachos que se ganan la vida cantando
en los camiones?
ANA.-Pero tú no, tú no
debes, Aprende a trabajar como Popoca. Popoca es un obrero decente. Sabe gastar
y vestir.
ANDRÉS.-La fábrica no,
no. Los turnos largos, el olor a encierro. No, no me diga más de ir a la
fábrica.
ANA.-¿Y el vestido de
Sofía?
ANDRÉS,.No se ponga así.
Tendremos para comprarlo. Además, me duele que usted sólo vea el dinero y no le
importe si uno se muere en las cuchillas de una fábrica. Ayer uno de los
compañeros se quemó.
ANA.-¡Pues que se quemen
todos! Claro que veo el dinero. Con el dinero se compran todas las cosas. Si yo
tuviera dinero no estaría aquí. Me llevaría lejos a Sofía. (Con
obsesión.) Ella es una joven delicada, delicada, delicada... delicada... muy
delicada... eso es, mucho muy deli... (A Sabino.) ¿Usted supone que voy a
traerla aquí, a vivir con nosotros? ¿Para qué se dé cuenta de esta miseria?
¿Para que conociera a mi marido, un borracho, un vicioso lleno de mugre, sin
energías?
ANDRÉS.-No hable así de
mi padre...
ANA.-¡No lo
defiendas!
ANDRÉS.-No me
gusta.
ANA.-¿Qué te da él?,
¿ejemplos? Se robó mi polvera... (Con odio.) ¡Eso no se lo voy a perdonar
nunca! Una polvera preciosa que me había costado tres pesos y que guardaba para
Sofía. ¡Y todavía lo defiendes! Cuando llegue... ¿Sabía usted que hace tres días
que no viene?
ANDRÉS.-Yo se la
pagaré.
ANA.-¡No me pagues nada!
¿Con qué vas a pagármela, con eso?
ANDRÉS.-(Suplicante.)
Óigame, usted...
ANA.-¡No lo defiendas!
¡No lo defiendas!
ANDRÉS.-Óigame, ¿por qué
ha vuelto usted a tomar? Está usted borracha.
ANA.-¿Qué dijo?
¿Borracha, yo? (Se encara con Andrés.) ¿Borracha? Y te das el gusto de
decírmelo en mi cara tú, tú... ¿Crees que no sé por qué buscaste este trabajo?
¡Para poder vestirte con encajes y lentejuelas, como mujer! (A Sabino.)
¿No sabía usted que Andrés es un...?
ANDRÉS.-¡Mamá!
ANA.-¡Claro que sí, sí!
(Le pega en la cara. Sabino se levanta y se apoya en la
puerta.)
ANDRÉS.-(Cubriéndose
en el pecho con ferocidad.) No sé, no lo sé. ¿Cómo puede hacerlo?
(Ensimismada.) Pobre de mí, pobre de ti. (A Sabino.) Usted tiene
que dispensarme, tiene usted obligación de hacerlo. Usted... No lo puede evitar.
Es que. . .
(Por la puerta de la
calle se asoma Daniel.)
ANDRÉS.-Vete, Sabino,
mañana nos vemos, vente pronto.
ANA.-(Precipitándose
hacia Sabino que va a marcharse.)No, por Dios, no se vaya usted, quédese, es
que no sabría qué hacer después.
SABINO.-¡Lárguese
entonces de aquí! (Lo empuja.) (Lárguese, le digo que se largue! ¡Vamos,
fuera! (Lo ve partir. Se vuelve hacia su hijo. Solloza.) Perdón,
perdóname... perdóname... (Y se abrazan.)
ANDRÉS.-Sí mamá, sí. .
.
ANA.-Sufrir...
sufrir...
(La puerta se abre
violentamente y Saniel avanza con una sonrisa tonta, alcohólica. Su embriaguez
no es ridícula ni exagerada. Augusto Soberón cruz el patio.)
DANIEL.-¿Anita!
ANA.-(Con suma
aflicción.) Mira cómo vienes. Cierra la puerta, no quiero que nos vean de
afuera. (Andrés obedece. Ella grita a su marido.) ¿Y mi polvera, dónde
está mi polvera?
DANIEL.-¡No la vendí!
¡No la vendí! Suéltame, te digo que aquí la tengo...
(Tocan a la puerta.
Andrés, que acaba de cerrarla, vuelve a abrirla. Sin disminuir la luz en la casa
de Ana. El patio se ilumina; se ve a Augusto Soberón en la puerta de Ana y más
allá, en la suya, a Eloína, la niña de doce años que canta una canción a media
voz.)
ANDRÉS.-Buenos días,
señor Soberón.
AUGUSTO.-¿Qué hay,
Andrés? Venía por mis camisas.
ANA.-Sí, ahora mismo,
naturalmente. (Su actitud se torna solícita y sonriente. Daniel se ha sentado
y pone la polvera sobre la mesa. Ana saca de un canasto las camisas y las
entrega a Soberón.) La tela es magnífica, debe cuidarlas. Son unas camisas
preciosas. No deben costar menos de diez pesos cada una, ¿eh?
AUGUSTO.-Sí,
este...
ELOINA.-(Canta.)
Amar, no te
puedo...
... yo tengo un
pasado
que tú no has
logrado
hacerme
olvidar...
Amar,
¿para qué mi
bien?
Si es mayor
dulzura
Gozar la
aventura...
ANA.-No se preocupe. Con
ella me arreglaré. Yo sé que la señora Casarín le quita a usted todo cuanto
gana.
AUGUSTO.-Este... con su
permiso.
ANA.-Usted lo
tiene.
(Se apaga el cuarto de
Ana. La luz al patio.)
ELOÍNA.-...Sin decir te
quiero... (Interrumpe su canto para llamar al violinista.) ¡Pish,
pis!
AUGUSTO.-¿A
mí?
ELOÍNA.-(Avanza con
modales untuosos.) ¿Va a su casa? Yo me iba a lavar los pies, pero no hay
agua. Bonitas esas camisas. ¿Son suyas?
AUGUSTO.-Déjame, ya me
voy.
ELOÍNA.-Espérese, oiga,
¿por qué nunca me quiere saludar cuando pasa? Es que tiene usted miedo. Yo no
tengo. (Juntándosele.)
AUGUSTO.-(Rechazándola,
mirando con recelo la casa de Justina.) Eloína, óyeme...
ELOÍNA.-¿Por qué no
quiere? No se crea que yo no sé nada. Ya algunos me han dicho cosas. Son
hombres. Pero lo bueno es el dinero. Yo las haría si encontrara alguien con un
poco de dinero, aunque no muy poco. Yo haría todas esas cosas con veinte pesos.
Veinte pesos no son muchos. Mire, espéreme tantito. Voy nomás a la cubeta, ¿me
espera? No se vaya a ir, ¿eh? (Se dirige a su casa.)
(Aparece la Mecatona.
Viene con su vestido rojo brillante y sus medias en la mano.)
MECATONA.-¿Qué le estaba
proponiendo ésa?
AUGUSTO.-No,
nada.
MECATONA.-Yo la conozco.
Le he visto en la calle meneando el trasero. Y apenas cumplió doce años. Tiene
prisa; pero llegará.
AUGUSTO.-Es
raro.
MECATONA.-¿Eso?
AUGUSTO.-No. Que usted
esté levantada desde tan temprano.
MECATONA.-¡Ya se
acabaron el agua, qué desgraciadas! ¿Temprano? Ah, sí. Es que esta semana
trabajo de día. A veces conviene. En el día se pescan hombrecitos casados. Sus
mujeres, sabe, no les permiten andar de noche.
AUGUSTO.-Claro, claro...
(Le mira las piernas.)
MECATONA.-(Sonríe.)
Bueno, no lo digo por usted, conste. Después de todo el matrimonio, pues... Un
buen día, cuando me aburra, me iré a vivir con algún hombre y ya. Como si me
casara.
(Entra Eloína muy
pintada y observa a los dos.)
AUGUSTO.-¿Iba a lavar
sus medias?
MECATONA.-¿Con qué agua?
¡Esa maldita vieja...!
VOZ DE
LOLA.-¡Augusto!
MECATONA.Ándele. ¡Donde
sepa que está usted aquí con la Mecatona!
AUGUSTO.-No dice nada.
Con permiso.
(Se va levantando la
Mecatona. Se oyen risas arriba. Bajan del brazo Pedro Rojo y Lalo, éste viene a
lavar su camisa.)
PEDRO.-Pero yo tengo que
saber todo cuanto está pasando. Finlandia es un punto clave.
LALO.-Vente a mi casa.
Lo oiremos en el radio.
PEDRO.-Llega Estela y me
echa. No, me voy a la Universidad.
LALO.-Adiós, pues. Aquí
me quedo. Voy a lavar esto, y muchas gracias.
PEDRO.-De qué,
hombre.
LALO.-Por lo que haces
por mí, por lo de la beca.
PEDRO.-No seas
cristiano. Nos vemos. (De paso, mira a Eloína.) Adiós, tú (Silba de
asombro al verla arreglada.)
ELOÍNA.-Idiota este.
(Se acerca a Lalo contoneándose.) Ya no hay agua. Yo me iba a lavar los
pies. Si tú vas por agua a la calle, yo traigo el jabón y te lavo tu
camisa.
LALO.-Está
bien.
ELOINA.-Me esperas. Voy
por la cubeta. (Sale.)
(Lalo permanece
esperándola. Cruza el patio el vestido rojo de la Mecatona, quien hace un saludo
y se va a la calle, Casi al mismo tiempo, estrujando sus cuadernos, aparece
Ofelia Lira –Polita- que atisba con avidez el ventanillo de Pedro Rojo, Al ver a
Lalo se conturba. Un poco después vuelve Eloína y quedo
observándolos.)
LALO.-¿Qué traes tú? ¿A
quién buscas?
POLITA.-No, a nadie.
(Pausa.) Lalo...
LALO.-¿Sí? ¡Habla,
niña!
POLITA.-¿De qué te
ríes?
LALO.-No, de nada.
(Polita va a preguntarle algo. Él se adelanta.) Sí, Pedro Rojo ya salió.
No me eches esos ojos. Si corres, todavía lo alcanzas. Va a la Universidad.
Adiós.
POLITA.-Gracias, Lalo.
(Echa a correr rumbo a la calle.)
ELOÍNA.-Qué pasó,
Lalo.
LALO.-Pues te estoy
esperando. ¡Y la cubeta?
ELOÍNA.-La tienen
ocupada.
LALO.-Entonces ya me
voy.
Eloína.-Espérate
LALO.-¿Ya vas a
empezar?
ELOÍNA.-No, espérate.
(Se le acerca.) Oye, Lalo...
LALO.-¿Qué? Nos van a
ver, Eloína.
ELOÍNA.-Oye, ¿no me
regalas un tostón?
LALO.-¿Para qé lo
quieres?
ELOÍNA.-Nunca tengo
dinero. Nadie me lo da. Yo me iría con cualquiera que me diera siquiera veinte
pesos.
LALO.-Estás loquísima,
oye.
ELOINA.-Consíguelos tú,
y verás. La Mecatona cobra cualquier cosa. Pero yo estoy nueva. Puedo cobrar
veinte. (Lo dice juntándose al muchacho y acariciándolo.)
LALO.-No me hagas,
Eloína, no me hagas...
ELOÍNA.-Espérate,
mira... (Lo atrae hacia ella.)
(De pronto se oye un
grito atrás de ellos.)
JUSTINA.- ¡Eloína!
(Justina corre hacia la pareja y empuja con ira a su hija para su casa.)
¡Tú, tú, otra vez, maldita!
ELOÍNA.-¡No estaba yo
haciendo nada!
JUSTINA.-Y usted, joven,
¡cómo no le da vergüenza! ¿No ve usted que apenas es una niña? (A sus gritos
todos los vecinos empiezan a asomarse.) ¡Desgraciado, mal hombre,
salvaje!
ROSA.-(Desde
arriba.) Él no tiene la culpa, Justina. Es la hija de usted la que anda
siempre provocado a los hombres.
JUSTINA.-¡Mentiras,
mentiras! El abusivo es éste. Mi hija es apenas una niña.
ROSA.-¡Que se lo
pregunten a Soberón y a Pedro Rojo y a todos los de la calle dónde anda su
niña!
JUSTINA.-¿Pero qué clase
de moral tiene usted? No se ponga a defender a su sobrino, porque el ejemplo que
sus hermanas le da...
ROSA.-¡No tiene usted
por qué sacar aquí a las muchachas! Cuide su casa y a su hija. ¡Todos sabemos
adónde va a llegar!
JUSTINA.-¡Mentiras,
mentiras! Diles que no es cierto, Eloína, ¡Díselos!
(Entra furibunda doña
Francisca Betancourt, la dueña de la casa.)
FRANCISCA.-¡Basta! ¡Pero
basta! Estoy hasta de tantos escándalos a toda hora del día, de la noche. No se
puede dormir, no se puede vivir, no, no. Ustedes se han creído que porque pagan
sus rentas de hambre, yo estoy obligada a soportar escándalos constantes.
¡Lárguense de mi casa, lárguense de esta casa! Y usted... (Se dirige a
Justina.) ¿Sabe lo que acaban de hacer sus dos hijos?... Acaban de ir a
romper los cristales de mi balcón. Y usted los va a pagar. ¡Ah, cómo no! A mí no
me importa que su marido se haya ido de bracero y que no le mande a usted un
centavo. Me debe la renta de un mes y mañana se cumple otro. ¡No se me acerque!
¡No quiero oírla hablar! ¡No quiero oír nada ni de sus hambres ni de sus hijos!
No tienen qué comer y se cargan de hijos como conejas. ¿Qué me miran? Lo que yo
digo es verdad. Los pobres como ustedes no deben tener hijos. Hay que trabajar,
pagar la casa, ¡mi casa! Y si no... ¡fuera! Me pagan unas rentas miserables y
todavía quieren plazos. ¿Creen que no puedo echarlas? Pues las echaré y
precisamente allá, a la calle.
(En medio de un ominoso
silencio, todos, como obedeciendo el ademán de doña Francisca, quedan mirando en
dirección de la entrada, donde acaba de aparecer la Mecatona. Trae de la mano a
una joven, vestida con el uniforme del Colegio Salesiano.)
GUDELIA.-(Tocando en
la puerta de Ana.) ¡Es Sofía, Ana!
ANA.-(Saliendo.)
No... no es cierto.
SOFÍA.-(A lo
Mecatona.) Muchas gracias, señora. (Mira adelante con asombro.) Me
escapé, mamá.
T E L Ó N
SEGUNDO ACTO
Día dos de noviembre. A
la hora de la noche. Tema musical doloroso: “Miserere”.
Al levantarse el telón
aparece el patio quieto y abandonado. Bajo el árbol esta Sofía. Su figura se
distingue cada vez menos porque el límite exacto del crepúsculo se advierte en
el cielo. Más allá del muro posterior una estrella revienta en el espacio. La
generosidad del árbol es perenne pero también lo es el tiempo, que ha marcado el
follaje con muchas amarillas. Sus hojas caen y la noche envuelve la casa donde
la gente ora. En su habitación está Ana Romana, de hinojos junto a dos velas que
ha pegado sobre el madero de la mesa en cuyo extremo opuesto, doblado, por el
alcohol, está su marido. Un instante después y lentamente, la luz ilumina el
interior del cuarto de arriba. Los Walter rezan. Lalo no está presente; Estela
se acicala frente al espejo; pero María y Rosa, vestidas de negro, dicen sus
plegarias ante un cirio. En su cuarto, la Casarini desgrana su rosario,
arrodillado junto a su mesita y ataviada con crespones de luto. La música va
apagándose y la casa se llena con el murmullo de los rezos. Por un momento la
voz de Ana Romana parece invitar al lejano coro de las otras: “... Bendita tú
eres entre todas las mujeres y bendito sea el fruto de tu vientre...” El coro de
las demás responde: “... Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros los
pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte...” Las mujeres se persignan
Estela abre el ventanillo del cuarto, y la tía Rosa apaga su cirio. La
habitación se oscurece. Lola Casarín se humedece la yema de los dedos índice y
pulgar, y oprime el pabilo cuyo fulgor se hace humo. La última en soplar sobre
sus velas es Ana Romana. Entran por el zaguán Gudelia y Susana. Vestidas de
negro y sofocadas bajo el peso de sendos ramos de flores
amarillas
.
SUSANA.-Oscuro, oscuro
como el limbo. ¡Y no me jale!
GUDELIA.-Yo no la estoy
jalando, oiga.
SUSANA.-Hágase,
hágase... Tan oscuro que está y... (Baja la voz.) Gudelia...
GUDELIA.-(En igual
tono.) ¿Qué cosa?
SUSANA.-Sentí un soplo
frío... aquí, en el cachete.
GUDELIA.-Ave María
Purísima... Ahora verá usted. (Y voz alta.) ¡Quién vive!
PEDRO.-El diablo
señoras.
(Ellas da un leve grito
y se abrazan... Los focos del patio y del cubo del zaguán se encienden y Pedro
Rojo sonríe un poco al ver a las mujeres estrechamente abrazadas. Ambas,
avergonzadas, se separa.)
PEDRO.-¡Buuu!
SUSANA.-Muy chistoso,
¿no? Se lo voy a decir al capitán, verás.
GUDELIA.-Semejante
grandulón y todavía jugando. Vámonos, Susana.
PEDRO.-¿Eso gano por
encenderles la luz?
SUSANA.-Ateo.
GUDELIA.-Comunista.
(Se detiene junto al árbol.)
SUSANA.-(Al ver a
Sofía.) Buenas noches, Sofía.
GUDELIA.-Tan solita,
¿Qué haces?
SOFÍA.-Estoy espeando a
Polita. Vamos a ir por el pan.
GUDELIA Y SUSANA.-(Al
mismo tiempo.) ¿Ya fueron al panteón?
PEDRO.-No se les ha
muerto nadie.
SUSANA.-No hablamos
contigo, vaya.
POLITA.-(Sale de su
casa y avanza hacia el grupo.) ¿Qué tal? Ay, qué bonitas flores. Oigan,
¿dónde las compraron?
SUSANA.-No las agarres.
Están benditas.
Polita¡Qué
lástima!
SUSANA.-¿Cómo qué
lástima?
POLITA.-Es decir,
bueno.. No quise decir que fuera lástima que lo estuvieran.
SUSANA.-Ah, vaya.
Deberían haber sido al panteón. Es el día de los difuntos. Dos de
noviembre.
GUDELIA.-Déjelas. Ni
siquiera habrán rezado a las ánimas.
POLITA.-NaturalmeNte que
ya rezamos.
PEDRO.-¡Puah!
GUDELIA.-(Mirando a
Pedro.) Vámonos, Susana. Se me van a secar mis flores.
SUSANA.-El panteón está
muy bonito. Comimos allá adentro. ¿Verdad, Gudelia?
GUDELIA.-No nos querían
dejar, que está prohibido, dizque.
SUSANA.-Pero si el
chiste es comer ahí. También lloramos.
GUDELIA.-No tanto como
Margarita Montiel. ¿Ya vino?
SOFÍA.- No
sé.
GUDELIA.-Se arrancaba
los cabellos y besaba la tierra. Pobrecita, se acuerda mucho de su
mamá.
SUSANA.-Tampoco vaya
usted a llorar por eso, Gudelia.
GUDELIA.-¡Cómo no! Si yo
también me acuerdo de mi niño.
SUSANA.-Pero eso hace
veinte años. Ándele, vámonos.
GUDELIA.-Sí, qué le
vamos hacer.
PEDRO.-Adió,
señora.
GUDELIA.-Algunos van a
ir de cabeza al infierno, Susana.
SUSANA.-A tostarse entre
las llamas con los diablos. Hasta mañana, Gudelia.
GUDELIA.-Pásela buena,
Susana.
(Desaparecen en sus
viviendas.)
POLITA.-Son
vaciadas.
SOFÍA.-¿Cómo?
POLITA.-Siempre serán
mejor que nosotras.
SOFÍA.-Tal vez. Tienen
fe.
POLITA.-¿Sí, verdad?
Claro que...
PEDRO.-Una fe magnífica,
extraordinaria, bien asegurada. ¡Pobres de nosotros que no podemos ser! ¿Qué
opinan ustedes? ¿Qué dirán las ánimas?
SOFÍA.-Te enojas porque
te mandaron al infierno.
PEDRO.-¿Conque fue de
veras, fue cierto? ¡Cielos! Tostarse entre las llamas mientras cuarenta diablos
me pinchan las nalgas. ¡Oh, no! ¡Es horrible!
POLITA.-(A
Sofía.) No habla en serio.
PEDRO.-Lo único serio es
la fe. Su gran fe. Su fe... ¿Rezar a las ánimas como ustedes lo hicieron? ¿Ir
con ellas a celebrar un aquelarre al panteón, comer. Emborrachinarse y gimotear
en las tumbas, eso es fe? ¡Pues, caramba!
POLITA.-Me refería a la
tradición-
SOFÍA.-Cálmate,
oye.
POLITA.-No es para
tanto, supongo. Si fueras más humilde.
PEDRO.-Hubo un tiempo en
que lo era, sépalo, pero me indignaba. Todos los días amanecía indignado. Se me
saltaban los ojos, sentía los cabellos largos y erizados de espanto. No de
miedo. Era horror. Yo mismo me daba horror, hasta que un día dije: Caramba. Y me
espanté. ¿Cómo es que no comprenden? Se no viene encima el año dos mil y todavía
hay infierno, ánimas, muertos. ¡Qué falta de imaginación! Luego en dos mil años
de dictadura no se les ha ocurrido inventar otra cosa. Y luego aparecen dos
tipas sentadas bajo el árbol y afirman que eso es fe, esperanza, tradición. ¡No
lo entiendo! (Mira a la Polita que lo escucha arrobada.) ¿Qué te
pasa?
POLITA.-(Reaccionando.)
No, nada, es decir...
PERO.-¿Cuántos años
tienes?
POLITA.-(Muy
femenina.) Este.. .yo.
PEDRO.-(Sin percibir
el gancho.) Pues quince, veinte, cincuenta que tuvieras, serían cincuenta de
vergüenza, ¡Rezando a las ánimas! ¿Y el estudio, los libros, el progreso? No se
rían.
POLITA.-(Sinceramente
admirada.) ¡Es que eres colosal!
PEDRO.-Sí, ya veo que te
parezco “muy colosal”. ¿Y qué opinas de ti misma? La señorita Ofelia Lira,
estudiante de Biología del Instituto Politécnico, después de leer
concienzudamente a Darwin, al señor Einstein y a Pavlov, declara que la
superchería y los fetichismos se llaman fe.
POLITA.-Bueno, es una
forma.
PEDRO.-Sólo falta que
creas en las brujas y en los ángeles.
SOFÍA.-¿Y qué si
creyera?
POLITA.-Yo te digo una
cosa, siempre he pensado que basta un pequeño esfuerzo para verlos. Deben tener
las alas de oro y la risa fácil, como la gracia.
PESRO.-Y la cara linda y
un traserito color de rosa, ¿no?
SOFÍA.-(A
Polita.) ¿Ya es?
PEDRO.-¿Pero no oíste lo
que dijo? Dice que ve ángeles. Pues oye, yo veo puros monstruos, horlas,
fórcidas, salamandras, basiliscos, hidras, mandrágoras, todo pudriéndose en un
recinto de alaridos y lágrimas. Ángeles... ¡Já! ¿No ven con cuánta gracia mueve
sus alas Lola Casarín? ¡Y esa sonrisa llena de dulces timbres que tiene Ana
Romana?
