La imaginación
folletinesca en Trescientos
millones de
Roberto Arlt
Mucho se ha escrito sobre
estas cuestiones, sobre la concepción de la ficción en la obra de
Arlt, su estrecha relación con el folletín y la novela sentimental.
el folletín y la novela
sentimental condicionan la obra estructuralmente, pero porque forman
parte del horizonte cultural de la protagonista.
Trescientos millones
surgió, a decir de Arlt, a partir de la historia del suicidio de una
criada de origen español que tuvo que cubrir mientras hacía de
reportero policial del diario Crítica;
suceso no inusual para el autor (que afirma “en aquella época veía
cadáveres casi todos los días”), pero que lo dejó profundamente
impresionado:
Durante
meses y meses caminé teniendo ante los ojos el espectáculo de una
muchacha triste, que sentada a la orilla de un baúl, en un cuartucho
de paredes encaladas, piensa en su destino sin esperanza, al amarillo
resplandor, de una lamparita de veinticinco bujías. De esta
obsesión, que llegó a tener caracteres dolorosos, nació esta obra
[…] (p.10)
A partir de esta imagen y,
quizás, las preguntas sobre aquello que mantuvo a la muchacha
despierta y enajenada (eso parece sugerir el detalle de la lamparita
que olvidó prendida) surge Trescientos
millones, con la
estructuración y la disposición espacial que plantea: la obra está
conformada por un prólogo (que consta de una escena única) y tres
actos que tienen lugar en dos espacios: uno real (el cuarto de
servicio de Sofía, una sirvienta que sueña con una vida tomada de
los modelos folletinescos de las novelas sentimentales) y uno de
sueños, ficticio, donde actúan los fantasmas que interpretan los
sueños de los hombres. Mientras el prólogo describe el mundo de
ensueños, los actos desarrollan la historia de Sofía en un espacio
desdoblado, que es simultáneamente real y de ensueño.
En el prólogo, Arlt describe
la topología y los caracteres que pueblan el mundo de sueños, los
hace interactuar, y atribuye a partir de ellos determinados rasgos al
ensueño de los hombres. Estas primeras páginas de la obra, en lo
absoluto marginales a la anécdota, resultan interesantes porque
brindan el marco para la interpretación de la historia que va a ser
contada, anticipan su resolución (se cuenta la historia de un chico
que se suicida por un amor no correspondido) y la comentan.
Básicamente, dos temas articulan el prólogo: en principio, la
explicación del ser de los “fantasmas”, y en segundo lugar, la
reflexión sobre los sueños de los hombres. En cuanto a la calidad
ontológica de los protagonistas del prólogo, ellos discuten sobre
eso entre sí, pero antes Arlt los describe al principiar la obra:
“zona astral donde la imaginación de los hombres fabrica con
líneas de fuerza los fantasmas que los acosan o recrean en sus
sueños” (p.13): Rocambole, un Galán, una Reina Bizantina, un
Demonio y un Hombre Cúbico. Si los primeros son personajes
principalmente folletinescos (Rocambole es el protagonista del
célebre folletín de Ponsol du Terrail; el galán es un personaje
típico en las novelas sentimentales), el Hombre Cúbico representa
la imaginación técnica, el sueño moderno del progreso y el
enriquecimiento (afirma ser “de origen puramente científico”,
quien lo sueña es un geómetra que quiere construir un traje de
buzo): lo cierto es que todos ellos forman parte del imaginario
colectivo de la época, y no de una fantasía individual. Esto podría
implicar un cuestionamiento sobre el grado de libertad que hay en el
proceso de creación por parte de los hombres, y en particular, los
lectores como Sofía; sobre la función que los folletines tienen
como favorecedores o sustituyentes de las fantasías (es decir, si la
creación imaginaria permite escapar a la vida proletaria enajenada
o, al contrario, sumerge al lector aún más en ella y en un patrón
conformista). La conversación mantenida por los fantasmas
inmediatamente a continuación da una respuesta parcial a esta
cuestión. En efecto, al intentar autodefinirse los fantasmas definen
la imaginación que les da vida: así, pasan de ser “constructores
de sueños” a ser los representantes de los deseos de los hombres
que construyen sueños, o actores de las ficciones de las que los
hombres son autores, o de acuerdo a lo que plantea el Hombre Cúbico
(que es un fantasma “nuevo”, y propone la definición aceptada
por el consenso de los personajes y avalada por el autor), ejes de
fuerza en torno a los cuales se acumulan los sueños de los hombres,
imprimiéndoles forma. Esto indica una función completamente activa
por parte del soñador, pero nuevamente, a medias: los ejes de fuerza
que se nos presentan tienen la forma de personajes folletinescos, y
si como dice el Galán, “el hombre es esclavo de su sueño... Es
decir, esclavo nuestro”, la ecuación parecería resultar en una
esclavitud de los modelos propuestos por la cultura de masas.
