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20/11/14

La Andriana. Terencio.




La Andriana

Publio Terencio Africano

PERSONAJES
 
 
SIMÓN,   viejo, padre de PÁNFILO.
PÁNFILO,   mancebo, hijo de SIMÓN.
DAVO,   esclavo de SIMÓN.
DROMÓN,   esclavo encargado de castigar a los otros.
SOSIA,   liberto de SIMÓN.
CARINO,   mancebo, amante de FILOMENA.
BIRRIA,   esclavo de CARINO.
CRITÓN,   vecino de ANDROS.
CREMES,   viejo, padre de FILOMENA.
GLICERA,   llamada también PASÍBULA, hija de CREMES
MISIS,   criada de GLICERA.
LESBIA,   partera.
PERSONAJES QUE NO HABLAN
 
 
ARQUILIS,   criada de GLICERA.
CRISIS,   cortesana, que pasa por hermana de GLICERA.


Prólogo
Cuando el poeta se decidió a escribir comedias, sólo esta empresa creyó echar sobre sí: la de componer sus fábulas de suerte que diesen gusto al pueblo. Mas ahora advierte que las cosas van muy al revés, pues se ve obligado a forjar prólogos, no para declarar el argumento, sino en respuesta a las malévolas censuras de un poeta rancio. Suplícoos, pues, que oigáis con atención de qué le reprenden.
Menandro compuso La Andriana y La Perintia. Quien la una de ellas conociere bien, conocerá las dos, según ambas son de argumento semejante, aunque por el diálogo y el estilo diferentes. Todo lo que de La Perintia cuadraba para La Andriana, Terencio confiesa haberlo trasladado, sirviéndose de ello cual si fuese de su propia invención. Y esto es lo que sus enemigos le censuran. Porque dicen que no es bien hacer de varias una sola fábula. Presumiendo de muy sabios, muestran saber poco; pues al acusarle de esto, acusan por igual a Nevio, a Plauto, a Ennio, a quienes nuestro poeta tiene por maestros, y cuya libertad más precia él imitar que no la obscura exactitud de esos censores. Les aconsejo que, de hoy más, cierren el pico y dejen de murmurar, si no quieren oír sus defectos.
Prestadle vuestro favor, asistid de buena voluntad y oíd la comedia, para que sepáis lo que promete, y si las que hará de nuevo serán dignas o no de ser representadas.




Acto I

Escena I

 
SIMÓN, SOSIA, esclavos cargados de provisiones.
 
SIMÓN.-  Llevad vosotros esas viandas allá dentro, caminad. Tú, Sosia, llégate acá; que te quiero decir dos palabras.
SOSIA.-  Dalas por dichas: que se aderece bien todo esto.
SIMÓN.-  Muy diferente cosa es.
SOSIA.-  ¿En qué más puedo yo serte útil con mi arte?
SIMÓN.-  No hay necesidad de ese arte para lo que yo pretendo, sino de aquellas virtudes que yo en ti siempre he conocido, que son fidelidad y silencio.
SOSIA.-  Suspenso estoy aguardando qué me quieres.
SIMÓN.-  Ya sabes cómo después que te compré has tenido en mi casa desde pequeño una moderada y benigna servidumbre. Hícete de esclavo mi liberto, porque me servías hidalgamente: te di la mayor recompensa que pude.
FOBIA.-  -No lo he olvidado yo.
SIMÓN.-  Ni yo tampoco estoy de ello arrepentido.
SOSIA.-  Huélgome, Simón, de haber hecho o hacer en tu servicio algo que te agrade: y en haberte dado gusto recibo gran merced. Pero ese recuerdo me da pena; porque traerlo a mi memoria, es como reprenderme de olvidado de las mercedes recibidas. Di, pues, en pocas palabras, qué me quieres.
SIMÓN.-  Así lo haré. En primer lugar, te advierto que estas que tú crees verdaderas bodas no son tales bodas.
SOSIA.-  ¿Por qué, pues, las finges?
SIMÓN.-  Yo te lo contaré todo desde su principio, y así conocerás la vida de mi hijo y mi intento, y también qué es lo que yo quiero en este caso que tú hagas. Porque después que mi hijo salió de la niñez, amigo Sosia, tuvo ocasión para vivir más libremente; que basta entonces ¿quién pudiera saber ni entender su condición, mientras la edad, el miedo y el maestro lo estorbaban?
SOSIA.-  Así es.
SIMÓN.-  Al revés de lo que hacen casi todos los mancebos, que es inclinar su voluntad a alguna manera de ejercicios, como a criar caballos o perros para caza, o darse a los estudios, él en nada se ejercitaba por extremo, aunque en todo ello moderadamente se empleaba. Yo gustaba de ello.
SOSIA.-  Y con razón, porque me parece muy útil en la vida no hacer cosa ninguna con exceso.
SIMÓN.-  Su manera de vivir era sufrir y comportar fácilmente a todos aquellos con quien comunicaba, hacerse a su condición, complacerles en sus deseos, no porfiar con nadie, nunca preferirse a otro; de tal suerte, que sin pesadumbre ni enojo ganase honra y granjease amigos.
SOSIA.-  Discretamente ordenó su vida; porque hoy día el complacer gana amigos, y el decir las verdades enemigos.
SIMÓN.-  En esto, habrá tres años que arribó aquí, a nuestro barrio una mujer de Andros, forzada de necesidad y abandonada de sus deudos; mujer de muy buen rostro y moza.
SOSIA.-  ¡Ay!, recelo tengo no nos traiga esta Andriana algún daño.
SIMÓN.-  Al principio vivía castamente, con regla y aspereza, ganando la vida con telas e hilazas; pero como se le allegaron, uno tras otro, galanes prometiéndole dinero, y como la naturaleza humana desvara tan fácilmente del trabajo al deleite, aceptó el partido, y de allí adelante comenzó a granjear con su hermosura. Sus amantes entonces llevaron por casualidad, como suele acaecer, a mi hijo a comer con ellos en casa de la moza. Yo luego dije entre mí: «No hay duda que me le han cazado; herido está». Aguardaba por las mañanas a sus criados cuando iban o venían, y preguntábales: «Di, mozo, por tu vida, ¿quién tuvo ayer a Crisis?» Porque así se llamaba la Andriana.
SOSIA.-  Entiendo.
SIMÓN.-  «Fedro, decían, o Clinia o Nicerato». Porque estos tres la tenían entonces a la vez. -«Y Pánfilo ¿qué hace?»- «¿Qué? Pagó su escote y cenó». Holgaba yo de ello. Preguntábales otro día lo mismo, y hallaba por verdad no tocarle nada a Pánfilo, y realmente me parecía ésta una grande y clara muestra de virtud. Porque quien anda revuelto con semejantes condiciones, y en ello no se le altera la voluntad, sábete que puede ya tener manera y asiento de vivir. Alegrábame yo de esto, y todos por una boca me daban parabienes y alababan mi ventura, pues tenía un hijo de tan buena inclinación. ¿Qué es menester palabras? Cremes, inducido de esta fama, vino a mí voluntariamente a ofrecerme para él la mano de su hija única, y muy bien dotada. Pareciome bien, acepté el partido y concerté las bodas para hoy.
SOSIA.-  ¿Qué impedimento, pues, hay para que de veras no se hagan?
SIMÓN.-  Yo te lo diré. Pocos días después, muere nuestra vecina Crisis.
SOSIA.-  ¡Oh, qué bien! ¡La vida me has dado! Llegué a temer que la tal Crisis...
SIMÓN.-  En aquel trance mi hijo no salía de la casa, y juntamente con los amantes de Crisis, se ocupaba en disponer el funeral, mostrándose a las veces triste, y aun llorando a veces. Yo aplaudía esta conducta, pues pensaba para mí: «Sí este muchacho, por un poquillo de trato que con ella tuvo, siente con tan tierno corazón su muerte, ¿qué hiciera si él fuera su amante? ¿Qué no hará por mí que soy su padre?» Todos estos me parecían cumplimientos de condición afable y ánimo benigno, ¿Qué es menester razones? Yo mismo, por amor de Pánfilo, fui también al entierro, no sospechando mal ninguno.
SOSIA.-  ¿Qué mal hay, pues?
SIMÓN.-  Ya lo sabrás. Sácanla: echamos a andar. ¡En esto, entre las mujeres del cortejo veo por casualidad una mozuela de una estampa!...
SOSIA.-  ¿Buena, eh?
SIMÓN.-  Y de un aire, Sosia, tan modesto y gracioso, que no había más allá. Y porque me pareció que lloraba más que las otras, y también porque era, de rostro muy honesto y más ahidalgado que las otras, llégome a las criadas y pregúntoles quién era: dícenme que era una hermana de Crisis. Luego al punto me enclavó el alma. «¡Ta!, ¡ta! -dije- éste es el caso: de aquí nacen las lágrimas; ésta es aquella compasión!».
SOSIA.-  ¡Qué temeroso estoy en qué has de parar!
SIMÓN.-  Entre tanto, sigue avanzando el fúnebre cortejo, y andando, andando llegamos a la sepultura; pónenla en la hoguera, llóranla. En esto, aquella hermana, que te he dicho, llégase al fuego indiscretamente con harto peligro. Pánfilo, alterado, descubre entonces sus amores bien disimulados y secretos; corre, abraza por la cintura a la mujer, diciéndole: «Glicera mía, ¿qué haces? ¿Por qué vas a perderte?» Y ella echósele llorando en los brazos con familiar abandono, de manera que quien quiso pudo fácilmente ver que sus amores eran viejos.
SOSIA.-  ¿Qué me dices?
SIMÓN.-  Vuelvo de allí enojado y muy picado, y con todo eso no había bastante razón para reñirle. Porque dijera: «¿Qué he yo hecho? ¿O qué he merecido, padre? ¿O en qué he pecado? Detuve a la que se quiso echar en el fuego, librela»: palabras son honestas.
SOSIA.-  Cierto. Porque si al que dio socorro a la vida, reprendes, ¿qué dejarás para el que hiciere mal o daño?
SIMÓN.-  Viene Cremes el día siguiente a mi casa, diciendo a voces, que había sabido un caso vergonzoso; que Pánfilo tenía por mujer aquella forastera. Niego yo el hecho; él porfía que es verdad. Finalmente se despide de mí, jurando que no daría su hija.
SOSIA.-  ¿Y tú entonces a tu hijo no le...?
SIMÓN.-  Ni aun esta me pareció bastante razón para reñir con él.
SOSIA.-  ¿Cómo no?
SIMÓN.-  Dijérame: Ya tú, padre, has puesto término a mi libertad; ya se acerca el tiempo en que he de vivir a sabor de ajeno arbitrio; déjame ahora, entretanto, vivir a mi gusto.
SOSIA.-  ¿Qué motivo, pues, te queda para reprenderle?
SIMÓN.-  Si por esa mujer rechazase el casamiento, este es el primer agravio que yo en él he de castigar. Y en esto entiendo ahora: en procurar por medio de casamiento fingido verdadera ocasión para reñir con él, si me dijere que no, y también para que el bellaco de Davo, si algún consejo tiene, lo gaste ahora que sus enredos no pueden perjudicarme. Yo creo que Davo de pies y de cabeza buscará todos los medios, más por hacerme a mí pesar, que por complacer a mi hijo.
SOSIA.-  ¿Por qué?
SIMÓN.-  ¿Eso me preguntas? Es bellaco de malas intenciones y de mala entraña. Mas, como yo le pille... y no digo más! Si, por el contrario, sucediere lo que yo deseo, que en Pánfilo no haya resistencia, quédame el recabar el sí de Cremes; lo cual confío que se logrará. Ahora lo que tú has de hacer es fingir muy bien estas bodas, atemorizar a Davo, ver qué determina mi hijo, y qué consultas hace con él.
SOSIA.-  Basta. Yo lo haré. Entrémonos ya.
SIMÓN.-  Anda delante, que ya voy.


Escena II

 
SIMÓN, solo.
 
SIMÓN.-  Averiguada cosa es que mi hijo no quiere casarse, según entendí que Davo se alteró cuando oyó decir que pasaba adelante el casamiento. Pero aquí viene Davo.


Escena III

 
DAVO, SIMÓN.
 
DAVO.-    (Aparte.)  Ya me maravillaba yo que esto se pasase así por alto; y aquella perpetua mansedumbre de mi amo temía en qué había de parar. Pues aunque entendió que no le habían de dar a su hijo la mujer, nunca a ninguno de nosotros nos dijo palabra ni se le dio nada por ello.
SIMÓN.-   (Aparte.) Ahora la dirá, y aun muy a tu costa, según pienso.
DAVO.-   (Aparte.) Él quiso realmente entretenernos con este falso gozo, y asegurarnos, quitándonos el miedo, para después saltearnos descuidados, de manera que no tuviésemos lugar de buscar traza con que estorbar el casamiento. ¡Astuto!
SIMÓN.-   (Aparte.)  ¿Qué dice el verdugo?
DAVO.-   (Aparte.)  Mi amo es: ¡y yo que no le había visto!...
SIMÓN.-   (Alto.)  Davo.
DAVO.-  ¿Qué mandas?
SIMÓN.-  Llégate acá.
DAVO.-   (Aparte.)  ¿Qué me querrá éste?
SIMÓN.-  ¿Qué dices tú?...
DAVO.-  ¿Sobre qué?
SIMÓN.-  ¿Eso me preguntas? Mira que se corre por ahí que mi hijo tiene amiga.
DAVO.-  ¡Esos cuidados, por cierto, tiene el pueblo!
SIMÓN.-  ¿Estás conmigo o no?
DAVO.-  Ya te entiendo.
SIMÓN.-  Pero de fuerte padre sería ponerme yo ahora a hacer en eso inquisición. Porque lo que hasta aquí él ha hecho no me toca nada. Mientras su edad para ello dio lugar, yo ya le he permitido que satisficiese sus caprichos; pero este tiempo ya trae otra vida, ya requiere otras costumbres. De hoy más te pido, Davo, y, si es justo, te lo suplico, que hagas por que vuelva al buen camino.
DAVO.-  ¿Qué quieres decir?
SIMÓN.-  Todos los que tienen amiga sienten mucho que los casen.
DAVO.-  Así lo dicen.
SIMÓN.-  Y si alguno toma para esto un mal maestro, las más veces tuerce a la peor parte la flaca voluntad.
DAVO.-  En verdad que no te entiendo.
SIMÓN.-  Que no, ¿eh?
DAVO.-  No; que soy Davo y no Edipo.
SIMÓN.-  En ese caso holgarás que te diga rasamente lo que me queda por decir.
DAVO.-  Sí holgaré.
SIMÓN.-  Si yo entendiere hoy que tú me urdes algún enredo por donde no se hagan estas bodas, o que quieres que se vea en esto cuán astuto eres, te juro, Davo, que, después de bien azotado, he de dar contigo en la tahona hasta que mueras, con pleito homenaje que si yo de allí te sacare, quede yo a moler en tu lugar. Y, pues, ¿haslo entendido ahora, o ni aun esto tampoco?...
DAVO.-  A maravilla, porque ahora me has dicho el negocio muy a la rasa, sin rodeos.
SIMÓN.-  En cualquier otro caso sentiré menos que me engañes que no en este.
DAVO.-   (Irónico.)  ¡Vaya, no hay que enojarse!
SIMÓN.-  ¿Búrlaste? Pues no me engañarás. Mira, te digo que no seas loco, ni me vengas después con que no te lo avisaron. ¡Ojo!  (Vase.)


Escena IV

 
DAVO, solo.
 
DAVO.-  A buena fe, Davo, que no cumple aquí emperezar ni descuidar, a lo que tengo entendido, del propósito del viejo acerca de este casamiento; el cual, si con maña no se lleva, dará al través conmigo o con mi amo. Ni sé qué me haga, si complazca a Pánfilo o si crea al viejo. Si a Pánfilo dejo, temo que se pierda; si le ayudo, las amenazas de éste, el cual es malo de burlar. Cuanto a lo primero, ya tiene él noticia de estos amores: a mí me tiene sobre ojos, no desbarate el casamiento con algún engaño; si lo siente, soy perdido, o si le parece tomará achaque para con razón o sin razón dar conmigo en la tahona. A estos males allégaseme este otro también: que esta Andriana, ora sea su mujer, ora su amiga, esta de Pánfilo preñada. ¡Y es cosa de ver su atrevimiento! Porque es más empresa de locos que de enamorados. Están determinados a criar lo que pariere, y allá entre ellos urden no sé qué maraña: que ésta es ciudadana de Atenas; que hubo un tiempo un viejo mercader, el cual naufragó junto a la isla de Andros, y que murió; y que el padre de Crisis la recogió escapada, huérfana, pequeña... ¡Todo mentiras! Lo que es a mí no me parece conforme a verdad. Y ellos están contentos con la maraña. Pero Misis sale de su casa. Yo me voy de aquí a la plaza para verme con Pánfilo, porque no le coja su padre desapercibido en este caso.


Escena V

 
MISIS.
 
MISIS.-  Ya te he entendido, Arquilis, rato ha: mandas llamar a Lesbia. ¡Por mi vida, que es una mujer borracha y arriscada, y nada diestra para encomendarle primerizas! Pero, en fin, la traeré.  (A los espectadores.)  Notad bien la porfía de esta vejezuela, porque es su comadre de jarro. ¡Oh dioses, suplícoos le deis a ésta  (aludiendo a GLICERA)  esfuerzo en este parto, y a Lesbia ligar de que con otras parturientas desatine! Pero ¿qué ocurre, que veo venir a Pánfilo alterado? Temo no sea algo. Aguardaré por saber qué tristeza nos trae esta revuelta.


Escena VI

 
PÁNFILO, MISIS.
 
PÁNFILO.-  ¿Es ésta acción ni empresa de hombro? ¿Este es oficio de padre?
MISIS.-    (Aparte.)  ¿Qué es aquello?
PÁNFILO.-  ¡Fe de dioses y de hombres! ¿Y cuál es afrenta, si ésta no lo es? Si tenía determinado casarme hoy, ¿no fuera justo que lo supiera yo primero? ¿No fuera bien que lo tratara antes conmigo?
MISIS.-   (Aparte.)  ¡Desdichada de mí! ¿Qué escucho?
PÁNFILO  ¿Y Cremes, que había dicho que no me daría su hija por mujer, ha mudado de propósito porque me ve a mí estar firme en el mío? ¿Con tanta porfía procura apartarme de Glicera? ¡Mísero de mí! ¡Si esto sucede, perdido soy sin remedio! ¿Es posible que haya hombre tan desgraciado ni tan infeliz como yo? ¡Fe de dioses y de hombres! ¿Y que de ninguna manera, he de poder yo librarme del parentesco de Cremes? ¿De cuántos modos no fui yo despreciado, desechado, después de todo hecho y concertado? ¿Otra vez, después de repudiado, me tornan a pedir? ¿A qué fin, si no es lo que sospecho, que ellos crían algún culebrón, y como no le pueden encajar a nadie acuden a mí?
MISIS.-    (Aparte.)  Esas palabras, ¡ay de mí!, me llenan de terror.
PÁNFILO.-  Porque, ¿qué diré yo ahora de mi padre? ¡Ah!, ¿un negocio tan grave había él de tratar con tanto descuido? Díceme ahora, al pasar por la plaza: «Mira, Pánfilo, que te has de casar hoy. Prepárate: vete a casa». Pareciome que me había dicho: «Ve de presto y ahórcate». Pasmado quedé. ¿Pensáis que yo le pude responder, o darle alguna excusa, siquiera necia, o falsa, o injusta? La palabra se me heló. Porque si yo lo hubiera sabido antes... si me preguntase ahora alguno qué hiciera, algo hiciera por donde esto no hiciera. Pero ahora, ¿a qué mano me volveré primero? Tantos cuidados me cercan, que me tiran la voluntad a muchas partes: el amor, la lástima que tengo de Glicera, la congoja de este casamiento; además el empacho que tengo de desobedecer a mi padre, el cual, hasta ahora, con tanta mansedumbre me ha sufrido hacer todo lo que me ha dado gusto. ¿Y que le contradiga yo?... ¡Ay de mí! ¡No sé qué me haga!
MISIS.-    (Aparte.)  ¡Ay, mísera de mí! ¡Cuánto me temo que se incline a mala parte aquel no sé qué me haga!... Pero ahora conviene mucho que, o éste hable con ella, o yo le diga alguna cosa de ella; que cuando la voluntad vacila, un pelillo la arrastra a uno u otro lado.
PÁNFILO.-  ¿Quién habla aquí?... ¡Salud, Misis!
MISIS.-  ¡Oh, Pánfilo, salud!
PÁNFILO.-  ¿Qué hace tu señora?
MISIS.-  ¿Eso me preguntas? Está fatigada de sus dolores, y afligida la cuitada de ver que para hoy está concertado días ha tu casamiento. Teme que la desampares.
PÁNFILO.-  ¡Cómo! ¿Podría yo intentar tal cosa? ¿He yo de consentir que la infeliz quede por mi engañada, habiendo ella confiado de mí su corazón y vida, y habiéndola yo tenido en mi corazón en cuenta de mujer propia? ¿He de permitir que su buena inclinación, enseñada y criada bien y castamente, se tuerza ahora constreñida de necesidad? No haré tal cosa.
MISIS.-  Bien cierta estoy, si estuviese en sola tu mano; pero temo que no podrás resistir.
PÁNFILO.-  ¿Por tan follón me tienes, o por tan desagradecido o cruel o brutal, que ni la conversación, ni el amor, ni la vergüenza me mueva ni exhorte a que le guarde la fe?
MISIS.-  Esto, a lo menos, sé que ha merecido: que te acuerdes de ella.
PÁNFILO.-  ¿Que me acuerde? ¡Oh Misis, Misis, aún tengo escritas en el alma aquellas palabras que Crisis me dijo de Glicera estando ya casi muriéndose! Llamome, acerqueme; os salisteis vosotras, quedámonos solos; comiénzame a decir: «Amigo Pánfilo, bien ves el rostro y pocos años de ésta, y también entiendes cuán contrarias le son ambas cosas para conservar su honestidad y su hacienda. Suplícote, pues, por esta tu mano derecha y por tu noble condición; por tu fe y por la soledad de ésta te encargo que no la apartes de ti ni la desampares, pues ves que siempre te he amado como a mi hermano propio, y que ésta a ti solo siempre te ha tenido en mucho y en todas las cosas te ha sido obediente. Yo te le doy por marido, por amigo, por tutor, por padre; estos nuestros bienes a ti te los entrego y a tu fidelidad los encomiendo». Dámela entonces por la mano y tómale luego la muerte. Yo me encargué de ella; y pues me encargué, yo la conservaré.
MISIS.-  Así lo espero, ciertamente.
PÁNFILO.-  Pero ¿por qué la dejas sola?
MISIS-  Voy a llamar a la partera.
PÁNFILO.-  Corre; y, mira, del casamiento, ni palabra: no sea que su mal...
MISIS.-  Entiendo.






Acto 2
Escena I

 
CARINO, BIRRIA.
 
CARINO.-  ¿Qué me dices, Birria? ¿Es posible que Pánfilo se case hoy con Filomena?
BIRRIA.-  Sí.
CARINO.-  ¿Cómo lo sabes?
BIRRIA.-  Davo me lo dijo poco ha en la plaza.
CARINO.-  ¡Oh, desdichado de mí! Que así como mi alma ha estado hasta aquí suspensa entre el temor y la esperanza, así después de perdida la esperanza, tras el cansancio y la congoja, está como pasmada.
BIRRIA.-  Suplícote, Carino, por los dioses, que pues no es posible lo que tú quieres, quieras tú lo que es posible.
CARINO.-  Yo no quiero más que a Filomena.
BIRRIA.-  ¡Oh, cuánto mejor te sería procurar cómo despidieses ese amor de tu corazón, que hablar de cosas con que más atices en vano tu deseo!
CARINO.-  Todos, cuando estamos sanos, damos fácilmente buen consejo a los enfermos. Si tú en mi lugar estuvieses, de otro modo sentirías.
BIRRIA.-  Bueno, bueno; como quieras.
CARINO.-  Pero allá veo a Pánfilo.


