EL TERCER FAUSTO
De Salvador Novo (1934)
Acto I
Un estudio, la noche.
Alberto en bata y pantuflas, parece nervioso. Detrás de él, el diablo, en
actitud humilde. Alberto no lo ha visto. Fuma y mira la hora de su reloj
pulsera. Se vuelve y se sorprende al percibir al diablo. Con gesto nervioso se
levanta, da algunos pasos. Se adueña por fin de sí y le indica al diablo un
asiento.
ALBERTO: Tenga la
bondad de sentarse.
DIABLO: Muchas
gracias. No me siento nunca. Prefiero escucharle de pie. Supongo que será
cuestión de dinero. Para proporcionárselo no necesito tomar asiento ¿Cuánto
necesita?
ALBERTO: No. No es
dinero lo que necesito. Para procurármelo no habría acudido al extremo terrible
de invocarle a usted con todas las fuerzas de mi alma; de esta lama atormentada
que le ofrezco.
DIABLO: Entonces
no sé. Muy pocas cosas más está en mi mano disponer. Los siete pecados
capitales, ustedes se arreglan muy bien para cometerlos sin mi intervención.
ALBERTO: Pero
usted es omnipotente. La prueba es que ha entrado aquí sin anunciarse.
DIABLO: También Lo
es Dios, y hace muy pocas cosas, que yo sepa. Tan pocas, que yo me veo
precisado, a veces, a suplantarlo. Los hombres le rezan constantemente y le
piden esto, y aquello. Él tiene santos, especializados en determinados
milagros. Ustedes les piden a los santos que se encarguen de sus asuntos, y les
ofrecen pequeñas remuneraciones tarifadas. Y sus asuntos se arreglan. Pero no
son los santos quienes lo hacen. Por razón de su especialidad, los santos
tienen un sentido moral muy estrecho, y sus peticiones les ofenden. ¡Qué quiere
usted! ¡Ellos viven en una atmósfera tan distinta de la tierra! Y luego, no les
gusta este agradecimiento en especie que les testimonian los hombres. Lo que
los santos quieren es una nutrida inmigración en masa a su reino. ¿Y qué mejor
medio de obtenerla que el de frustrar precisamente los deseos más caros de los
hombres; de todos esos bienes que ellos les piden constantemente y que obtienen
a veces; no de los santos, sino de mi? Soy yo quien atiende las solicitudes que
los hombres formulan a los santos. Esto no lo saben, por supuesto, y no me
agradecen nunca. (Con tristeza) No
importa. Me queda la vaga esperanza de que estas condiciones injustas se
alteren, y de que un día, algún lejano día, se me canonice. (Pausa.) Pero veamos: ¿de qué se trata?
ALBERTO: Es un
poco largo, si usted quiere escuchar los antecedentes. (Nervioso.) ¿Si no sentáramos?
DIABLO (mirando su reloj.): Como quieras. (Se sientan.)
ALBERTO: Le he
llamado a usted para ofrecerle mi alma a cambio de un milagro que habrá de
realizarse en mi persona.
DIABLO (Examinándolo.): ¿Has consultado algún doctor? Mi opinión es que gozas de
perfecta salud. Estás joven, vivirás todavía largo tiempo…
ALBERTO: No, no es
eso. Este cuerpo mío estaría muy bien… si el alma que aloja… fuera normal.
DIABLO: ¿Qué
quieres decir?
ALBERTO: ¡Oh, pero
yo pensé que usted lo adivinaría todo en seguida! ¡Es verdaderamente bochornoso
explicar mi caso a un desconocido como usted!
DIABLO: Te pido
mil perdones por mi ignorancia en tus asuntos personales. Pero yo estoy solo,
ya te lo he dicho. No tengo santos, como Dios. Explicadme tu caso, te lo ruego.
Trataré de ayudarte.
ALBERTO:
Ahorraremos tiempo si le declaro mi deseo sin explicarle las causas. Es esto:
quiero transformarme en mujer. Y el precio es la condenación de mi alma.