El segundo tema que articula
el prólogo, a grandes rasgos, la reflexión sobre los sueños de los
hombres, reafirma esta última visión sobre el proceso de creación:
los fantasmas
cuentan las que juzgan absurdas historias que se ven obligados a
protagonizar para los soñadores
(que son, exceptuando el geómetra, pobres, contrahechos o niños, es
decir, marginales y oprimidos), y a raíz de ellas, se quejan de una
imaginación “proletarizada” en doble sentido: porque sueñan los
pobres y porque son sueños pobres; más tarde, mientras discuten los
fantasmas del sueño de Sofía, la cuestión se reitera:
Capitán: Su imaginación: la base es “Rocambole” y su
geografía la estudió en la revista “La Esfera”.
Griselda: Lo único que ha leído y visto.
Azucena: Me dan ganas de no seguir trabajando…
[…]
Azucena: Me iría, pero tengo los zapatos como encolados al
piso.
Galán: Yo estoy descuadrillado… Después de la jorobada me
toca la Sirvienta. Voy de mal en peor.
[…]
Galán: ¡Cuando me acuerdo de mis buenos tiempos!
Griselda: Debería prohibírseles soñar a los pobres.
Azucena: Verdad. Un pobre soñando imagina los disparates
más truculentos.
Galán: Es la falta de cultura.
Capitán: De un tiempo a esta parte el último lavaplatos se
cree con derecho a tener imaginación.
Griselda: La culpa la tiene el cine… créanme.
Galán: ¡Qué tranquilos estábamos antes en nuestro mundo
astral! (pp.61-63. Las cursivas son mías.)
Esta actitud elitista ilustra
el panorama intelectual de la época: la contraposición entre una
antigua alta cultura y el surgimiento de una cultura de masas
representada por los folletines y el cine. Los fantasmas se quejan de
la situación de pauperización, Rocambole actúa como contrapunto
(es el único que defiende el sueño de la sirvienta), el texto
teatral, por su parte, ilustra ambas posiciones: enfrentada a la
Muerte y a un futuro con escasas probabilidades de cambio y ascensión
social y económica, el ficcionar resulta la única salida viable
para elegir la vida.
En Trescientos
millones también
los soñadores “acuden reiteradamente al acto de imaginación como
forma de verificar el control individual”, de expandir su ser
social y “de llenar los silencios de sus vidas privadas (y al
texto) con un expansivo conocimiento”. Sofía la Sirvienta puede
construir una nueva identidad a través de la imaginación (“Pero
usted ya no es la sirvienta, ¿me entiende? No. Usted es la
huérfana.” -p.41), puede ampliar sus perspectivas (de los viajes
en tren pasa a la experiencia del transatlántico), puede ejercer su
voluntad como directora de su sueño (como en la escena en la que
Sofía se encuentra con el Galán – acto I, cuadro ii, escena 3).
Puede incluso estructurar toda una vida a su gusto. Pero esta
libertad es limitada, y luego de su consecución se va a degradar
permanentemente. Como fue señalado en el diálogo entre los
fantasmas, Sofía no logra imaginar más allá de una lógica binaria
y con los materiales de la fantasía que conoce.
Sofía principia su sueño con
un esquema burocrático y legitimador del mismo según los requisitos
reales: recibe una herencia de trescientos millones y cincuenta y
tres centavos (única gran ficción y hecho de origen inexplicado en
el sueño de Sofía, la Sirvienta millonaria) y para legitimarlos
firma recibo. De oprimida y pobre pasa a ser dominante y rica, y
estos atributos son condición sine
qua non del resto
del sueño; el dinero es el origen de la ficción: es sólo después
de imaginada su adquisición que Sofía construye el mundo de ensueño
(como fue señalado, el primer cuadro del primer acto presenta
únicamente el mundo real, el cuarto de Sofía; a partir del segundo
se instala una nueva dimensión de placer y comodidades),
es sólo gracias a su posesión que puede imaginar que viaja, que
tiene amigas, y dirigir el desarrollo del sueño: su casamiento
proviene de una compra (“Me gustas y te compro. Tengo trescientos
millones” –p. 54), la escena familiar tras el nacimiento de su
hija se centra principalmente en un diálogo con la Niñera a la que
contrató en donde Sofía da las órdenes (tras haber tenido que
obedecer las de su patrona al finalizar la última escena de I, ii).