Escena II

 
CARINO, BIRRIA, PÁNFILO.
 
CARINO.-  Resuelto estoy a tentarlo todo, antes de perderme.
BIRRIA.-    (Aparte.)  ¿Qué intenta?
CARINO.-  Yo le suplicaré, yo me echaré a sus pies; le contaré mi pasión; recabaré siquiera, yo lo espero, que aplace por algunos días este casamiento. Entretanto, ¿quién sabe lo que puede suceder?
BIRRIA.-   (Aparte.)  Lo que puede suceder es nada entre dos platos.
CARINO.-  Birria, ¿qué te parece? ¿Le hablaré?
BIRRIA.-  Si a fe; porque ya que no recabes nada, entenderá que le has de poner los cuernos si con ella se casare.
CARINO.-  ¡En la horca te veas, ladrón, con tus sospechas!
PÁNFILO.-  A Carino veo... Estés enhorabuena.
CARINO.-  ¡Oh, Pánfilo! Seas bien venido. Aquí vengo a pedirte esperanza, salud, socorro y consejo.
PÁNFILO.-  Bueno estoy yo para dar consejos ni socorro. Pero, en fin, ¿qué es ello?
CARINO.-  ¿Conque te casas hoy?
PÁNFILO.-  Eso dicen.
CARINO.-  Pánfilo, si tal haces, hoy verás el fin de mis días.
PÁNFILO.-  ¿Cómo así?
CARINO.-  ¡Ay de mí! ¡No me atrevo a decírtelo! Díselo tu, Birria, por tu vida.
BIRRIA.-  Yo lo diré.
PÁNFILO.-  ¿Qué es ello?
BIRRIA.-  Este está enamorado de tu esposa.
PÁNFILO.-  No tenemos, pues, el mismo gusto. Pero dime, por tu vida, Carino, ¿Has tenido algo más que eso con ella?
CARINO  ¡Ah, Pánfilo! ¡Nada!
PÁNFILO.-  ¡Cuánto lo quisiera!
CARINO.-  Yo ahora, por nuestra amistad y por mi amor, primeramente te suplico que no te cases con ella.
PÁNFILO.-  Yo te prometo procurarlo.
CARINO.-  Y ya que eso no fuere posible, o si este casamiento, a ti te da gusto...
PÁNFILO.-  ¿A mí gusto?
CARINO.-  ...que a lo menos lo demores por algunos días, mientras yo me voy a alguna parte do mis ojos tal no vean.
PÁNFILO.-  Óyeme ya, Carino: yo no tengo por hecho de hidalgo pedir uno que le agradezcan aquello en que él no merece nada. Más deseo yo librarme de este casamiento, que tú alcanzarlo.
CARINO-.  La vida me has dado.
PÁNFILO.-  Así, pues, si tú y tu criado Birria podéis hacer algo, hacedlo; inventad, rebuscad, procurad los medios para que te la den; que yo, de mi parte, haré por que a mí no me la den.
CARINO.-  Esto me basta.
PÁNFILO.-  A Davo veo a buen tiempo, en cuyo consejo estoy muy confiado.
CARINO.-   (A BIRRIA.)  Por cierto que tú a mí nunca me dices nada, sino lo que no me importa saber. ¿Huyes de aquí?  (Amenazándole.)
BIRRIA.-  ¿Yo? Sí, en verdad, y de buena gana.


Escena III

 
DAVO, CARINO, PÁNFILO.
 
DAVO.-  ¡Oh, dioses buenos, y qué nuevas traigo! Pero ¿dónde hallaría yo a Pánfilo, para quitarle el miedo que tiene y henchirle el alma de contentos?
CARINO.-   (A PÁNFILO).  Alegre viene, no sé de qué.
PÁNFILO.-  No es nada. No debe haber tenido noticia de estos males.
DAVO.-   (Aparte.)  El cual creo yo que, si ha entendido que está a punto su casamiento...
CARINO.-    (A PÁNFILO.)  ¿Oyes lo que dice?
DAVO.-  ...andará desalentado buscándome por toda la ciudad. Pero ¿dónde le podré encontrar? ¿Qué rumbo tomaré?
CARINO.-    (A PÁNFILO.)  ¿Por qué no le hablas?
DAVO.-  Voyme.
PÁNFILO.-  Davo, ven acá, detente.
DAVO.-  ¿Quién es el que me...? ¡Oh, Pánfilo, en tu busca vengo! ¡Oh, Carino, a buen tiempo ambos; que a los dos os busco!
PÁNFILO.-  Davo, perdido soy!
DAVO.-  Oye lo que digo.
PÁNFILO.-  ¡Muerto soy!
DAVO.-  Ya sé lo que temes.
CARINO.-  Mi vida realmente está en peligro.
DAVO.-  También sé lo que tú...
PÁNFILO.-  Mis bodas...
DAVO.-  ¡Ya, ya lo sé!
PÁNFILO.-  Hoy...
DAVO.-  ¡Dale! ¡Si lo sé todo!... Tú temes que te casarán con ella, y tú  (a CARINO)  que no te casarán.
CARINO.-  En el caso estás.
PÁNFILO.-  Eso mismo es.
DAVO.-  Pues en eso mismo no hay peligro ninguno: mírame al rostro.
PÁNFILO.-  Davo, por favor, líbrame ya de estos temores.
DAVO.-  Yo te libro, ¡ea! Ya Cremes no te da su hija por mujer.
PÁNFILO.-  ¿Cómo lo sabes?
DAVO.-  Yo lo sé. Tu padre habló conmigo a solas poco ha, y me dijo que te había de casar hoy, con otras muchas cosas que ahora no hay tiempo de contarte. Yo me fui corriendo en seguida hacia la plaza, para llevarte esta noticia. Como no te hallé, súbome luego en un lugar alto; miro a la redonda; no parecías. Por casualidad topeme allí con Birria; pregúntole por ti; díceme que no te había visto. ¡Por vida...! Póngome a pensar qué haría. En esto, al volver, cruza por mi magín una sospecha. ¡Cómo! -me digo- ¡tan poco gasto!... el padre triste... las bodas tan de presto... ¡Esto no pega!
PÁNFILO.-  ¿Y a qué viene todo eso?
DAVO.-  Voyme luego a casa de Cremes; cuando llego no veo a nadie a la puerta. Holgueme de ello.
CARINO.-  Bien dices.
PÁNFILO.-  Prosigue.
DAVO.-  Párome allí, y no veo entrar a nadie ni salir a nadie, ni a ninguna mujer. En la casa, nada de preparativos ni bullicio. Allegueme, miré adentro...
PÁNFILO.-  Buenas señales son esas.
DAVO.-  ¿Te parece a ti que estas son señales de boda?
PÁNFILO.-  Pienso que no.
DAVO.-  «¿Pienso que», me dices? ¡Bah!, no lo entiendes. La cosa está bien clara. Además: viniendo de allí topé al criado de Cremes, que llevaba seis maravedís de verdura y pescadillos menudos para cena del viejo.
CARINO.-  ¡Davo, tú eres hoy mi salvador!
DAVO.-  No hay nada de eso.
CARINO.-  ¿Cómo no, pues es cosa cierta que no se la da a éste?
DAVO.-  ¡Donosa necedad! ¡Como si se siguiese de necesidad que no dándola a éste te la han de dar a ti, si no lo procuras; si con ruegos y dádivas no pones por terceros los amigos del viejo!
CARINO.-  Bien me aconsejas. Iré; aunque esta esperanza ya me ha burlado muchas veces. Adiós.


Escena IV

 
PÁNFILO, DAVO.
 
PÁNFILO.-  ¿Qué pretende, pues, mi padre? ¿A qué propósito finge...?
DAVO.-  Yo te lo diré. Si él te riñese ahora porque Cremes no te da la hija, pareceríale que a sí mismo se hace agravio, y con razón, hasta entender cómo sea tu voluntad en este casamiento; pero si tú le dices que no quieres casarte, toda la culpa te cargará entonces a ti, y allí serán las riñas.
PÁNFILO.-  A todo me pondré.
DAVO.-  Mira, Pánfilo, que es tu padre, y es fuerte cosa eso. Además, esa mujer está sola. En sus dichos o en sus hechos hallará tu padre algún pretexto por donde la haga desterrar de la ciudad.
PÁNFILO.-  ¿Desterrar?
DAVO.-  Y pronto.
PÁNFILO.-  Dime, pues, Davo, ¿qué tengo de hacer?
DAVO.-  Dile que te casarás.
PÁNFILO.-  ¿Cómo?
DAVO.-  ¿Qué es?
PÁNFILO.-  ¿Que yo le diga...?
DAVO.-  ¿Por qué no?
PÁNFILO.-  ¡Eso, jamás!
DAVO.-  Haz lo que te digo.
PÁNFILO.-  No me des tal consejo.
DAVO.-  Mira lo que de ello redundará.
PÁNFILO.-  Apartarme de aquélla y encerrarme con esta otra.
DAVO.-  Nada de eso. Yo creo que tu padre te dirá de esta manera: «Hijo, yo quiero que hoy te cases». Tú le responderás: «Me casaré, padre». Dime, ¿cómo podrá reñir contigo? Todos los consejos que él tiene por muy ciertos, sin peligro ninguno se los tornarás inciertos, pues es cosa llana que Cremes no te da su hija. Y tú no dejes por eso de ir a casa de Glicera, porque no mude Cremes de propósito. Y a tu padre dile que huelgas de casarte, para que, aunque quiera, no pueda enojarse contigo con razón. Porque eso en que tú fundas tu esperanza, fácil es de refutar: «No habrá -dices- quien quiera casar su hija con hombre de tales costumbres». Y yo te digo que tu padre más querrá casarte con una mujer pobre, que dejarte perder de esa manera. Pero si él entiende que tomas estas bodas con paciencia, se descuidará, se pondrá muy despacio a buscarte otra; entretanto, Dios hará merced.
PÁNFILO.-  ¿Eso te parece?
DAVO.-  No hay que dudar en ello.
PÁNFILO.-  Mira en lo que me pones.
DAVO.-  ¿Quieres callar?
PÁNFILO.-  Bueno: le diré que sí. Pero mira no sepa mi padre que he tenido un hijo de ella, porque he prometido criarle.
DAVO.-  ¡Qué locura!
PÁNFILO:-  Rogome Glicera que le diese esta palabra como prenda de que no la dejaría.
DAVO.-  Se procurará. Pero... cata que viene tu padre. Mira que no conozca que estás triste.


Escena V

 
SIMÓN, DAVO, PÁNFILO.
 
SIMÓN.-    (Aparte.)  A ver vuelvo en qué entienden o qué consejo toman.
DAVO.-   (A PÁNFILO.)  Este por cosa llana tiene que has de decir que no quieres casarte. Viene muy apercibido de algún lugar solitario; piensa que trae ya trazado algún razonamiento con que te confunda. Por tanto, tú mira que estés muy en ti.
PÁNFILO.-  Todo cuanto pueda, Davo.
DAVO.-  Fía de mí, te digo, Pánfilo, que tu padre no atravesará hoy contigo una palabra, si le dices que te casarás.


Escena VI

 
BIRRIA, SIMÓN, DAVO, PÁNFILO.
 
SIMÓN.-    (Aparte.)  Mi amo me mandó que, dejando otros negocios, siguiese hoy de cerca a Pánfilo, para ver qué determinaba de este casamiento. Por eso vengo aquí tras él. Allá le veo con Davo: manos a la obra.
SIMÓN.-    (Aparte.)  Aquí están los dos.
DAVO.-    (A PÁNFILO.)  ¡Ea, ten cuenta!
SIMÓN.-  ¡Pánfilo!
DAVO-   (A PÁNFILO.)  Vuélvete hacia él como sorprendido.
PÁNFILO-  ¡Ah, padre mío!
DAVO.-   (A PÁNFILO.)  ¡Muy bien!
SIMÓN.-  Como ya te he dicho, quiero que hoy te cases.
BIRRA.-    (Aparte.)  Nuestro bien o nuestro mal está ahora en lo que éste respondiere.
PÁNFILO.-  Ni en eso ni en nada hallarás en mí resistencia, padre mío.
BIRRIA.-    (Aparte.)  ¡Ah!...
DAVO.-    (A PÁNFILO.)  Mudo quedó.
BIRRIA.-   (Aparte.)  ¿Qué dijo?
SIMÓN.-  Haces lo que debes, pues me otorgas con amor lo que te pido.
DAVO.-    (A PÁNFILO.)  ¿No te decía yo...?
BIRRIA.-    (Aparte.)  Mi amo, a lo que entiendo, se ha quedado sin mujer.
SIMÓN.-  Ve, pues, a casa ya, porque no nos hagas detener cuando fueres necesario.
PÁNFILO.-  Voyme.
BIRRIA.-    (Aparte.)  ¡Que no haya un hombre de quien fiar en cosa alguna! Verdadero es aquel refrán que dice; «Todos quieren más para sus dientes, que no para sus parientes». Yo vi a esa moza, y me acuerdo que la vi doncella de buen rostro; y así no me maravilla que Pánfilo haya querido más abrazarse con ella entre sueños, que no que Carino la abrazase. Vamos con estas buenas nuevas a mi amo; que en pago no me dará malas albricias.


Escena VII

 
DAVO, SIMÓN.
 
DAVO.-    (Aparte y señalando a SIMÓN.)  Este piensa ahora que, yo le traigo algún engaño y que por esto me he quedado aquí.
SIMÓN.-  ¿Qué cuenta Davo?
DAVO.-  Nada por ahora.
SIMÓN.-  Con que nada, ¿eh?
DAVO.-  Ninguna cosa.
SIMÓN.-  Pues yo esperaba que sí.
DAVO.-    (Aparte.)  Hale burlado su esperanza, ya lo veo: esto le da pena al hombre.
SIMÓN.-  ¿Podrías decirme, Davo, la verdad?
DAVO.-  Nada más fácil.
SIMÓN.-  ¿Siente por ventura mucho mi hijo este casamiento, por los amores que tiene con esta forastera?
DAVO.-  No en verdad, o cuando mucho será pena de dos o de tres días, ¿entiéndesete? Que después él la dejará. Porque él mismo ha considerado ya entre sí este caso con buen uso de razón.
SIMÓN.-  Bien está.
DAVO.-  Mientras le fue lícito, y mientras dieron lugar sus años para ello, tuvo amiga, y esto con mucho secreto, procurando siempre no le fuese afrenta, como lo han de hacer los hombres de su pro. Ahora que es menester que tome esposa, sólo piensa en casarse.
SIMÓN.-  Algo triste me pareció que estaba.
DAVO.-  No por eso; sino que tiene de ti no sé qué queja.
SIMÓN.-  ¿De qué?
DAVO.-  De una niñería.
SIMÓN.-  ¿Qué es ello?
DAVO.-  ¡Si no es nada!
SIMÓN.-  Acaba ya de decir lo que es.
DAVO.-  Dice que haces muy corto gasto.
SIMÓN.-  ¿Yo?
DAVO.-  Tú. Apenas ha hecho, dice, de gasto diez reales. ¿Esto le parece que es casar un hijo? ¿A quién de mis amigos, dice, osaré ahora traer a mis bodas convidado? Y a la verdad, aquí, inter nos, me parece que has estado muy tacaño. Yo no lo apruebo.
SIMÓN.-  Cállate.
DAVO.-   (Aparte.)  Picole.
SIMÓN.-  Yo veré de que todo se haga como cumple.  (Aparte.)  ¿Qué enredo será éste? ¿Qué pretenderá el bellaco? Porque, si aquí hay alguna trampa, éste es en ella el tramoyista.



ACTO III
Escena I

 
MISIS, SIMÓN, DAVO, LESBIA.
 
MISIS.-   (A LESBIA.)  Por mi vida, que tienes razón, Lesbia, en lo que has dicho; apenas hallarás un hombre fiel a una mujer.
SIMÓN.-   (A DAVO.)  ¿De casa de la Andriana es esta moza, eh, Davo?
DAVO.-  Sí.
MISIS.-   (A LESBIA.)  Pero nuestro Pánfilo...
SIMÓN.-  ¿Qué dice?
MISIS.-  ...dio una prenda de su fidelidad...;
SIMÓN.-   (Sobresaltado.)  ¿Eh?
DAVO.-    (Aparte.)  ¡Que no se tornase éste sordo o ella muda!
MISIS.-  ...porque ha mandado criar lo que naciere.
SIMÓN.-  ¡Oh, Júpiter! ¿Qué escucho? Perdido soy, si ésta dice verdad.
LESBIA.-  Por lo que me cuentas, de buena condición es el mancebo.
MISIS.-  Excelente. Pero entremos, no sea que lleguemos tarde.
LESBIA.-  Ya te sigo.


Escena II

 
DAVO, SIMÓN, GLICERA.
 
DAVO.-    (Aparte.)  ¿Qué remedio encontraré yo ahora en semejante aprieto?
SIMÓN.-  ¿Qué es esto, Cielos! ¿Tan loco está...? ¿De una forastera...? ¡Ah, ya entiendo! ¡Necio de mí, que apenas había dado en la cuenta!
DAVO.-   (Aparte.)  ¿Qué cuenta será esa que dice?
SIMÓN.-  Primer enredo que éste me urde: fingen un parto, para espantar a Cremes.
GLICERA.-   (Dentro de su casa.)  ¡Juno Lucina, acúdeme, ampárame, por favor!
SIMÓN.-  ¡Hola, hola! ¡Y cuán presto! ¡Donosa invención! Después que le han dicho que yo estaba a la puerta, se da prisa. ¡Mal repartidas tienes las escenas, Davo amigo!
DAVO.-  ¿Yoo?
SIMÓN-  ¿Olvidaron, por ventura, tus actores el papel?
DAVO.-  Yo no sé lo que te dices.
SIMÓN.-  Si éste me hubiera cogido en bodas verdaderas desapercibido, ¡qué burla me hubiera hecho! Ahora a su riesgo lo hace; que yo en puerto navego.


Escena III

 
LESBIA, SIMÓN, DAVO.
 
LESBIA.-  Hasta ahora, Arquilis, todas las señales que suele haber, y convienen para la salud, todas veo que las tiene esta parida. Ahora, cuanto a lo primero, haced que se lave; después dadle de beber lo que mandé, y cuanto he ordenado: que luego yo daré una vuelta por acá.  (Aparte.)  En buena fe que le ha nacido a Pánfilo un hijo muy hermoso. Los dioses lo dejen lograr, pues Pánfilo es de tan buena entraña, y no ha querido hacerle agravio a esta honrada moza.


Escena IV

 
SIMÓN, DAVO.
 
SIMÓN.-  Esto a lo menos, ¿quién que te conozca, no creerá que nace de ti?
DAVO.-  ¿Pues qué es ello?
SIMÓN.-  No les mandaba allá dentro lo que se le había de hacer a la parida, sino que, después de salir afuera, les grita desde la calle a los que están dentro. ¡Oh Davo! ¿Y en tan poco me tienes, o tan aparejado te parezco, para que tan a la descubierta emprendas de engañarme? Hiciéraslo a lo menos con tal recato, que pareciera que tenías temor de que yo lo supiese.
DAVO.-   (Aparte.)  Realmente que ahora éste se engaña a sí mismo, que no le engaño yo.
SIMÓN.-  ¿No te lo previne? ¿No te amenacé, si lo hacías? ¿Hasme temido? ¿Qué me aprovechó el mandarlo? ¿Cómo he de creer yo de ti que ésta ha parido de Pánfilo?
DAVO.-   (Aparte.)  Ya sé por dónde yerra, y lo que tengo de hacer.
SIMÓN.-  ¿Por qué callas?
DAVO.-  ¿Qué has de creer? ¡Como si ya no te hubiesen avisado que esto había de suceder de esta manera!
SIMÓN.-  ¿A mí? ¿Quién?
DAVO.-  ¡Bah! ¡Si querrás hacerme creer que tú solo has descubierto esta farsa!
SIMÓN.-  Burlándose está de mí.
DAVO.-  A ti alguno te lo ha dicho, porque si no, ¿cómo hubieras tú tenido esta sospecha?
SIMÓN.-  ¿Cómo? Porque sé quién eres tú.
DAVO.-  Eso es como decirme que yo soy el tramoyista.
SIMÓN.-  Y lo sé de cierto.
DAVO.-  Aún no conoces bien quién soy, Simón.
SIMÓN.-  ¿Qué yo no te...?
DAVO.-  Sino que, si comienzo a contarte algo, al punto crees que te estoy engañando...
SIMÓN.-   (Irónico.)  Y no hay tal.
DAVO.-  Y así realmente que no oso ya chistar.
SIMÓN.-  Esto sólo sé: que aquí nadie ha parido.
DAVO.-  Acertaste. Pues verás, con todo esto, cómo antes de mucho rato te traen el muchacho aquí delante de la puerta. Yo, señor, desde luego te aviso que lo han de hacer así; para que lo sepas, y no me digas después que son consejos ni trazas de Davo. Yo tengo empeño en que deseches esa mala opinión que de mí tienes.
SIMÓN.-  ¿Cómo lo sabes tú eso?
DAVO.-  Helo oído y lo creo. Ofrécenseme a una muchas cosas de que hago yo esta conjetura. Cuanto a lo primero, ésta ha dicho que estaba de Pánfilo preñada: ha salido mentira. Hoy, al ver que se aparejan ya las bodas en casa, ha enviado a toda prisa la criada con encargo de llamar a la partera y de traerse juntamente un niño. Porque, si no te dan con el niño en las narices, el casamiento no se estorba.
SIMÓN.-  ¿Qué me dices? Cuando entendiste que tomaban ese medio, ¿por qué no se lo dijiste luego a Pánfilo?
DAVO.-  ¿Pues quién le ha apartado de ella, sino yo? Porque bien sabemos todos cuán grande afición le haya tenido. Ahora ya desea casarse. Finalmente, esto déjamelo tú a mi cargo. Y pasa adelante, como lo haces, en tratar del casamiento; que yo confío que los dioses nos favorecerán.
SIMÓN.-  Vete, pues, tú allá dentro, y espérame allá, y prepara todo lo necesario.


Escena V

 
SIMÓN, solo.
 
SIMÓN.-  Este no me ha inducido aún a darle entero crédito; así que no sé si será verdad todo lo que me ha dicho... Pero me importa poco. Lo que yo más precio es la palabra que me dio mi mismo hijo. Ahora, yo me veré con Cremes, y le pediré la mano de su hija para Pánfilo. Si lo recabo, ¿qué más quisiera yo que hacer hoy este casamiento? Porque en lo que mi hijo me ha ofrecido, llana cosa es que le podré obligar con razón, si se me volviere atrás. Y a propósito, aquí viene Cremes.


Escena VI

 
SIMÓN, CREMES.
 