DIABLO (Lo mira con sorpresa.): ¿Está usted seguro de su deseo?
ALBERTO: Absolutamente
seguro. Y el precio es la condenación de mi alma.
DIABLO: Querido
joven, no insista usted en el precio. No recuerdo haber objetado al que usted
fija tan persuasivamente. Ya lo discutiremos más tarde. Me interesa, ante todo,
conocer la razón de su extraordinario deseo.
ALBERTO: Ya que
insiste… Pues bien: estoy enamorado… de un hombre.
DIABLO: ¿Y el
hecho le molesta? ¿Por qué no me pide que quite ese amor de su corazón? Puedo
hacerlo en un santiamén, y no tendrá usted que adquirir hábitos que desconoce
por completo.
ALBERTO: No. Dejar
de amarlo sería como dejar de existir. Quiero ser suyo totalmente, y que él me
pertenezca por completo. Usted sabe bien que en mis actuales condiciones, esto
es imposible.
DIABLO: ¿Han tratado ustedes el asunto?
ALBERTO: ¡Cómo
sería posible! Él debe ignorar siempre mi amor culpable. ¿Tengo yo la culpa?
Educación, herencia, perversidad… qué se yo. ¡Su amor me haría tan dichoso!
Pero es preciso que él lo ignore. Yo perdería, estoy seguro, hasta el triste
consuelo de su amistad: de esos instantes fugitivos en que estrecho su fuerte
mano, en que miro sus amplios ojos, en que mi corazón se llena de íntimo llanto
al contemplar su dulce boca…
DIABLO: ¿Tiene su
amigo inclinaciones literarias?
ALBERTO: ¿Por qué
me lo pregunta?
DIABLO: ¡Qué sé
yo! Podrían emprender juntos algunas lecturas provechosas… desde el punto de
vista de usted. Justificarse con los clásicos es siempre elegante, y está al
alcance de todo mundo hacerlo. Podría usted invocar a Sócrates, a Epaminondas,
a Alcibíades, a Patroclo y Aquiles… Parto de Grecia porque su ejemplo es
siempre irrefutable. Roma disgusta un poco a los espíritus impreparados. Sin
razón alguna, se lee menos a Petronio que a Platón, y se adultera siempre a
Virgilio.
ALBERTO: ¿Y qué
ganaría yo con demostrárselo? Además, no creo que lo ignore. Pero eso no se
hace ya comúnmente ¡Ah! La humanidad confunde el amor con la vil procreación, y
los hombres aman a las perras prolíficas.
DIABLO (Un tanto turbado): ¿Quiere usted escucharme, y no interrumpirme con sus explosiones
líricas? Comprenda que estoy aquí para ayudarle. Para eso he venido, y no deseo
perder un tiempo que puedo consagrar a ayudar a otras personas menos inclinadas
a la dialéctica que usted. Confieso que carezco de experiencia personal en el
ramo de su dedicación. (Más calmado.) Pero me ha ocurrido, en el mismo instante
en que usted formulaba su raro deseo, el sistema que comencé a exponerle.
¿Quiere que siga?
ALBERTO: Siga
usted. (Se nota que no ha de
convencerlo.)
DIABLO: La primera
objeción que él pondría a su amor sería sin duda su naturaleza inmoral, y el
hecho de que un afecto semejante, y cuanto él implica, va contra lo lícito y lo
moral. Usted entonces le envolvería en un sutil diálogo. Y acabaría por
hallarse de acuerdo en una definición de la moral por el estilo de ésta: lo
moral es lo que no daña a nadie, a ningún tercero. Inmoral, lo contrario.
¿Perjudica a alguien nuestro amor? No. Luego, nuestro amor es irrefutablemente
moral, desde el más elevado de los puntos de vista.
ALBERTO: Imposible
no me atrevo. Él me diría que nuestras Costumbres suponen una definición menos
elástica de lo moral.
