Pequeña estancia en el
mar
Edith Ibarra
Contacto:
ailuciernagafuriosa@gmail.com
© INDAUTOR
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Para el hombre del traje y la
camisa inmaculada, por todo y porque estuvo.
Pablo entra a una especie de bar olvidado. Trae una
gabardina empapada y un periódico casi desecho por la lluvia. La penumbra del
lugar lo obliga a cruzar casi la mitad del espacio en busca de alguien. Lo encuentra.
— ¿Por qué en este lugar?
Ela .
— Me pediste que fuera un lugar sin ruido.
Pablo. — ¿En una
esquina del mundo?
Ela se levanta y le ayuda a quitarse la gabardina. — ¡Estás empapado!
Pablo. — ¡Y
desesperado! Coloca la gabardina en una
de las sillas. ¿Llevas mucho esperándome?
Ela. — Casi una hora.
Pablo la abraza.
— Lo siento. Pasaba calles y calles, volvía por las mismas y no te podía
encontrar.
Ela permanece en silencio. Se separa. Pensé que no vendrías.
Pablo. — ¿Sin avisarte?
Ela encoge los hombros.
Pablo. —Mentira.
Ela. —Siéntate. Ya
llegaste.
Se sientan.
Pablo — ¿Qué estás tomando?
Ela. — Un té.
Pablo. — ¿Hay algo más
fuerte?
Ela. — ¿Una copa de
vino?
Pablo. —No. Un whisky
me vendría bien.
Ela se levanta y se dirige a la barra que se
encuentra casi en la entrada del lugar.
Pablo. — ¿No la pueden
traer a la mesa?
Ela. — Yo te la quiero traer.
Se va.
Pablo desespera.
Ela llega con dos vasos con whisky. — Ten. Se
sienta. ¡Salud! Finalmente tenemos una cita.
Pablo. — Pareciera que
es la primera vez que nos vemos.
Ela. — En una esquina del
mundo, sí.
Pablo. —De acuerdo. Salud
por la cita. Beben. ¡Qué lugar!
Ela. — Siempre tienes
un comentario adverso para las cosas.
Pablo. — ¿Es halago o
reclamo?
Ela. —Halago, todo lo
que te digo siempre es un halago.
Pablo. — El lugar no
merece la pena.
Ela. — Podemos platicar
sin estarnos gritando.
Pablo. — Es cierto.
Brindemos por ello. Choca los vasos.
Ela. — Me gusta verte
animado.
Pablo. — Ha sido un año
difícil.
Ela. — Lo sé.
Pablo. —El trabajo no
deja de ser una maldición. Ya lo sabía Dios antes de Marx.
Ela sonriendo.
— Deberíamos escribir frases motivacionales.
Pablo. —Sí. Seguro
triunfaríamos. La mira largamente.
Ela. — ¿Qué?
Pablo. —Nada. Te miro.
Silencio. Él la sigue mirando y le acaricia con un
dedo la mejilla.
Ela se contrae.
Pablo. — ¿Te molesta?
Ela. — No.
Pablo. — ¿Entonces?
Ela lo mira atentamente. — No puedo con tus caricias.
Pablo. — ¿Por qué?
Ela. — Porque para la
siguiente vez que lo hagas, habrán pasado dos años.
Pablo. — Cada que nos
encontramos traes algo nuevo en el pelo y desprendes cosas que desconozco.
Ela. — ¿Y qué es lo
nuevo de hoy?
Pablo. —No lo sé…
aún, y como me interrumpiste tengo que
volver a empezar.
Silencio largo. Él la mira.
Ela. — ¿Encontraste
algo?
Pablo. —No. Otro whisky
ayudará.
Ela se levanta.
Pablo. —No. Siéntate.
Que ellos lo traigan.
Ela. — ¿Quiénes ellos?
Sólo está un viejo tras la barra.
Pablo se levanta.
— Deja. Voy yo. ¿Quieres otro?
Ela sentándose.
— Aún no me termino éste.
Pablo. — Trato de
evitar una tercera visita a la barra.
Ela. — No.
Pablo. — ¿No vas a
querer otro whisky?
Ela. — Sí, pero no
quiero que el hielo se deshaga.
Pablo caminando hacia la barra. — De acuerdo. Cada quien que vaya por su bebida.
Ela se levanta y camina hacia una esquina.
Desaparece. Pablo regresa con la bebida y se sorprende al no encontrarla. La
busca con la mirada.
Ela aparece sonriente. — ¿Qué haces parado?
Pablo. —Buscándote.
Ela. — Fui al baño.
Pablo. — Podías haberme
dicho.
Ela se sienta.
— ¿Qué iba al baño?
Pablo. —O que ibas a
desaparecer para no estarte buscando.
Ela. — “Pablo, voy al
baño.” No. No lo voy a decir.
Pablo. —Lo acabas de hacer.
Ela. — Sí, pero ya fui.
