PLAUTO
LA COMEDIA DE LA OLLA
(Aulularia)
PERSONAJES
LAR FAMILIAR, prólogo.
EUCLIÓN, viejo.
ESTÁFILA, vieja esclava.
EUNOMIA, matrona, hermana de Megadoro,
madre de Licónides.
MEGADORO, viejo.
ESTRÓBILO, esclavo.
CONGRIÓN, cocinero.
ÁNTRAX, cocinero.
PITÓDICO, esclavo.
LICÓNIDES, joven.
ESCLAVO DE LICÓNIDES.
FEDRIA, joven, hija de Euclión.
FLAUTISTAS.
La acción transcurre en Atenas.
Un viejo avaro, Euclión, que no se fía ni de sí mismo, encuentra enterrada en su casa una olla con un tesoro, y después de volverla a enterrar otra vez bien hondo, pierde la cabeza a fuerza de miedo y no se dedica más que a vigilarla. Su hija había sido violada por Licónides, pero el viejo Megadoro, inducido por su hermana a que se case, se la pide al avaro en matrimonio. El viejo, que es un hombre muy huraño, se la concede a duras penas y, temiendo por su olla, la saca de casa y la esconde en diversos lugares. Un esclavo del Licónides que había violado a la muchacha, le tiende una emboscada. Licónides suplica a su tío Megadoro que le ceda como esposa a su amada. Euclión es engañado y pierde la olla, pero después de que contra toda esperanza la vuelve a encontrar, lleno de satisfacción, casa a su hija con Licónides.
II
Euclión encuentra una olla llena de oro y la guarda con un empeño sin igual y sin poder encontrar reposo.
Euclión encuentra una olla llena de oro y la guarda con un empeño sin igual y sin poder encontrar reposo.
Licónides viola a su
hija. Megadoro quiere casarse con ella sin dote, y para que Euclión
consienta con más gusto, le manda unos cocineros con provisiones para una cena. Euclión
teme por el oro y lo esconde fuera de casa. Un esclavo de Licónides le observa
y se lo roba, pero Licónides se lo devuelve a Euclión, que le entrega el oro, una
esposa y su hijo.
PRÓLOGO
PRÓLOGO
LAR FAMILIAR. — Unas breves palabras sobre mi persona, para que nadie se extrañe y se pregunte, qué es lo que quiere éste aquí. Yo soy el dios lar de esta familia de aquí, de donde me habéis visto salir ahora mismo. Ya hace muchos años que estoy instalado en esta casa y encargado de su tutela, en tiempos ya del padre y del abuelo del que vive ahora en ella. La cosa es que el abuelo de éste me vino un día con muchas súplicas y me encomendó en secreto un tesoro y fue y lo enterró en medio del hogar, pidiéndome en su rogativa que me hiciera yo cargo de ello. Cuando murió, que era de una condición muy avara, no quiso dar cuenta del asunto del tesoro a su hijo y prefirió dejarle sin una perra que indicarle dónde estaba escondido; le dejó sólo un pedazo de terreno de nada, teniendo el hombre que arrastrar así una vida trabajosa y miserable. Cuando murió su padre, o sea, el que me había encomendado el tesoro, me puse yo a observar, a ver si es que el hijo me hacía un poco más de caso que me había hecho el padre. Pero qué, cada vez se ocupaba menos de mí y me hacía menos ofrendas. Yo por mi parte hice exactamente lo mismo, o sea que se murió tan pobre como había vivido. Dejó un hijo, que es el que vive actualmente aquí en la casa, que es de la misma condición que el padre y el abuelo, y tiene una hija única que no deja pasar un día sin venir a rezarme, me ofrece incienso, vino o lo que sea y me pone coronas de flores. Ella ha sido la causa por la que he hecho encontrar el tesoro a Euclión, su padre, para que la pudiera casar así más fácilmente, si es que quería. Porque es que la ha violado un joven de una familia de muchas campanillas. Él sabe quién es ella, pero ella no sabe quién es él y el padre no sabe nada de nada. Por obra mía va a pedirla hoy en matrimonio el viejo ese que vive ahí al lado, pero eso lo hago sólo con el fin de que se case más fácilmente con ella el joven que la violó. Y es que el viejo que la va a pedir en matrimonio es tío del joven que la violó de noche, en la vigilia de Ceres. Pero ya está nuestro viejo gritando ahí dentro como de costumbre. Está echando a la vieja fuera, para que no se entere de nada. Seguro que es que quiere darle una vuelta al tesoro, no sea que se lo hayan robado.
ACTO I
ESCENA PRIMERA
EUCLIÓN, ESTÁFILA
EUCLIÓN. — ¡Fuera, digo, hala,
fuera, afuera contigo, maldición!, ¡mirona, más que mirona, con esos ojos
dearrebañadera!
ESTÁFILA. — Pero, ¿por qué me
pegas? ¡Desgraciada de mí!
EUCLIÓN. — ¿Que por qué te
pego, desgraciada! Pues para que lo seas de verdad y para que lleves una vejez
tal como te la mereces, de mala que eres.
ESTÁFILA. — Pero, ¿por qué me
echas ahora de casa?
EUCLIÓN. — ¿A ti te voy a
tener que dar yo cuentas, ¡Mira qué manera de moverse! ¿Pues sabes lo que te espera?
¡Maldición! ¡Como llegue a echar mano de un palo o de un látigo, verás cómo te
alargo esos pasitos de tortuga!
ESTÁFILA. — ¡Mejor prefería
verme en la horca que no tener que
servir en tu casa en esta forma!
EUCLIÓN. — ¡Mira cómo rezonga
para sus adentros, la maldita! Los ojos te voy a sacar, malvada, para que no puedas
andar espiando lo que hago. Retírate más, un poco más, un —¡eh!, para ahí—. Te juro que si te mueves
de ahí ni un dedo ni una uña o si vuelves la cara para acá antes de que yo te
lo ordene, en la horca vas a acabar, a ver si así aprendes. No he visto en mi vida
una vieja más mala que ésta. ¡Menudo
miedo la tengo!, de que se las arregle para engañarme si me descuido y que se
huela dónde está escondido el oro; en la nuca tiene también ojos, la maldita. Bueno, voy ahora a dar una vuelta, a ver si
está todavía el oro allí donde lo dejé, desgraciado de mí, que no me deja este
asunto ni un momento de tranquilidad. (Entra en casa.)
ESTÁFILA. — Por Dios, que no
puedo figurarme qué clase de maleficio o de locura le ha entrado a mi amo: lo mismo
que ahora me echa de casa hasta diez veces
al día, desgraciada de mí. Por Dios, que no sé qué mal le trae de esta manera;
se pasa las noches enteras en vela, por el día no se mueve de casa, ¡ni que fuera
un zapatero cojo! Y no sé ya cómo
ocultarle la deshonra de su hija, que está a punto de dar a luz; me parece que
la mejor solución sería echarme una soga al cuello y quedarme colgando como una
espingarda.
ESCENA SEGUNDA
EUCLIÓN, ESTÁFILA
EUCLIÓN. — Por fin salgo ya de casa más desahogado, después de comprobar que está todo en orden. (A Estáfila.) ¡Éntrate ya y vigila ahora allí!
ESTÁFILA. — ¿También ésas? ¿Que
vigile dentro? ¿Acaso para que no se lleven la casa? Porque otra cosa no veo yo
que puedan sacar de ahí los ladrones, así está toda de vacía; como haber, no
hay ahí más que arañas.
EUCLIÓN. — Milagro que no me haga Júpiter por mor de ti un rey
Filipo o un Daríoro, bruja. Quiero quedarme con mis arañas, confieso que soy
pobre y estoy conforme con ello y me amoldo a la voluntad de los dioses.
Éntrate y cierra la puerta, enseguida vuelvo.
Mucho cuidado con dejar entrar a nadie en la casa. Para el caso de que viniera
alguien a pedir fuego, quiero que lo apagues, que no haya motivo de que venga
nadie a pedírtelo: si el fuego vive, tú dejarás de vivir al instante. Di
también que se ha ido el agua, si
alguien viene a pedírtela; el cuchillo, el hacha, el macharatajo, el mortero,
todos esos cacharros que andan siempre pidiendo prestados los vecinos, di que han
venido los ladrones y se los han llevado. En resumen, mientras yo esté fuera,
no quiero que se deje entrar a nadie en mi casa. Todavía más te digo, así venga la buena suerte
en persona, no la dejes entrar.
ESTÁFILA. — ¡Por Dios!, de eso
me parece que se cuida ya ella misma, porque hasta ahora no ha puesto jamás los
pies en nuestra casa, a pesar de no andar lejos de por aquí.
EUCLIÓN. — Calla y adentro
contigo.
ESTÁFILA. — Callo y entro.
EUCLIÓN. — Cierra por favor la
puerta con los dos pestillos. Yo vuelvo enseguida. (Estáfela entra en casa.) Se
me parte el alma de tener que salir de casa.
Juro que me voy pero que completamente a la fuerza. Pero yo sé lo que me hago.
Porque es que el jefe de nuestra curia ha dicho que va a hacer un reparto de a
moneda de plata por cabeza; si lo dejo y no voy a por ello, enseguida van a
sospechar todos que es que tengo un
tesoro en casa, porque es muy inverosímil que una persona pobre se deje pasar
la ocasión de ir a recoger dinero, sea la cantidad que sea. Es que precisamente
mientras que me esfuerzo por ocultar con tanto empeño que no se entere nadie, parece
que lo saben todos y me saludan todos más
atentos que me saludaban antes, se acercan, se paran conmigo, me dan la mano,
me preguntan qué tal estás, cómo se anda, qué haces. Ahora, a lo que iba, y luego
a casita lo más pronto posible.