DIABLO: Cierto que
usted hoy subordinan los postulados cósmicos a sus juicios pasajeros, y están
convencidos de que las leyes naturales deben ajustarse a las que ustedes se dan
por normas de pasajera existencia. El mundo rechaza hoy usos en otro tiempo
sagrados. (Insinuante.) Pero, en
compensación, ¿no se ha logrado, al ocultar el pecado, hacerlo más intimo y
dulce? La influencia de los santos, al oponerse en la tierra a la mía ¿no la ha
dotado de mayores encantos, y no ha centuplicado sus méritos y su calidad? Pero
sigamos con el método. Saltan ustedes de una literatura a otra, de un arte al
otro, en busca de apoyos sólidos a su exposición particular de motivos. ¿Cómo
va su amigo a desconocer la superioridad de Miguel Ángel, pongamos por caso?
Pero acaso los ejemplos modernos tengan para él mayor valor. No caiga usted en
especímenes populares, como Barba Azul o como Wilde, Proust, Whitman o Verlaine,
tiene más peso. A menos que no prefiera a Frank Harris, o a Gide… Propóngale
que lean un diálogo juntos, y emprenda la lectura de Corydon. Que él haga la
parte del incrédulo. Usted leerá, con el énfasis conveniente, el papel de
Corydon. Al final del cuarto acto, sino es que antes, estarán el uno en brazos
del otro.
ALBERTO: Gracias
por su método; pero no lo encuentro aplicable. Si los libros le pudieran
inducir a amarme, yo ya no le amaría. Quiero ser suyo totalmente y por mi
mismo; sin explicaciones, sin discusiones. Usted comprenderá que, en mis
condiciones actuales, esto es imposible ¿Qué le aparta de mí, tal como es, con
los prejuicios de nuestra civilización; con ese gusto (aunque yo le probara que
es adquirido y postizo) innoble por las mujeres? Estos pantalones, esta barba
que hay que segar a diario. Pues bien. Téngame como he de satisfacerle: carne
fofa y prolífica, rostro pintado y flácido, pies ridículamente empinados…
DIABLO: Todavía
otro medio. Váyase a Europa. Hágase depilar, cambie su voz, sométase a
mutilaciones científicas: ¿Sabía usted que ha empezado a lograrse ya, con
animales inferiores?
ALBERTO: No se
burle de mi. Si le he llamado, si recurro a usted, es porque desprecio el arte
y la ciencia, y sólo conservo fe en el milagro. Mi alma…
DIABLO: Su alma no
me interesa. Dispongo ya de cuantas variedades he menester para una que otra
conversación. Puede usted guardarla, ofrecerla a los santos. A san Agustín, por
ejemplo…
ALBERTO: ¿Quiere
decir que no lo hará? ¿Qué no acepta usted?
DIABLO: Lo haré,
ya que parece irle tanto en ello. Pero no se esfuerce en retribuirme. No vale
la pena. Quedaré pagado con presenciar, si usted lo permite, la escena, sin ser
visto. Y de esto último yo me encargo.
ALBERTO: ¡Dios lo
bendiga! ¡No sabe cuán feliz me hace! ¡Ah, Armando, Armando! ¡Si supiera lo que
hago por ti! (Al Diablo.) ¿Qué debo
hacer?
DIABLO: Usted
nada. Mañana, al despertar, todo habrá cambiado. Su guardarropa mismo, yo me
encargo. Puede tirar su Gillete desde ahora.
ALBERTO: ¡Gracias!
¡Gracias! (El Diablo se levanta, aburrido.)
¿Ya se va usted? ¿No va a darme -no necesito-
algunos consejos sobre mi nuevo estado?
DIABLO: Creo que
ya lleva usted adelantado bastante. Debo irme. Tengo que instruir a una recién
casada.
ALBERTO: ¿No
volveré a verle?
DIABLO: Cuando
guste. Pero estoy cierto de que no ha de necesitarme. La felicidad hace
olvidadizo a los hombres.
ALBERTO: ¿No
quiere usted una taza de té? ¿Algún pequeño recuerdo mío? ¿Un anillo antiguo?
¿Un libro nuevo?
DIABLO: No gracias.