Si hubieras tardado un poco más ni te habrías enterado.
Pablo. — ¿Qué es todo esto? Se sienta.
Ela. — No sé. Cambiemos
de conversación.
Pablo. —Por favor.
Silencio. Toman sus bebidas.
Ela. — No para de
llover.
Pablo. —No. Aquí estaremos
secuestrados un buen tiempo. Beben.
Ela. — Esa es una
palabra fea.
Pablo. — ¿Secuestrados?
Ela asiente. Sí. Ninguno de nosotros
pedirá dinero por nosotros mismos.
Ela sonríe.
— Eso suena peor que secuestrados.
Pablo sonríe.
—Sí. Mucho peor.
Ela lo mira fijamente. — Me dolía no
verte tan seguido.
Pablo. — ¿Te dolía?
Ela. — Sí. Creía que tu
presencia abonaba algo en mí.
Pablo. — ¿Y no?
Ela. — No. Eran tus
palabras las que lo hacían.
Pablo. — Al menos era
algo mío.
Ela. — Pero después me
di cuenta de que siempre fui yo la que abonaba algo en mí.
Pablo. — ¿Casi como
Narciso?
Ela sonriendo.
—Lo que quiero decir es que la que se estremecía con lo que escribías era yo.
Incluso te llegaste a sorprender de todo lo que yo era capaz de sentir con lo
que hacías. ¿Recuerdas?
Pablo. — Pero eran mis
palabras.
Ela. — Era yo con tus
palabras, como con las palabras de cualquier otro.
Pablo. — De otro no tan
cualquiera.
Ela. — De otro que tuviera algo que decirme.
Silencio de ambos.
Pablo. — ¿Y por qué nos vimos hoy?
Ela busca su bolsa y saca un paquete. Se lo da. — Toma. Son las postales que he querido darte
desde hace dos años.
Pablo. — ¿Tanto has
viajado?
Ela. — Tanto… y tanto
más sin verte. Silencio. Me gusta estar
contigo a pesar de que seas un cascarrabias.
Pablo revisando el paquete. —Disculparé ese último comentario gracias a esta
hermosa postal.
Ela. —Esa te la compré
en Chile. ¿Es linda, verdad?
Pablo. — Sí. Me gusta
el reflejo de los lentes.
Ela. — Es la fecha del
suicidio de Allende.
Pablo. — ¡Qué tétrico!
Ela. —Dijiste que te
había gustado.
Pablo. — No me había
dado cuenta de que eran números.
Ela. — Se me hizo una
forma suave de recordar algo tan espantoso.
Pablo. — En eso tienes
razón.
Ela. —La de los pájaros
es de Colima.
Pablo la busca, la toma y la mira. — Me gusta.
Ela. — Siempre que veo postales
me pregunto cuál te gustará más.
Pablo se acerca y le da un beso en la mejilla.
Ela. — Lo haces
nuevamente.
Pablo. — ¿Qué?
Ela. — Darme un beso.
Pablo. —Fue en la mejilla.
Ela. — Sin besos. Ese
fue el acuerdo.
Pablo. — ¿Cuándo
dijimos eso?
Ela. — La última vez
que nos vimos.
Pablo. — ¿Eso dije?
Ela. —Dijiste que no
podías con mis besos.
Pablo. —Pero sí puedo
con los míos.
Ela. — Eso no es justo.
Pablo. —Es justo para
mí.
Ela. — Sin besos,
Pablo.
Pablo sigue viendo sus postales.
Ela. — Pablo… Ella espera hasta que él la mira. Sin
besos… por favor.
Pablo. —No. No se me
hace justo. Vengo hasta acá, a un bar olvidado de la mano de dios a ver a la
mujer que…
Ela espera con miedo. Pausa de él.
Pablo. —Está bien. Sin
besos. Pero no se me hace justo.
Silencio. Beben.
El timbre del celular anuncia que
ella acaba de recibir un mensaje. Ela lo revisa. — Acaba de llegar tu mensaje. Dice que no tardas en
llegar.
Pablo. —Malditos aparatos.
No hay que fiarse de ellos.
Ela. — La primera vez
que me mandaste un mensaje sentí terror.
Pablo. — Yo sentí lo
mismo al escribirte.
Ela. — Era como si
fueras humano… muy humano.
Pablo. —Así me sentí,
como si fuera como todos los demás.
Ela. — Sí. Eso fue
difícil de aceptar.
Pablo. — ¿No esperabas que
fuera tan humano?
Ela. — No. Por eso no
podía contestar. Al tercer mensaje pensé que alguien te había robado el celular
y quise llamarte; entonces me dio risa imaginar que el ladrón me fuera a responder.
Pablo. — Era yo.
Ela. — Por eso te dije que escribir mensajes no era
lo tuyo.
Pablo. —Por eso te marqué.
Pero llamarte tampoco es lo mío.
Ela. — ¿Qué es lo tuyo?