POLITA.-¡Pedro!
PEDRO.-El mundo está
habitado por monstruos egoístas que tienen un Yo desorbítado y feroz. Un yo que
les impone desde arriba este sistema también monstruoso en que
vivimos.
POLITA.-Pues, aquí en la
tierra.
PEDRO.-Monstruolandia.
POLITA.-Vaya, pues que
si vivimos en Monstruolandia, es por culpa de tipos como tú, Pedrito, que en el
fondo no tienen ningún sistema y andan chupando la sangre con su famoso
materialismo. Todo lo han vuelto tan grosero.
PEDRO.-¿Y ustedes los
cristianos, han hecho algo por el espíritu? Ustedes viven un materialismo sin
grandeza y sin realidad. No se dan cuenta, pero están equivocados. Han hecho de
Dios un comodín, un cómplice para todas sus rapacerías. No viven más que para el
dinero y los apetitos fáciles. (Camina hasta llegar muy junto a la
Polita.) ¿Sabes? Quisiera tener contigo una larga plática sobre muchas
cosas.
POLITA.-(Súbitamente
alborozada.) ¡Sí! ¿Cuándo, Pedro?
PEDRO.-No para lo que te
imaginas. Es para demostrarte, para explicarte... (Alguien entra por el
zaguán.) En fin, veremos.
(Aparece Popoca y avanza
rumbo a su casa. Ellos lo miran y se cruzan saludos.)
POPOCA.-Buenas noches.
(Va a seguir de largo.)
ELLOS.-Buenas.
SOFÍA.-Señor
Popoca...
POPOCA.-(Deteniéndose.)
Me hablas?
SOFÍA.-Sí, se trata de
ella, de mi mamá. Quiere que ustedes pase a verla. No sé para qué. Aunque si no
puede ahorita...
POPOCA.-Está bien.
¿Quieren un chicle?
SOFÍA.-Bueno. (Lo
toma.)
POPOCA.-Toma tú,
Polita... Y tú, Pedro (Ellos lo toman.) Bueno, con permiso.
POLITA.-¿Te vas?
Gracias.
POPOCA.-(A
Sofía.) Dile a tu mamá que luego paso. (Se marcha.)
POLITA.-¿Qué edad
tendrá?
SOFÍA.-Veinticuatro,
creo.
POLITA.-Buenas
gente.
SOFÍA, Sí.
POLITA.-Y no se le notan
las garras ni la pezuña.
(Pausa. Sofía queda
ensimismada.)
PEDRO.-(Señala a
Polita la actitud de Sofía.) Estará contando ángeles... ¿Qué tienes,
Sofía?
SOFÍA.-¿Qué? Oh, no,
nada. Estaba pensando. Cuando me siento aquí, junto al árbol, pienso
cosas.
PEDRO.-Deberían
tirarlo.
SOFÍA.-¿Por
qué?
PEDRO.-Un árbol es algo
vivo. Habla de aire, de la libertad. No está bien que ande aquí revuelto entre
tanta mugre.
SOFÍA.-Pero tirarlos,
no... ¿por qué? Siempre algo bueno crece en todas partes, como la luz, ya vez.
Un día, en el colegio, se murió una niña. Pero arriba había sol. Nadie se puso
triste.
PEDRO.-¡Cómo eres
artificiosa!, pero a mí no me engañas, niña. Más te vale aprender a no
equivocarse. Acuérdate cómo llegaste aquí, con la Mecatona. ¿Lindo, no? Ah, no.
Lo que está en el pantano es. Lo bueno, cuando existe, siempre acaba
escapándose.
SOFÍA.-Lo bueno.. ¿quién
lo es?
PEDRO.-Soberón.
POLITA.-¡Ah, sí, de
veras! ¿Qué pasó con su ésa, oye?
PEDRO.-No es su “esa”,
es una obra.
POLITA.-Déjate de cosas,
dímelo.
PEDRO.-Se la llevé a
otros. Yo no sé nada de música. Pusieron una cara de bobos. Los asombró. Lo van
a mandar llamar.
POLITA.-Él dice que no
puede tocar más.
SOFÍA.-¿Por
qué?
PEDRO.-Su brazo
izquierdo. Una fractura vieja. No sé. Los tendones no quedaron bien. Toca, sí,
pero no será nunca un buen ejecutante.
POLITA.-Lástima.
PEDRO.-En cambio, está
resultando en la composición. Ustedes no están obligadas a entenderme, pero la
obra es magnífica. Ah, con toda intención se la devolví hoy. No estaba él. La
tomó la Casarini. Cuando lea mi nota se va a morir.
POLITA.-¿Es mala, la
nota?
PEDRO.-No. Muy buena,
Ahí le digo que s deje de tonterías y que se tire a fondo. Ya verán. Ése es
bueno.
SOFÍA.-Tú también crees
en la esperanza, Pedro.
PEDRO.-Naturalmente.
Pero oye, odio las esperanzas fundadas en quimeras. El que vive de ilusiones
muere de desengaño. Eso me lo enseñó un cubano llamado Nicolás Foster. A mí la
altura me marea y yo he procurado vivir siempre con los pies bien asentados en
la realidad. (A Polita.) ¿Estás llorando?
POLITA.-Perdóname. Es
que me da tanto gusto saberlo.
PEDRO.-¿Lo de
Soberón?
POLITA.-Sí, siquiera
él... ¿verdad?
PEDRO.-No seas tan
cristiana, te digo. También a ti te estoy arreglando una oportunidad. No
olvides.
SOFÍA.-¿Es cierto,
Poli?
POLITA.-Gracias,
Pedro.
(Pausa, Se oye la
campana de una torre cercana dar los cuartos de hora.)
PEDRO.-Las ocho y media.
¿Tan pronto? Y hoy es martes ya...
SOFÍA.-Jueves,
creo.
POLITA.-Y mañana
seguramente es viernes, Pedro
PEDRO.-(Sonríe.)
Es cierto... Bueno, yo tengo que estudiar; no vemos. (Se va rumbo a su
cuarto, arriba.)
POLITA.-(A
Sofía.) Es un crono-tipo deficiente.
PEDRO.-(Se detiene al
oírla.) ¿Cómo?
POLITA.-Nada. Qu estás
loco.
PEDRO.-No te vayas a
contagiar. (Avanza y vuelve a detenerse en la escalera.) Sofía, tú tienes
dos cosas bonitas, los ojos... y también el pelo.
SOFÍA.-¿De
verás?
PEDRO.-Un pintor te
haría un buen retrato.
SOFÍA.-Gracias.
(Pedro entra en su cuarto.) Es todo bueno.
POLITA.-(Transfigurada.)
¿Verdad que sí? Lástima que esté loco, loco, loco.
SOFÍA.-Lo quieres mucho,
¿verdad, Polita?
POLITA.-Pues, sí, claro.
Aunque a él... Parece que a él no le importa nada. (Pausa.) Y tú... ¿No
te ha enamorado nunca?
SOFÍA.-No sé.
POLITA.-Tienes que
saberlo.
SOFÍA.-¿Dije que no
sabía? Tonta... No, claro que nunca. (Pausa.) Un día, vi a un muchacho y
se rió conmigo. Yo también. Fue en la plaza. Como yo era de las grandes, me
llevaba la señorita Antonia con ellas. Íbamos al mercado por las cosas.
Entonces lo vi. No sé. Me dio vergüenza que me viera con aquellas canastas en
los brazos... y con el uniforme tan feo y los zapatotes. (Pausa.) De
todos modos me reí y eso me gustó. Después, en la noche, me acordé de
él.
POLITA.-¿Eso es
todo?
SOFÍA.-Bueno, eso fue
antes que me escapara del colegio.
POLITA.-Hiciste bien en
escaparte.
SOFÍA.-¿Crees? Oh, es
que yo no podía estar. Hacía mucho tiempo que no quería estar ya.
POLITA.-Deben ser
horribles los colegios salesianos.
SOFÍA.-No, no es el
colegio... Las monjas italianas, tú sabes, deben ser estrictas con las niñas
pobres. Ellas explican esto de un modo... Una tiene que atender a las alumnas de
paga. El lavado de su ropa, sus camas. Lavar, planchar. A mí me llevaron a la
cocina... Cuando llueve, en las tardes, una siente tristeza. Me gustaba ir al
mercado con la señorita Antonia, mientras regateaba, yo veía a las gentes...
(Sonríe.) Y a uno que otro muchacho... Yo le dije a la directora que me
dejara venir; no quiso. Entonces me escapé. Tiré las canastas en la calle y
corrí. Y como llevaba la dirección en un papel, todas me dijeron dónde era, y la
Mecatona también, y me trajo. (Pausa.)
POLITA.-No te pongas
triste. Dime qué te pasa.
SOFÍA.-Es que... me
siento tan mal, tan mal.
POLITA.-No volveremos a
tocar eso.
SOFÍA.-Tal vez tiene
razón.
POLITA.-¿Quién?
SOFÍA-Pedro. Esta casa,
las gentes... Nada es como yo creía. Yo no pedía mucho, te lo aseguro, nunca he
sabido pedir mucho. Pero aquí hay una equivocación que nadie me explica y yo no
me atrevo a preguntar. Algo se ha quebrado dentro de mí, sabes... Siento que he
sido engañada. Y no sé por quién, no sé por quién.
(Se levanta.)
POLITA.-Óyeme.
SOFÍA.-Como si todos
viviéramos en el infierno. Condenados a un día más y a otro día y otro. ¿Verdad
que hemos sido engañadas?... Es por alguien, es por algo que yo no alcanzo a
comprender. ¿Qué será? ¿Quién será? Ay, no me mires. (Se arroja en sus
brazos.) Me siento tan desgraciada.
POLITA.Vamos por el pan,
¿quieres? Te voy a acompañar.
SOFÍA.-No, déjame, no me
veas. Me da vergüenza llorar. (Y escapa hacia la calle.)
(Queda Polita. Va a
retirarse cuando de afuera llegan voces y ruidos.)
VOZ DE LALO.-¡Yo no
quiero oír nada! ¡Se acabó!
(Entra Lalo con el
cabello revuelto y muestras seguras de una reciente dificultad. La manga de su
camisa está desgarra.)
(Transición luminosa al
cuarto de las Walter. Rosa y María están sentada sobre la cama cosiendo. Estela
localiza una música con los botones del radio y elige una ruidosa pieza de
baile. Lalo termina al mismo tiempo de atravesar el patio; sube la escalera,
sigue de prisa por el pasillo de la azotea y entra.)
MARÍA.-(Al
verlo.) ¡Tía!
ROSA.-¡Muchacho!
LALO.-(Avanza contra
María.) ¡Tú tienes la culpa!
MARÍA.-¿Yo?
LALO.-Tú y el idiota de
tu Cecilio.
MARÍA.-¡Cecilio!
ROSA.-¡Lalo!
ESTELA.-Vaya,
vaya.
LALO.-¡Sí, Cecilio!
(De un paso hacia María. Rosa lo detiene.) Déjame, tía. Si también a ésta
le quiero romper la cara.
ROSA.-¡Y yo, estoy
pintada o qué cosa!
MARÍA.-¿Qué le hiciste?
(Ve de nuevo venir a Lalo.) ¡Tía!
LALO.-¡Te lo voy a
decir!
ROSA.-(Sujetándolo.)
¡Lalo! ¡Oigan por Dios!
MARÍA.-Pues, éste, que
viene hecho un demonio.
LALO.-¡Vergüenza
deberían tener!
ROSA.-(A Estela.)
¡Apaga ese radio!
ESTELA.-¡A mí qué me
importan sus líos!
LALO.-¡Pues a mí sí los
de ustedes! ¡Se acabó, óiganlo!
ROSA.-La que se acaba
soy yo.
LALO.-Por tus “niñas”.
¡Tus “muchachas”!
ESTELA.-Que te
mantienen.
LALO.-(A María.)
Vé a ver cómo dejé al desgraciado ese.
MARÍA.-¿Qué hiciste?
¿Dónde está? (Hace un movimiento.)
LALO.-(Cerrándole el
paso.) ¿Adónde vas? Me das lástima. Si yo quisiera te rompía toda la cara,
óyelo.
ESTELA.-Muy macho,
¿no?
ROSA.-Es tu hermana,
Lalo.
LALO.-(De María.)
Es una...
ROSA.-¡Lalo!
LALO.-(A Rosa.)
No te pongas contra mí. Yo tengo razón.
ESTELA.-Vendrá
borracho.
LALO.-Boraccho de
trancazos. (A María.) Mira, con estas manos le reventé la jeta a tu
Cecilio.
MARÍA-No tenías
derecho...
LALO.-¡Vé a
verlo!
ROSA.-¿Sigues entonces
con ese joven, María?
MARÍA.-Este... ¡Déjenme,
déjenme!
ROSA.-No, no te dejo. Yo
te he prohibido que sigas con él.
MARÍA.-(A Lalo.)
No te parece mi hermano. Pareces un cafre.
LALO.-Porque no me dejo
emborucar. (A Rosa.) ¿Sabes lo que hizo? Se me cruzó en la calle sólo
para decirme que nunca dejaría a María, y que yo hablara con ella. ¡Qué se
creyó! Y no pegamos.
ROSA.-¿Ya ves,
María?
(En el radio suena otra
pieza musical con igual ritmo.)
MARÍA.-¡Yo no sé nada,
nada!
LALO.-Sí lo sabes. No te
has. Me dijo que había estado platicando contigo toda la tarde. (A Rosa.)
Mira, tía...
ROSA.-No quiero tus
consejos. Yo sé lo que hago. María, ¿es cierto eso? ¿Con que lo volviste a
ver...?
MARÍA.-Sí.
ROSA.-Ya te he dicho que
Cecilio no puede ofrecerte nada.
ESTELA.-Su amor.
(Retoca su ironía de pie ante el espejo.)
MARÍA.-Pero...
ESTELA.-(A
María.) Todavía les contestas. ¡Como si una tuviera que dar cuentas
de...!
LALO.-(A Estela.)
Tú te callas.
ESTELA.-Yo no soy María.
¡Yo no m trago tus payasadas!
LALO.-¡No me grites! A
ti te las estoy guardado, verás.
ESTELA.-(Cruzándose
de brazos.) Mira cómo estoy de miedo, tú.
ROSA.-Cállate ya,
Estela.
LALO.-(A Estela.)
Cecilio es un pobre imbécil... Pero lo tuyo, hermanita, es otra cosa. Cuídate.
La próxima vez que te vea con el tipo ese del automóvil, te meto a puras
patadas.
ESTELA.-Nos metemos,
dijo el otro ¡Qué querían; que yo anduviera con un pobre agente viajero como
Cecilio? Sí, chucha.
LALO.-Desgraciada
esta...
ROSA.-¡Muchachos!
LALO.-Tú tienes la
culpa, tía Rosa. Tú y nadie más que tú.
ROSA.-Ilumíname,
Señor.
LALO.-¿Sabes lo que
dicen las vecinas? Que tú eres una infeliz vieja alcahueta. Y que éstas, “Las
Walter”, son unas cuzcas que se acuestan con los muchachos que tú les
consigues.
MARIA.-¡Lalo!
LALO.-¡Y a mí me da
vergüenza, me da vergüenza! Si yo pudiera trabajar, irme. Ustedes me
acostumbraron a ser un pobre mandadero, sin saber que uno va creciendo y que es
hombre y que tiene que vivir de algún modo y no pegado a la faldas de las
mujeres como un atenido. Y crezco y no sé hacer nada, y quiero vestirme y ando
con unos pantalones rotos y puercos, causando lástima y agachando la cabeza
cuando los demás hablan de nosotros y de éstas. Yo no quiero ya nada con
ustedes. Nunca les he pedido nada. Pero ahora quiero que me echen a la calle y
que no se vuelvan a acordar de mí.
ESTELA.-¡Pues
lárgate!
ROSA.-No, Estela, no
Lalo...
LALO.-(Abatido.)
¡Suéltame, tía! ¡Tú crees que puedo irme! (Se deja caer en el banco del
tocado.) Para irme necesitaba ser hombre, tener valor. .. (Se mira al
espejo las manchas de sangre)... y creo que hasta eso he perdido
ya.
MARÍA.-Dispénsame,
Eduardo. No sigas diciendo tonterías.
ESTELA.-A mí que no me
dispense. Que se largue.
ROSA.-¡Ay, Dios mío!
¡Ay, Dios mío!
ESTELA.-Esto faltaba. ¡A
chillar!
MARÍA.-¡Estela!
ESTELA..-Pues ara qué
llora, vieja idiota. Lo hace para provocarse un ataque de diabetes y luego
echarnos la culpa.
ROSA,.Sí... sí...
(Huye hacia la puerta.)
MARÍA.-No, tía
Rosa... (En vano la quiere detener.)
LALO.-(A Estela.)
Eres una perra.
(Sale Rosa buscando la
sombra de la azotea para llorar.)
ESTELA.-(A Lalo que
se está quitando la camisa.) Anda, ve por ella. Debe de haber corrido a la
botica y estará contándole a Rafaela que: “nosotras”, que “sus
sacrificios...”
MARÍA.-¡Alcánzala,
Lalo!
(Él ha encontrado una
aguja y procura recoser la rotura de su manga.)
LALO.-Ya para
qué...
ESTELA.-Déjala. Que se
vaya al diablo.
MARÍA.-¡No lo repitas!
(Se acerca a Estela.)
ESTELA.-¿Quién eres tú
para impedírmelo?
MARÍA.-Cállate, Estela.
Te va a pesar.
ESTELA.-¿De
veras?
MARÍA.-Anda,
dilo.
ESTELA.-No. Al diablo
no. Tú y ella váyanse mucho al ca...
MARÍA.-(Abofeteándola.)
¡Bruta!
(Silencio. La música
cesa. Estella mira a María con rencor y sale rápidamente de la habitación, baja
corriendo la escalera y se precipita a la calle. María, de pie, queda un momento
aturdida.)
VOZ DEL LOCUTOR.-Los
productos Samsa, siempre al servicio de la humanidad, ofrecen a ustedes sus
nuevos jabones al precio popular de cincuenta centavos la pastilla.
(Irrumpe en el aire la
música de El minueto antiguo de Ravel.)
MARÍA.-(Mira a Lalo
que cose su camisa. Se acerca a él.) Préstala. Yo te la voy a coser. (Se
sienta y toma la camisa. Empieza a coserla.) ¡Te lastimaste
mucho!
LALO.-No, sólo esta
mano. Un poco.
MARÍA.-Hicieste
mal.
LALO.-No sé.
MARÍA.-¿Por qué te
peleaste? No me vengas a decir que él te buscó para insultarte. Dame un botón.
Habrá que lavarla. Las gentes debían portarse como personas, o es que... ¿Lo
odias, realmente?
LALO.-(Piensa.)
Creo que ya no. (Sonríe.) Ya nos peleamos.
MARÍA.-No es una gracia.
No sabes cuánto me han lastimado esos golpes.
LALO.-¿Y por qué quería
usarme a mí de su cacahuate?
MARÍA.-Porque está loco,
porque me quiere.
LALO.-Mira,
María...
MARÍA.-Espérate; no más
pleitos. (Pausa.) Lalo, no es posible que tú no te des cuenta exacta de
todo cuanto te pasa a ti a nosotros. Vivimos perfectamente mal y todo lo que hoy
le dijiste a mi tía es cierto. No es posible cerrar los ojos. El dinero alcanza
cada vez menos. El mío, porque el de Estela no llega aquí nunca. Poco es para
ella, y todavía está cubierta de deudas. Hay miles de usureros en la oficina que
prestan a cien años de plazo.
LALO.-¿Y qué tiene que
ver todo eso con Cecilio?
MARÍA.-Allá voy,
espérate. Yo no sé si no soy una romántica o si, como él dice, no tengo corazón.
Lo cierto que mi problema no es de amor, es cosa de esto, de dinero y apreturas.
Yo no puedo ser como Estela, que procura siempre aparentar ser una chica de
buena familia venida a menos o de cierta clase. Todo eso significa vestidos
caros, perfumes y algo más que es imposible tener. La tía Rosa se ha pasado la
vida cosiendo para mantenernos, cuando ni yo ni Estela pensábamos trabajar, en
primer lugar porque no sabemos hacer nada. El empleo que tenemos es un favor,
¿entiendes? Y una se ve obligada a mantenerlo con la manga ancha para ciertas
cosas. A Estela le encantan. A mí no. Y entonces vino Cecilio y lo acepté,
porque con él no he tenido necesidad de engaños. Él sabe cómo, dónde y de qué
vivimos, ¿entiendes? Yo lo quiero mucho y él me quiere... entonces hablamos de
obrar correctamente: de casarnos.
LALO.-(Extrañado.)
¿De vera? Yo... yo no sabía.
MARÍA.-No son mentiras,
mira. (De la bolsa de su delantal saca un ligero anillo y se lo muestra. Su
voz se quiebra.) No tuve valor para regresárselo. No vale nada, ¿verdad?
Pero es un compromiso... Y no cuajó a pesar de su voluntad Yo no puedo dejarlos
a ustedes, a ti sobre todo, y él no puede mantenernos a todos... Hubo tantas
palabras. Discutimos. Él estaba dispuesto a llevar la carga sea como fuere,
incluso doctores para la enfermedad de mi tía, Yo no quise. No hubiera sido
justo. (Pausa.) Lalo, hace una hora que Cecilio y yo terminamos todo. Y
ahora, pues, ya... ¿Te sigue doliendo la mano?
LALO.-(Mirándose la
mano.) ¡Pobre!
MARÍA.-Sí,
pobre.
LALO.-Eso cambia mucho
las cosas. No había pensado.
MARÍA.-Todo pasa,
¿vieras?
LALO.-No sé. Creo que
algo anda mal... Si tú y él... aquí en la casa ya veríamos cómo
arreglarnos.
MARÍA.-¡Tú crees! No has
entendido mi problema. Cecilio es el hombre más bueno que ha conocido nadie;
pero tiene un defecto; no tiene dinero. Y tú no entiendes lo que eso significa.
Es agente o representante, no sé, de una casa comercial. Entonces, en primer
lugar, me debo ir con él. Él no puede mandar dinero para ustedes, y mi tía y tú
no podrán vivir. Con Estela no se cuenta. Yo no puedo dejarlos a ustedes, no
puedo. Y ahora él no quiere verme más. (Apaga el radio.)
(Cose en silencio.
Durante esa pausa, Lalo procura reflexionar lo mejor que puede.)
LALO.-María... ¿Tú crees
que todavía quiera?... Cecilio... ¿Crees que todavía quiera casarse? Si es por
lo de los golpes, pues...
MARÍA.-Ay, Lalo, no me
hagas reír ahorita.
LALO.-Te lo digo en
serio. A nadie le gusta que se sacrifiquen por uno. Además, a lo mejor también
yo me voy.
MARÍA.-Es cierto. Ojalá.
Si te dan esa beca me sentiré muy bien.
LALO.-¿Tú crees que sea?
Pedro no ha dicho nada.
MARÍA.- Espérate. Ayer
le escribí en un papel todos los datos. Él puede hacerlo. Está bien relacionado.
Te estima.
LALO.-¿Será feo
aquello?
MARÍA.-No. Debe ser
bonito, estoy segura. Podrás estudiar... comer.
LALO.-Dice Pedro que hay
gimnasios y alberca. ¿Será?
MARÍA.-Claro que
sí.
LALO.-Quisiera saberlo
pronto. Él ya no me habla del asunto.
MARÍA.-No te
descorazones. No veo por qué no había de ser. (Le da la camisa.) Ya está,
tómala.