SIMÓN.-  ¡Salud, Cremes!
CREMES.-  ¡Hola! Precisamente te buscaba.
SIMÓN.-  Y yo a ti.
CREMES.-  A muy buen punto te he topado. Ciertas gentes me han dicho que han entendido de ti que mi hija se casa hoy con tu hijo, y así vengo a ver si estás tú loco, o si lo están ellos.
SIMÓN.-  Óyeme, y en breves razones sabrás lo que yo te quiero y lo que tú preguntas.
CREMES.-  Ya te oigo: di lo que quisieres.
SIMÓN.-  Suplícote, Cremes, por los dioses y por nuestra amistad, la cual comenzando desde la niñez, ha crecido siempre con los años, y por una sola hija que tienes, y por mi hijo, cuyo total remedio está en tu mano, que me favorezcas en esta ocasión, y que el casamiento se haga, como estaba tratado.
CREMES.-  No uses conmigo de ruegos, pues para recabar eso de mí, no son menester. ¿Piensas que soy otro del que era los días pasados cuando te la daba? Si cosa es que a los dos conviene, manda por la moza; pero si en ello hay para los dos más daño que provecho, te ruego que lo mires bien por ambos, como si ella fuese tu hija y yo padre de Pánfilo.
SIMÓN.-  Eso es precisamente lo que quiero, Cremes, y eso te suplico que se haga. Ni yo te lo pediría si el caso mismo no lo aconsejase.
CREMES.-  ¿Y qué es ello?
SIMÓN.-  Entre mi hijo y Glicera hay muchos enojos.
CREMES.-  Óigolo.
SIMÓN.-  Tan grandes, que confío que se le podremos arrancar.
CREMES.-  ¡Bah, cuentos!
SIMÓN.-  Realmente pasa así.
CREMES.-  Lo que pasa en realidad es lo que te voy a decir: que las riñas de los enamorados son nuevo refresco del amor.
SIMÓN.-  ¡Oh!, yo te ruego que lo prevengamos todo ahora que es sazón, mientras su apetito está con las palabras injuriosas embotado, antes que las maldades de éstas y sus lágrimas fingidas con engaños muevan a compasión la enferma voluntad. Casémosle: que yo confío que él, enamorado del buen trato y ahidalgada compañía de tu hija, se desligará desde hoy muy fácilmente de estos males.
CREMES.-  Eso te parece a ti; pero yo creo que ni él podrá unirse para siempre con mi hija, ni menos yo sufrirlo.
SIMÓN.-  ¿Y cómo lo sabes tú, sin hacer la prueba?
CREMES.-  Fuerte cosa es hacer en la hija propia semejante experiencias.
SIMÓN.-  Todo el inconveniente se reduce, en fin, a esto: a que venga. ¡Lo que los dioses no permitan! El divorcio. Pero si Pánfilo se enmienda, mira qué de bienes: primeramente restituirás un hijo a tu amigo; para ti hallarás un yerno seguro y para tu hija marido.
CREMES.-  No gastes razones: si te parece que eso es cosa que conviene, no quiero yo que por mí se estorbe tu provecho.
SIMÓN.-  ¡Con razón te he querido siempre mucho, Cremes!
CREMES.-  Pero, ¿qué me dices...?
SIMÓN.-  ¿De qué?
CREMES.-  ¿Cómo sabes que ellos están ahora discordes entre sí?
SIMÓN.-  Davo, que es su secretario, me lo ha dicho; y él me incita a apresurar cuanto pueda el casamiento. ¿Piensas tú que lo haría él, si no supiese que es del gusto de mi hijo? Tú mismo lo oirás de su boca.  (A sus esclavos.)  ¡Hola!, que venga Davo. Pero hele aquí; ya le veo salir.


Escena VII

 
DAVO, SIMÓN, CREMES.
 
DAVO.-  A buscarte iba.
SIMÓN.-  ¿Qué hay de nuevo?
DAVO.-  ¿Por qué no haces traer la mujer? Cata que se hace tarde.
SIMÓN.-    (A CREMES.)  ¿Oyes lo que dice? Yo, Davo, he andado rato ha con recelo de ti, no hicieses lo que suelen los criados de ordinario y me urdieses algún engaño por los amores de mi hijo.
DAVO.-  ¿Yo había de hacer eso?
SIMÓN.-  Creílo; y así, recelándome de esto, os encubrí lo que ahora te diré.
DAVO.-  ¿Qué?
SIMÓN.-  Vas a saberlo; porque ya, casi, casi, me fío de ti.
DAVO.-  ¡Al fin me has conocido!
SIMÓN.-  Este casamiento no era de veras.
DAVO.-  ¿Qué...? ¿Que no...?
SIMÓN.-  Sino que lo había fingido por probaros.
DAVO.-  ¿Es posible?
SIMÓN.-  Como lo oyes.
DAVO.-  ¡Mira, mira! ¡Nunca yo he podido dar en esa cuenta! ¡Oh, qué consejo tan sagaz!
SIMÓN.-  Escucha. Después que te mandé entrar en casa, topeme aquí a muy buen punto con Cremes...
DAVO.-   (Aparte.)  ¡Ah!, ¿estamos, por acaso, perdidos?
SIMÓN.-  Y hele contado lo que tú me dijiste rato ha.
DAVO.-    (Aparte.)  ¿Qué oigo?
SIMÓN.-  Hele rogado que me dé su hija, y, aunque con dificultad, hámela otorgado.
DAVO.-   (Aparte.)  ¡Muerto soy!
SIMÓN.-  ¿Qué has dicho?
DAVO.-  Que está muy bien hecho.
SIMÓN.-  Ya, por lo que toca a Cremes, no hay que detenernos.
CREMES.-  Ahora voy a casa; les diré que se aderecen, y luego soy aquí con la respuesta.


Escena VIII

 
SIMÓN, DAVO.
 
SIMÓN.-  Ahora, Davo, yo te suplico que, pues tú solo me has concertado este casamiento...
DAVO.-   (Increpándose.)  ¡Sí a fe, yo solo!
SIMÓN.-  ...procures que mi hijo vuelva al buen camino.
DAVO.-  Lo haré, yo te lo juro, con mucha diligencia.
SIMÓN.-  Puedes aprovechar estos momentos en que tiene el ánimo irritado.
DAVO.-  Descuida.
SIMÓN.-  Dime, pues, ¿dónde está él ahora?
DAVO.-  ¡Milagro será que no esté en casa!
SIMÓN.-  Yo me voy a buscarle y a decirle lo mismo que te he dicho.


Escena IX

 
DAVO, solo.
 
DAVO.-  ¡Perdido soy!... ¿Qué excusa tengo para no ir de vuelo a la tahona? No hay lugar de ruegos. Ya lo he revuelto todo: a mi amo he engañado; he enredado en bodas al hijo de mi amo; he hecho que se hiciesen hoy, sin esperarlo el viejo y a pesar de Pánfilo. ¡Oh, astucias! ¡Que si yo me hubiera estado quedo, no hubiera mal ninguno! Pero aquí viene. ¡Muerto soy! ¡Oh!, si hubiera aquí una sima donde despeñarme!...


Escena X

 
PÁNFILO, DAVO.
 
PÁNFILO.-  ¿Qué es de aquel malvado que me ha echado a perder?
DAVO.-   (Aparte.)  ¡Muerto soy!
PÁNFILO.-  Yo confieso que con razón me ha sucedido este mal, pues soy tan follón y de tan poco consejo. ¿Yo había de confiar todo mi bien de un vil esclavo? ¡Yo tengo, pues, el pago de mi necedad; pero él no se me irá con ella!
DAVO.-    (Aparte.)  Bien sé que después estaré libre, si de este primer encuentro me escapo.
PÁNFILO.-  ¿Qué le diré, pues, ahora yo a mi padre? ¿Le diré que no quiero casarme, habiéndole prometido antes que sí? ¿Qué osadía tendré para hacerlo? ¡No sé realmente qué me haga de mí mismo!
DAVO.-   (Aparte.)  Ni menos yo de mí, aunque lo procuro mucho. Decirle he que buscaré algún medio, por poner siquiera alguna dilación en este mal.
PÁNFILO.-    (Con enojo.)  ¡Hola!...
DAVO.-    (Bajo.)  ¡Me ha visto!
PÁNFILO.-  ¡Ven acá, hombre de bien!... ¿Qué te parece...? ¿Ves en qué lío estoy ¡pobre de mí!, con tus buenos consejos?
DAVO.-  Yo te desliaré.
PÁNFILO.-  ¿Que tú me desliarás?
DAVO.-  Sí, Pánfilo.
PÁNFILO.-  ¡Como antes!
DAVO.-  No; sino mucho mejor, según confío.
PÁNFILO.-  ¡Ah, ladrón! ¿Y de ti he de confiar yo ya cosa ninguna? ¿Tú bastarás a volver en su estarlo un negocio tan revuelto y tan perdido? ¡Mira de quién me fío yo! ¡De quien de un negocio muy pacífico y quieto me ha enlazado hoy en casamiento! ¿No te dije yo lo que sucedería?
DAVO.-  Sí.
PÁNFILO.-  ¿Qué merecías tú aflora?
DAVO.-  La horca. Pero déjame volver un poco en mí; que yo miraré algún remedio.

PÁNFILO.-  ¡Ay de mí! ¿Por qué no tengo lugar para darte el castigo que deseo? Que esta coyuntura más me obliga a que mire por mí, que no a que me vengue de ti.


Acto IV
Escena I

 
CARINO, PÁNFILO, DAVO.
 
CARINO.-    (Aparte.)  ¿Es esto cosa de creer, ni de decir? ¿Que haya gentes de tan malas entrañas, que hallen gusto en hacer mal y en procurar el daño ajeno por buscar provechos para sí? ¡Ah!, ¿es esto posible? Pues existe realmente una casta de hombres que para decir un «no», tienen un poco de empacho; pero cuando viene el tiempo de cumplir lo prometido, entonces forzosamente se descubren y temen, y la necesidad les fuerza a volverse atrás de su palabra. Entonces les oiréis decir sin pizca de pudor: «¿Quién eres tú? ¿Qué tengo yo que ver contigo? ¿Que yo te ceda a ti mi...? ¡Bah!, mi pariente más próximo soy yo mismo». Y si les preguntáis qué fue de su palabra, ¡como si no!... ¡no tienen ni asomo de vergüenza! Aquí, donde era menester, no tienen reparo, y tiénenlo acullá, donde no es menester. ¿Pero qué haré? ¿Iré a buscarle, para pedirle cuenta de este agravio y acabarle a pesadumbres? Pero dirame alguno: ¿De qué te servirá? De mucho. Porque a lo menos le daré pena, y yo quebraré mi enojo.
PÁNFILO.-  Carino, ambos estamos perdidos por mi imprudencia, si los dioses no nos dan algún remedio.
CARINO.-  ¿Conque por tu imprudencia? Presto has hallado la excusa. ¡Bien me has tenido la palabra!
PÁNFILO.-  ¿Pues qué...?
CARINO.-  ¿Aún piensas engañarme con esas disculpas?
PÁNFILO.-  ¿Qué es ello?
CARINO -  Después que yo te dije que la quería mucho, te ha caído en gusto. ¡Ah, desdichado de mí, que juzgué tu corazón por el mío!
PÁNFILO.-  Muy equivocado estás.
CARINO.-  ¿Te pareció que no sería colmada tu ventura sin cebar al pobre enamorado y entretenerle con falsas esperanzas?  (En tono de amarga concesión.)  ¡Cásate!
PÁNFILO.-  ¿Que me case? ¡Ah, no sabes bien en cuán grandes males estoy puesto, cuitado de mí, y cuán grandes congojas me ha causado con sus consejos éste mi verdugo!  (Señalando a DAVO.)
CARINO.-  ¿Qué maravilla, pues toma de ti ejemplo?
PÁNFILO.-  No dirías eso si conocieses bien mi corazón y mi voluntad.
CARINO.-   (Con ironía.)  ¡Ya sé que no ha mucho que altercaste con tu padre, y que por eso está enojado contigo y no te ha podido obligar hoy a que con ella te casases!
PÁNFILO.-  Antes te hago saber, para que mejor entiendas mis trabajos, que estas bodas no se aparejaban para mí, ni pensaba nadie ahora en darme a mi mujer.
CARINO.-  Ya sé que te dejaste obligar... de tu propia voluntad.  (Quiere irse y PÁNFILO le detiene.)
PÁNFILO.-  Espera; que aún no sabes...
CARINO.-  Ya sé que te has de casar con ella.
PÁNFILO.-  ¿Por qué me matas? Escucha esto. No paró de instarme; no cesó de aconsejarme y de rogarme que le dijese a mi padre que me casaría, hasta tanto que me indujo.
CARINO.-  ¿Quién hizo eso?
PÁNFILO.-  Davo.
CARINO.-  ¿Davo?
PÁNFILO.-  Él lo revuelve todo.
CARINO.-  ¿Por qué?
PÁNFILO.-  No lo sé: sino que sé que los dioses estaban airados contra mí, pues le di oídos.
CARINO.-  ¿Es verdad esto, Davo?
DAVO.-  Verdad.
CARINO.-  ¡Ah!, ¿qué dices, malvado? Los dioses te den el castigo que merecen tales hechos. Dime: si todos sus enemigos le quisieran ver a éste enredado en casamiento, ¿qué otro consejo le dieran, sino ese?
DAVO.-  Errela: pero aún no me doy por vencido.
CARINO.-  Harto lo sé.
DAVO.-  ¿No nos ha ido bien por aquí? Emprenderémosla por otra vía. Si ya no es que pienses que por habernos al principio sucedido mal, no se nos puede ya trocar el mal en bien.
PÁNFILO.-  Al contrario: Yo creo que si te desvelas, de un casamiento harasme dos.
DAVO.-  Yo, Pánfilo, esto te debo por razón de ser tu siervo: procurar, de pies y manos, de día y de noche, tu provecho con riesgo de mi vida. Lo que a ti te toca, es perdonarme, si algo sucede al revés de mi esperanza. ¿No sale bien lo que hago? A lo menos hágolo con diligencia: si no, busca tú mejor remedio y no hagas caso de mí.
PÁNFILO.-  Eso quiero: tórname al punto en que me tomaste.
DAVO.-  Sí haré.
PÁNFILO.-  ¡Pero de presto!
DAVO.-  ¡Chist!... quieto; que ha sonado la puerta de Glicera!


Escena II

 
MISIS, PÁNFILO, CARINO, DAVO.
 
MISIS.-   (Saliendo de casa de GLICERA, y hablando con ésta.)  Doquiera que estuviere, yo procuraré hallarle en seguida, y traérmele conmigo a tu querido Pánfilo. Sólo tú, alma mía, no te me fatigues.
PÁNFILO.-  ¿Qué es eso, Misis?
MISIS.-  ¡Ah, Pánfilo! A buen tiempo te topo.
PÁNFILO.-  ¿Qué hay?
MISIS.-  Mi señora me ha mandado que te suplique te llegues a verla, si la quieres bien; porque dice que está con gran deseo de verte.
PÁNFILO.-  Perdido soy; este mal se refresca.  (A DAVO.)  ¡Y que por tu causa ella y yo, cuitados; hayamos de estar en tal congoja! Porque ella me envía a llamar por haber entendido que se aparejan ya mis bodas.
CARINO.-  Las cuales bien quedas se estallan, si éste.  (Señalando a DAVO.)  Lo estuviera.
DAVO.-  ¡Así, así! Por si él de suyo no se está harto loco, atízale tú más.
MISIS.-    (A PÁNFILO.)  Esa es, en verdad, la causa; y eso es lo que tiene afligida a la cuitada.
PÁNFILO.-  Misis, yo te hago juramento, por todos los dioses, de jamás desampararla, aunque sepa romper por esa razón con todo el mundo. Esta he deseado; hela alcanzado; cuádranme sus costumbres; vayan con Dios los que quieren hacer divorcio entre nosotros. Porque otra que la muerte no me ha de apartar de ella.
CAMINO.-  ¡Respiro!
PÁNFILO.-  Esto es tan cierto como el Oráculo de Apolo. Si ello se pudiere hacer de manera que mi padre no entienda que por mí ha dejado de celebrarse el casamiento, bien está. Pero si no fuere posible, correré hasta el riesgo de que entienda haber quedado por mí.  (A CARINO.)  ¿Qué tal te parezco?
CARINO.-  Tan desdichado como yo.
DAVO.-  Yo trazo un buen medio.
CARINO.-  Hombre eres de valor.
PÁNFILO.-   (A DAVO con desdén.)  Ya ¡proyectos...!
DAVO.-  Yo te lo daré en verdad puesto por obra.
PÁNFILO.-  Pues eso es menester.
DAVO.-  Pues ya lo tengo.
CARINO.-  ¿Qué es ello?
DAVO.-    (A CARINO.)  Para éste lo tengo, no para ti. No vale equivocarse.
CARINO.-  Bástame eso.
PÁNFILO.-  ¿Qué vas a hacer, dime?
DAVO.-  Todo el día temo que no me bastará para ponerlo por obra. Por eso no pienses que estoy tan despacio ahora, para haberlo de contar. Por tanto, idos vosotros de aquí; que me estáis estorbando.
PÁNFILO.-  Yo voy a ver a Glicera.
DAVO.-  ¿Y tú? ¿Adónde te vas tú?
CARINO.-  ¿Quieres que te diga la verdad?
DAVO.-  ¡Vaya si lo quiero!  (Aparte.)  ¡Cuentecito tenemos!
CARINO.-  ¿Qué será de mí?
DAVO.-  Dime, desvergonzado: ¿no te basta con ese poquillo de respiro que te doy, entreteniéndole a este otro el casamiento?
CARINO.-  Empero, Davo...
DAVO.-  ¿Qué empero?
CARINO.-  Que la goce yo.
DAVO.-  ¡Donosa ocurrencia!
CARINO.-  Procura venir a mi casa, si pudieres hacer algo.
DAVO.-  ¿A qué he de ir, si contigo nada tengo que...
CARINO.-  -Pero, si algo...
DAVO.-  ¡Hala, que ya iré!
CARINO.-  Si algo hubiere, en casa estaré.


Escena III

 
DAVO, MISIS.
 
DAVO.-  Tú, Misis, aguárdame aquí un poco, mientras salgo.
MISIS.-  ¿A qué fin?
DAVO.-  Porque así cumple.
MISIS.-  Pues ven presto.
DAVO.-  Luego soy aquí.  (Entra en casa de GLICERA.)


Escena IV

 
MISIS, sola.
 
MISIS.-  ¡Oh, soberanos dioses! ¡Y que sea verdad que no hay bien que dure a nadie! ¡Parecíame a mí que este Pánfilo era el supremo bien de mi señora, amigo, enamorado, marido aparejado para todo tiempo; y ahora, mira qué disgustos tiene por él! Realmente que hay en esto más mal, que bien en lo otro. Pero Davo sale. ¡Qué es esto, amigo, por tu vida! ¿Dó vas con la criatura?


Escena V

 
DAVO, MISIS.
 
DAVO.-  Misis, para lo que ahora emprendo, necesito que me tengas a punto tu memoria y astucia.
MISIS  ¿Qué pretendes?
DAVO.-  Toma de presto este muchacho de mis manos y ponle delante de nuestra puerta.
MISIS.-  ¿Así, en el suelo? Dime.
DAVO.-  Toma de ese altar unas verbenas, y pónselas debajo.
MISIS.-  ¿Por qué no lo haces tú mismo?
DAVO.-  Porque si fuere menester jurar a mi amo que no le he puesto, pueda jurarlo con verdad.
MISIS.-  Ya entiendo: esos son escrúpulos de conciencia que te han nacido ahora. Dámele acá.
DAVO.-  Date prisa: que yo te diré luego lo que voy a hacer.  (Viendo a CREMES.)  ¡Oh, Júpiter!
MISIS.-  ¿Qué es?
DAVO.-  El padre de la desposada viene. Dejo el intento que tenía primero.
MISIS.-  No sé qué te dices.
DAVO.-  Yo también fingiré que vengo de hacia la mano derecha. Tú procura corresponderme con tus palabras a las mías donde fuere menester.
MISIS.-  Yo no te entiendo lo que haces; pero si algo hay en que tengáis necesidad de mi ayuda, o si tú más ves que yo, aguardaré, por no estorbar vuestro provecho.


Escena VI

 
CREMES, MISIS, DAVO.
 
CREMES.-   (Aparte.)  Vuelvo, pues he ya apercibido todo lo que era menester para las bodas de mi hija, a decirles que la traigan. Pero ¿qué es esto?  (Viendo al niño.)  ¡Una criatura, en verdad! ¿Hasla puesto tú, mujer?
MISIS.-   (Aparte.)  ¿Dónde está aquél?
CREMES.-  ¿No me respondes nada?
MISIS.-    (Aparte.)  No parece... ¡Ay, cuitada de mí, que el hombre me dejó y se fue!
DAVO.-    (Entrando.)  ¡Oh, soberanos dioses, y qué de bullicio hay en la plaza! ¡Qué de gente litiga allí!... y ¡qué caro está el pan!  (Aparte.)  ¡No sé qué más me diga!
MISIS.-  ¿Por qué, di, me has dejado aquí sola?
DAVO.-   (Viendo al niño.)  ¿Qué tramoya es ésta? Di, Misis, ¿de dónde es este niño, y quién le ha traído aquí?
MISIS.-  Tú no debes estar bueno, pues eso me preguntas.
DAVO.-  ¿A quién lo he de preguntar, pues no veo aquí a otro?
CREMES.-   (Aparte.)  ¡Maravillado estoy! ¿De dónde será?
DAVO.-  ¿No me responderás a lo que te pregunto?
MISIS.-    (Asustada.)  ¡Ah!
DAVO.-   (En voz baja.)  Pasa a la derecha.
MISIS.-  ¿Desvarías? ¿Tú mismo no le...?
DAVO.-   (En voz baja.)  ¡Si palabra me dices fuera de lo que te pregunto... pobre de ti!
MISIS.-  ¿Amenazas?
DAVO.-  ¿De dónde es?  (Bajo.)  Responde en alta voz, habla claro.
MISIS.-  De nuestra casa.
DAVO.-  ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Qué maravilla que una ramera haga estas desenvolturas?
CREMES.-    (Aparte.)  Criada de la Andriana debe ser ésta, a lo que entiendo.
DAVO.-    (A MISIS.)  ¿Tan aparejados os parece que somos, para que así os burléis de nosotros?
CREMES.-    (Aparte.)  A buen tiempo he venido.
DAVO.-  ¡Quítame de presto ese niño de la puerta!  (Bajo.)  ¡Quieta ahí, no te muevas!
MISIS.-  Los dioses te destruyan; que así me haces temblar cuitada.
DAVO.-   (Alto a MISIS.)  ¿Hablo contigo, o con quién?
MISIS.-  ¿Qué quieres?
DAVO.-  ¿Eso me preguntas? Dime: ¿cúyo es este muchacho que aquí has puesto? Acaba.
MISIS.-  ¿No lo sabes tú cúyo es?
DAVO.-  Deja estar lo que yo sé, y respóndeme a lo que te pregunto.
MISIS.-  Vuestro.
DAVO.-  ¿Cómo nuestro?
MISIS.-  De Pánfilo.
DAVO.-  ¿Cómo es eso? ¿De Pánfilo?
MISIS.-  ¡Qué! ¿No lo es?
CREMES.-    (Aparte.)  Con razón he rehusado siempre yo este casamiento.
DAVO.-  ¡Oh infamia!
MISIS.-  ¿Por qué gritas?
DAVO.-  ¿No es este el niño que yo vi traer ayer tarde a vuestra casa?
MISIS.-  ¡Hombre más atrevido!...
DAVO.-  Sí; que yo vi venir a Cantara con un bulto.
MISIS.-  Gracias a los dioses, pues se hallaron algunas matronas honradas en el parto.
DAVO.-  Pues no conoce ella bien a aquel, por quien urde todo esto. Sin duda que diría: «Si Cremes viere el niño puesto delante de la puerta, no dará su hija». ¡Pues en verdad que la dará de mejor gana!
CREMES.-   (Aparte.)  En verdad que tal no hará.
DAVO.-  Pues porque lo sepas, si no quitas de aquí este niño, yo le echaré en mitad de la calle, y a ti con él te revolveré en el lodo.
MISIS.-  ¡Bah!, ¡tú no estás bueno!
DAVO.-  Un embuste de otro tira. Ya oigo susurrar que esta mujer  (Aludiendo a GLICERA.)  es ciudadana de Atenas.
CREMES.-   (Aparte.)  ¿Eh?
DAVO.-  Y que las leyes le obligarán a casarse con ella.
MISIS.-  ¿pues no lo es?
CREMES.-    (Aparte.)  En un caso de reír he dado sin pensar.
DAVO.-  ¿Quién habla aquí? ¡Oh, Cremes: a tiempo llegas! Escucha.
CREMES.-  Todo lo he ya oído.
DAVO-  ¿Todo, todo?
CREMES.-  Dígote que todo lo he oído desde el principio.
DAVO.-  ¿Qué lo has oído, por tu vida? ¡Ah, cuánta maldad! Esta mujer merece un gran castigo.  (A MISIS y señalando a CREMES.)  Aquí tienes el señor que yo te decía. No pienses que has de jugar con Davo.
MISIS.-  ¡Ay de mí, pobre! Te juro, buen anciano, que en todo dije la verdad.
CREMES.-  Ya sé todo el caso. ¿Está en casa Simón?
DAVO.-  Sí.