ACTO II
ESCENA PRIMERA
EUNOMIA, MEGADORO
EUNOMIA. — Yo quisiera, hermano, que tú tuvieras la convicción de que mis palabras nacen de mi afecto hacia ti y de mi interés por tu bien, ya que vienen de parte de una verdadera hermana. Aunque no se me oculta que se nos tiene aversión a las mujeres, porque tenemos fama de charlatanas , y con razón y hasta dicen que ni hoy en día ni nunca jamás ha habido una mujer que fuera muda. Así y todo, hermano, quiero que reflexiones lo siguiente: nadie hay más allegado para ti que yo, ni que tú para mí, por lo que es natural que discurramos de común acuerdo y nos aconsejemos mutuamente aquello que consideremos que es en interés del bien de ambos y que no nos lo andemos ocultando o callando por miedo, sino que hagamos intercambio mutuo de nuestras opiniones. Éste es el motivo por el que te he traído aquí a solas para poder hablar con tranquilidad contigo de tus intereses familiares.
MEGADORO. — Eres una mujer fantástica, ¡dame esa mano!
EUNOMIA. — ¿Fantástica? ¿Dónde
está? ¿Es que hay alguna que lo sea?
MEGADORO. — Tú lo eres.
EUNOMIA. — ¿Yo?
MEGADORO. — Si te empeñas,
entonces, no.
EUNOMIA. — Sé sincero, una mujer fantástica no existe. Cada una es
peor que la otra, hermano.
MEGADORO. — Ésa es también mi
opinión y de seguro que no te voy a llevar la contraria en ese punto, hermana.
EUNOMIA. — Préstame atención, por favor.
MEGADORO. — Soy todo oídos, no
tienes más que mandar, si quieres algo.
EUNOMIA. — Es una cosa, que en
mi opinión, es lo mejor para ti lo que
quiero aconsejarte.
MEGADORO. — Hermana, eres la
misma de siempre.
EUNOMIA. — Me alegro.
MEGADORO. — A ver, hermana, ¿de
qué se trata?
EUNOMIA. — Se trata de una
cosa que ojalá te traiga felicidad sin término: para que tengas hijos...
MEGADORO. — ¡Dios lo haga!
EUNOMIA. — Quiero que
contraigas matrimonio.
MEGADORO. — ¡Dios mío, muerto
soy!
EUNOMIA. — Pero, ¿qué pasa?
MEGADORO. — Pobre de mí, tus
palabras, hermana, me hacen saltar los sesos, son más duras que la piedra.
EUNOMIA. — Ea, haz lo que te
dice tu hermana.
MEGADORO. — Si fuera de mi
agrado, sí que lo haría.
EUNOMIA. — Es por tu bien.
MEGADORO. — Sí, antes morir que
casarme. De todos modos, estoy dispuesto a ello, si me das una mujer con la condición
de que entre mañana en casa y pasado mañana la saquen... Si estás de acuerdo
con esta condición, entonces, enseguida,
haz los preparativos de la boda.
EUNOMIA. — Yo, hermano, te
tengo ya buscada una, que tiene una buena dote, pero... es un poco mayor, una mujer
así de media edad. Si quieres que la
pida para ti en tu nombre, estoy dispuesta a hacerlo.
MEGADORO. — ¿Me permites
hacerte una pregunta?
EUNOMIA. —No faltaba más,
pregunta lo que te apetezca.
MEGADORO. — Si un hombre de más
de media edad, se casa con una mujer de edad media, si se da el caso de que la vieja
se queda en estado del viejo, ¿no crees que la criatura recibe de todas todas
el nombre de Póstumo?
Yo, hermana, quiero ahorrarte y
aminorarte todos esos cuidados. Gracias a Dios y a nuestros mayores, tengo
suficientes riquezas; grandes partidos, afán de representar, ricas dotes,
vocinglerías, órdenes, calesas con marfiles, mantones, púrpuras, todo eso me trae
sin cuidado, cosas todas que no hacen más que reducir a los maridos a la
servidumbre.
EUNOMIA. — Dime entonces,
quién es la que quieres tomar por esposa.
MEGADORO. — Ahora mismo.
¿Conoces tú al viejo este pobrete de aquí al lado, Euclión?
EUNOMIA. —Claro que le conozco
y, por Dios, que no es mala persona.
MEGADORO. — Su hija, que es
soltera, quiero pedir por esposa. No me digas nada hermana, que sé lo que vas a
decir: que es pobre; pues pobre y todo, me gusta.
EUNOMIA. — Que sea para bien.
MEGADORO. — Así lo espero.
EUNOMIA. — ¿Algo más?
MEGADORO. — Que te vaya bien.
EUNOMIA. — Lo mismo digo, hermano.
(Entra en casa.)
MEGADORO. — Voy a acercarme a
ver a Euclión, si está en casa. Ah, mira, ahí viene, vuelve ahora mismo de donde
sea.
EUCLIÓN. — No, si tenía yo el presentimiento al salir de casa de que iba en tonto, y por eso me marchaba a disgusto: no se ha presentado ni nadie de la curia, ni el jefe que iba a hacer el reparto. Ahora, derecho a casa, que, bueno, estar, estoy aquí, pero en realidad de verdad, con mi magín, es allí donde estoy.
MEGADORO. — ¡Salud y suerte,
Euclión!
EUCLIÓN. — Queda con Dios,
Megadoro.
MEGADORO. — ¿Qué tal, contento
y bien de salud?
EUCLIÓN. — (Aparte.) No creas
que cuando un rico se pone tan amable
con un pobre, es así a la buena de Dios: ése sabe ya que tengo el oro, por eso
me saluda tan atento.
MEGADORO. — Dime, pues, ¿sigues
bien?
EUCLIÓN. — A ver, en lo
referente a los monises, así así.
MEGADORO. — Caray, si es que
sabes llevarlo, tienes bastante para un buen pasar.
EUCLIÓN. — (Aparte.) La vieja
le ha descubierto lo del oro, ¡maldición!, está más claro que el agua; cuando vuelva
a casa le voy a cortar la lengua y a sacarle los ojos.
MEGADORO. — ¿Qué es lo que
estás hablando ahí a solas?
EUCLIÓN. — Me estoy quejando
de mi pobreza.
Tengo una muchacha soltera ya mayor, sin dote y que no hay quien la
case, lo que es yo no soy capaz de encontrarle una colocación.
MEGADORO. — Calla, no te
apures, Euclión, se le dará una dote, estoy dispuesto a ayudarla. Habla, si
necesitas algo, no tienes más que mandar.
EUCLIÓN. — (Aparte.) Con tanto
ofrecimiento, lo que hace en realidad es pedir; está con la boca abierta
dispuesto nada más que a tragarse mi oro; en una mano tiene una piedra y con la otra te enseña un pan. Yo no
me fío de nadie que siendo rico se pone tan atento con un pobre, al mismo
tiempo que te tiende tan amable la mano, te carga con el daño que sea; yo me
conozco a estos pulpos, que una vez que le han echado la garra a algo, no lo
sueltan ni a tiros.
MEGADORO. — Atiéndeme un
momento, si no te incomoda, Euclión, tengo que hablarte de un asunto que nos interesa
a los dos.
EUCLIÓN. — (Aparte.) ¡Ay
desgraciado de mí, eso es que me han soplado el oro! Seguro que es que quiere
por eso hacer una componenda conmigo, pero voy un momento a casa a dar una
vuelta.
MEGADORO. — ¿A dónde vas?
EUCLIÓN. — Ahora mismo vuelvo,
que tengo que ir a casa a ver una cosa. (Entra en casa.)
MEGADORO. — Caray, me parece
que en cuanto le diga algo de la hija, de que me la dé en matrimonio, va a
pensar que me burlo de él; es que yo no
he visto nadie que se ande con más
estrecheces a causa de su pobreza.
EUCLIÓN. — (Aparte, saliendo
de casa.) Gracias a Dios, todo está en orden; en orden está lo que no ha fenecido.
¡Menudo miedo tenía! Antes de entrar en casa, casi me desmayo. Aquí me tienes,
Megadoro, para lo que quieras mandar.
MEGADORO. — Gracias. Vamos a
ver, contéstame francamente y sin reparos a lo que te pregunte.
EUCLIÓN. — De acuerdo, con tal
que no me preguntes algo que yo no tenga gana de decir.
MEGADORO. — Dime, ¿qué opinión
te merece mi linaje?
EUCLIÓN. — Buena.
MEGADORO. — ¿Me tienes por una
persona honorable?
EUCLIÓN. — Desde luego.
MEGADORO. — ¿Qué dices de mi
conducta?
EUCLIÓN. — Digo que no es ni
mala ni reprobable.
MEGADORO. — ¿Sabes... la edad
que tengo?
EUCLIÓN. — Sé que es elevada,
lo mismo que tus riquezas.
MEGADORO. — Yo, por mi parte, bien sabe Dios que siempre he creído,
y lo sigo creyendo, que eres lo que se dice un ciudadano sin tacha.