LALO.-Gracias.
(Poniéndosela.)
MARÍA.-Si vas mañana por
mí, a la oficina, te compraré unos calcetines.
LALO.-Bueno. (Empieza
a buscar algo, habla mientras tanto con afectada naturalidad para disimular su
turbación.) ¿Si te digo una cosa no te burlas?
MARÍA.-No, a
ver.
LALO.-(Se inclina
bajo la cama.) Me gustaría que te casaras con Cecilio.
MARÍA.-(Con
pena.) No le digas.
LALO.-¿Qué dices
tú?
MARÍA.-Nunca se va a
poder. Está mi tía... y Estela.
LALO.-Estela; ésa no me
importa nada. ¿Viste lo que hizo? Tomó como pretexto el pleito para salirse a
ver al tipo ese del automóvil. (Se registra los bolsillos.)
MARÍA.-Sí. Se estuvo
arreglando toda la tarde. Pero déjala en paz. No se gana mucho con la
violencia.
LALO.-Que haga lo que se
le antoje. A mí ya no me importa nada.
MARÍA.-¿Qué
buscas?
LALO.- Un papel. Voy
allá abajo.
MARÍA.-Ponte tu suéter,
hace frío.
LALO.- Yo no
siento.
MARÍA.-Lleva una vela,
Lalo. (Lo ve salir. Luego agrega con naturalidad.) Aquello ha de estar
inmundo como siempre.
(Transición luminosa al
patio. Lalo, contrito, permanece un momento junto a la puerta. Luego mira al
cielo. Inicia un movimiento y se detiene. Mira a Rosa, se aproxima a ella y la
abraza, conduciéndola con cariño hasta la puerta que él mismo abre. Rosa
traspone el umbral. La puerta vuelve a cerrarse. Lalo baja las escaleras y
atraviesa el patio con rumbo a los excusados. Bajo el árbol está
Polita.)
LALO.-Quiubo,
TÚ.
POLITA.-Quiúbole.
LALO.-¿A quién
esperas?
POLITA.-¿Yo? Pues, a
nadie.
LALO.-A nadie...
(Lleva su vista hacia el ventanillo de Pedro Rojo que está iluminado.)
Nos vemos.
POLITA.-¿Te
peleaste?
LALO.-¿Quién te lo
dijo?
POLITA.-Nadie. Te vi
entrar.
LALO.-Sí, no fue nada.
Nos vemos
POLITA.-Ándale.
(Lalo vase por la
izquierda. Pedro Rojo aparece en el filo de la azotea. Lleva un libro entre las
manos como quien ha interrumpido su lectura para salir a respirar la noche. La
Polita, pera de agitada esperanza, se levanta. Pedro camina por el pasillo, baja
las escaleras y, creyéndose solo, camina por el patio hasta las puertas de
Sofía. Las contempla un momento. Regresa a la escalera y toma de nuevo por el
pasillo. La Polita sabe ahora cuanto ocurre en el corazón de Pedro, no resista
sus lágrimas y corre a ocultarlas en su cuarto. Pedro queda absorto, empinado en
el reborde a la azotea. Casi enseguida se oyen otros pasos en el cubo del
zaguán. Augusto Soberón viene de la calle y camina de prisa sin pesarle nada el
estuche negro, donde lleva el violín. Tras él, realmente persiguiéndolo, viene
Eloína.)
ELOÍNA.-¿Para qué compró
ese billete? Dígamelo. A poco cree que no lo vi.
AUGUSTO.-(Esquivándola
con delicadeza.) Ya ves: lo compré.
ELOÍNA.-Y estuvo
escogiendo el número, ¿eh?
AUGUSTO.-Algunas veces
compro un billete. Déjame pasar.
ELOÍNA.-(Aferrada a
su brazo.) ¿Se va a sacar mucho con él?
AUGUSTO.-No
sé.
ELOÍNA.-(Restregándosele.)
¿Ya no se acuerda de lo que le dije?
AUGUSTO.-No esta bien
eso, Eloína. Eres muy chica.
ELOÍNA.Lo que pasa es
que usted no quiere soltarme esos veinte pesos que yo digo.
AUGUSTO.-Déjame.
ELOÍNA.-¿Me da quince?
Yo lo haría por quince.
(Transición luminosa al
cuarto de Lola Casarín. Lola está sentado, hojeando unos cuadernos.)
AUGUSTO.-¡Por favor!
(Rechaza a Eloína.)
ELOÍNA.- (Lo mira
partir y siente odio.) Tacaño, tacaño, tacaño...
(Augusto entra en su
casa. Eloína encoge los hombros y se mete en la suya. Lalo ha regresado, subes
las escaleras rumbo a la habitación. Pedro decide también entrar en su cuarto.
La acción queda concentrada en la vivienda de la Casarín. Augusto ha quedado
mirando los cuadernos que Lola revisa. Avanza. Experimenta una frenética
ansiedad: son su composición. Lola levanta la cara y le sonríe irónicamente.
Augusto intenta tomarlos. Lola pone su mano sobre ellos.)
LOLA.-(Con tono
amargo.) ¡Por Dios! Como si yo no estuviera aquí o no valiera nada mi
presencia.
AUGUSTO.-Perdóname.
Buenas noches. (La besa. Enseguida quiere apoderarse de sus pliegos. Ella
asegura su mano encima.)
LOLA..¡Vamos! (Con
ofendida dignidad.) No veo por qué la emoción deba sobreponerse a las buenas
manera. Por el violín en su lugar, ¿quieres? (Augusto mira con ansia su
manuscrito. Duda. Por fin obedece. Lola prosigue con sutil puya.) Supongo
que estuviste en el Conservatorio. ¿Cómo no me había usted dicho...?
AUGUSTO.-(Conturbado.)
No tiene importancia. Un curso breve. Unas horas a la semana.
LOLA.-Pero yo no lo
sabía. (Otra vez irónica.) Es raro. Nunca antes me ocultó usted las
cosas. Hemos comentado siempre nuestras acciones.
AUGUSTO.-(Inclinándose
a tomar sus cuadernos.) No creí que los regresaran tan pronto.
LOLA.-(Impidiéndoselo.)
¿No tiene un cigarro? (Él interrumpe su movimiento y hurga en sus bolsillos.
Lola abre la boca y Augusto se ve obligado a ponerle un cigarrillo en los
labios. No ha quitado la vista de los papeles y vuelve a pretender
tocarlos.) ¡Augusto!
AUGUSTO.-Ah, sí.
(Raspa el cerillo y enciende el tabaco.)
LOLA.-Has cambiado de
marca, ¿no?
AUGUSTO.-(Desesperado.)
Bueno, Lola, yo quiero verlos.
LOLA.-(Ofendida.)
Naturalmente. ¿Crees que me los voy a llevar?
AUGUSTO.-Gracias.
(Los hojea con avidez buscando una carta o alguna opinión
escrita.)
LOLA.-(Con baterías
de llanto.) Perdona si mi presencia te molesta.
AUGUSTO.-No, no me
molesta... Debía de haber una carta, una nota.. ¿Tú recibiste esto,
Lola?
LOLA.-(En
lágrimas.) Yo no sé nada.
AUGUSTO.-Óyeme, tienes
que oírme.
LOLA.-¡No sé nada,
nada!
AUGUSTO.-(En un
intento desesperado y recordando las supersticiones de ella.)
¡Culebras!
LOLA.-¡Augusto! (Al
punto se sopla los nudillos y golpea tres veces la madera de la mesita.)
¡Lagarto, lagarto...!
AUGUSTO.-Cien,
doscientas, quinientas cu...
LOLA.-¡Lagarto!
¡Lagarto!
AUGUSTO.-¿La recibiste o
no la recibiste?
LOLA.-Oh, Augusto... te
has convertido en un sádico. No me mires así, ay, dispénsame. Esas bromas
tuyas... te aseguro que no te estaba oyendo... Algo que... ¿Me estaba pidiendo
algo?
AUGUSTO.-Te decía que
con estos papeles debieron haber traído una nota; que si la recibiste. Que dónde
está...
LOLA.-¿Y eso era todo?
Ah, bambino, y por eso me...
AUGUSTO.-¡Lola!
LOLA.-Sobre el piano. Es
un sobre azul. (Irónica.) Lo abrí, porque entre nosotros.
AUGUSTO.-(Encontrándolo.)
Ya decía yo...
(Procura la luz para
leer. La nota debe decir: “Colosal, magnífica. Qué grande es Dios. Y todos
cayeron de rodillas. Equis muy especialmente interesado... siga en el
Conservatorio, conviene. Espere un poco. Tal vez lo llamen. Hablaremos sin
moros”.)
LOLA.-Porque entre
nosotros no hay secretos... Al menos no los había antes. ¿Verdad,
Augusto?
AUGUSTO.-(Tiene el
papel en las manos. Levanta la cabeza.)... muy especialmente...
LOLA.-(Suspicaz.)
Yo no entendí esa nota. ¿Puedo suponer que debes explicármela? A ver... (Se
la arrebata y lee en voz alta. Aunque parece oírla, Augusto no escucha.) Es
de Pedro Rojo. Reconocí enseguida su letra tan elegante y su educación: no tiene
firma. En fin. (Lee.) “Colosal, magnífica” ¿se refiere a su obra?... “Qué
grande es Dios. Y todos cayeron de rodillas”, Mmm... “Equis muy especialmente
interesado, conviene”... Ajá, tú debes ser un estudiante modelo... “Espere un
poco, tal vez lo llamen”... ¿quién puede ser equis?... “Hablaremos sin moros”...
¿Sin moros? ¿Qué quiso decir con esto?
AUGUSTO.-(Ajeno.)
¡Nunca creí que esto me hiciera tanta falta!
LOLA.-Te estoy
preguntando qué es lo que Pedro quiso decir con eso de “Hablaremos sin
moros”
AUGUSTO.-(Con impulso
inconsciente.) Se refería a ti, sin duda, Lola.
LOLA.-(En plenas
baterías.) ¡Augusto!
AUGUSTO.-(Reaccionando.)
¡Qué pasa, oye, Lola!
LOLA.-No me toques,
ahora no me toques. Te has convertido en un Yago...
AUGUSTO.-No te
enfurruñes, oye.
LOLA.-(Cesa en su
llanto.) Gracias. Encima me llama mona.
AUGUSTO.-¿Yo?
LOLA.-Sí, usted. Sólo
los monos se enfurruñan.
AUGUSTO.-(Hojeando de
nuevo sus cuadernos.) Y no me costó trabajo. Oye, es que la escribí así.
(Truena los dedos.)
LOLA.-(Que no puede
soportar la satisfacción de Augusto, cambia de táctica para anularlo.)
¿Decías, chato?
AUGUSTO.-(Aún en su
cielo.) Estoy seguro que la tocaron.
LOLA.-Sí, no está mal.
La estuve hojeando con todo cariño y entusiasmo. Es tuya, chato, es
tuya.
AUGUSTO.-¿Te gusta
realmente?
LOLA.-(Con sutil
mordacidad.) Sobre todo, tiene la ventaja de ser “muy original”, ¿verdad?
¿Por qué no escribes algo para mí? Tengo otras arias que podrías
“utilizar”.
AUGUSTO.-¿Qué me estás
queriendo decir, Lola?
LOLA.-Oh, nada malo.
Pero supongo que habrías que esto (y señala los cuadernos) no es sino una
copia rectificada de mi aria en el templo. Sí, de la partitura de Nacho Romero,
del Quetzalcóatl.
AUGUSTO.-Lola, el tema
del aria es un tema popular, tradicional. Con él hice un esquerzo para cuerdas
con variaciones y desarrollo, es todo.
LOLA.-Pero no mencionas
a Romero.
AUGUSTO.-No veo por
qué...
LOLA.-Esta bien, bien...
No quiero desalentarse de ningún modo, te entiendo perfectamente. Sólo trato de
equilibrar tu desconsiderado entusiasmo, bambino. No te dejes engañar por
inciensos gratuitos. Tú no eres un genio.
AUGUSTO.-(Con
tristeza.) Desde luego.
LOLA.-Pues no te viste
la cara hace un momento. ¡Te creías un Bach! Engolaste la voz, te remontaste al
cielo. Todo tú respirabas arte. ¡Un esquerzo...!
AUGUSTO.-(Decaído.)
Lola...
LOLA.-Pobre bambino. Es
natural que busques tus pequeñas compensaciones. Sin dinero, ya no muy joven,
con tu manita rota... Sigue componiendo, sigue, cuando menos te servirá de
entretenimiento, ¿no crees?
AUGUSTO.-(Derrotado.)
Tienes razón.
LOLA.-Un compositor no
se improvisa, bambino. Y luego a tu edad... ¡tomando clases! Es un poco
gracioso. En fin, cada uno debe responder de sus actos. (Pausa, solloza.)
AUGUSTO.-(Triste, sin
pensar consolarla.) No llores, Lola.
LOLA.- ¿Lo ves? Te
olvidaste, como siempre.
AUGUSTO.-Linda...
LOLA.-Mi contrato,
¡debiste haber ido ahora!
AUGUSTO.-Ah, sí, fui.
Estuve haciendo una antesala de horas.
LOLA.-No es cierto, no
fuiste.
AUGUSTO.-Oh,
Lola...
LOLA.-Perdóname.
Entonces cuéntame... ¿Qué te dijeron? Ay, Augusto, he esperado tanto. Ellos no
me pueden ignorar... Pero les hablaste, desde luego, ¿eh? Esas gentes no parecen
tener prisa y la temporada se nos viene encima. Vamos, ¿qué te
dijeron?
AUGUSTO.-Todavía no
resuelven nada.
LOLA.-Ay, Dios
mío.
AUGUSTO.-Hago todo lo
posible. No te pongas así. Todo se arreglará.
LOLA.-Tú, en cambio, vas
a conseguirte uno para ti, estoy segura. Te has vuelto egoísta,
malo...
AUGUSTO.-No, Lola. Pero
debes dominarte. Escúchame. De una vez por todas quiero jurarte que nunca
aceptaré un contrato si no tienes el tuyo antes,
LOLA.-(Triunfante al
fin.) ¿De verdad?
AUGUSTO.-(Desesperado.)
Sí, mujer:
LOLA.-No te enfades. No
quise molestarte. ¿No querías verme contenta? Pues ya lo estoy, mira.
(Sonríe.) Tú también tienes que estarlo. Tienes razón: todo se arreglará.
Espérate, a ver, una sonrisita. (Le toca una mejilla.) ¿Te la prendo con
alfileres? Acércate, criatura.
AUGUSTO.-No me jales. Ya
voy. (Ella lo besa golosamente.)
LOLA.-Augusto... Hace
unos días que... ¿Me estás oyendo?
AUGUSTO.-Dime.
LOLA.-Me siento tan
contenta... No me vayas a decir que no. ¿Verdad que sí?
AUGUSTO.-Pero
Lola.
LOLA.-(Obligándolo.)
No sea malo. Ven, vamos, ¿sí?
AUGUSTO.-Bueno. (Se
deja arrastrar al piano.)
LOLA.-Oír música,
cantar... Ay, suelen olvidarse tantas coas, Chato, ríete, tienes una cara.
(Descubre el teclado y enciende la veladora.)
AUGUSTO.-Anda, pues, Voy
a empezar.
LOLA.-No me apremies.
(Coloca la partitura.) Ay, esta noche me siento tan feliz. Pórtate bien,
¿eh, bambino? Desde el principio. Déjame quitar la chaquetilla. Toda de negro
pareceré una bruja. ¿Sabías que hoy es el día de los santos difuntos? (Se
mira de paso en el espejo alisándose el pelo.) Sofía tiene un cabello
precioso, ¿te has fijado? Le ofrecí a Daniel treinta y cinco pesos por él. Es
una ganga. Fíjate, treinta y cinco peso. Me haría unas trenzas. Ahora sí... ¿Qué
tienes?
AUGUSTO.-Este... los
vecinos. ¿No dirán nada si oyen?
LOLA.-Vaya, pues ya
quisieran. Ya recé las ánimas. Además, mi música del Quetzalcóatl no es una
música populachera sino divina. Anda. Así... Así...
(Las primeras notas le
producen un arrobamiento. Experimenta el trance dramático y se prepara al
recitado.)
AUGUSTO.-Uno, dos...
(Y obliga con la cabeza.)
LOLA.-Mes enfants morts
dans l’ombre sont, mais je ne suis pas seule. ¡Hélas! Mes Dieux ailés... L’echo
implore revanche...
¡Alvarado! ¡Alvarado!
(Se interrumpe de pronto.) ¡No, por Dios, Augusto! ¡Es un bemol! ¡Éste,
éste! (Pica con fuerza la tecla.) Además, no conservas el estilo. Esto no
es Wagner... De nuevo, vamos.
(Todavía Augusto da unas
notas. De pronto pega el sobre las teclas y se levanta, marchándose afuera.
Camina hasta sentarse bajo el árbol. Popoca atraviesa el patio en dirección a la
casa de Ana; pero se detiene al ver que Rosa viene bajando la escalera: Rosa
trae un chal sobre la cabeza y su actitud es afligida. Sólo distingue a
Augusto.)
ROSA.-Se trata de
Estela. Dispénseme. ¿No la ha visto usted?
AUGUSTO.-No, perdone. Es
posible que haya salido a la calle.
ROSA.-(Que en
realidad no le escucha.) No, no es que se esté tardando... (Da unos pasos
como esperando veral.) Es que... salió tan así... y yo pienso... (Su voz
se eleva preocupada.) ¡Estela! ¡Estela! (Va hacia la
calle.)
(Popoca y Augusto la
miran irse. Después Popoca avanza resueltamente hacia la casa de Ana, donde
toca. Transición luminosa al cuarto de Ana, que de pie mira a su marido acodado
en el extremo de la mesa. Daniel la contempla también a través de su vaho
alcohólico. Ninguno de los dos escucha el toque de la puerta.)
ANA.-¡Treinta y cinco
pesos...! No me lo vuelvas a decir, no... (Reflexión.) Si fueran
cincuenta.
(Nuevo llamado de
Popoca; ella lo percibe, adivina quién es, se recompone el chongo, ensaya una
digna sonrisa y se dispone a abrir. Antes se vuelve a Daniel.)
¡Ni cincuenta, ni cien,
ni doscientos...! ¡No se te ocurra nunca! (Entonces abre la puerta.)
Buenas noches, Genovevo Popoca. Tengo la bondad... (Lo hace
pasar.)
POPOCA.-Sofía me dijo...
(Ve a Daniel.) Buenas noches
DANIEL.-Señor...
ANA.-(Interpone su
cuerpo entre Daniel y Popoca.) ¿Sofía? ¡Desde luego! La cuestión es breve.
¡Gusta sentarse! ¡No, ahí no! (Dice al ver que Popoca va a ocupar un asiento
frente a Daniel. Trata a toda costa de ocultar el espectáculo del marido ebrio
acodado en la mesa.) Siéntese usted en esa silla. Eso es. Resulta mucho más
cómoda.
POPOCA.-(Sentándose.)
Gracias. (Pausa.) Este... ¿cómo le ha ido, señora?
ANA.-(Rotunda.) A
mí siempre me va mal, Genovevo.
POPOCA.-Ah, sí,
(Pausa.) Ella me dijo... y yo quisiera...
ANA.-Naturalmente. Lo
sabrá enseguida. (Con gesto preciso extrae de su seno un papel arrugado y se
lo muestra.)
POPOCA.-¿Qué es, un
figurín? (Se lo devuelve.)
ANA.-Sí, es un figurín.
Bonito, ¿eh?... ¿Sabía usted que Sofía va a cumplir diez y siete años? Parece
más joven por lo delgada; pero no. Va a cumplir diez y siete. Es ya una señorita
y es necesario vestirla como una señorita se merece.
DANIEL.-A éste tampoco
lo vas a convencer.
(Popoca
sonríe.)
ANA.-La ropa que mi hija
lleva –le prohibo esa risa- es una ropa que me da vergüenza. (Remira el
figurín.) Ah será pronto una hermosa realidad. Mañana mismo compraré la tela
y le haré un vestido decente. Susana me ha prestado sus tijeras y Margarita
Montiel tiene una Singer que, aunque de manivela, posee un magnífico mecanismo.
(Se oprime las sienes.) Otra vez...
POPOCA.-¿Está
enferma?
DANIEL.-Si me das la
botella te doy una pastilla.
ANA.-Muy
pasajeramente.
POPOCA.-Uno debería
callarse. Total, no se gana nada; pero estaría bien que se cuide más, señora.
Está usted muy flaca.
ANA.-(Se
revuelve.) ¡Mentiras! ¡Miente usted con toda su cara! Flaca.. Una mujer
distinguida procura de su apariencia. ¿Quisiera usted verme como Susana, esa
horrible oca?
POPOCA.-No se
exalte.
ANA.-¿Verdad que parece
una oca? (Celebra su broma y comparte la risa con Daniel)
DANIEL.-(Riendo.)
No lo entendió. No sabrá lo que es una oca. Díselo otra vez, mujer:
ANA.-(Súbitamente
amarga, tocándose la cara.) Y sí, cualquiera creería que paso hambres.
¡Brutos! Yo puedo demostrar lo contrario. Hoy hemos comido hasta hartarnos .
¿No, Daniel?
DANIEL.-Todo lo tiramos.
Como quien dice, todo. Ana y yo somos iguales cuando todo lo tiramos. Hacemos
cualquier negocio y ya nos dan treinta y cinco... o cincuenta pesos.
ANA.-(Indignada.)
¡Siéntate! Tú no tienes nada que ver en esto.
DANIEL.-Pero, el señor
dirá...
ANA.-¡Que te sientes, te
digo! (A Popoca.) No le haga caso. Está borracho. ¿Verdad que parece un
puerco?
DANIEL.-Es una falta de
tacto. Este Popoca dirá: es una falta...
ANA.-Pareces un puerco,
óyelo bien. (A popoca.) ¿Se da usted cuenta de que esto es una pocilga y
de que vivimos aquí como cerdos mal parido? (Se pasea por el cuarto
estrujándose las manos y hablando como para ella misma.)... Un muladar lleno
de mulas viejas.. Ahora se lo voy a decir y qué dirá. “No, de ningún modo..”
Idiota... ¿Sabes? Éste tampoco se va a tragar el anzuelo...
(Ríe.)
DANIEL.-(Hace una
seña a Popoca.) Déjala. Se pone asó. Luego cambia. ¿Tiene usted cincuenta
centavos? Préstemelos.
ANA.-(Reacciona.)
¿Qué dijiste, Daniel? ¿Otra vez pidiendo limosna?
DANIEL.-Anita, el señor
va a creer...
ANA.-¡Cállate; dígale
que se calle! Ah, si le digo que es un puerco! Sólo ve el dinero. ¿Sabe lo que
ha hecho? Ha sido a venderle a la Casarini el pelo de Sofía por treinta y cinco
pesos. Treinta y cinco pesos por un pelo precioso, de oro... Ah, pero algún día
tendré dinero y me la llevaré de aquí. (Daniel pega su cabeza en la mesa y
parece dormir.) Ese hombre no puede impedírmelo. ¿Sabía usted que Sofía no
es su hija...?
POPOCA.-Eso dicen. Yo no
sé. Yo vine porque...
ANA.-¿Cómo va a saberlo,
idiota? Un secreto no puede saberlo nadie, menos usted. ¿Por qué
usted?
POPOCA.-Todos lo saben.
Usted se lo dice a todos.
ANA.-(Ya no escucha.