Escena VII

 
DAVO, MISIS.
 
MISIS.-   (A DAVO, que quiere cogerla de la mano.)  No me toques, malvado. ¡Si no le digo todo esto a Glicera!...
DAVO.-  ¡Ah, necia! ¿No sabes lo que hemos hecho?
MISIS.-  ¿Qué he de saber?
DAVO.-  Este es el suegro. De otra manera no era posible que él supiese lo que deseábamos.
MISIS.-  ¿Por qué no me avisabas?
DAVO.-  ¿Piensas que hay poca diferencia de hacer una cosa como de suyo y como la naturaleza la dicta, a hacerla sobre pensado?


Escena VIII

 
CRITÓN, MISIS, DAVO.
 
CRITÓN.-   (Aparte.)  En esta plaza me dijeron que moraba Crisis: la que quiso más ganar aquí hacienda con infamia, que vivir en su tierra honradamente con pobreza. Sus bienes me pertenecen a mí por ley de parentesco. -Pero allá veo unos de quien podré informarme-. Estéis en buena hora.
MISIS.-  Cielos, qué veo! ¿No este Critón, el primo de Crisis? Él es.
CRITÓN.-  ¡Hola, Misis! ¡Salud!
MISIS.-  ¡Bien venido, Critón!
CRITÓN.-  ¿Conque la pobre Crisis...? ¡Ah!
MISIS.-  ¡Más cuitadas nosotras, que la hemos perdido!
CRITÓN.-  ¿Y vosotras? ¿Cómo lo pasáis por acá? ¿Os va bien?
MISIS.-  ¿Nosotras? Según suele decirse, lo pasamos como podemos, ya que no podemos como queremos.
CRITÓN.-  ¿Y Glicera? ¿Encontró al fin a sus padres?
MISIS.-  Ojalá.
CRITÓN.-  ¡Qué! ¿No aún? No he venido yo acá con buena estrella. Por mi vida, que si tal supiese no pusiera jamás los pies en esta tierra. Porque siempre esa muchacha ha sido tenida y reputada por hermana de Crisis; los bienes de Crisis ella los posee: y que yo, forastero, me ponga ahora a pleitear, cuán fácil y cuán provechoso me sea, por ejemplo de otros puedo verlo. Fuera de que entiendo que ella tendrá ya algún amigo y valedor; porque ya era grandecilla cuando de allá vino. Daránme la vaya, diciendo que soy un picapleitos, y que voy buscando Herencias con aire de mendigo. Además, yo no querría despojarla...
MISIS.-  ¡Oh, qué hermoso corazón el tuyo! ¡El mismo eres de siempre!
CRITÓN.-  Llévame a su casa: ya que estoy aquí, quiero verla.
MISIS.-  De muy buena voluntad.
DAVO.-  Seguirelos. No quiero que en esta sazón me vea el viejo.


ACTO V
Escena I

 
CREMES, SIMÓN.
 
CREMES.-  Basta, basta ya, Simón: harta experiencia has hecho ya de mi amistad; en harto peligro me he puesto; déjate de más rogarme. Por desear complacerte, casi he comprometido la felicidad de mi hija.
SIMÓN.-  Antes ahora más que nunca te suplico y pido muy encarecidamente, Cremes, que la merced que poco ha me prometiste de palabra, me la cumplas ya por obra.
CREMES.-  Mira cuán terrible eres con tu deseo de salir con lo que quieres, que ni adviertes el modo de la benignidad, ni qué es lo que me ruegas: porque si lo advirtieses, dejaríaste ya de fatigarme con tus injustas pretensiones.
SIMÓN.-  ¿Con cuáles?
CREMES.-  ¿Eso me preguntas? Forzásteme que a un chicuelo empleado en otros amores, muy ajeno de la voluntad de casarse, le diese mi hija, para discordias y tal vez para un divorcio, y que a costa de su fatiga y pena sanase yo a tu hijo. Recabástelo; emprendilo, mientras el caso lo sufrió. Ahora que no lo sufre, súfrete tú. Dicen que la moza es ciudadana y ha tenido ya un muchacho; déjanos en paz.
SIMÓN.-  Por los dioses te suplico no quieras dar crédito a aquellos cuyo provecho es que mi hijo sea un perdido. Todo esto lo han fingido y emprendido por estorbar el casamiento: quitada la causa por que lo hacen, desistirán de tal empresa.
CREMES.-  Engañado vives. Yo mismo vi altercar con Davo a la criada.
SIMÓN.-  Ya lo sé.
CREMES.-  Y con la sinceridad pintada en su rostro y antes de haber sentido ninguno de ellos mi presencia.
SIMÓN.-  ¡Yo lo creo! ¡Cómo que Davo me había ya anunciado que iban a hacer esa comedia! Quise decírtelo hoy, y no sé cómo se me fue de la memoria.


Escena II

 
DAVO, CREMES, SIMÓN, DROMÓN.
 
DAVO.-    (Saliendo de casa de GLICERA, sin ver a SIMÓN ni a CREMES.)  Ya podéis estar tranquilas...
CREMES.-   (A SIMÓN.)  Cátate allí a Davo.
SIMÓN.-  ¿De dó sale?
DAVO.-   (Continuando.)  ...con mi favor y con el del forastero.
SIMÓN.-    (Aparte.)  ¿Qué nueva calamidad es ella?
DAVO.-   (Continuando.)  Yo no he visto hombre, ni venida, ni sazón más a propósito.
SIMÓN.-  ¿A quién alaba aquel bellaco?
DAVO.-  Todo el negocio está ya en salvo.
SIMÓN.-  Hablarle quiero.
DAVO.-   (Aparte.)  ¡Mi amo! ¿Qué haré?
SIMÓN.-  ¡Oh, bien venido, buena pieza!
DAVO.-  ¡Hola, Simón! ¡Oh, amado Cremes! Todo está ya allá dentro aparejado.
SIMÓN.-   (Con ironía.)  ¡Diligente has sido!
DAVO.-  Cuando quieras, manda traer la desposada.
SIMÓN.-  Está bien: eso es, cierto, lo único que falta aquí. Pero ¿no me dirás qué tienes tú que hacer en esa casa?
DAVO.-  ¿Yo?
SIMÓN.-  Sí.
DAVO.-  ¿Yo?
SIMÓN.-  Sí, tú.
DAVO.-  En este punto había entrado...
SIMÓN.-  ¡Como si yo te preguntase cuánto ha!
DAVO.-   (Terminando la frase.) ... a una con tu hijo.
SIMÓN.-  ¿Y allá dentro está Pánfilo? ¡Oh, pobre de mí! ¿Pues no me dijiste tú que estaban reñidos, perro?
DAVO.-  Y lo están.
SIMÓN.-  ¿Qué hace, pues, aquí?
CREMES.-  ¿Qué piensas que ha de hacer? Reñir con ella.
DAVO.-  Antes, Cremes, quiero que entiendas de mí un caso extraño. No sé qué viejo se ha venido ahora en este punto...  (Indicando la casa de GLICERA.)  Allí está, firme, resuelto. Si le miras al rostro, te parecerá hombre de mucha cuenta, hombre severo y grave, y muy sincero en todo lo que dice.
SIMÓN.-  ¿Qué historias nos traes tú?
DAVO.-  ¿Yo? Ningunas más de lo que le he oído decir.
SIMÓN.-  ¿Qué dice, pues?
DAVO.-  Que sabe que Glicera es natural de esta ciudad.
SIMÓN.-   (Llamando a un siervo.)  ¡Hola! ¡Dromón, Dromón!
DAVO.-  ¿Qué vas...?
SIMÓN.-  ¡Dromón!
DAVO.-  Óyeme.
SIMÓN.-  ¡Si añades una sola palabra...! ¡Dromón!
DAVO.-  ¡Óyeme, por merced!
DROMÓN.-  ¿Qué mandas?
SIMÓN.-  Arrebátame a ése en un vuelo allá dentro, cuan ligero puedas.
DROMÓN.-  ¿A quién?
SIMÓN.-  A Davo.
DAVO.-  ¿Por qué?
SIMÓN.-  Porque quiero. -Arrebátale digo.
DAVO.-  ¿Qué he yo hecho?
SIMÓN.-  Arrebátale.
DAVO.-  Si en cosa alguna hallares que he mentido, mátame.
SIMÓN.-  No escucho razones. Yo te haré sudar.
DAVO.-  ¿Aunque esto sea verdad?
SIMÓN.-  Aunque sea. Tú procura tenerle bien atado: y ¿óyesme?, átamele de pies y de manos. ¡Hala!, que yo te mostraré a ti, si no me muero, cuán peligroso es engañar al amo, y a él el engañar a su padre.
CREMES.-  ¡Ah, no estés tan colérico!
SIMÓN.-  ¿Qué te parece, Cremes, del respeto de mi hijo? ¿No tienes compasión de mí? ¡Que por un tal hijo pase yo tanto trabajo! ¡Ea, Pánfilo! ¡Sal, Pánfilo! ¿De qué tienes empacho?


Escena III

 
PÁNFILO, SIMÓN, CREMES.
 
PÁNFILO.-   (Saliendo de casa de GLICERA.)  ¿Quién me llama?  (Viendo a SIMÓN.) ¡Perdido soy! ¡Mi padre!
SIMÓN.-  ¿Qué dices tú, el más...?
CREMES.-  ¡Ah!, dile lo que hace al caso y deja aparte pesadumbres.
SIMÓN.-  ¿Qué se le puede a éste decir que sea pesadumbre? En fin, ¿qué dices?, ¿que Glicera es ciudadana?
PÁNFILO.-  Así lo dicen.
SIMÓN.-  ¿Así lo dicen? ¡Oh atrevimiento! ¡Mira si se para a pensar qué responderá! ¡Mira si se corre del caso! ¡Mira si en su rostro hay siquiera un leve signo de vergüenza! ¡Y que sea de tan abatidos pensamientos, que contra la costumbre y ley de la ciudad, y contra la voluntad de su padre, con todo eso desee tenerla a ésta  (Alude a GLICERA.)  con tan gran infamia!
PÁNFILO.-  ¡Pobre de mí!
SIMÓN.-  ¿Ahora, tan tarde, das en la cuenta de eso, Pánfilo? Entonces, entonces lo habías tú de mirar, cuando inclinaste tu voluntad a hacer de cualquier modo lo que te diese gusto: aquel día te cuadró verdaderamente ese vocablo. Pero ¿qué hago yo? ¿Por qué me atormento? ¿Por qué me aflijo? ¿Por qué fatigo mis canas por este loco? ¿Para qué lloro yo los daños de sus yerros? Pero, en fin, que la tenga y se huelgue y viva con ella.
PÁNFILO.-  ¡Padre mío!
SIMÓN.-  ¿Qué padre mío? ¡Cómo si tú tuvieses necesidad de este padre! Ya tú te has hallado casa, mujer e hijos, a pesar de tu padre, y has traído quien diga que es hija de esta ciudad: buen provecho te haga.
PÁNFILO.-  Padre, ¿me darás licencia para decir dos palabras?
SIMÓN.-  ¿Qué me has de decir tú a mí?
CREMES.-  Óyele con todo eso, Simón.
SIMÓN.-  ¿Que yo le oiga? ¿Qué le tengo yo de oír, Cremes?
CREMES.-  Déjale, en fin, que hable.
SIMÓN.-  Hable, yo le dejo.
PÁNFILO.-  Yo, padre mío, confieso que amo a esta mujer; y si esto es errar, también confieso mi yerro. En tus manos, padre, me entrego; échame cualquier carga, mándame. ¿Quieres que me case? ¿Quieres que deje a esa mujer? Sufrirelo como pueda. Sólo esto te pido de merced: que no creas que yo he traído aquí este viejo: déjame disculparme y traerle aquí delante.
SIMÓN.-  ¿Traerle?
PÁNFILO.-  ¡Dame licencia, padre!
CREMES.-  Lo justo pide: dásela.
PÁNFILO.-  Hazme esta merced.
SIMÓN.-  Concedida. Por todo paso, Cremes; sólo yo no entienda que éste me engaña.
CREMES.-  A un padre, por un grave delito, bástale un castigo moderado.


Escena IV

 
CRITÓN, CREMES, SIMÓN, PÁNFILO.
 
CRITÓN.-   (Saliendo de casa de GLICERA.)  No me lo ruegues que cualquiera causa de estas me obliga a que lo haga: el rogármelo tú, el ser ello verdad y el bien que deseo a Glicera.
CREMES.-  ¿No es Critón, el Andriano, éste que veo? Realmente que es él.
CRITÓN.-  Salud, Cremes.
CREMES.-  ¿Qué novedad es ésta de venir tú a Atenas?
CRITÓN.-  Háseme ofrecido causa. Pero... ¿es éste Simón?
CREMES.-  Este es.
SIMÓN.-  ¿Por mí preguntas? ¿Eres tú el que dices que Glicera es natural de esta ciudad?
CRITÓN.-  ¿Y tú lo niegas?
SIMÓN.-  ¿Tan apercibido vienes a esta tierra...?
CRITÓN.-  ¿Yo? ¿Para qué?
SIMÓN.-  ¿Para qué? ¿Tú te has de atrever a hacer cosas semejantes? ¿Tú has de engañar aquí a mozuelos sin experiencia del mundo, criados como hidalgos, y cebarles sus apetitos con estímulos y promesas...?
CRITÓN.-  ¿Estás en tu juicio?
SIMÓN.-  ... ¿y enredar con casamientos los amores de las rameras?
PÁNFILO.-   (Aparte.)  ¡Perdido soy! Temo que el forastero desmaye.
CREMES.-  Si conocieses bien, Simón, quién es éste, no le tendrías en tan mala opinión; porque es muy hombre de bien.
SIMÓN.-  ¿Este hombre de bien? ¿Tan al punto hubo de venir hoy en las bodas, sin haber estado por acá en toda su vida? ¿A éste le has de dar crédito, Cremes?
PÁNFILO.-    (Aparte.)  Si yo no temiese a mi padre, bien podría advertirle de su error.
SIMÓN.-  ¡Picapleitos!
CRITÓN.-   (Enojado.)  ¡Cómo!
CREMES.-  Este siempre fue así, Critón; no le hagas caso.
CRITÓN.-  Séase quien se quisiere: que si él prosigue a decirme lo que quiere, él oirá de mí lo que no quiera. ¿Yo trato de eso, ni tengo cuenta con ello? ¿Por qué no tomarás tú tu daño con paciencia? Porque si lo que yo digo es verdad o mentira, presto se puede saber. Habrá años que un vecino de esta ciudad naufragó junto de Andros, y a par de él esa tierna doncella. Entonces el náufrago recogiose por casualidad en casa del padre de Crisis.
SIMÓN.-  El cuento comienza.
CREMES.-  Calla.
CRITÓN.-  ¿De esa manera se atraviesa?
CREMES.-  Prosigue.
CRITÓN.-  El que entonces le recogió en su casa era deudo mío, y allí oí yo decir al náufrago, que era ciudadano de Atenas. El cual murió en Andros.
CREMES.-  ¿Su nombre?
CRITÓN.-  ¿Tan presto su nombre? Fania.
CREMES.-  ¡Ay de mí!
CRITÓN.-  Fania se llamaba, si no estoy equivocado. Lo que sé de cierto es que decía ser del barrio Ramnusio.
CREMES.-  ¡Oh, Júpiter!
CRITÓN.-  Esto mismo, Cremes, oyeron entonces otros muchos en Andros.
CREMES.-  Ojalá sea lo que yo confío. Dime por tu vida, Critón, ¿decía él entonces si era hija suya la doncella?
CRITÓN.-  No era suya.
CREMES.-  ¿Cúya, pues?
CRITÓN.-  De un hermano suyo.
CREMES.-  No hay duda; es mi hija!
CRITÓN.-  ¿Qué me dices?
SIMÓN.-  ¿Es posible...?
PÁNFILO.-    (Aparte.)  ¡Aplica el oído, Pánfilo!
SIMÓN.-  ¿Por dónde lo crees?
CREMES.-  Aquel Fania fue hermano mío.
SIMÓN.-  Muy bien le conocí, y lo sé.
CREMES.-  El cual, huyendo de aquí por miedo de la guerra, fueme a buscar al Asia. Entonces no se atrevió a dejar la niña aquí. Después acá, éstas son las primeras nuevas que tengo. ¿Qué se hizo de él?
PÁNFILO.-  Apenas estoy en mi, según fue grande la alteración que me causó en el alma temor, esperanza, gozo, por una maravilla tan grande, por un bien tan repentino.
SIMÓN.-  Por muchas razones me huelgo ciertamente de que ésta moza resulte ser tu hija.
PÁNFILO.-  Bien lo creo, padre.
CREMES.-  Pero aún me queda una duda, que me da harta pena.
PÁNFILO.-  Digno eres de ser aborrecido con tantos escrúpulos: ¿en el junco buscas nudo?
CRITÓN.-  ¿Y qué es la duda?
CREMES.-  Que el nombre de la moza no concuerda.
CRITÓN.-  Otro tuvo, siendo niña.
CREMES.-  ¿Cual, Critón? ¿No te acuerdas?
CRITÓN.-  Pensándolo estoy.
PÁNFILO.-   (Aparte.)  ¿Por qué he yo de permitir que la poca memoria de este hombre estorbe mi contento, pues que yo puedo en esto dar remedio? No lo permitiré.  (Alto.)  Cremes, el nombre que tú pides es Pasíbula.
CRITÓN.-  ¡Esa, ésa es!
CREMES.-  ¡Esa es!
PÁNFILO.-  Mil veces se lo he oído decir a ella misma.
SIMÓN.-  Debes creer, Cremes, que todos nos holgamos de esto.
CREMES.-  Así los dioses me sean propicios, como yo lo creo.
PÁNFILO.-  ¿Pues qué falta ya, padre?
SIMÓN.-  Rato ha que el caso mismo me ha reconciliado.
PÁNFILO.-  ¡Oh, padre excelente! Cuanto a la mujer, Cremes gusta que yo la tenga, como la he tenido.
CREMES.-  Harta razón hay, si tu padre no dice otra cosa.
PÁNFILO.-  Lo mismo.
SIMÓN.-  Sí, por cierto.
CREMES.-  En dote, Pánfilo, te prometo diez talentos.
PÁNFILO.-  Acepto.
CREMES.-  Yo corro a abrazar a mi hija. ¡Eh, Critón! Ven conmigo, porque entiendo que ella no me debe conocer.
SIMÓN.-  ¿Por qué no la mandas pasar a nuestra casa?
PÁNFILO.-  Bien dices; a Davo le daré ese cargo.
SIMÓN.-  No puede.
PÁNFILO.-  ¿Cómo no?
SIMÓN.-  Porque tiene otra cosa que hacer que más le toca, y pesa más.
PÁNFILO.-  ¿Y qué es ella?
SIMÓN.-  Que está atado.
PÁNFILO.-   (En tono suplicante.)  ¡Padre, no está bien atado!
SIMÓN.-  Pues no es eso lo que yo mandé.
PÁNFILO.-  Hazme merced de mandarle soltar.
SIMÓN.-  Sea.
PÁNFILO.-  Ve de presto.
SIMÓN.-  Voy allá.
PÁNFILO.-  ¡Oh día próspero y alegre!


Escena V

 
CARINO, PÁNFILO.
 
CARINO.-    (Aparte.)  A ver vengo qué hace Pánfilo. Hele aquí.
PÁNFILO.-    (Aparte.)  Alguno, por ventura, pensará que esto que aflora voy a decir yo no lo creo: pero digan lo que quieran, yo tengo para mí, que la vida de los dioses es inmortal, porque les son propios los contentos. Porque si a mí con este gozo ninguna pesadumbre se me mezcla, inmortal quedo. ¿Pero con quién holgaría yo más ahora de toparme, para contarle todo esto?
CARINO.-    (Aparte.)  ¿Qué gozo será ese?
PÁNFILO.-  Allá veo a Davo: ninguno mejor que él: porque sé que es el único que de veras se holgará de mi ventura.


Escena VI

 
DAVO, PÁNFILO, CARINO.
 
DAVO.-  ¿Dónde estará ese Pánfilo?
PÁNFILO.-  ¡Davo!
DAVO.-  ¿Quién me llama?
PÁNFILO.-  Yo soy.
DAVO.-  ¡Oh, Pánfilo!
PÁNFILO.-  ¿No sabes lo que me ha pasado?
DAVO.-  No: pero lo que a mí me ha sucedido, harto lo sé.
PÁNFILO.-  Y yo también.
DAVO.-  Como suele acaecer de ordinario, primero supiste tú mi mal que yo el bien que a ti te ha sucedido.
PÁNFILO.-  Mi Glicera ha encontrado ya sus padres.
DAVO.-  ¡Oh, qué bien!
CARINO.-    (Aparte.)  ¿Eh?
PÁNFILO.-  Su padre es muy grande amigo nuestro.
DAVO.-  ¿Quién?
PÁNFILO.-  Cremes.
DAVO.-  ¡Oh, qué bien te explicas!
PÁNFILO.-  Y presto, en la hora, heme de casar con ella.
CARINO.-    (Aparte.)  ¿Es que sueña lo que deseó despierto?
PÁNFILO.-  ¿Y el niño, Davo?
DAVO.-  No pienses en él; que él solo es a quien quieren bien los dioses.
CARINO.-    (Aparte.)  Salvo soy, si esto es verdad: hablarle quiero.
PÁNFILO.-  ¿Quién es? ¡Oh, Carino, vienes al mejor tiempo del mundo!
CARINO.-  ¡Oh, qué buen suceso!
PÁNFILO.-  ¿Cómo? ¿Ya has oído...?
CARINO.-  Todo. ¡Ea!, acuérdate de mí en la prosperidad. Tú tienes ahora a Cremes de tu mano: yo sé que él hará, todo lo que tú quisieres.
PÁNFILO.-  Ya estoy en el caso. Pero hay para rato, si esperamos a que él salga. Vente conmigo por aquí; que está ahora allá dentro con Glicera. Tú, Davo, ve a casa; corre y llama quien la lleve de aquí.  (Indicando la casa de GLICERA.)  ¿Por qué te paras? ¿Por qué te detienes?
DAVO.-  Ya voy.  (A los espectadores.)  No aguardéis que salgan acá fuera: dentro se harán los desposorios. Si algo hay que quede por hacer, dentro se concluirá. ¡Aplaudid!


Fin de la Comedia



LOS HERMANOS
TERENCIO


Publio Terencio Africano

Simón Abril, (trad.)