EUCLIÓN. — (Aparte.) A éste le
da el tufo del oro. ¿Qué es lo que quieres entonces de mí?
MEGADORO. — Puesto que tú estás
bien informado sobre mi persona y yo sobre la tuya, ahora, lo cual sea para
bien mío, tuyo y de tu hija, te pido que me la des a ella por esposa.
Prométemelo.
EUCLIÓN. — Vamos, Megadoro, esa manera de proceder no es digna de
tu conducta, burlarte de mí, una persona pobre, que no te ha hecho nunca nada
ni a ti ni a los tuyos. De verdad, ni de hecho ni de palabra me he portado
nunca contigo como para darte ocasión a que hagas lo que haces.
MEGADORO. — Por Dios que no es
mi intención el burlarme de ti; ni me burlo, ni creo que venga ello a cuento.
EUCLIÓN. — ¿Por qué me pides
entonces la mano de mi hija?
MEGADORO. — Pues para que tú
veas acrecentado tu bienestar por mí y
yo el mío por ti y los tuyos.
EUCLIÓN. — Pero es que,
Megadoro, yo pienso que tú eres un hombre rico, influyente y yo el último de
los pobretones, o sea, que si te doy a mi hija en matrimonio, me parece como si
tú fueras un buey y yo un borrico; si me pongo a la par de ti, al no poder llevar
la carga como tú, yo, el asno, pararía
en el barro, tú, el buey, no me dignarías una mirada, tal como si no existiera;
tú me dejarías sentir tu superioridad y al mismo tiempo sería el hazmerreír de la
gente de mi clase; me quedaría sin establo fijo en una parte y en la otra, en
el caso de que sobreviniera una separación: los asnos me harían pedazos a mordiscos y los bueyes me envainarían con sus
cuernos. Así que veo yo un gran peligro
en eso de pasarse de los asnos a los bueyes.
MEGADORO. — Mientras más te
arrimes a las gentes de bien, tanto mejor para ti. Euclión, acepta mi
propuesta, oye lo que te digo y prométeme a tu hija.
EUCLIÓN. — Pero no tengo dote
que darle.
MEGADORO. — Déjate de dotes,
con tal que sea de buena condición, bastante dotada está.
EUCLIÓN. — No, yo te lo digo,
porque no vayas a pensar que he
encontrado un tesoro.
MEGADORO. — Lo sé, no hace
falta que me lo avises; prométeme la mano de tu hija.
EUCLIÓN. — Sea. (Se oyen unos
golpes.) ¡Santo Dios, ahora sí que estoy perdido!
MEGADORO. — ¿Qué te pasa?
EUCLIÓN. ¿Qué es lo que ha
sonado, algo así como un ruido metálico? (Entra corriendo en casa.)
MEGADORO. — (Volviéndose a
mirar hacia su casa.) No, es que he mandado cavar aquí en casa el jardín. ¿Pero
dónde está éste? Se ha marchado sin darme una contestación. Se porta con
altanería porque ve que busco su amistad; hace igual que todos: deja a una persona
rica ir a buscar el favor de un pobre; el pobre no se atreve a entrar en
contacto con él; por miedo, echa a perder la cosa y luego, después que feneció
la ocasión, entonces, cuando ya es tarde, la echa de menos.
EUCLIÓN. — (Hablando con Estáfila a la puerta.) ¡Maldición!, si no
te hago arrancar la lengua de raíz, te doy orden y te autorizo a que me hagas
castrar por quien te dé la gana.
MEGADORO. — Caray, Euclión,
estoy viendo que me tomas por una persona a propósito para, a pesar de mi edad,
andar jugando conmigo, y eso sin que yo dé motivo para ello.
EUCLIÓN. — ¡Por Dios!,
Megadoro, ni lo hago, ni aunque quisiera, tendría posibles para juegos de ninguna
clase.
MEGADORO. — Entonces, ¿qué? ¿Me prometes la mano de tu hija?
EUCLIÓN. — Pero con las
condiciones y con la dote que te dije.
MEGADORO. — Entonces, ¿me la
prometes?
EUCLIÓN. — Te la prometo.
MEGADORO. — Que sea para bien.
EUCLIÓN. — Dios lo haga. Pero
ten presente que hemos convenido que no llevaría dote al matrimonio.
MEGADORO. — Lo sé.
EUCLIÓN. — Pero yo también me
sé los subterfugios que os gastáis: lo
convenido no está convenido, lo no convenido está convenido, según os viene en
gana.
MEGADORO. — No habrá problema
entre nosotros. Pero, ¿tienes algo en contra de que celebremos la boda hoy mismo?
EUCLIÓN. — De ninguna manera,
todo lo contrario.
MEGADORO. — Entonces me voy
para hacer los preparativos.
¿Algo más?
EUCLIÓN. — Nada, que te vaya
bien.
MEGADORO. — (A su esclavo.)
¡Tú, Estróbilo, ven conmigo enseguida deprisa al mercado!
EUCLIÓN. — Se fue. ¡Dioses
inmortales, lo que puede el oro! Estoy
seguro que es que se ha enterado de que tengo un tesoro en casa y no está más
que deseando echarle la garra, por eso se ha empeñado en emparentarse conmigo.
ESCENA TERCERA
EUCLIÓN, ESTÁFILA
EUCLIÓN. — ¿Dónde estás tú,
demonio, que le has cascado ya a toda la vecindad que le iba a dar una dote a
mi hija? Tú, Estáfila, te estoy llamando. ¿Es que estás sorda? Deprisa, lava y purifica el cacho de vajilla que hay en
casa, que he prometido a mi hija: hoy mismo la caso con Megadoro.
ESTÁFILA. — Que sea para bien,
pero por Dios, no puede ser con tanta prisa.
EUCLIÓN. — Calla y vete.
Ocúpate de que esté todo a punto cuando vuelva del foro. Y cierra la casa,
ahora mismo vuelvo. (Se va.)
ESTÁFILA. — Dios mío, ¿qué hago
yo ahora? Estamos al borde de la
perdición, lo mismo yo que la hija del amo, que está a punto de dar a luz y se
va a descubrir su deshonra; hasta ahora lo hemos tenido oculto y en secreto,
pero ya es imposible. Me voy dentro, para que cuando vuelva el amo esté
dispuesto lo que me ha mandado. ¡Dios mío, no es nada el brebaje de penas y de
palos que estoy viendo que voy a tener que tragarme!
ESCENA CUARTA
ESTRÓBILO, ÁNTRAX,
CONGRIÓN
ESTRÓBILO. — Después que el amo ha hecho la compra y contratado los
cocineros y estas flautistas en el mercado, me ha dado orden de hacer de todo
dos partes equitativas.
ÁNTRAX.
— Hm, a mí, te lo digo a las claras, a mí no me partes tú; si quieres
que vaya entero a donde sea, estoy dispuesto.
CONGRIÓN. — ¡Bonito puto me estás hecho! ¡Mira
qué decente que es! Y a la postre, si alguien te lo pide, anda que no dejarías
hacerlo.
ESTRÓBILO. — Ántrax, yo lo había
dicho en otro sentido, no en ese que tú te figuras. Bien, mi amo celebra hoy su
boda.
ÁNTRAX.
— ¿Quién es el padre de la novia?
ESTRÓBILO. — Euclión, el vecino de aquí al lado. Por eso me ha dado
orden de que se le dé la mitad de la compra, uno de los cocineros y una de las
flautistas.
ÁNTRAX.
— ¿Dices entonces que la mitad para aquí y la mitad para vuestra casa?
ESTRÓBILO. — Exacto.
ÁNTRAX. — ¿Qué, es que no
podía el viejo este hacer la compra de su dinero para las bodas de la hija?
ESTRÓBILO. — ¡Ja!
ÁNTRAX.
— ¿Qué pasa?
ESTRÓBILO. — ¿Que qué pasa,
dices? Ese viejo es más seco que la piedra pómez.
ÁNTRAX.
— ¿De verdad?
CONGRIÓN. — ¿Es posible?
ESTRÓBILO. —Tú figúrate: se empeña en que está
arruinado, del todo perdido; hasta implora el socorro de los dioses y los hombres
en cuanto que ve que se escapa por donde sea humo de su chabola. Lo que es más,
cuando se va a la cama, se pone un saquillo de cuero atado a la boca.
ÁNTRAX.
— ¿Pero, para qué?
ESTRÓBILO. — No sea que se le
escape algo de aire mientras duerme.
ÁNTRAX.
— ¿También se tapa el agujero de atrás, para que no se le escape el aire mientras duerme?
ESTRÓBILO. — Yo pienso que me lo
debes creer, igual que dado el caso te lo creería yo también a ti.
ÁNTRAX.
— No, no, si te lo creo.
ESTRÓBILO. — Pero, ¿sabes? ¡Ja,
cuando se baña, llora, porque se gasta agua!
ÁNTRAX.
— ¿Crees tú que podríamos conseguir del viejo un talento magno para comprarnos la libertad?
ESTRÓBILO. — ¡Uf!, así le
pidieras prestada el hambre no te la daría. Veréis, otra cosa: hace poco le
cortó el barbero las uñas: fue y recogió y se llevó todas las recortaduras.
ÁNTRAX.
— ¡Caray!, sí que es un tío roñoso de verdad.