Su voz va rebotando en las paredes.) Treinta y cinco pesos... ¡es un
bandido! La odia porque no es su hija, eso es. Y ahora óigame usted; este hombre
no es el padre, se lo advierto. No ponga esa cara. Va a decirme que lo sabe...
¿Cómo, cómo va a saberlo? Porque nadie me conoció como yo era: tan joven y
sencilla... Estuvimos bailando con trajes lilas y yo hacía caravanas para que me
besaran la mano. ¿Sabe los Lanceros? A ver, Daniel. (Daniel tararea a media
voz. Ella lo ayuda.) Tarará... tarará... ¡No te levantes! Tú nunca me
besaste la mano. Mi abanico era así, de avestruz y me peinaron alto, con un
resplandor de plumas... Tres reverencias, tarará, tatá...
DANIEL.-Y también una
vuelta.
ANA.-(Se detiene
golpeándose el pecho.) Un día me senté en un lago. La gente estaba vestida
de domingo y había unos cisnes que comían pan... ¿Cómo fue que estuvo? Ah, sí,
los cisnes estaban comiendo pan que alguien les echaba. Así vino él. Alto, alto
y fuerte. Lucino Santos... Dios mío... (Ríe.) Le mordí los cabellos para
ver si eran de oro... ¡Lucino Santos!
DANIEL.-Y se te rompió
la falda.
ANA.-¿Cómo sabes tú que
se me rompió la falda? Yo me la rompí para que él viera y pude... pude... ¿Usted
cree que éste es el padre de Sofía? No es. Yo se lo digo: No es, no... Cuando lo
sepa va a ser buena... ¿Sabe usted con qué se curan las jaquecas?
DANIEL.-Oiga, Popoca. Yo
soy el padre de Sofía. Yo puedo mandar en ella. Es mi hija. Nació... ¿Cuándo
nació, Anita...?
ANA.-No sabe. Tampoco lo
sabe... (Desaparece en la cocina. Se oye el ruido de las botellas que
revuelve.)
POPOCA.-No la deje
tomar, oiga. Le hará daño.
DANIEL.-Déjela. (Ríe y
le hace señas de entendimiento.) ¿Sabe usted con qué se curan las
jaquecas?
POPOCA.-(Levantándose.)
Yo ya me voy.
DANIEL.-(Grita.) Ana,
¡dice que se va!
ANA.-(Reapareciendo.)
¿Quién? (Ve a Popoca.) ¡Cómo, si usted, Genovevo Popoca! Tengo algo que
mostrarle. (Se busca el papel en el seno. De pronto se detiene al comprender la
situación.) Oh, dispénseme, ahora caigo que hace rato que llegó usted. La cosa
es tan fácil... ¿Se lo dices tú, Daniel?
DANIEL.-Es posible...
Bien, señor Popoca...
ANA.-No. Yo no se lo
puedo decir.
POPOCA.-Ya me
iba.
ANA.-Quédese, se lo
ruego, sólo un momento. Se trata de mi hija Sofía. Por si usted lo ignora, va a
cumplir diez y siete años, la mejor edad para una señorita que, como ella, tiene
tantas proposiciones matrimoniales. Así la cosa, y esto lo comprobará usted,
entre todos sus pretendientes escogeré a quien... Quiero decir...
DANIEL.-Yo soy el padre.
Déjame hablar.
ANA.-Quiero decir que
las mujeres de la vecindad creen que mi marido aquí presente, el padre de Sofía,
es un hombre tranquilos y decente. Sus méritos y sus antecedentes le permitirán,
muy pronto, obtener un empleo en alguna oficina del gobierno.
DANIEL.-Soy tenedor de
libros, señor Popoca.
POPOCA.-¿No dice que no
es su padre?
ANA.-Eso no viene al
caso. Además... (Baja la voz hasta el misterio.) Él cree que Sofía es su hija...
(Ríe, se vuelve a Daniel.) ¿Quién es el padre de Sofía?
DANIEL.-(Despacio y
mirándola siniestramente.) Lucino Santos.
ANA.-No le haga caso.
Está borracho. En su juicio no recuerda nada de esto. Le decía que es un hombre
decente.
DANIEL.-Y
cumplido.
ANA.-¡Cállate el hocico!
(A Popoca, muy gentil y digna.) En consecuencia, el padre de Sofía, aquí
presente, no es un cualquiera.
POPOCA.-Mire usted,
yo...
ANA.-No soy ninguna
tonta, antes me precio d e saber distinguir a las personas decentes y otorgarles
el lugar que merecen. Por lo que a mí respecta, la familia de Sofía –esto lo ha
notado usted ya-, somos gente de reconocido prestigio y honorabilidad. Y esto es
lo asombroso... muy asombroso... ¿Sabe usted, Genovevo Popoca?, me maravilla
saberlo a usted dueño de tan singular fortuna.
POPOCA.-¿Qué pasa
aquí?
ANA.-¿No lo cree? Le
estoy concediendo a usted la mano de mi hija.
Popoca.-¡Ah!, ¿con que
eso era?
DANIEL.-Te dije que no
iba a querer.
ANA.-Te equivocas. Está
sólo maravillado. Es natural...
POPOCA.-Miren, eso sí no
se va a poder.
ANA.-Repítalo.
POPOCA.-No se va a
poder.
ANA.-(Deja correr un
silencio.) ¿Eso significa que rehusa usted?
POPOCA.-Claro, No se
enoje usted. Sucede esto: yo tengo ya una novia, ¿sabe?
ANA.-Novia... (a
Daniel.) Me imaginó qué clase de novia puede tener éste. Una novia como Eloína,
como Estela Walter, ¡como la Mecatona!
DANIEL.-Te lo
dije.
ANA.-(A Popoca.) No
confunda usted, no. Su novia no se puede comparar con Sofía, que es una
señorita. Sofía puede leer un libro entero en italiano. Sofía...
POPOCA.-Oigan, ustedes
están queriendo que yo acepte y diga sí. Pero no. Ramona no será como Eloína ni
Sofía, porque es obrera: trabajamos juntos. Creo que ella está queriendo casarse
conmigo. Y yo, pues, también.
ANA.-¿Es que no
acepta?
DANIEL.-Te lo
dije.
ANA.-Comprendo que no ha
querido usted lastimarme, Genovevo Popoca; mas, si así fuera, sepa usted que me
estoy humillando para conocer su última palabra. ¿Rehusa usted?
POPOCA.-Pues... de
plano, sí.
ANA.-Perfectamente. Eso
es todo, señor Popoca. Daniel, dame la pastilla.
POPOCA.-No me mire así.
Yo... este... puede ser que luego tratemos más el asunto.
DANIEL.-Hoy va a
pensarlo.
ANA.-(Muy contenta.) Es
natural. El hecho es dedicado. ¡Ah, Popoca, ya sabía que podría contar con
usted!
POPOCA.-Yo no he dicho
que...
ANA.-No digas más.
Gracias, gracias, Sofía será dichosa.
DANIEL.-Él no ha dicho
que acepta, Anita.
POPOCA.-Ya me voy, con
permiso...
ANA.-Sofía lo esperará.
No lo olvide.
(Popoca se encoge de
hombros y se marcha.)
DANIEL.-Anita...
(Ana mira a su marido
con desdén. Se inclina y le escupe la cara. Él se limpia el insulto con el dorso
de la mano y ella se yergue y queda frente a sus ojos con los brazos cruzados
mientras cesa la luz en el interior. Popoca ha quedado cavilando un momento
junto a la puerta de Ana. Sofía regresa de la calle.)
SOFÍA.-¿Habló usted con
ella?
POPOCA.-(Turbado.) Sí.
Adió. (Se retira a su casa.)
SOFÍA.-Adiós...
(Extrañada, entra en la suya.)
(Sólo, apoyado aún
contra el árbol, está Augusto Soberón que vuelve la cara al oír un alegre
silbido. Es Andrés. Llega sin preocupación metido en su traje de vivos
colores.
ANDRÉS.-Buenas noches,
señor Soberón.
AUGUSTO.-Buenas. ¿Del
trabajo?
ANDRÉS.-Sí.
AUGUSTO.-¿Marcha?
ANDRÉS.-Sí, bien. (Eleva
la vista al cielo.) Bonita, ¿no?
AUGUSTO.-¿Cómo?
ANDRÉS.-Le digo de la
noche, el cielo, mire. ¡Cómo hay estrellas! Después saldrá la luna.
AUGUSTO.-(Mirando
también al cielo.) Realmente sí. No me había fijado. Un poco fría, pero bonita.
Ése es Orión, supongo... y Sirio ésa, la más grande.
ANDRÉS.-No le atino, hay
tantas. ¿Qué será que parpadean?
AUGUSTO.-Cintilan. Por
la distancia, creo.
ANDRÉS.-De chivo pensaba
que donde una se cayera...
AUGUSTO.-¡Push! Como
hormigas todos.
ANDRÉS.-¿Será cierto que
dependemos de los astros?
AUGUSTO.-Dicen.
ANDRÉS.-Yo tengo un
libro que dice que dependemos de los astros. Si uno aprende algunas cosas sabe
lo que va a pasarle. Cada mes tiene su signo. Yo voy Acuario.
AUGUSTO.-¿Si?
ANDRÉS.-Por febrero,
¿sabe? Pero son doce. ¿Los conoce?
AUGUSTO.-Sí.
ANDRÉS.-¿Cuál le
toca?
AUGUSTO.-No
sé.
ANDRÉS.-¿No cree en
eso?
AUGUSTO.-Pues...
(Se interrumpen, Sofía
sale angustiada de su casa.)
ANDRÉS.-¿Qué te
pasa?
SOFÍA.-¡Andrés! (Se
cobija en él.)
ANDRÉS.-¿Ellos?
SOFÍA.-Sí, otra vez.
Ahora me quieren juntar con Popoca.
ANDRÉS.-Espérame. (Va a
entrar)
SOFÍA.-No, no vayas. Te
van a pegar. No quiero que te peguen.
ANDRÉS.-¿Te
lastimaron?
SOFÍA.-No. Él se había
quitado el cinturón y ella comenzó a gritar, y me salí. No entres.
ANDRÉS.-Te voy a llevar
con Polita. Cuando se les pase volveremos
SOFÍA.-Oh, nunca debí
venir aquí.
Andrés.-¿Tienes miedo?
Yo... yo...
SOFÍA.-Tú no me puedes
ayudar tampoco. Ni tú ni nadie. Yo eso lo sé.
ANDRÉS.-Si quieres
irte... irnos...
SOFÍA.-Se dice tan
fácil... ¿Y adónde? Para llegar luego a otro sitio igual, lleno de todo
esto.
ANDRÉS.-Tú no sabes. Hay
afuera otras cosas.
SOFÍA.-¿Y cómo vamos a
vivir? ¿Con eso? ¿Siendo tú lo que tú eres?
ANDRÉS.-
¡Sofía...!
SOFÍA.-¿Siguiéndote de
calle en calle y aplaudiéndote con la gente?
ANDRÉS.-Pero gano
dinero, mira. (Le enseña dinero.)
SOFÍA.-No es el dinero.
Creo que no es el dinero. Son ellos, tú, yo.
ANDRÉS.-Estás nerviosa,
ven. (La abraza.)
SOFÍA.-Tal vez.
Perdóname.
ANDRÉS.-No me gusta
saber que los demás te hacen daño. La gente es mala y me dicen cosas y e
critican y me... Sofía... (Llora abrazándola. Para Sofía ese llanto es
inexplicable.9
SOFÍA.-(Con repugnacia.)
No llores, no.
ANDRÉS.-Es un
consuelo.
SOFÍA.-Pero es que
cuando tú lloras... No, déjame... Cuando tú lloras, lloras como una
mujer...
(Sofía huye hacia el
cuarto de la Polita. Andrés queda inmóvil. Luego entra en la portería. Augusto
tienen la cabeza entre las manos. La levanta y contempla las lejanas
constelaciones. La casa. Un viento ligero hace caer las hojas del árbol y él,
mecánicamente, extiende los brazos para atrapar algunas.
El cuarto de Lola se
ilumina. Lola está sentada, de negro e inmóvil, con la vista perdida.
Augusto reacciona. Se
encoge de hombros, hunde sus manos en el bolsillo y camina en dirección a su
vivienda. Lola no se vuelve siquiera a verlo. Augusto toma su violín y empieza
la práctica de sus ejercicios. El patio se llena de escalas musicales. La luz en
el cuarto de Lola cesa poco a poco. En todo el escenario la luz va disminuyendo
y sólo el árbol conserva un halo fosforescente. Después, a medida que la música
del violín se apaga, el árbol mismo va perdiéndose en sombra. Sale la luna y el
patio se llena de luz azul. Alguien camina lentamente. Es la tía Rosa. Adelante
su desesperación contra la casa y se escucha su voz.)
ROSA.-(Su grito es
patético, como asombrado, pero ni siquiera lloriqueante.) ¡Estela...
Estela...!
T E L Ó N
ACTO TERCERO
Víspera de Navidad. En
la mañana del 24 de diciembre.
CUADRO I
Tema musical que
recuerda las fiestas decembrinas mexicanas. El cántico popular de la Peregrina
Agraciada se enlaza al de El lavadero.
Un sol amarillento
ilumina al patio de la vecindad y también a las mujeres, que lavan. El gran
árbol no tiene ya más hojas que tirar y sus varejones emergen entre el resto de
su verdor coronados de farolitos de papel y madejas de heno. El aire huele a
rama de pino y a pólvora. Hay, incluso, del árbol a los tendederos, tiras rotas
de serpentinas y algunos hilos con faroles y globos de colores. Las puertas de
las viviendas –excepto la de la Lola Casarían- luces en el tope sus farolitos de
acordeón. Por último, de azotea azote, está tirada una reata donde se mece el
resto de una olla de barro que originalmente se vistió de barco.
Los interiores de las
habitaciones permanecen a oscuras y la vida se concentra en el patio.
Lavan: Doña Gudelia,
Susana y Margarita Montiel. En un lavadero del fondo está la Polita lustrado sus
zapatos. En primer término izquierda, forman grupos tres hijos de Justina
Ledesma: Chayo, Juan y el mayor, Asdrúbal, comen jícamas con mucha claridad a su
testaferro está doña Francisca Betancourt, la dueña de la casa. El licenciado
Manuel Ciro Palma adopta frente a ella una actitud de solidaridad, tal vez para
impresionar mejor a las mujeres. Pedro Rojo avanza por el pasillo de la azotea y
busca un sitio para escuchar.
DOÑA PACA.-¿Le parece a
usted?
CIRO PALMA.-Eh... ¿Cómo
dijo usted?
DOÑA PACA.-Me refería a
las rentas. Estas viviendas podrían pagar, digamos, sesenta pesos.
CIRO PALMA.-¿Cómo que
setenta pesos! No me haga reír señora... ¿Sesenta pesos por unas viviendas
situadas de hecho en el primer cuadro de la ciudad? No sacaría ni para las
contribuciones.
DOÑA PACA.-Por eso le
vendo a usted la casa y por eso he querido que estas gentes lo sepan y lo
oigan.
CIRO PALMA.-¿Cuánto
pagan ahora?
DOÑA PACA.-Unos, quince
pesos; otras diez...
CIRO PALMA.-¿Qué
barbaridad, señora Betancourt; noventa pesos por vivienda sobra quien los
pague!
DOÑA PACA.-Podrá también
aumentar un piso. Los muros aguantan, míreles, construcción antigua: ladrillo y
piedra... En cuanto al árbol ese, ya vendrán por él: pura leña. Lo vendí ayer en
veinte pesos.
CIRO PALMA.-¡Magnífico!
Será un estorbo menos.
DOÑA PACA.-Ya deberían
haber venido a contarlo. Será que esta mujer, Ana, se emborrachó y el carpintero
no pudo localizarla. Déjeme ver. ¡Ana! (Se acerca a la puerta de Ana y toca.
Nadie responde.) ¿Usted cree que no hay nadie?
CIRO PALMA.-Pudo haber
salido.
DOÑA PACA.-Están
adentro, le digo, emborrachándose. ¡Ana! (Toca la puerta.) La portera... una
ebria consuetudinaria que le permite todo a esta gente: sus baile, sus gritos.
No saldrá (Se dispone a marcharse.) Como estamos en posada, noche tras noche han
estado escandalizando. Sobre todo ahora porque es Noche Buena. ¡Nochebuena! No
quiero ni siquiera imaginarme lo que harán esta noche... ¡Vamos, señor
licenciado!...
SUSANA.-Doña
Paquita...
GUDELIA-No diga nada,
Susana.
Doña paca.-¿Me hablaba?
Dígame.
SUSANA.-Pues, verá
usted, se trata del árbol.
DOÑA PACA.-¿Qué tiene el
árbol?
SUSANA.-Este árbol nos
gusta. No quisiéramos que lo cortaran.
DOÑA PACA.-Este árbol lo
cortan porque a mí me da la gana que lo corten. ¡Ni una palabra más!
SUSANA.-Un momento, doña
Paca.
MÁRGARA.-Y,
Susana.
SUSANA.-A mí no me grita
esta vieja. (A la dueña.) ¡Sí, a usted se lo digo! Usted será muy dueña de esta
casa pero no tiene ningún derecho a gritarme. Yo le estoy hablando con
prosapia.
CIRO PALMA.-(A Susana.)
¡Señora!
SUSANA.-(A él.) Usted se
calla el hocico. Es asunto de viejas.
DOÑA PACA.-Deslenguada,
lépera. No está usted hablando con sus iguales. Este señor es el nuevo dueño de
la casa, el licenciado Manuel Ciro Palma.
SUSANA.-¿Ah,
sí?
GUDELIA.-No se enoje,
doña Paquita.
SUSANA.-Dueño de la
casa... con esa jeta-murciélago. Y ultimadamente, mire...
DOÑA
PACA.-¡Basta!
SUSANA.-¡Y sobra! Cuando
se trata de hacer porquerías, aunque fuera el presidente de la República,
cualquiera le para el alto.
POLITA.-(A la dueña.)
Señora, es casi una súplica y yo no veo por qué no ha de ser escuchada. El árbol
no le estorba a nadie; antes adorna un poco. ¿No cree?
DOÑA PACA.-Ésta es mi
casa. No la suya.
POLITA.-No quisiéramos
obligarla a que las respete.
CIRO PALMA.-Por favor,
señorita... HM... ¿cómo se llama?
DOÑA PACA.-(Al
licenciado.) Usted cállese. (A Poli.) ¿Obligarme a mí? ¿Dijo usted
obligarme?
POLITA.-(Enfrentándose.)
Sí.
PEDRO.-¡Bravo, Polita!
No te dejas. Muerde
DOÑA PACA.-(A Pedro.)
¡Usted!
PEDRO.-(A Polita.) Si te
dan una tarascada, coge un palo. Estos bichos, a palos.
DOÑA
PACA.-(Estupefacta.) No es posible.
PEDRO.-¡Claro que es
posible! ¿Creía usted que nunca nadie iba a poder decirle nada? Se acabaron esos
tiempos, doña, ya las oyó.
DOÑA PACA.-Mida sus
palabras, idiota, no somos iguales. Yo no tengo nada con los de su
clase.
PEDRO.-Pero los de mi
clase sí tenemos mucho que ver con usted. ¿Me reconoce?
DOÑA PACA.-Y bueno...
Qué pasa. ¿Están creyendo que les tengo miedo, y que por miedo no puedo tirar un
árbol?
PEDRO.-Tire usted el
árbol. Eso a mí particularmente no me interesa. Me refiero a la comed del
chotuno ese con usted, aparentando la compra-venta de esta casa para poder subir
las rentas.
DOÑA PACA.-¿Creen que no
puedo?
POLITA.-De algo sirven
las leyes.
DOÑA PACA.- (Picada de
víbora.) ¡Precisamente! Yo les voy a demostrar para qué sirven las leyes. ¡No
son para ninguno de ustedes sino para quien pueda pagarlas!
PEDRO.-Pues,
páguelas.
DOÑA PACA.-¡Claro que
sí! ¡Claro que las pago! (Al licenciado.) Éstos se creen que estoy jugando.
¡Pero basta! ¡Me parece que basta! (A Pedro.) Y yo le haré tragar sus palabras,
por Dios. Subiré las rentas aunque me cueste miles de pesos. (Las mujeres se
consternan.) ¿Lo oyeron?
PEDRO.-No las espante.
No será fácil.
DOÑA PACA.-Usted me debe
seis meses de renta. ¡Sesenta pesos! Pues, óigalo: no quiero que me los pague.
Quiero que se largue de mi casa.
PEDRO.-(Da unos pasos.)
¿De veras?
DOÑA PACA.-(Retrocede.)
No se me acerque.
PEDRO.-Sólo quise verle
los ojos. Todos ustedes tienen los ojos de un mismo color: amarillo. El color de
la caca y del dinero. Chupar, exprimir, no les importa otra cosa. Y sus hijos, y
los hijos de sus hijos son iguales. Ayer, hoy... aquí se está imponiendo una
revolución, y el día de mañana...
DOÑA PACA.-¿Usted cree
que yo voy a esperar su revolución? El día de mañana usted no estará aquí, se lo
juro. ¡Qué digo mañana! Hoy mismo le echaré sus cosas a la calle.
PEDRO.-(Ríe.) Está
asustada como una rata. ¿Quiere que le enseñe el diario oficial y el decreto que
prohibe los lanzamientos?
DOÑA PACA.-Tráigamelo.
Ya veremos cuánto vale un decreto.
PEDRO.-Pues,
vale...
POLITA.-Déjala.
Pedro.
PEDRO.-Espérate. Quiero
decirle dos cosas más.
DOÑA PACA.-Dígaselas a
ellas. Yo no quiero nada con usted. ¡Decretos! Vamos, licenciado... (Se vuelve
después a Pedro.) Y óigalo usted bien: esta noche, a pesar de sus decretos,
dormirá usted en la calle.
CIRO PALMA.-(Yendo tras
ella.) Se expone demasiado, señora.
DOÑA PACA.-No me expongo
a nada. Yo sé cómo manejar el látigo y las leyes.
PEDRO.-(Al verlos
pasar.) ¡Chotuno!
ASDRÚBAL.-(Grita.)
¡Vieja cotidiana!
(Paca y el licenciado se
van. Reina entre todos un preocupado silencio que rompe Juan al toser. Asdrúbal
se levanta y le palmea la espalda.)
ASDRÚBAL.Te dije que no
de a puños.
CHAYO.-Son los
cacahuates. Toma jícama.
JUAN.-(A Asdrúbal.) Pero
no pegues tan fuerte.
(La tensión en las
mujeres se rompe.)
GUDELIA.-¡Qué les
parece!
MÁRGARA.-Va a subir las
rentas, seguro.
SUSANA.-No tenemos por
qué asustarnos, ¿verdad, Pedro?
PEDRO.-Claro que no. Las
rentas no puede subirlas, y en cuanto a mí, ¿creen que puede lanzarme? No puede.
POLITA.-Quién
sabe.
PEDRO.-Los lanzamientos
están prohibidos por un decreto de Ley.
GUDELIA.-De todos modos
no te confíes. Esta vieja es capaz.
PEDRO.-No hace nada, les
digo. (Pausa general, Pedro mira a la Polita.) Y ahora que me acuerdo. ¿Qué
diablos haces tú aquí? Deberías estar arreglando tus cosas.
GUDELIA.-¿Siempre te
vas, Polita?
POLITA.-Sí. Estaba
esperando a Sofía. Habrá que amarrar la cama.
PEDRO.-¿Para qué la ama?