Su imaginación muestra ser práctica y económica: actúa como cree
que deben ser las cosas cuando se es multimillonario, no imagina una
posibilidad de comportamiento o una posibilidad de consecución de la
felicidad distinta (no imagina el cambio); además, los modelos con
los que construye su sueño son tomados del folletín y otros medios,
no son “originales” (cuando le pide al Galán que actúe de una
manera distinta, el comportamiento que le propone no es menos
estereotipado). Arlt describe esas limitaciones del poder creador de
manera irónica:
Capitán: ¿Le gusta el paisaje, señorita? (En la posición
en que están colocados [el Capitán y la Sirvienta, en el muelle del
transatlántico] el paisaje es invisible, pero ellos actúan como si
estuviera allí ante sus ojos, revelándose de este modo la
maravilla de la imaginación creadora y el poder soñador de la
Sirvienta.)
[…]
Sirvienta: ¡Qué curiosa coincidencia, Capitán!
Capitán: ¿Qué coincidencia?
Sirvienta: Este paisaje es idéntico a uno que vi en “La
Esfera”. (Pp. 44-46. El subrayado es mío.)
Exceptuando los momentos en
que se emociona por la herencia y el viaje en barco, durante su sueño
Sofía no es capaz de construir su felicidad; de hecho, a partir de
su casamiento se inicia un camino degradación permanente: de la
novela sentimental en la que ejerce su dominio plenamente, y en la
que vive consciente de la diferencia entre realidad y ficción, pero
prestándose al juego, de acuerdo a lo que cree los comportamientos
reales de los millonarios (es decir, en el momento del casamiento con
el Galán y la vivencia de la maternidad, sobre lo cual terminará
concluyendo: “no vale la pena casarse” –p.69), se pasa a la
novela bandoleresca (a finales del acto I y durante todo el acto II,
cuando su hija es secuestrada por el Compadre Vulcano y emprende la
búsqueda para rescatarla junto a Rocambole), en la cual Sofía vive
la ficción con la intensidad de un hecho real (no hay durante el
segundo acto fantasmas que se burlen de ella ni escenas mal
representadas) en el momento en el que como persona vuelve a estar en
una posición desprotegida, y temáticamente reproduce en su hija
aquello que la preocupa en el mundo real: el trabajo excesivo, la
imposibilidad de mejora, la prostitución o abuso sexual. Asimismo,
en este momento el discurso legal y realista cambia de sujeto de
discurso: ya no se guía por su lógica Sofía, como heroína (al
contrario, sus parlamentos son, a la par de estereotipados,
únicamente expresivos en su mayoría, escuetos y cuantitativamente
escasos), sino que es articulado principalmente por Vulcano y el
viejo proxeneta que es el Rufián Honrado. De todos modos, en la
esfera de la imaginación representada por la novela bandoleresca el
sueño de Sofía embellece su contraparte en el mundo real: junto a
ella, en la misión de rescate, está la protección de Rocambole,
quien se enfrenta con su praxis y su discurso a los villanos de
acuerdo a un código de justicia popular en el que a un crimen
corresponde un castigo equivalente, y su hija es salvada de su
destino. Finalmente, en el tercer momento del sueño (que se
corresponde con el acto III) Sofía recupera el dominio en un plano
social y económico, pero lo pierde en el biológico y como
constructora de la ficción: se imagina vieja, y cuando trata de
negarse a seguir en ese rumbo (se defiende ante el discurso
desesperanzado y derrotista de las viejas que le hacen compañía,
recordando el plano real: “Yo soy joven […]. Yo puedo esperar y
vivir. No tengo más que veinticuatro años” -p. 96), cae enredada
por el sueño y sus fantasmas, confunde los planos de la realidad y
la ficción (“Vieja
1°: Está loca.
Dice que tiene veinticuatro años. / Sirvienta:
¡Oh!, no… es cierto… Yo también soy vieja” –p. 96-97).
Sofía se pierde en su sueño al punto en que los fantasmas le
pierden todo respeto: las amigas la acusan de desvariar y afirman su
vejez; el Lacayo le hace “pito catalán” sin ocultarse; incluso
su Hija no la escucha en su papel de madre: al contrario, vuelve a
introducir los lugares comunes de la novela sentimental, re-escribe
todos los discursos en los que Sofía los critica y trata de
recuperar la realidad, sueña por ella, la acusa de falta de
imaginación y hasta ocupa la posición que antes detentara la
protagonista de cuestionar los clichés: “Te voy a contar, mamita…
(Súbita
transición.) ¿Es
obligatorio que una hija se arrodille al lado de la madre para
contarle que está enamorada…?” (p.100). Ante esa pérdida del
dominio de la ficción, ante la experiencia de los límites de su
voluntad creadora, Sofía sólo puede reafirmar su poder mediante un
aparte (“A veces los autores les tienen envidia a sus personajes.
Quisieran destruirlos” -p. 102), un aparte que por lo demás no
lleva a cabo (porque elige continuar con la comedia), pero esa
temporal recuperación del dominio sólo sirve, al final, para
mostrarle el contraste con la realidad que la espera más allá de
sus sueños, y sus limitaciones: la realidad irrumpe la continuación
de su obra en el grito del Hijo de la Patrona que “le
pide placer en el instante en que ella bendice en su ensueño la
felicidad de una hija que no existe”
(p.105).