ESTRÓBILO. — ¿Que si es roñoso y
vive como un miserable? Verás, el otro
día se le llevó un milano la carne; coge y se va lloriqueando al pretor, empieza
allí a exigir llorando y lamentándose, que se le permitiera hacer un proceso al
milano. Cientos de cosas te podría contar, si tuviéramos tiempo.
Pero a ver, ¿cuál de los dos es más ligero?
ÁNTRAX.
— Yo, en consonancia con mi mayor categoría.
ESTRÓBILO. — Yo pregunto por un
cocinero, no por un ladrón.
ÁNTRAX.
— ¡Un cocinero es lo que digo!
ESTRÓBILO. — ¿Y tú qué dices?
CONGRIÓN. — Digo que soy así como ves.
ÁNTRAX. — ¡Ése es un
cocinero de domingo, no va a guisar más que una vez por semana!
CONGRIÓN. — El nombre de ladrón, que seis letras tiene,
tú, ladrón, ¿te atreves a hablar mal de mí?
ÁNTRAX.
— Ladrón tú, más que ladrón.
ESCENA QUINTA
ESTRÓBILO, ÁNTRAX,
CONGRIÓN
ESTRÓBILO. — Calla ya y coge el
cordero más gordo y llévalo ahí dentro a casa.
ÁNTRAX.
— Vale.
ESTRÓBILO. —Tú, Congrión, toma
éste y vete allí dentro y vosotros iros con él.
CONGRIÓN. — ¡Caray!, vaya una manera de repartir, ésos se llevan el
cordero más gordo.
ESTRÓBILO. — A cambio te
llevarás tú la flautista más gorda; ve con él, Frigia, y tú, Eleusio, aquí a
nuestra casa.
CONGRIÓN. ¡Ay Estróbilo, traicionero, largarme
aquí con el viejo avaro este! Y si necesito algo, ¿qué?
¡Hasta perder la voz lo tendré que pedir antes que se me dé nada!
ESTRÓBILO. — Estás tonto y, por
lo que veo, no tiene sentido el portarse decentemente cuando resulta que lo echas
en saco roto.
CONGRIÓN. — ¿Y eso, por qué?
ESTRÓBILO. — ¿Que por qué, dices? En primer lugar, ahí descuida,
que no tendrás problema alguno: si necesitas algo, tráetelo de tu casa, para
que no pierdas el tiempo en pedirlo. Aquí, en cambio, en casa de mi amo hay un
lío y una cantidad de gente enorme, muebles, joyas, vestidos, vajilla de plata; si fenece algo (y yo sé que
tú eres muy capaz de no tocar nada, si no tienes nada a tu alcance) dicen: ¡los
cocineros se lo han llevado, echarles mano, atarlos, azotarlos, a la cisterna
con ellos!; nada de eso te puede pasar a ti, porque aquí no hay nada para
llevarse. Hale, ven conmigo.
CONGRIÓN. — Vale.
ESCENA SEXTA
ESTRÓBILO, ESTÁFILA,
CONGRIÓN
ESTRÓBILO. — ¡Tú, Estáfila, sal
y ábrenos!
ESTÁFILA. — ¿Quién va?
ESTRÓBILO. — Soy yo, Estróbilo.
ESTÁFILA. — ¿Qué es lo que
quieres?
ESTRÓBILO. — Que hagas pasar a
estos cocineros y aquí a la flautista; ten también la compra para la fiesta de
las bodas; es para Euclión de parte de Megadoro.
ESTÁFILA. — Oye, tú, ¿son las
bodas de Ceres lo que vais a celebrar?
ESTRÓBILO. — ¿Por qué?
ESTÁFILA. — Pues porque no veo
vino por ninguna parte.
ESTRÓBILO. — Pero se traerá
cuando venga el amo del mercado.
ESTÁFILA. — Aquí nosotros no
tenemos ni gota de leña.
CONGRIÓN. — ¿Tenéis vigas?
ESTÁFILA. — ¡Sí que tenemos,
demonio!
CONGRIÓN. — Pues entonces hay también leña, no hace
falta ir fuera a buscarla.
ESTÁFILA. — Qué, tú, tío
asqueroso, por mucho que estés al servicio del puro dios del fuego, ¿vas a
querer que por culpa de la cena o por llevarte tú tu salario prendamos fuego a
nuestra casa?
CONGRIÓN. —No, no, no he dicho nada.
ESTRÓBILO. — Hale, llévalos
dentro.
ESTÁFILA. — ¡Venid conmigo!
ESCENA SÉPTIMA
PITÓDICO, ESTRÓBILO.
ESTRÓBILO. — ¡Hale! Yo entretanto voy a ver qué hacen los cocineros, que bien sabe Dios que es la única ocupación que tengo hoy, el vigilarlos. Como no sea que haga una cosa: que preparen la cena dentro de la cisterna; luego cuando esté, la subimos en cestos arriba. Y para el caso de que se coman abajo lo que guisen, se quedan los de arriba en ayunas y los de abajo desayunados. ¡Pero estoy aquí charlando como si no tuviera nada que hacer, con toda la casa llena de Monipodios! (Se va.)
ESCENA OCTAVA
EUCLIÓN, CONGRIÓN
EUCLIÓN. Quise darme un
empujoncillo hoy al fin para regalarme un poco por las bodas de mi hija: voy al
mercado, pregunto por el pescado: está caro; caro el borrego, cara la vaca, la ternera, el atún, el cerdo:
todo caro; caro sobre todo, por falta de pasta, así que me marcho de mal humor,
porque no puedo comprar nada; con tres palmos de narices les he dejado a todos
esos sinvergüenzas. Después, me pongo yo a pensar entre mí por el camino: si echas la casa por la ventana en un día de
fiesta, tienes que privarte los demás días, a no ser que hayas andado con
cuenta.
Después que le expuse este razonamiento a mi caletre y a mi estómago, quedamos al fin de acuerdo en lo que desde el principio había sido mi propósito, o sea, casar a mi hija con el menor gasto posible; entonces he comprado este poquillo de incienso y estas coronas de flores, que le pondré a nuestro lar en el hogar, para que haga feliz a mi hija en su matrimonio.
Después que le expuse este razonamiento a mi caletre y a mi estómago, quedamos al fin de acuerdo en lo que desde el principio había sido mi propósito, o sea, casar a mi hija con el menor gasto posible; entonces he comprado este poquillo de incienso y estas coronas de flores, que le pondré a nuestro lar en el hogar, para que haga feliz a mi hija en su matrimonio.
Pero, ¿mi casa abierta? Y dentro, ¡qué jaleo! Desgraciado de mí, me
están robando.
Congrión. — (Desde dentro.)
Ve a pedirle a algún vecino una olla más
grande que ésta, si es posible; ésta es pequeña, aquí no coge.
EUCLIÓN. — ¡Ay de mí, estoy
perdido, Dios mío! Se me roba el oro, se busca una olla. Muerto soy si no me
doy prisa a entrar en casa. Apolo, yo te suplico, ven en mi socorro, ayúdame,
atraviesa con tus saetas a esos ladrones de mi tesoro, tú, que has prestado ya ayuda a otros
en iguales circunstancias. Pero voy allá corriendo, antes de que sea demasiado
tarde. (Entra en casa.)
ESCENA NOVENA
ÁNTRAX
ÁNTRAX.
— (Saliendo de casa de Megadoro y hablando con los otros cocineros dentro.)
Dromón, escama el pescado. Tú, Maquerión, deshuesa el congrio y la murena, lo más rápido
que puedas, yo voy a la casa de al lado, a pedirle a Congrión un molde para pan. Tú, si tienes
cabeza, me vas a dejar este gallo más liso que un saltarín bien afeitado.
Pero ¿qué son esos gritos que salen de la casa de al lado? Seguro
que es que los cocineros están haciendo de las suyas. Me voy dentro, no sea que se vaya a armar aquí
también el mismo jaleo.
ACTO III
ESCENA PRIMERA
CONGRIÓN. — (Saliendo de casa de Euclión.) ¡Eh, ciudadanos, compatriotas, habitantes y vecinos de la ciudad, forasteros todos, dadme paso que huya, dejad libres y vacías todas las calles! Nunca jamás hasta hoy había venido a cocinar a una bacanal entre bacantes, desgraciado de mí, que nos han molido a golpes, a mí y a mis compañeros. Estoy todo dolorido, muerto, tal es la forma en que se ha ensañado conmigo el viejo.
¡Huy, Dios mío, estoy perdido, pobre de mí, se abre la puerta, viene, me
persigue! Verás, ya sé lo que tengo que hacer, él mismo ha sido mi maestro
y me lo ha enseñado. En mi vida he visto repartir leña más bonitamente, tan
cargados de palos nos ha echado a todos fuera, a mí y a éstos.
ESCENA SEGUNDA
EUCLIÓN, CONGRIÓN
EUCLIÓN. — Ven para acá, ¿a dónde vas?
¡Sujetadle, sujetadle!
CONGRIÓN. — ¿A qué vienen esos
gritos, loco?
EUCLIÓN. — Vienen a que voy a
dar cuenta de ti a la policía.
CONGRIÓN. — ¿Pero, por qué?
EUCLIÓN. — Porque tienes un
cuchillo.
CONGRIÓN. — Como debe un
cocinero.
EUCLIÓN. — Y ¿por qué me has
amenazado?
CONGRIÓN. — En lo que he hecho
mal es no haberte atravesado el costado.
EUCLIÓN. — No hay en todo el
mundo otro sinvergüenza igual ni nadie a quien con más gusto le haría daño aposta.