Déjala aquí. Tu cuarto de allá tiene lo necesario: catre, lámpara,
escritorio.
POLITA.-Pero le quiero
regalar mi cama a Sofía.
SUSANA.-No te olvides de
nosotros.
POLITA.-Por supuesto,
no. Incluso me duele irme, créamelo.
GUDELIA.-También Lalo se
va.
PEDRO.-(A Polita.) No
empieces a ponerte sentimental. Ándale, pues.
POLITA.-No hay tanta
prisa, supongo.
PEDRO.-Supones mal.
Dicen que te lleve hoy. No vayas a quedar mal. Esta gente es así; si se
arrepienten, al diablo todo.
POLITA.-¿Me recibirán
bien? Me gustaría saber cómo es aquello.
PEDRO.-Te va a gustar
mucho. Tu cuarto tiene un balcón. Abajo del balcón está un jardín. Hay pasto,
niños... En las mañanas huevos. Al mediodía, mira: cazuelones.
GUDELIA.-Vaya. ¿La
familia, es buena?
PEDRO.-Un par de
viejitos. De azúcar. Toda su vida suspirando por un hijo. (A Polita.) Pidieron
informes. Se los di: huérfana, diez y siete años, cristiana, hambrienta, buenas
calificaciones y una mesada del gobierno que no te alcanza ni para desayuno.
¿Correcto? Adiós pellejos. Te vas a poner gorda. (Ella sigue triste.)
Caramba
¿pues que más
quieres?
POLITA.-Este... no me
refería a la comida.
PEDRO.-No la entiendo.
Debería estar alegre, ¿no creen?
POLITA.-Es que... nada.
(Da la vuelta y se va.)
PEDRO.-Polita...(Ella se
detiene. Lo mira, recoge sus zapatos.) Creo que tenemos que hablar otra vez.
Espérame.
Nomás le doy un grito.
(Y lo da.) ¡Lalo, Lalo!... (A las mujeres.) ¿Ya son las diez?
GUDELIA.-¿A qué horas se
van?
PEDRO.-Ya es hora, el
tren sale a las once.
LALO.-(Asomándote.) Me
estoy desayunando. Ya casi estoy. (Se mete.)
PEDRO.-Pues,
pronto.
MÁRGARA.-¿Es muy grande
el colegio de Lalo?
PEDRO.-(Va hacia Polita,
inclinándose antes contra Margarita.) Grande y magnífico. ¡Está lleno de
hombres!
MÁRGARA.-¡Oh
usted!...
(Las otras ríen. Pedro
se aleja con la Polita hasta sentarse bajo el árbol. Ella continúa allí
lustrando sus zapatos. Por su cuenta, Asdrúbal se saca del bolsillo una revista
de figuras y lee tirado en el suelo. Sus hermanos comen. Susana habla de
Pedro.)
SUSANA.-¿Vieran? Me cae
bien: pero es un comunista...
GUDELIA.-Pues él dice
que no es, ¿usted cree? Ayer dijo que pasa serlo, le hacía falta altura moral,
cultura y disciplina. Está loco; es lo que yo creo. En estos
tiempos...
MÁRGARA.-¿Y por eso le
dijo a la dueña cosas tan feas?
GUDELIA.-Se las merecía.
Aunque ahora nosotras vamos a pagar el pato.
SUSANA.-Lo estamos
pagando hace mil años, chula. (Vuelve la cabeza a ver a la Polita y a Pedro.)
¡Ay, Dios, dichosos ellos! (Suspira.) Yo no sabía que la Polita se iba
también.
GUADELIA.-Pues, ya lo
oyó. Pedro sabe hacer las cosas.
MÁRGARA.-Mmm. . . a mí
se me hace. . .
GUADELI.-Cierre su pico,
Lucrecia Borgia.
MÁRGARA.-¡Ay!
GUADELIA.-Ella y Pedro
no tienen nada que ver. Me consta. Ni siquiera son novios.
SUSANA.-Y aunque lo
fueran. Qué bueno que la sacó de aquí.
GUADELIA.-Pero no hay
derecho a que digan cosas de ella.
MÁRGARA.-Pero allá sí.
Anda como seda detrás de él.
SUSANA.-Mire, Margarita,
no hay que ser. . . Esta niña no es Eloína. Va a vivir como Dios manda en una
casa honrada, y es justo.
GUADELIA.-Y bendito sea
Dios. Sólo una ha de quedarse aquí, hundiéndose más en la mugre. Y este Pedro,
¿por qué no se irá?
MÁRGARA.-¿A dónde se ha
de ir ése? En ningún lado lo reciben. Además le encanta andar aquí de
mitotero. Además.
GUDELIA.-Además,,
qué.
MÁRGARA.-Ése anda tras
de Sofía. ¡Imagínese! Claro que ellas nones. ¡No es tan tonta!
GUDELIA.-(Mirando la
cara de Susana.) ¿Qué tiene, está triste?
SUSANA.-No sé. ¿Viera?
La Polita se no va. También Lalo. También el árbol. Lo mejorcito...
GUDELIA.-Mejor, por todo
lo que ha pasado aquí.
SUSANA.-¿Lo de
Eloína?
GUDELIA.-Y no sólo eso.
Hace dos meses, ya ven, Estela, la hermana de Lalo, se fue con el hombre y anda
vete, ni adió dijo.
SUSANA.-Y la pobre tía
tan acabada. En fin, son cosas.. (Transición.) A la noche va estar bueno. Yo ya
di mi cuota.
GUDELIA.-La Mecatona
invitó a sus amigos. Con lo que les gusta divertirse. (A Susana.) ¿Va a ir el
capitán?
SUSANA.-Claro. Es muy
celoso, ¿sabe?
GUDELIA.-¡Me da un
gusto!
MÁRGARA.-Aunque los
amigos de la Mecatona son puros mecos.
GUDELIA.-Hágase,
hágase... No se ponga moños. Se divierte una y ya, a lo mejor pesca
marido.
MÁRGARA.-¿Dónde irán a
poner la mesa?
SUSANA.-Al fondo, se
entiende. Y se me olvidaba. Dígale al señor Popoca que alquile el
tocadiscos.
MÁRGARA.-Sí, ya
fue.
SUSANA.-La Paca se va a
morir del berrinche.
GUDELIA.-Que se muera.
¡Jajay, se va a poner tan bueno!
SUSANA.-Farolitos,
confeti y música. Ayer compré mi niño para el nacimiento. Porque yo soy de aquí.
No como la Casarini... Push, push... Un arbolito de Navidad y Santa Claus. Ésas
son gringadas. ¿Verdad?
GUDELIA.-Lo aprenden en
el cine. Tan chocantes.
MÁRGARA.-Ya tengo mi
vestido. Con flores aquí y una...
(Callan de pronto.
Justina sale de su casa y se acerca. Viene más o menos arreglada y trae un
abrigo viejo en las manos. También un cepillo para limpiarlo. Su actitud es
triste.)
JUSTINA.-Buenos
días.
MÁRGARA.-¿Qué tal,
Justinita?
(Justina busca un balde
para humedecer el cepillo.)
GUDELIA.-Mójelo aquí, no
faltaba más. Y ya sabe. Si le hace falta algo, aquí estamos para
servirla.
JUSTINA.-Muchas gracias,
se los agradezco. Nomás que le echen un ojitos a mis muchachos, no sea que...
(Calla al ver a su hija Eloína.)
(Eloína pasa junto a las
mujeres que disimulan su presencia. Llega junto a sus hermanos y los mira. Las
mujeres guardan silencio, Justina cepilla más de prisa.)
CHAYO.-(A Eloína.)
¿Quieres una lima, Eloína?
ELOÍNA.-No.
ASDRÚBAL.-(Deja de leer.
La mira. Se levanta.) ¿Ya? Me hubieran dicho.
ELOÍNA.-Tú no vas.
Tienes que cuidar a éstos.
ASDRÚBAL.-Bueno.
JUAN.-¿Tampoco yo
voy?
ELOÍNA.-No
ASDRÚBAL.-Lástimaa que
no te quedas al baile. Va a estar resuave, de veras. La Mecatona invitó a
todos.
CHAYO.-Pero no hay
piñata.
JUAN.-Nomás
baile.
ASDRÚBAL.-Mejor. (A
Eloína.) Lástima que no te quedes. Fíjate, aprendí aquel paso nuevo, ¿te
acuerdas? Presta. (Le toma la mano, tararea una tonada alegre y le da un jalón y
marca el paso.)
ELOÍNA.-Suéltame, me
lastimas.
ASDRÚBAL.-Ah, de veras,
se me olvida. (La suelta, asombrado.)
JUAN.-Oye, ¿y siempre te
dieron los veinte pesos que tú querías?
ELOÍNA.-¡Tú cállate!
¿Por qué me hablas de eso?
JUAN.-Ah.
GUADELIA.-(A Justina.)
No llore, no se ponga así, Justina. Estas cosas pasan. Todo se
arreglará.
JUSTINA.-¿Viera? Lo que
más me aflige no es lo que hizo, sino que por la enfermedad tan fea que le
pegaron ahora tengo que llevarla al hospital.
SUSANA.-Cosas, cosas. .
.
(Eloína se desliza al
fondo y espera a Justina. Ésta se limpia los ojos, se pone el abrigo y se
dispone a salir. Antes habla a sus hijos.)
JUSTINA..Pórtense bien,
muchachos. Tú también, Asdrúbal.
JUAN.-(Cuando da la
vuelta.) ¡Má, se te sale el fondo!
(Justina y Eloína se
van. En la puerta tropiezan con Sofía, que trae una canasta al
brazo.)
JUSTINA.-Buenos
días.
SOFÍA.-Adiós.
POLITA.-(Se levanta al
ver llegar a Sofía.) Sofía.
SOFÍA.-Espérame. Voy a
dejar esto, vuelvo. (Va hacia su casa. Antes de entrar dice a las mujeres.)
Ahorita viene la Mecatona. Trae las ramas de pino y manojos de heno, y también
bolsa y canastas.
GUDELIA.-¿Qué
bueno!
CHAYO Y JUAN.- ¡Vamos
con ella!
(Todos se vuelven hacia
la puerta Hay una ligera pausa. Entra Estela. Asdrúbal detiene a los
niños.)
ASDRÚBAL.-Espérense. No
es la Mecatona. ¡Es Estela Walter!
SUSANA.-¡Válgame
Dios!
(Estela se sabe
observada, Sus ropas, su actitud, todo en ella indica fracaso. Pedro, la Polita,
Sofía, los niños y las mujeres la cohiben. Inclina un poco la cara y sube de
prisa a su casa.)
GUDELIA.-¡Desvergozada!
SUSANA.-¡Y precisamente
hoy!
MÁRGARA.-La habrá dejado
el hombre. Es que ni para eso es bueno.
(Pedro se
levanta.)
POLITA.-¿A dónde vas,
Pedro?
(El avanza
impaciente.)
PEDRO.-Es que se va el
tren, y ahora con la llegada de ésta, mientras la perdona y se ponen a llorar...
¡Lalo!
(Desde la puerta llegan
risas y voces. Entra la Mecatona con varios amigos. Traen rama de pino y manojos
de heno. Asdrúbal, Chayo y Juan corren hacia ella. Sofía entra en su casa. Las
mujeres echan la ropa en las cubetas y van también hacia la Mecatona, que
entrega las ramas a los chicos. Los niños desaparecen con la carga hacia la
izquierda.)
MECATON.-(Avanza. Las
mujeres la rodean.) ¿Están bonitas?
GUDELIA.-¿Las
ramas?
SUSANA.-Chulas. ¿Trajo
serpentinas?
MECATONA.-Traje todo lo
que puede. Va a ser un baile que nunca se les va a olvidar. Les presento a unos
muchachos.
UN
MUCHACHO.-Quiubo.
OTRO MUCHACHO.-¿Qué
tal?
GUDELIA.-¿Vendrán a la
noche?
MÁRGARA.-Para
sevirle.
SUSANA.-Mucho
gusto.
(La Polita recoge sus
zapatos y entra a su casa.)
MECATONA.-Tenemos quince
barriles de cerveza y el de la tortillería nos regala los sángüiches. Claro, lo
invité.
GUDELIA.-¿Y las
cubas-libres?
MECATONA.-Eso es aparte.
Miren, tres. (Con la mano indica el tamaño de las enormes barricas.) Y globos y
canastitas y confeti y... Ya verán.
SUSANA.-Le debo la cuota
del capitán. Vendrá.
MECATONA.-Que venga. Que
vengan todos. Si ganas me dan de invitar a doña Paca. Ya vería lo que es una
fiesta. Me voy a poner mi vestido de lentejuelas y un cuentón a todo meter.
¿Verdad, muchachos?
(Exclamaciones generales
ad libitum.)
MECATONA.-¿Y tú, Pedro.
No vendrás?
PEDRO.-Seguro que sí.
Pero ahorita no me hablen. Estoy esperando a Lalo.
MECATONA.-¿Y tú, Pedro.
No vendrás?
PEDRO.-Seguro que sí.
Pero ahorita no me hablen Estoy esperando a Lalo.
MECATONA.-Vámonos, pues.
Tenemos que arreglar todavía las cosas. (Se detiene por la voz de
Ana.)
ANA.-(Saliendo.) ¡Oigan,
yo también de mi cuota!
(Tras Ana,
Daniel.)
MECATONA.-Sí. Óiganla
todos: Ana Romana dio su cuota. (Risas, Ana se yergue. La Mecatona hace alusión
al aguardiente.) Para usted ya empezó la fiesta, ¿no?
ANA.-(Digna y sin
moverse de su lugar.) ¿Mentiras! Sólo tomé dos copas. (A Daniel.) ¿No es
cierto?
(Entra Sofía)
DANIEL.-Es cierto. (Para
Ana.) Métete. ¿Qué dirán?
ANA.-Nada. Tú estás
igual que yo.
MECATONA.-Bueno,
mételos, Sofía. (A sus compañeros.) Nosotros vámonos. ¿Me ayudan en todo,
muchachos?
MUCHACHOS.-(Al unísono.)
Vamos.
(Entra risas y voces la
gente abandona el patio. Quedan Pedro y Sofía. Pedro se pone en jarras mirando
hacia la casa de Lalo.)
SOFÍA.-¿No se han ido
todavía? Es tarde.
PEDRO.-Ya ves. Ha de
estar peleando con Estela.
SOFÍA.-No lo creo.
(Pausa.) Pobre Estela.
PEDRO. ¿Por qué pobre?
Cada quien tiene lo que se merece.
SOFÍA.-Tal vez. ¿Y
Ofelia, se fue?
PEDRO.-A dejar sus
zapatos. Espérala. (Mira impaciente la casa de Lalo. Se pega en los muslos.)
¡Esperemos!
SOFÍA.-¿Va María con
ustedes?
PEDRO.-No sé. ¿Las
necesitas?
SOFÍA.-Sí, para
entregarle esto. (Le muestra un sobre.) ¿Sabes de quién es?
PEDRO.-¿De Cecilio?
(Ella afirma.) ¿Y por qué te escogió a ti?
SOFÍA.-¿Por qué no? Es
también mi amigo. (Contempla el sobre y sonríe con tristeza, mira luego a Pedro.
Su voz es dulce.) Debe ser una carta de amor. (Pausa.) Achicó los ojos y le
temblaban las manos. Después se acomodó el sombrero y se fue. Pobre... (Observa
la actitud de Pedro.9 ¿Por qué mueves la cabeza? No está bien burlarse. No todos
pueden ser como tú...
PEDRO.-No me burlo; pero
Cecilio y María, como todos los demás, necesitan aprender a decidirse. María
debe dejar a la tía, a Estela, a todo.
SOFÍA.-Nadie puede hacer
eso.
PEDRO.-Por eso nadie
progresa. Debemos romper lo que nos ata y esperar.
SOFÍA.-No es tan fácil,
Pedro.
PEDRO.-Cuando ya no es
tiempo, no. Hay que decidirse a tiempo antes de que algo, para siempre, nos ate
sin remedio. El sentimentalismo, las lágrimas, son un gran estorbo. No dejan ver
hacia delante.
SOFÍA.-A veces, adelante
no hay nada. (Pedro la mira.) Yo, por ejemplo, no tengo nada. ¿A dónde podría
ir... con quién? No me mires así, no me tengas lástima.
PEDRO.-No conozco la
lástima.
SOFÍA.-Tampoco me
desprecies. Un día, hasta pensé volver al colegio.
PEDRO.-(Le toma la
mano.) Sofía...
SOFÍA.-No me has reír...
¡pones una cara de susto!
PEDRO.-No, susto no es,
Sofía...
SOFÍA.- Pedro, no me lo
vuelvas a decir. No me lo vuelvas a pedir, por favor.
PEDRO.-¿Por qué no?
Todos tenemos derecho al amor.
SOFIA.-Yo no. Aunque te
quisiera no podríamos hacer nada.
PEDRO.-Haríamos...
SOFÍA.-Quiero salir de
aquí, daría cualquier cosa por salir de aquí, y tú no puedes ayudarme. ¿Crees
que me quieres? No. Tampoco me necesitas.
PEDRO.-No me
conoces.
SOFÍA.-Pero conozco las
cosas que tú no podrás darme.
PEDRO.-
¿Cuáles?
SOFÍA.-Todo. Todo lo que
he deseado sin conocerlo siquiera. Hambres no, me horroriza el hambre. Tú sólo
me darías hambre.
PEDRO.-Hablas como los
demás, eso me duele. Como Ana Romana, como la Casarini...
(Entra
Polita.)
SOFÍA.-Sí, hace mucho
tiempo que ha dejado de ser niña.
Pedro.-Te han hecho
mucho daño, Sofía. ¡Cómo los odio!
POLITA.-(Acercándose.)
Tú siempre hablando de odio. (A Sofía.) Te estuve esperando. ¿Quieres venir? Te
voy a dar una cosa.
SOFÍA.-(Sonriendo.) ¿De
veras? Yo también, mira (Le entrega un objeto.) Es una polvera... no vale
nada.
POLITA.-¡Ay, es
preciosa! Yo... yo te voy a regalar mi cama.
(Ríen.)
SOFIA.-¿Te quedarás a
cenar conmigo? Haríamos buñuelos.
POLITA.-Claro que sí.
¿Tú qué dices, Pedro? (Pedro no parece oírlas.) ¡Pedro!
PEDRO.-(Reaccionando.)
Ah, sí.
POLITA.-Estás dormido.
Sofia y yo queremos cenar juntas.
PEDRO.-Bueno.
POLITA.-Creí que te ibas
a enfurecer.
PEDRO.-No, Está bien.
Después de la cena te puedes ir.
POLITA.-¿Aunque sea muy
tarde?
PEDRO.-Yo te
acompañaré.
POLITA.-Estás muy raro.
En fi, te lo agradezco. (A Sofía.) ¿Vamos?
SOFÍA.-Sí.
(Van a irse cuando
aparece arriba Lalo. Viene provisto con un abrigo y una maleta. Lo acompaña
María. Tras ellas baja también Rosa con chanclas y llorosa.)
PEDRO.-¡Vaya,
hombre!
POLITA.-¡Qué elegante,
tú!
LALO.-Ahora sí, vámonos.
Aquí déjanos, tía.
Rosa.-(Solloza y lo
abraza.) Cuídate, hijito.
(Sofía se acerca a María
y le da la carta.)
LALO.-Vámonos. (A
María.) ¿Una carta?
MARÍA.- Sí de
Cecilio.
LALO.-(A Rosa.) Tú
también cuídate, tía. (A María.) Y tú, ven un momento. (La lleva fuera del
grupo.)
PEDRO.-(Impaciente.)
¿Qué pasó, Lalo?
LALO.-(A Pedro.) Ya
vamos. (A María.) No sé si es oportuno decírtelo; pero yo quisiera que te
casaras con Cecilio.
MARÍA.-Eso ya no tiene
remedio, Lalo. Cecilio sale esta noche para el Sureste.
LALO.-Vete con
él.
MARÍA.-(Ve a Rosa.) No
podría, Lalo.
LALO.-No lo pienses más.
Esas cosas no se piensan, se hacen.
PEDRO.-(Grita.) Bueno,
oigan, ¿A qué horas..?
MARÍA.- (A Lalo.) Está
bien. Lo pensaré. De todos modos, gracias.
LALO.-¿Pero todavía vas
a pensarlo? Allá tú
(Se reúnen al
grupo.)
LALO.-Adiós, Sofía. (La
abraza.)
SOFÍA.-Te tiene que ir
muy bien.
PEDRO.-(Carga la
maleta.) Tantos arrumacos...
MARÍA.-Deja que se
despida, Pedro.
LALO.-(A Polita.) Adiós,
Ofelia.
POLITA.-(Abrazándola.)
Adiós.
LALO.-¿Y lo
tuyo?
POLITA.-Se arregló
también. Me voy ahora. Pedro me consiguió unos papás nuevos.
PEDRO.-¡Bueno,
ya!
(María, Pedro y Lalo se
van.)
LALO.-Te voy a escribir
todos los días, tía. Cuídate.
ROSA.-Adiós, adiós.
(Llora.)
(Rosa regresa a su casa.
Pedro, María y Lalo desaparecen por la puerta de la calle, y Sofía y Polita
quedan solas en el patio.)
POLITA.-¡Cuánto gusto me
da! (Caminando hacia el frente.)
SOFÍA.-(Melancólica.) A
mí también.
POLITA.-(Observándola.)
No te pongas triste, Sofía.
SOFÍA.-Ustedes siempre
me ven triste. Es que así soy.
POLITA.-Yo te conozco;
pero, mira, yo vendré a verte. ¿No lo crees? Yo no me voy tan lejos, y
vendré.
SOFÍA.-Pero algún día te
irás para siempre. Si es que tú vales algo acabarás escapando de todo esto.
Escapar para luchar y vivir. Eso, al menos, dice Pedro.
POLITA.-¿Y
tú?
(Permanecen calladas un
momento. Entra de la calle Augusto Soberón. Viene sonriente y de prisa. Cruza
entre ellas, da un paso y se detiene.)
AUGUSTO.-Perdón. (Las
mira con azoro.) Buenos días.
POLITA.-Me distraje.
¿Linda mañana, no?
SOFÍA.-Usted viene muy
alegre.
AUGUSTO.-Claro que sí.
(Se busca algo en la bolsa de pecho.) Bueno, no vale la pena de enseñarlo. (Y se
turba.)
POLITA.-¿Qué es? ¿Se
sacó la lotería?
AUGUSTO.-Casi. Es un
contrato. (Se señala él mismo.) Para mí. Adiós la ópera.
SOFÍA.-¡Qué
bueno!
AUGUSTO.-(Las mira
nervioso.) Voy a tocar con la Sinfónica. En la orquesta, claro, y...
POLITA.-¡Qué cosa tan
magnífica, señor Soberón!
AUGUSTO.-¿Verdad?
(Lola Casarín se asoma a
su puerta.)
SOFÍA.-Como un regalo de
Navidad.)
AUGUSTO.-Y también un
préstamo. ¡Quinientos peso!
LOLA.-¡Cómo!
AUGUSTO.-(Se vuelve a
verla. Su alegría se torna extraña.) ¡Sí, cómo! Vamos, entra mujer. Ahora tú y
yo tenemos que hablar.
(Lola, asombrada, echa
atrás el cuerpo y Augusto pasa al interior de la vivienda. Transición luminosa.
Él da unos pasos y se detiene en mitad de la pieza. Ella cierra la puerta y le
observa con los brazos cruzados.)