Pablo. —Escribirte.
Ela. — ¿Y por qué
dejaste de hacerlo?
Pablo. — ¿Lo hice?
Ela. — ¿No te diste
cuenta?
Pablo. —No.
Ela. — Lo dejaste de
hacer.
Pablo. —Lo siento. No
tenía idea de que ya no te escribía.
Ela. — Seguramente
tampoco sabes por qué lo hiciste.
Pablo. —No. No lo sé.
Silencio de Ela.
Pablo. — ¿Qué pasa?
Ela. — Ni siquiera lo
notaste.
Pablo. — Estoy lleno de
mil cosas. Decenas de libros que debo leer…
Ela. — Esas excusas ya
me las sé.
Pablo. —Ela…
Ela. — No te inquietes,
no eres el primero…
Pablo. —De saber que
era importante para ti…
Ela. — Te he extrañado
todo este tiempo.
Pablo. —Lo lamento.
Silencio.
Ela. — ¿Sabes cuándo
dejaste de hacerlo?
Pablo. —No.
Ela. — ¿De veras no lo
sabes?
Pablo. —De veras no.
Ela. — Fue después de
que nos vimos en el parque.
Pablo. — ¿Me lo juras?
Ela. — Sí. Después de
ese día no te volví a ver y dejaste de escribir.
Pablo. —No estaba bien
en el trabajo, todo se complicaba, estábamos a punto de quebrar…
Ela. — ¿Me estas tratando
de consolar con una mentira?
Pablo. — No es una
mentira.
Ela. — Cuando escribías
tampoco la estabas pasando bien y yo la estaba pasando peor, pero tenías tiempo
para preguntarme, cada semana, cómo estaba.
Pablo. — ¿Qué hice mal?
Ela. — Desapareciste.
Pablo. — ¿Así fue?
Ela. — Así fue. No
pudiste con mis besos, pero tampoco con todo lo demás.
Pablo. — ¿Ya no puedo
usar la excusa de un mal año?
Ela. — Sé que has
tenido una mala racha…y yo quería estar contigo.
Pablo extrañado.
— ¿Por qué?
Ela extrañada aún más. — ¿Por qué?
Pablo. —Sí, ¿por qué querías
estar con un hombre a punto de caer a un precipicio?
Ela. — Porque no tenías
que caer.
Pablo. —Quería caer, Ela.
Quería llegar tan abajo que nada me pudiera traer de vuelta.
Ela. — Tú me ayudaste a
salir de ahí.
Pablo. —Pero no lo hice
con la misma intención.
Ela. — ¿Cuál intención?
Pablo. —Yo no quería
salvarte.
Ela. — Pero lo hiciste.
Pablo. —Yo no quiero que
me salves.
Sliencio.
Ela. — Sólo quería
darte lo que recibí.
Pablo le acaricia la mano. — Los besos siempre piden más, ¿no es cierto?
Ela. — Sí.
Pablo. —Y ese día
acordamos no más besos.
Ela. — Y a partir de ese
día te empezaste a desvanecer.
Pablo. —No sabía que te
importara tanto.
Ela. — No te lo dije
porque tenía miedo de que te alejaras más.
Pablo. —Ela…
Ela. — Pablo, vengo a despedirme.
Pablo. — ¿A dónde vas?
Ela. — A ningún lado. Me
voy a casar.
Pablo. — ¿Tú? ¿Cuándo?
¿Con quién?
Ela. — Es una historia
larga… y no sé si quiera contártela.
Pablo. — ¿Y por qué nos
debemos despedir?
Ela. — Porque estoy enamorada...
y no quiero más amor que el de él.
Pablo. — ¿Tú me amas?
Ela. — Te amé.
Pablo. — ¿Se acabó?
Ela. — Sí. No se puede
amar a los hombres ausentes.
Pablo. —Sí que se
puede. Penélope lo supo hacer.
Ela. —Penélope era la
esposa.
Pablo. — ¿Ese es tu
mejor argumento?
Ela. — Ya no puedo estar
con hombres que se desvanecen.
Pablo. — ¿Y el que
encontraste siempre está?
Ela. — No voy a hablar
de él.
Pablo. — ¿Cómo se
llama?
Ela. — David.
Pablo. — ¿David qué?
¿Lo conozco?
Ela. — No.
Pablo. — ¿Dónde lo
conociste?
Ela. — ¿Eso qué
importa?
Pablo. — Tienes razón,
no importa. ¿Y qué hace el buen David?
Ela. — ¿Vivirías
conmigo?
Pablo. — ¿Por qué te
vas a casar?
Ela. — ¿Vivirías
conmigo?
Pablo. —No. Silencio de ambos. Ela, esto me
sobrepasa. Surge otro silencio. ¿Escucharías
conmigo un disco de los Beatles?
Ela. — Nunca.
Pablo. — ¿Y cómo
podríamos vivir juntos?