El té me quita el sueño. Y no leo nunca libros. Sé lo que dicen todos ellos
desde antes que los escriban sus autores. Yo les doy las ideas, y no quiero
darme el disgusto de comprobar lo mal que lo han hecho después. Buenas noches.
(Alberto avanza como
para decir algo. El diablo ha desaparecido. Alberto toma un espejo, se deja
caer en un sillón y se contempla)
ACTO II
El despacho de Armando.
Día. Armando sostiene una cortina para dejar pasar a alguien.
ÉL: Pase, señora.
(Examinándola.) Tenga la bondad de
sentarse. ¿En qué puedo servirla?
ELLA: Gracias.
Temía tanto que no me recibiera. ¿No tiene prisa?
ÉL: No… Es decir…
En fin, estoy a sus órdenes. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
ELLA: ¡Qué importa
el nombre! Lo he olvidado. Y luego ¿es verdaderamente necesario, cuando un
hombre y una mujer tienen que hablarse así… tan cerca…? (Él la mira con asombro.)
ÉL: ¿En qué puedo
servirla?
ELLA: ¡Oh,
Armando! No has cambiado. ¡Si supieras qué terror he experimentado esta mañana!
El mundo entero me pareció transformado. Me sentía lejos de las cosas, sin
derecho a tocarlas, sin…
ÉL: Pero, ¡señora!
ELLA: Mírame con
dulzura, Armando. Extraño tu sonrisa, Lúcela para mí. Aquella sonrisa que
tienes ante las cosas, como si las vieras vivir, como si para ti, las cosas
palpitaran e hicieran inocentes travesuras… O bien, esos ojos de asombro, como
cuando es más tarde de lo que pensabas, y levantas la mano y la cierras al
bajarla, como para saludar…
ÉL: ¿Cómo sabe
usted?
ELLA: Aquella vez
¿te acuerdas? Te caíste del caballo y te torciste un pie. ¡Cómo cojeabas
graciosamente, al sonreír, con tus ojos grandes! Un buen rato saltaste en un
pie, y luego comenzaste a marchar con fuerza, y fuiste a cambiarte de traje…
ÉL: Señora, es
verdaderamente extraño. Yo no la he visto nunca antes. ¿Vive usted en el campo?
¿Cómo conoce ese accidente?
ELLA: No me pidas
explicaciones. ¡No comprenderás nunca, nunca!
ÉL: Pero le juro
que…
ELLA (Con desesperación.): ¡Armando! ¡Tú no me comprenderás nunca! (Ahora con valor.) Pero no pido ya tu amor. ¡Dame solamente tu boca,
Armando, tu boca, una sola vez, una sola!
ÉL (Se levanta.): ¡Señora! ¿Está usted en su juicio? ¿O pretende burlarse de mí?
¿De dónde le viene esta pasión súbita, y cómo llega usted sin nombre siquiera a
proponerme que la ame? ¿No se da cuenta de que esta escena es ridícula? No
toleraré que se burle de mí.
ELLA (Con desesperación.): ¡Armando! ¡Tú no me comprenderás nunca! (Ahora con valor.) Pero no pido ya tu amor. ¡Dame solamente tu boca,
Armando, tu boca, una sola vez, una sola!
ÉL: Lo que usted
necesita, señora, es un poco de aire fresco. (Va hacia la puerta.)
ELLA: ¡No! ¡Un
beso, un beso tuyo! Tu boca, tu aliento, tus brazos… Partiré en seguida, lejos
¿qué importa lo que ocurra después? ¡Armando, ten piedad de mí!
ÉL: ¿Y de qué
serviría mi beso? Yo puedo dárselo, si usted tanto se empeña. Pero sin una
sombra de amor. Besaría su boca sin mayor efusión que su mano. Exactamente
igual. No la amo y usted no tiene razón alguna para amarme.
ELLA: No se ama
nunca por razones.
ÉL: Al contrario;
no se ama nunca sin ellas.
ELLA: ¡Qué sabes
tú de amor!
ÉL: Lo suficiente para
no confundirlo con la pasión instantánea.