LOLA.-No es necesario
publicarlo a los cuatro vientos; no está bien de ningún modo. Estamos rodeados
de acreedores y tú gritas en el patio que te han prestado quinientos pesos.
Inmediatamente vendrá doña Paca y... (Se lleva las manos a la cabeza.) Oh,
Augusto, perdóname. No tienes idea cómo he pasado este día, con esas mujeres
escandalizando afuera. No sé cómo tú puedes dormir. Ayer en la noche.. (Su
cerebro se ilumina.) ¿Dijiste quinientos pesos, verdad? (Examina la habitación.)
Es la providencia. Precisamente hoy cuando no teníamos ni un centavo.
¡Quinientos pesos! (Ve su piano, se acerca y en medio de un ataque de llanto
acaricia la madera.) ¡Oh, Augusto, no se perderá, no, no...! Es raro, después de
todo la Navidad es un día extraordinario. Suceden siempre cosas... Imagínate,
quinientos pesos... (Ríe.) Ven, acércate, quiero darte un gran beso,
bambino.
AUGUSTO.-Suéltame.
LOLA.-¿No quieres? Pero
si yo no sabía nada. (Recapacita con alegría.) Conseguiste un contrato,
naturalmente. Debí suponerlo. Oh, Augusto... ¿es para...? (Augusto afirma con la
cabeza; Lola no puede creerlo.) ¿Para la Sinfónica? (Preocupada por la duda.)
Está bien, bien. Bueno, lo importante es el dinero. Pero un contrato...
¿Vázquez?
AUGUSTO.-No.
LOLA.-(Su temor crece.)
Limantour. Sin duda es él. Augusto... (Él niega con un gesto, Lola vacila antes
de pronunciar el nombre más importante.) Este... ¿Chávez?
AUGUSTO.-Sí.
LOLA.-¡No puede ser,
Augusto!
AUGUSTO.-¿Y por qué
no?
LOLA.-Pues,
porque...
AUGUSTO.-(Con rudeza.)
Dime, ¿por qué no puede ser? Tú sabes. Como la temporada de ópera es un hecho,
creí de pronto que... (Lo mira. De improviso se le ilumina el rostro. Sus dudas
caen y su gran júbilo la hace exclamar.) ¡Ay, soy una tonta, perdóname! ¿Cómo no
lo pensé antes? ¿Te acuerdas? Tú me promestise no aceptar ningún contrato si
antes no conseguías uno para mí. ¡Bambino, y yo todavía haciéndote escenas!
Entonces lo tengo. ¡Augusto, un contrato...! Debiste pedir mil pesos o algo así,
¿comprendes? Habrá que cambiarnos de casa y... Chato, necesitamos distribuir
bien ese dinero. Algunas cosas pueden espera. Tengo que comprarme un vestido,
medias. Bendito sea Dios, y compraré también mi agua de colonia francesa. Dame
treinta y cinco pesos. Hoy mismo compraré el pelo de Sofía, y después... y...
¡Qué loca! Tendrás hambre, ¿verdad? Voy a encargarte algo del restorán (Su
júbilo en infinito.) No. Yo misma te prepararé aquí lo que tú quieras. (Nota la
seriedad de él.) Señor Soberón...
AUGUSTO.-(Cortate.) No
vayas. No prepares nada.
LOLA.-(Extrañada.)
Bueno. ¿Qué tienes?
AUGUSTO.-Te lo voy a
decir.
LOLA.-¡Uy, qué ojos!
Debes tener conmigo un poco de paciencia. Siéntate. ¿No vas a quitarte el saco?
Dámelo para ponerlo en el gancho. Eres un perezoso. Tendré que ir por
él.
AUGUSTO.-No traigas
ningún gancho.
LOLA.-Pero...
AUGUSTO.-No me voy a
quitar ningún saco. No me voy a sentar tampoco.
LOLA.-(Mimosa.) Ah,
bambino mío, quítate el mal humor. No está bien. Si te molesté un poco,
dispénsame.
AUGUSTO.-No me
toques.
LOLA.-¿O será que tienes
hambre? (Sonríe.) Eso debe ser, tragón.
AUGUSTO.-Basta,
Lola.
LOLA.-Ahora te fastidio.
¿Y cómo es que yo nunca digo nada? Anoche estuviste flojo, como siempre. Has
cambiado tanto.
AUGUSTO.-Lola. (La mira
fijamente.) Tenemos que separarnos. Cállate, no me interrumpas. Durante cinco
años has hablado tú. Ahora voy a hacerlo yo.
LOLA.-Si es otra de tus
bromas...
AUGUSTO.-Siéntate.
LOLA.-(Rompe a llorar.)
No, Augusto, no me puedes tratar así.
AUGUSTO.-Tampoco llores.
No voy a consolarte.
LOLA.-(Cesa de llorar.
Lo mira asombrada.) Tú no eres tú.
AUGUSTO.-Soy yo, ¿me
conoces? Nunca más volveré a dejar de ser yo.
LOLA.-(Burlonamente.)
Hermosa frase. ¿De quién es?
AUGUSTO.-Es mía, Lola. Y
para decírtela han tenido que pasar cinco años. Qué digo cinco, cien, mil, un
millón de años y de días que hoy quisiera no recordar.
LOLA.-Por vergüenza? Tú
ni siquiera eras hombre cuando...
AUGUSTO.-Para no
odiarte. No me mires así. No me entiendes. No veo por qué ibas a entenderme,
¿por qué? (Titubea, no puede explicarse y decide abreviar.) ¿Dónde están mis
papeles? Éstos. (Los recoge de la mesita.) No necesito más. (Ella solloza.)
Lola, no lo hagas. No lo hagas, te digo. Escúchame: yo debería haberme ido sin
decirte nada; pero quise hablar, hablar hasta quedarme sin voz. Estaba seguro de
que era como un desquite. Hablarte mucho y decirte que estúpida me ha parecido
la existencia y la vida desde que nos juntamos. Día tras día me vi a mí mismo
como una criatura imbécil. Algo había en mí de criada o de perro. ¡Y ni siquiera
podría ladras; porque tú estabas cantando!
LOLA.-¡Augusto!
AUGUSTO.-¡No pronuncies
mi nombre! ¡También lo odio! Dios mío, ¿cómo he podido vivir aquí, contigo?
Oyendo siempre tus quejas, tus lloros de niña. Ayudando a crecer tu enorme,
desproporcionado y monstruoso egoísmo. ¡Cállate! Ni siquiera me amabas. Tienes
razón. Yo no era siquiera un hombre cuando te acostaste conmigo, por lástima, no
por ayudar a quien como yo estaba agobiado por una estúpida timidez que no me
había permitido jamás el goce de la mujer. Tú me despertaste, imagínate. ¡Qué
cuadro más repugnante! Tú tenías cien años y yo veinte. Cómo te reíste de mí.
¿Por qué no reíste más? Veinte años y yo no había conocido lo que era tener las
piernas de una mujer entre mis manos. Es increíble. Y tú me tomaste. Pero no
para hacer de mí un hombre sino para aprovechar esa fuerza y tomarme sujeto a
tus proyectos, pendiente de tus caprichos. Quise estudiar, justificarme en algo
ante los demás. Pero no, ¿verdad? Matabas mis intenciones antes de tiempo. No me
entregaste tus mejores años, mentira. ¿Qué edad tienes, Lola?; cuarenta y siete
años! ¡Ah, y yo esperaba que me ayudaras, no a callar sino a lo otro, a vivir, a
ser! Si pudiera reconstruir día por día de los pasados me volvería loco de
angustia. No quiero pensar, no quiero recordar, sólo quiero irme.
LOLA.-¿Eso quiere decir
que no conseguirte para ningún contrato? (Augusto toma sus cuadernos y hace un
movimiento para huir. Lola lo ataja.) No te vas a ir. A mí no me puedes dejar
así. ¿Crees tú que yo no he sufrido? Oh, Augusto, te veo sin poder creerlo. Tú
no eres tú. ¿Quién te metió esas ideas en la cabeza?
AUGUSTO.-Suéltame.
LOLA.-No te suelto. ¿De
modo que durante todo el tiempo esperabas sólo tener un contrato y quinientos
pesos para irte?
AUGUSTO.-Déjame. Te
digo. (Logra zafarse. Lola se abalanza sobre los cuadernos para destruirlos.)
¡No, Lola! (La toma por las muñecas.) Eso no me lo puedes quitar
nunca.
(Sus ojos, sus
respiraciones, se tocan. Él la mantiene aún con las muñecas apresadas en sus
manos.)
LOLA.-Eso es, eso es. De
modo que eso, es, tu música, tu genio. Idiota. ¿Pero no te das cuenta de que
esto es una soberana porquería? ¿Quién te hizo creer que eras un genio? Cuida de
no lastimaste tu manita rota.
AUGUSTO.-(Presionándole
las muñecas, se inclina contra ella.) Esperaba que e dijeras eso. No te hubiera
perdonado si no me lo hubieras dicho. (La estruja.) Pero voy a dejarte. Voy a
dejarte. ¿Voy a dejarte!
(La sueltas y toma sus
papeles y su violín. Lola corre vivamente hacia la puerta a punto de impedir su
fuga. Entonces se arroja a sus pies sollozando.)
LOLA.-Perdóname,
Augusto. Sí, sí, comprendo. Pero no me dejes, bambino. Mira, hoy es Navidad, se
llevarán mi piano, no me dejes. Aunque yo no tenga contrato. ¡Escucha, mira...!
¡No, no, no, no!
(Augusto sale
rápidamente. Todavía en el patio se detiene, vuelve la cabeza como quien duda.
Por fin huye para siempre.)
T E L Ó N
CUADRO II
Alrededor de la diez de
la noche del 24 de diciembre. Una ruidosa música (popular, para baile) precede
al levantamiento de la cortina. Los faroles que adornan la casa están
encendidos, excepto uno enorme y rojo que cubre el foco central del patio.
Pedro, solo, aparece en primer término derecha, cerca de la puerta de la Romana,
sentado entre una pila de libros. En torno de él, hay un lavamanos, un colchón
enrollado, una botella con un cabo de vela y otras cosas. Pedro se haya envuelto
en una cobija y se entretiene con uno de sus zapatos, que se ha quitado,
haciendo brincar un dedo a través del agujero de la suela. Al fondo cruzan
personas o grupos de personas ruidosamente abrazadas. Del lado derecho del
patio, donde se supone colocada la mesa, llegan risas y voces, chocar de vasos y
canturreos. Sobre los lavaderos han puesto una tarima y sobre ella un gran
aparato tocadiscos.
El bullicio de los
invitados crece al levantarse el telón. Luego se aleja. No hay música todavía.
Desde el fondo Susana y Gudelia avanzan hacia el frente. Traen una charola con
vasos rebosantes de bebida y una jarra también llena.
El farol rojo central
deberá encenderse en su oportunidad.
PEDRO.-(Viendo venir a
las mujeres.) Vaya, por fin. Me estaba muriendo de frío.
GUDELIA.-(Le ofrece un
vaso.) ¡Ay, Pedro, qué Nochebuena para ti con este lanzamiento encima! Te
hubieras defendido.
SUSANA.-¿No quieres
cenas? Asamos un guajolote.
PEDRO.-No tengo hambre.
Esto sí... (Toma el vaso.)
GUDELIA.-¡Mira cómo te
aventaron tus libros! Yo que tú, le pego al licenciado ese, no hay
derecho.
PEDRO.-¡Por la justicia!
(Se empina el vaso.) Y por la democracia y por todos los decretos que nos
protegen. A ver, denme otro. Sería bueno emborracharnos.
GUDELIA.-Pues ándale.
Hoy es Nochebuena. (Le da otro vaso.)
PEDRO.-Huele a pino, a
pesebre. ¡Qué nazca el Niño! Dentro de un rato todos los pastores estarán
borrachos.
GUDELIA.- No seas
hereje, hugonote.
SUSANA.-Te lo dijimos.
Ten cuidado con esa vieja, y ya vez se te lanzó.
PEDRO.-¡Ojalá nos
echaran a todos a la calle!
SUSANA.-¡Ni lo quiera
Dios!
PEDRO.-¡Ojalá se quemara
esta casa y no quedara de ella piedra sobre piedra!
GUDELIA.-Ave María
Purísima!
PEDRO.-¡Ojalá se abriera
la tierra y nos tragara a todos por miserables!
SUSANA.-¡Amén!
GUDELIA.-No blasfemes,
Pedro. Éste es un día bendito.
PEDRO.-Pero a nosotros
nos pegaron con el hisopo, ¿no?
SUSANA.-Cuando uno es
pobre, debe aguantar.
PEDRO.-No es lo pobre
sino lo bestias. Todo este es un embudo y abajo estamos nosotros, soportando.
¿Cómo no nos vamos a emborrachar? ¡Ah, pero viva la democracia...! A nombre de
ella se puede mentir, atropellar, insultar. ¡Y nosotros qué! Nosotros nada.
¿Sufrimos? Pues organizamos un baile de monstruos. ¡Sí, óiganlos; es todo un
concierto! Algún día acabaremos todos bailando, colgados de una reata y con la
lengua al aire llena de hormigas.
SUSANA.-¿Y para esos
tantos gritos?
GUDELIA.-Hambre es lo
que tiene.
PEDRO.-Yo no tengo
hambre. (Diabólico.) Estoy ahito de riquezas. ¡Rico, riquísimo! (Les muestra el
hoyo del zapato.) ¡Miren, Navidad y barriga llena!
MECATONA.-(Asomándose al
fondo.) ¡Susana, Gudelia! ¿No vienen?
GUDELIA.-¡Ya vamos!
Bueno, Pedro, si quieres más nos dices.
SUSANA.-Vámonos. El
capitán ha de estar furioso.
PEDRO.-Déjenme la
jarra.
(Ellas le dan la jarra y
se van. Aparece atrás Polita. Pedro no la nota y salta en un solo pie hasta su
asiento; deja la jarra en el suelo y examina su zapato. Corta un pedazo de papel
y lo acomoda en el agujero de la suela. Se dobla el calcetín y mete el pie.
Después anuda los cordones. Polita, que lo ha estado observado, se hace presente
con una tos. Trae puesto su abrigo, una boina, guantes de hilo. Carga una petaca
apretada con mecates.)
PEDRO.-(Admirándola.)
¡Hola, señorita!
POLITA.-¿No ha salido
Sofía? Yo ya estoy lista. Debe ser tarde.
PEDRO.-Si quieres,
vámonos. Luego le diré a Sofía. (Repara en los guantes que ella lleva.) ¡Cómo!
¡Si tiene usted guantes!
POLITA.-(Ruborizándose.)
Sí. Nunca me lo había puesto. Estaban rotos. Los cosí. Bonitos, ¿no?
PEDRO.-Muy elegantes. En
griego se llaman quirotecas.
POLITA.-No
empieces.
PEDRO.-(Sincero e
ingenuo.) No es burla. Yo también tenía unos. Muy buenos, ¿sabes? Forrados con
piel de conejo. Hace un rato vi uno de ellos por aquí. (Rebusca entre la pila de
objetos.)
POLITA.-Podrías guardar
tus cosas en mi cuarto. Lo tengo pagado hasta el Año Nuevo.
PEDRO.-¿Año Nuevo? Lo
voy a dejar en el patio, a ver si así les da vergüenza.
POLITA.-¿Y si te roban
tus libros?
PEDRO.-¿Estos? No valen
nada. Los buenos los llevé con Ramón . Los guardó en la tienda. (Polita examina
los del suelo.) Si te gusta alguno, escógelo.
POLITA.-¿De veras? ¡Ay,
dame éste!
PEDRO.-¿Cuál? (Ell se lo
muestra, recogiéndolo.) No es mío, es de Andrés, pero llévatelo.
POLITA.-Gracias (Lee el
título, sonríe.) “Su destino según los signos del Zodíaco”...
POLITA.-Tú eres libra.
Yo escorpión. Son doce...
PEDRO.-Y falta uno,
escucha: uno abajo del cual estaríamos nosotros, ellos, tú, yo, necesitados y
románticos. (Levanta el brazo y señala el cielo.) Miles de estrellas y
constelaciones. ¿Las ves? Y encima de todas el signo de Pesos. (Transición.)
Mejor vámonos. Estoy diciendo puras tonterías. Escorpión, Libra, pero... ¿De
veras crees en ellos
POLITA.-Por supuesto no,
claro. De todos modos es interesante. (Pensativa.) Un día me dijeron que tendría
muchos hijos y sería feliz.
PEDRO.-(Muy sincero.)
Todavía puedes tenerlos.
POLITA.-¡Qué va!
(Sonríe.) Ni siquiera tengo novio. (Y mira a Pedro con todo su amor
triste.)
PEDRO.-(Turbado.)
¿No?
POLITA.-No.
(Desoladamente. ) No es tan fácil, parece.
PEDRO.-(Con ternura.)
Bueno, un novio se puede conseguir en cualquier parte.
POLITA.-(En un hilo de
voz.) De veras, tienes razón. No había pensado.
PEDRO.-(Conmovido.)
¡Polita!
POLITA.-¡Y nunca tú! (Se
arroja en sus brazos.)
PEDRO.-(Besando su pelo.
No llores, Polita. Recuerda siempre esto: Nada ni nadie vale la pena de nuestras
lágrimas.
POLITA.-(Que usa un
pañuelito para enjuagarse el llanto.) Es ridículo. Dispénsame. No lloraba por
nadie. (Lo mira y se apena.) Bueno, lloraba por ti.. también por mí. (Pausa y
transición.) Pedro, ¿por qué no te vas de esta casa?
PEDRO.-No. Sería como
una fuga.
POLITA.-Este lanzamiento
de doña Paca debe ser un aviso. Hallarás un sitio mejor donde pueda realizar tus
aspiraciones. Has empujado a otros. ¿Por qué te quedas tú?
PEDRO.- Cada uno tiene
su lugar. En otro sitio yo no tendría nada que hacer. Éste es el mío. Nadie
podrá moverme. (Mira la casa de Sofía.) Ni siquiera... ni siquiera
eso.
POLITA.-¿La quieres
mucho, verdad? (Él no responde.) Pedro. Yo siento mucho que ella, Sofía... que
ella no te entiende bien. De veras lo siento.
PEDRO.-¿Nos
vamos?
POLITA.-Espérate. No
debe tardar. Estará empacando los buñuelos. Me dará unos. (Pausa.) Es una
magnífica muchacha.
PEDRO.-Es.
(Se oyen silbidos de
admiración. Al fondo María para por entre los invitados. Viene de la calle y
trae su bolso y el mismo vestido del cuadro anterior. Va a subir a su casa
cuando distingue a Pedro y a Polita. Se acerca a ellos cohibida.)
POLITA.-(A María.) ¿Qué
tal? Hace bastante frío, ¿verdad?
MARÍA.-No, si no tengo
frío. (Mira los objetos esparcidos y pregunta a Polita.) ¿Son tus
cosas?
POLITA.-No. Son de él.
(Señala a Pedro.) Lo lanzó doña Paca.
MARÍA.‑(A Pedro.) Lo
siento mucho.
PEDRO.‑(Con la jarra en
la mano.) Yo no. Es como si me cambiara. Viviré en el patio.
MARÍA.‑¡Que vieja más
ponzoñosa!
POLITA.‑¿Vienes de la
calle?
MARÍA.‑(Nerviosa.) Sí
estuve ocupada. . .
PEDRO.‑(Con intención.)
En la tarde hablé con Cecilio. Dice que se va hoy, en el nocturno.
POLITA.‑No lo pierdas,
María.
PEDRO.‑Yel tren nocturno
sele de Buenavista dentro de una hora.
MARÍA.‑(Abatida.) Ya lo
sé.
PEDRO.‑¿Te dijo
algo?
MARÍA.‑Hablamos. Quiere
que me vaya con él. Pero yo. . .
PEDRO.‑Lalo era lo único
bueno de tu casa, y ya ves, se arregló.
MARÍA.‑(Agitada.) Si no
fuera por mi tía.
PEDRO.‑Y por
Estela.
MARÍA.‑No he cruzado con
ella una sola palabra. No quiero.
POLITA.‑Vé con Cecilio,
María, todavía estás a tiempo.
(Entra Sofía. Trae un
paquetito en las manos.)
MARÍA.‑No me atrevo. (Su
nerviosidad va en aumento.)
POLITA.‑¿Por qué lo
piensas tanto, no lo quieres?
MARÍA.‑Es otra cosa. .
.
PEDRO.‑Es una sola
cosa.
MARÍA.‑¡Te lo ruego,
Pedro!
PEDRO.‑Miedo.
MARÍA.‑Debe ser miedo.
No debería tenerlo, no.
POLITA.‑Entonces. .
.
MARÍA.‑Entonces. . .
Tienes razón. (Duda.) Claro que tienes razón. ¿Qué hora es, Pedro?
PEDRO.‑El tiempo
justo.
MARÍA.‑¡Oh, no, es que
quiero despedirme de ellas! (Mira a su casa.)
PEDRO.‑Vete ahora y
escríbeles después.
MARÍA.‑No puede ser.
Tengo que despedirme, empacar mis cosas.
POLITA.‑Déjalo todo.
Alguien puede mandar tus cosas luego.
SOFÍA.‑(Asercándose.) Yo
te las mandaré.
MARÍA.‑Así es imposible.
Tengo que hablar con mi tía, decírcelo si me atrevo. . . Claro que ustedes
tienen razón, debo irme, me iré. . . Aunque. . .
POLITA.‑Vé y despídete,
sencillamente.
MARÍA.‑¡Oh, Dios
mío!
PEDRO.‑¡Todavía está
rezando!
SOFÍA.‑¡Pedro!
MARÍA.‑Sí, está bien.
Sólo hablaré con ella.
POLITA.‑Bueno, déjenla
en paz. (A María.) Adiós, María.
MARÍA.‑(Desolada.) ¿Te
vas?
POLITA.‑Porque ya es
tarde.
MARÍA.‑Espérame,
podríamos irnos juntas.
PEDRO.‑Polita no te
puede esperar. (A Polita.) Despídete.
MARÍA.‑Ay, no me
dejen.
PEDRO.‑Entonces ven con
nosotros. Te llevaré a la estación.
MARÍA.‑No puedo irme
así, no puedo. Debo avisarle a mi tía, decirle.
PEDRO.‑(A Polita.) Es
inútil. Vámonos.
POLITA.‑(Abrazándose a
María.) Adiós pues.
MARÍA.‑¿Por qué no me
esperan?
POLITA.‑Tengo miedo por
ti.
(Se separan.)
SOFÍA.‑(A Pedro.) Son
buñuelos, no los vayas a romper.
POLITA.‑(A Sofía.) Ven,
Sofía, abrázame.
PEDRO.‑(A María.) El
tiempo no espera. Deberías correr.
SOFÍA.‑(En abrazo.) Tú
también. No te olvides de mí.
MARÍA.‑Es verdad, es
verdad.
POLITA.‑(Tocando el
brazo de María.) Ojalá tengas tiempo. Adiós. ¿Vamos Pedro?
(Salen los
dos.)
MARÍA.‑(Asustada.)
¿También se va Pedro?
SOFÍA.‑No. Sólo quiso
acompañarla.
(De medio patio regresa
Pedro solo.)
PEDRO.‑(A Sofía.) ¿Nos
abres el zaguán?
SOFÍA.‑Está todavía
abierto. Apenas serán las diez.
PEDRO.‑Voy a regresar
pronto. Pero si Ana cierra el zaguán, procura estar pendiente para abrirnos
cuando toque. No será muy bueno quedarse en la calle mientras ustedes
bailan.