Agotado el recurso de la
ficción, esa “locura” de atreverse a soñar pese a sus
limitaciones; siendo aparentemente inimaginable una mejora real sobre
su situación actual, Sofía elige la otra posibilidad de reafirmar
su voluntad (como dijera la Muerte al principio de la obra, “la
gente muere en realidad cuando quiere morir” -p. 35) y se suicida.
Independientemente de la interpretación que se brinda aquí, este
acto recibió otras explicaciones:
[ La]ambivalencia afecta […] al significado del suicidio al final
del drama. Por una parte, el suicidio puede interpretarse como la
prueba de que Sofía, debido a su vida imaginaria, no ha perdido el
sentimiento de su dignidad y la conciencia de que su vida real es
inaceptable. Por otra parte, es posible interpretar el suicidio como
consecuencia fatal de abandonarse a las compensaciones brindadas por
la imaginación en lugar de tratar de mejorar su suerte de manera
activa.
Entonces, al finalizar la obra
la pregunta parecería siendo la misma que dio origen a este
análisis: el folletín y su lectura: ¿Liberación
de la enajenación o evasión alienante?
Conclusiones y respuestas
Lo cierto es que al cabo de la
obra, a pesar de ejercer su capacidad creadora, Sofía nunca deja de
ser la Sirvienta en el texto teatral. A pesar de la reescritura de
las identidades en la ficción (dejar de ser la Sirvienta y
convertirse en la huérfana millonaria), ésta no cambia los
anquilosamientos sociales, el dominio de la creación no subvierte ni
invierte la realidad.
Sin embargo, la ficción se
sigue presentando, en muchos casos, como el único lugar donde el
oprimido puede crear libremente dentro de un régimen social
alienante y aparentemente imposible de escapar. En tanto espacio de
creación, en Trescientos
millones se
presenta en principio como lugar de vida, dominio y libertad pero no
precisamente como espacio de evasión: Sofía nunca puede abstraerse
por completo de la realidad; de hecho, su sueño se construye en
función de sus carencias en la realidad, dialoga con ella, y
cuestiona los recursos que emplea para construir su ficción partir
de la misma. Asimismo, no puede decirse que haya una lectura acrítica
por parte de Sofía (una recepción del material de lectura meramente
pasiva): no sólo porque efectúa creaciones a partir de sus
conocimientos “plebeyos”, sino porque en esa actividad las
soluciones mágicas del folletín son cuestionadas y revisadas por la
protagonista (el diálogo con el Galán y con su Hija en las escenas
I y III respectivamente son claros ejemplos.). Sin embargo, tampoco
hay una creación completamente original y libre: como ya fue dicho,
el sueño de Sofía está extremadamente condicionado por el
horizonte imaginativo propuesto por los medios de la época
(remanidos recursos folletinescos y lugares comunes). El proyecto
liberador de la ficción es incompleto, está mutilado en tanto no
hay posibilidad de transferencia práctica al mundo no-ficticio, pero
en última instancia no parece que en Trescientos
millones haya una
condena de la novela popular, el proceso de recepción de la misma,
ni mucho menos del acto de soñar: no se la identifica con un acto de
auto-alienación.
La obra de Arlt parecería
coincidir con la lectura de la novela del folletín que realiza
Gramsci: como favorecedora de una fantasía, pero también limitante.
La visión final de Trescientos
millones resulta
pesimista (no se propone una solución: la ficción se degrada y el
suicidio termina siendo el único final posible; en caso de no
suicidarse, Sofía habría muerto igualmente de tisis, pero además
humillada por el Hijo de la Patrona), pero en todo caso, la fantasía
se presenta como necesaria trasgresión: el hecho de que todos los
elitistas personajes de “altas esferas” o detentadores del poder
se opongan al sueño de Sofía y de sus compañeros de clase, el
hecho de que su suicidio sea festejado (“Hija:
Libres…, por fin estamos libres de esta loca. […] Lacayo:
Ha muerto para nuestra tranquilidad. [… Todos:]
Por fin se ha muerto la loca. / Por fin se ha muerto la loca”
–pp.105-106); la compasión de Rocambole, el criminal que para los
lectores de sus cuarenta tomos pudo vivir fuera del orden social
establecido y hacer su voluntad; y la realidad de que las últimas
palabras en la obra sean la imperativa orden de silencio de un patrón
explotador que desvaloriza la expresión ajena [“Hijo
(aún pegado en los
vidrios, con voz ronca):
Abrí, Sofía, Abrí…, no hagás chistes.” –p.107] parecen
afirmarlo.