CONGRIÓN. — ¡Ja!, aunque no dijeras nada, bien
clara está la cosa, los hechos cantan, que me has puesto más blando que unos
zorros a fuerza de palos. ¿Pero qué tienes tú que ponerme la mano encima, tío
pordiosero?
EUCLIÓN. — ¿Cómo? ¿Encima lo
preguntas? ¿Quizá porque todavía me he quedado corto?
CONGRIÓN. — Deja, que te va a
costar caro, si es que puedo dar señales
de mí.
EUCLIÓN. — No me interesa el
día de mañana; por lo pronto bien claras que están las señales que llevas en la
cabeza. Pero, ¿qué es lo que tenías tú que hacer en mi casa durante mi
ausencia, sin mi autorización? Eso es lo que quiero saber.
CONGRIÓN. — ¡Calla entonces!
Hemos venido a guisar para la boda.
EUCLIÓN. — Maldición, ¿qué
tienes tú que meterte en si yo como
crudo o guisado, o es que eres acaso mi tutor?
CONGRIÓN. — Yo quiero saber si
nos dejas o no nos dejas que preparemos aquí la cena.
EUCLIÓN. — Y yo quiero saber,
si van a quedar o no van a quedar a salvo mis cosas en mi casa.
CONGRIÓN. — ¡Ojalá me pueda
llevar a salvo las cosas mías que traje! A mí no me falta de nada, no creas que
voy a querer nada tuyo.
EUCLIÓN. — Lo sé, no hace
falta que me des lecciones, me lo tengo bien sabido.
CONGRIÓN. ¿Cuál es entonces el motivo, por el que
nos impides preparar aquí la cena? ¿Qué es lo que hemos hecho, que es lo que
hemos dicho en contra de tus deseos?
EUCLIÓN. — ¿Todavía me
preguntas, malvado, después que estáis andando libremente de acá para allá por todos
los rincones de mi casa y de sus habitaciones? Si hubieras estado allí donde estaba tu oficio, en la cocina,
no llevarías la cabeza partida en dos: bien merecido te lo tienes. Y ahora,
para que lo sepas, como llegues a acercarte un tanto así aquí a la puerta sin
mi autorización, voy a hacer de ti el más desgraciado de los mortales, ya lo
sabes.
CONGRIÓN. — ¿A dónde vas? ¡Vuelve acá! Así me proteja
Monipodio en persona, que si no das orden de que se me devuelvan mis cacharros,
te voy a armar una serenata de aúpa aquí delante de tu casa. Y ahora, ¿qué hago?
Anda que no he venido aquí con mala suerte.
Me han contratado por una moneda, pero ya es más que mi salario lo que
me hace falta para el médico.
ESCENA TERCERA
EUCLIÓN, CONGRIÓN
EUCLIÓN. — (Sale de su casa con la olla.) Ni un instante soltaré esto, donde quiera que vaya, te lo juro. Ni hablar de consentir dejarlo aquí en medio de tan grandes peligros. (A los cocineros.) Ea, entrar ya todos en buena hora, cocineros y flautistas, carga también adentro, si te parece bien, con un ejército de esclavos, hale, a guisar, a hacer y a trajinar ya lo que os dé la gana.
CONGRIÓN. — A buena hora, después que me has llenado la cabeza
de rachas a fuerza de palos.
EUCLIÓN. — Anda, adentro: se
os ha contratado para trabajar , no para echar discursos.
CONGRIÓN. — Eh, tú, abuelo,
entonces te voy a exigir también una paga por los golpes que me has dado, ¡caray!,
yo he sido contratado para guisar y no para recibir palos.
EUCLIÓN. — Llévame si quieres
a los tribunales, no te pongas cargante. Anda, vete ya a preparar la cena o lárgate
de una vez a la horca.
CONGRIÓN. — Lo mismo digo.
ESCENA CUARTA
EUCLIÓN
EUCLIÓN. — Por fin se fue.
Santo Dios, qué atrevimiento de parte de
una persona pobre el entrar en tratos con un rico. Mira si no el dichoso
Megadoro, que no sabe por dónde cogerme, pobre de mí, y va y hace con que por
mor de mi persona me manda los cocineros y en realidad de verdad, para lo que
los ha mandado es para que me la robaran. (Señalando a la olla.) Luego, por si
era poco todavía, el gallo ese de la
vieja me ha acabado de dar la puntilla ahí dentro, pues no que empieza a
escarbar justo donde estaba escondida.
En resumen, me puso tan exacerbado, que cojo un palo y lo dejo tieso,
por ladrón, cogido además in flagranti.
¡Qué diablos!, estoy seguro que es que los cocineros le habían prometido una prima, si descubría el
tesoro. Pero yo les he quitado el arma de las manos. En resumen, el gallo es el
que ha hecho los gastos del combate. Pero ahí veo a mi compadre Megadoro, que vuelve
de la plaza. No me atrevo a pasar de largo sin
pararme con él y hablarle.
ESCENA QUINTA
MEGADORO, EUCLIÓN
MEGADORO. — Les he
estado contando a muchos de mis amigos mi proyecto de matrimonio: todos alaban
a la hija de Euclión. Dicen que está muy bien hecho y que es una decisión
acertada. Porque desde luego, en mi opinión, si los demás hicieran lo mismo, o sea, casarse los
ricos con las hijas de los pobres sin recibir dote, habría muchas menos
distancias entre los ciudadanos y no estaríamos los ricos tan expuestos como lo
estamos a la envidia de los demás. Ellas tendrían un poco más de miedo al
castigo de lo que lo tienen y nosotros
menos gastos de los que tenemos. Desde luego ésa sería una solución que redundaría
en beneficio de la mayor parte de la población. Hay algunos ambiciosos que
me llevan la contraria, gentes a las que no hay ni ley ni zapatero capaz de
tomar medida a su ambición y a sus insaciables deseos.
Bueno, y en el caso de que vaya alguien y pregunte: ¿Y con quién se van a casar entonces las ricas,
si se da esa ley para las pobres? Mira, que se casen con quien les dé la gana,
con tal de que no aporten una dote. Si así fuera, tendrían más cuenta con
llevar como dote más virtudes de las que ahora llevan al matrimonio. Verías tú
como entonces los mulos, que en la actualidad superan en precio a los caballos, se ponían más baratos que los
jamelgos galos.
EUCLIÓN. — Por Dios, que le
estoy escuchando con gusto, se ha explayado de maravilla en favor del ahorro.
MEGADORO. — Ninguna podría
decir entonces: «Mira que te he traído una dote mucho mayor que el dinero que
tú tenías, o sea, que es justo que se me proporcione oro y púrpura, esclavas, mulos, muleros, servidores, mensajeros,
carrozas para pasearme».
EUCLIÓN. — ¡Qué bien se sabe
éste las costumbres de las señoras! Estaría bien de prefecto para asuntos femeninos.
MEGADORO. — Hoy en día, a donde
quiera que vayas, ves más carruajes en
las casas de la ciudad que en el campo, cuando vas a la finca. Pero todo esto
es cosa de nada en comparación con cuando empiezan a pasarte las cuentas: se
presenta el de la limpieza de los vestidos, el bordador en oro, el joyero, el
tejedor de lana, comerciantes de cenefas, camiseros , tintoreros de rojo, de
violeta, de nogal, o los sastres de las túnicas de manga larga, o los
perfumeros, los revendedores de lencería de lino y de zapatos; los zapateros de
zapatos finos, los de sandalias se presentan, se presentan los fabricantes de
tejidos de malva; traen sus cuentas los de la limpieza de vestidos, los que los remiendan
traen sus cuentas, se presentan los corseteros y junto con ellos los fabricantes
de cinturones. Te piensas que has terminado ya con todos éstos: se van y vienen
entonces cientos de ellos, en los atrios están con la bolsa en la mano los
fabricantes de cenefas, los de cofres para joyas. Entran, se les paga. Te piensas que has acabado con ellos, cuando
aparecen los tintoreros de azafrán o si no, el malasangre que sea, que viene y quiere
algo.
EUCLIÓN. — Me gustaría
abordarle, si no temiera que dejase de enumerar las mañas de las mujeres. Es
mejor dejarle por lo pronto.
MEGADORO. — Cuando has
terminado con todos estos mercaderes de
bagatelas, al final, para colmo se presenta un soldado y pide su impuesto; vas
y echas las cuentas con tu banquero; el soldado allí esperando con el estómago
vacío y diciendo que quiere cobrar: cuando has terminado las cuentas con el banquero, resulta que tienes
deudas con él, o sea, que hay que decirle al soldado que vuelva al día
siguiente.
Todo esto y mucho más es lo que traen consigo las dotes fuertes en
cuanto a inconvenientes y gastos intolerables. Total, que la mujer sin dote,
ésa está en manos del marido, y las
dotadas lo único que aportan al matrimonio es la ruina y la desgracia de sus esposos.
Pero mira, ahí está mi pariente a la puerta de su casa. ¿Qué hay, Euclión?
ESCENA SEXTA
EUCLIÓN, MEGADORO
EUCLIÓN. — Sí que no me he
tragado con gusto tus razonamientos.
MEGADORO. — Ah, pero ¿lo has
oído?
EUCLIÓN. — Desde el principio
todo ce por be.
MEGADORO. — De todos modos me
parece que no haría mal en ponerte un
poco más elegante para las bodas de tu hija.