SOFÍA.‑(Riendo.) No
tengas cuidado. Yo te abriré. (Pedro mira el garrafón en el suelo. Se lo lleva)
No te vayas a emborrachar.
PEDRO.‑(Volviéndose a
medias.) ¿Por qué no? Hay muchas cosas que celebrar, ¿verdad, María?
MARÍA.‑Sí, gracias,
Pedro.
(Pedro sale al fin
saludando a los invitados.)
SOFÍA.‑(A María.) Como
mi mamá tiene las llaves. . .
MARÍA.‑¿Qué hora
dijiste?
SOFÍA.‑Deben ser las
diez. . . o las diez y media.
MARÍA.‑¡Oh, tengo todos
los nervios rotos!
SOFÍA.‑Anda, aprisa. No
queda mucho tiempo, deberías irte ya, ahora mismo, como sea.
MARÍA.‑¿Y si me
maldice?
SOFÍA.‑¿Quién?
MARÍA.‑Mi tía Rosa. (Se
decide por último.) Está bien. ¿Me esperas? Nada más voy a
despedirme.
SOFÍA.‑No lo pienses,
corre, anda.
MARÍA.‑Sí, sí. . . (De
prisa sube a su casa.)
VOZ DE ANA.‑(Ruda.)
¡Sofía! (Sofía no parece oírla y permanece en el patio.)
(Transición luminosa a
casa de las Walter. Estela se halla de pie adosada a la pared. Contempla a su
tía con desesperación. Rosa por su parte la mira asombrada. Ambas están
inmóviles y prolongan su actitud durante un instante.)
ESTELA.‑Si tú no me
ayudas me lo haré yo sola.
ROSA.‑¡Estela! (Se
acerca a tomarle las manos.) No, hijita, no puedes hacer eso.
ESTELA.‑Suéltame. . . No
chilles. Yo abortaré sola.
ROSA.‑¡Dios
mío!
(Se abre la puerta y
entra María.)
ESTELA.-(Al ver el
movimiento de Rosa.) ¡Tía!
ROSA.-(A María.) Tienes
que saberlo.
ESTELA.-Me prometiste no
decírtelo.
MARÍA.-¡No me digan
nada! ¡No quiero saber nada!
(Avanza resueltamente y
saca una valija. La abre. Rosa intenta ir hacia ella. Estela la
ataja.)
ESTELA.-No se lo
digas.
ROSA.-(Desprendiéndose
de Estela, llega hasta María.) ¡Deja que te lo diga, María!
MARÍA.-(Abre el cajón
interior del tocador y va sacando sus prendas.) No quiero oírlas... ¿Dónde está
mi vestido azul?
ROSA.-¿Qué te pasa? ¿Qué
haces?
MARÍA.-Irme. Tengo que
irme. ¿Dónde está mi vestido? (Rebusca en diverso lados.)
ROSA.-Se trata de tu
hermana.
ESTELA.-¡Qué ganamos con
que ella lo sepa!
ROSA.-(A María.) ¿Te
vas... ¿A dónde...? Por qué...?
MARÍA.-Sólo vine a
despedirme de ti,
ROSA.-¿A
despedirte?
MARÍA.-Voy a
explicártelo. Cecilio se va esta noche. Se va ahora mismo, ¿comprendes, tía? Yo
me voy con él. No tengo tiempo para decirte más.
ROSA.-No puede ser, no
te entiendo.
MARÍA.-Lo siento.
Pero... ¿Dónde está mi vestido?
ESTELA.-Lo traigo
puesto.
MARÍA.-Quítatelo.
ROSA.-(A María.) Tienes
que oírme, hijita.
MARÍA.-(A Estela.)
¡Pronto, quítatelo!
ROSA.-(A María.) No la
trates así.
MARÍA.-¡Ay, no me pongas
nerviosa! (Corre a empacar algo.)
ROSA.-(Siguiéndola.) No
puedes irte ahora. Yo estaba queriendo decirte algo cerca de Estela. Es
necesario que hables con ella. A mí no quiere hacerme caso. ¡María!
ESTELA.-Esres una necia,
tía, Rosa.
MARÍA.-Debe ser muy
tarde, ¿qué ahora es?
ROSA.-¿Señor, Señor! (Se
cubre la cara sollozando.)
MARÍA.-(Interrumpiéndose.)
No llores, tía, por favor no llores.
ROSA.-Y ahora te vas tú.
Igual, sin casarte. Igual que Estela. Tú sabes lo que ha pasado con
Estela.
MARÍA.-(Tomándola por
los hombros.) No será lo mismo. Tú me conoces bien. No será lo mismo.
ROSA.-Sí, sí.
MARÍA.-Tía, compréndeme.
Cecilio ha perdido ya casi toda la confianza en mí. Se va hoy, dentro de un
momento. Juró no volverme a ver y yo no quiero perderlo. Si ti supieras cuánto
he luchado para decidirme. Ay, si hasta creo que es demasiado tarde. Y yo tengo
que irme, tía, tengo que irme. No me vayas a maldecir. No me lo digas al menos,
porque yo misma no sé si estoy obrando bien o me estoy perdiendo. Se trata de
mí, y de una felicidad a la que creo tener derecho. ¿Verdad que puedo irme?
(Rosa calla.) No me hagas sentirme como una perversa. Tú tienes te has
sacrificado por todos nosotros, pero en este momento no te puedo apreciar,
perdóname. (Se abrazan las dos.)
ROSA.-Dios te bendiga,
hijita.
MARIA.-Y tú, Estela,
tienes que portarte bien. Ella no tendrá más apoyo que el suyo.
ESTELA.-(Sombría.)
Entonces nos moriremos de hambre.
MARÍA.-Tú me responderás
de ella.
ESTELA.-¿Por qué me
echas a mí la larga? Yo tengo bastantes cosas que delante para encima hacerme
responsable. Además, nunca he sabido ser responsable... ni de mí
misma.
MARÍA.-No sea eogísta,
Estela.
ESTELA.-Tú también lo
eres. ¿Por qué te vas entonces?
ROSA.-(A María.) No le
hagas caso. Tú te quieres ir y está bien que te vayas. ¿Cómo iba a maldecirte
por eso, hijita? No te apenes por mí. Dios sabe hacer las cosas mejor que
nosotras, y las hace. Tú eres joven y no sabes; pero los viejos hemos aprendido
despacio, y a veces comprendemos. Las cosas, cuando vienen, no se pueden
detener. Es como una ley grande que se cumple cada vez. Entonces los jóvenes
dejan a los viejos y empiezan a vivir. Creciendo, aprenden. Entonces los hijos
crecen y después lo mismo. ¿Verdad que así es? (No puede evitar limpiarse los
ojos.) Sólo que siempre aprendemos sufriendo.
MARÍA.-Gracias. Me hacía
tanta falta oírte.
ESTELA.-(Triste.) Es
tarde, María. (Va a quitarse el vestido.)
MARÍA.-No, no te quites
el vestido. Dejátelo, me llevaré el otro. Los dos verdes también puedes
quedártelos. Creo que también podré dejarte unos zapatos.
ESTELA.-(Humilde.)
Gracias, María
MARÍA.-Estela. (Estela
levanta la cabeza y lo mira.) ¿Qué cosa es lo que te pasa?...
ROSA.-(Hace a Estela una
seña negativa.) No era nada, hijita, no te preocupes ya. Es tarde.
ESTELA.-Sí, no era
nada.
MARÍA.-Dímelo,
Estela.
(Llegan del patio risas,
voces y una viva, alegre música.)
ESTELA.-Es
que...
ROSA.-No le digas nada,
Estela. (Rosa y Estela se miran profundamente.) No le digas nada... Yo te
ayudaré.
(El silencio de las tres
lo corta un toque en la puerta. Rosa abre la puerta y la música crece. Entra
Susana.)
SUSANA.-Rosita, buenas
noches.
ROSA.-Pase
usted.
SUSANA.-Nada mas aquí.
Se trata de que ya empezó el baile y que si a usted no le incumbe que sus niñas
bajen a divertirse un rato.
(María se apresura a
empacar sus cosas.)
ROSA.-¿A
bailar?
MARÍA.-(Sin dejar su
tarea.) Dile que no.
SUSANA.-Pero ¿por qué no
Hay muchachos sin pareja.
ROSA.-Pues, ya ve
que...
ESTELA.-Yo si voy... Sí,
claro que voy. (Sale con Susana. Se detiene antes.) Ojalá brincando se me salga
esto. (Cierra la puerta tras ella.)
(Transición luminosa al
patio. Las parejas bailan y ríen. Ha sido conectado el tocadiscos, pero el gran
farol del patio sigue oscuro. Estela y Susana se confunden entre la gente.
Sofía, sentada sobre los libros de Pedro, contempla el baile. Andrés, con camisa
blanca y pantalón oscuro, se abre paso entre las parejas. Viene seguido por
Sabino. Sofía los mira y vuelve la cara otro lado. La pieza de música termina.
La gente platica.)
SABINO.-Buenas
noches.
(Sofía apenas le
contesta.)
ANDRÉS.-¿Por qué no le
das la mano? ¿Es que lo quieres humillar? Sabino es amigo. Tú deberías
quererlo.
SOFÍA.-(Molesta.) No me
hables de eso.
ANDRÉS.-Está bien. (Al
amigo.) Acompáñame, Sabino, voy a pedir las llaves. (Se aleja con dirección a la
casa de Ana.)
SOFÍA.-¿Cerraste el
zaguán?
ANDRÉS.-Sí, pero están
tocando. Es Pedro. Voy por las llaves.
(Andrés y Sabino marchan
juntos. Andrés entra en su casa. Sabino queda afuera esperándolo, Sentados
juntos frente a la mesa, están Daniel y Ana. Daniel parece hojear un mugroso
cuaderno de fotografías de familia. En la mesa hay vasos y una botella. Ana
recorta con unas grandes tijeras cierto fotograbado de un periódico; finge
atildamiento en sus moldes y en su voz, que alterna con su violento carácter. Ha
tomado sin cesar durante los dos últimos días. Entra Andrés y se dirige a un
sitio de la vivienda.)
ANA.-(Sin levantarse.)
¿A dónde vas?
ANDRÉS.-Por las llaves.
Están tocando.
ANA.-Que
toquen.
DANIEL.-Que toquen. Una
cosa es que no sea el portero y otra... ¿Verdad, Anita?
ANA.-(Glacial.) Cállate.
¿Qué buscas. Andrés?
ANDRÉS.-Las llaves. Ya
te lo dije, mamá.
ANA.-No están ahí. Yo
las tengo.
ANDRÉS.-(Se acerca a
ella.) Están tocando.
ANA.-Hace un momento
vino Sabino a preguntar por ti. (Lo dice abriendo el cuaderno y guardando ahí el
recorte.) Naturalmente lo eché a empujones. Debe estar en el patio,
emborrachándose. .. (Mira a Daniel con desprecio, luego a Andrés.) Hijo, todos
los hombres son iguales. (Le dan un manojo de llaves.) Toma, me las devuelves.
No las vayas a perder.
(Andrés se va. Ana y
Daniel se lanzan risas bajas, confidenciales. Ana dice algo al oído de Daniel.
Risillas.)
DANIEL.-¿Y tú los
viste?
ANA.-(Súbitamente
adusta.) Basta. Por supuesto que no lo eché a empujones, tú eres testigo. Al
contrario... ¡Ese vaso es el mío! (Se lo arrebata, Sonríe.) A empujones no.
Cuando se tiene educación... Tú sabes que yo fue educada
perfectamente.
DANIEL.-Tú dijiste: pase
usted, Sabino... y lo besaste. Él se pudo colorado. Es que no te conoce. Nadie
te conoce.
ANA.-(Con amargura.) Una
madre siempre comprende lo que su hijo es.
DANIEL.-Aunque se llame
Andrés (Ríe un poco.) Parece verso, ¿eh? Antes te gustaban los versos, Anita...
El varón que tiene corazón de lis... el mínimo y dulce Francisco de Asís... ¿Te
acuerdas, Anita?
ANA.-No me digas Anita.
Dime Ana. (Se yergue.) Ana Romana. (La música del patio sube.) Tú no conociste a
los Romana... (Se mantiene erguida en su asiento. No mueve un solo músculo, pero
por su cara corren lágrimas.)
DANIEL.-Mira, no
llores.
ANA.-(Glacial, aún
inmóvil.) Yo no estoy llorando. ¿Por qué había de llorar?
DANIEL.- No te dé
vergüenza. Y soy tu marido. Soy tenedor de libros.
ANA.-Tú no eres nadie.
Ni siquiera pudiste sacar a Andrés de la cárcel cuando lo metieron.
DANIEL.-(Con fingida
ingenuidad.) ¿Por qué lo metieron, Anita?
ANA.-(Abate la cabeza.
Luego lo mira.) No es cierto... no fue por eso... (Alarga el brazo y estruja al
marido.) ¿Tú sabes que no fue por eso!
DANIEL.-Yo no dije nada.
Si gritas, va a empezar a dolerte la cabeza como siempre. Estaba diciendo que tú
dijiste: “Pase usted, Sabino.” Y lo besaste...
ANA.-Entonces no lo eché
a empujones.
DANIEL.-Lo besaste y
dijiste: pase usted, Sabino.
ANA.-Tú sabes que fui
educada perfectamente.
DANIEL.-(Se sirve un
vaso.) ¿No quieres, Anita? (Recalca el “Anita”.)
ANA.-(Con sonriente
fastidio.) Toda mi familia era de una distinción insoportable.
DANIEL.-Si se llena, se
tira. (Deja la botella.) Que no se tire...
ANA.-Íbamos por la
calle. Mi madre nos vigilaba. Iba siempre detrás nuestro acompañada de Jovita,
la criada. Y nosotras blancas, con los brazos llenos de flores. A mí me gustaba
el viento porque hacía flotar mi vestido y mis cabellos. En las fiestas nos
poníamos trajes maravillosos. Tú nuca me viste. Mira. (Busca el fotograbado en
el cuaderno.) Es la que estaba yo recortando.
DANIEL.-Estás gorda. No
te pareces. ¿Eres tú? No, no eres tú.
ANA.-Sí soy. ¡Dios mío,
dices que no soy! Nunca fui gorda. Era el sombrero lo que me hacía gorda.
Espérate... (se levanta y revuelve un cajón mientras habla.) Las plumas
engordan, verás. También me pusieron una falda de vuelta y media, y mis
guantes... Mira, mira... (Ha sacado de una caja un sombrero de anchas alas
oscuras coronado con plumas verdes; además una larga falda de color morado y
unos guantes rojos.)
DANIEL.-Sí, pero no eres
tú. Estabas gorda,
ANA.-Idiota, es la ropa,
te digo. Nunca fui gorda. (Con prisa nerviosa se pone los guantes.)
DANIEL.-Hace un año
también te los pusiste.
ANA.-Claro. ¿No son
preciosos? Yo te voy a demostrar lo que es la ropa. (Toma la falda que estaba
cortada como capa y se la pone en la cintura. Le llega a los talones.)
Cualquiera diría: “Esa mujer sabe cómo vestirse.” Eso es. ¿No es preciosa? (Da
una vuelta y se detienen de la mesa.)
DANIEL.-Estás borracha,
Ana.
ANA.-(Enérgicamente.)
Por supuesto que no. Tú eres el borracho.
DANIEL.-¿No te pones el
sombrero?
ANA.-Porque tomar unas
copas....
DANEL.-Bieb,
bien...
ANA.-(Golpea la mesa.)
¡Porque tomar unas copas no significa de ningún modo olvidar la
educación!
DANIEL.-Ahora el
abanico.
ANA.-¿Qué?
DANIEL.-Tú tenías un
abanico.
ANA.-(Con pena.) Ya no.
Un día se lo vendí a la Casarini. Esa bestia.... Quiso comprar el pelo de Sofía
en treinta y cinco pesos. (Daniel va a decir algo.) Te prohibo tocar ese
asunto.
DANIEL.-Treinta y cinco
pesos perdidos.
ANA.-La dejó el marido
ahora en la mañana. Claro, una mujer tan insoportable. En su juventud fue una
cualquiera.
DANIEL.-Veinte pesos no.
Treinta y cinco... Esto se acaba...
ANA.-No dudo el mundo es
igual. Yo no era igual. (Sonríe al recuerdo.) “Adiós, señorita Ana”... A mi
padre le gustaba que me vistiera de blanco y me prefería entre todas mis
hermanas. Es curioso. Nunca supe cuántas éramos. Mi padre sonreía al vernos y
daba a mi padre golpecitos en la espalda.
DANIEL.-Como una coneja.
Eso es.
ANA.-Espérate, oye: en
la casa había una criada que se llamaba...
DANIEL.-Jovita.
ANA.-(Al hablar de
Jovita su voz se quiebra.) Sí. Era tan delgada, tan jovencita, que se ponía a
llorar conmigo. En mi casa había una gran fuente de aguas tristes, como ella. En
las tardes cuando mis hermanas hablaban de sus novios, Jovita y yo mirábamos la
fuente. (Del fondo va subiendo la música de un vals mexicano: “Alejandra”.) Un
día nos vistieron a todas de negro... Seguíamos a mi madre por los corredores de
la casa. No podíamos salir. En la calle estaban ellos y oíamos el ruido de las
espuelas y los guaraches. Tenían fusiles. Eran fuertes. Olían a caballo... No
podíamos salir, te digo, y el cuerpo de mi padre se fue pudriendo en la sola.
Las criada limpiaban con un trapo aquel jugo fétido que le escurría. Tenían
miedo del cáncer. Idiotas. Lo que a mí me chocaba eran las moscas. Toda la casa
estaba llena de unas moscas gordas. Mi madre no quería enterrarlo en el patio;
pero Jovita y yo lo hicimos. De noche, alumbrándonos con velas. Yo me puse a
llorar tapándome las narices... Cuando entraron los soldados se llevaron a todas
mis hermanas. Pero yo corrí...
DANIEL.-Toma, bébetelo.
(Le ofrece un vaso.)
ANA.-Corrí corrí... y
entonces...
DANIEL.-Entonces te
casaste conmigo.
ANA.-(Apurado de un
golpe la bebida.) ¡Un tenedor de libros como tú... después de portero! Pero te
odiaba. Siempre te odié... (Lo dice dejando el vaso sobre las mesa y agachándose
a mirar el rostro del marido.)
DANIEL.-Cálmate,
Anita.
ANA.-(Le toma las manos
y ambos se miran.) Tú también me odias... ¿Sabes, Daniel? Tienes mala sangre. Me
hiciste un hijo y ya ves cómo salió.
DANIEL.-(Mirándola con
odio.) Yo te quiero mucho, A-n-i-t-a.
ANA.-¡No me digas Anita!
Ah... pero te engañé. ¿Sabes con quién?
DANIEL.-Sí. Con Luciano
Santos. Te encontraste con él en el bosque.
ANA.-Cállate. No tienes
derecho.
DANIEL.-En el bosque
había unos lagos y unos cisnes. Te rompiste el vestido para que él te
viera...
ANA.-¿Cómo lo sabes
tú?
DANIEL.-Tú dices cosas y
cosas. Yo soy tenedor de libros. Tú no eres nadie. Nunca tuviste casa. Estabas
de criada en una casa rica. Nunca bailaste los Lanceros.
ANA.-¡No!...
DANIEL.-Yo te conozco.
Conocí a tu padre. Tu padre murió de viruelas en el hospital.
ANA.-¡Mentiras!
DANIEL.-Tú eras la
criada. Te llamas Jovita, Jovita...
ANA.-¡Mientes con toda
tu cara, mientes!
DANIEL.-Y lo de Lucino.
Santos...
ANA.-¡Cállate, imbécil!
Eso sí es cierto. ¿No lo crees, no? (Corres a un cajón y trae un guardapelo,
también un retrato.) Ahora tú sabrás que Sofía no es tu hija. Yo te lo puedo
demostrar... Es sólo mía... ¡Y de él!
DANIEL.-(Atento a la
fotografía.) Bien, bien.
ANA.-¿Y esto? (Con
arranque de inmoderado orgullo le muestra el pelo del relicario.) Es de oro,
como el pelo de Sofía. Lo crees ahora, ¿lo crees?
DANIEL.-(Examina el
cabello. Lo abandona en la mesa, todo su odio se reduce al retrato. Sonríe.)
Bien, Anita, bien...
ANA.-¿Un tenedor de
libros! ¿Creíste que no podía, eh? Escucha esto: Era tan fuerte que yo cabía en
sus manos como un niño... (Se yergue.) Por eso Sofía es buena. Sofía es una
señorita, no como el hijo tuyo. ¿Sabes una cosa? Tú tienes mala
sangre...
DANIEL.-(Sugestionado
por el retrato.) Sí, se parece a nuestra Sofía, es casi “nuestra”
Sofía.
ANA.-Dámelo.
DANIEL.-(Al retrato.)
Mucho gusto, señor.
ANA.-Dámelo, te digo.
(Trata de quitárselo y Daniel la esquiva.) ¿No me lo das? Entonces, basta. (Toma
la botella.)
DANIEL.-No la escondas.
Yo la compré.
ANA.-Dame ese
retrato.
DANIEL.-Anita, deberías
sentarte. Tú y yo tenemos que hablar.
ANA.-Tú y yo no tenemos
nada. Se acabó (Está dispuesta a ocultar la botella. Da unos pasos y regresa.
Mira al marido con desdén. Sin soltar la botella recoge de la mesa su sombrero y
el guardapelo. Después, orgullosa, desaparece con sus trofeos en la cocina.
Daniel sigue sus movimientos con la cabeza. Se agita. Mira el retrato, ve las
tijeras. La idea lo conmueve. Se apodera de ellas y tasajea el retrato.
Reaparece Ana coronada ya con su sombrero de plumas. Toda ella recuerda las
calaveras catrinas de Posada.) ¿No! (Daniel escapa al patio con las tijeras en
la mano. Ha dejado la puerta abierta y el cuarto se llena con la música del
baile, mientras Ana cae de rodillas a escoger los trocitos de cartón. La música
cesa: sólo se oye en el suelo la voz desesperada de Ana.) Lucino Santos.. Lucino
Santos...
(Transición luminosa al
patio. Asombrado él mismo, Daniel queda de pronto en pie junto a la puerta con
las tijeras en la mano. Al cesar la luz en el interior y crecer en el patio se
puede ver cómo algunas personas platican y otras pasean en parejas. En primer
término derecha, junto a sus libros, está Pedro Rojo empinándose el garrafón
como un alarde para Sofía, que se encuentra a su lado. Daniel la mira fijamente.
Siente en sus manos las tijeras. Entonces sabe lo que quiere. Las guarda en su
bolsillo y avanza contra ella.)
PEDRO.-¿Qué tal, Daniel?
Lindo baile, ¿no?
DANIEL.-Bien, bien.
(Toma la mano de Sofía.)
PEDRO.-Déjala. No ha
querido tomar. No se divierte. Yo sí.
DANIEL.-(A Sofía.)
Hijita, ¿no le darías a tu padre treinta y cinco pesos? (Trata de
llevársela.)
SOFÍA.-(Resistiendo.)
No, yo no quiero ir...
DANIEL.-Ven. (Le estruja
el brazo.)
ANA.-(Aparece en su
puerta.) ¡Bestia! (Y corre hacia Daniel que al punto suelta el brazo de Sofía.
Los invitados ríen al ver la figura de Ana.) ¿Por qué lo cortaste? ¡Dímelo!
(Pretende asirlo del cuello, Sofía se interpone.)
SOFÍA.-Mamá...