Ela. — Tú podrías
escucharlos cuando no estuviera en casa.
Pablo. — Y a tu regreso
me torturarías con Leonard Cohen.
Ela. — Realmente sería
una pesadilla vivir contigo. Voy por un whisky. Se va.
Pablo. — Ela…
Ela voltea.
Pablo. —…voy al baño
Ela sonríe y
sigue su camino. Regresa con el whisky y se sienta.
Ela. — ¿Otro whisky?
Pablo. —No. Está infame.
Ela. — ¿Algún día podrías
fingir que algo te gusta?
Pablo. — ¿Por qué
tendría que hacerlo?
Ela. — Porque me haces
sentir mal.
Pablo. — ¿Tú compraste
el whisky?
Ela. — No. Yo elegí el bar.
Pablo. —Era el que
había… me lo acabas de decir.
Ela. — Había otro… no
tan cerca del mar.
Pablo. — ¿Y?
Ela. — ¿Lleno de luces,
ruido y mujeres con poca ropa?
Pablo. —No me hubiera
gustado.
Ela. — Por eso me quedé
aquí.
Pablo. —Fue una buena
decisión.
Ela. — Pero dices que
el whisky apesta.
Pablo. —Dije que está
infame… porque sí lo está.
Ela. — ¿Para qué criticarlo?
Pablo. —Tú me
preguntaste si me gustó.
Ela. — No. Yo pregunté
si querías otro.
Pablo. —Cierto. Y no,
no quiero otro porque sabe horrible. Voy
a la barra a pedir otra cosa. Se levanta.
Ela. — ¿Estás enojado
conmigo?
Pablo. — ¿Por qué?
Ela. — ¿Por el whisky,
el lugar?
Pablo. —No. Así es este
lugar y así es este whisky.
Ela. — No podríamos
vivir juntos, ¿verdad?
Pablo. —No.
Ela. — Podrías poner a
los Beatles aunque yo estuviera.
Pablo sonriendo.
—Pero yo me iría corriendo cuando pusieras a Cohen. Regresa con una copa de vino y
se sienta.
Ela. — Podría escuchar Julia contigo.
Pablo. — ¿Julia?
Ela. — Es la única que
me gusta de los Beatles.
Pablo. —No sería
suficiente.
Ela. — Es verdad. Las
mañanas serían horribles. Tú bañado y yo sin bañar.
Pablo. —Y no estaría
dispuesto a hacer el desayuno siempre.
Ela. — Y en las noches
dormirías solo porque yo me pondría a escribir.
Pablo. —Tampoco
permitiría que tomaras mis libros.
Ela. — ¿De veras?
Pablo. — De veras. No
me gusta que tomen mis libros ni que los cambien de lugar.
Ela. — Ese no sería
problema. Odio las novelas y los cuentos. Tus libros estarían a salvo.
Pablo. —Tampoco
comparto mi mesa de trabajo.
Ela. — Me podrías hacer
un huequito.
Pablo. —No sé. No creo.
Ela. — Claro que
siempre tiendo a extenderme un poco más.
Pablo. — ¡Nada qué
hacer! No podría con tu desorden cósmico. Sonríen.
Silencio.
Ela. — A David le gusta Cohen.
Pablo. — Elegiste bien.
¿Y le gustan Los Beatles?
Ela. — Sí.
Pablo. — ¿Y te
sumergirás con él en el submarino amarillo?
Ela. — Sí. Con él sí.
Pablo. — ¿Va en serio?
Ela. — Como nunca.
Beben. Silencio largo.
Pablo. —Todo esto que
me cuentas de él, ¿para qué es?
Ela. — Querías saber
quién es, ¿no?
Pablo. — En realidad no
me importa.
Ela. — Entonces
hablemos del vino. ¿Qué tal tu copa?
Pablo. — ¿Me hiciste
venir a esta esquina del mundo para hablar del hombre con el que supuestamente
te vas a casar?
Ela. — No. Te hice
venir para darte las postales. Estoy harta de verlas en mi casa.
Pablo. — Harta, dices.
Ela. — Sí. Harta. Llevo
dos años tratando de verte. Te dije que te iba a cobrar el almacenaje porque
nadie te hubiera guardado un regalo por tanto tiempo. La maldita bolsa se llena
de polvo. Cada semana la limpio y se vuelve a cubrir de polvo porque nunca tienes
tiempo para verme.
Pablo. — No podía
verte.
Ela. — No querías
verme. Me dabas una fecha y siempre la olvidabas.
Pablo. — Estaba lleno
de trabajo.
Ela. — ¡Por favor!
Podrías ser sincero conmigo esta vez.
Pablo. — No tengo
tiempo ni vida para una relación contigo.
Ela. — Eso me lo dijiste
en el parque.
Pablo. — Pues eso es.
Ela. — ¿Y por qué
volviste a escribirme?
Pablo. — Te extrañaba.