Víctor Fernández Llera

PERSONAS
 
 
MICIÓN,   viejo, hermano de Demea, padre adoptivo de Equino.
DEMEA,   viejo, hermano de Mición, padre de Esquino y de Tesifón
SANNIÓN,   mercader de esclavos.
ESQUINO,   joven, hijo de Demea, adoptado por su tío Mición.
SIRO,   esclavo de Esquino.
TESIFÓN,   joven, hijo de Demea, hermano de Esquino.
SOSTRATA,   madre de Pánfila.
CANTARA,   nodriza de Pánfila.
GETA,   esclavo de Sostrata.
HEGIÓN,   viejo, pariente de Pánfila.
DROMÓN,   esclavo de Mición.
PARMENÓN,   esclavo de Esquino.
PÁNFILA,   hija de Sostrata.
PERSONAS QUE NO HABLAN
 
 
CALIDIA,   esclava robada por Esquino.
ESTORAX,   esclavo de Mición.

PRÓLOGO
Toda vez que el poeta ha visto que gentes malévolas andan royendo sus escritos, y que sus enemigos procuran desacreditar la comedia que vamos a representar, él se denunciará a sí mismo. Vosotros juzgaréis si lo que ha hecho es digno de aplauso o de censura.
Hay una comedia de Difilo, llamada Synapashnescontes1. Tradújola Plauto y llamola Commorientes. En la griega se introduce un mancebo que a un rufián le quita por fuerza una ramera. Plauto dejó sin traducir este lugar, que nuestro poeta tomó para Los Hermanos, y tradujo palabra por palabra.
Esta comedia nueva es la que vamos a representar. Vedla y juzgad si aquí hay hurto, o si el poeta ha utilizado una escena que se omitió por descuido.
Cuanto a lo que esos maliciosos dicen, que ilustres personajes le ayudan y a la continua son sus colaboradores2, eso que a ellos les parece una gran injuria, el poeta lo tiene a mucha honra, pues agrada a aquellos que a todos vosotros y al pueblo romano supieron agradar, y que, sin arrogancia, prestaron sus servicios a quienquiera que los hubo menester en la guerra, en la administración y en los negocios. Por lo demás, no aguardéis el argumento de la comedia. Parte de él declaran los viejos que van a aparecer en la primera escena: la acción mostrará lo demás. Procurad que vuestra benevolencia dé ánimos al autor para componer otras comedias.



  Acto I
MICIÓN.
 
MICIÓN.-   (A la puerta da su casa, hablando a un siervo, que está dentro.)  ¡Estorax!... ¿No volvió Esquino anoche de la cena? ¿Ni criado ninguno de los que fueron por él? Realmente que es verdad lo que dicen comúnmente: que cuando uno está de alguna parte ausente, o se detiene allá, le vale más que le acaezca lo que de él dice su mujer, o lo que de él imagina en su pensamiento muy colérica, que no lo que los padres amorosos. Tu mujer, si te detienes, o piensa que andas en amores, o en banquetes, y dándote buena vida; y que para ti sólo son los goces y ella pasa los trabajos. Pero yo, por no haber vuelto mi hijo, ¡qué de cavilaciones! ¡Qué de cosas ahora me dan congoja! Que se me haya resfriado; que haya caído en alguna sima; que se haya lisiado en su persona. ¡Bah!, ¿qué hombre habrá en el mundo que tenga en su corazón cosa más amada que cada uno es de sí mismo? Además, éste no es hijo mío, sino de mi hermano; el cual, desde su mocedad, es de condición muy diferente a la mía. Yo seguí esta vida ociosa y tranquila de la ciudad, y jamás he sido casado; cosa que por ahí se tiene a dicha. Él, por el contrario, quiso más vivir en el campo, y darse una vida de escasez y de trabajos. Casose; naciéronle dos hijos, de los cuales tomé yo por adoptivo éste mayor. Hele criado desde niño; hele tenido y querido como si fuera mío; él es todas mis delicias; sólo él es mi amor. Procuro con diligencia que él también me quiera; doyle cuanto necesita, pásole muchas cosas, pues no tengo para qué tratarle en todo con rigor. Finalmente, las cosas que otros hacen a espaldas de sus padres, que son aquellas que la mocedad trae consigo, hele vezado a mi hijo a que no me las encubra. Porque el que se acostumbrare a mentir, o se atreviere a engañar a su padre, tanto más se atreverá a todos los demás. Yo creo que es mejor que los hijos cumplan su deber enfrenados por la vergüenza y benignidad, que con rigor. Esto no le cuadra a mi hermano, ni le parece bien. Cien veces me ha venido dando voces: «¿Qué haces, Mición?, ¿por qué nos echas a perder este mozo?, ¿por qué anda en amores?, ¿por qué en banquetes?, ¿por qué le das tú para todo esto qué gastar? Llévasle muy pintado de vestidos: Eres demasiadamente simple». Y él también es demasiadamente riguroso: más de lo que pide la razón. Y a mi parecer va muy engañado el que piensa que es más firme y más seguro el señorío que se administra con rigor, que el que con amor se atrae. Mi parecer es éste, y yo así lo entiendo: que el que hace su deber, forzado por castigos, mientras teme que se sabrán sus culpas, guárdase; pero, si confía que se podrán encubrir, a su condición se vuelve. Pero el que atraéis por amor, hácelo de voluntad, procura pagaros en lo mismo; en presencia y en ausencia será el mismo. Éste es el oficio del padre: antes vezar al hijo a que haga su deber de buena voluntad, que por temor de nadie. Tal es la diferencia entre el padre y el señor; y el que no la pueda observar, confiese que no sabe criar hijos.  (Viendo a DEMEA.)  ¿Pero es por dicha éste el mismo de quien trataba? Realmente que es él. No sé de qué está triste, creo vendrá ya a reñir conmigo, como suele. -Huélgome, Demea, de verte en salud.


Escena II

 
DEMEA, MICIÓN.
 
DEMEA.-  ¡Oh, a buen tiempo! En tu misma busca vengo.
MICIÓN.-  ¿De qué estás triste?
DEMEA.-  ¿Donde Esquino está de por medio, me preguntas de qué estoy triste?
MICIÓN.-   (Aparte.) ¿No lo decía yo?...  (Alto.)  ¿Qué ha hecho Esquino?
DEMEA.-  ¿Qué ha hecho? Que ni tiene vergüenza de nada, ni temor a nadie, ni hace cuenta que ha de estar sujeto a ley ninguna. Porque, sin hablar de sus pasadas picardías, ¿qué piensas que ha hecho ahora?
MICIÓN.-  ¿Qué es ello?
DEMEA.-  Ha quebrado puertas, y ha entrado por fuerza en casa ajena, y al dueño de ella, y a toda su familia los ha maltratado, hasta dejarlos por muertos; ha quitado por fuerza una mujer de quien él está enamorado. Todos a voces dicen haber sido muy mal hecho. ¿Cuántos piensas, Mición, que me lo han dicho viniendo? No se habla de otro en toda la ciudad. Y si compararse puede, ¿no ve a su hermano cuán solícito está en su hacienda, y cómo se está en su granja reglado y moderado, y cómo no hace nada de esto? Lo que a él le digo, Mición, a ti te lo digo: que tú le dejas perderse.
MICIÓN.-  La cosa más injusta del mundo es un hombre necio, porque nada tiene por bueno, salvo lo que él hace.
DEMEA.-  ¿A qué viene eso?
MICIÓN.-  A que tú, Demea, no eres en esto buen juez. Créeme que no es maldad que un mancebillo ande entre mujeres, ni menos en banquetes, ni que quiebre las puertas. Y si tú y yo no hicimos travesuras semejantes, fue porque la pobreza no nos dio lugar de hacerlas. ¿Y tú ahora alábaste de lo que dejaste de hacer por necesidad? Esto es injusto; porque si tuviéramos con qué, también lo hiciéramos. Y tú, si fueses cuerdo, a tu hijo le dejarías ahora hacer todo esto, que a su edad es lícito, y no le darías ocasión de esperar a que estés bajo de tierra, para hacerlo entonces, cuando ya no le esté bien.
DEMEA.-  ¡Oh, soberano Júpiter! ¡Tú, hombre, vas a volverme loco! ¿Qué, no es maldad que un mozuelo haga estas cosas?
MICIÓN.-  ¡Ah!, óyete. No me rompas más sobre esto la cabeza. Tú ya me diste tu hijo por hijo adoptivo, ya él quedó por mío. Si él en algo yerra, Demea, a mi daño lo yerra, y de ello a mí me tocará la mayor parte. ¿Gasta?, ¿bebe?, ¿lleva perfumes? De mi hacienda lo hace. ¿Tiene amiga? Yo le daré para ello dinero, mientras pueda, y mando no, ya le echarán ellas de casa3. ¿Ha quebrado puertas? Se harán otras. ¿Ha rasgado ropa? La zurciremos. Gracias a los dioses, hay de qué, y hasta ahora no me da mucha pena. Finalmente, o déjame hacer, o busca cualquier árbitro, que yo te probaré que en esto mucho más lo yerras tú que yo.
DEMEA.-  ¡Ay de mí! Aprende a ser padre, de aquéllos que lo saben ser de veras.
MICIÓN.-  Por naturaleza, su verdadero padre lo eres tú; por los consejos, yo.
DEMEA.-  ¿Tú le aconsejas en nada?
MICIÓN.-  ¡Ah, si perseveras... me iré!
DEMEA.-  ¿Eso harás?
MICIÓN.-  ¡Pues qué!, ¿tengo de oír tantas veces una misma cosa?
DEMEA.-  Es que me da cuidado.
MICIÓN.-  Y a mí también me lo da; pero, Demea tengamos cada uno cuenta con su justa parte, tú con el uno y yo con el otro. Porque cuidar tú de ambos, casi casi es tornarme a pedir el hijo que me diste.
DEMEA.-  ¡Ah, Mición!
MICIÓN.-  A mí así me parece.
DEMEA.-  ¿Qué es eso? Si así lo quieres, derrame, destruya, piérdase él; que no me toca nada. ¡Si de hoy más, palabra ninguna...!
MICIÓN.-  ¿Colérico otra vez, Demea?
DEMEA.-  ¿Y aún no lo crees? ¿Pídote por ventura el que te di? Siéntolo, no soy ningún extraño; pero si estorbo, desde luego me aparto. Quieres que tenga cuenta con el uno, ya la tengo; y doy gracias a los dioses, pues él es tal, cual yo le quiero. Ése tuyo, él lo sentirá a la postre. Y no digo más.


Escena III

 
MICIÓN, solo.
 
MICIÓN.-  Aunque no hay para tanto, con todo eso no deja de ser algo lo que dice, ni deja de darme a mí alguna pesadumbre; pero no he querido mostrarme pesaroso, porque es un hombre que, con aplacarle y resistirle de veras, y espantarle con todo eso, apenas lo toma con paciencia. Pues si yo le atizase su cólera y se la acrecentase, perdería realmente el seso juntamente con él. Aunque no deja Esquino de hacernos en esto algún agravio. ¿Qué ramera hay con quien él no haya tenido sus amores o a quien no le haya dado algo? Finalmente (creo que de aburrido ya de todas) me dijo poco ha que se quería casar. Confiaba yo que ya se le había pasado el hervor de la mocedad, holgábame, ¡y heos aquí ahora de nuevo...! Pero yo quiero saber de cierto lo que pasa, y verme con él, si está en la plaza.



Acto II

Escena I

 
SANNIÓN, ESQUINO, PARMENÓN, CALIDIA. (Los dos últimos personajes no hablan)
 
SANNIÓN.-   (Corriendo tras ESQUINO y PARMENÓN, que se llevan a CALIDIA.)  ¡Suplícoos, vecinos, que favorezcáis a este infeliz, que no hace mal a nadie! ¡ Socorred a este pobre!
ESQUINO.-   (A CALIDIA.)  Párate ahí; que ahí bien segura estás. ¿Qué miras? Nada temas; que éste en mi presencia no te tocará.
SANNIÓN.-  ¡Yo a esa moza... a pesar de cuantos son...!
ESQUINO.-  Aunque es bellaco, no dará hoy ocasión para que le hayan de sentar la mano otra vez.
SANNIÓN.-  Esquino, óyeme; porque no digas después que tú no sabías mis costumbres. Hágote saber que yo soy mercader de esclavos.
ESQUINO.-  Ya lo sé.
SANNIÓN.-  Pero de tan buena fe, como otro haya habido donde quiera. No estimaré ni en esto  (Tócase con el pulgar la uña del índice.)  que tú después te me vengas con disculpas, diciendo que te pesa de que se me haya agraviado. Créemelo: Yo pediré mi justicia, y nunca tú me satisfarás con palabras el daño que me has hecho por la obra. Que yo ya conozco todas vuestras excusas: «No quisiera que tal hubiera sucedido; yo juraré que tú no merecías este agravio», después de haberme hecho tan malos tratamientos.
ESQUINO.-   (A PARMENÓN.)  Ve delante, presto, y abre aquellas puertas.  (Indicando la casa de su padre, MICIÓN.)
SANNIÓN.-  Como si callaras4.

ESQUINO.-   (A CALIDIA.)  Acaba ya de entrar.
SANNIÓN.-  Digo que no lo consentiré.
ESQUINO.-  Llégate allá, Parmenón; mucho te has alejado; ponte aquí junto de éste. ¡Así, así! Mira que no quites tus ojos de los míos, para que sin tardanza, en cuanto yo te hiciere señas, le sientes el puro en la quijada.
SANNIÓN.-  Eso quisiera yo ver.  (PARMENÓN le da una puñada.)
ESQUINO.-  ¡Ea!, guarda; suelta la moza.
SANNIÓN.-  ¡Oh, maldad!
ESQUINO.-  Cata que no secunde.  (PARMENÓN le sacude otra puñada.)
SANNIÓN.-  ¡Ay, cuitado de mí!
ESQUINO.-   (A PARMENÓN.)  No te había hecho señas; pero, en fin, más vale que lo yerres por allí. Éntrate ya.  (PARMENÓN entra en casa con la esclava.)
SANNIÓN.-  ¿Qué es esto? ¿Eres tú por dicha, Esquino, el rey de esta ciudad?
ESQUINO.-  Si lo fuera, llevaras el premio que merecen tus virtudes.
SANNIÓN.-  ¿Qué tienes tú conmigo?
ESQUINO.-  Nada.
SANNIÓN.-  Dime, ¿sabes quién soy yo?
ESQUINO.-  ¡Ni falta...!
SANNIÓN.-  ¿Hete tocado yo en lo tuyo?
ESQUINO.-  ¡Pobre de ti, si tal hicieras!
SANNIÓN.-  ¿Con qué derecho me quitas tú una moza, que a mí me costó mi dinero? Responde.
ESQUINO.-  Mira, Sannión, que no te me vengas con escándalos delante de la puerta; porque si perseveras en ser pesado, haré que te arrebaten allá dentro y que te den una de azotes hasta reventarte.
SANNIÓN.-  ¿Azotes a un hombre libre?
ESQUINO.-  Como lo oyes.
SANNIÓN.-  ¡Oh desalmado! ¿Y aquí es donde dicen que la libertad es igual para todos?
ESQUINO.-  Si estás ya harto de hacer del borracho, rufián, óyete ya si quieres.
SANNIÓN.-  ¿Yo he hecho del borracho, o tú más de veras contra mí?
ESQUINO.-  Déjate de eso, y vamos al caso.
SANNIÓN.-  ¿Al caso?, ¿a qué caso tengo de volver?
ESQUINO.-  ¿Quieres ya que te diga una cosa que te cumple?
SANNIÓN.-  Sí, con tal que ella sea justa.
ESQUINO.-  ¡Bah!... ¡El rufián no quiere que yo le hable fuera de razón!
SANNIÓN.-  Rufián soy, no lo niego; perdición de todos los mancebos, cifra del perjurio, peste de la ciudad; pero, con todo esto, a ti hasta ahora ningún agravio te he hecho.
ESQUINO.-  ¡Pues no faltaba más!
SANNIÓN.-  Torna, por favor, Esquino, a lo que comenzabas a decir.
ESQUINO.-  A ti te costó la moza veinte minas; ¡que mal provecho te haga! Eso mismo se te dará por ella.
SANNIÓN.-  ¿Y si yo no la quiero vender?, ¿me obligarás...?
ESQUINO.-  No, por cierto.
SANNIÓN.-   (Con ironía.)  Temí que sí.
ESQUINO.-  Ni me parece que es bien que se venda la que es libre, porque yo, como a mujer libre, la defenderé en el litigio5. Ahora mira cuál quieres más: si recibir en paz tu dinero o pleitear. Resuélvelo mientras vuelvo, rufián.


Escena II

 
SANNIÓN, solo.
 
SANNIÓN.-  ¡Oh, soberano Júpiter! No me maravillo de los que pierden el seso por agravios que les hacen. Hame sacado de mi casa, hame sacudido, a mi pesar se me ha llevado mi moza, y en pago de todas estas malas obras, me pide que se la dé por lo que me costó. ¡Cuitado de mí, que me ha dado más de quinientos bofetones! Pero, en fin, pues lo ha sudado bien, hágase lo que él quiere, su derecho pide. Ya yo deseo dársela, si me vuelve mi dinero. Pero yo adivino lo que será. Así que le diga que se la doy en tanto, él enseguida hará sus testigos de cómo se la he vendido. Y lo del dinero... un sueño. Luego dirá: «Vuelve mañana». Y aun esto lo podría sufrir, con tal que me lo diese. ¡Aunque es injusto...! Pero yo pienso lo que es, que pues uno ha tomado este comercio, ha de aguantar y callar el agravio que le hacen los mancebos. Pero nadie me dará nada; por demás estoy yo echando entre mí estas cuentas.


Escena III

 
SIRO, SANNIÓN.
 
SIRO.-   (Saliendo de casa y hablando desde la puerta a ESQUINO.)  Calla, que yo me veré ahora con él  (Alude a SANNIÓN.)  y haré que lo tome de buena gana, y aunque diga que los dioses le han hecho merced. -¿Qué es esto, amigo Sannión, que me dicen que has tenido no sé qué brega con mi amo?
SANNIÓN.-  En mi vida la vi más desigual que la que hoy ha habido entre nosotros. Yo a recibir y él a sacudir, hasta que los dos nos cansamos.
SIRO.-  Por tu culpa.
SANNIÓN.-  ¿Qué había de hacer yo?
SIRO.-  Debiste complacer al mancebo.
SANNIÓN.-  ¿Qué más pude, pues hasta la cara le entregué?
SIRO.-  ¡Ea!, ¿sabes lo que te digo? Que el no hacer caso del dinero en su tiempo y lugar, es algunas veces más ganancia.
SANNIÓN.-   (Con ironía.)  ¡Ya!
SIRO.-  ¿Temiste tú, necio de toda necedad, que si cedías ahora un poquillo de tu derecho, y complacías al mancebo, no te cobraras con usura?
SANNIÓN.-  Yo no compro esperanza a trueque de dinero.
SIRO.-  En tu vida ganarás hacienda. ¡Taday, Sannión, que no sabes cebar la gente!
SANNIÓN.-  Bien creo yo que debe de ser eso lo mejor; pero yo nunca fui en mi vida tan sagaz, que no quisiese más un «toma», que dos «te daré».
SIRO.-  ¡Ea! Que ya yo sé tu condición ahidalgada, y que no harás caso de veinte minas, por darle gusto a éste. Además, dicen que estás de partida para Chipre.
SANNIÓN.-   (Sobresaltado.)  ¿Eh?
SIRO.-  Y que tienes muchas cosas compradas para llevar de aquí a allá. Y nave fletada: todo esto sé. Y ahora estás como colgado del pensamiento. Pero yo confío que, cuando vuelvas, arreglarás este negocio.
SANNIÓN.-  ¡Yo a ninguna parte voy!  (Aparte.)  ¡Pobre de mí! ¡Con esta esperanza lo han ellos emprendido!
SIRO.-   (Aparte.)  Temor tiene; pena le he dado al hombre.
SANNIÓN.-  ¡Ah, pícaros! ¡Mira cómo me han cogido por las mismas coyunturas! Tengo preparado un cargamento de mujeres y otras muchas mercancías que llevo de aquí a Chipre. Si no voy allá a la feria, recibo muy gran daño. Y si ahora dejo esto, cosa perdida. Cuando de allá vuelva, todo será viento; ya el negocio se habrá enfriado. «¿Ahora te acuerdas? ¿Por qué lo has dilatado? ¿Dónde has estado?». De manera que me vale más perderlo que o detenerme ahora tanto tiempo, o pedirlo entonces.
SIRO.-  ¿Has echado bien la cuenta de lo que entiendes que ha de volver a tu poder?
SANNIÓN.-  ¿Es ésta acción de un hombre como Esquino? ¿Esto ha de hacer él?, ¿quitarme la moza por fuerza?
SIRO.-   (Aparte.)  Ya cae.  (Alto.)  Sólo tengo que decirte una cosa, Sannión. Mira si te conviene. Antes de ponerte en peligro de cobrarlo o perderlo todo, pártelo por la mitad. Diez minas él las abarrerá de acá o de allá.
SANNIÓN.-  ¡Oh, cuitado de mí! ¿Y aun mi dinero propio corre riesgo? No tiene vergüenza, ¿después de haberme crujido todos mis dientes, y además de haberme hecho toda la cabeza a golpes una levadura, y que sobro esto me defraude? No voy a ninguna parte.
SIRO.-  Como gustes. ¿Mandas algo, antes que me vaya?
SANNIÓN.-  Antes, Siro, lo que te suplico es que, como quiera que el caso haya sucedido, por no ponerme a pleitear, se me vuelva mi dinero. ¡Siquiera lo que me costó, Siro! Bien veo yo que hasta ahora tú no te has servido de mi amistad; pero tú dirás que soy hombre de memoria y agradecimiento.
SIRO.-  Yo lo haré con diligencia. -Pero a Tesifón veo, alegre viene por la amiga.
SANNIÓN.-  ¿Y lo que te suplico?
SIRO.-  Aguarda un poco.


Escena IV

 
TESIFÓN, SIRO.
 
TESIFÓN.-   (Sin ver a SIRO.)  De quienquiera se huelga el hombre de recibir un beneficio, cuando lo ha menester; pero lo más gustoso realmente es, cuando lo hace el que es justo que lo haga. ¡Oh, hermano, hermano mío! ¿Cómo alabarte yo ahora? Porque de cierto sé que nunca yo diré cosa tan ilustre que no le haga mucha ventaja tu virtud. Y así entiendo que en esto aventajo a todos los demás, en que no hay quien tenga un hermano tan principal en todas las más excelentes virtudes, como el mío.
SIRO.-   (Llamándole.)  ¡Tesifón!
TESIFÓN.-  ¡Ah, Siro! ¿Dónde está Esquino?
SIRO.-  Ahí le tienes, esperándote en casa.
TESIFÓN.-   (Muy alegre.)  ¡Oh!
SIRO.-  ¿Qué es eso?
TESIFÓN.-  ¡Qué ha de ser! ¡Que le debo la vida, Siro! ¡Bendito mancebo! Todo lo ha pospuesto en mi provecho: las injurias, la fama, mis amores y mi yerro, todo lo ha cargado sobre sí. No podía hacer más. -Pero, ¿qué es esto? La puerta ha sonado.
SIRO.-  Espera, espera: él es quien sale.


Escena V

 
ESQUIVO, SANNIÓN, TESIFÓN, SIRO.
 