EUCLIÓN. — El saber acomodar
la elegancia a lo que se tiene y el afán de representar a la propia fortuna, es
dar prueba de no haberse olvidado de la propia proveniencia. De verdad,
Megadoro, ni a mí ni a otra persona pobre le trae ventaja alguna en cuanto a
sus asuntos económicos el qué dirán.
MEGADORO. — Pero bueno, tú tienes lo suficiente y Dios así lo
quiera y te aumente cada vez más lo que ahora tienes.
EUCLIÓN. — (Aparte.) Eso de
«lo que ahora tienes» no me hace gracia. Éste sabe lo que tengo lo mismo que
yo. La vieja lo ha dicho todo.
MEGADORO. — ¿A qué andas ahí
haciendo corrillo aparte?
EUCLIÓN. — ¡Caray!, estaba
pensando, y con razón, cómo podría
culparte.
MEGADORO. — Pero, ¿qué es lo
que pasa?
EUCLIÓN. — ¿Que qué pasa,
dices? Después que me has llenado de ladrones todos los rincones de mi casa, desgraciado
de mí, y me has metido dentro mil cocineros cada uno con seis manos, como si
fueran hijos de Gerión. Ni Argos siquiera, que no era más que ojos, que le
encargó Juno custodiar a Ío, ni Argos sería capaz de vigilarlos, y además una
flautista, capaz de bebérseme sola, si manara vino, la mismísima fuente Pirene
de Corinto; luego, la compra.
MEGADORO. — Caray, la compra
bastaría para un regimiento, he mandado hasta un cordero.
EUCLIÓN. — Sí, un cordero, que
seguro estoy que no hay bicho más curioso que éste.
MEGADORO. — Me gustaría
realmente saber qué tiene que ver un cordero con la curiosidad ni con la curia.
EUCLIÓN. — Pues es que no es
más que hueso y pellejo, tal está comido de curiosear; bueno, es que vivo y
todo, si le pones al sol, nada, que se
le ven las entrañas, es más transparente que una farola púnica.
MEGADORO. — Pero si yo he
pagado uno que estaba a punto para matar.
EUCLIÓN. — Entonces más vale
que le pagues también el entierro, porque muerto, lo está ya, según creo.
MEGADORO. — Bien, Euclión,
tenemos que echar hoy un copeo juntos.
EUCLIÓN. — Te juro que yo,
desde luego, de beber, nada.
MEGADORO. — Que sí, hombre, que
voy a mandar traer una garrafa de vino viejo de mi casa.
EUCLIÓN. — ¡Que no!, que no
quiero, yo no bebo más que agua.
MEGADORO. — Ya verás la melopea
que te voy a hacer coger hoy, a ti que dices que no vas a beber más que agua.
EUCLIÓN. — (Aparte.) Yo me sé lo que pretende éste. Eso no es más
que un pretexto para dejarme fuera de combate con el vino y así, cambie después
de domicilio esto que llevo aquí. (Señalando a la olla.)
Pero ya tomaré yo mis medidas, porque voy a coger y a esconderlo donde
sea, fuera, y no va a conseguir más que perder el tiempo y el vino al mismo
tiempo.
MEGADORO. — Yo, Euclión, si no
quieres nada más, me voy al baño, para prepararme para el oficio
religioso. (Se va.)
EUCLIÓN. — Por Dios, olla de mis entrañas, qué de enemigos
tienes, tú y el oro que se te ha confiado.
Ahora lo mejor es, olla querida, que te lleve fuera de casa, al templo
de la Fidelidad. Allí te dejaré bien escondida, Santa Fidelidad , tú me conoces
a mí lo mismo que yo a ti. No vayas, te suplico, a cambiar tu nombre, si te entrego mi tesoro. A ti
dirijo mis pasos, confiado en la fidelidad que llevas por nombre.
(Se dirige al templo.)
ACTO IV
ESCENA PRIMERA
ESCLAVO DE LICÓNIDES
ESCLAVO. — He aquí una acción
digna de un buen esclavo, el hacer lo que yo traigo entre manos, ejecutar las órdenes del amo sin demora y con
buena voluntad.
Porque el esclavo que quiere servir a su señor según los deseos de éste,
debe poner mano primero a las cosas de su señor y después a las suyas propias.
Si duerme, debe dormir de manera que no olvide su condición de esclavo.
Pues quien sirve a un amo enamorado, como es mi caso, si ve que el amor es más fuerte que su amo, yo
pienso que es el deber del esclavo el contenerle para que no se pierda, pero
no empujarle a donde le lleva su pasión. Así como a los niños, cuando están aprendiendo a nadar, se les pone un flotador para
que no tengan que esforzarse tanto y naden y muevan las manos más fácilmente, igual pienso yo que
el siervo debe de ser como un salvavidas para su amo enamorado, para que se sostenga y no se vaya
al fondo como una sonda de plomo. El siervo debe adivinar las órdenes de su
amo, de modo que sus ojos sepan leer la expresión de su rostro, debe
apresurarse a ejecutar sus órdenes con más velocidad que una veloz cuadriga. Quien tenga estos preceptos en
cuenta, se verá libre del castigo del látigo y no dará ocasión a sacar brillo
a las cadenas de sus pies. El caso es que mi amo está enamorado de la hija de Euclión, el
viejo ese pobre que vive ahí, pero según ha sabido, la muchacha ha sido
prometida aquí a Megadoro, su tío. Por eso me ha mandado a espiar, para que le tenga al corriente
de lo que pasa.
Así que ahora, sin que nadie tenga nada que sospechar, me voy a sentar aquí
en este altar, para poder observar lo que sucede de esta parte y de la
otra.
ESCENA SEGUNDA
EUCLIÓN, ESCLAVO DE LICÓNIDES
EUCLIÓN. — Santa Fidelidad, yo
te suplico, no descubras a nadie el escondrijo de mi oro. No es que tenga miedo
de que lo encuentre, que lo he dejado
bien escondido. ¡Dios mío, bonita presa iba a hacer el que se encontrara la
olla llena de oro! No lo permitas, Santa Fidelidad, yo te suplico. Ahora me voy
al baño, para luego hacer el servicio religioso y no hacer esperar a mi yerno;
de modo que cuando venga, lleve a mi hija enseguida a su hogar. Santa
Fidelidad, mira, una y otra vez te lo pido, que me lleve la olla salva de tu templo; a tu fidelidad he confiado
el oro, en tu bosque sagrado y en tu templo lo he depositado.
ESCLAVO. — Santo Dios, ¿qué es
lo que dice este hombre?, ¿que ha escondido aquí en el templo de la Fidelidad
una olla llena de oro? Santa Fidelidad, escucha mi súplica y no le seas más
fiel a él que a mí.
Pero me parece que éste es el padre de la muchacha que quiere mi amo. Voy a
entrar y a registrar el templo, a ver si encuentro dónde sea el oro, mientras
que el otro está ocupado. Pero si lo encuentro, ¡oh Santa Fidelidad!, prometo
ofrecerte una jarra de vino con miel de más de tres litros de cabida; primero
te la ofrezco a ti, y luego, al coleto que me la tiro, después que te la
haya ofrecido.
ESCENA TERCERA
ESCENA TERCERA
EUCLIÓN. — (Volviendo.) Por algo es que me grazna el cuervo aquí a la mano izquierda; y es que además estaba al mismo tiempo graznando y escarbando la tierra con las patas. Al momento se me ha puesto el corazón a saltar y a danzar en el pecho.
¡Venga, venga, deprisa y a la carrera! (Va hacia el templo.)
ESCENA CUARTA
EUCLIÓN. — (Saliendo del
templo tirando del esclavo.)
Fuera de aquí, lombriz de caño sucio, conque acabas ahora mismo de salir
de la tierra, hace nada ni rastro había de ti, pues ahora que estás ahí, verás,
vas a acabar tus días, tú, malabarista,
te las vas a tener que ver conmigo pero que de muy mala manera.
ESCLAVO. — Pero, ¿a qué viene
esa furia, qué tengo yo que ver contigo, abuelo, por qué me zarandeas, por qué me
arrastras, por qué me golpeas?
EUCLIÓN. — Tú, cosechero de
palos, ¿todavía me lo preguntas, ladrón, más que ladrón?
ESCLAVO. — ¿Pero qué es lo que
te he robado?
EUCLIÓN. — ¡Venga,
devuélvemelo!
ESCLAVO. — Pero, ¿qué te voy a
devolver?
EUCLIÓN. — ¿Encima me lo
preguntas?
ESCLAVO. — Yo no te he quitado
nada a ti.
EUCLIÓN. — Pero para ti me has
quitado algo, ¡dámelo, venga!
ESCLAVO. — ¿Cómo venga?
EUCLIÓN. — No puedes
quitármelo.
ESCLAVO. — Pero, ¿qué es lo
que quieres?
EUCLIÓN. — Dame.
ESCLAVO. — Desde luego que me
creo yo que estás acostumbrado a que te las den, abuelo.
EUCLIÓN. — Dame, hale, déjate
de pamplinas, no estoy yo ahora para bromas.
ESCLAVO. — Pero, ¿qué te voy a
dar? ¿Por qué no llamas a lo que sea por su nombre? ¡Maldición!, yo no he cogido
ni tocado nada.
EUCLIÓN. — Enséñame las manos.
ESCLAVO. — Aquí las tienes, te
las enseño, míralas.