Ela. — ¿Qué extrañabas?
Pablo. — Tus palabras.
Ela. — ¿Sólo eso?
Pablo. — Eso ya es
demasiado. Eres la única mujer con la que me escribo.
Ela. — También me
escribo con David.
Pablo. — ¿Podrías dejar
de hablar de él?
Ela. — No lo hago para
molestarte.
Pablo. — ¿Entonces?
Ela. — Quiero entender.
Cuando dejaste de escribirme sentí una gran tristeza. Nadie me daba palabras de
aliento, nadie me preguntaba cómo estaba ni se conmovía con lo que me pasaba.
Pablo. — Lo siento,
Ela. No quería darte falsas esperanzas.
Ela. — Sí, me quedó
clarísimo que no querías nada conmigo.
Pablo. — Es cierto que
esa época fue una de las peores en mi vida. No tenía ganas de estar con nadie…
no podía estar con nadie. Ni siquiera podía invitarte un café.
Ela. — Yo lo hubiera
pagado.
Pablo. — No.
Ela. — ¿Por qué no?
Pablo. — Porque no se
trataba de pagar o no el café. Yo no estaba… no era yo. Me sentía como una
especie de fantasma que habitaba la nada.
Ela. — ¿Y eso cambió?
Pablo. — No. Sigo
siendo un fantasma, pero ya me acostumbré a vivir en la nada.
Ela. — Para mí eres el
hombre del traje y de la camisa blanca inmaculada.
Pablo. —Ese es mi
disfraz favorito. Pero no soy ese. ¡Qué diera por serlo!
Ela. — Ese hombre me
gustaba.
Pablo. — Ela, él sólo
está en la ficción. En esta vida, lo que tienes frente a ti es a este hombre
derrotado.
Ela. — No creo que estés
vencido. Sólo estás decepcionado.
Pablo. — ¿No puedes con
eso, verdad?
Ela. — ¿Con qué?
Pablo. — Con mi
derrota. Quieres a un hombre que luche aunque no sepa por qué hacerlo. No
soportas la idea de que ya me haya ido.
Ela. — Déjame ayudarte.
Pablo. — No puedes. Y
no quiero llevarte conmigo.
Ela. —Creía que eras
una especie de dios.
Pablo. — Ela…
Ela. — Así te veía.
Pablo. — Mi niña…
Ela. — Sentía una
inmensa admiración y respeto por ti.
Pablo. — ¿Y ahora… ya
no?
Ela. — Sí, pero es
distinto. El respeto de ahora es como un muro que me impide acercarme.
Silencio de ambos.Hace
un año no hubiera podido decirte todo esto.
Pablo. — Me gusta
escucharte decir todas estas cosas.
Ela. — ¿De veras?
Pablo. — Sí. Me hace
sentir menos fantasma. Silencio. Beben.
Ela. — ¿Por qué no vivirías conmigo?
Pablo. — Porque estoy
casado, porque tengo dos hijos, porque te quiero, pero no para vivir juntos.
¿Sabes lo desgastante que es armar el día a día con alguien?
Ela. — Sí lo sé. Lo
viví trece años, ¿recuerdas?
Pablo. — ¿Y qué sientes
ahora que estás libre?
Ela. — Me siento sola…
libre y sola.
Pablo. — ¿Y vas a jugar
tu libertad por no estar sola?
Ela. — ¿Qué es ser
libre? No pensar en nadie ni preocuparme por nadie, ni dormir con nadie ni
coger con nadie… despertar sola, comer sola, hablar sola, planear todo sola.
Pablo. — Y tener tiempo
para escribir, no bañarte y si quieres, desayunar a las dos de la tarde.
Ela. — ¿Y si eso no es
lo que quiero?
Pablo. — Yo te cambió el
lugar por una semana.
Ela. — No podrías.
Pablo. — Pruébame.
Ela. — Extrañarías ver
todos los días a tus hijos. Y por más necio que suene lo que te voy a decir, te
haría falta tu mujer.
Pablo. — Sí, no podría
vivir sin sus constantes regaños porque no cierro bien las llaves del agua.
Ela. — Hasta eso lo
extrañarías. Créeme.
Pablo. — Y si sabes
eso, ¿por qué quieres que me vaya a vivir contigo?
Ela. — Ya no quiero.
Sólo quería saber por qué no lo hicimos.
Pablo. — Esto no da
para tanto.
Ela. — Ya veo. “Esto” para
ti mide como veinte centímetros.
Pablo. — ¿Tanto? Ríe.
Ela. — Tienes razón. La
ausencia lo encogió.
Pablo. — Ela, yo te
quiero, pero no de la forma que tú quieres.
Ela. — Sí. Ya lo sé…
Silencio. Beben.
Pablo. — ¿Por qué te vas a casar?
Ela. — Porque quiero.
Pablo. — ¿Eso quieres?
Ela. — Sí.
Pablo. — ¿No es el
sueño rosa…?