ESQUINO.-  ¿Dó está aquel roba-iglesias?
SANNIÓN.-   (Aparte.)  Por mí pregunta. ¿Traerá algo? ¡Perdido soy!... ¡ Nada veo!...
ESQUINO.-   (A TESIFÓN.)  ¡Hola!... A propósito, te buscaba. ¿Qué es eso, Tesifón? Todo está ya en salvo; echa ya de ti esa tristeza.
TESIFÓN.-  Sí; realmente la echo, de veras, pues tengo un hermano como tú. ¡Oh, Esquino mío! ¡Oh, hermano mío! ¡Ah! Empacho tengo de alabarte más en tu presencia, porque no pienses que lo hago más por manera de lisonja que de agradecimiento.
ESQUINO.-  ¡Quítate allá, simple! ¡Como si ahora por primera vez nos conociésemos, Tesifón! Lo que me duele es haberlo yo sabido tan tarde, y casi haber venido a punto que, aunque todo el mundo quisiera, no te pudiera remediar.
TESIFÓN.-  Dábame vergüenza.
ESQUINO.-  ¡Ah! No es ésa vergüenza, sino necedad. ¡Por una cosa de tan poco momento, casi ausentarse de la patria! Vergüenza es decirlo. Yo suplico a los dioses que nunca tal permitan.
TESIFÓN.-  Errelo.
ESQUINO.-   (A SIRO.)  ¿Y, pues, qué dice el amigo Sannión?
SIRO.-  Ya está más manso.
ESQUINO.-  Yo me iré a la plaza, a darle a éste  (Señalando a SANNIÓN)  su dinero. Tú, Tesifón, recógete allá dentro con ella.
SANNIÓN.-  Siro, dale prisa.  (A ESQUINO, en tono irónico.)  Vamos, porque éste está de partida para Chipre.
SANNIÓN.-  No tanta tampoco; que aquí estoy despacio cuanto quieras.
SIRO.-  Se te pagará, no temas.
SANNIÓN.-  Pero que me lo pague todo.
SIRO.-  Todo te lo pagará; calla ahora, y sígueme por aquí.
SANNIÓN.-  Ya te sigo.  (ESQUINO, SANNIÓN y SIRO echan a andar en dirección a la plaza.)
TESIFÓN.-  ¡Hola, hola, Siro!
SIRO.-  ¿Eh?, ¿qué quieres?
TESIFÓN.-  Por tu vida, que despachéis cuanto antes a ese pícaro, porque si más se alborota, vendrá esto por alguna vía a oídos de mi padre, y yo quedaré entonces perdido para siempre.
SIRO.-  No sucederá tal. Ten buen ánimo. Tú, entre tanto, huélgate allá dentro con ella, y manda que se nos aparejen las mesas y que esté a punto todo lo demás. Yo, en concluyendo el negocio, me volveré a casa con la vianda.
TESIFÓN.-  Sí, te lo ruego, y pues todo nos ha salido bien, pasemos este día en contento y regocijo.



Acto III

Escena I

 
SOSTRATA, CANTARA.
 
SOSTRATA.-  Dime por tu vida, ama mía, ¿en qué parará esto?
CANTARA.-  ¿En qué parará? A fe, que confío que tendremos buen suceso.
SOSTRATA.-  ¡Ay, amiga mía, que ahora la comienzan a tomar los primeros dolores!
CANTARA.-  Ya estás con miedo, como si nunca te hubieses hallado en partos o nunca tú hubieses parido.
SOSTRATA.-  ¡Desdichada de mí, que no tengo a nadie! Estamos solas. Geta no está aquí, ni tengo a quien enviar por la partera, ni quien me vaya a llamar a Esquino.
CANTARA.-  En buena fe que él estará luego aquí, porque jamás se pasa día ninguno sin que venga.
SOSTRATA.-  Él solo es el remedio de mis trabajos.
CANTARA.-  La cosa no pudo, señora, suceder mejor de lo que sucedió. Ya que hubo deshonra, que tocase precisamente a un hombre como aquél, tan principal, de tan buena casta y condición, señor de una casa tan rica.
SOSTRATA.-  Ello es en verdad como tú lo dices. A los dioses suplico que nos le tengan de su mano.


Escena II

 
GETA, SOSTRATA, CANTARA.
 
GETA.-   (Sin ver a las mujeres.)  Éste es ahora un caso que, aunque todo el mundo se ponga a buscar remedio al mal, no podrá hallarle. El cual mal es para mí y para mi ama y para la hija de mi ama. ¡Oh, cuitado de mí! ¡Qué de cosas nos tienen a la vez cercados, sin que podamos escapar: la fuerza, la necesidad, la injusticia, el desamparo, la afrenta! ¿Ésta es vida? ¡Oh, maldades! ¡Oh, malas castas! ¡Oh, hombre desleal...!
SOSTRATA.-  ¡Cuitada de mí! ¿Qué es esto, que veo venir a Geta tan alterado y tan deprisa?
GETA.-   (Continuando.)  Al cual ni la fe, ni el juramento, ni la piedad detuvo ni dobló; ni aun el ver cuán cerca estaba el parto de la infeliz a quien él tan sin razón había deshonrado.
SOSTRATA.-   (A CANTARA.)  No oigo bien lo que dice.
CANTARA.-  Por tu vida, Sostrata, que nos lleguemos más cerca.
GETA.-  ¡Ah, pobre de mí, que casi estoy fuera de juicio, según la cólera me abrasa! No quisiera yo más, sino toparme con toda aquella casa, para descargar sobre ellos toda esta rabia, ahora que está fresca. Que por bien satisfecho me tendría, si solamente me viese yo vengado de ellos. Primeramente, le sacaría el alma al viejo, porque engendró un tan gran bellaco. Después, a Siro el promovedor. ¡Oh, de cuán diferentes maneras le despedazaría! Yo le arrebataría por medio patas arriba y daría con su cabeza contra el suelo, para que fuese sembrando los sesos por la calle. Al mozo le sacaría los ojos, y después daría con él en mi despeñadero. A todos los demás los derribaría, perseguiría, arrebataría, sacudiría, dejaría hechos una parva. Pero, ¿por qué no voy de presto a dar parte a mi ama de esta mala nueva?
SOSTRATA.-   (A CANTARA.)  Llamémosle.  (Alto.)  ¡Geta!
GETA.-   (Sin ver a SOSTRATA.)  ¡Bah!... Quienquiera que seas, déjame.
SOSTRATA.-  Soy yo: Sostrata.
GETA.-   (Mirando alrededor.)  ¿Qué es de ella? A ti misma te busco, a ti quiero; ¡oh, cuán a buen tiempo te has encontrado conmigo, señora mía!
SOSTRATA.-  ¿Qué es esto?, ¿de qué tiemblas?
GETA.-  ¡Ay de mí!
SOSTRATA.-  ¿De qué te alteras, amigo Geta? Toma aliento.
GETA.-  ¡Del todo...!
SOSTRATA.-  ¿Cómo del todo?, ¿qué es ello?
GETA.-  ¡Perdidos somos! ¡Acabose!
SOSTRATA.-  ¡Habla; dime, por tu vida, lo que es!
GETA.-  ¡Ya...!
SOSTRATA.-  ¿Qué ya, Geta?
GETA.-  Esquino...
SOSTRATA.-  ¿Qué dices de Esquino?
GETA.-  ... ¡ha perdido el amor a nuestra casa!
SOSTRATA.-  ¡Ay, desventurada de mí! ¿Por qué?
GETA.-  Ha comenzado a enamorarse de otra.
SOSTRATA.-  ¡Ay, desdichada de mí!
GETA.-  Y no lo hace muy de secreto; que él mismo se la ha quitado a un rufián, por fuerza, públicamente.
SOSTRATA.-  ¿Estás seguro?
GETA.-  Seguro. Yo mismo, Sostrata, lo vi por estos ojos.
SOSTRATA.-  ¡Ah, desventurada de mí! ¿Qué hay ya que creer?, ¿de quién fiarás? ¿Es posible que nuestro Esquino, el que era la vida de todas nosotras, de quien colgaban toda nuestra esperanza y salvación; el que hacía juramento que sin ella no podría vivir ni un solo día; el que decía que había de poner el niño en el regazo de su padre y pedirle de merced que le diese licencia para casar con ella...?
GETA.-  Señora, deja aparte ahora lágrimas, y mira lo que conviene hacer para en lo de adelante: si es bien que lo disimulemos, o que demos a alguno parte de ello.
CANTARA.-  ¡Ay, amigo!, ¿y estás en tu seso? ¿Una cosa como ésta te parece a ti que se debe descubrir a nadie?
GETA.-  A mí, cierto que no me lo parece, porque, cuanto a lo primero, por la obra se ve que él ya no nos tiene buena voluntad. Pues si ahora descubrimos esto, yo sé bien que él negará. Tu honra y la vida de tu hija andará en lenguas. Además de esto, aunque él lo confiese, pues está aficionado a otra, no es cosa que conviene darle ésta por mujer, y, por tanto, en todas maneras es menester que se calle.
SOSTRATA.-  ¡Ah!, ¡nunca!, ¡no haré tal!
GETA.-  ¿Qué intentas, pues?
SOSTRATA.-  Divulgarlo.
GETA.-  ¡Oh, señora mía, mira muy bien lo que haces!
SOSTRATA.-  Ya no puede ser más negro el cuervo que las alas. Cuanto a lo primero, ella no tiene dote. Además de esto, lo que había de ser su segunda dote, ya lo ha perdido: ya no puede cavarse por doncella. Éste es el postrer remedio que nos queda, que si negare, aquí tengo conmigo por testigo la sortija que nos dejó. Finalmente, pues mi conciencia está segura de que en esto no tengo culpa ninguna, y que no hubo de por medio dinero ni otra dádiva que a mí ni a ella nos sea afrentosa, Geta, helo de probar.
GETA.-  Corriente. Hágase lo que tú dices, puesto que ello sea lo mejor6.

SOSTRATA.-  Tú, con toda la diligencia posible, ve, y a Hegión, el tío de mi hija, dale cuenta de todo lo que pasa, porque éste fue muy grande amigo de nuestro Simulo, y siempre nos ha querido mucho.
GETA.-  Y en verdad que no hay otro que mire por nosotros.
SOSTRATA.-  Ve tú, Cantara mía, ve corriendo a llamar a la partera, para que, cuando sea necesaria, no nos haga esperar.


Escena III

 
DEMEA; después, SIRO.
 
DEMEA.-  ¡Perdido soy; que he entendido que mi hijo Tesifón se ha hallado con Esquino en el rapto de la moza! ¡Cuitado de mí! ¡No me faltaría ya más desventura sino que a éste que tiene algunas virtudes, pudiese el otro inducírmele a maldades! ¿Dónde le iría yo a buscar? Yo creo que me le habrá llevarlo a casa de alguna mala mujer. No hay duda que le habrá persuadido aquel pícaro. Pero allá veo ir a Siro. Éste me dirá dónde está. Pero éste es del rebaño; si comprende que ando en busca de mi hijo, no me lo dirá el verdugo. No le daré a entender que quiero esto.
SIRO.-   (Sin ver a DEMEA.)  Todo el caso de habernos contado ahora al viejo  (Alude a MICIÓN.) , cómo había pasado. No vi en mi vida cosa más regocijada.
DEMEA.-   (Aparte.)  ¡Oh, Júpiter, qué necedad de hombre!
SIRO.-  Alabó a su hijo, y a mí, porque le había aconsejado, me dio las gracias.
DEMEA.-   (Aparte.)  Reviento de enojo.
SIRO.-  Luego nos dio el dinero necesario y además media mina para gastar. Y a fe que ya la he empleado a mi gusto.
SIRO.-   (A los espectadores.)  Vedle. A tal como éste debéis encomendarle lo que quisiereis que se negocie bien.
SIRO.-  ¡Oh, Demea, no te había visto! ¿Qué se hace?
DEMEA.-  ¿Qué se hace, me preguntas? No sé qué me diga de vuestra manera de vivir.
SIRO.-  Realmente que es tonta, lo digo de veras, y ajena de razón.  (Vuelto de espaldas a DEMEA y dirigiéndose a los criados de la casa.)  Dromón, limpia bien todos los demás pescados, y a ese congrio mayor déjale nadar un poco en el agua. Cuando yo vuelva se abrirá, antes no.
DEMEA.-  Unas maldades como éstas se han de hacer!
SIRO.-  A mí, realmente, no me gustan, y mil veces grita contra ellas. -¡Hola, Estefanión! Haz que se remojen bien esos peces salados.
DEMEA.-  ¡Válgame la fe de los dioses! ¿Y tiénelo por ventura, por deporte, o piensa que le será, gran honra echar a perder a su hijo? ¡Oh, triste de mí! Ya me parece que estoy viendo el día en que, de pura necesidad, se ha de ir a alguna parte a servir al rey.
SIRO.-  ¡Oh, Demea! Eso es, a la fe, ser los hombres cuerdos; no solamente echar de ver lo que está delante de los pies, sino también las cosas por venir.
DEMEA.-  ¡Y qué!, ¿está ya en vuestra casa esa tañedora?
SIRO.-  Allá está.
DEMEA.-  Dime, ¿y hala de tener en casa?
SIRO.-  Creo que sí, según es su locura.
DEMEA.-  ¿Y eso hará?
SIRO.-  ¡Qué tonta mansedumbre de padre, y qué benignidad tan mala!
DEMEA.-  Cierto que me da vergüenza y pena de mi hermano.
SIRO.-  Nunca diferencia hay, Demea, de ti a él (y no lo digo porque estás delante); pero muy mucha. Tú de pies a cabeza no eres nada sino la misma sabiduría; él un zote. ¿Dejarías tú al tuyo  (Alude a TESIFÓN.)  hacer cosas como éstas?
DEMEA.-  ¡Si le dejaría...! ¿Seis meses antes que él intentase alguna picardía, no lo olería yo?
SIRIO.-  ¿A mí me cuentas tú lo que es tu diligencia?
DEMEA.-  Yo suplico a los dioses me le conserven cual él ahora es.
SIRO.-  Según que cada uno quiere que sea su hijo, así lo es.
DEMEA.-  ¿Y qué...?, ¿hasle visto hoy?
SIRO.-  ¿A tu hijo?  (Aparte.)  Echarele a éste a la granja.  (Alto.)  Rato ha, creo yo, que él debe entender en algo en la granja.
DEMEA.-  ¿Sabes de cierto que está allá?
SIRO.-  ¡Oh, como que yo mismo le acompañé!
DEMEA.-  Muy bien. Recelo tuve no se me arrimase por aquí.
SIRO.-  Y aun muy airado.
DEMEA.-  ¿Por qué?
SIRO.-  Húbolas malamente con su hermano en la plaza por esta tañedora.
DEMEA.-  ¿Díceslo de veras?
SIRO.-  ¡Oh!, no se mordió la lengua. Porque casualmente estando contando el dinero, he aquí donde viene tu hombre de improviso, y comienza a gritar: «¡Oh, Esquino! ¿Y tú has de cometer unas infamias como éstas? ¿Tú has de hacer cosas tan ajenas de nuestro linaje?».
DEMEA.-  ¡Ah, de puro placer lloro!
SIRO.-  «No destruyes tú este dinero, sino tu propia vida».
DEMEA.-  Los dioses me le guarden. Yo confío que se ha de parecer a sus mayores.
SIRO.-   (En tono ponderativo.)  ¡Oh!...
DEMEA.-  ¡Siro, de tales consejos está él embutido!
SIRO.-  ¡Bah! ¡Tal maestro se tiene él en casa de quien aprender!
DEMEA.-  Yo lo procuro sin descanso. No le paso cosa ninguna, amonéstole, y, finalmente, yo le mando que se mire en las vidas de todos como en un espejo, y que de ellos tome ejemplo para sí. «Harás esto, le digo».
SIRO.-  Muy bien.
DEMEA.-  «Te guardarás de aquello».
SIRO.-  Astutamente:
DEMEA.-  «Eso se tiene por honra».
SIRO.-  Ésa es la cosa.
DEMEA.-  «Estotro por afrenta».
SIRO.-  Bien, bien.
DEMEA.-  Además...
SIRO.-  De veras que no tengo ahora lugar para escucharte. Porque he comprado unos peces a pedir de boca y he de mirar no se me pudran. Porque esto, Demea, tan gran falta es en nosotros, como en vosotros el no hacer lo que ahora decías. Y en cuanto puedo, de la misma manera les doy lecciones a los mozos de cocina: «Esto está salado; estotro, quemado; lo otro, final lavado; aquello bien; acuérdate para otra vez». Enséñoles lo que puedo conforme a mi poquillo saber. Finalmente, Demea, yo les mando que se miren en los platos, como en un espejo, y les advierto lo que se ha de hacer. Bien entiendo yo que es necedad todo esto que aquí hacemos; pero, ¡qué remedio!... Según que cada uno es, así le habemos de llevar la condición. ¿Mandas otra cosa?
DEMEA.-  Que los dioses os den mejor seso.
SIRO.-  ¿Tú te vas desde aquí a la granja?
DEMEA.-  Derecho.
SIRO.-  Porque... tampoco... ¿qué has de hacer tú aquí donde, si das un buen consejo, nadie te obedece?
DEMEA.-  Cierto que de aquí me voy, pues aquel por quien yo había venido acá, fuese al campo. Con sólo aquél tengo cuenta: aquél me toca a mí. Pues mi hermano así lo quiere, de este otro él cuidará. ¿Pero quién es aquél que veo allá lejos? ¿Es, por dicha, Hegión, el de nuestra tribu? Si la vista no me engaña, realmente que es él. ¡Oh, qué hombre tan mi amigo desde que éramos niños! ¡Soberanos dioses, y cuán gran falta tenemos ya de ciudadanos tales como éste! Hombre de antigua virtud y crédito. Cierto que éste poco final procure a la ciudad. ¡Cómo me huelgo de ver que aún hay reliquias de aquella buena raza! ¡Oh! Aún da gusto vivir. Aguardarele, por saludarle y hablarle.


Escena IV

 
HEGIÓN, GETA, DEMEA, PÁNFILA.
 
HEGIÓN.-   (Sin ver a DEMEA, hasta que lo indica el diálogo.) ¡Oh, soberanos dioses! ¡Qué infamia, Geta! ¿Qué me dices?
GETA.-  Pasa como te he dicho.
HEGIÓN.-  ¿De una casa tan principal haber nacido un hecho tan villano? ¡Oh, Esquino, cierto que en esto no te pareces a tu padre!
DEMEA.-   (Aparte.)  Debe haber oído algo de lo de la tañedora, y con ser extraño le duele, y a este otro,  (Alude a MICIÓN.)  con ser su padre, no le da ninguna pena. ¡Oh, triste de mí! ¡Y no estuviera él aquí cerca para que oyera esto!
HEGIÓN.-   (A GETA.)  Si no hacen lo que es de razón, no se saldrán así con ello.
GETA.-  Toda nuestra esperanza, Hegión, cuelga de ti, no tenemos otro amparo. Tú eres nuestro valedor, tú nuestro padre. Aquél nuestro viejo a ti nos dejó encomendarlos al tiempo de morir. Si tú nos abandonas, perdidos somos.
HEGIÓN.-  No digas tal, que ni lo haré, ni entiendo que podría hacerlo píamente.
DEMEA.-   (Aparte.)  Hablarle quiero. -Guárdente los dioses, Hegión.
HEGIÓN.-  ¡Oh, en tu misma busca venía! Seas bien hallado, Demea.
DEMEA.-  ¿Sobre qué...?
HEGIÓN.-  Tu hijo mayor, Esquino, el que a tu hermano diste por adoptivo, ha hecho una cosa que no es, en verdad, de hombre de bien ni de hidalgo.
DEMEA.-  ¿Qué es ello?
HEGIÓN.-  ¿Acuérdaste de Símulo, aquel amigo nuestro, de nuestra misma edad?
DEMEA.-  ¿Cómo no?
HEGIÓN.-  Esquino ha desflorado a una hija de éste.
DEMEA.-  ¡Oh!
HEGIÓN.-  Espera, Demea, que aún no has oído lo peor del caso.
DEMEA.-  ¿Y aún hay algo peor?
HEGIÓN.-  Sí, peor; porque esto, en cierto modo, se pudiera sufrir; indújole la noche, el amor, el vino, los pocos años... ¡cosas de hombres! Mas cuando vio lo que había hecho, él, de su propia voluntad, vino a la madre de la doncella llorando, rogando, suplicando, y dando su palabra y jurando que se casaría con ella. Perdonósele, callose, diósele crédito. La doncella de aquella fuerza quedó en cinta; ya ha entrado en los diez meses, y el muy hombre de bien (los dioses me perdonen), hásenos habido una tañedora, para pasar la vida con ella y dejar a esta otra burlada.
DEMEA.-  ¿Y eso que me dices es cierto?
HEGIÓN.-  Ahí está la madre de la doncella, y la doncella misma, y el caso mismo y, en fin, este Geta, que, para conforme el ser de los esclavos, es buen siervo y diligente. Él las mantiene, él solo sustenta toda la casa. Cógele y aprisiónale y haz información del caso.
GETA.-  Y ábreme en canal, Demea, si ello no fue así. Finalmente, él no lo negará; hazle venir a mi presencia.
DEMEA.-   (Aparte.)  Corrido estoy. Ni sé qué me haga, ni qué respuesta le dé a éste.  (Indicando a HEGIÓN.)
  PÁNFILA.-  (Dentro.)  ¡Desdichada de mí! ¡Que me parten por medio estos dolores! ¡Juno Lucina, dame favor! ¡Sálvame, yo te lo ruego!
HEGIÓN.-  ¡Oh!... Dime, ¿está ya aquélla de parto?
GETA.-  Sí, en verdad, Hegión.
HEGIÓN.-  Mira, Demea. Aquélla ahora implora vuestra fidelidad; aquello a que la ley os obliga, otorgádselo de voluntad. Yo, pues, primeramente suplico a los dioses que esto se haga como a vosotros cumple. Pero si otra intención tenéis, yo, Demea, no puedo dejar de defender con todas mis fuerzas esta moza y la honra de aquel muerto. Él era mi deudo. Desde niños nos criamos juntos; en la guerra y en la paz siempre estuvimos juntos; juntamente padecimos gran pobreza. Por tanto, yo he de estribar, hacer y probar y, en fin, antes dejar la vida, que desampararlas. ¿Qué me respondes?
DEMEA.-  Hegión, yo me veré con mi hermano. El parecer que él en esto me diere, aquél seguiré.
HEGIÓN.-  Pues mira, Demea, que lo consideres de esta manera, que cuanto más fácilmente vosotros hacéis las cosas, y cuanto más poderosos, ricos, prósperos, ilustres sois, tanto más obligación tenéis de hacer de voluntad lo de razón, si queréis ser tenidos por buenos.
DEMEA.-  Vuélvete; que se hará todo lo que fuere de razón.
HEGIÓN.-  Esa obligación te queda. Geta, guíame allá dentro a casa de Sostrata.  (Vanse HEGIÓN y GETA.)
DEMEA.-   (Solo.)  ¡No pasan estas cosas sin haberlas anunciado yo! ¡Plega a los dioses que en esto pare! Pero aquella manera de vivir tan a rienda suelta ha de venir, a dar realmente en algún grave mal. Voy a buscar a mi hermano, para descargar sobre él esta cólera.








Escena V




 
HEGIÓN.

HEGIÓN.-   (A la puerta de la casa de SOSTRATA.)  Procura, Sostrata, tener buen corazón y dar ánimo a esa moza cuanto puedas. Yo me veré con Mición, si acaso está en la plaza, y le contaré por extenso el negocio como pasa, para que si determina hacer en esto lo que debe, lo haga; y si otro parecer tiene, me lo diga, con que yo sepa luego lo que en ello he de hacer.

ACTO IV
Escena I

 
TESIFÓN, SIRO.
 