EUCLIÓN. — Bien, venga,
enséñame la tercera.
ESCLAVO. — Este viejo está
endemoniado y mal de la cabeza. ¿No ves que me estás tratando injustamente?
EUCLIÓN. — Desde luego que sí,
pero sólo por no haberte colgado ya, pero bien sabe Dios, que te colgaré, si no
confiesas.
ESCLAVO. — Pero, ¿qué voy a
confesar?
EUCLIÓN. — ¿Qué es lo que te has llevado de aquí?
ESCLAVO. — Los dioses me confundan,
si te he quitado algo tuyo (aparte) y si no es que quería quitártelo.
EUCLIÓN. — Venga, sacude la
capilla esa.
ESCLAVO. — Como quieras.
EUCLIÓN. — No sea que lo
tengas entre los vestidos.
ESCLAVO. — Tienta tú mismo por
donde te dé la gana.
EUCLIÓN. — ¡Ah!, mira que
amable se pone ahora el muy sinvergüenza, para que piense que no se ha llevado nada.
Yo me sé esos trucos. Venga enséñame otra vez la mano derecha.
ESCLAVO. — Aquí la tienes.
EUCLIÓN. — Ahora enséñame la
izquierda.
ESCLAVO. — Toma, las dos al
mismo tiempo.
EUCLIÓN. — Basta de registros.
Devuélvemelo.
ESCLAVO. — ¿El qué te voy a
devolver?
EUCLIÓN. — Ah, te estás
burlando, tú lo tienes.
ESCLAVO. — ¿Que lo tengo? ¿El
qué tengo?
EUCLIÓN. — No quiero decirlo,
no estás más que deseando oírlo; lo mío, sea lo que sea, que lo tienes tú, devuélvemelo.
ESCLAVO. — ¡Estás mal de la
cabeza! Me has registrado como te ha dado la gana y no me has encontrado nada tuyo.
(Hace ademán de irse.)
EUCLIÓN. — Espera, espera, ¿quién es aquél?, ¿quién era el otro que
estaba ahí dentro contigo? ¡Dios mío, estoy perdido! El otro está ahí dentro
haciendo de las suyas; si dejo a éste, se me escapa. En fin de cuentas a éste
ya le he registrado de punta a cabo, éste no tiene nada. Vete donde te dé la
gana.
ESCLAVO. — Mal rayo te parta.
EUCLIÓN. — Bonita manera de
dar las gracias. Ahora voy ahí a cortarle el gañote a tu cómplice. ¿Te largas
ya de mi presencia? ¿Acabas o no acabas
de irte?
Mucho cuidado con volver a aparecer ante mi vista.
(Entra en el templo.)
ESCLAVO. — Morirme de la peor de las muertes prefería antes que no dársela hoy al viejo. Ahora ya no se atreverá a esconder el oro ahí, seguro que lo saca y lo cambia de lugar. ¡Ajajá!, suena la puerta: ¡el viejo, que saca el oro fuera! Voy a retirarme aquí un poco junto a la puerta.
ESCENA SEXTA
EUCLIÓN. — Anda, que tenía yo
una opinión bien distinta de la confianza que merecía la diosa de la Fidelidad,
pero sí, a punto ha estado de burlarse de mí en mis propias barbas; de no ser
por el cuervo, perdido hubiera estado, pobre de mí. No, que no me gustaría poco
ver otra vez al cuervo que me dio el
aviso, para decirle algunas palabras de reconocimiento, porque algo de comer,
lo mismo sería darlo que perderlo. Ahora estoy pensando un sitio solitario,
para esconder esto. Fuera de la muralla está el bosque de Silvano , que queda
apartado del camino y está muy cerrado con sauces; allí buscaré un sitio. Desde
luego, mejor se lo confío a Silvano que no a la Fidelidad.
ESCLAVO. — ¡Ole, ole!, los
dioses están de mi parte, voy a adelantarme al viejo, me subo a un árbol y
desde allí observaré dónde esconde el
oro. Aunque, ahora que lo pienso, el amo me había mandado esperarle aquí; es
igual, prefiero los monises, aunque sea a costa de palos.
ESCENA SÉPTIMA
LICÓNIDES, EUNOMIA,
(FEDRIA)
LICÓNIDES. — Esto es todo,
madre, ya estás tú también al tanto de toda la historia con la hija de Euclión.
Ahora, madre, te ruego y te suplico otra vez lo mismo que antes; habla al tío,
madre, por favor.
EUNOMIA. — Bien sabes tú que mi único deseo es cumplir los tuyos;
yo confío que tendré éxito con mi hermano. El motivo es además justificado, si
es verdad lo que dices, que violaste a la muchacha cuando estabas bebido.
LICÓNIDES. — ¿Voy yo a decirte a ti una mentira, madre?
FEDRIA.
— (Desde dentro.) ¡Ay, aya, por favor, me muero, me vienen los dolores,
Juno Lucina, ayúdame!
LICÓNIDES. — ¡Mira, madre,
hechos y no palabras, grita, le viene el parto!
EUNOMIA. — Ven conmigo, hijo, a mi hermano, que consiga de él lo
que me pides.
LICÓNIDES. — Ve, madre, yo te
sigo. Pero, ¿dónde puede estar mi esclavo? Le había dicho que me esperara aquí.
Aunque ahora que lo pienso, si es que está ocupado en mi servicio, no es
justo que me enfade con él. Voy dentro, donde se están celebrando los comicios sobre mi vida.
ESCLAVO. — (Entra con
la olla en las manos.) En el mundo entero no hay fuera de mí nadie que supere
en riquezas a los grifos, habitantes de montes de oro. Los reyes corrientes no
merecen ni nombrarlos, mendigos son en comparación mía: ¡el rey Filipo Octavo
en persona soy! ¡Qué día tan fantástico! Cuando me fui hace un momento, llegué
allí mucho antes que el viejo y me puse
a esperar subido en un árbol. Desde allí podía observar dónde escondía el oro.
De que se va, me bajo y saco de la tierra la olla llena de oro. Entonces veo al viejo que vuelve, pero él no me ve a
mí, que me había desviado un poco del camino. Eh, eh, ahí está.
Me voy a esconderlo en casa.
ESCENA NOVENA
EUCLIÓN, LICÓNIDES
EUCLIÓN. — Estoy perdido,
destrozado, muerto. ¿En qué dirección echaré a correr, en cuál no echaré a
correr?
¡Al ladrón, al ladrón! ¿A cuál, quién? No lo sé, tengo nublada la vista,
voy andando a ciegas y no puedo percibir ni a dónde voy ni dónde estoy ni quién soy. (Al
público.) Por favor, auxiliadme, os lo pido y os lo suplico, y decidme quién me
lo ha quitado. ¿Qué dices tú? A ti te daré crédito, que tienes cara de buena persona.
¿Qué pasa? ¿Por qué os reís? Os conozco a todos, sé que hay aquí muchos
ladrones, disimulados con el blanco de sus vestiduras y que están aquí sentados como si fueran personas
decentes. ¿Qué, no lo tiene ninguno de éstos? ¡Me has matado! Dime entonces,
¿quién lo tiene? ¿No lo sabes?
¡Ay desgraciado de mí, qué desgracia me ha caído!
Mala es mi perdición y peores mis avíos, gemidos, males, tan grande
tristeza me trajo este día, hambre y pobreza.
Soy el más desgraciado de toda la tierra.
¿Para qué quiero ya vivir, si tanto oro perdí,
guardado con cuidados sin fin?
Yo mismo de tantas satisfacciones me privé,
otros por mi ruina y mi mal del oro van ahora a disfrutar.
¿Cómo lo podré soportar?
LICÓNIDES. — ¿Quién se queja
aquí delante de nuestra casa con tan tristes lamentos? ¡Pero si es Euclión!
Ahora sí que estoy del todo perdido, seguro que sabe que su hija ha dado ya a luz. Ahora no sé, si irme o quedarme,
si acercarme a hablarle o salir huyendo.
¿Qué hago? Por Dios, no lo sé.
ESCENA DÉCIMA
EUCLIÓN, LICÓNIDES
EUCLIÓN. — Yo sí que lo soy,
un hombre perdido, tan grandes son los males y las tristezas que me acosan.
LICÓNIDES. —No te pongas así.
EUCLIÓN. — ¿Cómo no voy a
ponerme así, por favor?
LICÓNIDES. — Porque yo soy quien
ha cometido la acción que te inquieta, lo confieso.
EUCLIÓN. — ¿Pero qué es lo que
dices?
LICÓNIDES. — La pura verdad.
EUCLIÓN. — Pero, joven, ¿qué
motivos te he dado yo para que hicieras una cosa semejante, acarreándome la perdición
mía y de mis hijos?
LICÓNIDES. — Un dios me empujó,
él fue quien me sedujo hacia ella.
EUCLIÓN. — ¿Cómo?
LICÓNIDES. — Confieso que he
cometido una falta y que soy culpable; por eso vengo a rogarte, que te dignes
concederme tu perdón.
EUCLIÓN. — Pero, ¿cómo te has
atrevido a hacer una cosa así, tocar lo que no era tuyo?
LICÓNIDES. — ¿Qué quieres que le
hagamos? Ya está hecho, y lo hecho hecho está; los dioses lo han querido, digo
yo, porque de no ser así, seguro estoy que no hubiera sucedido.