Ela. — Si tuviera
veinte años, sería el sueño rosa. Se
calla. Es mi manera de decirle que quiero estar con él.
Pablo. — ¿Te habrías
casado conmigo?
Ela. — No.
Pablo. — ¿Por qué?
Ela. — Porque lo
nuestro no iba a durar.
Pablo. — ¿Y a pesar de
eso querías intentarlo?
Ela. — Sí. Me hubiera
gustado amanecer contigo, caminar junto a ti, ir al cine, regresar a casa… sonríe.
Pablo. — ¿Qué?
Ela. — Iba a decir
“escuchar un disco”, pero eso hubiera generado grandes problemas.
Pablo. —No soy tan
intolerante como dices.
Ela. — Supongo que el
amor ablanda.
Pablo. —Amor o no amor,
cedes.
Ela. — Yo no quiero
volver a ceder.
Pablo. — Entonces no te
cases.
Ela. — No me caso para
ceder. Lo que no quiero es dar mi vida nuevamente.
Pablo. —Tampoco creo
que él quiera tu vida.
Ela. — A lo mejor no la
quieren, pero la toman completa.
Pablo. — ¿Quiénes?
Ela. — Los hombres.
Pablo. — ¿Todos los
hombres?
Ela. —Al menos todos
con los que he estado.
Pablo. — ¿Incluido tu
ex?
Ela. — Ese más. No le
gustaba lo que yo era, pero tomó todo.
Pablo. — ¿Y tú?
Ela. — Yo cedí para que
no se fuera. Y ya ves… de todos modos se fue.
Pablo. — ¿Tan enamorada
estabas?
Ela. — No. Lo peor es
que él tampoco me gustaba.
Pablo. — ¿Y qué hacías
ahí?
Ela. — Es lo mismo que
todos me preguntan. Y yo me pregunté durante
esos trece años “qué hago aquí”.
Pablo. —Hubo cosas
buenas, supongo.
Ela. — Sí. Esas son las
cosas que extraño, pero no para vivirlas nuevamente con él.
Pablo. — ¿Y cómo es con
David?
Ela. — Distinto.
Pablo. — ¿Le gustas?
Ela. — No sólo eso. Me
admira.
Pablo. — ¿Cómo sabes?
¿Te lo dijo?
Ela. —No. Me lo
escribió.
Pablo. — ¿Y tú, lo
admiras?
Ela. — Mucho. ¿Sabes
que es el primer hombre que me confiesa sus tristezas?
Pablo. — ¿Eso te gusta?
Ela. — Me hace sentir
cerca de él.
Pablo. — ¿Por qué está
triste?
Ela. — Porque me lo
dice.
Pablo. — ¿Eso es
importante?
Ela. — Sí. No necesita
irse, como tú, cuando está triste
Pablo. — Un golpe bajo,
¡eh! Silencio de ambos.
Ela. —Quiero despedirme
bien de ti.
Pablo. — ¿En realidad
te vas?
Ela. — Sí.
Pablo. — ¿Por qué?
Ela. — Porque no estás
y… porque ya no me duele tanto que no estés.
Pablo. — ¿Este es el
momento, entonces?
Ela. — Sí. Hoy puedo
incluso agradecerte que hayas desaparecido.
Pablo. — ¿Agradecerme?
Ela. — Cuando te fuiste
llegaron otros…
Pablo. —Yo estaba
ocupando el espacio.
Ela. — Sí. Estabas ocupando
falsamente el espacio. Pero también quiero agradecerte todo lo que me diste ese
tiempo. Tus palabras fueron un gran aliento para mí. Después forcé las cosas,
sé que lo hice. Cuando dijiste que la amistad tenía caminos extraños, sabía que
me estabas abriendo una puerta. Incluso dijiste algo de penetrar juntos un
bosque…
Pablo. — ¿Todo eso
dije?
Ela. — Sí.
Pablo. —Y lo tienes
presente.
Ela. — Me aprendí tus
palabras para tomar fuerza y poder seguir. Bebe.
Silencio de ambos.
Pablo. — ¿Ya no me comprarás más postales?
Ela. — Sí, pero te las
enviaré a la dirección que me des.
Pablo. — ¿En verdad, ya
no nos vamos a ver?
Ela. — No.
Pablo. — No entiendo. No
quiero entender esto.
Ela. — Necesito a
alguien que pueda estar.
Pablo. —Yo estoy. Yo te
pienso.
Ela. —Sí, cada tres o
cuatro meses que es cuando me escribes.
Pablo. — ¿Y cuándo
quiera saber de ti?
Ela. —Lo sabrás. Tengo
planeado ser famosa. Sonríe.
Pablo. — ¿Por qué me
castigas?
Ela. —Tú lo hiciste
desde que te besé. Nunca fuimos amantes y ahora ni amigos somos.
Pablo. —Fue una mala
idea besarnos. Te lo dije, al principio te lo dije.