ANA.-¿No lo defiendas!
¿Es una bestia! (La gente empieza a rodearla. Ana les grita.) ¿Saben la que ha
hecho?
SOFÍA.-¡Mamá...!
(Risas.)
VOCES.-(Al unísono.)
¡Están borrachos! ¡Es la portera! ¡Pégales, Ana! ¡Déjalos! ¡Que se agarren!
¡Mátalo!
SUSANA.-(Adelantándose
hace señas a los demás.) ¡Sh...! ¡Espérense! (Se vuelve hacia Ana.) ¡Qué lindo
traje, Ana!
(Risas.)
ANA.-(Imponiéndose.)
¡Cállense todos! Les digo que es una bestia.
TODOS.-(Al unísono.) No
se le nota. ¡Llévenselo! ¡King Kong!
DANIEL.-Los medio calma
con señas.) Señoras, no le hagan caso. Así se pone. Así es.
ANA.-(A ellos.) Voy a
decirles a todos una cosa...
DANIEL.-¡Anita!
¡Anita!
ANA.-(A Daniel.) ¡Yo te
voy a enseñar! (Va contra él. Daniel escapa entre la gente que
grita.)
VOCES.-(Al unísono.)
¡Agárrenlo! ¡Viva Ana! ¿Qué pasa con el baile?
(Ana va a seguirlo. La
detiene Andrés que llega. Los comentarios risueños bajan en volumen.)
ANDRÉS.-Déjalo, mamá.
Toma, aquí están las llaves.
ANA.-¡Eso es, las laves!
¡Cerraste el zaguán, verdad? No se podrá escapar de mi. (A los demás que la oyen
interesados.) ¿Ven estas llaves?
(Se dirige a un lugar
del patio en primer término izquierda. Levanta la tapa de una coladera y arroja
el manojo de llaves dentro. Cierra. Se para en la tapa y se yergue orgullosa.
Risas y aplausos generales celebran su acción. Todo es contento excepto la
actitud de Sofía. Pedro mira las cosas cínicamente. Sabino y Andrés, untos,
palmotean con los demás.)
ANA.-Ahora nadie puede
salir de aquí. ¡Nadie! (Se vuelve hacia Andrés.) Y tu padre menos que nadie.
¿Oyeron?
SOFÍA.-(A su madre.)
¡Mama, quítate eso! (Las plumas.)
SUSANA.-(Interviniendo.)
¿Por qué? Déjala que se divierta.
GUDELIA.-Claro. No es
todos los días.
MÁRGARA.-Además, es
Nochebuena
(Murmullos y apagadas
risas.)
ANA.-(A Sofía.) No
quieres que me divierta, ¿eh? Y tú qué haces aquí con este hombre. (De Pedro.)
Te lo he prohibido.
SOFÍA.-No estamos
haciendo nada malo.
VOCES.-(Al unísono.)
¡Defiéndete, Pedro! ¡Sí, que la bese! ¡A callar.!
(Pedro avanza con su
jarra en la mano. Se hace el silencio.)
PEDRO.-(Llega hasta Ana.
La mira.) ¡Salud, Némesis! (Ana da un paso en su contra. Pedro lleva su mano al
corazón.) Señora Romana, está usted bellísima. (Y hace una
reverencia.)
ANA.-(Gratamente
sorprendida.) ¿Cómo?
PEDRO.-¡Némesis! (A
todos.) ¿No es cierto que está bellísima?
SOFÍA.-(Rápida.) ¡Pedro,
no seas cruel!
(Al punto
voces.)
1ª.-¡Es un
mango!
2ª.-¡Qué
forro!
3ª.-¡Qué
vieja!
4ª.-¡Qué
bella!
5ª.-¡Tan
chula!
6ª-¡Que cante! (Al
unísono)
ANA.-(Los calla con
brazo en alto. Se vuelve sonriente a Sofía.) ¿Por qué No le digas cruel. (A
Pedro.) Me parece, señor Rojo, que usted ha dicho una verdad. (A todos.) ¿No es
cierto? (Aplausos y risas. Sobreviene un alegre silencio.9 ¿Por qué están
parados ahí? Les advierto que yo compré ese farol colorado. ¡Andrés!
ANDRÉS.-Aquí estoy,
mamá.
ANA.-Vé y enciende ese
farol.
(Andrés va hacia el
zahuán.)
SUSANA.-¡Pues de
veras!
GUDELIA.-¿Por qué no lo
había encendido?
MÁRGARA.-Tienen que
componer el apagador. No funciona.
ANA.-¡Que lo componga
Andrés!
VOCES.-(Al unísono.)
¡Sí, enciéndalo! ¡Está muy bonito! Vamos a parecer diablos. ¡Babosos!
¡Borrachos!
(Al fondo, dos voces
cantan hipando.)
ANA.-¡Cállese todos! ¡A
callar! (Silencio.) Esta noche es Nochebuena. ¿Sabes quién falta? ¡Ella!
(Señala la casa de la Casarín.) Se no escaparon tres: una se llamaba
Polita.
PEDRO.-El otro.
Walter.
ANA.-Eso es. El otro se
llamaba Lalo Walter. Y por último, el marido de ésa, de la Lola... Pero oigan.
¡Ninguno de esos tres valían nada!
(Risas y
aplausos.)
GUDELIA.-¡Ay, ay,
cállese! ¡No dejan oír! (Nuevo silencio.)
SUSANA.-¿Y qué,
Ana?
ANA.-(A todos.) La
señora Lola Casarín está sola porque su marido la dejo ahora en la mañana. Si me
esperan, yo la invito.
SUSANA.-Ya fuimos
nosotras. No quiso.
ANA.-Yo sé cómo tratar a
esta gente. A todos.) ¡Yo les juro a ustedes que la traigo!
MECATONA.-(Adelantándose.)
Pues que sea pronto por que ya nos aburrimos. ¡Verdad, muchachos?
VOCES.-(Al unísono.)
¡Sí, queremos bailar! ¡Échenmela y verán! ¡Que venga! ¡Yo bailo con ella! ¡Juega
¡ ¡A darle!
(Otros levantan un
murmullo que al fin se apaga.)
ANA.-Muy bien.
Espérenme. (A Sabino.) Sabino, deme usted la mano.
(Sabino se ofrece. Ana y
él avanzan. Los demás, aguardan.)
SOFIA.-¡Pedro, todos
están borrachos, tú también!
ANA.-Oyéndola, se
vuelve.) Tú cállate. Es Nochebuena. (Toca en la puerta de la
Casarín.)
(Se ilumina la casa de
Lola Casarín, la luz en el patio no disminuye y toda la gente permanece inmóvil
expectante, fijas las miradas en la puerta de la vivienda en cuyo interior se
encuentra Lola, sentada frente a la mesita. Viste una bata de tela floreada y
sobre los hombros un tápalo de estambre negro. En la mesita un arbolito de
Navidad con sus esferas brillantes y, junto, un cirio encendido pegado en un
plato. Lola contempla sin verla aquella ondulante flama. Su actitud es d
recogimiento y ausencia. De pronto mira hacia la cocina y estalla)
LOLA.-¡Todo por una
contrato, Augusto, mi contrato! (Sacan un pañuelo de su bocamanga y se enguja
los párpados. Llaman a la puerta. Se sobresalta.) Debe ser alguna de esas
insoportables mujeres. (Vacila, se remuerde los labios, piensa.) ¡Y después de
todo por qué no! Vaya, ¡claro que sí! (Se levanta sin preocuparse de su pañuelo.
Cruza los brazos y agita los dedos nerviosos entre los estambres. Llaman de
nuevo. Mira hacia la puerta; se decide. Da un paso, recuerda el cirio y lo paga.
Se compone el peinado y no vacila más y abre. Ve entonces una figura orlada de
plumas.)
LOLA.-¡Oh!
ANA.-¡Se puede pasar?
(Entra y observa en torno.)
LOLA.-¡Es usted,
Ana!
ANA.-Comprendo su
confusión. Esperaba verme vestida de andrajos como siempre y se encuentra con
esto. (Se aliña la falda morada con sus guantes rojos y se retoca el sombrero.)
Sabía que le iban a gustar. Su bata también es preciosa.
LOLA.-¡Qué va! Es muy
corriente. (Transición.) Bueno, Ana, quisiera saber...
ANA.-Sí, sí. (La
contempla con piedad.) Susana, Margarita Montiel y Gudelia han estado aquí
invitándola para esta fiesta extraodirnaria, y usted no quiso recibirlas. No, no
se excuse. Las pobres traían un buen propósito, pero es natural, son humildes,
vulgares... Desconocen ciertos principios. Pero no he pensado que hoy es la
noche menos apropiada para recibir mal a una visita. Dobre todo, si es una
mujer, que, como yo, posee una educación superior a su apariencia.
LOLA.-No fue de intento
el humillarlas. Es que estaba confusa. Pase una tarde horrible.
ANA.-Usted debe perdonar
el mal que le hicieron. Yo la comprendo. (Le da un ligero codazo.) Un marido no
se pesca fácilmente, ¿eh?
LOLA.-No crea. No soy
una mujer que se ponga triste por un... accidente así. Me sé portar, no se
preocupe.
ANA.-Entiendo. Debe
estar acostumbrada.
LOA.-¿A sobreponerme?
Siempre. Y no hablemos de eso, ¿para qué?
ANA.-Usted me obliga.-
Yo vine únicamente a invitarla a bailar.
LOLA.-(Con tristeza.) Lo
estaba pensando, pero no. No estarías bien.
ANA.-¿Por qué no? Hoy es
Nochebuena. Las personas de esta vecindad tenemos especial interés en verla con
nosotros. De añgún modo su negativa me parece lógica porque... (Distingue el
cirio apagado.) Porque este día debíamos consagrarlo a la meditación. ¿Ha estado
rezando, no? Es tan dulce... Las iglesias, los niños... Dentro de un momento
repicarán las campanas anunciando el nacimiento del Señor... (Con tono ferloz.
¡A campanazos!
LOLA.-Sí, y todos
estaremos oyéndolas aunque los lugares sean distintos. Y él... y
yo...
(Los ojos de Ana brillan
singularmente. Empieza a mover la cabeza como llevando un ritmo interior. Así
canta.)
ANA.
Caminado va
José
Caminando va
María...
LAS DOS
JUNTAS.
Caminan para
Belén
Más de noche que de
día...
(Callan, Ana rompe el
silencio.)
ANA.-Esta noche yo
siento a Cristo en mí... realizándome, dirigiéndome. (Lola continúa agobiada.)
Anímese. Yo, como usted, quiero esta noche la paz para mi corazón; pero la
diversión no riñe con la pulcritud del espíritu. Acepte usted, entonces. Le
advierto que será trataba con todo respeto y que las “cubas libres” están
exquisitas.
LOLA.-¡Oh, es horrible
sentarse asñi, sola, sin hablar con nadie! Y luego estas cosas. .. su silla, la
mesa donde escribías, su almohada... recordándome siempre otros momentos. ¡Ay,
Dios! Todo me obliga a cerrar los ojos... ¡Espectros, espectros!
ANA.-¿Sabe que nos
parecermos? Sólo que usted lo ha perdido todo y yo nunca he tenido nada. Por eso
vámonos, es mejor divertirse.
LOLA.-No. Ahí afuera
estará también ese Pedro Rojo. No quiero verlo.
ANA.-Es un joven
excelente. Me hace reverencias. Alabó mi vestido.
LOLA.-Lo odio. Él hizo
de Augusto un monigote... Sí, sí. Lo pervirtió con sus ideas imbéciles de
libertad... Un conrato, y para mí nada, nada. (Llanto. Busca su pañuelo en la
manga. Ana extrae uno del seño y se lo tiende.)
ANA.-No se aflija ya. La
soledad es lo más vulgar que existe. No vale la pena. (Sonríe tentadora.)
Además, la Mecatona invitó a sus amigos y odos saben bailar. Los hombres son los
hombres. Usted no es una vieja.
LOLA.-Claro que
no.
ANA.-Señora de Soberón,
¿acepta usted?
ANA.-(Titubeante.) Me
sería tan difícil...
ANA.-(Mira el
desplegado, pronuncia su título.) ¡Lola Casarini!
LOLA.-(Estremecida.)
¿Cómo dijo?
ANA.-No estoy invitando
a la mujer de Soberón, sino a la cntante, a la artista, a la mujer. ¿Acepta
usted?
LOLA.-(Que se ha ido
irguiendo.) Lola Casarini.
ANA.-¡La Casarini!
¿Acepta usted? (Lola aún titubea. Ana la mira.)
LOLA.-Está bien. Vamos
(Y salen al patio majestuosas como dos reinas.
(Un rugido atronador de
procacidades y gritos, de risas, aplausos y silbidos –ad libitum- acoge la
entrada de las dos mujeres en el patio. Cesa la luz en el interior de la
vivienda. Sofía inicia los movimientos de quien quiere huir. Pedro enarbola su
jarra riendo a carcajadas.)
SUSANA.-(Imponiéndose.)
¡Cállese! ¡Silencio!
(Disminuye la algarabia.
Se hace el silencio.)
ANA.-Gracias,
Susana.
(Ana Y Lola adelantan un
poco, pero se detienen cuando ven avanzar a Pedro y llegar junto a
ellas.)
PEDRO.-¡Y vinieron todas
las mujeres de la milicia, y Johanán, hijo de Osasías, y el resto del pueblo,
chicos y grandes! (Hace una profunda reverencia ante las dos
mujeres.)
ANA.-(A Lola.) ¿No se lo
dije?
PEDRO.-Irguiéndose.) ¡Y
en esta noche.. (Se interrumpe de pronto porque al levantar la cara ha quedado
frente a frete con Lola Casarín. Ella da un paso todavía y ambos se miden con
los ojos. En torno está el silencio.)
LOLA.-Le agradezco mucho
lo que hizo por mi marido. No sabe cuánto se lo agradezco.
PEDRO.-Señora, lo que
pasa es que el Dios de usted no es tan imbécil como usted creía. Se decidió por
Augusto. Eso es todo.
ANA.-(Interrumpiendo.)
Basta, señor Rojo. Esta noche... (Toma la mano a la Casarín y, pasando frente a
Pedro Rojo, la presete a la concurrencia.) He aquí una amable caza, el hermano
lobo se viene conmigo... (La suelta y grita.) ¡Andrés, quiero ver encendido ese
farol, mi farol!
VOCES.-(Al unisono.)
¡Vóytelas! ¨¡Qué traes, tú! (Silbido.) ¡Una nueva! ¡Pásale, chula! ¿Quién eres,
monada?
(Alguien, violentamente,
se abre paso entre ellos. Es María, y va hacia Ana. Llega vestida para el viaje,
con una maleta pequeña en la mano.)
ANA.-(Al verla.) ¡María
Walter! (Murmullo y risas.) ¡Cállense!
MARÍA.-(Nerviosa.) ¿Es
cierto lo que dijo Andrés, dónde están las llaves?... Ana, ¡ábrame usted la
puerta!
ANA.-¡La puerta! (Ríe
para los otros.) Dice que le abra la puerta. (Se vuelve a María.) Señorita
Walter, se hubiera usted ido antes. Los que fueron, se fueron. Ahora ya
no.
MARÍA.-(Suplicante.) Es
que necesito irme...
ANA.-(A todos.) ¿Ustedes
qué dicen?
VOCES.-(Al unísono.) Ni
modo, palomita. ¡Tan linda! ¿A dónde quieres ir? ¡Si quieres, te
llevo!
MÁRGARA.-(Avanza
borracha, y canta.) ¿Dónde vas con mantón de Manila...?
(Risas y aplausos. Sofía
huye entre la gente.)
VOCES.-¡Que siga!
¡Déjenla! ¡Cállense el hocico!
(Silencio.)
MÁRGARA.-(Va a seguir.)
¿Dónde vas con...
(María, desdperada, la
empuja.)
MARÍA.-¡No, no puede
ser, no! (Llega cerca de Ana.) ¡Ana, por favor...!
ANA.-Las llaves están en
la coladera. Hoy es Nochebuena. Nadie sale ya.
MARÍA.-¡Ana,
Ana!
ANA.-¡Andrés! ¿Qué paso
con mi... farol? (A María.) ¡Suéltame!
ANDRÉS.-(Su voz al
fondo.) ¡Ya va!
MARÍA.-¡Ábrame la
puerta!
ANA.-¡Me está arrugando
el vestido!
MARÍA.-¡Hágame
caso!
ANA.-(Rechazándola,
grita a los demás.) ¿Quién le quiere abrir?
VOCES.-¡Yo le abro! ¡Yo
también! ¡Y yo! ¡Y yo!
MARÍA.-(Su grito domina
a los otros.) ¡Por favor, óiganme! (Corres a unos y a otros.) ¡Señora Susana,
Pedro! ¡Algiien, por Dios! ¡Ábranme la puerta!
(Se enciende el farol.
Un ¡oh! General recibe la luz roja. Luego risas y aplausos.)
MARÍA.-¡Ábranme la
puerta...! (Empieza a gritar desesperada.) ¡Ábranme la puerta! (Y se abre paso
entre las gentes que tratan de acariciarla.) ¡Ábranme la puerta! (Llega hasta el
portón cerrado del zaguán.)
ANA.-¡Basta! ¡A
bailar!
(Voces y gritos de
entusiasmo. Toda la siguiente escena debe suceder con ritmo cada vez más
acelerado.)
UNA VOZ ESTENTÓREA.-¡Que
siga el baile! ¡Agárrense bien!
(El parloteo de risas y
voces se aumenta con ruidos de vasos y cantos. Las parejas se retiran un poco al
fondo.)
LA MISMA VOZ.-¡Qué pasa
con la música?
OTRA.-¡Conecten el
raya-discos!
MARÍA.-(Su voz al
fondo.) ¡Ábranme la puerta!
(Desde la salid de
María, Pedro ha permanecido cabizbajo. Alguien le toca el hombro. Es Sabino; su
diáloo se pierde con el ruido.)
SABINO.-Podríamos
recoger estas cosas, las pueden pisar.
PEDRO.-¿Qué las pisen!
¿Quieres esta bufanda?
(Sofía aparece por la
izquierda, de prisa y como desesperada. Da un paso hacia su casa, pero al fin de
abierta la puerta de la Casarín y entra. Pedro entrega la bufanda a Sabino.
Entonces saca las tijeras y cierra la puerta tras él. Pedro lo ha observado sin
comprender exactamente lo que pasa. Casi enseguida llega Ana, inquieta y
exaltada.)
VOZ ESTENTÓREA.-¡Ahora
si va a empezar!
(Todo el mundo calla en
espera de la música.)
ANA.-(A Pedro.) ¿Dónde
están...? Sofía ¿dónde está?
PEDRO.-¿Sofía? (Vuelve
la cabeza hacia la casa de Lola.)
ANA.-Yo quiero que mi
hija se divierta. ¡Usted sabe dónde está!
MARÍA.-(Llega para
suplicar.) ¡Ana, ábrame la puerta! (Estrujándola.) ¡Ábrame la puerta!
ANA.-¡Suéltame, le digo!
(Olfateando en el aire sus presentimientos.) ¿Oyeron? Es ella... (A María.)
¡Suélteme!, le digo que es ella. ¡Está gritando!
(En realidad no se oye a
Sofía. Pedro comprende al fin y trata de correr en su ayuda. Ana es más ágil y
lo rechaza.)
ANA.-¡Yo, sólo yo!
¡Quítese!
MARÍA.-¡Ábranme la
puerta!
(Empieza el baile.
Transición luminosa a csa de Lola Casarín. Ana empuja la puerta y lanza un grito
feroz. De un salto llega junto a Daniel que ha dado ya el último corte al pelo
de Sofía. Al oír el grito de Ana pretende huir. Ana lo sujeta del cuello y le
arrebata las tijeras. Daniel cae al suelo por la fuerza a la mujer que ruge.
Sofía huya al exterior.)
DANIEL.-¡Ya no, Ana! (Se
cubre la cara con las manos. El primer tijerazo le penetra en la oreja.) ¡Ya no,
Ana, no, no...! (Quiere escudarse tras un mueble.)
ANA.-(Sujétandolo.) ¡Tú,
tú!
(Cruza con el acero el
rostro de su marido que cubierto de sangre se escuda tras el piano.)
DANIEL.-¡No, Ana,
no!
ANA.-(Lo arrastra fuera
de su rincón.) ¡Así! (La punta de las tijeras le entra en el ojo. Daniel cae de
rodillas. Implorante.)
DANIEL.-¡Ya, ya, Ana,
ya...!
(Todavía trata de
arrastrarse. Ana lo agarra por los cabellos y hunde las tijeras en su cuello por
dos, tres veces; de no ser por el frenético ruido musical del fondo se oirían
los golpes fotos de la carne mojada.)
DANIEL.-¡No, ya no! (Su
voz se llena de sangre, que se le escapa en borbollones, mientras en su cuello
trabaja la mano rítmica de Ana.)
ANA.-¡Más, más,
más...!
(En el patio la música
viva de un “swing” impone a la gente su rápido compás. Sofía y Pedro, en primer
término, se abrazan. María Walter grita que le abran la puerta. Empieza a sonar
en el aire una campaña lenta y ronca. Ana aparece en la puerta de la Casarín
todavía aferrando las tijeras. A través de la puerta medio abierta Sofía
distingue el cuerpo mutilado de Daniel. Ana empieza a caminar. María se arroja a
sus pies.)
MARÍA.-¡Ábrame!
(Ana no la oye. Ada oye.
Tampoco siente. Contempla el baile, la gente sin mirar nada. Rechaza con el pie
a María y avanza con la mano en alto, aún con las tijeras.)
SOFÍA.-¡Que no la vean,
Pedro!
PEDRO.-(Sujetándola.) ¿A
dónde va? ¡Métase!
(Ana se desprende de él
y sigue caminando. Pasa junto a su hijo Andrés. Lola Casarín enreabre su puerta
y retrocede espantada.)
ANDRÉS.-¡Mamá!
LOLA.-¡Miren lo que ha
hecho!
PEDRO.-(Estrujando a
Lola.) ¡Cállese, no haga escándalo!
(Todo parece suceder al
mismo tiempo. Pedro da un salto y trepa en la tarima central junto al aparato de
los discos. Otras campanas, todas las campanas de la gran ciudad sueltan al
vuelo sus avisos. Ana sigue avanzando. Pedro distrae la atención general hacia
el baile. Andrés y Sofía se abrazan.)
PEDRO.-(Gritando
ferozmente.) ¡Más aprisa! ¡Más aprisa!
MARÍA.-¡Ábranme la
puerta!
(Pedro oprime un botón y
sube al máximo el volúmen del sonido. La furia de las campanas se funde al
inmenso clamor del patio. Alumbradas por el farol rojo las parejas parecen
realizar una sola y gigantesca contorsión. Pedro agita frenéticamente los
brazos.)
PEDRO.-¡Evohé! ¡Evohé!
Las estrellas se caen sobre la tierra. ¡Rojas la carne, las manos y la boca!
¡Más aprisa, más y más! Hay un signo de luz en las constelaciones... ¡Tú nos
traes el destino! ¡Mira cómo saltan las piedras de tus columnas! ¡Hosanna,
hosanna! ¡Nosotros te adoramos!
MARÍA.-¡Ábranme la
puerta! ¡Ábranme la puerta!
(Coronado de plumas y
con su guante rojo sobre las tijeras, Ana se pierde entre la gente.)
PEDRO.-¡Ha nacido el
Señor! ¡Ha nacido el Señor!
T E L Ó N F I N A
L