EUCLIÓN. —Y yo digo que los
dioses han querido que te ponga en mi casa en el potro y te mande al otro
barrio.
LICÓNIDES. — Por Dios, no digas
una cosa así.
EUCLIÓN. — ¿Qué tenías tú que
tocar lo que era mío sin mi consentimiento?
LICÓNIDES. — Es que lo hice por
culpa del vino y de la pasión.
EUCLIÓN. —Descarado, ¿te
atreves a venirme con esas explicaciones, sinvergüenza? Pues si fuera una cosa permitida
el poder disculparse en esa forma, en pleno día les arrebataríamos las joyas a
las señoras a todas vistas y luego, si nos echaban mano, nos disculparíamos diciendo
que estábamos borrachos y enamorados. Una cosa bien barata es el amor y el vino
si al borracho y al enamorado le es lícito hacer impunemente lo que le venga en
gana.
LICÓNIDES. — Pero yo vengo por
mi voluntad a suplicarte que me perdones mi locura.
EUCLIÓN. — No me hace a mí
gracia la gente que viene con excusas, después de haber obrado mal. Tú sabías que
no era tuya, no debías haberla tocado.
LICÓNIDES. — Pues porque me he atrevido a tocarla, no pongo
inconvenientes en que sea yo precisamente el que me quede con ella.
EUCLIÓN. — ¿Tú te vas a quedar
con ella siendo mía en contra de mi voluntad?
LICÓNIDES. — Yo no la exijo en
contra de tu voluntad, pero juzgo que me pertenece, es más, tú mismo, Euclión, tendrás
que reconocer, digo, que debe ser mía.
EUCLIÓN. — Como no me
devuelvas...
LICÓNIDES. — ¿Qué es lo que te
voy a devolver?
EUCLIÓN. — Lo que es mío y me has quitado, ¡maldición!, te voy a
llevar al juez y te voy a hacer un proceso.
LICÓNIDES. — ¿Que yo te quito lo
tuyo? ¿De dónde? o ¿de qué se trata?
EUCLIÓN. — (Irónicamente) ¡Que
Dios te bendiga
LICÓNIDES. — Como no sea que tú
me digas qué es lo que echas de menos.
EUCLIÓN. —La olla de oro,
digo, te reclamo, que me has confesado tú mismo que me la has quitado.
LICÓNIDES. — Por Dios, ni lo he
dicho ni mucho menos lo he hecho.
EUCLIÓN. — ¿Lo niegas?
LICÓNIDES. — Una y mil veces,
porque ni sé ni tengo la menor idea de
qué oro ni de qué olla se trata.
EUCLIÓN. — La olla que me has
robado del bosque de Silvano, venga, hale, devuélvemela, yo la reparto contigo,
aunque seas un ladrón, no te voy a molestar, hale, devuélvemela.
LICÓNIDES. — Tú no estás en tu
juicio, llamarme a mí ladrón. Yo, Euclión, creía que tú habías tenido noticia
de otra cosa, que me atañe; es algo de
mucha importancia sobre lo que quisiera hablar contigo en calma, si es que
tienes tiempo.
EUCLIÓN. — Dime entonces bajo
palabra de honor: ¿no me has robado tú el oro?
LICÓNIDES. — Palabra de honor
que no.
EUCLIÓN. — ¿Ni sabes tampoco
quién me lo ha quitado?
LICÓNIDES. — Palabra.
EUCLIÓN. — ¿Y me lo dirás, si
sabes quién ha sido?
LICÓNIDES. — Lo prometo.
EUCLIÓN. — ¿Y no cogerás para
ti parte alguna de aquel que lo tiene ni
darás acogida al ladrón?
LICÓNIDES. — Así es.
EUCLIÓN. — Y ¿si mientes?
LICÓNIDES. — Entonces, que el
soberano Júpiter haga de mí lo que le venga en gana.
EUCLIÓN. — Eso me basta.
Venga, di ahora qué quieres.
LICÓNIDES. — Por si acaso no
conoces a mi familia: Megadoro, tu vecino, es mi tío, mi padre era Antímaco, yo
soy Licónides , mi madre es Eunomia.
EUCLIÓN. — Claro que conozco a
tu familia. ¿Qué es lo que quieres? Eso es lo que deseo saber.
LICÓNIDES. — Tú tienes una hija.
EUCLIÓN. — Sí, ahí en mi casa.
LICÓNIDES. — Según yo sé, se la
has prometido a mi tío.
EUCLIÓN. — Estás al tanto de
todo.
LICÓNIDES. — Mi tío me ha
encargado comunicarte, que renuncia al matrimonio.
EUCLIÓN. — ¿Qué renuncia,
después de estar todo dispuesto y hechos
los preparativos para la boda? ¡Los dioses todos de la corte celestial le maldigan,
que por su culpa he perdido yo hoy por mi mala suerte tal cantidad de oro,
desgraciado de mí!
LICÓNIDES. — Anímate, Euclión,
no digas cosas de mal agüero. Ahora, lo cual sea para bien tuyo y de tu hija, di,
Dios lo haga.
EUCLIÓN. —Dios lo haga.
LICÓNIDES. — Lo mismo digo en mi
favor. Escucha ahora: nadie que ha cometido una falta, tiene luego la vileza de
no avergonzarse y no querer disculparse.
Ahora yo te conjuro, Euclión, a que si yo, por atolondramiento, os he
faltado a ti o a tu hija, me perdones y
me la des por legítima esposa. Yo confieso que he hecho violencia a tu hija, durante la vigilia de Ceres, por culpa del vino y de la
pasión juvenil.
EUCLIÓN. — ¡Ay de mí!, ¿qué
fechoría oigo de ti?
LICÓNIDES. — ¿A qué esos ayes,
si te he hecho abuelo para las bodas de tu hija? Porque ha dado a luz, nueve
meses después, echa la cuenta; por eso ha presentado mi tío la renuncia al matrimonio en favor mío; entra en casa,
infórmate de si es así como digo.
EUCLIÓN. — Estoy del todo
perdido, una desgracia llama a la otra, voy dentro, para enterarme de cuál es
la verdad de todo esto.
LICÓNIDES. — Yo te sigo ahora
mismo. Ya parece que vamos llegando a buen puerto. Pero, ¿por dónde andará mi esclavo?
Le esperaré aquí un poco y después me acercaré a casa de Euclión. Entretanto le daré tiempo
para informarse de todo por la vieja, el aya y sirvienta de su hija; ella está
al tanto de todo.
ACTO V
ESCENA PRIMERA
ESCLAVO DE LICÓNIDES,
ESCLAVO. — Dioses inmortales,
¡qué felicidad tan sin límite me habéis concedido! Tengo en mi posesión una olla
de cuatro libras de oro. ¿Quién más rico que yo?
¿Qué otro hay en Atenas a quien
los dioses le sean más propicios?
LICÓNIDES. — Me parece haber
oído hablar a alguien por aquí.
ESCLAVO. — Eh, ¿no es mi amo a
quien diviso?
LICÓNIDES. — ¿No es ése mi
esclavo?
ESCLAVO. — Él es en persona.
LICÓNIDES. — Él es, desde luego.
ESCLAVO. — Me acercaré a él.
LICÓNIDES. — Voy a su encuentro;
seguro que, como le ordené, - se habrá puesto en contacto con la vieja, el aya
de la muchacha.
ESCLAVO. — ¿Por qué no voy y
le digo el botín que he encontrado? Luego le pediré que me conceda la libertad.
Voy a hablarle: he encontrado...
LICÓNIDES. — A ver, ¿qué has
encontrado?
ESCLAVO. — No lo que los
chiquillos gritan que han encontrado en las habas.
LICÓNIDES. — ¿Ya estamos como
siempre, con tus bromas?
ESCLAVO. — Amo, espera, ahora te lo explico.
LICÓNIDES. — Venga pues, habla.
ESCLAVO. — Amo, he encontrado
unas riquezas inmensas.
LICÓNIDES. — ¿Dónde, pues?
ESCLAVO. — Una olla, digo, de
cuatro libras de oro.
LICÓNIDES. — ¿Qué es lo que
oigo?
ESCLAVO. — Se la he quitado a
Euclión, el viejo ese de ahí.
LICÓNIDES. — ¿Dónde está ese
oro?
ESCLAVO. — En un arca, en mi
cuarto. Ahora quería pedirte que me dieras la libertad.
LICÓNIDES. — ¿La libertad te voy a dar yo, cúmulo de maldades?
ESCLAVO. — Vamos, amo, yo sé
lo que estás pensando, anda que bien que te he tomado el pelo; ya estabas dispuesto
a quitármelo. ¿Qué hubieras hecho, si lo hubiera encontrado de verdad?
LICÓNIDES. — No puedes decirme
que era una broma, anda ve y devuelve el oro.
ESCLAVO. — ¿Que devuelva el
oro?
LICÓNIDES. — Devuélvelo, digo,
que se lo devolvamos a Euclión.
ESCLAVO. — ¿Y de dónde lo voy
a sacar?
LICÓNIDES. — ¿No acabas de confesar que lo tienes en un arca?
ESCLAVO. — ¡Bah!, yo soy de
esa condición, de andar gastando bromas. *** Sí, eso digo.
LICÓNIDES. — ¿Sabes lo que te
espera?
ESCLAVO. — ¡Maldición!, jamás
lo conseguirás, así me mates.
* * * (El final de la comedia falta en los manuscritos.)