Ela. — Y aún así lo
hiciste.
Pablo. —Ya estaba ahí.
Ela. —Pudiste…
Pablo. — ¿Irme? Quería
besarte, pero tú ibas por más y yo no.
Ela. — Pablo, ¿tienes
miedo de mí?
Pablo. —No. Tengo miedo
de enamorarme y no poder parar.
Ela. — Eres un cobarde.
Se escucha el sonido de la lluvia que se intensifica.
Pablo. —Cada vez llueve
más.
Ela. —Eres un maldito
cobarde. Deberías aventarte de cualquier puente porque los temen amar deberían
morir de manera horrenda.
Pablo. —Tú no pierdes
nada.
Ela. —Mi libertad, hace
un rato lo dijiste.
Pablo. —Esto no va a
funcionar.
Ela. — Podríamos
intentar.
Pablo. — ¿Para qué?
Ela se levanta.
Pablo. — ¿A dónde vas?
Ela. —Necesito salir de
aquí.
Pablo. —Deja que la
lluvia termine y te llevo a casa.
Ela. —No. Camina hacia la salida. Pablo la sigue y la
detiene antes de llegar a la entrada del bar.
Pablo. —Ela, espera.
Ela. —Ya no quiero
estar aquí.
Pablo. — ¿Qué más te dije
en los correos?
Ela. —No sé. Los borré.
Pablo. — ¿Por qué los
borraste?
Ela. —Porque con tu
ausencia todas esas palabras resultaban huecas.
Pablo. —Esas palabras
eran mi forma de estar.
Ela. —Ya no me servían.
Dejaron de funcionar.
Pablo. — Te los puedo
reenviar.
Ela se aparta de Pablo. —No. Ya no los necesito.
Pablo la suelta.
— Te invito la última copa de vino.
Ela. —No. Silencio prolongado de ellos y sonido de
lluvia intensa. Invítame el último
whisky.
Pablo se acerca a la barra y lo pide. Se lo lleva.
Ela. — ¿Tú no vas a
tomar nada?
Pablo. —Sí. Voy por una
copa de vino. Regresa a la barra y le dan
el vino en un vaso. Vuelve con Ela.
Ela. — ¿Y la copa?
Pablo. — Ya no hay copas.
Ela. —Escogí el peor
lugar, ¿no es cierto?
Pablo. —Sí. A lo mejor
en el bar de las chicas con poca ropa no te hubieras podido despedir. Vamos a
sentarnos.
Ela. —No. Ya me debo
ir.
Pablo. —Salud,
entonces.
Ela. —Salud.
Pablo. — ¡Cuánta
lluvia!
Ela. — Sí. Hay un
huracán y un frente frío, o algo así dijeron en el radio.
Pablo. — La radio.
Ela. — ¿Qué?
Pablo. —Se dice la
radio, no el radio. El radio puede ser el rayo de una rueda o el radio de una
circunferencia.
Ela. — ¿Esas serán las
últimas palabras que recordaré de ti?
Silencio.
Pablo. — No puedes,
porque no lo acepto, citarme para despedirte sin habérmelo dicho.
Ela. — ¿Hubieras
venido?
Pablo. —Por supuesto
que no. No hubiera venido a meterme a esta trampa. Esto ha sido como tú lo
necesitas: querías besos, te los di; querías algo más y como no hubo, te vas. Y
yo debo moverme según tu juego.
Ela. — ¿Te das cuenta
de que no hay gran cosa entre tú y yo?
Pablo. — ¿Qué es gran
cosa?
Ela. —Tener un vínculo,
algo que nos una.
Pablo. — ¿Por qué me
compras postales?
Ela. —Porque cuando te
pregunté que querías de Panamá me dijiste que a todos tus amigos que viajan les
pides una postal.
Pablo. — Entonces eres
mi amiga. Ela sin saber qué decir. Entonces
tenemos algo. A lo mejor no como tú lo esperas, pero sí tenemos algo. Tienes
mis palabras cada tres o cuatro meses y te pienso regularmente, te juro que te
pienso.
Ela. —Quiero más.
Pablo. —Yo no puedo
darte más. Pero no quiero dejar de estar en tu vida.
Ela. — Te extraño.
Mucho.
Pablo. —Yo también te
extraño.
Ela. — ¿Se te hace raro
que pida más?
Pablo. —No. De algún
modo me gustaría estar contigo, pero sé que no puedo y que somos difíciles de
mezclar.
Ela. —Todo esto te ha
de parecer excesivo.
Pablo. — Me sorprende… no
sabía que sentías todo esto.
Ela. —Nunca había
podido pedir lo que quiero o lo que necesito.
Pablo. — ¿No?
Ela. — No. Yo no pido.
Y cuando lo intento ya es demasiado tarde.
Pablo. — Entonces me
siento privilegiado. Soy el primero. Sonríen.
¿Nos sentamos?