TESIFÓN.-  ¿Dices tú que mi padre ha ido al campo?
SIRO.-  Rato ha.
TESIFÓN.-  ¿De veras?
SIRO.-  Dígote que está en la granja. Yo entiendo que él ahora debe de estar muy ocupado en alguna labor.
TESIFÓN.-  ¡Ojalá! ¡Sí! Porque como ello fuese sin peligro de su vida, yo querría que de tal modo se cansase, que en estos tres días no pudiera en ninguna manera levantarse de la cama.
SIRO.-  ¡Así sea, y aun mejor que eso, si cabe!
TESIFÓN.-  Siquiera porque realmente deseo en extremo pasar todo este día en alegría, como ya he comenzado. Y aquella granja, no por otra razón la aborrezco tanto, como porque está tan cerca. Porque si estuviera lejos, antes le tomara allá la noche, que pudiese volver acá otra vez. Pero ahora, en cuanto no me vea allí, yo sé bien que él acudirá acá al punto. Me preguntará que dónde he estado, que no le he visto hoy en todo el día. ¿Qué le diré?
SIRO.-  ¿No se te ocurre nada?
TESIFÓN.-  Nada, nada.
SIRO.-  Tanto peor. ¿Algún cliente, amigo o huésped no tenéis?
TESIFÓN.-  Sí; ¿y qué...?
SIRO.-  Di que has tenido que despachar algunos negocios por ellos.
TESIFÓN.-  ¿No habiéndolo hecho? No es posible.
SIRO.-  Lo es.
TESIFÓN.-  Eso será excusa para el día; pero si me quedo aquí esta noche, Siro, ¿cuál le daré?
SIRO.-  ¡Oh, cómo quisiera que estuviese en uso también el negociar de noche por los amigos! Tú sosiega tu corazón, que yo le entiendo muy bien el genio; cuando más quemado está, te le torno tan manso como una oveja.
TESIFÓN.-  ¿De qué manera?
SIRO.-  Gusta mucho de oír decir de ti alabanzas; yo te hago delante de él un dios; cuéntole las virtudes...
TESIFÓN.-  ¿Mías?
SIRO.-  Tuyas. Y en el mismo punto al hombre se le saltan de placer las lágrimas, como a una criatura.  (En voz baja.)  Pero, ¡hola! ¡Cata...!
TESIFÓN.-  ¿Qué es ello?
SIRO.-  El lobo en la conseja.
TESIFÓN.-  ¿Mi padre es?
SIRO.-  El mismo.
TESIFÓN.-  ¿Qué hacemos, Siro?
SIRO.-  Retírate tú ahora allá dentro; que yo lo remediaré.
TESIFÓN.-  Si te preguntare por mí, di que no me has visto; ¿hasme oído?  (Entra en casa de MICIÓN.)
SIRO.-  ¿Quieres dejarme hacer a mí?


Escena II

 
DEMEA, TESIFÓN, SIRO.
 
DEMEA.-   (Sin ver a TESIFÓN ni a SIRO.)  ¡Realmente que soy hombre desdichado! Cuanto a lo primero, no hallo a mi hermano en parte ninguna; además de esto, yendo a buscarle, veo un peón que venía de mi granja, el cual me dice que no estaba allí mi hijo. No sé qué me haga.
TESIFÓN.-   (Oculto en casa de MICIÓN.)  ¡Siro!
SIRO.-  ¿Qué dices?
TESIFÓN.-  ¿A mí me busca?
SIRO.-  Sí.
TESIFÓN.-  ¡Perdido soy!
SIRO.-  Ten buen corazón.
DEMEA.-   (Sin verlos.)  ¡Qué desgracia mía es ésta! ¿Pesar de la fortuna? No lo puedo entender, sino que creo que nací aposta para esto: para padecer trabajos. Yo soy el primero que siento nuestros males; yo el primero que lo sé todo; yo el primero que traigo las malas nuevas; yo solo soy el que, si algún mal sucede, lo padezco.
SIRO.-   (Aparte.)  Risa me da el viejo. Él dice que es el primero que lo sabe, y él solo es el que todo lo ignora.
DEMEA.-  Ahora vengo a ver si acaso ha vuelto mi hermano.
TESIFÓN.-   (Bajo.)  Siro, por tu vida, que mires no se nos entre acá de rondón.
SIRO.-  ¿No callarás? Yo le detendré.
TESIFÓN.-  A fe que no lo confíe yo hoy de ti, sino que yo me encierre con ella. (Alusión a CALIDIA.)  en algún aposento luego: esto es lo más seguro.
SIRO.-  En buen hora; pero con todo yo le apartaré de aquí.
DEMEA.-  Pero he allá el bellaco de Siro.
SIRO.-   (Gritando, y como si no hubiera visto a DEMEA.)  Realmente que no habrá quien pueda durar en esta casa, si esto se ha de sufrir. Yo quiero saber cuántos amos tengo. ¿Qué desventura es ésta?
DEMEA.-    (Aparte.)  ¿De qué se queja aquél?, ¿qué quiere?  (Alto a SIRO.)  ¿Qué dices, buen hombre?, ¿está mi hermano en casa?
SIRO.-  ¡Mala peste...! ¿Por qué me llamas buen hombre? ¿No ves como soy perdido?
DEMEA.-  ¿Qué tienes?
SIRO.-  ¿Eso me preguntas? Tesifón, a mí y a esa tañedora, a puñadas nos ha casi dejado por muertos.
DEMEA.-  ¿Eh? ¿Qué me cuentas?
SIRO.-  Mira cómo me ha rasgado la boca.
DEMEA.-  ¿Por qué?
SIRO.-  Dice que por mi persuasión se ha comprado esta moza.
DEMEA.-  ¿No me dijiste tú antes que le habías acompañado desde aquí hasta la granja?
SIRO.-  Y es verdad, pero después volvió hecho una fiera: no perdonó cosa. ¿No tuvo empacho de poner las manos en un viejo como yo, habiéndole yo traído no ha muchos años en mis brazos, siendo él pequeñito?
DEMEA.-  ¡Bien, Tesifón; a tu padre sales! ¡Adelante; veo que eres un hombre!
SIRO.-  ¿Qué te parece bien...? Pues a fe que si él es cuerdo, he aquí adelante se tenga sus manos comedidas.
DEMEA.-   (Ponderando a TESIFÓN.)  ¡Eso es valor!
SIRO.-   (Con ironía.)  ¡Mucho! ¡Porque venció a una triste mujer y a mí, pobre esclavo que no me le osaba volver! ¡Mucho valor, sí!
DEMEA.-  No lo pudo hacer mejor; de mi mismo parecer fue; que tú eres el autor de todo esto. Pero, ¿está mi hermano en casa?
SIRO.-  No.
DEMEA.-  Pensando estoy dónde le iría yo a buscar.
SIRO.-  Yo sé dónde; pero no te lo diré hoy en todo el día.
DEMEA.-   (Indignado.)  ¿Eh? ¿Qué dices?
SIRO.-  Lo que oyes.
DEMEA.-  Menudillo he de hacerte la cabeza.
SIRO.-  Pero es que no sé el nombre de aquel hombre..., aunque sé el lugar donde está.
DEMEA.-  Di, pues, el lugar.
SIRO.-  ¿Sabes esta lonja..., aquí junto a la carnicería..., a la parte de abajo?
DEMEA.-  ¿Pues no he de saber?
SIRO.-  Pasa por allí la plaza arriba derecho; cuando llegares al cabo, hay una cuesta, que tira hacia abajo; derríbate por ella; después hay a esta mano un oratorio, y junto de él un callejón estrecho.
DEMEA.-  ¿Hacia qué parte?
SIRO.-  Allí donde hay también una gran higuera silvestre.
DEMEA.-  ¡Ya...!
SIRO.-  Pues camina por allí.
DEMEA.-  Pero ese callejón no tiene salida.
SIRO.-  Realmente que dices la verdad. ¡Bah!, ¿piensas que estaba en mi juicio? Equivoqueme. Torna otra vez a la lonja: por aquí, en verdad, irás mucho más pronto y hay menos donde errar. ¿Sabes la casa de Cratino, éste que es tan rico?
DEMEA.-  Sí.
SIRO.-  -Pues en pasándola, toma, a la mano izquierda la plaza adelante por aquí. Cuando llegares al templo de Diana, tira a la derecha, y antes de llegar a la puerta de la ciudad, junto al mismo abrevadero, hay un molino y enfrente una carpintería: allí está.
DEMEA.-  ¿Y qué hace allí?
SIRO.-  Ha dado a hacer unos lechos de campo7, con los pies de roble.

DEMEA.-  Sí, para vuestras comilonas. Bien, por cierto. Pero, ¿qué hago, que no voy a buscarle?  (Vase.)
SIRO.-  ¡Anda, anda; que yo haré que te canses hoy como tú lo mereces, viejo caduco! Esquino se detiene mucho, la comida se pierde, y Tesifón está enredado en sus amores. Pues yo también miraré por mí, porque me iré ya a la cocina, y echaré mano de lo mejor, y sorbiendo a traguillos, pasaré este día poquito a poquito.


Escena III

 
MICIÓN, HEGIÓN.
 
MICIÓN.-  Yo, Hegión, no hallo razón ninguna en este caso por qué hayas de alabarme tanto. Yo hago lo que debo, enmiendo el yerro que los míos han cometido. Si acaso no me tienes por alguno de aquellos a quienes les parece que se les hace muy grande agracio con pedirles cuenta del que ellos voluntariamente han hecho, y se quejan muy de veras de ello. ¿Y porque yo no he hecho lo mismo me das las gracias?
HEGIÓN.-  ¡Oh, no, en verdad! Nunca en mi pensamiento te tuve en otra reputación de lo que eres. Pero yo te suplico, Mición, que te vengas conmigo a casa de la madre de la doncella, y le digas lo mismo que a mí me has dicho a la mujer: cómo esta sospecha contra Esquino es por causa de su hermano, y que esa tañedora no es suya.
MICIÓN.-  Si eso te parece justo, o si así cumple que se haga, vamos.
HEGIÓN.-  Bien haces, porque le aliviarás la pena a la cuitada, que está deshaciéndose de dolor y desventura, y tú te portarás como quien eres. Aunque si otra cosa te parece, yo mismo le contaré a la mujer lo que ti me has dicho.
MICIÓN.-  No, sino que yo mismo iré.
HEGIÓN.-  Muy bien haces. Porque todos los que son de corta fortuna, yo no sé por qué son más suspicaces. Todo lo toman por afrenta, y como pueden poco, piensan que todo el mundo los desprecia. Y por esto, mejor será que tú mismo cara a cara les des esa satisfacción.
MICIÓN.-  Dices muy bien y muy gran verdad.
HEGIÓN.-  Sígueme, pues, allá  (Indicando la casa de SOSTRATA.)  por aquí.
MICIÓN.-  Con mucho gusto.


Escena IV

 
ESQUINO, solo.
 
ESQUINO.-  Atormentado traigo el corazón. ¡Y que sea posible que así de súbito me haya sucedido tanto mal, que ni sepa qué haré de mí, ni qué dispondré! Todos mis miembros me están temblando de miedo; el alma se me ha pasmado de temor; en mi cabeza ningún consejo puede hacer asiento. ¡Oh!, ¿cómo me desligaría yo de un enredo tan grande? No lo sé. ¡Ahora se ha tenido de mí tanta sospecha! ¡Y no realmente sin ocasión! Sostrata piensa que yo he comprado para mí esta tañedora: esto me lo ha dicho la vieja. Porque casualmente yendo ella desde aquí a llamar a la partera, yo la vi y al punto allégomele, y pregúntole qué hacía Pánfila; si se le había presentado ya el parto; si iba por eso a llamar a la partera. Ella comienza a decirme a grandes voces: «¡Quita, quítatenos ya de aquí, Esquino! Harto tiempo nos has traído vendidas y engañadas. Basta ya la burla que tus buenas promesas nos han hecho». Yo, entonces, dígole: «¡Cómo es eso! ¿Qué dices, por tu vida? -Ve en buen hora; tente aquélla que tanto te agrada». Luego entendí la sospecha que tenían; pero detúveme, por no decirle a aquella habladora nada de mi hermano por donde se viniese a descubrir. Y ahora, ¿qué haré? ¿Les diré que esta tañedora es amiga de mi hermano? Esto en ninguna manera conviene, que en parte ninguna se diga. Pero de esto no hago cuenta. Posible es que no se descubra. La misma verdad del caso temo que no la creerán. ¡Tantas razones hay para lo contrario! Yo mismo fui el que la quité, yo el que pagué el dinero, a mi misma casa vino. Todo esto bien confieso yo que ha sido por mi culpa, y por no haberle descubierto yo a mi padre la manera como había este negocio sucedido; que él me hubiera dado licencia para casarme con Pánfila. Mucho me he dormido hasta ahora. ¡Ea, Esquino, despiértate! Porque éste es el primer encuentro, quiero ir a hablarles y darles mi disculpa. Llegareme a su puerta. ¡Oh, pobre de mí! Las carnes me tiemblan siempre que llamo aquí: ¡Hola!, ¡hola! Esquino soy. Ábrame alguien esta puerta de presto. No sé quién sale. Apartereme hacia acá.


Escena V

 
MICIÓN, ESQUINO.
 
MICIÓN.-   (Saliendo de casa de SOSTRATA.)  Hacedlo de la manera que os he dicho Sostrata; yo me veré con Esquino, para que sepa cómo se ha tratado este negocio. -Pero, ¿quién es el que ha llamado a esta puerta?
ESQUINO.-   (Aparte.)  Mi padre es realmente. ¡Perdido soy!
MICIÓN.-  Esquino.
ESQUINO.-   (Aparte.)  ¿Qué negocio tiene éste en esta casa?
MICIÓN.-  ¿Has llamado tú a esta puerta?  (Aparte.)  Calla. Bien será burlarme de él un poco, pues jamás ha querido fiar de mí estos amores.  (Alto.)  ¿No me respondes nada?
ESQUINO.-  Yo no he llamado a esa puerta, que yo sepa.
MICIÓN.-   (Con ironía.)  ¿No...? Ya me maravillaba yo que tú tuvieses que hacer aquí.  (Aparte.)  Colorado se ha puesto; buena señal es.
ESQUINO.-  Y tú, padre, por tu vida, ¿qué tienes que hacer aquí, dime?
MICIÓN.-  Yo nada en verdad. Un amigo me Ha traído acá ahora desde la plaza, para que le fuese valedor.
ESQUINO.-  ¿En qué?
ESQUINO.-  Yo te lo diré. Moran aquí unas mujeres pobres... Creo no debes tener noticia de ellas, y aun lo sé de cierto, porque ha poco que se han pasado a vivir a este barrio.
ESQUINO.-  ¿Qué más?
MICIÓN.-  Son una doncella y su madre.
ESQUINO.-  Sigue.
MICIÓN.-  Esta doncella es huérfana de padre. Este amigo mío es el pariente más cercano que ella tiene; las leyes le obligan a que se case con ella.
ESQUINO.-   (Aparte.)  ¡Perdido soy!
MICIÓN.-  ¿Qué es eso?
ESQUINO.-  No..., nada... Bien está; pasa adelante.
MICIÓN.-  Él ha venido a llevársela consigo, porque mora en Mileto.
ESQUINO.-  ¡Cómo! ¿A llevarse consigo la doncella?
MICIÓN.-  Sí.
ESQUINO.-  ¿Hasta Mileto, por tu vida?
MICIÓN.-  Sí.
ESQUINO.-   (Aparte.)  A mí me va a dar algo.  (Alto.)  Y ellas ¿qué dicen?
MICIÓN.-  ¿Qué piensas que han de decir? Haz cuenta que nada. La madre ha fingido que la doncella ha tenido un muchacho, no sé de quién, porque ella no le nombra, y que el padre del chico es primero, y que no conviene casarla con éste de Mileto.
ESQUINO.-  ¡Y pues! Después de todo, ¿no te parece que ello es muy justo?
MICIÓN.-  No.
ESQUINO.-  ¿Que no, por tu vida? ¿Acaso se la llevará de aquí, padre?
MICIÓN.-  ¿Pues por qué no la ha de llevar?
ESQUINO.-  Creo, padre, que lo habéis hecho dura y cruelmente, y aun si se ha de decir la verdad, villanamente.
MICIÓN.-  ¿Por qué?
ESQUINO.-  ¿Por qué, me preguntas? ¿Qué corazón le quedará a aquel infeliz que primero ha tenido trato y amistad con ella (¡y qué sé yo si el desdichado aún la quiere locamente!) cuando vea que de su presencia se la quitan y se la llevan de delante de sus ojos? ¡Muy mal hecho, padre!
MICIÓN.-  ¿Cómo es eso?, ¿quién se la prometió?, ¿quién se la dio?, ¿cuándo casó con él?, ¿quién fue el que lo trató?, ¿por qué tomó él mujer que no era suya?
ESQUINO.-  ¿Pues era razón que una moza de sus años se estuviese queda en su casa, aguardando que un pariente viniese desde Mileto acá por ella? Esto era justo, padre mío, que tú dijeras, y que defendieras.
MICIÓN.-  ¡Qué gracia...! ¿Contra el que me había traído por su valedor había yo de argüir? Pero, ¿qué nos va en eso a nosotros, Esquino?, ¿o qué tenemos que ver con ellos? Vámonos. ¿Qué es esto?, ¿por qué lloras?
ESQUINO.-  ¡Padre, por mi amor que me oigas!
MICIÓN.-  Esquino, todo lo he entendido ya, y lo sé porque te amo, y por esto cuido más de todo cuanto haces.
ESQUINO.-  ¡Así plega a los dioses que tú, por merecerlo yo, me ames, padre mío, mientras vivas, como a mí me pesa en el alma de haber cometido este yerro y como me avergüenzo!
MICIÓN.-  En verdad que lo creo, porque conozco tu ahidalgada condición; pero recelo que eres harto descuidado en ordenar tu vida. Porque, ¿en qué ciudad haces cuenta tú que vives? Desfloraste una doncella, la cual no fuera razón que la tocaras. Cuanto a lo primero, el delito fue grave, muy grave, pero, en fin, es de hombres. Otros tan buenos como tú lo han hecho muchas veces. Pero después de sucedido el caso, dime, ¿has, por ventura, echado de ver, o has mirado por ti qué es lo que habías de hacer, o por qué vía se había de hacer? Si tenías empacho de decírmelo tú mismo, ¿cómo lo iba a saber yo? Mientras has estado perplejo en esto, se te han pasado diez meses, te has comprometido a ti mismo, y a esa cuitada, y a tu hijo cuanto ha sido de tu parte. ¡Qué! ¿Pensabas que mientras tú dormías te habían de arreglar los dioses tus negocios, y que sin procurarlo tú se te había ella de venir a tu aposento? No quisiera que mostrases tal indiferencia en lo demás. Anímate; que te casarás con ella.
ESQUINO.-   (Muy alegre.)  ¡Cómo!
MICIÓN.-  Digo que tengas buen ánimo.
ESQUINO.-  No, padre, dime, por tu vida, ¿búrlaste de mí ahora?
MICIÓN.-  ¿Yo... de ti? ¿Por qué?
ESQUINO.-  No lo sé; sino que como deseo tanto que eso sea verdad, por eso temo más...
MICIÓN.-  Vete a casa y haz oración a los dioses, para que, mandes traer a tu mujer. ¡Camina!
ESQUINO.-  ¿Cómo? ¿Ya mujer?
MICIÓN.-  Sí, ya.
ESQUINO.-  ¿Ya?
MICIÓN.-  Ya; ve lo más presto que puedas.
ESQUINO.-  Todos los dioses me castiguen, padre mío, si yo no te quiero más ahora, que a mis ojos.
MICIÓN.-  ¿Y más que a ella?
ESQUINO.-  Tanto.
MICIÓN.-  Muy bien.
ESQUINO.-  Y el de Mileto, ¿qué se ha hecho?
MICIÓN.-  Fuese, desapareció, embarcose. Pero, ¿por qué no vas...?
ESQUINO.-  Mejor es, padre mío, que tú vayas y hagas oración a los dioses; porque yo tengo por cierto que cuanto tú eres mejor que yo, tanto ellos con mayor voluntad oirán tus ruegos.
MICIÓN.-  Yo me voy allá dentro a hacer que se apareje todo lo que es menester; tú, si cuerdo eres, haz como te he dicho.
ESQUINO.-   (Solo.)  ¿Qué negocio es éste? ¿Esto es ser padre? ¿Esto es ser hijo? Si mi hermano o mi compañero fuera, ¿qué más me pudiera complacer? ¿A un padre así no le he yo de amar y traerle metido en mis entrañas? Ah, de tal manera me ha puesto, con su benignidad, en perpetua obligación de no hacer a necias cosas que no le dé gusto; que a sabiendas yo me guardaré! Pero voyme allá dentro, por no ser yo mismo estorbo de mis bodas.


Escena VI

 
DEMEA, solo.
 
DEMEA.-  Molido vengo de andar. ¿Que el gran Júpiter os destruya, Siro, a ti y a tus indicaciones! He andado rastreando por toda la ciudad, hasta la puerta, hasta el abrevadero, ¿hasta dónde no...? Y ni allí había casa de carpintero, ni hombre que dijese que había visto a mi hermano. Ahora vengo con determinación de esperarle en casa hasta que vuelva.


Escena VII

 
MICIÓN, DEMEA.
 
MICIÓN.-   (A su hijo.)  Voy a decirles cómo por nosotros no hay demora.
DEMEA.-  Pero hele aquí.  (Alto.)  Rato ha que te busco, Mición.
MICIÓN.-  ¿Qué me quieres?
DEMEA.-  Te traigo noticia de otras grandes maldades de aquel honrado mozo.  (Alude a ESQUINO.)
MICIÓN.-  ¡Ya pareció el hombre!
DEMEA.-  Inauditas, criminales.
MICIÓN.-  Acaba ya.
DEMEA.-  ¡Ah, tú no sabes qué sujeto es!
MICIÓN.-  Lo sé.
DEMEA.-  ¡Ah, tonto! Tú debes de imaginar que yo hablo de la tañedora: Este delito es contra una doncella ciudadana.
MICIÓN.-  Ya lo sé.
DEMEA.-   (Iracundo.)  ¡Oh!, ¿lo sabes y lo sufres?
MICIÓN.-  ¿Por qué no lo he de sufrir?
DEMEA.-  Dime, ¿no clamas...?, ¿no pierdes el juicio?
MICIÓN.-  No; yo más quisiera ciertamente...
DEMEA.-  Ha nacido ya un muchacho.
MICIÓN.-  Los dioses le hagan dichoso.
DEMEA.-  La moza no tiene nada.
MICIÓN.-  Así me lo han dicho.
DEMEA.-  ¿Y sin dote se ha de casar con ella?
MICIÓN.-  Llana cosa.
DEMEA.-  Y ahora, ¿qué haremos?
MICIÓN.-  Lo que el mismo caso pide, Haremos que pase a nuestra casa la doncella.
DEMEA.-  ¡Oh, Júpiter! ¿Y eso es lo que cumple...?
MICIÓN.-  ¿Pues qué otra cosa quieres que yo haga?
DEMEA.-  ¿Qué...? Ya que en realidad de verdad esto no te apena, a lo menos es propio de hombre aparentarlo.
MICIÓN.-  Pero es que ya tengo prometida la doncella; el negocio está concertado, y se hace hoy el casamiento, y ya les he quitado todo el temor. Esto sí que es más propio de un hombre.
DEMEA.-  ¿Y, pues, parécete a ti bien el caso, Mición?
MICIÓN.-  No, si yo lo pudiera estorbar; pero, pues no puedo, tómolo con paciencia. La vida de los hombres es como juego de tablas: Que si en el lance no sale lo que era menester, lo que por azar salió se ha de enmendar con la prudencia.
DEMEA.-  ¡Gentil maestro de enmiendas! Con esa tu prudencia se han perdido las veinte minas que se dieron por la tañedora, la cual, en la hora se ha de despedir o vendida o de balde.
MICIÓN.-  Ni la despediré, ni tengo gana de venderla.
DEMEA.-  ¿Pues qué harás de ella?
MICIÓN.-  En casa quedará.
DEMEA.-  ¡Oh, fe de dioses! ¿La ramera y la mujer en una misma casa?
MICIÓN.-  ¿Por qué no?
DEMEA.-  ¿Tú entiendes que estás en tu seso?
MICIÓN.-  Yo entiendo que sí.
DEMEA.-  Así los dioses me amen, como creo, según veo tu poco juicio, que lo harás por tener con quien cantar.
MICIÓN.-  ¿Qué hay que dudar en eso?
DEMEA.-  ¿Y la recién casada ha de aprender también esa habilidad?
MICIÓN.-  Es llano.
DEMEA.-  ¿Y tú entre ellas, asido de la cuerda, bailarás?
MICIÓN.-  Sí.
DEMEA.-  ¿Sí?
MICIÓN.-  Y tú también, Demea, juntamente con nosotros, si fuere menester.
DEMEA.-  ¡Ay de mí! ¿No te avergüenzas de decir cosas semejantes?
MICIÓN.-  ¡Ea! Deja ya estar tu cólera, Demea, y muéstrate, como es razón, alegre y voluntario en las bodas de tu hijo. Yo voy a hablar con ellos un momento; luego soy aquí.  (Vase.)
DEMEA.-  ¡Oh Júpiter!, ¿y ésta es vida?, ¿y éstas son costumbres?, ¿esto es seso de gente? La mujer vendrá sin dote, la tañedora dentro, la gente de casa gastadora, el mozo regalón, el viejo loco desvariado. Aunque la misma salvación quiera salvar y conservar esta casa, no podrá de ninguna manera.