ELLA: ¿De modo que
yo podría esperar…?
ÉL: No. Llega
usted demasiado tarde en mi vida, y en circunstancias inadmisibles. No pide
usted amor, sino abrazos.
ELLA: Pido
siquiera abrazos.
ÉL: Sólo lo son
verdaderamente aquellos que inspira el amor, no el deseo. Amor, fin en sí
mismo, sin consecuencias.
ELLA: Tú no sabes,
Armando, lo que es amar sin esperanzas. Vivir los largos años de un secreto que
no se debe confesar… vivir para una estatua que se podría animar si quisiera y
hacemos dichosos… llorar en un lecho demasiado amplio, en una noche infinita en
que él… dormirá profundamente, inocente de todo… escribir muchas cartas, con
mano trémula, y dispersarlas luego… besar apasionadamente un retrato inasible…
ÉL: Vamos.
Cálmese. Me da usted pena así…
ELLA: Es todo,
¿verdad? Bien sabía yo que si algún día me atrevería a revelarle mi horrible
secreto, eso, pena, sería lo más que obtuviera de usted. Veo ahora el terrible
error de mi vida. Usted no puede amar a nadie.
ÉL: Qué sabe
usted.
ELLA: No. A nadie.
Vive usted para sí, contento con ser bello y amable a todos, sin dudas, sin
problemas. Pero es eso mismo lo que me ha hecho amarle hasta este punto. Sé
bien que hay muchos otros hombres a quienes entregar mis caricias, y que me
seguirían de rodillas por alcanzarlas. Pero es a ti a quien quiero, únicamente
a ti, Armando, mi amor…
ÉL: Me da usted
pena. No sabe cuánta pena. No sabe lo semejante que somos.
ELLA: No. Nada nos
une. Bien lo veo.
ÉL: Más, mucho más
de lo que imagina. ¡Si yo tuviera su valor! Pero no. (Ríe.) ¡Qué absurdo pensamiento!
ELLA: ¿Luego usted
ama?
ÉL: Amo sí, y con
menos esperanza que usted. Sólo que de un modo menos abrupto. Yo sé bien que
podría apagar mi sed en un abrazo. Pero, ¿y después? ¿Qué quedaría sino el
amargo recuerdo de una felicidad apurada groseramente, de un solo sorbo? Yo
conozco también la intima tortura de una pasión que no ha de realizarse nunca.
Y el sabor del llanto, cuando el destino aparta de nosotros los labios únicos.
Y el triste consuelo de estrechar una mano que quisiéramos incrustar en nuestro
pecho… (Se rehace.) Ya ve usted,
señora, que no soy una estatua insensible. Pero no es usted. ¿Qué le voy a
hacer?
ELLA: ¡Luego usted
ama! ¡Y sufre! ¡Y ella ha sido incapaz de comprenderlo!
ÉL: Sí. Pero no le
reprocho nada. ¿Cómo podría reprochárselo?
ELLA: Hablaba
usted de ahogar la pasión en el placer. Triste consuelo. Yo también aspiro a
él, no como un fin, sino como el único medio. Por su amor, Armando, hágame
usted feliz una vez, una sola vez. Haré cuanto pueda por agradecérselo. Buscaré
a esa mujer…
ÉL: Imposible. No
sabe usted lo que dice.
ELLA: ¿Ha muerto?
ÉL: No. Vive, y no
sabrá nunca que le amo.
ELLA: Dígame su
nombre.
ÉL: ¿Para qué?
Nada ganaríamos, ni usted ni yo.
ELLA: Su nombre,
Armando. Se lo suplico.
ÉL: No le conoce
usted. Nadie le conoce. Nadie le conocerá nunca.
ELLA: Armando,
dígame su secreto. ¿Quién podría comprenderlo mejor que yo? Aunque se me
destroce el alma –dígame- ¿a quién ama?
ÉL: (Ha oculto su rostro en sus manos, con tono
grave y confidencial.) Amo –apasionadamente, secretamente- a mi amigo
Alberto.