Ela. —Sólo si me dejas
hacer algo.
Pablo. — ¿Qué?
Ela. —Déjame ir antes
que tú. Déjame sentir que por primera vez en la vida soy yo la que se va.
Pablo. — ¿Nos
volveremos a ver?
Ela. —Sí. Como en seis
meses.
Pablo. — ¿Te puedo
escribir?
Ela. —Sí. Para cuando
lo hagas nos reiremos de esto.
Pablo. —Vamos. Los dos regresan a la mesa. El sonido de la lluvia abraza a todo el
lugar.
Ela sentándose. — Parece que no podré salir de aquí.
Pablo. —En un rato,
quizás. Beben. ¿Por qué te vas a
casar?
Ela. — ¿Te preocupa mi
boda?
Pablo. —No te veo
casándote.
Ela. — Ni yo. Sonríe. Ya tengo pensado el vestido.
Pablo. —No. Tú no.
Ela. — No es blanco. Será
como el de mis sueños, de un sueño que tuve. De varios pedazos de tela… pesados
pedazos de telas. En el sueño mi vestido estaba hecho de cobijas y edredones, de
distintos colores y texturas. La falda era amplia, muy amplia y enorme, y tenía
flores, corazones y pájaros. Me gustaría que al caminar, algunas palomas salieran
de él.
Pablo. — Un vestido
singular.
Ela. —Sí. Y David
vendrá por mí en un caballo, al lado de un antílope.
Pablo. — ¡Vaya sueño!
Ela. — No he conseguido
el caballo y el antílope no te digo.
Pablo. —Pero suena
bien. Los dos ríen.
Ela. —No habrá boda.
Pablo. — ¿Por qué?
Ela. — La misma historia: casado y con hijos.
Pablo. —Ya no hay
hombres en el mundo.
Ela. —Creo que los
tienen secuestrados, pudriéndose en oficinas.
Pablo. — Ese fue otro
golpe bajo.
Ela. —Lo siento, esta
vez no pensaba en ti.
Pablo. —Podrías empezar
a mirar hacia otro lado.
Ela. — Sí, es lo que
tengo planeado.
Pablo. — Y no aceptar
hombres que escriban.
Ela. — No. Ya no. Los que
escriben se quedan en la hoja.
Pablo. — Tienen su
encanto.
Ela. — Al principio sí,
después falta todo.
Silencio de ambos.
Ela. — Sabes que David
tiene una teoría de las gotas de agua. Tardan de cinco a siete segundos en
caer. Y no caen solas. Siempre están acompañadas. Y cuando se estrellan dejan
de ser gotas y pasan a ser agua, ¿o reflejos de agua?
Pablo. — Nunca dejan de
ser agua.
Ela. — Lo que quiero
decir es… olvídalo. Cuando él lo dice tiene sentido.
Pablo. — ¿Lo amas?
Ela. — Sí. Pero ya sé
en qué va a terminar.
Pablo. — ¿Ya lo besaste?
Ela. — No.
Pablo. — ¿Y te vas a
casar con un hombre que no has besado?
Ela. — Siento un
tremendo respeto por él.
Pablo. — ¡Gracias!
Ela. — No seas tonto.
Pablo. — Entiendo. Para
poderme besar tuviste que olvidar que era sagrado.
Ela. — Algo así. Te
miré como hombre y eso lo hizo fácil.
Pablo. — ¿Y a él no lo
ves como hombre?
Ela. —No. Ríe. Está en la etapa dios.
Pablo. — ¿Y lo piensas
besar algún día?
Ela. — Sí. Esta noche.
Esta noche voy a arruinar lo que tenemos, si es que tenemos algo.
Pablo. — ¿Con un beso?
Ela. — Con varios, espero.
Pablo. — No todos tienen
que responder como yo.
Ela. — Pero éste sí, es
como tú, bastante cobarde, creo.
Pablo. — Mi límite son
dos menciones de cobarde por día.
Ela. — Ya me voy.
Pablo. — Sigue
lloviendo.
Ela. —Tengo que ir a
despedirme de David.
Pablo. — ¿Tienes que
hacerlo?
Ela. — Esta vez no voy
a esperar. Voy a tomar mi corazón y me voy a largar a otro lado. Se levanta.
Pablo se levanta también. — Te llevo.
Ela. — No. Quedamos en
que te ibas a quedar. Esta vez tú te quedas y te haces cargo de todos los
recuerdos y de todas las cosas.
Pablo. — Ela…
Ela. — Esta vez seré yo
la que se ausenta. Esta vez seré yo…
Pablo. — No lo hagas.
Ela se acerca a Pablo, lo abraza y lo besa en la
mejilla. — Adiós, Pablo.
Pablo. — Hasta luego,
Ela.
Ela sale.
Pablo se sienta. Termina su trago y se queda a
saborear la ausencia. La lluvia no ha dejado de escucharse.
Oscuro gradual.