Acto V

Escena I

 
SIRO, DEMEA.
 
SIRO.-  A buena fe, Sirete, que te has dado buen verde, y has hecho tu deber muy cumplidamente: ¡Jala! Pero, pues he satisfecho bien allá dentro a mi deseo, hame parecido salirme por acá fuera ahora un poco a pasear.
DEMEA.-   (Aparte.)  ¡Mirad, si os parece, la muestra de buen gobierno de casa!
SIRO.-   (Aparte.)  Pero he aquí do viene nuestro viejo.  (Alto.) ¿En qué se entiende? ¿De qué estás triste?
DEMEA.-  ¡Ah, bellaco!
SIRO.-  ¿Ya vienes tú a derramar aquí palabras de sabiduría?
DEMEA.-  ¡Si fueras siervo mío...
SIRO.-  Fueras rico, Demea, y tuvieras bien segura tu hacienda.
DEMEA.-  ... yo haría que fueses escarmiento para todos!
SIRO.-  ¿Por qué?, ¿qué hice yo?
DEMEA.-  ¿Eso me preguntas? Entre la misma revuelta, y en un delito tan grave que apenas se ha podido reparar, ¿has comido y bebido, ladrón, como si hubiera sucedido algún gran bien?
SIRO.-   (Aparte.)  ¡Pardiez, que me pesa de haber salido acá!


Escena II

 
DROMÓN, SIRO, DEMEA.
 
DROMÓN.-   (Saliendo de casa de MICIÓN.)  ¡Hola, Siro...!, ¡que te ruega Tesifón que vuelvas!
SIRO.-  Vete de aquí.
DEMEA.-  ¿Qué dice ése de Tesifón?
SIRO.-  No, nada.
DEMEA.-   (Indignado.)  ¡Ah, verdugo! ¿Y allá dentro está Tesifón?
SIRO.-  No.
DEMEA.-  ¿Cómo, pues, le nombra ése?
SIRO.-  Es otro Tesifón, un truhancillo, chiquitín..., ¿no le conoces?
DEMEA.-  Yo sabré...
SIRO.-  ¿Qué haces?, ¿a dó vas?
DEMEA.-  Déjame.
SIRO.-  ¡No vayas, por tu vida!
DEMEA.-  ¿No apartarás la mano, azotado?, ¿o quieres que te haga pedazos la cabeza?
SIRO.-   (Solo.)  Fuese. ¡Un convidado, en buena fe no muy conveniente, en especial para Tesifón! ¿Qué tengo yo ahora de hacer, sino mientras estos enojos se apaciguan, irme entre tanto a un rincón, y allí dormir este vinillo? Harelo así.


Escena III

 
MICIÓN, DEMEA.
 
MICIÓN.-   (Saliendo de casa de SOSTRATA.)  De nuestra parte, Sostrata, todo está ya a punto; como he dicho, podéis venir cuando quisiereis. -¿Quién ha dado tan gran golpe en mi puerta?
DEMEA.-   (Desde casa de MICIÓN.)  ¡Ay de mí! ¿Qué haré?, ¿qué diré?, ¿qué gritos daré o a quién me quejaré? ¡Oh, cielo! ¡Oh, tierra! ¡Oh, mares de Neptuno!
MICIÓN.-   (A un espectador.)  Ya ha entendido todo el caso, y de eso da gritos, no hay duda; riñas tenemos; acudir allá conviene.
DEMEA.-  Hele aquí do viene la perdición de mis dos hijos.
MICIÓN.-  ¡Ea!, refrena ya tu cólera y vuelve en ti.
DEMEA.-  Ya la he refrenado, ya he vuelto; dejo aparte pesadumbres. Tratemos sólo del caso. ¿No fue concierto entre nosotros, y aun por ti mismo propuesto, que ni tú tuvieses cuenta con mi hijo ni yo tampoco con el tuyo? Responde.
MICIÓN.-  Verdad es, no lo niego.
DEMEA.-  Pues, ¿por qué ahora hace convites en tu casa?, ¿por qué le recibes?, ¿por qué me le compras amiga, Mición? ¿Qué razón hay para que yo no haya de tener el mismo derecho contra ti que tú tienes contra mí? Pues yo no cuido del tuyo, no cuides tú del mío.
MICIÓN.-  No tienes razón.
DEMEA.-  ¿Qué no?
MICIÓN.-  Porque refrán antiguo es que entre los amigos todo ha de ser común.
DEMEA.-  ¡Guapamente! ¿Ahora salimos con ésas?
MICIÓN.-  Óyeme, Demea, dos palabras, si no te es molesto. Cuanto a lo primero, si el gasto que tus hijos hacen te da pena, por mi amor que lo consideres entre ti de esta manera. Tú, al principio, a tus dos hijos los criabas conforme a la posibilidad de tu hacienda, porque creías que tus bienes para entrambos bastarían, y que yo me casaría sin duda. Echa, pues, ahora aquella misma cuenta antigua: conserva, adquiere, endura, y procura tú dejarles mucha hacienda. Esa honra téntela tú para ti. De mis bienes, que les han venido sin pensar, déjalos gozarse; del patrimonio no se te perderá una blanca. Lo que de mis bienes les quedare, haz cuenta que te lo hallas. Si todo eso, Demea, quieres considerar de veras, a mí y a ti y a ellos nos librarás de pesadumbre.
DEMEA.-  Lo de la hacienda pase; más las costumbres de los mozos...
MICIÓN.-  Tente, ya lo entiendo, a eso iba. Muchas señales, Demea, hay en el hombre por las cuales puede juzgarse fácilmente. Cuando dos hacen una misma cosa, puedes muchas veces decir: a éste se le puede sufrir el hacer esto, y a estotro no se puede. No porque la cosa sea diferente, sino porque lo son los que la hacen. Y así, yo veo en ellos señales por donde confío que serán cuales deseamos. Yo veo que tienen discreción y juicio, y vergüenza donde conviene tenerla, y que se aman. Y es de ver realmente su condición y voluntad ahidalgada. El día que tú quisieres, los volverás al buen camino. Pero acaso temas que sean muy descuidados en conservar sus haciendas. ¡Oh, hermano Demea! Los viejos para todo lo demás somos más sabios por la edad; sola ésta falta trae consigo a los hombres la vejez; que todos somos más codiciosos del dinero, de lo que conviene. Y así el tiempo les aguzará el deseo de adquirir.
DEMEA.-  ¡Plega a los dioses, Mición, que esas tus buenas razones y esa tu benignidad no dé con todo al traste!
MICIÓN.-  Calla, que no sucederá. Deja ya esos temores, huélgate hoy conmigo, alegra esa cara.
DEMEA.-  Pues el tiempo así lo requiere, habrelo de hacer; pero mañana, en amaneciendo, me iré de aquí con mi hijo a la alquería.
MICIÓN.-  Y aun antes que amanezca; solamente hoy te muestres de buen humor.
DEMEA.-  ¿Y tengo de llevar allá conmigo esa tañedora?
MICIÓN.-  Procúralo, porque con ella tendrás tu hijo allí como atado a una estaca. Pero mira que me la guardes bien.
DEMEA.-  Eso yo lo procuraré y haré que ancle allí llena de hollín, de humo y de polvo de harina, a poder de cocer y de moler, y tras todo eso, a un sol de mediodía le haré espigar; más tostada te la tornaré y más negra que el carbón.
MICIÓN.-  Muy bien. Ahora me pareces hombre cuerdo. Y aun si yo fuese que tú, le haría a mi hijo que, aunque no quisiese, se acostase con ella.
DEMEA.-  ¿Búrlaste de mí? ¡Dichoso tú, que esa alma, tienes! Yo siento...
MICIÓN.-  ¡Ah!, ¿ya vuelves...?
DEMEA.-  Ya, ya me callo.
MICIÓN.-  Pues éntrate allá. Pasemos este día alegremente en lo que ya está determinado.


Escena IV

 
DEMEA, solo.
 
DEMEA.-  Jamás ninguno echó tan bien la cuenta de su vida, que los negocios, los años y la experiencia no le enseñasen algo nuevo, y le avisasen de algo, de manera que lo que él se pensaba saber no lo supiese, y lo que tenía por mejor lo reprobase. Lo cual ahora a mí me ha acaecido, porque aquella vida áspera que yo hasta aquí he seguido, ahora que ya casi estoy al fin de la jornada, la condeno. ¿Y por qué? Porque la experiencia me ha enseñado que al hombre no hay cosa que le esté mejor que la benignidad y la clemencia. Que esto es verdad, por mí y por mi hermano lo puede entender quienquiera fácilmente. Él siempre ha pasado su vida sin cuidados y en convites; benigno, manso, sin ofender a nadie, complaciendo a todos, ha vivido a su gusto, gastado a su gusto; todos le elogian, todos le aman. Yo soy el villano, el cruel, el triste, el escaso, el terrible, el duro. Caseme: ¡Qué desdichas en el matrimonio! Naciéronme hijos: ¡Nuevos cuidados! Pues además de esto, procurando dejarles mucha hacienda, toda mi vida y mis años he gastado en adquirir. Y ahora, al cabo de ellos, el galardón de mis trabajos es ser aborrecido. Mi hermano, sin trabajo ninguno, goza de todas las ventajas de un padre con mis hijos: a él le aman, de mí huyen; a él le dan parte de sus consejos; a él le tienen afición; ambos están con él, a mí me desamparan. A él le desean larga vida; tal vez codician mi muerte. De manera, que los que yo he criado con gran trabajo, él se los ha hecho suyos a poca costa. Yo llevo a cuestas todas las fatigas, y él se goza todos los contentos. ¡Ea, pues, probemos ahora al contrario, si podré yo decir alguna palabra amorosamente o hacer algo con benignidad, pues él me obliga a ello! Que también quiero yo ser amado, y estimado de los míos. Y si esto ha de ser dándoles y complaciéndoles, no seré yo de los postreros. ¿Y si falta? ¡A mí qué...! Para mí no faltará; que ya poca vida me queda.


Escena V

 
SIRO, DEMEA.
 
SIRO.-  ¡Hola, Demea... que te ruega tu hermano que no te vayas lejos!
DEMEA.-  ¿Quién es...? -¡Oh, amigo Siro, estés en buen hora! ¿Qué se hace?, ¿cómo va?
SIRO.-  Muy bien.
DEMEA.-  Huelgo de ello.  (Aparte.)  Ya ahora he dicho tres palabras fuera de mi condición: Amigo, ¿qué se hace, cómo va?  (Alto.)  Ahidalgado siervo te muestras, y así haré por ti de buena gana.
SIRO.-  En merced te lo tengo.
DEMEA.-  Mira, Siro, que no es donaire esto, y antes de mucho lo verás por la obra.


Escena VI

 
GETA, DEMEA.
 
GETA.-   (Saliendo de casa de SOSTRATA.)  Señora, yo voy a dar aviso a éstos  (Alude a MICIÓN y a ESQUINO.)  para que vengan luego por la doncella. -Pero, ¡he aquí a Demea! ¡Estés en hora buena!
DEMEA.-  ¡Hola!, ¿cómo te llamas?
GETA.-  Geta.
DEMEA.-  Geta, yo te he tenido hoy en mi pensamiento en reputación de hombre de mucho valer; porque aquel siervo es para mí de muy buena prueba, que tiene cuenta con las cosas de su señor, según he entendido que tú lo has hecho, Geta. Y por ello, en lo que fuere menester, haré por ti de buena voluntad.  (Aparte.)  Busco medios para ser afable, y bien me sale.
GETA.-  Hombre honrado eres en pensar así.
DEMEA.-   (Aparte.)  Poco a poco voy ganando las voluntades de la gente baja primeramente.


Escena VII

 
ESQUINO, DEMEA, SIRO, GETA.
 
ESQUINO.-   (Sin ver a los demás.)  Realmente que me ponen a morir, pues quieren celebrar las bodas con tanto cumplimiento, que todo el día se les va en aparejar.
DEMEA.-  ¿Qué se hace, Esquino?
ESQUINO.-  ¡Oh, padre mío!, ¿y aquí estabas tú?
DEMEA.-  Sí, por cierto; tuyo de corazón y por naturaleza, y que te quiere más que a sus propios ojos. Pero, ¿por qué no haces traer a casa a tu mujer?
ESQUINO.-  Ya querría, sino que me hacen detener la que ha de tañer la flauta y los que han de cantar el himeneo.
DEMEA.-  ¡Quítate allá! ¿Quieres tú creer a este viejo?
ESQUINO.-  ¿En qué?
DEMEA.-  Deja estar todo eso: el himeneo, los convidados, las antorchas y las músicas; haz que derriben las tapias de esa huerta cuanto antes, y pasa a tu mujer por ahí; haz de las dos casas una sola, y tráete también acá la madre y toda la familia.
ESQUINO.-  Sí haré, padre gracioso.
DEMEA.-   (Aparte.)  ¡Ea... ya me llaman gracioso! La casa le abrirán a mi hermano, traerá mucha gente, gastará largo: mucha cosa es todo esto. Pero, ¿qué se me da a mí? Yo, ya generoso, gano las voluntades. Ahora, Mición, manda que le dé luego de contado Babilón las veinte minas8.  (Alto.)  Siro, ¿por qué no vas tú y lo haces?
SIRO.-  ¿Qué pues?
DEMEA.-  Ve y derríbalas.  (A GETA.)  Y tú, tráela.
GETA.-  Los dioses te lo paguen, Demea, pues que con tanta voluntad veo que quieres hacer bien a nuestra casa.
DEMEA.-  Entiendo que lo merecéis.  (A ESQUINO.)  Y tú, ¿qué dices?
ESQUINO.-  Que me parece lo mismo.
DEMEA.-  Más vale así, que traerla ahora acá por la calle, parida y enferma.
ESQUINO.-  No he visto mayor aviso, padre mío.
DEMEA.-  Así los gasto yo. Pero aquí sale Mición.


Escena VIII

 
MICIÓN, DEMEA, ESQUINO.
 
MICIÓN.-   (A SIRO y GETA, que están dentro.)  ¿Mi hermano lo manda? ¿Dónde está él? ¿Tú mandas esto, Demea?
DEMEA.-  Sí. Yo mando eso y todo lo demás con que litigamos toda una esta familia, y que la honremos, favorezcamos y juntemos.
ESQUINO.-  Así te lo suplico, padre.
MICIÓN.-  Lo mismo me parece a mí.
DEMEA.-  Y aún es nuestro deber. Cuanto a lo primero, aquí está la madre de la mujer de Esquino...
MICIÓN.-  ¿Y pues?
DEMEA.-  Mujer de bien y de buenas costumbres...
MICIÓN.-  Así dicen.
DEMEA.-  Ya anciana...
MICIÓN.-  Ya lo sé.
DEMEA.-  A sus años ya no puede concebir. No tiene quién mire por ella. Está sola.
MICIÓN.-   (Aparte.)  ¿Qué empresa es la de éste?
DEMEA.-  Es razón que tú te cases con ella. Y que tú  (A ESQUINO.)  procures que se haga.
MICIÓN.-  ¿Yo casarme?
DEMEA.-  Sí, tú.
MICIÓN.-  ¿Yo?
DEMEA.-  Tú, digo.
MICIÓN.-  Deliras.
DEMEA.-   (A ESQUINO.)  Si tú eres hombre, él lo hará.
ESQUINO.-  ¡Padre mío!
MICIÓN.-  ¡Cómo! ¿Y a éste escuchas tú, asno?
DEMEA.-  ¡Nada, nada; no hay escape!
MICIÓN.-  Desvarías.
ESQUINO.-  ¡Hazme esta merced, padre mío!
MICIÓN.-  ¿Estás loco? Quítate de aquí.
DEMEA.-  ¡Ea!, dale a tu hijo ese contento.
MICIÓN.-  ¿Tú tienes bueno el seso? ¡Al cabo de sesenta y cinco años he yo de ser novio, y casarme con una vieja consumida! ¿Eso me aconsejáis?
ESQUINO.-  Anda; ¡que yo se lo he prometido!
MICIÓN.-  ¿Prometido? A la fe, amigo, haz tú merced de tu persona.
DEMEA.-  ¿Pues qué dirías, si él te rogase alguna cosa de más importancia?
MICIÓN.-  ¡Como si ésta no fuese la mayor!
DEMEA.-  Accede.
ESQUINO.-  No seas pesado.
DEMEA.-  Acaba, prométeselo.
MICIÓN.-  ¿No me dejarás?
ESQUINO.-  No, hasta recabar esto de ti.
MICIÓN.-  Fuerza es ésta realmente.
DEMEA.-  Ea, Mición, hazlo cumplidamente.
MICIÓN.-  Aunque ello me parece cosa torpe y tonta, y disparate muy ajeno a mi manera de vivir, con todo eso, pues vosotros tanto lo queréis, sea.
ESQUINO.-  Bien haces. Con razón te quiero mucho.
DEMEA.-   (Aparte.)  ¿Qué diría yo ahora? ¡Todo lo que quiero se hace!
MICIÓN.-  ¿Hay más todavía?
DEMEA.-  Hegión es pariente muy cercano de éstas, deudo nuestro, pobre; justo será que le hagamos algún bien.
MICIÓN.-  ¿Qué bien?
DEMEA.-  Aquí tienes junto a la ciudad un campillo que arriendas a otro. Démoselo a éste, que lo goce y disfrute.
MICIÓN.-  ¿Poquillo es eso?
DEMEA.-  Aunque sea mucho, con todo eso se ha de hacer. Esta mujer le tiene en lugar de padre, es hombre de bien, es nuestro deudo; bien dado está. Finalmente, Mición, yo ahora hago mía aquella sentencia que tú bien y sabiamente dijiste no ha mucho: Vicio común de todos los viejos es el ser muy codiciosos de la hacienda. Esta falta debemos enmendarla. Dijiste muy gran verdad, y hase de cumplir por la obra.
MICIÓN.-  ¿Qué duda hay en eso? Se le dará, pues Demea lo quiere.
ESQUINO.-  ¡Padre mío!
DEMEA.-  Ahora eres tú de veras mi hermano, así en el alma como en el cuerpo.
MICIÓN.-  Huélgome de eso.
DEMEA.-   (Aparte.)  Con su propia espada le degüello.


Escena IX

 
SIRO, DEMEA, MICIÓN, ESQUINO.
 
SIRO.-  Ya está hecho, Demea, lo que mandaste.
DEMEA.-  Eres una alhaja. Yo soy de parecer, en verdad, que es justo que Siro hoy reciba libertad.
MICIÓN.-  ¿Éste libertad?, ¿por qué merecimientos?
DEMEA.-  Por muchos.
SIRO.-  ¡Oh, señor Demea! En verdad que eres muy bueno. Yo os he criado estos dos hijos, desde que eran niños, con mucha diligencia, y les he enseñado, amonestado y aconsejado bien todo lo que he podido.
DEMEA.-  A la vista está. Especialmente esto: Gastar, robar rameras, preparar comilonas de día. Servicios como éstos no son propios de un cualquiera.
SIRO.-  ¡Oh, qué hombre tan gracioso!
DEMEA.-  Finalmente, hoy, en la compra de esa tañedora, éste ha sido el valedor, éste lo ha tratado; justo es hacerle algún bien. ¿Dónde hallarás siervos mejores? En fin, Esquino gusta de que se haga.
MICIÓN.-  ¿Tú gustas de que se haga esto?
ESQUINO.-  Deséolo.
MICIÓN.-  Pues que tú lo quieres, sea. Siro, allégate a mí: De hoy más, sé libre.
SIRO.-  Gran merced me haces. A todos lo agradezco, pero a ti, Demea, en particular.
DEMEA.-  Huelgo de ello.
ESQUINO.-  Y yo también.
SIRO.-  Lo creo; ojalá éste se me hiciese un gozo perpetuo, y que viese yo a mi mujer Frigia libre conmigo juntamente.
DEMEA.-  Muy buena mujer en verdad.
SIRO.-  Por cierto que a tu nieto, hijo de éste, ella le ha dado hoy la primera leche.
DEMEA.-  Pues en verdad que, hablando de veras, pues ella le ha dado la primera leche, sin duda es razón que quede libre.
MICIÓN.-  ¿Por solo eso?
DEMEA.-  Por eso. Finalmente, yo te pagaré de mi dinero lo que ella vale.
SIRO.-  Los dioses, Demea, te cumplan siempre todos tus deseos.
MICIÓN.-  Bien has librado hoy, Siro.
DEMEA.-  Especialmente, Mición, si tú haces lo que debes, y le aprontas algo con que viva; que él te lo volverá luego.
MICIÓN.-  No le daré valía de este pelo.
ESQUINO.-   (Rogando.)  ¡Ea, que es hombre de bien!
SIRO.-  Por mi vida que te lo volveré: Dámelo.
ESQUINO.-  ¡Ea, padre!
MICIÓN.-  Ya veremos.
DEMEA.-  Él lo hará.
SIRO.-  ¡Oh, qué hombre tan bueno!
ESQUINO.-  ¡Oh, padre afabilísimo!
MICIÓN.-   (A DEMEA.)  ¿Qué es esto?, ¿qué negocio ha hecho tan repentinamente mudanza en tus costumbres?, ¿qué prontitud es ésta, o qué largueza tan repentina?
DEMEA.-  Yo te lo diré. Para mostrar cómo el tenerte éstos en posesión de hombre benigno y apacible, no procede de verdadera vida ni de lo que es justo y bueno, sino de ser lisonjero; del regalar y del dar, Mición. Y si mi vida, Esquino, os es aborrecible, porque no os complazco en todo, así en lo justo como en lo injusto, yo alzo mano de ello: derramad, comprad, haced lo que se os antoje. Pero si gustáis de que lo que vosotros, por ser mozos, no echáis de ver, y lo deseáis a ciegas y lo consideráis poco, esto yo os lo reprenda y corrija, y también en su lugar os complazca, aquí estoy, que por amor de vosotros lo haré.
ESQUINO.-  En tu mano, padre, lo dejamos todo. Tú sabes mejor lo que nos cumple. Pero, ¿qué harás de mi hermano?
DEMEA.-  Yo le doy licencia; que la tenga. Y haga raya en ella.
ESQUINO.-  Eso está muy bien.  (A los espectadores.)  ¡Aplaudid!




FIN DE LA COMEDIA